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UAB: Máster en Antropología Edades y prácticas culturales

Evaluación Nº1
Kearney Vidal, Josefina

Objetivo
Realización de un comentario donde se reflexione sobre los rituales de “cambio de edad”
vividos (1000 palabras). Se trata de hacer una reflexión personal sobre las propias edades
vividas, en relación, si es el caso, de algunas de las ponencias que se han realizado.

Introducción

En la presente, desarrollaré brevemente ciertos rituales de cambios de edad que atravesé


personalmente y lo que implicó en mi vida su acontecimiento, que salen de los comúnmente
conocidos o bien vistos, como la comunión, el conocimiento de Papá Noel, la primera
menstruación, entre otros.

Desarrollo

Recuerdo la primera vez que mentí, tenía 6 años. No fue por mí, fue por mi hermano mayor.
Se había comido más caramelos de lo permitido por mi mamá y si lo delataba sabía que
una muñeca sufriría algún accidente estilístico. Cuando mi mamá preguntó, mi hermano me
miró fijo a los ojos y posó su dedo índice en sus labios sellados, indicándome silencio. La
miré a mi mamá y le dije que los habíamos compartido. Ella contenta de que hayamos
“compartido”, él conforme y yo incrédula. ¿Qué acaba de hacer? ¿Estaba permitido?
¿Pueden no existir represalias? ¿Si nos alegraba a todos, por qué no hacerlo siempre?
¿Qué sucede si sale a la luz? ¿Me dejarían de querer si se enterarían? La vida siguió igual
y yo no lo podía creer. Al tiempo mi hermano me regaló un chocolate como obsequio. Había
descubierto un mundo nuevo, uno escuro, que podía ser solo mío, conocí la complicidad
con otros, la compra del silencio, incluso la extorsión. Una nueva faceta del mundo: la
maldad real, no de ficción. El trato que se empezó a desarrollar con mi hermano fue más
respetuoso, de mayor igualdad de condiciones. Él, 4 (cuatro) años mayor que yo, me había
incluido en su nivel de conocimiento del mundo.

“Se enteró” fue el comentario de mi madre a mi hermano mayor en medio de la cena.


Ya tenía un gran secreto familiar revelado. Lejos estaba de ser una receta de cocina. Tenía
12 años cuando me enteré que mi padre había engañado a mi madre desde que estaba
embarazada de mí hasta mis 2 años de edad. Una compañera del colegio me había
contado. A la salida de clases, fui a abrazar a mi madre y pedirle que sea mentira. Le hice
tantas preguntas inocentes como dolorosas. Lloramos. ¿Cómo era posible lastimar a
alguien que decís querer? ¿Cómo se me había silenciado esa información? ¿Por qué
estarías en pareja con alguien que no querés más? ¿Cómo estaban armadas las parejas?
¿Cómo seguir queriendo a mí papá? ¿Él a mí me quería? El mundo oscuro se profundizaba:
el universo de las familias disfuncionales, de las parejas y el sexo, de la sinceridad y el
coraje, del lastimar en lo más íntimo a otros. La exposición de una “vergüenza” familiar hizo
que ya no haya nada más que ocultar, que cierta tensión baje, que pueda subir un peldaño
en la escalera del respeto e igualdad con otros integrantes de la familia, ciertos tabúes ya
se habían roto y había vía libre para conversaciones más profundas o reflexivas.

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Estaba trabajando y me llamó una amiga en común de Cami. Lloraba. Me preocupé.


No se había despertado. Ni el hígado ni el páncreas le habían aguantado los tres frascos
de pastillas que encontraron vacíos en el baño. Todas teníamos 21 años. La primera muerte
más cercana y encima de una amiga de mi edad. Mirando para atrás era una crónica de
una muerte anunciada; pero la primera vez era un shock total. ¿Por qué alguien haría algo
así? ¿Qué solución estaba necesitando? La sensación de cercanía daba escalofríos ¿qué
me diferenciaba a mí de ella? ¿o de tener una enfermedad mental? ¿Tan endeble es la
vida? Se abría el mundo de enfermedades mentales: su invisibilidad, los pobres
tratamientos, la falta de recursos y de red de contención más allá de lo económico y los
claros llamados de atención. Fue constante el ejercicio de la comprensión de la muerte y el
intento de ir perdiendo el miedo a ella para poder encarar la vida distinto. Mi entorno cambió
drásticamente. Los grupos mutaron, pasé a sumar compañeros de 35 a 41 años, profesores
de yoga y coaches ontológicos. Mi familia comenzó a tratarme con cierto cuidado y respeto
“por lo que había atravesado” más que por mi edad o mis conocimientos hasta esa fecha.

Renunciaba para poder ir a cumplir el sueño de estudiar un máster de antropología


en Barcelona. La agencia de marketing en la que trabajaba hace 2 años y que tanto había
querido, no estaba tan contenta por mis logros dado el estrés característico del rubro y el
nuevo entrenamiento al suplente del que había que encargarse. Me desilusionó un poco.
Esa misma semana, el cliente más importante estaba presentándome una queja por un
integrante de mi equipo, estuvimos reunidos por el llamado de atención y reorganizamos
las tareas. Al cabo de unos días, con mi cumpleaños número 26, me ingresan mensajes del
mismo cliente despidiéndome y -de muy mala gana- deseándome suerte en la nueva etapa.
No comprendía la situación, no había comunicado nada. Llamé a mi jefe: “Jugamos un poco
al policía bueno y policía malo” me comentó. Le habían explicado al cliente que las fallas
eran mías y que por eso me corrían de la marca, recaía en mí el bajo rendimiento del equipo
por estar más pendiente de mi viaje que de mi actualidad y se borraba la incompetencia del
equipo que se iba a mantener. Un escándalo profesional. Una marca que con tanto esfuerzo
trabajé, forcé relaciones y prioricé. Mi padre me comentó “Bienvenida al mundo de los
negocios”, me explicó que no podía enojarme y que “así funcionaban algunos espacios
laborales, que es común y lógico que se protejan a ellos mismos”. ¿Por qué me formaron
para no ser como ellos “si el mundo del negocio es así”? ¿Por qué no me enseñaron a
manejarme entre ellos? ¿Por qué es así? ¿Tiene que ser así? ¿Por qué es tan abismal la
brecha entre el espacio universitario y el laboral? ¿Por qué nos forman para un mundo que
ya no existe? Desde entonces, aprendí a protegerme laboralmente, a ser más minuciosa
con mis comentarios y mis compañeros, entendí que una empresa no es una familia, que
no les interesa el progreso propio y que uno es completamente reemplazable. Mi familia me
comenzó a respetar profesionalmente y a observar mi manejo y mis comportamientos
nuevos hasta el punto de pedirme consejos.

Conclusión

Ronda desde hace mucho tiempo en mi vida la trillada frase “pareces más madura para tu
edad”. Más allá del aspecto físico o de ser mujer, me comentaban que era una forma de
hablar, comunicarme o comprender las situaciones de la vida. Nada tenía que ver con el
número de años que cargaba, sino con las vivencias o revelaciones que tuve desde
temprana edad que me adentraron al mundo “adulto” en distintos momentos. Como vimos
en clase, al fin y al cabo, los rituales de paso que denotan el cambio de edad hablan de la

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incorporación de información nueva y herramientas para manejarse en el mundo y eso


puede ir marcando estas diferencias que erróneamente atribuimos a la cantidad de años.

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