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Y te lo explico con un ejemplo de la vida real. Cuando caminamos por las avenidas
de la ciudad, y muchas veces a altas horas de la noche, encontramos en los rincones
fríos de las esquinas, a mujeres que con una rústica y muy humilde mesita de
madera ofrecen en venta unos pocos paquetes de galletas y algunas golosinas
(quien no ha visto esta escena). Bien, solamente con eso, esa mujer saca adelante a
su hijo, que muchas veces está durmiendo debajo de esa mesita envuelto en una
manta gastada. Lo alimenta, le da educación, y en especial, el irremplazable amor
de madre. Allí radica la grandeza de la mujer, algo que el varón no puede
hacer, porque le falta ese sentimiento, esa intuición.
Pero aún hoy, y desgraciadamente todavía por mucho tiempo, abundan los
hombres machistas, que se creen que tienen derecho a todo, que hacen lo que
quieren, que tienen hijos fuera del matrimonio, que beben alcohol hasta no dar
más, que le pegan a sus esposas, y que se sienten más hombres cuando toman más
y tienen más mujeres.
¡Qué asco! ¡Qué ignorancia! La felicidad nunca estará en esos vicios, sino en ese
juego que compartes con tus hijos, en los pañales que le cambias a tu bebé, en el
biberón que le das a la vez que siente tu calor de padre, en la amistad y el diálogo
que le brindas a tu hijo adolescente, en ir al parque a jugar un partido de fútbol con
tu hijo y sus amigos, en entender que quien te dice criollamente “pisado” o “saco
largo” es una persona muy pobre de espíritu, que no ha tenido posibilidad o
capacidad de educarse, que es presa fácil de la ignorancia y que debes rezar mucho
por ella.
Hasta Jesús, el mismo Hijo de Dios, creció, se arrulló, y nos dejó al ascender al
cielo, una mujer, que, como lo hizo con El, está esperando para arrullarnos y
consolarnos.
¿Acaso existe alguien más pura, más llena de amor, que María? Y es
simple y grandemente UNA MUJER.