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1» conferencia.

Introducción

Señoras y señores: Yo no sé cuánto sabe cada uno de us-


tedes acerca del psicoanálisis, sea por sus lecturas o de oídas;
pero estoy obligado, por la ktra de mi anuncio —«Intro-
ducción elemental al psicoanálisis»—, a tratarlos como si
nada supieran y necesitasen una instrucción preliminar.
Lo que sin duda puedo dar por supuesto es que ustedes
saben que el psicoanálisis es una modalidad de tratamiento
médico de pacientes neuróticos. Entonces puedo presentar-
les, acto seguido, un ejemplo de cómo muchas cosas ocu-
rren en este ámbito de manera diversa, y aun directamente
al revés, de lo que es habitual en el resto de la medicina.
En esta, cuando sometemos a un enfermo a una técnica mé-
dica que le resulta nueva, por regla general restamos impor-
tancia a las dificultades y le damos optimistas seguridades
acerca del éxito del tratamiento. Creo que está justificado
hacerlo, pues con tal conducta aumentamos la probabilidad
del éxito. Ahora bien, cuando tomamos a un neurótico bajo
tratamiento psicoanalítico procedemos de otro modo. Le ex-
ponemos las dificultades del método, su prolongada duración,
los esfuerzos y los sacrificios que cuesta y, en lo tocante al
resultado, le decimos, nada podemos asegurarle: eso depende
de su conducta, de su inteligencia, de su docilidad, de su
perseverancia. Desde luego, tenemos motivos para adoptar
un comportamiento en apariencia tan contrario a lo habitual,
y quizá más adelante llegarán ustedes a comprenderlos.
No lo tomen ustedes a mal si al principio los trato de
manera parecida a esos enfermos neuróticos. En verdad les
desaconsejo que vengan a oírme una segunda vez. Con ese
propósitot les presentaré las deficiencias que por fuerza son
inherentes a la enseñanza del psicoanálisis y las dificultades
con que tropieza quien desea formarse acerca de él un jui-
cio personal. Les mostraré que toda la capacitación anterior
y los hábitos de pensamiento de ustedes tienen que con-
vertirlos en opositores al psicoanálisis, y cuánto deberían
vencer dentro de sí mismos para dominar esa hostilidad ins-
tintiva. No puedo anticiparles, desde luego, lo que ustedes
obtendrán de mis comunicaciones en cuanto a comprensión
del psicoanálisis, pero algo puedo asegurarles: oyéndolas no

n
habrán aprendido a realizar una indagación psicoanalítica ni
a ejecutar un tratamiento de esa índole. Mas si alguno de
ustedes no se sintiera satisfecho con un trato pasajero con
el psicoanálisis, y quisiera entrar en una relación permanente
con él, no sólo se lo desaconsejaría, sino que directamente
lo prevendría contra ello. Tal como están hoy las cosas, me-
diante esa elección vocacional se coartaría toda posibilidad
de lograr éxito en una universidad, y, si hubiera de entrar
en la vida como médico practicante, se encontraría en me-
dio de una sociedad que no comprende sus empeños, que lo
mira con desconfianza, con hostilidad, y que le suelta todos
los malos espíritus que en ella están en acecho. Las mani-
festaciones que acompañan a la guerra que hoy descarga sus
furias sobre Europa quizá les permitan formarse una idea
de cuántas legiones hay de tales espíritus.
Siempre hay bastantes personas que, a pesar de tales in-
comodidades, se sienten atraídas por algo que puede consti-
tuirse en un nuevo fragmento del saber. Si alguno de us-
tedes perteneciera a esa clase y, desdeñando mis avisos,
volviera a presentarse aquí la próxima vez, será bienvenido.
Pero todos tienen el derecho a enterarse de estas dificulta-
des del psicoanálisis a que he aludido.

Primero están las de la instrucción, las de la enseñanza


del psicoanálisis. En la enseñanza médica se han habituado
ustedes a ver. Ven el preparado anatómico, el precipitado en
la reacción química, la contracción del músculo como resul-
tado de la estimulación de sus nervios. Más tarde, se exhiben
a los sentidos de ustedes los enfermos, los síntomas de su
enfermedad, los productos del proceso patológico y, en mu-
chos casos, hasta el agente de la enfermedad en su esta-
do aislado. En los departamentos de cirugía son testigos
de las intervenciones mediante las cuales se procura aliviar
al enfermo, y tal vez ustedes mismos ensayen ejecutarlas.
También en la psiquiatría la presentación del enfermo con
sus muecas, sus modos de decir y su conducta alterados les
sugiere una multitud de observaciones que dejarán en us-
tedes una impresión profunda. Así, el profesor de medicina
desempeña predominantemente el papel de un guía y de un
intérprete que los acompaña por un museo mientras ustedes
obtienen un contacto inmediato con los objetos, y, por me-
dio de su propia percepción, se sienten convencidos de la
existencia de los nuevos hechos.
Por desdicha, en el psicoanálisis todo es diverso. En el
tratamiento analítico no ocurre otra cosa que un intercambio
de palabras entre el analizado y el médico. El paciente ha-

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bla, cuenta sus vivencias pasadas y sus impresiones presen-
tes, se queja, confiesa sus deseos y sus mociones afectivas.
El médico escucha, procura dirigir las ilaciones de pensamien-
to del paciente, exhorta, empuja su atención en ciertas di-
recciones, le da esclarecimientos y observa las reacciones
de comprensión o rechazo que de ese modo provoca en el
enfermo. Los parientes incultos de nuestros enfermos —a
quienes solamente les impresiona lo que se ve y se palpa,
de preferencia las acciones como se ven en el cinematógra-
fo—, nunca dejan de manifestar su duda de que «meras
palabras puedan lograr algo con la enfermedad». Desde lue-
go, es una reflexión tan miope como inconsecuente. Es la
misma gente que sabe, con igual seguridad, que los enfer-
mos «meramente imaginan» sus síntomas. Las palabras fue-
ron originariamente ensalmos, y la palabra conserva todavía
hoy mucho de su antiguo poder ensalmador. Mediante pala-
bras puede un hombre hacer dichoso a otro o empujarlo a
la desesperación, mediante palabras el maestro trasmite su
saber a los discípulos, mediante palabras el orador arrebata
a la asamblea y determina sus juicios y sus resoluciones. Pa-
labras despiertan sentimientos y son el medio universal con
que los hombres se influyen unos a otros. Por eso, no des-
preciemos el empleo de las palabras en la psicoterapia y dé-
monos por satisfechos si podemos ser oyentes de las palabras
que se intercambian entre el analista y su paciente. 1
Pero es que no podemos hacerlo. La conversación en que
consiste el tratamiento psicoanalítico no soporta terceros
oyentes; no admite ser presentada en público. Desde luego,
en una lección de psiquiatría es posible presentar a los alumnos
un neurasténico o un histérico. Cuenta entonces sus quejas
y síntomas, pero nada más. Las comunicaciones de que el
análisis necesita sólo serán hechas por él a condición de que
se haya establecido un particular lazo afectivo con el mé-
dico; callaría tan pronto notara la presencia de un solo tes-
tigo que le fuera indiferente. Es que esas comunicaciones to-
can lo más íntimo de su vida anímica, todo lo que él como
persona socialmente autónoma tiene que ocultar a los otros
y, además, todo lo que como personalidad unitaria no quiere
confesarse a sí mismo.
No pueden ustedes, por tanto, ser los oyentes de un tra-
tamiento psicoanalítico. Sólo pueden oír hablar de él y to-
mar conocimiento del psicoanálisis de oídas, en el sentido
estricto de la palabra. Esta instrucción de segunda mano,
por así decir, los pone en una situación por completo insó-
1
[Véase un pasaje análogo en ¿Pueden los legos ejercer el aná-
lisis? (1926e), AE, 20, pág. 175.]

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lita para formarse un juicio. Casi todo depende, es evidente,
de la fe que puedan ustedes prestar al informante.
Figúrense ustedes que no han concurrido a una confe-
rencia de psiquiatría sino a una de historia, y que el confe-
renciante les cuenta acerca de la vida y de los hechos béli-
cos de Alejandro Magno. ¿Qué motivo tendrían para creer
en la veracidad de sus comunicaciones? Primero, la situación
parece todavía más desfavorable que en el caso del psicoaná-
lisis, pues el profesor de historia asistió tan poco como us-
tedes a las expediciones guerreras de Alejandro; el psicoana-
lista por lo menos les informa de cosas en que él mismo há
participado. Pero entonces hay que considerar aquello que
confirma lo que el historiador dice. Puede remitirlos a us-
tedes a los informes de autores antiguos que fueron contem-
poráneos de los acontecimientos o estuvieron muy próximos
a ellos, vale decir, a los libros de Diodoro, Plutarco, Arriano,
etc.; puede presentarles reproducciones de las monedas o
estatuas conservadas del rey, y hacer circular entre los pre-
sentes una fotografía del mosaico pompeyano que representa
la batalla de Issos. En rigor, todos esos documentos sólo
prueban que generaciones anteriores ya creyeron en la exis-
tencia de Alejandro y en la realidad de sus hazañas, y en este
punto podría recomenzar la crítica de ustedes. Descubrirán
entonces que no todo lo que se informa sobre Alejandro es
digno de crédito ni susceptible de certificarse en sus detalles,
pero yo no puedo suponer que saldrán de la sala de confe-
rencias dudando de la realidad de Alejandro Magno. Su jui-
cio se regirá por dos consideraciones principales: la pri-
mera, que el conferenciante no tiene ningún motivo concebi-
ble para presentarles como real algo que él mismo no tenga
por tal, y la segunda, que todos los libros de historia ase-
quibles exponen los acontecimientos de una manera pare-
cida. Y si después se enfrascan en la compulsa de las fuentes
antiguas, tomarán en cuenta estos mismos factores, a saber,
los motivos posibles del informante y el acuerdo recíproco
dé los testimonios. El resultado del cotejo será sin duda
tranquilizador en el caso de Alejandro, pero es probable que
no ocurra lo mismo si se trata de personalidades como Moi-
sés o Nimrod. Ahora bien, en lo que sigue tendrán ocasión
de individualizar con suficiente nitidez la duda que pueden
elevar contra la credibilidad del informante en psicoanálisis.
Ahora tienen todo el derecho de hacer esta pregunta: Si
no existe ninguna certificación objetiva del psicoanálisis ni
posibilidad alguna de hacer demostración pública de él, ¿có-
mo se puede aprenderlo y convencerse de la verdad de sus
aseveraciones? Ese aprendizaje no es en realidad fácil, ni
son muchos los hombres que lo hayan hecho en regla, pero

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desde luego existe un camino transitable. El psicoanálisis
se aprende primero en uno mismo, por el estudio de la per-
sonalidad propia. No coincide esto en un todo con lo que
se llama observación de sí, pero si es preciso puede subsu-
mírselo en ella. Existe una serie íntegra de fenómenos aní-
micos harto frecuentes y de todos conocidos que, tras alguna
instrucción en la técnica, pueden pasar a ser objeto del aná-
lisis en uno mismo. Por esa vía se obtiene la buscada con-
vicción acerca de la realidad de los procesos que el psico-
análisis describe y acerca de lo correcto de sus concepciones.
De todos modos, los progresos alcanzables por este camino
encuentran límites precisos. Más lejos se llega si uno se hace
analizar por un analista experto, si se vivencian en el yo
propio los efectos del análisis y se aprovecha esa oportuni-
dad para atisbar en el analista la técnica más fina del pro-
cedimiento. Desde luego, este excelente camino es transita-
ble en cada caso para una persona individual, nunca para
un curso entero.

Hay una segunda dificultad en la relación de ustedes con


el psicoanálisis de la que no puedo hacer responsable a este,
sino que debo achacarla a ustedes mismos, mis oyentes, al
menos en la medida en que hayan cultivado hasta ahora es-
tudios de medicina. Esa formación previa ha imprimido a
la actividad de pensamiento de ustedes una determinada
orientación que ha de apartarlos mucho del psicoanálisis. Se
les ha enseñado a buscar un fundamento anatómico para
las funciones del organismo y sus perturbaciones, a expli-
carlas en términos de física y de química y a concebirlas
biológicamente, pero ni un fragmento del interés de ustedes
fue dirigido a la vida psíquica que, no obstante, corona el
funcionamiento de este organismo maravillosamente com-
plejo. Por eso les es ajeno un modo de pensamiento psico
lógico y se han habituado a mirarlo con desconfianza, a ne-
garle carácter de cientificidad y a abandonarlo a los legos,
a los poetas, a los filósofos de la naturaleza2 y a los mís-
ticos. Esta limitación importa por cierto un perjuicio para
la actividad médica de ustedes, pues el enfermo les presen-
tará primero, como es la regla en todas las relaciones hu-
manas, su fachada anímica, y yo me temo que en castigo se
verán precisados a dejar una parte de la influencia terapéu-
2
[En el sentido de los partidarios de la «filosofía de la natura-
leza» panteísta de Schelling, que tuvo vigencia en Alemania en la
primera parte del siglo xix.]

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tica que ustedes* pretenden conseguir en manos de esos
médicos legos, naturistas y místicos, a quienes tanto des-
precian.
No ignoro la disculpa que puede hacerse valer respecto
de esa carencia. Falta la ciencia auxiliar filosófica que pu-
diera servir a los propósitos médicos de ustedes. Ni la filo-
sofía especulativa ni la psicología descriptiva, ni la llamada
psicología experimental, que sigue las huellas de la fisiolo-
gía de los sentidos, tal como se las enseña en las escuelas,
son capaces de decirles algo útil acerca de la relación entre
lo corporal y lo anímico o de ponerles al alcance de la mano
las claves para la comprensión de una perturbación posible
en las funciones anímicas. Dentro de la medicina, es cierto
que la psiquiatría se ocupa de describir las perturbaciones
del alma observadas y de reunirías en ciertos cuadros clíni-
cos, pero por momentos los propios psiquiatras dudan de
que sus clasificaciones meramente descriptivas merezcan el
nombre de una ciencia. Los síntomas que componen esos
cuadros clínicos no han sido individualizados en su origen,
ni en su mecanismo, ni en su enlace recíproco; no les co-
rresponden alteraciones registrables en el órgano anatómico
del alma, o esas alteraciones son tales que a partir de ellas
no podría explicárselos. Y esas perturbaciones del alma sólo
son susceptibles de influencia terapéutica cuando se las pue-
de individualizar como efectos colaterales de una afección
orgánica por lo demás.
He ahí la laguna que el psicoanálisis se empeña en llenar.
Quiere dar a la psiquiatría esa base psicológica que se echa
de menos, y espera descubrir el terreno común desde el cual
se vuelva inteligible el encuentro de la perturbación corpo-
ral con la perturbación anímica. A este fin debe mantenerse
libre de cualquier presupuesto ajeno, de naturaleza anató-
mica, química o fisiológica, y trabajar por entero con con-
ceptos auxiliares puramente psicológicos; por eso me temo
que al principio les suene a cosa extraña.

En cuanto a la dificultad que sigue, no quiero echar parte


de la culpa a la formación previa o a la actitud de ustedes.
Por dos de sus tesis el psicoanálisis ultraja a todo el mundo
y se atrae su aversión; una de ellas choca con un prejuicio
intelectual, la otra con uno estético-moral. Permítanme que
no subestime estos prejuicios; son poderosos, son los sedi-
mentos de procesos de desarrollo útiles y aun necesarios
3
[«Sie» (ustedes) en las primeras ediciones alemanas; «sie» (ellos)
en GS y GW.]

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para la humanidad; alimentados por fuerzas afectivas, la
lucha contra ellos es asunto difícil.
La primera de esas aseveraciones ingratas del psicoanálisis
dice que los procesos anímicos son, en sí y por sí, incon-
cientes, y los procesos concientes son apenas actos singula-
res y partes de la vida anímica total.4 Recuerden ustedes que,
por el contrario, estamos habituados a identificar lo psíquico
con lo conciente. A la conciencia la consideramos directa-
mente el carácter definitorio de lo psíquico, y a la psico-
logía, la doctrina de los contenidos de la conciencia. Hasta
nos parece tan trivial esa igualación que sentimos como un
absurdo manifiesto toda contradicción a ella. Y no obstante,
el psicoanálisis no puede menos que plantear esa contra-
dicción; le es imposible tomar como supuesto la identidad
entre lo conciente y lo anímico.8 Su definición de lo aní-
mico dice que consiste en procesos del tipo del sentir, el
pensar, el querer; y se ve obligado a sostener que hay un
pensar inconciente, hay un querer inconciente. Pero con eso
se ha enajenado la simpatía de todos los amigos de la cien-
tificidad sobria y se ha hecho sospechoso de ser una fantás-
tica doctrina esotérica que querría edificarse en las tinieblas
y pescar en río revuelto. Desde luego que ustedes, mis oyen-
tes, no pueden todavía comprender todo el derecho que me
asiste para tachar de prejuicio un enunciado de naturaleza
tan abstracta como «Lo anímico es lo conciente»; tampoco
pueden aún colegir el desarrollo que eventualmente llevó a
desmentir lo inconciente, si es que existe una cosa tal, ni
la ventaja que de esa desmentida pudo obtenerse. Todo sue-
na como1 una vacía disputa verbal: ¿se hace coincidir lo
psíquico con lo conciente o debe extendérselo más allá? No
obstante, puedo asegurarles que con el supuesto de que exis-
ten propesos anímicos inconcientes se ha iniciado una reorien-
tación decisiva en el mundo y en la ciencia.
Menos todavía pueden ustedes sospechar cuan estrecho es
el lazo que une esta primera audacia del psicoanálisis con la
segunda, que ahora mencionaré. Este segundo enunciado
4
[Destaquemos desde ya que en alemán las palabras «Unbewusst»
{inconciente} y «bewusst» {conciente} tienen una forma grama-
tical pasiva y, en general, un sentido pasivo. En inglés, las palabras
«conscious» y «unconscious» pueden ser utilizadas en forma pasiva,
pero, con igual frecuencia, lo son en forma activa. Así, en inglés se
diría: «í am conscious of a pain in my toe» {literalmente: «Soy con-
ciente de un dolor en un dedo mío del pie»} o «He was unconscious
of bis hatred» {«El era inconciente de su odio»}; en alemán, en
cambio, lo habitual sería decir que el dolor es conciente o el odio
es inconciente, y este es el uso adoptado comúnmente por Freud.]
6
[Esta cuestión se examina extensamente en el trabajo de Freud
sobre «Lo inconciente» (1915?), AE, 14, págs. 161 y sigs.]

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que el psicoanálisis proclama como uno de sus hallazgos con-
tiene, en efecto, la aseveración de que mociones pulsionales
que no pueden designarse sino como sexuales, en sentido
estricto y en sentido lato, desempeñan un papel enorme-
mente grande, hasta ahora no apreciado lo suficiente, en la
causación de las enfermedades nerviosas y mentales. Y, más
aún, que esas mismas mociones sexuales participan, en me-
dida que no debe subestimarse, en las más elevadas crea-
ciones culturales, artísticas y sociales del espíritu humano.6
Según mi experiencia la repulsa por este resultado de la
investigación psicoanalítica es la fuente más importante de
la resistencia con que ella ha chocado. ¿Quieren saber cómo
nos explicamos este hecho? Creemos que, bajo el acicate
del apremio de la vida, la cultura fue creada a expensas de la
satisfacción pulsional, y en buena parte es recreada siempre
de nuevo en la medida en que los individuos que van ingre-
sando en la comunidad de los hombres repiten, en favor del
todo, ese sacrificio de satisfacción pulsional. Entre las fuer-
zas pulsionales así empleadas, las pertenecientes a las mo-
ciones sexuales desempeñan un importante papel; en ese pro-
ceso son sublimadas, vale decir, desviadas de sus metas se-
xuales y dirigidas hacia otras, que se sitúan socialmente en
un plano más elevado y ya no son sexuales. Pero esta cons-
trucción es lábil; las pulsiones sexuales no quedan bien do-
madas, y en todo individuo que debe sumarse a la obra cul-
tural subsiste el peligro de que sus pulsiones sexuales se^
rehusen a ese empleo. La sociedad no discierne amenaza ma-
yor a su cultura que la eventual emancipación de las pulsio-
nes sexuales y el regreso de ellas a sus metas originarias.7
Por eso no gusta de que se la alerte sobre esa delicada pieza
de su basamento, no tiene interés alguno en que se reco-
nozca la fuerza de las pulsiones sexuales y se ponga en claro
la importancia que la vida sexual posee para los individuos;
más bien, con propósito pedagógico, opta por desviar la aten-
ción de todo ese ámbito. Por eso no soporta el mencionado
hallazgo de la investigación psicoanalítica, y daría cualquier
cosa por ponerle el marbete de repulsivo en lo estético, de
vituperable en lo moral, o de peligroso. Pero nada puede
hacerse con tales objeciones contra un hallazgo del trabajo
científico que se supone objetivo. Si es que ha de expresarse
en voz alta esa contradicción, debe trasponérsela al ámbitc
intelectual. Ahora bien, es propio de la naturaleza humana
8
[Las pulsiones sexuales son el tema de la 20 ! conferencia, 16,
págs.
7
277 y sigs.]
[El tratamiento más completo que hizo Freud del tema del an-
tagonismo entre la cultura y las fuerzas pulsionales se halla en El
malestar en la cultura (1930a).]

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el inclinarse por tachar de incorrecto algo que no gusta, y
después es fácil hallar argumentos en su contra. La sociedad
convierte entonces lo ingrato en incorrecto y pone en entre-
dicho las verdades del psicoanálisis con argumentos lógicos
y fácticos, pero lo hace a partir de fuentes afectivas y sos-
tiene estas objeciones, en calidad de prejuicios, contra todo
intento de réplica.
Ahora bien: nosotros, estimadas señoras y señores, pode-
mos decir que cuando formulamos ese enunciado que se nos
objeta no perseguíamos ningún propósito tendencioso. No
quisimos sino expresar algo que pertenece al orden de los
hechos y que, mediante un empeñoso trabajo, creímos ha-
ber reconocido. Y ahora exigimos también el derecho de
mantener lejos del trabajo científico la injerencia de tales
prevenciones prácticas, y ello incondicionalmente, aun antes
de que hayamos averiguado si se justifica o no se justifica
el temor que pretende dictárnoslas.

Muy bien, esas serían algunas de las dificultades que les


saldrían al paso si ustedes se ocuparan del psicoanálisis. Qui-
zás es más que suficiente para empezar. Si pueden sobrepo-
nerse a la impresión que ellas les han causado, habremos,
por nuestra parte, de continuar.

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