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La lactancia, la caza y la cocina:

una nueva mirada al espacio materno


en Furtivos de José Luis Borau (1975)

ANA GARRIGA ESPINO


Brown University

Resumen
A partir del estudio de la recolección, la manipulación y el consumo de alimentos en
Furtivos (Borau, 1975), el presente trabajo pretende revalorizar la figura de Martina,
la madre monstruosa asesinada a manos de su hijo, para analizar las prácticas coti-
dianas de resistencia representadas en la película. Desde su estreno en el ocaso de
la dictadura, la crítica de Furtivos ha privilegiado una interpretación centrada, de un
lado, en el matricidio cometido por Ángel y, de otro, en una lectura alegórica en la
que los personajes encarnan los dos extremos ideológicos del último franquismo.
Este artículo, al combinar una lectura histórica, que parte de la reglamentación
compulsiva de la cocina, la caza y la alimentación durante la dictadura, y una lectura
teórica sobre el cuerpo materno, se distancia de las interpretaciones alegóricas para
desvelar nuevos aspectos de la multivalente crítica al poder franquista que Borau
llevó a las pantallas de aquella España, testigo de la llegada de la democracia.
Abstract
Drawing on an analysis of the recollection, manipulation and consumption of food in
Poachers (Borau, 1975), this article aims to reassess the figure of Martina, the monstrous
mother murdered by her son, to analyse the quotidian practices of resistance depicted
in the film. Since its release in the last days of Franco’s regime, critics have favoured
an interpretation of the film focused, on the one hand, on Martina’s matricide and,
on the other, on an allegorical reading where each character embodies the two ideolo-
gical extremes of late Francoist Spain. By combining a historical reading that relies on
the compulsive regimentation of diet, hunt and kitchens during Franco’s dictatorship,
and a theoretical reading of the maternal body, this article distances itself from alle-
gorical readings to reveal the powerful criticism of the Francoist regime that Borau
brought to the screens in a country that was witnessing the arrival of democracy.

En 1980, en la introducción al primer volumen de La invención de lo cotidiano,


Michel de Certeau postulaba que ‘[l]o cotidiano se inventa con mil maneras de
cazar f­urtivamente’ (1996: XLII).1 A partir de aquí, De Certeau iba a hacer de la

1 Agradezco a Sarah Thomas y Carmen Urbita las lecturas y sugerencias a versiones anteriores

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caza furtiva el paradigma central para recorrer y explicar el sinfín de tácticas que
poseen los individuos para habitar sus espacios de cotidianeidad:
Mi intención […] [c]onsiste en sugerir algunas maneras de pensar las prácticas coti-
dianas de los consumidores, al suponer de entrada que son de tipo táctico. Habitar,
circular, hablar, leer, caminar o cocinar, todas estas actividades parecen corresponder
a las características de astucias y sorpresas tácticas: buenas pasadas del ‘débil’ en el
orden construido por el ‘fuerte’, arte de hacer jugadas en el campo del otro, astucia
de cazadores, capacidades maniobreras y polimorfismo, hallazgos jubilosos, poéticos
y guerreros. (De Certeau 1996: 46)

Desde los márgenes, estos sujetos débiles presentados por de Certeau van aprove-
chando las fisuras que existen en la aparente solidez de los sistemas dominantes
para desde ahí cultivar, furtivamente, un espacio propio de legitimación.
Más allá de la conexión anecdótica que la palabra furtivos me permite trazar
entre la célebre película del mismo nombre de José Luis Borau y las tesis funda-
cionales de Michel de Certeau, creo que esta ‘polemología del débil’ (De Certeau
1996: 45) desarrollada en La invención de lo cotidiano constituye un lugar privilegiado
para entender cómo la existencia de los protagonistas de la película, Martina,
Ángel y Milagros, en los márgenes de la hegemonía física y simbólica del poder
franquista, debe leerse desde las prácticas cotidianas localizadas en la tensión
generada entre el centro y la periferia, el poder y la subordinación, el lujo y la
necesidad.
Furtivos (1975), dirigida y escrita por José Luis Borau en colaboración con Manuel
Gutiérrez Aragón, es sobre todo la historia del lento proceso de gestación de un
matricidio en la España de los setenta –el éxito de Los Diablos de 1970, ‘Un rayo
de sol’, nos ayuda a fechar el momento en el que se desarrolla la acción–. La
extraña armonía de la vida en el bosque como cazadores furtivos de Martina y su
hijo Ángel, que trabaja oficialmente como alimañero, va a desaparecer cuando
Ángel regrese de uno de sus viajes a la ciudad emparejado con Milagros, una chica
huida del reformatorio de monjas Las Divinas. La película se desarrolla entre el
asfixiante espacio rural compartido por Martina, Ángel y el gobernador, a quien
Martina había amamantado y criado desde su infancia; la iglesia, testigo privi-
legiado del matrimonio entre los dos jóvenes y de las confesiones de Martina;
y las incursiones en el abarrotado mundo urbano atravesado por las fuerzas de
seguridad que intentan sin éxito apresar a el Cuqui, el joven delincuente novio
de Martina. La disrupción que la presencia de Milagros impone en el espacio rural
y doméstico culminará con el asesinato de la joven a manos de Martina, que nos
llevará hasta el punto final de la película: el vengativo matricidio de Ángel.
La saturación de símbolos velados del poder franquista –desde la pasión de
Franco por la caza hasta su caracterización de la España rural como ‘un bosque en
paz’ (cit. en Russell 2007: 26 y Kinder 1983: 71)– y la sobrecarga de violencia de la
película han privilegiado una interpretación centrada, de un lado, en las causas y

de este artículo. También quiero agradecer a las evaluadoras y evaluadores anónimos de la


revista por sus productivos comentarios a mi manuscrito.
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consecuencias de la monstruosidad de Martina y de otro, en una lectura alegórica


en la que los personajes encarnan los distintos vértices de la realidad española del
último franquismo. Martina, como representante del tradicionalismo de la vieja
España rural, y el gobernador, como un trasunto del propio Franco (Evans 1997:
117–18; Russell 2007: 26), contrastan con Ángel, Milagros y el Cuqui que simbo-
lizarían los nuevos atisbos de regeneración en el ocaso de la dictadura. En una
entrevista con Luis Martínez de Mingo, el propio Borau aceptaba la validez de estas
interpretaciones alegóricas, aunque negaba tajantemente su carácter ­premeditado:
Los símbolos deliberados, previos, no me gustan y trato de rehuirlos; cuando algo
toma carácter de tal procuro que lo haga emergiendo de su existencia real. Lo que
ocurre es que el ideal de todo autor es que sus criaturas, o sus invenciones, resulten
tan valiosas que devengan simbólicas […] Aplicado a Furtivos: si resulta que la madre
se ve como símbolo de España, o lo que sea, pues muy bien, pero nunca lo preten-
deré de antemano. No me imagino haciendo una película en la que tal personaje
signifique la virtud, aquel la modernidad […] Eso sería como los autos sacramentales.
(Martínez de Mingo 1997: 84)

Esta lectura alegórica, amplificada sin duda por una afortunada coincidencia
histórica –la muerte del dictador tan solo dos meses después del estreno de la
película (Fiddian 1989: 290–91)–, reconocía en Martina una suerte de Saturno
feminizado que devora a su descendencia y va imponiendo un régimen tiránico
del que Ángel solo logrará liberarse a través del catártico matricidio final (Evans
1997: 119–23; Kinder 1993: 234; Fiddian 1989: 299; Vergés 2015: 56).2 Sobre quienes
han entendido Furtivos como una tragedia griega (Kinder 1983: 72; Deveny 1999:
216), quienes la han leído, siguiendo las pistas dejadas por el propio Borau,
como una reformulación aterradora del cuentecillo folklórico de Hansel y
Gretel (Hopewell 1986: 104; Fiddian 1989: 300) y quienes la han bautizado como
una pastoril distópica (Evans 1997: 117), parece pesar, sin embargo, una misma
mirada interpretativa que, desde el estudio clásico de Marsha Kinder en 1993,
Blood Cinema, se deleita en contemplar la figura de Martina bajo una lente edípica
para convertirla en el chivo expiatorio de una ansiada violencia hacia el poder
patriarcal: ‘In the Spanish Oedipal narrative, the patricidal impulse is frequently
redirected toward the mother […] Like a series of “scapegoat projections,” the
devouring mother, the incest, the matricide, and the hunt all function metaphor-
ically for the patricidal impulse and the original generative violence that aroused
it’ (Kinder 1993: 234).
En un trabajo más reciente, Dominique Russell se distanciaba con acierto
de este molde edípico que había atrofiado, en ocasiones, la interpretación de
Furtivos y encontraba en el ciclo de Orestes y en la figura de Clitemnestra un

2 La imagen de Martina como Saturno proviene de las propias palabras de Borau en una entre-
vista de 1975: ‘Con respecto al personaje que representa Lola Gaos, he pretendido encarnar
en él, más que el aspecto de la Justicia (aunque puede representarla), el país mismo que
quiere a sus hijos por y para sí mismo, que los ama y los estruja, los devora’ (Borau, cit. en
Fiddian 1989: 298). Parece que veinte años después, en la entrevista con Martínez de Mingo
de 1997, esta visión alegórica había empezado a desvanecerse del imaginario del director.
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nuevo enclave mítico desde el que avanzar hacia una lectura que desnaturali-
zase la muerte de la madre para concluir que, lejos de ser una simple sustituta
de la rabia dirigida hacia el poder del padre ausente, ‘the mother is hated in her
own right, for being a woman and for having power’ (Russell 2007: 31). Pese a las
valiosas aportaciones de Russell y a su aguda interpretación de Furtivos dentro de
un discurso más amplio sobre la maternofobia, creo que el empeño que tanto
ella como Kinder, Evans y otros han mostrado en buscar un trasfondo alegórico,
mítico o psicoanalítico en Furtivos, ha terminado por descuidar el tejido narrativo
de la película al leer, con cierta distancia miope, las prácticas cotidianas de super-
vivencia que orquestan el universo de Martina y que conforman un espacio clave
para teorizar la obra maestra de Borau. Conviene recordar, además, la obsesiva
fijación con la que Gutiérrez Aragón, que tuvo un papel primordial en el guión
y rodaje de Furtivos (Torres 1992: 77), exploró los oscuros pliegues de las prácticas
alimenticias desde sus primeras producciones en la década de los setenta: desde
las sopas de ajo masticado de Habla, mudita (1973) hasta las lentejas de Sonámbulos
(1978) pasando por los desagradables callos iniciáticos de Camada negra (1977), sus
películas indagaron con insistencia las consecuencias de la regulación que palpita
siempre tras el ‘rito de la comida’ (Torres 1992: 79). A partir de las teorías de
Claude Lévi-Strauss, el propio Gutiérrez Aragón declaraba que ‘[l]as maneras de la
mesa […] son tan importantes como el sexo […] Como muchísimas otras cosas los
ritos de la mesa forman parte de una estructura mental heredada y no libremente
elegida’ (1992: 79).
Por tanto, aunque la construcción de la masculinidad y las implicaciones del
matricidio constituyen un punto de partida idóneo (e ineludible) para afrontar
una interpretación de Furtivos, mi intención en este artículo es volver la vista al
rol central que desempeñan la recolección, la manipulación y el consumo de los
alimentos en la narración de la película para repensar el complejo triángulo que
se va dibujando entre la maternidad, la violencia y la dialéctica bosque – ciudad
en unos años en los que la existencia de las mujeres seguía dominada por la férrea
disciplina de la Sección Femenina. Por eso, partiré de una lectura histórica que
sitúa las tácticas culinarias de Martina, los caprichosos gustos del gobernador y las
distintas imágenes de la caza que se retratan en Furtivos dentro de la compulsiva
reglamentación impuesta por el régimen franquista, para después avanzar hacia
una reinterpretación de la problemática monstruosidad de Martina que nos ayude
a recorrer los recovecos de resistencia que esconde la película de Borau.
Desde la publicación en 1939 de El proceso de civilización de Norbert Elias (1987),
el estudio de las prácticas alimenticias se ha ido entendiendo como una pieza
esencial para observar, desde los engranajes de la intrahistoria, cómo toman
forma las dinámicas de funcionamiento de una sociedad. Más allá del afán de
la antropología estructuralista por convertir todas las pequeñas reglas que unen
la recolección de un alimento con su digestión final en un lenguaje coherente
en el cual ‘[una sociedad] traduce inconscientemente su estructura’ (Lévi-Strauss
1970: 468); el espacio de las prácticas culinarias también importa porque, bajo
una apariencia maquinal y necesaria, amontona ‘un montaje de acciones, ritos
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Figura 1. Ángel ofrece a Milagros un trozo de su bocadillo


Fuente: Furtivos. 1975, dir. José Luis Borau (El Imán Films)

y códigos, ritmos y elecciones, usos recibidos y costumbres puestas en práctica’


(De Certeau, Giard y Mayor 1999: 175), que revelan historias de afectos familiares,
espacios de legitimación y subversión femenina y formas de cooperación corporal
con los otros. A partir de aquí es fácil entender que la toma de contacto entre
Ángel y Milagros sea casi simultáneamente sexual y alimenticia. Ambas acciones
abren las puertas de un espacio de intimidad, en el que se vulneran y penetran
los límites de la identidad corporal y en el que se crean nuevas posibilidades de
comunión con el otro.3
El primer acercamiento entre Ángel y Milagros, justo antes del encuentro sexual
que va a dar pie a su relación amorosa, tiene lugar a través de un intercambio de
comida en un mercadillo de la ciudad. Con la melódica música de Vainica Doble
de fondo, que va a ir creando un contraste irónico con la violencia creciente de
la película, ante la insinuación sexual de Milagros, Ángel contesta con un ‘¿Usted
gusta?’ (Furtivos 1975: 00:04:41) mientras le ofrece un trozo de su bocadillo cortado
con una navaja (Figura 1). La aceptación, aunque perpleja, de la carne de gamo
significa la entrada con tintes casi rituales de Milagros en la realidad del bosque:

3 Como nos recuerda la antropóloga Carole Counihan en un estudio sobre las relaciones
entre la comida, el sexo y la reproducción: ‘In many cultures there are associations between
eating, intercourse and reproduction. These activities share certain biopsychological attri-
butes that endow them with metaphorical and symbolic identity – particularly their contri-
butions to life and growth, their passing through body boundaries, and their mingling of
discrete individuals’ (Counihan 1999: 62–63).
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un locus regido por una nueva economía afectiva de la necesidad, en la que la


manipulación y distribución de los alimentos se convierten tanto en una forma
de control y aprehensión de la autoridad en el espacio marginal donde habitan
Ángel y Martina como en una vía para crear y perpetuar relaciones deseadas de
parentesco.
La comida se sitúa así, desde el comienzo de la cinta, en el centro del aparato
genealógico de Furtivos, asentándose de manera silenciosa en los cuerpos de los
personajes; todos ellos incapaces de romper con las violentas ataduras familiares
que, como recordaba Foucault, se alejan de intangibles construcciones históricas
para inscribirse en nuestra propia corporalidad como imborrables huellas dejadas
por las prácticas físicas y alimenticias de nuestros antepasados: ‘Finally, descent
attaches itself to the body. It inscribes itself in the nervous system, in tempera-
ment, in the digestive apparatus; it appears in faulty respiration, in improper diets,
in the debilitated and prostrate bodies of those whose ancestors committed errors’
(Foucault 1984: 82). Para Martina, Ángel, el gobernador y la recién llegada Milagros,
la comida es un arma cargada de afectividad y de violencia, que activa todo el
sensorio de los protagonistas y se va convirtiendo, con su rutinaria materialidad
y su elevada fuerza simbólica, en la piedra de toque que nos ayuda a desentrañar
las complejas relaciones familiares, políticas, económicas y sociales que organizan
la película de Borau. A partir de su primera aparición inaugural, los intercambios
alimenticios van a materializarse como espacios simbólicos de negociación. La
presencia obsesiva de los gamos entre la caza y la cocina, la caldereta y la historia
afectiva que evoca, las berzas con sangre, la recolección de trufas para el gober-
nador, la leche de loba que Milagros no puede evitar vomitar en su encuentro con
Martina y las repetidas alusiones a la leche materna de Martina que compartieron
Ángel y el gobernador se convierten en un certero trasunto de la carga violenta
que permea Furtivos.
La cámara abandona a Ángel y Milagros en el ajetreo urbano y guía al espectador,
primero, hacia la oscuridad del bosque dominada por la pétrea presencia de Martina
y, después, a través de la mirada del gobernador y sus compañeros, se adentra en el
claustrofóbico espacio doméstico recreándose en imágenes que subrayan los ritmos
alimenticios (figuras 2 y 3). Las imágenes de la acumulación de restos y pieles de los
animales cazados furtivamente, la mesa puesta y la comida en el fuego se suceden
mientras el gobernador, y el espectador con él, espera impaciente la llegada de
Martina. Cuando finalmente aparece, el gobernador descubre decepcionado que la
comida en el fuego no es su añorada caldereta y se inicia un proceso progresivo de
ostentación de la autoridad de Martina a través de la gestión ritual de los alimentos,
4
que solo concluirá cuando sea asesinada por su hijo en la escena final.
De este modo, el personaje de Martina se hace partícipe de una inabarcable

4 A raíz de esta escena, Fiddian comenta con acierto: ‘In her role as cook and provider, Martina
exercises a measure of control over those who eat at her table […] Near the end of the film,
however, the scene in which she receives the Holy Communion effectively turns the tables
on her since she is now forced to swallow not only the host, but also the medicine she had
meted out to Milagros’ (1989: 297).
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Figura 2. Martina, interpretada por Lola Gaos, en su primera aparición en el bosque de


Furtivo
Fuente: Furtivos. 1975, dir. José Luis Borau (El Imán Films)

Figura 3. El gobernador, interpretado por el propio Borau, descubriendo los restos de las
cacerías furtivas
Fuente: Furtivos. 1975, dir. José Luis Borau (El Imán Films)
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genealogía femenina en la que el territorio de la intimidad se resignifica convir-


tiéndose en una vía para la aprehensión de la autoridad en una sociedad en la que
las mujeres están, de manera prescriptiva, relegadas al silencio y la abnegación.
La aparente banalidad de la acción de Martina de no haber preparado la ­caldereta
para el gobernador adquiere una nueva significación si tenemos en mente la
responsabilidad somática que las mujeres ejercen, y siempre han ejercido, sobre
el mundo que las rodea (Bynum 1992: 198). A través del control del cuerpo del
otro, las mujeres recuperan, en los escondites de la privacidad, el poder que les
es negado por los grandilocuentes relatos de la historia. La lactancia, el cuidado
de las enfermedades y la distribución y manipulación de los alimentos en las
topografías aparentemente inocentes, que dibujan lugares como el huerto –lugar
que Martina escogerá para asesinar a su nuera– y la cocina tienden a convertirse
en acciones tácticas desde donde las mujeres consiguen subvertir las jerarquías
5
de poder.
En su pionero estudio sobre el misticismo medieval femenino, Caroline Walker
Bynum (1987) exploraba los medidos usos que las monjas medievales y temprano-
modernas aprendieron a hacer de la comida (a través tanto de ayunos extremos
como de visiones en las que el cuerpo de Cristo se convertía en una madre
lactante y, también, mediante la distribución caritativa de alimentos) para lograr
ganar autorización dentro de los límites de una hegemonía eclesiástica que, a
partir del Concilio de Trento (1545–1563), negaba constantemente la autoridad
espiritual y apostólica femenina. Cuatro siglos más tarde, el aparato disciplinante
que el franquismo puso en marcha para instaurar, mediante las enseñanzas de la
Sección Femenina, un único modelo español de feminidad doblegado a la ideología
­falangista, encontró precisamente en los manuales de conducta femenina del
siglo XVI el referente perfecto para delinear el ideal de madre y esposa, que debía
sostener el espacio doméstico de la nueva nación española.6
Hasta su disolución en 1977, dos años después de la muerte de Franco, la Sección
Femenina, gracias a la propaganda que nacía de las prensas de su propio sistema
de publicaciones (el Servicio de Prensa y Propaganda) supo convertir la privacidad
del espacio doméstico en una parte esencial de la arena política –todavía a las
alturas de 1972, la revista pedagógica de la Falange, Consigna, publicaba un artículo
titulado ‘Cocina: un lugar que cada día cobra más importancia’ (cit. en Dunai
2012: 52)–. Es fácil comprender que en una España sometida primero a la carestía
de la Guerra Civil y la autarquía y, después, avasallada por el turismo y las nuevas
tendencias de consumo, la ansiedad en torno a la comida y las prácticas alimen-
ticias obsesionase la mentalidad colectiva y se convirtiese en el blanco perfecto

5 Anotaba De Certeau que la táctica ‘[n]ecesita utilizar, vigilante, las fallas que las coyun-
turas particulares abren en la vigilancia del poder del propietario. Caza furtivamente. Crea
sorpresas. Le resulta posible estar allí donde no se le espera. Es astuta. En suma, la táctica
es un arte del débil’ (1996: 43).
6 Para un estudio extensivo de los usos de manuales como La perfecta casada (1583) de fray
Luis de León y La instrucción de la mujer cristiana (1524) de Juan Luis Vives por la propaganda
franquista, remito al capítulo ‘National Catholic Discourse on Marriage Neo-Baroque Style’,
en García Morcillo 2010: 139–48.
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de la Sección para divulgar su ideario en torno a la feminidad. Durante los largos


años de la autarquía que llegaría a su fin en 1959, las mujeres se fueron adueñando
de la subsistencia de las familias. Organizadas en extensas redes de parentesco,
madres, hijas, primas, tías y abuelas se convirtieron en el pilar de la supervivencia
de la nación por medio de la distribución de alimentos y de la minuciosa presta-
ción de cuidados (Cazorla Sánchez 2010: 71).
A través de innumerables recetarios y libros de instrucción de cocina, la Sección
Femenina se embarcó en el proyecto de crear una ideología alimenticia en la
que tanto los ingredientes como los rituales de preparación servían para afianzar
la filiación al régimen y, a un tiempo, permitían unificar bajo la misma mirada
disciplinar las prácticas y horarios cotidianos de las mujeres españolas (Dunai
2012). Tras títulos como Manual de cocina (Recetario) (1957), Cocina regional española
(1966) o Recetario para olla a presión y batidora eléctrica (1961), latían los objetivos
nada ingenuos de imponer una cocina ultranacionalista, resignificar la cocina
como un espacio laborioso e higiénico de felicidad y austeridad y recordarles a las
mujeres su papel primordial dentro del cuerpo político del estado como garantes
de la salud de los hijos de la patria:
Y eso sí que es obra vuestra –promulgaba Pilar Primo de Rivera en un discurso en
1940–, y eso sí que tiene que quitaros el sueño, el pensar que puede perder la Patria
la vida de un hombre por cualquier motivo de fácil remedio como es un biberón mal
7
preparado o una comida dada a destiempo. (Pilar Primo de Rivera 1942: 11)

Esta exhaustiva reglamentación y politización de la cocina y del consumo de


alimentos acentuó, durante la larga dictadura franquista, la carga ritual de las
comidas en el espacio familiar. Seguir el carácter cíclico, reglado y repetitivo de
preparar una comida y sentarse a la mesa según estipulaban los manuales de la
Sección Femenina se convertía, a nivel local, en una vía de perpetuación de las
técnicas de control y dominación del régimen (Dunai 2012: 2).8 Pero desde la otra
cara de la moneda, la regulación compulsiva de la cotidianeidad siempre posibilita
que cualquier desliz inesperado o feliz adulteración en la rigidez del ritual pueda
convertirse en una sutil, pero valiente forma de protesta. En Furtivos, la cocina no
deja de ser el espacio femenino desde donde se satisfacen las necesidades y capri-
chos de los hombres de la casa, pero Martina parece haber aprendido a connotar
las lecciones de la Sección Femenina para convertir el poder demiúrgico de la
cocina en un reto constante a la autoridad del gobernador y en una herramienta
de control frente a su hijo.
Cuando hacia el final de la película, el gobernador regresa a casa de Martina
con sus compañeros de cacería ansioso de nuevo por la caldereta, Martina va a

7 La madre de Camada negra, cocinando ritualmente sus callos e imponiendo una disciplina
higiénica en sus hijos y camaradas, parece erigirse como un hiperbólico retrato de esta
mujer modélica de la Sección Femenina.
8 El éxito de los manuales de cocina de la Sección Femenina se extendió mucho más allá del
fin de la dictadura, pasando a formar parte de la cultura gastronómica nacional. Todos los
manuales escritos para la Sección por Ana María Herrera han sido reeditados en 2019 bajo
el título: Manual de Cocina. Recetario: cocina tradicional española desde 1950.
168 Ana Garriga Espino bhs, 98 (2021)

Figura 4. Martina, a escondidas, añade una gran cantidad de vino a la caldereta


Fuente: Furtivos. 1975, dir. José Luis Borau (El Imán Films)

optar en esta ocasión por arruinar la preparación añadiendo, a escondidas y de


forma deliberada, una cantidad de vino desmesurada de la que solo es testigo la
mirada cómplice del espectador (Figura 4). Pareciera que el control somático que
Martina había comenzado a cultivar sobre el gobernador en los lejanos años de
la lactancia se perpetúa ahora en la vida adulta, dentro de los límites de la esfera
materna de la cocina. Todos los alimentos y platos van revelando una economía
de la necesidad, en la que Ángel y Martina rentabilizan los productos obtenidos
de las cacerías furtivas (las pieles, la carne, la sangre) y que sirven para poner de
relieve el contraste entre la caza como actividad lúdica y, por tanto, improduc-
tiva, y la caza como vía violenta e ilegal, pero también productiva y necesaria de
subsistencia. En paralelo a este contraste, se va levantando una dependencia entre
el campo y la ciudad si pensamos que Ángel, con su trabajo como alimañero, es
el encargado de limpiar el bosque de lobos y otros depredadores para que la élite
9
franquista pueda disfrutar libremente de sus actividades venatorias. La tensión
entre el lujo y la necesidad, por tanto, da lugar en la película a una jerarquía de
alimentos que, de manera paradójica, también subraya tanto la distancia insal-
vable como la relación orgánica que mantienen el centro y la periferia, el pueblo
y el poder. A lo largo de Furtivos, el gobernador solo expresa su debilidad por
dos comidas: primero, la ya aludida caldereta que parece formar parte de un rito
afectivo, que activa su dispositivo de la memoria, lleva al gobernador de vuelta

9 El Ministerio de Agricultura franquista fundaba en 1953 las ‘Juntas provinciales de extin-


ción de animales dañinos y protección a la caza’, popularmente conocidas como ‘Juntas de
extinción de alimañas’, que recompensaban la exterminación de animales depredadores.
Las prácticas abrasivas de estas Juntas no se mitigarían hasta la aprobación de la Ley de Caza
de 1970 (Crespo Guerrero 2017).
bhs, 98 (2021) La lactancia, la caza y la cocina 169

a la infancia e impide la emancipación emocional de Martina; y más adelante,


las trufas, un alimento excluido de la economía de la necesidad del bosque que
funciona como símbolo de la distinción social y económica del gobernador.
En una escena hacia el final de la película, de nuevo armonizada por la música
de Vainica Doble, la cámara nos va acercando a Milagros que, ayudada por el
olfato de una cerda, recoge las trufas con las que Ángel, su madre y ella van a
obsequiar al gobernador en una de sus visitas. La escena se colapsa de símbolos
grotescos cuando Ángel aparece agitando un trozo de carnada –probablemente
vísceras– y empieza a restregárselo a Milagros por la cara con un tono sensual e
insistente: ‘¡Qué mal huele eso!’ (00:42:12) –dice Milagros–; ‘¡Cuánto peor huele,
mejor carnada es!’ (00:42:14), responde Ángel. Esta escena no solo difumina
el abismo que media entre las trufas como objeto de consumo sublimado y la
materialidad animal de las vísceras crudas, sino que sirve también para situar
el gusto en el centro de las distinciones de clase y corrobora la supeditación del
trabajo rural a los antojos de la élite política urbana.
Pierre Bourdieu, en su libro La distinción. Criterio y bases sociales del gusto (1979),
ordenaba las prácticas de consumo según la oposición entre los gustos del lujo (o
la libertad) y los gustos de la necesidad, y apuntaba que todo el universo alimen-
ticio se rige por una oposición insoslayable entre ‘la cantidad y la calidad, la gran
comilona y los platos delicados, la materia y las maneras, la substancia y la forma’
(Bourdieu 1998: 177). Las trufas, con esa llamada directa a la calidad, a la minuciosa
recolección y al paladar burgués se alzan, junto a la caza como actividad lúdica
y desinteresada, como un emblema de la frivolidad de las prácticas de consumo
de la élite franquista en una España, donde el mundo rural se mantenía todavía
rezagado ante los nuevos hábitos lujosos que el tristemente bautizado ‘milagro
español’ había llevado a las zonas urbanas. Aún así, en Furtivos, el pueblo que
colinda con el bosque se presenta como un espacio en transición en el que la
venta ilegal de alimañas y las recetas tradicionales conviven con los anuncios de
Coca-Cola, que empiezan a irrumpir en la vieja España rural. Esta fricción entre
el mundo rural y el mundo urbano de la España de los sesenta y los setenta se
hará aún más patente en películas como Tasio (Armendáriz, 1984). Filmada en un
momento político y económico muy distinto al de Furtivos –los años del primer
gobierno socialista–, la opera prima de Montxo Armendáriz narra la vida del
carbonero Tasio para quien la caza ilegal también es un medio necesario de subsis-
tencia en la espesura del bosque vasco. Pero, juntamente, la caza va a terminar
por convertirse para Tasio en una activa forma de resistencia ante la asimilación
al capitalismo urbano y ante la vigilancia de los guardias forestales que repre-
sentan el poder franquista.
De manera similar, Martina, al ofrecerle al gobernador las berzas con sangre en
vez de satisfacer su capricho infantil de la caldereta, se convierte en un baluarte
de resistencia al subvertir la dominación afectiva que el gobernador aspira a
imponer sobre ella. El gobernador, que minutos más adelante va a deleitarse
en contemplar el tamaño de las trufas que le entrega Milagros –‘A ver las trufas
[…] ¡Pues son gordas!’ (00:46:17)–, parece percibir en la ruralidad de las berzas
170 Ana Garriga Espino bhs, 98 (2021)

con sangre una violación de su gusto refinado (y de ahí su repentino rictus de


decepción y asco al acercarse a la olla). Pero en el tiránico universo de Furtivos,
los deslices inesperados y diminutas adulteraciones que, desde los fuegos de la
cocina, amenazan el poder del gobernador esconden la posibilidad de convertirse
en un peligroso juego dominado por la inquietante capacidad de atentar contra la
misma supervivencia. Alrededor de cada alimento y de cada comida con un origen
remoto y ajeno a nuestro control, existe siempre una potente aura de descon-
fianza que nos recuerda, con contundencia, la arriesgada elección de masticar,
tragar e incorporar a nuestro organismo alimentos desconocidos. Al no saber qué
comemos no solo nuestra salud y el funcionamiento de nuestro organismo se ven
puestos en tela de juicio, sino también nuestra propia identidad y la legitimación
de nuestra posición en la escala social (Fischler 1988: 281). Como ha demostrado
el antropólogo Claude Fischler con el paradigma de la ‘omnivore’s paradox’, el ser
humano vive siempre anclado en la paradoja que surge entre el miedo a lo nuevo
(neophobia) y la sed de exploración (neophilia): ‘Every omnivore, and man in parti-
cular, is subject to a kind of Batesonian double bind between the familiar and the
unknown, monotony and change, security and variety’ (1988: 278).
Más allá, entonces, de las simples preferencias y gustos personales, la perple-
jidad del gobernador ante las berzas con sangre parece aludir, de un lado, a esta
contaminación física, social y ontológica que arrastran consigo los alimentos
desconocidos y, de otro, al empeño constante de la película por convertir todas
las acciones de Martina en rasgos barbáricos, que van acentuando la monstruo-
sidad de su carácter ante Ángel, Milagros, el gobernador y ante nuestra mirada
de espectadores. En 1947, Ortega y Gasset, en un exaltado prólogo a un tratado de
cacería, hacía recaer en la exposición de la sangre de la víctima el carácter misté-
rico de la caza:
La vida es la realidad arcana por excelencia, no solo en el sentido de que ignoramos
su secreto, sino porque la vida es la única realidad que tiene un verdadero ‘dentro’,
una intus o intimidad. La sangre, líquido que lleva y simboliza la vida, está destinada
a fluir oculta, secreta, por el interior del cuerpo. Cuando se derrama y el esencial
‘dentro’ sale fuera, se produce una contracción de asco y de terror en toda la natura-
leza, como si se hubiese cometido el más radical contrasentido: hacer externidad lo
que es pura interioridad. (1947: 465)

Martina, cuando agasaja al gobernador con las berzas con sangre, está desacra-
lizando el carácter divino inscrito en el sacrificio de la caza y burlando, desde la
privacidad aséptica de la cocina celebrada por la Sección Femenina, la autoridad
franquista al servir públicamente los productos obtenidos de la caza furtiva,
que debería recaer bajo la órbita de control del gobernador. De manera similar,
la carne de gamo que comen Ángel y Milagros al comienzo de la película y la
chuleta, que Martina le ofrece a el Cuqui hacia el final, sirven tanto para ridicu-
lizar al gobernador, que jamás logra atrapar los gamos en sus cacerías, como para
remarcar el contraste entre la productividad del bosque marginal y la improduc-
tividad de la ciudad. El espacio urbano queda, por tanto, asociado con un poder
político y administrativo inútil: la Guardia Civil que no logra atrapar a el Cuqui,
bhs, 98 (2021) La lactancia, la caza y la cocina 171

el gobernador que no puede controlar la caza furtiva y las monjas incapaces de


imponer su disciplina en Milagros y sus amigas del reformatorio.
En este ejercicio de revalorización de la marginalidad, Martina se convierte en
un peligro para el orden social establecido no solo porque consigue controlar su
medio social a través de la resignificación de espacios tradicionalmente ligados a
la vulnerabilidad femenina, sino también porque invade de manera constante los
espacios concebidos para la construcción de la masculinidad –la caza, el juego,
el alcohol y la violencia– (Fiddian 1989: 296–97). Martina pasa así a habitar ese
indefinible terreno que conjuga una noción esencialista de lo femenino –puesta
ante los ojos del espectador a través de las innumerables alusiones a la leche
materna– con una masculinización monstruosa (Russell 2007: 27), que invade el
bosque y el espacio doméstico y que imposibilita el desarrollo de la masculinidad
de su hijo Ángel relegado, como el gobernador, a una posición infantilizada de la
10
que Martina no les deja escapar.
Hasta la llegada de Milagros, la ausencia de otras figuras femeninas le había
permitido a Martina acumular todo el capital simbólico de la feminidad: no había
un linaje femenino con el que compartir las tareas de la recolección y cocción
de alimentos ni otra figura femenina que pudiera responsabilizarse de la corpo-
ralidad de Ángel. Como concluye Russell en su estudio de Furtivos a partir de las
teorías de Luce Irigaray y Julia Kristeva, el crimen principal de Martina consiste
en poseer demasiada subjetividad, en no ser ‘enough object for their children’
(Russell 2007: 20). Las reflexiones de Irigaray –‘A man […] needs a legitimate
wife. A wife–mother […] A legitimate wife as a guarantee of the maternal corpo-
real’ (1991: 49)– iluminan la incomodidad creciente que la irrupción de Milagros
impone en la casa de Ángel y Martina. Más allá de funcionar como una suerte de
resorte que va a revelar las posibles connotaciones incestuosas entre madre e hijo,
la aparición de Milagros le brindará a Martina una oportunidad de desplegar de
nuevo sus tácticas de aprehensión de la autoridad a través de la alimentación para
proteger la autonomía de su maternidad.
Si la ingesta de la carne de gamo había supuesto la aceptación simbólica de
la entrada en la vida periférica del bosque, el primer intercambio entre Martina
y Milagros va a estar también mediatizado por los rituales alimenticios, aunque
con consecuencias radicalmente opuestas. En el ofrecimiento de la leche de loba
que Martina le hace a Milagros en su primer desayuno en el bosque subyace una
suerte de reto, de ritual iniciático, que Milagros no logra superar al vomitar la
leche ante la mirada satisfecha de Martina (Russell 2007: 27). El vómito de Milagros
no solo la excluye simbólicamente del orden del bosque, sino que se convierte en

10 Las tesis de Donna Haraway, como veremos, nos ayudan a encontrar un camino teórico
por el que transitar para problematizar la monstruosidad de Martina: ‘These boundary
creatures [simians, cyborgs, and women] are, literally, monsters, a word that shares more
than its root with the word to demonstrate. Monsters signify’ (1991: 2). Emilie L. Bergmann
utiliza lúcidamente las tesis de Haraway para estudiar la sobrexplotación de la palabra
‘monstruo’ y sus derivaciones léxicas en los tratados humanistas sobre la mujer y la mater-
nidad. Martina, como sus antecesoras, ocupa una posición ‘fronteriza’ que desestabiliza ‘las
grandes narrativas’ occidentales (Haraway, cit. en Bergmann 1998: 33).
172 Ana Garriga Espino bhs, 98 (2021)

una velada prolepsis de su muerte a manos de Martina. Como recuerda Barthes


en las notas dispersas que componen su libro Cómo vivir juntos, el alimento está
siempre asociado a lo vital, a lo biológico y, ‘por inversión metonímica’, todas las
metáforas de la vida se aplican al alimento: ‘Hay un intercambio simbólico entre
los cambios de vida y los cambios de alimento. Nacer de nuevo = comer otros
alimentos’ (Barthes 2003: 164). La posibilidad de renacimiento de Milagros y su
inserción en una nueva estructura social, que podría permitirle redimir su exclu-
sión de la disciplina urbana, se va a desvanecer al no tolerar la leche de loba en la
lóbrega cocina que Martina controla en medio del bosque.
Este momento de su derrota en la lucha por la supervivencia dentro del bosque
traza también un diálogo productivo y coherente con esos otros instantes de la
película, en los que el espectador gana un acceso privilegiado a revelaciones de
fisicalidad interior –las vísceras con las que Ángel juguetea, la sangre derramada
por la loba muerta a manos de Martina, las berzas con sangre–. En Poderes de
la perversión, Kristeva comenzaba su exploración sobre lo abyecto escribiendo:
‘Asco de una comida, de una suciedad, de un deshecho, de una basura. Espasmos
y vómitos que me protegen […] Quizá el asco por la comida es la forma más
elemental y más arcaica de la abyección’ (2004: 9). El rechazo incontrolado que
el cuerpo de Milagros experimenta ante la leche caliente la protege, como ha
sabido ver Russell en su detallado análisis de la escena (2007: 27–28), frente al
orden materno y opresivo representado por Martina y le permite afirmarse como
un sujeto autónomo, que se define desde la exclusión. Lejos de encarnar un acto
de renacimiento vitalista, la autoafirmación de Milagros fuera de la ley materna
de Martina es, en realidad, su sentencia de muerte. Pero esta escena también
expone abiertamente, igual que la sangre derramada del prólogo de Ortega y
Gasset, la vulnerabilidad del cuerpo al subvertir esas leyes milenarias que deciden
aquello que siempre debe permanecer oculto y contenido, y confirma la natura-
leza abyecta que se esconde tras el indispensable acto de comer.
La comida, al poner en entredicho la distancia entre sujeto y objeto, entre lo
humano y lo no-humano, desvela incesantemente la construcción ilusoria de
nuestros límites corporales: ‘How can we imagine ourselves as separate bodies
when we eat that which is not-us, which in turn becomes us? How can we imagine
ourselves as separate bodies when we expel part of us, which in turn becomes
not-us?’ (Oliver 1992: 71). La comida contamina porque, a través del civilizado canal
de la oralidad, invade el cuerpo y permite la entrada de la naturaleza descontro-
11
lada en la interioridad supuestamente limpia, civilizada y contenida del sujeto.
Esta posición perturbadora, que se resiste huidiza a encajar en las inamovibles
categorías de objeto y sujeto con las que aprehendemos la realidad, se convierte
para Kristeva en la cualidad última de lo abyecto: ‘No es por lo tanto la ausencia
de limpieza o de salud lo que vuelve abyecto, sino aquello que perturba una

11 Sobre esta naturaleza contaminante de la comida, Manuel Gutiérrez Aragón declaraba


precisamente: ‘Casi más obsceno que ver las partes íntimas de las personas, me parece ver
cómo se meten una cuchara con comida en una oquedad anatómica’ (Gutiérrez Aragón, cit.
en Torres 1992: 79).
bhs, 98 (2021) La lactancia, la caza y la cocina 173

identidad, un sistema, un orden. Aquello que no respeta los límites, los lugares,
las reglas. La complicidad, lo ambiguo, lo mixto’ (Kristeva 2004: 11).
La representación de la materialidad del cuerpo materno de Martina y su
cercanía a la tierra y a los alimentos parecen arrastrarla a ese mismo plano liminar
de lo abyecto que, como ha demostrado la crítica reciente sobre Furtivos, tan fácil-
mente puede imponérsele a Martina.12 Según avanza la cinta, sin embargo, la
monstruosidad de Martina parece convertirse más bien en el dedo acusador que
va dibujando, ante los ojos del espectador, los contornos del poder dominante
franquista construido a expensas de la exclusión y la abyección: ‘The dominant
subject –escribía Butler a partir de Kristeva– is constituted through the force of
exclusion and abjection. One which produces a constitutive outside which is after
all, inside the subject as its own founding repudiation’ (Butler 1993: 3). Desde
aquí, creo que conviene dar un paso más y explorar la monstruosidad de Martina
desde una óptica que supere tanto su condena por haber asesinado a Milagros
como su estigmatización por la enigmática relación de tintes incestuosos con
Ángel. El personaje de Martina es monstruoso en tanto que nos remite a la raíz
etimológica de la palabra a partir de la cual Haraway construía su argumento: los
monstruos, con su mera presencia, demuestran, significan. Y en Furtivos, el cuerpo
desgastado, los movimientos hoscos y la aparente falta de compasión de Martina
terminan siendo la demostración última de las insuficiencias de un sistema que
envilece la autonomía femenina, favorece una desequilibrada distancia entre el
lujo y la necesidad, entorpece una ética del cuidado entre mujeres y que impone,
en fin, la sumisión como única vía posible de supervivencia.
Como apuntaba al comienzo de estas páginas, Furtivos es, sobre todo, la lenta
gestación de un matricidio. Desde los fotogramas que abren la película con las
imágenes de fondo de las balas de las escopetas de caza, toda la narrativa va a
funcionar ordenada coherentemente por actos de violencia especulares, en los que
cada enfrentamiento y cada muerte existen solo para avanzar los siguientes hasta
concluir con el asesinato de Martina –la muerte de la loba anticipa la de Milagros,
que a su vez avanza la de Martina (Van Liew 1983: 428–29)–. En la escena del
desayuno, el espacio doméstico va a quedar inaugurado como un campo de batalla,
donde van a ir sucediéndose las encarnizadas luchas por el poder. Será Martina
quien, siempre parca en palabras, dé rienda suelta a esta batalla materializando la
naturaleza del conflicto a través de las convenciones sociales de la alimentación al
no dignarse nunca a comer al mismo tiempo ni en el mismo espacio que Milagros.
En Cómo vivir juntos, Barthes dejaba constancia de una premisa humana que nos es
a todos conocida: ‘Uno no come con el enemigo’ (2003: 163); porque la comida es
un acto que se comparte con el otro en un afán de comunión, inclusión, imitación
e integración (cfr. Barthes 2003: 163). Únicamente tras haber matado a Milagros,
Martina volverá a compartir la mesa con su hijo. Cuando al ver tan solo dos platos

12 Para Evans, Martina es ‘the social order’s darkest image of abjection’ (1997: 120); para
Russell, ‘the mother is outside the political allegory or, rather, she is its mythic, abject
excess’ (2007: 30). También María Asunción Gómez ha estudiado la figura de Martina a la
luz de la ‘ambigua y compleja dinámica de la abyección’ (2016: 104).
174 Ana Garriga Espino bhs, 98 (2021)

Figura 5. Ángel logra matar al gamo del gobernador


Fuente: Furtivos. 1975, dir. José Luis Borau (El Imán Films)

en la mesa, Ángel pregunte ‘¿Usted no cena?’ (01:00:38), Martina se adueñará de


su autoridad perdida con un tajante ‘Yo sí’ (01:00:44) mientras le entrega a Ángel
su plato de comida. La mirada cómplice del espectador completa la elipsis del
asesinato que acaba de tener lugar e intuye en esta escena que Martina, la madre
devoradora, tenía que deshacerse de Milagros para mantener ella, en soledad, ese
papel de vigilante cuidadora.
A partir de aquí, los hechos que se suceden acelerados para llegar al matricidio
final apuntan hacia la descomposición del orden del bosque: Ángel, privado ya de
la compasión que parecía haberlo acompañado en la primera escena de caza de
la película, mata al gamo del gobernador y recupera su masculinidad para acto
seguido, entrar a formar parte de la maquinaria estatal al perdonarle la vida a el
Cuqui y convertirse en guardia forestal por orden del gobernador (Figura 5). Pero
en la lógica que domina la intimidad doméstica de la peculiar unidad familiar que
conforman Ángel y Martina, el asesinato de la madre es la única vía que Ángel
conoce para la afirmación definitiva de su masculinidad. El matricidio final de
Furtivos no solo confirma la muerte de la madre como una condición necesaria
para ordenar el sistema social (Russell 2007: 20), sino que nos permite hacerlo
trazando un puente fascinante entre las tácticas de aprehensión de la autoridad
a través de la gestión de los alimentos y la construcción de Martina como una
madre monstruosa, que debe ser eliminada de la economía afectiva de la familia
para que tanto Ángel como el gobernador puedan convertirse en sujetos produc-
tivos para el estado franquista:
The mother has become a devouring monster as an inverted effect of the blind
consumption of the mother. Her belly, sometimes her breasts, are agape with gesta-
tion, the birth and the life that were given without any reciprocity. Except for a
murder, real and cultural, to annul that debt? To forget dependency? To destroy
power? (Irigaray 1991: 40)
Hay cierto poder corporal, alimenticio y, por lo tanto, esencial e inalienable
en el cuerpo de la madre que incita a la necesidad del matricidio para que los
engranajes de un sistema autoritario y patriarcal, como el franquista, puedan
girar con continuidad. Como señala Fiddian, tanto Milagros como Martina son
‘victims of institutionalized repression and patriarchal prejudice’ (1989: 301) y sus
bhs, 98 (2021) La lactancia, la caza y la cocina 175

asesinatos no son sino la prueba última de un sistema que funciona a expensas de


perpetuar un único modelo válido de feminidad –aquel que las voces de la Sección
Femenina imponían con ahínco–. Pero, pese a la desaparición final de Martina,
Furtivos demuestra hábilmente la resignificación de esos espacios en apariencia
inofensivos de la vida pública y privada que la Sección Femenina consideraba
legítimos para las mujeres (la crianza, la cocina y la Iglesia) como lugares en los
que tiene lugar una lucha atroz, aunque tenue y tácita, por delimitar un ámbito
de control que permita la construcción de la propia subjetividad.
Martina se nos dibuja, así, como el reflejo deformado del ideal de mujer católica
promulgado por la institución falangista, una versión monstruosa y esperpén-
tica que mientras alimenta a los hombres de la patria, sobrevive con ‘astucias y
sorpresas tácticas’ (De Certeau 1996: 46) regulando la totalidad del mundo social
que la rodea desde la oscuridad de su cocina entre la maleza del bosque. Pero si
Martina es monstruosa lo es como signo de otro mundo posible –‘these monsters
may be signs of possible worlds – and they are surely signs of worlds for which we
are responsible’ (Haraway 1991: 2)–: un mundo en el que la autonomía femenina
pueda existir sin que tenga que relegarse al lado innombrable y abyecto del
escenario social. Cuando las tácticas de Martina sobrepasan los diques de conten-
ción que protegen la intimidad en la realidad pintada por Borau, su existencia no
puede tener cabida dentro de la cosmovisión franquista y debe ser aniquilada.
Furtivos logró llevar a las pantallas de esa España que contemplaba el nacimiento
de la democracia una multivalente crítica al poder franquista a través del paisaje
de un drama familiar sin salvación, en el que Martina, Ángel y Milagros terminan
siendo víctimas de un mismo verdugo. Pero la película de Borau, y vuelvo al
principio para terminar, importa porque es también la puesta en escena de una
‘polemología del débil’ (De Certeau 1996: 45) en la que las tácticas ancestrales de
recolección, cocción y asimilación de alimentos olvidan su inocencia maquinal y
se convierten en un lugar de agencia femenina, que resiste, inamovible, silencioso
y siempre furtivo, en el epicentro de la sociedad.

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