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SU SABIDURÍA

Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en
medio, le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. Y en la
ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices? Mas esto decían tentándole,
para poder acusarle. Pero Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo. Y como
insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado sea el primero
en arrojar la piedra contra ella. E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra.

(8 del 3 al 8) De repente, los escribas y los fariseos interrumpieron la enseñanza del Señor. Como
ya se dijo, los dos grupos aparecen juntos con frecuencia en los Evangelios sinópticos pero no en
otras partes del Evangelio de Juan (Juan no menciona a los escribas). Los escribas (algunas veces
llamados abogados) eran los expertos en la interpretación de la ley. Lo más usual es que fueran
fariseos, pero no siempre lo eran, y junto con los saduceos, zelotes y esenios, eran una de las
cuatro sectas principales del judaísmo.

Los fariseos eran sobre todo conocidos por su adherencia estricta a la ley mosaica y sus tradiciones
orales. Aunque eran pocos (cerca de seis mil en los tiempos de Herodes el Grande, de acuerdo con
Josefo, historiador judío del siglo I), eran la influencia religiosa dominante entre el pueblo judío.
Con la excepción de Nicodemo, los fariseos siempre fueron hostiles con Jesús en el Evangelio de
Juan (Después algunos creerían en Él, el más notable de ellos sería el celoso Saulo de Tarso.

Los fariseos veían con preocupación la popularidad de Jesús. Temían perder influencia ante el
pueblo y temían la retaliación de los romanos si los seguidores de Jesús comenzaban una revuelta.

Los escribas y los fariseos se abrieron paso entre la multitud para llevarle una mujer sorprendida
en adulterio y la pusieron en medio. Con formalidad burlona se dirigieron a Él como “Maestro” (o
rabí) y exclamaron: “Esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio”. Demandaban
un juicio de parte de Él: “Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué
dices?”. La última cláusula es enfática en el griego y se podría traducir “¿qué dices tú?” o “¿Cuál es
tu opinión sobre esto?”. El séptimo mandamiento prohíbe el adulterio y Levítico 20 10 prescribe la
pena de muerte para quienes lo practiquen: “Si un hombre cometiere adulterio con la mujer de su
prójimo, el adúltero y la adúltera indefectiblemente serán muertos”. Jesús mantuvo la condenación
al adulterio del Antiguo Testamento (Mateot. 5 27 y 19 18). De hecho, hizo más fuerte la
prohibición, pues no solo condenaba el acto físico, sino la actitud lujuriosa que lo concebía (Mateo.
5 28). Desde el punto de vista puramente legal, estos hombres estaban en lo correcto al decir que
la mujer merecía morir. Pero las circunstancias sugieren que tenían algo más en mente. El
adulterio, por su misma naturaleza, es un pecado que implica a dos personas; sin embargo, los
fariseos solo estaban acusando a la mujer. ¿Dónde estaba el hombre? Ciertamente, quienes
atraparon a la mujer, también lo habían visto porque a ella la habían sorprendido en el acto
mismo. ¿Por qué no le había arrestado y llevado ante Jesús, dado que la ley demandaba la
ejecución de las dos partes culpables (Lv. 20:10)? Y si era justicia lo que buscaban, ¿por qué llevar
la mujer ante el Señor? ¿Por qué no llevarla a sus propios tribunales, donde tales casos se oían
normalmente? Jesús no era juez, ni un miembro del sanedrín. Tampoco había necesidad de que se
consultara el caso con un rabí; era un caso fácilmente resuelto. Los motivos de los fariseos eran
obvios: usaban a la mujer para intentar tenderle una trampa a Jesús. Había algo más importante
para ellos que ver la justicia cumplida; esto decían tentándole, para poder acusarle. Como solía ser
el caso, intentaban forzar a Jesús a decir algo que pudieran usar para destruirlo.

Los acusadores de la mujer creían que tenían al Señor entre la espada y la pared. Si se oponía a
apedrearla, lo acusarían de violar la ley mosaica y con ello desacreditarían su afirmación de ser el
Mesías. Por otra parte, si aceptaba, como los acusadores, que debían apedrearla, su reputación de
compasión hacia los pecadores se iría por la borda. Más aún, los líderes judíos podían decírselo a
los romanos por instigar una ejecución que retara la autoridad romana. El reto planteado por los
escribas y fariseos también sacaba a la luz un asunto más profundo, a saber: cómo podían
armonizarse la misericordia y la justicia divinas. Dios es Santo y su “ley a la verdad es santa, y el
mandamiento santo, justo y bueno”. La ley no sabe nada del perdón. Declara: “El alma que pecare,
esa morirá”, porque “todos los que bajo la ley han pecado, por la ley serán juzgados”, “pues la ley
produce ira”. Entonces, ¿cómo perdona Dios los pecados sin violar su ley santa? La respuesta es:
por medio del Señor Jesucristo. El sacrificio de su muerte satisfizo completamente las exigencias de
justicia divina; así lo dijo Pablo a los romanos: “Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto
era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del
pecado, condenó al pecado en la carne”. Como “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo
sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por
cuya herida [fuimos] sanados”, a quienes depositemos la fe en Él aplica lo siguiente: “[Seremos]
justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios
puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de
haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados”.

En Jesucristo se armonizan la misericordia y la justicia divinas. El sacrificio de su muerte pagó la


pena por el pecado de todo aquel que en Él crea, Dios puede ser “justo, y el que justifica al que es
de la fe de Jesús”; en Él “la misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron”.
Dios derramó en Jesús su ira contra el pecado, de modo que ahora Jesús pueda derramar su gracia
y misericordia sobre todos los que creen. Él era el “Cordero que fue inmolado desde el principio
del mundo”, no solo en sentido profético, sino en el sentido aplicado. A lo largo de toda la historia
de la redención, el sacrificio futuro del Hijo de Dios se aplicaba a los pecados de todos aquellos a
los que se les perdonaron y recibieron la vida eterna. La escena dramática en el patio del templo
había llegado a su punto máximo. La mujer estaba humillada, aterrorizada, habían expuesto
públicamente su pecado y estaban a punto de apedrearla. Los escribas y los fariseos estaban llenos
de júbilo, pensaban que habían atrapado a Jesús en un dilema imposible. La multitud estaba en
silencio, miraban con atención para ver cómo reaccionaría Jesús. Pero, sorpresivamente, Él no hizo
nada en ese momento. En apariencia desentendido de lo que ocurría, Jesús, inclinado hacia el
suelo, escribía en tierra con el dedo. Como el texto no dice qué escribía, algunos especulan que
estaba exteriorizando Jeremías 17 13: “El que se aparta de ti quedará como algo escrito en el
polvo, porque abandonó al Señor, al manantial de aguas vivas”. Otros sugieren que escribió las
palabras que diría en el versículo 7 o parte de la ley, La perspectiva más popular dice que hizo una
lista de los pecados de los acusadores de la mujer. Sin embargo, lo que Jesús escribió no es esencial
para el relato, obviamente, pues no está registrado; todas esas sugerencias son especulaciones. Sin
duda, los escribas y fariseos estaban confundidos con el silencio de Jesús. Tal vez pensaron que no
sabía cómo responder y que lo habían atrapado en un dilema, luego los escribas y fariseos insistían
en preguntarle. Jesús, siempre dueño de la situación, siguió callado y les permitió revelar sin
equívocos su odio e hipocresía con su insistencia en atacarlo. Al final, se enderezó; sin duda clavó
la mirada en sus oponentes y les dijo: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar
la piedra contra ella”. Después de hacer semejante comentario tan inesperado e impresionante, se
inclinó con calma de nuevo, siguió escribiendo en tierra y no dijo nada. La respuesta del Señor fue
simple pero profunda. Mantenía la ley, porque no negó la culpa de la mujer, y la ampliaba, porque
expuso los pecados de sus acusadores. También evitaba la acusación de instigar una ejecución que
violaría la ley romana pues el Señor les devolvió la responsabilidad a los acusadores. Y en un acto
de misericordia evitó que la mujer fuera lapidada por su pecado. Jesús sabía que, de acuerdo con
la ley, los testigos de un delito de pena capital deberían ser los primeros en lanzar piedras a la
persona culpable.

Obviamente, no podían ser partícipes del delito o también podían ser ejecutados. Jesús no estaba
haciendo de la perfección impecable un requisito para hacer cumplir la ley (de lo contrario nadie
podría hacerla cumplir). Entonces, puede ser que los acusadores de la mujer fueran los mismos
culpables del adulterio (si no del acto físico, al menos sí de la lujuria del corazón. La respuesta
magistral de Jesús no minimizaba la culpa de la mujer ni negaba la santidad de la ley. Pero con su
revelación les quitaba a los escribas y fariseos el fundamento por el cual eran jueces y ejecutores,
no se ajustaban a ello. Eran culpables de la hipocresía que el apóstol Pablo condenó en Romanos 2
1 “Por lo cual eres inexcusable, oh hombre, quienquiera que seas tú que juzgas; pues en lo que
juzgas a otro, te condenas a ti mismo; porque tú que juzgas haces lo mismo”

SU ACUSACIÓN

Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salían uno a uno, comenzando desde los más
viejos hasta los postreros; Al oír la respuesta devastadora del Señor, los escribas y fariseos,
atónitos, salieron uno a uno. Algunos manuscritos añaden que acusados por su conciencia, lo cual
ciertamente está implícito. Es una revelación interesante de la naturaleza humana que los
acusadores se fueran comenzando desde los más viejos hasta los postreros. Puede ser que fueran
los primeros en notar que sufrieron una derrota humillante y que no había razón para continuar.
Pero también puede ser que fueran mucho más conscientes de sus pecados y de la imposibilidad
de satisfacer el reto de Jesús. Los más viejos tenían más pecados para recordar. Irónicamente,
quienes querían avergonzar a Jesús se fueron avergonzados; quienes venían a condenar a la mujer
se fueron condenados. Es lamentable que la acusación y su sentido de culpa no les hizo
arrepentirse y tener fe en Cristo. Como muchos de los que oyen y sienten la verdad acusadora de
la ley, endurecieron sus corazones y se alejaron de Jesús, sin siquiera abrirse al perdón del
evangelio. SU PERDÓN y quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en medio. Enderezándose Jesús, y
no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te
condenó? Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques
más. Después que los escribas y fariseos se fueron, Jesús se quedó solo con la mujer, quien seguía
en medio. El texto no dice si la multitud que había oído la enseñanza de Jesús también se fue.
Independientemente de eso, el enfoque de la narración está en el Señor y la mujer. Por primera
vez alguien se dirige a la mujer. Enderezándose de su posición cuando escribía, Jesús le dijo:
“Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?”. El término mujer es una
formalidad, una forma respetuosa de hablar, el mismo que Jesús usó con su madre, la mujer
samaritana en el pozo y María Magdalena. Habiendo partido sus acusadores, ninguno quedaba
para condenarla. Usando su prerrogativa divina para perdonar pecados, Jesús le dijo: “Ni yo te
condeno; vete, y no peques más”. El perdón no implica licencia para pecar. Jesús no la condenó
pero le ordenó abandonar su vida pecaminosa. Gerald L. Borchert escribe: Sin embargo, el
veredicto de Jesús “ni yo te condeno” no era una absolución ni falta de condenación. De hecho, el
veredicto era una imposición para que viviera de manera diferente a partir de ese momento, para
que no pecara más. La obra liberadora de Jesús no era una excusa del pecado. El encuentro con
Jesús siempre ha exigido la transformación de la vida, de alejarse del pecado.

Jesús no trataba el pecado con ligereza, pero ofrecía a los pecadores la oportunidad de comenzar
una vida nueva.

Como Pablo escribió en Romanos 6 1 al 2: “¿Qué, pues, diremos? ¿Perseveraremos en el pecado


para que la gracia abunde? En ninguna manera. Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo
viviremos aún en él?”. Esta historia es mucho más que un campo de batalla para los críticos
textuales. Describe un cuadro maravilloso del Señor Jesucristo; aquí los temas centrales son su
humildad misericordiosa, su sabiduría infinita, su discurso convincente y su perdón sensible. Todos
los cristianos deben estar agradecidos porque Dios en su soberanía la preservó.

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