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El País, domingo 23 de septiembre de 2001

Cuestiones imposibles de responder en la nueva época

PAUL A. SAMUELSON

El ataque terrorista del 11 de septiembre a las Torres Gemelas del World Trade
Center de Nueva York, y al Pentágono de Washington, ha producido una inmensa destruc-
ción de vidas humanas y bienes materiales, pero ha enviado oleadas de horror, aprehensión
y simpatía a todos los pueblos del mundo.

Entre las muchas preguntas que se plantean desde entonces, a mí, como economista,
me bombardean con los siguientes interrogantes graves: ¿Qué implican estos
acontecimientos para la recesión o para la esperada recuperación mundial? Más en
concreto, ¿cuál será su impacto probable a corto y largo plazo en el precio de las acciones y
la rentabilidad de los bonos? ¿Devastará el pánico financiero a Wall Street y, por lo tanto,
inducirá indirectamente crisis de mercado en todo el mundo: en Tokio, Londres, Milán,
Frankfurt, Seúl, así como en Nueva York y Chicago? La historia recuerda la Gran
Depresión de 1929-1935, cuando todas las regiones del capitalismo sufrieron los mismos
terremotos de quiebras y desempleo.

No sólo de pan vive el hombre, ni sólo de dinero. En estos tiempos, los niños se
acuestan por la noche temiendo nuevos peligros. Y, a este respecto, sus padres y abuelos no
son más que niños grandes. Nada de lo anterior toca la angustia y el pesar específicos de los
miles de personas que han perdido a un familiar querido. Una estructura destruida se puede
reemplazar. Pero ninguna póliza de seguro puede compensar lo más mínimo la privación de
la humanidad cuando la duración de la vida de una persona es gratuitamente acortada.

Todo acto repugnante pone en movimiento una cadena de acontecimientos de


reacción. Si hay pruebas disponibles que impliquen a una persona o personas, nación o
naciones en concreto, es probable que las operaciones militares de Estados Unidos y las
numerosas democracias que la acompañan muevan enormes cantidades de recursos
económicos y fuerza humana.

Antes y después de dichos acontecimientos, es un deber del economista preparado


intentar calcular los efectos directos e indirectos de estas actividades para la producción en
general y para la inflación del nivel de precios. La historia de los ciclos económicos está
repleta de ejemplos en los que la propia guerra constituye un factor importante en la
alteración de la economía civil. Y puede ser muy importante el que las campañas de
represalia tengan éxito y sean cortas; o el, que se produzcan nuevas muertes de inocentes no
combatientes si no se identifica con éxito a los culpables o no se consigue extirpar o
desalentar a quienes se sientan tentados a ser terroristas en el futuro.

La ciencia moderna ha sido un Frankenstein que ha creado notables mejoras en la


longevidad y la calidad de vida de toda la humanidad, al tiempo que ha aumentado la
capacidad destructiva de los dementes y de los fanáticos nacionalistas. ¿Qué daño podía
hacer un joven granjero perturbado en el siglo XIX? Quizá podía torturar al perro de su
vecino, o prender fuego a su casa. Hoy en día, ese joven puede llenar un camión de abono
de nitrógeno y, siguiendo una receta que puede encontrar en una enciclopedia, producir una
violenta bomba capaz de destruir un edificio estatal de 20 pisos en la ciudad de Oklahoma.
Un estudiante de bioquímica puede preparar suficientes moléculas de botulismo o de ántrax
como para infectar a millones de ciudadanos. Las posibilidades de que los ataques
terroristas produzcan un daño efectivo se ha elevado irreversiblemente.

Por el momento he citado importantes preguntas, pero no he ofrecido respuestas


convincentes a ninguna de ellas. La razón es que nadie más que un bobo excesivamente
confiado puede ahora saber las probables repercusiones de esta calamidad única en su
especie para la economía de Wall Street.

A corto plazo, la Reserva Federal y los bancos centrales extranjeros mantendrán


bajos los tipos de interés, y esto permitirá que se mantenga el precio de los bonos del
Estado a corto plazo. Las acciones de las compañías de seguros bajarán de precio, junto con
las de las empresas de aviación. Pero ¿demasiado? ¿o demasiado poco?

Después de la destrucción por sorpresa de los barcos estadounidenses en Pearl Har-


bor, el 7 de diciembre de 1941, el índice Dow Jones de acciones comunes bajó durante
cinco meses. Pero después de abril de 1942, cuando quedó claro que el poder de Estados
Unidos seguía intacto, el precio de las acciones subió durante los siguientes 25 años.

Planteándonos el largo plazo, hasta el 2010, podemos apostar que la actividad


económica mundial no se verá erosionada. No se ha desplomado el cielo. Y no se des-
plomará en el futuro. Esa es la revelación básica que nos enseña la historia económica, y es
importante recordarla en los primeros momentos de histeria emocional.

Con esto no quiero restar importancia a la gravedad del lastre que suponen las
pérdidas provocadas por el éxito de los terroristas. Puede que los gastos estatales se
multipliquen en los países de la OTAN cuando se pongan en marcha las actividades de
represalia. A corto plazo, las oportunidades de empleo podrían incrementarse debido al
aumento inducido del gasto de consumo y de inversión. Siempre que las conmociones
adversas provocadas por el aumento de los precios del petróleo sean limitadas, la
posibilidad de recesión que amenazaba a Estados Unidos antes del 11 de septiembre podrá
acabar siendo menor debido al aumento del gasto militar. (Recordemos que el programa de
rearme de Adolf Hitler en 1933-1939 hizo desaparecer el desempleo masivo legado por la
República de Weimar que le precedió).

Por otra parte, la constante debilidad de los precios especulativos mundiales de las
acciones podría exacerbarse debido a las repercusiones psicológicas de las tragedias de
Nueva York y Washington.

Concluyo, por lo tanto, con esta importante advertencia. Ahora es tiempo de


guardarse la opinión sobre futuras contingencias que no se prestan a predicciones
confiadas. No conocer los límites de la propia ignorancia es la mayor de todas las
estupideces posibles.

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