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Jean Stone

LARCHWOOD HALL, 2

L A ZO S D E L CO RA Z Ó N
ÍNDICE
Agradecimientos ............................................................................. 3
PRÓLOGO ....................................................................................... 4
PRIMERA PARTE ........................................................................... 5
Capítulo 1 .................................................................................... 6
Capítulo 2 .................................................................................. 14
Capítulo 3 .................................................................................. 24
Capítulo 4 .................................................................................. 34
Capítulo 5 .................................................................................. 40
Capítulo 6 .................................................................................. 49
Capítulo 7 .................................................................................. 58
Capítulo 8 .................................................................................. 70
Capítulo 9 .................................................................................. 82
Capítulo 10 ................................................................................ 92
Capítulo 11 .............................................................................. 102
SEGUNDA PARTE ..................................................................... 112
Capítulo 12 .............................................................................. 113
Capítulo 13 .............................................................................. 123
Capítulo 14 .............................................................................. 128
Capítulo 15 .............................................................................. 141
Capítulo 16 .............................................................................. 151
Capítulo 17 .............................................................................. 163
Capítulo 18 .............................................................................. 173
Capítulo 19 .............................................................................. 182
Capítulo 20 .............................................................................. 192
Capítulo 21 .............................................................................. 201
Capítulo 22 .............................................................................. 211
Capítulo 23 .............................................................................. 221
Capítulo 24 .............................................................................. 230
Capítulo 25 .............................................................................. 240
EPÍLOGO ..................................................................................... 245
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA ....................................................... 248

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Agradecimientos

Para Nancy Fitzpatrick por su amistad a lo largo de los años y por su coraje
para abandonar Manhattan por la otra isla que ella tanto ama; para Scott True, el
gran amigo de Nancy de la taberna The Black Dog, por haber compartido sus
historias sobre la vida en Vineyard; para Anne Nelson de la librería Bunch of Grapes
por haberme indicado el camino a Vineyard Haven y a West Chop; para Catherine
Mayhew, genealogista y guía extraordinaria, y para Joe Mahoney de la casa
Tuckerman de Vineyard Haven. Gracias a todos.
¿Y he mencionado la gente del hostal Outermost? ¡Dios Santo! No es posible
que los olvidemos. Carol jamás permitiría que eso sucediera. ¡Gracias amigos! Todos
vosotros sois realmente seres especiales.

***

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P R ÓL OGO

Desde la pequeña ventana de su dormitorio en el ático de Mayfield House,


observó el paisaje de Vineyard Haven hasta la tierra que estaba más allá del agua gris
del mar invernal, hasta el territorio continental, como lo llamaban algunos de los
habitantes del lugar; otros lo denominaban América.
Se volvió hacia la izquierda y estudió unos puntos, las islas Elizabeth, que
destacaban contra el cielo que amenazaba con una nevada. Luego su mirada se
detuvo en las copas de los árboles y el enojo trepó por su columna vertebral: siempre
le había indignado que los altos pinos le impidieran contemplar el paisaje de West
Chop. De West Chop y de la playa y de su casa. La casa que ella había perdido tanto
tiempo observando antes de conocer la verdad.
—No fue justo —dijo en un susurro, aunque en ese momento no estaban más
que ella y su padre en la hostería, porque era febrero y los turistas se habían
marchado. Nadie podía escuchar su lamento, aparte de su padre y de los duendes
que pudieran habitar en los ventosos salones de doscientos años de antigüedad.
Nadie podía escuchar su lamento, sentir su furia, ver sus lágrimas.
Miró los papeles que había sobre la pequeña cómoda de roble y se preguntó
qué pensaría su padre cuando se enterara de lo que ella sabía: de lo que acababa de
encontrar en el compartimiento secreto del viejo escritorio de tapa corrediza, de que
había descubierto las mentiras que él le dijo. Las mentiras que todos dijeron.
Luego, del bolsillo de su largo pareo negro sacó un puñado de piedrecitas de
suave vidrio marino: azules, marrones, de un hermoso verde botella… mármoles
deformes, alhajas del mar. Las hizo rodar entre sus dedos y se preguntó qué pasaría
después.
Clic-clic, clic-clic.
Y se preguntó si se lamentarían cuando se enteraran de lo que ella había hecho.

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PRIMERA PARTE

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Capítulo 1

Jessica Bates Randall levantó la mirada y la fijó en el reloj suspendido de la


pared tapizada. Maldición, pensó. Ella seguía sentada frente a la máquina de coser y
ya eran cerca de las seis de la tarde, cuando le había prometido a la señora Boynton
que le entregaría las cortinas a tiempo para colgarlas antes de la cena, que se
realizaría a las siete y media. Los Boynton vivían en el otro extremo de la ciudad, en
la parte más elegante de esa ciudad sureña de Connecticut, en el barrio en que en un
tiempo vivió Jess, cuando pensaba que eso no era importante.
Tardaría veinte minutos en llegar hasta allí. Más, si el cielo de fines de febrero
decidía dedicarles una tormenta, si decidía hacer lo que predecían los meteorólogos
de la televisión.
Reanudó su trabajo pedaleando con fuerza y guió el último dobladillo de seda
cruda a lo largo de la máquina de coser mientras trataba de recordar en qué
momento, antes de su divorcio, todo aquello era su pasatiempo y le resultaba
divertido.
Pero ahora era su negocio, Diseños de Jessica, como rezaba el cartel sobre el
escaparate de su local. Era su empresa y su responsabilidad.
No se le hubiera hecho tarde de no haberla llamado Maura, pero su hija
atravesaba otra crisis, una más de una sucesión interminable desde que, dos años
antes, salió hacia Skidmore. Esta vez la causa eran las vacaciones de primavera.
—¡Mamá! —chilló Maura. La muchacha parecía haber adoptado esos chillidos
desde su ingreso en la universidad, como si se tratara de un rito, algo así como las
fiestas o vivir fuera del campus—. Liz piensa que Costa Rica es fantástica, pero
Heather cree que deberíamos ir a Lauderdale porque hay algo profundamente
espiritual en sus tradiciones. Liz, en cambio, dice que de ninguna manera, y yo no sé
qué hacer. Me han dicho que yo debo decidir…
Jess sintió el tirón de un músculo en la base del cuello.
—¿Por qué estás tan segura de que te permitiré ir a alguna parte? —Lo
preguntó medio en broma, medio en serio, el reflejo dolorido de la fantasía de que
ella todavía podía seguir ejerciendo el control maternal, que se iba debilitando con
cada año que transcurría, a medida que sus hijos insistían en convertirse en adultos.
—¡Mamá! ¡No es posible que hables en serio!
—Tienes veinte años, Maura —contestó Jess, más cansada que culpable por
haber desafiado a su hija en la batalla de su independencia—. Pero yo todavía sigo
pagando las cuentas.
Hubo un silencio en la línea. Jess casi alcanzaba a ver la expresión de mal
humor en el rostro pequeño de Maura. Esa expresión tan ensayada que convertía la

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cara delicada de su hija de veinte años en la de una chiquilla de trece. Entonces


Maura volvió a hablar.
—Papá me dijo que pagaría los gastos del viaje.
El nudo que crecía dentro del pecho de Jess parecía una pelota, una pelota
llamada Charles, esa pelota familiar, enfurecedora que, por más que ella lo intentara,
se negaba a desaparecer y parecía destinada a permanecer para siempre dentro de su
esófago.
Tenía ganas de decir: «Habría sido agradable que se mostrara tan generoso
cuando se trataba de la pensión alimenticia», pero Jess sofocó esas palabras y recordó
que debía agradecer su fondo fiduciario, que le permitió no necesitar el dinero de
Charles para criar con comodidad a sus tres hijos. Solo la enfurecía una cuestión de
principios. Los principios y su orgullo.
—¿Entonces por qué no eliges algún otro lugar? —preguntó—. Si Heather busca
algo espiritual y Liz quiere que sea divertido, ¿por qué no vais a Sedona? Podrías
volver con toda clase de historias para ilustrar a tus amigos. —Años antes, cuando la
New Age todavía seguía siendo una novedad, Jess había ido a Sedona con Charles.
Mientras ella se maravillaba ante lo majestuoso de las rocas rojas esculpidas, ante las
montañas de Arizona, y gozaba de la paz que le infundía una capilla iluminada por
velas, Charles se entretuvo comprando chucherías, camisetas y recuerdos para
demostrar en el club de campo que habían estado allí, para crear la ilusión de que en
su alma había cierta profundidad.
—¡Sedona! —exclamó Maura, lanzando otro grito—. ¡Très fascinante, mamá!
Así que Jess cortó la comunicación habiendo logrado tranquilizar por el
momento a su hija, pero con un mal gusto en la boca y con la sensación de que
acababa de perder otra batalla, lo cual era culpa suya por haber malcriado tanto a sus
hijos en los años que siguieron a su divorcio.
Se preparó una taza de té, la bebió, luego se preparó otra, tratando de pensar en
lo afortunada que era, en la suerte de que Chuck hubiera logrado licenciarse en
Princeton, a pesar de que en ese momento trabajaba con su padre en la firma de Wall
Street; afortunada porque Maura logró superar sus traumas pasados y se encaminaba
hacia un título de psicóloga; afortunada porque Travis, su alegría de dieciocho años,
había decidido ingresar en Yale el año siguiente, con lo cual seguiría estando cerca de
su casa. Y cerca de ella.
Pero esos pensamientos la distrajeron. Se distrajo de su trabajo, de sus
responsabilidades, olvidó el paso del tiempo y ahora el reloj le indicaba que su
ayudante ya se había ido y que se le hacía tarde para entregar las cortinas de la
señora Boynton, cortinajes color rosa viejo valorados en diez mil dólares.
Apagó la máquina de coser y examinó las puntadas. Eran milagrosamente
parejas. Alisó la tela fina y se acercó a la mesa para planchar sus bordes.
Por fin terminó. Colocó las cortinas en perchas y las cubrió con bolsas de
plástico. Luego se puso el abrigo y pidió que el tráfico no fuera demasiado denso y
que no comenzara a nevar.
Mientras bajaba las persianas para cerrar la tienda, notó la correspondencia que

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se apilaba sobre el escritorio, cuatro días de cuentas, cheques y solo Dios sabía qué
más, que ni siquiera había tenido tiempo de abrir. Abotonó su abrigo, se colgó las
cortinas de un brazo y, lanzando un suspiro, cogió la correspondencia. Jamás llegaría
a abrirla si no se la llevaba a casa.
Se encaminó hacia la alarma, colocada junto a la puerta trasera y movió las
cortinas para espiar los sobres. Le llamó la atención uno de ellos, largo y azul. Su
nombre y apellido estaban cuidadosamente escritos en mayúsculas, en el rincón
inferior derecho tenía la palabra «personal» escrita en tinta roja. El sobre no tenía
remitente. Pero el sello del correo era claro: «Vineyard Haven, MA».
¿Vineyard Haven? No tenía idea de ese lugar. ¿Estaría cerca de Martha's
Vineyard, en la isla de Cape Cod? Jess no conocía a nadie allí y sabía poco acerca de
ese lugar, aparte del hecho de que allí veraneaba el presidente y que se comentaba
que, en una ocasión, Barbra Streisand quiso casarse en aquella isla. Por el rabillo del
ojo alcanzó a ver la luz roja de la alarma.
Celia Boynton, recordó con rapidez. ¡Maldición! Terminó de conectar la alarma
y salió de la tienda.

La nota no se la habían escrito Clinton ni Streisand o, por lo menos, ninguno de


los dos lo admitía.
Movida por la curiosidad, Jess abrió el sobre al llegar al primer semáforo de la
vía 1. Fue un error.
Quedó como petrificada, mirando fijamente las palabras escritas en una letra
puntiaguda, destinadas a llamar su atención, destinadas, sin duda, a lograr que le
sudaran las palmas de las manos, que se le disparara el pulso y que sus
pensamientos giraran fuera de control.
«Jessica Bates Randall», decía en la línea superior del papel azul que hacía juego
con el sobre, enviado desde ese lugar llamado Vineyard Haven. Las palabras que
seguían eran pocas, pero su impacto fue poderoso.

Soy tu hija, la que diste en adopción. ¿No crees que ha llegado la hora de que nos
conozcamos?

Ningún nombre, ninguna firma, nada más. Y ninguna referencia al hecho de


que Jess ya sabía que su hija había muerto.
A sus espaldas sonó un claxon. Jess apartó la mirada de la carta; la luz del
semáforo era verde. Metió la hoja de papel en el bolso. Luego apretó el acelerador y
el coche avanzó, conducido por esa mujer que ya no podía respirar, ni ver más allá
del dolor de su corazón, y a quien las lágrimas le empañaban los ojos.

Nunca supo cómo logró colgar las cortinas con Celia Boynton a sus espaldas y
con el papel azul flotando en sus pensamientos. Mientras maniobraba pliegues y

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lazos con habilidad, se preguntó qué clase de enfermo mental podía ser capaz de
hacerle algo así. Tenía un nudo en el estómago del tamaño de la mesa de comedor de
los Boynton, bastante parecido al nudo que se le formó allí hacía casi cinco años,
cuando tuvo la suficiente valentía de tratar de conocer a la hija a la que había
renunciado, cuando se dirigió en coche a la vecina ciudad de Stamford y se acercó
con piernas temblorosas a la mansión que llevaba el nombre «Hawthorne». Entonces
tocó el timbre de la puerta de madera blanca. Y esperó, decidida a encontrar a su hija.
Habían transcurrido veinticinco años desde la adopción… veinticinco años
desde que esas personas apellidadas Hawthorne se hicieron cargo del bebé a quien
ella nunca vio, nunca tuvo en brazos, pero a quien siempre, siempre, amó.
Todo formaba parte de su plan para una reunión. Con ayuda de la señorita
Taylor, la antigua directora, Jess ya había logrado localizar a los hijos de las otras:
P.J., Susan y Ginny, las madres biológicas, como se las llamaba en la actualidad, las
chicas que compartieron con ella sus vidas y su dolor allá por 1968 en un hogar
llamado Larchwood Hall. Veinticinco años después, Jess abrigaba la esperanza de
que pudieran reunirse y encontrar a los hijos que nunca conocieron. Hasta el día de
esa reunión, ninguno de ellos sabría quién tendría la valentía de asistir, ni los hijos, ni
las madres. Era una decisión que en ese momento les pareció importante.
Jess dejó a su propia hija para el final y decidió encontrar ante todo a los padres
adoptivos de la pequeña para que fueran ellos los que le hablaran a Amy de la
reunión. Entonces, lo mismo que las otras, Jess ignoraba si su hija se presentaría el
día indicado. Si su propia hija tendría ganas de conocerla.
El plan parecía perfecto. Ella jamás sospechó lo que le contarían aquel día.
—¿Puedo serle de utilidad? —Las palabras las pronunció una mujer canosa y
agradable llamada Beverly Hawthorne.
—He venido por Amy —tartamudeó Jess—. Soy su madre biológica.
La señora Hawthorne se llevó las manos a la cara.
—¡Dios mío! —exclamó, comenzando a llorar—. ¡Oh, Dios mío!
Y entonces le contó a Jess que Amy había muerto. Que un coche la había
atropellado mientras andaba en bicicleta. Que en ese momento la pequeña solo tenía
once años y que el conductor del auto estaba borracho. Jess clavó otro alfiler en el
último pliegue rosado de la tela y contuvo las lágrimas. Durante los últimos cinco
años debió luchar por aceptar su dolor, lloró a la hija que nunca conoció, y debió
recurrir a todas sus fuerzas para seguir viviendo en medio de la angustia, para lograr
que cicatrizara su corazón. Y ahora, un loco volvía a tratar de desenterrar toda esa
angustia.
No podía permitir que eso sucediera. No permitiría que sucediera. ¡Si no
tuviera tanta necesidad de creer que su hija tal vez siguiera con vida! Y que trataba
de comunicarse con ella.
—¡Listo! —anunció, bajando de la banqueta sobre la que se encontraba. Eran las
7.23 y Celia Boynton estaba contenta.
Después de aceptar el cheque que le entregó, sin molestarse en mirar la cifra y
de repetir varios «de nada» a los numerosos agradecimientos de Celia, Jess por fin se

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dirigió a su coche.
A partir de ese momento, solo podía ir a un lugar.

—¡Jess! —exclamó la anciana con una cálida sonrisa de sorpresa. A pesar de que
Jess siempre se acordaba de llamarlos por teléfono para Navidad y en la fecha del
aniversario de la muerte de Amy, nunca había vuelto a la casa de los Hawthorne—.
Pasa, querida. Pasa. Me alegro mucho de verte.
Jess entró en el vestíbulo de la mansión.
—No estaba segura de encontrarla en casa, señora Hawthorne —dijo. Se sacó
los guantes e hizo girar nerviosa el anillo de esmeraldas y diamantes que llevaba en
el dedo, el anillo que en una época fuera de su madre, cuando su madre vivía y reía y
la quería sobre todas las cosas. Jess calculaba que la señora Hawthorne debía tener
casi la edad que tendría en ese momento su madre. Trató de imaginar a su hermosa
madre con el pelo blanco y esa leve inclinación de la columna, con ojos cuyo color se
había desteñido y labios que el tiempo había afinado.
—La semana pasada llegamos de Florida —decía la señora Hawthorne—. Por
favor, quítate el abrigo, ven a sentarte. Y dime lo que te trae por aquí en una noche
tan fría.
Jess la siguió hasta una cálida sala de estar con sillones colocados frente a una
chimenea encendida y cuyas paredes estaban cubiertas de libros. Recordó que en una
época la señora Hawthorne fue profesora de historia y su marido era abogado;
recordó que le gustaba pensar que su hija fue criada por gente educada e inteligente,
personas que no podían haber mentido cuando le dijeron que Amy había muerto.
¡Por supuesto que no me mintieron!, se regañó Jess. Ella había estado en el
cementerio y vio la tumba de Amy…
Se llevó una mano a la sien que le latía.
—Le pido disculpas por no haber llamado antes de venir —dijo Jess mientras se
instalaba en un sillón frente a la señora Hawthorne. Al hacerlo vio una fotografía con
marco de plata sobre la mesa de café. Amy, pensó, la dulce y pequeña Amy. Una
punzada de dolor le retorció el corazón y se obligó a apartar la mirada de la niñita
rubia y sonriente. Se aclaró la garganta y sacó el sobre azul de la cartera—. Recibí
esto por correo. —Le entregó el anónimo a la señora Hawthorne—. No sé qué pensar
del asunto, aparte de que me resulta muy angustioso.
Mientras la mujer leía la carta, Jess volvió a mirar la fotografía de esa pequeña
que le dijeron era hija suya. Miró a su alrededor; posiblemente Amy hubiera jugado
allí, tal vez hasta se hubiera sentado en ese mismo sillón.
—¡Dios mío! —exclamó la señora Hawthorne—. Me temo que no lo comprendo.
—Sus ojos grises se nublaron mientras apartaba la mirada del papel tal vez para
contemplar algún lugar lejano, lleno de recuerdos de la pequeña de la fotografía, la
criatura a quien crió como hija suya.
Jess se inclinó hacia adelante.
—Lo siento muchísimo, señora Hawthorne. Es como si estuviera destinada a

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agudizar su dolor. —La mujer se enjugó una lágrima y trató de sonreír. Meneó la
cabeza.
—Está bien, querida. Ya hace mucho tiempo que Amy ha desaparecido de
nuestras vidas. Pero no sé qué puedo hacer para ayudarte.
—Bueno, me gustaría averiguar quién ha enviado esta carta. Y por qué.
—¿Crees que Amy no era tu hija?
Sí, pensó Jess. Esa era la respuesta.
—Cuando ustedes adoptaron a Amy, lo hicieron a través de Larchwood Hall,
¿no es cierto?
—Sí, por supuesto. Como sabrás, Larchwood era una institución privada.
Nunca se nos hubiera ocurrido recurrir a una de esas agencias estatales…
—¿Y trataron directamente con la señorita Taylor? —Había sido la señorita
Taylor, la directora del instituto, quien le dio a Jess el nombre del matrimonio
Hawthorne.
La señora Hawthorne frunció el entrecejo.
—No recuerdo. Sé que nos entrevistó una asistente social… alguien que
pertenecía a esa institución.
—¿Cree que su marido lo recordará?
—¡Dios Santo! Para esos asuntos Jonathan tiene menos memoria que yo. —
Cruzó las manos sobre la falda—. ¿Te gustaría beber una taza de té, querida? Hoy
hice unos dulces de limón deliciosos…
—No —contestó Jess, moviendo la cabeza—. No, gracias. Me temo que estoy
demasiado angustiada para beber o comer.
—Bueno, querida, no sé qué más decirte. Hasta que tú llegaste, nunca tuve idea
de la identidad de la madre… de Amy. Fuiste tú quien me lo dijo. Tal vez haya
habido una confusión en los legajos.
—Supongo que es posible. —Pero de alguna manera Jess dudaba de que fuera
así. Ella no era la clase de persona a quien hubieran beneficiado nunca las
confusiones, no era la clase de persona a quien le sucedían milagros.
—En cuyo caso —agregó la señora Hawthorne con un dejo de envidia—, es
posible que tu hija todavía viva.
—Sí —contestó Jess—, tal vez viva. —Tomó la carta que le tendía la señora
Hawthorne—. O quizá esta sea la idea que tiene de una broma una persona muy
enferma.

Una vez en casa, Jess se instaló en el sofá. Era un piso «estilo ejecutivo» de altos
techos y chimenea de mármol que daba al Long Island Sound, al que se había
mudado con sus hijos después del divorcio, y trató de pensar en todas las personas
que en su momento se enteraron de que había tenido un hijo, en un tiempo en que
ella misma no era mucho más que una niña.
Trató de adivinar quién sería capaz de hacer algo así. Y por qué.
Escribió la palabra «papá» en una hoja en blanco. Pero su padre no quiso saber

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nada de ella, no quiso tener nada que ver con el hecho de que estuviera embarazada,
siendo soltera y con solo quince años. Ni siquiera quiso verla hasta que pasó esa
experiencia horrorosa. Y, por supuesto, ya hacía varios años que su padre había
muerto. Y Jess no tenía ningún otro familiar que pudiera haber descubierto su
vergüenza, ni que pudiera haberse enterado de que la propia hija de Gerald Bates se
convirtió en una desgracia para su buen nombre.
Pensó en Larchwood Hall. Escribió el nombre de la señorita Taylor, la directora,
y debajo agregó a P.J., Susan, Ginny, las otras chicas que estaban en el hogar al
mismo tiempo que ella y que también dieron a sus hijos en adopción.
Después escribió «doctor Larribee», el médico, y «Bud Wilson» que era a la vez
el sheriff y el jefe de correos del pequeño pueblo de Westwood, donde estaba
Larchwood Hall. Todos ellos sabían que Jess Bates estaba allí. Todos sabían que Jess
Bates estaba embarazada.
Jess miró fijo el papel y lanzó un largo suspiro. Era ridículo pensar que alguna
de esas personas pudiera haberle enviado ese anónimo. No tenían ningún motivo
para hacerse pasar por la hija que ella había dado en adopción. No tenían nada que
ganar.
¿Nada que ganar? Mordisqueó la estilográfica mientras se le metía otro
pensamiento en la cabeza. Había otra persona que lo sabía. Alguien que ya había
perdido mucho a causa de su bebé: su hogar, su familia y el acceso al abultado fondo
fiduciario de Jess. Y ese alguien era Charles, su ex marido. Charles lo sabía y, aunque
se mostró demasiado ansioso para irse cuando ella le abrió la puerta y se casó con
rapidez con una mujer mucho más joven, Jess se preguntaba cómo lograba mantener
su fachada de hombre acaudalado. A pesar de lo que él creía o permitía que los
demás creyeran, Jess sabía que no era el banquero ni el inversor más brillante jamás
nacido.
«Charles», escribió en el papel. Sin pensar en lo que hacía, agregó «Chuck,
Maura y Travis». No tuvo más remedio que decírselo a sus hijos, quería que ellos
supieran la verdad. Pero sus hijos no podían tener nada que ver con lo que sucedía.
Estudió la lista que crecía sobre el papel. Pero su mirada seguía volviendo a un
solo nombre: Charles. No tenía la menor idea de lo que podría impulsarlo a hacer
una cosa así, pero de repente le parecía evidente que debía ser él.
Cerró las manos y las convirtió en puños. Por su mente se cruzaron una serie de
maldiciones. Después cogió el teléfono y marcó el número de la casa de Charles en
Manhattan. Tras dos timbrazos, resonó la voz del contestador automático. «En este
momento no podemos atenderle —oyó que decía la voz pomposa de Charles—. No
regresaremos a la ciudad hasta el 10 de marzo.»
Jess cortó. ¿No estaría en su casa hasta el 10 de marzo? ¿Dónde podía estar?
Luego sintió una sensación enfermiza en la boca del estómago al preguntarse si él y
su flamante esposa estarían pasando las vacaciones de invierno en una isla… por
ejemplo en Martha's Vineyard.
Con rapidez volvió a coger el teléfono y marcó el número del móvil de Chuck.
Si alguien podía estar enterado del paradero de Charles, era su hijo favorito.

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—¡Hola, cielo! —dijo en cuanto él contestó.


—¿Mamá? ¿Cómo te va?
—Muy bien. ¿Estás muy ocupado?
Chuck lanzó una carcajada.
—La vida era más fácil antes de que me convirtiera en un adulto.
—Ya sé a lo que te refieres.
—¿Necesitas algo, mamá?
Jess se encogió al comprender que no hablaba muy seguido con su hijo y que
nunca, jamás, lo llamaba solo para saludarlo. Después de todo, hacía años que Chuck
le había demostrado con una claridad meridiana que no quería que lo controlara. ¡Se
parecía tanto a Charles, se parecía tanto a lo que había sido el padre de Jess! Todo eso
la entristecía mucho.
—En realidad —explicó—, estaba tratando de comunicarme con tu padre.
Tengo que hablar con él sobre algunos impuestos.
Por supuesto que no era cierto, pero Chuck no lo sabría.
—Papá está en el Caribe.
¿En el Caribe? Pero no en Martha's Vineyard.
—¿Y qué está haciendo en el Caribe? —preguntó antes de recordar que no era
asunto suyo. Por lo visto, cuatro años de divorcio no lavaban todas las manchas de
veinte años de matrimonio.
—Lo último que he sabido es que se iba a comprar un yate.
Jess lanzó un suspiro pero no comentó que se preguntaba si su ex marido
maduraría alguna vez.
—Bueno, está bien, cielo. Gracias. —Enseguida agregó—: Te echo de menos,
Chuck. ¿Cuándo podrás venir a comer?
—Por un tiempo no, mamá. En este momento no estoy en la ciudad. Estoy
haciendo un seminario. En Boston.
¿Boston?, se preguntó Jess. ¿Eso no estaba muy cerca de Martha's Vineyard?
Cerró los ojos y trató de no pensar en lo que estaba pensando. Después dijo algo
como: «Bueno, sí, llámame cuando vuelvas a la ciudad». Y luego se despidió. Pero
cuando colgó, Jess miró por la ventana e hizo todo lo posible por convencerse de que
el hecho de que Chuck estuviera en Boston no tenía ningún significado, que aunque
se pareciera tanto a Charles no quería decir que siguiera cada uno de los pasos de su
padre. Además, razonó, Chuck es hijo mío. Y jamás haría nada que pudiera herirme.
Volvió a estudiar la lista para no seguir pensando en aquello.
«Papá.»
«La señorita Taylor», la directora.
«P.J., Susan, Ginny», sus amigas de tanto tiempo.
Pensó en la vida actual de esas amigas y recordó que entre ellas, por increíble
que fuera, solo la historia de Ginny había tenido un final feliz. Sonrió y se preguntó
cómo se las arreglaría Ginny si hubiera recibido una carta tan oscura, y si a Ginny
alguna vez se le ocurriría acusar de ella a su propia hija.

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Capítulo 2

Ginny Stevens-Rosen-Smith-Levesque-Edwards prefería divorciarse de sus


maridos. No enterrarlos. Permanecía de pie en la habitación oscura de la funeraria de
Los Ángeles y miraba fijamente el ataúd de roble cubierto de camelias, las flores
favoritas de Jake.
—¡Hijo de puta! —susurró en dirección a la almohada cubierta con una funda
de satén en la que se apoyaba la cabeza inmóvil su marido—. ¡Hijo de puta podrido!
No tenía derecho a morirse. Ginny le había sido fiel durante cinco años. Lo
amó, ¡oh, Dios!, si amor era una palabra que podía definirse, más allá de decir que
era una sensación que lograba que uno hiciera cosas extrañas, como ser fiel y que no
importara desear no serlo. Pero ella le fue fiel y le importó, por lo menos durante los
últimos cinco años. Y lo que logró fue no llegar a ninguna parte, con excepción de
encontrarse allí, mirando el ataúd que contenía los restos del hombre a quien amó,
con la esperanza de haber elegido el modelo indicado, que a él le hubiese gustado
que estuviera forrado en satén celeste.
A todo el mundo, menos a Ginny, le sorprendió que Jake hubiera especificado
que no quería que lo cremaran como se estilaba en California. Era verdad que Los
Ángeles estaba superpoblado y que la tierra era carísima. Pero Jake siempre le tuvo
miedo al fuego, y Ginny lo sabía. Lo sabía, lo mismo que sabía tantas otras cosas
acerca de su marido, como por ejemplo que siempre abrigó el deseo secreto de ser
cantante a pesar de que desafinaba, o de que se había convertido en un productor de
éxito de documentales solo porque su ex esposa alcohólica, la madre de sus dos hijos,
no quería que lo fuera, y también el hecho de que era lo mejor que le había sucedido
a ella en toda su vida.
¿Y ahora dónde estaba? Frío como una almeja. Muerto como un clavo. El
podrido hijo de puta.
El contacto de una mano fría contra su codo no logró que Ginny apartara la
mirada de la almohada bajo la cabeza de Jake.
—¿Ginny? —La que hablaba era Lisa, la hija de Ginny y estrella de televisión, la
única persona que ahora le quedaba en el mundo y a quien ella le importaba un
bledo—. Quieren empezar el servicio, Ginny. Ven a sentarte.
Ginny respiró hondo y estuvo a punto de tener una arcada al percibir el aroma
de centenares de grotescas ofrendas florales: macetas, canastos y floreros enviados
por estudios y clientes y actores y productores, por todos los integrantes de la
industria del cine que se habían conmocionado al enterarse de que Jake Edwards
había muerto repentinamente a los sesenta y cuatro años. Por supuesto que muchas
de las flores las enviaban los admiradores de Lisa, las manadas de imbéciles que, por

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lo visto, consideraban esencial enviar sus condolencias a la chica a quien conocían


como Myrna, la bruja malvada de Devonshire Place, la muchacha cuyo padrastro en
la vida real ahora estaba tendido en una caja, lo cual significaba que ella debía de
estar angustiada y que ellos debían hacerle saber cuánto la querían.
—¿Ginny? —repitió Lisa/Myrna. Ginny alzó la frente y se tragó una lágrima.
Después le dirigió una última mirada al hijo de puta y permitió que su hija la
condujera hasta los asientos reservados para la familia, que se encontraban separados
de las sillas plegables para el resto de los presentes y equipados con cajas de
pañuelos de papel sin costo adicional.

Supuso que tendría que conservar a Consuelo, a pesar de que nunca se llevaron
bien, a pesar de que esa ama de llaves-cocinera-lavandera en realidad nunca le tuvo
simpatía a Ginny, y solo la toleraba por Jake… el hombre por quien sería capaz de
morir, ya que si no hubiera sido por él jamás habría conseguido sus documentos de
identidad. Jake la sacó de un mundo de ilegales, la convirtió en alguien, en una
californiana, en una norteamericana. Y, además, era probable que la cocina de
Consuelo, con su excesiva indulgencia hacia Jake, a quien le preparaba filetes y
huevos fritos para el desayuno, fuese la causa de que se le hubiesen taponado las
arterias haciéndole perder la vida, pero también era cierto que la mujer tenía derecho
a recibir algún pago por su lealtad.
¡Mierda!, pensó Ginny mientras observaba la cantidad de fuentes llenas de
comida preparada para ofrecerles a los invitados después del funeral, como si fuera
cebada para los gansos. Le convenía conservar a Consuelo porque no soportaba la
comida que ella misma preparaba y en su vida jamás se había puesto un delantal.
Además, probablemente esa habría sido la voluntad de Jake. Después de todo,
Consuelo no tenía a nadie más en el mundo: su reverenciado Jake, los dos hijos
adultos de este (personas totalmente inservibles), su poco afortunada elección de
segunda esposa y la hija ilegítima de esta, le gustara o no, se habían convertido en
toda su familia.
Ginny arrancó una hoja de alcachofa rellena y se preguntó por qué los que
sirven en definitiva se transforman en los que deben ser servidos. Sucedió lo mismo
con su madre: la mujer, que en un tiempo alimentó a su hijita, terminó necesitando
que esa misma hija se rompiera el lomo trabajando para mantenerlas a las dos con
comidas congeladas y bebidas alcohólicas, y que llevara constantemente gasas a su
casa, gasas en las que la madre devolvía solo Dios sabía qué, hasta que no le quedó
aire en los pulmones, hasta que tuvo el hígado hinchado más allá de toda posibilidad
de curarlo, hasta que estuvo muerta. Como lo estaba en ese momento Jake.
—Ginny —repitió Lisa acercándose con un hombre gordo y calvo—. Quiero
presentarte a Harry Lyons, mi director. Harry, esta es mi madre, Ginny Edwards.
Ginny frunció el entrecejo ante esa hija que, extrañamente, se parecía más a su
madre que a ella, después miró a Harry Lyons, el hombre que se vanagloriaba de
haber convertido a su hija en una estrella. Ginny sabía que eso lo había logrado Jake,

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

quien apeló sin cesar a sus conexiones de Hollywood hasta que le hicieron una
prueba a Lisa. Y Jake lo hizo por Lisa y también lo hizo por Ginny, para que ella
pudiera estar cerca de esta hija a la que acababa de conocer.
Pero eso fue casi cinco años antes y el que estaba frente a ella en ese momento
era Harry Lyons, un hombre gordo y de grandes dientes, que se atribuía el mérito del
ascenso de Lisa a la fama.
—Me alegro de conocerla —dijo el hombre de rostro sombrío—. Y lamento
mucho lo de su marido.
Mientras chupaba el relleno que quedaba en la hoja de alcachofa, Ginny se
preguntó por qué lo lamentaba.
—Gracias —dijo con la boca llena de queso crema—. Yo también lo lamento.
Lyons se aclaró la garganta y observó los entremeses.
—Lisa me dice que usted también es actriz. Debe de haber entrenado muy bien
a su hija. O debe de haberle transmitido genes fabulosamente creativos.
No fue una sorpresa que Harry Lyons se interesara más en hablar sobre Lisa
que en hacer comentarios acerca del marido muerto de Ginny. Pero Ginny estaba
demasiado cansada para explicarle que nunca había visto a Lisa hasta hacía pocos
años. Que nunca planeó conocerla, que jamás quiso conocerla.
—Sí, no cabe duda de que es mi hija —contestó porque era lo que correspondía,
a pesar de que a una parte de su ser le habría encantado ver la expresión de esa cara
regordeta si le dijera que los genes fantásticamente creativos eran el producto de que
ella hubiera sido violada por su padrastro y de una dosis del alcoholismo de su
madre. Pero esas eran conversaciones para reuniones sociales y no para un funeral. A
pesar de que ninguno de los asistentes que comían y bebían como enloquecidos
pareciera darse cuenta de ello.
—Lisa —dijo Ginny mientras pasaba por alto las alcachofas y se apoderaba de
un par de quiches de queso—, ¿has visto a Brad y a Jodi?
Con sus ojos perfectos, enormes, de color topacio, Lisa miró hacia el patio.
—Brad está de mal humor. Jodi está meditando.
—Discúlpeme —le dijo Ginny a Harry Lyons—, pero realmente debo ver cómo
están los hijos de Jake.
La mirada inexpresiva del hombre le dio ganas de gritar: «¡Jake! El muerto. El
motivo por el que usted está aquí». Pero en lugar de ello, salió al patio por las
puertas francesas y en su camino se quitó del cuello el echarpe negro de viuda y lo
arrojó sobre el mostrador para que Consuelo lo recogiera cuando el espíritu se lo
indicara.
Brad, sin duda, tenía un ataque de mal humor. Estaba hundido en una
tumbona, con una cerveza en una mano, mirando a Jodi, su hermana, íntegramente
vestida de blanco. Estaba sentada con las piernas cruzadas sobre el suelo de cemento,
los ojos cerrados, los brazos cruzados, la cabeza alzada hacia el cielo. Plantada
firmemente, con su largo pelo lacio, tenía una guirnalda de margaritas, el símbolo del
Nuevo Mundo al que había vendido su alma varios años atrás. Desde el punto de
vista de Ginny, la chica solo parecía una hippy de otros tiempos quien, de no haber

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

transcurrido tres décadas, podría haber estado entre las seguidoras de Charles
Manson.
—Mamita querida —se burló Brad cuando Ginny entró en escena—, ¿por qué
no estás entreteniendo a tus invitados? ¿Demasiado angustiada por la pérdida de tu
querido muerto?
—¡Cállate la boca, Brad! —contestó ella. Se sentó, se quitó los zapatos de
tacones altos y apoyó los pies sobre otra silla—. Tenemos que hablar. ¿Crees que
podrás hacer salir a tu hermana de su trance?
—No estoy en un trance. —La voz aguda de Jodi surgió de sus labios pálidos—.
Trato de conectarme con el aura de papá.
—El aura de tu padre se ha ido hace rato —dijo Ginny—. Y ahora abre los ojos y
escucha lo que tengo que decirte.
Brad hizo girar la cerveza dentro de su vaso.
Jodi abrió los ojos.
Ginny miró alternativamente a sus dos patéticos hijastros y no tuvo problema
en saber por dónde empezar.
—Supongo que el motivo por el que decidisteis mostrar vuestras caras hoy aquí
es el dinero.
—¡Ginny! —chilló Jodi en un grito demasiado meditado—. ¡Eso no es cierto! Yo
no necesito cosas materiales. Nuevo Mundo es la fuerza de mi vida… mi esencia se
eleva sobre todas las cosas.
Brad lanzó una risita tonta.
—Bueno, lo sepas o no lo sepas —le dijo Ginny a Jodi, dejando de lado a Brad—
, tu padre todos los meses le enviaba una contribución a esa fuerza de vida. Cinco mil
dólares, para ser exacta. El monto necesario para que te mantuvieran elevada sobre
todas las cosas. —Sacó un cigarrillo del paquete de Marlboro que Brad había dejado
sobre la mesa y lo encendió con una cerilla—. Y por más que me resulte odioso, yo lo
seguiré pagando mientras insistas en seguir allí. —La verdad era que Ginny temía
que Jake regresara para acosarla si no lo hacía. Además, Nuevo Mundo fue la única
manera de impedir que Jodi volviera a caer en el infierno de la droga.
Jodi respiró con fuerza, volvió a cerrar los ojos y dijo:
—No se trata de que yo siga allí, Ginny. Nuevo Mundo es mi hogar.
—Como sea —contestó Ginny, lanzando una bocanada de humo. Hacía años
que no fumaba; el gusto del cigarrillo era seco y duro, parecía un bocado de arena
mezclado con bosta caliente de camello. Se sacó un trocito de tabaco del labio inferior
y se volvió para mirar a Brad—. No puedo por menos que notar que no has
pronunciado una sola palabra.
Brad se encogió de hombros y una sonrisa falsa e infantil le cruzó aquel rostro
con una barba de dos días, que lo convertía en una mezcla de Tom Cruise y Don
Johnson.
—Cualquier cosa que haga feliz a mi hermana…
—No te molestes, Brad; es un poco tarde para que trates de impresionarme con
tu cariño familiar. —Lo miró entornando los ojos—. Sin embargo, estoy convencida

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de que te interesa el dinero.


Él movió el trasero sobre el almohadón floreado y le dedicó su sonrisa
seductora. Pero la frase que surgió de sus labios no fue más que una falsedad
imposible de creer.
—Por si nadie te lo ha dicho, mi padre ha muerto. He venido a llorarlo.
Ginny resistió la tentación de abofetear su boca cínica y recordó que, en pocos
instantes, Brad lloraría mucho más que la muerte de su amado padre, a quien
durante sus treinta y seis años de vida no hizo más que humillar, aprovecharse de él
y desdeñarlo. Dejó caer sobre el suelo la ceniza de su cigarrillo.
—Me gustaría concederte el beneficio de la duda, pero la experiencia me
advierte que no lo haga.
—Y todos sabemos, mamita querida, que te sobra experiencia.
Ginny pasó por alto la provocación.
—Y conviene que tú sepas, Brad, que para ti no hay dinero.
Él no contestó pero clavó la mirada en su madrastra.
Al estudiar la pequeña columna de humo que se elevaba del extremo encendido
de su cigarrillo, Ginny sintió una sombría satisfacción ante su pequeña contribución
a la contaminación del aire que Brad respiraba.
—Hace algunos años, tu padre decidió colocar toda su fortuna a mi nombre y
solo a mi nombre —recordó—. La casa, su empresa, sus inversiones… todo es mío.
La expresión de Brad no era reveladora, pero un leve color rosado teñía sus
mejillas.
—¿Supongo que no pretenderás que te crea, verdad?
Ginny se encogió de hombros.
—A ti te dio el restaurante. Por lo menos te dio el dinero para que lo tuvieras.
Esa fue tu herencia. Húndete o intenta nadar en la superficie. —El hecho de que Brad
se hundía con rapidez no era noticia para nadie. El restaurante, en un tiempo
popular, que le sacó a Jake a fuerza de chantajes volvía a tener problemas con
Hacienda. Una vez más.
Se puso de pie con rapidez.
—Quiero ver el testamento. Llamaré a mi abogado.
—Puedes ver el testamento. Demuestra a las claras sus sentimientos. En cuanto
al abogado, creo que sería mejor que antes de llamarlo, pensaras con qué dinero le
pagarás. —Apagó el desagradable cigarrillo y se levantó del sillón. Acercó el rostro a
pocos centímetros del de su hijastro y lo miró directamente a los ojos—. Tal vez
conviniera que te unieras a la Alianza del Nuevo Mundo con tu hermana —se
burló—. Quizá sea tu única esperanza de redención.
Brad esbozó una desagradable sonrisa.
—Por lo visto no estoy en condiciones de decidirlo.
Ginny se permitió una pequeña sonrisa. Después cruzó el patio descalza para
reunirse con sus huéspedes.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

A las siete, la hilera de descapotables Bentley, Mercedes y Jaguar se había


alejado por el cañón, con tiempo más que suficiente para que sus ocupantes se
cambiaran la ropa de duelo antes de la comida. Acababa de terminar una fiesta;
enseguida seguiría otra. Era un estilo de vida que a Ginny siempre le resultó odioso
y, sin embargo, era lo que en una época la mantuvo con vida, lo que mejor hacía. Se
sentó en el borde de la enorme cama, esa cama que Jake nunca volvería a compartir
con ella, y escuchó los sonidos de la limpieza; era lo que quedaba de la fiesta: un
entrechocar de platos, el crujir de las bolsas de basura, los murmullos entre Consuelo
y una serie de ignotos camareros de chaqueta blanca, y la voz profunda de Lisa, que
insistió en quedarse para ayudar.
Supuso que lo familiar de esos sonidos debía de resultarle un consuelo. Supuso
que debía simular que solo era el fin de una fiesta como cualquier otra: la que se
hacía después de la entrega de los Oscar, quizá, como esa para la que usó un vestido
transparente y detrás del escenario se acostó, no con uno sino con tres primeros
actores, incluyendo al galardonado aquella noche.
Pero la verdad era que esas noches memorables solo le trajeron mañanas llenas
de vergüenza. Y cuando se enamoró del cuarto hombre con quien se casaba, Ginny
ya estaba dispuesta, por fin, a sentar cabeza. En esa misma época entró Lisa en su
vida. Lisa, que ignoraba hasta qué punto su madre había sido una mujer frívola, y en
quien en cambio vio a una buena mujer dedicada a un buen hombre, una mujer que
encontró mucha más felicidad de la que merecía.
—¿Estás bien, Ginny? —preguntó Lisa desde la puerta.
Ginny levantó la mirada. Mientras estuvo sentada allí pensando, el cuarto se
había oscurecido. Mientras ella no le prestaba atención, el día se convirtió en
anochecer.
—Sí, estoy bien —mintió, porque aunque su hija ya tenía cerca de treinta años,
los fracturados instintos maternales de Ginny le indicaban que sería poco apropiado
que una criatura pensara que su madre no lo estaba.
Lisa entró en el dormitorio sin invitación, se abrió camino por la oscuridad y se
sentó en la cama junto a Ginny.
—Fue un precioso funeral —dijo—. A Jake le habría sorprendido la cantidad de
gente que ha venido.
«No, los hubiera esperado», tuvo ganas de decir Ginny. Porque a pesar de que
Jake, como productor de documentales, no era una luminaria, sabía que su nombre
inspiraba respeto en una ciudad en la que el respeto no era frecuente. Y también
sabía que cualquiera que fuera alguien, o que quisiera serlo, se habría presentado en
su funeral tan solo para que lo fotografiaran.
Lo sorprendente no era la cantidad de gente que había estado allí, sino que,
después de casi cinco años en Los Ángeles, Lisa siguiera siendo tan cándida.
Permanecieron algunos instantes sentadas en el silencio de la oscuridad, porque
Ginny no sabía qué decirle a su hija y porque temía que, si abría la boca, brotaran su
dolor y su furia contra Dios por la muerte de Jake. Y en ese caso Lisa sentiría que
debía consolar a su madre y esto a Ginny le resultaría lo más odioso de todo. En

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cambio lo que quería era que Lisa la dejara sola con su dolor.
Pero al ver que su hija no tenía intenciones de alejarse, Ginny por fin encontró
el coraje para hablar.
—¿Mañana no tienes que trabajar muy temprano? —preguntó. Le pareció que
era la mejor manera de decirle que se fuera.
—Le pedí a Harry que hiciera tomas en las que no intervengo —contestó Lisa y
volvió a permanecer en silencio.
De repente Ginny tuvo conciencia del sonido de su respiración, de cada
inhalación, de cada exhalación.
—He pensado en pasar aquí la noche —agregó Lisa.
Ya está, pensó Ginny. El intento filial de consolar, el esfuerzo por
proporcionarle un solaz. Ginny se puso de pie y encendió la lámpara de la mesita de
noche.
—Gracias por tu intención —dijo, apartándose el pelo de la frente y alzando la
barbilla—. Pero tengo cuarenta y siete años, Lisa, no necesito una niñera. —Después
de todo, a los cuarenta y siete era demasiado joven para invertir los papeles;
demasiado joven para que esa hija comenzara a cuidarla.
—Eres fuerte —contestó Lisa—; pero me quedo.
Ginny le dirigió una larga mirada a esa persona que era su hija y se preguntó si
realmente sería suya. Mientras ella tenía pelo oscuro, el de Lisa era rubio, tan rubio
como el de la madre de Ginny. Mientras la sonrisa de Ginny era pequeña y tensa, la
de Lisa era cálida y amplia, una vez más la misma sonrisa de la madre de Ginny. Y
mientras ella y Lisa tenían el mismo cuerpo perfecto, Lisa era alta y eso la hacía
parecer más delgada. Y ¡Dios Santo! Lisa tenía esa enfurecedora tendencia a ser
agradable… que con seguridad no era originaria de la familia de Ginny. Pero estaba
la voz. Si no fuera por esa voz sorprendente y ronca, que no hablaba de estrógenos
escasos sino de un exceso de testosterona, sin lugar a dudas Lisa sería hija de otra.
Ginny meneó la cabeza y se dirigió a las puertas corredizas de vidrio. Como si
no hubiera sucedido nada, como si nada hubiera cambiado, abrió el grifo del agua
caliente que burbujeó en el baño muy iluminado. Miró las burbujas y se preguntó si
las hormonas de Lisa serian tan fuertes como fueron las suyas, si para su hija el sexo
sería tan necesario como lavarse los dientes. Abrigaba la esperanza de que Lisa
pudiera recibir su necesidad de aprobación frente a las cámaras y no en la cama ni en
el baño caliente del camerino de todos y cualquiera de los hombres que pudieran
ofrecerle una erección.
Sexo —pensó Ginny—. ¡Mierda! Se alejó de la bañera caliente y se preguntó qué
se suponía que debía hacer ahora que Jake había muerto, ahora que el otro lado de la
cama estaba frío y vacío sin nadie que respirara. Volvió con rapidez adonde estaba
Lisa.
—¿Esta noche no tienes una cita o algo así?
—No.
Ginny se paseó por la alfombra, lamentando que ya no le gustara fumar.
Siempre había dependido del cigarrillo para llenar los vacíos de la conversación, para

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

ganar tiempo cuando trataba de contener sus palabras o no sabía qué decir. Pero
había dejado de fumar hacía años, justo después de que Lisa entrara en su vida y
Jake le pidió que dejara el cigarrillo y, como era tan bueno con ella, Ginny no se pudo
negar. Dejó de fumar y ni por un momento lo extrañó. Esa tarde, una chupada al
desagradable cigarrillo de Brad le recordó a aquello. Pero a pesar de todo se
preguntaba si no debería volver a fumar. Luego se preguntó qué otra cosa sería
distinta, ahora que Jake estaba muerto. Supuso que todo. Cada maldita cosa.
—En este momento no tengo tiempo para citas —decía Lisa—. El trabajo me
mantiene ocupada.
—Con tal de que solo sea el trabajo…
Lisa se encogió de hombros.
—Tal vez sea porque no he conocido a nadie especial.
—Tienes millones de admiradores. No me digas que ninguno de ellos es
especial.
—Bueno, según los diarios, me han visto con Lorenzo Lamas, me acuesto con
Brad Pitt y soy el fruto secreto del amor de Robert Redford y Jane Fonda.
Ginny rió a pesar suyo.
Lisa se puso de pie y estiró su cuerpo delgado y largo.
—La verdad es, mamá —y Ginny se preparó porque Lisa solo la llamaba
«mamá» cuando se trataba de algo muy serio—, que creo que las relaciones
sentimentales son bastante temibles.
Ginny no mencionó que a pesar de haber tenido una cuota más que lógica de
hombres, en su vida hubo una sola relación, la que tuvo con Jake, y que esta no fue
sólida hasta que pasaron unos años y ella por fin se derrumbó y le permitió conocer
cómo era en realidad.
—Bueno —dijo con lentitud—, las relaciones llevan tiempo.
—Este año cumpliré treinta años. ¿No te parece que es tiempo suficiente? —La
voz ronca se quebró apenas. Luego Lisa movió la cabeza con rapidez y se volvió
hacia Ginny—. No puedo creer que me esté compadeciendo de ella cuando Jake
acaba de morir.
—La muerte nos aterroriza a todos —dijo Ginny—. Es bastante permanente.
—Y bastante espantosa para los que quedan atrás.
Ginny se envolvió el cuerpo con los brazos.
—Sí, pero yo ya he enterrado bastante gente como para saber que la vida
continúa. —Pensó en su madre y en el cretino de su padrastro.
—¿Y ahora qué vas a hacer, Ginny? —preguntó Lisa—. ¿Qué vas a hacer…
ahora que Jake no está?
Ese vacío interior que se le había metido dentro dos días antes, cuando Jake
cayó muerto, giraba en ese momento como una mezcladora de cemento en una obra
en construcción.
—No sé —contestó—. Supongo que venderé la empresa de Jake. Tal vez viajaré.
—Se volvió hacia las puertas de vidrio y se preguntó qué haría en realidad y si era
posible volver a una vida de… nada. ¿Ahogaría el dolor en vodka? ¿Eso le daría

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resultado? Durante los últimos años hasta había dejado de beber. No porque Jake se
quejara; fue una decisión que Ginny tomó por su cuenta. Pero una parte de su ser
sabía que lo hacía todo por su marido, por tratar de complacer a alguien por una vez
en la vida. Y se preguntó por quién haría las cosas de ahora en adelante.
De repente una voz cruzó la habitación.
—Abrigo la esperanza de poder interesar a Ginny en convertirse en socia de un
restaurante.
La irritación que le provocó la entrada de Brad le trepó por la columna vertebral
sin saltarse una sola vértebra.
—Creía que te habías ido.
La sonrisa de Brad era amplia, parecida a la de un gato.
—He depositado a Jodi en aquel mausoleo, como buen hermano que soy. Y he
vuelto para prepararte una copa.
Ginny miró a Brad, luego a Lisa y por fin de nuevo a Brad.
—La última vez que lo busqué no encontré el bar en mi dormitorio.

Permitió que Brad preparara una jarra de martinis de vodka porque le pareció
más fácil que decirle que se fuera de una vez, más seguro que arriesgarse a mantener
una discusión frente a su hija. Mientras lo observaba moverse con experiencia detrás
del bar del salón familiar, ese bar amplio y poco elegante que era el mueble
predilecto de Jake y que compró cuando estaban de luna de miel en Hawai —media
vida antes, por lo menos de la de Jake—, a Ginny le impresionó lo increíble que era
que el hijo de Jake estuviera de pie donde debía estar su padre. Se apoyó contra el
bar y aceptó la copa que Brad le ofrecía. Por suerte Lisa se instaló en el sillón del otro
extremo de la habitación; como siempre, ella rechazó el vodka y pidió en cambio
agua mineral.
—Brindo por papá —dijo Brad elevando su copa.
Ginny también levantó la suya, pero en silencio. Bebió un sorbo y luego
depositó la copa sobre el mueble-bar.
—Brad —dijo, con la esperanza de cortar de cuajo cualquier idea que él pudiera
tener antes de que intentara exponerla delante de Lisa—, esta noche me niego a
discutir la posibilidad de tener o no tener un negocio contigo. Hoy enterramos a tu
padre, y en este momento es lo único que me importa.
Brad jugueteó con su copa e hizo caso omiso de lo que ella acababa de decir.
—Hablando de negocios, ¿qué piensas hacer con Lansing Productions?
Jake le había puesto a su compañía productora el nombre del lugar de la ciudad
de Michigan donde se crió, para no olvidar sus orígenes humildes, como él mismo
solía decir.
—Creo que la conservaré —contestó Ginny—. Siempre quise ser una magnate
de Hollywood. —Por supuesto que era una mentira. No tenía el menor interés en
dirigir la empresa de Jake y ya había recibido tres propuestas para discutirlas. Pero
Ginny no pensaba decirle a Brad nada que se acercara a la verdad—. Pero si estás

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

aquí con la esperanza de que te dé trabajo —continuó diciendo—, me temo que en


este momento no voy a contratar a nadie.
—No he venido a buscar trabajo, Ginny —replicó él con la untuosa suavidad de
un vendedor de coches—. En realidad he vuelto porque pensaba que te haría falta un
poco de compañía después del funeral.
Ginny volvió a tomar su copa, pero no se la llevó a los labios.
—Como puedes ver, mi hija está aquí conmigo.
Brad asintió con lentitud, miró a Lisa de pies a cabeza y luego se volvió a
sonreírle a la madre.
Ginny se maldijo por no estar al tanto de la actualidad, por ignorar si en
California se habría vuelto a instaurar la pena de muerte como castigo por un
asesinato.
—Brad —escupió—, creo que es hora de que te vayas.
Lisa estaba muy rígida en el sofá, como si acabara de darse cuenta de que se
encontraba rodeada de tensiones, que madre e hijastro estaban al borde de una
discusión.
—Si vosotros queréis conversar, yo puedo irme… —ofreció.
Ginny se maravilló ante la previsible inocencia de Lisa. Pero enseguida supuso
que su hija no tenía motivos para suponer que hubiera problemas entre ella y Brad.
Siempre se había cuidado de mantenerlos apartados. No habría podido controlar el
asunto, si Lisa se hubiera enterado de lo de Ginny y Brad, del error que ella cometió
y de la manera en que él lo esgrimía siempre sobre su cabeza como una espada de
Damocles.
—No tenemos absolutamente nada de qué hablar —dijo directamente y
enseguida se volvió hacia Lisa—. Y en realidad os agradecería a los dos que os
fuerais. Ha sido un día muy largo y quiero estar sola.
—¡Pobre mamita querida! —exclamó Brad en un tono arrullador, pero
enseguida depositó su copa y se alejó del bar—. Pero no te preocupes. Volveré. Me
resulta insoportable verte sufrir tanto. —Giró sobre sus talones y salió.
Lisa miró a Ginny pero no mencionó a Brad, como si una parte de su ser supiera
que era mejor que no lo hiciera.
—¿Estás segura de que no quieres que me quede?
—Completamente segura. —Ahora que Brad no estaba a la vista, su respiración
había vuelto a la normalidad. Se acercó a su hija y la abrazó—. Llámame por la
mañana. Estaré bien. Te lo aseguro.

Pero Ginny no estaba bien. Permaneció despierta durante la mayor parte de la


noche, con la mirada clavada en el techo y rezando por un sueño que no llegaba,
rezando para poder liberarse de ese vacío que se negaba a abandonarla, pidiendo
que todas esas sensaciones desaparecieran y no volvieran jamás.

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Capítulo 3

Habría preferido que Maura no volviera a su casa a pasar el fin de semana. Pero
era viernes y estaba por llegar y de alguna manera Jess había conseguido vivir ese
día a pesar de no haber podido dormir, a pesar de no poder mantener la mente en su
trabajo porque no hacía más que pensar en la carta que tenía en el bolso.
Encendió el fuego de gas de la chimenea y observó las llamas anaranjadas.
Sabía que lo que le hacía falta era un fin de semana pacífico y en soledad. Estuvo a
punto de tenerlo: Travis había ido a esquiar con algunos amigos y Chuck, recordó,
Chuck estaba en Boston. Y de todos modos él casi nunca aparecía desde que alquiló
un loft en Manhattan. Si no fuera por la llegada de Maura, habría podido gozar de la
paz que tanta falta le hacía. Podría haberse envuelto en su vieja bata de felpa y haber
pasado el sábado y el domingo enfrascada en un libro, dejando afuera la nieve y el
frío y permitiéndose, o no, dejarse obsesionar por esa carta, sentir que sus emociones
pasaban del disgusto a la esperanza, de la esperanza a la felicidad, y pensar si existía
algo que pudiera hacer.
Pero Maura estaba por llegar y habría poco tiempo para las emociones. En
cambio tendría que hacer un viaje a Manhattan para elegir la ropa que su hija llevaría
a Sedona. Un viaje a Manhattan, interminables conversaciones con Maura y ni un
minuto para pensar en el pasado o para fantasear con respecto al futuro. A pesar de
todo, mientras caminaba de la chimenea a la ventana para mirar las aguas oscuras
del Sound, Jess agradeció interiormente que Maura quisiera que su madre fuese su
compañera de compras, que todavía valorara sus opiniones tanto como sus tarjetas
de crédito.
Mientras apoyaba un dedo sobre el vidrio frío, Jess se preguntó si ella hubiera
estado horas y días presa del fervor de hacer compras con su propia madre, si su
madre hubiera vivido, si su madre no hubiera muerto cuando ella solo tenía quince
años.
Recordó que tenían sus costumbres, por supuesto, pero ella no era más que una
criatura… buscaban oportunidades en Bonwit y Saks, iban a tomar el té en el Palm
Court del Plaza, cruzaban a Schwartz para jugar un rato con los soldaditos y las cajas
de música.
Aquellos fueron los momentos mágicos en la joven vida de Jess; los momentos
mágicos en que madre e hija escapaban juntas de la severidad del padre, de la
obligación de comportarse como correspondía a personas de la familia de Gerald
Bates.
Pero cuando Jess tenía quince años, todo cambió repentinamente porque un
corazón se detuvo.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Y mientras miraba por la ventana, Jess frotó las piedras cinceladas del anillo de
esmeraldas y diamantes, el anillo que usaba desde el día en que la magia desapareció
para siempre de su vida.
—Píldoras —oyó que decía en un susurro una señora envuelta en pieles a su
amiga durante el funeral, una mañana fría del mes de marzo.
—Y alcohol —agregó la otra.
A Jess le costó recobrarse del impacto. ¿Suicidio? La sola idea le hirió el
corazón, como se lo herían las miradas heladas de su padre cada vez que ella hacía
algo que no aprobaba.
Suicidio. ¿Su madre? No era posible. Su madre no. No su madre alegre y de
espíritu elevado.
Pero de alguna manera Jess supo que era cierto, como si siempre hubiera sabido
que su madre era tan frágil de alma como lo era de cuerpo; como si siempre hubiera
sabido que un espíritu elevado era demasiado perfecto para que pudiera durar.
En ese momento Jess movió la cabeza y paseó la mirada por la hilera lejana de
las luces de una barca y deseó no estar pensando en su madre. Habían transcurrido
treinta años. Treinta años, muchos buenos momentos, muchos más dolores. Pero
nada había podido igualar la magia, ni el dolor que la vida y la muerte de su madre
le habían provocado. Nada con excepción tal vez de la esperanza y luego el
desencanto por la pérdida de la hija que entregó a otros.
Volvió a girar el anillo en el dedo, como si tratara de encerrar el pasado, como si
tratara de sofocar la culpa y la soledad, y el recuerdo de Richard que los
pensamientos de su hija siempre evocaban.
Richard, el que asistió al funeral para consolarla. Richard, el novio a quien su
padre detestaba porque su familia no estaba a la altura de la suya. Richard, que tomó
en silencio la mano de Jess y la condujo hasta la limusina de su padre, donde la
abrazó y le besó las lágrimas. Donde ella lo abrazó y le devolvió los besos y donde,
en esa tarde lluviosa de marzo, concibieron una criatura. Que ahora estaba muerta.
O no.
«Soy tu hija», decía el mensaje.
Jess apretó una mano contra la otra y las piedras del anillo se le clavaron en la
carne.
—¿Qué está sucediendo? —exclamó, con la boca pegada al vidrio—. ¿Por qué
siempre vuelve a torturarme este dolor?
—¿Mamá? —dijo en ese momento Maura desde el vestíbulo. Jess parpadeó. Se
enjugó los ojos, se volvió hacia el sonido de la voz de su hija y trató de volver al
presente.
—¡Maura! No te he oído entrar.
—¿Con quién hablabas? Creía que había alguien contigo.
Jess separó las manos y trató de sonreír.
—No hay nadie. Y yo no estaba hablando. Cantaba.
Su hija, rubia y de pequeña estatura, la viva imagen de Jess, pero sin los rastros
que deja el tiempo, entró en la habitación y arrojó su mochila sobre el sofá. Jess elevó

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una oración de acción de gracias porque Maura era una joven segura que no tuvo
que soportar el tipo de dolor que conoció ella; una jovencita a quien la vida le había
evitado las dudas, las culpas, y los años, las décadas de dolor.
—A mí no me ha parecido que estuvieras cantando. ¿Estás segura de que no
estás medio loca?
Jess se acercó a su hija y la abrazó.
—No creía que decir que alguien está «medio loca» fuese un término apropiado
para una futura psicóloga. —Percibió el olor a lana mojada—. ¿Has tenido un buen
viaje? —Justo ese año Jess había logrado no sucumbir al terror que la acosaba minuto
a minuto de que algo le sucedería a su hija en el trayecto, que Maura resultaría
horriblemente destrozada en la carretera interestatal, el jeep convertido en un montón
de metales retorcidos y de vidrios rotos, la mochila y los libros de texto aplastados
bajo las ruedas de un camión que viajaba a excesiva velocidad. Era un miedo que Jess
sentía con respecto a todos sus hijos y que sin duda nació al conocer el trágico
accidente que terminó con la joven vida de Amy. Pero los otros tres hijos de Jess
habían sobrevivido hasta el momento, a diferencia de Amy. Suponiendo que Amy
hubiera sido hija suya.
—Llueve en New Haven —comentó Maura, alejándose de su madre para
quitarse el abrigo—. ¿Qué hay para comer?
—Este fin de semana Travis ha ido a esquiar —contestó Jess—. Seremos solo
nosotras dos, así que pensé que tal vez te gustaría ir al restaurante tailandés que
acaban de inaugurar.
—¿No podemos simplemente pedir una pizza? Tengo esperanzas de que me
llame Eddie.
Eddie era el nuevo novio de Maura, un muchacho privilegiado, que conducía
un Porsche y, a pesar de que estudiaba en Yale, todavía no había convencido a Jess
de que a su hija no le iría mejor con alguien menos impresionado con su propio
estatus.
Jess comprendió que tal vez la visita de Maura no se debía tanto a sus deseos de
salir de compras con ella sino a la realidad geográfica de que Greenwich estaba más
cerca de Yale que Skidmore. Esbozó una sonrisa forzada y se dirigió a la cocina,
donde cogió el teléfono y pidió una pizza de brécol, que era la que le gustaba a
Maura, consolándose con el pensamiento de que, después de todo, tal vez ese fin de
semana tuviera tiempo para ponerse su bata de felpa y de enfrascarse en un libro.

De hecho la jornada de compras fue muy corta porque la noche anterior llamó
Eddie y Maura decidió ir en coche a la universidad para verle.
—¿Lo comprendes, verdad, mamá? —suplicó Maura mientras almorzaban en
un ruidoso lugar de la Cincuenta y Siete con la Tercera donde despachaban
sándwiches. Sí, por supuesto que Jess comprendía. Comprendía que vivían en la
década del noventa y que madres e hijas ya no se parecían a lo que eran antes y que
el sándwich de pollo servido en un plato de plástico no era un coctel de langostinos

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

frescos servido en el Palm Court del Plaza.


—Últimamente estás saliendo mucho con Eddie —fue todo lo que pudo
responder.
—Yo no diría que mucho, mamá. Durante la semana estamos separados por
trescientos kilómetros.
Jess mordisqueó su sándwich.
—¿La cosa se está poniendo seria?
Maura lanzó una carcajada.
—¿Seria? Mamá, hablas como si acabaras de salir de una novela de George
Elliot. ¡Seria! —repitió poniendo los ojos en blanco y frunciendo los labios—. ¡Ah,
Jessica! ¿Qué haremos si la… situación… se pone seria?
A pesar de sus aprensiones, Jess también rió, saboreando el estado de ánimo
alegre de su hija, y preguntándose cuántos años hacía que ella no se sentía
despreocupada, invulnerable a la desesperación. En ese momento se preguntó si no
debería compartir la carta con Maura, compartir con su hija los sentimientos que le
despertaba.
—No te preocupes, mamá —la tranquilizó Maura—, Eddie y yo somos muy
cuidadosos con respecto a todo.
Lo que significaba que sí, se acostaban juntos pero usaban preservativos para
que ella no quedara embarazada y, con ayuda de Dios, para no contraer el sida.
Bebió un trago de té y decidió que ese era el momento para hablarle a Maura de
la carta. Pero Maura volvió a hablar antes de que ella pudiera hacerlo.
—Ojalá le tuvieras más simpatía a Eddie.
Jess depositó su taza en el plato.
—Nunca te dije que no me gustara.
—Ya sé. Pero es la sensación que tengo. Más o menos como cuando sé que estás
enojada conmigo aunque no me hayas dicho una sola palabra.
Jess parpadeó ante la frase de su hija. Mordió otra vez el sándwich y
comprendió que había pasado el momento de hablar de la carta; que acababan de
volver a entrar en la zona de guerra entre madre e hija.
—Creo que es porque Eddie te recuerda a papá —soltó Maura.
—Tu padre no tiene nada que ver con esto —contestó Jess con tranquilidad, a
pesar de que Eddie parecía valorar las mismas cosas que valoraba Charles: establecer
amistades con la gente indicada, ser dueño de las cosas indicadas.
—Bueno, no se parece en nada a papá —continuó diciendo su hija—. Eddie es
divertido. Papá es un pelmazo insufrible.
Jess lanzó una carcajada. Era la descripción perfecta de Charles. ¡Ah, sí!, pensó,
llevándose una mano al costado, a veces subestimaba la capacidad de sus hijos para
pensar por sí mismos.
—Pásame la cuenta —pidió, tratando de dejar de reír—. Antes de volver a casa
todavía tenemos que pasar por Saks.
Maura le pasó la cuenta: treinta y cuatro dólares por dos sándwiches y té. Jess
meneó la cabeza y abrió el billetero. A pesar de no haber tenido oportunidad de

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

contarle a Maura lo de la carta, por lo menos había pasado un buen rato y se había
reído con ganas.

Mientras Jess ayudaba a Maura a meter las bolsas de Bloomingdale's y la de


Macy's que contenía el sombrero de paja ante el que Maura había dicho: «Mamá,
tengo que tenerlo», Jess se contuvo y no le preguntó si pensaba pasar toda la noche
en el cuarto de Eddie en la universidad. En cambio se alegró al ver feliz a su hija y al
comprobar que no llovía, a pesar de que el aire era helado y tal vez los caminos
estuvieran resbaladizos a causa de la lluvia de la noche anterior.
Jess depositó los paquetes sobre el suelo de mosaicos blancos del vestíbulo y se
obligó a no pensar en camiones que viajaban a excesiva velocidad.
Maura pasó por su lado y entró en la cocina.
—Voy a ver si hay alguna llamada…
Jess abrió el armario ropero del vestíbulo y consiguió colgar su abrigo entre dos
parkas de esquí cuyos cierres se aferraban uno al otro como preparándose para la
tormenta siguiente.
Desde la cocina le llegó el sonido del contestador automático, pero estaba
demasiado cansada para escuchar. Arregló las parkas y cerró la puerta del armario.
Esa noche podría gozar de la paz tan esperada. Esa noche se pondría la vieja bata de
felpa…
Maura apareció en la puerta.
—¿Mamá? Hay un mensaje muy extraño en el contestador.
Desde el advenimiento de Eddie ese comentario no era sorprendente. Maura
parecía creer que la mayoría de los nuevos amigos de Jess eran, sin duda, raros y que
la vida de su madre también debía de ser extraña porque en ella no había clubes de
campo, cócteles, ni las invitaciones a comidas que en un tiempo dominaron sus días.
Jess esperaba que llegara el momento en que Maura comprendiera lo poco
importante que era todo eso.
—¿De quién? —preguntó.
—No tengo la menor idea. Creo que sería mejor que lo escucharas.
Jess se encaminó a la cocina. Su hija estaba de pie junto al contestador y lo
miraba atentamente, como si se tratara de un animal muerto al borde del camino. De
repente Jess supo que el mensaje debía relacionarse con la carta.
—Bueno —dijo, haciendo un esfuerzo por no perder su control—, lo
escucharemos. —Se inclinó y apretó el botón.
—¿Por qué no he tenido noticias tuyas? —preguntó una voz susurrante y
ronca—. ¿Por qué no he tenido noticias de mi madre? —La persona que llamaba
cortó. El contestador se apagó.
Jess permanecía de pie junto a Maura, ambas tan silenciosas como la casa
cuando los chicos no estaban, tiesas como estatuas, como rocas.
—¿Mamá? —susurró por fin Maura—. ¿Quién era?
Jess se envolvió el cuerpo con los brazos para luchar contra el frío repentino que

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acababa de invadir el cuarto y permaneció un instante pensativa. Podría haberle


dicho a Maura que se trataba de un cliente, de alguien a quien le gustaba hacerle
bromas pesadas. Podría haberle dicho que era una amiga, o la amiga de una amiga
que decía tonterías. Podría haber dicho cualquier cosa y Maura se habría encogido de
hombros en ese gesto de «allá tú» y habría salido a encontrarse con Eddie para hacer
lo que planearan hacer. Pero Jess recordó el pacto que hicieron años antes, la decisión
que tomaron por cuenta propia, lejos del consultorio del psicólogo familiar, lejos de
los sillones cómodos de los psicoanalistas. Fue la promesa de ser siempre sinceras la
una con la otra, sucediera lo que sucediera, la promesa de contestar siempre la
verdad.
Ya le había mentido a Chuck acerca del motivo por el que quería ponerse en
contacto con Charles. Le mintió a Chuck, pero no podía mentirle también a Maura.
Apartó la mirada del contestador y retorció su anillo.
—¿Tienes tiempo para tomar un chocolate caliente conmigo?
Maura parpadeó con rapidez y simuló sonreír.
—¡Oh, Dios! —gimió—. Veo que se avecina una de esas conversaciones de
madre a hija.

Maura había sido el mayor apoyo de Jess, su «nosotras dos contra todos», su
amortiguador contra Charles. En una oportunidad, a pesar de tener solo dieciséis
años, permaneció resueltamente junto a su madre al enterarse de lo de Amy, cuando
supo que en realidad su madre había tenido un hijo mucho antes de ser la madre de
Chuck, de Travis y suya, mucho antes de que el estigma de las madres solteras y
menores de edad hubiera dejado de importarle a nadie, excepto a los moralistas de
derechas del mundo.
Maura permaneció a su lado y la ayudó a conseguir que los varones aceptaran
su pasado poco agradable. Y aunque no consiguió que Charles cambiara, se ocupó de
hacerle saber a Jess que todo estaba bien y de convencer a sus hermanos de que
cualquier cosa que su madre hubiera hecho estaba bien, porque era la madre de los
tres y todos sabían que los quería.
Por supuesto, esto había sido cinco años antes y la chica inocente de colegio
secundario que era Maura en aquel momento era muy distinta a la experimentada
universitaria con quien conversaba ahora.
Cuando Jess le entregó a su hija la carta escrita en papel azul, bebió un sorbo de
su chocolate caliente y esperó que en el rostro de Maura apareciera una expresión de
desdén, no se equivocó.
—¿Quién la ha escrito? —preguntó Maura.
—No sé. Pero supongo que debe de haber sido la misma persona que ha dejado
el mensaje en el contestador.
—Es difícil saber si era un hombre o una mujer.
—Lo sé. —Pero sea quien fuere, está diciendo que mi hija sigue viva—. Lo sé.
—Mamá. ¿Te parece posible?

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—No tengo idea, cariño.


—Pero recuerdo la fotografía de Amy que te trajo la señora Hawthorne —dijo
Maura—. Amy debe de haber sido tuya, mamá. Se te parecía.
—Tal vez yo solo quería que se me pareciera.
Maura tomó su taza, se acercó al fregadero y arrojó lo que le quedaba de
chocolate.
—Pero, mamá, tú no sabes quién está haciendo esto. Podría ser algún
desgraciado, o un chiflado con una tremenda patología mental.
Jess se contuvo y no comentó que si Maura quería llegar a ser una psicóloga
seria, le convendría empezar a aprender algunos otros términos, aparte de
desgraciado o chiflado.
—No importa quién sea —replicó Jess, haciendo un esfuerzo por suavizar la
tensión de su voz—. Pero no cabe duda de que esa persona sabe que yo entregué una
criatura en adopción.
—¿Y qué?
—Así que o bien esa persona está tratando de conseguir que me ponga en
contacto con mi hija o sabe que Amy ha muerto y trata de hacerme perder la cordura.
—¿Y qué piensas hacer?
—No sé. No hay mucho que pueda hacer.
De repente su hija se volvió a mirarla.
—Yo creo que debes desdeñar esto, mamá. Para empezar, tal vez ya es hora de
que te desprendas del pasado.
Jess parpadeó.
—¿Perdón? Yo no he pedido esto, Maura.
—¿No lo has pedido? Yo creo que abriste la puerta cuando decidiste buscar a tu
hija.
Una oleada de enojo sacudió a Jess. Se obligó a recordar lo que en una
oportunidad le dijo el terapeuta de Maura: que su hija sufría un complejo de culpa
por haber quedado también ella embarazada a los dieciséis años. De no haber sido
por eso, Jess nunca hubiera buscado a su propia hija, nunca se habría enterado de
que Amy estaba muerta, y jamás se habría divorciado. Cabía la posibilidad de que el
aborto de Maura hubiera aumentado su angustia. Sin embargo, Jess tenía esperanzas
de que, después de varios años y muchos miles de dólares en terapia, su hija pudiera
afrontar lo sucedido. Afrontarlo y cerrar la herida.
—Para empezar, eso fue hace cinco años —dijo Jess, a la defensiva e
incómoda—. Y quise encontrar a mi hija porque era un asunto de mi vida sin cerrar.
—Y ahora de la nada surge algún psicótico que probablemente solo quiera
sacarte dinero.
—¿Qué tiene que ver el dinero con esto? Yo ya no oculto nada.
—No, mamá —dijo Maura con brusquedad—, supongo que no. Pero tal vez el
resto de la familia preferiría que lo hicieras. —Dejó su taza en el fregadero—. Me voy
a ver a Eddie —anunció, saliendo de la habitación.
Jess se quedó sentada, en silencio y angustiada. Nunca pensó que Maura

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

reaccionaría así. No esperaba que su hija la juzgara. Se preguntó si esa actitud no


tendría algo que ver con la influencia del club de campo de Eddie. Después bebió
otro sorbo de chocolate tibio y se preguntó si Travis sentiría lo mismo que Maura, y
si Chuck, el mayor de sus hijos, reaccionaría igual. Siempre que Chuck regresara de
Boston alguna vez, y ella pudiera llegar a tener la seguridad de que él no estaba
metido en el asunto.
¿Por qué tenía que suceder eso en ese momento, justo cuando su vida
comenzaba a organizarse, justo cuando había adquirido un ritmo cómodo, con días
rutinarios y noches previsibles?
Cerró los ojos. Sin duda sería mejor dejar de lado todo en lugar de angustiar a
su familia o entregarse a la peligrosa esperanza de que su hija todavía estuviera con
vida. En el fondo de su corazón sabía que Amy Hawthorne había sido su hija… ¿o
no? Y que Amy ya no existía, que Amy había muerto.
En silencio, Jess se puso de pie, se acercó al contestador telefónico y borró el
mensaje distorsionado.

Justo después de medianoche sonó el teléfono. Jess abrió los ojos sobresaltada.
Permaneció acostada, mirando al techo de su cuarto. El corazón le latía como
desenfrenado, le temblaban las manos. El teléfono volvió a sonar. Se volvió de lado y
encendió la luz. Miró el receptor.
Volvió a sonar.
Debe de ser ella, se dijo Jess. O quien fuera que parecía decidida a volverla loca.
Bueno —pensó desafiante—, sea quien sea no podrá llegar hasta mí ni hasta mi
familia. Aun cuando se trate de alguien de mi propia familia. Aunque sea Chuck.
Levantó el auricular.
—¿Te he despertado, mamá? —preguntó la voz del otro extremo de la línea.
Maura.
—Sí, querida —contestó, y el corazón comenzó a latirle con más normalidad—.
¿Qué sucede?
—He decidido quedarme a dormir en casa de Eddie esta noche —dijo Maura—.
Ha comenzado a nevar y sé que no te gusta que conduzca cuando nieva.
—Está bien, querida —contestó Jess, aunque sabía que estaba aceptando algo
que no le gustaba aceptar—. Te veré mañana.
Hubo una pausa antes de que Maura agregara:
—¿Mamá? Lamento la discusión que hemos tenido esta tarde. Te quiero.
—Yo también te quiero, mi amor.
Después, Jess no pudo dormir. Junto con la ansiedad que le provocaban Maura
y Eddie, tenía la certeza de que, a menos que hiciera algo para conocer la verdad, esa
carta escrita en papel azul y el mensaje telefónico la enloquecerían a ella y a toda su
familia.
No podía exactamente ir a Martha's Vineyard, pararse en medio de la isla y
exigir que le dijeran quién le había enviado la carta. Pero había otro lugar por donde

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

podría empezar. Otra persona que tal vez la pudiera ayudar.

Mary Frances Taylor se había retirado a Falmouth después de una carrera


relacionada con madres solteras y bebés ajenos. En cuanto a sí misma, era una
solterona poco feliz, o por lo menos eso era lo que suponían las chicas de Larchwood
Hall hasta la noche en que Bud Wilson salió del dormitorio de la señorita Taylor,
despeinado y subiéndose la cremallera de los pantalones. Esa noche que se convirtió
en algo tan… horroroso.
Pero en ese momento Jess no se podía permitir aquel recuerdo. Solo debía
pensar en su misión.
Después de una noche de sueño inquieto, se vistió con ropa de abrigo y le dejó
una breve nota a Maura en la que solo decía que había salido de la ciudad. Esperaba
regresar antes de que Maura volviera a Skidmore porque tal vez tuviera noticias que
contarle… noticias que pondrían fin de una vez por todas a ese asunto. El viaje de
cuatro horas ayudó a Jess a ver las cosas en perspectiva o, por lo menos, en una
perspectiva que ella estaba en condiciones de aceptar. Decidió que Charles no podía
ser el autor de la carta; no tenía la inventiva necesaria. Si le hacía falta dinero,
encontraría un camino más directo. Pero aún más importante fue que comprendió
que Chuck era incapaz de hacer algo así. Podía parecerse al padre, pero también era
hijo de ella. Y aunque madre e hijo no estaban demasiado unidos, pocas veces
discutían; no se tomaban el tiempo necesario para hacerlo.
No, razonó mientras salía con el coche de la autopista 28, detrás de esto no
podían estar ni Chuck ni Charles. Y luego se preguntó si Maura diría que era
negativa.
Avanzó por calles angostas en las que se alineaban casas estilo Cape Cod y
barcos cubiertos con lonas, varados en patios llenos de nieve, y por fin localizó la
cabaña que la señorita Taylor compartía con su hermana Loretta. Apagó el motor y
estudió la casita, el acogedor bungaló que la antigua directora llamaba su hogar. Las
tejas de madera eran más grises de lo que Jess recordaba, el aire marino las había
desteñido llevándolas a un plateado suave. El cerco de madera blanca, cubierto de
rosas la última vez que ella estuvo allí, se mantenía ahora inestable en el crepúsculo
y, sin duda alguna, necesitaba una mano de pintura. Al borde del jardín había una
serie de arbustos marchitos cuyos brotes, en un tiempo azules, en ese momento eran
marrones y de aspecto quebradizo. Pero aún más inquietante era el silencio, la
sensación de falta de turistas en la calle, la desolación de ese pueblo fantasma, la
soledad invernal de un refugio veraniego.
Se preguntó si sucedería lo mismo en Martha's Vineyard. Llena de
incertidumbre con respecto a lo que le diría a la señorita Taylor, Jess sintió de repente
el peso del miedo. Bajó del coche y penetró en el silencio.
Respiró hondo el aire húmedo de mar y trató de convencerse de que la señorita
Taylor sabría si la carta y la llamada telefónica tenían algún viso de verdad… o si
existía la posibilidad de que hubiera habido alguna confusión, que Amy no fuera su

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hija, y que esta pudiera seguir con vida.


Caminó por el sendero de lajas moteado de nieve y lamentó no haberse puesto
botas.
Al llegar a la puerta de entrada, se frotó las manos; luego tocó el timbre.
«Por favor, que esté en casa», le suplicó a la puerta de madera.
Después de algunos instantes oyó que unos pies se arrastraban dentro. Jess se
preguntó qué edad tendría ahora la señorita Taylor, supuso que casi ochenta años.
Por lo que ella recordaba, Loretta debía de ser aún mayor, considerando el aspecto
que tenía cinco años antes.
Por fin se abrió la puerta. Allí estaba Loretta, un poco más encorvada, la piel
azulada más traslúcida que antes.
—¿Loretta Taylor? —preguntó Jess.
La mujer frunció el entrecejo.
—¿Qué sucede? ¿Qué quiere?
Jess se aclaró la garganta.
—Yo la conocí hace algunos años —dijo, alzando la voz como si además de
vieja la mujer fuera sorda—. Me llamo Jessica Randall. He venido a ver a su hermana.
—Notó que esa última frase sonó como una pregunta.
—Está perdiendo el tiempo —gruñó Loretta—. Mi hermana ha muerto.
La puerta comenzó a cerrarse y Jess levantó una mano para impedirlo.
—¡Espere! —pidió con rapidez—. Dígame lo que ha sucedido.
—El verano pasado. Esos malditos cigarrillos pudieron por fin más que ella.
Jess cerró los ojos e imaginó a la señorita Taylor, los labios pintados de un rojo
intenso y un cigarrillo sin filtro en la mano tiñéndole los dedos de un marrón
amarillento.
—¡Oh, lo siento! —consiguió decir—. No sabía…
—Bueno, ahora lo sabe. —Loretta cerró bruscamente dejando fuera a Jess.
Esta metió las manos dentro de los bolsillos del abrigo y se quedó mirando la
puerta, como si esperara que se volviera a abrir, como si esperara que esta vez
apareciera la señorita Taylor comentando lo bromista que era su hermana e
invitándola a pasar.
Miró la puerta pero no se abrió. Con lentitud, Jess comprendió que no se
abriría. Permaneció allí sintiendo un dolor sordo en el corazón, el dolor de otra
pérdida, de otro hilo que se acababa de desprender de la tela de su vida.
La señorita Taylor había desaparecido.
La señorita Taylor estaba muerta.
Mientras el cuchillo de la realidad cavaba un nuevo agujero en su interior, Jess
comprendió que sin la señorita Taylor era probable que nunca se supiera la verdad.
Ella era la única persona en quien Jess pudo confiar.
El cielo se oscureció. Una repentina nevisca le golpeó el rostro.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Capítulo 4

Tal vez estuviera un poquito lujuriosa. Ginny se sentó en el borde de la cama y


rió, sabiendo que estar un poquito lujuriosa probablemente fuese lo mismo que estar
un poquito embarazada.
Colocó una mano entre las piernas y frotó con suavidad el lugar cálido y seco
que había entre ellas.
Nada.
Ni la menor emoción ni la más pequeña gota de humedad le indicaban que sus
hormonas tenían necesidad de ser atendidas.
Se volvió a acostar desnuda sobre la cama donde estaba desde hacía por lo
menos cuarenta y ocho horas y colocó la mano sobre su cabeza. ¡Dios!, pensó. Nada
me excita.
Cerró los ojos. ¿Por qué se sentía tan incómoda, tan desplazada, como si la
mente hubiera abandonado su cuerpo y flotara en un espacio exterior, en busca de
otro curso? ¿En busca de un mejor lugar donde vivir?
Se preguntó si eso sería la tristeza: la clase de porquería de la que hablaba esa
gente en los programas de televisión, como si ellos fuesen los únicos que habían sido
maltratados por la vida.
Pero Ginny dudaba de que su problema fuese simplemente la tristeza. Eso ya lo
había vivido. Para ella, la pena siempre significaba un momento de vida, un
momento de hacer el amor, un momento de reafirmar el hecho de que seguía con
vida, que seguía siendo una persona. La tristeza era un momento de fiesta. No el
momento de permanecer tendida desnuda y sola sobre una cama, tocándose para
comprobar si le quedaba algún deseo. Tocándose y terminando con una nada triste y
patética.
No, eso no podía ser tristeza. Se estremeció al pensar que tal vez Jake se había
llevado todo el sexo que ella era capaz de ofrecer; que él gozó de sus últimos
previsibles y maravillosos orgasmos. Como amante, ni siquiera era demasiado
bueno. Ginny sabía que ese era el motivo por el que toleró todas sus escapadas con
otros, esos otros de trasero apretado y de estómago plano que conocían el camino y
la manera de hacerla suplicar por más.
Pero algo le sucedió después de que encontró a Lisa. Algo extraño. Porque por
fin dejó de correr, dejó de necesitar más. Tenía a su marido; tenía una hija. Y ambos
querían formar parte de su vida, vaya alguien a saber por qué.
Rodó hasta colocarse de lado y se pasó las manos por el cuerpo, sobre los
pechos firmes implantados con silicona, comprados y pagados con el dinero de Jake,
como todo lo demás de su vida.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Fue un milagro que él nunca se enterara de lo de Brad.


Mientras se pellizcaba los pezones y esperaba la chispa, que no llegó, entre las
piernas, Ginny pensó en la noche en que se acostó con el hijo de Jake.
Se había puesto uno de sus vestidos más atractivos, el trapecio blanco,
desabrochado casi hasta el ombligo, el corte de la falda casi hasta la altura de los
muslos bien tostados por el sol. Jake no estaba. De nuevo se encontraba fuera de la
ciudad; la había dejado sola. Ginny se encaminó al club Le Monde, en busca de
acción. Pero el tipo que la ligó resultó ser virgen y la trató como si fuera su madre.
Volvió a casa. Borracha. Se sirvió otra copa y la bebió de un solo trago.
Brad estaba allí, de pie en la sala de estar, sus manos grandes, fuertes y
ansiosas, los músculos del pecho evidentes a través de la camisa, el pene tan enorme
y listo que Ginny lo notó palpitar a través de los tejanos.
Permitió que él le quitara el vestido por los hombros. Permitió que le acariciara
la piel con suavidad. Y luego permitió que se la besara, formando pequeños círculos
con la punta de su lengua cálida y húmeda. Y después Brad bajó la cabeza y buscó
sus pechos.
—¡Dios, cómo te deseo! —dijo—. Te he deseado desde la primera vez que te vi.
Ella creyó protestar, pero una vez que la boca de Brad estuvo sobre su pezón,
acariciándolo con la lengua, con firmeza, con firmeza, cada vez con más firmeza…
Ginny gimió y separó las piernas.
—¡Muérdeme! —ordenó.
Brad le clavó los dientes.
—¡Más fuerte! —gritó ella—. ¡Lastímame!
Brad la volvió a morder.
El cuerpo de Ginny palpitaba. Y entonces él estaba entre sus piernas,
apisonándola con violentos embates una y otra vez hasta que ella gritó y chilló y solo
quiso más.
Ahora el recuerdo de esa noche estaba demasiado nublado y ni siquiera lograba
excitarla.
—¡Mierda! —exclamó, levantándose de la cama y acercándose al armario
ropero.
Abrió la puerta de un tirón y miró su contenido, recordando que después de esa
noche con Brad había quemado su ropa. Cada pieza de esas prendas blancas y
sensuales. De alguna manera la había reemplazado. Reemplazó la ropa pero no el
sentimiento. Y ahora solo quería ponerse pantalones de chándal y una camisa
grande. Una de las camisas de Jake. Una de las camisas de su difunto marido.

Cuando sonó el timbre, Ginny estaba en la sala de estar, vestida con los
pantalones de chándal y la camisa de Jake, mirando por la ventana y llenándose la
boca de galletas horneadas. Probablemente fuese otra entrega de flores de los
admiradores de Lisa. O peor, tal vez fuese la misma Lisa, la hija tan agradable a
quien ella no necesitaba en ese momento. No porque supiera exactamente qué o a

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

quién necesitaba. Se quitó algunas migas de la camisa y deseó que Consuelo se


deshiciera con rapidez de quienquiera que fuese.
—Ginny —llamó una voz desde el otro extremo del cuarto—. Soy yo, Jess.
Ginny parpadeó ante la nada exterior. ¿Jess? No, pensó. Y sin embargo sabía.
Era típico de Jess que cruzara todo el país al enterarse por los diarios de la muerte de
Jake. Igual que Lisa, Jess era una buena persona. ¡Dios me ayude!, pensó Ginny, y
luego se giró con lentitud. Y ahí estaba Jess. Ese susurro de persona surgida de otro
tiempo y lugar.
—¡Dios Santo! —exclamó Ginny—. ¿Qué diablos haces aquí?
No hacía tanto tiempo, ¿verdad? desde que Jess se presentó con la idea de una
reunión. Con la idea de que conociera a Lisa. Esa vez también llegó sin anunciarse.
Sin anunciarse y sin que nadie deseara su presencia. Y aunque desde la reunión no
habían vuelto a verse, siguieron en contacto; si llamadas telefónicas cada tantos
meses y tarjetas de Navidad se consideraba seguir estando en contacto. Jess se le
acercó con una leve sonrisa en su cara pálida de neoyorquina en pleno invierno.
—Ginny, creo que necesito tu ayuda.
Ginny volvió a mirar la ventana, pero no tenía escapatoria. A regañadientes se
volvió para abrazar y besar a Jess.
—Creo que es absurdo que diga que no te esperaba.
—Si no vengo en un buen momento, me iré.
En el momento en que Jess se apartó del abrazo de Ginny, esta notó que tenía
los ojos colorados. Le pareció un poco extraño: Jess apenas conocía a Jake. Pero por
otra parte, de joven era propensa a las lágrimas… en Larchwood pasó muchos días y
noches llorando, esperando al novio que nunca le escribió. Sí, decidió Ginny, la
noticia de la muerte de Jake podía ser bastante para derramar el torrente de las
lágrimas de Jess.
—¿Has llorado durante todo el vuelo?
Jess arrojó su pequeña bolsa de mano sobre el sofá de cuero, justo sobre los
cojines donde tanto tiempo antes Ginny se encamó con Brad, en la época en que ella
todavía tenía una libido, antes de la muerte de Jake. Ginny se metió otra galleta en la
boca y esperó que Jess le dijera cuánto sentía que Jake hubiera muerto y que le
preguntara en qué podía ayudarla.
Pero en lugar de ello, Jess dijo:
—Ha pasado mucho tiempo, Ginny. Se te ve… muy bien.
—Mi aspecto es una mierda —contestó Ginny pasándole el paquete de
galletas—. ¿Una?
Jess hizo un movimiento negativo con la cabeza.
Ginny volvió a meter la mano en el paquete y sacó una, luego dos más.
Examinó con cuidado cada una de ellas, como buscando las palabras que se suponía
que debía decir, como si estuvieran impresas en las galletas que estaba por llevarse a
la boca. Sabía que debía agradecerle a Jess que hubiera ido. Sabía que también debía
decirle que tenía buen aspecto o que, por lo menos, estaba igual que antes, cosa que
era cierta. Ginny se metió las galletas en la boca y se preguntó si las personas

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pequeñas alguna vez envejecían o si un día sencillamente se doblaban en una postura


osteoporósica, estilo embrión y se envolvían en mantas tejidas a mano.
—Siéntate —dijo.
Jess se instaló junto a su bolsa de mano.
—Ginny —comenzó—, ha sucedido algo increíble.
Y entonces, mientras Ginny seguía de pie, comiendo, entumecida e inmóvil en
la sala de estar, Jess le habló y le habló acerca de una carta de su hija y de una
llamada telefónica, le contó que la señorita Taylor había muerto y que su hija tal vez
todavía siguiera con vida y que no creía que nadie fuera capaz de hacerle eso a ella si
no fuera verdad, y ¡por Dios! ¿qué debía hacer?
Ni siquiera mencionó a Jake.
—Eres la única persona a quien puedo recurrir —continuó diciendo Jess—. Eres
la única que puede entenderme.
Por supuesto que estaba equivocada porque Ginny no comprendía. No
comprendía de qué demonios hablaba Jess ni por qué estaba allí.
—Lo único que sé es que me estás diciendo que la señorita T. ha muerto.
Jess asintió.
—Murió el verano pasado.
—¡Dios! No puedo creer que ella también haya muerto. —La mujer le había
seguido la pista a Ginny como un cazador dispuesto a matar un ciervo, y parecía
conocer todos sus pensamientos y movimientos.
—La señorita Taylor era vieja, Ginny. No como Amy.
Ginny se volvió hacia la ventana.
—O Jake —agregó. A su espalda solo había silencio, esa clase de silencio que
precede al llanto. O a los gritos.
Entonces Jess encontró las palabras y preguntó con su voz pequeña:
—¿Qué?
Ginny se envolvió la cintura con los brazos, reunió fuerzas y se encaró a su
amiga. En el rostro de Jess había una expresión de enorme asombro.
—Creía que habías venido por eso. Creía que te habías enterado por los
noticiarios. Ahora que Lisa es tan popular…
Jess se levantó, se acercó a Ginny y apoyó una mano sobre su brazo.
—¿Jake? —preguntó.
—Sí. Muerto. Fiambre. ¿Te lo imaginas? —No estaba segura, pero Ginny creyó
sentir que un nudo enorme de lágrimas le endurecía la garganta.
—He… he estado tan inmersa en mis problemas que no he visto los
noticiarios… ni he leído los diarios…
Ginny se tragó las lágrimas.
—Olvídalo, muchacha. —Recorrió la habitación con la mirada—. Voy a buscar a
esa inútil de Consuelo y haré que nos sirva un poco de café. Y tal vez alguna de esas
pequeñas quiches que quedaron del funeral.
Jess miraba el suelo, dando vueltas al anillo en el dedo como lo hacía siempre
que estaba angustiada, cada vez que pensaba.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—Ginny —dijo—, tengo una idea mejor. Quiero invitarte a comer. Entonces
podrás contarme todo lo sucedido.
Ginny miró sus pantalones de chándal. Y la camisa de Jake.
—Hoy no he tenido exactamente mi tratamiento de belleza. —No mencionó que
hacía dos, ¿o tres días ya?, que no se duchaba.
Jess se encogió de hombros.
—Esperaré.

El restaurante estaba repleto, con las mesas demasiado juntas, al mejor estilo de
los del centro de Manhattan. Sin embargo los camareros estaban tostados por el sol
de California, eran rubios y lucían camisas muy apretadas que Ginny ni siquiera
pareció notar.
—Siento mucho lo de Jake —dijo Jess mientras observaba a Ginny
mordisqueando otro trozo de pan con abundante mantequilla. Se alegraba de estar
allí. Ginny, por supuesto, nunca le habría pedido que fuera. Jamás la habría llamado
para decir: «Jess, necesito una amiga».
—Bueno, sí, así es la vida. Tuvimos algunos buenos años.
—Y Lisa —agregó Jess—. Ahora también tienes a Lisa.
Ginny asintió y siguió comiendo mientras Jess se esforzaba por no mirarla
fijamente. Le parecía increíble que Ginny tuviera tan mal aspecto. Aun con
maquillaje, su rostro tenía una palidez pastosa, como si alguien le hubiera chupado la
sangre, como si hubiera muerto con Jake. Y el amplio vestido marrón que se había
puesto era tan… poco atractivo. En nada se parecía a la antigua Ginny.
—¿Ginny? —preguntó en voz baja—. ¿Qué piensas hacer ahora?
Como si el péndulo de su reloj hubiera comenzado a atrasar, Ginny empezó a
masticar con más lentitud, a respirar con más lentitud. Bajó los ojos.
—Por suerte Jake estaba entre dos proyectos de películas, de manera que por el
momento no tengo que preocuparme por su empresa. Pero no te preocupes por mí.
Yo estaré bien.
—De acuerdo —dijo Jess y bebió un sorbo de vino.
—Los cambios asustan —siguió—. Y tú y yo hemos vivido muchos cambios.
Ginny no le contestó. Jess presintió que no quería hablar del problema, y no era
el momento de obligarla a hacerlo.
—¿Y qué te parece? —preguntó Jess—. ¿Crees que debo tratar de averiguar si
hay algo de verdad en esa carta? ¿Si mi hija todavía vive?
—¡Mierda! No me lo preguntes.
—Pero ha resultado tan bien en el caso de ti y de Lisa…
—Sí, bueno… —comenzó a decir Ginny, y enseguida sonrió—. Lisa es una
buena chica.
—No sé si Maura volverá a hablarme si me decido a averiguarlo. Creo que está
bastante angustiada.
—Ya se le pasará. Las chicas son resistentes. —Ginny terminó de comer el

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

último bocado de su comida.


—¿Pero cómo voy a averiguar algo? Ahora que ha muerto la señorita Taylor…
—Me has dicho que la hermana todavía vive.
—Sí, vive. Pero no es muy amistosa. Además, ¿cómo va a saberlo ella?
—Tal vez la señorita T. se lo hubiera dicho. O quizá conserve algunos viejos
archivos o algo así. Recuerdo que la señorita T. siempre estaba escribiendo cosas en
esos diarios de tapas de cuero. Solo Dios sabe lo que anotaba. Posiblemente dejaba
constancia de todas las veces que nos portábamos mal.
—¿Como cuando tú te escapaste para ir al hotel Dew Drop?
Ginny rió.
—Todavía no puedo creer que la vieja perra me pillara.
—Tenía amigos en cargos importantes.
—El viejo sheriff Wilson, el jefe de correos con insignia de policía. ¡Dios! No
puedo creer que la señorita T. se acostara con él. Oye: ¿crees que habrá escrito algo
sobre él en sus diarios?
A Jess le alegró comprobar que un pequeño brillo había retornado a los ojos de
Ginny. No era el mismo brillo de «¡Al diablo con el mundo!» que era su lema en la
juventud, pero un brillo a pesar de todo.
—Lo dudo —contestó—. Pero sería divertido enterarnos, ¿no te parece?
Mientras se apoderaba del último trozo de pan que quedaba en la cesta, Ginny
proclamó:
—Entonces esto es lo que harás. Volverás a ver a la hermana de la señorita T., la
conquistarás con tu encanto y le preguntarás si la señorita T. dejó en esa casa sus
diarios.
—¡Oh, Ginny! No sé…
—¡Oye! —Los ojos de Ginny bailaban y su rostro se había iluminado—. Si
quieres averiguar lo sucedido con tu hija, esta es probablemente la mejor manera.
Puedes hacerlo, mujer. Solo piensa en todas las cosas malvadas que yo te enseñé.
Jess lanzó una carcajada.
—Eso fue hace mucho tiempo, Ginny.
Ginny se encogió de hombros.
—Como te he dicho, creo que esta es tu mejor posibilidad. —Miró a su
alrededor y agregó—: Me pregunto si en este lugar habrá algo decente para postre.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Capítulo 5

Dos días después, Jess se encontraba de nuevo en el otro extremo del país, de
pie una vez más en la puerta de la cabaña de Cape Cod y preguntándose si se habría
vuelto loca. Ginny había nacido con un gen llamado «descaro» y fue bautizada en
una vida en que le fue necesario utilizarlo a fin de sobrevivir. Y mientras contenía el
aliento y tocaba el timbre, Jess recordó que Ginny no tenía nada que perder en este
caso. Ginny no era la que durante cinco años creyó que su hija estaba muerta.
Tampoco era la madre de Maura y no tendría que enfrentarse a ella fuera como fuere
el resultado de esa búsqueda.
Fijó la mirada en la puerta. Tal vez lo que hacía estuviera mal. Tal vez debía
marcharse. Pero oyó que alguien se acercaba arrastrando los pies y la puerta se abrió.
—¿Y ahora qué quiere? —ladró Loretta, la hermana de la señorita Taylor.
—¡Por favor! —suplicó Jess. Y de repente las palabras surgieron como un
torrente de su boca y le explicó a la anciana que era posible que hubiera habido una
confusión con su bebé—. Estoy convencida de que hubo un error —continuó
diciendo—. Tenía la esperanza de que usted conservara algunos registros o archivos
de la… de su hermana. Algo que me ayudara a descubrir la verdad.
La anciana lanzó un gruñido y se limpió las manos en un viejo paño de cocina.
—¡Por favor! —volvió a suplicar Jess—. Yo le tenía mucho cariño a su hermana.
Fue una persona muy importante en mi vida…
La mujer frunció el ceño.
—Nunca comprendí el motivo por el que Mary Frances gastó su vida
dedicándose a jovencitas que se metían en problemas.
¿En problemas? Jess vaciló ante esa frase tan antigua.
—Perdí a mi madre —explicó en voz baja—. Mi madre murió y yo era una
criatura asustada. No sé qué habría hecho sin la señorita Taylor. Fue tan buena… tan
buena con todas nosotras.
—¿Buena? —preguntó riendo la mujer, con una risa que más bien parecía un
cacareo—. ¿Mary Frances?
Jess sintió que se ponía colorada, una combinación de la humillación que sentía
y de su necesidad de defender a la pobre señorita Taylor.
—Tal vez nunca veamos a nuestros familiares a través de los ojos de los
desconocidos con quienes tratan. No pretendo que usted lo comprenda, pero su
hermana fue un ángel custodio para muchas, muchas chicas.
—¿Un ángel custodio? —La mujer volvió a reír—. ¿Mary Frances?
Jess creyó que ni siquiera Ginny podría continuar perdiendo tiempo con una
mujer como esa.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—No tiene importancia —dijo, empezando a darse la vuelta—. Y lamento


haberla molestado.
—Espere un momento —la detuvo Loretta Taylor—. Si tiene tanto interés en
averiguar algo, será mejor que entre. La santa de mi hermana tal vez nunca me
perdonaría que permitiera que usted se fuera.
El retintín seguía estando, pero no parecía tan amenazador. Jess vaciló y luego
se volvió.
—¿Lo dice en serio?
—En el cuarto de huéspedes hay algunas cajas viejas —anunció la mujer con un
suspiro—. Pero creo que no contienen más que porquerías. —Jess se animó a avanzar
un paso—. Tendrá que moverlas usted misma. Yo no pienso levantar un dedo.
—Gracias —respondió Jess—. ¡Muchísimas gracias! —Respiró una última
bocanada de aire salino y entró en la casa.

El olor a humedad era agobiante. Las cortinas de muselina sin lavar estaban
llenas de moho, lo mismo que la colcha amarillenta que cubría una cama angosta. El
moho también cubría una serie de cajas y de pilas de revistas que Loretta anunció
como las favoritas de su hermana el Saturday Evening Post. Le contó a Jess con orgullo
que había conservado todos los números desde 1942, aunque canceló su suscripción
veinte años atrás, cuando cambiaron de formato y dejaron de gustarle.
—Mary Frances solía decirme que las revistas tenían algún valor, pero así era
Mary Frances, no pensaba más que en el dinero. Yo solía pensar que era por eso por
lo que continuaba en ese negocio: porque había mucho dinero en lo de cuidar a
chicas ricas que se habían metido en problemas.
Ahí estaba de nuevo esa frase. Jess colocó la primera caja sobre la cama
crujiente. No le dijo que dudaba de que hubiera mucho dinero en cuidar a chicas
ricas que se habían metido en problemas. No podía darse el lujo de enemistarse con
la hermana de la señorita Taylor hasta encontrar lo que buscaba, si existía algo que
encontrar. Un extremo de la vieja cinta de embalar estaba algo suelta. A Jess no le
costó apartarla y abrir la caja. Más polvo, más moho. Le ardía la frente.
—¿Le parece que podríamos tomar un poco de té, Loretta? —preguntó.
—¿Té? Mary Frances adoraba el té. A mí, en realidad, nunca me gustó
demasiado… Prefiero un buen whisky a cualquier hora del día.
—Bueno, no tiene importancia. —Jess miró dentro de la caja. Tal vez un buen
whisky fuese exactamente lo que también ella necesitaba.
Extrajo una serie de carpetas… carpetas, pero no encontró diarios con tapas de
cuero. Sonrió con la esperanza de que Ginny no se desilusionara demasiado. La
primera carpeta estaba marcada «1974»; la segunda, «1975». Jess abrió una.
La primera hoja contenía una lista escrita a mano, dividida en cinco columnas
minuciosas. «Fecha de ingreso», decía una de ellas. «Nombre, Fecha probable del
parto, Fecha de salida.» Estudió la hoja y leyó la docena de nombres que incluían a
Sally Hankins, Beatrice Willoughby, Janelle Pritchard. Se le formó un pequeño nudo

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

en la garganta al comprender que estaba leyendo los nombres de otras jóvenes, que
siguieron al grupo que estuvo con ella, que, como ella misma, Ginny, P.J. y Susan,
quedaron embarazadas sin estar casadas, dieron a luz allí a sus hijos y los cedieron a
otras personas, personas como Beverly y Jonathan Hawthorne.
Entonces la hoja se puso borrosa y comprendió que se le acaban de llenar los
ojos de lágrimas.
—¡Oh, Dios! —susurró—. ¡Hubo tantas otras!
—Tal vez después de todo vaya a preparar un poco de té —dijo Loretta en ese
momento—. Nunca me gustó desenterrar el pasado.
Jess apenas se dio cuenta de que Loretta salía del cuarto. Estaba enfrascada en
dar vuelta a las páginas de 1974, estudiando las entradas de las chicas. Encontró
pequeñas carpetas individuales para cada una de ellas: historias clínicas,
transacciones financieras, nombres de las personas a quienes había que llamar en
caso de emergencia. Jess se preguntó si el nombre de su padre estaría incluido.
Probablemente no, pensó. Sin duda figuraría el nombre de su secretaria. Pero no el
de su padre. Porque él no quiso saber nada de lo que sucedía en Larchwood Hall. Lo
único que quería era que todo pasara y terminara de una vez. Lo único que quería
era que sucediera fuera de su vista y sin que él tuviera que pensar en ello.
Cerró la carpeta con un suspiro. Luego buscó en lo más profundo de la caja.
Encontró informes de años posteriores, no de 1968.
Abrió otra caja. Igual que la anterior, estaba llena de carpetas. La primera de
ellas correspondía a 1973. Contuvo el aliento y la levantó. Debajo encontró la de 1972.
Casi cerrando los ojos, buscó más abajo. Y entonces la encontró. Era la de 1968, la que
estaba en el fondo de la caja y que correspondía al año en que se inauguró
Larchwood Hall.
—¡Oh! —El pequeño gemido escapó de su garganta. Tomó la carpeta y luego
vaciló. No podía abrirla. Y entonces recordó el día en que hizo algo parecido; sentada
en el cuarto de costura de la casa que en una época compartió con Charles, cortó el
sello de la caja que contenía sus recuerdos más preciados, la caja llena de recuerdos
de 1968, de su propio 1968, cosas como el brazalete de la sala de maternidad y… y la
Biblia de Richard. A pesar de que él la abandonó, a pesar de que le destrozó el
corazón, Jess nunca pudo deshacerse de su Biblia.
Respiró hondo y abrió la carpeta con lentitud. Y allí estaba. La lista de nombres:
Jessica Bates, Susan Levin, Pamela Jane Davies. Ginny Stevens.
—¡Dios mío! —volvió a exclamar Jess—. ¡Dios mío! —Habían transcurrido
tantos años y sin embargo todo volvía a parecerle tan real… Tan real y sin embargo
tan irreal. Como si estuviera leyendo los nombres de otras personas, no los de ellas,
como si se tratara de las vidas de otras personas, no las de ellas, no las vidas de la
pobre niña rica Jess; de la espléndida y brillante P.J.; de Susan la hippy tan ilustrada;
y… bueno… Ginny, la dulce y atemorizada Ginny. Respiró hondo de nuevo y giró la
página con cuidado.
Anotaciones rojas y azules manchaban el papel amarillo; recuerdos que en ese
momento volvían a nacer: cuando Ginny rodó por la ancha escalera de Larchwood

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Hall; cuando Jess estuvo a punto de abortar aquella vez que las cuatro se escaparon a
la ciudad, terminaron en un bar y el whisky que bebieron la puso enferma.
Mientras miraba las palabras que evocaban tantas imágenes, Jess se preguntó si
un aborto no habría sido mejor. Si no hubiera habido bebé, en ese momento ella no
estaría sentada allí, tratando de enterarse de si su hija estaba viva o muerta, tratando
de averiguar si había sido engañada por una mujer en quien confió y a quien confió
la vida de su hija.
Volvió la página y su mirada cayó sobre otra hoja amarilla en la que figuraba
una lista con nombres y direcciones. La estudió. Un renglón decía: «Jessica Bates;
hija: mujer; entregada a Jonathan y Beverly Hawthorne». La dirección correspondía a
la mansión de ladrillos de Stamford. La casa donde Amy, su hijita, vivió y murió.
—Está el té.
El sonido agudo de la voz de Loretta sobresaltó a Jess. El contenido de la
carpeta cayó al suelo.
—Tendrá que tomarlo en la mesa de la cocina —informó Loretta—. No pienso
traerlo hasta aquí.
Jess cerró los ojos.
—Enseguida voy —dijo. Juntó los papeles a toda velocidad, como si la
quemaran.
Mientras se ponía de pie para volver a colocar el archivo en la caja, un sobre
pequeño cayó al suelo. Jess lo levantó y lo volvió a colocar en su lugar. Luego vaciló.
En ese sobre había algo distinto. El resto había sido escrito de puño y letra por la
directora, pero el sobre estaba dirigido a la señorita Taylor en gruesos trazos de tinta
negra.
Jess lo sacó y estudió la letra. Era gruesa y no le resultaba familiar. Con
cuidado, abrió el sobre y leyó la nota que contenía: «Adjunto cincuenta mil dólares —
decía—. Muchas gracias». No estaba firmada.
—Se enfría el té —ladró Loretta desde la cocina. Jess volvió a meter con rapidez
la nota en el sobre y este en la carpeta.
—¡Ya voy! —gritó. Y abandonó aquel cuarto con olor a moho.
Loretta colocó una taza sobre la pequeña mesa de roble.

—¿Encontró lo que buscaba?


Jess vaciló.
—No —respondió—. No son más que algunos papeles de trámites sobre las
internas de Larchwood. Y registros médicos y cosas por el estilo.
—Yo sabía que se trataba de una pila de cosas inservibles. No sé qué esperaba
encontrar.
Al llevarse la taza de té caliente a los labios, Jess sintió que el corazón le latía
aceleradamente.
—Tenía la esperanza de encontrar alguno de los diarios de su hermana. —No
quería que Loretta supiera que estaba tratando de averiguar si la señorita Taylor le

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

había mentido. No quería darle a esa desagradable mujer motivos para creer que se
estaba entrometiendo demasiado.
—¿Esos libros viejos? Mary Frances los quemó. Supongo que no quería que
nadie se enterara de la relación que tuvo con su antiguo novio.
Jess asintió. Supuso que Loretta se refería a Bud Wilson. Recordó a ese
hombrecito de baja estatura que ejercía el doble cargo de sheriff y de jefe de correos.
Tal vez los diarios tuvieran detalles de la relación que la señorita Taylor mantuvo con
él. Tal vez también aparecieran otras informaciones privadas, como dónde se
encontraba en realidad la hija de Jess y qué le había sucedido. Quizá. Quizá. Quizá.
Pero los diarios habían sido quemados. Y en sus cenizas tal vez hubieran
desaparecido las respuestas que ella buscaba. A menos que existiera otra manera de
averiguar lo sucedido.
Jess miró la descuidada cocina, tratando de simular indiferencia.
—Loretta —dijo—, he estado pensando en la posibilidad de comprar una
propiedad en Martha's Vineyard. ¿Por casualidad conoce a alguien que viva allí?
—¿En Vineyard? No. Y de todos modos, ¿quién diablos puede querer vivir en
una isla?
Alguien que busque privacidad, pensó Jess. Pero dijo:
—Supongo que tiene razón.
—Solo a la gente parecida a Mabel Adams le gusta ese lugar —comentó Loretta,
riendo—. Y la vida le dio su merecido. No mucho después de ir, su marido murió. Y
dicen que le dejó un buen dolor de cabeza.
Jess bebió un sorbo de su té.
Loretta frunció el ceño.
—En realidad, es cierto que conozco a alguien allí. Pero eso fue hace mucho
tiempo, y ella ya era vieja. Calculo que también debe de haber muerto.
Jess no sintió la necesidad de decirle que estaba de acuerdo con que una mujer
vieja y posiblemente difunta, llamada Mabel Adams, no podía ayudarla en nada. Así
como tampoco la podía ayudar Loretta Taylor. Miró su reloj y se preguntó cuándo
podría irse sin parecer descortés.
—¿Cuánto hace que vive en Cape Cod? —preguntó, en un intento por hablar de
trivialidades.
—Humm. Veamos. Desde que terminó la guerra. ¿Cuándo fue eso? ¿En 1945?
¿En el 46? —Loretta se inclinó sobre la mesa y sorprendió a Jess guiñándole un ojo—.
Era el mejor lugar para conocer a todos esos marinos que volvían del otro lado del
Atlántico.
Jess se echó atrás.
—¿Marinos?
—¡Por supuesto! Mary Frances y yo andábamos solas. Pero Mary Frances tomó
un camino distinto al mío. Yo me casé con un marino y después descubrí que el muy
cretino ya tenía otra familia. ¡Hombres! ¡Malditos hombres!
—¿Y desde entonces siempre ha vivido aquí?
—Bueno, me fui por un tiempo, tratando de encontrar trabajo. Pero les daban

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todos los empleos a los chicos que volvían de la guerra.


Jess asintió y volvió a beber un sorbo de té. Por fin empezaba a sentir que
disminuía su presión.
—Viví varios años muy duros. Hasta fines de la década de los sesenta. Entonces
fue cuando Mary Frances compró esta casa —agregó Loretta.
Jess hizo una pausa. Volvió a observar la cocina.
—¿Dice que su hermana compró esta casa?
Loretta rió.
—Dijo que estaba cansada de mantenerme. Compró esta casa para que yo
viviera en ella y la cuidara hasta que ella se jubilara.
—¡Dios mío! —exclamó Jess—. No sabía que esta casa era de su hermana. —
Siempre supuso que era de Loretta. Supuso que la señorita Taylor había sido la
hermana menos afortunada, la que necesitaba de la generosidad de Loretta para
sobrevivir después de jubilarse.
—Como ya le he dicho, había dinero en eso de cuidarlas a ustedes. Y si me lo
pregunta, grandes cantidades de dinero.
Jess no preguntó. Sin embargo sus pensamientos volaron a la nota que había
encontrado. En 1968 cincuenta mil dólares eran una suma muy grande de dinero.
Aun a cambio de cuidar a aquellas jóvenes. Miró fijamente su taza. ¿Quién podía
haberle pagado tanto dinero a la señorita Taylor? ¿El solo hecho de ir a Larchwood
Hall costaría cincuenta mil dólares? ¿Por eso la señorita Taylor estuvo en condiciones
de comprar esa casa?
Entonces surgió a la superficie otro recuerdo, el recuerdo de otra cantidad
exorbitante de dinero de la que Jess se enteró muchos años antes. No fueron
cincuenta mil dólares. Fueron doscientos mil.
Doscientos mil dólares. Fue la suma que su padre le pagó a la familia de
Richard. Que le pagó a la familia del padre de su hija para que no tuviera ningún
contacto con ella, para simular que todo aquello nunca había sucedido, para que
desaparecieran de su vista.
Dejó de recorrer con la mirada la cocina de Loretta Taylor y recordó lo que
había sentido el día en que se enteró de ese pago. ¡Estaba tan asustada, tan sola! Se
escapó de Larchwood Hall para dirigirse a la ciudad; se arriesgó a sufrir la ira de su
padre yendo a su oficina, porque necesitaba verlo, tenía necesidad de saber si todavía
sentía algún amor hacia ella.
Su padre no estaba en la oficina, pero a pesar de todo Jess olió el aroma del
tabaco de su pipa y supo que no podía andar lejos. Se instaló en el enorme sillón
detrás del escritorio y, mientras esperaba, abrió un cajón, luego otro, en busca de
algo, de cualquier cosa, alguna pista que le indicara que él todavía la quería y que, a
diferencia de Richard, no la había abandonado.
Entonces vio el talonario de cheques. Lo abrió y recorrió la lista de pagos con un
dedo.
«L. H.: mil dólares», decía una de las anotaciones. La siguiente decía lo mismo.
Jess adivinó que L. H. debía significar Larchwood Hall. Le impresionó que su padre

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

ni siquiera hubiera podido escribir el nombre completo de la institución, como si


temiera que alguien, en algún momento, pudiera encontrarlo, como si alguien
pudiera descubrir que su única hija, una chica de quince años, se hubiera metido en
problemas mancillando su apellido.
Después vio otra anotación. Decía: «Bryant: doscientos mil dólares».
Y en ese momento su padre entró en el despacho.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —gritó. El talonario cayó al suelo.
—¿Por qué? —consiguió preguntar Jess con la voz quebrada—. ¿Por qué le has
pagado esta cantidad de dinero a la familia de Richard?
Él esbozó una sonrisa de superioridad.
—Tal como yo sospechaba —dijo—, lo único que le importa es tu dinero.
Ella protestó.
Él rió.
—Se ha ido, Jessica. Él y su familia de inútiles tomaron el dinero y huyeron.
«Tomaron el dinero y huyeron.» En ese momento resonaron en su mente las
palabras de su padre. Abrió los ojos y observó la casa que había comprado la señorita
Taylor.
Cincuenta mil dólares eran mucho menos que doscientos mil. Sin embargo,
había algo que ahora le parecía muy, muy, extraño. Se preguntó si existiría una
conexión.
¿O estaría dejándose llevar por su imaginación? Después de todo, la letra no era
la de su padre. Y tampoco era la de la secretaria de su padre que ella conocía muy
bien, esa secretaria que fue la responsable de enviar a Jess su mensualidad, la única
persona que se relacionó con ella después de la muerte de su madre.
La letra sin duda no se parecía en nada a la del anónimo que había recibido. No
existía ningún motivo real para que ella sospechara la existencia de una conexión.
Sin embargo, el asunto le molestaba. Y cuando amablemente terminó de beber
su té, Jess estaba ansiosa por regresar a su casa, llamar por teléfono a Ginny y
averiguar si la suma de cincuenta mil dólares significaba algo para ella.
Pero antes de irse, Jess le dejó a Loretta su número de teléfono y le pidió que la
llamara si recordaba alguna cosa que pudiera ayudarla. Loretta lanzó un gruñido y
se retiró a la humedad de la casa comprada por su hermana.

—¿Estás loca? —preguntó Ginny esa noche, cuando Jess por fin logró
comunicarse con ella—. El costo de Larchwood Hall era de mil dólares mensuales,
aparte de gastos médicos. Créeme que lo recuerdo bien. Le robé a mi padrastro justo
lo necesario para ingresar a esa institución. Diez mil en total.
—¡Oh, Dios, Ginny! —exclamó Jess con un gemido—. ¿Qué crees que debo
hacer ahora? Allí no había nada más…
—Yo diría que cincuenta mil dólares son suficientes para probar que existió
algo extraño. Fue hace treinta años. Eso era un vagón de dinero… para la mayoría de
nosotras.

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—¿Recuerdas que cuando estábamos en Larchwood te dije que acababa de


averiguar que mi padre le había pagado a la familia de Richard?
Ginny rió.
—Te aseguro que no me sorprendió, Jess.
—Pero a mí, sí. Papá les pagó doscientos mil dólares.
—¿Doscientos mil? —chilló Ginny por teléfono—. ¡En esa época eso era una
fortuna! Bueno, supongo que algunas de nosotras la teníamos y otras no.
—Por lo visto la señorita Taylor la tuvo —dijo Jess, y luego agregó con un
suspiro—: O los recibió. De todos modos fueron cincuenta mil.
—Tal vez se los dio tu padre.
—Pero yo recuerdo haber visto las anotaciones de su talonario. Él también
pagaba mil dólares por mes. ¿Por qué le iba a dar más?
—Quién sabe. Tal vez ella también se acostaba con él.
—¡Ginny…!
—Perdón. Fue un error.
Jess trató de ignorar el comentario de Ginny.
—Bueno —dijo—, en cierto sentido no hay error posible. Los registros de la
señorita Taylor dicen que mi hija fue adoptada por el matrimonio Hawthorne.
—Y a la mía la adoptaron los Andrews —recordó Ginny—. Y al de P.J., los
Archambault y al de Susan… ¡Santo Dios! No recuerdo quién adoptó al hijo de
Susan.
—Los Radnor.
—Es cierto. De Nueva Jersey.
Jess lanzó una carcajada.
—Me sorprende que lo recuerdes.
—Se podría decir que tu pequeña reunión fue un acontecimiento bastante
significativo en mi vida. Oye: me pregunto si el hijo de Susan alguna vez habrá
tratado de ponerse en contacto con ella.
—No lo creo. Recibí una nota de Susan por Navidad. Se ha casado con un
profesor universitario llamado Bert y estaban a punto de viajar a Inglaterra, a
enseñar en Oxford.
—¡Uf! ¡Todo ese tweed y esa lana! Estoy segura de que ella será muy feliz.
Jess no se molestó en aclarar que Susan Levin tampoco había sido una de sus
compañeras favoritas. Susan Levin, una muchacha mayor, más experimentada, más
tranquila, nunca fue demasiado amiga del resto de las adolescentes inmaduras y
fantasiosas. Susan, quien permaneció inmóvil cuando se enteró de que su hijo no
quería conocer a su madre biológica, que le bastaba solo con conocer a sus padres
adoptivos. Jess volvió a recordar la reunión, y lo irónico que era que la historia de
Ginny hubiese sido la que tuvo un final más feliz.
—Ginny… ¿Crees que debería tratar de olvidar todo esto?
—¿Para qué? ¿Para volverte loca cada vez que recibas otra carta u otra llamada
telefónica?
—¿Y si no es más que una broma de mal gusto?

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—Mira, muchacha, tal vez lo sea. Pero, ¿por qué? A menos que sea verdad, no
tiene sentido que alguien esté haciendo esto.
Jess no mencionó a Charles ni dijo que Chuck había estado en Boston. No
quería que nadie sospechara de su propia familia, ni siquiera Ginny, a quien nada le
sorprendía jamás.
—Estos son los hechos —continuó diciendo Ginny—. Has recibido una carta
desde Martha's Vineyard que parece haber sido escrita por tu hija, seguida de una
extraña llamada telefónica. Y ahora me dices que existe una anotación donde consta
que a la señorita T. se le pagaron cincuenta mil, solo Dios sabe por qué. —Jess
escuchaba en silencio, tratando de absorber las palabras de Ginny—. Tal vez las dos
cosas no estén relacionadas, pero si yo estuviera en tu lugar querría saberlo con
seguridad. Cincuenta mil de hace treinta años hablan de un asunto poco claro.
En su interior, Jess tenía la esperanza de que Ginny no reaccionara así.
—¿Pero qué puedo hacer? Puedo ir a Vineyard, ¿pero por dónde empiezo? —
Oyó el tamborileo de las uñas de Ginny sobre alguna superficie dura.
—Contrata a alguien —dijo por fin—. A alguien a quien le interese el trabajo.
—¿Un investigador privado? ¿Y cómo lo hago? ¿Consulto las páginas
amarillas?
Hubo otra larga pausa en la línea, luego Ginny preguntó:
—Oye, ¿qué me dices del hijo de P.J.? ¿No estaba en la Facultad de Derecho?
—¿Phillip? —Recordó a un muchacho apuesto—. Sí; supongo que ya se debe de
haber licenciado de abogado.
—Entonces, como dicen en los tribunales: «No hacen falta más pruebas».

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Capítulo 6

A Phillip Archambault le resultaba despreciable jugar al paddle. Su deporte


preferido era correr; prefería competir contra sí mismo en lugar de hacerlo contra
otros, lo cual posiblemente no fuese la actitud apropiada para un abogado
especializado en empresas y en franco ascenso. Por otra parte no fue Phillip quien
quiso llegar a ser un abogado especializado en derecho mercantil. Fue su hermano
Joseph el que le compró un escritorio, un maletín y quien lo inscribió en un club
mucho antes de que Phillip se hubiera licenciado.
Habían mantenido la misma oficina en el Lower East Side, donde su padre
trabajó durante casi treinta años, aunque Joseph, más inclinado a los dólares que al
sentido común, estaba decidido a mudar el bufete al centro o, por lo menos, a sus
alrededores. Este era el motivo por el que en aquel momento Phillip estaba en el
Manhattan Health and Racquet Club, practicando un deporte que le resultaba
despreciable, haciendo lo posible por ganarles a los treinta y tantos ejecutivos de
McGinnis y Smith, gurúes de la informática, en camino a la grandeza global del
software. Joseph soñaba con que Archambault y Archambault también participara en
esa carrera. Y Phillip se sentía obligado a ayudar a que el sueño de su hermano se
convirtiera en realidad.
—¡Punto! —rugió Ron McGinnis estrellando la pelota contra la pared. Una
sonrisa victoriosa surgió a través del sudor que le corría por la cara—. Buen partido,
Phillip —agregó—. Tu juego está mejorando.
Mientras se enjugaba la frente, el joven abogado le devolvió la sonrisa.
—Pero por lo visto todavía no soy lo suficientemente bueno.
—Me diste guerra. Es justamente lo que McGinnis y Smith necesitan. —Levantó
una toalla del suelo y se encaminó a la puerta.
—Me encantaría que jugáramos otro partido, pero tengo una reunión de
directorio a las tres.
No era una noticia para Phillip: Ed Smith, el socio de Ron, ya le había dicho a
Joseph que ese día presentarían al directorio las credenciales de Archambault y
Archambault, y que ese día se tomaría la decisión con respecto a quiénes serían los
futuros asesores legales de la firma. Hasta hacía poco tiempo, McGinnis parecía
inquebrantable en su elección de Brad Eckerman, un figurón al estilo Wall Street que
tuvo una intervención decisiva en el asunto Microsoft-Apple. Pero Ed Smith quería
que los representaran Joseph y Phillip. Después de todo, Joseph había sido su
compañero de fraternidad y los compañeros de fraternidad confiaban los unos en los
otros en cualquier circunstancia.
Phillip saludó con la mano a su contrincante.

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—Entonces hablaremos más tarde —dijo, encaminándose al rincón donde se


encontraba la pelota, con la tranquilidad de haber cumplido su cometido.
McGinnis le respondió el saludo con la mano y salió por una puerta pequeña,
dejando a Phillip solo en esa celda de techos altos y paredes de madera. Permaneció
un instante inmóvil y oyó el ruido de otras pelotas que golpeaban contra otras
paredes, otros negocios que se concretaban al ritmo del sudor de machos en ese club
prestigioso al que Joseph insistió que se inscribieran.
—¿Cincuenta mil dólares por año? —había gemido Phillip en esa
oportunidad—. ¿Te has vuelto loco?
—Míralo de esta manera —razonó Joseph mientras devoraba un sándwich en el
bar vecino a la oficina—. Si estuviéramos en una urbanización tendríamos que
apuntarnos a un club de golf. ¿Y cuánto crees que nos costaría?
—¡Pero por cincuenta mil podríamos contratar a una verdadera secretaria! ¡Por
Dios, Joseph! ¿No podemos conseguir clientes gracias a nuestros méritos? ¿Es
necesario que lo hagamos gracias a nuestras actividades atléticas?
—Hermanito, tienes mucho que aprender —contestó Joseph clavando los
dientes en su sándwich y haciendo a un lado el tema.
En ese momento, Phillip levantó la pelota y la metió en su bolsa de cuero. Sin
duda Joseph hubiera preferido que siguiera a Ron a los vestuarios, para hablar de
esas tonterías que parecían tan importantes para conseguir un cliente. Pero le dolían
los brazos, le dolía la cabeza y ya había hecho todo lo que podía.
Después de todo, recordó mientras salía de la cancha cerrada, en realidad
hubiera preferido mil veces haber estado corriendo.

Una vez de regreso a la oficina, Phillip arregló y volvió a arreglar mil veces los
bolígrafos en el cajón de su escritorio intentando no darse cuenta de que el reloj
marcaba las 3.07 de la tarde, simulando que no le importaba el resultado que pudiera
tener la reunión de directorio de McGinnis y Smith.
Pero, ¡maldita sea!, le importaba. A pesar de todas las diferencias de opinión
que tenía con su hermano, sabía que a Joseph lo movían las mejores intenciones,
como siempre había sido y como siempre sería. Phillip todavía no se había licenciado
cuando murió su padre; Joseph ya hacía dos años que era abogado. Y fue Joseph el
que trabajó mientras Phillip terminaba la carrera, Joseph quien le dijo a la madre que
no tenía por qué preocuparse, que tenía un plan para que él y Phillip pudieran salvar
la firma de abogados de su padre y cuidar de ella durante toda su vida. Phillip, por
supuesto, estuvo de acuerdo.
Volvió a mirar el reloj y se preguntó cuánto duraría esa reunión de directorio. Y
si la amistad de Joseph con Ed Smith pesaría en la decisión. Personalmente preferiría
que no pesara. Él quería que el éxito del acuerdo se debiera tan solo al trabajo de los
dos. Phillip había pasado los últimos dieciocho meses investigando la firma de
McGinnis y Smith, investigando otras empresas de software, estudiando los derechos
de autor y las nuevas leyes de Internet que, diez años antes, cuando Joseph se

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licenció en Columbia, ni siquiera existían. Era un trabajo aburrido y tedioso, pero


Joseph esperaba que él lo hiciera y que lo hiciera bien. Y así fue. Y ahora quería que
su hermano y su madre estuvieran orgullosos de él. Aunque eso significara tener que
jugar al paddle durante el resto de su vida.
Joseph asomó la cabeza en la oficina de Phillip.
—No olvides que mamá nos espera a comer. —Miró su reloj—. Tal vez
podamos darle buenas noticias.
Phillip continuó enderezando sus bolígrafos. Ojalá por una vez pudiera
quedarse en la ciudad un miércoles por la noche, tal vez acostarse temprano en su
loft, tal vez hasta ver algún programa de televisión sin importancia.
—¿Cuándo crees que tendremos noticias?
—Calculo que a las cuatro.
Phillip asintió.
—Es seguro, hermanito. No sufras.
—No estoy sufriendo —mintió Phillip. Pero algunos instantes después, cuando
la recepcionista contratada para ese día hizo sonar el teléfono sobre el escritorio de
Phillip, este sintió que le corría el sudor por la frente y que el corazón le latía
aceleradamente. Dejó caer los bolígrafos y tomó el receptor.
—¿Sí, Marilyn?
—No soy Marilyn. Ella estuvo aquí la semana pasada. Yo soy Sandy, ¿no lo
recuerda?
Phillip cerró los ojos.
—De acuerdo, Sandy. ¿De qué se trata? —Pero por la luz roja que parpadeaba
en la línea uno, sabía que tenía una llamada. Sintió una breve explosión de orgullo al
pensar que McGinnis y Smith lo llamaban a él en lugar de hablar con Joseph, pero de
inmediato esa sensación fue reemplazada por una de terror. Tal vez no quisieran
hablar con Joseph porque tenían malas noticias. Tal vez Ed no tuviera el coraje
necesario para decirle a su hermano de fraternidad que habían quedado fuera.
—Tiene una llamada en la línea uno.
—¿Ha preguntado quién es?
La pausa de la muchacha lo inquietó.
—Bueno, no. ¿Quería que lo preguntara?
—Habría sido lo correcto.
—Lo siento. ¿Quiere que lo pregunte ahora?
—No, no, Sandy. Está bien. Cogeré la llamada.
Pero antes de que él pudiera cortar, la recepcionista agregó:
—No he querido ser entrometida, porque lo llama una mujer.
¿Una mujer? ¿Qué mujer podía llamarlo? Debía ser su madre. Dios era testigo
de que hacía mucho tiempo que no salía con nadie, porque estaba demasiado
ocupado. Pero en el momento de alargar el brazo para tener acceso a la línea uno,
Phillip tuvo otro pensamiento. Tal vez fuera la asistente de Ron McGinnis. Tal vez
Ron fuera demasiado cobarde para darles personalmente la mala noticia.
—¡Dios! —gimió Phillip mientras apretaba el botón—. ¡Cómo odio ser abogado!

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—¿Hablo con Phillip? —preguntó una voz de mujer—. ¿Phillip Archambault?


—Sí. ¿En qué puedo serle útil?
—No sé si me recordarás, Phillip. Nos conocimos hace algunos años…
Por la mente de Phillip pasó la imagen de una serie de muchachas con quienes
había salido y de una serie de mujeres que conoció. Pero ninguna de las que
recordaba tenía la voz suave como la que escuchaba en aquel momento.
—Adelante —la alentó.
—Soy Jess Randall, Phillip. Fui amiga de… de P.J. ¿Recuerdas?
La serie de rostros se disolvió. Y en su lugar recordó con claridad a una mujer
hermosa, la cabeza envuelta en un turbante, los ojos de un verde esmeralda mirando
fijamente los suyos. P.J., la hermosa mujer que por fin le tomó la mano y la sostuvo
entre las suyas. La mujer que fue su madre biológica y a quien él jamás habría
conocido si no fuera por Jess Randall.
Fue Jess quien encontró a Phillip, Jess quien lo llevó a conocer a su madre, Jess
la responsable de esos meses de tanto amor que Phillip encontró antes de que P.J.
muriera.
—Jess —murmuró—. ¡Dios! No sabe lo que me alegra tener noticias suyas.
¿Cómo está? —Con rapidez apartó algo de su mejilla; no le sorprendió que fuera una
lágrima.
—Yo estoy bien, gracias. Y a ti te va muy bien. ¿Así que un bufete de abogados
en Manhattan?
—Bueno —rió Phillip antes de volver a mirar la pared al recordar que su futuro
estaba pendiente de las manecillas del reloj—. El despacho era de mi padre. Nosotros
estamos luchando, pero por ahora nos va bien.
—Ya lo sé. Le pedí el número de teléfono a… tu madre. Está muy orgullosa de
sus chicos.
—Bueno, sí, así son las madres. —Y recordó que Jeanine Archambault era su
madre. Jeanine Archambault lo crió, se sacrificó por él y lo quiso cada día de su vida.
Lo quiso tanto como a su hermano Joseph, que también era adoptivo y que también
era «especial», una criatura elegida. Se alegraba de no haberle dicho nunca a Jeanine
que había conocido a P.J. Por nada del mundo hubiera querido causarle un dolor.
Además, ya fue bastante estúpido al decírselo a Joseph—. ¿Y qué podemos hacer por
usted, Jess?
—Necesito verte, Phillip. ¿Tienes algún día libre para que almorcemos juntos,
tal vez la semana que viene?
—Por lo visto se trata de algo serio.
—Lo es. Me temo que se trata de un asunto legal. Aunque si no lo fuera, de
todos modos me encantaría verte.
Phillip recordó a esa mujer pequeña y suave que fue tan bondadosa con él
cuando estaba asustado. Consultó su agenda y dijo:
—En realidad no puedo hasta el jueves. ¿Ese día le parece bien?
Ella hizo una pequeña pausa y luego contestó:
—El jueves me parece muy bien. Iré a la ciudad. ¿Quieres que nos encontremos

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en tu oficina?
—No —contestó Phillip con rapidez. No quería correr el riesgo de que Joseph
estuviera allí, de que Joseph le preguntara qué quería Jess y qué clase de problemas
le pensaba crear esa vez—. Le propongo que nos encontremos en el Tavern on the
Green. ¿Le parece a la una?
—Nos veremos entonces, Phillip. Y gracias.
Después de cortar, se preguntó qué podía querer Jess. Sin duda debía de tener
una cantidad de abogados a su disposición: la gente que pertenecía a una familia con
mucho dinero, como la de ella, necesitaba abogados de la misma manera que los
enfermos tenían necesidad de médicos… muchos y a menudo.
No, no conseguía adivinar qué clase de asunto podía relacionarlo con Jess
Randall. Sin embargo, sabía por qué le propuso que se encontraran en Tavern on the
Green. El restaurante se hallaba en el lado oeste de la ciudad, cerca del lugar donde
vivió P.J. Y a veces, el solo hecho de pasar caminando frente al edificio donde había
conocido a su madre biológica lo reconfortaba, lo hacía sentir más en paz, aunque P.J.
hubiera muerto, aunque jamás volviera a verla.
Suspiró y consultó de nuevo el reloj. Eran las 3.42. Tal vez debía salir de la
oficina, dejar de esperar a que sonara el teléfono. Tal vez en ese momento debía pasar
caminando frente al piso de P.J. Tal vez eso lo hiciera volver a sentirse bien.
¡Al demonio con McGinnis y Smith!

El edificio estaba idéntico. Ya habían transcurrido casi cinco años desde el día
en que permaneció allí en compañía de Jess, y sin embargo parecía igual. Un edificio
de ladrillos al estilo de la década de los treinta, cuando solo a los muy afortunados se
les permitía la vista del Central Park West, cuando mujeres cubiertas de pieles y
hombres de sombrero de copa se montaban en las limusinas aparcadas junto al
bordillo de la acera. En la actualidad, en este mismo lugar esperaban BMW y taxis, y
del edificio entraban y salían yuppies, personajes ricos durante un tiempo, tal vez
luego empobrecidos y que solo contaban con sus tarjetas de crédito. Phillip se subió
el cuello de la gabardina para protegerse del viento de principios de marzo y contó
los ventanales desde la planta baja hasta el piso doce. El piso de P.J.
La primera vez que llegó hasta allí fue en otoño, el sol de la tarde se perdía en el
Hudson, igual que en este momento. Una luz amarillenta iluminaba el ventanal del
salón en la planta doce, la luz de una lámpara que ya no era la de P.J. Phillip cerró los
ojos y volvió a ver el interior del piso tal como era entonces: los altos techos tallados,
tan bien conservados; el sofá curvo de felpa color apio y las paredes de tonos suaves
haciendo juego; las mesas con superficie de mármol; los cuadros clásicos y las
esculturas que adornaban las habitaciones. Todo eso contrastaba con las mesas
oscuras de caoba con manteles de ganchillo, los reclinatorios tapizados y las
alfombras ovaladas de la casa donde Phillip creció, la casa de Donald y Jeanine
Archambault, gente de clase media alta para los tiempos en que vivían. Lo cual
significaba que siempre había bastante dinero para pagar las cuentas y que sobraba

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lo necesario para temas como la educación universitaria de sus dos hijos adoptivos.
Siempre alcanzaba el dinero, pero no había cuadros ni esculturas. Así que cuando
Phillip se encontró en la sala de P.J., en ese edificio del Central Park West, rodeado
de elegancia, gracia y encanto, pasó el peso de su cuerpo de un pie al otro y se
preguntó si P.J. lo recibiría y si él no la desilusionaría.
Fue difícil.
—¡No! —gritó ella cuando Phillip y Jess entraron al dormitorio, el dominio de
enferma de P.J., y enseguida se tapó con la colcha la cabeza cubierta con un turbante.
—Yo quería verte —contestó Phillip, la voz temblorosa, las piernas débiles—.
Quería conocer a mi madre.
Con lentitud, ella se destapó la cara.
—Bueno, mírala —susurró—. Y si quieres verme más de cerca me quitaré este
trapo y verás la porquería calva que es tu madre.
Phillip nunca supo de dónde sacó el coraje. Tal vez de tantos años de
cuestionarse quién sería su madre biológica, tal vez de las horas que se pasaba
dibujando y pintando, preguntándose si su madre también sería artista, si heredaba
de ella sus genes creativos. Fuera lo que fuera, sin duda el coraje lo movió a avanzar
hacia la cama, lo impulsó a sentarse en el borde y a acercarse a ella.
—Tus ojos —exclamó—. Tengo tus mismos ojos.
Y no cabía duda de que los suyos eran los ojos de su madre, los ojos claros de
tono esmeralda que el cáncer no había logrado desteñir. Entonces Phillip le entregó la
rosa, la que había comprado muchas horas antes, cuando tenía la esperanza de que
ella asistiera a la reunión en Larchwood Hall.
—Ya está un poco mustia —se disculpó—. Lo siento.
—¡Oh, Dios! —exclamó P.J., tomando la rosa. Se estremeció y comenzó a llorar.
Luego estiró un brazo y tocó la cara de Phillip—. ¡Eres tan guapo! —dijo—. ¡Dios
mío, eres tan guapo!
Mientras lo recordaba, un poco de nieve roció el rostro de Phillip. Él permitió
que le humedeciera las mejillas, la frente, las pestañas de sus ojos color esmeralda.
¡Estaba tan agradecido por haberla encontrado, por haberla conocido, aunque solo
fuera durante esos pocos meses hasta que murió, antes de que el cáncer de pecho se
la llevara demasiado rápido, demasiado pronto!
Y ahora, el jueves siguiente volvería a ver a Jess, la mujer que le permitió
experimentar ese júbilo, un júbilo que culminó en un dolor tan profundo. Phillip se
metió las manos enguantadas dentro de los bolsillos. Por lo visto la vida era
simplemente una hilera de buenos y de malos momentos, sostenidos por estados
intermedios de nada. Horas, días, semanas, años, de hacer cosas como practicar la
abogacía mientras esperaba que llegara el siguiente buen o mal momento.
Se volvió y comenzó a caminar con lentitud hacia el metro que lo llevaría hacia
el tren con destino a Fairfield. Después de todo, era un miércoles por la noche, los
días en que compartían la cena frente a frente en la mesa de caoba colocada sobre la
gastada alfombra ovalada.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—Llama a tu hermano a su teléfono móvil y dile que estás aquí —dijo Jeanine
Archambault en cuanto Phillip entró a la casa—. Se ha puesto frenético tratando de
encontrarte.
Phillip colgó su gabardina sonriendo ante la manera en que su madre se refería
al teléfono móvil, como si se tratara de un invento importante que merecía tener un
nombre respetable, como «automóvil» o «matemáticas». Por lo menos no había
elegido esta noche para incluir una invitada en la comida, alguna jovencita digna de
ser considerada como una buena esposa para Phillip. Su madre tampoco lo atosigaba
con sus preguntas habituales: qué tal fue el viaje en tren desde la ciudad, si había
comido algo decente durante el día, y por qué no había traído su ropa para lavar; no
le molestaba lavarle la ropa porque sabía lo muy ocupado que estaba y, en cambio, a
ella le sobraba el tiempo. Tal vez esa noche las cosas no fueran como siempre porque
Phillip se había portado mal y su hermano mayor estaba enfadado.
Se aflojó la corbata y en su camino hacia el teléfono pasó junto a la cocina. Se
detuvo para levantar la tapa de la cacerola de la que surgía un aroma delicioso que
prometía una espléndida comida.
—¡Hmmm! —dijo—. Guiso de carne.
—Y pan casero. —La madre le quitó de las manos la tapa de la cacerola y
revolvió el guiso—. Y ahora llama a tu hermano. Pregúntale a qué hora llegarán él y
Camille.
Phillip sabía que Joseph y Camille llegarían a las siete y cuarto, lo mismo que
todos los miércoles por la noche. A las siete y cuarto los miércoles, a las dos y media
los domingos por la tarde. El hermano de Phillip y su mujer eran tan previsibles
como el hecho de que esta noche Jeanine hubiera preparado pan casero para
acompañar el guiso de carne, que llevaría a la mesa en la fuente azul oscuro y
serviría en unos platos que hacían juego. Phillip se preguntó qué lo habría llevado a
sugerir, algunos años antes, que Jeanine vendiera la casa y se mudara a un piso. Su
madre se negaba a abandonar esa vieja casa con el mismo énfasis con que se negaba a
jugar al bridge los miércoles en lugar de preparar la comida para sus hijos.
La voz del contestador telefónico le indicó a Phillip que el abonado de la Bell
Atlantic a quien llamaba en ese momento no estaba disponible. Miró su reloj. Las
siete y seis.
—Ya deben de estar en camino —dijo y enseguida se imaginó al abonado de la
Bell Atlantic detrás del volante de su BMW, la esposa a su lado, mientras él le
explicaba que no contestaba el teléfono porque esa tarde Phillip se había ido solo
Dios sabía dónde, haciendo que se enfadara. Justo cuando se jugaba el negocio más
grande de su vida, se había ido de la oficina sin ni siquiera despedirse.
Camille escucharía y asentiría pero sin entrometerse. Hacía lo suficiente que
estaban casados como para que ella supiera que no debía comprometer una opinión
cuando los hermanos discutían. Y posiblemente estuviera demasiado concentrada
esperando los resultados del tercer intento que hacían de una fertilización in vitro

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como para preocuparse por el último roce entre los hermanos.


Sin embargo, el teléfono seguiría llamando y Joseph se negaría a contestarlo.
—Bueno, hermanito —vocearía en dirección al rectángulo de plástico negro—,
ahora preocúpate. Estás muy equivocado si crees que te contaré lo sucedido un
instante antes de lo necesario.
Phillip estaba convencido de que eso era exactamente lo que Joseph debía de
estar diciendo en aquel mismo momento. Y lo peor era que Phillip no lo culpaba.
Debió quedarse en la oficina para recibir el veredicto de McGinnis y Smith. Debió
haberse sacado de la cabeza esas nubes que no lo llevaban a ninguna parte, en lugar
de ser tan… sentimental. Sentimental y tonto. Como la criatura que en algunos
momentos sentía que seguía siendo.
—¿Quieres que ponga la mesa? —le preguntó a su madre, lo mismo que todos
los miércoles a la noche.
—Si quieres… —Ella le dio la misma respuesta de siempre y luego agregó—:
Creo que esta noche usaremos los platos azules. Los que hacen juego con la fuente.
Phillip asintió y se dirigió al comedor a sacar los platos del armario donde
estaban guardados.

—No puedo creer que hayas desaparecido —dijo Joseph en voz baja para que ni
su madre ni Camille lo oyeran—. Sencillamente te largaste cuando esperábamos la
oportunidad más importante de nuestra carrera.
Phillip se apoyó contra el aparador de la vajilla, sintiéndose pequeño y malo,
tratando de no mirar la sonrisa de desagrado del rostro bien cincelado y de piel clara
de su hermano, ese rostro que tal vez provenía de sangre irlandesa o polaca… algo
que Joseph nunca se preocupó en averiguar.
—Lo siento. Fue una cuestión de negocios.
—¿Negocios? Ni siquiera le dijiste a Marilyn que te ibas.
Phillip pasó junto a su hermano y enderezó las cucharas soperas que acababa
de colocar junto a los cuchillos.
—No se llama Marilyn sino Sandy. Si tuviéramos una secretaria decente en
lugar de esas chicas temporales, tal vez no olvidarías su nombre.
—Bueno, no porque a ti te importe —contestó Joseph con altanería. Se volvió y
comenzó a salir del comedor.
Phillip parpadeó y lo siguió. Le tomó el brazo.
—¿Lo conseguimos?
El enojo del rostro polaco, irlandés o lo que fuera de su hermano se disolvió en
una sonrisa.
—Nos vamos para arriba, hermanito —dijo—. Ahora estamos con gente
realmente importante.
Phillip se llevó las manos a la cara. Lo había logrado. Ellos lo habían logrado.
Lanzó un alarido y palmeó el hombro de su hermano.
—¡McGinnis y Smith! —aulló—. ¡Increíble!

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—Yo diría que es completamente creíble —exclamó Joseph y enseguida le


arrojó los brazos al cuello y juntos rieron y se abrazaron y bailotearon sobre la vieja
alfombra, como dos chiquillos que acabaran de ganar su primer partido de fútbol.

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Capítulo 7

Mientras el taxi amarillo avanzaba por la Sexta Avenida esquivando peatones,


bicicletas y otros taxis amarillos, Jess miraba por la ventanilla cubierta de polvo y le
agradecía a Dios que la semana por fin hubiera acabado. Fue una de esas semanas en
las que casi todo salía mal y durante la que sucedieron cosas que uno ni siquiera
hubiera soñado.
Comenzó cuando llegó a su casa desde Cape Cod. Wendell, el gerente de
banquetes del club de campo Fox Hills de Greenwich, había llamado para pedirle
presupuesto para unos nuevos cortinajes y una renovación en la decoración del salón
de baile.
Al principio se sintió halagada.
—El comedor de Celia Boynton ha sido comentado por todos los socios —le dijo
Wendell—. Necesito contratar a alguien en quien pueda confiar y sé que usted haría
un trabajo admirable.
Por supuesto que lo sabía. A lo largo de los años Wendell había visto, una tras
otra, las obras de Jess, quien se ofrecía a llevar a cabo los encargos porque tenía
mucho tiempo libre, durante el que hacía todo lo que le pedían para hacer quedar
bien a Charles.
Pero aquello era entonces y esto era ahora, y Jess no creía estar en condiciones
de hacer tratos con las personas que en un tiempo formaban su grupo social. Por otra
parte no se le escapaba que Celia probablemente la había contratado para poder
divulgar lo que Jess estaba haciendo y, por supuesto, para comentar el aspecto que
tenía. Relacionarse con Celia Boynton era una cosa, ¿pero con todo el club? ¿Un lugar
donde su trabajo estaría expuesto para que todos lo vieran y lo criticaran? ¿Donde su
nombre andaría de boca en boca, donde los hombres en la vida de Jess Randall (o la
falta de hombres) provocarían comentarios tan entusiastas como los que inspiraran
los cortinajes?
—Por lo que yo sé, no sale con nadie.
—No, no ha salido. Por lo menos desde su divorcio.
—Debe tener problemas económicos; por eso trabaja.
Los susurros y habladurías le resultarían difíciles de aceptar. Ya los había oído
antes acerca de otros ex miembros del club, como Kiki Larson y Maggie Brown,
quienes habían caído (o sido arrojadas) en el agujero negro del divorcio. Pero detrás
de la fachada de los chismes, Jess siempre sospechó que más de una mujer mantenía
intacto su ocioso matrimonio simplemente para evitar que la devoraran viva a la
hora del almuerzo.
De manera que quiso decirle «no gracias» a Wendell, con la noble excusa de que

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estaba demasiado ocupada como para poder dedicarle al club toda la atención que
merecía. Esta habría sido la solución para evitar las críticas, pero económicamente no
la beneficiaba. Porque la verdad era que un trabajo tan importante como aquel
mantendría ocupados a sus asistentes durante varias semanas y sería una gran
propaganda para su taller.
Así es que envió a Grace, su ayudante más responsable, a tomar medidas y
luego le pasó a Wendell un precio exagerado por el trabajo, con la esperanza de que
la comisión directiva no lo aceptara. Pero, tres días despues, el club aceptó su
presupuesto, justo en el momento en que Grace le anunciaba que se mudaba a
Tucson porque acababan de trasladar a su marido. Después la llamó Maura para
avisarle de que habían cancelado el viaje de primavera. Liz había decidido ir a visitar
a su familia en compañía de su novio y Heather no quería viajar sin ella. ¿Qué debía
hacer? Jess no sabía qué decir, de manera que contestó:
—¿Por qué no vienes a casa y trabajas en la tesis? —lo cual por cierto no debe
decirse a una estudiante que acaba de iniciar su carrera.
—¡Mamá, tú simplemente no lo comprendes! —fue la respuesta de su hija, y
con esas palabras cortó la comunicación.
La semana anterior, hasta Travis estuvo de un mal humor poco común en él,
porque a causa de una gripe suspendió el examen semestral de matemáticas.
Lo único positivo de toda la semana fue lo que no sucedió. No hubo más cartas
anónimas ni más nebulosas y angustiantes llamadas telefónicas. Cuando el taxi se
detuvo frente al Tavern on the Green, Jess se preguntó si Maura no tendría razón. Tal
vez hubiera sido mejor quitarse de la cabeza la remota posibilidad de que su hija
todavía viviera. Entonces pensó en Ginny y en los cincuenta mil dólares y
comprendió que era tarde para volver atrás.
Agradecida por haber sobrevivido al viaje, se prometió, no por primera vez,
que nunca volvería a tomar un taxi cuyo conductor desafiara a la muerte. Cuando
bajó del taxi le dolía la cabeza y sentía el corazón pesado. Pero de repente, como una
pluma que vuela movida por la brisa del verano, su ansiedad desapareció en cuanto
vio que Phillip Archambault la esperaba en la puerta del restaurante.

No había cambiado. Todavía tenía las mejillas redondas y rosadas, la sonrisa


cálida y feliz, los mismos vibrantes ojos color esmeralda de P.J. Jess experimentó una
pequeña punzada de dolor al pensar en la ausencia de su amiga de la adolescencia.
Abrazó a Phillip con suavidad, tratando de procesar una vez más el hecho de que ese
hombre alto y apuesto era uno de los bebés ahora convertido en un adulto.
—¡Jess! —exclamó Phillip—. ¡Diablos, todavía se la ve muy joven!
Jess rió y se puso de puntillas para besarle la mejilla.
—Con halagos, jovencito, llegarás a cualquier parte.
Una vez dentro del restaurante los acompañaron a través de paredes
espléndidas recubiertas de madera, más allá de vidrios divisorios y de macetas de
plantas muy verdes, hasta una mesita situada en una esquina, lejos de la multitud

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que almorzaba en el lugar.


—Espero que le guste el sitio —dijo Phillip, cuando se alejó el maître—. Pedí que
nos reservaran una mesa con cierta privacidad.
—Me parece perfecto. —Jess bebió algunos sorbos de agua de una copa de
cristal, y el placer de ver a Phillip poco a poco fue dando paso a la inquietud que le
provocaba el motivo por el que se encontraban allí. ¡Tenía tantas esperanzas de que
el hijo de P.J. la apoyara, tantas esperanzas de que comprendiera por qué tenía
necesidad de buscar a su hija! No quería recibir otra reacción como la de Maura; si
eso sucediera, sin duda se daría por vencida y abandonaría el asunto. Y entonces
nunca sabría la verdad.
—¿Qué sucede, Jess? —preguntó él.
Ella movió la cabeza.
—No. Primero háblame de ti. Dime cómo has estado, si eres feliz… cuéntamelo
todo.
Phillip rió.
—Bueno, para empezar me sentiría mucho mejor si usted no hubiera dicho que
quería verme por un problema. Si algo he aprendido es que cuando alguien llama a
un abogado, significa que tiene alguna clase de contrariedad.
—No tengo problemas, querido, solo una complicación menor. —Hizo girar su
anillo y comprendió que, junto con los ojos, era evidente que Phillip también había
heredado de su madre esa manera tan directa, el no andarse por las ramas—. Te
aseguro que quiero saber de ti. ¿Trabajas en Manhattan pero todavía sigues viviendo
en Fairfield? —En Fairfield, Connecticut, fue donde ella localizó a la madre de Phillip
en la época en que les seguía la pista a los chicos para organizar la reunión; no
quedaba muy lejos del lugar donde vivía Jess en Greenwich, donde había criado a
sus tres hijos y había simulado que era feliz como esposa de Charles.
—No —contestó él—. No me gusta tener que viajar todos los días. Pero veo a
mamá todas las semanas, los miércoles por la noche. Y a veces también los fines de
semana, a menos que me tenga que encerrar en una biblioteca buscando material
para defender algún caso.
—Trabajas duro. Tu madre… me refiero a P.J., también lo hacía.
Una sonrisa juvenil iluminó el rostro redondo de Phillip.
—Es bastante confuso ¿verdad? Eso de que yo tenga… haya tenido dos madres.
Jess sintió que se ruborizaba.
—¿Alguna vez le hablaste a tu… madre acerca de P.J.?
Phillip meneó la cabeza.
—Solo le hubiera provocado dolor, Jess. Quizá haya estado mal. Pero no pude
hacerlo.
Es sensible y bueno, pensó Jess. Si P.J. viviera, estaría orgullosa de su hijo.
Entonces otro pensamiento maternal cruzó por su mente. ¿Por qué no podía Maura
encontrar a alguien como Phillip en lugar de andar con esos muchachos arrogantes y
malcriados que le gustaban? Pero desechó con rapidez esos pensamientos y
preguntó:

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—¿Alguna novia?
—Llegan y se van —contestó él con una indiferencia que no sentía y que
tampoco convenció a Jess—. En este momento mi vida está demasiado llena de
ocupaciones como para permitirme pensar en otra cosa.
Apareció el camarero y les preguntó qué iban a pedir. Sin necesidad de estudiar
el menú, Phillip le recomendó a Jess el salmón asado.
—Me parece maravilloso —dijo ella.
Cuando el camarero se retiró, Jess jugueteó con su copa de agua. Phillip no
apartaba la mirada de su rostro.
—Bueno —dijo con firmeza—, basta de hablar de tonterías. ¿Cuál es la
complicación menor?
Por lo visto ya no le quedaba la posibilidad de ganar tiempo. Volvió a beber
agua y se aclaró la garganta. Después le contó lo de la carta misteriosa, lo de la
llamada telefónica, y el hecho de que la señorita Taylor hubiese muerto. Él la escuchó
con la paciencia de un abogado veterano, asintiendo por momentos y sin que su
expresión revelara ni un dejo de sorpresa ni la posibilidad de que la estuviera
juzgando.
Luego Jess le contó que entre los papeles de la señorita Taylor había encontrado
pruebas de la existencia de cincuenta mil dólares. Hasta mencionó el pago que su
padre le hizo a la familia de Richard. A lo largo del relato, Jess tuvo la impresión de
que hablaba de otra gente, de la vida de personas ajenas.
—De manera que necesito tu ayuda —dijo por fin—. Necesito saber si Amy era
mi hija y si mi hija sigue con vida.
Phillip se aflojó el nudo de la corbata y fijó en ella sus ojos color esmeralda.
—No sé cómo la puedo ayudar, Jess. Soy abogado, no investigador privado.
—No quiero contratar a un investigador privado, Phillip. No quiero elegir a
alguien en las páginas amarillas de la guía. Necesito una persona en quien pueda
confiar. En ti puedo confiar.
—Pero yo soy un abogado especializado en empresas, Jess. Me dedico a
compras y a fusiones y a esa clase de cosas.
—¿Y no a bebés perdidos?
Phillip la miró con expresión sincera y como pidiendo disculpas.
—Lo siento.
Llegaron los platos que habían pedido. Jess miró detenidamente la delicada
presentación del salmón asado y se esforzó por no llorar. ¡Estaba tan cansada de
pensar en ese asunto, tan cansada de preguntarse qué era lo que debía y lo que no
debía hacer! Cerró los ojos y pensó que tal vez fuera para bien, que tal vez esa fuera
una de esas pistas del universo de las que hablaban los jóvenes de hoy en día: un
mensaje claro y ordenado por Dios de olvidar todo el asunto. Si Phillip no la podía
ayudar, ella no buscaría colaboración en otra parte. En ese momento sintió que la
mano cálida del muchacho cubría la suya.
—No quiero decir que no me gustaría ayudarla, Jess. Pero no sabría por dónde
empezar.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Jess alzó la mirada y sintió que se le levantaba también el ánimo. Por lo menos
no tenía la impresión de que Phillip creyera que era una tonta. Ni que estuviera
equivocada.
—Yo tampoco lo sé. Por eso te he llamado.
—Pero aunque las cosas fueran distintas… bueno… estamos tan ocupados en el
estudio… acabamos de ganar una cuenta muy importante…
—Las cuentas de una empresa importante —acotó Jess.
Phillip asintió. Jess miró su ensalada de espinacas. Es inútil, pensó. El mensaje
era claro.
—Aparte de la directora de Larchwood Hall, ¿quién puede haber sabido la
verdad?
—Hice una lista —explicó ella—. Estaba el médico, por supuesto. El doctor
Larribee. —Trató de no alentar demasiadas esperanzas al ver que Phillip acababa de
sacar una pequeña libreta y estaba tomando notas.
—¿Recuerda su primer nombre?
—Sí. William. William Larribee. Solo lo recuerdo porque, en lugar de mirarlo a
los ojos, yo tenía la costumbre de fijarme en la etiqueta con el nombre que llevaba
bordado en la bata. Todo eso me avergonzaba tanto… —Volvió a apartar la mirada y
observó a los demás clientes del restaurante; se preguntó si sus vidas eran tan
complejas y dolorosas como lo fue la suya—. Pero no sé dónde puede estar, ni
siquiera sé si ha muerto. —Volvió a mirar a Phillip y trató de sonreír, considerando
que nada de eso era culpa de él—. En realidad, el doctor Larribee fue quien también
te trajo al mundo a ti.
—No perderé la oportunidad de agradecérselo —dijo Phillip con una sonrisa—.
¿Quién más?
Jess recordó su lista.
—Bud Wilson. El sheriff y jefe de correos del pueblo. Parece que la señorita
Taylor y él… eran buenos amigos. Tampoco sé lo que puede haberle sucedido.
—¿Y qué me dice del resto de las chicas?
—He hablado con Ginny. Ella no tiene la menor idea. Susan está por partir
hacia Inglaterra. Y P.J. … bueno, no éramos más que las cuatro.
Phillip se llevó a la boca un poco de salmón y lo masticó con lentitud.
—¿Y qué me dice de otras personas que no estuvieran conectadas con ese
lugar? ¿Quién más sabía que usted estaba…? —Vaciló.
—¿Embarazada? —preguntó Jess—. Solo lo sabía mi padre. Y Richard, por
supuesto. El chico que… —se le fue perdiendo la voz; le había llegado a ella el turno
de sentirse incómoda.
Pero Phillip asintió. Él entendía.
—Esto me resulta muy difícil —dijo Jess—. Gracias por ser tan comprensivo.
Phillip frunció el ceño. Jess notó que había allí demasiadas arrugas para alguien
tan joven.
—¿Eso es todo? —preguntó él—. ¿Nadie más?
Ella se mordió los labios.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—Bueno, mi ex marido, por supuesto. Y mis hijos. Les dije la verdad a mis hijos
justo antes de la reunión. Y el matrimonio Hawthorne. Los padres de Amy. Nadie
más.
Él comió otro poco; con cada bocado las líneas de su ceño se marcaban más.
—¿Cómo es el acuerdo con su ex marido?
—¿El acuerdo? —preguntó Jess. Se le formó en la garganta ese nudo ya tan
familiar.
Phillip depositó el tenedor en el plato.
—No trato de entrometerme, Jess. Pero muchas veces... bueno, cuando en una
familia surgen hostilidades, el problema nace en el interior de la familia misma.
Sobre todo cuando existe un divorcio. —Bebió un largo trago de agua—. Pero estoy
seguro de que usted lo sabe.
Jess volvió a dejar que su mirada vagara por las mesas vecinas, luego dijo:
—Hace cuatro años que estoy divorciada, Phillip. Hasta este momento no ha
habido problemas y no tengo motivos para creer que los haya ahora. —Parpadeó y
volvió a mirarlo—. Creo que nuestra mejor pista es el sello postal de Martha's
Vineyard. Por lo menos es algo concreto.
—¿Conoce a alguien que tenga lazos con la isla?
—Solo sé que la señorita Taylor vivía en Cape Cod. Y supongo que esa no es
más que una coincidencia. —De repente Jess se sintió extenuada. Tuvo la sensación
de haberle contado la historia de su vida a un muchacho demasiado joven para
entenderla.
—Dígame, Jess —preguntó Phillip con suavidad—, ¿qué hará si yo no puedo
ayudarla?
—Olvidaría el asunto.
—Bueno, no puedo permitir que haga eso, ¿no es verdad?
Ella contuvo el aliento.
—Pero, Phillip…
—Yo estoy en deuda con usted, Jess. Viví unos meses maravillosos con P.J., y de
no haber sido por usted ni siquiera la habría conocido.
A Jess se le llenaron los ojos de lágrimas.
—No puedo darle ninguna garantía —agregó el hijo de P.J.—, pero por lo
menos trataré de averiguar si Amy Hawthorne era o no su hija. Más allá de eso —
agregó con una semisonrisa—, bueno, como le he dicho tengo un bufete que debo
dirigir y un hermano que es capaz de matarme si no cumplo con mi trabajo.
—Si puedes averiguar si Amy era hija mía —contestó Jess enjugándose las
lágrimas—, no te molestaré más. Te lo prometo.

Después, esa misma tarde, Jess miró el interior de su enorme vestidor, tratando
de decidir si debía planchar el traje azul marino o el vestido de seda color cacao… o
beber en cambio una botella entera de antiácido.
Tenía mariposas en el estómago. Cuando era niña, en una ocasión, Jess imaginó

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alas amarillas, anaranjadas, azules y verdes revoloteando en su interior rosado y


haciéndole delicadas cosquillas dentro del estómago. Lo que no comprendía era por
qué, si le hacían cosquillas, no reía. Por qué en lugar de ello la perturbaban. Y por
qué siempre le sucedía eso cuando tenía que hacer algo realmente importante, como
recitar un poema frente a toda la clase en el colegio, y más adelante cuando trataba
de impresionar a la no impresionable directora de Larchwood Hall.
Por supuesto que cuando llegó de Larchwood, Jess ya sabía que en su interior
no bailoteaban preciosas mariposas. Sabía que era sencillamente un síntoma de
nervios.
Y las que la ponían nerviosa en ese momento eran las socias del club de campo,
las Celia Boyntons, las Dorothy Sanders y las Louise Kimballs de este mundo,
mujeres que en un tiempo fueron sus amigas. Ahora Jess vivía en el otro lado del
camino social, era una mujer divorciada y que trabajaba, ¡por amor de Dios! Una
mujer que ya no almorzaba entre un partido de tenis y uno de golf, que ya no salía a
hacer compras solo para matar el tiempo.
En cambio, hacía cortinas para las grandes casas de otras personas y para los
lugares donde ellos ofrecían fiestas; también gastaba energía emocional buscando a
una niña largo tiempo perdida y que ya debía de ser toda una mujer. Que tal vez
fuese una adulta.
De pie en medio del cuarto lleno de ropa de aquel piso típico de una mujer
trabajadora, se preguntó por qué le importaba tanto lo que se pondría al día
siguiente; por qué le importaba tanto el aspecto que tendría el día de su regreso al
club de campo de Greenwich, del que en un tiempo fue socia, hasta que
voluntariamente bajó de categoría y se convirtió en una proveedora.
No porque tuviera necesidad de preocuparse: Celia Boynton, Dorothy Sanders,
Louise Kimball y las demás no estarían allí hasta dentro de un mes o seis semanas,
hasta que los greens del campo volvieran a estar verdes, y hasta que hubieran sido
convenientemente repuestos los vinos de la bodega del club para comenzar bien otra
temporada, otro año.
Sacó de la percha el traje azul y decidió que con aquel bastaría. De todos modos
no importaba quién estuviera allí, quién fuera testigo del momento en que ella
tomara las medidas, anotara las cantidades y exhibiera sus enormes libros de
muestras de tela. De todos modos no era relevante porque ellos no eran sus amigos y
nunca lo habían sido. Eran solo amigos de club de campo, no lo que en realidad son
los amigos. No los amigos que se quedarían a su lado en lo bueno y en lo malo, como
P.J. y Ginny y, en un tiempo, tal vez hasta Susan.
Volvió al dormitorio y al ver el teléfono recordó que por lo menos contaba con
una verdadera amiga en el mundo, una amiga en quien confiar. Dejó caer el traje
sobre la cama, sacó la libreta de direcciones de la mesita de noche y luego levantó el
auricular y marcó el número de Los Ángeles. Había sido demasiado descuidada con
esa única y verdadera amiga, estuvo demasiado enfrascada en sí misma cuando su
amiga, en aquel momento, sufría un dolor verdadero, un dolor que alteraría su vida.
—Soy Ginny —dijo la voz del otro extremo de la línea—. Deje un mensaje y no

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olvide incluir su número de teléfono. Odio tener que buscar números en la guía y
hoy en día no recuerdo absolutamente nada.
Jess esbozó una sonrisa triste.
—Soy Jess, Ginny —dijo—. Quería saber cómo te sentías… y también quería
decirte que Phillip ha aceptado hacerse cargo de mi caso. Llámame cuando puedas.
Después se encaminó a planchar el traje, sorprendida al comprobar que con
solo oír la voz de Ginny ya se encontraba mejor, ya no se sentía tan sola.

Ginny estaba dedicada a hacer zapping con el control remoto del televisor.
—Estoy perfectamente bien, señorita Jessica —le murmuró a la pantalla del
televisor—. Gracias por tu interés.
Estoy «lo mejor que pueda estar», fue lo que le oyó decir a Consuelo a uno de
los interesados en comprar el negocio de Jake, cuando pasó para preguntar por la
salud física y mental de Ginny.
Se pasó la mano por el pelo grasiento y luego frotó las palmas contra su viejo
pantalón de chándal de franela, mientras se preguntaba exactamente qué se esperaba
de una cuando su marido había caído muerto de repente.
Después estiró la mano para tomar las galletas, desmenuzó algunas para
metérselas en la boca y pasó al canal Discovery, donde vería unas tomas fascinantes
de las costumbres de apareamiento de las focas de Norteamérica.

Si lograba terminar su trabajo y escapar por la puerta antes de que llegaran los
socios a almorzar, Jess evitaría encontrarse con alguien conocido. Con cualquiera, por
supuesto, con excepción de Wendell, el gerente de comedor y banquetes, la persona
responsable de haberle dado el trabajo, el homosexual de edad mediana que siempre
le tuvo simpatía y que probablemente siempre pensó, al igual que casi todos los
demás hombres del club, que Charles era un idiota egoísta.
Sin duda que, en eso, Wendell hubiera tenido toda la razón del mundo.
Verde cazador con detalles de color arena, decidió Jess al mirar el desierto salón
de banquetes donde ella vivió tantas noches aburridas sentada junto al egoísta e
imbécil de su marido. En esas ocasiones esbozaba una sonrisa tensa y simulaba
divertirse. Por supuesto hasta esa última noche, cuando Maura trató de suicidarse,
cuando ella y Charles salieron volando del banquete rumbo al hospital, cuando
Maura perdió a su bebé, cuando los muros del matrimonio de Jess se derrumbaron,
cosa que no fue difícil porque, de todos modos, ya estaban agrietados. Agrietados y
defectuosos como siempre lo estuvieron. La diferencia estribó en que, a partir de esa
noche, Jess ya no se molestó en remozarlos y volverlos a remozar en un intento de
mantener la fachada.
—¿Qué idea de colores tiene? —preguntó Wendell en ese momento.
Jess parpadeó para alejar el pasado y le enseñó la muestra del género elegido.
—Verde cazador para satisfacer el gusto masculino, color arena para halagar la

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sensibilidad de las mujeres.


—¡Ja! —rió Wendell—. ¿La sensibilidad de las mujeres? Creí que usted las
conocía mejor.
Jess sofocó una sonrisa.
—Estoy pensando en el verde con flores amarillas para las cortinas y en una tela
que haga juego para los frisos y el tapizado de las sillas.
Wendell lanzó una risita y asintió.
—Confío en usted, querida. Solo le pido que me haga saber de qué color debo
mandar hacer las servilletas y los manteles, y además me gustaría enviar una
muestra de la tela a los floristas. No podemos permitir que los centros de mesa
desentonen, ¿verdad?
No, pensó Jess, decididamente no podemos permitir que eso suceda en el
Country Club Fox Hills de Greenwich.
—¿Lo mismo para el comedor? —preguntó Wendell.
A Jess la distrajo el sonido de voces que llegaba desde afuera. Consultó su reloj
pulsera. Las diez y veinte. Sin duda no podían ser las señoras.
—¿Jess? —preguntó Wendell.
—Sí —contestó ella—. Es decir, no —se rectificó—. No debe ser lo mismo para
el comedor. Allí creo que el color arena debe ser el dominante… acentuado por un
azul marino.
—¡Maravilloso!
Las voces se desvanecieron, el ruido de pasos pareció alejarse. «Probablemente
hayan sido proveedores —pensó—. Proveedores, igual que yo.»
—Bueno —continuó diciendo, mientras trataba de ignorar aquellas malditas
mariposas inquietas—. El azul es un color frío, de modo que no es algo que por lo
general elegiría para un comedor. Pero hoy en día hay tonos tan maravillosos…
—Estoy convencido de que el resultado será soberbio —dijo Wendell—. Y ahora
debo irme, querida. ¿Necesitará ayuda para tomar las medidas?
—No, gracias, Wendell. Tengo las medidas preliminares que tomó Grace. Solo
quiero confirmarlas antes de encargar la tela.
Él volvió a asentir, le hizo un gesto de despedida con la mano y salió. Jess
agradeció que no hubiera dicho: «Ha sido maravilloso volver a verla» o «Se la ve
fabulosa, querida» o alguna de esas frases tan falsas que parecían obligatorias entre
los socios del club.
Volvió a mirar su reloj, con la esperanza de que no fueran las once y que faltara
largo rato antes de que corriera el riesgo de toparse con alguien conocido. Sacó la
cinta métrica y una libreta en la que escribió: «Sala de baile. Pared principal» y se
acercó a los ventanales para medirlos.
Apenas había extendido la cinta cuando oyó los pasos de alguien que entraba al
salón.
—¡Jessica! —Era una voz de mujer.
Jess se volvió. Las mariposas renovaron su revoloteo.
—¡Estás fabulosa, querida! —exclamó Dorothy Sanders—. ¿Qué haces aquí?

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Jess consideró la posibilidad de simular que no era quien era, que Dorothy
Sanders, lamentablemente, acababa de confundirla con otra persona. Consideró la
posibilidad de decir la verdad: que trataba de inculcarles a sus hijos el sentido de la
ética del trabajo, algo que nunca recibirían de su padre; que se había convertido en
una integrante productiva de la sociedad después de haber desperdiciado
demasiados años siendo una mujer como Dorothy. Y también consideró la
posibilidad de decir que estaba tratando de matar el tiempo mientras averiguaba si la
niña que entregó en adopción estaba viva o muerta, o si su otra hija alguna vez le
volvería a dirigir la palabra si seguía investigando.
Pero no hizo ninguna de esas cosas. En cambio, utilizó esa antigua sonrisa de
plástico que esbozaba en esas ocasiones.
—¡Dorothy! —exclamó en voz baja—. ¡Qué agradable encontrarme contigo! —
Aferró con fuerza el metro, hasta el punto de que su extremo metálico amenazó con
clavársele en la palma de la mano.
Con su cuerpo de amazona, Dorothy cruzó el suelo de parquet con sus zapatos
deportivos. Cuando llegó donde se encontraba Jess, se inclinó para darle el inevitable
beso en cada mejilla. Sonrió, como debía hacerlo Elizabeth Taylor, si la señora Taylor
en realidad usara el perfume que promocionaba.
—Las cortinas de Celia son divinas —dijo Dorothy, y Jess se sintió igual que
una criatura pequeña que acababa de ganar un concurso de gramática. La mujer
manoseó la triple hilera de perlas que le rodeaba el cuello y de repente su mirada
cayó sobre el cuaderno de notas que estaba a los pies de Jess—. ¿Vas a redecorar el
club? Bueno, me parece maravilloso. ¡El violeta ya me resulta tan aburrido!
Aburrido. Sí, pensó Jess, esa era la palabra apropiada.
—Hoy solo estoy tomando las medidas —explicó en voz baja. De ninguna
manera quería involucrar a Dorothy Sanders en su decisión de color o de tela. Este
era su trabajo. No el de Dorothy.
Jess recogió con rapidez el cuaderno.
—Bueno —dijo Dorothy, lanzando un suspiro que levantó las perlas apoyadas
sobre su cuello terso gracias a la cirugía estética—. Es una gran cosa que tengas tu
trabajo para mantenerte entretenida.
Jess sabía que esta era su manera de mostrarse condescendiente con respecto a
su divorcio. Con el hecho de que, a pesar de haberse producido cuatro años antes,
ella, a diferencia de Charles, no se hubiera vuelto a casar.
—Mi trabajo, mis hijos, mi vida —replicó Jess con una sonrisa—. Tienes razón,
Dorothy. Todo eso me mantiene muy ocupada. Y son ocupaciones que me encantan
y a las que no renunciaría por nada del mundo.
—¡Oh, Jess! —arrulló Dorothy—. No sabes cuánto te extrañamos aquí, querida.
Siempre fuiste de una gran ayuda con los actos de caridad… No sé si sabrás que esa
bruja con quien se ha casado Charles no nos da ni un minuto de su tiempo. —Las
mariposas batieron sus alas—. El mes pasado la llamé para preguntarle si haría
media docena de llamadas en mi nombre. ¡Media docena! Pero no, estaba demasiado
ocupada. Estaban a punto de partir para el Caribe a comprar un barco para sus

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cruceros. Hasta piensan vivir en un catamarán. ¿No te parece insoportable?


—Sí. —A Jess le parecía insoportable—. Bueno —dijo con rapidez, mientras
cerraba la cinta métrica—, todos tenemos nuestras prioridades. Lo cual me recuerda
que tengo una reunión en el otro extremo de la ciudad y se me hace tarde.
Salió del salón de banquetes sin responder al «chao» o al «hasta la vista» o al
«nos vemos» o a cualquier otra forma de despedida que las mujeres como Dorothy
usaran en ese momento. Una vez en el estacionamiento, depositó el muestrario en el
asiento trasero del coche, convencida de que no tendría más remedio que hacer las
cortinas basándose en las medidas preliminares tomadas por Grace. La única manera
en que estaría dispuesta a regresar al club sería custodiada por sus ayudantes.
Y solo volvería cuando estuviera segura de no encontrarse con nadie.

En el camino de regreso a su tienda, decidió hacer un desvío y volver a casa


para cambiarse el traje del club de campo y ponerse un par de pantalones y un jersey,
ropa más apropiada para su trabajo. También admitió que en ese momento no quería
encontrarse con sus empleadas… siempre tardaba en detener el ardor que se le
formaba en los ojos cada vez que se veía obligada a pensar en Charles, cada vez que
debía enfrentarse con la realidad de que, sin duda, la vida de su ex marido había
seguido adelante, y que ahora vivía con una mujer a quien le gustaba ser lo que él
tanto quería: la joven belleza ansiosa por agradarle, la hermosa mujer de piernas
largas, amplia sonrisa y largo pelo rubio, la mujer perfecta, la esposa trofeo.
A veces le costaba recordar que aquella era una vida que ella detestaba; y le
resultaba especialmente difícil cuando caía en la cuenta de que su vida era
exactamente lo que le acababa de decir a Dorothy. Su trabajo, sus hijos. Nada más. En
su vida no existía el amor, un hombre especial. A los cuarenta y cinco años, Jess se
preguntaba si el amor siempre la eludiría, y luego se preguntaba qué importancia
podía tener eso de todas maneras. Un Charles en su vida era más que suficiente.
Aparcó el coche en el garaje y se encaminó a la cocina, agradecida por la
pulcritud y el orden que la rodeaban, contenta de no tener que compartir su espacio
con ningún hombre egoísta.
Se acercó a la mesa en la que apoyó el bolso mientras se quitaba la chaqueta. El
parpadeo de la luz roja del contestador atrajo su mirada. Se sintió tentada de no
hacerle caso. ¿Y si fuera otra de esas llamadas extrañas? Pero enseguida recordó que
tal vez fuera Phillip.
Apretó el botón.
—¿Mamá?
¡Ah, Maura! pensó.
—Quería que supieras que todo está bien con respecto a las vacaciones de
primavera. Eddie las va a pasar conmigo.
La risita de Maura no hizo nada por aliviar la inquietud que sintió Jess.
—Antes de que te pongas nerviosa y todo eso, quiero que sepas que las
pasaremos con papá. ¡Haremos un crucero por el Caribe en el catamarán! Eddie está

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muy entusiasmado. Te llamaré más tarde, mamá. ¡Chao!


Jess permaneció como clavada mirando el contestador. Tenía la sensación de
que su vida se le escapaba por todas las venas del cuerpo y que le era chupada por
las plantas de los pies.

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Capítulo 8

Phillip se sacó un mocasín y friccionó los dedos del pie. Eran las dos y cuarto y
la sala de espera del Hospital Geriátrico de Long Island le ofrecía la primera
oportunidad del día de sentarse. Con un poco de suerte terminaría con ese asunto a
tiempo para encontrarse con Joseph en la ciudad, a tiempo para inspeccionar la
oficina que Joseph quería alquilar en Park Avenue con la Setenta y Tres.
Miró las paredes pintadas de color marfil, los cuadros del Atlántico, las sillas
azules de plástico que se alineaban en el perímetro de la pequeña habitación. Se
preguntó si el hombre a quien estaba a punto de ver tendría las respuestas que Jess
necesitaba.
Por fin había tenido suerte. La llamada que hizo el viernes al distrito de
Westwood estableció que Bud Wilson, el antiguo sheriff y jefe de correos estaba tan
muerto como la señorita Taylor. Phillip tachó su nombre de la lista de los que
conocían el secreto de Jess.
Pero el domingo, en la biblioteca, cuando debería haber estado almorzando con
su madre, Phillip encontró el dato que buscaba: William Larribee, el médico hacía
tiempo retirado, seguía siendo socio de la Asociación Médica Norteamericana. El
lunes Phillip se convenció de que, incluso un abogado que se dedicaba a asuntos
empresariales como él, era capaz de encontrar la última dirección conocida de un
médico de esa Asociación que, en ese caso, resultó ser el Hospital Geriátrico de Long
Island en cuya sala de espera, con sillas de plástico azul, estaba sentado él en ese
momento.
Sin embargo, encontrar al doctor Larribee era una cosa; obtener información útil
tal vez fuera otra muy diferente. Pero Phillip estaba decidido a hacer todo lo que
pudiera por Jess. Y lo haría antes de que Joseph averiguara qué hacía su hermano
menor en lugar de estar atendiendo asuntos de negocios.
Pero ¡Dios! ya era martes. Esperaba que Jess fuese tan paciente como agradable.
Según el reloj redondo que colgaba de la pared, ya eran las dos y veinte.
Tendría que salir de allí antes de las tres para llegar a la reunión con el agente
inmobiliario, después de la cual sería oficial que trasladaban el despacho al centro.
Phillip hojeó distraído un ejemplar de la revista People. ¿Qué habría pensado su
padre de la mudanza? Donald Archambault nunca fue un hombre pretencioso; era
un trabajador eficiente cuya especialidad eran los testamentos y las legalizaciones,
trámites que Joseph afirmaba que en la actualidad no eran rentables… en realidad
nunca lo fueron.
Pero a Phillip le gustaba su padre, lo respetaba y, sí, lo quería. Con sus maneras
tranquilas, guió a sus dos hijos adolescentes e hizo de ellos dos hombres cabales.

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Durante los fines de semana les enseñaba a pescar en el arroyo que había detrás de la
casa; varias veces los llevó a los grandes museos de Manhattan y de Washington D.C.
porque decía: «Nunca se aprende demasiado». Y después de la comida, siempre
estaba allí en su sillón, cigarrillo en mano, preparado para explicarles las noticias de
la noche o para ayudarles con sus deberes.
Phillip nunca supuso que llegaría el día en que su padre ya no ocuparía ese
sillón. Cuando Donald Archambault murió repentinamente y Phillip volvió de la
universidad a su casa para asistir al funeral, se acercó al sillón de su padre y lo miró
durante largo rato, temeroso de sentarse en él. Y hasta el presente, nunca había
podido hacerlo. Pero superar la pérdida de su padre lo preparó para sobreponerse
más adelante a la de P.J.; aprendió lo difícil que era la muerte para las personas que
quedaban atrás. Y que la muerte podía ser una jubilosa liberación para aquellos que,
como P.J., sufrieron tanto dolor.
Volvió a colocar la revista sobre la mesa para que estuviera a disposición del
siguiente visitante. Se preguntó cómo debía presentarse ante el doctor Larribee. Tal
vez debiera decir: «Me llamo Phillip Archambault. Soy una de las criaturas que usted
trajo al mundo en 1968».
Quizá fuese una buena presentación. Tal vez así conquistara la simpatía del
médico y le hiciera creer que la suya era una visita social, en lugar de un
interrogatorio sobre el pasado.
Sin embargo, le resultaba imposible no sentir que era un poco extraño eso de
conocer al médico que lo había traído al mundo, el hombre que le había pegado la
palmada en el culo o lo que fuera que hacían los médicos para ayudar al recién
nacido a lanzar su primer grito o a aspirar por primera vez esa cosa llamada vida. Se
preguntó si el médico recordaba a P.J., si había retenido en la memoria el pelo
castaño y los ojos color esmeralda de su madre.
Por el bien de Jess, quería que todo anduviera sobre ruedas. Y que fuese rápido.
Dudaba de que hubiera algo de verdad en la carta o en la llamada telefónica que ella
había recibido. Después de todo, el mundo estaba lleno de locos.
Pero por el bien de Jess, debía asegurarse.
De repente se abrió la puerta que conducía a la sala donde no se admitían
visitantes y apareció una mujer. No era la recepcionista sino una mujer de aspecto
severo y bata blanca, con el nombre bordado a la altura del pecho. La mujer se
acercó. Phillip volvió a calzarse el mocasín y se puso de pie. Le quedaban quince
minutos para obtener respuestas.
—¿Señor Archambault? —preguntó la mujer en voz, sin duda, severa—. ¿Usted
pidió ver a William Larribee?
Phillip leyó el bordado que la identificaba. Decía: «Doctora Marjorie Banks».
—Sí, doctora Banks.
—El horario de visita no comienza hasta las siete de la tarde.
Phillip metió la mano en el bolsillo, sacó una de sus tarjetas y se la entregó.
—Soy abogado, doctora Banks. Tengo necesidad de ver al doctor Larribee por
un asunto profesional.

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—Esta no es una prisión, sino un geriátrico. El hecho de que usted sea abogado
no crea ninguna diferencia. —Entrecerró los ojos detrás de sus gafas de montura
metálica—. El horario de visita comienza a las siete —Le devolvió la tarjeta y se giró
para salir.
—¿Esta noche? —preguntó Phillip—. ¿Puedo verlo esta noche?
—De siete a nueve —respondió la doctora Banks y desapareció por la puerta.

—Situación, situación, situación —dijo Joseph en tono presumido mientras


miraba por la enorme ventana de la oficina que daba directamente a Park Avenue—.
Lo logramos, hermanito.
Phillip no sabía si el rubor que le cubría las mejillas se debía a su carrera en
transportes públicos para volver a la ciudad, a la certeza de que se vería obligado a
repetir esa carrera para llegar al geriátrico a las siete, o a la excitación que le producía
la situación del despacho.
El edificio era imponente. El vidrio opaco de la puerta de entrada era también
impresionante, y el acceso a la planta baja sin duda tenía un buen nivel. El interior de
la oficina en sí era acogedor. Los suelos resplandecientes de madera y las paredes
recubiertas de caoba habían sido cuidadosamente restaurados; los altos techos y las
ventanas eran majestuosos y… dignos de un bufete de abogados. Era un lugar al que
se sentirían orgullosos de llevar a sus clientes. Por algún motivo, Phillip pensó en
Jess. Se sentiría orgulloso de llevar allí a Jess. Habría estado orgulloso de llevar allí a
P. J.
—¿Estamos en condiciones de alquilarlo? —le preguntó a su hermano mayor y
presumiblemente más sabio.
—No estamos en condiciones de no hacerlo —contestó Joseph—. Este es
nuestro momento decisivo.
Phillip se preguntó si Donald Archambault habría tenido un momento decisivo
o si se conformó con lo que logró tener: no una gran fortuna sino estabilidad.
—Me pregunto qué pensaría papá —se oyó decir a Phillip.
—Papá estaría sorprendido. Tal vez nos envidiara un poco.
Phillip se acercó a la chimenea de mármol y examinó en detalle la repisa tallada.
—¿Y además podremos tener una secretaria? ¿Una verdadera secretaria?
Joseph lanzó una carcajada.
—¿Con seguridad social? Pides mucho, hermanito.
Irritado, Phillip se aflojó la corbata y pensó en el lema de Joseph: «No importa el
dinero que haya en el talonario, lo que cuenta es lo que crean los demás».
—Necesitamos una secretaria —insistió. Su hermano volvió a reír.
—Te estaba haciendo una broma. Ya he contratado un servicio de secretarias.
No solo tendremos una sino dos. Una para mí. Una para ti. Y una recepcionista. A
tiempo completo.
Phillip miró los ojos irlandeses-polacos o no sé qué de Joseph.
—¿Estás seguro?

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—Completamente seguro. Y también lo está Jim Crowley.


Jim Crowley era el contable recargado de trabajo del despacho, un hombrecito
que hasta el momento había logrado controlar las extravagancias de Joseph
obligándolo en lo posible a mantenerse dentro de los límites. Phillip no tenía motivos
para desconfiar de él. Se relajó, asintió y miró pensativo a su alrededor. No resultaba
difícil imaginar un enorme escritorio de madera de cerezo, sillones cómodos, una
alfombra oriental. No podía negar que le resultaría agradable ir allí todos los días.
Los espléndidos paneles de madera de las paredes simbolizaban el éxito y la
confianza que hasta a él le gustaría sentir.
—¿Así que te gusta? —preguntó Joseph.
Phillip sonrió.
—Recuérdame agradecerle a McGinnis y Smith el habernos nombrado sus
abogados.
—Puedes hacerlo esta misma noche. Cenaremos con ellos. —Joseph tomó su
maletín—. A las siete y media. En el club.
—¿Esta noche? —repitió Phillip mientras pensaba en una serie de sillas de
plástico azul y en un doctor Larribee sin rostro.
—¡No me digas que tienes otros planes!
—Ojalá lo hubiera sabido antes…
Joseph dejó caer su maletín; el cuero golpeó contra el suelo de parquet y el
sonido retumbó en la habitación vacía.
—¿Así que por fin tienes una vida social?
—No se trata de algo social, Joseph. Le estoy haciendo un favor a una amiga…
Su hermano alzó las cejas.
—En realidad no es exactamente un favor —siguió diciendo Phillip—. Es muy
posible que llegue a ser cliente del despacho. —Después de todo, Jess le había dicho
que le pagaría, aunque él no tenía la menor intención de aceptar su dinero. Apartó la
mirada para que Joseph no descubriera la mentira blanca que acababa de decir.
—¿Tienes un secreto que no quieres contarme, hermanito?
Phillip no contestó. No intentaba ser evasivo o calculador, ni manipular a su
hermano. Sencillamente no sabía qué decir.
—¡Vamos, Phillip! No solo soy tu socio, soy tu hermano, ¿recuerdas?
Los antiguos radiadores silbaron, calentando la habitación.
—Olvídalo, ¿quieres? Estaré en el club a las siete y media. Haré mañana lo que
pensaba hacer hoy.
—No, no podrás. Mañana es miércoles. Cenamos con mamá.
—¡Ah! Miércoles. Es cierto. —¿Su vida alguna vez llegaría a ser suya?, pensó.
—Y será mejor que te pongas tu mejor traje. Camille insinuó que mamá ha
encontrado otra chica para que la inspecciones. —Se inclinó hacia su hermano y le
guiñó un ojo—. A menos, por supuesto, que tus planes secretos interfieran con la
posibilidad de conocer a otra mujer fascinante.
Phillip gimió.
—¿Fascinante? Me conformaría con que fuera alguien decente a quien poder

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

mirar. —Sabía que estaba exagerando, como necesitaban exagerar los tipos para
parecer más hombres.
—Mamá se preocupa por ti, Phillip. Quiere que sientes cabeza.
A nadie parecía importarle que Phillip no estuviera preparado para sentar
cabeza, para comprar una casa en una urbanización como Joseph y Camille. Para
elegir vajilla y cubiertos y para compartir su espacio con otra persona que sin duda
no apreciaría que arrojara sus calcetines al suelo. A nadie parecía importarle, porque
él ya tenía treinta años y habían decidido que le había llegado la hora.
Joseph apoyó una mano sobre el hombro de Phillip en un gesto bien
intencionado.
—Dale el gusto, hermanito. Y ahora vayamos a firmar esos papeles antes de que
los buitres de la inmobiliaria nos dejen sin la oficina.
—Está bien. —Se abrochó la chaqueta, se abrigó el cuello con la bufanda de lana
y se resignó al hecho de que William Larribee tendría que esperar hasta después de
McGinnis y Smith. Hasta después de que él hubiera comido con su madre y con otra
de sus novias posibles. Después de todo, la prioridad de Phillip estaba en mudarse al
centro. Sin duda Jess podría esperar otro par de días.

Jess trató de actuar con naturalidad. Mientras observaba a Maura preparar su


equipaje para el viaje al Caribe, trató de impedir que se notaran su enojo, su dolor, su
frustración. Ya hacía casi cinco años que Maura había recurrido a ella: con dieciséis
años, embarazada y aterrorizada. Fue entonces cuando Charles llamó puta a su hija;
cuando insistió en que se hiciera el aborto que ella no quería; cuando la acusó de
tratar de destruir su reputación, su negocio, su vida. Sin embargo, parecía que Maura
había perdonado a su padre y olvidado sus lágrimas y su dolor.
Pero Jess, no. Y tampoco tenía dudas de que, si Maura no hubiera tenido un
aborto espontáneo, y en este momento tuviera consigo a una criatura ilegítima de
cuatro años por quien los socios de Charles no preguntarían, por discreción, su hija
no habría sido invitada a ese crucero en catamarán, ni su padre habría invitado
también a Eddie.
—Mamá —dijo en ese momento Maura mientras arrojaba ropa dentro de la
maleta—, ya sé que es probable que no te fascine que yo haga este viaje con papá,
pero todo saldrá bien. Además, es hora de que trate de conocer a mi madrastra. Hoy
en día la unidad familiar se ha modificado. Debemos adaptarnos.
Jess se preguntó si esos principios filosóficos surgían de alguno de los cursos de
desarrollo humano de su hija o si había llegado por sí misma a esa conclusión.
—Bueno —dijo en voz baja—, eso es algo que no puedo discutir.
—¿Por qué no sales nunca, mamá? —preguntó Maura de una manera tan
inesperada que Jess se sobresaltó.
Jess rió.
—¿Y adónde quieres que vaya?
—A comer fuera. Al teatro. Que hicieras un viaje.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—¿En catamarán por el Caribe?


—Mamá, uno de estos días deberías comenzar a divertirte en lugar de ser
siempre la mártir.
—¿Mártir? ¿Eso es lo que me consideras?
—Bueno, no. No sé. Trabajas demasiado en tu taller. Todavía le sigues
cocinando a Travis todas las noches. ¡Dios! Si hasta le lavas la ropa.
—Travis todavía está en secundaria, Maura. Es una criatura.
—Dentro de algunos meses, vivirá por su cuenta. Nos has tratado como a bebés,
mamá. A todos.
Jess clavó la mirada en la maleta de Maura y trató de digerir lo que su hija
acababa de decirle.
—Vosotros sois mis hijos —dijo, poniéndose a la defensiva—. Sois mi
responsabilidad. No os he tratado como a bebés. Os he cuidado.
En ese momento a Jess le resultó odioso que Maura hubiera vuelto de la
universidad con la cabeza llena de todas esas tonterías psicológicas.
Maura se sentó en la cama junto a su madre, en esa cama, cubierta por un
edredón rosado, que Jess siempre quiso que fuera perfecta para su hijita. La hijita a
quien pudo criar.
—No te estoy criticando, mamá. Pero creo que realmente ha llegado la hora de
que sueltes el pasado. ¿Qué harás cuando Travis ingrese en la universidad? ¿Trabajar
veinticuatro horas al día? La vida es mucho más que eso, mamá.
—Para tu información, cuando Travis se vaya de casa, por la noche me pienso
enroscar y leer libros maravillosos. Cocinaré en el microondas y disfrutaré de la paz.
—En un tiempo la idea le pareció una maravilla. Pero ahora que lo decía en voz alta
tuvo la sensación de que estaría aislada, solitaria.
—¿Por qué no llamas alguna vez a Kiki Larson? Antes erais amigas y ella
también está divorciada.
Jess rió.
—¡Dios mío, sí! No hay duda de que Kiki está divorciada.
No mencionó que el otoño anterior había salido una noche con Kiki, cuando la
mujer la persiguió para convencerla de que asistiera a una reunión social para
solteros en el Grand Oaks Hotel. «¡Debes salir, Jessica! —lloriqueó Kiki—. Otro
hombre no aterrizará en tu salón como por arte de magia. Es necesario hacer vida
social.» Así que Jess lo intentó. Pero el concepto de vida social de Kiki significaba
salir a bailar con todos los hombres que se lo pedían y pedírselo a aquellos que no lo
hacían. Jess se sintió a la vez absurda y avergonzada.
Así que se fue temprano de la reunión y se prometió no volver a hacer esa clase
de vida social. En ese momento miró a su hija y sonrió.
—Me temo que a Kiki solo le interesan los hombres —dijo Jess.
—Eso no quiere decir que esté equivocada —contestó Maura, poniéndose de pie
y moviendo la cabeza—. No sé qué temes, mamá. No todos los hombres son como
papá. —Y con esas palabras Maura volvió a la tarea de revisar su armario.
Jess permaneció sentada sobre la cama y pensó en lo que acababa de decirle su

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hija. Había cierto consuelo en el reconocimiento de Maura de que Charles no era


perfecto. Pero en cierta forma tenía razón. En otoño, cuando Travis se fuera, se
quedaría sola y, por primera vez en veintitrés años, habría terminado su labor de ser
madre siete días a la semana. Volvió a pensar en su otra hija, que tal vez viviera o tal
vez no, que ese año cumpliría treinta, que hasta era posible que también fuese madre,
que tuviera una familia propia. Se preguntó si sería una buena madre, si querría a
sus hijos tanto como ella quería a los suyos. Demasiado, según Maura.
Por supuesto, ante todo tendría que haber encontrado a un hombre. Esperaba
que fuese uno de esos que, como decía Maura, no se parecieran a Charles.
Se levantó de la cama.
—Iré a buscar el protector solar —le dijo a Maura—. En el Caribe te hará falta.
—Mientras cruzaba el vestíbulo se preguntó si proporcionarle protector solar sería
tratar a su hija como a un bebé. Luego se preguntó si habría sido demasiado
protectora en un esfuerzo por compensar la enorme insensibilidad de Charles. O tal
vez tuvo necesidad de mantener a sus hijos cerca para no perderlos como perdió a
Amy, Amy o como se llamara la primera hija que tuvo.

Se llamaba Nicole y el padre era un abogado defensor de Chicago montado a lo


grande, que había logrado importantes acuerdos pecuniarios para mujeres llorosas y
cubiertas de diamantes, cuyos ricos maridos las habían despreciado. Jeanine
Archambault jugaba al bridge con la amiga de la amiga de una de las satisfechas
clientes del padre de Nicole. Nicole era estudiante de primero de derecho en
Columbia, de manera que debía necesitar a un amigo como Phillip, alguien que le
mostrara todos los hilos de los que había que tirar en Manhattan, tanto en un sentido
legal como en todos los demás.
Nicole era atractiva en un sentido un poco estudiantil, pelo castaño cortado
justo por debajo de las orejas, jersey negro de cuello alto, pantalones negros que
destacaban su figura demasiado delgada y ojos castaños enrojecidos, sin duda por
haber leído demasiados libros. Era un aspecto que a Phillip le resultaba familiar. Pero
la sonrisa de la muchacha parecía genuina cuando aceptó el plato de asado que le
sirvió la madre de Phillip y comentó lo maravilloso que le parecía comer comida
casera.
Jeanine le sonrió a Phillip, Camille le sonrió a Joseph. Joseph miró a su madre y
le guiñó un ojo. Y todo el mundo parecía coincidir en que Nicole era una muchacha
muy conveniente para el joven abogado cuya hora ya había llegado.
Mientras se servía puré de patatas, Phillip se odió por preguntarse que si P.J. lo
hubiera criado y no hubiera muerto, habría tratado también de encontrarle novia.
Nicole era una más en la larga lista de posibles parejas que Jeanine, Camille, y en una
ocasión hasta el mismo Joseph, le habían buscado al pobre-Phillip-que-no-tiene-
tiempo-de-conocer-a-nadie. El resultado fue una serie de noches aburridas en casa de
su madre, seguidas por la obligada invitación de Phillip a comer en la ciudad, cosa
que solo aumentaba su aburrimiento. Salvo, por supuesto, en el caso de Suzanne

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Devine, quien desestimó el vestido apropiado que se puso para ir a comer a casa de
Jeanine y se presentó en la ciudad con un minivestido rojo y zapatos de tacón de diez
centímetros de alto. Phillip debió reprimir una sonrisa al recordar la noche que
compartió con Suzanne: la forma escandalosa en que ella flirteó con él durante toda
esa salida obligatoria, y la forma aún más escandalosa en que pasó el resto de la
noche untándolo con crema chantilly y excitándolo de todas las maneras posibles. Se
movió incómodo en la silla tapizada del comedor de su madre, lamentando que
Suzanne hubiera regresado a San Antonio al día siguiente, donde le confió que la
esperaba un novio.
Jeanine interrumpió sus pensamientos.
—Nicole se especializará en derechos de la infancia —informó.
—Sobre todo en lo que se refiere a leyes laborales —acotó Nicole—. Hoy en día
cada vez trabajan más niños. Es una vergüenza. El mundo se mueve a tanta
velocidad que casi no tienen tiempo de ser niños. Debemos protegerlos.
Phillip esbozó una sonrisa mientras le pasaba la fuente del puré.
—Los derechos infantiles están muy lejos de los tribunales de divorcio.
Un destello de rebeldía asomó a los ojos enrojecidos de Nicole.
—Si te refieres a mi padre, tienes razón. Estoy segura de que él preferiría verme
vestida de traje gris y con tacones, siguiendo sus pasos de alto nivel.
Phillip se preguntó si sería apropiado preguntarle si tenía algún vestido rojo. En
vez de hacerlo decidió que la invitaría a comer, no al día siguiente por supuesto pero,
tal vez, aquel fin de semana. Reservaba la noche siguiente para William Larribee. La
otra la reservaba para ayudar a Jess. Después, una vez que se hubiera enterado de lo
sucedido con su hija, haría un hueco para invitar a Nicole. Le daría un gusto a su
madre y tampoco a él le parecía una mala idea.

El hombre de la silla de ruedas tenía las cejas gruesas y blancas, que le


sobresalían de la frente como si las tuviera pegadas con engrudo. Su rostro estaba
lleno de manchas debidas a problemas hepáticos, los ojos cubiertos por el velo de las
cataratas y estaba completamente calvo. En definitiva parecía un monigote quien, tal
vez, había permanecido demasiados años en el fondo de una botella de ginebra. En
un tribunal no sería la imagen del testigo creíble.
—Doctor Larribee —dijo Phillip, tendiéndole la mano—. Usted me trajo al
mundo.
—Espero que ese no sea un motivo para que me tenga antipatía —contestó el
anciano, colocando una mano flaca y huesuda en la de Phillip.
No era la respuesta agradable que Phillip hubiera esperado de boca de un
médico. Retiró su mano de la mano seca del anciano y se instaló en una de las sillas
azules de plástico del salón de actividades al que lo acababa de acompañar una
recepcionista, precisamente cuando el reloj dio las siete.
—Soy abogado —dijo, entregándole su tarjeta al médico.
El anciano meneó la cabeza y desvió la mirada.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—No alcanzo a leer nada con estos malditos ojos —explicó—. Y tampoco me
hace falta un maldito abogado, si es por eso por lo que está aquí.
¿Hasta qué punto sería ciego? ¿Demasiado como para haber escrito la carta que
recibió Jess? Phillip volvió a meterse la tarjeta en el bolsillo.
—No, doctor Larribee, no he venido en busca de un cliente. He venido en busca
de respuestas.
El viejo era hosco y cortante. Phillip decidió que sería directo. Tal vez fuese su
única posibilidad de descubrir la verdad.
—Eso depende de las preguntas.
—Mi madre era P. J. Davies —comenzó diciendo Phillip—. Fue una de las
residentes de Larchwood Hall. —Tenía ganas de mencionar el hermoso pelo castaño
de su madre, ganas de compartir con el médico la información de que P.J. había
muerto, aunque en ese momento se encontrara a su lado, reunido con ella. Tenía
ganas de compartir todo eso con aquel hombre, pero no pudo hacerlo. En
consecuencia, observó a Larribee frotarse las palmas de las manos contra la goma de
las ruedas de la silla.
—No la recuerdo.
Phillip se preguntó si el viejo estaría mintiendo o si él mismo sería capaz de
recordar a uno de sus clientes treinta años después, aunque se tratara de alguien tan
hermoso como lo fue P.J.
—¿Y qué me dice de Jess Bates? —preguntó—. Era muy jovencita. Solo tenía
quince años. Usted trajo a su hija al mundo en 1968, el mismo año en que nací yo.
—Ni idea.
—¿Y Ginny Stevens?
Phillip hubiera jurado que el dejo de una sonrisa asomó a los labios pálidos del
viejo.
—No —dijo, y cerró los párpados amarillentos—. No puedo ayudarlo. —
Carraspeó, abrió los ojos y comenzó a alejarse en la silla de ruedas.
Phillip se puso de pie de un salto.
—¡Un momento, doctor Larribee! Usted puede ser un anciano, pero eso no me
impide citarlo a declarar. —En realidad no tenía idea de lo que decía, solo sabía que
se había desplazado hasta allí dos veces, y que Jess contaba con él. Si el médico se
negaba a hablar con Phillip ignoraba qué más podía hacer. Y por viejo que fuera el
médico, Phillip no creía ni por un instante que no hubiera reconocido ninguno de los
tres nombres.
La silla de ruedas se detuvo.
—¿Citarme a declarar? ¿Para qué?
—Dígamelo usted. Y podría comenzar contándome qué sabe acerca de Jess
Bates. Y sobre la niña que fue adoptada por el matrimonio Hawthorne.
El silencio reinó en el salón de actividades. Cerca de la ventana, una anciana
hablaba sola. Frente a una brillante mesa redonda, un hombre tiraba abajo la torre de
piezas de madera que acababa de construir. Phillip parpadeó ante el aire viciado y el
leve olor a orina que impregnaba el lugar y se preguntó si lo arrojarían a la calle por

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acosar a un anciano sin motivo.


—¡Dios! —murmuró el doctor Larribee—. ¿Por qué no se lo pregunta a esa
mujer, Taylor? Ella era la encargada.
Caramba, pensó Phillip, haciendo un esfuerzo por mantener la calma, para no
demostrar la excitación que sentía.
—La señorita Taylor ha muerto —dijo con tono tranquilo—. Dígame lo que
sepa. Lo hará aquí o en el juzgado.
—No fue un caso de mala praxis —se defendió Larribee—. No podrá quitarme
mi licencia.
La idea de que el viejo estuviera preocupado por la posibilidad de perder su
licencia médica era absurda. Pero lo que impresionó más profundamente a Phillip
fue que el anciano acabara de utilizar las palabras «mala praxis». Phillip se aflojó la
corbata. Decidió que correría un riesgo, solo para observar la reacción del doctor
Larribee.
—Cambiar bebés es una felonía —dijo con una autoridad que estaba lejos de
sentir.
De los labios del anciano surgió un murmullo, un barboteo o algo parecido.
—¡Dios! Ya hace casi treinta años de eso.
—No importa —comentó Phillip, sin saber con seguridad si eso era así, pero
convencido de que las leyes empresariales nunca le producían una descarga de
adrenalina parecida a la de aquel momento—. A menos que coopere, puede llegar a
pasar sus últimos días en una celda de seis por ocho.
La mirada del viejo se clavó en la ventana.
—En una época tuve un abogado —confesó—. Pero ha muerto. Todo el mundo
ha muerto. Los únicos que quedan vivos no valen nada.
—¿Qué sucedió, doctor Larribee?
El médico volvió a cerrar los ojos y lanzó un suspiro.
—Frances Taylor —dijo—. ¡Dios, qué glotonería la de esa mujer!
¿Glotonería? Phillip escuchó.
—Me amenazó con denunciarme. Ella sabía que me gustaba la ginebra, tal vez
demasiado. Me chantajeó para conseguir que firmara esos documentos. —Se le fue
perdiendo la voz, como si sus pensamientos se deslizaran a un lugar doloroso.
Phillip se inclinó para escuchar con mayor claridad lo que decía.
—¿Qué documentos?
El médico ladeó la cabeza.
—Me aseguró que nadie lo sabría jamás.
Phillip apoyó una mano sobre el brazo del doctor Larribee.
—¿Qué le sucedió a la hija de Jess?
Al principio el viejo no contestó, luego levantó la cabeza y se secó la saliva que
se le escapaba de la boca.
—Se suponía que la adoptarían los Hawthorne. Pero a ese matrimonio le
entregaron otra niña en su lugar. Una niña de Bridgeport.
—¿Y quién era esa niña?

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El viejo se encogió de hombros.


—No recuerdo cómo se llamaba. Un caso de caridad. Le dije a la madre que su
bebé había muerto.
Phillip contuvo la furia que empezaba a bullir en su interior.
—¿Y qué sucedió con la hija de Jess Bates?
—No lo sé.
—¿Nació… vivió?
—Sí —contestó el médico—. Era una criatura pequeña, pero vivió. —Se hundió
más en la silla como si envejeciera con cada respiración. El enojo de Phillip dio paso a
una oleada de emoción que lo recorrió desde la cabeza hasta la punta de los pies. La
hija de Jess vivía. Y no había sido Amy Hawthorne. Reprimió la necesidad de salir
corriendo de la habitación, de buscar un teléfono público y llamar a Jess. Lo resistió
porque debía averiguar mucho más. Phillip cuadró la mandíbula.
—¿Quién recibió a la hija de Jess? —volvió a preguntar.
—Ya le he dicho que no lo sé.
Phillip se puso de pie y se plantó frente a la silla de ruedas del médico. Dio tres
pasos hacia un lado y tres de regreso, una forma de interrogatorio que había visto
por televisión. Luego, con mucha lentitud, las piezas comenzaron a ponerse en su
lugar. Un verdadero rompecabezas que tomaba forma. Se detuvo de repente y se
volvió hacia el acusado.
—¿Y qué me dice de los cincuenta mil dólares, doctor? ¿Qué parte de esa
cantidad le pagó la señorita Taylor a usted?
El doctor Larribee volvió a adoptar una actitud de alerta. Se irguió en la silla.
—No vi ni un dólar de ese dinero. Lo juro. ¿Por qué no se lo pregunta a Bud
Wilson?
—Wilson también ha muerto.
Larribee lanzó un bufido.
—¿Ve? Todo el mundo ha muerto.
Phillip se metió las manos en los bolsillos y continuó con el interrogatorio.
—¿Quién le pagó esos cincuenta mil dólares a la señorita Taylor, doctor?
—Lo ignoro —contestó él, meneando la cabeza—. Juro que no lo sé.
A Phillip se le ocurrió otra idea.
—¿Cuántos más hubo, doctor? ¿Cuántos bebés cambió?
El médico movió nervioso sus abultadas cejas.
—¡Ninguno! Fue solo el de ella, la joven Bates.
—¿Está seguro?
—Sí. No porque Frances Taylor se hubiera opuesto. —Volvió a frotar las manos
contra las ruedas de la silla—. Y ahora, por favor, déjeme en paz. —Salió de la
habitación entre los crujidos que hacía la silla a cada vuelta que daban las ruedas.
Esta vez Phillip no lo retuvo. Si necesitaba averiguar más, ya sabía dónde
encontrarlo. Por el momento tenía lo que quería: una confirmación de que Amy
Hawthorne no era la hija de Jess y que los cincuenta mil dólares tenían alguna
relación con el asunto. Y por suerte no parecía que ese hubiera sido el gran negocio

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de Larchwood Hall: fue solo un hecho aislado que tuvo lugar porque se presentó la
oportunidad y una vieja ambiciosa la aprovechó.
Mientras Phillip caminaba hacia la salida del geriátrico, se dio cuenta de que
acababa de cumplir con lo que le prometió a Jess. Pero ya no podía detenerse. Debía
ayudar a Jess a encontrar a su verdadera hija, aunque significara arriesgarse al enojo
de su hermano.

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Capítulo 9

Era una de esas mañanas cálidas de finales de marzo, que llegaba con la
promesa de sol y de primavera. Jess miró el parque a través de la vidriera de la
tienda y se preguntó cuánto tardarían las flores en asomar sus cabezas, cuánto faltaba
para que los narcisos compartieran con el mundo su belleza amarilla. Le resultaba
más fácil pensar en estas cosas que en contar los días transcurridos desde su
entrevista con Phillip (siete), obsesionarse con la idea de que tal vez Amy no hubiera
sido hija suya, y preguntarse por qué, si su hija todavía vivía y sabía quién era ella,
no se había presentado antes.
Jess también sabía que era más fácil pensar en flores que imaginar a Charles y a
su nueva mujer jugando a anfitriones con Maura y su novio.
Mientras las máquinas de coser chirriaban como sonido de fondo y sus
ayudantes trabajaban con esmero en las cortinas del club de campo, Jess comprendió
que Maura tenía razón. La vida debía ser algo más que trabajar y preocuparse por los
demás. Trabajar, trabajar y luego enroscarse en la vieja bata de felpa, por acogedor
que eso fuese. Pensó en la remota posibilidad de que pudiera haber otro hombre en
su vida, un hombre que no se pareciera a Charles, alguien capaz de compartir sus
placeres y sus dolores, alguien que la quisiera y a quien ella pudiera querer. Alguien
que aceptara su pasado tanto como su presente, y que comprendiera su derecho a
darle la bienvenida a cualquier criatura, formara o no parte de su vida. Estaba
pensando con tanta intensidad que no se dio cuenta de que Phillip se acercaba por la
acera hasta que sus ojos se encontraron con los ojos verdes del muchacho, quien le
hizo un efusivo saludo. Jess parpadeó y abrió la puerta.
—¡Phillip! —exclamó con una sonrisa, poniéndose de puntillas para besarle una
mejilla—. No te esperaba.
—Por su manera de mirar hacia fuera, hubiera asegurado que me estaba
esperando.
Jess rió.
—Estaba esperando que florecieran los azafranes.
Él frunció el ceño.
Jess volvió a reír.
—Era un chiste. ¿Qué te trae por aquí?
Phillip le estudió el rostro.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó ella volviendo de repente a su realidad en la que no
existían catamaranes ni enamorados—. ¡Has averiguado algo!
—¿Podemos hablar en privado en alguna parte?
Ella recorrió el taller con la mirada. Sus empleadas estaban ocupadas pero, a

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pesar del ruido de las máquinas de coser, no eran sordas. Volvió a mirar hacia el
parque por la vidriera.
—Vamos al parque —dijo rápidamente—. Déjame que coja mi chaqueta.

El resto del rocío de la mañana todavía humedecía el banco del parque, pero a
Jess no le importó. Se sentó muy quieta, las manos en los bolsillos de la chaqueta y
escuchó con atención la historia que Phillip le contaba. Bud Wilson había muerto. Y
luego le relató la conversación que mantuvo con el doctor Larribee. Mientras
escuchaba tuvo conciencia de su propia respiración suave y con cada inhalación y
cada exhalación trató de asimilar lo que oía, trató de comprender su significado.
Cuando Phillip terminó de hablar, Jess no se movió, no dijo una sola palabra.
—De manera que, basándome en la historia del doctor Larribee —terminó
diciendo Phillip—, creo que podemos tener la seguridad de que Amy no era hija
suya.
Jess observó la paloma que se posó a sus pies, los pequeños ojos negros que la
miraban como tratando de determinar si tendría migas de pan para ofrecerle.
Y luego las mariposas levantaron el vuelo en su estómago. Hizo girar en su
dedo el anillo de esmeraldas y diamantes, el anillo que usaba desde hacía treinta
años, el anillo de su madre, el cariño de su madre.
—Mi hija todavía vive —susurró.
Sentado a su lado, Phillip cruzó las piernas.
—Bueno, eso es algo imposible de saber con seguridad, Jess. Pero creo que
podemos suponer que está allí fuera. En alguna parte.
—¿En Martha's Vineyard?
—Tal vez. Eso tampoco lo sabemos. Tendré que hacer algunas investigaciones.
Jess levantó la mirada hacia los altos árboles de cuyas verdes yemas saldrían
hojas que muy pronto darían sombra y los harían hermosos. Pensó en Maura, en la
reciente independencia de su hija. Será una mujer fuerte, decidió. No perfecta pero
fuerte, lo bastante fuerte como para aceptar lo que debía hacer, lo suficientemente
fuerte como para que llegara el día en que lo comprendiera.
—Necesito encontrarla. —Sus palabras quedaron flotando en el aire, más allá de
la paloma, en lo alto de los árboles. Phillip asintió.
—La ayudaré.
—Pero tu hermano… —dijo Jess—. Tu despacho.
—Sobrevivirán. —Sonrió y le tocó el brazo con suavidad—. Además, creo que
P.J. querría que la ayudara, ¿no le parece?
Jess recordó a esa mujer alegre, de pelo castaño, sonrisa amplia e interminable
decisión. A diferencia de la renuente Susan y de ese «de ninguna manera, jamás en la
vida» de Ginny, P.J. aceptó la idea de inmediato cuando Jess fue a verla a su piso
para proponer la reunión. Ese día P.J. dijo: «Sí. Me gustaría conocer a mi hijo». Al
recordarlo, Jess sonrió y palmeó con suavidad la mano de Phillip.
—Tienes razón —afirmó—. Creo que a P.J. le habría gustado mucho.

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—Amy no era hija mía. —La voz de Jess surgió con claridad del contestador
automático colocado sobre el bar frente al sillón donde estaba tirada Ginny, bebiendo
una Coca Cola, mirando la televisión y comiendo el tercer cruasán relleno con queso
y huevo de esa mañana—. Phillip me ayudará a encontrar a mi hija.
Consuelo entró en la habitación, miró el contestador y decidió levantar el
auricular del teléfono.
—¡No lo hagas! —ordenó Ginny—. ¡Vete!
El ama de llaves meneó la cabeza.
—¿Por qué no quiere atender a su amiga?
Ginny se irguió. El contestador se apagó.
—Eso no es asunto suyo, señora. Y ahora, vamos. Déjame en paz.
La mujer, cuyo pelo oscuro salpicado de canas estaba recogido en un rodete, se
puso en jarras.
—El señor Jake se avergonzaría mucho.
Ginny se quitó las migas que le habían caído sobre la falda y las arrojó al suelo.
—¡Mírese! —continuó diciendo Consuelo—. Parece un espantapájaros.
—Pero soy tu patrona. Lo cual significa que debes callarte la boca y dejarme en
paz.
—¿En paz? ¿Quiere que la deje en paz? ¿Para que pueda seguir comiendo hasta
convertirse en un globo? De todos modos nadie quiere estar cerca de usted —
prosiguió diciendo Consuelo—. Ni siquiera su propia hija.
—No metas en esto a mi hija.
—Lisa es una buena chica. Apuesto a que su otra madre es más buena con ella.
—Y con un bufido, el ama de llaves salió de la habitación.
Ginny miró el televisor donde un animador clavaba un alfiler en algún lugar
del mapa del país, un lugar cerca de Dubuque. Supuso que allí debía de haber
personas cuyos maridos también cayeron muertos de repente. Se preguntó si por eso
miraban la televisión en pleno día. Se preguntó si ellas también estarían comiendo
cruasanes rellenos de huevo y queso.
—¡Mierda! —exclamó. Apagó el televisor y decidió que su ama de llaves tenía
cierta razón. Era un desastre.
Se enderezó hasta quedar sentada y pensó en Lisa. La última vez que la vio fue
el fin de semana, no el último sino el anterior. O el anterior a ese; le resultaba difícil
recordarlo. Aquel día Lisa se presentó sin anunciarse y encontró a Ginny metida en
un baño caliente y desnuda.
Cualquier otro día, en otros tiempos, a Ginny no le habría molestado que su hija
la viera desnuda. Pero al mirar su vientre tan blanco y redondo, sus muslos
hinchados y flojos, le avergonzó la gordura que estaba adquiriendo, el resultado
visible de no poder dejar de devorar todo lo que fuera comestible.
Así que en lugar de recibir a Lisa con una sonrisa y un saludo, trató sin éxito de
cubrir sus redondeces dándole la espalda.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—¿Qué mierda estás haciendo aquí? —preguntó.


—Vine a verte —contestó Lisa—. Quería saber cómo andabas.
—Bueno, ya me has visto. Me has visto entera. Vete a tu casa, Lisa. Quiero estar
sola.
Lisa se instaló en el borde de la bañera.
—Quiero ayudarte, Ginny —explicó—. Yo también quería a Jake.
Ginny hundió la cabeza en el agua, permitiendo que le empapara el pelo y
deseó que pudiera inundarle el cerebro para lavar todos los recuerdos que tenía
dentro. Después salió a la superficie, pero no abrió los ojos.
—Vete a tu casa, Lisa —repitió—. Tengo necesidad de pasar esto sola.
Lisa permaneció en silencio durante un momento. Después Ginny sintió que
apoyaba una mano fresca sobre su hombro desnudo y mojado.
—No eres la única que sufre. Yo también te necesito, ¿sabes?
Se fue y desde entonces no habían vuelto a hablar. Ginny no quería hablar con
Lisa ni con nadie, no quería que le recordaran que la vida seguía más allá de las
paredes de su casa. La vida, en la que la gente trabajaba y reía y amaba y… respiraba.
Donde personas como Lisa estaban en la cima del éxito, con carreras brillantes que
ayudaban a amortiguar el dolor; donde personas como Jess se ahogaban en sus
idioteces diarias, como coser, por amor de Dios, y tratar de encontrar antiguos bebés,
como si todas esas cosas fueran las más importantes del mundo. Bueno, por lo que a
ella se refería, su mundo se había detenido varias semanas antes, cuando Jake cayó
muerto, aunque no pretendía que Lisa o Jess lo comprendieran.
«Apuesto a que su otra madre es más buena con ella», acababa de decir
Consuelo.
—Sí —murmuró Ginny—. Apuesto a que tiene razón.
Miró la pantalla de televisión y pensó en el animador y en la viuda de
Dubuque. De repente, tal vez fuera porque los cruasanes le pesaban dentro, Ginny
supo que debía recuperar su personalidad. Debía emerger de esa autoinducida
prisión o se volvería loca.
Quizá debía comenzar por Lisa. Sin duda su hija estaba dolida porque ella la
había dejado fuera… o tal vez a Lisa realmente le dolía la muerte de Jake y era cierto
que la necesitaba.
—Sí, no te hagas ilusiones… —Murmuró Ginny. Conocía los engaños cuando
los veía y suponía que Lisa haría o diría cualquier cosa con tal de levantarle el ánimo.
Después de todo, era una buena chica.
Pero Ginny se puso de pie y decidió actuar. Engaño o no engaño, Lisa era la
única persona en el mundo que tal vez fuera capaz de permanecer a su lado, a pesar
de lo que dijera Consuelo. Lisa era hija de Ginny y Ginny era su madre, y Lisa
comprendía sus estados de ánimo. Los comprendía como si la conociera de toda la
vida. Ginny solo era capaz de confesarse a sí misma, y a nadie más, que en Lisa había
algo tranquilizador, había algo agradable en eso de estar en la misma habitación con
la única criatura en la faz de la tierra que había surgido de su matriz, por mancillada
que hubiera sido esa matriz. Sí, pensó Ginny, esbozando una pequeña sonrisa. Iría a

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ver a Lisa. Tal vez pudieran salir a almorzar juntas.

Como todos los pantalones le quedaban demasiado apretados, Ginny se puso el


mismo vestido informe que lucía el día de la visita de Jess. Con un jersey blanco
largo, que era más viejo que Consuelo, trató de cubrir los pliegues de grasa que no
existían la última vez que se había puesto ropa de verdad. Pero al salir al sol infernal
de California, se dio cuenta de que hacía demasiado calor para llevar jersey. Ya era
casi abril y estaba en Los Ángeles, donde las mujeres no tenían necesidad de
ocultarse. En lugar de medialunas rellenas de huevo y queso, comían brotes de
alfalfa y nunca se convertían en desastres.
Pero Ginny abrigaba la esperanza de que Lisa se alegrara tanto de verla que ni
siquiera le importara el estado calamitoso de su madre. Se quitó el jersey, lo arrojó al
asiento trasero del Mercedes, puso en marcha el motor y se encaminó hacia la ruta
del cañón. Deseaba fumar un cigarrillo, por el agudo y tranquilizador gusto del
destructivo tabaco. Si tuviera a mano un cigarrillo, podría inhalar profundamente y
luego exhalar sus pensamientos en una espesa nube de humo. Si tuviera a mano un
cigarrillo, podría morir de cáncer de pulmón en lugar de morir de obesidad.
Pero no tenía cigarrillos y tampoco tenía comida. Así que encendió la radio.
En una emisora transmitían música que no le interesaba, en otra, alguien
hablaba a gritos sobre el temido terremoto. Ginny fue pulsando los distintos botones
como lo había hecho antes con los del control remoto del televisor, con dedos
nerviosos, sin poder creer que no había nada que hiciera desaparecer la batalla que
rugía en su interior.
Se puso sus enormes gafas oscuras y trató de relajarse, cosa que hubiera sido
mucho más fácil si el elástico de las bragas no le apretara como una faja.
Faja, pensó riendo.
—Bueno, eso es algo en lo que hace tiempo que no pensaba.
Por supuesto que jamás había usado una faja. Ni siquiera en la década de los
sesenta cuando todas las demás lo hacían. Las fajas eran tan… restrictivas. Y uno
nunca sabía cuándo tendría necesidad de quitársela apresuradamente, cuándo un
hombre tendría ganas de tocarla y no de terminar con un manojo de goma en la
mano. Pensó en Jess, que era demasiado menuda para que le hiciera falta una faja,
luego en Susan, cuyo amplio trasero sin duda se habría beneficiado con una, pero
que debía estar convencida de que sus largas túnicas, sus hileras de cuentas y sus
echarpes compensaban aquel volumen. Posiblemente P. J. fuese la única de las chicas
de Larchwood que usó faja, no por necesitarla, sino porque una madre tan tensa y
estrecha de criterio como la suya se lo debía exigir. Después de todo, ¿qué pensarían
las señoras de la iglesia si P. J. no usaba faja?
Ninguna de ellas, por supuesto, se puso faja en Larchwood Hall, cuando sus
vientres alojaban bebés inesperados, cuando esos bultos como montañas ocultaban
sus formas de adolescentes.
De repente Ginny se dio cuenta de que le alegraba que la hija de Jess no hubiera

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muerto. ¡Ella había sido tan cruel con Jess cuando eran crías! Le robaba dinero,
después le robó su anillo (a pesar de que finalmente se lo devolvió). En definitiva fue
muy dura con ella y no le importó que Jess fuese tan joven y estuviera tan asustada.
—¡Diablos! Todas éramos muy jóvenes y estábamos asustadas —dijo Ginny en
voz alta.
Dobló hacia la ciudad y decidió que esa misma tarde llamaría a Jess, después de
haber tenido su emotivo encuentro con Lisa, después de haber decidido afrontar una
vez más el mundo.
Tal vez hasta comería un almuerzo dietético: ensalada de berro con endivias y
brotes de lo que fuera, con vinagre balsámico.

¡Qué asco! El estudio estaba silencioso, algo poco habitual dado que albergaba
un éxito como el de Devonshire Place.
Ginny avanzó taconeando por el suelo de madera mientras se abría paso en la
oscuridad entre cables, cámaras, focos y grúas. Se detuvo en el centro del estudio y
permitió que la envolviera su sonido hueco, que la llevara de regreso a esos días
lejanos en los que trató de llegar a ser una estrella, cuando lo único que quería en el
mundo era ver su nombre escrito con luces en las marquesinas de cines y teatros y
que todos la admiraran. Un pequeño recuerdo luchaba por salir a la superficie, un
recuerdo de los días de Larchwood Hall, cuando ella permanecía tendida en la cama
devorando revistas de cine y soñando con pantalones a la moda y tacones altos, y con
estar parada en la esquina de Hollywood y Vine, Ginny Stevens, la estrella, la
sensación del año, esperando que pasara a buscarla su Cadillac rosado para llevarla a
otra fiesta, a otro coctel.
Por cierto que sus sueños no fueron más que eso. ¡Oh! Obtuvo algunos
pequeños papeles… demasiado pocos y demasiado pequeños. Fue en la época en que
consiguió arrancar a su madre de Boston y llevarla a Los Ángeles, una vez que su
padrastro murió, una vez que Lisa nació y —según creyó Ginny— fue adoptada por
la familia que firmó los papeles adecuados y que pudo pagar el dinero adecuado.
Había interpretado algunos pequeños papeles mucho antes de que los vestidos
comenzaran a apretarle la cintura. Algunos papeles y muchos maridos: tres antes de
Jake. El representante que apestaba a cigarro y que le dejó un negocio en quiebra y
un automóvil destartalado; el joven tejano cuyo rostro apuesto detenía los latidos del
corazón y que le cobraba a Ginny el quince por ciento de comisión por los papeles
que conseguía, pero, gracias a lo cual, ella pudo recuperarse y no le importó que él le
anunciara que era gay; por último, el escritor de libros pornográficos que insistía en
que su mujer anduviera con otras mujeres, hasta que descubrió la religión y cambió
su vida con Ginny por la sotana.
Papeles sin importancia, maridos sin importancia, hasta que Jake entró en su
vida. Hasta Jake Edwards, el productor de documentales que le dio algunos papeles
decentes y después le ofreció un hogar decente y una vida respetable.
¡Dios!, pensó, mientras los fantasmas de los cineastas giraban a su alrededor en

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ecos de parlamentos olvidados recordándole oportunidades perdidas. «¡Fui tan hija


de puta con Jake!» Y lo fue hasta que conoció a Lisa. Había sido una perra insufrible
y desagradecida, una mujer endurecida que se pasaba la vida en guardia porque, si
quería sobrevivir, no le quedaba otra alternativa.
—¿Busca algo, señora? —le preguntó alguien desde el otro extremo del estudio.
Ginny empezó a hablar, luego se aclaró la garganta. Enjugó con rapidez las
lágrimas que le corrían por las mejillas hinchadas.
—Lisa —contestó—. Busco a Lisa Andrews.
El hombre salió de la oscuridad.
—La buscan usted y medio mundo —dijo. Llevaba una pizarra en la mano y
tenía cara de cansado—. ¿Cómo ha conseguido entrar?
Cree que soy una admiradora, pensó Ginny. Cree que soy una admiradora
obsesa y loca, tal vez hasta una mujer de Dubuque.
—Usted no comprende —dijo—. Yo soy Ginny Edwards. He conseguido entrar
aquí porque Jake Edwards era mi marido. —Si el hombre la reconoció, no contestó—.
Lisa Andrews es mi hija.
El individuo alzó una ceja sorprendido.
—¿Su hija?
Ginny no estaba segura de si el hombre no creía que Lisa pudiera tener una
madre tan joven o una madre que fuera un completo desastre.
—¿Usted cómo se llama? —preguntó.
—O'Brien.
—Bueno, O'Brien, le aconsejo que me diga dónde está Lisa —pidió ella con
firmeza—, o tendré que ir a buscar a Harry Lyons y preguntárselo yo misma. —Le
agradó y sorprendió haber podido recordar el nombre del director de Lisa, ese
imbécil que en su casa devoró la comida después del funeral de Jake.
—Terminaron de grabar aún de día —contestó el individuo—. Si todavía está
en el estudio la encontrará en su camerino. —Señaló un corredor—. Tercera puerta a
la izquierda. La anterior a la oficina de Harry. Pero le aconsejo que golpee antes de
entrar. Está con el novio.
¿Novio? Ginny lo miró un instante, luego decidió que debía tratarse de un
chiste. Si Lisa tenía novio, sin duda ella debía haber sido la primera en saberlo. Pero
en realidad, ¿cuánto tiempo hacía que no hablaban?
¿Un novio? ¿Sería posible?
Se encaminó hacia los camerinos.

La puerta no tenía una estrella roja de madera, sino un sencillo marco en el que
se había incorporado el nombre de Lisa. «Andrews», decía la cuidada tarjeta. Estrella
hoy, desaparecida mañana, pensó Ginny. Una vida modelada por los estudios de
audiencia. No como en los viejos días de los grandes estudios, cuando las estrellas
eran estrellas. Garantizadas por sus contratos. Y no porque Ginny hubiera visto
nunca un contrato.

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Apoyó una mano sobre la manilla y de repente se detuvo.


¿Novio?
Al mirar hacia arriba no vio a nadie.
Apoyó una oreja contra la puerta y escuchó. No se oían risas ni conversaciones.
Y decididamente, volvió a pensar, no se oía ningún novio. A pesar de todo, levantó la
mano y golpeó. No hubo respuesta. ¡Mierda!, pensó. ¡Mierda!
Allá se iba su esperanza de apoyo emocional. Su esperanza en una hija que
estaría dispuesta a verla en cualquier momento y en cualquier lugar.
Cuando se volvía para abandonar el estudio, de repente oyó un sonido en el
interior del camerino. Retrocedió y volvió a golpear.
—¡Váyase, O'Brien! —dijo Lisa desde el interior—. Saldré dentro de un minuto.
De manera que Lisa estaba allí. Ginny se alisó las arrugas del vestido y cogió el
pomo de la puerta.
—Lisa —dijo, abriendo y entrando a la pequeña habitación—. Soy Ginny. —
Pero, en cuanto pronunció las palabras, se detuvo en seco. Quedó petrificada. Se le
congeló el cuerpo. Quedó sólida como una estatua de mármol sobre el pedestal de un
museo.
El alarido que se escapó de los labios de Ginny reverberó a lo ancho de todo el
estudio.
—¡Pedazo de cretino! —gritó, pasando junto a su hija semidesnuda y
abalanzándose contra su hijastro Brad.
—¡Ginny! —gritó Lisa. Aferró la muñeca de su madre y la tiró hacia atrás—.
Déjalo en paz.
—¡Cretino! ¡Cretino de porquería!
Brad retrocedió un paso y sonrió.
—¡Qué sorpresa tan desagradable, mamita querida! —exclamó.
Ella estiró los brazos hacia él. Lisa la contuvo y gritó:
—¡Socorro, O'Brien!
Con lentitud, Brad se inclinó y cogió sus tejanos que estaban colocados sobre el
respaldo de una silla. Se los puso sonriente y sin dejar de mirar a su madrastra,
mientras Ginny seguía luchando con su hija. En el momento en que Brad comenzaba
a subirse la cremallera, entró corriendo O'Brien.
—¡Dios! —exclamó haciéndose cargo de Ginny—. ¿Quiere que llame a la
policía?
—No —contestó Lisa—. Solo le pido por favor que la saque de aquí.
O'Brien aferró con más fuerza las manos de Ginny a su espalda.
—Yo sabía que no podía ser su madre. Su madre debe tener mucha más clase.
El enojo de Ginny se esfumó.
—¡Cretinos! —murmuró mientras O'Brien la sacaba del camerino—. ¡Sois todos
unos cretinos!

No se había puesto una minifalda roja, pero la promesa de sexo estaba allí, para

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

empezar solo porque eran un hombre y una mujer adultos, y además porque no
había motivo para que se contuvieran.
Phillip la había llevado a un pequeño restaurante italiano en la calle Cincuenta
y Cuatro Oeste, no lejos del piso de Nicole. Hizo lo posible por fascinarla con el
entusiasmo de la primera cita. Aunque sabía que le resultaría imposible. No había
nada encantador en la justicia especializada en empresas, sobre todo para una
abogada que quería defender los derechos de la infancia y que, posiblemente,
detestaba el mundo de alta sociedad en que la criaron. Sin embargo, se mostró
interesada y él se lo agradeció interiormente. Phillip nunca extrañaba el hecho de
estar sin una mujer hasta que se encontraba con una.
Mientras jugueteaba con sus rigatoni, por fin dijo:
—¡Basta! Ya he hablado bastante de mí. Háblame de ti. ¿Te gusta estudiar
derecho?
Ella bebió un sorbo de Chianti sin que su lápiz labial de un rojo intenso dejara
una marca en la copa.
—No. Solo quiero licenciarme en derecho para mortificar a mi padre. —Lo dijo
con naturalidad y Phillip gimió interiormente: «¡Oh, no! No es posible que sea otra
de esas raras».
—Para… —tartamudeó un poco mientras bebía un sorbo de vino—. ¿Para
mortificar a tu padre? —Phillip no se imaginaba haciendo nada que pudiera
mortificar a su padre, a su madre, ni siquiera a Joseph.
Nicole sonrió.
—Papá quería que fuera maestra. O médica. Cualquier cosa menos abogada.
Dice que la abogacía puede llegar a ser algo muy despreciable.
—¡Ah! —Phillip comió un bocado de rigatoni, agradeciendo que después de
todo Nicole no fuese rara, pero no muy seguro de si su comentario significaba que
también él era despreciable—. Bueno, supongo que hay manzanas podridas en todas
partes. —Se preguntó si el tópico era el correcto y si Nicole no sería demasiado
inteligente para que hablara con ella a base de tópicos.
—Pero debemos asumir la realidad —continuó diciendo ella—. En la abogacía
es donde está el dinero. Sobre todo con los contactos que tiene mi padre.
Phillip se estaba confundiendo.
—Pero tu padre se encarga de grandes divorcios. Si tú te piensas dedicar a los
derechos de la infancia…
Nicole sonrió.
—Soy una mujer liberal, Phillip. Los matrimonios divorciados tienen hijos. ¿Y
quién va a despreciar a alguien que lucha por los derechos de los niños?
Phillip asintió. Él no podría despreciarla.
—Tu madre es muy agradable —dijo Nicole de repente.
Él sonrió.
—Creo que papá esperaba secretamente que yo llegara a ser igual a tu madre.
Ya sabes a lo que me refiero. Doméstica. —Pronunció la palabra como si fuera agria.
Phillip rió.

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—Tú no te pareces en nada a mi madre.


—¡Ah! Te aseguro que no —afirmó Nicole sonriendo.
—Eres una mujer independiente.
—Mucho.
—E inteligente.
—Extremadamente.
—Y sabes lo que quieres.
Ella se echó atrás en la silla y volvió a beber unos sorbos de vino.
—Ya sabes lo que es la facultad de derecho, Phillip. Uno trabaja y trabaja y
apenas le queda tiempo para vivir. Bueno, yo quiero tener una vida propia. Por lo
menos parte de la vida. Quiero comidas como esta y quiero un hombre para
compartirlas. Quiero un hombre que comprenda las exigencias que tengo y que se
adapte a ellas. Quiero que ese hombre sea mi amante. —Hizo girar el líquido color
rubí en su copa—. ¿Te interesa?
Por lo menos ella no decía que tenía un novio en San Antonio.

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Capítulo 10

Las sábanas de la cama de Nicole no eran de satén; estaban arrugadas y suaves


y producían la familiar sensación de que, probablemente, no se cambiaban con
suficiente frecuencia.
Phillip permanecía tendido de espaldas, y observaba sonriente el sol de las
primeras horas de la mañana que jugueteaba con pequeñas partículas de polvo,
suspendidas en el aire como si fueran estrellas. Se preguntó por qué las motas de
polvo siempre parecían cuidadosamente espaciadas, por qué nunca se reunían o se
separaban demasiado. Después se preguntó por qué se estaría preocupando por
asuntos tan triviales; era sábado, un día en que estaba libre de la mirada inquisitiva
de su hermano, un día durante el que debería estar planeando su siguiente
movimiento para encontrar a la hija de Jess.
Pero no creía que a Jess le molestara. Clavó la mirada en el alto techo del loft de
paredes de ladrillo de Nicole, escuchando la suave respiración de la joven que
dormía a su lado. El sexo entre ellos fue… bueno, fenomenal. Rápido, acalorado. No
hubo tiempo para campanas ni para fuegos artificiales; fue sexo por el sexo mismo,
directo, basado en la necesidad que, si bien no proporcionaba pasión, por lo menos
proporcionaba alivio. Sin duda no fue desagradable. Recorrió con la mirada la
habitación grande y abierta, una habitación con posibilidades, pero que necesitaba
ser decorada. Las altas ventanas en forma de arco solo estaban adornadas por rejas
de hierro, no había cuadros ni esculturas diseminados por el lugar, solo una cantidad
de libros de leyes apilados de cualquier manera sobre estantes abiertos, apoyados en
una mesa de ordenador y amontonados sobre la única alfombra gastada que cubría
el suelo de piedra. Nicole tenía razón en una cosa. Sin duda no era una mujer
doméstica.
Phillip volvió a sonreír. A pesar de su desorden y de la cantidad de cosas que se
acumulaban en su piso, le agradaba que por lo menos allí hubiera calidez, con sus
tres plantas, sus enormes fotografías enmarcadas de las maratones en las que había
participado, dos de las acuarelas originales de P.J., escenas de los Hamptons. P.J.
disfrutó muchos años allí en compañía de Bob Jaffe, el hombre que era su amante, el
hombre que quiso casarse con ella, el hombre que se trasladó a Australia después de
su muerte.
Volvió a mirar las ventanas y se preguntó qué milagros sería capaz de crear Jess
con telas, colores y buen gusto. Estaba pensando en esto cuando, a su lado, Nicole
comenzó a moverse.
Se frotó con suavidad los ojos, el cabello. Phillip sintió una repentina necesidad
de tocarla, de hacer el amor por la mañana. Tal vez en esa oportunidad pudieran

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tomarse su tiempo, tal vez el frenesí del coito hecho por primera vez pudiera dar
lugar a la ternura. Pero antes de que alcanzara a tocarla, Nicole se incorporó y se
sentó en el borde de la cama.
—Me imagino que este es el momento en que se supone que debo ofrecerme a
prepararte el desayuno —dijo.
Phillip rió.
—Ya lo sé. No eres doméstica.
Ella se cubrió los pequeños y deliciosos pechos con una camiseta y se puso de
pie.
—No es completamente cierto. Tengo zumo de naranja y algunas pastas.
Ya que por lo visto no podía volver a hacer el amor, él hubiera preferido un
poco de café.
—No tengo café —agregó ella, como si le leyera los pensamientos—. No tomo
café.
—El zumo de naranja me parece bien. Y con una pasta sería estupendo.
Phillip esperó hasta que ella desapareció en el cuarto de baño para sentarse en
el borde de la cama y vestirse. Sabía que su pudor era ridículo, como si la intimidad
de estar desnudos solo fuera aceptable cuando estaba involucrado el sexo.
Mientras se metía la camisa dentro del pantalón, volvió a lamentar que no
hubieran hecho el amor esa mañana. ¿Los amantes anteriores de Nicole siempre
habrían permitido que ella tomara las decisiones, siempre le habrían permitido que
se saliera con la suya? La noche anterior ella le dijo que quería un hombre que
supiera adaptarse. El mensaje era claro, si él no lo hacía, buscaría otro. Por lo visto el
amor no entraba en el asunto; la facultad de derecho dejaba poco tiempo y energía
para dedicar a las emociones.
No me sorprende que los abogados sean seres tan despreciados, pensó él, y
enseguida se preguntó cómo se sentiría Jeanine Archambault si supiera que le había
presentado una chica que no tenía la menor intención de enamorarse de él, su hijo
soltero.
Phillip miró a su alrededor en busca de un espejo para constatar si se le notaba
el remolino que tenía en la parte de atrás de la cabeza, cosa que siempre le sucedía.
Pero no había espejos, solo el cristal de la ventana que lo reflejaba demasiado.
—Es todo tuyo —dijo Nicole, saliendo del baño.
En el baño, del tamaño de un armario, había un antiguo inodoro con un tanque
de agua encima. Phillip lo estudió un momento antes de usarlo, con la esperanza de
que cuando tirara la cadena esta liberara un chorro de agua. Así fue. Observó la
pequeña ducha y deseó poder darse una. Pero de la puerta colgaba una sola toalla.
Por lo visto Nicole no tenía intención de que su huésped se quedara demasiado
tiempo. Resignado, se mojó la cara con agua fría, se miró en el pequeño espejo
ovalado de encima del lavabo y trató de mojar el remolino que, como suponía, le
erizaba el pelo de la parte de atrás de la cabeza.
—Tengo que ir a una clase temprano —informó Nicole en cuanto él salió del
cuarto de baño. Se puso una camiseta demasiado grande, unos tejanos y se sujetó el

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pelo con un gran clip de plata. Señaló la mesa, junto a lo que sería la cocina si allí
hubiera una, si eso fuera algo más que un loft de un solo ambiente.
—Allí tienes el desayuno —dijo—. Lamento que no sea más abundante.
Phillip se acercó a la mesa. Un solo cruasán yacía sobre una servilleta de papel.
Junto a ella había un vaso de cartón lleno de zumo de naranja. Sonrió al notar que
ella le había colocado una pajita para que lo bebiera. ¿Quién dice que no eres
doméstica?, pensó.
Nicole ya estaba a su lado, con los brazos llenos de libros.
—Me resulta odioso darte prisa —dijo—, pero esta mañana tengo clase de ética.
No quiero llegar tarde. —Permaneció de pie junto a Phillip.
Este tomó el cruasán en una mano, el vaso de zumo en la otra.
—Te sigo —dijo.
Cuando salieron del piso, y en el momento en que entraban en el ascensor, él
preguntó:
—¿Puedo volver a verte?
—Bueno —contestó Nicole, que sin duda en ese momento solo pensaba en sus
estudios—, mañana. Estaré en la biblioteca de derecho.
—Perfecto —dijo él—. Me encontraré allí contigo.
Tenía intenciones de ir en algún momento a la biblioteca legal: planeaba
empezar por allí sus pesquisas para encontrar a la hija de Jess. Él y Nicole podrían
hacer cada uno su trabajo, pero juntos. Luego tal vez podrían salir a comer comida
china y terminar la velada en la cama. No era una mala idea, pensó con una sonrisa y
un cosquilleo en la entrepierna.
Justo cuando se encontraban en la calle y caminaban en direcciones diferentes,
Phillip se dio cuenta de que Nicole no le había dado la oportunidad de despedirse de
ella con un beso.

—Te besaría por haberme dejado venir, mamá —la voz de Maura crujía a través
de toda la distancia que las separaba, la distancia que había entre un lugar llamado
Cat Island y la cocina del piso de Jess.
Jess no recordaba que hubiera dado permiso a su hija para que fuera al Caribe;
más bien pensaba que no se le había dado la oportunidad de dar su opinión al
respecto. Pero hacía tiempo que había aprendido que a veces era más fácil no
señalarles la verdad a los hijos.
—Me alegra que te estés divirtiendo, querida —respondió—. ¿Eddie también se
divierte? —No quería preguntar por Charles. No quería saber, ni le importaba, si él y
su nueva mujer estaban brindándoles los mejores momentos de su vida a Maura y a
Eddie.
—Eddie ha sufrido una horrible quemadura de sol, mamá. ¡Si vieras lo colorado
que se puso!
—Allá el sol es más fuerte.
—Pero ahora ya está bien. Kelly tiene una pomada maravillosa.

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Jess tardó un instante en recordar que Kelly era la nueva mujer de Charles y
que, además de juventud y de un cuerpo escultural, la mujer trofeo tenía nombre.
—Me alegro —dijo, tratando de parecer maternal.
—¿Y tú estás trabajando mucho allí donde hace tanto frío?
Jess rió.
—Ahora ya no hace tanto frío. Está llegando la primavera. Pero sí, estoy
trabajando mucho. Estoy redecorando Fox Hills.
—¿El club? ¡Qué bien, mamá! Tal vez allí conozcas gente nueva.
Jess no se molestó en recordarle a su hija que, durante las dos últimas décadas,
a muy poca gente se le había permitido asociarse al club… y solo se les autorizaba a
ingresar si estaban relacionados con alguien conocido.
—¿Te has enterado de algo más acerca de… Amy?
Maura lo preguntó con tanta rapidez que tomó a Jess desprevenida.
—¿Amy?
—Ya sabes a quien me refiero, mamá.
Bueno, sí, por supuesto que lo sabía. También sabía que ese no era el momento
y que esa no era la manera en que planeaba darle la noticia a Maura.
—Ya hablaremos de eso cuando vuelvas, ¿te parece, querida?
El silencio cruzó el Caribe, subió por el Gulf Stream, atravesó el Atlántico hasta
que tocó tierra firme.
—Sabes algo, ¿no es cierto? —preguntó Maura con tono acusador.
—Cariño…
—¿Has recibido otra llamada telefónica?
—No.
La línea volvió a crujir.
—¿Una carta?
—No, cielo, pero esto es una tontería. Conversaremos cuando llegues a casa.
—No voy a casa, mamá. Iré directamente a la universidad. Y deja de tratarme
como si fuera una criatura. Quiero saber lo que está sucediendo. Tengo derecho a
saberlo.
Jess no sabía con seguridad cuáles eran los derechos de Maura en esta situación,
sobre todo dado que Charles, el enemigo, probablemente estaría de pie al lado de su
hija. Pero Jess no quería discutir más con Maura. «Se le pasará», había diagnosticado
Ginny. Esperaba que tuviera razón.
—Amy no era hija mía, Maura —dijo por fin.
La estática dio paso a una calma absoluta.
—De manera que tu hija todavía vive.
—Bueno, no lo sé con seguridad.
—¿Todavía no?
Jess sabía que Maura le estaba preguntando si iba a investigar el asunto, si
persistiría en tratar de encontrar a su hija, a su otra hija, la que cedió a otros.
—Todavía no, querida. Tal vez nunca lo sepamos.
No quería decirle que Phillip la estaba buscando. No quería decirle que sí,

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insistiría. Por lo menos no se lo diría hasta que supiera algo. Hasta poder sentarse y
conversar inteligentemente con Maura sobre el tema, conversarlo con madurez y no a
través de una llamada de larga distancia.
—Bueno —dijo Maura, casi con desinterés—. Supongo que es asunto tuyo. Y
ahora debo cortar. Esta noche papá nos va a llevar a comer y a ver un espectáculo en
uno de los casinos. Será nuestra última salida porque mañana zarpamos.
Jess quería pedirle a Maura que modificara sus planes, que volara a Nueva
York. Quería pasar un tiempo con su hija, quería estar segura de que estaba bien.
Sin embargo, enterarse de los detalles de las maravillosas vacaciones de Maura
no era lo que ella necesitaba en ese momento.
—Está bien, cielo —dijo—. Llámame cuando llegues a la universidad.
Después de cortar, Jess se preguntó si alguna vez se cerraría el abismo que la
separaba de Maura.

Ginny decidió que Jess debía estar loca para tratar de encontrar a su hija, viva o
muerta. Era preferible dejar las cosas como estaban y no tratar de iniciar una relación
con una criatura a quien se había renunciado treinta años antes, y a quien nunca
llegaría a conocer a fondo, por más intimidad que creyera tener con ella.
¡Maldita Lisa!
¡Maldita sea! ¡Maldita sea!
Entre todos los hombres del mundo, entre todas las estupideces que podía estar
haciendo, ¿por qué se acostaba con Brad?
«La manzana nunca cae demasiado lejos del árbol», oyó que alguien decía una
vez. De nuevo le dolía el estómago.
Hizo a un lado la bolsa de galletas sin abrir. Haber visto a Brad desnudo en la
misma habitación que su hija, su hija también desnuda, le quitó el apetito y
reemplazó la necesidad de galletas por un nudo en la boca del estómago.
¡Maldita Lisa!
¡Maldito Brad!
Cerró los puños.
Y entonces un pensamiento inquietante se le fue formando en la mente.
¿Cuánto tiempo haría que esto sucedía? ¿O Brad acababa de llegar en aquel
momento, sofocando a Lisa con su… encanto?
El nudo ardiente le recorrió los intestinos. Ginny se apretó el estómago. ¿Brad
estaría utilizando a Lisa para llegar hasta ella?
¿Esto se relacionaba con el dinero del testamento de Jake… el dinero que Brad
jamás vería?
¿Él creía que podía llegar a Ginny acostándose con su hija?
¿Se estaría volviendo loca?
Desde el incidente, Lisa no la volvió a llamar, ni siquiera dejó un mensaje en el
contestador diciendo que lo sentía y que debían hablar, cualquier cosa. Y de repente
Ginny supo que cuanto más aplazara el encuentro con su hija, más tiempo tendría

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Brad para hundir en ella sus garras.


—¡Oh, Dios! —gimió Ginny. Enseguida se levantó del sofá convencida de que
tendría que arreglar el asunto de una vez por todas. Tal vez no fuera demasiado
tarde. Tal vez Brad todavía no le había contado a Lisa lo de la noche en que ella se
acostó con él cuando su padre todavía vivía.

Lisa vivía en un piso en Westwood, en un barrio superpoblado por estudiantes


de la Universidad de Los Ángeles. Con el éxito de Devonshire Place bien podría
haberse permitido vivir en otro lugar, pero Lisa no solo era una buena chica sino que
también era práctica, y le explicó a Ginny que prefería ahorrar dinero a despilfarrarlo
en una casa elegante, que tal vez no pudiera mantener si llegaba a suceder algo y no
le renovaban el contrato.
Brad, pensó Ginny en ese momento, mientras recorría el estacionamiento con la
mirada, en busca de un Porsche rojo, podía llegar a ser el tropiezo que le arruinara la
carrera.
Ginny se había pasado años soportando toda clase de cosas y actuando como si
no le importaran. ¿Cómo lo había logrado y por qué no podía hacerlo ahora, cuando
algo realmente le importaba? Pero mientras apretaba los dientes, respiraba hondo y
llamaba a la puerta de Lisa, encontró la respuesta. Hasta entonces en realidad nada le
había importado, nunca permitió que las cosas le importaran.
—¡Ginny! —exclamó Lisa al abrir la puerta. Su expresión no revelaba si todavía
seguía enojada o no.
—Tenemos que hablar —dijo Ginny, pasando al lado de su hija camino a la
sala—. Espero que estés sola.
—Estamos solas Ernestina y yo —contestó Lisa mientras cerraba la puerta y
seguía a Ginny al salón—. Y en este momento Ernestina está dormida al sol. —
Ernestina era la enorme gata que Lisa había adoptado en la protectora de animales.
La adoptó, lo mismo que hicieron con ella.
Ginny se instaló en un sillón de paja cubierto de almohadones, cerca de la
ventana donde dormitaba Ernestina. Cruzó las manos sobre la falda y trató de que no
la distrajera el hecho de que, a pesar de estar de fin de semana, Lisa fuera muy bien
vestida con un par de pantalones y una blusa azul de firma, mientras ella se había
puesto una camiseta demasiado grande para cubrir la cremallera apretada de los
tejanos y el botón de metal sin cerrar que en ese momento se le clavaba en la carne,
justo encima del ombligo.
—Brad anda en busca de tu dinero —dijo Ginny.
Lisa, sentada frente a ella, se enderezó.
—No sabes absolutamente nada del asunto. Jamás le diste una oportunidad a
Brad.
—¿Una oportunidad? ¿Es eso lo que te dijo? —Se volvió a preguntar si Brad le
habría contado a Lisa sobre esa noche de sexo entre ellos.
—Es cariñoso. Y es bueno.

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Ginny se llevó un dedo a la boca para sofocar la risa.


—No lo conoces, Lisa. Las que hablan son tus hormonas, nada más. Conozco a
Brad. Hace años que lo conozco. No es cariñoso. Y no es bueno. Es un hombre
perezoso que utiliza a las mujeres para sacarles todo lo que puede. Después las tira a
la papelera.
—A mí no me tirará.
—¿No? ¿Te ayudaría que te diera una lista de las mujeres que dijeron eso
mismo? Veamos. Está Betty… la que era dueña del restaurante. Brad la dejó plantada
después de que ella puso el restaurante a su nombre. —A pesar de sus buenas
intenciones, a Ginny comenzaron a temblarle las manos—. Y después estuvo Denise.
Y Lori. Y…
—¡No sigas! —pidió Lisa.
Ginny cerró la boca y miró a la gata, que ronroneaba en sueños sin que nada la
molestara.
—¿Cuánto hace que andas con él?
Lisa no le contestó.
Ginny se volvió hacia su hija.
—¿Cuánto tiempo, Lisa?
—No mucho —contestó vagamente ella.
—¿Desde la muerte de Jake? Porque si es así, sin duda te darás cuenta de que es
todo una cuestión de dinero.
Una vez más, Lisa no contestó.
—¿Estás enamorada de él?
Lisa se puso de pie y cruzó la habitación. Se inclinó y acarició a la gata entre las
orejas.
—Ignoro por qué desconfías de Brad, Ginny, y tampoco sé si estoy enamorada
de él. Pero lo que sé es que me hace sentir lo que no me ha hecho sentir ningún otro
hombre. Me hace sentirme deseada, me hace sentirme completa. Y ha estado aquí
para consolarme de la tristeza que me produjo la muerte de Jake. Y yo también he
estado aquí para consolarlo a él.
—¡Oh, Dios! —exclamó Ginny.
Durante largo rato ninguna de las dos habló en aquella salita, con los
almohadones y los muebles de mimbre y las mesitas de centro con tablero de vidrio
en las que no había ni una mota de polvo. Ginny consideró la posibilidad de contarle
a Lisa lo de Brad… lo de ellos dos. Pero Lisa podía llegar a pensar que había sido
culpa de Ginny, que ella lo incitó, que era una puta. Si se lo contaba a Lisa, Ginny tal
vez tuviera que aceptar que esa era la verdad sobre sí misma.
Así que, en lugar de contárselo, dijo:
—Tú no tienes experiencia de la calle, Lisa. No sabes lo que son los hombres
como Brad.
—Sé que tengo casi treinta años y que nunca he sentido por nadie lo que siento
por él.
Mentalmente Ginny imaginó un casamiento entre su hija y su hijastro: Brad

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esbozando hacia ella su sonrisa de víbora, brindando con ella con un respeto burlón.
Una o dos criaturas que nacerían poco después, nietos a quienes ella no se podría
negar; y luego la deserción, Brad despojando a Lisa de su autoestima junto con el
dinero que ella ganó trabajando tanto, y probablemente también con un poco del de
Ginny.
Si le hablaba de esto a Lisa, tal vez hiciera una diferencia. Y tal vez no.
—Cuando te mudaste a Los Ángeles —dijo Ginny en voz baja—, me prometí
que haría todo lo que estuviera en mis manos para ayudarte a tener una vida
maravillosa.
—Lo has hecho, Ginny. Y te lo agradezco.
—Si eso te significa algo, Lisa, te diré que a Jake no le gustaría nada esta
relación. Él sabía cómo era su hijo. Por eso lo eliminó de su testamento.
—¿Porque tú lo convenciste de que lo hiciera?
Ginny sintió una extraña sensación de calor en las mejillas.
—¿Eso es lo que te ha dicho Brad?
—Dice que tú pusiste a Jake en su contra. Y también en contra de Jodi.
—Brad y Jodi fueron los únicos que volvieron a Jake en su contra. Yo no tuve
nada que ver con el problema.
—Te quedaste con todo su dinero.
No cabía duda de que Brad había conseguido dominar a Lisa. Y si algo sabía
Ginny era que discutir con hormonas era una maldita pérdida de tiempo.
—Es cierto —dijo, poniéndose de pie—. Tengo todo el dinero de Jake. Y puedes
decirle a tu novio que eso no cambiará hasta que yo haya muerto.
Con el corazón pesado, Ginny se encaminó a la puerta.
—Ginny —dijo Lisa, siguiéndola—. No puedo creer que permitas que esto nos
separe. ¿No puedes alegrarte por mí? ¿No comprendes todo lo que Brad significa
para mí?
—No —contestó Ginny.
Y se fue.

Apenas recordaba el trayecto hasta su casa, con los ojos doloridos por las
lágrimas no derramadas por las pérdidas, primero de Jake, ahora de Lisa. Las dos
personas que significaron todo para ella, algo que nunca antes se había permitido, se
habían ido de su vida.
Al entrar en el camino de su casa, se sintió sobrecogida por una soledad enorme
que ni siquiera conoció con la muerte de su madre, cuando creyó que no quedaba
nada para ella en el mundo, cuando supo que su vida solo seguiría adelante si se
obligaba a vivirla. Pero entonces era joven, todavía le quedaban sus sueños. Ahora
era distinto.
En el momento en que entraba en el vestíbulo, comenzó a sonar el teléfono.
Lisa, pensó. Lisa ha recuperado su sentido común, Lisa ha comprendido la
porquería que es Brad y que por él no vale la pena que pierda a su madre.

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—Yo lo atenderé —le gritó a Consuelo que podía o no estar en la casa. Corrió
hacia la sala de estar y levantó el auricular. No era Lisa. Era Jess.
—Ginny —dijo la voz dulce de esa amiga distante—, estaba deseando poder
hablar contigo.
Ginny tuvo ganas de colgar, de simular que no era ella, que su voz era la
grabación del contestador. Se preguntó si Jess lo creería, si ella imitaba el sonido de
un «pip». Pero en lugar de esto, lanzó un pesado suspiro.
—Jess —dijo—. Sí, bueno, he estado muy ocupada.
—Me alegro —contestó Jess—. Conviene mantenerse ocupada.
—Sí, bueno, ¿qué querías?
—¿Recibiste mi mensaje? ¿Te enteraste de que Phillip encontró al doctor
Larribee y averiguó que Amy no era hija mía?
—Sí, lo recibí.
—Phillip va a empezar a buscarla —dijo Jess.
Ginny se dejó caer en un sofá.
—No esperes milagros.
Jess no contestó enseguida, pero luego preguntó:
—¿Qué te pasa, Ginny?
—¿Pasarme? Nada. —Tuvo ganas de decir: «Mi marido ha muerto y mi hija se
acuesta con mi hijastro. ¿Qué tiene eso de malo?».
—Ginny, soy yo, Jess. Sé que te pasa algo. Además creí que te alegraría saber
que mi hija todavía vive. Bueno, suponemos que todavía vive.
—Por supuesto. Lo que sea. Pero como ya te dicho, no esperes milagros. Si
tienes suerte, no querrá conocerte.
—¿De qué estás hablando?
Ginny lanzó un bufido.
—A los hijos —comentó— se los sobrestima demasiado.
—¿Le ha sucedido algo a Lisa?
Ginny sintió que se ahogaba, como si alguien acabara de rodearle el cuello con
una soga muy gruesa y tirara con todas sus fuerzas.
—¡Oh, Dios, Jess! —exclamó—. ¡He cometido tantos errores!
—Todas hemos cometido errores, Ginny.
—Pero esto es peor —dijo Ginny en voz baja—. Lisa se está acostando con mi
hijastro. O tal vez debería decir que él se está acostando con ella. Para vengarse de
mí. Para volverme loca porque Jake me dejó toda su fortuna. —Como era habitual,
Jess la acababa de conmover y conseguía que hablara. Como siempre, Jess había
logrado que ella sintiera. ¡Maldición!
—¡Dios Santo, Ginny!
Ginny abandonó toda esperanza de contenerse.
—Sí, bueno, tal vez no fuera intolerable si Brad no fuese un ser humano tan
repugnante.
—Pero sin duda Lisa se dará cuenta de eso.
—No mientras sus hormonas estén bramando. —Ginny consiguió detenerse y

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no agregar que, considerando la experiencia de Brad, podía pasar mucho tiempo


antes de que Lisa se diera cuenta de nada.
—Si esto te hace sentirte mejor, yo también tengo algunos problemas con
Maura. —Jess le contó el viaje por el Caribe, y que Maura estaba en desacuerdo con
la idea de que tratara de encontrar a su otra hija.
—¿Y todavía quieres otra? —preguntó Ginny.
—Tengo que saber, Ginny. Por lo menos necesito saber qué ha sido de ella.
Ginny cerró los ojos. Y entonces recordó. Recordó cómo la había alentado Jake.
Recordó el ánimo que él le dio, su constante apoyo el día que fueron a Larchwood
Hall, el día en que Lisa estaba allí por primera vez, el día en que Ginny por fin
conoció a la hija a la que había renunciado.
—Sí, bueno, no me dejes sin noticias, ¿quieres? tengo que saber cómo sigue este
asunto.
Cortó la comunicación, bajó la cabeza, miró el suelo y el dolor de sus ojos por
fin dio paso a las lágrimas.

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Capítulo 11

—Tengo que encontrar los estatutos de adopción —le dijo en voz baja Phillip a
Nicole frente a las estanterías de volúmenes de la Biblioteca de la Universidad de
Columbia. La había estado esperando durante casi una hora.
—He dormido hasta tarde —fue la excusa que ella le dio. Phillip trató de no
pensar que ella no estaba tan ansiosa por volver a verlo como lo estaba él.
—¿De adopciones? —preguntó Nicole—. Creí que te dedicabas a asuntos
financieros.
—Sí —tartamudeó él. Todavía no estaba dispuesto a contarle sus esfuerzos por
ayudar a Jess. Significaría tener que decirle que él era hijo adoptivo, lo cual lo llevaría
a admitir que conoció a P. J., que su hermano se enfureció al saberlo y que, no, nunca
tuvo el valor de decírselo a su madre. Decirle la verdad a Nicole se habría convertido
en una larga confesión y eso no le parecía apropiado con una chica a quien apenas
conocía, por bueno que hubiera sido el sexo entre ellos—. Esta es una parte especial
de un caso —explicó refugiándose en vaguedades.
Ella se apoyó contra él y de su piel surgió un aroma seductor. Resistió la
tentación de pasarle un brazo por la delgada cintura, de enterrar el rostro en su
cuello e inhalar esa fragancia. Más tarde, se dijo, tratando de controlar sus impulsos.
—Las adopciones son asuntos estatales —dijo ella, sacando un libro—. Esta
sección está dedicada a las leyes federales.
—De acuerdo —dijo Phillip con una semisonrisa—. Ya lo sabía.
—Los libros de leyes estatales están en la galería. ¿Tu cliente tiene intenciones
de adoptar?
Durante un instante, Phillip se sintió confuso.
—No, están tratando de encontrar a una criatura que entregaron en adopción.
—El hecho de que los registros de Larchwood Hall hubieran sido alterados no
significaba que los estatales no contuvieran la verdad. Y tal vez esa fuese la manera
más rápida de obtener la respuesta que Jess esperaba.
—¡Uf! —exclamó Nicole con un dejo de sarcasmo—. Hoy en día los asuntos
empresariales cada vez son más complicados.
Phillip se encogió de hombros y, a regañadientes, se alejó de ella y de su
tentador aroma.
—¿Phillip?
Él se detuvo y se giró.
—Si están buscando a la criatura que dieron en adopción, no la van a encontrar
legalmente.
Justo lo que él necesitaba. Una especialista en derechos de la infancia que le

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daría mil razones por las que él no debería estar haciendo esto, por las que su cliente
no tenía derecho a interferir en la vida de la criatura. Apretó la mandíbula.
—Ya lo sé —dijo, tratando de suavizar el tono de dureza que se le acababa de
colar en la voz—. Pero le prometí a mi cliente que lo intentaría.
Nicole lo miró con lentitud, como si lo estuviera evaluando.
—Bueno —dijo por fin—, existen servicios que se encargan de hacer esas
búsquedas. Casi todos son privados. Y muy discretos.
Privados. Discretos. Era exactamente lo que Jess buscaba.
—No los encontrarás en la biblioteca —agregó ella—. Pero yo conozco a alguien
que conoce a alguien...
Phillip pasó el peso del cuerpo de un pie al otro. El amigo de un amigo por lo
general era la manera más segura de obtener información. Sospechaba que con el
tipo de derecho que practicaba el padre de Nicole, la familia debía tener muchos
«amigos de amigos».
—Eso sería una gran ayuda —contestó. No quería que ella supiera que le
acababa de salvar la vida, porque cuanto antes pudiera solucionar aquel tema, menos
posibilidades habría de que Joseph se enterara de lo que estaba haciendo.
—La llamaré esta noche. Después de que haya terminado con mi propia
investigación.
—¡Ah! —dijo él—. Está bien. Estupendo. —No sabía qué debía hacer en ese
momento. Nicole tenía mucho trabajo por delante. Podía decirle que si ese era el caso
se iría, que ya no tenía nada que buscar. Pero el aroma de la muchacha volvió a llenar
sus fosas nasales—. Supongo que buscaré algunos precedentes de una fusión en la
que estoy trabajando —explicó, a pesar de que no estaba trabajando en ninguna
fusión. Más tarde absorbería ese aroma más profundamente. Más tarde. Después de
que Nicole hubiera terminado con su trabajo y se hubiera puesto en contacto con su
amiga, y cuando él sintiera que había hecho algo por Jess.

En el camino de regreso a casa de Nicole compraron una pizza vegetariana.


Phillip habría preferido ir a su piso, donde podían sentarse a una verdadera mesa,
beber vino en verdaderas copas en lugar de hacerlo en vasos de plástico y colocar la
comida en verdaderos platos en lugar de servilletas de papel. Pero su casa quedaba a
treinta manzanas de Columbia y, si ir a la de Nicole significaba que podría volver a
pasar la noche con ella, todos los inconvenientes valían la pena. Además, pensó,
sentado en el borde de la cama con un trozo de pizza en la mano mientras Nicole
llamaba a su amiga, era evidente que había cambiado las sábanas.
—Ya está —dijo, en cuanto colgó. Se le acercó y le ofreció un trozo de papel en
el que acababa de escribir un número de teléfono—. Es una mujer que se llama
Marsha Brown. Se dedica a la búsqueda de criaturas adoptadas.
Phillip tomó el papel y miró el número, notando la falta de una característica
precedida por un cero.
—¿Dónde vive?

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—Aquí mismo. En Manhattan.


Con una pequeña desilusión, Phillip se dio cuenta de que probablemente la
mujer solo hiciera búsquedas dentro del estado de Nueva York. Después de todo, no
le había dicho a Nicole que él tenía que localizar a una criatura de Connecticut.
—Perfecto —mintió—. Y ahora siéntate y come tu pizza —indicó, palmeando el
colchón.
—En lugar de comer yo diría devorar la pizza —contestó Nicole tomando una
porción—. Esta noche tengo que estudiar.
Phillip recibió el mensaje.
—¡Ah! Comprendo —contestó doblando el trozo de papel y metiéndoselo en el
bolsillo del tejano.
—Estaba segura de que comprenderías —contestó Nicole—. Salir con alguien
que ha vivido lo que es la facultad de derecho tiene sus ventajas. —Phillip se sirvió
otra porción de pizza, feliz de que por lo menos ella hubiera dicho que salían, pero
lamentando tener que dormir solo aquella noche.

Jess decidió que realmente tenía necesidad de hacerse una vida propia. Esperar
que a Maura se le pasara la rabieta, esperar que Phillip encontrara a su otra hija,
esperar que el trabajo del club de campo estuviera terminado, mientras se
preocupaba pensando con quién se toparía cuando fuera a entregarlo... todo eso la
hacía desgraciada.
De manera que hizo algo increíble. Llamó a Kiki Larson, la gran dama
divorciada. Fue así como terminó sentada en la silla dura de un café, bebiendo un
capuchino y escuchando la lectura de poemas de un barbudo.
Era espantoso.
—Esto es divertido —afirmó Kiki, echándose un chal negro sobre los hombros.
Jess se preguntó cuándo podría irse sin parecer descortés. Gracias a Dios había
llevado su automóvil.
El hombre terminó de leer un poema, luego comenzó a leer otro. Tal vez Kiki
estuviera enterada de que era soltero y esa fuera la razón de su interés por estar allí.
Kiki se inclinó hacia ella.
—Tienes que confesar que esto es mejor que escuchar a esos horticultores que
Louise Kimball se pasaba desenterrando.
A Jess le resultaban interesantes las reuniones mensuales de jardinería del club,
un cambio agradable en la rutina de los chismes acerca de quién-está-haciendo-qué-
con-quién, que se había convertido en el mayor de los entretenimientos femeninos.
—A propósito del club —susurró Jess—. Me temo que pronto me tendré que ir.
—¿Irte? ¡Pero, cielo, acabamos de llegar! —Jess sonrió.
—Debo estar temprano en el club para instalar las nuevas cortinas. Y estoy
realmente extenuada.
Kiki elevó los ojos al cielo.
Jess se levantó y tomó su cartera.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—Ha sido... fabuloso —mintió—. Nos mantendremos en contacto.


Mientras salía del café, decidió que si eso era vida, tal vez prefería no tener
ninguna.

El lunes por la mañana, Jess se encontró con su asistente en el club a las ocho.
Una hora en la que estaba segura de que no se toparía con ninguna de sus viejas
amigas. A pesar de que ya había empezado abril, el terreno estaba demasiado
mojado para jugar al golf, de modo que tenía la seguridad de que nadie la
interrumpiría; por lo menos le daría el tiempo suficiente para terminar de colgar las
cortinas antes de que llegaran los socios que iban a almorzar.
Retrocedió para estudiar los cortinajes mientras sus asistentes ajustaban los
últimos detalles. Habían hecho un buen trabajo, a pesar de que ya no contaban con
Grace. Jess estaba especialmente impresionada por la perseverancia y la atención en
los detalles de Carlo, cuyo esfuerzo hasta entonces le había pasado inadvertido, tal
vez por el perfeccionismo de Grace. Jess decidió que Carlo podía convertirse en su
principal ayudante y quitarle un poco de trabajo de las manos. Sonriendo ante esa
revelación y ante el trabajo ahora terminado, Jess se sintió satisfecha como hacía
mucho tiempo no se sentía. El color arena y el verde cazador eran la elección perfecta
para aquel salón, las paredes ya habían sido empapeladas, la alfombra instalada y el
lugar parecía un salón nuevo en un lugar distinto. Si solo fuera un lugar distinto,
pensó. Si fuera un lugar distinto tal vez sería un lugar adonde ella pudiera ir, adonde
hasta le divirtiera ser acompañada por... ¿quién?
Se contuvo para no lanzar una carcajada. La noche anterior confirmó lo que
siempre había sospechado: era preferible pasar la vida sola a vivir luchando por
tratar de llenarla con un hombre, con cualquier hombre, solo porque lo hacían todas
las demás. Por el momento, el único hombre de su vida sería Carlo, y la única
relación que mantendrían sería colocarse en los lados opuestos de una máquina de
coser.
—Un poco más a la derecha —indicó en ese momento, para asegurarse de que
la caída del drapeado fuera perfecta.
Desde lo alto de la escalera, Carlo asintió, luego miró más allá de Jess
observando algo que acababa de llamar su atención. Movió con lentitud la cortina
hacia la derecha.
—¿Así está bien? —preguntó.
—A mí me parece bien —dijo alguien a espaldas de Jess.
Jess clavó la mirada en la cortina y su buen humor se disolvió como azúcar en té
caliente. No quería volverse. Conocía la voz y no le gustaba sentir lo que estaba
sintiendo.
—Está perfecto —dijo—. Ahora hagamos lo mismo en el comedor. —Le
sorprendió poder hablar con tanta tranquilidad. No le sorprendió que sus pies
parecieran clavados al suelo, que se sintiera incapaz de moverse.
—Has hecho un trabajo maravilloso —volvió a decir la voz.

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Jess no contestó.
—¿Jess?
Ella suspiró y se volvió con lentitud.
—¿Qué quieres, Charles?
Estaba tostado y con aspecto saludable, el pelo castaño claro desteñido por el
sol del Caribe, el blanco de sus ojos parecía más blanco, los dientes que descubría su
sonrisa parecían más brillantes.
—Me comentaron que estabas redecorando el club. Me parece espléndido.
—Solo el salón de banquetes y el comedor. —Tomó su bolso y se encaminó
hacia el comedor—. Y tenemos mucho que hacer, de manera que si me perdonas...
Él se adelantó y le tocó el brazo.
—¿Has hablado con nuestra hija?
A Jess se le secó la boca y sintió que algo parecido a agujas le pinchaba la
espalda.
—Me llamó para avisarme de que había llegado sana y salva a la universidad.
—No quería encontrarse con la mirada de su ex marido. No quería hablar con él. Y lo
que más deseaba era que retirara la mano que mantenía apoyada sobre su brazo.
—Me contó lo que estás haciendo —dijo Charles.
—En el club todo el mundo lo sabe, estoy redecorando estos salones.
—Me refiero a lo otro. A lo de tu hija.
En el otro extremo de la habitación, alguien cerró la escalera. Jess se sobresaltó.
—Este no es asunto tuyo, Charles.
—Si afecta a mi hija, por supuesto que es asunto mío.
—¿Perdón?
—Maura está angustiada por ese tema, Jess. ¿No la has hecho sufrir bastante?
¿Encontrar a tu otra hija vale más para ti que la paz de espíritu de Maura?
Jess se puso roja. Tenía ganas de darle un puntapié a Charles. Tenía ganas de
pegarle una bofetada. Tenía ganas de empujarlo para apartarle de su camino. Pero en
lugar de eso dijo:
—Te repito, Charles, que no es asunto tuyo. —Se volvió hacia su asistente—.
Me reuniré contigo en el comedor —dijo, y luego pasó junto a Charles sin dirigirle
otra mirada, sin pronunciar otra palabra y, sobre todo, sin permitir que él viera las
lágrimas que le llenaban los ojos.

—Tardaré entre tres y cuatro semanas —le informó Marsha Brown a Phillip,
una vez que él le dio toda la información referente a la hija de Jess. Por lo visto no
tenía importancia que ella trabajara en Nueva York y que la hija de Jess hubiese sido
adoptada en Connecticut—. Me pondré en contacto con la gente indicada, pero
llevará tiempo.
—¿Y la encontrará? ¿Así de sencillo? —preguntó él.
—Así de sencillo —contestó ella.
Phillip no preguntó qué haría para encontrarla. No quería conocer los métodos

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ilegales que sería necesario utilizar para abrir los expedientes sellados y poder
encontrar a las criaturas que se suponía debían desaparecer. Criaturas como en un
tiempo fue él mismo.
Le agradeció a Marsha Brown su gestión, le dio el número de teléfono de su
oficina y le pidió que lo llamara cuando supiera algo. En cuanto cortó, llamó a la casa
de Jess.
—Lo sabremos dentro de tres o cuatro semanas —fue el mensaje que dejó en el
contestador—. Cruce los dedos para que tengamos suerte.
Se recostó contra el respaldo de su sillón, miró a su alrededor y comprendió que
dentro de tres o cuatro semanas él y Joseph ya se habrían mudado a sus nuevas
oficinas de la Setenta y Tres con Park, y que tal vez Nicole les traería buena suerte.

Era probable que ya se hubieran terminado las grabaciones de Devonshire Place


de esa temporada. Ginny observó la pantalla de televisión, donde su hija, en el papel
de Myrna, planeaba robarle el marido a su mejor amiga. Mientras Lisa/Myrna se
movía por el ático montado en el estudio, Ginny observó sus movimientos:
decididos, sin temores. Eran los movimientos que en un tiempo la definían a ella...
nunca a Lisa. Nunca a la dulce y agradable Lisa. La dulce y agradable Lisa que sin
duda se había vuelto loca, que necesitaba con desesperación ser salvada por alguien
que no fuera Ginny, que necesitaba que la convencieran de que estaba cometiendo un
error enorme al enamorarse de Brad. Después de todo, era demasiado dulce,
demasiado buena persona.
Pero por otra parte, pensó Ginny, tal vez nunca haya conocido bien a Lisa.
Sabía que había sido criada por los Andrews, un matrimonio de mediana edad,
clase media, todo medio, de Nueva Jersey, quienes, después de Lisa, adoptaron a un
par de mellizas. Ginny las había visto tres, no, cuatro veces, cuando volaban cada año
a la Costa Este a pasar unos días con su hermana. Entonces Jake los llevaba a todos a
comer; unas pocas horas, una vez por año, eran lo único que Ginny tenía como
referencia de la crianza de Lisa. Y los Andrews eran bastante agradables. Agradables
sin duda con Ginny, quien probablemente no merecía la simpatía que le tenían, por
las veces que ellos le dijeron lo que le agradecían que hubiera traído a Lisa al mundo,
y que hubiera permitido que ellos la criaran.
Permitido. Como si ella hubiera tenido alternativa. Como si hubiera podido
considerar cualquier otra posibilidad. Para empezar no podría haber vuelto a su casa
con un bebé, la hija de su padrastro, un bebé concebido en una de las borracheras de
aquel hombre. Y, en 1968, ella tampoco podía arriesgarse a tener un aborto, porque
los únicos que se hacían eran sucios y peligrosos. En esto se resumía el haber
permitido que los Andrews de clase media criaran a Lisa.
Pero la vida de su hija pudo haber sido peor. El señor Andrews era vendedor
de seguros, la señora trabajaba en la cafetería del colegio al que asistieron Lisa y las
mellizas. Las fotografías revelaban una casa de tres dormitorios, un baño, un aseo y
un garaje convertido en sala de estar, una piscina elevada en el patio trasero y una

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pequeña huerta llena de tomates y hortalizas. Era la clase de hogar que estremecía a
Ginny, la imagen de un lugar que nunca vio, que nunca vivió.
Tampoco podía imaginar que una hija suya se hubiera criado en una casa así.
Pero la fotografía de Lisa el día de su octavo cumpleaños, sentada ante la mesa de
fórmica de la cocina, riendo con una tarta llena de velitas frente a ella, contaba la
historia. También la contaba otra fotografía de su hija, de pie delante de una
chimenea de mármol negro, luciendo un bonito vestido de organdí rosado, un blanco
ramillete en la delgada muñeca y una amplia sonrisa en el rostro feliz. Lisa fue una
chica feliz y se lo dijo a Ginny. Pero eso había sido en Nueva Jersey, un siglo antes.
—Has recorrido un largo camino desde esa huerta con tomates —le dijo Ginny
a la imagen de Lisa en la pantalla de televisión.
Entonces se dio cuenta de que tal vez el matrimonio Andrews sería capaz de
inculcarle un poco de sentido común a Lisa en lo que se refería a Brad. Le echarían
una mirada y, a la típica manera de la clase media, se darían cuenta de que no era lo
que a su hija le convenía. Luego se preguntó cuándo se presentarían los Andrews
para su visita anual. Pronto, pensó. Por lo general visitaban a su hija en primavera.
Mirando el teléfono, Ginny decidió que no tendría nada de malo apresurar los
acontecimientos. No los había llamado para agradecerles las flores que mandaron
cuando murió Jake... el ramo demasiado grande de claveles blancos y rojos. Las flores
eran feas, pero la intención de los Andrews era buena.
Ginny sacó de un cajón su libreta de direcciones, buscó el número e hizo una
llamada a la otra costa del país. Sin duda ellos lograrían que Lisa recobrara el sentido
común.
La señora Andrews se alegró muchísimo de oír la voz de Ginny.
—Ha pasado tanto tiempo, Ginny... la muerte de tu marido nos angustió por
ti... estoy segura de que Lisa te ha ayudado mucho... estamos todos muy bien... este
año las mellizas se licencian en la universidad... no, no planeábamos viajar al oeste.
Teníamos la esperanza de que Lisa viniera aquí para asistir a la ceremonia, ¿te parece
que será posible? Y, por supuesto, también nos encantaría que vinieras tú... te
podríamos alojar en el sótano... lo hemos remodelado y por ahora es una sala de
grabaciones...
Ginny lamentó haber llamado. Se despidió sin haber mencionado a Brad, sin
darle a la señora Andrews una pista de que Lisa y ella no se hablaban, sin la menor
insinuación de que no todo andaba sobre ruedas en Los Ángeles.
Cortó la comunicación, apagó el televisor y supo que solo había una persona
capaz de hacer entrar en razón a Lisa. Una sola persona a quien Lisa no se animaría a
enfurecer. Harry Lyons, su director.
Apoyó los pies en el suelo y decidió hacerle una visita a Harry para lograr que
él utilizara sus armas de persuasión. Pero ante todo ella debía esgrimir las suyas.

A los cuarenta y siete años, Ginny suponía que sus piernas no eran lo que solían
ser. Pero, mientras estacionaba frente al estudio del que días antes la habían echado,

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pensó también que Harry Lyons estaba lejos de ser el partido del siglo. Sin embargo,
supuso que él debía creer lo contrario. Después de todo, era hombre.
Después de mirar nerviosa a su alrededor por si debía evitar a ese cancerbero
llamado O'Brien, Ginny bajó del coche y se miró en el espejo de la puerta. Por suerte
había encontrado un mini vestido suelto que no revelaba los kilos que había ganado.
Le resultaría más fácil convencer a Harry de que necesitaba su ayuda si demostraba
tener interés en el sexo, específicamente con él. No sería la primera vez que Ginny se
veía obligada a fingir, pero eso, recordó, fue en los días en que podía contar con su
libido para contrarrestar su apatía.
Pero debía intentarlo. Era su única posibilidad.
Con la barbilla en alto y la mirada fija hacia adelante entró en el enorme edificio
y se encaminó hacia la oficina del director como si ella perteneciera a ese lugar, como
si fuera allí todos los días. Marchó hacia los vestuarios, pasó frente a varias puertas
hasta que llegó a la que estaba justo al lado del cuarto donde encontró a su hijastro
acostándose con Lisa.
Encogió el estómago para impedir que se le formara allí un nudo. Luego respiró
hondo, levantó una mano y golpeó con valentía.
—¿Sí? —preguntó alguien desde adentro.
Ginny hundió el abdomen, desabrochó otro botón de su blusa, se echó el pelo
hacia atrás y entró.

Allí estaba Harry, sentado frente a un escritorio, tan calvo y voluminoso como
ella lo recordaba. Una mujer gorda fumaba sentada sobre el borde del escritorio.
—¿Qué quiere? —preguntó Harry.
Ginny se adelantó y le tendió la mano.
—Me alegro mucho de volver a verlo, Harry —dijo con suavidad—. Soy Ginny
Edwards, la madre de Lisa Andrews.
—¡Mierda! —exclamó él poniéndose de pie con rapidez y tomándole la mano
entre las suyas sudorosas—. Ertha, déjanos solos, ¿quieres?
Ertha, fuera quien fuera, besó a Ginny y salió de la oficina.
—Me alegro de que me haya encontrado —dijo Harry haciéndole señas a Ginny
de que tomara asiento en una silla de vinilo—. Dos minutos más y habría salido.
—Yo también me alegro —dijo Ginny, tragándose su orgullo... si es que alguna
vez tuvo orgullo. Observó las paredes cubiertas de fotografías—. De manera que es
aquí donde trabaja Harry Lyons.
Él rió, y su papada se estremeció.
—Esta es solo mi oficina en el estudio. Mi verdadera oficina está en el otro
extremo del edificio.
Ginny sonrió y cruzó las piernas. Permitió que el vestido se le subiera algunos
centímetros, interiormente agradecida por la mujer gorda que la había precedido. Por
más regordetes que estuvieran sus muslos, había mucha, muchísima diferencia, entre
ella y Ertha.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—Necesito hablar con usted, Harry.


Él sonrió, se echó atrás en el sillón y encendió un cigarro.
—Si anda en busca de trabajo, que su representante se ponga en contacto
conmigo —dijo con tono de director.
Ella lanzó una carcajada.
—Yo no necesito trabajar, Harry. Aunque estoy segura de que si esa fuese mi
intención, no encontraría mejor director que usted.
Él exhaló una maloliente nube de humo.
—Bueno, entonces para mí esta es una primera vez. Las mujeres hermosas solo
vienen a verme cuando andan en busca de trabajo.
Ginny le sonrió a través de sus dientes apretados.
—No estoy buscando trabajo sino ayuda, Harry.
—¿Ayuda en qué sentido?
—Lisa.
—Yo no diría que Lisa Andrews necesite ayuda. Está haciendo un gran trabajo.
—No se trata de su trabajo, Harry. Lo que me preocupa es su vida privada.
Él entrecerró sus ya minúsculos ojos.
—¿Tiene algún problema?
—Todavía no. Pero puede sucederle. —Ginny se puso de pie y se pasó la mano
con lentitud por la parte delantera del vestido, sobre sus pechos, a lo largo de los
muslos. Como era previsible, el imbécil de Harry siguió con la mirada cada
movimiento que ella hacía—. A pesar de que Lisa no es una criatura, es una
muchacha inocente. —Abrigaba la esperanza de que él no la contradijera.
—Es una buena chica... usted se llama Ginny, ¿verdad?
Ginny le dirigió otra sonrisa.
—Sí. Ginny. —Le gustó la manera en que la mirada de Harry permanecía como
clavada en sus pechos. Lo único que le habría gustado sería poder sentir... algo. Sin
su calor interior, no estaba segura de poder sacar adelante aquel asunto—. Harry —
continuó diciendo en la voz más baja y ronca posible—, estoy segura de que usted es
un hombre que ha tenido mucha experiencia con mujeres. —No podía creer que
hubiera dicho esto sin lanzar una carcajada.
—Bueno... —balbuceó él—. Bueno, por supuesto...
—Justamente por eso lo necesito. Tengo que explicarle a Lisa que el hombre con
quien está saliendo no le conviene para su carrera.
—¿No le conviene?
—No, créame, Harry, no le conviene. Hace muchos años que lo conozco. Pero
ese no es el asunto. Ella se niega a escucharme, Harry. —Ginny volvió a reír—. Usted
sabe cómo pueden llegar a ser las hijas con sus madres. De todos modos ese
individuo con quien sale es un mal tipo. Un muy mal tipo. Creo que está decidido a
dañar su carrera. Creo que tiene intenciones de arruinarla.
—¿Y por qué va a hacer eso?
—Por envidia. Por avaricia. Por todas esas cosas que la gente como usted y yo
conocemos tan bien. Cosas que Lisa es demasiado cándida para percibir.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—De manera que quiere que le diga que no lo siga viendo.


Decididamente Harry Lyons no era tan tonto como parecía.
—Precisamente. Pero no debe saber que yo he venido a verlo. —Se sentó en el
borde del escritorio donde había estado sentada la gorda, luego se inclinó hacia
Harry, a sabiendas de que su escote se abría y revelaba una buena parte de un pecho
grande y redondo—. Después de que usted haya hablado con ella, tal vez podría ir a
mi casa a contarme cómo resulta todo. Tengo una bodega de vinos maravillosa.
Podríamos brindar por su éxito.
Harry volvió a mirarle el pecho. Parpadeó y luego la miró a los ojos.
—Suena interesante. Solo hay un problema.
—¿Qué problema?
—Que Lisa no está aquí. Esta mañana hemos terminado con las grabaciones de
la temporada y se fue. Ha dicho que pensaba recorrer el país o algo así.
—¿Recorrer el país? ¿En coche?
—Sí. Algo acerca de la licenciatura de sus hermanas. Y no sé cómo decirle esto,
pero también ha dicho que su novio la acompañaría.

Ginny salió de la oficina a tanta velocidad que Harry casi se ahogó con su puro.
Dirigió el Mercedes hacia Rodeo Drive, con la venganza palpitándole en las venas.
Calle Catorce, se dijo. Catorce con Rodeo Drive era la dirección de Fresco, el
restaurante de Brad. El lugar donde ella rogaba que él estuviera en ese momento.
Apretó el acelerador al tomar una curva y dobló por la Catorce. Con un chirrido
de gomas, estacionó en doble fila, bajó del coche y corrió hacia la puerta del
restaurante, con la esperanza de que todavía no se hubieran ido, con la esperanza de
que todavía le quedara tiempo para matarlo.
La puerta estaba cerrada con llave. Espió hacia el interior. No se veían mesas ni
sillas. Solo un restaurante vacío y abandonado.
—¡Mierda! —chilló Ginny. Pateó la puerta y golpeó el vidrio con los puños—.
¡Mierda, mierda, mierda! —Entonces su chillido se convirtió en un murmullo y sus
maldiciones en sollozos, y supo que había vuelto a perder a Lisa, esta vez
probablemente para siempre.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

SEGUNDA PARTE

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Capítulo 12

Las tres o cuatro semanas que anunciaba el mensaje de Phillip se convirtieron


en cinco. Mientras Jess trataba de mantenerse ocupada con su trabajo, los azafranes
se convirtieron en narcisos, los narcisos en lilas. Ya estaban en mayo, una fecha muy
cercana al regreso de Maura para las vacaciones de verano. Jess hubiera preferido
enterarse de las noticias sin que su hija anduviera cerca. Pero en uno de sus días más
realistas, reflexionó sobre la posibilidad de que tal vez no hubiera ninguna noticia.
No había hablado con Ginny, que parecía tener ya bastantes problemas propios
en aquel momento. Además, no tenía ninguna novedad que darle.
Pensó en la posibilidad de llamar a Phillip, pero cada vez que levantaba el
auricular para hacerlo, se arrepentía y colgaba. Y seguía esperando.
No podía hacer nada, excepto aguardar todos los días con impaciencia la
llegada del correo para luego examinar con cuidado cada sobre, buscando en vano
otro sobre azul con el sello de Martha's Vineyard. Por la noche, al llegar a su casa, se
dirigía directamente al contestador automático, pero no hubo más llamadas, ningún
otro contacto que la convenciera de que todo era solo un sueño.
Pensaba. Esperaba. Y con lentitud, iba marcando los días transcurridos en el
calendario que colgaba de la pared sobre el pequeño escritorio de su taller.

Lisa no había llamado. ¡Maldita sea! Ni siquiera había llamado. No porque


Ginny quisiera que la llamara. No porque quisiera enterarse de algo más de lo que ya
se sabía por las revistas que compraba en el supermercado: que, con cada kilómetro
que recorrían, Lisa estaba cada vez más enganchada a Brad. Los titulares lo decían
todo:

MYRNA LA BRUJA EN UNA AVENTURA A TRAVÉS DEL PAÍS.


LISA ANDREWS ATRAPA A UN GALÁN.
LISA/MYRNA INTERPRETA UN NUEVO PAPEL ESTELAR
EN UN PORSCHE ROJO.

Bastaba para producirle náuseas. Después de su segunda salida de compras en


aquella semana, Ginny arrojó el último ejemplar de una revista sobre el asiento del
coche. Lo mismo que las semanas anteriores, estaba decidida a no leer las estupideces
que contenía, decidida a no mirar las fotos de Lisa y Brad en Las Vegas, bailando en
Denver o mirándose con ojos de amor en Oklahoma. Sin embargo, lo mismo que las
semanas anteriores, sucumbiría a la tentación y las leería.
Leería los artículos que narraban la escapada de la pareja a lo largo del país a la

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

que definían como «mejor que volar»; se enteraría de los establecimientos a los que
habían ido (¿las compras estarían destinadas a amueblar un futuro hogar?);
estudiaría las especulaciones sobre la posibilidad de que pronto se casaran (Brad fue
visto mucho tiempo en la tienda de un joyero de Baltimore). Y con cada palabra y
cada fotografía, Ginny se sentiría cada vez más descompuesta.
No porque tuviera importancia. De todos modos Lisa Andrews estaba fuera de
su vida, para siempre. Y de todos modos, ¿quién la necesitaba?

Phillip retiró el póster de la Maratón de la Ciudad de Nueva York de la pared


del cubículo al que llamaba su oficina y lo envolvió en papel marrón para que se lo
llevara la empresa de mudanzas. No podía creer que por fin hubiera llegado el día.
Archambault y Archambault se mudaba al centro, esta vez para algo más importante
que un partido de paddle.
Miró a su alrededor y decidió que le estaba agradecido a su hermano Joseph
por impulsarlo a cambiar con los tiempos, y que posiblemente la mudanza los
salvaría de casos sin importancia y sin beneficio económico. Después de todo, el
mundo era distinto a la época en que su padre practicaba el derecho, era más veloz,
más sanguinario, distinto.
Camille, la mujer de Joseph, se asomó al despacho.
—Phillip, ¿has invitado a Nicole esta noche?
Camille alejaba su pelo corto de la cara con una banda elástica, que, junto a una
larga camisa sport, no era lo que le correspondía usar a una mujer por lo general
conservadora y muy bien vestida. Pero ahora Camille estaba embarazada (el último
in vitro había dado resultado), y en una explosión de energía prenatal había asumido
la responsabilidad de los detalles de la mudanza, hasta el punto de asegurarse de que
la oficina de correos comenzara a entregarles la correspondencia ese mismo día en
Park y la Setenta y tres, y persistir para que la compañía telefónica les conectara las
líneas ese mismo mediodía. En sus planes incluía una comida para cuatro en el White
Rose, un pequeño restaurante italiano del nuevo barrio del bufete. La celebración de
la mudanza a las nuevas oficinas del éxito la compartirían Camille y Joseph, Nicole y
Phillip.
Phillip sonrió.
—Tiene una clase hasta tarde, pero me ha prometido que estará allí a las ocho.
—Nicole, pensó, y le pareció percibir su aroma maravilloso. Nicole era un ejemplo
más de la importancia de esa mudanza. Ninguna mujer como ella se sentiría
satisfecha junto a un hombre que no estuviera camino de la cúspide.
Camille asintió en el momento en que comenzaba a sonar el teléfono. Levantó la
mirada hacia el techo, exasperada.
—¿Nadie se da por enterado de que este es un día de mudanza?
—Yo atenderé. —Phillip rió, se abrió paso entre las cajas y llegó al teléfono
porque la nueva recepcionista, la recepcionista de tiempo completo y con seguridad
social, no comenzaría a trabajar hasta el día siguiente.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—Quiero hablar con Phillip Archambault, por favor —dijo una voz de mujer.
—Soy yo.
—Soy Marsha Brown, Phillip. Quiero hablarle acerca de la búsqueda de ese
bebé adoptado.
«Brown. Marsha Brown. ¡Oh, Dios!», pensó, haciendo a un lado una caja y
sentándose en su sillón. No porque se hubiera olvidado de Jess o de Amy. Pero había
estado tan ocupado...
—Sí, Marsha. ¿Cómo va el asunto? —preguntó.
—Tengo una respuesta para usted. ¿Tiene lápiz y papel a mano?
Phillip miró la mezcla de carpetas y papeles que cubrían su escritorio. Abrió un
cajón, pero estaba vacío. Ya habían embalado su contenido.
—Oiga... —dijo—. ¿Podría esperar un momento? —Apoyó el receptor sobre el
escritorio—. Joseph —llamó mientras se abría paso entre cajas y envoltorios—. ¡Por
favor! ¿Nadie tiene un bolígrafo?
Joseph emergió desde el vestíbulo con una Mont Blanc en la mano.
—Siempre listo para los negocios, hermanito —dijo con una sonrisa.
No sin sentirse culpable, Phillip tomó el bolígrafo y regresó al teléfono,
deseando que Joseph se alejara. Pero su hermano se apoyó contra el marco de la
puerta y cruzó los brazos. Phillip trató de volver la cabeza mientras hablaba por
teléfono.
—Está bien, Marsha. Adelante. —Arrancó una hoja de un viejo bloc que estaba
en la papelera y escribió «Marsha Brown».
—La hija de Jessica Bates fue adoptada por una familia de Stamford. Jonathan y
Beverly Hawthorne.
«Hawthorne. ¡Mierda!»
—Ese dato no es fidedigno —dijo Phillip, consciente de que Joseph lo observaba
y escuchaba—. Hubo una especie de confusión de criaturas... —Joseph frunció el
ceño. Phillip le dio la espalda—. ¿Puede seguir buscando?
—Lo lamento. Eso es lo que averiguamos. La chica se llamaba Amy. Si quiere
tengo también su número de seguridad social...
—No, no será necesario. Me pondré en contacto con usted si necesito algo más.
Cortó la comunicación haciendo un esfuerzo por no demostrar su desilusión.
—¿Qué sucede? —preguntó Joseph.
—Nada importante.
—Considerando que se trata de algo tan poco importante, no pareces
demasiado contento.
—Mira, ya te he dicho que no es nada. —Volvió a arrojar el bloc a la papelera y
le devolvió el bolígrafo a Joseph, rehuyendo la mirada de su hermano. De manera
que los registros del estado confirmaban los datos de la señorita Taylor, lo cual
significaba que tanto ella como el doctor Larribee habían cubierto bien sus huellas, su
crimen y sus malditas mentiras. La carta y la llamada que recibió Jess podían no ser
auténticos, pero el doctor Larribee no habría confesado algo que no sucedió. Admitió
el cambio de las criaturas, lo que dijo desconocer era el motivo. O quién le pagó

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

cincuenta mil dólares a la señorita Taylor. O dónde se encontraba en la actualidad la


hija de Jess.

—Lamento llegar tarde —dijo Nicole entrando en el White Rose. Depositó su


mochila en una silla y se sentó junto a Phillip—. Parecéis agotados.
Tenía razón; llegaba tarde. Cuarenta minutos tarde, para ser exactos, un hábito
irritante que se repetía siempre. Phillip había decidido que debía tener alguna
relación con el hecho de que Nicole se había criado en California, donde llegar tarde
debía de ser tan lógico como ser puntual en el Este. También tenía razón al decir que
Phillip estaba extenuado, pero no tan cansado como para no alegrarse de que, por lo
menos, se hubiera presentado. Como estaba estudiando para los exámenes finales,
solo la veía una vez por semana y resultaba difícil crear una relación basada solo en
el tiempo que pasaban en la biblioteca o entre las sábanas arrugadas de la cama de
Nicole.
Pero por más que se alegrara de verla, Phillip se descubrió preguntándose si no
tendría nada que no fuera negro para ponerse. Esa noche lucía un jersey negro y
unos tejanos, un conjunto que él ya había visto tantas veces que bien podía tratarse
de un uniforme. Como de costumbre, tampoco se había maquillado. Pero,
¡maldición!, estaba esa sonrisa. Esa sonrisa sexualmente atractiva y ese aroma que lo
excitaba.
—Nos alegra que hayas podido reunirte con nosotros —dijo Camille, quien en
lugar de Chianti bebía agua mineral. Era la primera vez que ella y Joseph volvían a
ver a Nicole después de la comida en casa de la madre de Phillip, y este presintió que
Camille estaba entusiasmada con la idea de pareja—. Justamente Phillip nos estaba
diciendo lo ocupada que estás con los exámenes finales.
Nicole esbozó su sonrisa especial.
—Es un aburrimiento terrible —dijo—. Nada tan excitante como vuestra
mudanza. ¿Cómo ha ido todo?
Joseph se hizo cargo de la conversación y le habló del informático que todavía
estaba en la oficina nueva instalando el sistema, sobre la torpeza de los de la empresa
de mudanzas, que dejaron caer el antiguo escritorio que había sido de su padre y
rompieron un trozo, y también le contó que gracias a su esposa ya habían conectado
las líneas telefónicas. Después, agregó que Smith no solo había enviado un enorme
ficus para el vestíbulo, sino que el mismo Ron McGinnis había pasado por allí en
persona para desearles éxito. Phillip no sabía si la expresión de interés de Nicole era
sincera o no. A pesar de haberla tratado durante muchas semanas, todavía no la
conocía.
—Y lo mejor de todo —dijo Joseph en el momento en que se les acercaba el
camarero para que ordenaran la comida—, es que la correspondencia ha llegado a
tiempo, de manera que nadie creerá que Archambault y Archambault ha dejado de
trabajar un solo día. Y todo gracias a la futura mamá —agregó, besando la mejilla
ruborizada de Camille.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Ordenaron entremeses y macarrones con mozzarella fresca.


—Hablando de madre—dijo Nicole mientras el mozo le servía Chianti en su
copa—, ¿has tenido alguna noticia, Phillip? ¿Qué hay de ese caso de la búsqueda de
una criatura adoptada en el que estás trabajando?
Phillip bebió un rápido trago de vino. Recorrió el restaurante con la mirada: los
suaves frescos que se alineaban en las paredes, las estatuas de niños sosteniendo
cuencos con uvas de plástico. Sintió que Joseph tenía los ojos clavados en él.
—Bueno —dijo en voz baja—. Era un camino sin salida. No hay problema. —
Tenía esperanzas de que Joseph lo dejara pasar. Esperanzas...
—¿Qué búsqueda de una criatura adoptada? —La pregunta no la hizo su
hermano sino la bien intencionada Camille, cuyas antenas últimamente se
estremecían ante cualquier conversación que remotamente se relacionara con bebés.
El calor del vino subió a las mejillas de Phillip.
—Es solo parte de un caso en el que estaba trabajando. Nada del otro mundo.
—Estiró la mano hacia la cesta con pan de ajo—. Prueba un poco de este pan —le dijo
a Nicole—. ¡Es estupendo!
—¿De qué caso hablas? —preguntó Joseph.
Phillip se encogió de hombros.
—De nada. Olvídalo, ¿quieres? —Arrancó un trozo de pan y lo mordió. El salón
se llenó de música de mandolinas y de violines.
—Creí que ya habíamos agotado ese tema hace algunos años —dijo Joseph, que
no lo olvidaba y al que no le importó que estuviera presente Nicole, y que quizá
Phillip no quisiera hablar delante de ella.
—No se trata de mí —aclaró Phillip—. Lo hice por una amiga.
El suspiro que lanzó Joseph debió oírse por todo el centro de la ciudad y sin
duda llegó hasta la antigua oficina, hasta el lugar al que posiblemente Phillip
pertenecía, en vez de estar donde ahora estaba y de alternar con jugadores de paddle.
—¿Por qué será que la gente no puede dejar las cosas como están? —No era una
pregunta sino una declaración.
Nicole decidió intervenir.
—Los niños tienen derechos. Si deciden hacerlo, tienen derecho a conocer su
historia.
Phillip tuvo ganas de inclinarse y besarle los labios sin pintar. No sabía ni
preguntó si su opinión se extendía también a los padres biológicos.
—No estoy de acuerdo —dijo Joseph—. Eso abre una lata de gusanos
demasiado grande. Invade la privacidad y en estos días ya está bastante invadida.
Además invita al dolor y a la angustia y a un exceso de chantaje emocional.
Nicole lanzó una carcajada.
—Dudo que la amiga de Phillip esté interesada en el chantaje.
Chantaje. Jess sería incapaz de chantajear a nadie. Por supuesto que el padre fue
distinto. Por lo visto aquel hombre había sido lo suficientemente frío e insensible
como para pagarle a la familia del padre de la hija de Jess para que se fuera de la
ciudad y nunca volviera a ponerse en contacto con ella. Ese fue un chantaje,

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

reflexionó Phillip. Arrancó otro trozo de pan.


Doscientos mil dólares, pensó mientras escuchaba apenas la discusión
civilizada que se acababa de establecer entre Joseph y Nicole. Doscientos mil dólares
fue lo que el padre de Jess le pagó a la familia de Richard; y alguien había pagado
cincuenta mil a la señorita Taylor para Dios sabía qué. Una cantidad enorme de
dinero para ese tiempo.
—Yo no digo que nadie tenga la culpa —decía Joseph en voz cada vez más
alta—. Pero creo que no puede hacer ningún bien que una criatura conozca a sus
padres... gente que en primer lugar nunca tuvo interés en criarla.
¿En criarla? De repente Phillip se incorporó en la silla.
¿Chantaje?, se volvió a preguntar.
Y entonces se le ocurrió una idea. Una idea tan monstruosa y sin embargo tan
clara, que le hizo fruncir el ceño. «Podemos encontrar el número de seguridad social
de cualquiera —le había dicho Marsha Brown—. Créase o no, esto es lo más fácil de
todo.»
Se puso de pie con rapidez.
—Perdón —dijo—, pero debo hacer una llamada.

—Jess —dijo, hablando sin aliento—. ¿Cómo se llamaba el padre de su hija?


En el otro extremo de la línea, Jess vaciló.
—Richard —contestó—. Richard Bryant.
—¿Recuerda el nombre de pila de su padre?
Hubo unos instantes de silencio. Phillip percibía los suaves latidos de su
corazón, sentía que la adrenalina recorría sus venas.
—No estoy segura —dijo ella por fin—. Creo que tal vez Richard haya sido
Richard hijo. Me resulta muy difícil recordarlo.
Él cerró los ojos con fuerza.
—¡Perfecto! —dijo—. En cuanto sepa algo volveré a llamarla.
Metió la mano en el bolsillo del que sacó algunas monedas. Su siguiente
llamada fue a Marsha Brown.

Jess miró fijamente la ventana y se preguntó qué le habría querido decir Phillip.
¿Por qué se interesaba por Richard o por el padre de este? ¿Qué tenía que ver eso con
su hija?
—¿Mamá?
Se estremeció, sobresaltada por el sonido de la voz de Travis, agradecida de que
no fuera Maura.
—¿Sí, cielo? —Se volvió y vio a Travis de pie en la cocina, cubierto de barro.
Había encontrado trabajo en una administración de fincas para ayudar en el cuidado
de los jardines, un empleo que le proporcionaría dinero extra para la universidad,
dinero ganado por él mismo—. ¿Qué te ha pasado? —preguntó Jess, sofocando la

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

risa al ver a su hijo pelirrojo y de dieciocho años con el aspecto de un chiquillo que
acababa de salir de un patio de escuela.
—He resbalado y me he caído al estanque.
Ella se le acercó y le tendió los brazos.
—Quítate esa ropa mojada. La meteré enseguida en la lavadora.
Travis se desabrochó la camisa y se sacó los tejanos.
—Y de todos modos, ¿qué hacías junto al estanque? Ya está oscuro.
—No lo estaba cuando empezamos.
—¡Dios, Travis! —dijo Maura desde la puerta—. ¿Es necesario que te pasees por
la casa en paños menores? Está por llegar Eddie.
Jess recogió la ropa embarrada de su hijo y se encaminó hacia el lavadero.
—Déjalo en paz. Tuvo un accidente —dijo en defensa de Travis.
Abrió la tapa de la lavadora y dejó caer la ropa. Desde la llegada de Maura para
las vacaciones de verano, reinaba la tensión entre ellas. Hasta ese momento, Jess se
había contenido y no había recriminado a su hija por haberle contado a Charles cosas
que no correspondían. Sin embargo, pensó mientras ponía en marcha la lavadora, tal
vez era mejor que hablara con Maura y que se sacara el problema de encima. Hablar
con ella, oírla gritar y que todo quedara claro de una buena vez. Regresó a la cocina
donde estaba su hija junto a la puerta de la nevera examinando su contenido. Travis
no estaba a la vista. Como de costumbre, debía de haber obedecido los deseos de su
hermana mayor.
—¿Podemos hablar un momento, Maura? —preguntó Jess en voz baja.
—¿No tenemos nada que valga la pena para comer? ¿Qué se supone que le
debo dar a Eddie?
Jess no le preguntó si Eddie no era capaz de organizarse su propia comida.
Había decidido quedarse en Yale durante el verano y, por lo visto, esperaba que Jess
lo alimentara.
—Hay pollo en la nevera. Prepárale un sándwich.
Maura cerró la puerta del frigorífico.
—En el Caribe había pescados exóticos y guiso de almejas todas las noches.
—Y en Connecticut hay pollo —contestó Jess, frotándose la nuca.
Maura miró a su alrededor como si de repente debiera materializarse un guiso
de almejas sobre el fuego.
—Llegará en cualquier momento.
—Pide una pizza —sugirió Jess—. O comida china.
—Eso me parecería un espanto.
—Antes no lo era. —No agregó que últimamente muchas cosas le parecían un
espanto a Maura, incluyendo a su hermano menor y a su madre. No cabía duda de la
forma en que reaccionaría si Jess intentaba volver a conversar con ella acerca de su
hija mayor, acerca de la búsqueda renovada.
—¿De qué me querías hablar? —preguntó Maura volviendo a abrir la puerta de
la nevera en el momento en que sonaba el timbre de la calle—. ¡Oh, Dios! Ahí está
Eddie —dijo, mientras corría a abrir.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—De nada importante —dijo Jess en voz baja—. De todos modos, tú


considerarías que es un espanto.

Dos días después, cuando Phillip estaba instalado en el nuevo sillón de su


nuevo escritorio, la nueva recepcionista lo llamó desde la recepción.
—Lo llama por teléfono una tal Marsha Brown.
Él levantó enseguida el auricular.
—¿Sí, Marsha?
—Los he encontrado —dijo ella.
—¿Los ha encontrado?
—Al padre y al hijo. Los dos se llaman Richard. Pero ahora el apellido es
diferente. Ya no se llaman Bryant sino Bradley.
—¿Bradley? —preguntó Phillip, mientras lo anotaba en un papel.
—El hijo vive en un pueblo llamado Edgartown.
«Edgartown», anotó Phillip al lado de «Bradley».
—¿Eso queda en Nueva York?
—No —contestó Marsha—. En Massachusetts. En Martha's Vineyard.
¿Martha's Vineyard? Phillip respiró hondo. Se levantó de un salto y comenzó a
pasearse por el escritorio recorriendo la distancia que le permitía el cable del
teléfono.
—¡Martha's Vineyard! —repitió—. ¡Increíble!
—El padre vive en Vineyard Haven —continuó diciendo Marsha—. Por lo que
he podido averiguar, es dueño del hostal del lugar. Un sitio llamado Mayfield
House.
—Bueno —dijo Phillip mientras anotaba «Vineyard Haven» y luego subrayaba
el nombre del sello postal de la carta recibida por Jess—, un lugar agradable para
jubilarse.
—Dudo que sea eso lo que él ha hecho —contestó Marsha—. La familia se
mudó a la isla cuando cambiaron de nombre, en 1968.
1968. El año en que sucedió todo. El año en que comenzó su vida y cambió la de
tantos otros.
Phillip cerró los ojos y se estremeció al pensar en lo que significaba esta
información... y lo que sería para Jess.

—Así que la familia de Richard cambió de apellido, aceptó el dinero que le dio
mi padre y se mudó a Martha's Vineyard —dijo Jess en voz baja, en una voz
demasiado baja.
—Eso parece —confirmó Phillip. Estaban de pie en la terraza del piso de Jess,
que daba a las aguas perezosas del Long Island Sound, lejos de los oídos de Maura y
de Travis.
—¡Qué gran cosa para ellos!

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—Hay algo más —continuó diciendo Phillip—. Antes de venir aquí, revisé el
registro de compraventa del condado de Vineyard. Los Bryant, o los Bradley, no
compraron enseguida Mayfield House. Por lo visto el padre de Richard trabajaba allí.
—¿Como qué? ¿Como encargado? ¿Con doscientos mil dólares en su poder?
Phillip meneó la cabeza.
—Lo ignoro. Solo sé que el hostal era de una mujer llamada Mabel Adams.
Cuando murió, la propiedad pasó al padre de Richard. Ella se la dejó en el
testamento.
Jess asintió.
—Así que resultó ser un yanqui frugal y guardó su dinero debajo del colchón.
Pero nada de esto explica el motivo de por qué yo recibí ese anónimo y esa llamada
telefónica. Nada de eso explica que... —De repente se volvió y miró a Phillip—. ¡Dios
mío! —exclamó—. ¿Quién dijiste que era dueña del hostal?
—Una mujer de nombre Mabel Adams.
Los temblores volvieron a comenzar dentro de la cabeza de Jess y se
extendieron con rapidez a sus extremidades.
—Phillip —dijo—. Mabel Adams conocía a la señorita Taylor.
Él parpadeó.
—¡Mierda! Yo sabía que alguien le pagó para que le entregara a su hija.
—¿Habrá sido Mabel Adams?
—Tal vez —contestó Phillip con lentitud—. O pudo haber sido la familia de
Richard.
—¿La familia de Richard? ¿Qué estás diciendo?
—Que creo que la familia de Richard le pagó a la señorita Taylor parte del
dinero que le dio su padre para que les entregara a su hijita. —Jess permaneció un
instante en silencio.
—¿Qué? —repitió.
—Creo que debe prepararse, Jess. Creo que si su hija no está en Martha's
Vineyard, allí hay alguien que sabe dónde está.

Una gaviota aleteó cerca de la costa.


—La familia de Richard —dijo Jess en voz alta—. ¡Dios mío!
La gaviota chilló y levantó vuelo. Ella la observó mientras se iba perdiendo en
la distancia hasta desaparecer.
—¿Qué quiere hacer, Jess?
—Quiero recuperar a mi hija —contestó ella con los ojos fijos en el mar—.
Tienen a mi hija y yo la encontraré.
Se aseguró un pasaje en el transbordador para ella y el coche al día siguiente.
En ese momento, sentada en el borde de la cama, llamó a la única persona a quien
podía importarle lo que estaba haciendo.
Lo sorprendente fue que Ginny atendió el teléfono. Jess enseguida le contó lo
que sucedía.

- 121 -
JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—Así que viajas a Vineyard —dijo Ginny con lentitud—. ¿Phillip también va?
—No. Se ofreció a hacerlo. Pero debe atender su despacho.
—¿Dónde te piensas alojar?
Jess respiró hondo.
—He reservado una habitación en Mayfield House.
—¿Te has vuelto loca?
—Es posible.
—¿Utilizaste tu verdadero nombre?
—Por supuesto. Si alguno de los de allí me escribió esa carta, quiero que sepan
que voy.
—¿Aunque se trate de algún loco?
—Sí. —Hubo un momento de silencio en la línea—. Tengo que hacer esto,
Ginny.
—Ya lo sé, mujer. Y creo que te has vuelto loca. Por eso me encontraré allí
contigo.
—¿Qué?
—Vuelve a llamar a esa gente de Mayfield House y resérvame una habitación.
No estoy dispuesta, de ninguna manera, a permitir que hagas esto sola. Eres
demasiado buena. Además —agregó con una risita extraña—, tengo necesidad de
alejarme de Los Ángeles y estaba pensando que tal vez fuera divertido viajar al este.

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Capítulo 13

Ella le llamaba Brit y él la llamaba Yank y se enamoró de él la primera vez que


lo vio en Mayfield House, cuando fue a Vineyard en busca de un lugar donde pasar
el verano, y terminó alquilando una casa en West Chop.
Era mayor que ella, en realidad bastante mayor, pero después de todo estaban
en 1969 y ella razonó que si la humanidad podía llevar a un hombre a la Luna, ¡por
amor de Dios!, unos cuántos años de diferencia no tenían por qué importar.
Durante doce años no importó.
El asunto entre Brit y Yank comenzó el día en que ella fue a West Chop porque
a él le hacía falta una chica que le atendiera la casa: que le cocinara cuando estaba allí,
que le lavara la ropa, limpiara y pasara la aspiradora cuando no estaba. Él dijo que
alguien en la ciudad se la había recomendado. También dijo que se llamaba Harold,
Harold Dixon.
—¡Oh! —dijo ella, sorprendida la primera vez que le habló—. Creía que usted
tendría acento inglés. —Él se había puesto un blazer azul marino con botones
dorados, pantalones gris claro y un pañuelo al cuello. Apoyado contra el blanco
enrejado de la amplia galería que daba al mar, con una pipa de teca tallada en la
mano, se parecía un poco a Cary Grant.
Él lanzó una carcajada.
—Lamento desilusionarla.
Ella se encogió de hombros y se echó atrás el largo pelo oscuro.
—¿Y qué puedo saber yo? No soy más que una yanqui que vive en una isla de
Nueva Inglaterra.
—Un Brit y una Yank —dijo él—. Bueno, Yank, ¿cree que puede hacerse cargo
de las cosas en este lugar sin que haya una revolución?
Ella sonrió, contenta de que Harold Dixon no fuera tan estirado como parecía,
que no fuera como tantas otras personas ricas que llegaban todos los veranos a
alquilar las casas de la playa y que actuaban como si fueran dueños de la isla.
—Lo haré lo mejor posible, Brit —contestó ella, alejándose para comenzar su
tarea, mientras la fantasía de la isleña de diecinueve años enamorada del apuesto
turista comenzaba a tomar forma dentro de su corazón. Sin embargo, ese primer
verano lo vio poco. Ella se pasaba las mañanas en Mayfield House, cambiando
sábanas, limpiando cuartos de huéspedes y ayudando a Mabel Adams a recibir
nuevos clientes y a despedirse de otros. Después del almuerzo iba en bicicleta a West
Chop a iniciar su segundo trabajo, agradecida por el dinero extra que a sus padres les
haría tanta falta aquel invierno, cuando los visitantes no anduvieran por allí.
Por la tarde, cuando ella estaba en la casa, él bajaba a la playa; ella hacía su

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trabajo en medio del silencio con la brisa del mar que entraba por los grandes
ventanales de esa casa inmensa, en la que ese hombre pasaba toda la temporada en la
más completa soledad.
—Oiga, Yank —dijo él una tarde, sorprendiéndola al entrar en la cocina con los
pies cubiertos de arena. Ella revolvió el guiso que se cocinaba con lentitud y se
contuvo para no gritar que acababa de pasar la aspiradora y que lo menos que podía
hacer era sacudirse la arena antes de entrar.
—Mire esto, Yank —dijo él, extendiendo una mano—. Creo que he encontrado
un zafiro.
Ella miró la piedra de un azul profundo y del tamaño de una moneda que
descansaba en la palma de la mano sin callos de ese individuo de la ciudad.
—Vidrio de mar —explicó—. ¿Lo encontró en la playa?
Él parecía un poco desilusionado.
—¿Vidrio?
—Un vidrio especial —aclaró ella, tratando de alentarlo—. Trozos de antiguas
botellas, restos de barcos que naufragaron en las fuertes corrientes de este extremo de
la isla. West Chop es el mejor lugar para encontrar vidrio de mar. —Miró con más
detenimiento el trozo que él le mostraba—. Cobalto —diagnosticó—. Un espécimen
precioso. Ese trozo de vidrio ha sido limado y vuelto a limar por las mareas durante
generaciones.
—Y por fin ha sido arrojado a la playa —concluyó él, y por un instante, un
breve instante, las miradas de ambos se encontraron, la de Brit y la de Yank.
Ella bajó la llama del quemador y volvió a revolver el guiso.
—Haría una gargantilla preciosa —dijo.
Él cerró la mano y se lo metió en el bolsillo de su pantalón perfectamente
planchado.
—Sí, bueno —contestó—. Creo que iré al estudio a trabajar un rato. ¿Usted ya
casi ha terminado por hoy?
—Sí —contestó ella—. Solo me falta sacar el pan del horno.
Él asintió y salió de la cocina.
Ella ignoraba qué hacía él con tanto tiempo libre. Parecía no tener amigos ni
familia. No iba nadie a visitarlo, ni siquiera esos parientes casi olvidados que siempre
encuentran la manera de enterarse de que uno ha alquilado una casa de verano en
una isla, sobre todo tratándose de una casa tan grande como aquella.
Sin embargo, a veces, lo veía caminando por la tarde. Ella solía sentarse en el
porche de su casa, abatida por la intemperie de Cape Cord, situada justo después de
pasar el centro de Vineyard Haven. Ella jugaba con Mellie, su hermanita. Estaban
solo las dos, mientras la madre limpiaba la cocina después de la comida y el padre
dormía después de otro largo día de labor en los terrenos de Mayfield House, y
Richard se había ido a trabajar, igual que todos los días y todas las noches, en los
muelles del transbordador, para ganar dinero y poder ir a la universidad.
—Buenas noches, Yank —decía Brit mientras caminaba por la acera frente al
pequeño jardín de la casa. Muchas veces se detenía e intercambiaba con ella algunas

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frases sin importancia mientras jugaba un momento con la pequeña, pero nunca se
quedaba el tiempo suficiente para que ella le ofreciera una limonada o una taza de té
helado, o para que le presentara a su madre, a su padre o a Richard. Se iba con tanta
rapidez como había llegado, deseándole buenas noches a Mellie y continuando su
caminata, y ella se quedaba fantaseando e imaginaba que, cuando terminara el
verano, se la llevaría con él.
Pero cuando terminó el verano no se la llevó.

Al año siguiente volvió. Una vez más, estaba solo. Ella decidió que debía de ser
escritor, uno de esos tipos independientes y solitarios que no soportan interrupciones
mientras trabajan. Durante el verano escribía; tal vez durante el invierno asistiera a
cócteles y fiestas en muchas ciudades donde la gente comentaría sus libros y él les
explicaría que recibía toda su inspiración cuando estaba lejos, en Martha's Vineyard.
—Le traje algo, Yank —le dijo él un día mientras, sentada en la silla del porche,
ella pelaba guisantes para la comida.
Ella retiró el largo cabello que le caía sobre los ojos y levantó la mirada.
Y él le entregó la cajita blanca.
Ella soltó el viejo colador de alambre, cruzó los pies descalzos y se limpió las
manos en el delantal que cubría su pareo floreado. Lo miró a los ojos, y durante un
instante él miró los suyos. Luego, levantó con lentitud la tapa de la cajita. Dentro
estaba el hermoso trozo de vidrio de mar color cobalto, con un engarce de plata y
colgando de una cadena también de plata.
—¡Oh! —exclamó ella, porque no supo qué más decir, porque ignoraba si se lo
había regalado o si se lo estaba mostrando para saber si era lo suficientemente
hermoso para alguna otra.
—Es tuyo —dijo Brit—. Lo mandé hacer para ti.
—¡Oh! —repitió ella.
Al día siguiente le preguntó si jugaba al tenis. Bueno, por supuesto, no jugaba
desde que se mudaron allí, a la isla. En el verano no había tiempo para jugar al tenis
y en invierno no había dónde jugar. Pero allí, en West Chop, las pistas de tenis
estaban entre los pinares y las cuidaban exclusivamente para los veraneantes, para
gente que no tenía nada más que hacer, aparte de jugar al golf.
—¿Podrías cenar conmigo esta noche? —le preguntó mientras ella doblaba la
ropa blanca—. Después de comer podríamos jugar un par de partidos. En el armario
del vestíbulo he encontrado unas raquetas viejas.
Durante las semanas siguientes, jugaron al tenis casi todas las tardes antes de la
puesta del sol. Ella corría por la pista, el pelo oscuro al viento y la gargantilla de
vidrio de mar golpeándole el pecho. Al terminar, se deseaban buenas noches y ella
regresaba en bicicleta a la casa de sus padres, de Richard y de Mellie, y a su vida real,
que no era la que transcurría en la enorme casa de la playa de West Chop.
Entonces, una noche se desencadenó inesperadamente una tormenta eléctrica,
como con tanta frecuencia se presentan las tormentas en las islas. Él la convenció de

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

que se quedara hasta que hubieran pasado los relámpagos y parara la lluvia, y antes
de que ella supiera qué o cómo o por qué sucedió lo que tanto deseaba.
Él le aseguró que ignoraba que fuera virgen. Y sin embargo le quitó la ropa con
toda la ternura que ella necesitaba; le besó los pechos, le acarició el cuello y le pasó
las manos por aquí y por allá con la paciencia que ella imaginó que debía de tener un
amante.

Y en otoño Harold volvió a partir, insinuando que tal vez el año siguiente,
cuando ella tuviera veintiuno, podría irse con él.
Le dio su dirección, una oficina postal de la ciudad de Nueva York adonde
podría escribirle, enviarle fotografías y decirle cuánto lo extrañaba, que fue
exactamente lo que ella hizo. Nunca sospechó que en una de esas cartas tendría que
contarle que su madre había tenido un repentino aneurisma y que había muerto en la
víspera de Año Nuevo.
Ese verano, cuando Harold regresó, parecía evidente que ella no se iría con él.
—No puedo dejar a Mellie con mi padre —trató de explicarle—. Él no sabría
cómo criar a una niña.
Pero entonces él la tomó en sus brazos y le dijo que la amaba. Le aseguró que, si
así debía ser, sería suya todos los veranos, y que disfrutarían de esos meses hasta que
Mellie fuera un poco mayor, hasta que ella pudiera independizarse.
Y así fue. Durante doce veranos jugaron al tenis e hicieron excursiones con
Mellie. Buscaron vidrios de mar en la playa, pero ninguno de los que encontraron era
tan hermoso como el de la gargantilla que colgaba de su cuello. Y con la llegada de
cada otoño, él se volvía a marchar, dejándola con recuerdos y esperanzas, y sueños y
fantasías de la vida que algún día compartirían.
Sin embargo, ese día nunca llegó.
El año en que ella cumplió treinta años y Mellie trece, él no volvió a Martha's
Vineyard. No llamó. No llegó. Y las cartas que le envió al apartado de correos le
fueron devueltas sin abrir. Ella quiso buscarlo, pero no sabía cómo encontrar a
alguien sin más datos que el número postal. Supuso que debería seguirle la pista a
través de la gente que le alquilaba la casa de West Chop, pero en definitiva no lo
hizo, porque la avergonzaba demasiado: era la chica isleña desengañada por un
turista... una historia vieja que había sido contada demasiadas veces.

Desde entonces lloró un millón de lágrimas, caminó un millón de kilómetros


hacia un lado y hacia el otro de West Chop, con la esperanza de que él volviera a
buscarla.
Nunca lo hizo.
Y, sin embargo, ahora ella sonreía. Esa mañana había bajado a la playa para
caminar y sonreír y felicitarse por un trabajo bien hecho. Porque después de todo,
ahora también los demás sufrirían.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Al principio no creyó que su plan diera resultado. Pero lo dio. Tuvo miedo de
que Jessica Bates Randall no recibiera sus mensajes. O, que si los recibía, no le
importaran.
Pero Jess los recibió.
Y a Jess le importaron.
Y ahora Jess estaba de camino hacia allí. Hacia Vineyard.
Observó la arena que se escurría entre los dedos de sus pies y se preguntó cómo
se modificaría la vida tal como ella la conocía, tal como la engañaron para que la
conociera. Sí, todos lamentarían haber destrozado su vida... y su única posibilidad de
felicidad que fue arrastrada por la marea.
Un brillo atrajo su mirada. Se inclinó y apartó la arena depositada por la marea
baja. Debajo, como si estuviera esperando que ella lo encontrara, había un perfecto
espécimen ámbar de vidrio de mar. Lo levantó, se lo metió en el bolsillo y volvió a
sonreír.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Capítulo 14

Debajo se encontraba el puerto de Boston, un contenedor de agua bordeado a


un lado por el Atlántico azul y, al otro, por el paisaje gris de los altos edificios de la
ciudad, que se erigían demasiado juntos.
Ginny observó por la ventanilla del avión ese lugar, que no veía desde hacía
treinta años, la ciudad que en un tiempo consideró su hogar. Mientras el avión
descendía, sintió que una especie de cuerda se le enredaba alrededor del cuello. Cada
vez que respiraba le apretaba más. El corazón comenzó a latirle con fuerza, empezó a
sudarle el pecho. Sentía un zumbido en el interior de la cabeza, se le cerraron los
oídos, el asiento frente a ella se puso borroso, desenfocado. Se le aflojaron las rodillas,
como si de alguna manera los huesos se hubieran vuelto líquidos... de un líquido frío,
entumecedor.
Se aferró a la mesa plegable y cerró los ojos. Dios, pensó. No recordaba cuánto
tiempo hacía que no tenía uno de esos ataques. No tuvo ninguno mientras estuvo
viviendo en Los Ángeles, ni los tuvo desde que dejó atrás el pasado.
—Se ruega a los señores pasajeros que cierren las mesas y coloquen el respaldo
de los asientos en posición vertical.
Las palabras le llegaban desde arriba, desde algún lugar del techo del avión que
en ese momento giraba a su alrededor, y se arremolinaban con cada movimiento del
aire que la rodeaba, ese aire que ella luchaba por respirar.
—¿Señora? —Otra voz borrosa. Esta más cercana, más fuerte, como si surgiera
de un micrófono sumergido en un cubo de agua—. ¿Señora? Debe plegar su mesa.
Los ojos de Ginny siguieron el sonido y aterrizaron sobre una jovencita vestida
de azul marino, con un atildado cuello blanco y pequeñas alas doradas prendidas en
la solapa. Estaba de pie en el pasillo y le sonreía.
—¿Se siente bien? —le preguntó.
—¿Cuánto falta para que aterricemos? —consiguió preguntar Ginny haciendo
un enorme esfuerzo.
—Solo algunos minutos. —Le volvió a sonreír.
Ginny no le devolvió la sonrisa sino que miró de nuevo por la ventanilla
mientras se preguntaba qué tendría que hacer para lograr que el piloto regresara al
punto de partida.
Entonces recordó que él había muerto. No el piloto. ¡Mierda! Esperaba que el
piloto no estuviera muerto. No. El que estaba muerto era su padrastro. Esa porquería
inmunda que la había forzado tantas veces, ¡tantas veces! Esa rata cretina. Y Ginny
no se animaba a rechazarlo porque, si lo hacía, él le pegaba a su madre. La habría
castigado una y otra vez. Aunque de todas maneras la castigaba. Pero solo cuando

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

desaparecía, solo cuando ella no podía darle lo que él necesitaba.


«Está muerto. Está muerto —se repitió una y otra vez como si fuera un
mantra—. Muerto, muerto, muerto.»
Y luego recordó la noche de su liberación.
Estaba dormida y despertó con la sensación de que algo le apretaba la boca.
Abrió los ojos.
—Si haces un solo ruido, te mato —susurró él en la oscuridad.
Comenzó a dolerle la cabeza, a sangrarle el corazón. Creía que en Larchwood
Hall estaba a salvo. Creía que allí él jamás la encontraría, que nunca se enteraría de lo
del bebé.
Él le selló la boca con una ancha tira adhesiva; con la misma tira le unió con
fuerza las muñecas.
—¿Mi hijo está aquí dentro? —rió, agitándole el pene en la cara, su pene duro,
largo, que le metió en la boca y con el que luego le golpeó el abdomen hinchado.
Después, le desgarró el camisón, se lo quitó y se metió entre sus piernas.
—¿Es mío, verdad? —preguntó con su aliento pestilente.
De repente, en lo único en que ella pudo pensar fue en la criatura que llevaba
dentro. Ese pequeño ser vivo que no había pedido que lo concibieran, que no habría
pedido ser la consecuencia del padrastro de Ginny y sus embates abusivos de
borracho.
Juntó las piernas con más fuerza de la que creía poseer. Juntó las piernas y le
estrujó los testículos palpitantes.
Él gritó.
Rodó de la cama al suelo, arrastrándola consigo.
Ella le pegó un puntapié.
Él volvió a gritar.
Y entonces, en medio de las sombras, Ginny vio una figura de pie, con las
manos en alto sobre la cabeza, unas manos que descendieron con rapidez sobre la
espalda de su padrastro.
Se encendió la luz.
Y allí estaba Jess, la chiquilla de quince años embarazada, con una mano sobre
el interruptor de la luz, mirando la sangre que fluía a borbotones de la profunda
herida de la espalda del padrastro de Ginny, la herida que ella acababa de hacerle
con un par de tijeras.
Su padrastro estaba muerto. Jess lo había matado.
Y gracias al imbécil del sheriff Bud Wilson, que estaba abajo, haciendo el amor
con la señorita Taylor mientras Ginny luchaba por su vida, nunca se presentaron
cargos.
Y Ginny y su madre quedaron por fin en libertad.
En ese momento Ginny comenzó a respirar más despacio; el corazón retomó su
ritmo normal. Abrió los ojos cuando volvió a recuperar sensación en las piernas; su
vista volvió a aclararse. Miró una vez más por la ventanilla de aquel avión enorme,
que en ese momento iniciaba su descenso hacia la ciudad: el Prudential Center,

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Fenway Park, el perezoso río Charles. Lugares que creyó que no querría volver a ver
en la vida. Y ahora estaba de regreso. Porque Jess la necesitaba. Y porque, gracias a
Jess, esa porquería inmunda había muerto, ya hacía casi treinta años que había
muerto. Por eso Ginny estaba en deuda con Jess.
En el momento en que la pista se alzaba al encuentro del avión, Ginny supo que
también estaba en deuda con Jess por haberle devuelto a Lisa; ese bebé de un
momento no querido, que se había convertido en toda la familia que le quedaba, la
única parte de ella que caminaba por este mundo. Si su hija decidía o no caminar
junto a esa gran porquería de todos los tiempos que era Brad, era decisión de ella.
Mientras tanto, tal vez todavía se pudiera salvar algo de lo que quedaba de la
relación entre madre biológica e hija. Era lo que Jake hubiera querido.
Los neumáticos chirriaron sobre el asfalto de la pista de aterrizaje; Ginny
acababa de lograr volver a su hogar. Y mientras el avión rodaba hacia la terminal del
aeropuerto, se preguntó si el verdadero motivo de su regreso a la Costa Este sería en
realidad Jess o si volvía porque Lisa estaba en Nueva Jersey, un lugar al que con toda
facilidad podía ir desde la isla si se presentaba la oportunidad.
Jake solía decir: «La oportunidad no puede llamar a tu puerta si no sabe que
estás allí».
Ginny nunca supo con seguridad qué mierda quería decir con eso, pero Jake
había fundado una gran productora, de manera que a él debió darle resultado.
Con esto en la mente y con una hora por delante, muy conveniente para matar
antes de la partida del puente aéreo hacia Vineyard, Ginny se encontró junto a un
teléfono público marcando el número de información de Nueva Jersey.
—Señora Andrews —dijo instantes después—, soy Ginny Edwards. ¿Ya llegó
Lisa?
—¡Dios Santo! ¿Se imagina? Cruzaron el país entero en coche para asistir a la
graduación de las mellizas...
—Sí, ya lo sé. ¿Ella está ahora allí?
—No. Salió a dar una vuelta con Brad.
La sola mención de ese nombre logró que el corazón de Ginny volviera a
acelerar sus latidos. «No —se ordenó—. Él no puede hacerte daño.» Después de todo,
solo se trataba de Brad. No se trataba de su padrastro muerto y, por más que lo
intentara, Brad no tenía ningún poder sobre ella.
—Bueno —dijo, pronunciando cada palabra con mucho cuidado—; por favor,
dígale a Lisa que yo estaré unos días en Martha's Vineyard. —Enseguida le dio a la
señora Edwards el nombre de Mayfield House en Vineyard Haven «por si necesitara
ponerse en contacto conmigo». Satisfecha con lo que acababa de hacer, Ginny se
despidió, consultó su reloj y luego fue en busca de un quiosco donde compró media
docena de galletas con chocolate y nueces de macadamia para celebrar su regreso a
Massachusetts.

Jess se apoyó contra la barandilla del transbordador que partía de Woods Hole

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

con un caleidoscopio de ideas en la mente, iguales a los prismas que el brillo del sol
creaba sobre el agua.
Había una serie enorme de preguntas que se sintetizaban en unas pocas:
¿Richard tenía a su hija, la hija de ambos? ¿Quién intentó ponerse en contacto con
ella? ¿Tendría el coraje necesario para enfrentarse a lo que la esperaba en la orilla
opuesta?
Se aferró con fuerza a la barandilla y se dijo que, más allá de lo que sucediera,
era afortunada. Tenía a sus tres hijos, siempre los tendría a pesar de los obstáculos
que les presentara la vida. Si Maura decidía distanciarse de ella a causa de lo que
estaba por hacer, Jess no podía impedirlo. Solo podía orar pidiendo que algún día su
hija la comprendiera. O que por lo menos la perdonara.
Había mentido con respecto a ese viaje. Bueno, no mintió exactamente, pero no
dijo toda la verdad.
—Voy a encontrarme con mi amiga Ginny en Martha's Vineyard —les dijo a
Maura y a Travis—. Ginny acaba de enviudar y vamos a pasar unos días juntas.
Travis le dijo que esperaba que se divirtiera mucho.
Maura, que sabía con exactitud quién era Ginny y cómo había llegado a ser
amiga de su madre, no la ayudó a hacer el equipaje, pero por lo menos no volvieron
a discutir. Jess se preguntó si su hija habría olvidado que el anónimo que recibió
tenía el sello postal de Vineyard Haven, o si Maura simplemente no relacionaba
aquella carta con el viaje de su madre.
Jess levantó el rostro hacia el sol tibio de primavera, y elevó una silenciosa
acción de gracias porque Chuck no estaba involucrado en ese asunto, ni tampoco
Charles. No sabía cómo habría encarado una traición semejante. Enseguida se sintió
culpable por haberlos acusado, en su interior, cuando recibió el anónimo.
Tal vez lo merecieran, le dijo una pequeña voz interna.
Movió la cabeza y miró la línea de la costa que se acercaba, una costa curva,
esculpida, en cuyas aguas perezosas flotaba una gran variedad de veleros y en la que
se elevaban enormes casas castigadas por el clima, alzadas sobre las dunas y mirando
el mar con enormes ventanas que parecían ojos.
Se preguntó si alguna de ellas sería Mayfield House, la casa que en un tiempo
perteneció a Mabel Adams, quienquiera que ella fuese; si Richard habría vivido allí,
si la hija de ambos habría jugado en esa playa y habría observado acercarse el
transbordador preguntándose cómo sería el mundo del otro lado del mar.
Las máquinas disminuyeron la velocidad; Jess se aferró a la barandilla y pensó
que había muchas cosas que ignoraba pero que se estaba acercando cada vez más a la
verdad.
Luego los altavoces anunciaron que los pasajeros podían regresar a sus
vehículos. Jess comprendió que también era hora de regresar al pasado.

Mayfield House no se encontraba en la costa sino en lo alto de una colina del


centro densamente poblado de Vineyard Haven. No estaba lejos del muelle, pero Jess

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

tardó varios minutos en recorrer las calles angostas, empinadas y de una sola
dirección que trepaban desde la orilla del mar. Por fin alcanzó a ver el cartel. Respiró
hondo y dobló por el camino de entrada hecho de caracoles rotos que crujían bajo las
ruedas del coche. Se detuvo y miró con atención lo que tenía delante.
Mayfield House no era el hostal pequeño y pintoresco que Jess esperaba. Era
una casa blanca, inmensa, con persianas amarillas y rodeada de una amplia galería.
El césped del parque era muy verde y estaba bien cortado; todo el lugar se
encontraba protegido por un alto seto de arbustos. Parecía la propiedad de una
familia próspera, una familia muy próspera. Se preguntó si Phillip no estaría
equivocado, si tal vez, después de todo, no habría sido el dinero de su padre el que
treinta años antes aseguró aquel lugar para la familia de Richard, en ese tiempo en
que doscientos mil dólares eran, como lo expresó Ginny, una enorme fortuna.
Aparcó el coche y apagó el motor. Permaneció algunos instantes observando los
jardines que rodeaban la casa, jardines amplios, bien atendidos, rebosantes de
tulipanes amarillos. Al bajar del auto, Jess inhaló el aroma del mar, el salitre y las
algas, las langostas y las maderas a la deriva, el olor húmedo y acre de las mareas. Se
preguntó si su hija se habría criado allí, si conocería esos olores como propios, si
conocería el gusto de la sal sobre las mejillas, si tendría en los huesos la humedad de
la isla.
—¿Jessica Randall?
La voz le llegó desde la galería. Al levantar la mirada, Jess vio a una mujer alta
y delgada, cuyo cabello largo y oscuro estaba salpicado de canas y que extrañamente
vestía una sencilla camiseta blanca y un pareo de una tela salpicada de flores
anaranjadas, que le abrazaba las caderas y caía a lo largo de sus piernas hasta tocar el
suelo del porche. La mujer la miraba con una sonrisa torcida, sin duda falsa.
—Sí—contestó Jess—. ¡Hola!
—¿Necesita ayuda con el equipaje?
Jess miró su automóvil.
—Bueno, sí, si no es demasiada molestia.
La mujer no le contestó sino que cruzó el porche y bajó la escalera. Jess notó que
andaba descalza.
—Soy Karin Bradley —se presentó la mujer mientras se apartaba un largo
mechón de pelo de la cara y le extendía una mano.
Karin, pensó Jess, la hermana mayor de Richard. De joven solo la conoció de
nombre; le dijeron que era bonita e inteligente, la preferida de su padre. Pero en ese
momento Karin Bradley no era bonita ni parecía inteligente. Más bien daba la
impresión de ser una mujer sencilla y cansada, una mujer que envejecía después de
una vida dura y poco feliz. O tal vez eso fuera lo que Jess esperaba que le hubiera
sucedido a esa mujer que debió tener algún papel en el robo de su hija. Jess parpadeó
para alejar esos pensamientos y estrechó la mano de Karin: estaba fría y seca, a
diferencia de la suya que debía estar demasiado caliente y sudaba.
Karin no dijo que le daba mucho gusto conocerla, ni le dio la bienvenida a
Vineyard, ni pronunció ninguna frase agradable por el estilo. En lugar de esto volvió

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a dedicarle una sonrisa falsa y se encaminó hacia el coche.


—Es un día precioso —dijo Jess, siguiéndola de cerca y decidida a actuar como
si no sucediera nada fuera de lo normal. Más tarde ya tendría tiempo de quitarse la
careta; tiempo más que suficiente cuando todos los hechos y todas las personas
hubieran salido a la luz.
—Ya casi ha llegado el verano —contestó Karin, sin revelar si eso le resultaba o
no agradable. Abrió la puerta del coche, se echó una maleta al hombro y dejó allí la
otra para que la cargara Jess.
Jess la cogió y subió las escaleras hacia el porche, en pos de Karin.
—La casa es magnífica —dijo, pero Karin no le contestó.
Una vez en el enorme vestíbulo, Jess se maravilló ante las maderas enceradas, la
larga mesa tablero de mármol y la araña de cristal que resplandecía a la luz del sol
que entraba a través de las finas cortinas de los altos ventanales. No lo sabía con
seguridad, pero adivinó que la alfombra oriental que cubría todo el piso del vestíbulo
debía de ser muy antigua y muy costosa. Se preguntó si también se habría comprado
con el dinero de su padre.
—Yo le subiré la maleta a su habitación —dijo Karin—. Usted espere aquí a mi
padre. Él la registrará. —Y desapareció por la escalera empinada, golpeando los
escalones de roble con los pies descalzos.
Jess permaneció sola en el vestíbulo, preguntándose cómo calmar su creciente
inquietud y luchar contra la incredulidad que le producía estar allí. Depositó la
maleta en el suelo y se acercó a una puerta doble. Al asomarse vio un salón enorme
que se extendía hasta el fondo de la casa. En la pared opuesta había una gran
chimenea de piedra; en el otro extremo, un piano de cola. Un trío de sofás se
agrupaban alrededor de mesitas de madera oscura y, en todas las paredes, se
alineaban relojes antiguos que marcaban las 4.43.
—¿Jessica Randall?
Al volverse, Jessica se encontró con un hombre de unos setenta años que vestía
una camisa de franela y unos tejanos, de pelo blanco como la nieve y ojos azules,
muy azules. Los mismos ojos azules, muy azules, que ella recordaba que tenía
Richard. Jess se llevó una mano al estómago para aquietar el alboroto que bullía en
su interior y se preguntó cuánto tiempo podría simular que no era más que una
turista, una mujer de vacaciones.
—Sí—dijo con voz temblorosa—. Soy Jessica Randall.
El hombre no pareció reconocerla. Pero en realidad no tenía por qué
reconocerla. Ella solo lo había visto una vez, más de treinta años atrás, la noche
después del entierro de su madre, cuando fue a buscar a Richard a la casa de la
ciudad. Jess tampoco recordaba el aspecto físico del padre de Richard, solo que
conducía un antiguo DeSoto con ambos guardabarros delanteros oxidados.
—Bienvenida a Martha's Vineyard —dijo el hombre, entregándole una gruesa
llave de bronce y un folleto con una fotografía de Mayfield House en la tapa. Su
sonrisa parecía auténtica, y no tenía el aspecto de persona poco feliz de su hija.
Tampoco parecía la clase de hombre capaz de aceptar doscientos mil dólares y luego,

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

además, robar una criatura.


—Gracias —replicó Jess.
—Le hemos adjudicado la habitación siete. Debe subir la escalera y doblar a la
izquierda. El desayuno se sirve a las nueve. El comedor está en el otro extremo del
vestíbulo. —Señaló la maleta—. ¿Quiere que se la suba?
—No, gracias. —Cuanto antes se alejara de él... bueno... tal vez se le pasaría el
dolor de cabeza y sería capaz de volver a pensar con coherencia.
El padre de Richard asintió.
—Si necesita algo, por favor, llame. —Comenzó a alejarse y luego se detuvo—.
¡Ah, me olvidaba! Me llamo Bradley. Richard Bradley.
¡No es cierto! tuvo ganas de gritar Jess. Usted se llama Richard Bryant y usted, o
Mabel Adams o alguien de este lugar, secuestró a mi hija. Pero en lugar de hacerlo,
asintió y dijo:
—Gracias, señor Bradley.
El hizo el gesto de sacarse el sombrero que no tenía y la dejó de nuevo a solas
en el vestíbulo, de pie en la casa donde tal vez hubiera aprendido a caminar su hija
mayor, donde tal vez la criaron, donde tal vez hubiera vivido las primeras tres
décadas de su vida... y que en cualquier momento podía entrar por el vestíbulo.
—¡Ya era la maldita hora de que llegaras!
La voz que surgía de la habitación número siete sobresaltó a Jess. Dejó caer la
cartera y se llevó una mano a la garganta.

—¡Ginny! —exclamó—. ¡Casi me matas del susto!


—Lo cual debe ser el motivo para que tu cara esté tan blanca como la de la
señorita Taylor cuando no se maquillaba.
Jess lanzó una carcajada y se acercó a abrazar a su amiga.
—Nadie me ha anunciado que estabas aquí. ¿Qué tal ha ido el vuelo?
Ginny se desprendió del abrazo de su amiga y fue a sentarse sobre la cama de
Jess, una cama alta con dosel color marfil.
—Largo. Nada especial. —Recorrió el cuarto con la mirada—. Me pusieron en la
habitación número tres, al otro extremo del vestíbulo. Mi cama no tiene dosel. Creo
que me quejaré a la gerencia.
—¡Nada de quejas! —susurró Jess—. No quiero llamar la atención más de lo
necesario, ¿de acuerdo?
Ginny frunció el entrecejo.
—¿Por qué no le pides directamente al viejo que te diga la verdad?
Jess abrió la maleta, sacó algo de ropa y la colgó en el pequeño armario.
—No me puedo precipitar, Ginny. Debo estar segura.
—Y no quieres perder la oportunidad de conocerla si es que ella está aquí.
—Por supuesto.
—Pero si la ves, ¿cómo sabrás que es ella?
—Lo sabré.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Ginny elevó al cielo sus ojos maquillados.


—Bueno, no cuentes con que Morticia te la presente.
—¿Morticia?
—La encargada del comité de bienvenida que viste un pareo y anda descalza.
Jess volvió a reír.
—Esa es la hermana de Richard. Es un poco rara. No creo que fuera así cuando
éramos chicos.
—Hace un siglo.
—Sí, supongo que la gente cambia. —Sacó sus cosméticos y los colocó sobre el
borde amplio de un lavabo de mármol con pedestal.
—¿ Has... has visto a alguien más ?
—Solo al padre. A ninguna muchacha de veintinueve años y a ningún hombre
que parezca el padre de tu hija.
Jess sintió una pequeña necesidad de defender a Richard, se acercó a la ventana
cubierta de visillos y miró hacia la ciudad, como en una época miraba por la ventana
de Larchwood Hall esperando ver llegar a Richard, porque esperaba que la fuera a
buscar y nunca comprendió por qué no lo hacía.
—¡Vamos! —dijo Ginny, interrumpiendo sus pensamientos—. Te propongo que
busquemos un lugar decente en esta isla para comer.
Jess suspiró y se esforzó por sonreír. Más tarde tendría tiempo suficiente para
pensar en Richard.

La calle principal de Vineyard Haven estaba llena de camionetas y de las


escenas y sonidos propios del verano que se aproximaba; el zumbido de serruchos,
los golpes de martillo, los pintores que blanqueaban los frentes de madera de las
pequeñas tiendas.
—¡Qué ciudad más encantadora! —comentó Jess mientras se abría paso por la
acera esquivando escaleras y herramientas—. Hasta ahora nunca había estado en la
isla.
—¿En serio? —se sorprendió Ginny—. Yo hubiera creído que la gente con tanto
dinero como tú venía aquí con la misma frecuencia con que mi madre y yo íbamos al
puesto de salchichas calientes de Reveré Beach.
—No. Antes de la muerte de mi madre, mi padre viajaba mucho por negocios.
Y yo pasaba los veranos en el club de natación. Allí fue donde conocí a Richard. El
trabajaba en el guardarropa. —Notó que sus palabras la llevaban de regreso a los
recuerdos. Se aclaró la garganta con rapidez—. De todos modos, bueno, después de
Larchwood Hall, estaba durante todo el año en la universidad, en Inglaterra.
—¿Así que nunca veías a tu padre?
—Una vez por año, en Navidad. Un poco más seguido después de casarme con
Charles, pero no demasiado.
Se detuvieron frente a una tienda y observaron a una muchacha que colgaba
camisetas en el escaparate.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—Bueno, créase o no —dijo Ginny—, yo estuve una vez aquí, en Vineyard.


Supongo que tendría seis o siete años. Uno de los novios de mi madre nos trajo a
pasar un par de días.
—¿Y lo recordabas bien?
—Nos alojamos en Oak Bluffs —contestó Ginny, lanzando un bufido—.
Probablemente porque allí se podía beber. En casi todo el resto de la isla imperaba la
ley seca. —Alzó una mano y sacudió un dedo como una severa maestra que trata de
instruir a sus alumnos—. Si en el nombre de una ciudad no había una O, allí no se
podía beber. —Lanzó una carcajada—. Es sorprendente la cantidad de cosas
importantes que he retenido en este cerebro.
—Vineyard Haven no tiene O.
—De acuerdo. Pero Oak Bluffs... bueno, por eso nos alojamos allí. De todos
modos, recuerdo el tiovivo.
—¿Te divertiste?
—Sí, por supuesto. Fue una especie de explosión. —Se volvió hacia Jess, curvó
los labios y luego continuó caminando por la acera. Jess la alcanzó con rapidez.
—Me pregunto si este será un buen lugar para los niños. Una isla está tan...
aislada.
—Supongo que es un lugar como cualquier otro. Depende sobre todo de la
gente con quien uno está.
Pasaron frente a una librería, una galería de arte y una joyería. Jess se detuvo y
observó la exhibición de dijes de oro, expuestos sobre terciopelo. Cestas de
Nantucket, faros y un pequeño mapa triangular de Vineyard.
—No mires ahora —le susurró Ginny al oído—, pero nos siguen.
Jess fijó la mirada en el escaparate.
—¿Que nos siguen?
—Morticia está justo detrás de nosotras.
Jess levantó la mirada.
—¿Karin? —Allí, a dos puertas de distancia estaba la hermana de Richard, cuyo
pareo anaranjado destacaba contra la pintura blanca del hotel Tisbury. La mirada de
ambas se encontró durante un instante, luego Karin apartó la vista antes de que Jess
pudiera saludarla.
—¡No seas tan melodramática, Ginny! Estoy segura de que no nos estaba
siguiendo. —Jess observó a la mujer que se abría paso entre la serie de mesitas de la
terraza del café y luego entraba en el hotel.
—No soy melodramática —replicó Ginny—. Bajemos la colina. El viejo Bradley
dijo que en el Black Dog sirven buenos filetes.
—¿El viejo Bradley?
—El padre de Richard. Antes de que tú llegaras, él y yo mantuvimos una
agradable conversación.
—Supongo que no habrás...
—No te preocupes, mujer. No descubrí nuestra identidad.
Pero mientras descendían la colina, Jess miró con rapidez hacia atrás y llegó a

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

ver que Karin salía del hotel y las observaba. Quedó con una sensación de ansiedad y
con el presentimiento de que tal vez las cosas no fueran tan fáciles como ella
esperaba.

No había adonde ir por la noche en la isla... una noche anterior al fin de semana
del Memorial Day cuando, por lo visto, todo el lugar volvería a la vida.
Hasta entonces Jess y Ginny no podían hacer nada, salvo sentarse a mirar el
transbordador que cruzaba de un lado al otro el Vineyard Sound y estudiar la mejor
manera de descubrir lo sucedido.
Cuándo se puso el sol ya tenían un plan: Ginny sería quien hiciera las preguntas
y comenzarían al día siguiente a la hora del desayuno.
El comedor de Mayfield House era tan espectral como el de Larchwood Hall:
una larga mesa de madera de cerezo y un aparador que combinaba con ella,
candelabros y juegos de té de plata, óleos con marcos dorados a la hoja de severos
personajes de Nueva Inglaterra, antepasados de alguien, aunque nadie supiera de
quién.
Jess y Ginny estaban solas frente a la mesa enorme. Jess no había dormido bien;
había pasado casi toda la noche despierta, escuchando la multitud de relojes que
había en la planta baja y que daban la hora: primero las dos, luego las tres, después
las cuatro. En ese momento sonaron nueve campanadas y, como obedeciendo un
horario rígido, Karin apareció en la puerta con una cafetera. Ese día se había puesto
un pareo azul. Estaba descalza, igual que el día anterior.
Justo detrás de ella entró el padre de Richard, sonriente y llevando una cesta
llena de muffins calientes. Bajo el brazo llevaba un diario.
—Buenos días —saludó.
—Buenos días —contestó Jess. Ginny permaneció en silencio, observando a
Morticia/Karin.
—La marea está alta, brilla el sol y será un día isleño perfecto —dijo él.
—Dígaselo a mis sienes —comentó Ginny mientras observaba a Karin servirle
café en su taza.
—¿Y qué las trae a nuestra isla, señoras? —preguntó él.
El silencio que se hizo entre Jess y Ginny cayó con la facilidad de la hoja de la
guillotina.
—Bueno... —comenzó a decir Jess, con la esperanza de que el plan que forjaron
diera resultado.
—Estamos de vacaciones —barboteó Ginny—. Supongo que es el único motivo
por el que alguien viene a este lugar, ¿no es cierto?
El señor Bradley sonrió. Jess notó que cuando sonreía parecía mucho más joven
de lo que debía de ser. En ese momento Richard tendría cuarenta y siete años. Jess se
preguntó si estaría envejeciendo tan bien como su padre. También se preguntó por
qué habría dicho Ginny que estaban de vacaciones, cuando eso no era lo convenido.
—Si no fuera por la gente que viene de vacaciones —contestó Bradley—,

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

viviríamos en una isla desierta.


Karin se acercó a Jess y levantó la cafetera para llenarle la taza. Jess notó que de
su cuello colgaba una cadena con una piedra plana, de un azul profundo.
—¡Qué collar tan bonito! —comentó.
Karin se miró el pecho, como si nunca antes hubiera visto el collar; después
miró fijamente a Jess sin pronunciar una sola palabra.
—Vidrio marino —explicó el señor Bradley—. Karin lo recoge en la playa de
West Chop. Yo siempre le digo que debería convertirlo en alhajas como esa y
venderlo en las tiendas.
—¡Por supuesto que debería hacerlo! —convino Jess—. Es realmente
extraordinario.
Karin salió del comedor.
—¿Hace mucho que viven en Vineyard? —preguntó Ginny.
Jess bebió un sorbo de café, luego miró el diario que el padre de Richard
acababa de dejar sobre la mesa.
—Casi treinta años.
«Eso ya lo sabemos —tuvo ganas de decir—. Y ahora ¿dónde está mi hija?» Pero
en lugar de hacerlo tomó la Vineyard Gazette y leyó las noticias de primera plana.
Ginny le había advertido: «Déjame hablar a mí», así que ella decidió obedecer.
—Yo nunca podría volver al continente —dijo el señor Bradley mientras se
sentaba y observaba a Ginny morder un gran muffin—. Aquí crecieron mis hijos,
aquí murió mi esposa. No —agregó, pasándose la mano por la barbilla curtida y bien
afeitada—. Nunca podría volver.
—¿Cuántos hijos tiene? —preguntó Ginny.
Jess estuvo a punto de ahogarse. Fingía interés por el diario, pero no lograba
concentrarse en las palabras.
—Bueno —contestó él—. Ya conocen a Karin. Después está mi hijo Richard, que
trabaja allí. —Señaló a Jess, al diario que tenía en las manos.
Ella parpadeó y miró los titulares. El artículo de fondo se refería a los muelles
de pesca renovados de un pueblo llamado Menemsha.
—¿Su hijo trabaja en Menemsha? —preguntó Jess.
El señor Bradley lanzó una carcajada.
—No. En la Gazette. Es periodista. El mejor que tienen, si me lo preguntan a mí.
No habían preguntado, aunque pensaban hacerlo. Pero el flujo de información
no parecía lógico en un hombre que había sacado a su familia del continente y que
luego cambió de apellido. Jess aferró el diario con fuerza al comprender que acababa
de decir que Richard trabajaba allí. Richard era periodista. Richard estaba vivo y
bien, y vivía en la isla. A partir de ese momento el asunto era oficial.
—¿Él vive aquí? —preguntó Ginny—. ¿En esta casa?
Jess no podía apartar la mirada del diario. Tenía todos los músculos del cuerpo
tensos. Estaba como petrificada.
—No. Tiene una casa en Edgartown. Allí es donde se edita el diario.
Edgartown. Sí. Phillip le informó que Richard vivía en Edgartown.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—¿Está casado? —Ginny disparó la pregunta sin vacilación alguna, sin que se
notara que se estaba metiendo en la vida del dueño de casa.
—Divorciado —contestó el señor Bradley frunciendo levemente el entrecejo—.
Tiene dos hijos que viven en el continente con la madre. En Boston. Ella era una
turista. Le gustaba veranear en la isla, pero no vivir en ella. Una maldita lástima.
Jess miró a Ginny y vio que esta se servía otro muffin.
—¿Y usted no tiene más que estos dos hijos? —preguntó con indiferencia.
Jess bajó el diario y bebió un trago de café. No sabía cuánto más resistiría allí
sentada, simulando que no le importaba.
—¡Ah, sí! —contestó el padre de Richard con una sonrisa brillante—. Mi hija
Melanie. La llamamos Mellie. Es maestra de la escuela primaria.
Melanie, pensó Jess. Mellie. ¿Podría ser... ? Se incorporó nerviosa, arrancó un
pequeño trozo de muffin y se lo metió en la boca. Estaba tibio y sintió que le secaba la
boca.
—¿Cuántos años tiene Mellie? —preguntó Ginny.
El padre de Richard rió y se puso de pie.
—La mayoría de los turistas hacen millares de preguntas sobre la isla. Nosotros
no les importamos en absoluto.
El trozo de muffin se incrustó en la garganta de Jess. «Nosotros no tenemos
nada que ver con la mayoría de los turistas», tuvo ganas de responder. Bebió otro
poco de café para que bajara el bocado.
—Lo siento —dijo Ginny—. Lo pregunto por curiosidad. Soy socióloga de la
Universidad de California del Sur y estoy haciendo un estudio sobre las personas
que viven en islas. Usted sabe. ¿Por qué les gusta? ¿Por qué se quedan?
Jess volvió a simular que se enfrascaba en el diario, temerosa de que si su
mirada se encontraba con la de Ginny no pudiera evitar una carcajada.
—¿Entonces eso quiere decir que no están aquí exactamente de vacaciones? —
preguntó el señor Bradley, apoyándose sobre el respaldo de una silla.
No exactamente, tuvo ganas de decir Jess.
—Bueno... digamos que combinamos vacaciones con trabajo —contestó Ginny.
—No sé si alguna vez se habrá alojado aquí una socióloga.
Ginny sonrió.
—Me alegro. Siempre me gusta ser la primera en lo que hago.
—Bueno —dijo el señor Bradley—, las dejaré tomar el desayuno tranquilas.
Hoy son las únicas huéspedes que tenemos. Pero este fin de semana será distinto.
Memorial Day. Este es el último momento bueno para la salud mental, antes de que
lleguen los visitantes. —Comenzó a girarse para salir, pero volvió a mirarlas con una
risita—. Tal vez les interesaría hacer un estudio con respecto a eso. Cómo cambian
los isleños cuando llegan los turistas. —Asintió, como si le gustara la idea, luego
agregó—: Disfruten de su desayuno. —Y salió.
Jess miró a Ginny.
—Termina de comer ese muffin —pidió en voz baja—. Tenemos que ir a un
lugar.

- 139 -
JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Ginny alzó las cejas.


—¿Adónde?
—A Edgartown —dijo Jess, señalando el diario—. Vamos a comenzar por la
Gazette.

—Es ella —dijo Ginny momentos después cuando bajaban la escalera y se


dirigían al coche—. Melanie. Es tu hija.
—No lo sabemos, Ginny. Ni siquiera sabemos qué edad tiene.
Ginny mordió el último muffin del desayuno que había tenido la precaución de
llevarse consigo.
—Tiene que ser ella.
—Comenzaremos por Richard —decidió Jess—. Y luego veremos. —Sus
palabras sonaban mucho más pacientes, mucho más calmadas, de lo que el corazón
le dictaba.
Desde la ventana de arriba, Karin vio a Jess y a Ginny cruzar el camino y
subirse al reluciente Jaguar. Desde detrás de la puerta del salón había podido oír los
estúpidos comentarios de Ginny. Escuchó y sonrió; se dio cuenta de lo atormentadas
que debían de estar, pensando en lo que harían a continuación.
Tan pronto como vio desaparecer el Jaguar por la carretera, después de una
curva a la derecha, Karin hubiera podido apostar que las dos mujeres se dirigían a
Edgartown en busca de Richard.
Con una expresión de curiosidad, Karin pensó en cómo le hubiera gustado ser
testigo de aquel encuentro inesperado.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Capítulo 15

Ante la embestida furiosa del tráfico, Ginny se preguntó si llegarían al destino


de una sola pieza. Estudió el mapa de la isla que había tomado de la mesa del
vestíbulo del hostal y decidió que acababan de llegar a la tela de araña, una
intersección de cinco esquinas en el centro de Vineyard Haven. Automóviles y
camiones convergían allí desde todas direcciones, se detenían y luego proseguían la
marcha en una secreta danza de parachoques contra parachoques solo conocida por
los isleños.
—Dobla a la derecha —indicó Ginny.
—Para ti es fácil decirlo —contestó Jess.
—Bueno, has sido tú la que ha querido embarcarse en esta maldita aventura.
Jess aceleró. El coche saltó hacia adelante pero Jess debió volver a frenar
enseguida, detrás de una hilera de vehículos que avanzaban a paso humano.
—Si camináramos, llegaríamos más rápido.
—Yo no tengo ninguna prisa —dijo Jess—. He esperado treinta años para verla.
Unos minutos más no acabarán con mi vida.
Ginny la miró y se preguntó si sería posible que estuviera tan tranquila como
parecía. Si alguna vez realmente amó a ese tipo llamado Richard, ¿por qué en ese
momento no estaba saltando de entusiasmo?
Hasta la llegada de Jake a su vida, Ginny no entendía lo que era en realidad el
amor. Nunca comprendió el motivo por el que Jess, esa chica pequeña y silenciosa,
sufría tanto en Larchwood Hall por un chico tonto a quien le permitió acostarse con
ella, y tampoco comprendía por que Jess se preguntaba constantemente cómo no iba
Richard a rescatarla. Nunca comprendió tampoco por qué Jess escribía carta tras
carta en papel perfumado, solo para que nadie le contestara y para que, finalmente,
se las devolvieran sin abrir. Nunca comprendió el poder que tenía el amor. Ahora lo
comprendía. Pero también sabía que si ella fuese Jess, en ese momento estaría
sufriendo un ataque de pánico, en medio de aquel embotellamiento de tráfico en el
camino a Edgartown.
¡Mierda!, pensó, odiándose por esos malditos... sentimientos que siempre
parecían surgir cada vez que estaba con Jess. De manera inesperada, pensó en Lisa.
Se preguntó si, a diferencia de Jake, alguna vez volvería a ella o si se quedaría sola
para siempre hasta que, igual que Jake, cayera muerta.
—¿Te gustaría volver a acostarte con él? —preguntó de repente.
Jess hizo un gesto de sorpresa.
—¿Qué?
—Richard. ¿Te gustaría volver a acostarte con él? ¿Era bueno en la cama?

- 141 -
JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—¡Dios mío, Ginny, qué pregunta! No he vuelto a ver a ese hombre desde que
éramos... críos.
—¿Y qué? ¿Era bueno en la cama?
—No podía compararlo con nadie.
—Pero ahora sí puedes.
Jess entrecerró los ojos para protegerlos del sol que resplandecía sobre el mar.
—Con toda franqueza, no lo recuerdo. Recuerdo que creí que lo quería. Me
hacía sentirme... segura.
Ginny asintió y sacó la cabeza por la ventanilla. Sentirse a salvo era algo que
ahora podía comprender. ¡Se sentía tan segura con Jake! ¡Y ahora se sentía tan
perdida!
—Richard está divorciado —dijo—, lo cual significa que está disponible.
—¡Dios mío, Ginny! Yo no he venido aquí en busca de un hombre con quien
dormir. Hay otras cosas en la vida, ¿sabes?
Sí, pensó Ginny, lo sé. Y era una gran cosa que lo supiera porque lo más
probable era que nunca volviera a acostarse con un hombre, porque ya no sentía la
necesidad de hacerlo. Se movió incómoda en el asiento y comprendió que esa era una
sensación que le resultaba muy poco familiar y que básicamente era una porquería.
No volvieron a hablar hasta que llegaron al lugar pequeño y pintoresco llamado
Edgartown, nombre que tenía una O, lo cual significaba que si querían podían beber
una copa. Pero Ginny no necesitaba una copa; estaba simplemente agradecida por
encontrarse allí. Según el mapa, la Vineyard Gazette estaba situada en una calle lateral,
a la vuelta de esa librería que Ginny reconoció haber visto en el programa George y
Leo que tantas veces había seguido con las galletas a mano.
—Dobla a la derecha —le volvió a indicar a Jess.
Jess redujo la velocidad y obedeció. El edificio del diario estaba frente a ellas.
Lanzó un pequeño suspiro y encontró un lugar para aparcar en las inmediaciones.
A su lado, Ginny observaba el antiguo edificio. Por supuesto que era de piedra
gris, ¿no lo eran todos? Y tenía un rótulo colgando en el frente.
—Allí está —dijo.
Jess no exclamó: «¡Uf!», ni «¡Oh, Dios!», ni «¡Mierda!», ni nada de lo que podría
haber dicho Ginny. Solo apagó el motor, se volvió hacia su amiga y dijo:
—Espérame aquí. Esto es algo que debo hacer sola.
Ginny la miró alejarse y comprendió con verdadera alegría que, pese a tratarse
de una chica rica y malcriada, en definitiva, Jess tenía agallas.

Ese día se había puesto pantalones color melocotón con un jersey de algodón de
mangas cortas en combinación y calzaba zapatos de tacón bajo que en ese momento
le pesaban como las anclas de un barco.
Se acercó al edificio con lentitud, sus pensamientos tan lentos como sus pasos.
Richard.
¿Qué aspecto tendría?

- 142 -
JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

¿Cómo reaccionaría cuando la viera?


¿La recordaría?
Richard. El muchacho que la consoló, el muchacho que le prometió... que le
prometió amarla para siempre, cuidarla, formar con ella una familia...
Y ahora estaba allí. Del otro lado de la verja de rosales, al final de la acera,
dentro de ese edificio, y no esperaba ni soñaba que su refugio en aquella isla pudiera
terminar, que estuvieran por demostrar lo que en realidad era y lo que en realidad
había hecho.
Se detuvo junto a las rosas y tocó los capullos tratando de encontrar el coraje
necesario para seguir caminando, tratando de encontrar la fuerza necesaria para
hacer lo que debía hacer.
Éramos jóvenes, pensó. Pero ya no lo somos. Recordó lo que sintió el día en que
se enteró de que su padre le había pagado a la familia de Richard para que todos
desaparecieran de su vida, recordó que Richard la había abandonado porque su
familia quería ese dinero. Ahora sabía que hasta eso fue un engaño. Querían el
dinero y también querían a la niña.
Cerró los ojos, sorprendida al comprobar que los tenía llenos de lágrimas y,
cuando los volvió a abrir, los dulces capullos estaban borrosos, como si también ellos
hubieran llorado.
«Él y su familia tomaron el dinero y huyeron.» Las palabras de su padre le
retumbaron dentro de la cabeza y cayeron hasta sus pies, y comenzó a avanzar de
nuevo, impulsada por el enojo, fortalecida por el desprecio, decidida a aclarar de una
vez por todas aquel asunto.
Jess se acercó a la puerta de entrada de la Vineyard Gazette.
Al abrir, se encontró en una habitación de techos bajos. Una mujer mayor,
sentada frente a un escritorio detrás del mostrador, le dedicó una sonrisa amable.
—¿Puedo serle útil?
Jess hizo girar el anillo de esmeraldas y diamantes que se le clavó en el dedo.
—Sí —dijo en voz tan baja que tuvo que aclararse la garganta y volver a
empezar—. Sí. Me gustaría ver a Richard Bradley, por favor.
La mujer volvió a sonreír.
—¿Richard? Me temo que no volverá hasta la semana que viene. No está en la
isla.
—¿No está en la isla?
—Está haciendo investigaciones para un artículo sobre Boston. La legislación de
control del medio ambiente.
La mujer continuó hablando pero Jess ya se había vuelto; caminaba hacia la
puerta y no alcanzó a oír lo que decía.

De regreso a Mayfield House, Jess le dijo a Ginny que necesitaba descansar.


—Busca algún buen lugar donde almorzar —le sugirió a su amiga que siempre
parecía tener hambre—. Yo dormiré una siesta.

- 143 -
JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Se tendió en la cama y miró el dosel, tratando de decidir lo que debía hacer.


Solo pensaba quedarse algunos días en la isla, no hasta que Richard volviera la
semana siguiente. No podía permanecer allí tanto tiempo. Debía dirigir su taller,
aunque Carlo posiblemente pudiera llevarlo sin ella. Pero estaban los chicos, Maura y
Travis. Entonces recordó que ellos eran lo suficientemente mayores como para no
necesitarla.
Si quería enterarse de la verdad, lo cierto era que podía quedarse allí tanto
tiempo como quisiera. Se masajeó un músculo que se le había contraído en la base
del cuello y se preguntó si sería correcto que interrogara al señor Bradley con
respecto a su hija Melanie, la maestra de escuela primaria que tal vez tuviera cerca de
treinta años o no, que tal vez fuera su hija o no.
O tal vez sencillamente debía abandonar la isla y olvidar todo lo sucedido.
Pensó en Phillip, en la necesidad que tuvo él de conocer a su madre biológica,
en lo que deseaba saber la verdad.
¿Y Melanie, si Melanie era su hija, no merecía saber la verdad?
Jess se tendió de lado, cogió el teléfono y marcó el número de la oficina de
Phillip en Manhattan. Tal vez él pudiera ayudarla a tomar una decisión. Tal vez
pudiera decirle qué debía hacer.
Una mujer cuya voz no le resultó conocida, la comunicó con Phillip.
—¿Qué tal es la nueva oficina, Phillip? —preguntó Jess.
El sonido de la risa cálida del muchacho la hizo sentirse mejor. Se dio cuenta de
que él tenía sobre ella el mismo efecto que Travis, como si también Phillip fuera hijo
suyo.
—Todavía seguimos desempaquetando —contestó él—. Creo que la empresa de
mudanzas dejó caer la mayoría de mis carpetas en algún lugar de la Quinta Avenida.
—Ya las encontrarás —contestó Jess con una sonrisa—. Además, ¿no está para
eso tu nueva secretaria?
—Entre usted y yo, es mucho más bonita que inteligente.
—No sé si se supone que hoy en día debas admitir una cosa así.
—Es triste pero cierto. ¿Y qué me dice de usted? ¿Ya está en casa?
—No. Estoy en Martha's Vineyard.
La conversación fluida y fácil cesó. Phillip hizo una pausa.
—¿Y?
—Y... ¡Oh, Phillip! —sin haberlo planeado, Jess comenzó a llorar. Deseó poder
decir algo, cualquier cosa, para que él no se diera cuenta.
—¿Jess? ¿Se siente bien?
Ya era demasiado tarde. Ella no podía contener las lágrimas ni impedir el
engorro de que él la oyera llorar.
—Lo siento, Phillip, no quería...
—¿Qué sucede, Jess ?
Ella se lo dijo. Le habló del padre de Richard y le dijo que Richard no estaba en
la isla, y le contó lo de la hija que el señor Bradley llamaba Melanie, que tal vez fuese
la suya. Le dijo que ignoraba lo que debía hacer a partir de ese momento. Luego se

- 144 -
JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

disculpó por llorar.


—No se disculpe por lo que siente —dijo Phillip con una sabiduría que iba
mucho más allá de sus años—. ¿Su amiga Ginny está con usted?
—Sí, pero en este momento ella tiene sus propios problemas. Yo creía que esto
la distraería, pero me temo que estoy tan confundida...
—¿No cree que debería hablar con el padre de Richard?
—¡Oh, Phillip! No creo tener la fuerza necesaria para hacerlo. Parece un hombre
muy agradable. Su otra hija, Karin, es bastante extraña, pero me da la impresión de
que él quiere auténticamente a su familia. Sobre todo a Melanie. No sé si debo
angustiarlo. Creo que este asunto es entre Richard y yo.
—Iré para allá —resolvió Phillip.
—¿Qué?
—He dicho que iré a Vineyard. Usted está demasiado afectada emocionalmente,
Jess. Si quiere recibir las respuestas necesarias, tendrá que ser muy directa. O que
alguien lo sea en su lugar.
—Pero, Phillip...
—Estaré allí en algún momento de este fin de semana. ¿A qué hora sale el
transbordador?
—Yo cogí el que sale de Woods Hole a las dos y media. Pero desconozco el
horario de este fin de semana porque es fiesta. Memorial Day...
—Trataré de coger mañana el que tomó usted. Si hay algún cambio, la llamaré.
—Phillip... gracias.
—No hace falta que me agradezca nada —contestó él.
Jess cortó la comunicación, se secó las lágrimas y se alegró de haber llamado.

Phillip no veía la hora de poder salir de la oficina. Sabía que Nicole se enojaría:
acababa de terminar el semestre y estaba de vacaciones hasta la semana siguiente
cuando comenzaran los cursos de verano. Había prometido llevarla a los Hamptons
ese fin de semana, la primera escapada oficial que harían sin libros, fuera de las
bibliotecas y sin que Phillip tuviera que salir corriendo para asistir a reuniones
arregladas por Joseph.
Era por supuesto lo mejor: que Joseph ya supiera que él y Nicole estarían fuera
de la ciudad durante el fin de semana, de manera que no tendría que explicarle lo de
Jess, ni lo de Vineyard, ni decirle que realmente no tenía por qué meterse en lo que
hiciera su hermano menor fuera de horas de oficina.
Phillip tomó su chaqueta y su maletín y salió.
Por milagro, enseguida consiguió un taxi. Una vez dentro, le dio al chófer la
dirección de Nicole y luego se instaló cómodamente para cruzar en coche la ciudad.
Varias manzanas más adelante, se le ocurrió una idea: podía llevar a Nicole a
Vineyard en lugar de llevarla a los Hamptons. Con seguridad a ella no le importaría.
Y tal vez después de todo pudieran salvar el fin de semana romántico. Tal vez ella
hasta los pudiera ayudar a encontrar a la hija de Jess.

- 145 -
JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

La perspectiva era excitante: poder compartir algo más que sexo, comidas y
conversaciones sobre exámenes. Poder por fin confiarle el secreto de su nacimiento,
hablarle de P. J. y de lo mucho que ella significó para él.
Miró por la ventanilla y sonrió, pensando que por fin su vida tomaba un rumbo
definitivo, que tal vez Nicole tuviera un papel perdurable en ella.

—No quiero ir a Martha's Vineyard —dijo Nicole—. Quiero ir a los Hamptons.


Me lo prometiste.
Estaban en el loft de paredes de piedra de la muchacha. Lo peor de todo era que
Phillip ya le había contado la verdad. Le acababa de hablar de Jess, de P. J., y le dijo
lo importante que era para él poder ayudar a la amiga de su madre biológica. Le
acababa de confiar todo eso y a ella no parecía importarle. No debía de haberlo
entendido.
—Esto significa mucho para mí, Nicole —volvió a decir—. Creí que también a ti
te resultaría interesante.
—Me entusiasmaba ir contigo a los Hamptons. No largarme a ayudar a una
mujer a encontrar a la hija que perdió hace treinta años.
—Perdóname —dijo Phillip, pasándose la mano por el pelo—. Creí que querías
ser una abogada importante en derechos de la infancia. Creí que este tipo de cosas te
interesaban.
Nicole se encogió de hombros y se alejó de él. Se acercó a la cama y se sentó
sobre el colchón. Phillip recorrió con la mirada la habitación enorme y cuadrada,
enojado de repente porque no había sillas y porque los únicos lugares para sentarse
eran la cama o los libros de texto diseminados por el suelo.
—Estoy cansada —dijo ella, sacándose la camiseta y dejando al descubierto sus
pechos pequeños de oscuros pezones. Phillip volvió la mirada hacia la ventana. No
quería que el cebo del sexo interfiriera con lo que debía hacer—. Lo que tú me
propones se parece demasiado a un trabajo.
—Pero... —protestó él, volviéndose a tiempo para verla quitarse los tejanos, con
lo que se quedó solo en ropa interior, que ese día era de color orquídea. De un
orquídea hermoso, tan suave, tan...
—Por esto tuviste aquella pelea con Joseph, ¿no es cierto? —Se llevó un dedo a
la boca, lo lamió con lentitud y luego trazó con él un círculo alrededor de sus
pezones endurecidos.
Phillip era lo suficientemente inteligente como para saber que lo estaban
manipulando. Pero a pesar de todo clavó la mirada en lo que Nicole estaba
haciendo... y comenzó a excitarse.
—Joseph y yo no siempre estamos de acuerdo en todo —dijo.
La mano de Nicole bajó hacia sus bragas color orquídea. Movió con suavidad la
tela hacia un lado y descubrió el vello rizado y limpio que resultaba tan acogedor. Y
luego se acarició y Phillip comenzó a acercarse, deseando ser él quien la tocara, el
que hundiera la cara en su dulce calidez y el que probara su gusto aterciopelado con

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

la lengua.
De repente ella subió la otra pierna a la cama y se cogió las rodillas con las
manos.
—Si tú no quieres llevarme a los Hamptons, iré con otros amigos. Necesito un
descanso, Phillip.
Él se enjugó las gotas de sudor que de alguna manera le habían aparecido en la
frente.
—Ir a Vineyard sería un descanso.
—¿Mientras tú dedicas el tiempo a estar con una mujer menopáusica que ha
decidido dragar su pasado?
Phillip comenzó a enfriarse.
—Eso no es justo. No conoces a Jess.
Ella se levantó de la cama y se le volvió a acercar, envolviéndolo con su
perfume. Le tomó las manos y con lentitud se las llevó a los pechos.
—Quiero estar contigo, Phillip. Quiero que me hagas el amor todo el fin de
semana.
Él percibió la dureza de los pezones. La miró a los ojos. Sintió que volvía a
excitarse. Nicole jamás le había dicho nada parecido... «que me hagas el amor todo el
fin de semana». Hasta ese momento ella había tomado el sexo como algo natural,
como una especie de ritual que debían llevar a cabo. Con suavidad, Phillip comenzó
a acariciarle el pecho. Ella arqueó la espalda y sonrió.
—Además —susurró—, no le debes nada a esa mujer. Tú mismo dijiste que no
es cliente de tu despacho y que no te paga.
Phillip detuvo el movimiento de sus manos. Las apartó y dio un paso atrás.
—Creo que no comprendes, Nicole. Jess significa mucho para mí. Si no fuera
por ella, nunca habría conocido a mi madre biológica.
Nicole entornó los ojos.
—De modo que en una escala de uno a diez, ella está en un diez y yo más o
menos en un cinco. —Se acercó a la cama, tomó la camiseta y se la puso.
—¿Así que de eso se trata? —preguntó Phillip—. ¿Tu interés por ayudar a la
infancia solo importa si interviene el todopoderoso dólar? —Su indignación creció.
Se paseó por la habitación—. ¡Dios mío, Nicole! Creía que eras distinta a mi hermano.
Creía que los ideales te importaban más que el dinero. Supongo que me he
equivocado.
Ella rió. Él no podía creer que riera.
—¿Por qué tienes que tomarlo todo con tanta seriedad? Si uno de nosotros está
equivocado, supongo que debo ser yo. Creía que querías estar conmigo siempre que
yo estuviera disponible.
—¿Cuando tú estuvieras disponible? —preguntó Phillip con un tono de
frialdad poco común en él—. Todo gira alrededor de ti, ¿verdad, Nicole? Quieres
tener a alguien con quien compartir la cama cuando tú tengas tiempo. Lo que quieres
es una relación de porquería que no se interponga en tus estudios y en tus
actividades. Justamente por eso siempre llegas tarde. ¿Alguna vez has llegado a

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

tiempo a una de nuestras citas? ¿Qué es eso? ¿Una manera de ejercer el control? —
Las palabras surgían de su boca como un torrente. Notó que ella se enojaba, que
alzaba la barbilla y apretaba los dientes.
—Creo que será mejor que te vayas —dijo.
—Perfecto —contestó él, cogiendo su maletín—. Que pases un buen fin de
semana.

Ginny sabía que existían otras maneras de conseguir lo que uno quería, sin
necesidad de atenerse siempre a las reglas. Después de todo, hasta hacía pocos años
lo había hecho. Ser agradable era algo que debía reservarse para las Jess y las Lisa de
este mundo de porquería. O por lo menos para la clase de mujer que era Jess y que
había sido Lisa antes de enredarse con Brad.
Movió la cabeza y miró a su alrededor en el comedor de Mayfield House. Ese
no era el momento de pensar en su hija. Era el momento de pensar en el problema de
Jess y de encontrarle una solución que quitara del medio todos los obstáculos.
A su alrededor el tictac de los relojes era infernal. Se movió incómoda en el sofá
duro; solo pensaba bien cuando tenía una bolsa grande de galletas al alcance de la
mano.
Años atrás, habría utilizado el sexo para acercarse al padre de Richard, lo habría
hecho sentirse el macho más excitante del universo. Antes habría flirteado con él
hasta hacerlo jadear para luego conseguir que le contara todo lo que ella quería saber.
La idea era fascinante, pero cuando Ginny miró su vientre bajo las bragas,
recordó que no resultaba tan fácil flirtear cuando a una le colgaba la panza y que los
viejos tiempos, al igual que muchas otras cosas, se habían ido para siempre. Sin
embargo, razonó que el viejo Bradley tampoco era un chaval y que posiblemente no
lo había hecho desde hacía muchos años. Además, pensó, tal vez un poco de acción
reavivara su libido perdida.
Una lenta sonrisa le cruzó por el rostro. Se puso de pie y decidió ir en busca de
Richard Bryant/Bradley padre, en esa especie de mausoleo que era el hostal. Tal vez
los resultados fueran tan benéficos para ella como para Jess.

Él no estaba en la casa. Lo encontró en el jardín trasero lijando la pintura de un


barco apoyado sobre tacos de madera.
—Bonito día —comentó Ginny.
—Será más bonito cuando podamos volver a meter a este bebé en el agua.
—Me sorprende que tenga tiempo para navegar. El hostal debe darle mucho
trabajo.
—Hay que hacerse tiempo para las mejores cosas de la vida. Los turistas
vendrán de todos modos. Debo dejar espacio para un poco de diversión. Anote eso
en sus investigaciones.
Ginny tardó algunos instantes en comprender a qué se refería.

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—Mi investigación —dijo—, de acuerdo. Bueno, si no le importa, me gustaría


hacerle algunas preguntas más.
Él siguió lijando con lentitud, luego se rascó la barbilla.
Ella se le acercó, se echó atrás el pelo para que le quedara detrás de las orejas y
adoptó la que en un tiempo era la famosa pose de Ginny: sacó una cadera y apoyó
una pierna contra la otra.
—¿Por favor? —pidió, mientras pensaba que daría cualquier cosa con tal de no
sentirse tan ridícula.
—Bueno, supongo que no hay inconveniente. Pero no me pregunte nada que yo
no quiera contestar. —Le miró las manos vacías—. ¿No va a tomar notas?
—Tengo una memoria excelente.
—Está bien. Entonces empiece.
Ginny se enderezó y se felicitó al comprobar que todavía lograba excitarlos, a
pesar de que ella ya no sentía nada. Volvió a pensar en Jess.
—Hoy mencionó que su otra hija es maestra —comenzó a decir con audacia—.
¿Abandonó la isla para ingresar en la universidad?
—Sí, pero volvió.
—¿Por qué?
Él se encogió de hombros.
—Porque este es su hogar. Es el lugar donde vive.
—¿Y ella es la menor de todos sus hijos?
—Sí. Este año cumplirá treinta.
Treinta. ¡Mierda!, pensó Ginny. Es ella. Es realmente ella. Se contuvo y no
preguntó si cumpliría años en noviembre. En cambio volvió a asumir su pose de
Ginny.
—Bueno, entonces dígame: ¿qué hace una chica de treinta años, o cualquiera
para el caso, para divertirse en esta isla?
El señor Bradley lanzó una carcajada.
—Bueno, a Melanie le encanta enseñar. Y además está casada. Y tiene una hijita
que es idéntica a ella.
Ginny retrocedió un paso. Eso no lo esperaba. Una chiquilla, una chiquilla que
era la nieta de Jess. Vaciló al pensar en la reacción que tendría su amiga. Supuso que
volvería a llorar. Que se volvería a dejar llevar por sus emociones.
—Y Karin tiene sus vidrios de mar —continuó diciendo el anciano—. Ojalá
tuviera algo más.
—¿Karin no está casada?
—No. —No hizo más comentarios, pero Ginny notó que comenzó a lijar con
más fuerza.
—En Los Ángeles, enseñar y coleccionar vidrios viejos no se considera una gran
diversión.
Él lanzó una risita.
—Tal vez ese sea el problema de Los Ángeles. La gente nunca disfruta de la
vida sencilla. Mañana, por ejemplo. Todos los años los habitantes de Tilsbury nos

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reunimos para una gran comida al aire libre. Nuestro último hurra, antes de que los
turistas lleguen en masa.
—¿Un picnic? ¿Con toda la gente de la ciudad?
Una reunión de pueblo, pensó. Debes contenerme, Señor, porque ya no puedo
soportar tanta animación.
Él hizo a un lado la lija y miró a Ginny.
—Lo hacemos en Tashmoo Pond. Es una tradición en la isla, como casi todo lo
demás. De todos modos, el hostal estará repleto este fin de semana, pero contratamos
a una persona para que se haga cargo del negocio. Por nada del mundo me perdería
esa barbacoa.
—Comprendo —dijo ella, volviéndose. Y de repente se le ocurrió una idea. Otra
de sus especialidades. Una idea que tal vez les causaría problemas, pero de todos
modos no tenían mucho que perder—. Bueno —dijo, haciendo un esfuerzo por no
sonreír—, permitiré que vuelva a su trabajo. Nos veremos luego. —Y se alejó
sintiendo que él tenía la mirada clavada en su trasero y feliz de que así fuera. No solo
eso, sino que se acababa de anotar un tanto. Una barbacoa en Tashmoo Pond, donde
diablos fuera que estuviera eso. Lo más probable era que Melanie, la hija del viejo,
también asistiera. Y sin duda llevaría consigo a su hijita.
Ginny se encaminó hacia la casa, frotándose las manos, feliz de haber
comprobado que todavía poseía la habilidad de sonsacarle lo que quisiera a un
hombre. Esperaba que Jess hubiera llevado a la isla un par de tejanos viejos y una
camiseta para lucir en Tashmoo Pond, algo que tuviera un aspecto pueblerino y
cuyas costuras no olieran a diseñador.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Capítulo 16

—No podemos colarnos —protestó Jess cuando Ginny le explicó su plan.


—No nos colaremos exactamente. Lograremos que el padre de Richard crea que
salimos a explorar y que nos encontramos con ellos por casualidad.
—No sé, Ginny...
—Mira: ¿quieres avanzar con este problema o prefieres pasarte la semana que
viene encerrada en esa habitación, esperando el regreso de tu querido Richard? —
Enseguida sugirió que era probable que Melanie estuviera en la comida; pero no
habló sobre la pequeña, la nieta que Jess ignoraba tener. Hasta Ginny comprendía
que no sería justo alentar demasiado las esperanzas de su amiga.
Pero por fin logró convencerla y ahora las dos se encontraban al borde del
camino, vistiendo tejanos y camisetas, que Ginny había comprado la tarde anterior,
avanzando por una colina rumbo a un lago pequeño, lleno de patos, donde una
docena de chicos con salvavidas color anaranjado remaban en una serie de lanchas
viejas. Alrededor del lago había mesas de picnic. La gente caminaba o descansaba en
tumbonas o sobre mantas. Algunos tocaban el acordeón y las risas y el sonido de las
conversaciones se mezclaban con el aroma de la carne asada al carbón. Los isleños
parecían disfrutar de su último descanso.
—Tengo la sensación de estar espiando una reunión de familia —dijo Jess.
—Bueno, tal vez sea tu familia. Lo único que tenemos que hacer es bajar esta
colina. Además, ese olor a salchichas asadas es muy atractivo. Tal vez logre
convencer al viejo que nos invite a algunas.
—No sé, Ginny...
—Confía en mí, mujer.

Ella las vio. Estaban de pie en la colina, mirando el gentío.


Y luego las vio caminar. Lentamente. Con decisión. La gorda se bamboleaba,
seguida por la otra.
Karin se apoyó contra un árbol y se maravilló ante la facilidad con que las cosas
se ponían en su lugar, cuando uno sencillamente plantaba una pequeña semilla y
dejaba que la naturaleza hiciera el resto.

Nadie las detuvo. Jess permanecía cerca de Ginny, detrás de ella, tratando de
disimular su vergüenza, tratando de simular que ambas pertenecían a ese lugar, cosa
que era difícil de creer. No era la primera vez que seguía a Ginny: no era la primera

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

vez que se apartaba de lo previsible y entraba en el mundo de Ginny. Se envolvió las


manos en la camiseta demasiado larga y tuvo que admitir que, a la manera de Ginny,
lo que estaban haciendo era divertido.
—¡Hola! ¡Buenos días! —oyó decir a su amiga mientras se internaba entre la
gente—. ¡Qué día tan espléndido!
Una anciana, detrás de un tosco mostrador, repartía helados gratuitos.
—¿Chocolate, vainilla o fruta? —le preguntó Ginny a Jess.
—¡Olvídalo! —susurró Jess—. No te darán helados. —Divertido o no, ella solo
podía llegar hasta un cierto punto. Y se contentaría con que esa aventura le
permitiera vislumbrar apenas a Melanie.
—¡Dios! ¡Qué remilgada eres! Igual que antes.
—Solo te pido que encuentres al padre de Richard y que salgamos de esto de
una buena vez.
Pasaron junto a un carro tirado por caballos en el que se amontonaban los
chicos.
—¿Quieren dar una vuelta? —preguntó un muchacho.
—Más tarde —contestó Ginny y luego se volvió hacia Jess—. Acerquémonos al
lago. Tal vez estén allí.
Jess la siguió, recordando la vez en que todas habían ido juntas a la feria del
pueblo, cuatro chicas muy embarazadas que trataban de divertirse y de olvidar sus
problemas, por lo menos durante un día. Se preguntó cuánto tiempo hacía que no
gozaba del olor a carne asada, cuánto tiempo hacía que no se sentía tan joven.
Se detuvieron junto a unas altas espadañas.
—Debí haber prestado atención a lo que Bradley tenía puesto durante el
desayuno —dijo Ginny—. Tal vez nunca logremos encontrarlo entre esta multitud.
En cuanto Ginny pronunció esas palabras, Jess vio al padre de Richard; estaba
sentado ante una mesa y reía con otro hombre.
—Allí está —dijo. Enseguida se arrepintió de haber ido. Después de todo esa no
era una feria estatal y ellas ya no eran adolescentes.
Pero Ginny había seguido la dirección de su mirada y ya era demasiado tarde.
Avanzó.
—¡Señor Bradley! —exclamó, echándose atrás el pelo y pavoneándose—. Así
que aquí es donde usted celebra la fiesta del Memorial Day.
—¡Ginny! —exclamó él, sorprendido. Enseguida se puso de pie—. ¿Qué hacen
ustedes aquí?
—Nos atrajo la música —contestó Ginny—. No se preocupe —agregó con una
sonrisa triste—. No nos quedaremos.
Él se alejó de la mesa.
—¿No? ¿Ni siquiera si yo le cocino una hamburguesa?
—Esta es una barbacoa para la gente del pueblo —protestó ella, aunque no con
demasiado énfasis.
El padre de Richard meneó la cabeza.
—No hay problema —dijo, y enseguida agregó con un guiño—: Ustedes serán

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mis invitadas. ¿Qué prefieren? ¿Una hamburguesa con todo su acompañamiento? ¿O


un poco de guiso de almejas? Es rico y fresco... lo hizo Mellie Johnson...
—Bueno... —Ginny volvió a fingir una leve protesta—. Si insiste...
—Insisto. Y también insisto en que me llame Dick.
«Dick —pensó Jess—. Es típico que Ginny se haga amiga de uno de estos.»
—Si se quedan —agregó Dick—, tal vez obtengan excelente material para la
investigación que están haciendo.
—¡Oh, créame que estoy segura de eso! —contestó Ginny—. Y ya que insiste,
comeré una hamburguesa. Con todo el acompañamiento. —Se volvió hacia Jess—.
¿Jess?
Jess miró la multitud, y se preguntó si la menor de los Bradley, Melanie, estaría
entre esa gente.
—No, gracias, no tengo hambre.
—¿Ni siquiera quiere una hamburguesa? —preguntó Dick, el padre de
Richard—. Hay más que suficientes. Como Richard y Melanie no han venido, lo que
yo he traído bastaría para alimentar un ejército.
Si Jess hubiera estado jugando al poker, sin lugar a dudas habría perdido esa
mano. Se volvió de espaldas con rapidez para que Dick no alcanzara a ver su
expresión desilusionada.
—¿Sus hijos no están aquí? —oyó preguntar a Ginny.
—Solo Karin. Richard no está en la isla y Melanie está en su casa con mi pobre
nietecita Sarah.
El aire estaba lleno del sonido de risas, de chillidos infantiles, de conversaciones
de adultos; con el sonido de las herraduras de los caballos y las notas desafinadas de
los acordeones que tocaban hombres en mono. El aire estaba lleno de sonidos y sin
embargo todos parecían haber quedado congelados, quietos, muertos y colgando
mientras el significado de las palabras de Dick Bradley se aclaraba.
Jess se volvió a mirarlo.
—¿Sarah? —preguntó.
El rostro de Dick resplandeció más de lo que ella suponía que podía
resplandecer la cara curtida por el sol de un hombre de setenta años.
—Es una niña muy traviesa. Se rompió una pierna en el patio de la escuela.
¡Pobrecita! Está enyesada hasta la cadera.
A Jess le ardían las mejillas. Le empezó a doler el corazón, las mariposas de
otros tiempos comenzaron a aletear en su estómago, en sus brazos, en sus piernas.
—¿Sarah es su nieta? —preguntó.
Ginny la codeó.
—Bueno, es una pena —comentó—. Pero si nos quedamos un tiempo en la isla,
tal vez lleguemos a conocer a toda la familia Bradley.
—De todos modos, ¿cuánto tiempo piensan quedarse?
La pregunta no la hizo el padre de Richard, sino Karin. Jess no la había oído
acercarse, pero allí estaba, mirándolos con expresión curiosa y dubitativa.
Y de repente Jess supo que Karin lo sabía. El escalofrío que la recorrió no era

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

debido al frío de la mañana. No se debía a la brisa que soplaba del agua. Era debido a
esos ojos de Karin, esos ojos que le decían que ella sabía. Sabía quién era Jess. Y sabía
lo que estaba haciendo allí.
«¿Por qué no he tenido noticias de mi madre?» De repente recordó la voz de la
llamada telefónica. Y la intuición le indicó que esa voz era de Karin. Karin hizo la
llamada. Karin escribió la carta.
Pero, ¿por qué?
Jess la miró con atención. Tenía la boca seca, no podía parpadear. Y entonces
oyó que Ginny decía:
—No sabemos cuánto tiempo nos quedaremos.
—Pero yo necesito saberlo lo antes posible —dijo Karin—. Este es un fin de
semana largo. Tengo que saber cuándo puedo volver a alquilar las habitaciones que
ustedes ocupan.
—Ya le avisaremos —dijo Ginny. Y enseguida se volvió hacia Dick—. ¿Y dónde
está esa hamburguesa? Me estoy muriendo de hambre.
Jess apartó la vista pero sintió que Karin la seguía mirando, y que las observaba
alternativamente a ella y a Ginny. Por fin se alejó en silencio, en dirección al lago.
Siguió caminando por la costa, alejándose de ellas, del día de fiesta, de la barbacoa
del pueblo.
—No le gustamos —le dijo Ginny a Dick,
—¿Karin? A ella nadie le gusta. Es más feliz caminando por la playa y
recogiendo esos malditos vidrios de mar con los que no hace absolutamente nada.

Cuando Ginny se hubo llenado de hamburguesas y terminó de devorar dos


cucuruchos de helado gratis, Jess pudo convencerla de que se fueran de allí.
—¡Por favor! —susurró—. Ya no vamos a averiguar nada más. Melanie no está
aquí.
Ginny cedió y subieron por la colina hasta el lugar donde Jess había aparcado el
automóvil.
En el camino de regreso al hostal, Jess sintió una repentina necesidad de ver el
mar, de sentir el sol sobre la cara y de oír el sonido tranquilizante de las olas.
—Quiero encontrar una playa —le dijo a Ginny—. Necesito mirar un rato el
mar y pensar.
—¡Estupendo! ¡Qué lástima que no hayamos traído un cubo y una pala!
Jess sonrió y luego dirigió el coche en sentido contrario al pueblo. Pronto se
vieron rodeadas de enormes y majestuosas casas apartadas una de la otra, casas que
parecían haber estado allí durante medio siglo o más, casas que en ese momento
parecían vacías.
—Deben pertenecer a los veraneantes ricos —comentó Ginny—. Gente de
ciudad con muchos dólares. —Se volvió para mirar a Jess—. Parece la clase de casas
donde tú podrías haber veraneado cuando eras niña, si tu padre alguna vez se
hubiera dignado traerte.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—¡Muy gracioso! —contestó Jess, contenta de que ahora pudiera tomarse a la


ligera la manera en que había sido criada y, que entre tantas otras cosas, Ginny le
hubiera enseñado que su vida podría haber sido mucho peor.
Ginny rió.
—Cuando era niña, mi madre y yo íbamos todos los veranos una semana a la
playa Reveré. Nos alojábamos en una pensión y compartíamos el baño con todo el
maldito resto de la gente que vivía en la casa.
—Con excepción de esa vez en que viniste aquí.
—Sí. Pero eso fue solo una vez. Después ella conoció al cretino con quien se
casó y nunca volvimos a ir a ninguna parte.
—Es cierto —dijo Jess—. Lo recuerdo.
A su lado, Ginny lanzó un aullido. Jess decidió que era bueno que ambas
pudieran aceptar el pasado.
Pasaron frente a un grupo de pistas de tenis, una pequeña oficina de correos y
un salón comunitario igualmente desierto. Al final del camino se encontraron con
una curva gigantesca que continuaba rodeada por casas elegantes pero desteñidas
por el salitre. En la curva había un asta para banderas y dos bancos. Jess acercó el
coche a un lado del camino y apagó el motor.
—Bajemos y caminemos hasta el mar —propuso.
Ginny lanzó un quejido, pero abrió la puerta del auto.
El mar se encontraba a varios metros, y sus olas mansas lamían la costa con
suavidad. Entre ellas y el mar había una abrupta pendiente, casi en su totalidad
cubierta por altos pastizales que la brisa inclinaba.
—Allá hay un sendero —dijo Ginny, señalando un camino pequeño que se
dirigía hacia la izquierda, junto al que había un letrero: «Camino Privado. Asociación
West Chop».
—No podemos ir por allí, Ginny. Es privado.
Ginny levantó los ojos al cielo y se dirigió al sendero.
Algo atrajo la atención de Jess.
—¡Espera, Ginny! —exclamó.
Volvió a mirar y vio lo que creía haber visto: un manchón rojo en la playa; el
manchón del pareo de una mujer que caminaba descalza por la arena, que se
inclinaba de vez en cuando, que se apartaba el pelo de la cara y miraba hacia el mar.
—Es Karin —dijo Jess.
—¡Dios! ¡Qué extraña es esa mujer!
—Es más que eso. Creo que ella lo sabe. Creo que es la que me escribió ese
anónimo y me hizo la llamada.
Ginny miró la playa.
—¿Qué sentido tendría que lo hubiera hecho?
—Es lo que quiero averiguar. —Jess volvió a meter las manos debajo de la
camiseta para protegerlas del frío—. Vamos, Ginny —dijo—. Volvamos al hostal.
En la puerta las recibió una mujer a quien no habían visto antes, sin duda la que
ese día se hacía cargo de la atención del hostal.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—Bonito día para el picnic—comentó.


—¿El picnic? —preguntó Ginny simulando no saber de qué se trataba.
—La comida al aire libre del pueblo —contestó la mujer—. Donde se reúnen
todos los habitantes.
No todos, tuvo ganas de decir Jess. Melanie no estaba allí. Y tampoco su hija. La
que tal vez fuera su nieta.
Sarah. ¡Qué nombre tan bonito!
—Bueno, es una gran cosa que asista todo el pueblo —dijo Ginny con
indiferencia mientras se dirigía a la escalera—. Yo voy a dormir una siesta, Jess.
Estoy cansada y he comido demasiado.
—¡Ah! Esto me recuerda... —dijo la encargada de la posada—. Espero que no le
importe. He dejado pasar un visitante a su cuarto.
Ginny miró a Jess.
—¿Phillip? —preguntó esta.
—Ha dicho que usted la esperaba.
—¿Que «la» esperaba? —preguntó Ginny.
La encargada se encogió de hombros.
—Como le he dicho, espero que no le importe. Todas las demás habitaciones
están reservadas. No tenía otro lugar donde acogerla.
Ginny lanzó un enorme suspiro.
—Vamos, Jess. Creo que ahora me ha llegado el turno de necesitarte.
Jess siguió a Ginny por la amplia escalera y al cuarto número tres, el de Ginny.
Allí, en un rincón de la cama sin dosel estaba sentada Lisa, y estaba sola.
—¿Dónde está tu príncipe encantado? —preguntó Ginny sin haber saludado
siquiera a su hija.
—Ginny... —comenzó a decir Lisa, con los ojos llenos de lágrimas.
Jess retrocedió.
—Creo que os dejaré solas. Caminaré hasta el puerto del transbordador por si
llega Phillip.
Permanecieron mirándose de una manera no muy distinta a la de Karin cuando
miraba alternativamente a Jess y a Ginny en la barbacoa.
Por fin Ginny apartó la mirada y se acercó a la cómoda sobre la que arrojó la
llave del cuarto. En ese momento incómodo, lamentó haber llamado a los padres de
Lisa desde el aeropuerto, lamentó haber dejado dicho dónde estaba.
—Creía que te alegraría verme —dijo Lisa.
—¿Que me alegraría? Todo depende.
—¿De que Brad esté o no conmigo?
Ginny se acercó a una mecedora. La alejó de la pared y se sentó en ella, lo más
lejos posible de Lisa, como si su hija fuera contagiosa, como si, cuanto más lejos
estuviera de ella, menos posibilidades de sufrir tuviera.
—Él no está conmigo, Ginny.
Ginny ladeó la cabeza.
—¿Quieres decir que no está contigo en este momento, en esta habitación, o que

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

no está contigo en el sentido bíblico?


—Quiero decir que esta mañana ha tomado un avión y ha vuelto a la costa
Oeste. Ayer envió su automóvil a Los Ángeles.
Ginny asintió y se balanceó en la mecedora.
—Muy bien. Pero no has respondido a mi pregunta.
—Si eso es lo que quieres saber, todo ha terminado entre nosotros.
Sí, por supuesto, eso era lo que ella quería saber. Se preguntó si Lisa notaría el
alivio que la recorría.
—Vi muchas fotografías vuestras —dijo Ginny—. En diarios y revistas.
Lisa lanzó un sonido que era en parte un suspiro, en parte un sollozo.
—Nos fotografiaban cada vez que doblábamos una esquina.
—¿Qué esperabas? Eres una estrella, Lisa.
Lisa se encogió de hombros.
—A Brad le gustaba.
—¡Por supuesto que le gustaba! —Ginny lamentó haberlo dicho, pero ya era
demasiado tarde, demasiado tarde para borrar sus palabras. Cruzó las manos sobre
el regazo—. De manera que ahora estás aquí.
—He venido por un motivo, Ginny. Tenemos que hablar.
Fue como si una nube invisible hubiera descendido sobre el cuarto. O tal vez
solo había descendido sobre el corazón de Ginny. No le gustaba lo que Lisa estaba
por decir, y lo supo antes de que su hija hubiera pronunciado las palabras.
—Me pidió dinero —dijo Lisa.
Esa vez Ginny no contestó y se sintió orgullosa de haber podido contener su
lengua. Volvió a mecerse, hacia adelante y hacia atrás.
—Me pidió dinero, mucho dinero. Y cuando me negué, se enfadó.
Ginny dejó de mecerse y se puso tensa al ver el dolor que asomaba a los ojos de
su hija.
—Entonces me habló de ti.
Ginny se agarró del asiento de la mecedora. Agachó los hombros.
—¿De mí?
—De vosotros dos.
La puñalada fue profunda y lenta, penetró en el pecho de Ginny y el dolor fue
bajando por su cuerpo e hiriendo cada nervio en su camino. Le dolió tanto que no
pudo contestar. Le dolió tanto que ni siquiera pudo llorar.
En el otro extremo de la habitación, Lisa se retorcía las manos.
—Supongo que no me impresionó. Pero me desilusionó, porque Jake todavía
vivía cuando tú y Brad tuvisteis esa aventura.
Ginny cerró los ojos y decidió que si eso no era el infierno, por lo menos debía
ser el purgatorio, un lugar donde todos sus pecados flotarían por toda la eternidad.
La mecedora crujió.
Dos personas en la habitación respiraron.
Entonces Ginny oyó lo que Lisa acababa de decir. Abrió los ojos y se corrió a la
punta de la silla.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—¿La aventura? —preguntó—. ¿Qué aventura?


—Él me lo dijo todo, Ginny.
Ginny se puso de pie de un salto, se acercó al borde de la cama y blandió un
dedo en la cara de Lisa.
—No fue una aventura, Lisa. Yo no tuve ninguna aventura con Brad Edwards.
Lisa la miró, echando chispas por los ojos.
Ginny retrocedió. Se estaba poniendo mala. Sabía que se iba a poner enferma.
Se sujetó el estómago. Sintió en la garganta el gusto de hamburguesas y del guiso de
almejas y de los helados.
—Una noche yo estaba borracha —dijo—. Estaba borracha y dejé que se
acostara conmigo. Lo lamenté desde el mismo instante en que sucedió.
Lisa volvió la cabeza. Ginny casi alcanzaba a sentir el dolor de las lágrimas de
su hija.
—¿Así que no fue una aventura?
—Yo estaba borracha, Lisa. No es una excusa, pero es la realidad.
Su hija permaneció un instante en silencio. Luego se volvió hacia ella.
—Eso no es lo que les va a decir a los periódicos.
Ginny sintió que se ponía rígida.
—Dice que a menos que le entreguemos medio millón de dólares, lo dirá todo a
los diarios. Todo, en sus propias palabras. Que vivió una intensa aventura con su
madrastra... la madre de Lisa Andrews.
La furia rugió dentro de Ginny.
—¡Ese hijo de puta de porquería! ¡No se atreverá!
—Creo que sí, que se atreverá.
—Arruinará tu carrera.
—Sí —contestó Lisa en voz baja—. Creo que esa es su intención.
Ginny lanzó una carcajada de disgusto.
—Y además conseguirá otra cosa. También se vengará de mí por haber
heredado la fortuna de Jake. —Apretó las manos contra su estómago y se preguntó si
su dolor terminaría alguna vez y cuándo y qué mierda habría hecho para merecer esa
clase de vida.

Camino al transbordador, Jess se detuvo en el hotel Tilsbury. Por suerte había


una plaza. Reservó un cuarto para Phillip. El joven no le había dicho cuánto tiempo
se quedaría, de manera que lo reservó para dos noches.
Un cielo color pizarra y un dejo de niebla amenazaban al sol de última hora de
la tarde. Jess se detuvo en la cafetería Black Dog y pidió un muffin y una taza de té,
porque decidió que debía tener hambre, pese a que en realidad no sentía nada. Cruzó
caminando el muelle del transbordador, pasó junto a las líneas de automóviles que
esperaban la llegada del próximo, se sentó en un pequeño mirador junto al mar y
trató de comprender lo que sentía.
Desesperación, tal vez. Vacío. Confusión. Y una total desesperanza, porque

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nunca llegaría a conocer a su hija, la niña a quien había renunciado.


La niña que ahora tenía una hija propia.
Siempre que Melanie fuera su hija.
Abrió la bolsita que le habían dado en el café y arrancó un trozo de muffin que
masticó con lentitud. Luego bebió un trago de té y miró hacia Cape Cod, que se
alcanzaba a ver en el horizonte, hacia la ciudad de Falmouth donde, en un tiempo,
vivió la señorita Taylor, y se preguntó por qué no podía dejar las cosas tal como
estaban.
Por lo que decía el padre de Richard, Melanie era feliz. Una madre joven con
una carrera que le encantaba. ¿Qué derecho tenía ella de intervenir y de embrollarle
la vida?
Y entonces pensó en Ginny. Y en Lisa. Y comprendió que entre ellas dos cada
tanto había problemas, igual que entre ella y Maura. Porque era así como funcionaba
el mundo real. Y, sin embargo, el lazo que las unía todavía no se había
desenmarañado.
Una gaviota aterrizó en el suelo del mirador y sus ojitos negros se clavaron
alternativamente en la bolsa blanca y en Jess, como si con su visión de rayos X
supiera que dentro había comida. Justo en el momento en que Jess abría la bolsa para
alimentar a la gaviota, un pajarito se posó en el banco, frente a ella, y la miró con ojos
implorantes.
Jess le arrojó un trozo de muffin. La gaviota desplegó las alas y voló hasta el
banco asustando al pájaro que se alejó al vuelo. Enseguida devoró el trozo de muffin
y luego volvió a colocarse en el suelo a los pies de Jess.
—¡Carroñera! —exclamó ella—. ¿No podías haberle dejado un poco de comida
al pajarito? —Enojada cerró las bolsita. La gaviota ya no recibiría nada más. Vio
cómo aquellos ojos negros como cuentas se clavaban en ella. Y entonces se le ocurrió
que esa criatura solo estaba haciendo lo que necesitaba, que solo luchaba por su
supervivencia. Pensó en Maura y en el disgusto que le provocaba que Jess tratara de
encontrar a su otra hija. Tal vez esa fuera la manera de Maura de luchar por su
supervivencia, peleando por conservar su lugar en el corazón de la madre, temerosa
de que la desbancaran. A Jess se le llenaron los ojos de lágrimas. Volvió a meter la
mano en la bolsa, deshizo el muffin en migajas y las arrojó a sus pies.
En ese momento sonó la bocina del transbordador. Al levantar la vista,
comprobó que la enorme bestia de hierro atracaba en el muelle. Se puso de pie y
comenzó a caminar hacia allí justo en el momento en que regresaba el pajarito. Con
rapidez, se inclinó, tomó algunas migajas y las colocó sobre el banco. El pajarito
descendió. La gaviota pareció no notarlo. Ya en aquel momento ambos habían
comido y estaban satisfechos.
Jess se secó los ojos y se apresuró a ir al encuentro del transbordador.

El viaje en el transbordador había sido extrañamente parecido a una hora punta


en el metro de Manhattan, con una multitud de gente ansiosa que luchaba por

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obtener el mejor sitio mientras avanzaba hacia su destino. Phillip se apretó


discretamente el estómago cuando el barco chocó contra el muelle y se preguntó
cómo era posible que alguien pudiera marearse en un viaje de cuarenta y cinco
minutos cruzando lo que ni siquiera era mar abierto, sino más bien algo parecido a
un gran lago con mareas. Permaneció en su lugar, esperando a que quitaran la
cadena que cruzaba la plancha, o como se llamara aquella rampa, y cogió el asa de su
pequeña maleta que solo contenía una muda de ropa limpia, una camisa y unos
pantalones cortos por si tenía tiempo para correr. Después de todo, pensaba cumplir
enseguida su misión, sencillamente se encararía al señor Bradley de la misma manera
en que lo hizo con el doctor Larribee. Así se enterarían de la verdad de una vez por
todas y Jess podría seguir adelante con su vida. Y él con la suya. Si le quedaba mucha
vida por delante, ahora que por lo visto Nicole ya no estaría en ella.
Un marinero que vestía tejanos quitó la cadena: la multitud avanzó, Phillip
también, apretado entre una familia asiática, cuyos integrantes llevaban cámaras
alrededor del cuello, y una pareja con aspecto de yuppie, con un perro labrador
negro atado a una correa de un rojo brillante. Mientras bajaban la rampa, él mantuvo
la vista fija en la mujer, de pantalón corto cuidadosamente planchado, una camiseta
blanca muy limpia y una gorra sobre el pelo rubio muy corto. La vio caminar y trató
de no envidiar a su acompañante, pero no lo pudo evitar. Imaginó su casa con
muebles de madera clara, suelos muy encerados y jarrones con ramos de flores. Solo
consiguió volver a sentirse mareado.
Bajaron al muelle, a tierra firme, gracias a Dios.
—¡Phillip!
Phillip apartó su mirada de los pantalones cortos color caqui y, al levantar la
vista, vio que Jess se le acercaba, el pelo desordenado por la brisa, la sonrisa cálida y
amistosa, esa mujer bondadosa y dulce sin la que nunca habría llegado a conocer a su
madre.
—¡Jess! —exclamó, aceptando el abrazo suave que ella le daba.
—¿Has tenido algún problema en la travesía?
—Sí, desde que dejé mi automóvil en un lugar llamado Falmouth. Espero que
esté bien.
—Sí, está bien. Aquí no te hará falta el coche. Falmouth era el lugar donde vivía
la señorita Taylor.
—¡Ah, sí! —trató de decir él con tono alegre—, la infame señorita Taylor que
está en el fondo de todo esto.
Jess rió. Miró hacia el mirador, parpadeó y luego volvió a mirarlo a él. En sus
ojos había una expresión de temor.
—¿Qué sucede? —preguntó Phillip. Siguió la dirección de la mirada de Jess y
vio que en el mirador había una mujer, una mujer que vestía una camiseta blanca y
un pareo rojo—. ¿Quién es? —preguntó.
—Karin —contestó Jess en voz baja—. La hermana de Richard. —Guió a Phillip
para salir del puerto—. Creo que sabe por qué estamos aquí, Phillip. Creo que fue
ella quien me escribió y me llamó.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Él sonrió.
—¿Está segura de no haberse vuelto un poco paranoica?
Jess lanzó una pequeña carcajada forzada.
—Tienes razón. Posiblemente sea eso lo que me sucede.
Él asintió y se abrieron paso a través de la multitud, de los coches y de los
labradores negros con traíllas. Phillip se preguntó si los labradores negros serían los
perros oficiales de la isla.
—Lo siento —dijo Jess—, pero he dejado el coche en el hostal. Tenía necesidad
de caminar.
—No hay problema. Pero me vendría bien una Coca-Cola. Tengo el estómago
un poco revuelto.
Jamás le habría confesado eso a Nicole y posiblemente tampoco a cualquier otra
mujer con quien estuviera saliendo. Pero a pesar de su corta estatura, y a pesar de
que él era altísimo al lado de ella y sentía la necesidad de protegerla, Jess era tan...
maternal... Phillip tenía la sensación de que podría decirle cualquier cosa, como le
había sucedido con P.J. Se preguntó si sería eso lo que los hijos sentían hacia sus
madres, y enseguida se preguntó por qué no le sucedía con Jeanine Archambault, la
mujer que lo había criado.
—Allí tenemos la taberna Black Dog —indicó Jess.
Phillip la siguió a través de un laberinto de estructuras antiguas castigadas por
la intemperie, que más parecían chozas que edificios, decoradas con boyas
desconchadas y con trampas de madera para cazar langostas. Compartió con Jess su
observación acerca de los perros labradores negros; volvieron a reír y él se sintió
mejor y se alegró de haber ido, se alegró de haberse mantenido firme y de no haber
cedido ante Nicole.
Una vez en el restaurante, los sentaron en un porche cerrado con vidrios desde
el que podían contemplar el mar y la locura que era el transbordador. Jess pidió té y
una ensalada; Phillip, una hamburguesa y una Coca Cola grande.
—No sé bien por qué has decidido venir —dijo Jess—. Me avergüenza haberme
puesto a llorar mientras hablábamos por teléfono.
—Vine porque quise —contestó él—. Si me lo permite, me encargaré del señor
Bradley. Quiero interrogarlo directamente acerca de su hija Melanie.
—¡Oh, Phillip! No estoy segura de que...
—Creo que es la única manera que tenemos de saber la verdad, Jess.
—Pero si Melanie es realmente mi hija, ¿no crees que él mentirá? Ella tiene casi
treinta años. ¿Por qué va a decirle la verdad a estas alturas de su vida?
—Tal vez ella ya sepa la verdad.
Jess movió la cabeza.
—Es algo que yo también me he preguntado. Pero si ella sabe que Richard es su
padre, ¿qué sentido tiene que hayan venido desde Connecticut hasta aquí? ¿Por qué
desaparecieron de la ciudad en que vivían? ¿Por qué cambiaron su apellido?
—Porque supongo que su padre lo exigió. Es posible que haya sido una
condición que él puso para pagarles. —Cubrió con una mano la de Jess—. Por favor,

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Jess, permita que se lo pregunte para que podamos poner fin a este asunto de una
vez por todas. Ya no tendremos que seguir esperando que se presenten personajes
equívocos; no tendremos que preguntarnos más si la otra hija de Bradley quiere
arruinarle la vida.
—No estoy segura, Phillip. Necesito que me des esta noche para pensarlo. ¿De
acuerdo?
—¡Por supuesto! —Retiró la mano y se puso la servilleta sobre las rodillas—.
Mientras tanto, estoy famélico.
—Nosotras también —dijo una mujer que apareció junto a la mesa que ellos
ocupaban—. ¿Podemos unirnos a vosotros?
A Phillip le pareció que la mujer le resultaba vagamente familiar.
—Tú debes ser Phillip —dijo ella—. Solo alguien de Nueva York es capaz de
presentarse en Martha's Vineyard con traje y corbata.
—Phillip, esta es mi amiga Ginny —dijo Jess.
—Y esta es mi hija Lisa —dijo Ginny, haciéndose a un lado y presentando a la
joven que estaba detrás de ella.
Phillip se puso de pie enseguida y su servilleta se deslizó hasta el suelo.
—Mucho gusto —dijo, mientras se aflojaba la corbata con una mano y le
extendía la otra a Ginny. Pero le costaba apartar la mirada de la hija, la mujer más
maravillosa que había visto en su vida.

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Capítulo 17

Cada vez eran más. De pie junto a un banco, frente a la taberna Black Dog,
Karin observó a las dos mujeres y a los dos nuevos incorporados, una mujer joven y
el muchacho, que parecían casi tan jóvenes como Melanie. Ignoraba por qué habrían
ido tantos a la isla, pero decidió que eso la favorecería: cuanta más gente, por lo
general mayor era el caos; no era necesario vivir en un pueblo de veraneantes para
saberlo.
También sabía que era demasiado tarde. Había iniciado algo que ya no podía
detener, así como era imposible evitar que llegaran los turistas durante el verano o
impedir que los trozos de vidrio de mar tarde o temprano llegaran a la playa.
Se alejó de puntillas, con la adrenalina subiéndole con cada paso que daba.
Hacía tiempo que no se sentía tan viva ni tan llena de ansiedad desde esa época en
que esperaba la llegada de Brit. Y ahora lo único que debía hacer también era esperar.
Sabía que la explosión se produciría pronto. Era el momento de preparar las
municiones.

—Si eres tan buen abogado —dijo Ginny en cuanto se sentaron—, dime cómo se
puede matar a alguien sin ser descubierta.
—Simularé no haber oído esta frase —respondió Phillip mientras bebía su Coca
Cola y seguía intentando dejar de mirar a Lisa, su cabello leonado y sus ojos color
topacio, dejar de mirar esa piel que debía de ser como la seda si uno la tocaba con la
punta de los dedos. Trató de contenerse y de no inclinarse sobre la mesa para
percibir el perfume que usaba: ¿sería levemente almizcleño como el de Nicole, o con
aroma a vainilla, limpio, puro y muy insinuante?—. Además —agregó con una
sonrisa—, me dedico a asuntos empresariales, no a casos criminales.
—¿A quién planeas matar, Ginny? —preguntó Jess.
Ginny se echó atrás en la silla y miró el mar.
—A mi hijastro —dijo sin vacilar—. Está tratando de chantajearnos por medio
millón de dólares.
Phillip estuvo a punto de atragantarse con la Coca Cola.
—¿Chantaje? —Para alguien que dedicaba sus días y a veces hasta sus noches al
tedio de las leyes que regían a las empresas, esta palabra parecía presentársele con
demasiada frecuencia.
—Supongo que es el precio que uno debe pagar por la fama —dijo Lisa en voz
baja, con un toque de cinismo en su voz algo ronca. Fama, pensó Phillip. Y entonces
la reconoció. No era simplemente Lisa, la hija de Ginny. Era Lisa Andrews, la

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principal protagonista de DevonsHire Place, para él uno de los pocos programas que
convertían la televisión en algo digno de ver, sacando un poco de tiempo entre los
escritos que tenía que redactar y los casos que necesitaba leer. Se movió un poco en la
silla y trató de simular que no era nada del otro mundo que Lisa Andrews estuviera
sentada en la misma mesa que él.
Ginny se encogió de hombros.
—No creo que Lisa tenga nada que ver con el problema.
¡Por supuesto que no tiene nada que ver!, tuvo ganas de decir Phillip. A pesar
del malvado personaje que interpretaba, era bien conocido que Lisa Andrews era la
persona más agradable del mundo. Ella jamás se enredaría con alguien mezquino.
—La culpa es mía —continuó diciendo Ginny—. Brad y yo tuvimos una noche
de... digamos, indiscreción. Pero fue hace años. Ahora amenaza con mentirle al
mundo, con convertirlo en una aventura y con arruinar la carrera de Lisa.
—¿Cómo podría destruir tu carrera? —le preguntó Jess a Lisa.
Ginny contestó en lugar de su hija.
—Porque medio mundo sabe que ahora ella es la que se acuesta con Brad.
Phillip mordió un gran trozo de hamburguesa para disimular el hecho de que
formaba parte de la otra mitad del mundo que todavía no se había enterado del
hecho.
Lisa se puso pálida.
—Ginny...
—Ya sé, ya sé. Ese asunto ha terminado. Él ha vuelto a Los Ángeles, el lugar
adonde pertenece. Pero no ha terminado para nosotros. Me temo que para nosotros
acaba de empezar.
Phillip se aclaró la garganta y trató de hablar en un tono profesional.
—¿Y realmente arruinaría la carrera de Lisa? Tengo la impresión de que, hoy en
día, cuantas más porquerías oigan las personas acerca de los personajes célebres, más
atención les prestan. ¿Por qué no dejar que ese tipo siga adelante y cumpla con sus
amenazas? Por lo que yo sé, el extorsionador medio no tiene la valentía suficiente
para cumplirlas.
—Brad no es un tipo medio en nada de lo que hace —contestó Lisa.
Ginny rió.
—Ya sería bastante malo que contara la verdad. Pero siempre ha tenido
necesidad de exagerar. Para que todo sea mucho más grandioso, o más sórdido de lo
que en realidad es. O, en su caso, fue.
—Es cierto —dijo Jess, pensativa—. ¿Por qué será que hasta la honradez nos
puede crear problemas?
—¡Vamos! —exclamó Ginny—. Yo creí que tú eras un panfleto que pregonaba
la verdad, la justicia y el sueño norteamericano. Por la honradez a toda costa y todas
esas tonterías.
—He empezado a dudar. Phillip quiere desafiar al padre de Richard y obligarlo
a decir la verdad.
—¡Bueno! —exclamó Ginny mientras se metía un aro de cebolla en la boca—.

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Tal vez podríamos matarlo también a él. —Masticó, tragó y luego agregó—: Entonces
tú podrías ir a buscar a Melanie, yo podría volver a casa y matar a Brad y todos
podríamos gozar de un poco de paz.
Phillip tomó la botella de ketchup y roció su hamburguesa.
—Tampoco he oído esta frase —dijo.

Jess había prometido que durante la noche tomaría una decisión y que por la
mañana le diría a Phillip si estaba de acuerdo en que abordara a Dick Bradley. Pero
después del desayuno, mientras permanecía en el salón de Mayfield House
estudiando los relojes que cubrían las paredes, no estaba más cerca de llegar a una
conclusión que la noche anterior.
En lo profundo de su corazón sabía que prefería esperar y hablar ella misma
con Richard, pero no estaba segura de si era porque realmente le parecía lo mejor o
porque, en su interior, estaba deseando volver a verlo. No cabía duda de que algo en
su ser se empeñaba en ver la parte romántica de todo, así como, en un tiempo, soñó
con que él iría a rescatarla a Larchwood Hall para llevársela en su caballo blanco a un
lugar de la tierra donde serían felices por siempre jamás. También se daba cuenta de
que en ese momento debía actuar de acuerdo con su edad y permitir que Phillip
llevara el asunto. Después de todo se había tomado el trabajo de viajar hasta
Vineyard. Ginny también. Se habían molestado para tratar de ayudarla... tal vez
debería dejar que lo hicieran a su manera y no arrastrar más aquella situación.
¡Si pudiera ver a Melanie aunque fuera una sola vez! Si pudiera verla, lo sabría.
—Por lo que veo en este mapa, tendré que pedirte prestado el coche —anunció
Ginny entrando en la habitación por las puertas que daban al jardín—. Lisa quiere
hacer un recorrido turístico y Dick insiste en que debemos ir a los acantilados de Gay
Head. —Estudió el mapa—. ¡Gay Head! Ni siquiera puedo imaginar cómo se les
ocurrió llamar «Cabeza Gay» a ese lugar.
Jess no pudo menos que reír.
—Tal vez aprendas algo.
—Sí. Dick dice que me ayudará en mi investigación sobre la historia de la isla.
Los indios y todo eso.
Al mirar el mapa, Jess sonrió.
—No olvides que no estás haciendo una investigación, Ginny.
—Es que quizá debiera hacerla. Tal vez debería ingresar en la universidad. No
sería una mala idea.
—¿Para llegar a ser qué? ¿Qué has querido ser alguna vez, aparte de actriz?
Ginny se encogió de hombros.
—No lo sé. Nunca tuve oportunidad de averiguarlo. Mi madre quería que fuera
maestra. Le parecía que era la carrera más respetable para una mujer. Como todas
sabemos, a mi madre le importaban mucho las cosas respetables. ¿Pero me imaginas
a mí convertida en maestra? ¡Qué ridiculez!
Jess le entregó las llaves del coche.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—Llévate el automóvil. Quizá en estos acantilados descubras tu vocación. Tal


vez puedas regresar a Los Ángeles y enseñarles a los surfistas lo que es el Este del
país. —De repente Jess tuvo una idea. Arrancó el mapa de las manos de Ginny—.
Quiero ver algo —dijo, acercándose a una mesa donde podría extenderlo—. Esta es
toda la isla, ¿verdad?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Sí, supongo que sí.
Jess estudió cada zona en detalle hasta que encontró Tilsbury/Vineyard Haven.
Se inclinó más y pasó un dedo por el mapa, buscando.
—¿Qué buscas?
—Nada especial —contestó. Entonces lo vio. Trazó con el dedo una línea desde
el camino donde se encontraba Mayfield House, luego volvió a mirar, grabando la
ruta en su mente. Sin duda quedaba a una distancia que se podía recorrer a pie,
aunque posiblemente el camino fuera cuesta arriba. Le devolvió el mapa a Ginny.
—Tienes una expresión extraña en los ojos —comentó Ginny—. ¿Estás
planeando hacer algo que yo ignoro?
Jess lo negó con un gesto.
—Quería saber si West Chop quedaba muy lejos de aquí. Pensé que llevaría
conmigo a Phillip a buscar algunos de esos vidrios de mar que tanto le gustan a
Karin.
Por supuesto que era, en parte, mentira. Pero Jess acababa de decidir que era
hora de que dejara de ser tan honesta, actitud con la que nunca llegaba a ninguna
parte.
—Estoy convencida de que encontrar trozos de vidrio roto será una aventura
increíblemente excitante para un joven de treinta años —comentó Ginny—. Pero no
te acerques a Morticia, ¿quieres? Esa mujer me da mala espina.
—No te preocupes —contestó Jess—. Seré cuidadosa.

Karin estaba sentada en su cuarto del ático repasando su plan, mientras se


pasaba de una mano a otra unos cuantos trozos de vidrio de mar y permitía que
algunas de las piedras cayeran al suelo con un chasquido. Una, dos, tres, cuatro.
Cinco, seis, siete, ocho.
Una vez planeó hacer un collar para Mellie, un hermoso collar que le llegaría
hasta la cintura y en el que resplandecerían todos los colores del mar. Quería
regalárselo el día que cumpliera catorce años. Pero entonces Brit no regresó y el
mundo de Karin se derrumbó; de todos modos Mellie ya era demasiado mayor para
usar collares hechos a mano, aunque, conociéndola, habría simulado que el suyo era
la cosa más bonita que había visto en su vida, solo porque estaba hecho por Karin y
porque Mellie le tenía lástima.
Nueve, diez, once, doce.
Karin se preguntó si Jess alguna vez habría pensado que una hija suya llegaría a
usar alhajas de vidrio en lugar de brillantes, trozos de antiguas botellas en lugar de
alhajas de Tiffany's.

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Suspiró, arrojó el resto de los vidrios sobre la cama, y tomó la caja de puros que
contenía todo lo que ella necesitaba: esas cartas que había leído docenas de veces
desde que las encontró en el compartimiento secreto de un viejo escritorio, ocultas tal
vez para siempre, pero no para los ojos curiosos de Karin.
Y en verdad habrían quedado ocultas si no fuera que ella buscaba un lugar para
sus vidrios de mar, un lugar donde esconder sus tesoros para que los demás no los
vieran, un lugar donde solo ella sabría que estaban si él volviera. Entonces podría
mostrarle cuántos había encontrado, y los guardarían los dos, como un símbolo del
amor que los unía.
El hecho de que Brit no hubiera vuelto no significaba que no fuera a volver.
Pero ella encontró todos esos papeles. Y ahora sabía de memoria lo que decían.
«Querido Richard.» Cerró los ojos mientras recitaba las palabras que habían
sido escritas en un papel fino y perfumado. «¡Te extraño tanto! ¿Por qué no has
venido a buscarme? ¿Por qué no has venido a llevarme lejos de aquí, para que
podamos formar una familia con nuestra hija?»
Karin cogió la caja de puros y la apoyó contra su pecho. «Hoy nuestro bebé dio
patadas en mi interior. No fue más que una patadita, pero estoy segura de que era él.
¡Oh, Richard, es tan emocionante! Y sin embargo estoy muy asustada porque tú no
estás aquí y no he tenido noticias tuyas, solo espero que estés bien.»
Sonrió y abrió los ojos. Luego levantó la tapa de la caja y espió su contenido: un
paquete de cartas atadas con una cinta.
—Tu querido Richard sobrevivió —dijo en dirección a la caja—. Muy pronto
sabremos si él cree que valió la pena.

Volvió a levantar los vidrios de mar y comenzó a arrojarlos de nuevo al suelo.


Uno-dos, tres-cuatro.
Lisa quería hablar con Ginny, una conversación entre ellas dos, una
conversación de madre a hija. Eso fue evidente cuando dijo que quería hacer el
recorrido turístico y alejarse, alejarse de los confines del hostal, alejarse de Jess y de
Phillip y de los problemas de Jess tratando de encontrar a su hija... las cosas que en
ese momento mantenían cuerda a Ginny y que le impedían ahogarse de dolor por lo
que ese podrido hijo de puta de Brad le había dicho a Lisa.
Ginny no quería hacer la gira turística, pero Lisa lo mencionó durante el
desayuno y Dick la oyó y enseguida les entregó un mapa idéntico al que Ginny había
cogido de la mesa del vestíbulo el día anterior, pero que simuló no conocer.
—Es la atracción más importante de la isla —aseguró Dick—. Sin olvidar las
chozas rojas, azules y rosadas donde los indios venden su artesanía.
Así que allí estaban, recorriendo un camino zigzagueante y angosto donde los
árboles colindantes tenían un aspecto viejo y artrítico y extendían sus ramas
retorcidas, creando un túnel verde que supuestamente se dirigía a un lugar llamado
Gay Head al que por lo visto se tardaba tanto en llegar como si viajaran a Boston.
Aparte de exclamar cosas como: «¡Qué bonito!» o «¡Qué lejos queda!» Lisa no tenía

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mucho que decir.


Por fin los árboles comenzaron a escasear, el camino empezó a enderezarse y
alcanzaron a ver el mar a su izquierda.
—Mira —dijo Lisa, señalando hacia adelante—. Un faro.
Era antiguo y de ladrillo. No era más que un faro que sobresalía en un risco.
Nada espectacular. Nada que valiera el viaje.
Pero Ginny dijo:
—¡Sí! ¡Qué estupendo! —con tal de hacer feliz a Lisa. Entonces subieron una
colina y alcanzaron a ver las chozas rojas, azules y rosadas que estaban cubiertas de
carteles pintados a mano que decían: «Camisetas», «Bisutería» y «Panes de langosta».
Aparcaron en una playa, detrás de dos gigantescos autocares turísticos con matrícula
de Pennsylvania que debían haber viajado apretados dentro del transbordador, lo
mismo que en ese momento estaba ella dentro de sus tejanos. En definitiva, Ginny se
alegraba de haber llegado por vía aérea.
Bajaron del coche y subieron por la colina rodeadas de una multitud de turistas
en camiseta y pertrechados de cámaras fotográficas. Cuando llegaron arriba, Ginny
jadeaba y se arrepentía de haber seguido el consejo de Dick Bradley.
—¡Mira! —exclamó Lisa—. Mira hacia la derecha. ¡Es increíble!
Ginny se detuvo el tiempo suficiente para recuperar el aliento y para seguir la
dirección de la mirada de Lisa, hacia los acantilados color óxido, que parecían haber
sido pintados a mano con marrones, cobres y hebras de oro. Se preguntó si los indios
lo habrían hecho como parte de su arte destinado a acaparar los dólares de los
visitantes.
—¡Mira! —volvió a exclamar Lisa como si fuera una criatura.
Ginny sacó una moneda del fondo de la cartera y se la entregó a su hija, que
salió corriendo rumbo a un poste en cuya parte superior había un instrumento con
dos ojos que más parecía un ser de otro planeta que un telescopio.
Lanzando un fuerte suspiro, Ginny cruzó el espacio que la separaba de Lisa.
—Esas son las islas Elizabeth —dijo Lisa, los ojos clavados en los del ser de otro
planeta, el dedo señalando un punto verde más allá de los acantilados y del mar.
—Muy agradable —dijo Ginny. ¿Qué otra cosa podía decir? Hasta la llegada de
Jake, sus visitas a lugares de interés solo consistían en lanzar exclamaciones en bares
muy poco iluminados. Introdujo una mano en el bolsillo, sacó un par de chocolates,
se los metió en la boca y se apartó el pelo de la cara—. En realidad, ¿por qué quisiste
subir hasta aquí, Lisa?
—Para ver los acantilados. —El zumbido del aparato se detuvo y un «clic» le
indicó a Ginny que el importe de los veinticinco centavos de Lisa acababa de llegar a
su fin. La joven retrocedió un paso—. Quiero pagarle y librarme de él —dijo, sin
apartar la mirada del mar.
—¿Qué?
—He ahorrado dinero suficiente como para pagarle a Brad la mitad de lo que
pide. Si tú puedes poner la otra mitad, nos dejará en paz. —Se cruzó de brazos.
—¡Sobre mi cadáver! —contestó Ginny—. Para empezar, has trabajado mucho

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para ganar ese dinero. No permitiré que lo despilfarres por algo que en definitiva fue
culpa mía.
—Mira, Ginny, yo tengo tanta culpa como tú. Cuando empecé a salir con Brad,
no te lo dije porque sabía que te disgustaría.
Era algo que Ginny no podía negar. Pero Lisa era su hija. Sin duda los padres
debían ser más responsables que la hija. Miró aquellos toques de verde llamados
Islas Elizabeth y deseó de todo corazón que Jake estuviera allí. Jake habría sabido qué
decir. Jake habría sabido qué hacer.
—Quiero pagarle, Ginny. Quiero terminar con este asunto de una vez por todas.
Ginny bajó la mirada hasta las rocas, hasta las olas que rompían y cubrían las
rocas de espuma.
—Con personas como Brad las cosas nunca terminan —aseguró—. Utiliza el
sexo como un juego de poder para conseguir lo que quiere.
Un par de gaviotas cruzaron el cielo.
—El sexo fue bueno —dijo Lisa en voz baja.
—Con hombres como Brad, siempre lo es.
No mencionó que un hombre como Brad, o cualquier otro hombre para el caso,
nunca sería capaz de lograr que el sexo volviera a ser bueno para ella. Tampoco
mencionó que su aparentemente interminable lujuria parecía haber quedado
enterrada con Jake.
—El sexo siempre se nos cruza en el camino, ¿no es cierto? Embrolla a la gente,
destruye amistades y familias.
Ginny volvió a mirar el horizonte.
—Sí —contestó—. Por eso lo odio.
Lisa asintió.
—Yo también. Hagamos el pacto de no volver a acostarnos jamás con nadie.
Ginny enlazó un brazo con el de su hija.
—Eres demasiado joven para decir eso. En cuanto a mí, bueno, el sexo ya no me
interesa.
—¿Por lo que sucedió con Brad?
—No —confesó ella—. Porque se ha ido Jake.
Permanecieron largo rato en el mirador. El brazo de Ginny enlazado con el de
Lisa, contemplando juntas la manera en que el sol brillaba en los acantilados cobrizos
y se reflejaba en el mar.

Jess se estaba dilatando más de lo calculado en llegar hasta allí. Había trazado
su camino a lo largo de las calles laterales de Vineyard Haven, había subido por la
calle Center y cruzado William, Franklin y otras, mientras se preguntaba
constantemente por qué estaría haciendo aquello y qué pensaba ganar.
—Solo quiero verla —se decía una y otra vez—. Solo quiero verla una vez, por
si no tengo oportunidad de verla nunca más.
Sin embargo, ignoraba cómo reconocería a Melanie. Parte de su ser creía que la

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reconocería a primera vista; que una madre instintivamente reconocía a la criatura a


quien dio a luz, por su manera de caminar, por el sonido de su voz, por su forma de
inclinar la cabeza.
Otra parte de su ser le decía que estaba loca. Si no conociera a Maura, ¿la
reconocería en el acto como hija suya?
Le dolían las pantorrillas mientras continuaba subiendo. Trató de no pensar en
Maura en aquel momento. Trató de no preguntarse si Melanie no se parecería a
Maura en lugar de parecerse a ella, y si ella, igual que Maura, consideraría que el
pasado no tenía importancia y que Jess debía seguir adelante con su vida.
Siguió caminando. Las casas enormes dieron paso a un barrio más nuevo, de
clase media, pequeñas casas estilo Cape Cod de tejas de madera gris, con cercos
blancos y angostos caminos de conchas trituradas de caracol. Los árboles eran más
abundantes, arces y robles proporcionaban sombra a las calles con sus hojas nuevas y
muy verdes. Era un lugar más silencioso que el centro de la ciudad, allí no había olor
a mar, ni existía su humedad, ni se apiñaban los turistas.
Entonces Jess oyó risas, las risas agudas de niños jugando. Levantó la mirada y
la vio; la Escuela Primaria de Tilsbury, un viejo edificio de ladrillos con altas
ventanas y escaleras de cemento. Junto al edificio había un amplio patio de juegos,
donde niños de cabello brillante y mejillas sonrosadas jugaban con aparatos de
gimnasia, se perseguían unos a otros, algunos cantaban, otros gritaban y todos
parecían divertirse.
Recreo, pensó Jess, y permaneció inmóvil en la acera mientras recordaba las
veces que había observado a Chuck, a Maura y a Travis jugando con sus amigos.
Pero ninguno de esos chicos era Chuck, Maura o Travis: eran hijos de desconocidos,
isleños. Mientras observaba los rostros felices y sonrientes, se preguntó si ese sería el
colegio al que había asistido Melanie, si fue allí donde aprendió a leer y a escribir y a
reír en el patio de juegos.
—La clase de la señorita Gorman debe formar fila para la cafetería —ordenó
una voz infantil por un megáfono—. Formen fila, formen fila —volvió a ordenar.
Los pequeños se corrieron hacia un lado del edificio donde una mujer de
cabello oscuro que vestía un largo traje campesino (la señorita Gorman, pensó Jess)
comenzó a organizados con una mirada severa y señalándolos con un dedo. Jess se
alegró de que la señorita Gorman no fuera Melanie; no le habría gustado tener una
hija que parecía un sargento.
Volvió a recorrer con la mirada el patio de juegos, estudiando a los niños y a sus
maestros que permanecían cerca. Entre la media docena de adultos, cinco mujeres y
un hombre, ninguno se parecía a Maura, ninguno se parecía a ella. Había una gorda,
una alta y tres de tamaño intermedio, pero ninguna de ellas tenía pelo rubio y
ninguna hizo que su instinto le susurrara: «Esa es ella. Esa es Melanie. Esa es tu hija».
En ese momento se abrió una de las grandes puertas de metal del edificio y otra
bandada de chicos entró al patio. Jess se llevó una mano al cuello y se esmeró por
ver, por descubrir a alguien que pudiera ser parte de ella.
Entonces la vio.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Era una niña rubia, tan pequeña que le costaba maniobrar con las muletas; la
larga escayola de su pierna derecha parecía particularmente pesada.
—Sarah —susurró en voz alta. Retorció el anillo que llevaba en el dedo y trató
de tragar el nudo que se le acababa de formar en la garganta, el nudo que le indicaba
que Sarah era, sin duda, parte de ella, el nudo que le indicaba que se trataba de su
primera nieta, nacida de su hija primogénita.
Se acercó a la verja y se asió al metal.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Qué niña tan preciosa!
Con lentitud, Jess fue avanzando a lo largo de la valla para acercarse a Sarah. Si
pudiera oír su risa, ver sus ojos, no le haría falta nada más. No le haría falta conocer a
Melanie, ni herir a Richard, ni interrumpir sus vidas. No le haría falta saber quién le
envió esa carta. No le haría falta ninguna de esas cosas. Si solo lograra acercarse
bastante para saberlo con seguridad.
—¡Mamá! —La voz de la niña fue tan repentina, su palabra tan sobrecogedora,
que Jess tardó un momento en comprender que no se dirigía a ella. Parpadeó y luego
apartó la vista de Sarah y siguió la mirada de la pequeña hasta la puerta del edificio,
donde se encontraba una joven, con los brazos cruzados y largo cabello rubio atado
en una esmerada cola de caballo.
—¡Cariño! —contestó la joven, y se apresuró a cruzar el patio de juegos para
acercarse a la pequeña de las muletas.
Jess observaba en silencio, convencida de que su corazón había dejado de latir,
convencida de que ya nunca podría moverse de aquel lugar.
Entonces la madre de la pequeña se acercó lo suficiente como para que Jess
pudiera pasar el brazo a través de la valla y tocarle un hombro, bastante cerca para
que percibiera la calidez de su aliento.
—¿Cómo estás, cielo? —preguntó la muchacha.
—Bien. Pero me duele debajo de los brazos.
La joven se inclinó y abrazó a la niña. Jess sintió que eran sus brazos los que
rodeaban a la criatura, sintió que eran sus manos las que acariciaban el cabello rubio.
—Ha llegado la maestra sustituta, de manera que después de comer nos iremos
a casa —susurró la joven mujer—. Hoy hay pizza.
—No tengo hambre.
La joven mantenía abrazada a la niña.
—Bueno, no es necesario que comas, cariño. Pero el médico dijo que esta
semana debes dormir la siesta. Tal vez después de tu siesta cocinaremos unos dulces.
¿Te gustaría?
—¿De chocolate?
—Si es lo que quieres... Y tal vez también haremos pastas y las decoraremos
para dárselas a papá.
—¿Cómo las decoraremos?
—Hummm. Déjame pensar. Bueno, en una podríamos escribir «papá».
—¿En una grande?
—¡Por supuesto! Y podremos cocinar otra grande solo para ti, y la cubriremos

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

con azúcar rosado y escribiremos «Sarah» encima.


Jess temió desmayarse. Se agarró a la valla para mantenerse en pie, para no
deslizarse al suelo.
«Dios mío —quería gritar—. Dios mío, eres tú. Mi niña, mi hija. Eres realmente
tú». Pero siguió aferrándose con fuerza, temerosa de desmayarse o de caer y
temerosa de correr a pesar de que sus pies parecían pegados al suelo y con el cuerpo
petrificado.
—¿Quieres que te lleve en brazos a la cafetería? —preguntó Melanie.
—Soy demasiado grande para que me lleves a cuestas —contestó la niña—. Ya
tengo cinco años, ¿sabes? —Se colocó las muletas bajo los brazos y cojeó hacia el
edificio, mientras la madre la guiaba apoyándole con suavidad una mano en la
espalda.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Capítulo 18

Aquella mañana Phillip corrió de una manera vigorosa para aclarar la bruma de
su cerebro y forjar un plan estratégico para ayudar a Jess. El hombre del mostrador
de recepción del hotel Tilsbury le aconsejó que se encaminara hacia West Chop
donde las colinas no eran tan pronunciadas y donde de vez en cuando alcanzaría a
ver el mar a través de los árboles.
Al pasar por un lugar llamado Owen Park, Phillip pudo ver el mar a su
derecha, en un puerto lleno de veleros cuyos mástiles parecían fósforos alineados con
precisión contra un cielo muy azul y sin nubes. Era un lugar tan tranquilo que casi
logró olvidar a Nicole. Era tan pacífico que le recordó que en el mundo existían otras
mujeres, aparte de las estudiantes de derecho egoístas e intensas. Mujeres como Lisa
Andrews, a pesar de que ella nunca se dignaría mirarlo dos veces. Volvió la cabeza
hacia el camino y apresuró el paso, mientras se preguntaba qué pensaría la madre de
Lisa y si Lisa se sentiría cómoda sentada ante la mesa del comedor de Jeanine
Archambault. Entonces pensó en Joseph; ¿sería Lisa el tipo de mujer a quien su
hermano consideraría conveniente para un abogado de Manhattan que se acababa de
mudar al centro?
El centro, pensó con un gemido. Donde los días estaban llenos de reuniones y
de comidas y de partidos de paddle, todo por el bien de su carrera. Al inhalar el aire
fresco y salado, Phillip se preguntó por qué todos los días no se parecerían a este y
por qué la vida no podía ser tan sencilla como lo era en la isla.
No porque fuera sencilla para Jess. Y tampoco por que hubiera sido sencilla
para una familia que debió cambiar su apellido y que llegó allí huyendo, una familia
con un secreto.
Mantuvo la velocidad al pasar frente a una pequeña biblioteca y continuó
corriendo por la calle principal, alejándose del centro, de las casas que se erguían
demasiado juntas una de la otra y que dejaban poco espacio para los jardines.
Mientras corría comenzó a ensayar lo que le diría al señor Bradley.
Pensó que comenzaría diciendo: «Soy abogado y he sido contratado por la
señora Randall», ya que la palabra «abogado» todavía intimidaba un poco a algunos
hombres y a casi todas las mujeres. «Investigo la conducta profesional criminal de un
tal doctor William Larribee y tengo motivos para creer que usted está implicado en el
caso.»
Se enjugó el sudor de la frente y sonrió. «Criminal» era otra palabra
intimidante.
Mientras Bradley se retorcía, Phillip continuaría diciendo: «Mi cliente tiene
conocimiento de una determinada suma de doscientos mil dólares que le fueron

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pagados a usted por su padre en 1968», y tendría cuidado de no mencionar la nota


por cincuenta mil dólares encontrada entre los efectos de la señorita Taylor, ni el
anónimo y la llamada recibidos por Jess. Después de todo, sólo se podían relacionar
con los Bradley por meras especulaciones, y era demasiado pronto para que él
revelara todas las cartas que tenía en la manga. «Creemos que existe una conexión
con la ilegalidad cometida por el doctor Larribee y usted.»
«Brillante», pensó mientras seguía corriendo. Una actuación que merecería una
ovación en el Brief Room, la taberna con olor a cerveza donde él pasaba demasiadas
horas cuando era un ansioso estudiante de leyes.
Volvió a ensayar las frases, pensando en los gestos que debía hacer y los
momentos en que debía comportarse de una manera creíble, autoritaria y..., sí,
intimidante. En un asunto como ese su hermano sería mejor que él, pero Joseph no
estaba allí. Gracias a Dios, Joseph no estaba allí para presenciar lo que hacía fuera de
la firma.
Se preguntó si alguna vez le diría a su madre que conoció a la mujer que le dio
la vida. Envidiaba la relación que tenía Lisa con Ginny. Ella todavía conservaba a sus
dos madres, que hablaban por teléfono desde las costas opuestas del país. Tal vez si
P.J. hubiera vivido, él le habría hablado de ella a Jeanine y quizá hasta se habrían
conocido. Pero P.J. murió y desapareció la razón para contar nada.
Instantes después, pasó frente a un pequeño cementerio de lápidas centenarias
con nombres borrados por el tiempo. Sintió un breve dolor interior en su corazón
ahora vacío, dolor por P.J., la mujer que le dio la vida.
El sudor le corría por las mejillas... ¿o serían lágrimas? Phillip sacudió la cabeza
y volvió a acelerar el paso.
En ese momento las casas comenzaban a ser más grandes. A la izquierda había
una zona boscosa, con un cartel que decía «West Chop Woods». Parecía un lugar
ideal para explorar, un lugar al que habría llevado a Nicole si ella estuviera allí. Se
preguntó si en ese caso habrían hecho el amor en el bosque o si ella hubiera preferido
las dunas de la playa..., después se preguntó por qué estaba pensando en Nicole. Esa
mujer estaba fuera de su vida. «Así como vienen, se van», le había dicho a Jess, pero
le resultaba odioso que fuera cierto.
Incorporó la espalda y siguió corriendo, esforzándose por volver a pensar en el
señor Bradley, en aquella escena digna de Perry Mason que iba a orquestar en cuanto
Jess le diera la orden de salida, en cuanto Jess estuviera preparada para enterarse de
la verdad a cualquier precio.
Se dirigía a una zona de altos pinares, donde a la derecha se erguían casas
enormes, casas que tenían una vista magnífica del mar. Parecían escenas de tarjetas
postales para enviar a los seres queridos, siempre que los seres queridos supieran
que uno estaba allí y siempre que uno no tuviera nada que ocultar. Al doblar en una
curva, Phillip vio un alto mástil junto a dos bancos de plaza. Antes de seguir
corriendo miró la playa y vio a una mujer, la mujer de la noche anterior. En ese
momento caminaba descalza por la arena, tenía un aspecto solitario que vestía una
larga falda. Era Karin, la hermana de Richard.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

«Creo que ella sabe por qué estamos aquí —le había dicho Jess—. Creo que fue
ella quien me llamó.»
Phillip vaciló un instante y luego pensó: ¡Qué diablos! Este es un país libre y
esta es una playa libre.
Vio una abertura en las dunas y trotó hacia la playa.
—¡Buenos días! —le dijo a la mujer llamada Karin—. ¡Qué mañana tan
maravillosa!
Ella dejó caer algo que tenía en la mano. Levantó la vista con rapidez para
mirarlo y se protegió los ojos del sol.
—¿Brit? —preguntó.
—No —contestó Phillip, acercándosele con lentitud—. Soy Phillip.
La alcanzó y ella lo miró fijamente. Un velo de distancia cubrió sus ojos.
—Usted no es Brit.
—No. Me llamo Phillip.
Ella le dio la espalda.
—Váyase.
—Bueno —dijo él, tratando de hablar con la mayor suavidad posible—.
Lamento no ser Brit. Pero sigue siendo una mañana maravillosa, ¿no es cierto?
Karin se puso rígida. De repente se volvió.
—¿Por qué no lo hacen y terminan de una vez? —siseó.
El veneno de sus ojos lo obligó a retroceder. Phillip se giró y comenzó a alejarse.
De muy poco valía ese brillante e intimidante abogado que había merecido una
ovación.
—Yo sé quién es usted —le gritó ella.
Phillip se detuvo. Pero no se volvió.
—Yo sé quienes son todos ustedes. Pero, ¿por qué tardan tanto? Ya no queda
nadie a quien proteger, ¿sabe? Absolutamente nadie.
Él quedó como petrificado un momento, luego se volvió con lentitud. Pero la
mujer ya desaparecía por la playa, la larga falda flotando detrás de ella, movida por
la brisa del mar.

Cuando volvió a Vineyard Haven, Phillip estaba extenuado y tenía la mente


cansada. Durante todo el camino de regreso había tratado de comprender el
significado de las palabras de Karin, analizó si tenían algún sentido, y también trató
de decidir si debía o no contarle lo ocurrido a Jess. También intentó imaginar quién
diablos podía ser ese Brit, pero no tenía la menor idea.
Era evidente que Jess tenía razón y que él estaba equivocado. Karin era quien
escribió la carta con el franqueo de Vineyard Haven; la que hizo la llamada
telefónica. Eso ya era evidente. Pero ignoraba por qué, más allá de que la mujer
parecía un poco loca. Mientras corría por la calle principal, alcanzó a ver a Jess
sentada en el banco de la acera, del lado de la playa. Miraba los barcos anclados en el

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

muelle.
—¡Jess! —exclamó, acercándosele. Ella le sonrió, pero parecía desconectada.
—Te he llamado al hotel —dijo—. Pero el conserje me ha informado de que
habías salido a correr.
—Sí —contestó Phillip enjugándose la frente—, es mi adicción. Y en Manhattan
no tengo mucho tiempo para hacerlo.
—Y supongo que tampoco debe de haber muchos lugares para correr.
Él estuvo por sentarse a su lado, pero estaba tan sudado que decidió no hacerlo.
—Si me espera aquí, me daré una ducha y saldremos a comer juntos.
—Tal vez —dijo Jess—. Pero no tengo mucho apetito.
Él se apoyó contra el banco.
—Anoche tampoco tenía hambre.
Ella sonrió.
—Lo sé. —Entonces él notó que tenía los ojos enrojecidos e hinchados, como si
hiciera largo rato que lloraba. Jess volvió el rostro hacia el mar—. La he visto —
explicó.
—¿A quién ha visto?
—A Melanie. Mi hija.
Phillip levantó una pierna y apoyó el pie sobre el banco.
—Jess, todavía no estamos seguros...
—Te aseguro que sé que es mi hija. Y también vi a Sarah, mi nieta. —Sus
palabras eran un murmullo que flotaba en el aire.
—¡Oh, Dios! —exclamó Phillip, sentándose—. ¿Qué ha sucedido?
Ella se lo contó. Entre lágrimas valientes le habló del colegio. De Melanie. De la
niña con la pierna enyesada. Phillip tenía ganas de rodearle los hombros con un
brazo para consolarla. Pero estaba tan sudoroso que no le pareció bien hacerlo.
—Quiero volver a casa —dijo Jess de repente—. Ahora sé lo que necesitaba
saber, y ahora quiero volver a casa.
—Pero no sabemos con seguridad...
—Yo lo sé. Lo sé en mi corazón. Es todo lo que importa. Hace más de una hora
que estoy sentada aquí, pensando. Y es lo que he decidido. Quiero volver a casa.
Él le miró los ojos, pálidos y cansados. Tenía el aspecto que debía haber tenido
cuando era una criatura, una chiquilla, pequeña y necesitada.
—¿Y qué me dice de Melanie, Jess? ¿Qué me dice de su derecho a saber la
verdad?
Jess metió los pies debajo del banco.
—Ella está con su familia —dijo—. Eso debe bastarle.
—Para mí no era suficiente —contestó Phillip—. Siempre quise conocer a mi
verdadera madre. —Entonces se puso de pie—. Voy a darme una ducha.
Jess asintió.
—Y si no te importa, yo pasaré de la comida. Quiero volver a Mayfield House y
averiguar si hay pasajes en el trasbordador. Gracias por todo lo que has hecho por
mí, Phillip. Pero cuanto antes me vaya de aquí, mejor.

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—En cuanto me haya duchado, iré a Mayfield House —dijo Phillip—. ¿Me
promete que hasta entonces no irá a ninguna parte?
Ella volvió a sonreír.
—Te lo prometo.

No podía creer que Jess quisiera irse de la isla. Después de treinta años de
dudas, acababa de encontrar a su hija. Phillip no podía creer que no quisiera
conocerla, conversar con ella, averiguar si era feliz y enterarse de todo lo sucedido.
Tampoco les hacía falta un Sherlock Holmes para solucionar el misterio de la
isla.
Se puso unos tejanos que había comprado aquella mañana y una camiseta
verde. Si llegaba a encontrarse de nuevo con Ginny, ella ya no podría hacer
comentarios acerca de si nunca se quitaba el traje.
Se paró frente al espejo y se estaba peinando cuando sonó el teléfono. Jess,
pensó, y se acercó a cogerlo.
—¿Phillip? —preguntó la voz, una voz más profunda que la de Jess y sin
embargo igualmente femenina.
—Soy Lisa, Phillip.
¿Lisa? Se pasó la mano por el cabello recién peinado.
—¡Hola! —dijo, atontado.
—Acabo de dejar a Ginny con Jess —dijo ella—. Pero no me gusta comer sola.
¿Ya has almorzado?
¿Almorzar? ¿Con Lisa Andrews?
—No. Todavía no.
—Estoy abajo. Podría reservar una mesa en la terraza del café de la manzana.
—¡Me parece muy bien! —contestó él—. Enseguida bajo. —Colgó el auricular y
sintió que volvía a cubrirse de sudor.
Se acercó al espejo y observó su peinado.
—Eres un imbécil —dijo en voz alta—. Lo único que ella quiere es tener alguien
con quien comer. Nada más. —Pero mientras metía el billetero en el bolsillo de los
tejanos, salió de la habitación, feliz de que por lo menos Lisa Andrews hubiera
recordado su nombre.

—No ha conseguido pasaje en el trasbordador hasta mañana por la noche —


explicó Lisa mientras Phillip se instalaba en la silla plegable de hierro frente a una
mesa de la acera. El jugueteó con la pajita de su taza de té helado.
—Me alegro —dijo—. Me gustaría que Jess lo pensara un poco más antes de
tomar una decisión.
Llegó el camarero con una ensalada para Lisa y un sándwich de rosbif para
Phillip. Después de que el hombre se alejara, Phillip miró a Lisa, tratando de estudiar
con discreción su piel perfecta y deseando que ella lo volviera a mirar con esos

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

maravillosos ojos color topacio.


—¿Antes de conocer a Ginny, pensaste en ella alguna vez? —preguntó—. ¿Te
intrigaba saber cómo sería? ¿Quién era?
—¡Por supuesto! —contestó Lisa, y sus miradas se encontraron.
Phillip mordió un enorme bocado del sándwich y se obligó a no ponerse rojo.
—Mis padres son gente muy agradable —continuó diciendo Lisa—. Buena
gente. Pero yo siempre me pregunté de dónde venía. ¿Sabes? Solía simular que era
una princesa y que algún día la reina volvería a buscarme y me llevaría a un castillo
rodeado de campos verdes, árboles enormes y caballeros nobles. Un lugar que no se
parecía en nada a Nueva Jersey.
Phillip rió tanto que estuvo a punto de ahogarse.
—No me sorprende que seas actriz —dijo cuando recobró la compostura.
Lisa sonrió.
—Sí, bueno, lo he heredado de Ginny. ¿Y qué me dices de ti? ¿Siempre te
preguntaste cómo sería tu madre?
—A veces. Recuerdo que observaba a mi hermano y comprendía que él y yo
éramos muy distintos. Él era tan... estricto. En cambio a mí me gustaba estar con la
gente. Me gustaba pintar. ¿Sabías que mi madre era una artista?
Lisa hizo un gesto de negación.
—Sé que murió. Lo siento mucho.
—Sí, yo también. Pero por lo menos llegué a conocerla.
Comieron en silencio durante algunos instantes.
—Es extraño, ¿verdad? Es posible que en la maternidad hayamos estado en
cunas vecinas —dijo Phillip.
—Siempre me resultaste familiar —contestó Lisa sonriente.
Phillip le devolvió la sonrisa y comió otro bocado. Esa vez no apartó la mirada.
—Tienes unos ojos verdes increíbles —dijo Lisa.
—Son los de mi madre —contestó él.
—Me siento mal por Melanie —continuó diciendo Lisa—. Es decir, si realmente
es hija de Jess, apuesto a que le gustaría conocerla.
—Yo quería interrogar al señor Bradley, pero Jess no quiere que lo haga.
—¿Y qué me dices de Melanie?
—¿Qué pasa con Melanie?
—Tal vez debiéramos dirigirnos a ella. Quizá, si fuéramos los dos juntos, nos
recibiría bien.
—¿Y si no sabe que es hija adoptiva?
—Tal vez sea hora de que alguien se lo diga.
Phillip masticó con lentitud y consideró la idea de Lisa. Probablemente Jess se
horrorizaría. Y no estaba seguro, pero temía que actuar de esa manera significara
quebrar el secreto entre abogado y cliente. Pero Lisa parecía decidida. Y él debía
admitir que le encantaba la idea de pasar más tiempo con ella. Quizá pudiera pensar
en las palabras que debían decirle a Melanie..., palabras que no significaran
quebrantar la confianza de Jess. Tal vez él pudiera hacerlo de una manera que no

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fuera demasiado directa y averiguar, por lo menos, si sabía que el hombre que se
hacía pasar por su hermano era su padre y que el hombre a quien llamaba «papá» era
en realidad su abuelo. Siempre que todo eso fuera verdad. Tal vez él pudiera hacerlo,
si era el abogado que pretendía ser.
—Podríamos ir al colegio —le dijo a Lisa—. Jess la ha visto allí.
—¡Por supuesto! —exclamó Lisa—. Te propongo que vayamos mañana, antes
de que Jess consiga pasaje en el trasbordador y se vaya.
Ella volvió a su ensalada y él a su sándwich, mientras pensaba cuáles serían las
palabras indicadas para decirle a Melanie y cómo demostrarle a Lisa Andrews que,
después de todo, era un abogado brillante. Y se la imaginó ovacionándolo de pie.

Ginny estaba sentada con Dick Bradley en la galería de Mayfield House


tratando de olvidar la presencia de Morticia, que a cada rato pasaba frente a ellos,
como si fuera una especie de inspector del césped. Jess le había dicho que se quería
acostar, Lisa estaba en el pueblo y ella no tenía nada mejor que hacer. Decidió que no
perdía nada con pasar algunos minutos con el viejo. Tal vez fuera capaz de poner en
juego alguna de sus tretas para atraer a los hombres y sonsacarle alguna información
sobre esa hija llamada Melanie. Quizá a Jess ya no le importara, pero le importaba a
ella. Siempre había odiado los guiones cuya trama no tenía un final definido.
—De modo que, después de todo, usted no se irá hoy —dijo Dick, golpeándose
las rodillas con un ejemplar de la Vineyard Gazette.
—En el trasbordador había lugar para personas pero no para automóviles —
contestó ella.
—Hmph. ¡Maldición! El año pasado modificaron el sistema de reservas y todos
los turistas están furiosos.
—A mí el trasbordador no me interesa. Yo me iré en avión.
—¿Ya ha conseguido pasaje?
—No.
—Bueno, no crea que le resultará más fácil.
—¡Por amor de Dios! ¿No pueden decidir si quieren o no que haya turistas en la
isla?
Dick rió y levantó un plato que estaba en el suelo, a su lado. Estaba lleno de
pastas de aspecto suculento.
—¿No quiere probarlas? —preguntó—. Millie Johnson las hizo esta mañana.
—¿Millie Johnson? ¿No es la misma que preparó el guiso de almejas para el
picnic?
—Sí, la misma.
—¡No me lo diga! —exclamó Ginny—. Debe de ser una viuda que quiere
conquistarlo.
Dick lanzó una carcajada.
—¡Me parece difícil! Es una mujer casada, y, desde que despidieron a su
marido, ella prepara sopa casera para un par de restaurantes y vende sus pastas por

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toda la ciudad.
Ginny rió de su idea tan equivocada.
—Además —agregó Dick—, ¿a quién le puede interesar un viejo como yo?
—Usted no es tan viejo.
—¡Soy abuelo! El año que viene cumpliré setenta.
—De manera que tiene sesenta y nueve. Mi difunto marido no era mucho más
joven que usted.
—¿Y qué le sucedió?
Ginny tomó una pasta y se esforzó por no sonreír.
—Cayó muerto de repente —contestó. Hubo un momento de silencio, luego
ambos rieron.
—¿No ve? —repitió Dick—. ¿A quién le va a interesar un viejo como yo?
Ginny decidió no decirle que Jake, el viejo, había sido lo mejor de su vida, y que
era un hombre con quien, si no hubiera muerto de repente, todavía le quedaría
mucho por delante. Decidió no decírselo, porque supuso que Dick no comprendería.
En cambio, pensó en su misión. Escondió sus pies hinchados y trató de adoptar la
expresión de una mujer fascinada por el hombre que tenía delante. ¡Es tanto más fácil
flirtear cuando una es joven!, se dijo. Y delgada.
—Usted no es tan viejo. Además, ¿no dice que tiene una hija de apenas
veintinueve años?
En el parque, Morticia dejó de pasear. Se acercó a la escalera y subió a la galería.
Dick asintió.
—Un hijo tardío en la vida de mi esposa, que Dios la tenga en su santa gloria.
—No tan tarde hoy en día —dijo Ginny, sin hacer caso de Morticia—. Muchas
mujeres tienen hijos entre los cuarenta y los cincuenta.
Dick se movió en la silla, evidentemente incómodo con la conversación. Miró a
su hija y luego volvió a mirar a Ginny.
—Mi mujer murió antes de cumplir cuarenta y cinco años —explicó.
«¡Ah! —pensó Ginny—. Entonces sus hijos eran pequeños.» Dirigió una rápida
mirada a la mujer que posiblemente hubiera criado a la hija de Jess..., tal vez como si
fuera propia. ¿Sería esa la raíz del problema? ¿Morticia estaría furiosa porque tuvo
que criar a una pequeña y después se había enterado de que era en realidad hija de
Jess y de Richard?
—Gracias a Dios por mis hijos —continuó diciendo Dick—. Después de la
muerte de mi mujer, ellos me ayudaron a seguir viviendo.
—Y el hostal —dijo Ginny—. Estoy segura de que debe de haberle resultado
una tarea muy pesada.
—En esa época no éramos los dueños, yo sólo trabajaba para la anciana señora
Adains. Y ella me lo dejó en herencia cuando murió.
De modo que era cierto. Los doscientos mil no compraron Mayfield House.
Pero ayudaron a arrancar a Melanie de las fauces de la avarienta señorita Taylor, con
la ayuda del doctor Larribee. Y probablemente también con la ayuda de ese tarado de
Bud Wilson.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—Todos trabajábamos para esa vieja —intervino Morticia—. Nos dejó el hostal
a todos.
—Es verdad —confirmó Dick—. Bueno, pero ahora Karin es la única a quien
todavía le interesa. Tanto Melanie como Richard tienen sus carreras... —Pasó la
mirada del porche al parque. Volvió a golpearse las rodillas con el diario—. Él vuelve
mañana —dijo de repente—. Debo acordarme de conseguir que me ayude con los
canalones de desagüe.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Ginny.
—He dicho que mañana vuelve mi hijo Richard. Ha estado en Boston...
—¡Mierda! —exclamó Ginny, poniéndose rápidamente de pie—. Eso me
recuerda que debo averiguar si consigo pasaje para Los Ángeles. —Ya habría tiempo
más que suficiente para flirtear con el viejo, si después de todo resultaba necesario.
Se alejó de la galería y subió a la carrera las escaleras, rumbo a la habitación
número siete, en busca de Jess.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Capítulo 19

—¿Dónde mierda está la diferencia? —le preguntó Ginny a Jess—. De todos


modos nos tenemos que quedar hasta mañana. Aún en el caso de que Melanie no lo
sepa, aún si decides que no quieres que lo sepa, por lo menos averiguarás la verdad
de una vez por todas.
Jess que estaba tendida de espaldas en la cama, rodó hacia un lado y se dirigió a
Ginny. Se preguntó por qué todo sería siempre tan claro y definido para su amiga,
como si se le hubieran ahorrado los matices en la vida.
—Creí que me comprenderías —dijo en voz baja—. Duele demasiado, Ginny.
Voy a agradecer todo lo que tengo y no me volveré a meter en vidas ajenas.
—No era lo que sentías hace cinco años, cuando organizaste la reunión.
Ella cerró los ojos.
—Tal vez eso por fin me haya enseñado algo. El hijo de Susan no quiso
conocerla; Phillip llegó a conocer a P.J. solo para perderla porque murió; y de las
cuatro, tu historia..., bueno, fue la única que tuvo un final feliz. Tal vez yo haya
decidido que un veinticinco por ciento de felicidad no vale un setenta y cinco por
ciento de dolor.
—¡Eres una tonta! —dijo Ginny.
—Sí, quizá lo sea.
Durante algunos instantes, Ginny no dijo nada. Jess abrió los ojos para
comprobar si seguía en el cuarto. Estaba junto a la ventana, mirando el parque.
—Así que porque eres tan endiabladamente sensible —dijo Ginny—, permitirás
que Morticia gane.
—No sigas llamándola Morticia, Ginny. Se llama Karin.
—Karin, ¿es esto lo que te atemoriza hasta el punto de haber decidido que te
irás?
—Karin no tiene nada que ver con el problema. No me atemoriza. Es evidente
que ella escribió el anónimo e hizo la llamada, pero desde que estamos aquí no ha
hecho ni dicho nada.
—Bueno, creo que está loca.
—Y yo creo que es una mujer solitaria y llena de problemas.
—Y vive para coleccionar esos patéticos vidrios de mar —continuó diciendo
Ginny—. ¿No te molesta pensar que ella fue quien terminó criando a Melanie cuando
la mujer de Dick estiró la pata? ¿No te molesta que ella haya tenido tanta influencia
sobre la vida de tu hija?
—Melanie parece estar muy bien, Ginny. Tiene una hija preciosa y un trabajo
respetable. Si Karin la crió, tal vez no haya hecho un mal trabajo.

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— Es una loca. ¿Por qué no se habrá casado?


—Quizá porque estaba demasiado ocupada cuidando de mi hija.
—Bueno, entonces ¿por qué esta vuelta de tuerca? ¿Por qué quiere
desenmascarar ahora a su familia?
Jess volvió a acostarse de espaldas y clavó la mirada en el dosel.
—¡Dios mío, Ginny, no lo sé! Lo único que puedo decirte es que lamento haber
vuelto a abrir todo esto.
Ginny se acercó a la cama y se sentó en el borde.
—Te estás olvidando de una cosa, Jess.
Ella volvió a cerrar los ojos.
—¿De qué?
—Tú no empezaste todo esto.
—Pude haber olvidado la carta y la llamada.
—¿Y qué me dices de Richard? ¿También puedes olvidarte de él?
Richard. El dolor se deslizó por sus ojos. Le volvió a la mente la imagen de
Sarah y Melanie en el patio de recreo. Y enseguida siguió la imagen de Richard
joven..., un muchacho de diecisiete años.
—Quizá tengas miedo de verlo —continuó diciendo Ginny—. Tal vez tengas
miedo de escupirle a los ojos, aunque lo merezca. Dices que has aprendido mucho
acerca del dolor, Jess. Bueno, yo creo que ni siquiera has empezado a aprender lo que
es. No se puede aprender lo que es el dolor hasta que se siente. Hasta que una, lo
siente en los huesos.
—Creo que he sentido bastante dolor en mi vida.
—Eso era también lo que yo creía. Hasta que Jake murió. —Hizo una pausa y la
voz se le quebró apenas—. Utiliza a Maura como una excusa si quieres, pero por lo
menos trata de ser honesta contigo misma.
Jess suspiró y miró a su amiga. Tal vez Ginny tuviera razón. Tal vez lo que le
sucedía era que temía sufrir más.
—Si no te enfrentas ahora a este asunto, las dudas te angustiarán durante el
resto de tu vida —dijo Ginny, y enseguida se levantó de la cama—. Y también creo
que lo lamentarás siempre. Pero de ti depende. Yo caminaré hasta el centro, a
comprar algunos recuerdos y trataré de pensar en la manera de convencer a mi hija
de que no debe darle ni un maldito centavo a esa bolsa de mierda que es mi hijastro.
—Se dirigió a la puerta, de repente se detuvo y se giró—. Piensa en lo que acabo de
decirte, Jess. En la vida no hay garantías contra el dolor. Pero mientras estemos aquí,
lo mejor que podemos hacer es atrapar toda la felicidad que podamos.

De lo que tenía necesidad era de hablar con Maura. Desde su llegada a


Vineyard, no había llamado para saber cómo estaban los chicos. Sería perfectamente
lógico que lo hiciera, saludara a su hija y se asegurara de que estaban bien. A Maura
no le parecería extraño. Maura no pensaría que su madre trataba de asegurarse de
que su vida estaba muy bien sin necesidad de su otra hija, y que cualquier otra cosa

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sólo le traería más complicaciones, complicaciones que a ella y a su familia no les


hacían falta. Oír la voz de Maura significaría esto.
Sin embargo, primero llamó a la tienda; Carlo le aseguró que todo andaba bien,
le pidió que se divirtiera y que no se diera prisa en volver.
Entonces Jess cortó y volvió a marcar.
Atendió Travis.
—¡Hola, cariño! —saludó Jess, y una agitación en su estómago le recordó que de
esa manera se había dirigido Melanie a su hija. «Hola cariño», fue lo que le dijo a la
dulce chiquilla de la pierna enyesada—. Habla mamá.
—¡Hola mamá! ¿Cómo va todo? ¿Te diviertes?
—Sí, cielo. Martha’s Vineyard es un paraíso. ¿Y a vosotros cómo os va? ¿Cómo
está Maura?
—Maura está bien. He estado trabajando como un loco. No creo que mi
próxima carrera sea la de paisajista. Es demasiado dura.
Jess rió.
—Nunca le has temido al trabajo duro. —De todos sus hijos, Travis era el único
que no daba por sentado que el confort económico de la familia le correspondía sin
más.
—Hasta ahora nunca había tenido que rastrillar trozos de corteza de árbol. ¿Y
tú cuándo vuelves?
Ella tiró del cable del teléfono.
—Todavía no estoy segura.
—Bueno, no te preocupes por nosotros. Maura casi nunca está en casa y yo
estoy aprendiendo a cocinar.
Por la mente de Jess pasó la imagen de una cocina destrozada por un
adolescente.
—¿A cocinar? —preguntó, haciendo un esfuerzo por no parecer demasiado
alarmada—. ¿Qué estás cocinando?
—Pollo.
—Asegúrate de lavarlo bien.
Él lanzó una queja.
—No dejes que mis pecas te engañen. No soy exactamente un imbécil.
Ella rió y luego preguntó:
—¿Y Maura? ¿Está allí?
—No sé. Me fijaré.
Antes de que ella tuviera tiempo de decirle que no tenía importancia, Travis
tapó el auricular y gritó:
—¡Mamá llama por teléfono! —Jess respiró hondo y aguardó, con la esperanza
de que su voz no traicionara lo que realmente sucedía en su corazón, con la
esperanza de que no se trasluciera que en realidad necesitaba hablar con Maura para
recordar lo que era importante en la vida—. ¡Maura! —volvió a gritar Travis. Pasaron
algunos instantes. No debía de estar en la casa. Jess sé sintió recorrida por una
sensación de ansiedad, necesitaba demasiado a su hija. Luego oyó un «clic» en la

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línea.
—¿Mamá? —Era Maura. Jess se irguió.
—Sí, cielo. Solo he llamado para saludaros.
—¿Dónde estás?
La mirada de Jess recorrió la habitación, como si hubiera olvidado dónde
estaba.
—Todavía estoy aquí —dijo con rapidez—. En Martha’s Vineyard.
—¿Y tu amiga sigue allí?
—¿Ginny? Sí. Lo estamos pasando muy bien.
—¡Ah! —Hubo un momento de silencio—. Mamá, ¿qué estás haciendo allí?
—Ya te lo dije. Hace poco que Ginny perdió a su marido. Estoy tratando de
ayudarla...
—¿Y encontraste a tu hija? —Hizo la pregunta en un tono tan afilado como la
hoja de una navaja.
La realidad volvía a chocar con la fantasía. Maura y Travis ayudaban a Jess a
volver a la realidad, pero no eran, no podían ser toda su vida. Algunas veces, como
en ese momento, Jess tenía sentimientos propios. Sentimientos que tenía necesidad
de desahogar o que la acosarían para siempre.
—Ya me imagino lo que estás haciendo, mamá —continuó diciendo Maura—.
Ayer llamó una señora llamada Loretta Taylor. Quería que supieras que hizo
averiguaciones y está segura de que Mabel Adams ha muerto.
—Sí —contestó Jess con lentitud—. Ya lo sabía.
—Mencionó Vineyard. Le dije que tú estabas allí. Ella dijo que debías de haber
encontrado a tu hija. Después cortó.
Jess no contestó. No podía contestar.
—Creí que ibas a poner fin a todo ese asunto, mamá.
—Querida...
—No es justo, ¿sabes? Ni para mí, ni para Travis.
Jess notó que Maura no había mencionado a Chuck, como si su hermano mayor
ya no formara parte de la familia, sólo porque vivía en Manhattan y estaba muy cerca
de su padre. Por lo visto, después de todo, la semana que ella y Eddie pasaron en las
islas no había hecho mucho por afianzar la relación entre padre e hija.
—No te estoy pidiendo que comprendas, cariño —dijo Jess—. Así como tú no
me pediste que comprendiera cuando fuiste a pasar las vacaciones de primavera con
tu padre. —Se sintió culpable por el silencio que una vez más reinó en la línea—. Yo
tenía necesidad de hacer esto por mí misma, Maura. Por favor, te pido que lo aceptes.
Y por favor comprende que no tiene nada que ver contigo.
Después de otro instante de silencio, Maura contestó:
—Sólo me habría gustado que hubieras sido sincera con nosotros desde el
principio. Me refiero al motivo real de tu viaje.
—¿Y cómo habrías reaccionado?
—Te habría dicho que me molestaba lo que estabas por hacer.
—Y yo habría tratado de explicarte que todos tenemos derecho a cierta

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privacidad y a cierto respeto por nuestros sentimientos —contestó Jess—. Tal vez sea
algo que todavía no has aprendido en tus clases de psicología.
—Está bien, mamá —contestó Maura en tono brusco—. He recibido el mensaje.
Jess se aclaró la garganta.
—Bueno, te veré cuando vuelva a casa. Entonces hablaremos, ¿de acuerdo?
Otro breve instante de silencio. Por fin Maura contestó:
—¡Por supuesto, mamá! Nos veremos.
Cortó la comunicación y dejó a Jess sentada en el borde de la cama, con el
auricular en la mano y preguntándose si alguna vez las cosas volverían a ser como
antes entre ella y Maura. Pero, a pesar de todo, resolvió que Ginny tenía razón. La
vida no ofrecía garantías contra el dolor. Y si ella no se sacaba ese asunto de encima
de una vez por todas, lo lamentaría hasta el fin de sus días. Dejaría de actuar como
una criatura e iría al encuentro de Richard y no le importaba si Maura superaba o no
su enfado.

Ginny compró un jersey tejido a mano para Consuelo, un dije de oro para Lisa
(el mapa de Martha’s Vineyard con un pequeño diamante) y un vestido de falda
corta para ella. El vestido era un trapecio, el término políticamente correcto de la
década de los noventa para “saco”. En realidad le quedaba muy bien y disimulaba
sus michelines adquiridos recientemente, hasta el punto de que no se notaba que los
tuviera. No porque le importara mucho su aspecto; por una vez en la vida no andaba
en busca de sexo, pero debía confesar que su breve flirteo con Dick Bradley había
desencadenado algo, nada del otro mundo, tal vez, pero algo que, bueno, era
agradable. Dick tenía una sonrisa generosa y una risa cálida y ¡qué diablos! si Jess
decidía quedarse otro par de días, ella podría aprovechar la oportunidad de saber si
era posible que su libido volviera a la vida. Y tal vez pudiera conseguir que Dick le
dijera la verdad acerca de Melanie, acerca de lo que en realidad sucedió treinta años
antes. Después de todo —pensó mientras salía de la tienda— los hombres dicen cosas
en el dormitorio que jamás dirían en la sala de estar, y menos en un salón cargado del
tictac de los relojes, cosa que recordaba a la especie masculina que el tiempo seguía
su curso y que el corazón les podía fallar antes de que sonaran las campanadas de la
hora siguiente.
Mientras se encaminaba a la librería que se llamaba Bunch of Grapes según
anunciaba el letrero, cosa bastante absurda en una isla llamada Vineyard y en una
ciudad donde el alcohol estaba prohibido, le pareció oír que alguien la llamaba desde
la acera opuesta. Miró y allí estaba Phillip, saludándola con el brazo, como si
estuviera llamando un taxi.
—¡Ginny! —gritó a través de la calle de dirección única, atestada de
automóviles—. Aquí está Lisa. Venga.
Ella no se molestó en ir hasta la esquina para cruzar. Un tipo que viajaba en una
camioneta le tocó el claxon, pero Ginny se contuvo y no le hizo con los dedos el gesto
que le apetecía hacer. Tal vez lo habría hecho si Lisa no estuviera allí. En los últimos

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días, Lisa se había enterado de demasiados defectos de su madre y con eso le bastaba
para el resto de su vida.
—¿Qué novedades tiene? —preguntó Phillip retirando una silla plegable de la
mesa para que Ginny tomara asiento—. ¿Todo el mundo se queda aquí hasta
mañana?
Ginny dejó caer sus bolsas y se desmoronó en la silla que se bamboleó sobre la
acera irregular.
—No nos queda otra alternativa, pero ignoro lo que decidirá hacer Jess. El viejo
Bradley me dijo que Richard llega mañana. No sé si ella está dispuesta a verlo o no.
—¿No va a verlo? —preguntó Lisa—. ¿Por qué no verlo después de todo esto?
Ginny se encogió de hombros en el momento en que se les acercaba la
camarera.
—Yo comeré una hamburguesa con patatas fritas —dijo. Luego miró las bolsas,
una de las cuales contenía su vestido nuevo—. No, cambio de pedido. Comeré una
ensalada. Con aceite y vinagre. —Le resultaría imposible bajar en una tarde los diez
kilos que había engordado desde la muerte de Jake, pero sin duda tendría muchas
más ganas de flirtear si su cuerpo no se parecía a un globo lleno de agua.
La camarera se alejó. Ginny metió la mano en el bolso, sacó una cajita y la
colocó junto al plato de Lisa.
—Para ti —dijo—. Feliz Memorial Day.
Los ojos de Lisa se iluminaron. «Posiblemente tenía exactamente ese aspecto
cuando era niña —pensó Ginny— cuando recibía su regalo de Navidad o el del día
de su cumpleaños.» Era probable que la familia de Lisa les hiciera grandes regalos a
sus hijas, no como la madre de Ginny, que nunca pudo comprar mucho, aparte de
cigarrillos y alcohol.
Lisa levantó la tapa de la caja con lentitud y espió lo que había en su interior.
Sacó el dije de oro.
—¡Ginny! —exclamó, inclinándose para besar la mejilla de su madre—. ¡Es una
belleza! Muchas gracias.
Ginny se encogió de hombros.
—Solo quería que supieras que..., bueno, me alegra que hayas venido. —No
agregó que lo que realmente la alegraba era que Brad no estuviera allí, que hubiera
vuelto a Los Ángeles.
—Por nada del mundo me lo hubiera perdido —dijo Lisa con una mirada que le
indicó a Ginny que su hija sabía exactamente lo que ella estaba pensando, y que
estaba bien—. Pero me habría gustado que hubiéramos podido hacer algo por
ayudar a Jess. ¡Es una mujer tan agradable!
—Bueno, la ópera no termina hasta que la gorda muere —dijo Ginny, riendo—.
O hasta que yo haga lo que haya decidido hacer.
—Ginny —dijo Phillip—, Lisa y yo hemos estado pensando que tal vez también
haya algo que ella y yo podamos hacer.
Ginny arqueó una ceja.
—Pensamos que podríamos ir a hablar con Melanie. Tal vez si los dos le

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habláramos..., como somos de la misma edad..., y los dos hemos sido adoptados...
Ginny meneó la cabeza sin vacilar.
—Creo que Jess se moriría de espanto si hicierais eso.
—¿Por qué? —preguntó Lisa—. Ella se presentó en nuestras vidas y nos sacudió
hasta el fondo del alma. ¿Qué diferencia hay?
—La diferencia está en que... —empezó a decir Ginny, pero la distrajo la
sensación de que alguien la estaba observando.
Ginny volvió la cabeza. Y allí, en la acera opuesta de la calle principal, estaba
Morticia. Observándolos.
—¡Mierda! —exclamó Ginny, poniéndose de pie de un salto—. ¡Estoy harta de
tantas imbecilidades! —Comenzó a avanzar, pero Phillip también se puso de pie y la
retuvo.
—No, Ginny, por favor —dijo—. Déjela en paz.
—Esa mujer es una loca perdida.
—Ya lo sé. Pero debe de tener algún problema. Déjela en paz.
—¿Tú has hablado con ella?
—Solo por accidente. Creyó que yo era alguien llamado Brit. Traté de conversar
con ella, pero huyó.
Ginny miró fijamente a la mujer quien a su vez también la miraba, y de repente
se dio cuenta de que a pesar de lo que podía o no haber sucedido treinta años antes,
Dick Bradley tenía su cuota de aflicciones, su parte de dolor. Y también las tenía Jess.
Y también las tenía ella. Ya estaba harta de todo ese andar bailoteando, de todo ese
andar espiando y simulando no ser quienes eran. Era hora de seguir con el
espectáculo, le gustara o no a Jess. No era necesario que Jess abordara a Richard si no
quería hacerlo, pero ella estaba decidida a averiguar lo sucedido. Y a Jess se le diría la
verdad. Luego ella volvería a Los Ángeles y aclararía la situación con Brad, de una
vez por todas. Enderezó la espalda.
—Si vosotros queréis hablar con Melanie, yo no trataré de convenceros de que
no lo hagáis. —Miró la bolsa que contenía su vestido nuevo—. En cuanto a mí, tengo
mi propio plan.

Ya era hora. Karin se alejó del trío del café y comenzó a caminar por la calle
principal hacia el único lugar donde encontraba paz.
«Mañana —se dijo, una y otra vez—. Si al día siguiente ellos no hacían algo, ella
entraría en acción.»
Mañana.
Mañana.
Mantuvo la mirada fija en el suelo y siguió caminando hacia West Chop. Tal
vez Brit volviera aquel día. Si no se hubiera ido, ahora nada de eso importaría.
Porque en ese caso ella ya estaría casada y tendría hijos propios, y no le importaría si
su padre o Richard o cualquiera de ellos la quería o no la quería. No tendría
importancia de quién era hija Mellie. No habría importado, porque ella tendría a Brit.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Pero tal vez él volviera ese día. Quizá lo encontraría recogiendo vidrios de mar
en la playa, como juntos los recogían años atrás. Tal vez él hallara una piedra
especial, una piedra ideal para ella. Como lo hizo tanto tiempo atrás. Entonces ella
las ensartaría en un collar, pero no, no para Mellie sino para ella. Haría un largo
collar, una pulsera haciendo juego y una diadema de vidrios de mar para usar en el
pelo. Se la pondría el día de su casamiento..., el casamiento entre la Yank y el Brit que
había tardado tanto en consumarse.
Y sería tan hermosa como la chica de la fotografía del recorte del New York
Times que encontró debajo del paquete de cartas dirigidas a un joven llamado
Richard. Ella sería tan hermosa como la de esa fotografía tomada tantos años antes, la
fotografía de una chica de la sociedad llamada Jessica Bates Randall..., la chica de la
que dijeron que no quería conservar a su bebé, cuyo padre le pagó al suyo para que
lo criara..., la chica que no quería a su hija, que no quería saber nada de Mellie.
Y ella les creyó. Hasta que encontró las cartas. Hasta que pudo separar las
mentiras de la verdad.
Levantó la mirada hacia el cielo claro de la isla y sintió ese dolor familiar en el
corazón que le indicaba que ese día Brit no volvería. Y en realidad, tampoco al día
siguiente.

Ginny, Lisa y Phillip acosaron a Jess y la obligaron a salir a comer con ellos.
—A algún lugar decente —insistió Ginny—, donde podamos meter un poco de
alimento en ese cuerpo marchito que tienes.
La verdad era que Ginny quería estrenar su vestido nuevo. La verdad era que
quería estar bonita cuando regresaran aquella noche al hostal. Quería que se la viera
bonita porque estaba decidida a llevar adelante su plan, aunque lloviera, tronara o
tratara de impedírselo algún otro acto de Dios, si Dios era tan vengativo como para
tratar de estropear su diversión.
Phillip había encontrado un lugar en Chilmark que se llamaba Red Gat, un
lugar en cuyas paredes se alineaban los retratos de los grandes del jazz y donde la
comida era espléndida.
Pero Ginny se portó bien. Se abstuvo de limpiar el plato de langosta «fra
diábolo» con ajo y puré de patatas; hasta renunció a la tarta de chocolate más
apetitosa que había visto en su vida. Dick Bradley estaría cerca de los setenta, pero
no era ciego. Y si ella pensaba conseguir algo, tendría que estar lo más atractiva que
le fuera posible. De manera que optó por un café descafeinado, mientras los demás se
regodeaban con el pastel, cosa que aumentó su seguridad. Aunque cuando estuvo
frente a la puerta cerrada del dormitorio de Dick Bradley, su confianza comenzó a
fallar.
«¡Mierda! —pensó—. Estoy tan nerviosa como una virgen en su noche de
bodas..., si es que en la actualidad eso existe».
Se metió una pastilla de menta en la boca, levantó una mano y golpeó.
No obtuvo respuesta. Miró alrededor para asegurarse de que Morticia no

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anduviera espiando por allí. Luego respiró hondo y volvió a reunir todo su coraje.
Golpeó con más fuerza. Durante un instante lo único que logró oír fueron los latidos
de su propio corazón.
Después oyó pasos dentro del dormitorio.
—¡Adelante señora! —se dijo.
Dick Bradley abrió la puerta. Estaba cubierto por una bata de franela que
parecía haberse puesto apresuradamente y que llevaba atada alrededor de la
cintura..., una cintura no demasiado regordeta para un hombre de su edad.
Ginny sonrió.
—¿Le he despertado?
Él se pasó la mano por el pelo canoso y despeinado.
—En realidad, no.
Enseguida ella colocó un pie dentro del cuarto antes de que él estuviera
bastante despierto como para darse cuenta de su presencia, antes de que recuperara
el sentido común necesario para comprender lo que ella estaba haciendo. O antes de
que lo recuperara ella misma.
—Necesito hacerle una pregunta. —En ese momento entró directamente al
cuarto y colocó una mano sobre la puerta—. Supongo que no le importa, ¿verdad?
Él frunció un poco el ceño.
—Bueno…, supongo que no. ¿De qué se trata?
—Me preguntaba —dijo Ginny en voz tan baja como pudo—, cuánto tiempo
hace que no ha estado con una mujer. —Y cerró la puerta a sus espaldas.
Él se rascó la barbilla y sonrió.
—¿Perdón? —dijo.
Ella levantó los brazos y le colocó las manos sobre los hombros, luego las pasó
por su pecho después de haberlas metido dentro de la bata, y palpó el vello suave.
—Te pregunté cuánto hace que no has estado con una mujer. —El pecho de
Dick era cálido bajo sus dedos. La suavidad de su piel le resultó sorprendente, lo
mismo que la excitación que ella sentía en su interior.
—Ginny... —comenzó a protestar él.
Ella lo hizo callar, luego se puso de puntillas y le susurró al oído:
—Te he deseado desde el instante en que te vi —mintió, aunque un poco
incómoda al descubrir que tal vez no fuera tan falso como ella quería creer.
Él le cogió la cintura con las manos.
—No creo que sea una buena idea...
—¿Así que no me deseas? —susurró ella.
—No se trata de eso.
Ella deslizó las manos hasta el estómago de Richard, no demasiado prominente.
Con habilidad, le desató el cinturón de la bata. Esta se abrió. Al bajar la vista Ginny
comprobó que él tenía puestos unos calzoncillos. Calzoncillos amplios en los que su
mano entraba con facilidad. Sin vacilar, la deslizó hasta llegar al lugar cálido que
escondían. Lo acarició con suavidad. Con lentitud, con muchísima lentitud, y sintió
cómo esa parte del cuerpo de Dick volvía a la vida.

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Ginny retiró la mano y, sin pronunciar una sola palabra, se quitó el vestido.
Tomó la mano de Dick y la colocó sobre sus pechos. Se sorprendió y alegró cuando
sus pezones se endurecieron ante el contacto. Si ella ya no podía disfrutar del sexo,
por lo menos era una gran cosa que su compañero no lo supiera.
Volvió a colocar la mano en la entrepierna de Dick.
—Llévame a la cama—pidió—. Lo necesito aún más que tú.

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Capítulo 20

Cuando el sol de la mañana inundó el cuarto de Jess, esta abrió los ojos,
sorprendida de haber dormido toda la noche de un tirón. La comida había sido
encantadora; le gustó estar con Lisa y con Phillip. En un par de momentos la hicieron
sentir vieja. Su juventud y su optimismo todavía no se habían marchitado por la
vida, y su ansiedad por compartir, aprender y por hacer algo productivo era a la vez
envidiable y admirable. Phillip y Lisa sin duda dejarían huellas en el mundo.
Ella los había escuchado y observado, sorprendida al pensar que ese joven y esa
chica habían nacido al mismo tiempo que Melanie, y que ellos, igual que ella, ahora
eran adultos, seres humanos capaces, inteligentes, independientes. Y a Jess le
entristeció no conocer a su propia hija... Melanie, que ahora tenía una dulce hijita
propia.
Se giró para acostarse de lado y comprendió que tal vez hubiera dormido tan
bien porque había tomado una decisión y pensaba aferrarse a ella. En algún
momento, entre las costillitas de cordero con menta fresca y las peras acarameladas
que Phillip insistió en que probara, supo lo que debía hacer. Y pensaba hacerlo
aquella misma mañana. Cogería el coche y se dirigiría hacia Edgartown. Estaba
decidida a hablar con Richard, y a hacerlo a solas. Él ya no podría seguir
impidiéndole conocer a su hija.

Hicieron el amor durante casi toda la noche. Cuando Ginny despertó Dick ya
no estaba; probablemente andaba preparando el desayuno para los huéspedes del
hostal. Se preguntó si a ellos les intrigaría la sonrisa radiante que él debía tener esa
mañana.
Necesitaba orinar. Se levantó de la cama y se masajeó los muslos doloridos. Por
la falta de práctica, pensaba. Por la falta de práctica y por la falta de buen estado
físico.
¡Pero Dios qué bueno fue! Echó la cabeza atrás y rió. A los sesenta y nueve o a
los ciento sesenta y nueve, el hombre seguía siendo hombre, y un hombre necesitado
hacía el amor como el mejor. ¡Al diablo con lo que decían las revistas sobre la edad, la
impotencia y la necesidad de Viagra!
Y lo mejor de todo fue que a ella le gustó. Le gustó todo lo que él le hizo, y
todas las cosas que ella le hizo a él. ¡Le gustaron, por amor de Dios! Su libido se alzó
de las cenizas, igual que el Ave Fénix, regresó, igual que el hijo pródigo, entrando en
su órbita como una carga explosiva.
¡Dios qué bueno fue! No hubo tiempo para hablarle a Dick sobre Melanie, ni

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tiempo para tratar de extraerle información sobre lo que realmente había sucedido.
Tampoco tuvo tiempo de pensar en Brad y en lo que ella haría una vez que
abandonara la isla y regresara a la odiosa realidad de su vida. Ni siquiera tuvo
tiempo de pensar en Jake. No tuvo tiempo porque estaba demasiado ocupada en
sentirse bien, en sentirse viva. En sentirse viva por fin.
Volvió a reír, tuvo un último estremecimiento de orgasmo en su cuerpo todavía
excitado y comenzó a caminar hacia el cuarto de baño. Y fue entonces cuando la
parte inferior de su columna vertebral crujió. Se detuvo. Quedó petrificada.
—¡Mierda! —exclamó apretándose la columna con una mano—. ¡Mierda!
¡Carajo!
Trató de dar otro paso hacia adelante. Una punzada de dolor le cruzó el trasero
y le recorrió la pierna.
Miró hacia el baño y supo que nunca llegaría hasta allí. Debía estar como a ocho
metros de distancia. Se volvió y miró la cama. Los tres pasos que la separaban del
colchón parecían dos kilómetros.
Ginny permaneció como una tonta en el mismo lugar, un desnudo de Rubens
cincelado en piedra.
—¡Socorro! —exclamó en voz baja—. ¡Por favor, que alguien me ayude!

Karin llevaba una pila de sábanas limpias para hacer las camas de las
habitaciones de los huéspedes. Al pasar frente a la puerta del dormitorio de su padre,
oyó un pequeño grito. Se detuvo a escuchar. Era como si alguien estuviera pidiendo
ayuda. Parecía una mujer. Y realmente el sonido venía del dormitorio de su padre.
Se acercó a la puerta contra la que apoyó una oreja.
—¡Maldita sea, que alguien me ayude! —decía en un sollozo apenas audible.
Karin dejó las sábanas y miró la puerta. ¿Quién estaría allí adentro? ¿Quién
demonios estaba en el cuarto de su padre? Nadie tenía derecho a...
Tomó el pomo y la abrió de un tirón. Allí, en el medio del cuarto estaba esa
mujer, la gorda, totalmente desnuda.
—¿Qué hace aquí? —gritó Karin.
—Estaba caminando sonámbula y, ¡por amor de Dios! ahora no puedo
moverme.
—¿Por qué lo arrastran tanto? ¿Por qué no terminan con el asunto que las trajo
aquí y se van de una vez?
—Porque no puedo, pedazo de imbécil. No me puedo mover. Me duele la
columna.
—¿Y qué quiere que haga?
—Que me ayude. Que me ayude a volver a esa maldita cama.
Karin avanzó un paso, luego dos. Miró la cama de su padre. Las sábanas habían
sido arrancadas de la parte inferior del colchón y las mantas estaban caídas hacia un
lado. Y allí, en el suelo, hecho un bollo, había un vestido de mujer.
—Usted se ha acostado con mi padre —acusó.

- 193 -
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La mujer lanzó una carcajada.


—¡Y pensar que yo creía que además de loca era tonta!
Karin se le acercó, se inclinó hacia la cara de Ginny y le pegó una bofetada. Una
bofetada muy fuerte.
—¡Cómo se atreve! —gritó.
Ginny volvió la cabeza.
—Mira, Morticia, estoy dolorida y no tengo ganas de pelear contigo. Solo te
pido que me ayudes a volver a la cama, que me dejes aquí y que vayas a buscar a tu
padre. Estoy segura de que a él le alegrará poder ayudarme.
Karin hervía de furia.
—¡Usted me enferma! —volvió a gruñir—. Se suponía que esto sería fácil. Yo
solo quise hacer lo que correspondía. Pero ahora, todos ustedes me enferman. —Se
volvió sobre sus pies descalzos y salió del cuarto hecha una tromba.

Ginny permaneció inmóvil durante lo que le pareció una eternidad. Luego


intentó moverse muy despacio. Con cada centímetro de movimiento la asaltaba un
dolor terrible que le corría por todos los nervios de la cintura y hacia abajo en el
costado derecho, dejándola sin aliento.
—¡Mierda, mierda! —repitió una y otra vez, hasta que por fin llegó a la cama.
Con cautela, trató de inclinarse hacia un lado. No le dio resultado. Trató de inclinarse
para el otro lado. Así tenía un poco más de movimiento, el necesario para llegar
hasta el colchón. Respiró hondo, cerró los ojos con fuerza y se dejó caer sobre la
cama—. ¡Mierda! —volvió a gritar cuando el dolor la recorrió nuevamente. Después
abrió los ojos, miró el techo y sintió que su vejiga cedía y que mojaba las sábanas.

Había pensado en ella toda la noche. Se revolvía inquieto y se movía, tratando


de sacarse a Lisa de la cabeza, como había intentado hacerlo desde que salieron del
Red Cat, desde que Jess lo volvió a dejar en el hotel Tilsbury, desde que el automóvil
se alejó llevando en su interior a la única mujer en la vida que lo había vuelto tan
loco.
Trató de dormir, después se paseó por la habitación, luego se sentó en la silla
junto a la ventana y observó la calle principal oscura y las tiendas cerradas durante la
noche. Durante toda la maldita noche. Y en lo único que podía pensar era en el
tiempo que faltaba hasta que él y Lisa se volvieran a encontrar por la mañana, hasta
que partieran en su misión de encontrar a Melanie, para decirle quiénes eran y por
qué estaban allí.
Phillip sabía que había perdido el sentido común. Ni siquiera estaba seguro de
que fuera correcto interferir en la vida de Jess sin que ella lo supiera. Sí, había
perdido el sentido común, pero no le importaba. Era como si Lisa Andrews se le
hubiera metido bajo la piel como la aguja de un adicto a la heroína. E, igual que un
adicto, necesitaba tenerla allí, por mucho que doliera cuando se le pasara el efecto de

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la droga, por mucho que doliera tener que desprenderse de esa aguja.
Miró el reloj y decidió que aquella mañana le convenía correr. Tal vez eso le
devolviera parte de la energía a su cuerpo y algo de sentido común a su mente. Pero
antes debía hacer otra cosa.
Phillip lanzó una queja. Debía llamar al despacho y avisar que no volvería hasta
el día siguiente..., o hasta dos días después. Esperaba que Joseph no estuviera allí.
Quería aferrarse a eso que sentía mientras pudiera. Y posiblemente le resultara difícil
explicarle a su hermano mayor qué demonios estaba haciendo en Martha’s Vineyard.
Por desgracia fue Joseph quien contestó la llamada.
—Nicole está frenética por tu culpa —le informó.
—¿Nicole frenética? Lo dudo. Parecía perfectamente feliz de hacer otros planes.
—¿Por qué haces esto, Phillip?
Por su tono era evidente que Nicole debía haberle hablado de Jess y del motivo
que él tenía para estar allí.
—Jess es una buena mujer, Joseph. Ya sé que tú no comprendes esto, pero yo
me siento en deuda con ella.
—¡Por favor! ¡No empieces de nuevo con eso!
—Volveré dentro de un par de días.
—¿Has llamado a Nicole?
—No.
—¡No seas imbécil, Phillip! Ella es lo mejor que te ha sucedido en la vida.
«No es cierto», quiso contradecirle, pero no quería discutir con su hermano.
—Además —agregó Joseph—, su padre es un hombre muy importante.
—Yo no he estado saliendo con su padre.
Joseph suspiró.
—Bueno, supongo que harás lo que crees que debes hacer. Pero hazlo con
rapidez. Y ahora tengo que cortar. Voy a jugar un partido de paddle con Ed Smith.
Paddle. Después de colgar, Phillip pensó que si llegaba a hacer las paces con
Nicole y se casaba con ella, estaría jugando al paddle durante toda su vida.

Karin apenas podía respirar. Se apoyó contra la puerta del cuarto de la ropa
blanca, los ojos muy grandes, la respiración acelerada. No podía creer que aquella
mujer se hubiera acostado con su padre. Esa mujer que simulaba ser amiga de Jess
pero se parecía tan poco a Jess Randall como los habitantes de Vineyard a los
norteamericanos.
Volvió a respirar hondo y apretó la ropa blanca contra su pecho.
Esa mujer se había acostado con su padre. Esa mujer que solo estaba allí porque
ella había comenzado todo aquello, y que ahora posiblemente estuviera tratando de
conquistar a su padre para enterarse de la verdad acerca de Melanie... Se mordió los
labios y contuvo las lágrimas.
Lo único que deseaba era que todos se fueran de una vez.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Ginny y Lisa no habían bajado a desayunar. Bien, pensó Jess mientras bebía su
café y miraba el reloj. Tendría tiempo más que suficiente para escapar hacia
Edgartown sin tener que explicarle a nadie adónde iba.
Colocó la servilleta sobre la mesa y se puso de pie, disculpándose ante los otros
huéspedes del hostal. En el momento en que cruzaba el comedor, entró Dick Bradley
con otra cafetera.
—Café recién hecho —le anunció a Jess con una amplia sonrisa.
Ella hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, gracias. Creo que esta mañana daré una vuelta en coche, para respirar un
poco de aire de mar.
Él asintió sin dejar de sonreír.
—No deje de ir a Gay Head. Los acantilados son magníficos.
Jess se alejó sin escuchar esos consejos turísticos. No tenía la menor intención de
ir a Gay Head. Se dirigía a Edgartown.

Dick tardó una maldita hora en regresar al dormitorio, donde encontró a Ginny
despatarrada en el colchón sobre su propia orina, las mejillas cubiertas de lágrimas
que se le deslizaban y se le metían en las orejas.
—¿Qué diablos...? —preguntó, dejando de sonreír y frunciendo el entrecejo.
—Mi espalda —murmuró ella, con un dolor tan intenso que apenas alcanzaba a
oír el sonido de su propia voz—. Me he lastimado la columna. Y oriné en la cama.
—¡Oh, Dios! —exclamó él, acercándose a la cama y arrodillándose a su lado—.
No te preocupes, Ginny —agregó incómodo mientras le enjugaba las lágrimas.
Parecía avergonzado de verla a plena luz del día, desnuda como estaba y en su
cama—. Creo que te podré conseguir un calmante. Tal vez se nos ocurra la manera
de moverte en la cama para poder ponerte sábanas limpias... ¡Dios mío! ¿Yo te hice
esto?
—No —contestó ella, y al sonreír sintió que el dolor se le calmaba un poco—.
Creo que me lo hice yo misma. ¡Sexo a mi edad! ¿Quién creía que era?
Él le sonrió, le palmeó la mano y le besó la frente.
—Enseguida vuelvo —susurró—. No te vayas.
—De entre todos los hombres de este maldito mundo, yo tenía que elegir a un
comediante.

Volvió a encontrar sin problemas el camino a Edgartown. Encontró la Vineyard


Gazette. Hasta encontró un lugar donde aparcar. Ahora, si encontraba el coraje
necesario para entrar, Jess podría seguir adelante con su vida.
Tamborileando los dedos sobre el tablero del automóvil, ensayó lo que pensaba
decir.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

«Soy yo, Richard. Jess Bates.»


Él tardaría unos instantes en reconocerla. Después frunciría el ceño y diría:
«¿Cómo me has encontrado, Jess?»
Ella se enderezaría cuan alta era y lo miraría directamente a los ojos. Y luego
diría: «Te he encontrado y estoy enterada de lo de Melanie. Ahora quiero que me
digas la verdad».
Sería tan simple como eso.
Sólo si se animaba a hacerlo.
Entonces volvió a pensar en Phillip y en Lisa. Y en la criatura a la que
engañaron para que no supiera la verdad, esa criatura a quien no pudo darle el amor
que merecía. Y con rapidez, antes de cambiar de idea, bajó del auto. Esta vez no se
detuvo frente a las rosas de la verja. Esta vez caminó por la acera, entró en el edificio
y se dirigió directamente al mostrador de recepción.
—Quiero ver a Richard Bradley, por favor —dijo con la mayor claridad y
firmeza posibles.
—Un momento —contestó la recepcionista—. Veré si está. ¿Puedo darle su
nombre?
Su nombre. Si le decía quién era a la recepcionista, Richard sabría que ella
estaba allí. Y entonces tendría la posibilidad de huir por una puerta trasera, de volver
a huir de su vida.
—No —dijo con rapidez, y enseguida trató de sonreír—. Preferiría
sorprenderlo.
La mujer mantuvo los ojos fijos en Jess, como si se tratara de una terrorista
llegada para invadir aquel periódico que se publicaba dos veces por semana durante
el verano. Luego levantó el auricular del teléfono y apretó dos botones.
—Señor Bradley —dijo—, en recepción hay una señora que quiere verlo. —
Richard debió preguntarle quién era, porque la mujer vaciló antes de contestar—:
Prefiere no dar su nombre.
Jess cambió el peso del cuerpo de un pie al otro pie y retorció el anillo en su
dedo. Esas antiguas mariposas tan familiares volvían a aletear dentro de su estómago
como si hubiera vuelto a ser una criatura, como si estuviera a punto de recitar un
poema en el colegio de la señorita Winslow. «Por supuesto que te sientes igual que
una criatura —se dijo—. La última vez que viste a Richard eras una criatura... »
Y entonces, a sus espaldas, oyó los pasos de alguien que bajaba la escalera.
Antes de volverse, supo que era él. Ignoraba cómo lo sabía, pero lo sabía. Se volvió
con lentitud. Habían transcurrido treinta años y, sin embargo, lo habría reconocido
en cualquier parte. Con sus tejanos y su camisa sport no parecía tener cuarenta y
siete años. Parecía tanto más joven que…, Charles. Parecía mucho más satisfecho y
juvenil, como si acabara de entregar las toallas en el club de natación y se le acercara
para ofrecerle una Coca-Cola. Tenía el rostro tan bronceado como siempre en el
verano, el pelo castaño más claro, menos tupido quizá, pero que todavía reflejaba la
luz del sol de una manera que hacía lamentar a Jess no haber nacido con un cabello
como el suyo. Y después estaban los ojos, tan azules. Y la miraba con tanta

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

tranquilidad como lo miraba ella a él.


—¡Jess! —exclamó antes de que ella tuviera oportunidad de pronunciar sus
frases tan ensayadas—. ¡Dios mío! ¿Cuánto tiempo ha pasado?
Él sabía perfectamente bien cuánto tiempo había pasado. Pero por algún
motivo, parados allí en la recepción del antiguo edificio colonial de la Vineyard
Gazette, eso no parecía importar.
—No creía que me reconocieras —logró decir ella.
—¡Cómo no iba a reconocerte! Te habría reconocido en cualquier parte.
Permanecieron un minuto mirándose fijamente, mientras Jess adivinaba que a
su vez la recepcionista los miraba a los dos con atención.
—¡Dios! —repitió él—. ¿Qué te ha traído a Vineyard?
Ella no podía decir lo que quería allí en la oficina, frente a aquella mujer a quien
ni siquiera conocía.
—¿Podriamos salir a la calle?
Él se dirigió a la puerta, la abrió y la sostuvo para que ella pasara. Cuando pasó
por su lado, tuvo conciencia de su altura, de su porte, su personalidad. Richard. Su
Richard. Era él en realidad. Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, Jess volvió a
mirarle a los ojos. Trató de decidir si Melanie se parecía más a ella o a él. A él, tal vez.
Y quizá Sarah se pareciera más a ella.
—Bueno —dijo él, metiéndose las manos en los bolsillos de los tejanos—. ¿Qué
te trae por Vineyard?
Jess se preguntó si él recordaba que ya se lo había preguntado. Se preguntó si
estaba tan nervioso como ella. Volvió a retorcer el anillo en el dedo y miró las rosas.
—La he visto —le espetó.
Los instantes que tardó en contestar bastaron para que Jess se diera cuenta de
que sabía a qué se refería.
—¿A quién?
—A Melanie.
—¿Mi hermana?
—No. Melanie. Nuestra hija.
«Bueno —pensó—. Lo he dicho.» Se lo acababa de declarar a Richard y a
cualquiera que pudiera oírlos en la acera del diario.
—Tal vez sería mejor que fuéramos a hablar a algún otro lado —propuso él—.
Espera un minuto. Avisaré a Bertie que voy a salir. —Ella lo esperó en la acera,
preguntándose a medias si Richard tendría el valor de huir en ese momento, si
tendría demasiado miedo de enfrentarse a lo que había hecho. Enseguida
comprendió que en ese momento le resultaba más fácil pensar en eso, porque ni ella
misma estaba segura de lo que sentía, era incapaz de bloquear a sus mariposas y
averiguarlo.
Richard volvió.
—A la vuelta hay un pequeño parque —dijo, y le puso una mano en el codo
para guiarla—. Allí podremos sentarnos a conversar.
Doblaron por la calle principal y caminaron con lentitud entre los primeros

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

veraneantes. Pasaron frente a una minúscula librería y se dirigieron hacia un


pequeño porche verde donde había algunos bancos. Él la acompañó hasta uno de
ellos y se sentaron. Se sentaron y permanecieron en silencio. Entonces Jess habló.
—Quiero saber lo que sucedió. Quiero saberlo todo.
En el instante siguiente, presintió que él lo negaría, que insistiría en que
Melanie era su hermana y que no sabía de qué estaba hablando.
Pero en cambio Richard dijo:
—Soy yo el que debería estar preguntándote lo que sucedió.
De manera que se ponía a la defensiva. Ella casi se rió de sí misma por haber
pensado que Richard era distinto a Charles.
—Perdóname, Richard —dijo con una convicción aún mayor—, pero mi hija ha
estado contigo durante casi treinta años. ¿Sabías que yo nunca llegué a verla? ¿Sabías
que ni siquiera me permitieron verla? —Entonces se le cerró la garganta y se le
llenaron los ojos de lágrimas, al sentir que su imagen de caballero romántico
montado en su corcel blanco se desvanecía para siempre de su vida.
—¡Pero si tú no quisiste verla! —dijo él—. No querías saber nada de ella.
—¿Quien te dijo esa barbaridad?
—Mi padre.
—¿Tu padre? ¿Y qué diablos sabía él?
Richard cruzó una pierna sobre la rodilla opuesta y se frotó el zapato. Bajó la
cabeza y habló en susurros.
—Tu padre nos pagó una suma enorme de dinero.
—Doscientos mil dólares, si mal no recuerdo —acotó Jess.
—Dijo que no querías saber nada de mí ni de nuestro bebé.
En el silencio que siguió, Jess dejó de oír el murmullo de los veraneantes, las
risas de los niños y los sonidos de los automóviles que pasaban por la calle. No oyó
nada de eso porque en su mente sólo lograba oír, una y otra vez, el eco de las últimas
palabras de Richard: «No querías saber nada de mí ni de nuestro bebé».
Y luego recordó a su padre el día en que la llevó a Larchwood Hall, cuando
llenó cheques de pie en la oficina de la señorita Taylor, como si aquel no fuera más
que otro gasto de un asunto de negocios, y como si su hija embarazada, de quince
años, no se encontrara en la habitación. Cuando la directora del hogar los dejó solos,
Jess quiso hablar con él. Quería decirle que lo sentía, pero que amaba a Richard y que
Richard la amaba a ella. Y que Richard lograría que todo saliera bien. Se lo quiso
decir, pero él se negó a escucharla. Sencillamente metió la mano en el bolsillo de la
chaqueta en busca de su pipa y de la bolsita de tabaco. Después se puso la pipa en la
boca, se abotonó el impermeable y dijo:
—Ya se ha dicho bastante. —Y se marchó.
—Mi padre —dijo Jess en ese momento con lentitud—. Mi padre mintió. No
puedo imaginar que le hubieses creído. No puedo creer que el dinero no haya sido la
causa de todo esto.
—Escúchame, Jess...
Ella se puso de pie de un salto.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—Yo te esperé, Richard. Te esperé noche tras noche. Se suponía que irías a
buscarme. Pero en cambio aceptaste el dinero de mi padre. Aceptaste el dinero de mi
padre y después te llevaste a mi hija. —Giró sobre sus talones. Notó que se había
reunido un grupo de gente y que miraban los escaparates de las tiendas, como si no
estuvieran escuchando, como si no hubieran oído cada una de las palabras que ella
acababa de pronunciar. Sin ni siquiera decirle a Richard que se fuera al diablo, Jess se
alejó por el parque, cruzó la calle principal y se encaminó hacia el coche.
Justo cuando recorría a toda velocidad el camino de la costa rumbo a Vineyard
Haven, tuvo conciencia de lo que acababa de suceder. Melanie era su hija. Richard
acababa de confirmarlo.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Capítulo 21

—¡Por amor de Dios, Ginny! ¿Qué ha sucedido? —exclamó Lisa, entrando a la


carrera en el dormitorio de Dick.
—Entre otras cosas, una de las experiencias más humillantes de mi vida. —Por
lo menos, de alguna manera Dick se las había ingeniado para hacer cambiar las
sábanas y vestir a Ginny con una de sus largas camisas, antes de avisar a Lisa de cuál
era el paradero de su madre y explicarle que acababa de tener un infortunado
accidente. Por lo menos no había resultado un desgraciado, más preocupado por su
situación que por el dolor de Ginny.
—¿Cuándo ha pasado esto? Anoche yo estaba tan cansada que me quedé
dormida enseguida que llegamos. No te oí entrar en la habitación...
Ginny suspiró y ese solo movimiento le provocó otro espasmo de dolor.
—No me oíste entrar porque no entré.
Lisa la miró un momento.
—¡Ah! —fue todo lo que dijo.
—Creo que tengo que retirar todo lo que dije en Gay Head.
—¿Con respecto al sexo?
—Bueno, es evidente, ¿no te parece?
Lisa sonrió.
—Creo que en este momento lo que nos tiene que preocupar es lo que te sucede
en la espalda. ¿No puedes moverte ni un poquito?
Considerando que era hija suya, Lisa no era nada mala.
—¿Moverme? —preguntó Ginny—. Apenas puedo respirar.
—¿No crees que deberíamos llamar a un médico?
—Dick ya se está encargando de eso. —Trató de mover los dedos de los pies. El
dolor se lo impidió.
—Bueno —dijo Lisa, cruzando los brazos—, creo que tendremos que alargar
nuestras vacaciones.
—Haz un esfuerzo para que no te moleste tanto.
—No me molesta —contestó ella, encogiéndose de hombros—. Quién sabe. A lo
mejor Phillip también se queda.
Ginny miró pensativa a su hija.
—Y quizá las dos tengamos que desdecirnos de lo que dijimos en Gay Head.
Lisa lanzó una carcajada.
—Tal vez no. Lo único que sé es que Phillip y yo nos encontraremos dentro de
un rato y que iremos a la escuela.
—¿A verla?

- 201 -
JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—Eso espero.
Sí, y Ginny esperaba que con ese plan ellos avanzaran más de lo que había
avanzado ella.
—¿Y después, qué?
—Y después, quién sabe. Tal vez después de todo a Phillip se le ocurra una
manera de matar a Brad.

Al principio Jess estaba demasiado ciega por el dolor, demasiado destrozada


por sus emociones para notar que una camioneta Bronco entró detrás de ella en el
estacionamiento de Mayfield House. Pero, mientras se dirigía hacia el hostal, oyó el
portazo de un coche e instintivamente se volvió.
¡Ojalá no lo hubiera hecho!
—¡Jess! —exclamó Richard, corriendo tras ella—. Por favor. Escúchame.
Ella sacudió la cabeza.
—No necesito oír nada más. Ya he oído bastante.
Comenzó a alejarse, pero él la retuvo por un brazo.
—¡Por favor, Jess! No conoces la historia completa.
Ella cerró los ojos y permitió que el sol se le metiera por los poros. Pero la
calidez de sus rayos no logró calmar su dolor.
—Creo que nos debemos eso, ¿no te parece? —preguntó Richard.
—Nunca he creído que te deba nada.
—Yo creía que sí. Tal vez haya estado equivocado. Tal vez era demasiado joven
y demasiado tonto para pensar otra cosa.
—Richard, lo que dices no tiene el menor sentido.
—¡Por favor, Jess! Has llegado muy lejos. Te pido por favor que te sientes y me
escuches.
Ella abrió los ojos y miró los de él. En ese momento Richard tenía una expresión
de enorme preocupación, y el azul de sus pupilas se veía empañado por algo que Jess
reconoció. Era dolor. Era una herida. Y eran treinta años de guardar un secreto que
nunca debieron guardar. Eran treinta años de saber que las cosas estaban lejos de ser
lo que parecían.
—Está bien —dijo ella en voz baja.
Él la condujo hasta una larga hamaca blanca que colgaba de un arce enorme en
el jardín trasero. Jess se sentó. Richard permaneció de pie frente a ella.
—Te escucho —dijo Jess.
Él se pasó la mano por el pelo castaño, un pelo todavía brillante, y comenzó.
—Éramos unos críos, Jess.
Ella se sostuvo el estómago en el lugar donde le dolía. Era verdad. En aquella
época solo tenía quince años y Richard diecisiete. Pero Jess no se sentía una criatura.
Se sentía una mujer hecha y derecha, lo suficientemente madura como para llevar un
hijo en su interior, lo suficientemente madura como para amar. No contestó.
—Tú eras la chica rica, yo el muchacho pobre —continuó diciendo Richard—.

- 202 -
JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Me enamoré de ti, pero parte de mí sabía que eso no podía ser. Que nuestros mundos
eran demasiado diferentes. Que tu padre jamás permitiría que estuviéramos juntos.
Ella empujó los pies contra el suelo. La hamaca comenzó a crujir.
—Por favor, Richard, te pido que no seas condescendiente conmigo. Lo que
cuentas se parece demasiado a una película de clase B.
Él se metió las manos en los bolsillos y clavó la mirada en el suelo, ignorando el
comentario de Jess.
—Cuando tu padre se puso en contacto con el mío, papá me lo dijo enseguida.
Tal vez fuéramos pobres, pero éramos una familia unida.
Sí, eso ella lo sabía. La familia de Richard era una verdadera familia. Muy
distinta a la suya. Muy parecida a la familia de la que ella hubiera querido formar
parte. En ese momento recordó hasta qué punto le había dolido que Richard también
le hubiera robado la posibilidad de poder formar parte de una familia buena y
cariñosa.
—De todos modos —siguió diciendo él—, tu padre dijo que no querías volver a
verme, que no querías tener noticias mías nunca más. Yo estaba destrozado. —Se le
ahogó la voz. Apartó durante un instante la mirada, como para sofocar la emoción, se
enjugó una lágrima. Después, se aclaró la garganta y volvió a mirarla—. También
dijo que no querías saber nada de nuestra hija.
Al oír esas palabras, Jess tuvo que apelar a todas sus fuerzas para permanecer
sentada en la hamaca, para no atacarlo, abofetearlo y darle puntapiés hasta hacerlo
sangrar. Lo único que la retuvo era que quería saber hasta dónde era capaz de llegar
él, qué historia tejería para justificar lo que había hecho.
—Yo lo creí, Jess —continuó diciendo Richard—. Lo creí porque siempre pensé
que eras demasiado para mí. Creí que no me querías, que no querías tener nada que
ver con una criatura que en parte era mía. ¿Lo comprendes?
Jess volvió a empujar la hamaca. Richard se paseó frente a ella.
—Mis padres se angustiaron al saber que estabas embarazada —siguió
diciendo—. Y pensaron que esa criatura también era hija mía, nieta de ellos. Y
entonces, juntos, forjamos el plan.
—Para robar a mi bebé —dijo ella con rapidez, dando rienda suelta al disgusto
que ya no podía contener.
—No, Jess. No para robarla. Para tenerla y criarla como nuestra. Para criarla
como una Bradley. Cambiamos nuestro apellido, nos mudamos de Connecticut a esta
isla. Yo era tan joven que decidimos que para la niña sería mejor que todo el mundo
creyera que era hija de mis padres. Y todo el mundo se convenció de que era mi
hermana menor.
—¿Y qué creyó Melanie? ¿Qué ha creído durante todos estos años?
Él respiró hondo antes de contestar.
—Que es mi hermana.
—¡Dios mío, Richard! —fue todo lo que pudo contestar Jess.
Él cayó de rodillas y tomó una de sus manos entre las suyas.
—Ha tenido una buena vida, Jess. Una vida feliz. No tenía más que cinco años

- 203 -
JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

cuando murió mi madre. Pero Karin asumió su papel. Y ha sido una buena figura
materna para Melanie. Sacrificó por ella sus propias posibilidades de ser feliz.
—Karin es una mujer muy extraña.
Él volvió a bajar la cabeza.
—Lo sé. Pero no ha sido fácil para ella. Una vez Mellie me dijo que Karin tenía
un novio. Pero nunca lo conocí y preferí ignorarlo. Supongo que temí que Karin
quisiera vivir su propia vida, en cuyo caso yo habría tenido que asumir la
responsabilidad de..., nuestra hijita. Así que me culpo en gran parte de la infelicidad
de Karin.
En aquel momento Jess tuvo ganas de hablarle de la carta, de la llamada
telefónica hecha por su hermana. Nunca supo qué la detuvo, pero supuso que sería
por que ya no consideraba que Karin fuese una villana. Era una víctima de los
pecados de su hermano y de la avaricia de sus padres.
—¿Y qué me dices de los doscientos mil dólares? ¿Los que os dio mi padre?
Richard se puso de pie y comenzó a pasearse.
—Tu padre nos dio ese dinero para la señorita Taylor, para que nos entregara a
Melanie.
—Por lo que yo sé, eso solo costó cincuenta mil. ¿Qué sucedió con el resto?
Richard se detuvo.
—No sé de dónde has sacado tu información, pero los cincuenta mil fueron un
adelanto. El resto lo recibió cuando nació Mellie. Como parte del convenio, la
señorita Taylor hizo los arreglos necesarios para que nos trasladáramos a la isla y le
consiguió trabajo a papá como encargado de Mabel Adams. Tu padre no nos pagó
nada a nosotros, Jess. Nos dio el dinero para que pudiéramos tener a su nieta. Para
que no fuera adoptada por desconocidos.
Jess debió haber oído mal.
—¿Qué mi padre hizo qué? —preguntó.
—Nos dio dinero para que pudiéramos tener a Mellie —repitió Richard—.
Cuando te dije que elaboramos juntos un plan..., bueno, en realidad lo forjaron juntos
mis padres y el tuyo. Solo Karin y yo conocíamos la verdad.
—Y la señorita Taylor.
—Ignoro lo que ella sabía o dejaba de saber. Sospecho que lo único que le
importaba era el dinero.
Jess sentía la cabeza flotando; de repente se mareó. Apoyó los pies sobre el
suelo y trató de digerir todo lo que Richard acababa de decirle. Quería creerle, pero le
resultaba difícil.
—Pero eso no es cierto, Richard. Yo quería a nuestra hija. Quería que nosotros
estuviéramos juntos. Y papá lo sabía...
—Supongo que debió de considerar que eras demasiado joven —razonó
Richard—. Supongo que solo hizo lo que creía mejor para ti.
«Papá —pensó ella—. ¡Qué poco lo conocí!» Alzó la barbilla y miró a Richard.
—Y ahora Melanie tiene una hija. Nuestra nieta, Richard. Tuya y mía.
—Sí, y está de nuevo embarazada. Hay otra criatura en camino.

- 204 -
JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Jess se llevó las manos al vientre.


—¡Oh Dios, Richard! ¿Cómo puedes hacer esto? ¿Cómo es posible que sigas
mintiendo?
—Debo hacerlo, Jess. Melanie es..., bueno, es dulce y es suave y se parece
mucho a ti. Pero antes de morir, mi madre nos pidió a Karin y a mí que le
prometiéramos que Melanie nunca sabría la verdad sobre su nacimiento. Y ahora no
podemos decírselo, Jess. Es demasiado tarde y no sería justo.
Y en ese instante, al oír esas palabras, Jess supo que Richard tenía razón.

Phillip subió caminando la colina, con Lisa a su lado, en dirección al colegio


West Tilsbury. Supuso que debería sentirse culpable por Nicole, pero decidió que ya
tendría tiempo de pensar en eso cuando regresara a Nueva York, cuando volviera al
mundo real donde las madres y los hermanos tenían expectativas con respecto a uno
y donde las famosas estrellas de televisión no caminaban junto a uno como en
Vineyard.
—Creo que deberíamos ir directamente al grano —dijo Lisa—. Creo que
deberíamos preguntarle si sabe que es hija adoptiva.
Phillip hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Ella no es como nosotros, Lisa. Melanie no fue adoptada, ¿recuerdas?
Lisa frunció el entrecejo.
—Sí, tienes razón. ¿Entonces qué debemos decir? No podemos empezar por
preguntarle si sabe que su hermano es en realidad su padre.
—Tal vez lo mejor sería que nos presentáramos. Y después podemos decirle que
estamos aquí para conversar con ella acerca de un cambio de identidad de bebés que
se produjo en 1968. Para llevarla poco a poco al tema.
Lisa sonrió.
—Yo no sirvo para tratar estos asuntos con suavidad. Supongo que es algo que
he heredado de mi madre.
Phillip lanzó una carcajada.
—¿Sabes que tu madre es un personaje?
—Sí, y en este momento daría cualquier cosa por poder solucionar este lío que
le he provocado con Brad. Si se te ocurre alguna idea, me encantaría que me la
dijeras.
Él no quiso decirle que la mejor idea que se le ocurría era volar a Los Ángeles,
buscar a ese desgraciado y lanzar su Porsche rojo desde un acantilado.
—Bueno, lo único que sé es que no debes darle dinero. Una vez que lo hagas,
nunca dejará de pedirte más. ¿No podrías recurrir a la policía?
—¿Y arriesgarme a que llegue al conocimiento de los diarios?
—Sí, claro. Está bien. ¿Y qué me dices de Ginny? ¿Ella qué quiere hacer?
—Es muy simple. Asesinarlo.
—¿Y tú?
Lisa cerró los ojos.

- 205 -
JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—Yo solo quiero que este problema se resuelva. No sabes lo que me avergüenza
haberme enredado con él. Ni siquiera es mi tipo. Es extravagante y grosero. Yo
estaba sola y necesitaba cariño. Y apareció él.
En ese momento ella ya no era la estrella de Hollywood. Estaba dolida y
asustada. No era más que una sencilla chica norteamericana de pantalón corto y
camiseta, que confió en el hombre equivocado y lo estaba pagando muy caro. Phillip
le pasó un brazo con suavidad sobre los hombros.
—Todo saldrá bien, Lisa —aseguró—. Ya se nos ocurrirá algo. —No sabía qué y
tampoco sabía cómo, pero estaba decidido a ayudarla. ¡Al demonio con las
expectativas que lo esperaban al regresar a Nueva York!
Caminaron en silencio algunos minutos más, luego Lisa señaló un lugar delante
de ellos.
—Ese debe ser el colegio.
Phillip sonrió y le quitó el brazo de los hombros, mientras pensaba en la
relación que había establecido con las amigas de su madre biológica y se preguntaba
si P.J. estaría caminando con ellos si todavía estuviera en este mundo. Luego decidió
que tal vez estaba allí, tal vez el suyo fuese el espíritu que lo alentaba siempre.
—¿Te parece que debemos presentarnos por la puerta principal? —preguntó
Lisa.
—Sígueme —contestó Phillip. Con espíritu renovado, subió los escalones de
entrada.
La escuela no se parecía en nada a la que Phillip había asistido en Fairfield: un
colegio nuevo, resplandeciente y alegre, de ventanas brillantes y corredores
inmaculados, que estaba de acuerdo con los impuestos que pagaba la comunidad. Sin
embargo, Lisa dijo que se parecía mucho al colegio en el que ella se educó en la
ciudad de Nueva Jersey. Antiguo. Un poco oscuro. Con los corredores llenos del eco
de demasiados niños de demasiadas promociones.
Ante todo, se detuvieron en la oficina.
—Tenemos necesidad de hablar con Melanie... —Phillip se interrumpió al
comprender que desconocía el apellido de casada de la hija de Jess—. ¡Dios! —le dijo
a la mujer curtida por el tiempo que atendía el escritorio de recepción—. He olvidado
su apellido de casada. El de soltera era Bradley. Tiene una hija llamada Sarah. —
Trató de sonreír mientras hablaba, trató de que nada pareciera clandestino en su
actitud.
—Melanie Galloway —dijo la mujer—. En este momento está ocupada con su
clase. Me temo que no podré interrumpirla.
Lisa se adelantó.
—Si solo nos pudiera decir en qué aula está, la esperaríamos en el vestíbulo.
La mujer movió la cabeza para negarse.
—Lo siento, pero no está permitido que personas ajenas al colegio se paseen por
los pasillos. Esto es una escuela. Debemos proteger a los alumnos.
Phillip se preguntó si, durante los fines de semana, esa mujer ejercía en la
Guardia Nacional.

- 206 -
JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—Somos antiguos amigos suyos de la universidad —mintió, tomando con


sutileza la mano de Lisa y haciendo un esfuerzo para que el contacto de su piel no lo
distrajera—. Hemos venido a la isla de luna de miel y nos encantaría ver a Melanie.
La mujer frunció el entrecejo.
—Si quieren esperar en la oficina, le podría enviar un mensaje avisándola de
que están aquí. Esta semana solo trabaja medio día porque su hija se ha roto una
pierna. Su clase terminará dentro de veinte minutos.
Phillip miró a Lisa. Lisa asintió.
—Sólo deben darme sus nombres —insistió la mujer, preparándose para
anotarlos.
—¿Nuestros nombres? —preguntó Phillip.
La mujer los observó por encima de las gafas.
—Supongo que deben de tener nombres.
Lisa lanzó una carcajada.
—Lo que sucede es que planeábamos sorprenderla. Quizá sea mejor que
esperemos fuera.
—De ustedes depende. La reconocerán en cuanto la vean. Melanie Galloway no
ha cambiado nada desde que estuvo aquí como alumna.
Phillip se abstuvo de decir que a menos que no hubiera cambiado desde que
estuvo en la maternidad del hospital, lo más probable era que no pudieran
reconocerla.

Una vez fuera, Lisa se sentó sobre los escalones de cemento y apoyó la cara
entre las manos.
—Esto es imposible —dijo—. Jamás la reconoceremos.
—Sí, la reconoceremos.
—¿Supones que se parece a Jess?
—Eso no tiene importancia. Solo buscaremos una mujer de nuestra edad,
acompañada por una niña con muletas. No puede haber muchas así, ¿no es cierto?
Lisa lo miró sonriente.
—En realidad eres bastante brillante, abogado.
Phillip volvió la cabeza para que ella no viera que se ponía rojo. No le dijo que
fue así como Jess reconoció a Melanie; prefería que Lisa lo considerara un hombre
brillante. Sonrió en dirección al cielo sin nubes y deseó poder capturar lo que sentía
en ese momento y retenerlo para siempre; deseó poder extender los brazos y abrazar
en ese mismo momento a P.J. y decirle lo agradecido que estaba de haber nacido.
—¿Alguna vez te preguntaste cómo sería tu padre? —preguntó Lisa de repente.
—¿Mi padre biológico?
—Bueno. Sí.
Phillip volvió a mirar el cielo y contestó:
—P.J. me habló de él, me dijo que era un chico con el que salía en la universidad
y que se negó a admitir que era..., responsable. —Sonrió al recordar ese día de sol

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

cuando ambos se sentaron en Central Park y P.J. le habló de Frank. Sonrió porque las
palabras de su madre le bastaron y no sintió necesidad de conocer al hombre que era
su padre. En ese momento se volvió hacia Lisa y preguntó—: ¿Y tú? —Ella rió.
—Lo del mío es una larga historia para un día distinto. Estaba pensando en lo
bonito que sería para Melanie poder conocer tanto a su padre como a su madre.
Phillip asintió en el momento en que se abría la puerta y los niños comenzaban
a bajar corriendo. Lisa se puso de pie y se acercó a Phillip. Juntos buscaron a una
nena con la pierna enyesada y a la madre que la estaría ayudando con actitud
protectora.
Pero entre las caras juveniles de los alumnos y las maduras de las maestras, no
había niñas con muletas ni piernas enyesadas.
Y entonces dejaron de salir. La puerta se cerró detrás de la última alumna. Y
Phillip se quedó mirando a Lisa y esta a Phillip.
—Tal vez hoy su hija no haya venido al colegio —dijo Lisa—. Tal vez Melanie
haya pasado por nuestro lado y no la hayamos reconocido.
—Quizá —contestó Phillip sintiéndose menos brillante, avergonzado de que
Lisa hubiera sido testigo de su fracaso.

No podía permitir que lo hicieran. Desde la acera de enfrente, Karin observaba


oculta detrás del grueso tronco de un roble y los vio estudiar la multitud, sin duda
buscando a Melanie, buscando a Sarah.
Pero no era esa la manera indicada. Melanie debía enterarse de la verdad por
boca de Jess, o por boca de Richard. No por medio de un par de chicos, fueran
quienes fueren. Tampoco por boca de esa mujer llamada Ginny que, con el sexo,
intentaba sonsacarle secretos a un viejo solitario. No, Melanie no debía enterarse de
la verdad por ellos. Jess y Richard serían más bondadosos, más suaves. A Melanie la
verdad le dolería menos.
Sonrió al pensar en lo inteligente que había sido. En cuanto se enteró de lo que
pensaban hacer esos dos jóvenes, llamó al colegio y le dijo a Mary Weston, la
recepcionista, que les pidiera a Melanie y a Sarah que la esperaran en la cafetería de
la escuela, que quería verlas, y que no salieran del edificio hasta que llegara. Y, como
siempre, Mellie hizo lo que Karin le pidió.
Y gracias a Dios que Mary Weston dirigía el colegio prácticamente desde
principios de siglo y lo hacía como una especie de agente del servicio secreto. Gracias
a Dios, Mary Weston era isleña y despreciaba a los visitantes tanto como los
despreciaba ella.
Se apoyó contra el árbol y esperó y observó hasta que por fin la pareja se dio
por vencida e inició el regreso al hostal. Entonces cruzó la calle y entró en el colegio.
No debía olvidarse de llevar a Mary Weston algunos vidrios de mar la siguiente vez
que pasara por allí. Lo haría en cuanto estas malditas personas se fueran de esa
maldita isla y la vida volviera a la normalidad. Ahora tendría que encontrar la
manera de que eso sucediera lo antes posible.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—Si lo que te preocupa es dejarme aquí con Dick Bradley, tranquilízate—le dijo
Ginny a Jess—. Con excepción de Jake, estoy en las mejores manos del mundo, y
como eso me parece casi imposible, supongo que debo agradecerle a Dios lo que me
ha sucedido. —Jess se acercó a la ventana del dormitorio donde Ginny permanecía
postrada e incapaz de mover nada más que las caderas.
—No puedo creer que te haya sucedido esto —dijo.
—Hay muchas cosas que yo no puedo creer —contestó Ginny—. Como lo que
me acabas de decir con respecto a Melanie y a Richard y que estás dispuesta a irte de
aquí y a hacer lo que él te pide.
—No tengo alternativa, Ginny. No quiero arruinar la vida de Melanie. Y, para el
caso, tampoco la de Richard.
—De manera que ellos tienen todos los triunfos en las manos, ¿no es así?
¡Mierda, muchacha! Creí que cuando te liberaste de tu marido habías dejado de
permitir que la gente te dijera lo que tenías que hacer en la vida.
—Hablas como si tú estuvieras mejor. Todavía no has encontrado la manera de
solucionar el problema que tienes con tu hijastro, aparte de decidir que debe ser
asesinado.
—He cambiado de idea con respecto a eso —dijo Ginny—. He decidido que, en
cambio, prefiero que se lastime la espalda. Me parece que es más doloroso. —Lanzó
un quejido y entrecerró los ojos—. El efecto de esas malditas píldoras que me ha
recetado el médico sólo dura la mitad del tiempo previsto.
Jess volvió a acercarse a la cama.
—¡Si supieras cuánto lo lamento, Ginny! Me estoy portando como una egoísta y
tú estás muy dolorida.
—No hay problema, mujer. Pero aunque creo que eres una tonta al no querer
conocer a Melanie, al no querer que ella sepa la verdad, en realidad no quiero que te
quedes por mi culpa. Es probable que yo deba permanecer aquí un tiempo largo.
—La he visto —dijo Jess—, la he visto y he visto a mi nieta y ahora sé lo que
sucedió. Es realmente difícil creer que mi padre haya hecho esto..., bueno, supongo
que para protegerme. Me resulta difícil creer que el bebé le importaba lo suficiente
como para asegurarse de que tuviera una buena vida. —Retorció su anillo de
esmeraldas y diamantes y trató de sonreír—. Es difícil de creer, pero lo estoy
intentando.
—Y tu querido papito ha muerto, de manera que no se lo puedes preguntar.
—No, Ginny. Pero puedo ser feliz si decido serlo. Hasta hace algunos meses,
creía que mi hija había muerto. Ahora conozco la verdad y eso tiene que bastarme.
Le prometió a Ginny que más tarde le llevaría un poco de té, después de dejarla
dormir una siesta. Ella esperaría a que Phillip y Lisa volvieran de donde hubieran
ido y les diría que pensaba tomar el trasbordador de las siete y media. Había llegado
la hora de que retomara su vida: su tienda y la familia que era realmente suya.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Una hora después, Jess se despertó al oír una especie de susurro bajo la puerta
de la habitación número siete. Al mirar, vio un sobre rosa pálido en el suelo. Se
levantó, bostezó y se inclinó para tomarlo. Mientras caminaba hacia la ventana, se
restregó los ojos. Después contuvo el aliento y se los volvió a frotar. Pero reconoció
en un instante de qué se trataba.
En el sobre, escrito en mayúsculas, figuraba el nombre de «Richard Bryant»
seguido por una dirección de Connecticut. No tuvo necesidad de preguntarse nada
porque sabía que lo había escrito ella misma, una carta enviada tres décadas atrás,
una de las cartas que nunca recibieron respuesta.
Se mordió los labios y, con manos temblorosas, abrió el sobre que ya antes
alguien había abierto.
Pero en su interior no encontró la carta que le había escrito a Richard, sino una
nota, escrita en tinta negra.

Reúnete conmigo después de comer, en el bosque de West Chop. Sal por la


entrada de la calle principal. Sigue las indicaciones rojas del sendero. Ven sola. No
informes de esto a nadie. Tenemos mucho de que hablar.

Estaba firmado «Richard».

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Capítulo 22

—Creí que Jess se quería ir esta noche —le dijo Phillip a Ginny cuando él y Lisa
entraron en el cuarto masculino donde, por lo visto, Ginny había vivido una noche
interesante y un día muy doloroso. Ya anochecía: Phillip y Lisa habían pasado el
resto del día caminando: por la orilla del mar, por el puerto, por el muelle, hasta el
faro de West Chop. Caminaban y hablaban y, a ratos, marchaban en silencio. Phillip
disfrutaba de cada instante; trató de grabar en su memoria, aunque ignoraba por qué,
todas las palabras que Lisa pronunciaba, todos los movimientos de su cuerpo.
—Sí, ha reservado pasaje en el trasbordador de las siete y media —les informó
Ginny—. No sé dónde estará. ¿Y a vosotros cómo os fue?
—No nos fue —contestó Lisa—. Melanie no estaba en el colegio.
Ginny asintió.
—Tal vez sea mejor.
—Sí. —Phillip consultó su reloj—. Bueno, supongo que será mejor que vuelva al
hotel Tilsbury y haga el equipaje. Cuando vuelva Jess, por favor, le dicen que estaré
listo. —Se miró los zapatos. «¡Maldición!, pensó, ¿Por qué me estoy mirando los
zapatos?» Luego miró a Lisa—. Bueno —dijo—, ha sido un placer conocerte.
Lisa asintió.
—También ha sido un placer conocerte a ti, abogado.
Él pasó de un extremo al otro de la cama.
—Espero que se mejore, Ginny.
—Sí, yo también lo espero.
Phillip se metió las manos en los bolsillos.
—Bueno, supongo que esta es la despedida.
—Si alguna vez vas a Los Ángeles... —dijo Lisa.
Él sonrió.
—Sí, te llamaré.
Después respiró hondo, soltó el aire con lentitud, se giró y salió.

—Lo has impresionado —dijo Ginny.


—¿De qué estás hablando?
—De Phillip. Está loco por ti.
—Bueno. Es muy simpático.
—También lo eres tú. Mereces alguien como él, Lisa. No un tipo como Brad. No
otro desgraciado.
Lisa cruzó la habitación y se sentó en el borde de la cama.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—Phillip vive a cuatro mil quinientos kilómetros de distancia, mamá. Y los dos
tenemos carreras muy exigentes. Dudo de que haya esperanzas para él y para mí.
Ginny arqueó las cejas.
—¿Entonces quiere decir que te gusta?
Lisa cerró los ojos.
—Ya te lo dije. Es simpático.
Ginny apoyó una mano sobre el brazo de Lisa.
—Mira, chica, todos sabemos que, en lo que a hombres se refiere, yo no tengo
los mejores antecedentes. Pero una cosa sé y es que cuando te encuentras con un tipo
decente no debes perderlo. Hay muy pocos así en el mundo.
Lisa miró al otro extremo del cuarto.
—¿Es eso lo que has encontrado en Dick Bradley? ¿Un hombre decente?
—¡Vamos! —rió Ginny—. Dick es un buen enfermero. En este momento es todo
lo que necesito.
—Alguien ha llamado al enfermero —preguntó Dick, entrando con una bandeja
en la que había una tetera, dos tazas y un plato de pastas.
—Bueno, eso es lo que yo llamo un excelente remedio —dijo Ginny, estudiando
las pastas.
Trató de incorporarse y sintió una puñalada en la espalda. No era tan fuerte
como antes, pero de todos modos dolía.
—¡Mierda! —exclamó.
Dick depositó la bandeja y arregló las almohadas de la enferma. Entonces ella
pudo sentarse a medias y sin que el dolor fuese tan lacerante.
—Dentro de una hora puedes tomar otras dos pastillas —informó.
—Sí. De acuerdo. Y el maldito dolor ha vuelto a empezar hace ya una hora.
—Si mañana no te sientes mejor, en la isla hay un hombre que se dedica a las
curas holísticas. Lo puedo llamar.
—¡Estupendo! —dio Ginny, cogiendo una pasta—. Lo que me faltaba, un
médico vudú.
Lisa sonrió.
—A Ginny nunca le ha gustado que nadie la ayude.
—Bueno, ahora no tiene más remedio que dejar que se la ayude. A propósito,
¿no han visto a su amiga? Creí que pensaba irse hoy. Karin quiere saber si puede
volver a alquilar la habitación.
Ginny frunció el entrecejo.
—No sé dónde está. No la veo desde que se fue a dormir la siesta. Debe de
haber salido a caminar.
—Iré a buscarla —se ofreció Lisa.
—Tómate tiempo. Por lo visto Dick y yo tendremos una fiesta a la hora del té.
¡Ah! Una maravilla a media tarde.
Dick se puso rojo y Lisa rió.
—Volveré más tarde —prometió.
—¡Lisa! —agregó Ginny—. Tal vez convenga que busques a Jess en el hotel

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Tilsbury —dijo con un guiño.


—¿En el hotel Tilsbury? Pero allí se aloja Phillip...
Ginny se volvió hacia Dick.
—A veces mi hija es tan inteligente que me deja estupefacta.
—¡Ginny! —exclamó Lisa.
—Como te he dicho, creo que convendría que la buscaras en el Tilsbury.

Phillip solo tardó tres minutos en hacer el equipaje. Tenía la corbata arrugada y
el traje doblado, así que decidió que viajaría en tejanos y camiseta. Era cómodo. Con
ellos se sentía más auténtico.
Después de cerrar la maleta, miró a su alrededor y por fin se sentó en una silla
junto a la ventana. Clavó la mirada en la calle principal, aunque no veía a la multitud
que caminaba por la acera, ni los automóviles que recorrían la calle en busca de un
lugar donde aparcar. Ahora para él todo eso era un cuadro borroso de gente que
seguía con sus vidas, felices o tristes, pero que seguían con sus vidas.
No quería volver a Nueva York.
No quería volver a Joseph ni a Nicole ni a los partidos de paddle. Ni siquiera
quería volver a la oficina nueva. Quería quedarse allí en la isla; quería correr de
mañana por las calles silenciosas y cubiertas de rocío, quería sentarse con Lisa en la
playa y contemplar el amanecer y la puesta de sol y todo lo que hubiera en las horas
intermedias. No, no quería volver.
Cruzó las manos y miró sus uñas cuidadas de hombre de ciudad, la piel suave y
pálida que no estaba bastante tiempo a la intemperie, que no estaba acostumbrada al
trabajo duro y honesto, como lijar el fondo de un bote de vela o cortar leña para el
invierno. Pensó en Dick Bradley que le llevaba casi cuarenta años y que posiblemente
estuviera en mejor estado físico que él, a pesar de que Phillip corría e intentaba
mantenerse en forma. Suponía que no debía haber nada más sano que hacer las cosas
naturalmente, como respirar el aire fresco del mar mientras uno trabajaba, en lugar
de tener que respirar el aire viciado de un gimnasio lleno de individuos sudorosos.
Se preguntó si el aire sería fresco en Los Ángeles, y si habría poca
contaminación en el cañón donde vivía Ginny. Entonces se dio cuenta de que volvía
a pensar en Lisa. Se puso de pie, sacudió la cabeza, levantó la maleta y decidió
esperar a Jess en la calle, en una mesa del café.
Justo en el momento en que cogía el tirador para abrir la puerta, alguien llamó
desde afuera. Jess, pensó enseguida, y abrió la puerta.
Pero no era Jess, sino Lisa.
—¡Hola! —dijo ella.
Durante un instante, él se quedó mudo.
—¡Hola! —contestó por fin—. Creí que era Jess.
—No. Soy Lisa.
Phillip sonrió.
—Sí, lo sé.

- 213 -
JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—¿Puedo pasar?
—¿Pasar? Sí, por supuesto. —Se hizo a un lado, dejó la maleta en el suelo y
cerró la puerta—. ¿Has encontrado a Jess?
Ella sacudió la cabeza.
—Me pregunto adónde habrá ido —dijo, aunque lo que realmente le intrigaba
era el motivo por el que Lisa estaba allí y qué se suponía que debía hacer él.
Ella se acercó a la ventana y miró a la calle.
—Bonita vista —comentó.
—Es la calle principal —contestó Phillip, como si no fuera evidente.
—Phillip...
—Lisa...
Rieron.
—Phillip, me resulta odioso que te vayas —confesó ella—. Tengo la sensación
de que nunca volveré a verte.
Él sintió una presión extraña en el estómago.
—Bueno, supongo que hay cosas peores en la vida.
Ella se le acercó. Permaneció pegada a él. Phillip aspiró su aroma: fresco,
limpio. ¡Dios!, se preguntó, ¿por qué me importará tanto el aroma de una mujer?
—Creo que no comprendes, Phillip —dijo ella en voz baja y sensual, una voz
como él jamás había oído—. Me gustas mucho —agregó, bajando esos magníficos
ojos color topacio para que él no pudiera verlos.
Sin pensar en lo que hacía, Phillip colocó una mano bajo su barbilla y le levantó
el rostro para verle los ojos. Y cuando ella volvió a mirarle, se inclinó y la besó, le
besó la boca, en esos labios generosos que tenían el sabor de su frescura. Después la
rodeó con sus brazos y la volvió a besar, cada vez con más urgencia a medida que la
pasión crecía en su interior, a medida que cada nervio de su cuerpo se estremecía, a
medida que cada minuto y cada día de su vida de antes se disolvían en las alas de ese
momento, el único momento que importaba en su vida, en el mundo.
—¡Oh, Dios, Lisa! —gimió—. ¡Te necesito tanto!
Y entonces sintió que ella lo abrazaba, que le acariciaba el cuello con suavidad y
luego con firmeza. Sus dedos largos y fuertes le agarraban la carne ansiosa.
—Sí —susurró Lisa—. Sí.
Él la alzó del suelo y enterró la cara en su cabello, en ese pelo sedoso que olía a
vainilla. Entonces se detuvo.
—Yo... —vaciló—, no tengo ninguna protección.
Lisa sonrió.
—Pero yo sí. En la cartera.
—Yo no pensaba...
—Yo tampoco. Pero Ginny siempre insiste en que lo lleve. Por si acaso.
—Porque en estos tiempos...
—Y por otros motivos.
—¿Para que no haya más personas como nosotros en el mundo?
—Exactamente. Aunque no creo que seamos demasiado malos.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Entonces Phillip la acostó en la cama y, con lentitud, comenzó a desabrocharle


la blusa.

El cartel a un lado del camino era tan pequeño que Jess estuvo a punto de no
verlo. BOSQUES DE WEST CHOP, decía.
Jess había ido caminando desde el hostal; era más lejos de lo que parecía en el
mapa. También era menos acogedor de lo que ella esperaba. No era más que un
camino de tierra que se dirigía hacia unos árboles. Le intrigaba el motivo que había
tenido Richard para citarla allí. Sin embargo, algún motivo debía haber. Tal vez se
tratara de un lugar especial. El corazón de Jess latía con suavidad. Tal vez Richard
hubiera decidido llevar allí a Melanie para que la conociera, lejos de su padre y de su
hermana, lejos de las personas que él no quería que se enteraran de la verdad.
Entró en el camino y comenzó a andar. A los pocos pasos se topó con el cartel:
un mapa, rústico y pintado a mano sobre un pequeño trozo de madera. Jess se acercó
para estudiarlo. Los bosques estaban divididos en cuatro sectores distintos. Azul,
verde, naranja y rojo. Siguió con el dedo el sendero del sector rojo y luego buscó la
indicación de dónde comenzaba. A su derecha lo vio: una pequeña flecha roja
clavada en el suelo.
Deseó haberse puesto algo más práctico que los zapatos de tacón, mientras
comenzó a avanzar por el sendero, ansiosa por encontrarse con Richard, ansiosa por
enterarse de lo que él pensaba hacer.
Debía caminar despacio. El camino era angosto y el terreno era irregular, lleno
de raíces, ramas, hojas podridas y agujas de pino. Siguió avanzando guiándose por
las flechas rojas y, con cada paso que daba, se preguntaba qué sucedería, inquieta
porque el bosque parecía más denso a cada curva del sendero y el sol ya no lograba
penetrar a través de los altos pinos que la rodeaban.
Pensó en la posibilidad de regresar. Sabía que pronto llegaría el crepúsculo.
Entonces no sería fácil salir del bosque. Sin embargo, Richard... Richard la estaba
esperando. Le había enviado la nota dentro del sobre de una de las cartas que ella le
escribió…, podría haberlo escrito en cualquier papel, pero eligió aquel para
demostrarle... ¿qué? ¿Qué había guardado sus cartas durante todos esos años?
Mientras continuaba caminando con cautela, Jess comenzó a fantasear: Richard la
debía estar esperando en un claro, un hermoso claro con el suelo cubierto de agujas
de pino sobre el que habría extendido una manta suave y donde la aguardaba con
una cesta de quesos y fruta, y una botella de vino. Soñaba con que le diría lo mucho
que la amaba, que siempre la amó y siempre la amaría. Y mientras la conmovían
estos pensamientos y soñaba estos sueños, Jess se volvió a sentir la chiquilla de
quince años, la chiquilla que lo esperaba en una ventana de Larch Hall, la que se
quedó esperando al joven que nunca llegó, pero que quizá llegaría ahora.
«He sido un tonto», le diría él. Entonces bebería un sorbo de vino y ella bebería
otro y Richard la besaría como nunca había sido besada en treinta años, un beso de
amor, de verdadero amor.

- 215 -
JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Tropezó con una raíz pero recuperó el equilibrio con rapidez y siguió
caminando. El sendero se volvía a bifurcar y la flecha roja apuntaba hacia la derecha.
Jess pasó sobre un tronco caído y siguió caminando. Entonces, justo cuando el
sendero dejó de zigzaguear, sintió que el suelo se hundía. Su pie derecho crujió
cuando cayó en un pozo
—¡Maldición! —gritó.
Trató de levantarse, pero su pierna se negaba a moverse.
—¡Richard! —gritó dolorida.
Los árboles giraban encima de ella, el aire estaba absolutamente quieto y, en
medio de su dolor, se le cruzó un repentino pensamiento. Si Richard había guardado
sus cartas durante tantos años, quería decir que en su momento las leyó. Entonces
debía saber cuánto deseaba ella quedarse con su bebé. Debió saber que su padre
mentía.
No quería cerrar los ojos; quería pensar y sacar conclusiones. Pero el dolor que
le trepaba por la pierna fue más poderoso que su fuerza de voluntad. Entonces, justo
antes de desmayarse, Jess vio un relámpago de tela anaranjada que flotaba por el
bosque, alejándose de ella.

Se había olvidado de Jess. Phillip se incorporó, apartó las sábanas y miró el


reloj. Las siete y diez.
—¡Dios! —exclamó—. Me he quedado dormido. —Lo cual no era sorprendente.
Lisa había dado rienda suelta a una pasión que Phillip desconocía, una pasión que lo
dejó débil y más feliz que nunca en su vida. Se pasó las manos por el pelo y trató de
despertarse. Después sintió que las uñas de Lisa se deslizaban por su espalda
desnuda—. ¡Eres tan irresistible! —dijo, volviéndose a ella y recorriéndola con una
mano.
La besó con suavidad y su pasión volvió a despertar.
—Phillip —susurró ella—. ¡Oh, Phillip!
Él se detuvo.
—Tengo que encontrarme con Jess.
Ella le pasó las uñas por el pelo.
—Lo sé, lo sé.
Él se quedó un instante más en la cama estudiando el cuerpo de Lisa, tratando
de recordar cada centímetro, cada curva suave.
—¡Oh, Dios! —exclamó rodando hacia un lado y levantándose—. ¡No sabes
cómo odio salir de la cama!
—Yo también.
Phillip se acercó a la ventana y miró la calle.
—Me pregunto por qué no nos habrán llamado de recepción. Y me pregunto
dónde estará Jess.
—Llama al hostal —sugirió Lisa.
Phillip lo hizo. Jess no estaba allí, no había regresado. Preguntó en la recepción

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

del hotel Tilsbury. Ella no había llamado ni dejado ningún mensaje.


Phillip se puso los tejanos y se rascó la cabeza. Del otro lado de la cama se vestía
Lisa.
—No comprendo —dijo él—. Quería tomar el trasbordador de las siete y media.
Ya es casi esa hora. —Volvió a mirar por la ventana—. Y ya está casi oscuro. ¿Dónde
diablos se habrá metido?
Lisa se peinó y retocó su maquillaje.
—Creo que será mejor que salgamos a buscarla.
Phillip asintió lleno de tristeza. Lo más probable era que nunca volviera a ver a
Lisa.
—Me alegra que hayas venido a verme —dijo.
Por toda respuesta, ella le echó los brazos al cuello y le besó. Él la rodeó con sus
brazos y la acercó a su cuerpo.

Karin corría por la playa, el pareo flotando tras ella, el corazón latiéndole como
un tambor indio. Se dejó caer sobre la arena, echó atrás la cabeza y lanzó un largo
aullido que se perdió en el viento y en el cielo ya casi gris.
No debió de suceder así. Sí, quería vengarse. Vengarse de esa mujer llamada
Jess que vivió una existencia de señora de la sociedad mientras que ella criaba a la
hija que ella no quería..., mientras sacrificaba el amor del único hombre de su vida
porque, de alguna manera, Melanie se convirtió en su responsabilidad, en una parte
inesperada de su vida que era tan corriente.
Pero quería a Mellie, la quería de verdad. No lamentaba haberla criado. Lo que
le resultaba odioso era haberse sentido tan tonta cuando se enteró de la verdad.
Porque se sintió utilizada. Porque se sintió traicionada. Pero ahora algo le acababa de
suceder a Jess. Karin hundió los dedos en la arena, entre los caracoles y las
piedrecillas de la playa de West Chop. Se llevó las manos a la cara y se pasó las
palmas arenosas por las mejillas, lastimándose, con la esperanza de que el dolor
borrara lo que acababa de suceder.
—No fue culpa mía —sollozó.
Pero sabía que lo era.
Lo que quería era decirle a Jess que se fuera de la isla. Que se llevara a sus
amigos. Y que, después de todo, Jess no tenía por qué estar allí. Y que la gorda de su
amiga no tenía por qué acostarse con su padre. Quería decírselo, pero Jess tropezó y
se cayó. Karin vio cómo sucedía. Y supo enseguida que alguien le echaría la culpa.
Así que se alejó un poco y observó. Y vio que Jess se desmayaba.
En ese momento sintió un fuerte dolor en el estómago y cayó hacia adelante, el
cabello desplegado sobre la arena, las lágrimas mojando la playa. Sabía lo que debía
hacer.
Debía encontrar a Richard y contarle lo sucedido. Porque, fuera justo o no, Jess
era la verdadera madre de Mellie y Jess era inocente, una víctima de la sociedad, una
víctima de la vida. También era la mujer a quien, en un tiempo, Richard amó, y la

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madre que Mellie habría tenido si hubiera sabido la verdad.


Y había una cosa que Karin conocía y era el dolor. Ella sabía de memoria lo que
era un dolor interior. Lo supo cuando las cartas que le escribía a Brit comenzaron a
llegar con la leyenda «destinatario desconocido». Lo sintió aquel primer verano en
que él no volvió. Aquel verano y todos los veranos siguientes.
No importaba cómo, no importaba por qué, pero Karin no soportaba la idea de
que Mellie o Richard sufrieran ese dolor que ella conocía tan bien.
Se meció hacia delante y hacia atrás sobre las rodillas, preguntándose si Jess
estaría muy mal herida y si moriría.

—Su coche sigue allí —le dijo Dick a Ginny. Estaba a los pies de la cama, con
expresión perpleja.
Ginny frunció el ceño, deseando poder levantarse de la cama.
—No me imagino lo que puede haberle sucedido. —Se mordió el interior de las
mejillas y luego comprendió que había llegado el momento. El juego había
terminado—. Dick, ¿dónde está tu hijo?
—No sé. ¿Por qué?
—Tal vez él sepa donde está Jess.
—¿Cómo va a saberlo? No la conoce.
Ginny miró a Dick, odiando lo que estaba por hacerle a ese hombre decente y
bueno.
—Richard conoce a Jess —dijo por fin—. La conoció hace treinta años.
El rostro curtido por el sol de Dick Bradley no cambió enseguida. Pero, luego,
una lenta reminiscencia le asomó a la cara. Se puso pálido.
—Jess —dijo—. Jessica. ¡Oh, Dios mío!
—Sí —dijo Ginny. Volvió a tratar de sentarse en la cama, pero fracasó—. Pero
en este momento lo único importante es que debemos encontrarla.
Dick no contestó. Se quedó parado mirando a Ginny.
—Llama a tu hijo —exigió Ginny—. Y llámalo enseguida.
Dick se levantó del borde de la cama y cruzó la habitación.
—Y ya que estás en eso —agregó Ginny—, también sería mejor que averiguaras
dónde está tu hija Karin. Creo que ella sabe quién es Jess, y por qué estamos aquí.
—Por supuesto que lo sabe —confirmó Phillip que en ese momento entraba con
Lisa en la habitación.
Dick vaciló, luego salió en silencio, envejecido y representando sus sesenta y
nueve años y tal vez una docena más.

—Quizá no debiera habérselo dicho. —Phillip se paseaba de un extremo del


cuarto al otro—. Si ahora llama a Richard le dará la oportunidad de...
—¿De qué? —preguntó Ginny—. ¿Escapar? Estamos en una maldita isla. No
podría huir muy rápido. No hay pasajes en los trasbordadores, ¿recuerdas?

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Phillip se retorció las manos. A pesar de la satisfacción que acababa de sentir


con Lisa, a pesar de que se le habían relajado todos los músculos de su cuerpo, en ese
momento estaba tenso, rígido de miedo. Si no hubiera salido a caminar con Lisa, tal
vez esto no habría sucedido. Quizá entonces habría visto a Jess y..., ¡oh, diablos! Si no
hubiera sido tan egoísta, nada de aquello estaría sucediendo.
—Creo que deberíamos llamar a la policía —dijo.
—¡Dios mío! ¿Es lo único que se te ocurre siempre? —preguntó Ginny—.
Llamar a la policía por lo que hizo Brad y ahora llamar a la policía por la
desaparición de Jess. No sé cómo decirte esto, señor abogado, pero la policía no
puede solucionar todos tus problemas.
—Bueno, pero tenemos que hacer algo —dijo Phillip.
En ese momento regresó Dick al cuarto.
—He tratado de comunicarme con Richard por teléfono —dijo—. Ha salido de
la oficina por el resto del día. Y tampoco está en su casa.
—¡Estupendo! —exclamó Ginny—. ¿Y Karin?
—No está aquí.
Transcurrió un momento durante el que ninguno de ellos habló.
—Voy a la policía —dijo Dick por fin—. El jefe es amigo mío. Tal vez ellos
puedan ayudarnos.
Cuando volvió a salir, Ginny miró a Phillip.
—Hay otra persona a quien debéis tratar de encontrar.
Él asintió.
—Melanie.
Se volvió hacia Lisa.
—¿Quieres acompañarme?

Ginny quedó tendida en la cama, inutilizada, desesperada y angustiada por la


desaparición de Jess.
Si la que desapareció sin dejar rastro hubiera sido ella, no tendría importancia.
Ginny sabía cuidarse, siempre supo. Pero temía que la edad, el dolor y la experiencia
que daba la vida no hubieran endurecido bastante a Jess, y que no le hubieran
enseñado a sobrevivir en una situación realmente difícil. Jess de niña fue una
princesa, comió con cuchara de plata y vivió en un mundo donde el dinero
solucionaba todos los problemas. El dinero, no la valentía. Buscó otra pastilla
calmante en la mesita de noche. Quizá si se le aliviaba el dolor podría pensar con más
claridad, sería capaz de saber qué debía hacer. Una vez, mucho tiempo antes, Jess le
había salvado la vida. Jess le salvó la vida y ahora Ginny ni siquiera podía levantarse
de esa maldita cama para tratar de salvar la de ella.
«La vida sigue siendo una porquería», pensó mientras tragaba la píldora.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Instantes u horas después, Ginny no sabía cuánto tiempo había transcurrido, la


despertó el sonido de pasos en la habitación. Abrió los ojos; había oscurecido. A los
pies de la cama vio la silueta de un hombre.
—¿Dick? —preguntó. Pero era demasiado alto para que se tratara de Dick—.
¿Phillip? ¿La han encontrado?
La figura se le acercó.
—Bueno, bueno —dijo la voz—. ¡Qué increíble! Que yo encuentre a mi querida
mamita en la cama.
El frío recorrió el cuerpo dolorido de Ginny.
—Brad —siseó—. ¿Qué mierda estás haciendo aquí?

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Capítulo 23

—Vine a buscar mi dinero.


Ginny luchó por levantarse apoyándose sobre los codos. Estar tendida de
espaldas le daba un aspecto de excesiva indefensión y no era así como quería sentirse
frente a su hijastro.
—No hay dinero para ti, Brad.
La silueta se acercó a la cama. Ginny hizo una mueca de dolor y levantó las
rodillas.
—Quiero los quinientos mil. En caso contrario tu hija, y también tú, apareceréis
en todos los diarios, desde aquí a Yakarta.
Ella lo miró en la penumbra de la habitación. No podía alcanzar nada..., la
lámpara de la mesita de noche estaba demasiado lejos, y no había ningún bate de
béisbol ni un revólver que pudiera utilizar como armas..., o como disuasorio. Ningún
par de tijeras, como las que Jess utilizó contra su padrastro.
El miedo le cubrió el cuerpo de sudor y trató de no pensar en esa otra noche...,
la noche en que aquel cretino estaba encima de ella, luchando por violarla, hasta que
llegó Jess, le clavó las tijeras a ese infeliz y le quitó la vida.
Pero en ese momento ella no andaba por ahí, había desaparecido entre los
pescadores y los turistas de Martha’s Vineyard.
Hizo un esfuerzo por dejar de sudar.
—No vas a salirte con la tuya, Brad. Te haré arrestar por extorsión.
—Esa palabra demuestra que tienes un exceso de imaginación. ¡Y yo que creí
que tu vocabulario se limitaba a palabras de cuatro letras!
—Vete a la mierda, Brad.
—Así te reconozco más. Y para tu información, mamita, si por extorsión estás
pensando en chantaje, olvídalo. Tienes el dinero de mi padre y yo lo merezco.
—Él no lo creyó así.
Brad se le acercó más.
—Solo porque tú lo presionaste.
Ginny rió.
—Eres un típico perdedor, Brad. —Trataba de hablar con dureza, trataba de
mostrarse controlada. Lo único que esperaba era que él no se diera cuenta de que
apenas podía moverse.
Y entonces Brad se le acercó, se inclinó y colocó su cara junto a la de ella. El
aliento de Brad contra su piel era caliente.
—Tal vez debería follarte en este mismo momento. Como en los viejos tiempos.
¿Qué te parece?

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

La oleada de furia que recorrió a Ginny pudo más que el dolor. Lanzó las
piernas contra los testículos de Brad. Él cayó de espaldas y sus gritos de dolor se
mezclaron con los de ella. Ginny se levantó, cogió la lámpara de la mesita de noche y
le golpeó la cabeza, una, dos, tres veces.
Brad quedó tendido, en silencio.
Ginny enderezó la espalda. El dolor todavía estaba allí. Todavía estaba allí, pero
era mucho más tolerable. Cojeó hasta la puerta. Debía salir con rapidez, antes de que
él recuperara el conocimiento. Antes de que volviera a atacarla. Recorrió el vestíbulo
renqueando, palpando la pared en busca de la escalera, con la esperanza de poder
llegar a su cuarto y a su ropa antes de que Brad despertara. Trató de no pensar que
existía la posibilidad de que lo hubiera matado.
De alguna manera, consiguió subir la escalera. Entonces le pareció oír pasos a
sus espaldas.
¡Que Dios me ayude! pensó. Llegó a una puerta. Entró y le echó llave con
rapidez. Encendió la luz y justo entonces se dio cuenta de dónde estaba: esa no era la
habitación que había compartido con Lisa durante los últimos días. Era el cuarto de
Jess. La habitación número siete donde las maletas todavía estaban en un rincón,
donde la puerta no estaba cerrada con llave.
Ginny trató de no pensar en eso en aquel momento. Cojeó hasta la mesita de
noche, descolgó el teléfono y llamó a la policía.
—En Mayfield House hay un intruso —dijo, hablando con rapidez—. Le he
golpeado con una lámpara. No sé si está desmayado o muerto. —Mientras hablaba
vio que había un sobre rosado en el suelo, parcialmente oculto por el borde de la
cama—. Debe venir lo más rápido posible —le ladró al policía—. El intruso está en el
dormitorio de atrás, en el primer piso.
Cortó con el corazón latiendo como desaforado. Si sólo pudiera llegar hasta su
cuarto..., si sólo pudiera ponerse su ropa... Le dolía la espalda. Se la masajeó.
Se sentó en el borde de la cama de Jess y decidió esperar a la policía.
Entonces volvió a ver el sobre. Extendió un pie hacia la nota, dobló los dedos
sobre el borde y levantó el sobre hasta sus manos.
Estaba dirigido a Richard Bryant.
Ginny frunció el ceño y sacó la nota que decía: Bosques de West Chop... El
sendero rojo... Richard.
Así que allí era donde estaba Jess. En un lugar llamado Bosques de West Chop.
En el sendero rojo. Para encontrarse con Richard.
¿Pero dónde diablos quedaban los bosques de West Chop? No tenía idea de lo
que había hecho con el mapa. Supuso que encontraría a alguien, en la calle, en alguna
tienda, a alguien que supiera dónde quedaban.
Pero ante todo debía vestirse.
Justo en ese momento oyó sirenas que bramaban en la noche. Y Ginny supo que
debía moverse rápido antes de que llegara la policía y la hiciera perder más tiempo.
Porque sabía dónde estaba Jess, y con dolor de espalda o sin él, sabía que debía llegar
hasta ella.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Según la guía telefónica con informaciones de la isla que Lisa cogió del salón de
Mayfield House, Bob y Melanie Gailoway vivían en Tea Lane, en Chilmark. Mientras
ella se encargaba de averiguar esto, Phillip se dirigió a la habitación de Jess y revisó
sus cosas con rapidez. En el bolso encontró las llaves del coche.
En aquel momento, Phillip aceleraba mientras salían de North Road y entraban
en Tea Lane.
—Espero que sea ella —dijo Lisa desde el asiento del acompañante.
—Tiene que ser ella —contestó Phillip—. Solo figuraban cinco Galloway en la
guía de Vineyard. Y solo una Melanie. —Redujo la velocidad y comenzó a leer los
carteles de los buzones—. Lo que no puedo comprender es por qué, si Jess tenía
intención de venir hasta aquí, no trajo el coche.
—No estamos seguros de que esté aquí, Phillip.
Permanecieron un momento en silencio.
—Esperemos que esté. —Ninguno de los dos siguió con el tema. Pero Phillip se
agarró a la esperanza de que Richard hubiera pasado a buscar a Jess y que tal vez
hubieran ido juntos hasta allí para que pudiera conocer a Melanie, para que la
verdad saliera a la luz de una vez por todas. Y tal vez Richard también hubiera
aceptado que conociera a Sarah, esa niñita con una pierna enyesada que Jess
aseguraba que era idéntica a ella.
Eso era lo que Phillip esperaba, pero, de alguna manera, algo en lo profundo de
su ser le advertía que no debía hacerse ilusiones.
—Allí está —dijo Lisa, señalando un buzón en forma de pato sobre el que
estaba escrito el apellido «Galloway».
Desde el camino y en medio de la oscuridad, aunque Phillip entornó los ojos, no
alcanzó a ver la casa. Respiró hondo.
—Bueno, ahí vamos —dijo, y dobló por un sendero angosto con árboles a
ambos lados, un sendero zigzagueante. Era difícil ver nada. No había farolas de
alumbrado, solo el poco de luz de la luna en cuarto creciente que se filtraba entre los
árboles.
—¿Cómo es posible que a alguien le guste vivir aquí? —susurró Lisa—. Es un
lugar tan aislado...
Justo en aquel momento los faros del auto iluminaron algo negro y movedizo.
Negro y peludo. Con una tira blanca que le recorría la espalda.
—¡Un zorrillo! —exclamó Lisa.
Phillip apagó los faros del coche y los volvió a encender. El zorrillo miró el
coche, se giró y desapareció entre los árboles.
—Esto no me gusta nada —dijo Lisa.
—Porque no eres más que una chica de ciudad.
—¿Y tú no lo eres?
—No. Yo soy un chico de ciudad.
—Muy gracioso.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Phillip no quería admitir que ese no le parecía un lugar donde pudieran vivir
seres humanos. Zorrillos, tal vez. Pero gente, nunca.
El camino doblaba a la izquierda. Phillip lo siguió. De repente llegó a su fin.
Phillip detuvo el auto justo detrás de una camioneta Bronco de color marrón con
matrícula de «Cape Cod e Islas, Massachusetts». El vehículo estaba estacionado junto
a una acera detrás de la que se levantaba una casita cuadrada con cuidadas persianas
blancas y, las ahora familiares, tejas de madera grises y curtidas por la intemperie.
Phillip notó que la puerta delantera estaba pintada de un rojo vivo; hileras de
geranios rojos llenaban los maceteros de las ventanas. Y en las cuatro ventanas
repartidas por el frente de la casa, dos a la derecha y dos a la izquierda de la puerta,
resplandecía la luz del interior.
—Parece un lugar agradable —dijo Lisa—. Acogedor.
—Creía que habías dicho que estaba demasiado aislado.
—Está aislado. Pero es acogedor.
—Me pregunto si Richard tendrá una Bronco.
—Creo que hay una sola manera de saberlo con seguridad.
Phillip miró a Lisa quien a su vez observaba la casa.
—¿Esto es lo correcto, no crees?
Ella volvió la cabeza para mirarlo.
—No tengo idea.
Él sonrió ante tanta franqueza.
—Vamos —dijo, abriendo la puerta del coche—. Terminemos de una vez.
Estaban a mitad de camino de la casa cuando la puerta de entrada se abrió. Un
hombre de barba bien recortada y una camiseta con la leyenda «Menemsha Blues»
salió y les preguntó:
—¿Están perdidos?
—Creo que no —contestó Phillip, pero no agregó nada más hasta que estuvo a
los pies de los escalones de entrada—. Usted debe ser Bob Galloway.
—Sí. Soy yo. —No parecía mucho mayor que Phillip o que Lisa.
—¿Su mujer está? —preguntó Lisa—. Me refiero a Melanie.
Bob Galloway cruzó sus brazos musculosos.
—¿Qué es todo esto?
—Somos amigos de los Bradley —dijo Phillip, improvisando a medida que
hablaba—. Si Melanie está, nos gustaría hablar con ella.
Bob Galloway los observó algunos instantes y luego entró en la casa sin cerrar
la puerta. Phillip alcanzó a ver un salón pequeño y arreglado, con una chimenea en
una de las paredes. Junto a ella había una mesa infantil con dos sillas, y un caballito
de juguete. En el otro extremo de la habitación vio dos librerías pequeñas, cuyos
estantes inferiores estaban llenos de libros y los superiores de fotografías, fotografías
de familia quizá, en marcos cuadrados y ovalados. Desde el interior de la casa les
llegaba el aroma de un guiso o de un pastel de carne, lo cual le recordó a Phillip que
esa noche no había comido, cosa que no tenía importancia porque quién iba a querer
comer cuando...

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

En la puerta apareció una joven con un vestido largo. Detrás de ella estaba Bob
Galloway.
—Yo soy Melanie —dijo. Desde algún lugar, mucho más allá de los pinos, un
animal lanzó un lento aullido.
Phillip se aclaró la garganta, se presentó y presentó a Lisa.
—Estamos buscando a una señora llamada Jess Randall —dijo—. Su nombre de
soltera era Jessica Bates. ¿Por casualidad la ha visto? —Miró los ojos de Melanie en
busca de alguna señal de reconocimiento, un breve relámpago tal vez, o un
parpadeo. No hubo nada de eso. En cambio Melanie miró alternativamente a Phillip
y a Lisa.
—No —contestó—. No conozco a nadie con ese nombre. —Volvió a mirar a
Lisa—. ¿Usted no es Lisa Andrews, la heroína de Devonshire Place?
Lisa tomó el brazo de Phillip.
—Sí —contestó.
—Nosotros siempre vemos su serie.
Lisa esbozó una leve sonrisa mientras apretaba nerviosa el brazo de Phillip. Él
se dio cuenta de que era la primera vez que la reconocían estando con él. Se preguntó
si le molestaría; decidió que sí y le pareció adorable que fuese tan vulnerable.
—Gracias —dijo Lisa—. ¿Está segura de que no conoce a una mujer llamada
Jessica Bates o Jess Randall?
Melanie sacudió la cabeza.
—Lo siento —dijo.
Phillip la creyó. También creyó que Melanie Galloway vivía una vida tranquila,
una vida a la que parecía pertenecer. Y que ellos no tenían ningún derecho a
inmiscuirse en ella y tratar de cambiarla.

Piedras y ramas le raspaban las mejillas. Jess abrió los ojos. Estaba oscuro. Se
apartó una hoja podrida de la cara y lanzó un gemido.
No hubo respuesta en el bosque oscuro. Solo un silencio aterrador porque no
cantaba ningún pájaro ni chillaba ninguna gaviota. Nada más que silencio y una fina
neblina que se le pegaba al pelo y le hacía arder la piel de la cara.
Le palpitaba el pie. Con lentitud, consiguió sentarse. Tocó el lugar donde le
dolía. Tenía el tobillo tan hinchado que le caía sobre el borde del zapato, era como un
globo.
—¡Ayyyyyyyyyyy! —gritó.
Comenzó a dolerle la cabeza y empezó a temblar. Se frotó los brazos con las
manos en un intento de sacarse de las mangas del jersey, las hojas podridas y las
agujas de pino. Debajo de ella la tierra estaba húmeda. Apoyó las manos e intentó
ponerse de pie. Pero el tobillo hinchado no soportaba el peso de su cuerpo. Volvió a
caer al suelo.
—¡Socorro! —llamó en voz baja, porque sabía que por allí no debía haber nadie
que pudiera ayudarla. Nadie más que los animales que jugaban en la noche, nada

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

más que los misterios que bailaban en las sombras.


Se preguntó por qué no se habría presentado Richard. Le intrigaba saber si el
sobre estaría destinado a engañarla. Se preguntó si ese trozo de tela anaranjada que
vio antes de perder el sentido pertenecería al pareo de Karin y, si era así, qué hacía
ella en el bosque. Se preguntó si moriría allí, entre los pinos de una isla en medio del
mar. Si moriría sin volver a ver a sus hijos, a Chuck, a Maura, a Travis. Sus hijos, los
que crió y amó para que se convirtieran en los jóvenes adultos que eran, esos jóvenes
adultos a veces malcriados pero que, sin duda, la querían. Se preguntó si ellos la
extrañarían si moría allí, en el bosque.
Entonces pensó en Maura y en lo injusto que había sido todo para ella. Durante
mucho tiempo, Maura había sido la única hija de Jess. Y ahora se enfrentaba a la
competencia de otra hija desconocida. Por más clases de psicología que Maura
tomara, por más casos de estudio que investigara, posiblemente nunca podría ser
objetiva con respecto a esa situación: sobre Melanie y Sarah, y Richard, el hombre a
quien Jess amó en un tiempo.
Y ahora las esperanzas de Jess de llegar a conocer a su hija mayor se
derrumbaban, su último esfuerzo había fracasado. Y lo único que quería era volver a
casa. Quería tratar de aceptar lo que hizo su padre, ese hombre que, a pesar de su
incapacidad para demostrar sus verdaderos sentimientos, sintió el suficiente cariño
por ella como para cuidar a su hija de la manera que consideró mejor. Quería tener la
oportunidad de comprender esa actitud. No quería seguir estando allí en el bosque.
Y, por encima de todo, quería volver a su casa.
Pero permaneció inmóvil en el suelo, preguntándose cuánto tiempo lograría
sobrevivir y cuánto tiempo pasaría antes de que alguien encontrara sus restos. Dejó
caer la cabeza y bajó los ojos. Permitió que las lágrimas rodaran por sus mejillas al
tiempo que en el bosque empezaba a llover.

Encontraría a ese hijo de puta y lo mataría. Si lo había podido hacer con Brad,
sin duda también podría hacerlo con ese imbécil llamado Richard.
¡Richard!, pensó, mientras ponía en marcha la camioneta de Dick y se dirigía
hacia el centro de la ciudad. Treinta años antes había oído el nombre de ese hombre
hasta el cansancio. «Ya verás, Richard vendrá a buscarme» le dijo una y otra vez la
joven Jess. Bueno, Richard no fue a buscarla. En cambio se instaló en la isla. Pero a
pesar de todo, Ginny no lo culpaba. Vineyard era mucho más agradable que
Larchwood Hall. Y Mayfield House era decididamente más cómodo y elegante que
el piso sin agua caliente donde habrían tenido que vivir con la hija de ambos si se
hubieran casado y el padre de Jess le hubiera cortado la paga.
Pero igual que tres décadas atrás, Richard no andaba en nada bueno. Le podía
contar a Jess todas las historias absurdas que se le ocurrieran, pero sus actos
hablaban a gritos. Y en ese momento, su actitud no parecía muy distinta a la que
había tenido tres décadas atrás. Mataría a ese hijo de puta por haber vuelto a
confundir a Jess.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Mientras avanzaba por la calle principal en el viejo Ford, Ginny bajó la


ventanilla. Como era proverbial, las aceras ya estaban vacías de mesas y sillas;
después de todo, en Vineyard Haven eran las diez de la noche y se esperaba que los
turistas ya se hubieran refugiado en las habitaciones un tanto caras de los
alojamientos con cama y desayuno. Y como si eso fuera poco, pensó Ginny, poniendo
en marcha los limpiaparabrisas, ahora empezaba a llover.
Por lo menos Dick había dejado la vieja camioneta en el garaje del hostal con las
llaves puestas. Trató de mostrarse agradecida por una suerte tan pequeña, pero lo
único que realmente le importaba era que su dolor de espalda todavía la estaba
matando y que tenía que en contrar a Jess.
—¡Oiga! —le gritó por la ventanilla a una figura de impermeable amarillo que
caminaba por la acera—. ¿Dónde quedan los bosques de West Chop? —La figura
pretendió que no la oía y desapareció en un portal oscuro—. ¡Pedazo de imbécil! —
murmuró Ginny doblando por la calle Spring para dar la vuelta y regresar al lugar
donde empezaba la calle principal. Si no lograba otra cosa, por lo menos podría
detenerse en el hotel Tilsbury. Allí tenía que haber alguien. Alguien con algo de
cerebro.
Había alguien. Instantes después, cojeando de dolor y con el chándal que había
conseguido ponerse completamente empapado por la lluvia, Ginny se acercó al
mostrador de recepción del hotel.
—Estoy tratando de encontrar los bosques de West Chop —dijo—. ¿Dónde
mierda quedan?
El hombre del mostrador sonrió.
—El tiempo está un poco inclemente para acampar, ¿no le parece?
Ella se agarró al borde del mostrador y se inclinó hacia delante, ignorando el
terrible dolor de su espalda.
—Solo le pido que me indique dónde mierda quedan. Está en juego la vida de
una persona.
Ginny ignoraba, y tampoco le importaba, si el hombre se sintió intimidado por
aquella mujer empapada de agua de lluvia que hacía dos días que no se bañaba ni
maquillaba, o si quiso que saliera de una vez del vestíbulo de la posada. Pero lo
cierto es que le indicó enseguida cómo llegar a los bosques. Y ella salió de allí con la
velocidad que le permitió el dolor lacerante de su espalda.

A ratos, Jess dormitaba. A medida que la intensidad de la lluvia aumentaba, los


bosques se iban poniendo más ruidosos. El repicar de las gotas de lluvia era más
firme, las hojas y las ramas y la tierra endurecida cada vez estaban más mojadas.
En algún momento había dejado de llorar. Y ahora, cuando estaba despierta,
Jess simplemente miraba la oscuridad.
En determinado momento trató de arrastrarse por el sendero. Pero las raíces y
las ramas se le clavaban en el estómago. De manera que permaneció quieta una vez
más, llorando, mirando la noche, dormitando, mientras se preguntaba por qué Dios

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

habría permitido que le sucediera aquello y por qué tardaba tanto en permitirle que
respirara por última vez y luego muriera en silencio.
Pensó en algo que había leído hacía mucho tiempo..., tal vez en Sedona donde,
si Maura hubiera ido, ahora quizá las cosas serían distintas. Era una creencia
espiritual de los indios, de que todos hemos sido puestos en el mundo por un motivo
especial, para solucionar problemas no resueltos en nuestras vidas pasadas. Si fuera
cierto, quizá despertaría siendo otra persona y nunca llegaría a enterarse de si Chuck,
Maura y Travis llegaron a ser unos adultos felices y si Melanie alguna vez supo el
secreto de su nacimiento.
Aunque, por supuesto, no tendría la menor importancia, porque ella estaría
muerta.
—¡Jess!
Un nombre que sonaba como el suyo flotó en la lluvia. «Ahora las gotas de
lluvia empiezan a hablarme», pensó. Se preguntó si perdería por completo la razón
antes de que Dios le concediera el último suspiro.
—¿Estás ahí?
Jess parpadeó. Contuvo la respiración y permaneció muy quieta. Escuchó.
—¡Jess!
En ese momento la voz era más fuerte y más clara.
—¡Jess! Soy Ginny.
Jess se llevó las manos a la cara y dejó que fluyeran sus lágrimas. Ginny. Ginny
estaba allí.
—¡Ginny! —exclamó con suavidad—. Estoy aquí. No puedo caminar.
—¿Dónde es aquí?
—No sé. He caído en un pozo... —Las palabras estaban mezcladas con lágrimas.
—Sigue hablando —pidió Ginny—. Te encontraré.
—No puedo..., no sé qué decir...
—Dime que soy una amiga maravillosa que ha venido a buscarte bajo la lluvia
cuando yo tampoco puedo caminar. Por cierto, nos has aterrorizado a todos.
—¿Todos? ¿Quiénes?
—A mí. Lisa. Phillip. Dick.
Jess oyó pasos muy cerca de donde se encontraba.
—Ginny —dijo en voz baja—, si sigues caminando tropezarás conmigo.
—¡Mierda! —contestó Ginny.
Permanecieron un instante en silencio mientras la lluvia las empapaba a ambas.
—Bueno —dijo Ginny—, ¿qué diablos te sucedió?
—Ya te lo he dicho. Me he caído en un pozo. Creo que me he roto un pie. No
puedo caminar.
—¿Dónde está Richard?
—No ha aparecido.
—Eso es lógico.
Jess bajó la cabeza.
—Ginny, por favor...

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—Bueno, no sé cómo demonios te sacaré de aquí. No estoy exactamente en


condiciones de llevarte en brazos.
—Tal vez yo debería esperar aquí mientras tú vas a buscar ayuda.
—Está lloviendo.
—Estoy aquí desde antes de que oscureciera. Otra media hora no me matará.
Ginny permaneció un instante inmóvil, buscando una solución. En ese
momento resonó en el bosque el sonido de ramas que se rompían y de pasos. El
corazón de Jess comenzó a latir como enloquecido.
—¡Dios, Ginny! ¿Qué es eso?
—¿Te parece que tengo aspecto de boy scout?
—Quizá sea un oso. O un...
—¡Jess! —la palabra resonó con tanta claridad y tanta fuerza que las sobresaltó
a las dos—. ¡Jess! ¿Estás allí?
Ginny extendió una mano y agarró la muñeca de Jess. Le llevó dos dedos a los
labios para que no hablara.
Jess frunció el ceño y arrancó el brazo de las manos de Ginny.
—¡Estoy aquí, Richard! —contestó.
Ginny levantó los ojos al cielo y se preguntó cómo era posible que Jess fuese tan
imbécil como para permitir que el hombre que la había dejado allí para que se
pudriera, regresara y volviera a intentarlo.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Capítulo 24

—Karin estará aquí dentro de un minuto —le dijo Richard a Jess acercando una
silla para sentarse junto a la cama de hospital donde ella estaba tendida con el pie
roto, enyesado y levantado de acuerdo con las órdenes de los médicos.
Ginny estaba de pie al otro lado de la cama cogida a la barandilla de metal para
poder mantenerse erguida, para mantener la espalda en la única postura en que no le
dolía: derecha.
—¿Qué tiene que ver la loca de su hermana con todo esto? —preguntó Ginny.
Jess le dirigió una mirada que decía: «¡Cállate la boca!», pero Ginny no le hizo
caso. El hecho de que Karin-Morticia por fin hubiera acudido a Richard para avisarle
de lo que le había sucedido a Jess en el bosque, no quería decir que Ginny confiara en
ella..., ni en él.
Richard se apoyó contra el respaldo de la silla.
—Ella no quiso hacerte daño. Lo único que quería era que te fueras, Jess. Que os
fuerais todos de la isla.
—Ella fue quien escribió la nota invitándome a ir al bosque —le explicó Jess a
Ginny—. Y la firmó con el nombre de Richard.
—Así que siempre fue ella —dijo Ginny—. Fue Karin quien te envió la primera
nota. La que hizo la llamada.
Jess y Richard asintieron.
—¿Y entonces por qué mierda quiere que nos vayamos ahora? ¿Y por qué
andaba a hurtadillas por el bosque?
—Supongo que no quería que nadie nos viera juntas —dijo Jess—. Y presumo
que cambió de idea con respecto a que yo conociera a Melanie.
Richard cerró los ojos.
—Si yo hubiera sabido lo profundamente angustiada que ha estado Karin todos
estos años...
Ginny lanzó un bufido.
—¿Coleccionando vidrios de mar en su tiempo libre? ¿Eso no le dio una pista
de su estado mental?
—Yo nunca creí... —dijo Richard hundiendo la cara entre las manos—. ¡Oh,
Dios! Realmente no supe que...
Jess extendió una mano y tocó el brazo de Richard.
—Richard —dijo—, todavía estoy un poco confundida. En primer lugar, ¿por
qué hizo Karin todo esto? Después de tanto tiempo, ¿por qué eligió este momento
para ponerse en contacto conmigo? Y otra cosa..., puso la nota en un sobre que yo te
había enviado a ti, Richard. El sobre de una de las cartas que te mandé mientras

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

estaba en Larchwood. ¿Qué hacía con ese sobre? ¿Cómo lo consiguió?


—No se lo pregunte a él —dijo una voz desde la puerta—. Richard ni siquiera
llegó a ver esas cartas. —Karin entró a la habitación vistiendo el pareo anaranjado, el
mismo anaranjado que Jess había visto en el bosque. En las manos llevaba lo que
parecía una caja de puros—. Lamento lo de su pie, Jess. Nunca tuve intención de que
se hiciera daño...
—¿Qué cartas, Karin? —la interrumpió Richard quien enseguida dirigió una
mirada a Jess—. ¿Tú me escribiste mientras estabas en Larchwood?
Ginny exhaló una queja.
—Decir que le escribía es poco. ¿Dónde estaba Jess todos los malditos días?
Enroscada en su cama con esos papeles perfumados...
Richard tomó la mano de Jess.
—Nunca recibí ninguna de tus cartas, Jess. No tenía idea de que...
—Por supuesto que no tenías idea —dijo Karin extendiendo la caja de puros—.
Todas le fueron enviadas al padre de Jess.
En ese momento, hasta Ginny estaba confusa. Pero Richard cogió la caja que le
ofrecía su hermana y la abrió. De ella sacó una pila de sobres rosados, atados con una
cinta.
—Allí también hay un recorte de periódico —dijo Karin—. El del casamiento de
Jess. Así fue como descubrí su apellido de casada. Así fue como pude seguirle la
pista en Greenwich.
—No comprendo —dijo Jess mirando la pila de viejas cartas—. ¿Dónde las
consiguió?
Karin rió, pero su risa no era de diversión ni de alegría; era una risa triste y
melancólica que llenó a Ginny de una compasión que ignoraba poseer.
—Las encontré en el compartimiento secreto de un viejo escritorio —explicó.
Richard frunció el ceño y preguntó:
—¿En qué viejo escritorio?
—El que compré hace algunos años en un remate.
Richard meneó la cabeza.
—Espera un momento. ¿Dices que compraste un escritorio antiguo en un
remate y que dentro encontraste mis cartas? Eso no tiene sentido, Karin.
—Sí, por supuesto que lo tiene —respondió ella—. Lo vendía una familia que
era dueña de una de las casas grandes de West Chop. La casa que yo limpiaba todos
los veranos cuando era joven. La casa que alquilaba un hombre que se hacía llamar
Harold Dixon.
Ginny se apoyó contra la pared, tratando de descifrar lo que oía. Miró a Jess,
quien parecía tan intrigada como Richard. Entonces Karin continuó hablando.
—Siempre supe que era una tontería que me enamorara de un veraneante —
dijo con una expresión distante en los ojos—. ¡Pero era tan buen mozo y tan bueno
conmigo! Y cuando mamá murió, no le importó que no me pudiera ir con él a causa
de Mellie. No le importó. Pero seguía viniendo todos los veranos y nos quería a las
dos: a Mellie y a mí. Yo ignoraba que no se llamaba Harold Dixon. Ignoraba que su

- 231 -
JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

verdadero nombre era Gerald Bates.


Todo quedó como suspendido en la habitación. El aire se puso pesado. Y
entonces Ginny comprendió lo que estaba diciendo Karin. Y más o menos al mismo
tiempo lo comprendió Jess.
—¿Mi padre? —preguntó—. ¿Era mi padre?
—Yo le llamaba Brit y él me llamaba Yank —explicó Karin—. Nunca creí que
me mentiría.
Jess se puso tan blanca como las sábanas demasiado lavadas del hospital.
—No... —empezó a protestar.
—Sí —replicó Karin con los ojos llenos de lágrimas—. Y me amaba, realmente
me amaba. Al principio supongo que sólo venía para ver a Mellie. A verla crecer.
Para asegurarse de que estaba bien. No creo que planeara enamorarse de mí. Pero se
enamoró. Se enamoró de veras. —En el silencio que siguió, Karin jugueteó con la
gargantilla de piedra de mar que llevaba al cuello—. Pero un día no volvió —siguió
diciendo—. Nunca volvió, y muchos años después hubo ese remate. ¡Y si supieran
cómo quería tener ese escritorio! Era donde él trabajaba en el estudio cuando estaba
en la isla. Yo quería tenerlo para recordarlo más. Y justo cuando empezaba a buscar
un lugar donde guardar mis mejores vidrios de mar, encontré ese compartimiento
secreto. Entonces supe quién era Brit.
—Supiste que era el padre de Jess —acotó Richard.
Karin asintió.
—Y el abuelo de Melanie. No sé por qué tenía aquí esas cartas. Tal vez pensara
dártelas a ti, Richard.
—¿Pero cómo diablos llegaron a su poder? —preguntó Ginny—. Jess se las
escribió a Richard. Ella misma las despachaba en el correo. Yo la vi hacerlo más de
una vez... —Y entonces se le ocurrió una idea—. ¡Oh, mierda! —exclamó.
—Estaban todas dentro de un sobre grande dirigido al padre de Jess —explicó
Karin—. Entonces fue cuando me di cuenta de qué el hombre al que conocía como
Harold Dixon era en realidad Gerald Bates. Me enfadé tanto que tiré el sobre grande,
pero recuerdo que el remitente era...
—Bud Wilson —interrumpió Ginny—. Esa porquería de sheriff que era también
el jefe de correos.
—Exacto —contestó Karin—, ese era el nombre del remitente.
—Bud Wilson nunca envió tus cartas, Jess —dijo Ginny.
Jess tenía los ojos opacos, como si estuviera sonámbula.
—Es probable que papá le hubiera pagado para que no las enviara —dijo Jess.
—Su padre debe de haberla querido mucho —reflexionó Karin—. Hace mucho
tiempo yo creí... —Tartamudeó un poco, parpadeó y luego miró por la ventana—.
Creí que yo también le importaba. Pero hace tantos años que no le veo...
Jess comenzó a hablar con lentitud.
—¿Cuántos años? —preguntó.
—No lo he visto desde el verano de 1982. Después de esa fecha todas las cartas
que le escribí me fueron devueltas.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Jess volvió el rostro para que Karin no lo viera.


—Murió en octubre de ese año.
Si hasta entonces el aire había sido pesado en la habitación, en ese momento
parecía estancado, inmóvil, como si alguien hubiera apretado el botón de «pausa» en
un control remoto. Entonces Karin bajó la mirada y la fijó en el suelo.
—Así que me amó —dijo—. No me dejó, murió.
—Sí, murió —confirmó Jess.
—¡Ah! —replicó Karin volviendo a apretar con la mano la gargantilla.
—Yo nunca supe que venía a Vineyard —dijo Jess en voz baja.
—Vino durante doce años —confirmó Karin—. Doce veranos.
—Y vio crecer a mi hija.
—Sí. Era un buen hombre, Jess. Nos quería a Mellie y a mí. Nos quería a su
manera tan contenida, tan inglesa. —Acarició la piedra de mar y cerró los ojos—. Yo
lo llamaba Brit, ¿sabe?..., y él me llamaba Yank... —Y entonces se dejó llevar por los
recuerdos de un mundo donde sólo ella había estado.

—No comprendo por qué no le dijiste la verdad a Melanie —dijo Lisa mientras
Phillip estacionaba el coche de Jess en el estacionamiento del hospital.
Él apagó el motor y le sonrió.
—Porque ella no es como nosotros, Lisa. Melanie tiene una buena vida. No es
soltera ni está a la deriva haciendo cosas que no le resultan cómodas. Es ella misma, o
por lo menos eso es lo que parece.
—¿De qué estás hablando?
—Hablo de lo que me revienta ser un abogado que se ha especializado. Tal vez
sea porque fui adoptado. Aunque quizá eso no tenga nada que ver con el asunto.
Pero el fondo de la cuestión es que Melanie parece auténticamente feliz. No tenemos
derecho a empañar esa felicidad, sólo porque nuestras vidas son un poco inconexas.
—¿Nuestras vidas? Perdona, abogado, pero creo que deberías hablar por ti
mismo. Mi vida es perfectamente feliz. Por si no lo has notado, soy una estrella de
Hollywood.
Él le dirigió una mirada.
—Ya lo he notado. Y también creo que tal vez no siempre seas feliz en tu papel
de estrella.
—No sabes de lo que hablas.
—Eres muy agradable, Lisa. Eres una buena persona. ¿Qué fue lo que realmente
sucedió entre tú y Brad? Lo siento, pero no creo esa historia de que después de
adorarte como un loco, un día despertó de repente y decidió chantajearos a ti y a tu
madre.
Ella miró por la ventanilla del coche, sin responder. Phillip extendió una mano
y la apoyó sobre la de ella.
—Me gustas muchísimo, Lisa. Tal vez hasta esté enamorado de ti. Pero creo que
antes de regresar a Los Ángeles y continuar con lo que sea que hagas, deberías

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

analizar una serie de cosas. O terminarás con otro Brad Edwards y con otro desastre.
Aquellos ojos hermosos e irresistibles color topacio se llenaron de lágrimas.
Phillip tuvo ganas de pegarse un tiro por haberle provocado dolor. Pero creía haber
dicho la verdad, y si alguna vez llegaba a haber algo entre él y Lisa, quería que ella
fuera honesta consigo misma. Sólo entonces estaría en condiciones de ser honesta con
él.
—Tienes razón —dijo ella con suavidad—. Esa no fue toda la historia.
Gotas de lluvia mancharon el parabrisas. Phillip tomó la mano de Lisa entre las
suyas.
—Te escucho.
—Brad planeaba enjuiciar a Ginny por la herencia de Jake. Me pidió dinero para
pagar a sus abogados. No pude dárselo. Conocí lo suficientemente bien a Jake como
para saber que debió tener sus motivos para hacer lo que hizo. Traté de explicarle a
Brad que Ginny de ninguna manera pudo haber convencido a Jake de que hiciera
algo que él no quería. Mi madre lo amaba. En cierto sentido, él le salvó la vida. Creo
que tal vez fue el primer hombre en su vida a quien no terminó utilizando. Si él le
dejó su dinero, fue porque realmente quiso dejárselo. Yo también sabía que Ginny
trató de convencer a Jake de que no lo hiciera. Pero él se negó.
—Así que cuando no le diste a Brad el dinero para contratar abogados y pleitear
contra Ginny, él salió con ese plan del chantaje.
—Sí —contestó Lisa—. Y entonces yo supe con seguridad que..., no me quería.
Sólo me estaba utilizando para conseguir lo que buscaba. Era lo que había tratado de
decirme Ginny.
—¿Así que lo pusiste de patitas en la calle?
—¿Qué otra cosa podía hacer? Brad me estaba pidiendo que eligiera entre él y
Ginny. Yo he pasado veinticinco años de mi vida sin saber siquiera quién era ella. Por
supuesto que es un poco..., distinta. Pero yo la quiero, Phillip. Es mi madre.
Phillip le tomó la mano y se la llevó a los labios.
—¿Has visto? —dijo—. Eres una buena persona.
—Pero a pesar de todo lo que digas, me encanta actuar.
—Actuar, tal vez. ¿Pero te gusta ser una estrella?
Ella sonrió.
—No. En realidad eso es algo que me molesta. Odio ver mi fotografía en la
portada de las revistas. Odio que la gente me reconozca.
Phillip sonrió.
—¡Lo sabía! Eres demasiado... sensible para que te gusten esas cosas
superficiales.
Ella se le acercó y le tomó el rostro entre las manos.
—¿Y cómo sabes que soy demasiado sensible?
Phillip le alisó el pelo de la frente, le enjugó las lágrimas de las mejillas.
Después le dio un beso profundo, lento, cálido. Y ella se lo devolvió; las lenguas de
los dos se tocaron con suavidad al principio, luego con más urgencia a medida que la
pasión aumentaba.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—¿Ves lo que te quiero decir? —dijo Phillip, apartándose—. ¿Te has olvidado
de que estás sentada en el estacionamiento de un hospital de urgencias?
—Sí —confesó Lisa casi con timidez—. Parece que cuando tú andas cerca me
olvido de muchas cosas.
—Humm. Bueno, en algún otro momento tendré que decidir qué hacer con
respecto a eso. Pero ahora te confieso que estoy ansioso por ver a Jess.
—Está bien —contestó Lisa—. Pero aunque nos quedemos un rato largo en este
hospital, quiero que sepas que esta noche dormiré contigo.
Phillip sintió que la sonrisa le iluminaba el rostro y le recorría todo el cuerpo,
hasta la punta de los pies.

Por desgracia, Brad sobrevivió.


Dick llegó al hospital y le dio la mala noticia a Ginny. Su hijastro había recibido
un fuerte golpe pero estaba despierto, alerta y era atendido en una habitación del
mismo piso que el de Jess.
Después de que Phillip y Lisa le preguntaron a Jess cómo se sentía y si Karin
estaba detrás de todo aquel asunto, Phillip se volvió hacia Ginny. Ella no había
hablado desde que entraron en la habitación, mientras que Phillip y Lisa estaban
cogidos de la mano.
—Creo que debemos unirnos todos contra Brad —dijo—. Y este es un momento
tan bueno como cualquier otro.
Ginny frunció el ceño.
—Aquí todo el mundo parece olvidar que yo fui la primera víctima del dolor. Y
a nadie parece importarle que me palpite la espalda como una muela con un absceso.
—¿Te gustaría que hiciera los arreglos necesarios para que te dieran una cama?
—preguntó Dick.
—¿Estás loco? Los hospitales me aterrorizan.
—Entonces, por lo menos hagamos algo positivo —sugirió Phillip—. Venga con
nosotros a ver a Brad. Yo me encargaré de hablarle.
Ginny miró alternativamente a Jess en su cama, a Richard que seguía a su lado,
a Dick, a Phillip y a Lisa. A la única que no miró fue a Karin.
—¡Por favor, mamá! —dijo Lisa—. Creo que Phillip tiene razón. Terminemos
con esto de una vez por todas.
—En cuanto a nosotros —dijo Dick, apoyando un brazo sobre los hombros de
Karin—, creo que debemos dejar solos a Jess y a Richard. Deben tener mucho de qué
hablar.
Ginny se dio cuenta de que estaban manipulando a Jess, pero por lo visto era
algo que no estaba en condiciones de controlar.
—Está bien —aceptó a regañadientes—. Iré a ver a Brad. Pero os garantizo que
esta vez lograré matarlo.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—El médico dice que solo tendrás que quedarte aquí esta noche —le dijo
Richard a Jess cuando los demás salieron.
Ella asintió. El dolor de su pie había sido reemplazado por un mareo que no
lograba sacarse de encima, pero el frío húmedo que invadía su cuerpo en el bosque
por fin había desaparecido, gracias a las suaves mantas de lana con que la enfermera
la cubrió y a la presencia de gente, la renovación de la vida.
—¡Estoy tan cansada! —dijo, cerrando los ojos—. Y no puedo creer que mi
padre y Karin hayan sido amantes.
—Yo sabía que Karin tenía a alguien pero jamás se me ocurrió que pudiera ser
tu padre. Además nunca le vi —comentó Richard.
—Y de todos modos, antes solo lo habías visto una sola vez.
—En el funeral de tu madre.
—El día en que...
—En el asiento trasero... —Richard se pasó la mano por el pelo—. ¡Dios! No
sabes lo contenta que se ponía Karin cada vez que él llegaba en verano. Entonces se
convertía en una persona distinta. ¡Tan llena de vida y tan alegre!
Jess escuchaba el ritmo suave de la voz de Richard, tratando de imaginar a su
padre con Karin, recordando los meses durante los que ella no le vio, no quiso ver a
su padre por creer que nunca la había querido..., cuando él siempre estuvo allí,
amando a la hermana de Richard, queriendo a Melanie. Era capaz de sentir afecto a
su manera.
En ese momento Richard le oprimió una mano.
—Estás cansada —dijo—. Creo que nuestra charla puede esperar hasta mañana.
Ella se volvió con lentitud.
—Creí que ya estaba todo dicho. Sabes que no pienso seguir adelante con mi
intención de conocer a Mellie. —Descansó un instante y luego agregó—: Si tú crees
que es mejor que ella no se entere de mi existencia, de lo nuestro, no interferiré. A mí
lo que me importa es que ella sea feliz, Richard. No quiero arruinar esto. —La
sobrecogió una oleada de sueño.
—Mañana hablaremos —oyó que decía Richard mientras ella se alejaba
flotando, por fin abrigada y a salvo.

—El chantaje es un delito —le dijo Phillip al hombre que yacía en la cama con
un turbante de vendas—. Si insiste con esta farsa, me ocuparé de que lo metan a la
sombra durante un tiempo largo, muy largo. Y entiendo que la prisión no es un lugar
agradable para las personas con su aspecto.
Brad no contestó.
—Y no creas que son sólo amenazas —agregó Ginny—. Phillip no sólo es un
buen amigo mío, sino que tiene amistades en cargos importantes.
Por supuesto que, como de costumbre, Ginny no sabía lo que estaba diciendo,
pero Phillip admiró su entereza al desafiar a Brad. Solo esperaba que Brad nunca
hubiera oído hablar de nadie parecido al padre de Nicole o de sus colegas de la costa

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

oeste quienes sin duda no se encargaban solamente de divorcios sino de otras formas
legales de engaño. Nicole... Phillip se preguntó qué habría visto en aquella egoísta
estudiante de derecho. No importaba lo que sucediera a partir de aquel momento,
pero él se alegraba de haberse salvado de vivir toda una vida a su lado.
Se volvió hacia Brad.
—En este momento le estamos haciendo el favor de dejarlo descansar un poco
—dijo—. Pero desde un punto de vista técnico podríamos presentar cargos contra
usted en este mismo instante. Intento de extorsión. Eso bastaría para que por lo
menos le cayeran unos cuantos años. —Sabía que estaba dando manotazos en el
vacío, hacía muchos años que no asistía a una clase de criminología. Pero Brad no
tenía manera de saberlo.
Por fin Brad se decidió a hablar.
—No puede probar ni una maldita cosa en mi contra.
Phillip sonrió.
—Ahí es donde se equivoca. Usted trató de atacar a la señora Edwards.
Brad luchó por sentarse. Pero volvió a caer sobre las almohadas y levantó el
puño en un ademán amenazador.
—Ella me atacó a mí.
—Qué extraño que no sea así como lo recuerda Ginny —dijo Phillip—. ¿No es
cierto, Ginny?
Ginny miró fijamente a su hijastro.
—Trató de violarme —acusó.
—¡Mentira! —chilló Brad.
—Estoy convencido de que un jurado vería la situación de una manera distinta
—dijo Phillip—. Después de todo usted no tiene exactamente buenos antecedentes
legales.
Brad trató de decir algo, pero se dio por vencido.
—Si yo fuera usted —continuó diciendo Phillip—, trataría de perder lo menos
posible. Declárese en quiebra, si es necesario. Y venda el Porsche rojo. Tal vez eso
aplaque por un tiempo a Hacienda. Empiece de nuevo, Brad. Y por una vez en la
vida, trate de hacer algo constructivo.
Rodeó con un brazo a Lisa y con el otro a Ginny, sintiéndose como un héroe de
cómic, porque a veces los héroes son necesarios.
—Y haga lo que haga, no se acerque a ellas. —Acompañó a las señoras hasta la
puerta en un gesto que era dramático adrede—. Porque en caso contrario lo
lamentará hasta el día de su muerte.
Una vez en el pasillo, donde Brad no alcanzaba a verlos, Phillip hizo el gesto de
aflojarse la corbata, pero en seguida se dio cuenta de que aquel día no se la había
puesto. Ginny le dio un inmenso abrazo. Lisa lo besó en los labios. Phillip
Archambault no habría cambiado ese momento por todos los McGinnis y Smiths del
mundo.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—Estoy bien, querida —le dijo Jess a Maura por teléfono—. Tengo una pequeña
lesión en un pie, pero quedará bien. —Cerró los ojos y escuchó a medias mientras su
hija le preguntaba: «¿Qué ha sucedido?» y «¿Estás segura de que estás bien, mamá?»
y «¿No quieres que Travis y yo vayamos a acompañarte?».
—Te aseguro que estoy bien, querida —repitió Jess. Y lo estaba. Había sentido
que Richard le besaba la frente justo antes de salir y alcanzó a oírlo susurrar: « ¡Lo
siento tanto, Jess!», «¡Siento tanto todo lo sucedido!». Y entonces Jess se dio cuenta de
que tal vez fuera eso lo único que le hacía falta. O que, por lo menos, era bastante.
Bastante para seguir adelante con su vida. Había visto a su hija, sabía que estaba
viva, sana y feliz. Había visto a su nieta, la pequeña que tanto se le parecía. Las había
visto y ahora sabía. Bastaba y era mucho más de lo que tenía antes.
—¿La has encontrado, mamá? —preguntó Maura de repente.
—¿Si la he encontrado? —preguntó Jess.
—Tu... hija. ¿Está allí? —Su voz sonaba tan infantil, tan insegura, casi
atemorizada, que Jess supo que había actuado bien. Maura se sentía amenazada,
temía que su vida cambiara, tenía miedo de perder el lugar especial que ocupaba en
el cariño de su madre, porque consideraba que no había lugar para otra además de
ella. Jess sabía que tendría que trabajar mucho para borrar ese miedo; y también
sabía que cada momento difícil valdría la pena.
Sonrió.
—Sí, querida, la he visto. Pero no, ahora no está aquí. Tiene una hija. Una niñita
que se parece mucho a como eras tú a su edad.
Maura hizo una pausa.
—¿En serio? —preguntó.
—¡Es tan linda! —siguió diciendo Jess—. Y Melanie parece muy feliz.
Hubo una nueva vacilación.
—Me alegro.
—Sí, alégrate Maura. Era lo que yo necesitaba saber. Dentro de algunos días
estaré en casa y, si quieres, seguiremos hablando acerca de esto.
—Sí, mamá. Creo que me gustará mucho.

Por lo menos Ginny ya se podía mover sin aullar de dolor. Estaba sentada en la
galería en una silla junto a Dick. Morticia no se hallaba a la vista.
—Es probable que esté en West Chop —dijo Dick—. Buscando vidrios de mar.
—Tu hija necesita ayuda, Dick —afirmó Ginny, y se sorprendió al comprender
que lo decía en serio.
—Lo sé. He tratado de ocultármelo durante años. Ahora la alentaré para que
busque ayuda. No tiene más que cuarenta y nueve años. Todavía le queda el resto de
su vida por vivir. —Se volvió a mirar a Ginny—. ¿Y qué me dices de ti, Ginny? ¿Qué
piensas hacer con el resto de tu vida?
—Bueno, es probable que no me vuelva a dedicar a comer galletas y a mirar la
televisión. En realidad no sé lo que haré. Soy demasiado vieja para ser actriz y de

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todos modos era pésima actuando.


—¿Pero volverás a Los Ángeles?
—Sí, por supuesto. Es allí donde vivo.
—Yo tenía esperanzas de convencerte para que te quedaras aquí.
—¿Quieres que viva en una isla de porquería?
—Hay destinos peores.
Ginny sintió una puntada en la espalda. Recordó lo bondadoso que había sido
Dick. Lo bueno que fue cuando la atendió en su dolor; lo espléndido que fue como
amante, un compañero, una persona que rompió el hielo que rodeaba su vida sexual
y volvió a hacerla sentirse especial.
—No sé, Dick. Creo que en este momento tengo necesidad de volver a casa y
pensar un poco. No te ofendas, pero todavía extraño a mi marido.
—Por supuesto que no me ofendo.
—Y debo tomar algunas decisiones de negocios. Por que, lo creas o no, estoy
pensando en la posibilidad de conservar la empresa de Jake y dirigirla yo misma. —
Dick lanzó una fuerte carcajada.
—Estoy seguro de que tendrás éxito. Les demostrarías un par de cosas a esos
tipos de Hollywood.
Ginny sonrió porque hasta ese momento no se había dado cuenta de que tal vez
eso era lo que debía hacer, y de que tal vez llegaría a ser un éxito.
Dick le palmoteó una mano.
—Pero de vez en cuando tendrás necesidad de tomarte unas vacaciones. Y esta
maldita isla no se irá a ninguna parte durante algunos miles de años, hasta que la
erosión del agua le gane la batalla a los que defienden el medio ambiente y se hunda
en el mar. Hasta entonces, es probable que también yo esté aquí.
Ginny sonrió.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Capítulo 25

Jess se puso las muletas bajo los brazos y entró en el comedor de Mayfield
House. Era la primera en llegar. Richard les había pedido a todos que se reunieran
allí a la una en punto.
Por suerte, en el hospital no tardaron en darle de alta. Phillip la estaba
esperando. Phillip quien, por lo visto, era su nuevo enfermero. Jess sonrió mientras
apoyaba las muletas contra el aparador y se sentaba frente a la larga mesa de caoba.
Era una suerte que tuviera a ese joven en su vida. ¡Si P.J. hubiera podido ser testigo
de la maravillosa sensibilidad de su hijo y de su alma luminosa y alegre! Pero por lo
menos P.J. conoció y trató a su hijo durante algunos meses y no murió sin haberle
visto.
—Jess —dijo Phillip mientras entraba en el comedor—. Lisa bajará enseguida.
Ginny dijo que tal vez se retrase un poco más. Está arriba gritando que es una
inválida y preguntándose si podrá conseguir un coche para minusválidos.
Jess lanzó una carcajada.
—Supongo que ayer se movió demasiado.
—Debió consentir que el médico del hospital le hiciera un chequeo.
—A Ginny le gusta hacer las cosas a su manera. Te lo digo por si todavía no lo
has notado.
Phillip sonrió y se sentó a su lado.
—Me preguntó qué estará planeando hacer Richard.
—No sé. Tal vez nos quiera regalar pasajes en el trasbordador para que nos
vayamos lo antes posible.
Phillip pasó una mano por el borde suave de la mesa y preguntó:
—Todavía lo quiere, ¿no es cierto?
Jess no supo qué contestar. ¿Cómo iba una a explicarle a un hombre de casi
treinta años que la vida no siempre está de acuerdo con las expectativas que se tienen
y que, a veces, es mejor permitir que los sueños sigan siendo solo sueños? Entonces
pensó en las luchas que había librado Phillip y se dio cuenta de que tal vez él ya lo
supiera. Apoyó una mano sobre la suya.
—Una parte de mi ser siempre amará a Richard —dijo—. Por el tiempo que
compartimos, por el amor que compartimos. Pero eso fue hace mucho, Phillip. Y
ahora sé que ha llegado el momento de partir.
—Estoy de acuerdo —dijo Ginny desde la puerta, interrumpiendo el momento
que ellos dos compartían—. Pero supongo que yo no podré irme de aquí hasta que
termine este maldito siglo.
Entró cojeando al comedor, apoyándose en Dick. Jess sonrió porque nunca se le

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

había ocurrido que su amiga pudiera apoyarse en alguien.


Detrás de ellos entró Lisa, y fue a sentarse directamente junto a Phillip.
Y entonces llegó Richard.
—Bueno. Veo que ya habéis llegado todos.
Jess parpadeó y miró al hombre a quien, sí, una parte de su ser siempre amaría.
—Tal como nos pediste —dijo Ginny sentada muy tiesa en la silla dura que
Dick acababa de apartar para ella.
Richard asintió y miró hacia la puerta.
—¿Karin? —llamó—. Entra también tú.
Ese día Karin se había puesto un pareo color púrpura y una camiseta azul.
Entró en el comedor y se instaló cerca de Richard. Jess trató de no mirarla, de no
imaginar a su padre con ella, amantes de verano durante tantos años.
Ninguno de los que estaban sentados a la mesa habló. Luego Dick se aclaró la
garganta.
—Antes de que empiece a hablar Richard, quiero que todos sepan que Karin ha
aceptado iniciar una terapia. En realidad, iremos juntos. Creo que a esta familia le
hacen falta algunos consejos después de..., bueno, después de todo lo que hemos
pasado.
Jess contuvo una sonrisa. Terapia, pensó, recordando las horas y años valiosos
que había pasado en consultorios mal decorados, trabajando por encontrarle sentido
a su vida y un equilibrio con sus hijos. Al principio pretendía la perfección; pero casi
enseguida se dio cuenta de que eso no era posible. La clave del asunto era progresar.
Y, por suerte, todavía seguía progresando.
—Ante todo vamos a comenzar con una honestidad un poco anticuada —decía
Richard—. Vamos a limpiar las telarañas del pasado y a aceptar el camino al que nos
conduzca en el presente.
Jess ignoraba qué quería decir con eso. Entonces oyó que se abría el portal
principal de la casa y enseguida oyó el golpe de la puerta del mosquitero. Y antes de
que pudiera decir nada, antes de que nadie pudiera hablar, Melanie entró en el
comedor.
Jess permaneció absolutamente inmóvil. Por debajo de la mesa, Phillip le tomó
la mano.
—Lamento que hayamos llegado tarde, Richard —dijo Melanie—. Hubo un
embotellamiento. Me parece increíble que ya haya tantos coches cuando todavía
estamos al principio de la temporada.
Las altas ventanas de la habitación estaban abiertas de par en par. Por ellas
entraba una leve brisa del mar. Y sin embargo, Jess tenía la sensación de no poder
respirar, de que no había aire en la habitación.
«Su voz —pensó Jess—. Tiene una voz tan suave, tan dulce. No se parece a la de
Maura. ¿Se parece a..., se parecerá a la mía?»
Melanie miró el comedor lleno de desconocidos, luego se sentó con confianza
junto a Dick, el hombre a quien creía su padre.
Richard comenzó a hablar sin vacilación alguna:

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

—Mellie —dijo—, estamos aquí reunidos para contarte una historia, una
historia que te sorprenderá, que te impresionará y que posiblemente te deje sin
aliento.
Jess bajó la cabeza y escuchó.
—Hace mucho tiempo, me enamoré de una chica muy jovencita llamada Jess.
Mientras hablaba, nadie lo interrumpió. Ni siquiera se oía el canto de un pájaro.
Ni la campana de una boya. Cuando Richard llegó al momento en que se mudaron a
la isla, al momento en que dejaron a Jess sola en un hogar para madres solteras,
algunas lágrimas cayeron sobre la falda de Jess. No se animó a mirar a Ginny. Tenía
la extraña sensación de que tal vez ella también estuviera derramando alguna
lágrima o por lo menos haciendo un esfuerzo por contenerla.
Y entonces llegó el momento de la honestidad total.
—Jess tuvo ese bebé, Mellie —dijo—. Y ese bebé fuiste tú. Tu abuelo nos dio el
dinero necesario para que pudieras venir a vivir con nosotros. Para que siempre
tuvieras una familia.
Hizo una pausa, como si no pudiera continuar hablando. Jess levantó la vista y
lo vio dirigirse a la ventana, mirar al parque y pasarse una mano por el pelo.
Melanie permanecía muda.
Jess se obligó a volver la cabeza y mirar a su hija.
—Yo soy Jess —dijo—. Yo soy tu madre biológica.
Dick rodeó a Melanie con un brazo.
—Comprende, cariño, ¡te queríamos tanto! Creímos que Jess no te quería.
Nunca supimos que ella no tuvo alternativa, que su padre la obligó a renunciar a ti.
—Pero... —dijo Melanie.
—Lo hicimos por ti. Queríamos que estuvieras con tu familia, no con extraños...
¡Oh, querida! —continuó diciendo Dick—, ¿alguna vez podrás perdonarnos por no
haberte dicho la verdad?
Melanie sonrió, lo que Jess consideró como una reacción muy extraña.
—¿Pero no comprendéis? —preguntó—. Siempre lo he sabido.
Todos quedaron petrificados.
Karin se levantó y se dirigió a la chimenea instalada en el otro extremo del
comedor.
—Mamá me lo dijo, papá —explicó—. Mamá me lo contó todo antes de morir.
Me hizo prometer que jamás te diría que lo había hecho. Me contó lo del dinero.
Fueron doscientos mil dólares, ¿no es cierto? Me dijo que lo utilizasteis para pagarle
a la directora del hogar para madres solteras, para poder tenerme a mí y criarme
como una hija.
Richard comenzó a reír.
—¡No lo puedo creer!
Melanie miró a Jess con una amplia sonrisa.
—Así que tú eres mi madre.
—Sí —contestó Jess.
Melanie se puso de pie y se acercó al otro extremo de la mesa donde estaba Jess.

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Se inclinó y la abrazó. Rodeó a su madre con sus brazos delgados pero fuertes y Jess
sintió que la dulzura de su hija se cerraba a su alrededor corno un regalo del cielo.
—He esperado mucho tiempo para conocerte —siguió diciendo Melanie—.
Gracias por ser tan valiente como para venir hasta aquí.
Jess no pudo contener el llano.
—No vine porque sea valiente. Supongo que solo soy una cabeza dura. Dura y a
veces un poco tonta.
—Eso es algo que no le diremos a tu nieta. ¿Quieres conocerla?
Jess asintió, incapaz de hablar porque las lágrimas la ahogaban.
Melanie desapareció un instante y volvió con la niñita de las muletas. Esa niñita
de pelo rubio y mejillas rosadas que tanto se parecía a Jess. En cuanto entró, la
pequeña clavó sus grandes ojos azules en Jess y preguntó con toda claridad:
—¿Tú eres mi abuela?
Jess solo pudo asentir. La pequeña se le acercó con sus muletas y le dio un
fuerte abrazo. Tenía un olor fresco y limpio, como si se acabara de bañar, y su piel era
cálida y suave.
—Yo me llamo Sarah —dijo.
—¡Sarah! —repitió Jess—. ¡No sabes lo contenta que estoy de conocerte!
—¿Por qué lloras? —preguntó Sarah—. ¿Porque tienes que llevar muletas? No
llores por eso. Yo puedo enseñarte a usarlas.
Jess se enjugó las lágrimas y rió.
Desde el lado opuesto de la mesa, Ginny se levantó muy tiesa y se aclaró la
garganta.
—Bueno, chicos —les dijo a Lisa y a Phillip—, creo que la fiesta puede
continuar sin algunos invitados. Dejemos a la familia reunida, ¿queréis?
Phillip y Lisa se pusieron de pie y salieron con Ginny. Pero no sin que antes Jess
comprobara que Ginny tenía los ojos llenos de lágrimas.

Se sentía realmente bien. Realmente bien consigo mismo y realmente bien por la
decisión que acababa de tomar.
—Regreso a Nueva York —les dijo a Lisa y a Ginny mientras los tres estaban
sentados en la galería—. Ya es hora.
—¿Alguna vez le vas a hablar a tu madre sobre P.J.? —preguntó Lisa.
Él hizo un gesto negativo.
—No, creo que es mejor dejar las cosas como están. —Enseguida sonrió—. Pero
pienso pedirle que deje de buscarme novia.
Lisa sonrió.
—Y voy a hacer otra cosa —continuó diciendo él—. Le diré a mi hermano que
no quiero seguir ejerciendo en Nueva York, ni especializándome en asuntos
empresariales. —Tomó la mano de Lisa y estudió sus dedos delgados y perfectos.
—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Ginny—. ¿Holgazanear?
—En realidad estaba pensando en la posibilidad de enseñar derecho. En pasar

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horas en la biblioteca. Estoy mucho más capacitado para la investigación que para la
práctica. Además, así tendría tiempo para correr. Me encanta correr.
—Manhattan es un lugar espantoso para correr —intervino Lisa—. Con tantos
autobuses, coches y taxis.
—Lo sé. Y por eso estaba pensando en trasladarme a Los Ángeles.
Lisa le apretó la mano.
—Me parece una idea maravillosa.

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E P Í L OGO

El sol de agosto se reflejaba en el agua y le quemaba la cara. Jess metió la mano


en el bolso para buscar alguna crema protectora solar, pero Maura la detuvo y le
entregó un frasco diferente.
—Prueba esto, mamá —pidió—. Me gusta más que la crema que tú siempre
compras.
Jess sonrió y extrajo un poco de la loción blanca. No mencionó que empezaba a
comprender qué tal vez ella no tuviera todas las respuestas, que tal vez sus hijos
tuvieran mentes propias, sensibles y adultas. Se preguntó si ese sería el principio de
otra etapa de su vida, pero enseguida comprendió que en realidad no tenía
importancia. Vivirían sus propias vidas, tendrían sus propias alegrías, padecerían sus
propios dolores. En ese momento, aparte de estar a disposición de ellos, nada de lo
que ella hiciera tenía importancia.
Lo que en realidad importaba era que Maura y Travis estaban con ella en el
trasbordador, rumbo a Vineyard. Lo que importaba era que estaban ansiosos por
conocer a Melanie, su media hermana, y a Sarah, su sobrina. Ni siquiera importaba
que Chuck se hubiera negado a acompañarlos, que no quisiera tener ninguna
participación en «la otra vida de su madre», como con tanta frecuencia se refería
Charles al pasado de Jess.
Lo que importaba era que formaban una familia y que, aunque la definición de
esa palabra quizá hubiera cambiado, la familia seguía siéndolo si uno la sentía dentro
del corazón.
Se puso la protección solar en las mejillas y pensó en Amy, la niñita a quien
durante años consideró su hija. Después de su regreso de Vineyard, había visitado a
los Hawthorne y les contó que su hija no era Amy sino Melanie. Sin embargo, Jess
sabía que una pequeña parte de su ser siempre lloraría a Amy, esa criatura cuya vida
terminó tan pronto, la chiquilla a cuya madre biológica engañaron diciéndole que
había muerto en el parto, la criatura que fue querida, criada y amada por sus
maravillosos padres adoptivos.
Lo mismo que lo fue Melanie.
Lo mismo que lo fue Lisa.
Lo mismo que lo fue Phillip.
—Mis amigos no pueden creer que conozcas a Lisa Andrews, mamá —repitió
una y otra vez Travis en el coche, camino a Woods Hole. Jess le hizo bromas y le
preguntó si creía que eso le concedería una categoría especial en Yale. No cabía duda
de que no solo conocía a Lisa Andrews, sino que también conocía muy bien a su
madre.
Se apoyó contra la barandilla del trasbordador y miró el perfil de Vineyard

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

mientras se preguntaba si Ginny sería realmente feliz y sospechando que por fin lo
era. La espalda de Ginny había tardado otro par de semanas en sanar, entonces había
regresado a Hollywood. Desde allí, hacía unos días, había llamado a Jess para
comentarle que la empresa de Jake, ahora su empresa, era una maravilla y que
lamentaba no haberse hecho cargo de ella antes. También le contó que acababa de
llegar Phillip y que él y Lisa parecían estar pegados por las caderas, los labios y todos
los demás lugares del cuerpo.
Agregó que convenía que Jess comenzara a buscar un vestido, porque por lo
visto pronto habría un casamiento en la familia..., y terminó diciendo:
—Creo que mis nietos no tardarán en llegar. —Luego agregó que no creía que le
costaría demasiado convencer a Phillip y a Lisa de que la ceremonia del matrimonio
se celebrara en Martha’s Vineyard y quizá hasta en la playa de West Chop. Esperaba
que Dick la ayudara a hacer todos los arreglos necesarios.
Jess sonrió y pensó en P.J. y en lo feliz que habría sido si hubiera podido
conocer el desenlace de los acontecimientos.
Cruzó los brazos y notó que West Chop ya estaba a la vista. En cuanto a sí
misma, todavía no estaba segura de lo que sucedería con su vida. Solo sabía que
Richard la llamó y que les invitó a ella y a sus hijos a pasar el mes de agosto en la isla.
Cualquiera que fuese el futuro, Jess sabía que sería bueno. En ese momento se
sentía más fuerte que en ninguna otra etapa de su vida: lo suficientemente fuerte
como para permitir que Carlo y sus otros ayudantes se hicieran cargo del taller
durante un mes entero, sin preocuparse por terminar en la ruina; lo suficientemente
fuerte como para no seguir ocultándose de Charles ni de los amigos que en un
tiempo tuvieron, amigos que ahora contrataban sus servicios lo mismo que
contrataban al servicio doméstico. Ya ninguno de ellos tenía importancia, porque Jess
era Jess y se sentía una persona completa.
—Se ruega a los señores pasajeros que vayan a sus vehículos porque el
trasbordador está a punto de atracar —dijo una voz por los altavoces de la cubierta
superior. Jess recuperó su bolso y a sus dos hijos y, con una amplia sonrisa y una
cálida sensación interior, se preparó para lo que tuviera que suceder.

Karin estaba sentada ante el antiguo escritorio de su habitación del ático en


Mayfield House, con la nota que le acababa de llegar por correo. Estaba escrita en
papel de un color rosa pálido, aunque no perfumado como lo estaba el papel en que,
desde Larchwood Hall, una chica de quince años le escribía a Richard muchos años
antes, cartas que Richard por fin tenía en su poder para hacer con ellas lo que
quisiera. Richard comentó que tal vez se las diera a Mellie para que ella supiera que
siempre fue muy querida, para que supiera que su abuelo Bates, Brit, las guardó para
ella.
Luego Karin volvió a pensar en la nota que tenía en la mano y con lentitud la
volvió a leer:

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

Querida Karin:
Hay muchas cosas que te podría decir en este momento, pero me temo que no puedo
encontrar las palabras para hacerlo. Tú has cambiado mi vida en muchos sentidos y
estoy ansiosa por conocerte mejor, por compartir contigo algunos recuerdos.
Pero, por ahora, simplemente quiero decirte que te lo agradezco. Te agradezco que
hayas ayudado a Melanie a convertirse en la mujer maravillosa que es; te agradezco que
hayas amado a mi padre cuando yo no pude hacerlo; y, sobre todo, te agradezco que
hayas tenido el coraje de ayudarme a completar mi familia.
Gracias, Karin. Gracias desde el fondo de mi corazón.

Y estaba firmada: «Con mucho cariño, Jess».

Karin la sostuvo un momento, después sonrió. Luego dobló la carta, la volvió a


colocar en el sobre y la guardó en el compartimiento secreto del antiguo escritorio,
justo al lado del vidrio de mar más bonito y más especial que había encontrado en la
playa.

***

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

R E S E ÑA B I B L I OGR ÁF I C A

JEAN STONE
Firma también con el pseudónimo de Abby Drake (Drake era el
apellido de soltera de su madre y Abby se llamaba su bisabuela). Con este
nombre da salida a libros con un humor más afilado, divertido y un poco
irreverente, para distinguirlo de los libros firmados con su propio nombre
Jean Stone, más tradicionales: personajes y tramas de una fuerza y ternura
inolvidables.
Descendiente de los pasajeros del Mayflower, Jean nació y creció en
Massachussets. Disfruta tanto paseando por Manhattan, como en Martha'
Vineyard, una prueba de su doble personalidad. Vive en una casa a los pies
de una colina en Amherst, en el lado opuesto de la ciudad donde vivió Emily Dickinson, con
la esperanza de que el ambiento literario se refleje en su propia escritura.
Su pasatiempo favorito es ver a los Boston Red Sox. Incluso cuando escribe les gusta
escucharlos. Sus lugares favoritos son la costa Azul, Provenza, Alaska y, por supuesto, los
viñedos, escenarios de varios libros de Jean Stone.

LAZOS DEL CORAZÓN


Para evitar el escándalo, en 1968, cuatro chicas son obligadas por sus padres a pasar sus
embarazos no deseados en una residencia para madres solteras lejos de su entorno cotidiano y
finalmente dar a sus hijos en adopción.
Treinta años después una de ellas, Jessica, recibe un mensaje de su hija, que ella creía
muerta. Reúne a sus amigos y empieza su búsqueda entre misterios, venganzas y amores. Dos
de los hijos de sus amigas, que fueron localizados cinco años atrás, empiezan a sentir una
mútua atracción que se convierte en verdadero amor. Su amiga Ginny, madre de uno de ellos,
consigue, después de la muerte de su marido, tener una relación sexual plena y Jessica retoma
la relación amorosa con su primer amante, padre de la hija que dió en adopción, e intenta
enderezar su vida sin más misterios del pasado.

LARCHWOOD HALL
1. Sins of Innocence / Pecados de inocencia
2. Tides of the Heart / Lazos del corazón

***

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JEAN STONE LAZOS DEL CORAZÓN

© 1999, Jean Stone


Título original: Tides of the Heart
Traducido por Valeria Watson
Traducción cedida por Editorial Atlántida, S. A.
Editor original: Bantam Books, Enero 1999

© 2002, Plaza & Janes Editores, S. A.


Primera edición en bolsillo: Julio 2002
Diseño de la portada: Método, comunicación y diseño, S.L.
Fotografía de la portada: © Victor Gadino

ISBN: 84-9759-099-6 (vol. 48/4)


Depósito legal: B. 29.580 - 2002
Fotocomposición: Fotocomp/4, S. A.
Impreso en Novoprint, S. A.

Printed in Spain - Impreso en España

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