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Acerca de la promesa

Al este del lago Albano, en el suroeste de Roma, se encuentre el Lacus Nemorensis o, como era
llamado por los antiguos, “el espejo de Diana”. Son muchas las historias que han ido conformando
la forma mítica de este lago, pero de todas las voces que han tomado la palabra para laurear la
magnanimidad de este lago me quiero detener en esas que han pretendido mostrar, de un modo u
otro, el antiguo santuario que se erigía en medio de la espesura del boscaje en medio de los rincones
de Lacio: el templo de Nemi. Según Frazer, este santuario era conocido como Diana del Claro de
Bosque. La belleza de este templo sacro cobijó la lujosa villa de Julio César y los palacios flotantes
de Calígula (Frazer, 2022 p. 11). Pero me importa recoger, aunque sea a modo de mera indicación o
insinuación del tema con el que me pretendo ocupar, un mito lejano y curiosamente familiar que
refiere a la relación que hay entre este templo y un árbol con ramas.

Se dice que alrededor de un misterioso árbol merodeaba una silueta durante día y noche, que
blandía una espada, y vigilaba con apremio cada recoveco del lugar, como esperando una batalla a
muerte, como esperando el derrame de sangre que podría ser la suya, como velando con cautela su
espalda a cada instante por el inminente ataque sorpresivo de un enemigo al acecho. Esta figura que
se salvaguarda a sí misma en torno al árbol es un sacerdote. Pero eso no es todo, puesto que es
sacerdote y homicida in potentia. Ciertamente, tarde o temprano llegará alguien que le dará muerte
y ocupará su puesto sacerdotal, puesto que el sacerdocio que gira alrededor del árbol es
momentáneo, y es tan extenso como la vida inevitablemente asesinada del sacerdote. La figura se
perpetúa en la sucesión del cargo, pero el sacerdote es muerto cada vez que se instancia el acto
criminal. Esta es la regla del santuario: la figura solamente puede ser asumida asesinando al
sacerdote, y este compromiso de sustitución pone en juego la vida propia. Bien es cierto que el
asesino devenía en rey y monarca a través del actus infame, pero muy probablemente ningún
soberano fue hostigado por pesadillas más terribles. El actus vestía de nobleza y abolengo, pero
bajo el compromiso de una guardia solitaria sin descanso y sin poder rendirse al sueño, pues el pago
corresponde a la disipación inmediata de la vida. Cualquier signo de relajación o abatimiento de
fuerzas suponen un peligro radical; las primeras canas en la cabeza del sacerdote lo sellarían a una
muerte segura. El duelo solamente puede tomar lugar si un ladrón, y solamente puede ser un ladrón,
rompe una rama del árbol sagrado: tanto el duelo a muerte como el derramamiento de sangre son
inminentes. Bien miradas las cosas, estamos ante dos actos que se insinúan de manera
desvergonzada entre sí: exigencia del compromiso y compromiso por la exigencia. En ambos casos,
lo que es apostado es la vida propia. La sucesión ha comenzado nuevamente.
La promesa constituye, quizás por analogía o por metáfora, un acontecimiento vital singular muy
similar al crimen perpetuo que se gesta en el Lacus Nemorensis. Más allá de las palabras, más allá
de todo arraigo aparente en fonemas, lo que se juega en ella es siempre mi vida a través de un
compromiso a ser eso que se promete. La promesa supone siempre una transformación de quien la
hace en eso que dice a través del acto mismo de decirla. El asesino potencial, al romper la rama del
árbol, se compromete a transformarse en rey en asedio y constante vigilancia. Pero la promesa,
como la rama rota del árbol, demanda que se desembolse la vida misma a través de ella. Ella no se
reduce a una mera constatación de hechos, no se restringe a un puro enunciado que puede ser
proferido por cualquiera, no se agota en palabras al viento; la palabra no es, si se quiere, declarativa
o enunciativa. Al contrario, la promesa actúa, y lo hace a través la propia vida. Sí, la promesa ni
habla ni siquiera susurra, sino que ella se culmina a sí misma en un cierto facere. Pero este
escenario no ocurre en soliloquio, puesto que ella trae consigo un pacto de a dos; quien promete
siempre lo hace ante otro -la promesa se manifiesta en, desde y a partir de una interpelación que me
exhorta a tener que dar cuenta de mí mismo-, y esta relación singularísima no se deja asir por el
tiempo de las manecillas del reloj, ¡pero ay que sí desborda tiempo! Tiempo que tendremos que
interrogar sin petulancia y altanería; tiempo que deberá ser indagado con cautela, porque este no es
cronológico, pero, como lo podrás olfatear tú mismo, lector, empuja hacia adelante y, por muy
extraño que suene, desde atrás ¡tempus fugit! ¡tempus fugit! ¡tempus fugit!

Tendremos que hacernos de una paciencia estoica, querido lector, para poder tomar por el cuello el
verdadero peso de esto que estoy comentando, ya que yo mismo estoy tan dudoso como tú, y me
inquieta si quiera atisbar el mar de extrañeza que amenaza con inundar la tierra firme de la
familiaridad de un acto tan corriente y cotidiano como lo es la promesa. Pero buscamos una
explicación y descripción profundas, que inquieran en el despliegue de lo ya conocido en imágenes
cada vez más precisas, transparentes y cristalinas. La sucesión ascendente en la profundidad
buscada entraña la renuncia a la familiaridad por un saber adquirido con grados de extrañeza cada
vez mayores. El lápiz con el que escribo mis apuntes está hecho de madera, y es un hecho que he
admitido como algo baladí mientras escribo. Pero que la madera de la que está hecho el lápiz está
compuesta de átomos no visibles, me resulta una explicación que es peculiar, aunque puedo
aceptarla con cierta resignación por las observaciones provenientes de la física, aun cuando estas
cosas denominadas átomos me sean tan accesibles como un minotauro o la tierra firme de Júpiter.
Que los átomos que componen la madera de la que está hecho el lápiz se disgregan en una nebulosa
de átomos que apenas son nada, es algo que también debo aceptar por la explicación física acerca de
la composición universo. Pero aquí ya asalta la perplejidad, por cuanto también debo aceptar que
esas cosas que apenas son nada, de las cuales yo también estoy compuesto, vulneran hipótesis
heredadas, y con las que contamos a diario, como la sustancialidad de la sustancia. No hay
permanencia en la carcajada de los átomos. Esta última explicación permite ver de un modo
ilustrativo que el último escalón propende a un saber cada vez más extraño, insólito y chocante. No
nos desanimemos si a lo largo del transcurso de la reflexión nos topamos con explicaciones
atómicas acerca la promesa, puesto que la familiaridad que da forma al quehacer solamente es una
apariencia estratificada, y bajo cada estrato solamente podremos encontrar la latencia de lo
aparente; la latencia expuesta es una de las formas de la muerte de la apariencia. Sábete, ingenuo
lector, que mi deseo es exponerte al asombro, empujándote a una caída hacia un precipicio sin
fondo conocido por ti. Me retorceré de placer si después de estas reflexiones caes en cuenta de que
apenas basta un pequeño remezón para perder la familiaridad cotidiana con la que contamos
inmediata y regularmente. Mis reflexiones sobre la promesa pretenden erigirse como una muestra
de eso.

Si tú, lector, te sientes perplejo, ¡cuánto mejor! El asunto es árido y muy duro de roer. Requeriré
que tantos tus dientes como los míos estén firmes y filosos para poder desgarrar este trozo de carne
tan magro y áspero, necesitaremos un sistema digestivo vigoroso para deglutir un alimento tan
curioso y extraño ¡que la extrañeza y la vacilación no sean impedimento, sino motores que empujen
a más y más preguntas! En último término, una vez que nos dejamos seducir y caemos en una
pregunta, jamás cesamos de precipitarnos en la inquietud del preguntar. Pero debemos cuidarnos del
atolondramiento y de caer en habladurías que distorsionen el asunto a tratar, desfigurándolo
irresolublemente. Haremos bien si vamos punto por punto, partícula por partícula, hasta poder
recorrer la línea de punta a cabo.

La memoria, la promesa y el tiempo

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