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Corriendo límites

El gran terremoto de Chile de 1960 fue el movimiento telúrico más importante que se ha
registrado hasta ahora en la historia de la humanidad. La intensidad de su fuerza, la
duración de casi diez minutos, las violentas réplicas y el posterior maremoto, trajeron por
consecuencia cientos de muertos, desaparecidos y heridos, además de miles de
damnificados. Ni en sus peores pesadillas la gente del sur imaginó tanta destrucción
provocada por la naturaleza, a la cual creía, en parte, ya sometida. Fue tan grande la
violencia del movimiento que a partir de entonces el mapa de Chile cambió. Otra
fisionomía cartográfica se instauró por sobre la anterior. Nuevos límites se establecieron y
las chilenas y chilenos tuvieron, por fuerza, que adaptarse a ellos.
Heredera de ese impulso desestabilizador es la obra Painecur, escrita por el
dramaturgo y director Eduardo Luna. No es casual que el epicentro del drama esté instalado
allí, en ese hecho movilizador que sacudió la cartografía nacional. Con la resaca de ese
temblor, empujado por esa poderosa energía, Luna escribe un texto que busca
desequilibrarnos y cuestionar nuestros propios límites.
Para partir nos enfrentamos a la desclasificación de un viejo archivo del año 1960.
El autor nos invita a mirar hacia atrás y a ser parte de una experiencia que se asienta sobre
hechos reales, lo que genera una primera inquietud. Luego nos sacude con un relato de alta
intensidad: la machi Juana Namuncura, oriunda de la comunidad mapuche de Collileufu en
Puerto Saavedra, guiada por un sueño, decide sacrificar a un niño para que se aquiete la
furia del mar y la tierra, en esa pesadilla que se vivió en 1960. José Luis Painecur era el
nombre de ese niño, quien fue entregado por su propio abuelo para la ceremonia de
sacrificio.
La acción dramática se encuentra en el ahora, instalada inteligentemente en la sala
de clases de alguna escuela de derecho. Allí un grupo de estudiantes prepara su examen de
Clínica Jurídica analizando este caso de infanticidio ocurrido hace más de cincuenta años.
Con dificultad los jóvenes intentan desentrañar la decisión del juez de la época, quien
declaró inocentes a la machi y al resto de los responsables del asesinato, aun cuando
confirmaba su participación en los hechos. El incidente los desconcierta, pero no tienen
cómo obtener más información. El registro del proceso jurídico se extravió con el tiempo y
los protagonistas se han quedado sin un marco referencial para examinar el caso que les ha
tocado y trabajarlo para su examen. El tiempo apremia, sólo les queda una noche, y deben
decidirse por una explicación que los convenza y parezca razonable para cada uno.
¿Pero cuál es el delgado límite de lo razonable? ¿Hay una frontera que sea igual
para todas y todos? ¿En que basamos nuestro sentido común? ¿Poseemos todas y todos el
mismo sentido común? La respuesta es clara: no.
La percepción que la sociedad chilena ha construido del pueblo mapuche aparece
como un ejemplo evidente de este desencuentro y es justamente lo que se pone en juego en
Painecur. El discurso de la prensa de la época en relación al caso, el discurso de los
círculos de poder, la opinión del oficialismo estatal, el discurso racista arraigado en lo más
profundo del ADN del chileno medio, son elementos que aparecen en la discusión de los
estudiantes y conforman sólo un reflejo de lo observado por siglos cuando se retrata al
pueblo mapuche. Pero lo movilizador del texto no está en esta mirada evidente en su
defensa, sino en la aguda intención del autor de involucrarnos en una reflexión instalada
más allá de los márgenes de nuestra zona de confort. Lo que la obra nos propone es ser
parte de la discusión de los protagonistas, reconstituir la escena del crimen, argumentar, y
llegar a una conclusión como la que ellos necesitan.
Suponiendo que quienes leen el texto de Painecur, o ven su puesta en escena, son en
su gran mayoría winkas, como lo son los protagonistas de la obra, igual que ellos, nos
quedamos sin límites de referencia para entender lo que ocurrió en 1960. Sin saber a ciencia
cierta por qué el juez declaró inocentes a los responsables, son muchos los puntos de vista
que se nos cruzan a la hora de dar un veredicto sobre el asesinato de un niño mapuche en
manos de una machi que, guiada por un pensamiento mágico, tenía la completa convicción
de estar deteniendo el fin de la humanidad con este sacrificio. Un pensamiento racionalista
hegemónico concluiría que el hecho es de una absoluta barbarie. Un crimen imperdonable
por donde se le analice, producto de una mente delirante y peligrosa. Un pensamiento
paternalista concluiría que la falta de educación y el abandono en que el Estado chileno ha
dejado al pueblo mapuche es responsable de un hecho de esta magnitud. Siguiendo esta
lógica, al pueblo mapuche no se le habría entregado las herramientas culturales para
comprender el horror del acto realizado. Un pensamiento políticamente correcto
argumentaría que siendo winkas estamos fuera de poder comprender lo ocurrido y que por
lo tanto no nos toca juzgarlo, porque el sacrificio de un niño a la naturaleza y a dios es un
acto planteado fuera de los márgenes en los que nos manejamos. De esta forma no habría
que cuestionar este infanticidio, porque vendría a ser un tema de exclusiva comprensión del
pueblo mapuche, cuyas dimensiones nunca alcanzaríamos a vislumbrar. Desde un punto de
vista materialista y ateo todo resultaría un gran absurdo, porque sea el dios que sea,
inventado por quién sea, en el territorio de quién sea, no merece la muerte de nadie, y
menos de un niño.
El desafío no es cómodo. Y es justamente ese impulso desestabilizador el punto
clave de este texto que busca echar abajo los límites de nuestro pensamiento que, siendo
políticamente correcto o incorrecto, cargado de prejuicios o intentando soltarlos, sólo
devela la imposibilidad de ponerse de verdad en el lugar de otro. De la misma forma que
los protagonistas de Painecur, quedamos instalados en el medio de un problema que no
buscamos y que remece nuestra propia cartografía ética, nuestro mapa de prejuicios y de
bondades.

Nona Fernández S.
Santiago de Chile, Febrero 2019.

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