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Leyenda

La primera vez que escuchó los cascos de los caballos que resonaban en el potrero,

el chirrido de la silla de montar al ser desmontada y los pasos que recorrían el patio

hasta llegar a la casa, pensó que estaba soñando. Sin embargo, se dio cuenta de

que era la tercera noche consecutiva que escuchaba esos sonidos, sonidos que

evocaban en su mente la imagen de un jinete maléfico cabalgando sobre un corcel

endemoniado que llegaba a las afueras de su finca para robarle el alma. Recitó un

padrenuestro y con todo el valor y el miedo acumulados durante sus 70 años se

cubrió de pies a cabeza con las cobijas y se obligó a dormir.

Despertó antes de las cinco de la mañana un tanto sobresaltado por esos incidentes

nocturnos. Se sentó al borde de la cama y notó cómo gradualmente amanecía. Se

levantó y se preparó para enfrentar su agotadora rutina, que consistía en revivir

pacientemente y con dedicación su antigua huerta. Se acerco al tanque y abrió la

vieja llave de suministro pero de aquella boquilla oxidada solo aparecieron diminutas

gotas acompañadas de un silbido intermitente, quito la tapa que protegía la tanque

y se dio cuenta que estaba vacío, se percató que nada salía del viejo tubo que

suministraba agua al depósito, se preparó entonces, sabía muy bien lo que debía

hacer, emprender el recorrido de casi un kilómetro para revisar la tubería que

llegaba hasta la bocatoma y averiguar porque había dejado de suministrar agua al

viejo tanque. En el fondo sabía lo que iba a encontrar, pero no quería aceptarlo

hasta verlo con sus propios ojos.


Encontró justamente lo que temía: el vanidoso río que en otros tiempos presumiera

de caudalosas aguas que arrastraban piedras, troncos y arena se fue secando hasta

convertirse en una pequeña quebrada que lucía tímida un hilo de agua que la

recorría vergonzante, ahora el hilo había desaparecido y la quebrada estaba seca

por completo. Tenía entonces que alargar aquel entramado artesanal de tubos y

acoples cien metros más cuesta arriba por la montaña, hasta llegar al manantial, un

pequeño lago que alguna vez fue temido por sus aguas que rio abajo formaban un

majestuoso salto de agua bautizado por los lugareños como el salto de la loca, esto

debido a una mujer que sin motivo alguno salto desde allí y murió al instante. Era

una cascada hermosa, con una caída de agua de 40 metros que se estrellaba contra

gigantescas piedras, creando una refrescante brisa que los bañistas disfrutaban

mientras nadaban en el charco que se formaba después de las piedras, dando inicio

a la fresca y cristalina Quebrada la Vieja.

De la cascada solo quedaban las piedras desnudas, testigos silenciosos de un

pasado tumultuoso. La escasa corriente que aún fluía descendía tímidamente por

los profundos surcos esculpidos por el caudal vigoroso años atrás. Al bajar el agua

casi en el centro del abismo desaparecía como por arte de magia, evaporándose en

el seno de la roca misma sin siquiera crear una tenue briza.

Era necesario entonces alargar el tubo hasta llegar a la cima y aprovechar allí la

poca agua que aun brotaba del escaso manantial.

Allí iba subiendo Rafael por la ladera de aquel abismo, con cien pesados metros de

tubos y acoples que unía pacientemente a el entramado acueducto que


suministraba agua a su tanque, mientras subía, arrastraba y acoplaba tubos Rafael

recordó las tardes de trabajo en la finca cuando aún era un niño. Se vio a sí mismo

arreando vacas, echándole maíz a las gallinas y concentrado a los cerdos. Cada

recuerdo se entrelazaba con otro, hasta que su cuerpo, sin él quererlo dejó de

avanzar. Soltó el racimo de tubos que aún le faltaba acoplar, se sentó a descansar

y siguió recordando. El medio día había pasado hace dos horas y la tarde empezaba

a llenarse de vientos, recordó que tardes como esta las pasaba con su abuela

comiendo naranjas y escuchando historias, las naranjas ella misma las pelaba con

un viejo cuchillo de mango de madera que era sostenido por dos oxidados tornillos,

las pelaba con excepcional pericia cortando la cascara en una delgada capa en

forma de espiral descubriendo la corteza blanca de la naranja que aun protegía su

jugo, luego les cortaba un pedazo en la parte superior y después con la punta del

cuchillo chuzaba varias veces la parte descubierta para poderlas chupar con

facilidad, a veces agregaba un poco de sal, no mucha porque de pronto Rafael se

quedaba gago. Su abuela pelaba las naranjas mientras le contaba cuentos, fabulas

y leyendas, entre ellas una que no había recordado antes, una historia de caballos

y jinetes que se sentían llegando de noche a la finca pero que nunca se veían, solo

se escuchaban.

Rafael se recostó contra una gran piedra que gracias a la posición del sol, le

brindaba un poco de sombra, sacó de la vieja mochila un paquete de galletas, una

lata de atún y una botella de jugo artificial. Mientras comía divisaba el paisaje: las

montañas que en otrora fueron verdes de varias tonalidades hoy se observaban en

diferentes tonos de marrón. Terminó la última galleta untada de atún, vació su jugo
y se recostó, usó la mochila de almohada y se puso el sombrero en la cara, cerró

los ojos, respiró profundo y se obligó a recordar aún más.

Recordó a su abuela en el corredor de la finca, sentada en su mecedora, con su

canoso pelo y sus grandes ojos claros, sus manos manchadas cubiertas de esa

frágil piel que parecía papel mantequilla. La recordó pelando hábilmente jugosas

naranjas que crecían en aquella tierra fértil, al lado de mandarinos, aguacates,

limoneros, mangos y guayabos. Le pareció estar viendo aquellos viejos labios

articulando palabras y su cuerpo encorvado realizando gestos y ademanes, y

entonces su recuerdo se llenó de sonidos y con una nitidez diáfana empezó a

escucharla: –ven Rafael, acá donde ves esta finca en un tiempo pasado guardó un

gran tesoro, algunos aseguran que era incalculable. Cuando mi abuelo “que en paz

descanse” compro estas tierras, acá no había casa, solo grandes potreros usados

por arrieros y comerciantes que llevaban toda clase de suministros al pueblo desde

Medellín, mi abuelo siempre le gustó el puente colonial construido por españoles

que atravesaba el rio, así que decidió que unos metros más arriba construiría una

casa con muchas habitaciones, y ya que el puente era paso obligado de

comerciantes y arrieros la casa podría llegar a convertirse en posada para los

números viajeros, y así fue por varios años, pero la carretera facilitó las cosas y los

comerciantes dejaron de usar los caminos de herradura y empezaron a utilizar

camiones y carros, el camino de herradura se usaba cada vez menos hasta que se

llenó de maleza, pantano y polvo, el majestuoso puente español no resistió las

inclemencias del clima y tras años sin mantenimiento, su techo se cayó y su madera

se fue pudriendo, a la posada solo llegaban caminantes desprevenidos o algunos


arrieros que tenían sus fincas en la misma vereda pero por lo general solo paraban

a comer una aguapanela con queso para recobrar fuerzas y seguir su camino. La

posada poco a poco se fue marchitando y después de noventa y dos años de

atención continua cerró sus puertas y se convirtió en una finca olvidada que solo se

usaba para dormitorio de trabajadores que madrugaban a ordeñar vacas y a recoger

caña para llevarla al molino donde se fabricaba la panela. Fue la época de la

decadencia de esta casa, mi abuelo no volvió a invertir un solo peso en su cuidado

y solo se preocupaba por los potreros llenos de vacas, sembrados de caña y pasto,

dejó encargado a mi tío Albeiro de los trabajadores y de la casa, pero mi tío lo único

que hacía era dormir en ella. Una noche mi tío Albeiro sintió como un jinete llegaba

hasta las afueras de la casa, bajaba de su caballo y se dirigía a la puerta, pero no

la tocaba, él se levantó para ver quién era pero afuera no halló a nadie. Pensó que

lo había soñado así que volvió a la cama a seguir durmiendo. Días más tarde ocurrió

lo mismo, escuchó el sonido de los cascos de un caballo, un jinete que desmontaba

y caminaba hasta la casa pero nunca tocaba la puerta, esta vez un trabajador

también lo escuchó pero tampoco vio nada. Aquellos sucesos al principio crearon

gran temor entre los trabajadores y el mismo tío Albeiro, pero con el transcurrir del

tiempo se hizo tan repetitivo que los habitantes de la finca se acostumbraron y hasta

hacían bromas con el jinete invisible que los visitaba de vez en vez. En alguna

ocasión un amigo del tío Albeiro que vivía en una finca vecina le había dicho que el

jueves y viernes santo que habían acabado de pasar vio una luz muy brillante que

bajaba desde el cielo y se posaba sobre la finca, que los más seguro era que allí

había una guaca, un entierro. Albeiro se rio y le dijo; -pues si es así me voy a volver

rico, pero la única luz que vi el jueves y el viernes santo fue la de mi vela antes que
la soplara para irme a dormir. -La verdad era que aunque Albeiro no había visto

ninguna luz si había escuchado el jinete invisible, decía la abuela mientras pelaba

otra naranja. - Así que al día siguiente despidió los seis trabajadores que tenía bajo

su mando y el mismo se encargó del ordeño y del cuidado de las vacas, descuidó

los cultivos de caña y en las tardes se dedicó a buscar por toda la casa paredes o

pisos huecos, con grietas o con cambios de color. Al principio fue muy cauteloso

golpeaba suavemente los muros y pisos esperando encontrar algún sonido que le

pudiera indicar donde debía romper o cavar, pero después de unos días empezó a

romper cuanto muro o piso le pareciera pudiera ocultar el gran tesoro que esperaba

por él. Los días pasaron y la obsesión de Albeiro se hizo enfermiza a tal punto que

las paredes de la casa se habían debilitado tanto que una de las habitaciones

colapso mientras él dormía, ese fue el detonante para que mi abuelo lo enviara a la

casa del pueblo y mandara a reparar la casa antes de que colapsara

completamente.- Aquí viene la mejor parte de la historia, continuaba la abuela

mientras chupaba ávidamente una de las jugosas naranjas -El albañil que realizaba

la reparación solo trabajó dos días y nunca volvió, al regresar el abuelo para verificar

como avanzaban las obras se encontró con un gran agujero en el piso de la

habitación donde Albeiro dormía justo debajo de su cama y en una esquina un viejo

baúl con la cerradura destrozada y sin nada adentro. Del albañil nunca se supo su

paradero, aunque alguna vez llegó el rumor al pueblo que lo habían visto en

Medellín rodeado de lujo y de poder. El abuelo contrató a otra persona que

reconstruyó la casa que años más tarde heredé y que ahora le pertenece a tu padre

y por supuesto a ti también.


Un fuerte viento cargado de polvo sacudió a Rafael y lo hizo despertar de aquel

letargo que había refrescado su mente “estas tierras siempre han estado llenas de

magia” se dijo, mientras observaba las áridas montañas. “El jinete ha vuelto, debe

haber un tesoro incalculable en la casa”.

Años atrás los tesoros se componían de metales brillantes y piedras preciosas, pero

ahora las cosas eran diferentes, el mineral más costoso era el agua, y los artículos

más caros las plantas, las flores eran prácticamente una excentricidad, era ilegal

cultivarlas ya que los pocos sitios que eran aptos para cosechar solo podían cultivar

hortalizas o frutas, así que las únicas flores que se podían conseguir eran las de los

árboles frutales y aun esas era delito poseerlas. Por eso Rafael creía que si el jinete

había regresado debía traer un tesoro de este presente árido y estéril, un nacimiento

de agua, semillas que necesitaran poca agua para crecer o una planta que resistiera

las altas temperaturas y la tierra con pocos nutrientes. “Estas tierras siempre han

estado llenas de magia si el jinete regresó debo encontrar su tesoro” se decía así

mismo Rafael.

Las historias que su abuela le contaba comenzaron a aparecer en su mente, no

sabía porque las había olvidado, tal vez porque a medida que iba envejeciendo

también iba olvidando lo hermoso que es creer en lo fantástico, esa capacidad que

tienen los niños de creer que todo es posible.

Ya había instalado el ultimo tubo en el paupérrimo nacimiento y empezaba a

anochecer, se apresuró a regresar a la casa y en el camino recordó las otras

historias, como la de la mujer que cuidaba el monte, el hombre del sombrero


gigante, la serpiente gigante que atraía sus presas con olores hechizantes, las

mujeres que volaban en escobas y que le hacían trenzas a los caballos en sus

crines, historias que lo hacían rejuvenecer a tal punto que su paso se hizo más firme

y rápido y cuando llegó a la finca sintió que tenía veinte años menos.

El calor era insoportable y el viento se encargaba de trasportar el polvo suficiente

para crear una gruesa capa encima de cada cosa que había dentro de la finca. La

puerta estaba abierta y la luz del comedor estaba encendida, entró y vio a su hijo

que había viajado tres horas desde Medellín para convencerlo de regresar a la

ciudad. –papá todos piensan que estás loco, es imposible que algo crezca en estas

tierras, le decía mientras miraba las áridas montañas aferrado a las barandas del

corredor más largo de la finca.

Años atrás en aquellas tierras crecían arboles de aguacate, guayaba y mango, se

cultivaba café y gran variedad de hortalizas además del pasto para las vacas y

caballos y el maíz para las gallinas, pero después del gran calentamiento la mayoría

de los ríos se secaron y los que quedaron se convirtieron en diminutas quebradas

que se evaporaban antes de culminar su recorrido en las lejanas vertientes que aún

quedaban.

De Medellín solo quedaban vestigios, la mayoría de la gente había emigrado al sur

del país tratando de obtener la visa de resguardo ecológico que les permitía entrar

a la selva, pero eran muy pocos los que lo lograban. La selva del país se fue

convirtiendo en santuario de migración no solo de los colombianos sino de millones

de extranjeros, era una de las pocas partes del mundo donde los ríos no se habían
secado y donde aún llovía constantemente, se crearon leyes internacionales para

cuidar la selva, leyes que obligan a cultivar solo en ciertas regiones, a no talar nunca

un árbol, a no usar ningún tipo de moneda, solo estaba permitido el trueque, no se

podían construir casas, solo se autorizaban carpas o pequeñas casas ambulantes

echas completamente de materiales reciclables, era obligatorio trabajar siempre en

pos de proteger los ríos y la selva. Pero esta zona ya estaba sobrepoblada y estaba

rodeada de fuertes medidas de seguridad, varios kilómetros antes de ingresar había

círculos de vigilancia de hombres fuertemente armados, sin contar con las mallas

de seguridad, los alambres de púas y en ciertos sitios, muros de más de cuatro

metros de altura, si alguien quería ingresar debía atravesar mínimo tres puestos de

control. La única manera era la vía legal, que consistía en una solicitud que se

enviaba al cuartel central del resguardo ecológico, dicha solicitud era estudiada y

clasificada, y solo si una persona de la misma edad moría en el resguardo se podía

reponer con otra que estuviera en lista de espera. Por esta razón cientos de

personas morían esperando afuera de los círculos de seguridad.

-hijo, usted sabe que es mi deber estar aquí, esta tierra siempre ha estado en la

familia. –dijo Rafael con tono cansado.

-papá nos queda muy poco dinero y menos provisiones, esto que le traje es lo último

que le puedo traer, mi esposa y yo nos vamos mañana, trataremos de entrar al

resguardo, hace dos años enviamos la solicitud igual que unos amigos y ellos

entraron hace una semana, estas tierras están muertas si sigue aquí también usted

lo estará.
-esta tierra siempre ha estado llena de magia. Hoy soñé con mi abuela y recordé de

repente todas las historias que me contaba y todas tenían algo mágico, yo creo que

este lugar no se va a dejar morir, el gran calentamiento empezó hace 10 años y

miré, aún hay pequeños riachuelos, hoy fui hasta la loca es la última quebrada que

queda, pero aún hay agua, yo sé que debajo de estas tierras corre agua, corre vida

y tal vez algunas señales están tratando de mostrármelas.

Los ojos de su hijo se empaparon al mismo tiempo que sus brazos rodeaban aquel

hombre de pelo escaso y cuerpo lánguido, y mientras lo abrazaba le dijo en voz muy

baja: -te amo papa, te voy a extrañar mucho.

Ya habían pasado varias horas desde que su hijo se había ido, el paisaje seguía

siendo el mismo, el jinete no había llegado esa anoche, pensó que era porque su

hijo estaba en la casa, se levantó de la silla, miró el reloj que ya marcaba las 7 de

la mañana, tomo una bolsa de fique llena de semillas, un viejo azadón y un balde

con agua de la que llegaba por el tubo de suministro hasta el tanque que se llenaba

gota a gota con lo poco que suministraba el nacimiento de la loca, abrió la puerta

de la baranda y se dirigió hacia la pequeña huerta que estaba tratando de crear. El

ritual era el mismo, sembrar semillas el primer día de la semana, tratar de regarlas

tres veces al día si podía conseguir el agua y esperar, desear que alguna semilla

creciera, que alguna le devolviera la esperanza de saber que aquella tierra era

capaz de albergar vida otra vez.

“esta tierra es mágica”. Pensaba Rafael mientras removía la tierra con el azadón

para sembrar sus semillas.


El día transcurrió igual a los otros, la lluvia no llego y el viento fue inclemente, la

tierra continuaba árida y estéril, algunas semillas se transformaban en pequeñas

plantas que sobrevivían tres o cuatros días para luego secarse lentamente.

La noche avanzaba y ya dormido sintió nuevamente los cascos de caballo llegando

a la casa despertó de un salto y corrió al potrero, sintió un viento gélido recorriendo

todo el patio, se envolvió en su poncho y siguió el sonido, sintió el caballo llegando

hasta la entrada del corredor, el jinete desmontando y los pasos que recorrían el

pasillo hasta la esquina que daba a la cocina, pero los pasos no se detuvieron allí,

se siguieron escuchando camino al pequeño cuarto donde guardaba las

herramientas y se fueron desvaneciendo hasta que no escucho nada más. Corrió al

cuarto y encendió una lámpara, tomo la pala y el azadón y empezó a excavar en el

piso de aquel pequeño cuarto, llevaba más de dos horas en aquella labor excavando

con su pala, sacando tierra y piedras y entonces algo sonó, cavó a su alrededor y

después de unos minutos lo pudo sacar, era un pesado cofre lleno, repleto de

monedas de oro, un brazalete incrustado de preciosas esmeraldas y una figura de

guepardo echa de oro con esmeraldas por ojos, tomó algunas monedas y las joyas

en sus manos y fue inevitable contener el llanto, se enjugó las lágrimas y en su cara

el polvo se hizo barro, tiró las joyas y el cofre a un lado, tomó nuevamente la pala y

siguió excavando, esperando, anhelando encontrar algún tesoro verdadero, una

semilla mágica que creciera en la tierra árida, una planta que necesitara poca agua

para sobrevivir o tal vez, porque no, un nacimiento de agua, un manantial.

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