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5to. domingo durante el año.

Ciclo B

Entrar de corazón en los arduos y apasionados diálogos de Job con sus amigos, es aventurarnos a
entrar en la dinámica de revisar la imagen de Dios que tenemos internalizada, exponiéndonos valiente y
conscientemente a cierta crisis de nuestras tan preciadas seguridades. Y, por qué no, animarnos a dudar
un poco de nosotros mismos. Tal es el cometido del Libro de Job. Más allá de buscar que empaticemos
con las terribles desgracias de un hombre creyente, y luego concluir cosas del estilo: “Lo que me pasa a
mí no es nada al lado de lo que Dios le mandó al pobre Job”; este original relato de la sabiduría hebrea es
un valioso instrumento para volver a hacerle lugar a aquello que Dios dice de sí mismo. Quizás más que
otros, este texto pide ser leído de principio a fin para que podamos captar la inmensa riqueza de su
mensaje. Sacar conclusiones a partir de la lectura de un pequeño fragmento (como el que escuchamos
hoy) equivaldría a pretender emitir una opinión en una conversación ya comenzada, a la que recién nos
acoplamos. Más bien, el fruto de su lectura nos puede regalar la posibilidad de recibir la Buena Noticia de
Marcos, desde una sincera disposición de apertura suscitada por preguntas como: ¿Cómo es el Dios que
viene a mostrar (revelar) Jesús con sus acciones y palabras? ¿Estoy abierto a conocer algo nuevo o
solamente me posiciono en la actitud de alimentar lo ya aprendido? ¿Me animo dejarme cuestionar por
la fuerza actual de la Palabra? Acá podemos volver a escuchar a Francisco que nos dice: “Jesús siempre
puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestra comunidad y, aunque atraviese épocas oscuras y
debilidades eclesiales, la propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo también puede romper los
esquemas aburridos en los cuales pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad
divina” (Evangelii gaudium, 11).
Cuando nos dejamos fascinar por la descripción de esta jornada completa del Maestro, que bien
podríamos titular “Un día con Jesús”, no sólo quedamos atrapados en un sentimiento de distante
curiosidad o admiración ante sus acciones portentosas, sino que nos conmueve la tremenda cercanía
del hombre-Dios que literalmente toca todos y cada uno de los rincones de nuestra existencia. La
sinagoga, es decir el lugar del culto, la intimidad doméstica de un hogar, la enfermedad de una persona
afectivamente cercana, los padecimientos de una multitud de desconocidos, la justicia representada por
“la puerta” de la ciudad, el necesario clima de soledad para encontrarse con uno mismo y con quien
habita en lo íntimo de la intimidad, la gestión de la demanda de quienes lo aprecian sinceramente, la
consciencia de la tarea que impide instalarse (¡siempre en salida!), la espera de los sagrados tiempos de
Dios en su cuidadosa pedagogía… Nada, nada de esta vida queda ajeno a la vida de Jesús.
Porque Jesús no se limita a autoafirmarse como novedad que irrumpe en el mundo, sino que
asume con pasión la misión de “hacer nuevas todas las cosas” (Ap 21,5). Cuando dejamos calar hondo
sus criterios y prioridades, su manera de mirar cada cosa, su forma de tratar a las personas, sentimos
que algo cambia. Es un tanto extraño, ya que esa enfermedad sigue ahí, sigue avanzando y doliendo,
esa injusticia sigue lastimando, esa necesidad nos sigue reclamando sin poder controlarla, pero ya ni
esa enfermedad, ni esa injusticia, ni esa necesidad son las mismas. Y ocurre bajo el signo de su más
novedosa novedad: su pascua, el paso de la muerte a la vida. Hace poco, dialogando con alguien, volví
a descubrir que nuestra existencia no va de la vida a la muerte, sino de la muerte hacia la vida. “No
muero, entro en la vida”, le gustaba decir a Santa Teresita. El Espíritu nos anima a que pacíficamente
permitamos que algo muera, nos anima a soltar ese ensañamiento terapéutico que nos viene
desgastando hace tanto tiempo para darle paso a una nueva manera de ser. Se puede tratar de una
manera rígida de juzgar ciertas situaciones y modos de vida, tal vez algún pensamiento que nos
atormenta, un vínculo que no nos deja respirar con toda nuestra amplitud, una antigua vivencia
familiar que nos ancla en el resentimiento y la desconfianza… ¿Y si dejamos que Jesús pase tocándolo?
“Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (Evangelii gaudium, 1).

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