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La hegemonía y sus planos de construcción

La hegemonía es una categoría compleja que articula la capacidad de liderazgo en las


diferentes dimensiones de la vida social2. El hegemón o líder, que en este caso es
necesariamente un sujeto colectivo, tiene que ser capaz de dirigir por la fuerza y por la
razón, por convicción y por imposición. Es decir, la hegemonía emerge de un
reconocimiento colectivo que comprende tanto cualidades o preceptos morales que
adquieren estatuto universal como la energía o fuerza para sancionar su cumplimiento.
Gramsci, preocupado no tanto con la relación entre estados sino con la organización de
la clase obrera y su capacidad para formular una interpretación del mundo que
trascendiera a la de la burguesía, la define justamente como la capacidad para
transformar la concepción propia, particular, en verdad universal3, sea porque las
condiciones materiales que la generan y la acción del sujeto colectivo que la sustenta
logran construir amplios consensos, sea porque todos los mecanismos de corrección
social y establecimiento de normatividades afines a esta concepción del mundo se
imponen como esencia moral y valores compartidos, mediante el recurso a la violencia
en todas sus formas, justificando así la sanción a la disidencia en cualquiera de los
campos de la vida social. La hegemonía es más una construcción de imaginarios que
lleva a la reorganización de las prácticas sociales en consecuencia, pero la construcción
de imaginarios no es una externalidad del sistema social sino su producto más profundo:
"La hegemonía nace de la fábrica y para ejercerse sólo tiene necesidad de una mínima
cantidad de intermediarios profesionales de la política y de la ideología" (Gramsci).
Para Gramsci la esencia de la concepción del mundo está en la vida cotidiana, en la
relación concreta y específica de los trabajadores italianos con el mundo, relación que
empieza por su espacio de socialización fundamental: la fábrica. Es decir, la concepción
del mundo no es impuesta por Leviatán, éste contribuye a forjarla garantizando el
cumplimiento de las normas morales reconocidas colectivamente (aunque por un
colectivo contradictorio), pero la realidad inmediata del trabajador es la que traza sus
horizontes de comprensión y de posibilidad. La hegemonía sólo es posible mediante un
compromiso establecido colectivamente que lleva a avalar y compartir las reglas de un
juego que, si no brinda perspectivas de ganar, por lo menos no atenta contra la cohesión
social; la gobernabilidad está garantizada siempre y cuando se juegue, sin cambiar las
normas, aún sabiendo que el juego no nos pertenece aunque nos incluya. La hegemonía
entendida así, como reconocimiento de un orden social en calidad de natural o
inapelable, mediante la incorporación de sus valores como universales y producto del
compromiso colectivo, requiere de una construcción simultánea en varios planos:

• militar, creando las condiciones reales e imaginarias de invencibilidad

• económico, constituyéndose en paradigma de referencia y en sancionador en última


instancia

• político, colocándose como hacedor y árbitro de las decisiones mundiales

• cultural, haciendo de la propia concepción del mundo y sus valores la perspectiva


civilizatoria reconocida universalmente.

El escenario en el que se dirime la hegemonía mundial se modificó sustancialmente con


dos acontecimientos paradigmáticos, cada uno con implicaciones y secuelas de diferente
carácter:
• La derrota de la guerra en Vietnam, que provocó indirectamente una crisis de
sobreproducción en el sector militar y la urgencia por racionalizar los enormes recursos
empleados en una aventura malograda.

• El estallido del mundo socialista, que provocó la repentina ampliación de territorios a


ser controlados e incorporados.

El primer acontecimiento aceleró la crisis del fordismo o de la producción en masa


desarrollada bajo los auspicios de la escalada bélica, y provocó una profunda
reestructuración en los procesos de producción, que en muchos momentos abrió
espacios de vulnerabilidad en áreas de definición tecnológica estratégica de Estados
Unidos, y llevó a un reposicionamiento importante de Europa y Asia en el nuevo
escenario de la valorización del capital. No obstante, como veremos más adelante, el
juego estratégico de la burguesía asentada en Estados Unidos terminó por recomponer
las condiciones de superioridad y liderazgo de Estados Unidos en la fijación del
paradigma tecnológico y en el control de los recursos y los territorios estratégicos.

Ceceña, Ana Esther. Estrategias de dominación y planos de construcción de la


hegemonía mundial. En publicacion: La Globalización Económico Financiera. Su
impacto en América Latina. Julio Gambina. CLACSO. 2002. ISBN: 950-9231-71-1

Significado conceptual de hegemonía


Hegemonía es una categoría que se ha ido formando de sentidos y contenidos diversos.
Desde su uso militar o guerrero hasta su resignificación gramsciana, se va llenando de
sustancia al tiempo que se traslada de campo relacional.
Si hegemonía era una combinación entre dominación, fuerza y capacidad dirigente en el
lenguaje guerrero, se convierte, en boca de Gramsci, en espacio de construcción del
sujeto revolucionario1. La estrategia de dominación que subyace en la primera
concepción se presenta, en la segunda, como estrategia de emancipación y, por ende,
ocurre en ese tránsito un cambio de contenidos que encamina la construcción de la
hegemonía hacia la creación de imaginarios y sentidos colectivos mucho más que hacia
la aplicación de fuerza bajo cualquiera de sus formas, aunque fuerza y persuación
constituyan, en su perspectiva, una unidad indisoluble, si bien contradictoria.
A partir de Gramsci, y en el debate que éste tiene con Lenin, la estrategia de
emancipación se presenta por lo menos en dos vertientes que colocan la toma del poder
desde perspectivas francamente opuestas. Si para Lenin el primer paso consistía en la
toma del poder, para Gramsci es indispensable generar amplios consensos en torno a
una concepción del mundo alternativa a la visión dominante, emanada del proceso de
trabajo capitalista (Gramsci, 2000)2. La construcción imaginaria de un mundo distinto,
producto de la conciencia del antagonismo social en que se sustenta el capitalismo, es
para Gramsci el lugar donde se hace posible la revolución. Generar una nueva visión
colectiva del mundo es un paso previo indispensable para que el acceso al poder ni sea
efímero ni sea una nueva imposición sobre la sociedad.
La propuesta gramsciana, en ese sentido, lleva a concebir la hegemonía como la
capacidad para generalizar una visión del mundo, capacidad que se nutre tanto de la
pertinencia argumental del discurso y su similitud con las expresiones visibles de la
realidad (o su capacidad para visibilizar las expresiones ocultas), como de las
manifestaciones de fuerza que provienen de las condiciones objetivas en las que tienen
lugar las relaciones sociales, sea que éstas aparezcan bajo formas explícitas o sólo bajo
formas disciplinarias o indicativas.
Es decir, no hay ningún romanticismo en la construcción de las visiones del mundo ni
tampoco en las estrategias de emancipación; como evidentemente no lo hay en las de
dominación. Lo que Gramsci está realmente poniendo en cuestión no es el uso de la
fuerza sino el lugar difuso y el contenido multidimensional del poder.
La hegemonía, en estos términos, no puede ser circunscrita al poder económico o
militar, aunque éstos formen parte de los argumentos de construcción de los discursos
de verdad. El poderío militar y la organización económica, para ser eficaces, deben
convencer de su infalibilidad y de su inmanencia, pero deben estar también integrados a
una visión de mundo capaz de brindar una explicación coherente en todos los campos,
incluso en el de la vida cotidiana. En la capacidad para universalizar la propia
concepción del mundo, que obnubile la perspectiva de un mundo pensado sobre otras
bases (haciéndolo aparecer en el mejor de los casos como deseable, pero imposible),
está el soporte de la dominación. La dominación no sólo se impone a través de los
sistemas productivos, de los movimientos de la moneda o de las invasiones militares. La
dominación se reproduce en lo cotidiano y en la creación de sentidos comunes que
perciben y reproducen las relaciones sociales como relaciones de poder. Y las relaciones
de poder sólo pueden ser reproducidas si, incluso a pesar de las resistencias, no surge un
discurso de verdad capaz de incorporar la diversidad de verdades y de presentar de
manera integrada y coherente una explicación y un sentido de mundo construido sobre
raíces diferentes que, para Gramsci, emanan de la desfetichización del proceso de
trabajo y la emergencia de una conciencia obrera capaz de subvertirlo pero que, desde
mi perspectiva, emanan simultáneamente de la comunidad a partir de la deconstrucción
de los espacios y mecanismos de dominación que alcanzan a todos sus integrantes.
En este sentido, la construcción de la hegemonía aparece como un complejo articulado
en el que las posibilidades de dominación y la concepción del mundo se expresan y se
transforman al ritmo de las relaciones y las resistencias sociales. Es propia de una
sociedad antagónica que vive en y del conflicto. Indudablemente, como afirma Gramsci,
el proceso de trabajo constituye un eje fundamental de la socialidad en la sociedad
capitalista y es, por ello, lugar de generación de dicha concepción. No es sólo lugar de
producción de mercancías sino de sentidos y relaciones de poder y es,
consecuentemente, un espacio ineludible de deconstrucción simbólica, de
desfetichización. Sin embargo, esta deconstrucción no puede circunscribirse al propio
ámbito del trabajo. En parte porque, si bien es uno de los ámbitos privilegiados del
ejercicio del poder, no es ni el único ni, desde ciertas perspectivas relacionadas
justamente con la internalización de visiones fetichizadas de las relaciones sociales, el
más importante. En parte porque las relaciones de dominación se establecen sobre la
totalidad social cuya complejidad no se resuelve en las relaciones de trabajo. Igualmente
creadora de sentidos es la comunidad, espacio de reproducción física y simbólica de la
sociedad.
La comunidad se ha mantenido a lo largo de la historia del capitalismo como el espacio
de refugio de las costumbres y tradiciones, de resistencia a la disciplina social capitalista
y de preservación o creación de una cultura de la supervivencia en la que, si bien en
muchos casos se reproducen crudamente las relaciones de poder que caracterizan el
sistema de dominación en su conjunto, en muchos otros se construyen alternativas a la
dominación capitalista, sea defendiendo “la costumbre” (Thompson, 1995), sea
construyendo una visión que trasciende sus horizontes3.
En la actual concepción dominante el mundo gira en torno a la competencia económica,
completamente marcada por los grandes monopolios transnacionales y las capacidades
militares. Las imágenes fetichizadas emanadas de los dos espacios de socialidad donde
el obrero es a la vez fuerza de trabajo y portador de la misma (des-sujetizado) aparecen
como discursos de verdad irrefutables en la medida en que son reconvertidos en calidad
de explicación científica de la realidad, otorgando pertinencia al funcionamiento general
del sistema en torno al proceso de trabajo y al eje tecnológico, como se verá más
adelante.
La subversión de esta concepción (y de esta organización social) pasa por una
desmitificación del proceso de trabajo y la tecnología; por una identificación de los
elementos esenciales de las relaciones de dominación y por un reconocimiento de los
mecanismos esenciales del poder, pero también por una resignificación de la comunidad
como espacio autodeterminado de creación de sentidos y realidades.

Diferencia entre hegemonía estadounidense y hegemonía capitalista


La perspectiva de aproximación al análisis de la hegemonía implica su ubicación en
niveles de abstracción distintos, que pueden aportar señales contradictorias en caso de
no encontrar las mediaciones correspondientes. Una de las discrepancias más frecuentes
en la literatura sobre hegemonía deriva de la ausencia de explicitación del horizonte
teórico, que mueve el análisis desde el nivel de abstracción más general –
correspondiente al modo de producción y organización social- hasta el que concierne a
lo que Marx denomina como el nivel de la competencia, donde lo que está en cuestión
no son las leyes generales de funcionamiento sino las modalidades internas de dominio.
Cuando la perspectiva de análisis contempla el tránsito del dominio del capitalismo
inglés hacia el de Estados Unidos, o el de éste hacia otro centro capitalista,
indudablemente está ubicado en ese segundo nivel. Es decir, aquí no se está hablando de
cambio sistémico o civilizatorio sino de cambio de modalidad, que evidentemente se
inscribe dentro del trazo más amplio que se refiere a las dimensiones sistémicas.
Cuando se ubica el ángulo de enfoque en las rupturas revolucionarias, en el “choque de
civilizaciones” o en las concepciones no capitalistas del mundo, la disyuntiva concierne
al nivel general o sistémico.
Es posible entonces -de hecho es lo que actualmente ocurre- que se tengan dos curvas
de comportamiento en sentido inverso para ambos niveles. En otras palabras, no hay
incompatibilidad entre el fortalecimiento de la hegemonía estadounidense ocurrido en la
fase neoliberal y el decaimiento simultáneo de la legitimidad capitalista.
Se trata desde mi punto de vista de un movimiento ambivalente que, si bien en un
horizonte civilizatorio o sistémico permite identificar una tendencia al deterioro de la
relación entre el discurso de verdad del progreso capitalista y su capacidad real de
solución de los problemas generales de la humanidad (Ceceña, 1999), en un horizonte
más cercano anuncia un reforzamiento de la capacidad de dominio, de la concentración
de riqueza y poder y de la reconstrucción del imaginario colectivo sobre la base del
pensamiento único y de la ilusión global.
Hasta donde es posible prever, tomando en cuenta la multidimensionalidad de la
hegemonía, no sería descartable que estos dos procesos terminaran por coincidir en el
tiempo. Es decir, si bien la hegemonía capitalista está perdiendo terreno en la medida en
que crece la exclusión en el capitalismo y empiezan a cobrar fuerza otras visiones de
mundo, no parece vislumbrarse en cambio un posible relevo a la hegemonía
estadounidense.
El proceso histórico, sin embargo, se debe al azar de la lucha (Foucault, 1977: 20); es un
proceso en permanente construcción que, si bien acotado por el marco de un conjunto
de condiciones objetivas, es constantemente modificado por los sujetos en acción.
El mundo como campo de batalla
Si la hegemonía se construye mediante los discursos de verdad y las concepciones del
mundo, es cierto que utiliza también una serie de mecanismos de soporte (las
condiciones objetivas) que constituyen el fundamento material de semejante visión.
Gramsci ubica al proceso de trabajo como el lugar fundamental de construcción de
imaginarios. Efectivamente, el proceso de trabajo, bajo sus diversas modalidades, es el
lugar de relacionamiento que se convierte en eje de la supervivencia. En esa medida
aparece como espacio articulador del conjunto social4. Es en el modo de producción
donde se delinean los rasgos esenciales de la concepción del mundo porque es ahí donde
se marcan las pautas generales de relacionamiento social: la existencia de las clases, la
concepción de las fuerzas productivas, la concepción de la naturaleza, el sentido de la
producción (como valorización), la delimitación de opciones, la disciplina, los tiempos,
etcétera.
Siendo éste el manantial del imaginario colectivo capitalista, la tecnología, que es su
elemento ordenador, se pone en el centro de la explicación del mundo. Y como el
capitalista es un mundo de competencia e individualización, de apropiación y exclusión,
la tecnología es también un espacio de poder, de des-sujetización y de anulación del
otro que aparece no sólo como contrario sino como enemigo. La concepción del mundo
desde este punto crítico de condensación de relaciones sociales es la de un campo de
batalla. No obstante, no es ésta una imagen del ámbito militar sino que aparece en los
negocios, en el mercado y en la vida cotidiana.
Es decir, las relaciones sociales están imbuidas de esta concepción que se reproduce
hasta las últimas capilaridades de la sociedad -parafraseando a Foucault-, y es por ello
que lo militar se convierte en el signo de coherencia que aporta el sentido general y
marca las delimitaciones. Desde ahí se construyen las explicaciones del mundo y se
diseñan las estrategias para entrar al terreno de batalla en las mejores condiciones
posibles.

Ceceña, Ana Esther. Estrategias de construcción de una hegemonía sin límites. En


publicacion: Hegemonías y emancipaciones en el siglo XXI. Ana Esther Ceceña.
CLACSO, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, Ciudad Autónoma de
Buenos Aires, Argentina. 2004. ISBN: 950-9231-99-1

A mediados de los años setenta se produjo una oleada de revoluciones y movimientos


nacionales, ligados con la crisis de legitimidad de la hegemonía norteamericana que
acompañó su derrota en Vietnam. Se trató de movimientos de características diversas,
que oscilaron entre proyectos nacionales de corte democrático hasta propuestas más
radicales de orientación socialista, comunista o trotskista. Estos tuvieron una expresión
particularmente importante en América Latina y se podrían englobar, genéricamente, en
propuestas de corte nacional, popular y socialista, opuestas al modelo que pretendía
liderar EE.UU. en el continente. En todos los casos fueron objeto de una cruenta
represión, desplegada por los grupos hegemónicos nacionales, pero alentada y
propiciada por EE.UU., para impedir su consecución.

Algunos de estos movimientos, inspirados en la Revolución Cubana y en algún sentido


a su cobijo, intentaron la vía armada para acceder al control del Estado. Así se
organizaron movimientos guerrilleros, tanto urbanos como rurales, en muchos países de
América Latina, entre ellos Argentina, Brasil, Colombia, Chile, El Salvador, Guatemala,
México, Nicaragua, Perú, Uruguay, por mencionar algunos.
El uso de las armas, en algunos de estos movimientos, fue deslizándose hacia una
práctica cada vez más militar que política, fenómeno que se potenció por la represión
brutal de la época. Pero la pérdida de la brújula política actuó en contra de los propios
movimientos y malogró la posibilidad de mantener y ampliar la alianza de vastos
sectores sociales, interesados en ese momento en un proyecto alternativo.

La represión sobre la izquierda en general y sobre los grupos más radicales en particular
se produjo al abrigo de la llamada Doctrina de Seguridad Nacional, en virtud de la cual
los conflictos nacionales se leían a la luz de la gran confrontación entre Occidente y el
mundo socialista, en el contexto de la Guerra Fría. Poco importaba que las luchas
nacionales no se orientaran a constituir países alineados con el bloque socialista, como
era el caso evidente del peronismo argentino o el del moderadísimo socialismo chileno;
el sólo hecho de que no fueran incondicionales del imperio los hacía potencialmente
peligrosos.

Así, se abortaron proyectos tan diferentes como el socialista de Salvador Allende, la


amplia alianza de la izquierda uruguaya o la Revolución Sandinista, mediante la
violencia y el terror, con políticas acordadas entre los grupos de poder latinoamericanos
y propiciadas por EE.UU. En el caso del Cono Sur, el Plan Cóndor fue la expresión más
clara de esta estrategia, que consistió en la creación de una extraña y gigantesca red, en
la que se entrelazaron la DINA chilena, la OCOA uruguaya, la AAA argentina, los
servicios paraguayos y brasileños, la P2 italiana, la OAS francesa, grupos fascistas
españoles y grupos de cubanos anticastristas (Calloni, 2001).

El Plan Cóndor en el Cono Sur, así como los demás operativos represivos de la época,
fueron prácticas de Estado que utilizaron métodos ilegales, por lo que se conocieron, en
los países afectados, como guerras sucias. Aunque bajo diferentes modalidades, su
común denominador fue la desaparición de personas. El genocidio étnico ocurrido en
Guatemala o el genocidio político perpetrado en Argentina, aunque menores en números
absolutos –y este es un hecho sin duda relevante– ponen de manifiesto lógicas
resonantes con las experiencias totales del siglo XX y se utilizaron, de igual manera,
para diseminar el terror y paralizar a sociedades conflictivas y resistentes. Cabe señalar
que no estuvieron ausentes de la experiencia latinoamericana los campos de
concentración-exterminio de los que existe registro tanto en el caso argentino como en
el paraguayo. En América Latina, el Otro a eliminar se construyó como otro político,
caracterizado como subversivo. Bajo esta denominación se asimiló a una serie de otros:
todos aquellos que representaran una alternativa para el proyecto hegemónico
norteamericano. Así se eliminó a una generación de dirigentes políticos, sociales,
sindicales, militares nacionalistas, sacerdotes progresistas, intelectuales alternativos,
descabezando, desarticulando, vaciando las sociedades que se intentaba penetrar y
controlar.

Las guerras sucias no fueron más que unas guerras parciales dentro de otra guerra más
amplia, la Guerra Fría. No es que unas fueran realmente subsidiarias de la otra sino que
EE.UU., para ganar su guerra, la guerra planetaria, debía asegurar el control hemisférico
desterrando cualquier proyecto político que no le asegurara el control total de su
América. Tanto la aplicación del Plan Cóndor en el Cono Sur como las guerras de
Centroamérica en los años ochenta pueden entenderse en este contexto, lo que hace
pertinente hablar de derrota, o de una sucesión de derrotas, de proyectos muy distintos
entre sí, pero todos ellos alternativos. Las circunstancias internas de cada uno fueron
decisivas pero no se puede desconocer que todas formaron parte de algo más general:
guerras dentro de otra guerra de corte global; derrotas dentro de otra derrota, en el
marco de una reorganización hegemónica que implicó nuevos papeles para los países de
la región, para sus elites dirigentes e incluso para sus Fuerzas Armadas.

La nueva fase de acumulación capitalista requería liberar a la economía de las cargas del
Estado social, que entró en franca crisis durante los años ochenta. Para ello era preciso
ganar la Guerra Fría y deshacerse de un modelo en competencia con la lógica de
acumulación capitalista que, para colmo, imponía fronteras territoriales a la expansión
de los mercados. Pero el primer paso en este combate debía ser un control hemisférico
indiscutible. Si EE.UU. perdía en este terreno no podría liderar la nueva era global. Es
por ello que eliminar cualquier alternativa a su hegemonía continental se convirtió en un
hecho crucial. Ganar la guerra sucia fue una precondición para tener posibilidad en la
nueva fase de acumulación. Así fue que se invirtieron todos los recursos necesarios para
asegurar la derrota de cualquier proyecto alternativo en América, una derrota que fue no
sólo militar sino también política.

Se selló entonces el triunfo de una nueva forma de organización nacional, acorde con la
reorganización hegemónica global, que pasó por el vaciamiento de las economías con la
implantación del modelo neoliberal, el vaciamiento de la política con la implantación de
la democracia vertical y autoritaria, producto de la eliminación de todas las formas de
organización y liderazgo alternativos y el vaciamiento del sentido mismo de la nación y
de la identidad latinoamericana con la implantación de nuevas coordenadas de sentido
individualistas y apolíticas. Tal vez sea por esta situación de victoria previa a la gran
victoria que abriría definitivamente el proceso globalizador, que el neoliberalismo,
como nuevo modelo de recambio económico, se introdujo de manera tan temprana en
América Latina (1973 en Chile, 1976 en Argentina).

Así pues, la Guerra Fría en el ámbito internacional y la Guerra Sucia en el hemisférico,


fueron procesos de mutua correspondencia. De ambas guerras resultaron ganadores y
perdedores, pero es preciso señalar que la derrota militar y política de los proyectos
alternativos latinoamericanos se obtuvo en el contexto de políticas de terror que
marcaron profundamente las sociedades de nuestros países para inducirlas a la
inmovilidad y la obediencia. Se grabó en ellas el miedo y la impunidad del Estado como
señal que permanece visible, que se puede reconocer y que convoca, simultáneamente a
la parálisis y, en ciertos sectores, a la resistencia.

Estos procesos guerreros se asentaron y se convalidaron en sociedades autoritarias, que


los sostuvieron y padecieron a la vez. La lógica binaria, como eje de un mundo bipolar,
no fue exclusiva de los estados sino que penetró en los grupos opositores, en las
sociedades y en las mentes, estructurando buena parte de la política y las
representaciones del período. Se trata de una organización de la hegemonía y la
contrahegemonía basada en la estructuración del mundo y la sociedad en dos partes
excluyentes y antagónicas. De un lado el Estado, como instancia de homogeneización y
aglutinamiento social; enfrente suyo y como Otro construido por el propio Estado, la
agregación de los numerosos otros discordantes y supuestamente amenazadores, que es
preciso destruir para salvaguardar la nación. Según este esquema se organiza la
sociedad y la política desde la perspectiva de la necesidad de control y apropiación del
Estado –asociado con la nación– y se estructura la lucha política bajo los ejes amigo-
enemigo, donde cualquier conciliación es traición, y donde ambos campos operan por su
homogeneización interna y la eliminación de la diferencia, entendida siempre como
amenaza. El objetivo es el acuerdo, el consenso y la unidad para eliminar el disenso
interno y vencer así al enemigo, que está en la vereda de enfrente. Se puede tratar de
una política de masas o de elites pero, en ambos casos, ya sea para reivindicar a la masa
o para excluirla, comprende a la sociedad. Desde este punto de vista, vanguardia y elite
pueden entenderse como conceptos simétricos aunque de sentidos inversos. Una
pretende incorporar a la masa con su mediación; la otra, excluirla por su incompetencia,
pero ambas reivindican para sí mismas una misión pedagógica sobre el conjunto social.
En último término, la visión binaria termina por ser unitaria porque tiende, primero, a
unificar todas las diferencias en un otro genérico y amenazador, para luego destruirlo o
desaparecerlo. Si bien esta lógica se presenta tanto en la elite como en la vanguardia, su
foco de irradiación es –tanto histórica como socialmente– el aparato de un Estado, a la
vez, homogéneo y homogeneizante que, para alcanzar esa unificación imposible debe
recurrir de manera constante y creciente a la violencia y a la guerra.

Calveiro, Pilar. Los usos políticos de la memoria. En publicacion: Sujetos sociales y


nuevas formas de protesta en la historia reciente de América Latina. Caetano, Gerardo.
CLACSO, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, Buenos Aires. 2006. ISBN:
987-1183-64-1

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