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No tiene arreglo

La del título es la frase descorazonadora que mi padre —judío acriollado entrerriano— repetía
cuando se le pedía opinión sobre el interminable conflicto palestino-israelí. Estas líneas están
escritas desde esas coordenadas: las de un argentino de origen judío para el que la Tierra Prometida
es donde estemos dispuestos a convivir, es decir que puede ser cualquier lugar del planeta, y no
especialmente ninguno de sus pedacitos. Por más leyendas que sostengan lo contrario.

Américo Schvartzman

Mi padre era un judío acriollado. O un criollo judío. No un gaucho judío de los que retrató su
admirado Gerchunoff. Aunque se crió en un pequeño pueblo de la provincia de Entre Ríos, mi
viejo, Pablo, nunca aprendió a tomar mate, a hacer asado o a montar a caballo. Un criollo viejo le
enseñó a putear en ídish, Pedro Monzón, capataz en el Almacén de Ramos Generales que mi abuelo
Jacobo, ucraniano de Kíev, fundó allí hace un siglo. Monzón había trabajado años con gauchos
judíos y hablaba mejor que nadie aquella lengua europea mezcla de alemán y hebreo (y algo de
eslavo), lengua madre de los judíos de la Europa Oriental, que fascina a lingüistas y que hoy se
encuentra (lamentablemente) en extinción.

Mi viejo fue el primer nacido en la Argentina de su familia (una veintena de judíos que emigraron
desde Ucrania, por su cuenta). Como su padre, vio con asombro y esperanza surgir el Estado de
Israel. Participó de todas las campañas para reunir fondos para el flamante Estado, aquel que daría
al fin un “hogar nacional” a todos los judíos del mundo. El patrimonio familiar conserva aquellas
alcancías del Keren Kayemet (el “Fondo Nacional Judío”, aun existe).

Pablo publicó durante varios años Ha-Or (La Luz), una voz judía en el Litoral. Allí militó el
sionismo optimista de aquellos tiempos, con fervor y algo de ingenuidad. Y vio partir hacia
Palestina a jóvenes idealistas (muchos de ellos entrerrianos) que con sus propias manos construirían
la “Eretz Israel socialista”, la patria igualitaria donde no solo no había persecución, sino que
tampoco habría explotadores ni explotados. Ese era el sueño, la utopía.

DE DAVID A GOLIAT

Mi viejo siguió atentamente cada uno de los conflictos bélicos que aquel pueblo perseguido durante
siglos sorteó exitosamente para consolidarse como Estado. Ese joven Estado por entonces generaba
múltiples simpatías, como no podía ser de otro modo después de la catástrofe de la Shoah. Entre
esas simpatías, la de las izquierdas que ponían como ejemplo de utopía posible los “kibutz”, las
comunidades igualitarias de producción agrícola que parecían poner en pie un modelo social
diferente.

También presenció no sin asombro cómo ese Estado joven, hasta entonces un débil y conflictuado
David, pasó a convertirse para esas mismas izquierdas en una especie de Goliat. La simpatía de
pronto pasó a ser repudio y a alentar analogías con el apartheid sudafricano. O en las versiones más
extremistas, con el mismísimo nazismo.

En su biblioteca tenía imágenes de Ben Gurion, fundador y primer primer ministro, y de Jaim
Weizmann, referente sionista y primer presidente de Israel. Poca gente que yo haya conocido sabía
tanto y le interesaba hasta ese punto todo lo que tuviera que ver con Israel como mi padre. Conocía
de memoria datos demográficos, socioeconómicos, históricos, bíblicos.

Sin embargo, Pablo no se fue a Israel. Como tantos otros judíos del mundo. De hecho, hasta el día
de hoy, la mayoría de judíos no vive en Israel. La población judía mundial es de unos 16 millones y
menos de la mitad (un 40%) viven en Israel. El resto se reparte en muchos países, aunque otro casi
40% viven en los Estados Unidos.

HACER ALIÁ

Amigo y admirador del poco recordado César Tiempo, mi viejo atesoraba sus libros y a la vez
disentía con él. Lo acercaban sus puntos en común: César Tiempo (Israel Zeitlin) había nacido en
Ucrania, en la misma ciudad que Berta, la mamá de mi viejo (por entonces llamada
Dniepropetrovsk). Tiempo además decidió colaborar con el peronismo (quizás por eso nadie lo
recuerda demasiado), y pregonaba sobre la Argentina: “Contra la voluntad de dominio de los
gigantes que pretenden parcelar a la humanidad, imponer una sola visión del mundo y la misma
horrorosa voluntad de nivelación, se alza nuestra tierra como el último baluarte de la libertad de
conciencia, de respeto a la individualidad creadora, de rechazo incontrastable a las codicias del
imperialismo”. Para César Tiempo, la Tierra Prometida estaba acá.

Dos de mis hermanos hicieron “aliá”, como le llaman en la colectividad judía al acto de emigrar
hacia Israel (“aliá” en hebreo significa “ascensión”). Viven allá, se casaron, formaron familia. Yo
nunca sentí que mi lugar fuera otro que mi pueblo entrerriano, pero pese a eso, mi viejo me cargaba:
“¿Y, hermano? ¿Cuándo te vas para Israel?” (como la mayoría de los judíos, mi viejo no
pronunciaba “Israel” en correcto español, con el vibrante múltiple como en “perro” o “carro”, sino
como se dice en hebreo, con el sonido de la erre vibrante simple, como en “era” o “paro”: “Is-rael”).

Un día le dije que yo no haría “aliá”, y que el culpable de eso era él mismo. Es más: le había escrito
un soneto para responderle a esa pregunta. En él decía, más o menos, que era su culpa porque
cuando nací mi viejo no me escribió un poema titulado “Niño dorado de Sión”, o algo así. Por el
contrario me escribió “Gurisito de Uruguay”: “gurisito de Entre Ríos/ alguna vez lo dirás /¡qué
alegría haber nacido/ junto a mi río Uruguay”.

EL SÍNDROME Y LA CURA

Ese “patriotismo entrerriano” y luego argentino le venía de su padre. Contaba mi viejo que tenía
una respuesta para el paisanaje que le preguntaba, cuando se creó el Estado de Israel a mitad del
siglo pasado, “cuándo se iba pa allá”. Don Jacobo, mi abuelo paterno, tras el mostrador, respondía
sin titubeos: “Yo no vine de paso”. Su patria era esa hermosa provincia a la que “un fresco abrazo
de agua nombra para siempre”.

Seis años atrás viajé a Israel por primera vez. Fui a visitar a mi hermana, a quien desde su “aliá” no
había vuelto a ver. Me encontré con un país fascinante, donde conviven tradiciones de varios miles
de años con aspectos sorprendentemente novedosos, social y culturalmente y no solo en cuanto a
alta tecnología; un mundo de extraña diversidad en el que casi nada funciona los sábados (jornada
sagrada) y hay controles antiterroristas hasta en los supermercados.

Yo conocía el síndrome de Jerusalén, había leído sobre él. Dicen los especialistas que es una
psicosis delirante, pasajera, que afecta a turistas que llegan a la ciudad por primera vez. La persona
afectada se identifica parcial o completamente con un personaje legendario de la religión en la que
fue formado: la patología se ha encontrado en turistas de creencias judías, islámicas o cristianas. No
se han registrado personas de otras creencias que se hayan visto afectadas. Descripto clínicamente
por primera vez en los años 1930, existen lugares especializados para tratarlo, como el Hospital
Psiquiátrico de Kfar Shaul, que lidia con unos cien casos anuales.

Todo esto es bastante conocido. Menos sabido es que la clínica de Kfar Shaul fue construida en
1951 sobre las ruinas de los edificios abandonados del pueblo de Deir Yassin.
Ese nombre no dice mucho hoy, pero en su momento fue conocido por un episodio impactante. En
1948, sectores extremistas del sionismo (milicias del Irgun) arrasaron Deir Yassin, un pequeño
pueblo árabe de unas 600 personas. Asesinaron a un número indeterminado de civiles árabes
palestinos (entre 120 y 240 personas) entre el 9 y el 11 de abril de ese año, como respuesta del Irgun
al bloqueo que sufría Jerusalén en el ocaso del Mandato Británico. La masacre tuvo tal impacto que
llevó a Albert Einstein y Hannah Arendt, entre otras figuras judías, a condenarla públicamente, y a
Einstein en particular a calificar a la extrema derecha sionista como “gente criminal y engañadora”.

Que el hospital donde se trata el síndrome de Jerusalén haya sido edificado sobre un poblado
palestino arrasado a sangre y fuego es un símbolo notable. Pero solo uno más en una problemática
repleta de significaciones controversiales y en disputa.

EL TODO POR LA PARTE

Es un serio problema confundir al sionismo con los judíos en general, y a su vez al sionismo
ultranacionalista con el sionismo en general. Y sigue ocurriendo. Como la confusión entre judíos y
Estado de Israel, es tan habitual como equivocada. No es lo mismo. Nunca lo fue. El sionismo, es
decir la idea de que debe existir un hogar nacional para los judíos, que debe estar ubicado en esa
tierra y no en otro lado por razones de creencias dogmáticas (tan arbitrarias como otras
cualesquiera), hegemoniza al judaísmo contemporáneo.

Pero la diversidad judía persiste. Hay sectores ultrarreligiosos (en la propia Jerusalén) opuestos a la
existencia del Estado de Israel porque entienden que la restitución del Reino bíblico será tarea del
Mesías y no de seres humanos comunes. Y hay otros sectores ultrarreligiosos que no solo viven del
Estado de Israel sino que forman parte de la coalición de gobierno del populista Netanyahu.

En todas partes además, hay personas judías que no coinciden ya no solo con las políticas de Israel,
sino con la idea misma de que todos los judíos deben irse a vivir juntos a un solo lugar. Personas
que se sienten judías y a la vez argentinas, o uruguayas, o chilenas, y para las cuales resulta
equivocada esa idea: la perciben como una idea segregacionista, el anhelo de un gran gueto. Y hay
personas de ascendencia judía para las cuales ese ideal no es más que otro nacionalismo, tan ficticio
o tan legítimo como cualquiera y, por lo tanto, capaz de devenir en tan inmoral y arbitrario como
cualquiera. El gran Martin Buber fue quizás la voz más autorizada para advertirlo, como conté en
una nota anterior en PERFIL (incluir enlace).

Otras personalidades judías señalaron el peligro de que el sionismo triunfante —es decir un Estado
judío— se convirtiera en un Estado más, con sus arbitrariedades, su culto a héroes y su dependencia
de fuerzas armadas. El propio Einstein, en 1929, le decía en una carta a Jaim Weizmann, quien sería
dos décadas después el primer presidente israelí: “Si nosotros nos revelamos incapaces de alcanzar
una cohabitación y acuerdos con los árabes, entonces no habremos aprendido estrictamente nada
durante nuestros dos mil años de sufrimientos y mereceremos todo lo que llegue a sucedernos”.

No había ocurrido el Holocausto aún, por lo que no podemos saber si el padre de la relatividad
hubiera escrito tan tremenda advertencia unos años más tarde. Pero sí sabemos lo que dijo una
década después, cuando el horror del nazismo ya tenía forma. En un discurso en Nueva York en
1938, reiteraba la idea y le daba perfiles más detallados:

“A título personal, desearía que se llegase a un acuerdo razonable con los árabes sobre la base de
una vida pacífica en común; me parece que esto sería preferible a la creación de un Estado judío.
(…) Mi idea acerca de la naturaleza esencial del judaísmo se resiste a forjar la imagen de un Estado
judío con fronteras, un ejército y cierta cantidad de poder temporal, por mínima que sea. Me
aterrorizan los riesgos internos que se derivarían de tal situación para el judaísmo; en especial los
que surjan del desarrollo de un nacionalismo estrecho dentro de nuestras propias filas, contra el que
ya hemos debido pelear con energía, aun sin la existencia de un Estado judío”.

LA TIERRA PROMETIDA

Durante mucho tiempo el sionismo fue visto como el movimiento de liberación nacional del pueblo
judío. Pocos registran la enorme diversidad que existía (¿existe aún?) en su interior. Como dice
Edgar Straehle, en un extenso y valioso texto: “Uno de los problemas a la hora de abordar esta
intrincada historia reside en que ha habido una suerte de complicidad inconsciente entre sionistas y
antisionistas a la hora de explicar el pasado de los primeros desde esta perspectiva reduccionista y
comprenderlo en una clave presentista y teleológica”.

Se instaló una imagen de un sionismo históricamente homogéneo, casi sin una verdadera oposición
o pluralidad internas. No solo a fines del siglo XIX había modelos en pugna dentro del sionismo,
sino que además, inicialmente, fue un movimiento muy minoritario entre los judíos europeos, para
quienes en general el camino era asumirse como ciudadanos de cada país europeo, “asimilarse”. El
sionismo era visto casi con curiosidad, como una minoría algo desquiciada, extremista. E incluso
con recelo: no pocos temían que el revuelo provocado por los movimientos sionistas exacerbara el
odio a los judíos.

A su vez, dentro de los movimientos que entendían que había que alejarse de Europa, había posturas
contrapuestas respecto de la “Tierra prometida”. Theodor Herzl, el líder principal del nacionalismo
judío, creía que debían “volver” al territorio indicado por la Biblia. Otros, como el barón Mauricio
Hirsch, veían eso como un error: entendían que los judíos debían irse a países cuyos estatutos
legales les permitieran ser libres y dueños de sus tierras (como por ejemplo Canadá, Australia o la
Argentina).

Hirsch, tras un cuidadoso examen, se propuso comenzar por la República Argentina: la


Constitución aseguraba que esas personas a las que la Rusia zarista trataba como parias, podían ser
libres e iguales a los habitantes nacidos en esta extraña nación que no discriminaba a nadie, que en
su Preámbulo se abría a quienes quisieran venir a habitar el suelo argentino.

Así empezaron a llegar esos que antes eran ciudadanos de segunda, y que Gerchunoff describe de
manera entrañable en la anécdota de su papá explicándole al rabino de su grupo que “acá no hay
Emperador ni Zar” en la primera ceremonia religiosa realizada en esta tierra. Lo contó en Entre
Ríos, mi país, un enorme pequeño libro de 1950, publicado apenas dos años después de la creación
del Estado de Israel. Tampoco Gerchunoff hizo “aliá”.

VOCES DISIDENTES

Martin Buber, Hannah Arendt, Yeshayahu Leibowitz, entre otros, advirtieron, desde la filosofía y
desde el sionismo, sobre los riesgos de verse convertido en nacionalismo triunfante. Leibowitz —
ortodoxo y a la vez científico y filósofo, singular y provocador— sugirió después de la Guerra de
los Seis Días devolver rápidamente esos territorios porque la ocupación convertiría a Israel en un
estado fascista. Alentaba a los soldados israelíes a negarse a actuar en los territorios ocupados y,
para enfatizar que un muro, por más legendario que fuera, no vale la vida de nadie, rebautizó al más
santo de los lugares para los judíos, el Muro de los Lamentos, como “una discoteca religiosa”, en
juego de palabras tan original como revulsivo: “Diskotel” (“Kotel” en hebreo significa “muro”). En
1993, después de retaceárselo por décadas, le adjudicaron el Premio Israel, la distinción más alta
que allí se otorga. Leibowitz dio un discurso tan disruptivo (comparó a los soldados de la ocupación
israelí con los nazis y el Hamas) que le retiraron el galardón.
Sí, el sionismo sigue conservando sectores (minoritarios pero activos) que rechazan profundamente
aquello en lo que se ha convertido el sionismo oficial. Pero ¿se alcanzan a escuchar esas voces? En
la Argentina, el periódico Nueva Sion que dirige el entrerriano Gustavo Efron expresa con una voz
clara y valiente ese pensamiento que insiste en considerarse “sionista socialista”. Allí, una nota de
David Grossman publicada en estos días, reflexiona: “La devastación actual se suma a los
problemas acumulados durante años, donde la política estrecha y la corrupción minaron las
instituciones fundamentales de Israel. La promesa de un Estado que debería ser un faro de valores
democráticos se ha desvanecido, y el pueblo se pregunta qué sucedió con la visión original”.

Por desgracia, nada hace pensar que esto cambiará en breve. Y no solo por la derechización de los
gobiernos israelíes, sino por algo más profundo que solo podrá agravar en el tiempo esa realidad.
Una muestra de ello es lo que sucede con la educación en Israel. Diferentes sectores de la población
asisten a diferentes escuelas, separación de la cual resulta que existe muy poco contacto entre los
diversos segmentos de la sociedad israelí. Los niños judíos y los niños árabes israelíes
prácticamente no tienen oportunidad de conocerse. Pero los niños de sectores ortodoxos también
tienen pocas chances de convivir con niños de hogares más laicos o seculares. Siguen siendo
mundos extraños y en los que, en su mayoría, se les enseña que el Señor les dio este pedacito de
tierra, o las correspondientes leyendas que sostienen el relato de cada grupo.

ASESINAR INOCENTES ES HORRENDO

Como dice el lúcido escritor israelí Etgar Keret, “lo más absurdo es que el gobierno es muy
derechista, muy agresivo, quiere enfrentarse a todo el mundo, pero la mayoría de los que les votan
son ortodoxos y ultraortodoxos que están exceptuados de servir en el Ejército. Ellos son los
agresivos, pero quieren que seamos mi hijo y yo quienes vayamos a luchar y morir por ellos”.

Mis días en Israel seis años atrás, con todos estos datos, me llevaron a una convicción amarga: es
muy difícil que allí haya paz, y al menos en las próximas décadas, todo empeorará, la gente se hará
más fanática, más conservadora y más agresiva. Y acaso ¿podría ser de otra manera? Cualquier
organismo (individual o en un sistema) cuando se siente amenazado, se cierra, se defiende o se
prepara para hacerlo. El futuro de esa zona es poco alentador. Y no hablo de macropolítica: hablo
de la cotidianeidad, hablo de las personas de carne y hueso, que quieren vivir en paz, mientras,
paradójicamente, casi todo lo que hacen las conduce a agravar el enfrentamiento.

“Asesinar palestinos inocentes es horrendo. Asesinar israelíes inocentes es horrendo. Si no lo sentís


del mismo modo, pienso que deberías preguntarte por qué”. La frase es de Viola Davis, la actriz
afroamericana. Pocas síntesis me parecen tan claras de lo que está en juego.

Asesinar personas inocentes es horrendo. Pero el desglose que propone Viola Davis es acertado.
Cada persona (más o menos cercana al conflicto) debería plantearse, frente al espejo, por qué siente
que algunas de esas personas inocentes pueden ser sacrificadas y otras no.

Mientras la mayoría de los protagonistas no logren sentir del mismo modo esos asesinatos, seguirá
vigente la frase descorazonadora de mi viejo. No tiene arreglo.

EPIGRAFES SUGERIDOS
- Una imagen que ha recorrido las redes. Tan hermosa como imposible por ahora.
- César Tiempo.
- Portada del libro de Gerchunoff.
- Bombardeos en Gaza.
- Alcancias del Keren Kayemet conservadas por Pablo Schvartzman.

También se pueden incluir imágenes de Buber, Einstein y Arendt, con un epígrafe similar a éste:

- Buber, Einstein y Hannah Arendt, algunas de las voces que desde dentro advirtieron sobre el
riesgo del sionismo convertido en ideología nacionalista de Estado.

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