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En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno.

Las calles
apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y
excrementos de rata, las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo
enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales.
Las chimeneas apestaban a azufre, las curtidurías, a lejías cáusticas, los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y
mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y
los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos,
apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El
campesino apestaba como el clérigo, el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, si,
incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno,
porque en el siglo Xviii aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había
ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en decadencia que no
fuera acompañada de algún hedor. Y, como es natural, el hedor alcanzaba sus máximas proporciones en París, porque
París era la mayor ciudad de Francia. Y dentro de París había un lugar donde el hedor se convertía en infernal, entre la
Rue aux Fers y la Rue de la Ferronnerie, o sea, el Cimetiére des Innocents.

Durante ochocientos años se había llevado allí a los muertos del hospital y de las parroquias vecinas, durante
ochocientos años, carretas con docenas de cadáveres habían vaciado su carga día tras día en largas fosas y durante
ochocientos años se habían ido acumulando los huesos en osarios y sepulturas. Hasta que llegó un día, en vísperas de la
Revolución Francesa, cuando algunas fosas rebosantes de cadáveres se hundieron y el olor pútrido del atestado
cementerio incitó a los habitantes no sólo a protestar, sino a organizar verdaderos tumultos, en que fue por fin cerrado y
abandonado después de amontonar los millones de esqueletos y calaveras en las catacumbas de Montmartre. Una vez
hecho esto, en el lugar del antiguo cementerio se erigió un mercado de víveres.

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Como nuestros lectores jóvenes querrán formarse una idea del aspecto de nuestras heroínas, aprovecharemos para
trazar un dibujo de las cuatro hermanas ocupadas en hacer calceta en un crepúsculo de diciembre, mientras fuera caía
silenciosamente la nieve y dentro de la casa chisporroteaba alegremente el fuego. El cuarto era agradable, aunque la
alfombra estaba algo descolorida y los muebles eran de una simplicidad severa; buenos cuadros colgaban de las
paredes, en los estantes había libros, florecían crisantemos y rosas de Navidad en las ventanas, y por toda la casa flotaba
una atmósfera de paz.

Margaret o Meg, la mayor de las cuatro chicas, tenía dieciséis años; era muy bonita, regordeta y rubia; tenía los ojos
grandes, abundante pelo castaño claro, boca delicada y unas manos blancas, de las cuales se vanagloriaba un poco. Jo,
que tenía quince años, era muy alta, esbelta y morena, y le recordaba a uno un potro; nunca parecía saber qué hacer
con sus largas extremidades, que se le atravesaban en el camino. Tenía la boca decidida, la nariz respingada, ojos grises
muy penetrantes, que parecían verlo todo, y se ponían alternativamente feroces, burlones o pensativos. Su única belleza
era su cabello, hermoso y largo, pero generalmente lo llevaba descuidadamente recogido en una redecilla para que no le
estorbara; los hombros cargados, las manos y los pies grandes y un aire de abandono en su vestido y la tosquedad de
una chica que se hacía rápidamente mujer a pesar suyo.

Elizabeth o Beth tenía unos trece años; su cara era rosada, el pelo liso y los ojos claros; había cierta timidez en el ademán
y en la voz; pero una expresión llena de paz, que rara vez se turbaba. Su padre la llamaba "Pequeña Tranquilidad", y el
nombre era muy adecuado, porque parecía vivir en un mundo feliz, su propio reino, del cual no salía sino para encontrar
a los pocos a quienes amaba y respetaba. Aunque fuese la más joven, Amy era una persona importantísima, al menos en
su propia opinión. Una verdadera virgen de la nieve; los ojos azules, el pelo color de oro, formando bucles sobre las
espaldas, pálida y grácil, siempre se comportaba como una señorita cuidadosa de sus maneras.
Los lagomorfos son animales de tamaño pequeño a mediano, semejantes en muchos
aspectos a grandes roedores. Tienen una cola rudimentaria o corta. Los pliegues
de la piel en los labios se juntan detrás de los incisivos de modo que pueden roer
con la cavidad de la boca cerrada. Otros colgajos de piel son capaces de cerrar
las fosas nasales. El cráneo (especialmente la parte del maxilar superior del rostro)
es peculiarmente fenestrado. El paladar es corto.

Los lagomorfos tienen un par de incisivos en cada cuadrante de la mandíbula


superior, uno grande, similar al de los roedores y el otro una pequeña espiga situada
inmediatamente detrás del diente más grande. Estos dientes crecen durante toda la
vida del animal y tienen una capa de esmalte que se extiende alrededor de la
superficie posterior del diente (en contraste con los incisivos de los roedores, que
solo tienen esmalte sobre una cara. Al igual que en los roedores, los caninos están
ausentes y un gran espacio (diastema) separa los incisivos y los primeros molares.
Las muelas son desarraigadas e hipsodontas. Las coronas de los dientes son
relativamente simples, con las cuencas transversales separadas por crestas de
esmalte. La fórmula dental es de 2/1, 0/0, 3/2, 2-3/3 = 26-28.

La arcada superior está más ampliamente separada que la inferior, de modo que la
oclusión puede tener lugar en un solo lado de la mandíbula a la vez, como sucede en
los roedores. El masetero proporciona la mayor parte del poder de masticación;
el músculo temporal es relativamente pequeño.

Los lagomorfos son el grupo conformado por los conejos, las liebres (Lepóridos), y las picas (Ocotónidos). Se encuentran
en todo el mundo, ya sea como especies nativas o introducidas, habitan desde los bosques tropicales hasta la región
Ártica, ocupando diversos tipos de hábitat.

Aunque estos animales no son un grupo muy diverso, ya que constan de tan sólo 78 especies, son miembros
importantes de muchas comunidades terrestres, en muchas de las cuales, los ciclos poblacionales de los carnívoros
están determinados de modo notable por los cambios en las densidades de las poblaciones de conejos. Además son un
recurso que brinda sustento económico en algunas localidades, y culturalmente forman parte de diversas historias y
tradiciones.

Muchas de las características taxonómicas importantes para el diagnóstico de los lagomorfos se asocian con sus hábitos
herbívoros y en el caso de los lepóridos con su locomoción cursorial. A diferencia de los demás mamíferos, los
lagomorfos poseen dos incisivos, el segundo es pequeño y tiene forma de clavija y se localiza justo detrás del primero.
Al igual que los roedores, estos tienen un crecimiento permanente. Otra característica importante y única entre los
mamíferos es que el cráneo de los lepóridos tiene una articulación que lo circunda por completo, por delante de los
huesos occipital y ótico y la articulación del codo limita el movimiento a un solo plano antero-posterior.

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Hay gente demasiado audaz, que propone abolir la esclavitud. Dicen que siendo
libres, las personas que ahora viven bajo esclavitud serían más felices y
productivas y que es, en todo caso, su derecho el asociarse o no asociarse
libremente con quien ellas decidan.
Por muy atractiva que pueda parecer la idea, y dejando por un momento de lado
los argumentos que soportan estas conclusiones, quienes hacen esta propuesta
tienen la obligación de dar respuesta a las siguientes interrogantes antes de que
logren convencernos de que la abolición de la esclavitud es no solo políticamente
viable sino siquiera posible de concebir. Como vivimos, y desde casi siempre,
hemos vivido en un sistema esclavista, es sobre ellos que pesa la carga de la
prueba de mostrar que su alternativa es mejor. Las objeciones que tengo son las
siguientes:

Hay muchas personas que viven bajo esclavitud que si esta se aboliera, no
sabrían qué hacer con su vida. ¿A qué se dedicarían? ¿Quién les ofrecería
trabajo? ¿Cuánto habría que pagarles? ¿Qué seguridad absoluta tendríamos de
que todos conseguirían trabajo? ¿Cómo asegurarnos de que ninguno de ellos
moriría de hambre? Es gracias a que hay esclavitud que hoy tienen trabajo y
alimento. Porque la esclavitud es un prerrequisito para poder realizar cualquier
actividad productiva.

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la industria editorial le queda poco. No es una afirmación mía: lo dice un editor nacional que explica que su empresa, que arroja
buenos resultados, está en el mismo caso de Kodak: fue esplendorosa durante un tiempo, ahora sobrevive y en breve habrá
desaparecido. Ese instante en el que ya no habrá vuelta atrás llegará pronto, y no parece haber demasiado que el sector pueda hacer.

Las señales que desprende el contexto así lo indican. Los libros venden mucho menos que antes, de forma que con unos cuantos miles
de ejemplares una novela se convierte en superventas. Hay pocos títulos que verdaderamente consigan generar ingresos y el resto
circula entre el rendimiento escaso y el ínfimo.

Otros sectores culturales están viviendo un momento parecido, pero tienen algunas defensas: se venden pocos discos, pero las
actuaciones en directo y los grandes festivales cobran un nuevo vigor; el cine tiene varios canales de venta, y conserva aún cierto
carácter de acontecimiento que hace que disfrutar de una película en una sala sea superior a verla en la pantalla del ordenador. El libro
no, carece de otras formas de rentabilización más allá de su contenido.

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