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ISBN: 950-557-236-0
Las informaciones, como los capitales y las mercancías, atraviesan las fronte-
ras. Lo que estaba alejado se acerca y el pasado se convierte en presente. El de-
sarrollo ya no es la serie de etapas a través de las cuales una sociedad sale del
subdesarrollo, y la modernidad ya no sucede a la tradición; todo se mezcla; el
espacio y el tiempo se comprimen. En vastos sectores del mundo se debilitan
los controles sociales y culturales establecidos por los estados, las iglesias, las
familias o las escuelas, y la frontera entre lo normal y lo patológico, lo permi-
tido y lo prohibido, pierde su nitidez. ¿No vivimos en una sociedad mundiali-
zada, globalizada, que invade en todas partes la vida privada y pública de la
mayor cantidad de personas? Por lo tanto, la pregunta planteada, "¿podemos
vivir juntos?", parece exigir en primer lugar una respuesta simple y formulada
en presente: ya vivimos juntos. Miles de millones de individuos ven los mismos
programas de televisión, toman las mismas bebidas, usan la misma ropa y has-
ta emplean, para comunicarse de un país al otro, el mismo idioma. Vemos có-
mo se forma una opinión pública mundial que debate en vastas asambleas in-
ternacionales, en Río o en Pekín, y que en todos los continentes se preocupa
por el calentamiento del planeta, los efectos de las pruebas nucleares o la difu-
sión del sida.
¿Basta con ello para decir que pertenecemos a la misma sociedad o la mis-
ma cultura? Ciertamente no. Lo característico de los elementos globalizados,
ya se trate de bienes de consumo, medios de comunicación, tecnología o flu-
jos financieros, es que están separados de una organización social particular.
El significado de la globalización es que algunas tecnologías, algunos instru-
mentos, algunos mensajes, están presentes en todas partes, es decir, no están
en ninguna, no se vinculan a ninguna sociedad ni a ninguna cultura en par-
ticular, como lo muestran las imágenes, siempre atractivas para el público,
que yuxtaponen el surtidor de nafta y el camello, la Coca-Cola y la aldea an-
dina, el blue jean y el castillo principesco. Esta separación de las redes y las
colectividades, esta indiferencia de los signos de la modernidad al lento tra-
bajo de socialización que cumplen las familias y las escuelas, en una palabra,
esta desocialización de la cultura de masas, hace que sólo vivamos juntos en
la medida en que hacemos los mismos gestos y utilizamos los mismos obje-
tos, pero sin ser capaces de comunicarnos entre nosotros más allá del inter-
cambio de los signos de la modernidad. Nuestra cultura ya no gobierna nues-
tra organización social, la cual, a su vez, ya no gobierna la actividad técnica
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10 ¿PODREMOS VIVIR JUNTOS?
mutaciones en curso y determinar las opciones posibles allí donde hoy senti-
mos la tentación de no ver más que un progreso indefinido o un laberinto sin
salida.
La historia no está hecha únicamente del éxito de quienes construyeron
intelectual y prácticamente un mundo nuevo; también la conforma la caída
de las sociedades que no comprendieron, permitieron y organizaron las nue-
vas formas asumidas por la vida económica, política y cultural. Ningún país,
ninguna institución, ningún individuo tiene, por sus éxitos pasados, la segu-
ridad de comprender y dominar las nuevas formas de vida personal y colec-
tiva. ¿Somos capaces, en este inicio de un siglo que se abrió en el momento
en que cayó el Muro de Berlín, de comprender el mundo en que ya hemos
ingresado?
Primera parte
DE LA SOCIEDAD AL SUJETO
L LA DESMODERNIZACIÓN
EL MODELO CLÁSICO
Sión religiosa del mundo, puesto que ésta era a la vez racionalista y finalista.
Dios, decía, creó un mundo que está regido por las leyes naturales que descu-
bre la ciencia, pero también creó al hombre a su imagen. La naturaleza es sa-
grada, por ser obra de Dios, pero el ser humano lo es más aún, porque al mis-
mo tiempo que creado es creador, lo que obliga a concebirlo a la vez como mar-
cado por la caída y portador de una gracia que puede ser arbitraria pero tam-
bién manifestarse a través de las obras. La modernidad destruyó directamente
este modelo religioso en el momento decisivo en que el Renacimiento, sobre to-
do el italiano, afirmó la belleza del orden científico y el Estado absoluto, mien-
tras que la Reforma luterana, a través de la negación paradójica del libre albe-
drío, afirmaba el universo interior, que es el de la gracia pero también el de la
fe la piedad y finalmente la moral.
Este dualismo viene de lejos: estaba inscripto en el cristianismo que separó
el poder espiritual del poder temporal, el del papa y el del emperador, y por la
tradición, sobre todo franciscana, de la impugnación religiosa del orden social.
La idea de derecho natural, que culminó en las Declaraciones estadounidense
y francesa de los derechos, afirmó que el orden social debe estar fundado, no
sólo en la voluntad general sino en un principio no social, la igualdad. Puede
llamarse burguesa a esta concepción que permitió, durante tanto tiempo, con-
siderar como complementarios la construción de la sociedad industrial y el res-
peto de las libertades personales; y que es muy diferente de la visión capitalis-
ta —incluido el capitalismo de Estado— que concede un poder sin límites a una
sociedad racionalizadora y pronta a reprimir todo lo que no se adecue a la bús-
queda racional del interés individual y colectivo.
Pero la modernidad sólo puede desarrollarse si inventa un principio que
aporte racionalización al individualismo burgués. En las primeras sociedades
modernas, se trató de la idea de Sociedad, concebida como un estado de dere-
cho, un conjunto de instituciones que funcionaban según los principios de un
derecho universalista e individualista. Cada individuo, concebido por su parte
corno un ser racional, consciente de sus derechos y deberes y amo de sí mismo,
debe estar sometido a leyes que respeten sus intereses legítimos y la libertad de
su vida privada y que aseguren al mismo tiempo la solidez de la sociedad, del
cuerpo social, mantenido con buena salud por el funcionamiento normal de sus
órganos. En ese mundo moderno secularizado, la sociedad humana ya no se
concibe a la imagen de la ciudad de Dios; la regla suprema es el interés gene-
ral, y éste no podría separarse de la libre realización de los intereses propios de
cada uno de sus miembros. El derecho por un lado, la educación por el otro,
garantizan la correspondencia del individuo y la sociedad. Institucionalización
y socialización son los dos mecanismos fundamentales que establecen entre la
sociedad y el individuo un juego de espejos.
Esta imagen institucional de la sociedad se situó en el corazón de la cultura
política moderna. Si el modelo clásico de la modernidad está constituido por
30 DE LA SOCIEDAD AL SUJETO
Sociedad-Estado de derecho
una vida económica cada vez más diferenciada de los otros dominios de la vi-
da social. El espíritu de empresa, la ganancia capitalista, el dinero mismo, se-
gún Georg Simmel, destruyen las construcciones, los principios y los valores
del orden social anterior. La idea de Sociedad, desbordada por las realidades
económicas, se vuelve entonces incapaz de unir la racionalización económica
o técnica y el individualismo moral. Hasta nuestros días, serán muchos los que
se esfuercen por volver a dar un lugar central al orden político, creyéndolo ca-
paz de imponer sus principios y leyes a las actividades económicas, así como
a todas las necesidades de la vida privada y la sociedad civil. Pero esas tenta-
tivas serán cada vez más artificiales, y los actores sociales y económicos, tan-
to dominados como dominantes, lucharán, al contrario, para subordinar el
poder político a sus intereses. La política económica sustituyó al derecho
constitucional como principio central de la vida pública, y países como Fran-
cia y España, en los que la naturaleza del Estado y sus relaciones con la Igle-
sia siguieron siendo temas fundamentales de la vida política, manifestaron de
tal modo la fuerza de los obstáculos que demoraban su ingreso en la sociedad
industrial.
El pesimismo cultural, que a fines del siglo xix predominó tanto en París
y Londres como en Viena y Berlín, expresó la ruina de esa modernidad y del
equilibrio que había mantenido entre vida pública y vida privada. En unas
pocas décadas se derrumbó el mito fundador de la sociedad racional y la co-
rrespondencia entre el individuo y el Sujeto. La oposición del individuo y el
orden social, del placer y la ley, fue afirmada en primer lugar por Nietzsche
y Freud. Los más grandes sociólogos, Durkheim y Weber, consideraron que
la racionalización de la sociedad industrial estaba cargada tanto de peligros
como de esperanzas. La idea de nación dejó de designar la colectividad de los
ciudadanos libres para denominar la búsqueda de una identidad colectiva e
histórica. La sociedad de producción comenzó a transformarse en sociedad
de consumo.
Hace ya tiempo que no podemos creer en el triunfo final de un estado de de-
recho capaz de manejar la dualidad propia de la modernidad y de mantener el
equilibrio entre la industrialización del mundo y la libertad personal, entre el
espacio público y la vida privada. La unión de la razón y la conciencia quedó
desgarrada. ¿Acaso el siglo xx no estuvo dominado por la oposición del tota-
litarismo comunista, fundado en la confianza en la razón, y el totalitarismo fas-
cista o nacionalista, defensor agresivo de una identidad racial, nacional, étnica
o religiosa? Y desde la desaparición de esos monstruos, ¿no está nuestro pla-
neta dominado por el enfrentamiento de los mercados globalizados y las iden-
tidades nacionales o culturales exasperadas? Cosa que ilustra la oposición de
dos representaciones del mundo.
Para Francis Fukuyama, el modelo occidental se impone por doquier: una
vez derrumbado el modelo comunista, la economía de mercado, la democra-
LA DESMODERNIZACIÓN 33
LA IDEOLOGÍA LIBERAL
da vez más racional y consciente de sí misma, puede sin duda alimentar una
concepción posmodernista, pero nos ayuda a disociarnos de las esperanzas
de la sociedad industrial, lo que es necesario para comprender los peligros de
la desmodernización que nos amenaza. Nuestras sociedades necesitan más
reflexión para evitar lo que Beck llama la reflexividad inconsciente y no in-
tencional, es decir, la capacidad de aquéllas de exponerse a riegos que pue-
den conducir a su destrucción.
LA IDENTIDAD COMUNITARIA
tariedad hostil que se instaló entre el mercado mundial y los integrismos o na-
cionalismos culturales, entre una economía globalizada y unas culturas frag-
mentadas y obsesionadas por la defensa de su identidad.
Lo que hace que la idea de desmodernización sea inaccesible a las críticas
que se dirigieron contra la sociedad industrial es que éstas se referían a la or-
ganización social, la apropiación de la producción y el reparto de las riquezas,
sin poner en cuestión (salvo excepciones) la idea de progreso en que se basaba
esa sociedad industrial, y que era tan cara a los socialistas como a los liberales.
La ruptura que vivimos en la actualidad es más profunda. Lo que se cuestiona
no es únicamente la sociedad sino la cultura, y más aún la correspondencia,
hasta entonces intacta, de la cultura, la sociedad y la personalidad, considera-
das como tres componentes o tres niveles de análisis del mismo conjunto socie-
tal. Somos testigos de la desaparición o descomposición de las mediaciones so-
ciales entre la economía globalizada y las culturas fragmentadas. ¿Podremos
pensar aún una realidad histórica tan completamente fracturada? El pensa-
miento social desaparece, encubierto ya sea por el análisis de la cultura global,
ya por la defensa de las identidades, los particularismos, las creencias y las co-
munidades. ¿Puede existir todavía un conflicto organizado entre fuerzas que se
han vuelto tan completamente ajenas una a la otra como el mercado y los mo-
vimientos integristas? ¿No hemos salido de la situación en que podían existir
movimientos sociales que luchaban por el control social de recursos y modelos
culturales cuyo valor reconocían conjuntamente los adversarios? ¿La violencia
no reemplaza forzosamente la negociación, así como la contradicción sustitu-
ye al conflicto? ¿No hemos ingresado en lo que Weber llamaba la guerra de los
dioses?
Esta desocialización es también una des politización. El orden politico ya no
constituye, ya no funda el orden social. No hemos salido del imperio de la ley
sino de la época en que creíamos que la ley o el poder ejercido por movimien-
tos populares podían dar origen a una nueva sociedad y un hombre nuevo. La
crisis de lo político asumió una forma aguda en el mundo contemporáneo. Cri-
sis de representatividad, de confianza, que se acentuó a medida que los parti-
dos se convertían cada vez más en empresas políticas que movilizaban recur-
sos, legales o ilegales, para producir elegidos que pueden ser "comprados" por
los electores cuando éstos los consideran como defensores de sus intereses par-
ticulares, y a los que ya no podemos considerar como los agentes de la crea-
ción social. Esta crisis está fuertemente ligada a la del Estado nacional, del que
tantas veces se dijo que es demasiado pequeño para los grandes problemas y
demasiado grande para los pequeños.
Esta destrucción de los conjuntos organizados y autorregulados, civiliza-
ción, sociedad, sistema político, alcanza también la experiencia personal,
puesto que la unidad de ésta se encontraba en el espejo de las instituciones:
la imagen del ciudadano, la del trabajador, interiorizaban las normas y los
SO DE LA SOCIEDAD AL SUJETO
estatales nacionales que hasta ahora les habían permitido sobrevivir. Toda-
vía no hace mucho, nos representábamos nuestra sociedad como formada
por una vasta clase media ampliamente mayoritaria, enmarcada entre los
goiden boys (que se enriquecen rápidamente en los mercados en que saben
ubicarse) y los excluidos o los pobres (que no logran seguir un maratón cu-
yo ritmo se acelera).
En la actualidad, una parte de esa clase media se siente arrastrada hacia la
caída, se vuelve contra los excluidos de los que procura hacer los chivos emi-
sarios de su propia inseguridad y no cree más en la capacidad del sistema eco-
nómico para reducir la desintegración social. Mientras que un tercio de la po-
blación considera con confianza la apertura de los mercados, otro tercio de-
manda la protección del Estado y el tercero se repliega en busca de soluciones
autoritarias y trata de desviar la amenaza que pende sobre él hacia quienes es-
tán más expuestos a la exclusión.
Nuestras instituciones de protección social son poderosas y capaces de ate-
nuar sensiblemente el peso de la exclusión, pero este éxito a medias no debe
ocultar la gravedad de las situaciones a las cuales aportan un remedio insuficien-
te. Se puede estimar en cerca de la mitad la proporción de quienes, en la Unión
Europea, están en condiciones de trabajar y no tienen empleo normal, cifra a la
que los estadísticos llegan sumando los desocupados declarados, los participan-
tes en los programas de tratamiento social del desempleo, los estudiantes que re-
trasaron la edad habitual de ingreso en una vida profesional que se ha vuelto in-
cierta, los prejubilados y aquellos (y sobre todo aquellas) que ya no se presen-
tan en el mercado de trabajo luego de los cuarenta y cinco o cincuenta años. No
es un exceso decir que al lado de la pequeña minoría que está en la extrema mi-
seria y de la minoría mucho más importante de quienes viven en una situación
de exclusión a la vez sufrida y querida por otros, entre un tercio y la mitad de
la población de los países de Europa occidental (con sensibles variaciones de un
país al otro) se siente amenazada por la desintegración y la marginación social.
No todos los que están amenazados se ven arrastrados hacia la exclusión, por-
que ejercen fuertes presiones sobre el Estado; pero el resultado de esas presio-
nes, generalmente victoriosas, consiste en acentuar la exclusión de las categorías
más directamente en riesgo, desocupados y jóvenes sin empleo, inmigrantes, ha-
bitantes de zonas o barrios desfavorecidos. En Estados Unidos, Gran Bretaña o
Francia, se contempla el desarrollo de una underclass, nueva categoría de po-
bres, como si la salvación de la mayoría sólo pudiera logra rse al precio de la de-
riva de una minoría que crece. En este aspecto, lo importante es no pensar se-
paradamente el desgarramiento cultural y la ruptura social, la desmoderniza-
cion y la dualización de la sociedad. ¿Cómo no ser sensibles al fracaso de las po-
líticas de integración social por el crecimiento económico y la redistribución so-
cial, cuando las distancias sociales entre ricos y pobres aumentan a escala mun-
dial y dentro de muchas sociedades nacionales? ¿Cómo aceptar el Optimismo de
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de la información y una moral personal cada vez más dominada por la im-
portancia reconocida a la sexualidad o la intimidad, y por la búsqueda de la
comunidad.
Ese gran desgarramiento amenaza a la modernidad, pero sobre todo destru-
ye irrevocablemente la posibilidad de recurrir a las concepciones instituciona-
listas de la sociedad moderna. La crisis actual de desmodernización tiene por
lo tanto un doble sentido. Por un lado, amenaza tan fuertemente a la moder-
nidad que provocó la formación de una corriente posmodernista que se niega
a reconocer la existencia de un vínculo entre las dos mitades de la vida moder-
na, en lo sucesivo separadas. Por el otro, nos obliga a buscar un principio no
institucional de reconstrucción de la modernidad, dado que ya no podemos
buscar la resurrección del Sujeto político de la época clásica (y menos aún al
Sujeto religioso) y no podría ser cuestión de creer en la reconciliación de la ra-
cionalización y la libertad; en síntesis, en el progreso concebido corno un dios
antropomórfico.
La desmodernizacion es el efecto de la crisis (e incluso de la caída) de un
modo de gestión de los dos universos cuya separación define la modernidad.
Tomar nota de ello no significa que sea imposible hallar un nuevo modo de
combinación de la racionalidad instrumental y el individualismo mural. En
rigor, la búsqueda de esa solución es la razón de ser de este libro. Más sim-
plemente, la ruptura de la sociedad política nacional no debe juzgarse de ma-
nera exclusivamente negativa. La desocialización de la cultura de masas no
crea solamente un inundo desarraigado. Como antes la industrialización y la
urbanización, fortalece la producción contra la reproducción, la innovación
contra la herencia; destruye las jerarquías sociales transmitidas y mantenidas
por la ley y la tradición; derrumba las barreras erigidas por el tiempo y la dis-
tancia. Las técnicas de la información ejercen aquí una acción decisiva, ya
que nos arrancan a nuestro marco espacial y temporal y reemplazan la suce-
sión por la simultaneidad, la evolución por la diversidad, el alejamiento por
la proximidad. En términos mas generales, el proceso de desocializacion que
ya he definido hace que nuestras conductas sean cada vez menos previsibles
a partir del conocimiento de nuestra situación económica o profesional. Nos
quejamos, no sin razón, de que la televisión descontextualiza el aconteci-
miento, el cual, para ser comprendido, tendría que volver a ubicarse en un
conjunto histórico, y lo transforma en una situación humana que suscita
reacciones elementales de simpatía o antipatía, pero también es por conduc-
to de los medios de comunicación que dejamos de ser únicamente seres so-
ciales cuyos roles son definidos por normas sociales establecidas. Mies a. Pro-
,
fundamente aún, se confunde la definición social de la identidad sexual (el
género) y la sexualidad circula libremente, ligándose o no con los sentimien-
tos, el diálogo o el armar. Nos descitbrimos como individuos cuya moral va
no consiste en su referencia a modelos, sino en la preservación o el enrique-
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