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Cómo Los Gatos Hacen Antes de Morir Spanish Editio
Cómo Los Gatos Hacen Antes de Morir Spanish Editio
—¡Estoy harta, papá! Nunca estás en casa, tengo que soportar a mi madre.
Ella siempre bebe ante tu ausencia. Eres desalmado, no importan los lujos,
no… ¡Siempre te encuentras ausente! —gritó desgarrada la joven que
sostenía su celular y se mordía los labios.
Estrelló su teléfono contra la pared cuando se dio cuenta de que su padre
no tomó la llamada y tuvo que dejarle un mensaje al buzón. Se arrojó a su
enorme cama y dio puñetazos en las almohadas. Al menos es lo que vi,
porque tenía que llevarle el té a la princesa. Pobre Diana, encerrada en una
jaula de oro y mentiras.
Ella era una de las hijas de mi jefe, Burgos, un doctor consumido por su
trabajo. Él no era tan malo, eso creía. Me dio trabajo en su casa cuando mi
madre murió. También me permitía estudiar en el mismo colegio donde lo
hacían sus dos hijas, las gemelas Diana y Dana. Teníamos un trato: en la
escuela yo era un desconocido para ellas; en la mansión, uno más de los
sirvientes. Me daría mucha pena que supieran de mi relación con ellas, y no
porque fuera el sirviente, sino porque las hermanas estaban desquiciadas,
abandonadas y con un sentido de la autodestrucción a su manera. A pesar de
que ellas tenían dieciséis años, gustaban de drogarse, fumar, beber y
mantener amoríos con hombres mayores que sólo las utilizaban. A mi ver,
buscaban la figura paterna que no tenían.
Cuando supe cómo era realmente una de las hijas de Burgos me
encontraba en el colegio, era mi primer día. Después de llorar por mucho
tiempo la muerte de mi madre, debía continuar con mi vida y los estudios.
Estaba nervioso, nadie me hablaba, sentía mucha tensión en el ambiente y
que descubrirían mi secreto, el de ser un sirviente apadrinado por la piedad
de un gordo ricachón. En la hora de la colación y descanso, me alejé de mis
compañeros, fui al agradable jardín del colegio a comer solo. Me senté en el
césped, recargándome en un árbol frondoso. Sentí conectarme con la
naturaleza y eso me dio la paz que necesitaba. Las nubes avanzaban
lentamente por el cielo, el césped tenía un aroma húmedo y terroso. Las
hojas del árbol se sacudían suave, como si danzaran junto al aire, ese aire
que me acariciaba las mejillas y jugaba con mi cabello.
Mientras comía, consumido en el silencio del exterior y el ruido de mis
pensamientos, escuché algo proveniente de un aula vacía, me pareció en su
momento que podía ser un fantasma. Lo ignoré y seguí comiendo, hasta que
de nuevo el sonido llegó a mis oídos. La curiosidad comenzó a sacudirme
mucho. Fue tanta, que sentí que tomó forma de un cuerpo humano.
Entonces, me susurró delicadamente al oído para decirme: “Ve, ándale,
investiga”.
Abandoné mi lugar. De un salón abandonado y alejado de las demás aulas
se escapaban ruidos extraños. Me acerqué corriendo. Pensé en fantasmas
conversando. No pude creer en lo que vi, la escena fue demasiado para mí.
Poseía atributos de irrealidad y se quedó varada en el tiempo de mis
recuerdos. Diana era la encargada del ruido, jugueteaba y se besaba con el
profesor de ciencias. Me miraron inmutados desde la ventana. Salí
corriendo, pero igual me reconocieron y, claro, me amenazaron. Les dije
que no me importaba lo que hacían y que no diría nada. Era un profesor
casado y era infiel con una menor desquiciada. ¡Qué lío! Tenía un gran
temor de que aquel par de locos me hicieran algo. Y ni cómo denunciar al
profesor, se salía con la suya en el colegio por ser pariente del director.
Mi trabajo era un tormento, pero como no tenía a nadie, no me quejaba.
Por lo menos pude seguir estudiando. Aunque debía soportar y lidiar con
muchas cosas; igual, al estar tan ocupado en mis labores le daba sentido a
mi existencia.
—¡Samuel, lárgate! —me gritó Diana después de lanzar su teléfono.
Estaba tirada en la cama, con su maquillaje corrido de tanto llorar.
—Sólo te traje el té que me pediste —le expliqué desganado.
—Ah, sí, mi té verde para quemar grasa. Espera ahí, Samuel. Ya que estás
aquí, ve a la farmacia, cómprame una prueba de embarazo —ordenó.
Suspiré muy bajo. Me acerqué a Diana para que me diera el dinero de su
pedido. No era la primera vez que me pedía comprar cosas de ese estilo. La
primera vez fue un suero, una barra de chocolate y una caja de
preservativos. Recuerdo que la cajera me miró extrañada, arqueando su ceja
tatuada, cosa que entendí: era un crío. Me moría de pena, pero era el
sirviente —al parecer— exclusivo de las gemelas, y conocía los secretos de
ellas, sólo yo… Recuerdo que ese día me quité los lentes, peiné mi cabello
rebelde con mucho gel y me cambié el traje a ropa casual, siempre hacía eso
cuando iba a la farmacia. Nuevamente hice mi ritual de cambio y Dana, al
verme cambiado, no tardó en encargarme cosas.
—Huérfano —me llamó con fría entonación—. Ya que vas a la farmacia
tráeme un paquete de toallas femeninas y una sopa instantánea. Hoy mi
madre quiso cocinar, y ya sabes, siempre está ebria haciendo todo mal. —
Dana torció la boca en una mueca y se rascó un glúteo.
Ella se encontraba en la sala, vestida con un pijama con estampados de
flores, yacía desparramada en el sillón, mirando absorta el enorme televisor.
—Sí.
No le dije nada más. Sabía que en la cocina había un cubículo exclusivo
para la despensa, donde la comida instantánea no figuraba en lo absoluto,
pero sí había alimentos en grandes cantidades. La familia incluso contaba
con la ayuda de una cocinera, Dana pudo pedirle algo, pero como su madre
estaba en la cocina, no quiso pasar por ahí.
Ese día llegaría Burgos a cenar, o eso creían todos, menos Diana, que
sabía que su papá no llegaría y olvidó decirle a su madre. Por eso le llamó
enojada. Clara estaba en la cocina, intentaba hacer una buena cena para su
amado esposo, al que engañaba con el chófer veinte años más joven que
ella, pero bueno, Burgos se ausentaba mucho.
Salí rumbo a la farmacia, el sol se despedía dejando destellos de su luz en
las nubes y a la lejanía la noche reclamaba el escenario. A pie, la farmacia
quedaba demasiado lejos. No sabía manejar, por lo que no podía llevarme
ningún auto de la mansión. Caminé tranquilamente por el suburbio de
ricachones estirados, salí de la privada y continué. Una hora en pie de ida y
otra de regreso. Suspiré, me animé a continuar gracias a la compañía que
me hacía el paisaje del cielo, por un breve tiempo se formó un arrebol que
quitaba relevancia a los edificios de la zona.
Así era mi día a día, extraño. Escondía los secretos de la familia de
Burgos, soportaba a sus hijas y mujer, porque no tenía nada más.
Capítulo 2
Diana dejó el violín, dijo que no era lo suyo. Sin embargo, no abandonó la
música. Terminó siendo fiel a la guitarra. Ella dedicaba demasiado tiempo a
practicar, más que al colegio, se desvelaba noches enteras aprendiendo a
dominarla. También le gustaba componer y cantar.
Un día, mientras ordenaba su cuarto, la escuché cantar una de sus
composiciones. Me sorprendió que no le diera pena mi presencia para
cantar, y más me sorprendió lo bien que lo hacía, realmente tenía talento.
Desde el sillón aterciopelado de su habitación, cerca de la ventana que
daba vista al jardín, Diana terminó de escribir la letra de su canción, tomó la
guitarra oscura y comenzó a practicar.
Su canción decía:
Nos decimos adiós,
hemos crecido y la vida nos cambió.
Todo parece diferente,
ahora tiene un color distinto a lo que veo.
Abrí los ojos y conocí un maravilloso mundo,
estoy despierta, en una realidad donde mi corazón
se emociona sin necesidad de tu amor.
Nos decimos adiós,
hemos crecido y la vida nos cambió.
No es definitivo, desde mi corazón te voy a recordar,
hasta el final de mis tiempos.
Adiós, adiós, adiós,
he crecido y he cambiado.
Dejé de tender la cama para observar de manera discreta a Diana. Movió
ágilmente sus dedos entre las cuerdas, arpegió de manera armoniosa. Me
pareció que se encontró a sí misma. Era un momento donde sólo importaba
el interior, mientras que el exterior perdía relevancia. Fue como ver el
nacimiento de Venus. Diana parecía una musa con la guitarra entre sus
brazos, algunos mechones de su rojizo cabello le cubrían el brazo,
haciéndole resaltar su piel delicada, la que parecía de leche. En su rostro
había una paz envidiable. Mantenía los ojos cerrados, concentrada en su
interior. El sol que se filtró por la ventana acariciaba su rostro. Los rayos del
sol parecieron ser los dedos escuálidos de algún dios tocando a su amada
creación. Las pecas de su rostro eran como estrellas en un universo blanco.
Vestía una bata floral negra que le cubría hasta las rodillas. No pude evitar
analizarla y grabarme aquel momento en mi memoria, porque me inspiró
para hacer una nueva pintura. Era una imagen poderosa. Tomé una
fotografía mental y volví a mis deberes.
—¡Diana! Te pusiste mi blusa —increpó Dana luego de entrar a la
habitación e interrumpirla.
—¿Y qué hay con eso? —Diana dejó la guitarra.
—La aflojaste, mira, estás muy gorda. —Dana levantó la tela colgada de
la blusa.
—No estoy gorda, simplemente no me mato a dietas y tengo más pecho
que tú.
—¡Me sorprende que estés tan gorda! Si te la vives encima del profesor de
ciencias —gritó molesta Dana.
—¡Mira quién habla! La que grabaron en una porno.
Dana se lanzó sobre su hermana, le jaló el cabello y le atinó algunos
puñetazos. Diana se defendió cubriéndose con los brazos. No tardé en
intervenir, no era la primera vez que peleaban así, solían hacerlo seguido y
después se contentaban. Tomé los brazos de Dana para que dejara de
golpear.
—¡Por lo menos no me meto con gente casada! —gritó eufórica Dana.
—Por tu culpa nadie me habla en el colegio, se burlan de mí y murmuran
en mis espaldas. ¡Somos gemelas, pedazo de idiota! —Diana se levantó del
suelo, empuñó su mano y con todas sus fuerzas soltó un golpe.
Dana se movió a un lado y me llegó la ira de Diana en el rostro, mis lentes
salieron disparados al suelo.
—¡Ya le pegaste al nuevo favorito de mamá, nos va a regañar! —gritó
Dana.
Llevé mi mano a la mejilla, me dolió bastante el golpe.
—¡No es mi culpa! Tú te moviste. —Diana cruzó sus brazos e hizo un
puchero.
Me incliné, recogí mis lentes y salí de la habitación, la pelea de las
gemelas me incomodó demasiado, sin mencionar que me tocó un golpe
increíble. Fui a la cocina por hielo.
Suspiré fuertemente al ponerme la bolsa de hielos, apenas era mediodía de
un sábado y ya tenía que lidiar con las gemelas. Salí por la puerta trasera de
la cocina y tomé asiento en la pequeña barda de los rosales. Analicé el
jardín, y como el jardinero le daba mantenimiento con la cortadora de
césped, olía a recién cortado. Algunos pétalos secos de rosas volaron a mis
pies, cuando me dispuse a tomar uno, las gemelas aparecieron detrás de mí.
—Siempre estás en las nubes, Samuel. Vamos, iremos de compras —
reveló Dana.
—No sé manejar, no las puedo llevar.
—No queremos que nos lleves, queremos que nos acompañes —aclaró
Dana.
Me sorprendió demasiado, no había salido en público junto a ellas.
—Mi mamá quiere que nos acompañes, porque ella no puede ir y
últimamente está de loca paranoica desde el video de Dana y el embarazo
—Diana reveló el motivo. Cruzó sus brazos y torció la boca.
Sin poder objetar, terminé acompañando a las gemelas al centro
comercial, algo que no me daba gusto, no me llamaba mucho la atención y
me traía recuerdos tristes. Antes solía ir con mi madre de compras, después
bebíamos un café y conversábamos juntos.
El centro comercial estaba atestado de personas, Dana y Diana entraron a
muchísimas tiendas y demoraron lo que me pareció una eternidad en
probarse ropa. Cansado y aburrido, las esperé fuera de la tienda, sentado en
las bancas cercanas a un enorme estanque artificial de peces carpa. Les
quité la mirada de encima por un momento y observé los peces nadar,
algunos se escondían entre los papiros y lirios acuáticos. Ver aquello me
trajo paz, cuando volví la mirada a la tienda de ropa, observé a las gemelas
riendo y platicando; la pelea había quedado en el pasado, menos por el
golpe que recibí. Después de las compras, las gemelas decidieron pasar a
una de las cafeterías del centro comercial, no pude evitar ponerme serio y
un tanto pensativo con la decisión de ellas. El pasado me consumió por un
momento. Dana y Diana no tardaron en prender un cigarro, decidieron
beber café en la terraza para poder fumar.
—Dana, cuéntame, ¿qué pasó con tu novio? —preguntó Diana después de
que se retiró la mesera.
—Últimamente me ha estado buscando, intenta justificarse, dice que no
fue quien grabó y compartió el video. —Inhaló de su cigarro—. Me manda
muchos mensajes. —Exhaló el humo y puso una expresión seria—. Me da
demasiada tristeza que no se hubiera hecho nada al respecto… La mejor
solución fue que yo dejara el colegio.
—No vas a volver con él, ¿verdad? Después de todo lo que hizo… No,
hermanita. Todo lo malo que te pasa es por su culpa.
—Claro que no lo haré. El lunes inicio en otra escuela, mamá ya me
inscribió, es una pública, donde nadie me conoce. Tendré que soportar
mocosos piojosos. Ni Samuel encaja en la escuela pública. —Dana enfocó
su mirada en mí, después de varios segundos de observación, estiró su mano
y tocó mi mejilla, la que golpeó Diana—. ¿Te duele? Mamá nos pidió que
fuéramos más gentiles contigo. Se me ocurren dos cosas: sabes un secreto
de ella o ya te echó ojo como al chófer.
—No sé nada —desvié la mirada, me incomodó la penetrante expresión
de Dana.
—Yo digo que le echó ojo, Samuel ya dio el estirón. Hasta la voz le
cambió —dijo Diana y soltó una risilla.
—Ay, Diana, a mi mamá los menores y a ti los mayores. Hablando de
eso… —Dana clavó la mirada en el interior de la cafetería—, mira quién
está dentro. El mundo es muy pequeño. ¿Es mi imaginación, o es el
profesor y su esposa?
Diana giró rápidamente su cabeza, observó a la pareja que se encontraba
dentro de la cafetería disfrutando de una rebanada de pastel y café.
Efectivamente, el mundo era muy pequeño y aquella pareja era el profesor
de ciencias y su esposa. Ambos sonreían y conversaban, parecían la típica
pareja de enamorados que salen a tomar café juntos. La esposa del profesor
era más joven que él, poseía rasgos delicados y una larga cabellera
ondulada, su porte era elegante y usaba ropa lujosa. Diana no le quitó la
mirada de encima, sus ojos de ámbar se opacaron por la tristeza.
Seguramente el profesor sintió la penetrante mirada de Diana, giró su
cabeza y echó un vistazo por un breve tiempo.
—Vámonos… —pidió desanimada Diana.
—Ya nos arruinó la alegría este tipejo. —Dana frunció el ceño y lanzó
desde su lugar una mirada desafiante al profesor.
El fin de semana acabó en un suspiro. Diana se la pasó deprimida,
encerrada en su habitación, fumando y comiendo helado de chocolate. El
lunes llegó y Dana inició en su nueva escuela. Yo me fui al colegio.
Eran las doce del mediodía y la campana del receso sonó, me paré con
prisas de mi lugar antes que mis compañeros lo hicieran, por eso me sentaba
al frente, para salir primero. Me fui al jardín, a mi árbol favorito, daban
hermosas flores lilas. El césped estaba tapizado de pétalos lilas, en el aire
había un aroma a polen agradable. De un momento a otro el profesor de
ciencias se acercó a mí, llevaba en manos una carta y su rostro poseía una
mirada intimidante.
—Diana no vino y tampoco me contesta el teléfono. Dale esto —ordenó
con un tono de voz enojado.
Hastiado, recibí la carta, él se alejó sin decir más. Tomé la manzana que
tenía para comer en el almuerzo, estaba dispuesto a darle una mordida, pero
la carta me dio curiosidad, demasiada; quería saber qué decía. Pensé en
abrirla, leer y después quemarla, no dársela a Diana. Dejé la manzana para
comenzar a leer, pero, cuando estuve a punto de abrirla, apareció una
sombra obstruyéndome la luz del sol. Se trataba de un compañero de mi
clase.
—Samuel, me ha costado mucho encontrarte —reveló con un tono de voz
alegre.
—¿Necesitas algo? —Doblé la carta y la guardé en el bolsillo de mi saco.
—Sí, hablar, siempre sales corriendo y te alejas de todos. No tienes
amigos y al parecer al profesor de ciencias le agradas. —Tomó asiento cerca
de mí y abrió su lonchera.
Antoni era mi compañero de clases que se sentaba lejos de la pizarra y
parecía ausente de todo. Era un chico extraño, pero sonreía de manera
despreocupada y honesta, su sonrisa trasmitía confianza. Era un poco más
bajo que yo, por media cabeza, su cabello era rubio como los girasoles y sus
ojos enormes parecían dos escarabajos verdes, sus largas pestañas negras
simulaban ser las patas. Siempre tenía el rostro sonrojado, hablaba en voz
baja y era muy delicado. Me parecía que Antoni era un ser andrógino. Lo
analicé un momento, pensé que se podría quemar fácilmente: su piel blanca
parecía que jamás fue tocada por los rayos del sol. También pensé que, si le
caían gotas de lluvia, se desvanecería, y si soplaba fuerte el viento, saldría
volando. Antoni de verdad era un joven delicado en todos los sentidos.
—No tengo mucho que decir —le dije en un intento de cortar
conversación.
—Yo sí, te he estado observando desde el primer día que entraste al
colegio. Hoy llegaste con un moretón ligero en la mejilla. ¿Te golpean en tu
casa? —preguntó y llevó a su boca una galleta de chispas de chocolate.
—No, nada de eso, fue un accidente —justifiqué.
—Oh, ya veo. —Masticó delicadamente—. Es que eres tan retraído que
pensé que en casa te maltrataban. Me alegro de que no sea así. —Esbozó
una sonrisa plena y dejó a la vista sus dientes manchados de chocolate.
—No tengo mucho que decir.
—Yo creo que sí tienes mucho que contar, sólo que nadie te ha preguntado
sobre algo, lo que sea. ¿Qué te gusta hacer en tus ratos libres?
—Leer —respondí cohibido.
—A mí también me gusta leer —dijo emocionado—. ¿Qué más?
—Practicar con mi violín.
—¡Te gusta la música! Excelente, mi madre es pianista, pero a mí no se
me da mucho.
No pude quitarme de encima a Antoni, me hacía tantas preguntas que me
fue imposible ignorarlo, desde ese día me siguió en los recesos y se juntó
conmigo. Después se cambió de lugar, sentándose en el pupitre que estaba
junto a mí. Antoni era una persona agradable, siempre tenía temas de
conversación, solía sacarme mucha platica. A su lado me sentía cómodo,
como en casa. Debido a la confianza que él me otorgaba, creí conocerlo de
años atrás, era una agradable sensación. Fue el primer amigo que hice en el
colegio. Compartíamos muchos gustos similares y con el pasar del tiempo
le agarré cariño, su compañía se hizo indispensable para mí.
Sobre la carta, bueno, nunca se la di a Diana, pero tampoco me atreví a
leerla, simplemente la tiré a la basura. No quería que ese hombre
degenerado con compromiso siguiera molestándola.
Capítulo 8
—Me encanta mirar el cielo, las nubes se mueven tan, pero tan despacio.
Muchas personas son como las nubes, acumulan tanto sin decirlo y al final
explotan en una tormenta —platicó Antoni melancólico.
Era la hora del receso en el colegio, Antoni yacía en mi regazo, mirando
las nubes mientras comía pequeñas zanahorias. Él solía tomarse muchas
confianzas e invadir mi espacio personal, pero así era, muy franco en lo que
quería hacer. Pocas cosas le daban pena.
Descansábamos en el jardín, debajo del mismo árbol de flores lilas. Ya no
quedaba nada de las flores, sólo unas pocas hojas secas adornaban las ramas
del árbol.
—Tú estás lejos de eso, casi siempre dices todo, hay días que no te pausas
—comenté risueño.
Bajé la mirada y observé el cabello extendido como abanico de Antoni, su
pelo rubio y ondulado cubría parte de mi uniforme oscuro. Me pareció que
era el estereotipo de un príncipe.
—Es que no me quiero guardar nada, tengo tanto que decir que a veces
me atasco, mis ideas se obstruyen unas con las otras. Samuel, tú eres muy
callado, ¿te pasó algo malo en tu pasado? —cuestionó.
—De todo, así es la vida —respondí a secas.
—Aún no me tienes confianza, somos amigos de meses y no eres capaz de
hablar mucho de ti. —Antoni frunció el ceño y cruzó sus brazos.
—Vale, tienes razón. Hay tanta confianza que hasta te echas encima de mí
—dije y suspiré—. Soy huérfano, trabajo en una antigua mansión y los
dueños me dejan estudiar en este colegio.
—¡Eso es terrible! —Antoni se incorporó de golpe, sujetó mis hombros y
me clavó la mirada.
—Es mejor que estar en un orfanato. Me tratan bien, casi como miembro
de la familia.
Mi mirada no pudo encontrar la de Antoni, la desvié, era demasiada
pesada y cargada de energía.
—¡Sam! —Antoni en ese momento se abrazó fuerte a mí—. Yo te ayudaré
en todo lo que me pidas y necesites. Si te llegan a tratar mal puedes venir a
vivir conmigo. —Apretó sus brazos, sentí su mejilla con la mía, también
pude oler su escandaloso perfume—. Antoni quiere mucho a Samuel, jamás
lo va a dejar solo —dijo con un tono de voz mimado.
—Exageras. —Lo alejé de mi cuerpo.
Antoni de verdad era muy expresivo, demasiado sentimental y cursi. Sin
embargo, eso no me desagradaba, me hacía sentirme como en una casa
cálida.
—Un poco, más contigo. ¿Vendrás a mi cumpleaños? La fiesta será el
viernes en la noche, quiero que lleves tu violín y toques. Te puedes quedar a
dormir. Di que sí, vamos. Mi madre invita a muchas personas, pero no a mis
amistades, porque tú eres el único —pidió y sonrió—. Dime que sí, anda,
Sam —insistió con una dulcificada voz.
—Sí, en la noche, pero dudo poderme quedar, los fines de semana los
tengo muy ocupados. —Pensé en Dana y Diana jalándome de un lugar a
otro, pidiéndome que les ayude con tareas y más.
Mi amistad con Antoni era un tanto extraña, me agradaba demasiado para
admitirlo, me confundía sus acciones, no sabía bien qué pensar sobre él.
Antoni hablaba de manera delicada, sus ademanes y forma de ser eran
similares a los de una chica. Sin embargo, aquello no me molestaba en lo
absoluto, me parecía que él era muy auténtico en su manera de ser y no se
contenía. Exteriorizaba su interior fácilmente.
Me costó demasiado obtener permiso de Clara, ya tenía siete meses de
embarazo y todo le preocupaba de manera sobre exagerada. Clara me pidió
que alguien me acompañara, me sugirió Dana, Diana, o las dos. Y esa fue la
condición, podía ir a la fiesta si alguien iba conmigo. Me sentí tonto en
pedirle permiso, pero ella me insistió en que hiciera eso siempre que saliera
y en su estado delicado no quise negarme a sus peticiones, menos
preocuparla.
Debido a que necesitaba permiso de Clara para salir, mis salidas a la
farmacia ya no fueron posibles. Igual, Dana y Diana pararon de hacerme
encargos extraños, la vida amorosa de ellas estaba muerta. En la escuela
pública Dana no encontraba a su chico ideal, tampoco lo buscaba y Diana
no dejaba de pensar en el profesor.
Al final decidí invitar a Diana, ya que ella tocaba la guitarra y supuse que
le podría divertir la idea de tocar un poco en la fiesta. A Dana no le gustaba
mucho salir, prefería leer y escribir; la descarté a la primera. Me sentí mal,
pero fui realista. Diana disfrutaba de las fiestas más que Dana, comía y
hablaba demasiado, a diferencia de Dana, que parecía pasarla muy mal. Tal
vez las fiestas le recordaban el día de su cumpleaños, cuando fue abusada.
El viernes por la noche Diana se puso uno de sus mejores vestidos, negro
y ceñido a su cuerpo desarrollado, más de lo normal para su edad. Soltó su
largo cabello rojizo y pintó sus labios del mismo color que su pelo. Me
pareció un poco provocativa su vestimenta, pero cuando ella sonreía parecía
una musa y no otra cosa. Yo opté por un traje negro común sin relevancia
alguna.
Cuando llegamos al hogar de Antoni, bajamos del automóvil con los
estuches de los instrumentos. Las miradas de muchos «caballeros» se
dirigieron a Diana. Ella caminó pavoneándose hasta el interior de la casa
blanca. Con cada paso hacía un ruido seco y llamativo con sus tacones.
El hogar donde habitaba Antoni era grande y todos sus acabados se veían
minimalistas, a diferencia de la mansión, que se mantenía congelada en el
tiempo con sus viejos candelabros que se movían por cuenta propia. Ni
hablar de las hermosas pinturas, donde, a veces, en las noches más oscuras,
cobraban vida las personas pintadas y con sus ojos de óleo observaban y
juzgaban todo lo que pasaba por ahí. La casa de Antoni no era así, no había
cuadros en las blancas paredes, la mayoría de los muebles eran igualmente
blancos y lo más relevante eran los jarrones —también blancos— con rosas
rojas. Todas las personas invitadas asistieron con vestimentas elegantes y
algunos de manera extravagante. Había varios mozos ofreciendo bocadillos
y bebidas en bandejas.
No tardó en aparecer la madre de Antoni, una mujer divorciada de
carácter pacífico y expresión de muñeca antigua que poseía una elegancia
innata un tanto intimidante. Llevaba su rubio cabello recogido en un chongo
alto, vestía ropa carmesí y caminaba con mucho porte en sus altos tacones
oscuros. Nos dio la bienvenida con una compasiva mirada esmeralda, igual
que la de su hijo.
—Debes ser Samuel, Antoni me habla mucho de ti, como no tienes idea.
—Esbozó una delicada y dulce sonrisa acogedora—. Gracias por venir, él te
quiere mucho —reveló—. De verdad eres más guapo de lo que te describió
mi hijo —comentó cuando terminó de observarme de pies a cabeza.
—Gracias por invitarme —dije apenado y sumiso, me intimidó su
presencia y el peso de su mirada.
—¿Y tu acompañante quién es? —preguntó con una voz delicada y
envolvente.
—Perdón, ella es Diana, una amiga.
—Mucho gusto, qué linda casa. —Diana estiró su mano.
—Diana, qué hermoso nombre, soy Ángela. —Tomó la mano de Diana—.
Están en su casa, disfruten de la fiesta. —Sonrió y se fue a saludar a los
demás invitados.
Caminamos hasta el salón principal de la casa, un tanto incómodos nos
sentamos en el gran sillón blanco. Pasó un mozo con bandejas de comida y
bebida, Diana tomó canapés y una copa de vino, yo tomé agua con hielo.
Me sentía nervioso, muchos de los invitados eran desconocidos y muchos le
clavaban la mirada a Diana. A mí también, por ser su acompañante.
—La mamá de tu amigo es divina, casi se te cae la baba —dijo y soltó una
risita—. Te sonrojaste como un tomate —comentó en burlas.
—No, claro que no. Sólo me sorprendió… —me defendí apenado.
—Sí, sí, claro, como tú digas. —Sonrió maliciosa y bebió un trago de la
copa.
El tiempo pasó y Antoni no aparecía, me escudaba de la soledad con la
compañía de Diana. Sentí su hombro con el mío y percibí su suave perfume.
Era evidente que ambos nos sentíamos incómodos en la fiesta, no
dejábamos el sillón que era nuestra guarida.
Ángela ordenó a los mozos que pararan la música e invitó a Diana tocar
algo con su guitarra. Diana, domando sus nervios, tomó lugar frente a un
micrófono, piano y asiento, sacó de su estuche su guitarra y sin miedo inició
con Fur Elise de Beethoven. Su interpretación no fue muy pulcra, sus dedos
se movieron ágilmente sin dudar, pero cometió algunos errores. Diana se
entregó al momento y todos los invitados dirigieron sus miradas a ella, a la
musa de vestido negro y largo cabello rojo. Antoni apareció cuando escuchó
la guitarra, llevaba puesto un traje azul satinado, el cabello rubio iba bien
controlado con gel y sujeto en una coleta. Estaba asombrado, sus ojos
brillaron de manera intensa, me sonrió por un momento y volvió enfocar su
mirada en Diana, la observó con una melancólica mirada que no entendí.
Después de tocar Fur Elise, tocó Las Cuatro Estaciones de Vivaldi. Los
invitados guardaron silencio, y cuando Diana terminó en Invierno, todos
aplaudieron. La madre de Antoni se acercó a mí y me preguntó cuál
pensaba tocar para ser mi acompañante, ella tocaba el piano. «Clair de Lune
será la entrada», dije. Suspiré nervioso. No imaginé que habría tantos
invitados, saqué el violín de su estuche, me acerqué a Ángela para
asegurarme de que estuviera todo en orden y después tomé postura. Ella
tomó asiento y levantó la tapa de su blanco piano. Los nervios se hicieron
más fuertes. No obstante, cerré los ojos y me imaginé estar solo. En aquella
oscuridad de la soledad en la que me sometí, entró el sonido del piano
armonizando con el sonido del violín. No pude evitar recordar cuando
practicaba con mi madre la misma pieza, me abrazó la melancolía y me dejé
envolver por los recuerdos. Reviví a mi madre en mis pensamientos, todos
los momentos que practicábamos juntos, en especial cuando ella sonreía
feliz por tocar el violín. De alguna manera, ella estaba viva en mi interior,
en mis recuerdos y en mis acciones, más cuando tocaba su instrumento.
Más recuerdos se detonaron: cuando ella me leía, me hablaba, me llevaba
de la mano y muchos más.
Mi madre era demasiado perfecta para ser real y vivir en un mundo tan
cruel. Tal vez por eso no pudo permanecer mucho en la tierra de los vivos.
Cuando terminé de tocar, Antoni se abalanzó hacia mí, abrazándome con
fuerza, no me dio la oportunidad de tocar más.
—Gracias, mi padre tocaba en conjunto con mi madre la misma pieza, me
hiciste recordarlo con alegría. Gracias, Sam. —Antoni me dio un beso en la
mejilla y me liberó del cálido abrazo—. Sin embargo, debo decirte que
percibí tristeza, por algún motivo, sentí eso al verte tan entregado al violín.
—Algo hizo eco en tu interior —dije con mucha calma.
—Sam, tus breves respuestas son encantadoras —dijo y sonrió feliz.
La fiesta continuó, las personas conversaban alegremente. No obstante,
cometí el terrible error de invitar a Diana. No porque ella hiciera algo malo,
sino porque el maestro de ciencias también estaba presente. Se acercó a
Diana y alejó a los demás rivales con su presencia. Pude ver desde mi lugar
la felicidad de Diana. Quise intervenir, pero Antoni no me dejaba solo, me
seguía a todos lados.
Al final y después de que le cantaron las mañanitas a Antoni y comieron
el pastel, de poco a poco la mayoría de las personas se fueron de la fiesta.
—Te vas a quedar, ¿verdad? —preguntó Antoni muy animado.
—Lo siento, no me dieron permiso… —No podía dejar de vigilar a Diana.
—Ya que, ven, quiero enseñarte mi cuarto —dijo como si fuera un
chiquillo y no un joven de diecisiete años.
Antoni tomó mi mano y me llevó por las escaleras principales de la casa
hasta su habitación, casi a la fuerza. Entramos a su cuarto y él prendió la
luz. Era una habitación blanca con un gran ventanal cubierto por pesadas
cortinas negras. En el techo había estrellas luminiscentes y en una esquina
de la habitación vi un telescopio. Lo que más llamó mi atención fue una
pared cubierta de una enorme estantería abarrotada de libros.
—Linda habitación —dije.
—Un día veré la tuya. —Tomó asiento en su cama.
—Supongo, no tiene mucho que mostrar.
—Como tú. ¿Por qué la cara pensativa? No le quitabas la mirada a
Diana… ¿Te gusta? —Clavó su seria mirada en mí.
—No, no es eso —negué con la cabeza, me defendí lo más rápido que
pude.
Terminé confesándome con Antoni, a fin de cuentas, él era mi amigo. Le
dije que trabajaba en la casa de la madre de Diana y la relación que tenía
ella con el profesor. Antoni pareció aliviado de saber la verdad, pero
tampoco le sorprendió la actitud extraña de Diana.
Mi amigo pensó en un plan, hacer que su madre ocupara al profesor
preguntándole sobre el desempeño de su hijo y traer a Diana a su
habitación. Puso el plan en marcha. Antes de que lograra negarme, le pidió
a su madre que hablara con el profesor y Antoni convenció a Diana de
visitar su habitación, donde yo los esperaba. No sé cómo logró convencerla.
Diana entró con Antoni, me lanzó una mirada de enojo y, sin importarle
quién estuviera presente, me reclamó por algo que había olvidado.
—No me diste la carta… no lo hiciste. ¡Samuel! Por tu mala acción sufrí
mucho, el profesor me explicaba en la carta la verdad. Él se asustó cuando
le platiqué ya sabes qué, no era su intención terminarme —soltó enojada,
con el ceño fruncido y los ojos derramando ira.
—Eso es una mentira, Diana. No te la di porque no quería que te siguieran
utilizando. Es mentira lo que él te dice. Lo vimos feliz con su esposa, no la
va a dejar por una chiquilla alocada —dije sin pensar.
—¡No soy una chiquilla! ¡Yo sé lo que quiero! —gritó enojada.
—¿Quieres creer en sus mentiras? Está bien, siento no haberte dado la
carta, lo siento de verdad. Jamás volveré a meterme en tu vida —hablé
decepcionado.
Diana pasó cerca de Antoni, le lanzó una extraña mirada y salió enojada
de la habitación, con mucha confianza en una casa ajena, azotó la puerta.
Antoni se quedó desconcertado por la dramática escena. Después, me
confesó que sospechaba que Diana era algo mío, en especial porque ya
varios alumnos me vieron con ella y Dana. Al final, me enseñó desde su
celular fotos de Diana y otras alumnas que estaban muy cerca del profesor.
Capítulo 10
La fiesta terminó mal para mí, llevar a Diana conmigo fue un error.
Cuando regresamos no me dirigió la palabra y así fue en todo el fin de
semana.
Diana se había contentado con el profesor, hablaba mucho por teléfono
con él. Dana no dijo mucho al respecto, estaba ocupada escribiendo una
nueva obra que se le ocurrió. Su nuevo vició era la escritura, el tabaco y el
café.
Lo peor llegó el lunes, el profesor me pidió quedarme después de clases.
No pude negarme. Antoni, antes de dejar el salón, me miró con cierta
preocupación. Él sabía la verdad.
—¿Por qué no le diste la carta? —inquirió enojado el profesor.
—No me dio la gana de hacerlo. —Lo miré directamente a los ojos, sin
dudar ni mostrar algún temor.
—¿Por qué no? —preguntó aún más enojado con su vozarrón.
—Es casado y sólo está jugando con Diana —hablé sin disimular mi
enojo.
—Al principio así era, pero ella es muy buen partido —dijo y esbozó una
amplia sonrisa maliciosa—. Me divorciaré y me casaré con Diana cuando
salga del colegio. Así que, Samuel el huérfano, no te metas en donde no te
incumbe, si no quieres problemas… —amenazó.
—No tengo problemas con la decisión que tome Diana.
«Qué poco ético amenazar así a un alumno, ¿qué le pasa? ¿Será que ha
convivido con tantos estudiantes que se considera uno?».
Salí molesto del salón, con el corazón agitado y la respiración acelerada.
Antoni se encontraba cerca de la puerta con un semblante de preocupación.
—¿Qué te dijo? —cuestionó con el ceño fruncido.
—Su plan. Se va a divorciar y se casará con Diana. Ya no es mi
problema… nunca lo fue.
Di zancadas en mi enojo por el pasillo del colegio, no entendía del todo
bien por qué me enojaba algo ajeno a mí.
—Es mentira. Sam, el profesor se ve con más alumnas. Jamás le va a ser
fiel a nadie. Yo lo he visto de coqueto con otras. Si él se casa con Diana,
ella va a ser muy infeliz. —Antoni me siguió el paso y reveló lo que sabía.
—Ese será el problema de Diana, ella no me habla y menos me creerá si
le digo.
—Cuenta conmigo, sabes que te apoyo en todo. —Antoni tomó mi mano
y la presionó con fuerza.
—Gracias. —Sujeté la mano de Antoni.
Me dio paz sentir la suave mano de mi amigo, no estaba solo y su calidez
me lo recordaba. Ciertamente, sin la compañía de Antoni me hubiera
derrumbado, él hacía de mi entorno algo mejor con su presencia.
Fuimos a la biblioteca, buscamos tranquilidad, en especial yo. No tenía
ganas de nada, ni de pensar. No había casi nadie en la biblioteca y decidí ir
hasta el fondo, donde varios libreros creaban un muro. Tomé el primer libro
que se me cruzó y me senté en una silla donde estaban las alargadas mesas
con lámparas. Abrí el libro y dejé caer mi cabeza encima, como si se tratara
de una almohada.
—¿Te gusta Diana? —preguntó en voz baja Antoni cuando se incorporó
en una silla junto a la mía.
—No, pero… siento que se ha formado parte de mi familia, es como una
hermana molesta. —Dejé por un momento la almohada de libro, me pareció
que Antoni necesitaba mi atención.
—Entiendo, no te preocupes, Sam, tengo un plan —reveló y sonrió.
Ladeé mi cabeza, por un momento, miré fijo hacia Antoni y me di cuenta
de que poseía una sonrisa hermosa y tierna.
—¿Cuál es tu plan? —pregunté intrigado.
—Fotografiar al profesor cuando esté con otra alumna, le pasaré las fotos
a Diana. —Frotó sus manos.
—Eso la puede dañar. —Me quedé pensativo un momento—. Se ve que
ella lo quiere mucho. Considero que debe darse cuenta sola. —Bajé la
cabeza, miré mis inquietas manos, una parte de mí quería llevar el plan.
—¿Seguro, Sam? —Antoni puso su mano encima de las mías.
—No… lo pensaré, no he dormido bien. Estoy demasiado fatigado para
hacer planes.
Antoni no dijo nada más, dejó que me consumiera en mi cansancio y
utilizara de almohada el libro, creo que eran diálogos de Platón. No supe
exactamente en qué momento me quedé dormido, por un momento dejé de
sentir el duro libro y me envolví en una presencia cálida. Abrí un poco mis
ojos cuando sentí una delicada mano recorrer mi rostro, me di cuenta de que
no había más estudiantes en la biblioteca, y me encontraba en los brazos de
Antoni. Observé su barbilla y los mechones rubios de su cabello que le
caían a la altura de esta. Me pregunté desde mi interior por qué él era así,
tan abierto a manifestar sus emociones. Antoni bajó su mirada cuando sintió
el peso de la mía. Me di cuenta de que me había quitado los lentes, veía de
manera borrosa.
—Dormiste mucho —comentó y sonrió.
—Hace mucho que no descansaba tan bien. —Me levanté de los brazos de
Antoni y froté mis ojos.
—Sam… Lo he pensado mucho, demasiado, quiero confesarte algo. Tú
me contaste tu mayor secreto y ahora es mi turno. —Puso cara seria.
—Cuéntame, lo guardaré como el mayor tesoro de la historia. Y me lo
llevaré hasta la tumba. —Me puse los lentes y miré fijamente a Antoni.
—Soy una chica.
Cuando dijo aquello, sus mejillas se pusieron aún más sonrojadas y las
pupilas casi opacaron sus vibrantes ojos.
Podría jurar que sentí el intenso latir del corazón de Antoni como si fuera
mío.
—¿Te sientes una? —pregunté después de quedarme callado por algunos
incómodos segundos.
—No… bueno, lo que pasa es que… —habló con los labios temblorosos
—, desde pequeño me criaron con la idea de ser un chico. Era intersexual,
algo que llaman pseudohermafroditismo. Mi madre decidió que fuera un
chico, ambos querían un varón. La verdad, nunca me he sentido del todo
como un hombre. Pasé por varias operaciones desde que tenía seis meses,
pero, a pesar de que aún recibo terapia, medicamentos y más, algo dentro de
mí se resiste al cambio. Eres la tercera persona que lo sabe, aparte de mis
padres —confesó nervioso.
—Eso explica muchas cosas sobre ti. Por mí no te preocupes, no me
importan esas cosas. No hago, ni haré juicios al respecto. Lo que importa
son nuestros actos, no nuestra apariencia. El físico, la belleza… el cuerpo
en general se degrada con el tiempo, lo único que sobrevive es el ser que
somos realmente por dentro —hablé sin procesar mucho lo que decía.
—¡Eres el mejor! —Antoni se abrazó fuerte a mí—. Sabía que era buena
idea hablarle al más callado del salón.
—No me halaga tu confesión —bromeé.
—Debería —dijo y se echó a reír—. ¿Quieres venir a mi casa? Ya
terminaron las clases aproximadamente como hace dos horas. —Dejó de
abrazarme.
—¡Dormí tanto! Debo irme, hablamos después. —Me levanté y salí
corriendo.
Cuando regresé a la mansión, me encontré con Clara preocupada. Diana
no había regresado del colegio y no respondía a las llamadas.
—Samuel, pensé que estaba contigo —dijo la madre con el rostro
contraído.
—No, me quedé dormido en la biblioteca, por eso llegué tarde.
Clara se encontraba en la sala de estar, sentada en uno de los divanes
floreados. Acariciaba seguido su panza, se veía pálida, sudaba demasiado y
respiraba con dificultad.
—Estoy muy preocupada, desde mi embarazo he descuidado mucho a las
niñas. No me siento bien, no… —Llevó su mano al pecho.
La abstinencia que pasaba Clara la hacía estar mal. Terminé
acompañándola al hospital, junto con Dana. La internaron, para luego
sedarla, debido a su delicada condición, estaba a punto de perder el bebé,
cada preocupación era una bomba para ella. Dana le marcó a su padre y a
Diana, ninguno de los dos contestó las llamadas.
—¡Qué mierda! —gritó Dana en la sala de espera.
—Dana… —La miré desconcertado.
—No hay familia, no la hay, Samuel. Mamá puede perder el bebé y a
Diana le importa más estar revolcándose con el profesor que estar apoyando
a mamá.
—¿Crees que esté haciendo eso? —Me sentí estúpido al preguntarlo.
—Es obvio, Samuel. —Dana dejó su lugar y se sentó a mi lado—. Diana
hace mal, ahora lo veo diferente, veo todo lo que hacíamos mal. Yo paré,
me estaba destruyendo. Aprendí a través de los libros. No necesito hacer
mal las cosas, hay miles de libros que cuentan la historia de personas que lo
hicieron mal. Me siento tan estúpida, salía con un idiota abusivo y no lo
podía ver, me arruinó. Pero eso es parte del pasado, escombros. Un nuevo
pilar de mí se ha levantado. Gracias a ti, Samuel. Me mostraste una paz
envidiable y los libros. Porque, a pesar de que te ha ido mal, te encuentras
tranquilo y eso es sabiduría.
Miré a Dana y me pareció otra persona, incluso me resultó distinta su
manera de vestir y llevar su cabello. Tenía su larga cabellera recogida en
dos trenzas, un fleco acentuaba su fino rostro, y su esbelto cuerpo lucía una
camisa roja y un overol negro. Y recordar que solía vestir ropa provocativa
como Diana…
—Me alegra que consideres positivos los cambios que has hecho. No
tienes que agradecerme. Tú lo hiciste, te impusiste y reinaste.
—Ay, Samuel. —Esbozó una sonrisa tímida—. ¿Ahora qué hacemos?
—Buscar a Diana y traerla. Cuando despierte Clara, le dará paz verla.
—Creo saber dónde está, solía traer jabones de ahí. Le diré al chófer que
nos lleve.
Dejamos la sala de espera, una misión nos aguardaba.
Capítulo 11
Burgos seguía sin aparecer, aun después de que su esposa perdió el bebé.
Fue como si la tierra se lo hubiera tragado. Clara continuó hospitalizada, le
habían realizado una cesárea de emergencia y se encontraba muy débil
como para regresar a la mansión.
Las gemelas se deprimieron demasiado. Antes parecía que no les
importaba el bebé, pero no fue así. Ellas estaban afectadas por la muerte,
demasiado.
La extraña relación que comencé a tener con Diana se pausó, como si no
hubiera pasado. Estábamos de luto, consumidos en una tristeza agobiante.
La ausencia de algo que dimos por hecho nos vació el corazón.
Todos en la mansión creímos que habría un bebé, que lloraría en la
madrugada, que dejaría exhaustos a todos y, sobre todo, que sería una gran
alegría. No obstante, las ilusiones hechas se hicieron amargas y pesadas. No
era un momento adecuado para romances secretos.
Cuando regresé al colegio y volví a ver a Antoni me sentía sumamente
nervioso y confundido, no sabía qué decirle. Él me saludó con normalidad,
con una alegre sonrisa plasmada en su delicado rostro. Le regresé el saludo
y tomé asiento, estaba cansado y desanimado. Recordé lo que me dijo
cuando me acompañó al oculista, cuando le pedí la explicación del beso:
«es un experimento, ya verás los resultados».
En el receso Antoni se juntó conmigo, como siempre lo hacía. Le platiqué
la mala noticia y cómo la depresión habitó en el corazón de todos en la
mansión. Clara había comprado muchas cosas para el bebé, hasta equipó y
preparó de más un cuarto.
—Clara no es estable, puede que después de que salga del hospital recaiga
en la bebida —le platiqué a Antoni.
—Debería ocupar su mente. La otra vez me comentaste sobre su antiguo
trabajo. Tal vez si lo retoma… se ocupará y le hará bien —sugirió él.
—Buena idea, no se me había ocurrido.
—Ánimos, Samuel, creo que las cosas suceden por algo.
—Tal vez. —Subí la mirada y observé por un momento el follaje del árbol
donde me encontraba recargado.
El sol se filtraba con debilidad entre los espacios del follaje, como si
pertenecieran a una quimera y no al ambiente donde me encontraba. Sentí
mi mente lejos de la realidad, como aquellos tiernos rayos de sol.
Hablar con Antoni me hizo sentir mejor, me dio paz. Ese era el poder que
tenía en mí: sanar mi afligido corazón. Todo seguía marchando con
naturalidad entre nosotros, tanto, que cuando me di cuenta, estábamos muy
juntos tomados de la mano. Él acariciaba la mía con suavidad, por un
momento se dedicó a mirarla. Mi corazón no se sentía desconsolado ni
fatigado estando cerca de él.
Pero hubo un silencio incómodo.
Sentí la presión de contarle sobre lo que sucedió con Diana. No obstante,
antes de que hablara, Antoni movió su cabeza y miró a todos lados,
asegurándose de que no hubiera nadie cerca. Después de que analizó la
zona, acercó su rostro al mío. Me miró fijamente con aquellas esmeraldas
que tenía por ojos. Sentí una inexplicable necesidad de hablarle, pero no
pude, únicamente conversamos entre miradas. Cuando menos lo esperaba,
Antoni me robó un beso, uno que se alargó al ser correspondido y que me
hizo perder la noción del tiempo y del espacio. Por algún motivo fuera de
mi comprensión, deseaba besarlo, estaba desesperado por ello. Comparé su
beso con los de Diana, era muy diferente.
Me sentía tan confundido, con el corazón estremecido. No supe qué
decirle cuando se alejó de mis labios.
—Diana te va a hacer mucho daño, ella no sabe amar. Sam, no dejes que
te dañe —reveló. Me pareció que la conocía mucho, más de lo que yo le
contaba—. Ella me habló antes de entrar a clases, me pidió que te dejara de
hablar. —Antoni fijó de nuevo su mirada en mí—. Me dijo que se
comprometería contigo cuando cumplas la mayoría de edad y también…
que ya eras suyo. ¿Tú le crees? ¿A caso ella no estaba enamorada del
profesor y él se pensaba divorciar por ella? Diana es muy inestable y
posesiva, mucho, te va a hacer daño si se lo permites —aseguró con mucha
seriedad, una que no conocía en él.
—Lo sé. Sé que es inestable, necia, insensata y violenta. La conozco de
años. A pesar de todo… le tengo paciencia. En eso consistía el experimento,
¿no? En provocarla —pregunté curioso.
—Sam, he visto cómo la ves. Sé que te gusta, intenté darles un empujón.
—Antoni soltó un largo suspiro y prosiguió—: Te apoyaré en todo, si eso
quieres. Si estar con ella te hace feliz, yo también lo seré. Sin embargo, no
me voy a apartar de tu lado, sé que Diana no es de confiar y no tiene
intenciones buenas contigo. No creo que deje al profesor. —Cruzó los
brazos y ancló su mirada al horizonte.
—Antoni… yo no quiero que te alejes, jamás. Sé que está mal lo que te
pido, pero mi vida sin ti… —callé por un momento— estaría vacía, te has
hecho alguien indispensable, parte de mí. —No pude controlarme y lo
abracé con todas mis fuerzas.
—Sam, no lo haré, tranquilo, estaré contigo, estés con quien estés. Te amo
—confesó sin dudar—. No tienes que corresponderme. —Llevó su mano a
mi cabeza, me acercó a su agitado corazón y enterró sus finos dedos en mi
cabello para jugar con los mechones—. El amor que te tengo va más allá de
algo carnal y posesivo, de verdad quiero protegerte para siempre. Cuenta
conmigo para lo que necesites —dijo con honestidad.
Antoni alejó su mano de mi cabeza y me abrazó con fuerza. Mi corazón
estaba tan emocionado que sentí que podría salirse por mi garganta y
abrazar a Antoni hasta unirse a él. No sabía qué responderle, estaba
sumamente confundido. Pensé en mi madre, en qué posible consejo me
hubiera dado. Ella siempre me decía que para el amor verdadero no existían
barreras. Pero… no sabía a quién amaba más, a quién elegir.
—Antoni, no sé qué decir, estoy muy confundido —dije la verdad, la que
se me cruzó en la mente.
—No tienes que decir nada. Yo lo siento, tu cariño, y no es uno de
compromiso. Tampoco de lástima, es natural. Aunque te cases con Diana,
estaré para ti, para lo que quieras y necesites. Te lo juro. —Me abrazó con
más intensidad.
Perdí las fuerzas de mi cuerpo, me perdí a mí mismo en las palabras de
Antoni y en su cálido abrazo.
—Yo…
—Nada, Sam —interrumpió—. No digas nada, lo que hagamos y digamos
se quedará entre nosotros, nadie más tiene por qué saberlo. ¿Entiendes? —
preguntó con un tono dulcificado.
Antoni alejó sus brazos de mi cuerpo, llevó sus manos a mi rostro y me
acercó al suyo. Nuevamente me besó, fue como si sellara un contrato
conmigo.
Me perdí en los besos de Antoni, eran tan dulces, llenos de amor y libres
de malicia. Correspondí sin dudar el amor de Antoni. Sin embargo, me daba
culpa.
—No quiero jugar contigo y hacerte ilusiones falsas —dije apenado
cuando dejamos de besarnos.
—Me parece que Diana es quien juega contigo y no es honesta —dio a
saber con mucha seriedad—. Sígueme.
Antoni se incorporó y lo seguí sin preguntar a dónde se dirigía. Caminó
rápido por los pasillos del colegio. Durante el transcurso abrió un par de
puertas buscando algo, hasta que se detuvo en un salón aparentemente vacío
y apartado de los demás y puso el oído en la puerta, me pareció extraño.
Antes de que le formulara preguntas, Antoni abrió de golpe la puerta. En el
interior del salón estaba Diana con el profesor de ciencias, sentada en su
regazo. Estaban muy alegres y sonrientes.
La imagen del momento se grabó en mi mente, parecía que el profesor
estaba protegiendo a Diana de las motas de polvo que danzaban en el aire.
Las oscuras cortinas viejas que impedían a medias el paso de la luz del día,
y las miradas del exterior, se agitaban al par del viento, dejando pasar de
vez en cuando los rayos del sol que contorneaban la escena de amor
prohibido.
—Perdón, perdón, estaba buscando a un profesor —justificó Antoni y
cerró la puerta.
Mi corazón se detuvo por un momento. Diana me había mentido, seguía
viéndose y reuniéndose con el profesor. No lo terminó. En mi mente dio
vueltas el momento: los brazos del profesor rodeando el cuerpo de Diana,
su rostro cerca de ella. Y Diana, rodeándole el cuello con sus delicados
brazos, dándole afecto.
Seguí a Antoni por el pasillo. Nos alejamos del salón, pero yo no podía
hablar, no podía decir nada, mi iluso corazón estaba fracturado
emocionalmente.
—Lo siento, le pregunté a algunos compañeros si sabían dónde se reunía
el profesor con sus alumnas especiales. No es secreto para muchos que el
profesor se ve a solas con diferentes alumnas. Diana se sigue viendo con él,
no lo va a dejar, te mintió y usó —afirmó Antoni—. Como parecías no
creerme, decidí ser rudo. Lo siento.
—Una parte de mí no le creía —dije y suspiré—. La verdad, no quiero
hablar del tema. —Bajé la cabeza y observé mi triste reflejo en las losetas
del pasillo—. Mejor me voy a la biblioteca a estudiar para los exámenes
finales.
—Te acompaño, ayúdame a estudiar —pidió con dulzura.
Antoni no me entendió. Puse de excusa lo de la biblioteca. Quería estar
solo para hundirme en la miseria. Pero él no me dejó estar solo, me distrajo
en todo momento.
Para cuando me di cuenta, ya no estaba tan triste, porque Antoni estaba
para mí, apoyándome y dando lo mejor de él.
Al final, medité bien lo sucedido: Diana seguía viéndose con el profesor, y
yo seguía con Antoni.
Capítulo 15
Era fin de semana. Yacía tirado en el césped del jardín. Con los dedos
sentí la humedad del pasto y con mi rostro el frío que arrastraba el aire.
Contemplaba las nubes que cabalgaban lentamente por el cielo, les busqué
formas: unas me parecieron gatos esponjosos y otras serpientes
desintegrándose en el cielo que les dio vida. Mi intención era matar el
tiempo y liberarme de tantos sentimientos encontrados. Quería volver a ser
el mismo de antes. Sin embargo, como un disco rayado, en mis recuerdos se
manifestaba mi momento con Diana y la confesión de Antoni. Diana me
estuvo evadiendo desde que la vi con el profesor, supuse que no deseaba
que le reclamara nada. Tampoco quería hacerlo, ella también me podía
reclamar por estar con Antoni.
En aquel fin de semana habían dado de alta a Clara. Cuando regresó, lo
primero que hizo fue buscarme. Escuché su andar en el césped del jardín,
imitó a una gacela sigilosa. Su silueta terminó cubriéndome el paso de los
rayos del sol y la vista del cielo.
—Samuel, lo entendí todo. Los dioses me han castigado por ser mala
madre, no puedo tener más hijos —soltó aquello de repente, muy afligida.
Dejé mi lugar en el suelo, sacudí mi ropa para quitarme el césped y miré a
la triste mujer que se encontraba frente a mí. Clara lucía un largo vestido
negro, su extensa cabellera resaltaba en la oscuridad de la tela, al igual que
su piel de leche. Tenía una complexión débil, parecía resucitada, estaba
pálida, con los ojos vidriosos y los labios resecos.
—Clara, los dioses no castigan. —Negué con la cabeza—. No pienses en
eso, las cosas pasan para aprender, para que nos volvamos más fuertes y las
superemos.
—Tienes razón, hijo mío. —Me miró fijamente en un silencio que me
pareció un tanto incómodo—. Quiero adoptarte —rompió el silencio—, ya
te lo había dicho. Te voy a dar mi apellido, mi herencia, todo. Sam, te
considero mi hijo, por eso, perdóname, he sido mala, nunca debí darte
trabajo de sirviente. Eras un niño desamparado, y yo… fui muy cruel
contigo, poco comprensible. Gracias por cuidar de tus hermanas, eres muy
buen niño —habló con una honestidad que me dejó inmutado por un
momento.
Había olvidado lo que Clara me dijo en el hospital, su deseo de
adoptarme. Mi corazón latió con fuerza, no pude seguir viéndola a los ojos.
—No es necesario que te disculpes, era un extraño cuando llegué —la
justifiqué.
—Ya le dije a las niñas mi plan —dijo y sonrió débilmente—. Quiero
cuidarte como si fueras mi hijo de sangre. Pronto iniciaré el papeleo de la
adopción, cuando esté más recuperada. Iré a dormir, me gustó verte y hablar
contigo, hijo mío. —Antes de irse, Clara se abalanzó y me abrazó con sus
escasas fuerzas.
Correspondí el abrazo, recordé cuando mi madre me abrazaba. Eso me
hizo sentir frágil, su honesto afecto.
La propuesta de Diana se esfumó por completo de mi mente al saber que
era en serio la adopción. Volví a tumbarme en el césped del jardín y mirar
las nubes. De mis ojos escaparon lágrimas, no sabía si eran de felicidad por
pertenecer a una familia o de frustración, ya que una parte de mí se ilusionó
con Diana. Me quité los lentes y cubrí mis ojos con mi brazo.
Casi todo el día me la pasé fuera de mí mismo, ya no tenía que atender las
gemelas. Terminé encerrado en mi habitación, ocultándome de mis
fantasmas mentales. Me sentía algo vacío por dentro. No salí de mi cuarto
ni para ir a comer, estaba consumido en mis sentimientos, los que no
comprendía del todo. Pensé en mi madre, en qué diría ella. Mi madre
siempre sabía que decir, pero en aquel momento no pude ni recordar su voz.
La noche llegó, había desperdiciado el día en ocuparme de mis
pensamientos. Tomé un largo baño, después salí de mi habitación para
cenar.
Me encontré con Clara en la cocina, aún en su estado débil ella preparaba
galletas. Comprendí que Clara intentaba mantener ocupada su mente. Me
miró y me regaló una sonrisa cálida, una que me hizo sentir mejor. Ella
también la estaba pasando mal, pero a pesar de todo sonreía.
—Huele bien —comenté animado.
—Espero que te gusten, les puse extra de chispas de chocolate. Son para
las niñas. Claro, ya no son tan niñas — dijo y soltó una suave risa—. Las
animaré con galletas. Antes cocinaba mucho y ellas adoraban las galletas
que hacía —contó sobre el pasado con una melancolía evidente en sus
palabras.
—Me parece muy bien hacer cosas que resuciten el buen pasado. ¿Te
ayudo en algo?
—Sí —dijo emocionada—. Prueba las galletas cuando salgan y me dices
si están ricas.
Mientras esperaba a que salieran del horno, tomé asiento en el comedor
redondo de la cocina, donde solían comer los empleados. Me pareció
extraño no verlos rondar en el lugar. Curioso, tal vez, pero esa ausencia de
empleados, fríos e inexpresivos me hizo sentir estar más en una casa y no
en un trabajo.
—¿No sería bueno volver a tener disponible el salón antiguo para
eventos? —pregunté para matar el silencio.
—Eso estaba pensando, me leíste la mente ¡Ya sé! Debería inaugurarlo
para tu cumpleaños y presentación como mi hijo —habló muy emocionada
Clara.
Sin tener alcohol en su sangre parecía otra mujer, era más amable y cálida.
No la reconocí del todo. Desde el día que llegué a la mansión, Clara casi
siempre estaba ebria o tenía resaca. Me pregunté por qué las personas solían
obtener las fuerzas necesarias de cambiar cuando pasaban por una
desgracia.
—No me gustaría una fiesta de cumpleaños tan grande… —Negué con la
cabeza—. Pensaba más en que volviera a ser un negocio rentable. ¿Qué
opina Burgos de tu decisión de adoptarme? —pregunté cómo si buscara
excusas para que eso no pasara.
—Claro, Sa... hijo. Mi esposo ha desaparecido, creo que tiene otra familia
—reveló muy calmada para la noticia que daba—. Necesito ingresos
propios. Abriré de nuevo Eventos Cósmicos. Mis antiguas amigas se
emocionarán, siempre me preguntan cuándo volveré abrir el salón.
Al escuchar a Clara tan calmada sobre algunos asuntos, supuse que tal vez
estaba en una etapa de negación, como yo.
Cuando estuvieron las galletas listas, probé una que ella me dio en la
mano. Sabía bien, demasiado bien, tenía ese toque amoroso que sólo las
madres conocen y pueden ponerle a la comida. Clara llamó a las gemelas
para que todos comiéramos galletas juntos, como una familia real.
Las gemelas, que habían aparecido en algún momento el cual no me di
cuenta, estaban pensativas, con las caras largas, sobre todo Diana.
—Niñas, sé que no es momento para esto, perdimos a su hermanito —
guardó silencio por un momento—. Ahora él es un angelito y nos cuida —
calló por un momento al ver los rostros fúnebres de sus hijas—. Les cociné
galletas, como en el pasado. —Clara fue sirviendo leche en los vasos que
había en la mesa—. Su padre está ausente, ya cumplió más del año —reveló
con una mirada triste—. No sé bien dónde está, qué hace y más. Pero sé que
se encuentra bien. Hay movimientos en sus tarjetas, sigue trabajando en
algún hospital. —Soltó un pequeño suspiro—. Quiero que sepan que
seguimos siendo una familia, a pesar de lo malo que ha sucedido. Debo
decirles las nuevas: despedí a la mayoría de los empleados. No podemos
seguir derrochando el dinero en lujos, su padre ya no me deposita para el
gasto.
Dejó de servir los vasos y observó por un momento las caras tristes de las
gemelas para luego continuar:
—Venderé algunas propiedades que me heredó vuestro abuelo y así
estaremos estables económicamente. También volveré abrir el negocio
familiar, al que el abuelo tanto le ilusionaba. —Sonrió y fue al horno por
una bandeja de galletas mientras seguía hablando—. Ahora que soy la
cabeza de esta familia, no volveré a beber, jamás. Iré a reuniones de
alcohólicos anónimos. También, quiero que recuerden que adoptaré a
Samuel, él ha mostrado ser digno de nuestra familia. —Dejó la bandeja en
el centro de la mesa.
Diana, al escuchar aquello, torció la boca y cruzó los brazos, y no
conforme con eso, me lanzó una mirada de enojo.
—Madre, estoy totalmente de acuerdo con tus planes, te ayudaré en todo
lo que pueda. —Dana sonrió con tristeza mientras tomaba una galleta.
—Diana, no podré meterte a la universidad privada que querías, lo siento.
Tendrás que presentar examen para la pública, igual que tu hermana y
Samuel —informó pensativa.
—Entraré al conservatorio, no pensaba ir a una universidad privada —
confesé para quitarle una preocupación de encima a Clara.
—Yo también iré al conservatorio —notificó apurada Diana.
—Habrá dos músicos en esta casa, me hace muy feliz saberlo. —Esbozó
una gran sonrisa que evidenciaba su felicidad—. ¿Y tú, Dana?
—Entraré a la universidad de lenguas y letras, madre. Pronto realizaré el
examen de admisión —Dana respondió muy feliz.
—Me parece bien, los apoyaré en todo, hijos. —Clara fijó su mirada en
mí—. De ahora en adelante aquí todos nos ayudaremos. Ya no hay
cocineras, ni sirvientes, ni nada. Simplemente seremos una familia unida.
Nos dividiremos las tareas: yo cocinaré y haré las compras, y ustedes, niñas,
limpiarán junto con Sam.
Las gemelas se miraron mutuamente y encorvaron sus hombros mientras
decían en unísono: «ya qué».
Mientras cenábamos, Clara habló del negocio de eventos, de cómo lo
administró en el pasado, de sus proveedores y más detalles. Después, Dana
platicó sobre sus escritos, cómo los planificaba y lo mucho que le inspiraba
ir a museos. Diana conversó sobre su graduación, la que esperaba con
muchas ansias, ya que en el colegio hacían una gran fiesta para los
graduados. Clara me hizo preguntas al ver que no hablaba mucho. La
verdad era que no quería escandalizarla con el único tema de conversación
que se me cruzaba por la mente: mis amoríos con Diana y Antoni.
—Sam —llamó con mucha dulzura—, trae a tus amigos. Antes no lo
hacías porque te sentías como un empleado, ¿cierto? —Clara fijó la mirada
en mí, esperando una respuesta.
—Yo no quiero ver a Antoni aquí —dijo enojada Diana antes de que yo
respondiera.
—¿Antoni? Me suena familiar, ¿así se llama una de tus amistades? —me
cuestionó Clara.
—Sí, es mi único amigo —confesé apenado.
—Pues es medio raro —atacó Diana enojada.
—Ya, Diana, no seas pesada —calmó Dana—. Mejor háblale a mamá
sobre tus amistades —Dana retó a su hermana con la mirada.
—¿Por qué no mejor hablamos de tu exnovio? —preguntó Diana con un
tono de voz burlona.
—Niñas, basta —regañó la madre—. Nada de novios hasta que se gradúen
de la universidad, no quiero más escándalos ni pisadas en falso. Ya
hablaremos después de sus relaciones. —Clara se levantó de la mesa, se le
veía agotada.
Me quedé en la cocina limpiando con Dana, Diana se fue a su cuarto
evadiendo sus deberes correspondientes.
—¿Pronto volverán los días cuando comíamos todos juntos? Creo que
mamá se va a unir —habló Dana mientras barría la cocina.
—Supongo que sí, es cuestión de tiempo. —Me concentré en los trastes
que lavaba, en el ruido del agua caer a presión.
Me sentía extraño cerca de las gemelas. Después de lo que pasé con Diana
la convivencia no era la misma. Aunque Dana no sabía sobre eso, ella era
parecida a Diana y eso me incomodaba, por lo que pasé a ser tajante con
ella. Supuse y quise creer que con el tiempo todo se normalizaría y mi
encuentro con Diana quedaría en el baúl de los recuerdos, oculto bajo
mantas de la vergüenza y cosas del tiempo.
Después de limpiar la cocina con la ayuda de Dana, me resguardé en mi
habitación. La alegría de vivir se me veía interrumpida por mis caóticos
pensamientos descontrolados. Con flojera me alisté, retiré mis lentes,
cambié mi ropa y fui a la cama.
No lograba tener paz. No sabía si ser feliz por pertenecer a una familia o
infeliz por no estar con Diana. Entonces, llegué a la conclusión que eso me
pasaba por adelantarme a hechos de mi vida que no me correspondían. A la
edad que tenía no sabía bien qué era el amor y qué era amar. Pero lo que sí
sabía era que Diana era mi musa, me gustaba demasiado y no me la podía
quitar de la mente.
«El primer amor y encuentro no se olvida», me dije. Y apareció Antoni en
mis recuerdos, cuando nos besamos por primera vez.
Frustrado y para ocupar mi mente, tomé un libro que tenía empezado y
daba largas para terminarlo de leer. Volví a mis lentes y prendí la lámpara
que había en la cómoda. El tiempo pasó y el libro cumplió su función: me
quedé dormido.
Abrí de golpe los ojos, asustado, cuando alguien entró a mi habitación. Al
momento de intentar ponerme de pie, fui retenido con la brusquedad que
sólo conoce una delicada mano. Se trataba de Diana.
Se lanzó encima de mí y sin pena de sus acciones me sujetó de las
muñecas con mucha fuerza. Sentí su peso y su cuerpo encima del mío.
Llevaba puesta una bata rosada traslúcida y nada de interiores, su largo
cabello rojizo cubría más su cuerpo que la misma bata. La presencia de
Diana era encantadoramente provocativa. Iluminada por la tenue lámpara de
la cómoda, parecía escapada de los cielos, tal vez del infierno. Su figura
contorneada por la luz era un tanto irreal, su piel suave parecía de nieve,
cual resaltaba las pecas que enmarcaban su cara y partes de su cuerpo. Su
largo cabello rebelde de fuego, y sus ojos, vibrantes como una joya recién
pulida.
Me pregunté cómo algo tan malo, como los modos de Diana, coexistía
con su belleza soberbia.
—Rechaza la propuesta de mi madre o le diré por adelantado que planeo
casarme contigo —ordenó con mucha autoridad, clavándome en el proceso
su mirada.
—Continúas con la misma broma —dije molesto, sin despegar mis ojos
de ella—. Sigues saliendo con el profesor. No me interesa casarme con
alguien que juega con las personas. Tampoco tengo prisa para eso.
—Ni que fuera Antoni para jugar con las personas —susurró molesta—.
Él sabe que estás solo, sabe que no obtienes amor de ningún lado y se
aprovecha de eso. ¿Te gustan los chicos? ¿Ya lo has hecho con él o
simplemente juegan a darse besitos? —preguntó, pero no respondí. Fruncí
el ceño molesto—. Samuel, no eres tan diferente de mí —prosiguió—.
¿Crees qué es fácil terminar una relación tóxica? Por eso, cuando me gradúe
seré libre, no lo veré más. Y si decido comprometerme contigo, es porque
no soy tonta. —Entrelazó los dedos de su mano con la mía—. Esto es una
carrera, Sam. Eres inteligente, hábil, amable, consciente de tus acciones y
aparte, apuesto. Eres mi hombre ideal, no dejaré que nadie más me gane.
No me quedaré con un viejo maestro. —Negó con la cabeza—. No, no lo
haré —aseguró con mucha seriedad—. Él se ve con más alumnas y engaña
a su esposa, no tengo futuro a su lado. Pero contigo es diferente, tienes
juventud, inteligencia y belleza. Hasta a los hombres atraes, así que… —
Acercó sus labios a mi oído—. Quiero que seas mío. Júramelo, júrame por
lo que más amas que sólo serás mío —pidió y dejó caer más su peso en mí.
Mi corazón latió agitado, mi piel se erizó, las palabras de Diana me
sorprendieron, demasiado, no esperaba escuchar algo así de ella.
—Diana… esto es demasiado. —Me encontraba asombrado, no podía
expresar con claridad lo que pensaba.
El momento adquirió atributos de un sueño erótico que cualquier
adolescente podría tener.
—¿Acaso no me amas? —Soltó mi mano y hundió sus dedos en mi
cabello, jugueteó con algunos mechones—. Cuidaste tanto de mí, me
observaste con mucho amor y cariño. Me enseñaste muchas cosas y me
guiaste hacia lo que más me apasiona. Tus actos son de amor, no lo puedes
negar, tus acciones me dicen lo mucho que me amas. —Sonrió
angelicalmente al hablar.
—Tienes razón, no lo puedo negar, ya no…
Me pregunté a mí mismo qué había en el alma de Diana que me cautivaba
a tal punto de perderme y desconocer por un instante la realidad. Me
trastornaba. Junto a Diana el mundo se oscurecía y sólo ella brillaba como
una supernova.
—Mi amor te va a alcanzar y capturar. Deseo tanto de ti —dijo y sonrió
de manera sumamente dulce.
Sus ojos brillaron con intensidad, había un fuego ardiendo en su mirada,
un fuego de honestidad y deseo. Ella era como la misma llamarada que se
reflejaba en su mirada, indomable. Diana estaba tan viva que daba miedo,
no se guardaba nada para sí misma; vivía en una libertad despreocupada que
me llegó a dar envidia.
Diana acercó su rostro al mío y tomó de mis labios todos los besos que le
di.
No me dejó hablar. Igual, me quedé sin palabras por su confesión. Era
momento de que las palabras fueran actos y el amor confesado se
demostrara en caricias y besos.
Perdí el control guiado por Diana y mi versión lujuriosa fue invocada.
Nuevamente estaba con ella, poseído por emociones y sentimientos que me
enloquecían y me perdían cuando se alejaba.
Capítulo 16
Capítulo 17
Diana por fin había despertado. Pero su hermana no, las posibilidades eran
bajas. Después de ver a sus padres, Diana exigió verme a solas. Cuando
salieron de la habitación del hospital, Burgos y Clara me miraron enojados,
aquellas expresiones me recordaron el trato que teníamos.
Entré al cuarto donde Diana estaba hospitalizada, mentalizándome en no
decir nada de la verdad que sabía.
—Sam, siento que el tiempo se detuvo, que esto es una pesadilla. ¿Sabes?,
en mi mente no dejaba de llamarte, quería despertar y verte —dijo Diana al
verme entrar.
Estaba recostada en la camilla, cubierta por las blancas sábanas. El sol que
se filtraba por la ventana acariciaba su pálido y moreteado rostro. Miré su
largo cabello caer en cascada desde la camilla. Me sentí sumamente dichoso
de que ella estuviera viva, de volver a contemplar a mi musa.
—Tranquila, ya pasó. Todo va a estar bien. —Me acerqué a Diana, me
moría de ganas de tenerla en mis brazos y consolarla, pero me contuve.
—Te hice sufrir mucho —afirmó con pesar.
—Eso no importa, lo que importa es que estás de regreso —comenté con
falsa calma.
—¿Estás bien? —Diana giró su cabeza y miró hacia la ventana.
—Sí… lo estoy, ¿y tú? ¿Cómo te sientes?
—Sam… ¿Me sigues amando aunque esté rota? —preguntó tristemente.
Giró de nuevo su cabeza y me miró con sus ojos llorosos.
—¿De qué hablas, Diana? Yo siempre te voy a amar, sin importar nada.
Jamás lo dudes. —Me acerqué más y la abracé conteniéndome mucho.
Mis propias palabras me lastimaron, sabía la verdad, sabía que en un
momento dado debía desaparecer de su vida.
—Sam… mi Samuel. Lo que más miedo me daba era no volverte a ver, no
quería morir en manos de esos salvajes. Soñaba con estar a salvo en tus
brazos. —Diana correspondió el abrazo con toda la fuerza que le fue
posible. Y lloró desconsolada.
—Ya estás aquí, todo va a estar mejor. Descansa para que pronto puedas
salir del hospital. —Acaricié su cabeza. Al tocarla me invadió la culpa, ella
era mi hermana.
Antes de marcharme, Diana me pidió que tirara su guitarra, partituras y
todo lo que le recordara que ya no tocaría más. Pensé en hablar del tema
con Clara y Burgos, pero ellos se encontraban ocupados discutiendo y luego
medio reconciliándose; atrapados en un ciclo doloroso.
Caminé cabizbajo y lentamente por los frívolos pasillos del hospital,
odiaba los hospitales, me recordaban cosas malas. Y como si fuera un niño
perdido, al estar solo en un pasillo, saqué el llanto que contuve al ver a
Diana.
Me encargué de cumplir con la solicitud de Diana. Entré a su cuarto y
miré lo intacto que se encontraba, el tiempo se detuvo al no estar ella. La
única vida ahí eran las partículas de polvo que danzaban en el aire.
En la cama desordenada de Diana se encontraba su guitarra, las partituras
y libretas con canciones que ella había escrito. También, encontré la pintura
que había robado de mi cuarto tiempo atrás. Muchos recuerdos me vinieron
a la mente, en especial cuando comía y hablaba con las gemelas. Dana nos
platicaba de lo que leía y escribía y Diana de las piezas musicales que más
trabajo le costaba dominar. Reíamos, a veces discutíamos, otros días nos
enojábamos, pero siempre terminábamos juntos, felices compartiendo un
pedazo de nuestras vidas. Los buenos momentos pasaron frente a mis ojos.
Todo este tiempo estuve conviviendo con mis hermanas, no lo sabía, pero
una parte de mí así lo sentía. Volví a ver la pintura con mucha tristeza. Dana
estaba en coma, ausente de la realidad, como en la pintura donde sólo era un
boceto. Tomé la pintura junto con las pertenencias que Diana ordenó tirar.
Fui a mi habitación y, decidido, terminé la pintura. Quería con toda mi alma
que Dana regresara a estar entre nosotros y volver a escuchar su dulce voz
mientras hablaba de sus ilusiones.
Olvidé tirar las cosas de Diana, estas quedaron en mi habitación. Me
consumí en terminar la pintura. Mientras pintaba, pensé en ellas. Sin
embargo, las gemelas ya no eran como las jóvenes de la pintura, habían
crecido más, al igual que yo. Diana parecía una diosa que desbordaba
pasión hasta por los codos. Si hubiera existido Afrodita, la hubiera
envidiado, demasiado. Dana era delicada y muy delgada, vestía y hablaba
tímidamente, su ser no tenía mucha presencia como su hermana, pero podía
plasmar mucho en sus escritos, provocar emociones y paralizar. Tenía
mucho talento. Estaba convencido de que Dana existía más en sus historias
que en la realidad. Era una diosa creadora de mundos y su apariencia poco
importaba ante ese hecho.
Antoni no tardó en aparecer en la mansión, solía estar muy al pendiente de
mí. Ese día le pedí salir. Él siempre era complaciente conmigo, así que me
invitó a pasar el fin de semana en su casa. Acepté sin dudar, quería alejarme
por un tiempo de Burgos, estaba un tanto resentido con él por mentirme y
llevarme a vivir a la casa de su esposa siendo el hijo de su amante.
En el camino le conté todo a Antoni.
—No lo puedo creer… —dijo él sorprendido sin dejar de ver la carretera.
—¿Cuándo te he mentido?
—Es que esto es duro, Sam. Con todo esto… se revelaron muchas
verdades. Lo que más me enoja es que el desgraciado se largó del país y no
dan con él.
—Lo sé, al parecer esto se va a quedar impune —dije conteniendo mi
tristeza, luego miré hacia la ventana.
Era un día apacible, el sol se atrevió a salir y darle batalla al invierno. El
escaso manto blanco brillaba al ser tocado por los intensos rayos del sol. El
ambiente era tranquilo, me frustró un tanto no sentirme como el clima. Mi
mente estaba hecha un caos, uno sumamente ruidoso.
—Sam, si tú planeabas de verdad casarte en el futuro con Diana, hazlo. Sé
que te aflige el hecho de que son medios hermanos, pero ¿qué importa? —
Se encogió de hombros por un momento—. Muchos hermanos de sangre se
han casado, tú eres simplemente su medio hermano. No te pongas barreras.
Cuando seas mayor de edad y estés estable, podrás decidir. Ni Burgos, ni
Clara ordenan en tu corazón. Tampoco la genética, la sangre, los dioses ni
nada de eso. Dile la verdad a Diana, cuando tengas oportunidad —aconsejó
Antoni.
—Tienes razón. Aunque no sé cómo lo va a tomar. —Bajé la mirada y
junté nervioso mis manos—. Además, estoy seguro de que Burgos y Clara
harán todo lo posible para que no sea así. Son capaces de enviarla lejos.
—Qué drama con esa familia. Sígueles el juego, ya después te fugas con
Diana si ella quiere. —Antoni sonrió feliz y me miró por un momento.
Siempre me animaba, sabía qué decirme en el momento oportuno.
Cuando llegué a la casa de Antoni, escuché una hermosa melodía
ambientando. Ángela practicaba en el piano de cola que se encontraba en la
sala de estar. Cuando notó mi presencia dejó de tocar y fue a recibirme con
aquella amabilidad que la caracterizaba.
—Samuel, sé que la has pasado muy mal. Discúlpame por no estar
presente. —Ángela se acercó con mucha confianza y me abrazó—. ¿Cómo
estás? Hablemos… —dijo con encanto y esbozó una reconfortante sonrisa
para mí.
Terminé en la cocina con Ángela y Antoni. Mientras platicaba lo
sucedido, ella se puso a cocinar sin dejar de prestarme atención. Cuando
finalicé de contarle todo, ella volvió a ofrecerme una salida fácil.
—Samuel, deja al ingrato de tu padre. Le preocupaba más el qué dirán que
cuidar de su hijo. Puedes venir a vivir con nosotros, esta es una casa muy
grande para dos personas. —Sonrió entrecerrando sus vibrantes ojos—.
También estoy deseosa que te unas a la orquesta de la ciudad, se fueron
varios miembros a estudiar una maestría al extranjero, hay lugares
disponibles. Tienes mucho talento y eres hábil con el violín. Serás suplente
mientras estudias en el conservatorio y cuando te gradúes podrías ser parte
de la orquesta oficialmente —informó animada.
—¡Di que sí! —gritó emocionado Antoni.
—Lo de vivir no estoy tan seguro. —Bajé la mirada—. Quiero apoyar a
mis... hermanas en lo que se recuperan, mi ausencia puede afectarles más.
—Qué dulce eres, Samuel. —Volvió a sonreír con una calidez envidiable
—. Si tienes tiempo, ven los lunes, martes y viernes al teatro de la ciudad, a
la seis de la tarde. Es la hora en que ensayamos.
—Gracias —agradecí apenado.
—Yo sí quería que te quedaras. A mi mamá le agradas mucho porque eres
talentoso, no como yo —dijo Antoni en broma.
—Y es obediente, ordenado, amable… —Ángela siguió con la broma.
—Madre… —reprochó él con un puchero.
—Tú también lo eres, príncipe quejoso —dijo con una sonrisa y pellizcó
ligeramente la mejilla de su hijo.
Pasé el fin de semana en la casa de Antoni. No podía ir al hospital, Clara y
Burgos custodiaban a las gemelas y las horas de visita eran escasas.
Antoni mataba el tiempo practicando en el piano para darle gusto a su
madre, pero se le veía aburrido y desconcentrado. Cometía muchos errores.
Me encontraba a su lado, mirar sus delicados dedos desplazarse entre las
teclas me dio cierta paz. La mano de Antoni me pareció frágil como la
porcelana. Me vi tentado a tocarla e interrumpirlo, pero no lo hice.
—A mi madre le gusta que practique. Personalmente me da igual porque
seré astrofísico, no músico. Pero tú, Sam, eres violinista, por eso le caes
muy bien a ella. Mi padre era violinista —reveló Antoni.
—¿Era? —Incliné mi cabeza y lo miré fijamente a los ojos.
—Bueno, es, pero para mí está muerto. —Torció la boca y puso mala cara
—. ¿Me tocas algo? Quiero escucharte —pidió mimoso.
—No traje mi violín y no tengo mucha práctica en el piano.
—Despistado —dijo y sonrió—. Espérame aquí, ya vengo.
Antoni dejó su asiento. Mientras lo esperaba, me puse a juguetear con las
teclas del piano y cuando agarré confianza toqué Estrellita, dónde estás.
Antoni regresó con un violín blanco en las manos.
—Lindo violín —dije al recibirlo.
—Mi madre se lo regaló a mi padre cuando se comprometieron. Ahora es
un triste recuerdo abandonado. Despiértalo de la maldición del olvido —
comentó Antoni con un tono de broma.
Afiné el violín mientras pensaba en qué tocar, entonces me vino a la
mente una que hacía mucho no interpretaba. Busqué las partituras de piano
y obligué a Antoni a que fuera el acompañante, era algo relativamente fácil
de hacer para él y su conocimiento. Se trataba de Danse macabre, lo último
que me enseñó mi madre a tocar en el violín antes de caer enferma y morir.
Mientras hacía sonar las cuerdas, pensaba en por qué todo lo que amaba
padecía. Inevitablemente entré en una oscuridad invocada por mis
pensamientos.
Los días felices que pasé con las personas que quería se hicieron lejanos e
imposibles de repetirse. Entonces, mi tristeza hizo eco junto al pasado y
recordé la última conversación que mantuve con mi madre:
—Mamá, ¿cuándo vas a salir del hospital? —pregunté desesperado.
—Hijo… no voy a salir de aquí con vida —reveló con pesar.
—¿Por qué? —pregunté con la voz quebrada, conteniendo mi llanto y
reproches—. Estás en un hospital, te van a curar.
—Avanzó muy rápido, ni la oportunidad de tratarme tengo. No me queda
mucho, lo siento. Moriré en poco —dijo con una voz lejana y débil.
—¿A dónde irás cuando mueras? Quiero ir contigo.
—Hijo mío, cuando muera, mi cuerpo dejará de funcionar, no podré
moverlo. Pero mi alma saldrá y se quedará a tu lado. Siempre voy a estar
contigo. Estaré presente en forma de un recuerdo. No estés triste, mi
Samuel. Necesito que vivas, para que yo también pueda hacerlo. Ven, mi
niño. —Estiró su delgado brazo.
Me acerqué y ella me abrazó con sus escasas fuerzas.
—¿De verdad vas a estar siempre conmigo?
—Sí, mi vida, siempre. Si quieres estar triste, puedes estarlo. No te
contengas por mí, no te hagas de piedra.
Recordé sus últimas palabras. Me sentía tan quebrantado, todo parecía
irreal, un mal sueño. Me pregunté por qué ella no me dijo la verdad antes de
morir. Ocultó quién era mi padre. De haberlo sabido no hubiera permitido
enamorarme de Diana.
Antoni dejó de tocar el piano cuando me vio consumido en la tristeza.
—Samuel… —me llamó preocupado.
Dejé de tocar, bajé el violín y volví a mi realidad.
—Lo siento, no debí pedirte hacerlo… —se disculpó.
—¿Qué estaba tocando? —pregunté desconcertado.
—Algo que sólo la muerte conoce. De un momento a otro dejaste de
seguir las partituras, improvisaste algo que me heló la sangre —contó
asustado.
Dejó su lugar y se acercó a mí.
—No era mi intención. Soy yo quien se debe disculpar. No sé en qué
pensaba. —Desvié la mirada, no pude con el peso de sus ojos asombrados.
—Deja de fingir. —Antoni se abalanzó y me abrazó con fuerza—. Deja de
fingir, te encuentras triste. Te contienes tanto, Sam. Deja de cargar con todo.
No es tu culpa lo que les pasó, no es tu culpa no saber que eran tus
hermanas. Nada es tu culpa. No quiero verte así, no más. Desde el primer
día que te vi en la escuela sentí que debía estar a tu lado, que era mi deber
cambiar tu triste mirada. Renuncia a todo, hazlo, quédate conmigo. Déjame
ser parte de tu felicidad —susurró en mi oído.
Correspondí el abrazo de Antoni, estaba tan acostumbrado a cada uno de
ellos, a sentir su frágil cuerpo, su perfume escandaloso, sus delgados brazos
rodearme y los latidos de su corazón emocionado.
—Sería demasiado fácil y egoísta —dije en voz baja.
—No te compliques la vida. Tienes derecho a ser feliz, lo mereces.
Antoni no se contuvo, tampoco lo detuve, nuevamente nuestros labios se
encontraron en un triste beso. Quise perderme en el afecto de Antoni, pero
se detuvo, se dio cuenta de que me encontraba vacío en aquel momento y
sólo buscaba llenar el espacio. Me pidió que arreglara mis asuntos con
Diana.
La verdad era que me mataba la culpa saber que Diana era mi hermana, la
amaba, pero ese hecho me hacía sentir mal. Debía protegerla como un
hermano, no como un amante. Me sentía peor que una escoria.
Decidí hablar con Diana, quitarme de encima el peso de una difícil
verdad.
Después del fin de semana pude visitarla en el hospital. Cuando abrí la
puerta de la habitación, me encontré con una Diana triste que miraba con
una sombría expresión hacia la ventana. Me pareció que deseaba salir.
—¿Cómo estás? —pregunté tímido.
Me quedé parado, haciendo distancia. Al verla decaída me nacieron
muchos sentimientos y deseos de abrazarla.
—Te extrañaba… No entiendo por qué mi madre y padre no me dejan
verte como quisiera —dio queja.
—Eso es porque…
—Antes —interrumpió y clavó su mirada llorosa en mí—, he tenido un
sueño extraño. Estaba en una oscuridad desolada, no veía nada, tampoco
sentía. De repente escuché la voz de Dana, apareció en la oscuridad,
resplandecía como una luciérnaga. Lloraba desconsolada y se cortaba sus
piernas con una navaja. Me decía que quería sentirse viva, que quería al
menos sentir dolor —relató conteniendo las lágrimas.
—Eso es horrible.
—Sí. —Bajó la mirada—. Los doctores le dijeron a mi papá que
encontraron muchas cortaduras en su cuerpo, seguía haciéndolo, pero lo
ocultaba más —platicó sumamente triste—. Fui mala hermana. Muchas
veces pienso que esto es un castigo, sí, uno que merezco —dijo en un hilo
de voz lamentoso.
—No es tu culpa, Diana. No es. Esas cosas pasan —intenté animarla.
—¡Sí la es! Por eso… acepto esto que me pasó. —Comenzó a llorar—.
Dana no hizo nada, ella no merece lo que le pasó. —Llevó sus manos
vendadas al rostro.
—No es tu culpa, no lo es —repliqué.
Me acerqué y la abracé, quería decirle la verdad. Pero ella no se
encontraba estable emocionalmente para escuchar verdades.
—Sam… —Me alejó con sus brazos—. Cuando despierte Dana…
¿puedes estar con ella? Le gustas demasiado —confesó llorosa—. Ella…
me lo dijo cuando te miró besarte con Antoni. Me dijo que en la noche iría a
tu habitación para hablar contigo y decirte lo que sentía, por eso… yo me
adelanté y te obligué a correrla —confesó.
—¿Entonces todo lo que me dijiste fue mentira? —pregunté afligido y a la
vez incrédulo.
No podía creer en las palabras de Diana, el corazón se me detuvo por un
instante. Me pareció que de ella emanaba una oscuridad tan negativa que la
consumía lentamente desde el interior.
—Estoy… confundida. No es que no fuera verdad… sólo quería
vengarme de Dana. Siento que, si no te confieso esto, ella no va a despertar
—dijo, mientras las lágrimas se deslizaban por sus rojizas mejillas.
—¿Vengarte de qué? —pregunté temeroso.
—El causante de que estemos así. Fue primero mi novio… —reveló con
los labios temblorosos—. Después, Dana me dijo que le parecía guapo el
profesor, y yo… Soy un monstruo, lo soy, Samuel. Quería todo lo que ella
deseaba por salir con mi ex, le daba una cucharada de su propia sopa.
—No puede ser...
—Por eso me pasan cosas malas, porque soy mala. ¡Dime que vas a estar
con ella! Que la harás feliz.
—¿Para que tú hagas una locura? ¿Crees que así funciona la vida? Me
pides que te deje, que me quede con Dana y tú vas a desaparecer… Eso lo
que piensas, ¿no? —pregunté enojado.
—Sí. Ya no quiero hacer sufrir a nadie, ya no. Todo es por mi culpa. —
Diana lloró como si fuese una pequeña niña perdida—. Sólo seré una carga,
no haré realidad mis sueños, me han cortado las alas —dijo entre llantos.
Me alejé, pensé qué decirle, pero sólo me cruzaba por la mente una
verdad.
—Diana… —la llamé pensativo—. No puedo estar con Dana, ni contigo.
No quiero dejarlas solas, no quiero irme y dejar ser parte de esta familia. —
Desvié la mirada—. Lo supe tarde. Demasiado. De haberlo sabido antes…
jamás me hubiera involucrado contigo. Tendrías mi apoyo y compañía de
manera diferente, hubiera sido el hermano perfecto para ustedes, hubiera
intentado todo para salvarlas y para cuidarlas. Pero no pude serlo, una parte
de mí se sentía ajeno, el trato que me daban, sus demandas, sus caprichos…
—¿Qué me quieres decir? —Diana bajó sus manos y me juzgó con su
vidriosa mirada ámbar.
—Somos hermanos, soy… hijo de Burgos. Mi madre era su amante, por
eso él me llevó a vivir a la mansión.
—¡No! —Diana pegó un grito horrorizada.
—Lo siento, no quería decírtelo. No hasta que estuvieras mejor.
—¡¿Qué sucede!? —Clara entró de golpe a la habitación al escuchar el
grito de su hija.
—¡Mamá! Dime que es mentira, dímelo… ¡Samuel no es mi hermano! —
Diana abrazó a su madre con fuerzas en busca de consuelo.
—Lo es, hija, lo es. —Clara acarició la cabeza de Diana intentándola
calmar—. ¿¡Por qué se lo dijiste, Samuel!? Quedamos en que lo harías
cuando ellas estuvieran recuperadas, cuando te fueras… —me reclamó
furiosa.
—¡No! ¿Por qué mi padre me hace esto? ¿Por qué? ¿Por qué nos mintió?
—preguntó en llanto—. Yo lo amo, mamá, de verdad quería casarme con él.
—Lo siento, Diana, lo siento. —Sólo podía disculparme con ella.
—Samuel… vete, no quiero verte jamás. ¡Jamás! Desaparece de mi vida
—Diana gritó histérica.
—Diana, no es su culpa, él no sabía la verdad, nadie, sólo tu padre —
defendió Clara inmutada.
—No puedo, madre, no con esto. Haz que desaparezca, no quiero verlo
jamás. No lo acepto como mi hermano, ¡no! —Lloró desconsolada.
—Samuel —Clara me miró con tristeza, pidiéndome con sus ojos llorosos
que saliera de la habitación.
La muerte en vida, eso sentí al ser corrido por Diana. No importaba
cuánto nos amáramos, la barrera estaba puesta, prefirió echarme de su vida
antes de quererme como un hermano y no como un amante.
Capítulo 21
Tocar y leer las partituras era lo único que hacía. Las breves vacaciones
pasaron rápido. La orquesta del conservatorio viajó a diferentes ciudades
para presentarse en distintos teatros. Me sentí dichoso por ser parte de ella.
Sin embargo, debido a mi estado, poco disfruté de los viajes. Me la pasé
mareado, agotado y con fiebres todo el tiempo. Los fármacos sin receta y
recomendados por algunos compañeros no hicieron el milagro de hacerme
sentir saludable.
Al final, para colmo y mala suerte, el último concierto de la orquesta fue
dado en mi antigua ciudad.
Me encontraba consumido por la melancolía. Encontrarme en el teatro de
la ciudad que me vio nacer y me acogió por un tiempo, me provocaba
tristeza.
En la ciudad nevaba con persistencia, algo que empeoró mi estado de
salud. Me animó saber que era la última parada, para después ir a ver un
doctor y descansar. El concierto fue dado en la noche, cuando el frío se
encontraba en su apogeo. El teatro de la ciudad se llenó. Ver tantas personas
que posiblemente me conocían me puso nervioso.
Subí al escenario con mis compañeros, nos acomodamos en nuestros
respectivos lugares, y cuando el telón se levantó, los aplausos resonaron. La
luz tenue, el sonido armonioso de los instrumentos, el silencio de los
presentes y las pesadas miradas clavadas… todo eso componía la función.
En mi agotamiento me pareció que todo se alejó y oscureció de más. Al ver
al público sólo observé rostros borrosos que mantenían una oscuridad
propia y fija en la cara. Sentí ser parte de un surrealista sueño, me
preguntaba constantemente si los espectadores eran humanos y no producto
de mi imaginación.
El ambiente se agitaba con el sonido de los instrumentos. Me costó trabajo
leer las partituras y seguir el ritmo, pero no deseaba quedar mal, así que di
todo lo que pude.
El frío comenzó a calarme los huesos, el traje no fue nada abrigador. Se
me hizo eterno el momento. Deseaba estar cerca de una chimenea,
resguardado y con una taza de café en la mano.
Cuando terminó el concierto, todos los que componíamos la orquesta nos
pusimos de pie e hicimos una reverencia. Tan pronto incliné la cabeza, salió
sangre de mi nariz en abundancia. Coloqué una de mis manos rápidamente,
evitando que los espectadores miraran lo ocurrido. El telón bajó mientras
los escandalosos aplausos resonaban. Sentí un pequeño alivio al saber que
el público no se enteró de mi sangrado. Mis compañeros me rodearon para
preguntar cómo me sentía. Les respondí con la voz turbia que estaba bien.
El profesor, y batuta de la orquesta, se acercó a mí, en su rostro serio de
vela derretida apareció una expresión marcada de temor. Él también
preguntó por mi estado, al escucharlo sentí su voz lejana, como si un
espectro me hablara. Justo en ese momento me invadió el miedo. Me dieron
ganas de correr y alejarme de todos. Me abrí paso entre mis preocupados
compañeros, no respondí a nada más. En cada paso que di, me costó más
respirar. Todo se puso oscuro de un momento a otro.
Al principio me dolía el pecho, no podía respirar por mucho que inhalara,
tampoco pude ver bien ni escuchar. Lentamente mis sentidos me
abandonaron. Después de la angustia llegó la calma, acompañada de la
nada. Por un momento olvidé quién era, mi existencia desapareció.
En la oscuridad que me encontraba no había dolor, ni tristeza. Tampoco
cansancio. Mucho menos fantasmas hechos de recuerdos. La nada oscura
era como estar en unos cálidos brazos reconfortantes de una amorosa
madre, cual te susurra en una tormentosa noche de lluvia y truenos que todo
va a estar bien. Entonces, mientras estaba consolado por esa nada, a lo lejos
escuché un llanto. El llanto se hizo cada vez más fuerte y me recordó quién
era y por qué existía. Abrí mis ojos y una fuerte luz me encandiló. Miré un
techo blanco y borroso. No pude permanecer mucho tiempo despierto.
Escuché en la lejanía a las personas que me visitaban. Llegué a sentir el
peso de sus miradas. Uno de lástima, que aborrecí.
A veces escuchaba la voz de Antoni, me hablaba de cosas que ya no me
importaban. En la oscuridad nada poseía relevancia. Otros días fue la voz de
Diana. Odiaba percibirlos y escucharlos en la lejanía. No quería ser la causa
de sus penas, de culpas y de arrepentimientos. Odiaba tener que estar
enfermo para poder reunirme de nuevo con ellos. Odiaba no poder
moverme e interactuar. Sin embargo, ese odio no era importante cuando la
nada me absorbía por completo.
Capítulo 27