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Persecución y Martirio1
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Profecías de Jesús sobre las persecuciones: Mt. 5,10-12; Mt. 10, 17-25 // Mc. 13,9-13 // Lc. 21,12-15; Jn. 15,20b;
15,27; 14,26; 16,2; 15,18-20; Mt. 24,9-14 // Mc. 13,9-13 // Lc. 12,11-12. Otras profecías del Nuevo Testamento: Hch.
8,3; 1 Ped. 4,12-16.
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propalando estas calumnias para congraciarse y dar gusto a muchedumbre extraviada”. (Ruiz Bueno,
D; Padres apologistas griegos; B.A.C; Madrid 1954; pág. 270)
2- LA PERSECUCIÓN DE NERÓN
atuendo de auriga entre la plebe o guiando él mismo su coche. De ahí que, aún castigando a
culpables y merecedores de los últimos suplicios, se les tenía lástima, pues se tenía la impresión de
que no se los eliminaba por motivo de pública utilidad, sino por satisfacer la crueldad de uno solo”.
(Ruiz Bueno, D; Actas de los mártires; B.A.C; Madrid, 1974; págs. 222-223)
“Cayo Plinio a Trajano, emperador. Es costumbre en mí, señor, darte cuenta de todo asunto
que me ofrece dudas. ¿Quién, en efecto, puede mejor dirigirme en mis vacilaciones o instruirme en
mi ignorancia? Nunca he asistido a proceso de cristianos. De ahí que ignore qué sea costumbre y
hasta qué grado castigar o investigar en tales casos. Ni fue tampoco mediana mi perplejidad sobre si
debe hacerse alguna diferencia de las edades, o nada tenga que ver tratarse de muchachos de tierna
edad o de gentes más robustas; si se puede perdonar al que se arrepiente, o nada le valga a quien en
absoluto fue cristiano haber dejado de serlo; si hay, en fin, que castigar el nombre mismo, aún
cuando ningún hecho vergonzoso le acompaña, o sólo los crímenes que pueden ir anejos al nombre.
Por de pronto, respecto a los que me eran delatados como cristianos, he seguido el procedimiento
siguiente: empecé por interrogarles a ellos mismo. Si confesaban ser cristianos, los volvía a
interrogar segunda y tercera vez con amenaza de suplicio. A los que persistían los mandé a ejecutar.
Pues fuera lo que se fuere lo que confesaran lo que no ofrecía duda es que su pertinacia y
obstinación inflexible tenía que ser castigada. Otros hubo, atacados de semejante locura, de los que,
por ser ciudadanos romano, tomé nota para ser remitidos a la Urbe. Luego, a lo largo del proceso,
como suele suceder, al complicarse la causa, se presentaron varios casos particulares. Se me
presentó un memorial, sin firma, con una larga lista de nombres. A los que negaban ser o haber sido
cristianos, y lo probaban invocando, con fórmula por mí propuesta, a los dioses y ofreciendo
incienso y vino a tu estatua, que para este fin mandé traer al tribunal, con las imágenes de las
divinidades, y maldiciendo por último a Cristo -cosas todas que se dice ser imposible forzar a hacer
a los que son de verdad cristianos-, juzgué que debían ser puestos en libertad. Otros, incluidos en las
lista del delator, dijeron sí ser cristiano, pero inmediatamente lo negaron; es decir, que lo habían
sido, pero habían dejado de serlo, unos desde hacía tres años, otros desde más, y aún hubo quien
desde veinte. Estos también, todos, adoraron tu estatua y la de los dioses y blasfemaron de Cristo.
Ahora bien, afirmaban éstos que, en suma, su crimen o, si se quiere, su error se había
reducido a haber tenido por costumbre, en días señalados, reunirse antes de rayar el sol y cantar,
alternando entre sí a coro, un himno a Cristo como a Dios, y obligarse por solemne juramente no a
crimen alguno, sino a no cometer hurtos ni latrocinios ni adulterios, a no faltar a la palabra dada, a
no negar, al reclamárseles, el depósito confiado. Terminado todo esto decían que la costumbre era
retirarse cada uno a su casa y reunirse nuevamente para tomar una comida, ordinaria, empero, e
inofensiva; y aún eso mismo, lo habían dejado de hacer después de mi edicto, por el que, conforme
a tu mandato, había prohibido las asociaciones secretas (heterias).
Con estos informes, me pareció todavía más necesario inquirir qué hubiera en todo ello de
verdad, aún por la aplicación del tormento a dos esclavas que se decían “ministras” o diaconisas.
Ninguna otra cosa hallé, sino una superstición perversa y desmedida. Por ello, suspendidos los
procesos, he acudido a consultarte. El asunto, efectivamente, me ha parecido que valía la pena de
ser consultado, atendido, sobre todo, el número de los que están acusados. Porque es el caso que
muchos, de toda edad, de toda condición, de uno y otro sexo, son todavía llamados en justicia, y lo
serán en adelante. Y es que el contagio de esta superstición ha invadido no sólo las ciudades, sino
hasta las aldeas y los campos; mas, al parecer, aún puede detenerse y remediarse. Lo cierto es que,
como puede fácilmente comprobarse, los templos, antes ya casi desolados, han empezado a
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frecuentarse, y las solemnidades sagradas, por largo tiempo interrumpidas, nuevamente se celebran,
y que, en fin, las carnes de las víctimas, para las que no hallaba antes sino un rarísimo comprador,
tienen ahora excelente mercado. De ahí puede conjeturarse qué muchedumbre de hombres pudiera
enmendarse con sólo dar lugar al arrepentimiento”. (Ruiz Bueno, D; Actas de los mártires; B.A.C;
Madrid 1974; págs. 244-247)
4- RESCRIPTO DE ADRIANO.
“A Minucio Fundano: recibí una carta que me fue escrita por Serenio Graniano, varón
clarísimo, a quien tú has sucedido. No parece, pues, que el asunto deba dejarse sin aclaración, para
que ni se perturben los hombres ni se de facilidad a los delatores para sus fechorías. Así, pues, si los
provincianos son capaces de sostener abiertamente su demanda contra los cristianos, de suerte que
respondan de ella ante tu tribunal, a este procedimiento han de atenerse y no a meras peticiones ni a
griterías. Mucho más conveniente es, en efecto, que si algo intenta una acusación, entiendas tú en el
asunto. En conclusión, si alguno acusa a los cristianos y demuestran que obran en algo contra las
leyes, determina la pena conforme a la gravedad del delito. Mas ¡por Hércules!, si la acusación es
calumniosa, castígalo con mayor severidad y ten buen cuidado que no quede impune”. (Ruiz Bueno,
D; Actas de los mártires; B.A.C; Madrid 1974; pág. 256-257)
el Edicto, el emperador se procuraba una carta en blanco. Lograba que la aristocracia cristiana fuese
proscrita por la misma aristocracia pagana. Por esto, probablemente, para ampararse contra las
reclamaciones de casta, se esforzó en que su nueva orden apareciese en forma de senadoconsulto.
Por último, una tercera disposición se refería a otra categoría de cristianos, cuya importancia social
queda acreditada en esta misma ley: a los Cesarianos, es decir, a los esclavos o libertos de la casa
imperial. A estos no se los condena a muerte porque constituyen una propiedad, que un soberano tan
ahorrador como Valeriano no destruye fácilmente: si rehusan obedecer, sus bienes, muy importantes
a veces, serán confiscados, y ellos mismos reducidos a la condición del último de los esclavos, es
decir, a siervos de la gleba.
Los documentos de la persecución declarada por el edicto de 258 nos enseñan que fueron
condenados a muerte muchos miembros del clero superior: el papa Sixto II y sus diáconos, en
Roma; Fructuoso y sus diáconos, en Tarragona; Cipriano, en Cartago, y otros obispos y clérigos, en
África. Menos noticias tenemos acerca de la aplicación del segundo artículo del edicto a los seglares
de superior categoría: entre los mártires de África hallamos citado a un caballero llamado Emiliano,
que pertenecía a esta clase. En cuanto a los cesarianos, carecemos enteramente de noticias; quizá
pertenecían a esta clase de mártires de Roma, Jacinto y Proto, cuyos nombres indican condición
servil; pero fueron condenados al fuego, y no vinculados a la gleba. Tenemos aquí un ejemplo de las
grandes lagunas que hay en la historia de las persecuciones. Conocemos regularmente la de Decio, a
pesar de que no se han conservado los términos del edicto, y en cambio tenemos, ya que no el tenor
oficial de los edictos de Valeriano, sí el resumen circunstanciado que de ellos nos dejaron escritores
de aquel tiempo; vemos, en particular, que raras veces hubo documento legislativo más claro, más
preciso, más imperativo que el senadoconsulto de 258; sabemos que fue enviado a todas las
provincias; pero acerca de la ejecución de dos de sus cláusulas, que debieron causar muchas muertes
e inmensas ruinas, empobrecer a grandes familias cristianas y enriquecer al Fisco a sus expensas,
originar un verdadero trastorno social y provocar acaso ruidosas apostasías, nada o muy poco
sabemos. (Paul Allard; El martirio; Madrid, 1926; págs. 113-115)
hábiles y minuciosos, de tiempos de Decio, en que para obtener una abjuración se empleaba toda
una estrategia. Ahora es caso de una verdadera guerra de exterminio, en que no se quiere ahorrar
sangre humana. Los perseguidores piensan que el mejor medio de destruir el cristianismo es matar a
los cristianos. La diferencia de proceder corresponde a un cambio de situación. A mediados del
siglo III el perseguidor oficial representaba todavía al imperio, a la mayoría de los ciudadanos; hoy,
paganos y cristianos son, aproximadamente, iguales en número, y en varias provincias del Asia
hasta se inclina la balanza del lado de los segundos; el paganismo no es ya más que un partido en el
poder. (Paul Allard; El martirio; Madrid, 1926; págs. 117-118)