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(material de estudios)
Así, en una primera etapa del impacto del feminismo sobre discursos académicos y políticas
públicas (durante el siglo XX), sólo las mujeres “tuvieron género”. En ese momento,
considerar la dimensión de género era sinónimo de trabajar con y para mujeres,
contemplando sus circunstancias, necesidades o demandas específicas en tanto tales.
En la terminología de los organismos internacionales (como la Organización de las
Naciones Unidas y sus múltiples agencias –PNUD, UNFPA, UNIFEM, etc.-) y de las
instancias estatales nacionales, provinciales y municipales, el desplazamiento fue:
Los títulos de los documentos y las conferencias internacionales, los nombres de las
secretarías y ministerios en los distintos niveles estatales, los espacios dedicados a la
temática dentro de las organizaciones, han ido cambiando en este sentido. La intención
declarada al modificar estos términos (pasar de “Secretaria de la mujer” a “Secretaría
de género y diversidades” en un sindicato, por ejemplo) ha sido ampliar su rango de acción
hacia otros grupos e incluso contemplar la heterogeneidad dentro de los mismos (de ahí el
hablar de las mujeres, y ya no de la mujer en singular).
Al pensar y hablar sobre “género”, los varones cisgénero2 (cuando la identidad de género
de una persona coincide con el sexo asignado al nacer) y heterosexuales, seguían sin
aparecer en escena. Eran el otro implícito en la agenda de género, un sujeto omnipresente
pero no visibilizado.
En toda declaración sobre las desventajas que padecen las mujeres existe una comparación
implícita con los hombres como miembros del grupo privilegiado. En discusiones sobre
violencia contra las mujeres, está implícito, y a veces explícito, que los hombres son los
perpetradores. (…) Cuando los hombres sólo están presentes como categoría de fondo en
los discursos políticos sobre mujeres, es difícil plantear cuestiones sobre los intereses, los
problemas o la diversidad de hombres y niños. (Connell, 2019: 87; el destacado es mío)
¿Qué sucedió para que los varones, en tanto sujetos generizados, conciten atención como
objeto de reflexión, debate e intervenciones políticas, educativas y sanitarias? A nivel
internacional, Amuchástegui (2001), Nuñez (2016) y Connell (2019) identifican una serie
de factores, entre los que los feminismos académicos y políticos juegan un rol central:
En la medida en que el feminismo creó las condiciones sociocognitivas para pensar en las
mujeres y su posición en la organización social como identidades sociales e históricas (“las
mujeres no nacen, se hacen”) y no destinos naturales, también creó la posibilidad de pensar
en los hombres y su masculinidad como construcciones socioculturales e históricas. El
concepto género fue fundamental en ese proceso. Es por eso que los estudios de género de
los hombres y las masculinidades hunden su raíz más profunda en el feminismo. (Nuñez,
2016: 14)
Para ver qué sucede en Argentina, propongo una hipótesis de corte histórico que explica el
actual interés alrededor de los varones y las masculinidades, tanto en el ámbito académico y
educativo en general, como en el del activismo y las políticas públicas por la igualdad de
género.
Sostener esta hipótesis no significa sugerir que “todo comenzó con el Ni Una Menos” o, a
lo sumo, en los años 2000, con la sanción de la secuencia de leyes sobre derechos sexuales
y reproductivos que consigné. Hay una larga tradición de lucha y organización de los
movimientos de mujeres, feministas y de la disidencia sexual en Argentina (al menos, desde
inicios de la década de 1970), que antecede y en buena medida ayudar a explicar las bases
para la posterior masificación de estos movimientos (en esta nota al pie recomiendo algunos
textos cuya lectura dan cuenta de esta larga historia de los feminismos y disidencias en
nuestro país4).
Lo que quiero subrayar es que a partir de 2015 se ven potenciados y masificados los
cuestionamientos hacia la desigualdad y la violencia de género. Más personas y desde
perfiles heterogéneos los plantean, con más fuerza, en espacios cada vez más diversos (a
modo de ejemplo, muchas organizaciones religiosas han sido permeadas por estas
demandas y comienzan a enarbolar una agenda feminista sin renunciar a su fe 5).
Esta secuencia histórica amplió las críticas hacia –y las inquietudes de- muchos varones
alrededor de nuestra condición generizada. Mujeres cisgénero, personas trans, varones no
heterosexuales y otrxs que han renunciado a la identidad de “varones” (desplazándose a
categorías como “marica” o “no binarie”), echaron luz sobre los privilegios que los varones
cis-hetero tenemos por el solo hecho de serlo y las violencias que ejercemos o de las que
somos cómplices en tanto varones.
Este movimiento que hoy se vive en Argentina con intensidad y rasgos históricos
singulares, comparte algunos factores que lo impulsan con lo sucedido en el mundo
anglosajón un tiempo atrás. Para explicar el interés por el estudio de la masculinidad y el
trabajo con hombres a nivel internacional, la investigadora mexicana Ana Amuchástegui
señala:
Su página web permite observar la cantidad y diversidad de trabajo articulado con distintas
agencias estatales (municipales, provinciales y nacionales), organizaciones no
gubernamentales, organismos internacionales e instituciones educativas. Les recomiendo
que la recorran, dado que también tiene muchos recursos pedagógicos, escritos y
audiovisuales:
En términos de una discusión extendida, vale la pena resaltar las numerosas publicaciones
recientes que incluyen la expresión “masculinidad/es” o “varones” en su título. Sólo en el
último año, en Argentina se publicaron al menos cinco libros sobre el tema, desde enfoques
muy diversos entre sí: Hombres justos. Del patriarcado a las nuevas masculinidades (2020)
de Ivan Jablonka, El fin de la masculinidad. Cómo amar en el siglo XXI (2020) de Luciano
Lutereau, La ira de los varones (2021) de Sergio Sinay, La ilusión masculina (2021) de
Sebastián Fonseca y La masculinidad incomodada (2021) compilado por Luciano Fabbri. El
primero es un trabajo de un historiador francés, a mitad de camino entre ensayo
historiográfico y manifiesto político, pero su rápida traducción (la publicación original es de
2019) refleja la percepción editorial de que se trata de un tema que resulta atractivo en el
contexto local. Los cuatro restantes, de autorxs argentinxs, van desde el ensayo
psicoanalítico y de otras vertientes psi, a un texto más auto-biográfico y otro de análisis
desde las ciencias sociales y el activismo de varones. Más allá de mi valoración sobre la
calidad y los aportes de cada uno, su publicación en tan corto tiempo (con mucha
repercusión en medios tradicionales y digitales) es sintomática de un interés por enunciar y
discutir sobre varones y masculinidades en nuestro país.
Esta irrupción de la agenda sobre masculinidades en Argentina no se limita a un debate
intelectual público. También se plasmó en un reconocimiento estatal de mayor nivel,
cuando en diciembre de 2019 el recientemente creado Ministerio de las Mujeres, Políticas
de Género y Diversidad Sexual de la Provincia de Buenos Aires decidió incluir
una Dirección de Promoción de Masculinidades para la Igualdad de Género.
¿Por qué dedico un espacio para presentar estas coordenadas políticas e intelectuales?
Porque para entender el recorrido teórico de este módulo es fundamental situarlo en un
contexto histórico que posibilita hablar sobre masculinidades y que lo torna un eje relevante
para la Educación Sexual Integral. Sigamos.
En síntesis, me animo a decir que hay una demanda epocal: que un varón hable acerca de
masculinidades, para que otros varones (sobre todo, cis-hetero) escuchen lo que el
feminismo tiene para decirles (y muchas mujeres ya escucharon).
Dicho esto, me gustaría hacer dos aclaraciones. Primero, no creo que hablar sobre
masculinidades sea sólo “cosa de varones”. Dado el carácter relacional del género (y la
necesidad de interactuar cotidianamente entre mujeres, varones e, incluso, otras identidades
sexo-genéricas), el interés por el tema nos excede y trasciende a los varones cis-hetero, y
creo fuertemente en que el diálogo se enriquece cuando se diversifica el perfil de lxs
participantes (de ahí que no me guste mucho participar de espacios donde varones solo nos
hablamos entre varones acerca de la masculinidad –“demasiado too much”, diría mi amigo
Ernesto). Segundo, no siempre se logra el objetivo de interpelar a los varones mediante
estas convocatorias que están orientadas a ellos. Paradójicamente (o no tanto, como
veremos), en muchas de estas instancias de diálogo o capacitación, el público está
compuesto mayoritariamente por mujeres (o por personas que han tomado distancia de la
identidad de “varones”), interesadas en la transformación de aquellos varones con quienes
interactúan.
Y así llegó a preparar y dictar este módulo sobre Masculinidades en la Educación Sexual
Integral (ESI), una etiqueta que ha demostrado su potencia desde la sanción de la ley en
2006. La ESI amplía y apunta a garantizar derechos, pero también es promesa de libertades
no condicionadas por desigualdades ni amenazadas por violencias. Ante semejante
promesa, ¿cómo no vamos a hablar de masculinidades?
Para hablar de la noción de masculinidad es necesario empezar por las categorías de sexo y
género.
A finales del siglo XVIII (…) la naturaleza sexual cambió. (…) Hacia 1800, escritores de
toda índole se mostraron decididos a basar lo que insistían en considerar diferencias
fundamentales entre los sexos masculino y femenino, o lo que es lo mismo, entre hombre y
mujer, en distinciones biológicas observables y a expresarlas con una retórica radicalmente
diferente. De este modo, el viejo modelo, en el que hombres y mujeres se ordenaban según
su grado de perfección metafísica, su calor vital, a lo largo de un eje de carácter masculino
[modelo de un sexo], dio paso a finales del siglo XVIII a nuevo modelo de dimorfismo
radical, de divergencia biológica [modelo de dos sexos]. (Laqueur, 1994: 22-24)
Este “modelo de dos sexos” al que alude el maravilloso libro de Thomas Laqueur, La
construcción del sexo. Cuerpo y género desde los griegos hasta Freud, ha funcionado como
base natural del orden de género contemporáneo. Hasta fines de la década de 1960, los
estudios del varón y de la mujer estaban unidos a un paradigma derivado de los
antecedentes mecanicistas del siglo XIX. “Lo más ubicuo era la noción de tipos genéricos,
un Hombre Universal opuesto a una Mujer Universal, una simetría sexual supuestamente
derivada de dualismos obvios en la biología y la psicología” (Gilmore, 1994: 31-2).
Ambos textos, publicados originalmente en 1986, son muy citados en los programas de
estudio y la producción latinoamericana contemporánea. 35 años más tarde, configuran una
suerte de sentido común alrededor de la idea de género en los ámbitos universitarios y en
espacios de militancia feminista, pese a que este tipo de definiciones ha sido fuertemente
cuestionado en el debate académico a partir del mencionado libro de Laqueur y de El
género en disputa de Judith Butler, ambos publicados originalmente en 1990.
Una constante en planteos como el de Scott y Lamas (insisto, muy extendidos), es que el
género queda del lado de la cultura y el sexo del lado de la naturaleza.
Para el campo de las masculinidades, un ejemplo de este tipo de definiciones lo ofrece el
trabajo pionero del antropólogo británico David Gilmore, publicado originalmente en 1990,
un estudio retrospectivo e intercultural de la virilidad y la masculinidad:
Este libro trata de la manera en que la gente de diferentes culturas concibe y experimenta la
masculinidad, que por el momento definiré como la forma aceptada de ser un varón adulto
en una sociedad concreta. Y, más específicamente, trata de (…) por qué tantas sociedades
elaboran una elusiva imagen exclusivista de la masculinidad mediante aprobaciones
culturales, ritos o pruebas de aptitudes y resistencia. (1994: 15; el destacado es mío)
Su trabajo comparativo sobre qué se entiende por virilidad en diferentes culturas descansa
en una versión sofisticada de la idea de masculinidad en singular que quiero presentar en
este apartado. Digo sofisticada porque no cae en esencialismos de tipo biológico ni tampoco
universalismos atemporales: “El género (como norma cultural) es una categoría simbólica.
Y como tal tiene fuertes connotaciones morales y es, por lo tanto, culturalmente relativo y
potencialmente susceptible de cambios” (ídem: 33).
Sin embargo, Gilmore continúa planteando un vínculo lineal entre sexo biológico y
constructo cultural (aunque este último difiera entre sociedades), dando por hecho que sólo
los machos “anatómicos” pueden llegar a encarnar la virilidad:
La regularidad que ahora me interesa es la forma, a menudo dramática, en que las culturas
elaboran una masculinidad apropiada, la presentación, o «representación», del papel del
varón. Y en particular, aparece una y otra vez la idea de que la verdadera virilidad es
diferente de la simple masculinidad anatómica, de que no es una condición natural que se
produce espontáneamente por una maduración biológica, sino un estado precario o artificial
que los muchachos deben conquistar con mucha dificultad. (…) Para ser un hombre en la
mayoría de las sociedades que examinamos, uno debe preñar a la mujer, proteger a los que
dependen de él y mantener a los familiares. (…) Así, aunque no exista un «varón
universal», tal vez podamos hablar de un «varón omnipresente» basado en estos criterios de
actuación. Podríamos bautizar a ese personaje casi global como «El varón preñador-
protector-proveedor». (Gilmore, 1994: 22 y 217)
Esta idea de que el género es un constructo socio-cultural sobre la base del sexo biológico
subyace a distintas definiciones de masculinidad en singular ofrecidas por la literatura
especializada. Clatterbaugh (1998) y Amuchástegui (2001) hacen una revisión crítica, y
señalan que esta literatura suele ofrecer dos tipos de definiciones:
La masculinidad está constituida por las conductas y actitudes que diferencian a los
hombres de las mujeres.
La masculinidad está constituida por estereotipos y normas acerca de lo que los
hombres son y/o deben ser.
La investigación ha demostrado una y otra vez no sólo que los estereotipos y las normas de
género son inconsistentes en sí mismas, sino que las prácticas de las personas rara vez se
ajustan a ellas, de modo que si pretendemos investigar bajo esta concepción, corremos el
riesgo de negar las diferencias y las inconsistencias de la experiencia de ser hombre. (2001:
116; el destacado es mío)
Ahora bien, los problemas de este tipo de definiciones de masculinidad no son sólo en tanto
herramientas analíticas para la investigación, sino también como conceptos orientadores de
nuestras intervenciones educativas. Aunque estemos cargadxs con las mejores intenciones,
si trabajamos en base a nociones de masculinidad cuyos presupuestos no hemos revisado,
posiblemente generemos algunas consecuencias no intencionadas. Veamos a qué me
refiero.
1) Si bien considera que el “ser hombre” es una construcción social, la relación entre los
humanos machos y el “ser hombre” no es problematizada, como si el concepto “hombre”
fuera transparente, claro por sí mismo; 2) establece la relación entre “el ser hombre” y “el
tener un punto de vista del hombre” a partir de concebir la “experiencia” (de la
socialización masculina) como una realidad homogénea y coherente, sin asumir el carácter
heterogéneo no sólo de la socialización de los varones, sino de la significación de las
experiencias por parte de los propios sujetos socializados; 3) esta concepción de la
“experiencia” sostiene un concepto (el de “punto de vista de los hombres”) que involucra
una concepción homogeneizadora de los “hombres” sobre su propia capacidad de entender,
conocer y, es de esperarse, actuar en el mundo. (Nuñez, 2004: 20)
Sin embargo, los problemas de este tipo de definiciones no son sólo epistemológicos. En
términos éticos y políticos, el orden sexo-genérico que asocia de manera automática “macho
biológico” y “varón” invisibiliza y/o violenta otras experiencias corporales e identitarias
que también encarnan formas de masculinidad, como las de los varones trans8 o las
lesbianas masculinas (butch)9.
El sujeto hegemónico -y por tanto tácito- de los discursos sobre la masculinidad, será el
varón cisgénero y heterosexual.
(Fabbri, 2019: 51)
Es legítimo (volver a) preguntarse por qué les propongo que nos detengamos en estas
críticas, si no se trata de un paper académico. Creo que vale la pena porque muchas
intervenciones educativas pueden estar reproduciendo nociones de masculinidad que
excluyen experiencias corporales e identitarias que trascienden y desbordan a las de los
varones cis-género y heterosexuales. La idea “del punto de vista de los hombres”, que
tácitamente puede atravesar los discursos sobre masculinidades en el ámbito educativo, no
puede dar cuenta la diversidad de los propios “hombres”. Estas exclusiones suponen
violencias epistémicas y no están desconectadas de otros tipos de violencias a las que se
somete a sujetos disidentes de los cánones de masculinidad.
Hombres con dolor, en crisis, están llamando. (…) Cuando escuchamos sus historias,
oímos que ellos quieren estar mejor y que no saben cómo hacerlo. (…) El trabajo de
recuperación emocional de varones, de formar intimidad y construir comunidad nunca
puede hacerse solo. (hooks, 2004: 187)
Un buen ejemplo es este recurso audiovisual para promover las nuevas masculinidades
desde la infancia:
Existe una distancia entre esos seres a los que se les conmina a llamarse a sí mismos
“hombres” y que son socializados bajo estas concepciones de género, y las concepciones de
género dominantes, que trazan el “deber ser” de “los hombres”. El drama de esta distancia
es el de la condición de “los hombres” como sujetos genéricos en una sociedad patriarcal.
(Nuñez, 2004: 28)
Ahora bien, una primera definición constructivista, sencilla, es entender que “las
masculinidades son patrones de prácticas de género construidos socialmente, que se crean a
través de un proceso histórico con dimensión internacional” (Connell, 2019: 86). Prácticas,
construcción e historicidad social dan cuenta de algo que escapa al orden de lo natural, lo
ahistórico y lo universal.
Esta socióloga australiana, Raewyn Connell, luego de un largo recorrido como referencia
del campo de estudios sobre masculinidades, en uno de sus trabajos más recientes llega a
tres conclusiones para pensar la cuestión:
Pensemos esto para nuestras coordenadas. No hay una sola masculinidad argentina, ni
tampoco nos sirve demasiado la oposición “tradicional” versus “moderna” para analizar la
pluralidad de masculinidades existentes en nuestro contexto nacional. ¿Es lo mismo un
adolescente de un paraje rural de Jujuy, que uno de los barrios céntricos de Buenos Aires?
Incluso reconociendo sus diferencias, ¿no sería reduccionista pensar al primero
simplemente como portador de una masculinidad “tradicional” y al segundo con una
“moderna”? ¿Qué factores acercan sus experiencias y cuáles las diferencian? A su vez, ¿qué
marcas generacionales presentan las masculinidades, por ejemplo, en una misma familia?
(nuestros abuelos, padres, hijos o sobrinos –si los tenemos-, ¿qué formas de masculinidad
encarnaron en el tiempo que les tocó vivir?).
Esto nos lleva a pensar cómo los cambios en la sociedad argentina, por ejemplo, en la
estructura económica y de empleo, necesariamente van a incidir en las masculinidades: mi
viejo tuvo un solo empleo principal durante toda su vida, pero a diferencia de su padre (mi
abuelo) no era el único proveedor económico de la familia; yo tengo múltiples empleos y un
divorcio me ha devuelto a ser único ingreso, en este caso, de un hogar monoparental.
¿Cuáles serán las masculinidades modeladas por las nuevas coordenadas económicas,
sociales, culturales, tecnológicas en las próximas generaciones? (por el ejemplo, ¿qué tipo
de incidencia tendrá el uso de redes sociales y apps de citas en la configuración de las
relaciones sexo-afectivas?).
A su vez, el impacto cultural y político del feminismo y las disidencias sexuales en las
relaciones de género en distintos ámbitos han llevado a disputar el sentido de la propia
categoría “varón” y los significados asociados a la masculinidad. Personas a las que se las
ha clasificado como “varón” por su sexo biológico masculino al nacer, hacen pública su
renuncia o corrimiento de esa identificación, mientras que otras que “nacieron mujeres”
(según la asignación médica y el consecuente registro documental) construyen identidades
masculinas (y, ley de identidad de género mediante, incluso pueden cambiar su
documentación).
Si por un lado presentaba una figura icónica del “tipo duro” para promocionar el
consumo de cigarrillos, el Malboro Man,
En contraposición, la marca de gaseosas Sprite ya en 2008 jugaba con un padre
tierno con la voluntad incluso de “travestirse” para aceptar los juegos propuestos
por su hija.
Esta pluralidad no siempre es mera coexistencia: una misma marca puede decidir variar las
imágenes de masculinidad con las que asocia su producto, siendo sensible a los cambios de
clima de época.
Veamos cómo lo hace la bebida alcohólica Gancia, con dos publicidades, una de 2001 y otra de
2019:
Para terminar de sepultar una noción de masculinidad en singular, sin matices suficientes
para el análisis e ineficaz para movilizar hacia el cambio, la estrategia político-pedagógica
ha sido “la adopción abusiva del concepto de ‘masculinidad hegemónica’, y en oposición al
mismo, las masculinidades plurales o nuevas masculinidades” (Fabbri, 2019: 52).
5. La masculinidad hegemónica
No es un tipo de carácter fijo, el mismo siempre y en todas partes, sino más bien
una posición siempre disputable.
Si cambian las relaciones de género, necesariamente cambiará la masculinidad que
ocupe la posición hegemónica.
De ahí que Connell la defina como “la configuración de práctica genérica que encarna la
respuesta corrientemente aceptada al problema de la legitimidad del patriarcado, la que
garantiza (o se toma para garantizar) la posición dominante de los hombres y la
subordinación de las mujeres” (1997: 39).
La hegemonía no supone una dominación absoluta, que inhiba toda práctica alternativa; se
trata de un balance de fuerzas, un juego constante entre distintos grupos de hombres
(Carrigan, Connell y Lee, 1987; Connell, 1987; citados en Minello, 2002: 22-3).
Profundizando en el sentido gramsciano de esta noción de hegemonía, el sociólogo vasco
Joakin Azpiazu apunta que “la masculinidad hegemónica se impone de manera invisible, no
es perceptible a primera vista, se establece como medida de lo normal y de sentido común”
(2017: 33).
Un síntoma del éxito que ha tenido este concepto es su notable divulgación más allá de los
ámbitos académicos. La masculinidad hegemónica surge una y otra vez en notas
periodísticas, discusiones entre educadorxs y títulos de paneles en instituciones muy
diversas. Imprecisa en sus alcances, al leer o escuchar esa expresión todxs creemos
sobreentender de qué se trata, y eso nos permite seguir adelante (en la lectura, en la charla)
sin explicitarlo. No parece necesario ya que todxs creemos estar refiriéndonos a lo mismo, o
a algo lo suficientemente parecido como para continuar la interacción sin detenernos a
explicarlo.
Esta ubicuidad del concepto resulta llamativa, y una mirada más atenta nos alerta sobre
cómo su potencia inicial (romper con la masculinidad en singular, pretendidamente
universal y sin adjetivos) se ha ido perdiendo por ciertos usos de los activismos orientados
hacia varones, del periodismo e, incluso, de los trabajos académicos (de donde surgió).
Estas derivas del concepto de masculinidad hegemónica no son recientes, ni exclusivas del
contexto local. La propia Connell (1998) lamenta que algunos usos la han convertido en un
tipo estable, cristalizado. El investigador uruguayo Nelson Minello reconstruye el recorrido
de este concepto, mostrando cómo casi desde el primer momento hubo problemas y
confusiones por los malos usos e imprecisiones, de autores y autoras que prácticamente lo
han transformado en una apelación al sentido común. En lugar de cristalizar el concepto,
Minello propone realizar investigación empírica para poder afirmar qué grupo de hombres
detenta la masculinidad hegemónica en la sociedad que estudiamos, y no perder la
historicidad y contextualidad de la categoría (2002: 25). En el caso de las intervenciones
educativas, podríamos trabajar con ejercicios que nos hicieran reflexionar sobre quiénes
ocupan la posición hegemónica de la masculinidad en los espacios que transitamos (y qué
rasgos sostendrían dicha hegemonía, a priori, invisible).
Joakin Azpiazu y Luciano Fabbri también han señalado críticamente esta deriva del
concepto de masculinidad hegemónica. Traigo sus observaciones que, a su vez, dan pie para
una nueva definición de masculinidad en términos de poder.
Según Azpiazu, “los estudios sobre masculinidades han dedicado un buen rato a identificar
los parámetros de la masculinidad hegemónica: qué es y cómo se construye, cuáles son sus
mecanismos de exclusión” (2017: 33-4). Por contraste con esa masculinidad hegemónica,
estos estudios describen masculinidades múltiples y, en este mismo acto, las delinean como
experiencias existentes y/o modelos posibles. Esa enunciación acrítica de su pluralidad nos
resta capacidad de entender la masculinidad desde un punto de vista más político y de
poder.
Veamos este video del ciclo educativo “Caja de herramientas” de UNITV, muy valioso
como recurso pedagógico en varios sentidos, pero que sintomáticamente utiliza
“masculinidad hegemónica” como sinónimo de “macho”:
Ahora bien, ¿por qué es importante señalar estas imprecisiones conceptuales? No se trata de
un mero ejercicio intelectual: los usos extendidos de masculinidad hegemónica hacen que
sus significados (siempre en disputa) tengan efectos concretos a la hora de pensar
intervenciones educativas. Veamos.
6. El horizonte de cambio
La idea de lo nuevo contra lo viejo se ha alimentado de una idea de progreso para la que
todos los cambios son positivos pasos adelante, heredada de la Ilustración vía
modernidad, y lastrada por una visión que, paradójicamente —o no tanto—, tiene a la
masculinidad como el centro universal de las cosas. (Azpiazu, 2017: 43)
La oposición entre “tradicional” versus “moderno” puede resultar poco útil para
estructurar iniciativas educativas que apunten en un sentido igualitario, ya que puede
hacernos perder de vista las formas renovadas de resistencia al cambio:
Las razones de los hombres para resistirse incluyen el dividendo patriarcal (…) y las
amenazas a la identidad que conlleva el cambio. (…) La resistencia también puede
significar una defensa ideológica de la supremacía masculina (…) con base en la
religión, la biología, la tradición cultural. (…). Es un error considerar que estas ideas
son meramente tradicionales y, por lo tanto, anticuadas; pueden modernizarse y
renovarse de forma activa. (Connell, 2019: 92)
Una de ellas es el libro Hombres justos. Del patriarcado a las nuevas masculinidades, de
Ivan Jablonka. Publicado en 2019 en francés y en 2020 en español, con una buena
recepción entre feministas10, su origen académico ayuda a legitimarlo, sin perder su
intención manifiesta de incidencia más allá del campo intelectual. Entre el ensayo
historiográfico y el manifiesto político, este historiador francés parte de un diagnóstico
extendido en los debates sobre masculinidades: “el modelo del macho tradicional ha
caducado”, al ser considerado “anticuado” y “nefasto”. También el sociólogo vasco
Joakin Azpiazu señala el ocaso de ese modelo:
Sigamos con el video del ciclo “Estamos acá”, esta vez para detenernos
sobre los cambios contemporáneos en las masculinidades:
"La masculinidad": ¿Qué es la masculinidad hegemónica? y mucho más en Estamos
Acá
Jablonka delinea como horizonte de cambio que la próxima utopía es “inventar nuevas
masculinidades” (2020: 7), un proceso que comienza con un examen de consciencia
mediante el que los varones nos interroguemos sobre en qué situaciones obtenemos
beneficios por el solo hecho de ser hombres (el “dividendo patriarcal”). Desde perspectivas
como la de Jablonka, con buena voluntad individual y políticas públicas que la enmarquen,
los varones podríamos encarnar nuevas masculinidades:
Hay mil formas de ser hombre, de ahí la noción de “masculinidades”. (…) Las nuevas
masculinidades pueden sanar lo masculino de su complejo de superioridad. (…)
Masculinidad criminal, masculinidad de privilegio y masculinidad tóxica son los
repugnantes tentáculos mediante los cuales los hombres se adueñan de las mujeres para
destruirlas, discriminarlas o rebajarlas. (…) Hay que erradicar de lo masculino las
excrecencias patológicas. (Jablonka, 2020: 12 y 281).
Me detuve en este libro porque ilustra la vigencia del discurso sobre las “nuevas
masculinidades” y “masculinidades plurales”, así como el optimismo que atraviesa este
discurso, algo que moldea muchas iniciativas políticas, intelectuales y educativas en la
Argentina contemporánea y en otros países de la región.
Miren este breve spot para cambiar las masculinidades tradicionales y reemplazarlas por
nuevas masculinidades, realizado por la Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la
Violencia Contra las Mujeres (Conavim) de México, en 2017:
La masculinidad tradicional
Precisamente este aspecto relacional y político es el que retoma Luciano Fabbri para ofrecer
una definición de masculinidad alternativa a la repetida noción de identidades masculinas
plurales. Por un lado, propone entender la masculinidad como un dispositivo de poder: un
conjunto de discursos y prácticas a través de las cuales los sujetos nacidos con pene somos
producidos en tanto “varones”. Con esta idea se cuestiona la mencionada despolitización del
concepto “varón” (asociado automáticamente con el sexo biológico macho).
Por el otro, plantea la masculinidad como un proyecto político extractivista: este dispositivo
produce varones deseosos de jerarquía y pone a su disposición las violencias como medios
legítimos para garantizar el acceso (y permanencia) a la misma, al socializar a los varones
“bajo la idea, la creencia o la convicción, de que los tiempos, cuerpos, energías y
capacidades de las mujeres y feminidades deberían estar a su disposición” (Fabbri, 2019:
56), a nuestra disposición, digo yo en tanto varón.
El entrenamiento para llegar a ser un “hombre como se debe” (que incluye ser superior a las
mujeres), va consolidando un modo masculino de ubicarse en jerarquía con las mujeres y un
modo de percibirlas “desde arriba”, similar al de otros grupos dominantes. (…) Esta mirada
naturaliza y oculta la jerarquía de género, favorece no ver las necesidades de las mujeres (ya
que a quien está “por debajo” se ve menos), y permite evadirse de la responsabilidad por los
efectos que sobre ellas tiene la propia conducta dominante (…) atribuyendo esos efectos a
la “naturaleza” o a la “debilidad” de ellas. (Bonino, 2008: 92; el destacado es mío)
Por qué creo que vale la pena introducir una definición de masculinidad que ponga en el
centro a las relaciones de poder y jerarquía? Porque el tipo de definiciones del que partamos
va a orientar los sentidos de nuestras intervenciones educativas. Si mostrar la diversidad de
masculinidades posibles y existentes puede ser valioso en un primer momento para romper
con los modelos más tradicionales de masculinidad (digamos, aquellos más abiertamente
patriarcales y machistas), quedarnos sólo en ello puede funcionar para ubicar el problema
sólo en ciertos modelos de ser varón y en varones concretos que podemos identificar
fácilmente que los encarnan. Esto permite exculparnos rápidamente al resto de las
opresiones que los varones (como grupo) ejercemos, sin habilitar una reflexión personal y
colectiva profunda sobre dinámicas de poder y nuestros papeles en ellas.
Por eso propongo este desplazamiento conceptual para habilitar nuevos focos de nuestras
acciones educativas. En este caso, el objeto:
(…) no son los hombres o las masculinidades en sí mismos o de manera aislada, sino las
dinámicas socioculturales y de poder (androcéntricas y/o heterosexistas) que pretenden la
inscripción del género “hombre” o “masculino” y su
reproducción/resistencia/transformación en los humanos biológicamente machos o
socialmente “hombres” (en sus cuerpos, identidades, subjetividades, prácticas, relaciones,
productos), y en la organización social toda. (Nuñez, 2016: 11-2)
¿Cuáles son estas dinámicas de poder que nos producen como hombres? ¿Por dónde
podemos comenzar a poner el foco? Creo que la noción de micromachismos, desarrollada
por el terapeuta español Luis Bonino, puede darnos pistas concretas para pensar, diseñar y
llevar adelante estrategias educativas:
Definición de “micromachismos”:
Los mM son “pequeños” y cotidianos ejercicios del poder de dominio, comportamientos
“suaves” o de "bajísima intensidad" con las mujeres. Formas y modos, larvados y negados,
de abuso e imposición de las propias “razones”, en la vida cotidiana, que permiten hacer lo
que se quiere e impiden que ellas puedan hacerlo de igual modo. Son hábiles artes,
comportamientos sutiles o insidiosos, reiterativos y casi invisibles que los varones ejecutan
permanentemente quizás no tanto para sojuzgar sino para oponerse al cambio femenino.
(…) Se ejercen intentando mantener y conservar las mayores ventajas, comodidades y
derechos que lo social adjudica a los varones, socavando la autonomía personal y la libertad
de pensamiento y comportamiento femeninos. (Bonino, 2008: 95) El sujeto hegemónico -y
por tanto tácito- de los discursos sobre la masculinidad, será el varón cisgénero y
heterosexual. (Fabbri, 2019: 51)
Actividad colaborativa
A) A partir de la definición de micromachismos les propongo un EJERCICIO. Retomemos
la clasificación del propio Bonino sobre tipos de micromachismos (mM) y cada unx de
ustedes intente identificar al menos dos de ellos en alguna escena que hayan protagonizado
o de la que hayan sido testigos.
mM utilitarios: tratan de forzar la disponibilidad femenina aprovechándose de diversos
aspectos "domésticos y cuidadores" del comportamiento femenino tradicional. Compartir en
el muro aqui.
mM coercitivos: sirven para retener poder a través de utilizar la fuerza psicológica o moral
masculina. Compartir en el muro aquí.
A modo de sugerencia, creo que puede servir como dinámica de reflexión personal que los varones
tratemos de identificar aquellos mM que hemos ejercido y las mujeres, aquellos que han padecido
directamente (pueden ser del ámbito educativo/laboral, o de otros ámbitos, como prefieran).
Una de las razones de la gran eficacia de los mM es que, dada su casi invisibilidad van
produciendo un daño sordo y sostenido a la autonomía femenina que se agrava en el tiempo.
Al no ser coacciones o abusos evidentes es difícil percibirlos y por tanto oponer resistencia
y adjudicarle efectos. (Bonino, 2008: 106).
B) Siguiendo con este ejercicio de reflexión, me gustaría que puedan identificar efectos de
las escenas que pensaron y describieron previamente respondiendo a lo compartido:
Escribe brevemente en respuesta a la escena descripta cual consideras el efecto que causa
ese micromachismo.
Ahora bien, como advierte Luciano Fabbri (2019), no todos los varones somos los
productos deseados por ese dispositivo llamado masculinidad: la orientación e identidad
sexual y de (cis/trans) género, la pertenencia de clase y étnica-racial, la (dis)capacidad y
diversidad funcional-intelectual, la generación y nacionalidad, entre otras, constituyen
(im)posibilidades para desplegar plenamente ese proyecto en carne propia. Es decir, hay
varones y varones, y hay cuerpos con más privilegios y consecuentes chances de habitar
y ejercer esa masculinidad extractivista.
Hay razones y herramientas para intentar revertir esos procesos. Empecemos por las
primeras. En un artículo reciente, la socióloga Raewyn Connell enumera razones para
que los varones apoyen la igualdad de género, que podrían ser retomadas en nuestras
intervenciones, no sólo hacia estudiantes sino también entre docentes y hacia directivos
y otros varones en general, a sabiendas de que cuanto más amplio sea el consenso, más
posibilidades tenemos de avanzar con esta agenda. Veamos las razones:
1. Los hombres no son individuos aislados. Tienen esposas, parejas, madres, tías,
hijas, sobrinas, y la calidad de vida de cada hombre depende en gran medida de
la calidad de dichas relaciones. Por lo tanto, podríamos hablar de un interés
relacional en la igualdad de género.
2. Los hombres también pueden querer evitar los efectos tóxicos que el orden de
género tiene sobre ellos. Las presiones sociales y económicas que experimentan
para competir en el trabajo, por ejemplo.
3. Los hombres podrían apoyar la reforma de género por considerarla relevante
para el bienestar de la comunidad en la que viven. En situaciones de pobreza y
desempleo, la flexibilidad en la división sexual del trabajo puede resultar crucial
para la supervivencia de los hogares.
4. Los hombres podrían apoyar la reforma de género porque la igualdad de género
se deriva de sus propios principios políticos o éticos: convicciones religiosas,
políticas, cívicas. (Connell, 2019: 93-95)
En cuanto a las herramientas, parto de la idea de que una ESI que impulse la igualdad de
género debería contar con una estrategia específica para involucrar a los varones, sobre
todo considerando que son quienes en principio tienen más que perder con dicha
igualdad. Un buen eje de intervención puede ser apuntar a desarmar la complicidad
(machista) entre varones, desnaturalizando situaciones a través de romper el silencio
sobre formas de violencia percibidas como “no tan graves”.
Precisamente en este sentido, la Fundación Avon para la mujer sacó tres spots en el
marco de la campaña “Decí no a la violencia de género. #CambiaElTrato”, a fines de
2018.
Creo que una potencia de este tipo de campañas, como la de la Fundación Avon, radica en
cierta incomodidad que genera, sea en el protagonista del spot interpelado (por su amigo o
hijx), sea en quienes somos testigos y nos vemos reflejados en algo de lo que sucede (por
ejemplo, al mantener un silencio cómplice para no confrontar con otros varones, que pueden
ser nuestros amigos).
Este tipo de interpelaciones puede resultar original y potencialmente más efectiva, dado que
habitualmente “nos aferramos con demasiada fuerza a la concepción amable de la
pedagogía, intentando generar espacios de comodidad como única fórmula para el
aprendizaje y la toma de conciencia” (Azpiazu, 2017: 118). En contraposición, este
sociólogo vasco propone generar espacios de incomodidad productiva. Vale la pena
detenernos en esto, a la hora de diseñar y desarrollar un trabajo educativo específico con
varones:
Considero que, con demasiada frecuencia, se trata de buscar espacios de seguridad y confort
y raramente acabamos creando un entorno que genere susto, malestar o miedo. (…) Para
contrarrestar esta tendencia a pensar el cambio en los hombres desde la única perspectiva de
crecimiento personal y positivo, hemos de poner el acento, más que en las inconveniencias,
en los privilegios de ser hombre. (…) Me atrae la idea de Marina Garcés cuando afirma que
«ser afectado es aprender a escuchar acogiendo y transformándose, rompiendo algo de uno
mismo». (…) Establecer espacios —físicos, sociales y discursivos— de incomodidad
productiva significa buscar lugares que puedan generar cambios, pero cuya capacidad no se
agote en unas pocas fórmulas aprendidas de memoria. (Azpiazu, 2017: 117-119)
En el caso de los estudiantes varones de los distintos niveles educativos, una ESI que
reflexione sobre estos ejes podría colaborar a desactivar las asociaciones entre
masculinidad, entendida como virilidad, y diversas formas de violencia cotidianas. Como
señala la ensayista afroamericana bell hooks, la violencia puede ser el “ticket más barato” a
la masculinidad:
Niños varones y hombres ya crecidos pobres o de clase trabajadora a menudo encarnan las
peores presiones de la masculinidad patriarcal, actuando violentamente porque es el camino
más fácil, más barato para declarar la “masculinidad” de uno mismo. (…) Por lo tanto, la
violencia es tu ticket para la competencia de la masculinidad patriarcal, y tu habilidad de
ejercer violencia nivela el campo de juego. (hooks, 2004: 71-2)
Veamos ahora algunas experiencias de varones que de distintas maneras rompieron con
formas más tradicionales de masculinidad.
Resulta muy interesante de sus relatos cómo vuelven sobre sus experiencias en la infancia y
la adolescencia, entre otros ámbitos, en la escuela, ya que puede servir como un recurso
para pensar las realidades institucionales en las que debemos desarrollar la ESI:
"La masculinidad": ¿Qué es la masculinidad hegemónica? y mucho más en Estamos Acá
Toma nota: ¿Qué ideas fuerza de las propuestas creen que podrían retomar para sus
intervenciones educativas? ¿Con cuáles no coinciden?.
- Puedes compartirlas en el buzón de preguntas y comentarios.
Si bien renunciar a los privilegios que trae aparejado el patriarcado para (algunos) varones
supone una pérdida inicial, también podemos presentar algunos horizontes de crecimiento
personal positivos a partir de ciertos valores a ser encarnados mediante otra forma de ser
varones.
La masculinidad patriarcal insiste en que los verdaderos hombres deben probar su
masculinidad idealizando la soledad y la desconexión. (…) La masculinidad feminista
tendría como sus elementos constitutivos a la integridad, el amor propio, la consciencia
emocional, la asertividad, y habilidades relacionales, incluyendo la capacidad de ser
empático, autónomo y conectado. (hooks, 2004: 121 y 118)
Hasta aquí llegamos con nuestro recorrido. Nunca ha sido fácil dictar ESI, no lo es hoy
aunque ya llevemos 15 años de ley nacional. Las gestiones provinciales, algunos gobiernos
nacionales, los equipos directivos, colegas docentes e incluso familias pueden intentar poner
obstáculos. Sabemos, igual, que toda educación es política y, parafraseando a Graciela
Morgade, toda educación es sexual. Las ideas y herramientas que presenté aquí constituyen
una propuesta para trabajar masculinidades en el marco de la ESI, en pos de realidades más
igualitarias en términos de género y libres de violencias para alcanzar proyectos vitales más
plenos.