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Antropología y ética

ÉTICA Y MORAL: SUS RELACIONES


I. Ética y ethos. La ética como tematización del ethos
I.1. Consideraciones preliminares
El modo más genérico de definir la ética consiste en decir que ella
es la ‘tematización del ethos’. El vocablo ‘ética’, separado de todo con-
texto, resulta ambiguo, ya que puede ser el sustantivo que designa una
disciplina, pero puede ser también la forma femenina del adjetivo ‘ético’.
Este último, a su vez, puede aludir tanto a la cualidad propia de los
elementos del ethos como a la de los de la ética (en tanto disciplina).
Queda claro, entonces, que lo que por de pronto tratamos de definir es
el sentido de ‘ética’ como un sustantivo con el que se nombra una parti-
cular disciplina. La tematización en que consiste ésta tiene, como se
verá, carácter reflexivo. La ética es, en efecto, una de las formas en que
el hombre se autoobserva, una operación consistente en dirigir la aten-
ción hacia operaciones propias: una intentio obliqua. Así ocurre tam-
bién, por ejemplo, con la gnoseología, la antropología, la psicología, etc.
Pero en el caso de la ética, resulta que la reflexión en que ella se ejerce
es también parte constitutiva del ethos, es decir, del objeto de tal refle-
xión. El ethos mismo no es indiferente a que se lo observe o no, sino
que consiste él mismo, al menos parcialmente, en su observación, su
tematización, su reflexión. Aunque hay, sin duda, áreas del ethos ex-
trarreflexivas o prerreflexivas, éstas no cubren todo el fenómeno sui ge-
neris que se acostumbra designar con ese nombre. El ethos (o fenó-
meno de la moralidad) comprende también todo esfuerzo por esclarecer-
lo, lo cual da lugar a la paradoja de que la ética, en cuanto tematización
del ethos, resulta ser, a la vez, tematización de sí misma. No es que
‘ética’ y ‘ethos’ sean sinónimos. Por el contrario, es necesario distin-
guirlos, y así lo iremos haciendo. Lo que ocurre es que la ética se inte-
gra en el ethos, se adhiere a él, enriqueciéndolo y haciéndolo más com-
plejo.
En el lenguaje corriente suele emplearse el término ‘ética’ como
equivalente al término ‘moral’. En medios intelectuales, y particular-
mente en los filosóficos y -sobre todo desde hace algunos años- en los
políticos, se procura distinguir entre ambas expresiones, aunque sin
duda es frecuente que esto no pase de ser un propósito. Digamos, por
ahora, que, si se atiende a la etimología, podrían considerarse en efecto
como equivalentes: ‘ética’ deriva del vocablo griego ‘ηθοσ’, y ‘moral’ del
vocablo latino ‘mos’, que es la traducción de aquél. Pero, por una con-
vención bastante extendida, se tiende a ver en la ética la disciplina (la
‘tematización’) y en la ‘moral’, lo ‘tematizado’ (por ejemplo, las costum-
bres, los códigos de normas, etc.). Sin embargo, en razón de lo que se
ha considerado antes, es decir, de la inevitable integración de la ‘ética’
en el ethos, nuevamente se acercan ambas significaciones, y se advierte
que la distinción no puede ser tan sencilla.
Esta circunstancia explica por qué la ética es peculiarmente difícil:
no porque su objeto de estudio sea extraño o insólito, sino más bien por
lo contrario: porque no se puede salir de él, porque es demasiado cer-

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Antropología y ética

cano. El apócrifo maestro de Antonio Machado, Juan de Mairena, con-


fesaba que, para él, esa dificultad se explicaba “por no haber salido
nunca, ni aun en sueños, de ese laberinto de lo bueno y lo malo, de lo
que está bien y de lo que está mal, de lo que estando bien pudiera estar
mejor, de lo que estando mal pudiera empeorarse. Porque toda visión
requiere distancia, y no hay manera de ver las cosas sin salirse de
ellas”.1 La reflexión ética, al menos en algunos de sus niveles -como ve-
remos-, puede hacerse, sin embargo, sin ‘toma de distancia’. Es en tal
caso algo más que una reflexión, ya que involucra un compromiso, una
actitud práctica, normativa. Pero también esto puede entenderse en
diversos sentidos. No es lo mismo un ‘moralista’, o predicador de nor-
mas, que un investigador de tales normas, esforzado en fundamentar-
las. Como decía Arthur Schopenhauer, en una frase que ya se ha con-
vertido en tópico, “predicar moral es fácil; fundamentarla es difícil”.2
Así aparece otro aspecto de la dificultad: hay grados, y hay varian-
tes cualitativas del compromiso extrañado en la reflexión ética; y, ade-
más, una cosa es el compromiso como tal, y otra, su cumplimiento efec-
tivo. Como de hecho la reflexión puede y suele ir acompañada de in-
cumplimiento y, viceversa, el cumplimiento puede y suele llevarse a ca-
bo al margen de la reflexión, los cuestionamientos, más o menos escép-
ticos, de la ética como tal se elaboran muy a menudo como denuncias
de tal incongruencia. “No se puede disertar sobre la moral”, decía Al-
bert Camus. “He visto a personas obrar mal con mucha moral y com-
pruebo todos los días que la honradez no necesita reglas.”3 Hay quienes
por el contrario piensan que sí se puede disertar sobre moral, pero ad-
miten, como B. Williams, que ello es ‘arriesgado’, porque es un campo
donde el disertante se expone, más que en otras disciplinas, a dejar al
descubierto sus propias limitaciones, y porque existe el peligro de que el
disertante sea tomado en serio por los demás, quienes pueden así ex-
traviarse en cuestiones realmente importantes.4
Todas estas referencias, más o menos precisas, al ‘compromiso’ de
quien diserta sobre cuestiones éticas, o al influjo que con ello puede
ejercer sobre otros agentes morales, conducen a la consideración del
problema del carácter ‘práctico’ o ‘normativo’ de la ética. ¿Es ésta una
teoría de lo práctico, o es realmente práctica ella misma? La expresión
‘filosofía práctica’ suele usarse con la significación genérica, que abarca
la ética, la filosofía política y la filosofía del derecho; a veces también la
filosofía de la economía o, más recientemente, la teoría de la acción, etc.
Incluso la antropología filosófica ha sido vista, en los últimos tiempos,
como una rama de la ‘filosofía práctica’, o al menos como una disciplina
con resonancias prácticas. Pero ¿qué es la ‘filosofía práctica’? ¿Mera
observación de la praxis o también parte integrante de la praxis? Esto
1 A. Machado, Juan de Mairena, Buenos Aires, Losada, 311 ed. 1957, t, 1, p, 130.
2 La frase se encuentra originariamente en A. Schopenhauer, La voluntad en la natura-
leza, pero sirve asimismo de epígrafe y "lema" de la obra del mismo autor, Los proble-
mas fundamentales de la ética, II: El fundamento de la moral, Buenos Aires, Aguilar,
donde reaparece en más de un lugar (por ejemplo, en pp. 19 y 95).
3 A. Camus, El mito de Sísifo, Buenos Aires, Losada, 2a ed. 1957, p, 58.
4 Cf. B. Williams, Introducción a la ética, Madrid, Cátedra, 1982, p. 11.

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puede formularse asimismo como pregunta por la ‘normatividad’ de la


ética. La ética trata sobre lo normativo; pero ¿es ella misma normati-
va?5 Es un problema que requiere ser analizado sobre la base de una
discriminación de ‘niveles de reflexión’. A su vez, una discriminación
semejante presupone algunas aclaraciones previas sobre el sentido ge-
neral de ‘ética’ y ‘ethos’.

I.2. El concepto de ethos


La palabra ‘ethos’ es un término técnico. Se debe ahora explicitar,
al menos someramente, el contenido del correspondiente concepto. Si se
recurre para ello a la etimología del vocablo,6 surge ya una dificultad,
puesto que en griego existen dos palabras, ηθος y εθος cuyos sentidos,
aunque mutuamente vinculados, no son equivalentes. Ambas podrían
traducirse, en un sentido muy lato, como ‘costumbre’; pero en ηθος es
mayor la connotación moral y se lo suele entenderse como ‘carácter’. Se
alude así a aquello que es lo más propio de una persona, de su modo de
actuar. El otro vocablo, εθος tiene en cambio el sentido de 'costumbre’
o ‘hábito’ (semejante a héxis, del cual, si embargo, tampoco es sinóni-
mo). En su grafía moderna, ethos suele considerarse como derivado de
ηθος; pero con frecuencia se tiene en cuenta su relación con εθοs, rela-
ción que, por cierto, había sido ya claramente advertida por los filósofos
clásicos.7 En tal sentido, se sugiere, por ejemplo, que el ‘carácter’ se
forma a través del ‘hábito’, de modo que, por así decir, el marco etimo-
lógico encuadra una determinada concepción ético-psicológica.
En el lenguaje filosófico general, se usa hoy ‘ethos’ para aludir al
conjunto de actitudes, convicciones, creencias morales y formas de
conducta, sea de una persona individual o de un grupo social, o étnico,
etc. En este último sentido, el término es usado también por la antro-
pología cultural y la sociología. El ethos es un fenómeno cultural (el fe-
nómeno de la moralidad), que suele presentarse con aspectos muy di-
versos, pero que no puede estar ausente de ninguna cultura. Es, como
se verá luego, la facticidad normativa que acompaña ineludiblemente a
la vida humana. Cuando se quiere destacar el carácter concreto de esa
facticidad, en oposición a la ‘moralidad’ (entendida entonces como abs-
tracta o subjetiva), se suele hablar, siguiendo en esto a Hegel, de ‘etici-
dad’ (Sittlichkeit).
Es interesante señalar el hecho de que ηθος tenía en el griego clá-
sico una acepción más antigua, equivalente a ‘vivienda’, 'morada’, ‘sede’,
‘lugar donde se habita’. Así era entendido el término, por ejemplo, en

5 Nicolai Hartmann trata este problema al comienzo de su extensa Ética (cf. N. Hart-
mann, Ethik, Berlin, W de Gruyter, 4a ed. 1962, pp. 18-35), y llega a la conclusión de
que se trata de una "normatividad indirecta", es decir: la ética no establece los princi-
pios éticos, sino que ayuda a descubrirlos.
6 Un buen estudio etimológico en tal sentido es el que brinda José Luis L. Aranguren

(cf J.L. Aranguren, Ética, Madrid, Revista de Occidente, 3a ed. 1965, cap. II, p. 19
ss.).
7 Cf. Platón, Leyes 722 e; Aristóteles, ÉN, 1103 a 17-18.

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las epopeyas homéricas. Esta significación no es totalmente extraña a


la otra: ambas tienen en común la alusión a lo propio, lo íntimo, lo en-
dógeno: aquello de donde se sale y adonde se vuelve, o bien aquello de
donde salen los propios actos, la fuente de tales actos.
El fragmento 119 de Heráclito dice textualmente: êthos anthrópoi
daímon, que Diels traduce aproximadamente así: “Su carácter propio es
para el hombre su daimon (es decir, su destino)”. En otros términos:
aquello que es en el hombre lo más característico, su peculiaridad, es
también lo que determina su destino. Esta frase que en griego tiene só-
lo tres palabras ha suscitado, sin embargo, controversias de interpreta-
ción, de importancia para la ética, porque a veces se ha visto ahí una
manifestación prístina de esa disciplina. Quienes niegan la importancia
de la ética, por el contrario, tienden a ver las cosas de otra manera.
Martin Heidegger, en su Carta sobre el humanismo, acude a la
acepción antigua de ηθος para proponer una interpretación singular del
fragmento y apoyar ahí su idea de que la ética, en definitiva, no es más
que ontología. Según Heidegger, Heráclito habría querido precisamente
contraponer êthos y dáimon y, a la vez, mostrar que, sin embargo, esos
conceptos coinciden en el hombre. La ‘morada’ del hombre, su esencia,
aquello a lo cual pertenece, aquello que le es más propio, contiene, sin
embargo, al dios, es decir, a aquello que aparentemente lo trasciende.
El fragmento de Heráclito diría entonces, según la interpretación de
Heidegger “El hombre, en la medida en que es hombre, habita en la ve-
cindad del dios”. En defensa de su propuesta, recurre Heidegger a un
texto de Aristóteles (Sobre las partes de los animales, A-5, 645 a, 17),
donde éste cuenta que unos forasteros que habían llegado a Éfeso para
conocer a Heráclito, lo encontraron calentándose junto al horno de co-
cer el pan y se quedaron muy sorprendidos, mientras Heráclito los invi-
taba a acercarse diciéndoles: “También aquí están presentes los dioses”.
Comenta Heidegger que los forasteros, que habían ido a Éfeso quizá con
una idea casi mitológica del gran sabio, se desilusionaron al hallarlo en
una actitud tan vulgar como la de cobijarse del frío al calor de un
horno, en un lugar público, mezclado con los demás hombres, y no en
soledad, sumido en meditación. Y acaso piensan ya en volverse, sin si-
quiera conversar con él. En ese momento Heráclito lee en sus rostros la
decepcionada curiosidad y les da ánimo a que pasen, con las palabras
«también aquí están presentes los dioses». Esa frase, según Heidegger,
nos muestra el ηθος como esa morada o vivienda, como estancia habi-
tual, es decir, lo ordinario, lo corriente, o bien –y aquí vemos la cercanía
a la traducción de Diels- lo más cercano y más propio. Y el dáimon se-
ría precisamente todo lo contrario: lo extraordinario, insólito, el dios (o
los dioses), o -para el propio Heidegger- el ser. En esta interpretación,
Heráclito muestra que la oposición entre aquellos términos es sólo apa-
rente, y que justamente en lo más propio, en la propia morada, se pre-
senta también lo extraordinario, lo insólito. En la jerga heideggeriana,
significa que el ser se manifiesta en la ‘morada del hombre’. El frag-
mento 119 no es para Heidegger una proposición ética sino ontológica.
La verdadera ética es ‘ontología’, o sea, un pensar que afirma la morada

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del hombre en el ser, o que sostiene que la verdad del ser es en el hom-
bre lo primero y más originario.
Con todo lo sugestiva que resulta la propuesta de Heidegger, hay
que apuntar, respecto de la ética, dos cosas. En primer lugar, la inter-
pretación del fragmento es discutible y ha sido de hecho discutida por
filólogos clásicos y por historiadores de la filosofía (discusiones en las
que no corresponde entrar aquí); y, en segundo lugar, aun suponiendo
que la interpretación fuera correcta (es decir, que ella reflejara la inten-
ción del propio Heráclito), sólo indicaría, a lo sumo, que el pensamiento
ético en sentido estricto no se remonta a Heráclito, que es más tardío.
En efecto, muchos piensan que comienza con Sócrates, pensador poco
grato a impugnadores de la ética, como Nietzsche o Heidegger. Pero la
prioridad cronológica de la ontología respecto de la ética no prueba que
ésta tenga que reducirse a aquélla.
El ethos, en todo caso, en su carácter de facticidad normativa, re-
mite siempre a determinados códigos de normas o a (también determi-
nados) sistemas de valores, o a ciertos tipos de concepciones sobre lo
que es moral y lo que no lo es. Que hay una pluralidad de tales códi-
gos, o sistemas o concepciones, es un hecho de experiencia, que puede
ser siempre corroborado. De ese hecho suele arrancar el relativismo
ético, en el que, como veremos, se produce una confusión entre la ‘vi-
gencia’ y la ‘validez’ de las normas o de los principios.
Por ahora simplemente tenemos que tomar nota de esa pluralidad.
Ella es percibida no sólo por medio de la observación metódica, desde la
ética entendida como disciplina particular, sino también por casi todos
los hombres, aunque con tanta mayor claridad cuanto mayor es su ex-
periencia en el tiempo y en el espacio, es decir, cuanto mayor es su ra-
dio de observación espontánea. El viajero percibe esa pluralidad mejor
que quien no se mueve de su aldea natal (aunque puedan mencionarse
al respecto honrosas excepciones), y los viejos la perciben mejor que los
jóvenes. Este tipo de experiencia puede, como dije, conducir al relati-
vismo; pero es también el detonante de la reflexión ética racional, de la
aplicación de la razón a la consideración de los problemas normativos,
de la ‘tematización del ethos’. Cuando se advierte que no todos opinan
unánimemente sobre lo que ‘se debe hacer’, surge la duda, la pregunta
básica acerca de qué se debe hacer, y –en caso de que se obtenga para
ello alguna respuesta- la de por qué se lo debe hacer. Con ese tipo de
preguntas se inicia entonces la ética filosófica, que representa la conti-
nuación sistemática de la tematización espontánea: en ella se procura
explicitar (‘reconstruir’) los principios que rigen la vida moral, es decir,
se intenta fundamentar las normas.
Ahora bien, como la reflexión filosófica se efectúa, a su vez, según
diversos criterios, también allí se mantiene la pluralidad, y es así como
a determinados tipos de ethos les corresponden determinados tipos de
ética. Aristóteles, el primer filósofo que estableció la ética como discipli-
na filosófica autónoma, intenta con ella la fundamentación del ethos de
la ‘eudaimonía’; San Agustín, en cambio, verá lo esencial en el amor

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Antropología y ética

cristiano, Los filósofos modernos -Bacon, Hobbes, Descartes y otros-


tematizan el ethos de la ‘emancipación’, en el que se procura articular
el orden cósmico con el orden político o civil. Kant inaugurará la temati-
zación del ethos de la ‘autonomía’; Hegel, la del ethos de la ‘eticidad
concreta’. Hay una historia de la ética, paralela a la historia del ethos y
en estrecha conexión -aunque no identificable- con ella.
La ética filosófica o ‘filosofía moral’ se desarrolla como un perma-
nente esfuerzo por poner claridad en un fenómeno sumamente comple-
jo, cuya complejidad precisamente ella ha descubierto. La claridad se
logra, por lo pronto, indagando la estructura general del ethos aquello
que es común a las diversas formas y a los diversos tipos de ethos. En
esa estructura convendrá que nos detengamos un poco más en el senti-
do de la ética como ‘tematización del ethos’.

I.3. Sentido de la ‘tematización’


Se pueden dar, y se han dado de hecho, muy diversas definiciones
de ‘ética’, de las cuales pueden tomarse, al azar, los ejemplos que uno
quiera.8 Se verá, entonces, cómo, en líneas generales, estas definiciones

8 “Ética no es lo mismo que moralidad, sino reflexión sobre la moralidad, reflexión que
busca normas, las cuales están ya siempre vividas antes de que se reflexione sobre
ellas. Ética es una teoría de la praxis.” (H.E. Hengstenberg. Grundlegund der Ethik,
Stuttgart, Kohlhammer, 1969, p.17, nota)
“Toda filosofía auténtica debe deducir de sus conocimientos teoréticos los principios
de la conducta vital del individuo y de la orientación de la sociedad. La ciencia en que
ello ocurre es denominada por nosotross ‘ética filosófica’” (W. Dilthey, Sistema de la
ética, Buenos Aires, Nova, 1973, p.9)
“La filosofía moral es una investigación filosófica acerca de normas o valores, acerca
de ideas de justo e injusto, de bien y de mal, de lo que se debe hacer y lo que no se
debe hacer” (D. Raphael, Filosofía moral, México, Fondo de Cultura Económica, 1986,
p.25)
“La ética es una rama de la filosofía, es la filosofía moral o la manera filosófica de pen-
sar en materia de moralidad, de los problemas morales y de los juicios morales.” (W.
Frankena, Ética, México, UTEHA, 1965, p.5)
“Por ‘ética’ se entiende hoy, por lo general en todas partes, la ciencia de la moralidad”
(H. Reiner, Die philosophische Ethik, Heidelberg, Quelle & Meyer, 1964, p.15)
“Si el ethos se encuentra del lado de la observancia de valores e ideales vigentes, con
lo cual permanece necesariamente siempre dentro de la dimensión histórica d elo in-
dividual concreto, la ética tiene en cambio que alegar, mediante reflexión fundamenta-
dora, la prueba de la validez objetiva, suprahistórica, de esos valores y normas” (H.
Kron, Ethos und Ethik, Francfort-Bonn, Athenäum, 1960, p.11)
“Definiremos ‘teoría ética’ aproximadamente como un conjunto de reflexiones contes-
tando, o intentando contestar ciertas cuestines acerca de enunciados éticos” (Richard
Brandt, Teoría ética, Madrid, Alianza, 1982, p.17) Por ‘enunciado ético’ entiende
Brandt un enunciado que contiene frases como ‘es deseable que’, ‘es moralmente obli-
gatorio’, ‘es el deber de uno’, ‘es moralmente admirable’, etc., o bien, “si implica, en-
traña o contradice” enunciados como los anteriores: cf. ídem, pp.17-18)
“Es la teoría (Lehre) filosófica normativa de la acción humana, en tanto ésta se halla
bajo la diferencia de bien y mal” (W. Kluxen, Ethik des Ethos, Friburgo-Munich, K.
Alber, 1974, p.8)
“La teoría que en la historia de la conciencia práctica y de la filosofía moral se presen-
tara como ‘ética’ se adjudica a sí mismo, ante todo, la tarea de caracterizar los patro-
nes de medida o ‘principios’ que rigen la acción y de acuerdo con los cuales son juzga-

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convergen en un concepto: el de la ya mencionada reflexividad de la éti-


ca. Ella es un modo de reflexión que apunta principalmente a dos co-
sas:
1) a fundamentar las normas (o a cuestionar presuntas fun-
damentaciones), y
2) a aclarar lo mejor posible el sentido y el uso de los términos
propios del lenguaje moral.
Ganamos así un grado más de determinación en lo que significa la
'tematización del ethos'. Es una tematización reflexiva, con un doble as-
pecto, que -como luego se verá- corresponde a dos niveles de reflexión
(el de la ‘ética normativa’ y el de la ‘metaética’).
Sin embargo, para entender qué es y cómo se desarrolla una tema-
tización, no basta con indicar que ella abarca, en el caso de la ética, dos
niveles reflexivos: se necesita también, ya antes del análisis de tales ni-
veles y de las diferencias y relaciones entre ellos, discriminar las conno-
taciones propias del neologismo ‘tematización’. Convertir algo en 'tema’,
es decir, en el ‘asunto’ sobre el que ha de versar la ética, puede hacerse
mediante:
1) Explicitaciones: otro neologismo útil, que alude a los procedi-
mientos por medio de los cuales se procura dar expresión a lo que está
implícito o tácito. En ética, la explicitación es la tarea de hacer hablar al
ethos, y su forma específica más importante -a la que nos referiremos
después- es la ‘reconstrucción normativa’.
2) Problematizaciones: no sólo planteamientos de problemas, sino
también descubrimientos de ellos. Las problematizaciones son lo propio
de la actitud crítica en el examen de un tema. Nicolai Hartmann habla-
ba de la ‘aporética’ como momento metodológico, consistente en descu-
brir los problemas (las ‘aporías’). En la ética equivale a asumir las difi-
cultades de comprensión de los elementos del ethos y de las relaciones
entre ellos. Los problemas descubiertos exigen a la razón el esfuerzo de
las investigaciones y las teorizaciones.

dos y evaluadas las acciones, personas, etc.” (F. Kaulbach, Ethik und Metaethik,
Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1974, p.10)
“La ética o filosofía moral, aspira a explicar la naturaleza del bien y del mal. Es impor-
tante porque, nos guste o no, el mundo humano está dominado por ideas acerca de lo
correcto y lo incorrecto y de lo bueno y lo malo” (J. Teichman, Ética social, Madrid,
Cátedra, 1998, p.15)
“La ética es la disciplina filosófica que estudia la dimensión moral de la existencia
humana, es decir, todo cuanto en nuestra vida está relacionado con el bien y con el
mal” (L. Rodríguez Duplá, Ética, Madrid. Biblioteca de Autores Cristianos, 2001, p.5)

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3) Investigaciones: esfuerzos por hallar soluciones posibles a los


problemas. La palabra ‘investigación’ tiene, etimológicamente, el sentido
de ‘ponerse en la huella (vestigium)’, o sea, ‘rastrear’ algo. Sólo se puede
investigar en la medida en que uno se pone a ‘seguir’ el paso de otros,
aunque el sentido de esto sea llegar aun más lejos. En filosofía la ‘hue-
lla’ es el pensamiento ya pensado. Mientras el medio de transmisión de
ese pensamiento sea la escritura, ‘investigar’ equivaldrá sobre todo a
leer. Pero es necesario seleccionar lo que ha de leerse, discriminando lo
esencial de lo insignificante; se requiere entrenamiento adecuado,
aprendizaje de técnicas, manejo de una terminología específica, obten-
ción de información bibliográfica actualizada, etc. La investigación filo-
sófica es una manera de entrar en diálogo con los demás pensadores,
que a su vez elaboran su pensamiento a través de investigaciones. La
investigación se traduce en acopio de información; pero su finalidad
esencial no está en ese acopio, sino en las teorizaciones que esa infor-
mación posibilita.
4) Teorizaciones: elaboraciones de respuestas teóricas (apoyadas en
la investigación) a los problemas descubiertos o afrontados. Raramen-
te se llega a una ‘solución’ (por eso los problemas son ‘aporías’, callejo-
nes sin salida); pero lo regular es que se apunte a ella, a menos que el
problema sea visto como ilusorio, aparente, es decir, como ‘seudopro-
blema’, en cuyo caso la ‘solución’ es reemplazada por la ‘disolución’. En
su sentido originario, la ‘teoría’ (theoría) es un esfuerzo por ver mejor,
un modo de observación, sistemática y detenida, una inspección orde-
nada y consecuente que, aun cuando no llegue a la solución apetecida,
ha de proporcionar al menos una mitigación de la dificultad propia del
problema. Y, como lo ha visto Karl Popper, precisamente cuando una
teoría se revela como ‘falsa’ o ‘errónea’, ello equivale a un progreso en el
conocimiento. Siempre, por tanto, las teorizaciones expresan una exi-
gencia básica de la razón.
5) Ordenaciones (sistematizaciones): no en el sentido de construc-
ción de ‘sistemas’ sino en el de operar ordenada, sistemáticamente, en
cada uno de los pasos de la tematización. Ésta no puede quedar al azar,
ni al arbitrio subjetivo del tematizador. El material disponible tiene que
ser clasificado, por ejemplo, para que sirva de apoyo a una teoría, o pa-
ra que permita aclarar los términos de un problema. El orden en los
procedimientos es también una exigencia racional; las sistematizaciones
constituyen momentos instrumentales, que encierran en sí mismos
problemas muy específicos, ante todo lógicos o metodológicos. La ética,
como las demás disciplinas, tiene que poner atención a esos problemas,
aunque no al punto de olvidar, los problemas éticos en sentido estricto.
Hay que encontrar en cada caso un razonable ‘término medio’ entre el
desentenderse de los detalles metodológicos y el dedicarse exclusiva-
mente a ellos.
6) Meditaciones: toda auténtica reflexión filosófica es a la vez una
‘meditación’, o por lo menos está ligada a alguna. Se puede, y se suele,
‘meditar’ a partir de los resultados de una investigación. Incluso se re-
quiere una meditación qua mediación entre tales resultados y la teoriza-

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ción. Pero en ocasiones es posible comenzar a meditar en un terreno


sin ‘huellas’, y entonces ‘se hace camino al andar’. Sin embargo, hay
que tener en cuenta las relaciones de la meditación con la lectura (los
medievales ya habían visto la meditatio como una ampliación de la lec-
tio). Lo que ocurre es que en la meditación genuina se produce el ha-
llazgo de nuevas ideas, o sea, hay en ella un peculiar apartamiento de lo
leído, un intento de aislar el pensar propiamente dicho de otros trabajos
que suelen ir adosados al pensar, trabajos como los de la lectura, el es-
tudio, la investigación. Decía José Gaos que es muchísimo menos tra-
bajoso leer durante todo un día que pensar durante sólo media hora:
leer es puro darse a un gusto y darse gusto; pensar, darse a un tra-
bajo y darse un trabajo, que no va acompañado de gusto, dígase lo que
se diga de los placeres de la creación, “que son placeres de la concepción
y del dar a luz la obra gestada, pero no placeres de la gestación”.9 Creo
que la acotación de Gaos es correcta; pero creo asimismo que no habría
que pasar por alto el hecho de que la lectura también puede ir aso-
ciada a la actividad del pensar (y por tanto a las ‘meditaciones’), sea
como detonante de alguna meditación, como exigencia de esfuerzo inte-
lectual para su comprensión e interpretación o, en fin como medio para
la autocrítica, necesaria para evitar el modo dogmático al que tienden
las reflexiones monológicas. No está nada mal, metodológicamente, in-
terrumpir a veces una meditación con una lectura oportuna: la ulterior
‘vuelta’ a la meditación hallará a ésta enriquecida en posibilidades. Es-
to se debe, como se verá enseguida, a que el pensamiento racional es
esencialmente dialógico. Incluso la meditación solitaria si se hace con
sentido crítico, consiste en una discusión del pensador consigo mismo,
y ‘gesta' ideas que exigen esencialmente ser discutidas con otros.
7) Discusiones (disputaciones): ya Sócrates había advertido que pa-
ra que el pensamiento ‘dé a luz’ ideas, es necesaria una especie de arte
de obstetricia (mayéutica), consistente en una secuencia de preguntas y
respuestas que ponen en funcionamiento los mecanismos del pensar.
Las preguntas van exigiendo definiciones de conceptos, las cuales ante
nuevas preguntas, se revelan como insuficientes y obligan al in-
terlocutor a intentar nuevas definiciones más precisas. Las preguntas -
que hoy calificaríamos como preguntas ‘críticas’ -están formuladas de
tal modo que le revelan al interlocutor interrogado su propia ignorancia
acerca de un determinado tema. El diálogo, la discusión mediante ar-
gumentos (lo que hoy se llama ‘discurso’), en otros términos, hace des-
cubrir problemas, posibilita la ‘problematización’ y obliga a la ‘teoriza-
ción’. Es sabido que Platón interpretó la mayéutica como anámnesis
(‘reminiscencia’), que equivale a un proceso de evocación de un saber
poseído por cada alma ya antes del nacimiento (cuando hallaba en con-
tacto con las ‘ideas’ o formas eternas). Pero la teoría gnoseológica de la
anámnesis tiene, como señala Nicolai Hartmann poco o nada que ver
con esa imagen mítica, y representa más bien ‘el concepto platónico de

9J. Gaos, Confesiones profesionales, México. Fondo de Cultura Económica. 1958, p.


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lo a priori en el conocimiento’.10 Si la ética filosófica puede ser entendida


como ‘mayéutica de la conciencia moral’, entonces es claro que la ‘tema-
tización del ethos’ alcanza sus formas culminantes en el diálogo, o sea,
en las discusiones o ‘disputaciones’. La ‘dialéctica’ platónica deriva de la
mayéutica socrática, conservando lo esencial de ésta: la concepción me-
todológica según la cual el conocimiento progresa mediante la contra-
posición de una afirmación y la crítica de la misma, que obliga a una
nueva afirmación, etc. La aplicación ética contemporánea de aquel des-
cubrimiento tiene lugar en la ‘ética del discurso’ de pensadores como
Jürgen Habermas y Karl-Otto Apel.

I.4. La reconstrucción normativa


La ética contemporánea ha descubierto el carácter ‘reconstructivo’
de la tematización del ethos. Esto significa que, cuando alguien se ocu-
pa de ética, re-construye elementos propios del ethos. La ‘reconstruc-
ción’ constituye, como lo aclara Habermas, la elaboración sistemática
de un saber pre-teórico.11 Es obvio que para obrar moralmente no se
necesitan conocimientos de ética filosófica. El fondo del ethos, la moral
en su propio y espontáneo funcionamiento, no es algo reservado a los
especialistas que hacen su tematización, sino un patrimonio común de
todos los seres humanos. Precisamente el supuesto más general con el
que trabaja toda tematización del ethos es el de que, en principio, todo
ser humano puede ajustar su obrar a determinadas normas y puede
asimismo juzgar los actos humanos (propios o ajenos) de acuerdo con la
adecuación de tales actos a aquellas normas y a los valores aceptados.
Esto significa que existe un saber moral (al que a su vez corresponde,
como se verá luego, una reflexión moral) de carácter prefilosófico, o sea,
independiente de la tematización como tal. En otros términos, la tema-
tización del ethos sólo es posible a partir del reconocimiento de que el
ethos no depende de esa tematización.
En los procedimientos reconstructivos, en general, se opera casi de
una manera análoga a lo que ocurre en una novela policial: ésta en
realidad no narra una historia, sino que va reconstruyendo un hecho. 0
sea, en tal caso, el crimen cuyo autor se trata de descubrir. La ética
filosófica constituye el esfuerzo sistemático por explicitar un saber que
ya posee todo ser racional dotado de voluntad, un saber que resulta, sin
embargo, imposible de expresar sin el recurso a la terminología y la me-
todología filosóficas. Como ese saber es parte del ethos mismo, la ética,
con su tematización, reconstruye el ethos. Ella es la reconstrucción
normativa crítica de un saber intuitivo, preteórico. La problematización
pone al descubierto la dificultad, hace ver el hecho de que aún ese sa-
ber no es explícito. Pero, justamente, lo hace ver. La problematización
es ya un primer paso reconstructivo. Entonces tiene que comenzar la

10 N. Hartman, ob. cit. p.29: “La filosofía platónica es el descubrimiento histórico del
elemento a priori en el conocimiento humano en general”.
11 Cf. J. Habermas, “Was heisst Universalpragmatik”, en K.O.Apel (Ed.) Sprachprag-

matik und Philosophie, Francfort, Suhrkamp, 1976, p.183.

98
Antropología y ética

investigación: tanto el ético como el detective ‘investigan’, buscan, inda-


gan, comparan, recogen información. Y esa tarea les permite, al cabo,
presentar su teoría, su hipótesis, que someterán, por su parte, a las
discusiones pertinentes. También la lógica, y algunos aspectos de la lin-
güística, constituyen formas de reconstrucción normativa. Hay ciencias
reconstructivas, que tratan de explicitar aquellas normas que, en cada
caso, gozan de un reconocimiento universal. Para Habermas, esas
ciencias son las herederas de lo que antes fue la ‘filosofía trascenden-
tal’. Así, es también reconstructivo, según él, el método de su ‘pragmáti-
ca universal’: ahí se trata de convertir la conciencia implícita de reglas
(un ‘know how’) en una explícita (un 'know that'). A diferencia de Ha-
bermas, Apel aborda la reconstrucción normativa conservando el tras-
cendentalismo, en una ‘pragmática trascendental’.
Digamos, por ahora, que toda reconstrucción normativa es una es-
pecie de ‘saber acerca de un saber’. Es un saber sapiente, en tanto que
el saber sabido (objeto de la reconstrucción) no es realmente consciente
mientras no está reconstruido, y cuando lo está, es decir, cuando se
hace consciente, se confunde con el saber sapiente, el saber de la ética
normativa reconstructiva. Es algo semejante a lo que pasa con el cono-
cimiento de las reglas gramaticales. Este conocimiento (que, en mayor
o menor grado, poseen todos los que han aprendido a hablar su propia
lengua materna) no es consciente, en sentido estricto, mientras no se
apela a la gramática, entendida precisamente como la disciplina que ha
‘reconstruido’ tales reglas.
La reconstrucción normativa es tarea ardua, ya desde su inicio,
porque se ‘conoce’ y, a la vez, no se conoce lo que se trata de recons-
truir: se está cierto de su existencia, de su efectividad, de lo que -como
se verá después- cabe llamar ‘facticidad normativa’; pero no hay una
aprehensión clara, aparecen confundidos los niveles de reflexión, y ni
siquiera se han ‘problematizado’ los aspectos en sí mismos más proble-
máticos. Además, conforme comienza el proceso de reconstrucción,
comienzan también las dificultades exegéticas o hermenéuticas. Cual-
quier criterio interpretativo que pretenda aplicarse requiere una con-
frontación con manifestaciones concretas del saber pre-teórico que se
trata de explicitar. Pero, a su vez, esas manifestaciones sólo pueden ser
consideradas como tales si se recurre a la pre-comprensión, al ‘saber
pre-teórico’, o sea, precisamente a lo que tiene que ser examinado. Es
el ‘círculo hermenéutico’, que volveremos a mencionar a propósito de los
métodos de la ética. Por ahora interesa destacar el hecho de que la re-
construcción normativa progresa a través de sucesivas superaciones de
las dificultades inevitables, y en la medida en que las correcciones ‘cir-
culares’ van reduciendo el campo de lo implícito y aumentando corres-
pondientemente el radio de explicitación.
El esfuerzo representado por la reconstrucción normativa, es decir,
por la ética, no es ocioso sino algo que ‘vale la pena’, como lo había ya
advertido Kant cuando sostuvo que, aunque hay un ‘conocimiento mo-
ral racional común’, presente en todo hombre, resulta no obstante ne-
cesaria la transición a un conocimiento moral filosófico, para evitar la

99
Antropología y ética

seducción de la que el saber ingenuo del deber puede ser víctima por
parte de las naturales inclinaciones. La ‘razón humana’ es empujada -
dice Kant- “no por necesidad alguna de especulación... sino por motivos
prácticos, de su círculo a dar un paso en el campo de la filosofía prácti-
ca”.12
El sentido de la ética depende, en última instancia, de que en el fe-
nómeno del ethos esté incluido ese saber pre-teórico, y de que se trate
de algo que efectivamente es puesto en juego en las decisiones prácticas
de los agentes morales. En su carácter de ‘reconstrucción normativa’,
entonces, la ética filosófica tematiza el ethos, no meramente contem-
plándolo o analizándolo como objeto de estudio, sino configurándose
ella misma, en cuanto forma peculiar de saber, a partir del saber ínsito
en ese objeto de estudio. Con el sentido teórico de la ética se entrelaza
indisolublemente un sentido social: cada agente moral tendría que po-
der reencontrar en ella lo que ya sabía de modo vago, sin poder expre-
sar adecuadamente. Por eso Kant desarrolla su ética como doctrina de
un principio de la moralidad que está presente en todo ser racional bajo
la forma de un factum de la razón.

II. La ética y sus niveles de reflexión


II. 1. Concepto de ‘reflexión’ y sentido de sus ‘niveles’
La reflexión, como vimos, es una intentio obliqua, un acto por el
que el sujeto se convierte en objeto de sí mismo: como en un espejo, se
refleja (y tal es el sentido etimológico del término). Es una autoobserva-
ción de la que tiene que surgir alguna forma de autoconocimiento.
Puede entenderse entonces como una operación que la conciencia hu-
mana lleva a cabo en el marco de su propio carácter de ‘autoconciencia’
o ‘apercepción’. La posibilidad de esa ‘toma de distancia’ con respecto a
lo propio constituye de por sí un problema. Algunos pensadores han
tratado de explicarla desde la antropología filosófica. Helmuth Plessner,
particularmente, la vincula con lo que llama la ‘posicionalidad excéntri-
ca’ propia del hombre. Sostiene que, a diferencia del animal (que tiene
una posición ‘frontal’ respecto de la esfera en que vive, es decir, de su
‘mundo circundante’: Umwelt, y se constituye en ‘centro’), el hombre se
halla siempre en una posición ‘excéntrica’ en relación a su esfera, que
es la del ‘mundo’ (Welt). Pero, además, el animal no tiene ‘vivencia’ del
centro que constituye, o sea, carece de vivencia de sí mismo, mientras
que en el hombre el centro se desplaza, toma distancia y provoca una
especie de duplicación subjetiva: por ejemplo, el hombre siente que ‘es’
cuerpo, pero también que ‘tiene’ cuerpo. De ese modo puede saber so-
bre sí, contemplarse a sí mismo, escindiéndose en el contemplador y lo
contemplado. Tal escisión representa a la vez una ruptura, una hendi-
dura entre el yo y sus vivencias, en virtud de la cual el hombre queda
en dos lados a un mismo tiempo, pero también en ningún lado, fuera
del tiempo y del espacio. Al encontrarse simultáneamente en sus ‘esta-
12I. Kant. Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Trad. García Morente,
Madrid, Espasa Calpe, 1967, p.46.

100
Antropología y ética

dos’ y ‘frente a sí mismo’, como objeto, su acción vuelve también cons-


tantemente sobre sí: el hombre se hace a sí mismo. Tiene que vivir ‘con-
duciendo su vida’, ya que, de modo permanente e ineludible, se encuen-
tra con esa vida.
Se puede poner en duda, sin embargo, que siempre, absolutamente
siempre (o, al menos, en todos sus estados conscientes) el hombre esté
en actitud ‘reflexiva’. 0 quizá haya acaso que distinguir también aquí un
sentido estricto y un sentido lato. Este último abarcaría ese permanen-
te ‘encontrarse’ del hombre con su propia vida, así como la conciencia
de conducir esa vida. Podría entenderse ‘reflexión’, en sentido lato, por
otra parte, como toda forma de ‘meditación’ (aunque el objeto de una
meditación determinada no fuera algo del propio sujeto meditante). En
sentido estricto, en cambio, reservaríamos la palabra ‘reflexión’ para los
casos en que es ‘clara y distinta’ la actitud en que el pensamiento, me-
diante un giro de ciento ochenta grados, por así decir, se vuelve sobre sí
mismo. Una cosa es mostrar cómo la reflexión (en sentido estricto) es
‘posible’. Otra, muy distinta, sostener que ella es ‘inevitable’. Creo que
hay que admitir también la existencia de estados prerreflexivos de la
conciencia humana, estados en que la atención está totalmente volcada
hacia ‘afuera’, hacia lo otro de sí, y en que, sin que se haya perdido la
‘posicionalidad excéntrica’, se adopta una -al menos provisoria- posición
‘frontal’. Pero lo que posibilita la reflexión no es sólo la ‘posicionalidad
excéntrica’. Esta constituye sin duda un factor fundamental y necesa-
rio, pero no suficiente. No basta comprender que uno no es el ‘centro’
del mundo, sino una ‘perspectiva’ sobre él, junto a otras innumerables
perspectivas. Para que la reflexión en sentido estricto, y, sobre todo, la
reflexión deliberada, se haga posible, tiene que haberse producido la
contraposición con otras perspectivas, el intercambio comunicativo con
ellas. Es decir, tiene que haber diálogo, y especialmente tiene que ha-
ber diálogo argumentativo, tiene que haber ‘discurso’.
La cuestión que nos interesa ahora es la de los ‘niveles’ de refle-
xión. De nuevo nos valemos de una imagen metafórica, y podemos
pensar entonces lo ‘prerreflexivo’ como un plano, o estrato, o nivel, por
‘encima’ del cual se establecen distintos planos, estratos o niveles ‘refle-
xivos’. El primero de éstos corresponde a la reflexión espontánea, natu-
ral, cotidiana. De ese nivel resulta fácil distinguir el nivel propio de la
reflexión voluntaria e intelectualmente deliberada, sistemática, ordena-
da, atenta incluso a pautas metodológicas. Ahí estamos ya en la razón
reflexiva, o, si se prefiere, en la reflexión raciocinante. En ambos nive-
les estamos, sin embargo, volviendo la atención sobre nosotros mismos,
sobre algo que nos es propio, ya sea como individuos o como especie. Y
eso lo expresamos lingüísticamente. Otro nivel de reflexión posible, en-
tonces, es el de la atención vuelta precisamente hacia esa expresión lin-
güística, y que tiene que expresarse en un ‘metalenguaje’. Y aun pode-
mos imaginar un cuarto nivel, en el que la reflexión, paradójicamente,
toma ya tanta distancia, que parece ‘enderezar’ la intentio, o sea, deja de
ser, precisamente, una reflexión. Veamos cómo funciona esto en el caso
del ethos.

101
Antropología y ética

II. 2. Ethos pre-reflexivo y ethos reflexivo


Las diferencias de nivel de reflexión no deben interpretarse como
diferencias axiológicas: no se trata de que unos niveles sean ‘mejores’
que otros. Las diferencias aluden a las maneras de operación reflexiva,
a lo que se busca con ellas, y, particularmente ahora en el caso de lo
ético, al grado de normatividad presente en la reflexión.
Recordemos que el ethos es un conglomerado de creencias, actitu-
des, costumbres, códigos de normas, etc. Quizá en un sentido lato todo
ello pueda concebirse como ‘reflexivo’; pero en sentido estricto es prefe-
rible distinguir lo ‘reflexivo’ como una sección especial del ethos. Ha-
blaremos, entonces, de ethos ‘pre-reflexivo’ y de ethos ‘reflexivo’. En el
primero nos encontramos con la normatividad pura, no cuestionada
aún, la conducta ajustada a determinadas normas, simplemente, y las
maneras de juzgar dicha conducta, especialmente cuando ésta se apar-
ta de aquellas normas. Incluso pueden incluirse aquí ciertos aspectos
de la prédica moral. Sin embargo, todo esto, en tal estado de ‘pureza’
(en el sentido de ausencia de toda reflexión), sólo puede corresponder a
un sector diminuto en el complejo conglomerado del ethos, porque en
todos esos elementos siempre pueden surgir dudas, o la necesidad de
reforzar los propios juicios morales. Particularmente la prédica no pue-
de permanecer siempre sin reflexión. Ocurre así que, casi insensible-
mente, se pasa de ese nivel ‘pre-reflexivo’, a un primer nivel de reflexión.
Se trata aquí de una reflexión elemental, espontánea, que surge a con-
secuencia de discrepancias morales. Es el tipo de reflexión que va ado-
sado a la toma de conciencia de que el otro no juzga exactamente como
yo. En el ethos hay certezas, pero también hay dudas. La actitud de
‘pedir consejo’, por ejemplo, porque, aunque se conocen las normas, no
se sabe cómo aplicarlas a tal situación concreta -o porque no se sabe
cuál norma habría que aplicar ahí-, y, sobre todo, la actitud de brindar
ese consejo solicitado son actitudes que van necesariamente acompa-
ñadas de un tipo de reflexión que podemos llamar ‘reflexión moral’. Un
segundo nivel está constituido por las reflexiones que es necesario
desarrollar cuando no nos conformamos ya con saber, o con decir, qué
se debe hacer, sino que nos planteamos la pregunta ‘por qué’, y trata-
mos de responderla. Ahí se toma conciencia de que la reflexión no sólo
es ineludible, sino también de que hay que desarrollarla racional y sis-
temáticamente. Ese desarrollo equivale ya a una ‘tematización’. 0 sea,
entramos ya en la ‘ética’. La búsqueda de fundamentos de las normas y
la crítica de aquellas normas que no nos parecen suficientemente fun-
damentadas son las tareas más características de este segundo nivel
que constituye la ‘ética normativa’. Todo está aquí, aún, impregnado de
normatividad (en sentido lato, normas y valores). Se sigue utilizando
un lenguaje expresamente valorativo. Pero se apela a la razón, a los
argumentos en favor o en contra de determinadas normas. Consciente
o inconscientemente, en este nivel de reflexión se hace filosofía práctica,
ética. Hay, entonces, normatividad, pero, a diferencia de lo que ocurría
en lo pre-reflexivo o en la reflexión moral, lo normativo es cuestionado;
no hay normas ni valoraciones ‘sacrosantas’. Un tercer nivel es el de la

102
Antropología y ética

‘metaética’, o sea, un tipo de reflexión que analiza el significado y el uso


de los términos morales. La metaética constituye un ‘metalenguaje’ con
respecto al lenguaje normativo. En principio, pues, pretende ser ya una
reflexión no-normativa, sino ‘neutral’. Ya vimos que esa pretensión qui-
zá no puede justificarse; pero al menos es una pretensión real, y es ob-
vio, en todo caso, que no puede haber ahí el mismo grado de normativi-
dad que se da en los niveles anteriores. Finalmente, existe un cuarto
nivel de reflexión ética, consistente en observar el fenómeno moral des-
de una posición lo más posible apartada de él. Se intenta, simplemen-
te, describir la ‘facticidad normativa’. No se toma posición respecto de
si algo está ‘bien’ o ‘mal’, ni si ‘se debe’ o ‘no se debe’ hacer. Sólo se di-
ce cómo es; se investiga qué se cree que se debe hacer, se comprueba
cómo se comportan los seres humanos. No es una labor filosófica, sino
‘científica’: es parte de la labor de la antropología, o de la psicología, o
de la sociología, etc. A este nivel de reflexión (que, desde luego, también
reclama para sí la neutralidad valorativa) lo llamamos ‘ética descriptiva’.
Aquí no sólo ha disminuido el grado de normatividad, sino que, por la
distancia que se abre entre el observador y lo observado, también pare-
ce desvanecerse, desdibujarse el carácter ‘reflexivo’.
Vamos a ver con más detalles estos cuatro niveles, que quedarán
representados, por lo pronto, en el siguiente esquema:

103
Antropología y ética

II. 3. Visión panorámica de los cuatro niveles de reflexión ética

El esquema de las circunferencias concéntricas señala, en el círcu-


lo central, cuatro aspectos generales constitutivos del ethos:
1) El ethos pre-reflexivo, o sea, el conjunto, no tematizado ni
cuestionado, de creencias morales, actitudes morales, códigos de nor-
mas, costumbres, etc. Es el fenómeno moral básico, del que participa-
mos necesariamente todos los seres racionales; el ‘piso’ desde el que en
todo caso se inicia cualquier reflexión sobre cuestiones morales.
2) Fundamentos (‘principios’) de normas y valoraciones. Dan
lugar a tareas de ‘fundamentación’ y ‘crítica’. Ellas requieren ya una
reflexión más fina y sistemática que la mera ‘reflexión moral’.
3) La ‘semiosis’ del ethos, es decir, el lenguaje específico en el
que se expresa lo normativo y lo valorativo. La reflexión sobre la semio-
sis no puede ser ya expresada en el mismo lenguaje, sino que tiene que
serlo desde un ‘metalenguaje’.
4) La ‘facticidad’ normativa como tal, es decir, la realidad em-
pírica de las creencias, las actitudes, las costumbres, los códigos, etc.;
los aspectos objetivos de ese fenómeno, incluyendo los actos de refle-
xión sobre el mismo. La ‘reflexión’ sobre este aspecto no tiene carácter
filosófico, sino científico (como en la investigación que puede hacer un
antropólogo acerca de las costumbres de una determinada etnia).
En la primera corona que sigue al círculo central están ubicados
los cuatro niveles de reflexión respectivos.
La segunda corona permite separar las dos formas de reflexión
‘normativa’ de las dos formas ‘neutrales’. Habría que aclarar, en el pri-
mer caso, expresamente normativa, y, en el sentido, pretendidamente
neutral. La última y más amplia corona, finalmente, permite distinguir
las dos formas de reflexión filosófica (ética normativa y metaética) de las
dos no-filosóficas (la reflexión moral, que es prefilosófica, y la ética des-
criptiva, que es, más que reflexión, una modalidad de observación cien-
tífica).
Es necesario aclarar, de todos modos, que el gráfico sólo propor-
ciona una primera aproximación, una visión panorámica de los niveles
de reflexión. No hay que pensar esas divisiones como los ‘comparti-
mientos estancos’ de los buques, que no se conectan entre sí (para que
el buque siga flotando aunque alguno de ellos se haya anegado). En el
esquema, por el contrario, las secciones están intercomunicadas: los
niveles con frecuencia se entremezclan, y sus límites son más bien difu-
sos. No es imposible, por ejemplo, que una reflexión de ética normativa
se refiera a aspectos semióticos, o que una de metaética aluda a algo
fáctico, o que una de ética descriptiva haga ‘excursiones’ por el campo
de la fundamentación, etc. El gráfico registra, por así decir, lo que
constituye las incumbencias prima facie de cada nivel de reflexión.

104
Antropología y ética

La distinción de niveles ha sido destacada, en el siglo XX, particu-


larmente por la ética analítica anglosajona, aunque hay que señalar
también que, en la gran mayoría de los casos, ésta ha carecido de visión
clara para la diferencia entre la mera ‘reflexión moral’ y la ‘ética norma-
tiva’. Curiosamente, esa diferencia había sido descubierta ya en la an-
tigüedad. Epicteto, por ejemplo, distinguía explícitamente, aunque no
les diera esos nombres, los niveles que hoy llamaríamos ‘moral’, ‘ético-
normativo’ y ‘metaético’. Vale la pena reproducir el fragmento de su En-
cheiridion donde registra esa distinción:
La primera y la más necesaria parte de la filosofía es la que
trata del uso de los preceptos; por ejemplo, no mentir. La se-
gunda es la que trata de las demostraciones; por ejemplo, la
razón de por qué no se ha de mentir, y la tercera es la que con-
firma y examina las otras dos partes; por ejemplo, dice por qué
la tal cosa es demostración y también enseña lo que es demos-
tración, consecuencia, disputa, verdad, falsedad y todo lo de-
más. La tercera parte sirve para la segunda y la segunda para
la primera. Pero la primera... es la más necesaria y es aquella
a que nos debemos aplicar más particularmente.
Desde luego, esto no es exactamente lo mismo que se distingue
en el pensamiento contemporáneo. Habría que señalar, por ejemplo,
que Epicteto (fiel así a la tradición helenística-romana) consideraba ‘fi-
losófica’ la que vengo llamando ‘reflexión moral’ (el uso de los precep-
tos). En lugar de ‘metaética’, por otro lado, veía el tercer nivel como una
especie de lógica general; y, finalmente, no advertía el nivel de la ‘ética
descriptiva’. Pero es sumamente notable el hecho de que haya deslin-
dado esos tres niveles que sin duda se aproximan mucho al sentido de
los tres primeros del esquema aquí presentado.
Los analíticos contemporáneos suelen hablar también de tres ni-
veles; pero incluyendo entre ellos al de la ética descriptiva y excluyendo,
en cambio, el de la mera reflexión moral. Lo grave de esto es que en-
tonces le adjudican a la metaética la función fundamentadota de nor-
mas y, en correspondencia con ello, le sustraen a la ética normativa to-
do carácter filosófico. La confusión procede del hecho de que la me-
taética es la instancia desde la cual puede fundamentarse la ética nor-
mativa, es decir, que la metaética tiene que decidir sobre la validez de
los criterios de fundamentación de normas.
Los cuatro niveles pueden, en general, distinguirse muy fácilmen-
te por el tipo de pregunta que cada uno trata de responder:
1. (Reflexión moral): preguntas del tipo: ‘¿Debo hacer X?’
2. (Ética normativa): preguntas del tipo: ‘¿Por qué debo hacer X?’
3. (Metaética): preguntas del tipo: ‘¿Está bien planteada la pre-
gunta anterior?'’ (y ‘¿Por qué sí o por qué no?’)
4. (Ética descriptiva): preguntas del tipo: ‘¿Cree A que debe hacer
X?’ (donde ‘A’ puede ser un agente individual, un pueblo, una cultura,
un grupo religioso, etc.).

105
Antropología y ética

Podríamos decir, siempre en sentido muy general, que las pregun-


tas del primer tipo solicitan un consejo; las del tipo 2 piden justificación
o sea, fundamentos normativos; las del tipo 3 demandan aclaraciones
sobre significados y usos de los términos normativos, y las del tipo 4
reclaman concretas informaciones descriptivas.
Otra distinción que podemos hacer es la que resulta de comparar
los cuatro niveles con lo que ocurre respecto de una obra de teatro o de
cine:
Nivel I (reflexión moral): (comparable a) las indicaciones que da el
director a los actores.
Nivel 2 (ética normativa): (comparable a) la fundamentación y/o
las consideraciones críticas de tales indicaciones; incluso las discusio-
nes que los actores pueden tener con el director en tal respecto.
Nivel 3 (metaética): (comparable a) el análisis técnico de las ex-
presiones teatrales (o cinematográficas).
Nivel 4 (ética descriptiva): (comparable a) lo que ve el espectador y
describe el crítico de teatro (o de cine).
Como creo que la discriminación clara de estos cuatro niveles se
ha convertido en una conditio sine qua non para la adecuada ‘tematiza-
ción’ del ethos, insistiré aún un poco más en el asunto, mediante algu-
nas acotaciones sobre cada uno de ellos y confrontaciones de cada uno
con los demás.

II. 4. La reflexión moral


Ya indiqué cómo desde el ‘ethos pre-reflexivo’ se pasa casi insen-
siblemente a este primer nivel de reflexión. El pasaje puede hacerse de
diversas maneras: en la prédica, en la exhortación, en el consejo, en el
enjuiciamiento de una acción, en el esfuerzo por alcanzar la formula-
ción precisa de una norma situacional, etc., etc. Aunque no toda in-
fluencia del lenguaje (hablado o escrito) sobre la acción puede ser en-
cuadrada en el ámbito del ethos o fenómeno moral, lo cierto es que la
reflexión moral se traduce siempre en algún tipo de semejante influen-
cia. Dice J. Hospers que “se puede conseguir que la gente actúe de
cierta manera a través de consejos morales, exhortaciones, persuasión,
sermones, propaganda, hipnosis o psicoterapia” y aclara a continuación
que nada de eso concierne a la ética: ésta tiene, según Hospers, la fun-
ción de hallar la verdad acerca de esas cuestiones, y no la de impulsar
la ejecución de determinadas acciones. Esto parecería un esbozo de
distinción entre la reflexión moral y la reflexión propia de la ‘ética nor-
mativa’; pero en realidad no lo es. La reflexión moral influye sobre la
acción y justamente por eso concierne a la ética; y ésta, por su parte,
como veremos después, ejerce una peculiar influencia indirecta sobre la
acción.
La reflexión moral es practicada especialmente por el predicador
de moral, el ‘moralista’. Aunque la prédica, como tal, no sea esencial-

106
Antropología y ética

mente reflexiva, el moralista necesita de la reflexión para reforzar su


poder persuasivo. No tenemos que pensar necesariamente al moralista
como un predicador profesional, o como alguien dedicado permanente-
mente a ‘moralizar’. Todo ser humano puede ser moralista, al menos
por momentos, cada vez que dice a otros lo que deben o lo que no deben
hacer. Para ello suele ser imprescindible algún grado de reflexión.
Es obvio que, en nuestro tiempo, la imagen del ‘moralista’ está
desacreditada, pues suele vinculársela o bien a la ingenuidad o bien a
la hipocresía. El ‘moralismo’, la ‘moralina’, etc., son efectivamente de-
formaciones del ethos, que evocan cierto rigor moral artificial, propio,
por ejemplo, de la época victoriana, y referido particularmente a la regu-
lación de relaciones sexuales. Pero no toda ‘reflexión moral’ se desen-
vuelve en el marco de la ‘moralina’. La reflexión normativa (en sentido
lato, es decir, tanto normativa como valorativa) es parte constitutiva del
ethos, y representa a menudo el punto de arranque de las reflexiones de
ética normativa, en virtud de que, como ya se vio, esas partes no son
'compartimientos estancos'. También el rechazo de la ‘moralina’, el re-
chazo de la hipocresía, requieren reflexión moral. Hay un ‘arte de vivir’,
que se alimenta de reflexiones morales y que no es desfiguración del
ethos. En otras épocas, como se vio en el ejemplo de Epicteto, había
alcanzado incluso categoría de pensar filosófico. En nuestro tiempo, la
reflexión moral, adecuadamente ‘ilustrada’ por la ética normativa y por
la información científica sobre determinadas estructuras situacionales,
forma parte de la llamada ‘ética aplicada’, a la que nos referiremos des-
pués.

II. 5. La ética normativa


En este nivel de reflexión la atención está dirigida, deliberada y
conscientemente, a la cuestión de la validez de los principios morales.
Aquí está presente la razón, y es ella la que tematiza el ethos, en todos
los sentidos que hemos atribuido a la palabra ‘tematización’. La ética
normativa es la búsqueda de los fundamentos de las normas y de las
valoraciones. Dicha búsqueda va asociada indisolublemente a la crítica,
es decir, al permanente cuestionamiento de cada fundamentación.
Fundamentación y crítica son tareas opuestas (ya que aquélla apunta a
sostener, consolidar, y ésta, por el contrario, a conmover, a demoler),
pero, a la vez, complementarias (porque la consolidación será tanto más
firme cuanto más embates pueda resistir).
Tanto la fundamentación como la crítica son tareas filosóficas. El
desarrollo de tales tareas, y del correspondiente nivel de reflexión, es
índice de que la reflexión moral, la mera reflexión moral, por sí sola, re-
sulta insuficiente. Esto es lo que Kant ha visto muy bien, y que testi-
monio en el siguiente fragmento:
¡Qué magnífica es la inocencia! Pero ¡qué desgracia que no se
pueda conservar bien y se deje fácilmente seducir! Por eso la
sabiduría misma -que consiste más en el hacer y el omitir que

107
Antropología y ética

en el saber- necesita de la ciencia, no para aprender de ella,


sino para procurar a su precepto acceso y duración.
Esa ‘ciencia’ que menciona Kant es, precisamente, la ética norma-
tiva. Hay sin duda un ‘saber’ moral prefilosófico; ese saber se vincula a
la ‘facultad práctica de juzgar’, y permite decir qué es bueno y qué es
malo, y qué se debe hacer y qué no se debe hacer. Es un saber natural
del hombre, un saber espontáneo, que está ya en el ethos pre-reflexivo y
que se complementa, en todo caso, con la ‘reflexión moral’. Es, pues,
un saber que no necesita de la filosofía, ni de todo el esfuerzo y la eru-
dición que ésta implica. Es decir, no necesitaría de ella si no fuera por
su ‘debilidad’; si no fuera porque resulta fácilmente ‘seducible’ por la
‘inclinación’, como dice Kant (o por las ‘racionalizaciones’, como diría
hoy un psicoanalista). Aquel saber ‘natural’, ‘espontáneo’, ‘prístino’
(original), o como se lo quiera llamar, presente en todos los hombres, es
siempre lo básico, es absolutamente necesario, pero resulta difuso, y
sucumbe con frecuencia a lo que Kant llama una ‘dialéctica natural’,
por la cual se tiende a cuestionar el carácter riguroso del deber y a
acomodarlo a nuestros deseos o intereses. En otros términos: la ética
normativa (filosófica) se hace necesaria porque el hombre, junto a su
saber moral, tiene también la tendencia a engañarse a sí mismo. La
reflexión ético-normativa, sistemática, operando con argumentos racio-
nales, impide, o al menos dificulta, obstaculiza ese engaño. Además,
como ya vimos, la ética es precisamente un esfuerzo ‘reconstructivo’ de
ese saber. Es el procedimiento que permite hacerlo explícito, claro, li-
bre de ambigüedades que pueden desfigurarlo.
El pensamiento positivista, en sus diversas variantes, ha cuestio-
nado siempre el derecho de la ética normativa a erigirse en saber rigu-
roso. El gran prejuicio positivista consiste en suponer que sólo las
‘ciencias positivas’ revisten ese carácter, y que todo lo ‘normativo’ es
una cuestión subjetiva, algo así como una ‘cuestión de gustos’ (y de
gustibus non est disputandum). Ahí, en ese prejuicio, reside la razón de
por qué la filosofía analítica -que mantiene siempre algún lastre de posi-
tivismo- suele ignorar la diferencia entre la mera ‘reflexión moral’ y la
‘ética normativa’. Pese a la conciencia que la filosofía analítica tiene de
la importancia de distinguir los niveles reflexivos, incurre con frecuen-
cia en la misma falacia. Pero la ética normativa no es cuestión de gus-
tos. Ella es también ‘ciencia’, en el sentido amplio de ese vocablo; es
decir, ella puede conducir, si opera sistemáticamente y con metodología
adecuada, a conocimiento auténtico.
Lo que el positivismo niega es la ‘posibilidad’ de la ética normati-
va, o, más exactamente, su ‘legitimidad’. Para tal negación suele apo-
yarse (y en esto el positivismo viene a coincidir con el relativismo) en el
hecho de que existe una gran variedad de códigos normativos. De esa
variedad se infiere, precipitadamente, que las normas no son funda-
mentables, y por lo tanto, que es ‘imposible’ una disciplina ocupada
precisamente en fundamentar las normas. Se piensa entonces que todo
intento de hallar semejantes fundamentos es un intento arbitrario. En
la historia de la filosofía se han dado, en efecto, teorías arbitrarias, ab-

108
Antropología y ética

solutistas; pero también es arbitrario meter todo, sin la menor discrimi-


nación crítica, en una misma bolsa. La ética normativa genuina, sin
embargo, no elabora teorías dogmáticas o absolutistas, sino que opera
con criterios críticos. Dispone, desde luego, de respuestas racionales
para explicar el hecho de la pluralidad de códigos normativos (por ejem-
plo, la distinción entre normas 'básicas’ y normas ‘derivadas’, o argu-
mentos con los que puede demostrar que la ‘tolerancia’ no es la actitud
coherente con el relativismo, sino, precisamente, un criterio normativo
objetivo y, por ende, fundamentable, etc., etc.). Pero no podemos entrar
ahora en eso. El mayor prejuicio positivista, además, no reside en ne-
gar la fundamentación, sino en la recalcitrante identificación de lo ‘obje-
tivo’ con lo ‘descriptivo’, y la consecuente remisión de lo ‘normativo’ a
‘cuestión de gustos’. Lo que ahí no se advierte -y que ha sido puesto de
relieve en los últimos años por la ética del discurso- es que lo ‘descripti-
vo’ tiene que ser en cada caso demostrado por medio de argumentos, y
los actos de argumentación ya suponen necesariamente, como condi-
ción de posibilidad, afirmaciones normativas, afirmaciones que tienen
que ver con ese ‘saber’ originario que es constitutivo del ethos y que la
ética normativa se ocupa en ‘reconstruir’. No sé si tendrá, en definitiva,
algún asidero el viejo tópico de que de gustibus non est disputandum
(sobre gustos no hay disputas), pero puedo afirmar que de moribus est
dispuntandum (sobre costumbres hay disputas) y esto quiere decir, pre-
cisamente, que la ética normativa es ‘posible’.
Nos detendremos un instante en la confrontación del nivel de re-
flexión ético-normativo con el de la reflexión moral. Dicha confronta-
ción puede hacerse, sin ulteriores explicaciones, mediante el esquema
siguiente:
CONFRONTACIÓN DE REFLEXIÓN MORAL Y ÉTICA NORMATIVA
REFLEXIÓN MORAL ÉTICA NORMATIVA
Presupone principios y procura aplicar- A partir de las situaciones, busca los
los a las situaciones principios
Pregunta qué se deber hacer Pregunta por qué se debe hacer lo que
recomienda la norma o la reflexión moral
Juzga sobre el carácter (o valor) moral de Indaga el fundamento de los juicios mo-
actos particulares rales
Es un ‘saber’ prefilosófico Es un ‘saber’ filosófico
Reclama respuestas situacionales Reclama respuestas (universalmente)
válidas
Es un ‘saber’ imprescindible para el recto No es imprescindible para el recto obrar
obrar
Es espontánea, asistemática Es reflexión sistemática
Es acrítica Tiene que ser crítica
Es un saber prístino, apoyado en lo ‘pre- Es ‘reconstructiva’
reflexivo’

109
Antropología y ética

COINCIDENCIAS
Son reflexión normativa
Se expresan en lenguaje normativo
Son endógenas con respecto al ethos

II. 6. La metaética
Podemos ilustrar el sentido de la metaética con un ejemplo muy
concreto y muy próximo: casi todo lo que hemos venido haciendo hasta
ahora en estas páginas, y particularmente estas referencias a los niveles
de reflexión, y las comparaciones entre ellos, se inscribe en el nivel re-
flexivo de la metaética. No hay que confundir la metaética con la ética
analítica, aun cuando la ética analítica haya restringido sus reflexiones
casi exclusivamente al nivel metaético. Lo que califica a la ética ‘analí-
tica’ como tal es su metodología (y su orientación consistente quizá en
exagerar esa metodología y en atenerse sólo a ella), mientras que el tér-
mino ‘metaética’ -acuñado, es cierto, en el seno de la filosofía analítica-
designa un nivel de reflexión en el que pueden utilizarse también méto-
dos no analíticos, y en el cual trabajó de hecho la filosofía práctica
(además de hacerlo en el nivel normativo) desde la antigüedad, aunque
no fuera consciente de ello y aunque no existiera esa designación.
Incluso hablar, como lo estamos haciendo ahora, acerca de la me-
taética, es también una forma de hacer metaética. Esta se expresa en
todo ‘metalenguaje’ cuyo referente es algún aspecto lingüístico del et-
hos, y uno se mantiene asimismo en el nivel metaético cuando señala
que el ethos comprende, junto a su dimensión fáctica (la ‘facticidad
normativa’), una dimensión semiótica o lingüística. Podemos decir que
hay en el ethos, o sea, en el fenómeno moral, siempre un factum y un
dictum; o, como lo expresa Abraham Edel, hay una moralidad ‘operante’
y una moralidad ‘verbal’.
La metaética implica, por parte de quien la practica, un peculiar
esfuerzo de distanciación con respecto a la facticidad normativa en la
que necesariamente está inmerso. Esto significa: un cambio importan-
te en relación con los otros niveles de reflexión que hemos venido consi-
derando. Quizá sea imposible despojarse totalmente de la normatividad
(y seguramente es imposible despojarse de los supuestos normativos);
pero, en la misma medida en que la tematización toma distancia de lo
tematizado, está presente en ella la pretensión de neutralidad (normati-
va y valorativa). El pensar metaético, según Frankena,
no consiste en investigaciones y teorías empíricas o históricas,
ni implica el establecer o defender cualesquier juicios normati-
vos o de valor. No trata de responder a preguntas particulares
o generales acerca de qué sea justo, bueno u obligatorio. Sino
que trata de contestar a preguntas lógicas, epistemológicas o
semánticas por el estilo de las siguientes: ¿Cuál es el sentido o
el empleo de las expresiones ‘(moralmente) justo’, o ‘bueno’?
¿Cómo pueden establecerse o justificarse juicios éticos y de va-

110
Antropología y ética

lor? ¿Son éstos siquiera susceptibles de justificación? ¿Cuál es


la naturaleza de la moralidad, la distinción entre lo moral y lo
amoral y el significado de ‘libre’ o ‘responsable’?
Frankena es un pensador analítico, y, como tal, cuando distingue
los niveles, los reduce a tres (no separa la reflexión moral de la ética
normativa). Pero, a diferencia de otros analíticos, no comparte la idea
de que sólo la metaética merezca la calificación de ‘filosófica’. Sostiene,
por el contrario, que la ‘Ética’ o ‘Filosofía moral’ abarca tanto la me-
taética como la ética normativa, si bien esta última sólo cuando “se re-
fiera a cuestiones generales acerca de lo que es bueno o justo, y no, en
cambio, cuando trata de resolver problemas particulares”. Frankena
está, pues, muy cerca del reconocimiento de que la ética normativa y la
reflexión moral son dos niveles distintos: él llama ‘ética normativa’ a
ambos, pero distinguiendo ahí la referencia a cuestiones generales de la
referencia a cuestiones particulares.
Richard Brandt admite que la ética normativa no sólo se propone
la formulación de principios éticos válidos (ya sean abstractos o concre-
tos), “sino también una defensa o justificación de la aceptación de di-
chos principios”. No comete, pues, ese otro error frecuente que consiste
en adjudicar a la metaética la función de fundamentar las normas mo-
rales. Lo que sí corresponde a la metaética es examinar la validez de los
argumentos que se utilizan para aquella fundamentación que lleva a
cabo la ética normativa. Las tareas propias de la metaética, en definiti-
va, serían, para Brandt:
1) Establecer el método correcto para fundamentar los enun-
ciados éticos normativos (yo agregaría que también establecer el método
correcto para sí misma, según el problema concreto que ella plantee).
2) Establecer el significado de los términos y enunciados éticos
(decidir, por ejemplo, si tales enunciados son descripciones de algo, o
predicciones, o explicaciones, o mandatos, o recomendaciones, o meras
exclamaciones, o si acaso, como sostiene Nowell-Smith, son ‘multifun-
cionales’, etc.).
Con esas dos tareas está estrechamente relacionada la cuestión
de la validez de las proposiciones normativas, y es ésta la razón de que
la reflexión ético-normativa y la reflexión metaética a menudo se en-
cuentren entre sí. Tales ‘encuentros’ o confluencias, sin embargo, posi-
bilitados -de nuevo- porque no se trata de ‘compartimientos estancos’,
no deben hacer olvidar que constituyen dos niveles distintos de refle-
xión. La metaética, en síntesis, es el esfuerzo racional por aclarar todo
lo que ‘dice’ la reflexión moral y todo lo que ‘dice’ la reflexión ético-
normativa. Por eso convendrá, ahora, confrontarla esquemáticamente
con esos otros dos niveles.

111
Antropología y ética

CONFRONTACIÓN DE REFLEXIÓN MORAL Y METAÉTICA


REFLEXIÓN MORAL METAÉTICA
Es netamente normativa Tiene pretensión de neutralidad
Es prefilosófica Es filosófica
Es endógena (desde el ethos) Es exógena (desde lo extraético)
Examina las propias creencias morales Examina la semiosis del lenguaje moral

CONFRONTACIÓN DE ÉTICA NORMATIVA Y METAÉTICA


ÉTICA NORMATIVA METAÉTICA
Es endógena y normativa Es exógena y ‘neutral’
Intenta fundamentar normas y/o valora- Analiza los criterios de fundamentación
ciones de normas y/o valoraciones
Usa los términos éticos (es lenguaje- Menciona los términos éticos (es meta-
objeto) lenguaje)
Establece criterios para juzgar la morali- Establece criterios para juzgar la validez
dad de los actos de enunciados morales y ético-
normativos
COINCIDENCIAS
Son filosóficas

II. 7. La ética descriptiva


La ‘ética descriptiva’ (a la que se puede llamar también ‘metamo-
ral’) es el nivel de reflexión ‘exógeno’ por excelencia. Esto quiere decir
que la intentio reflexiva proviene de afuera del ethos, a diferencia de lo
que ocurre en la reflexión moral y la ético-normativa, donde la intentio
proviene del ethos mismo. En la ética descriptiva, dijimos, la reflexivi-
dad, en sentido estricto, se desvanece. Sólo se mantiene en el sentido
de que el observador es un ser humano y, por tanto, está imbuido de
ethos; pero ese acto de observación no es un acto ‘ético’, no es un ele-
mento de ethos como tal; el ethos es objeto, pero no sujeto de la obser-
vación; su función es pasiva, no activa.
En la reflexión moral y en la ético-normativa nos comportamos
como pertenecientes al ethos. Nuestro reflexionar es allí, por así decir,
parte del acontecer del ethos. Ocurre algo semejante a lo que hacemos
al mirarnos en un espejo: la imagen reflejada es la imagen del que está
mirando la imagen. En la ética descriptiva, en cambio, no nos vemos
mirar. Aunque eso que vemos sea algo de lo cual, de alguna manera,
participamos, no participamos en ello mediante ese acto de observación.
Es más bien como si contempláramos una fotografía o viéramos una
película de cine. En este nivel nos colocamos fuera del edificio del et-
hos, aun cuando efectuemos un sondeo de su interior. Simplemente
observamos, y describimos lo que vemos. A esto podemos llamarlo,

112
Antropología y ética

respectivamente ‘ethoscopía’ y ‘ethografía’. Es una tarea científica, no


filosófica. Requiere metodologías e instrumental científicos, al menos si
ha de hacerse sistemáticamente. De manera asistemática podemos mo-
vernos en este nivel, por ejemplo, cuando tratamos simplemente de ave-
riguar cómo opina alguien acerca de algún asunto moral, pero sin plan-
tearnos la cuestión de si compartimos o no esa opinión. Estando el et-
hos compuesto (entre otras cosas) de creencias, la ética descriptiva veri-
fica cuáles y cómo son tales creencias, pero no las enjuicia, ni expone
creencias del observador.
Las observaciones de la ética descriptiva intentan extraer infor-
mación de la facticidad normativa. En realidad, éste no es el único ‘ni-
vel’ desde el que se estudia específicamente dicha facticidad en cuanto
tal. La ‘óptica’ de observación puede ser psicológica, sociológica o an-
tropológica: pero la facticidad es la misma: es precisamente el fenómeno
del ethos, en toda su complejidad. Los datos recogidos en cada caso por
medio de procedimientos ethoscópicos particulares son elaborados lue-
go por cada ciencia según sus propósitos; pero de hecho pueden tam-
bién servir a la ética normativa. Lo importante es que se tenga clara
conciencia de en qué nivel se está. Con este recaudo, la ética normativa
puede utilizar provechosamente la información de la ética descriptiva.
Estamos, entonces, ante algo más que estudios (comparativos o no
comparativos) sobre costumbres, códigos normativos, creencias, etc.,
sino también ante la descripción (ethografía) de la ‘facticidad normati-
va’, de su estructura, de su funcionamiento, de sus causas (u ‘orígenes’)
en cuanto fenómeno general, y también de las causas de su individua-
ción o desmembramiento en diversidad de códigos morales. La metodo-
logía ethoscópica y ethográfica, lo repito, es científica y no filosófica; pe-
ro estamos ante un caso paradigmático del aporte que la ciencia puede
hacer a la reflexión filosófica. El cuidado de ésta -insisto- consiste en
no confundir los niveles y, fundamentalmente, como ya lo vio Kant, no
confundir la causalidad con la racionalidad.
En todo caso, conviene tener siempre en cuenta que toda obser-
vación - y, por tanto, también la ethoscopía- se hace forzosamente des-
de un determinado punto de vista. Este puede ser el del observador;
pero puede ser asimismo (y especialmente en el caso de las ciencias so-
ciales) el de lo observado. En la antropología cultural, por ejemplo, se
pueden estudiar los pensamientos y la conducta de los participantes en
una cultura determinada desde la perspectiva de tales participantes o
desde la de los observadores. Para la primera de estas estrategias se
utiliza el término técnico ‘emic’; para la segunda, ‘etic’. Las descripcio-
nes de tipo ‘emic’ se adecuan a la visión del mundo imperante en la cul-
tura estudiada, mientras que en las de tipo ‘etic’ se emplean las catego-
rías del lenguaje de la ciencia antropológica.
La reflexión del nivel ético-descriptivo es habitual dentro de la an-
tropología, la sociología y la psicología, pero en ocasiones se ha preten-
dido convertirla en una ciencia especial, la ‘ciencia de las costumbres’.
Lucien Lévy-Bruhl incluso intentó, a comienzos del siglo XX, reempIazar
con una ciencia semejante a todo otro tipo de ética. A partir de una

113
Antropología y ética

ciencia puramente descriptiva de la moral entendida como fenómeno


social -una especie de ‘fisica moral’-, quería Lévy-Bruhl, paradójicamen-
te, mejorar la sociedad, aplicando a la praxis social los conocimientos
científicos adquiridos. Entendía tal aplicación como un ‘arte social ra-
cional’. Aquí nos encontramos, ahora, con un caso paradigmático con-
trario al que habíamos señalado. Aquí se incurre precisamente en una
confusión de niveles y en una confusión de causalidad con racionali-
dad. No sólo se pasa por alto la ‘inderivabilidad’ de que había hablado
Hume, sino que se pierde la perspectiva de la reflexión endógena. Se
confunde la vigencia con la validez. Es interesante como ejemplo de lo
que es necesario evitar. La conversión de la ética filosófica en científica
es un extremo tan arbitrario como el de la ética filosófica apartada to-
talmente de la información científica, por el prejuicio de que dicha in-
formación pudiera contaminarla o degradarla.

II.8. Sobre la oposición entre ‘vigencia’ y ‘validez’


Hemos contrapuesto ‘normatividad’ y ‘facticidad’, y, hemos habla-
do también de ‘facticidad normativa’. ¿Cómo hay que entenderlo? En
primer lugar: lo meramente normativo se opone a lo meramente fáctico,
pero esto no excluye, por así decir, zonas de intersección. En segundo
lugar: la facticidad normativa, como se verá, es la normatividad vigente,
reconocida de hecho. El reconocimiento de determinadas normas (lo
deóntico en sentido lato) o determinados valores (lo axiológico en sentido
lato), las creencias compartidas acerca de cómo se debe obrar, etc., son,
en sí, facta (hechos). Son hechos específicos caracterizados precisa-
mente por su normatividad. Y hablar de ellos no es contradictorio con
la afirmación de que lo normativo se opone a lo fáctico. Del mismo mo-
do se oponen lo que es ‘de derecho’ (de jure) y lo que es ‘de hecho’ (de
facto). Lo ‘de derecho’ no es aquello que no existe, sino aquello que, de
existir, tiene su existencia ‘legitimada’. En alemán se suele distinguir
entre ‘Gültigkeit’ (validez) y ‘Geltung’ (vigencia). Ésta última alude a lo
que vale de hecho; aquélla, a lo que puede sostenerse por medio de ar-
gumentos.
En esta oposición entre ‘vigencia’ (categoría que corresponde al
ámbito de la ética descriptiva) y ‘validez’ (noción que pertenece al ámbi-
to de la ética normativa), resulta interesante considerar dos posturas
teóricas especiales, el relativismo y el escepticismo.
El relativismo ético, a diferencia del escepticismo ético, no niega
los conceptos de ‘vigencia’ y ‘validez’, sino que los identifica. El relati-
vismo viene a sostener algo así como que los principios morales son vá-
lidos cuando y donde son vigentes, o bien que la mera vigencia inaugu-
ra y hasta garantiza su validez. El escepticismo ético, al menos tal co-
mo lo entiendo, no comete este tipo de error.
Pero antes de indicar qué tipo de error comete el escepticismo,
hay que ver en qué consiste la diferencia entre los conceptos de 'vigen-
cia' y 'validez'. La vigencia alude, para decirlo de manera escueta, al
reconocimiento fáctico. Tal reconocimiento presenta, sin embargo, dos

114
Antropología y ética

aspectos o momentos. Una norma moral es ‘vigente’ -o sea, está fácti-


camente reconocida- cuando de hecho es ‘observada’ (cumplida); pero
también es vigente o reconocida cuando de hecho se cree que debe, o
que debería ser observada. El caso es que la creencia no siempre va
acompañada de observancia. Al margen de lo que ocurra en cada agen-
te individual y en cada situación concreta, lo que cuenta, para la vigen-
cia, viene a ser la tendencia dominante en un determinado pueblo, o en
una determinada época, etc. La vigencia es, en suma, la tendencia ge-
neral a ‘observar’ la norma en cuestión, o, al menos, la tendencia gene-
ral a ‘creer’ que ella debe ser observada. Son concebibles casos de ob-
servancia sin creencia, o, a la inversa, de creencia sin observancia; pero
cuando se habla de ‘vigencia’ se alude a (la tendencia a) ambos momen-
tos. De todos modos, lo que ha de reconocerse es la obligatoriedad mo-
ral de la norma, su carácter de jure, aunque el reconocimiento, como
tal, sea de facto. Por eso la vigencia, como fenómeno, tiene que ser ad-
mitida aun por quien no participe del reconocimiento: basta con que
pueda verificarlo, como puede hacerlo un sociólogo, un antropólogo o
un psicólogo, es decir, un observador de la facticidad del ethos. En el
nivel de reflexión de lo que suele denominarse ‘ética descriptiva’ se em-
plean recursos metodológicos de observación y descripción que propon-
go llamar respectivamente, para resumir, ethoscopía y ethografía. A
través de tales recursos se puede comprobar la vigencia (o la no -
vigencia) de una norma: con ello se estará indicando que esa norma es
reconocida como obligatoria en el plano de la ‘reflexión moral’ y en la
conducta de los agentes morales observados.
La ‘validez’ de una norma, en cambio, no depende de la creencia
ni de la observancia, sino de la posibilidad de que dicha norma sea ra-
cionalmente justificada. Para esto no sirven los recursos ethoscópicos y
ethográficos. No estamos aquí ante una quaestio facti (cuestión de he-
cho), sino ante una quaestio juris (cuestión de derecho), lo cual implica,
a su vez, un nivel de reflexión distinto: el problema de la validez no se le
plantea a la ‘ética descriptiva’ ni a la ‘reflexión moral’. A aquélla, por-
que no le es pertinente (cuando se pretende abordarlo desde ella se co-
mete una falacia metodológica); a ésta, porque es un nivel de reflexión
en el que la validez se da dogmáticamente por supuesta, o, al menos, no
se la hace consciente en su carácter problemático. La cuestión de la
validez, en sentido estricto, atañe a la reflexión racional, filosófica. Esta
reflexión, por su parte, puede ser hecha en el nivel de la ética normativa
(que trata precisamente de demostrarla -y en esto consiste, en definiti-
va, la ‘fundamentación ética’, o bien de someterla a la crítica racional) o
en el de la metaética (que analiza el sentido de la validez, pudiendo -por
ejemplo, en las posiciones llamadas ‘no cognoscitivistas’ -negar que ha-
ya, en definitiva, algo así como ‘validez’ de normas morales, o bien esta-
blecer los criterios según los cuales esa validez puede -en la ética nor-
mativa- ser demostrada). La distinción entre vigencia (fáctica) y validez
tiene importancia sintomática particular en el problema de la funda-
mentabilidad ética y en el estudio de la plausibilidad de las afirmacio-
nes escépticas. Se trata de una distinción bien estudiada por la ética
comunicativa del discurso, desde cuya perspectiva se la vincula con la

115
Antropología y ética

distinción entre ‘comunidad real’ y ‘comunidad ideal’ de argumentación.


Como indica Dietrich Böhler, se puede así discriminar lo que está fácti-
camente reconocido como ‘verdadero’, ‘recto’, ‘obligatorio’, etc., de lo que
es digno de ser reconocido como tal. Una cosa es, por ejemplo, lo que
‘uno’ cree que es obligatorio y otra lo que ‘en verdad’ es obligatorio. Si
no se hiciera esta distinción, sería imposible aprehender un concepto
normativo de ‘validez’ (Gültigkeit), es decir, de verdad teórica y obligato-
riedad práctica. Sólo habría un concepto descriptivo de la ‘vigencia fác-
tica’, que se agota en la indicación de opiniones normativas dominantes.
Entonces tampoco se podría distinguir entre lo fundado y lo infundado,
ni entre lo ‘bien fundado’ y lo ‘insuficientemente fundado’. Sería, en de-
finitiva, imposible argumentar con sentido: el ‘juego lingüístico’ de la
argumentación sólo puede ‘jugarse’ bajo el supuesto de aquella distin-
ción.13 El relativismo, como se vio, no lo hace, y precisamente por eso
no puede validar argumentativamente su propia tesis.
Ahora bien, cuestiones tales como la ‘vigencia’ o 1a ‘validez’ pue-
den estar referidas a determinadas normas bien a la normatividad mo-
ral en general, y esa referencia resultará significativa para determinar el
alcance de aquello a lo que se le asigne el rótulo de ‘escepticismo ético’.
Creo que hay, por lo menos, dos formas principales de tal escepti-
cismo, y que ellas fueron advertidas ya por Friedrich Nietzsche en el pá-
rrafo 103 de Aurora donde habla expresamente de dos especies de ‘ne-
gadores de la moralidad’. Es posible, por un lado, “negar que los moti-
vos morales que los hombres declaran los hayan impelido realmente a
sus acciones”. Pero, por otro, también es posible “negar que los juicios
morales se apoyen en verdades”.14 En el primer caso, según Nietzsche,
la negación equivale a afirmar que la moralidad consiste en palabras y
que, en definitiva, es una manera de engaño (particularmente de ‘auto-
engaño’), y quizá, sobre todo, propia de los hombres célebres por la vir-
tud. La segunda forma de negación interpreta los juicios morales como
‘errores’; en ella se admite, dice Nietzsche, que esos juicios son realmen-
te ‘motivos de la acción’, pero también se sostiene que de ese modo re-
sulta que ciertos errores -que están en la base de todo juicio moral- son
el factor determinante de las acciones morales humanas.15 Nietzsche
mismo se confiesa partidario de este segundo tipo de escepticismo ético
(aunque él no lo llama así), si bien, a la vez, declara cierta simpatía por
la ‘desconfianza’ propia del primer tipo, que atribuye, como ejemplo, a
La Rochefoucauld. El segundo tipo, de todos modos, es comparado con
la negación de la alquimia: uno puede negar los supuestos en que ésta
se basa (justamente, porque se los considera erróneos), admitiendo, sin
embargo, que existieron alquimistas que creyeron en tales supuestos y
que obraron en concordancia con ellos. Del mismo modo -agrega
13 1Cf. Böhler, D., ‘Philosophischer Diskurs im Spannungsfeld von Theorie und
Praxis’, lle. Kollegstunde del Funkkolleg Praktische Philosophie/Ethik (ed. por K.O.
Apel, D. Böhler y K Rebel), Weinheim & Basel, Beltz Verlag, 1984, Studientexte 2, pp.
338-339.
14 Nietzsche, F., Morgenröte (Aurora), 103. Cito por ed. Schleehta, Nietzsche, Werke in

drei Bänden, München, 8e. Aufl. 1977, tomo I, p. 1076.


15 Cf. Ibid., pp. 1076-1077.

116
Antropología y ética

Nietzsche- “niego también la inmoralidad: no niego que innumerables


hombres se sientan inmorales, sino que haya un fundamento en la ver-
dad para que se sientan así.” 16 Es obvio, pues, que niega entonces lo
que he venido llamando ‘validez’, aunque admite la ‘vigencia’. La prime-
ra forma de escepticismo ético niega, en cambio, la ‘vigencia’: no se tra-
ta allí de que haya o no un ‘fundamento en la verdad’ (ese problema ni
siquiera se plantea), sino de que, en materia moral, sólo caben simu-
laciones, 'engaños'; mentiras, en suma. En esa forma no se niega la
inmoralidad, sino que más bien se niega que haya hombres que se sien-
ten realmente inmorales, ya que aquellos que en realidad lo son, se en-
gañan también a sí mismos para creer que no lo son. Negar el recono-
cimiento fáctico, la creencia, equivale, por lo que ya vimos, a negar la
vigencia.
Propongo llamar ‘escepticismo de la vigencia’ a esa primera forma
de ‘negación de la moralidad’ (o sea, la afirmación de que lo moral es
siempre un engaño, una mentira), y ‘escepticismo de la validez’ a la se-
gunda forma (es decir, la tesis de que lo moral es un error). Quizá sean
concebibles posiciones que pretendan sostener simultáneamente ambas
formas de escepticismo ético. Lo que nos importa, por ahora, es que
ellas no se implican necesariamente entre sí. Parece lícito admitir que
la negación de la vigencia no excluye la validez. No es explícitamente
un juicio acerca de ésta. Más bien podría decirse que su manera de
formularse acude a palabras de connotación moral, o al menos de inevi-
table resonancia moral, como ‘engaño’, o ‘mentira’, que sólo cobran sen-
tido si se presupone alguna forma de validez moral. Del mismo modo, e
incluso en razón de lo apuntado por el propio Nietzsche, la negación de
la validez no excluye la vigencia.
Con respecto al escepticismo de la vigencia, cabe señalar nuevas
diferencias según el alcance que se le asigne a la negación respectiva.
Una cosa es sostener que todo lo moral equivale a engaño o mentira;
otra, sostener que en una situación determinada (generalmente, la si-
tuación contemporánea de quien sostiene la tesis) se ha perdido la vera-
cidad moral. La negación generalizadora determinaría la acotación
nietzscheana de que los más grandes ‘virtuosos’ serían, a la vez, los más
grandes engañadores (por lo menos auto-engañadores). Aunque más
abajo nos ocuparemos de la relación entre el escepticismo ético y el pe-
simismo, conviene adelantar, desde ahora, que la tesis según la cual
todo juicio moral es necesariamente una mentira implica una con-
cepción radicalmente pesimista de la naturaleza humana. Cuando la
negación de la vigencia está, en cambio, limitada a una situación, se
habla de ‘crisis moral’, o de ‘decadencia moral’, etc., y, si se trata de la
propia situación del negador, éste no pretende exponer una concepción
de la naturaleza humana, sino sólo un diagnóstico de un mal contin-
gente de su tiempo, señalando, por ejemplo, que se ha llegado ya a un
punto en el que prácticamente nadie cree seriamente en lo moral. No
dice, en tal caso, que lo moral no pueda tener vigencia, sino que ahora,

16 Ibid., p.1077.

117
Antropología y ética

de hecho, no la tiene: la ha perdido. En tal situación creer en la morali-


dad resulta, paradójicamente, una insensatez.
Con respecto al escepticismo de la validez, hay que aclarar que
éste coincide con lo que suele denominarse, particularmente en el ámbi-
to de la metaética analítica, ‘relativismo metodológico’. Con tal expresión
se alude a la tesis según la cual es imposible establecer un método ra-
cional que permita resolver discrepancias entre juicios morales. Esta
negación de toda metodología ética se conecta directamente con la ne-
gación de que los juicios morales tengan sentido o significado. Es la
actitud, ya clásica, de neopositivistas como Carnap o Ayer, y consiste en
impugnar radicalmente toda forma de ética normativa. Incluso pen-
sadores analíticos, como R. Brandt17 o J. Hospers,18 reconocen que ca-
bría denominar ‘escepticismo ético’ al ‘relativismo metodológico, aun
cuando sea la esta última expresión la más usada habitualmente. Cual-
quiera de estas designaciones, en definitiva, alude a la posición desde la
cual se niega la validez moral, es decir, la posibilidad de justificar o
fundamentar racionalmente la obligatoriedad de una norma o la verdad
de un juicio moral.
Estas caracterizaciones preliminares muestran, por ahora, que
tanto los representantes del escepticismo de la vigencia como los del de
la validez pueden ser conscientes de que la vigencia no coincide con la
validez. Esto los distingue, como ya señalé, de los relativistas, que iden-
tifican esos dos conceptos. Es más difícil, en cambio, establecer distin-
ciones precisas entre el escepticismo ético y varios otros ‘ismos’ con los
que presenta connotaciones comunes, pero con los cuales tampoco es
correcto confundir.
También el nivel de reflexión de la ‘ética descriptiva’ puede ser
confrontado con los otros:
CONFRONTACIÓN DE REFLEXIÓN MORAL Y ÉTICA DESCRIPTIVA
REFLEXIÓN MORAL ÉTICA DESCRIPTIVA
Es netamente endógena (se hace desde Es netamente exógena (examina la facti-
la facticidad normativa) cidad normativa desde afuera)
Se basa en la creencia moral Describe la creencia moral sin participar
en ella.
Trata de dirigir la acción Observa cómo se dirige la acción.
Pregunta qué se debe hacer Pregunta qué se cree que se debe hacer.
La practica toda persona La practica el investigador en ciencias
sociales.

17Cf. BRANDT, Richard. Teoría ética. Madrid. Alianza. 1982, p.322.


18 Cf. Hospers, J., La conducta humana, trad. de J. Ceron, Madrid, Tecnos, 1964, p.
840. Hospers sugiere, además, para esta posición, la denominación de ‘nihilismo éti-
co’, ya que representa una “negación de la Ética, ‘reduciéndola a la nada’, suprimien-
do de raíz todas las categorías morales” (ibid., p. 64).

118
Antropología y ética

Máxima normatividad Máxima neutralidad.


COINCIDENCIAS
No son filosóficas; pero pueden servir a la ética filosófica.

CONFRONTACIÓN DE ÉTICA NORMATIVA Y ÉTICA DESCRIPTIVA


ÉTICA NORMATIVA ÉTICA DESCRIPTIVA
Se interesa por la validez de normas y Se interesa por la vigencia de normas y
valoraciones. valoraciones.
Critica la moral positiva. Analiza la moral positiva como objeto de
estudio.
Es filosófica. Es científica.
Se expresa en ‘proposiciones morales Se expresan en ‘proposiciones morales
internas. externas’.
COINCIDENCIAS
Tematizan la ‘facticidad normativa’

CONFRONTACIÓN DE METAÉTICA Y ÉTICA DESCRIPTIVA


METAÉTICA ÉTICA DESCRIPTIVA
Se interesa por la semiosis del ethos (el Se interesa por la facticidad normativa
dictum normativo)
Es filosófica Es científica
Se expresa en un ‘metalenguaje’ Se expresa en un ‘’lenguaje-objeto’
COINCIDENCIAS
Tiene pretensión de ‘neutralidad’.
Son exógenas.

II.9. Sentido de la ‘ética aplicada’


En toda esta exposición y confrontación de niveles reflexivos del
ethos no nos hemos referido todavía a un concepto de tanta importan-
cia en nuestro tiempo como lo es el de ‘ética aplicada’. Conviene, pues,
que ahora nos detengamos al menos un instante en él.
El problema de la ‘aplicación’ y de la ‘aplicabilidad’ de las normas
a las situaciones concretas es un viejo problema de la ética normativa.
Debemos tener en cuenta que la aplicación, como tal, es algo que suce-
de de hecho continuamente en el ethos, independientemente de su te-
matización expresa. La aplicación es parte esencial de la facticidad
normativa (sin aplicación, no habría tal facticidad). La ‘reflexión moral’

119
Antropología y ética

es ya una reflexión ‘aplicadora’ de normas. El ‘problema’ de la ‘ética


aplicada’, en realidad, sólo se le plantea a la ética normativa. Cuando
hablamos de ‘ética aplicada’, en sentido amplio y general, no nos refe-
rimos a la aplicación de hecho, sino a la legitimación de la aplicación.
La ética normativa, no se ocupa en aplicar las normas, sino de determi-
nar cómo y cuándo esa aplicación es ‘válida’. Recordemos que la ética
normativa no nos dice ‘qué’ debemos hacer, sino ‘por qué’ debemos ha-
cerlo.
¿Qué quiere decir, entonces, ‘ética aplicada’? Creo que no puede
entenderse de otro modo que como la tarea que realiza la reflexión mo-
ral cuando ha sido adecuadamente ilustrada por la ética normativa. En
la ‘ética aplicada’ nos encontramos con la confluencia de ambos niveles
de reflexión: por ser ‘ética’, participa de la ética normativa; por ser ‘apli-
cada’, participa de la reflexión moral.
También podemos pensar que la aplicación tiene aquí dos pasos.
‘Aplicar’, del latín applico (arrimar una cosa a otra, apoyar algo en algún
lugar: por ejemplo, apoyar una escalera en una muralla), es un verbo
que alude a un contacto. En este caso, quizá, es licito interpretar que
se refiere, en primer lugar, al contacto (posibilitado, una vez más, por-
que no se trata de compartimientos estancos) entre el nivel ético-
normativo y el nivel moral. Ese sería el primer paso de la ‘aplicación’: la
sugerencia que la ética normativa puede hacer a la reflexión moral. Allí
hay un ‘apoyo’; pero es un apoyo que aquélla ofrece a ésta: es la refle-
xión moral la que se apoya en la ética. El segundo paso tiene que darlo
la reflexión moral: es la aplicación de la norma a la situación concreta.
La ética sólo opera, por así decir, indirectamente, a través de la refle-
xión moral. La ‘ética aplicada’ podrá entenderse entonces como una
forma de mediación entre la razón y la acción (lo cual tiene que ver, a
su vez, con la antigua cuestión de la phronesis, en la que no vamos a
entrar aquí).
Es muy importante entender esta relación necesariamente indi-
recta o mediata que tiene la ética normativa con las situaciones concre-
tas. Por ser filosófica, la ética, como dice Nicolai Hartmann, “no enseña
juicios hechos, sino que enseña a juzgar”.
Por eso hablaba el mismo Hartmann de una ‘normatividad indi-
recta’ de la ética. La ética no elabora códigos de normas, ni indica cuál
norma hay que aplicar en tal situación. Ahora podemos dar una res-
puesta a una pregunta que habíamos planteado al comienzo: ¿es la éti-
ca mera filosofía de (o sobre) la praxis, o es ‘práctica’ ella misma? 0
también: ¿cuál es el grado de normatividad de la ‘ética normativa’? Pa-
rece claro, en principio (habría que discutir ciertos aspectos), que la
‘ética descriptiva’ no es normativa; pero ¿es realmente normativa la ‘éti-
ca normativa’?. La respuesta correcta es: la ética normativa es indirec-
tamente normativa. Sólo la moral lo es directamente. La ‘ética aplica-
da’, en la medida en que representa, como dije, una tarea de la ‘refle-
xión moral’, puede considerarse como dotada de normatividad directa.
Su carácter ‘práctico’ reside en su esfuerzo tendiente a proporcionar in-
dicaciones para la acción en situaciones concretas. Pero la ética nor-

120
Antropología y ética

mativa es ‘práctica’ no porque indique lo que hay que hacer hic et nunc,
sino porque hace ‘madurar’ la capacidad práctica del hombre, ayudán-
dole a cobrar conciencia de su responsabilidad:
Su meta no es la tutela ni la fijación del hombre en un esque-
ma, sino la elevación del hombre a la condición de un ser
emancipado de toda tutela y plenamente responsable. El
hombre se vuelve verdaderamente hombre cuando alcanza es-
ta emancipación; pero únicamente la reflexión ética puede
emanciparlo.
Hoy podernos expresar esto mismo de una manera más sobria re-
cordando el ya mencionado carácter ‘reconstructivo’ de la ética: ella es
‘práctica’ porque (y en la medida en que) ‘'reconstruye’ el saber práctico
originario, lo explicita, lo hace más claro y evita así que se lo confunda o
desfigure.

N.B.: Los textos utilizados para la preparación de este apunte fue-


ron extraídos de:
- MALIANDI, Ricardo. Ética: conceptos y problemas. Editorial Biblos.
Buenos Aires. 2004. Capítulos I, II y III.
- MALIANDI, Ricardo. La ética cuestionada. Editorial Almagesto. Buenos
Aires. 1998.

121
Antropología y ética

MODELOS ÉTICOS DE LA ANTIGÜEDAD Y LA PROPUESTA DEL JU-


DEO-CRISTIANISMO
1. La Sofística y el relativismo ético
Los cincuenta años posteriores a la culminación de las guerras
médicas (479 a.C.) está caracterizado en Grecia por una conmoción in-
telectual sin precedentes. Durante este período Atenas se convirtió en la
más grande potencia griega, alcanzando la cumbre de su prosperidad
material y el mayor esplendor de su realización artística. Pero fue tam-
bién en este período en el cual se fueron desintegrando los fundamentos
tradicionales de la sociedad griega. Merece destacarse el hecho de que
la religión y la moral griegas de ese tiempo estaban basadas en costum-
bres y tradiciones ancestrales. Los griegos carecían de libros sagrados y,
en consecuencia, no tenían Iglesia ni un cuerpo de teólogos autorizados
para interpretarlos. Tampoco tenían por entonces ningún gran sistema
de teología o de ética filosófica. El culto de los dioses, las fábulas que se
narraban acerca de ellos, los preceptos de moral pública y privada, todo
dependía de la tradición heredada, con ligeras variaciones de ciudad a
ciudad. La tradición no sustentada por la razón o por la revelación pue-
de ejercer una influencia poderosa sobre el hombre medio, pero es muy
vulnerable a la crítica intelectual y a cualquier cambio de la estructura
social tradicional. Y en la Grecia del siglo V, los fundamentos del orden
tradicional en lo moral y lo religioso fueron pareciendo cada vez menos
sólidos.
La época de esplendor terminó trágicamente con la guerra del Pe-
loponeso que ocupó el último tercio del siglo V a.C.. Los ciudadanos
más cultos de la ciudad, sintiendo crecer sus dudas en cuanto a los
fundamentos tradicionales de su vida y cada vez más convencidos de
que la especulación cosmológica que había ocupado a los pensadores de
siglos anteriores era vana, se volvieron, durante la segunda mitad del
siglo V a.C., hacia una intensa concentración en los quehaceres propios
de su vida como tales. A este respecto es preciso recordar que para un
ciudadano de un Estado griego, y en especial para el de vida acomoda-
da, sus deberes políticos constituían la ocupación más importante. Es
natural, entonces, que el arte al que se consagró haya sido el de obtener
éxito en la vida pública. Era un arte que requería maestros, y éstos
maestros fueron los llamados ‘sofistas’.
Los sofistas eran profesores viajeros de ese importante arte de
obtener éxito en la vida pública. Eran figuras internacionales, origina-
rias de diversos lugares del mundo griego: Protágoras de Abdera, Gor-
gias de Leontino, Pródico de Ceos e Hipias de Elis, para nombrar tan
sólo los cuatro más importantes. Viajaban de ciudad en ciudad impar-
tiendo sus enseñanzas a los jóvenes de las familias ricas de la ciudad.
El tema principal de sus cursos era la retórica, es decir, el arte de la
persuasión mediante elocuentes discursos. Los sofistas parten de una
situación en la que el requisito previo de una carrera social afortunada
es el éxito en los foros públicos de la ciudad, en la asamblea y en los
tribunales. Para tener éxito en ese medio era necesario convencer y
agradar. Pero lo que podía convencer y agradar en un lugar podía dejar

122
Antropología y ética

de hacerlo en otras partes. Cada uno de los sofistas tenía sus doctrinas
particulares frente a este problema, pero el núcleo común de sus res-
puestas sería el siguiente:
La virtud (areté) de un hombre consiste en su buena actuación en
cuanto hombre. Actuar bien como hombre en una ciudad-estado (polis)
es tener éxito como ciudadano. Tener éxito como ciudadano es impre-
sionar en la asamblea y los tribunales. Y para tener éxito ahí es necesa-
rio adaptarse a las convenciones dominantes sobre lo justo, recto y con-
veniente. Cada estado tiene sus convenciones sobre estos temas, y lo
que se debe hacer, por lo tanto, es estudiar las prácticas prevalecientes
y aprender a adaptarse a ellas con el fin de influir con éxito sobre los
oyentes. Ésta es la técnica, el arte, la habilidad, cuya enseñanza es a la
vez el oficio y la virtud de un sofista. Esta enseñanza presupone que no
hay un criterio de virtud en cuanto tal, excepto el éxito, y que no hay un
criterio de justicia en cuanto tal, excepto las prácticas dominantes en
cada ciudad particular.
Uno de los sofistas más famosos, Protágoras, sostenía que “el
hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto son,
y de las que no son, en cuanto no son”. No hay un “ser caliente” o un
“ser frío” como tales, sino simplemente un “parecer caliente a este hom-
bre” o un “parecer frío a este otro”. Por esto no tiene sentido preguntar
con respecto a un viento que resulta cálido a un hombre y fresco a otro:
“¿Es en realidad frío o caliente?”. El viento no es nada realmente: es a
cada uno lo que le parece a cada uno. Al aplicar estas ideas al ámbito
moral, Protágoras sostiene que “los oradores sabios y buenos hacen que
las cosas buenas parezcan justas a sus ciudades en lugar de las perni-
ciosas. Cualquier cosa que se considere justa y admirable en una ciu-
dad es justa y admirable en esa ciudad durante todo el tiempo en que
sea estimada así”. Se considera, por tanto, que los criterios de justicia
varían de Estado a Estado.
Por lo tanto, el sofista tiene que enseñar lo que se considera justo
en cada uno de los diferentes Estados. No se puede plantear o contestar
la pregunta: ¿”Qué es la justicia”?, sino solamente las preguntas: “¿Qué
es la justicia en Atenas?” o “¿Qué es la justicia en Corinto?”.
El hombre que vive en una ciudad dada y se adapta a las normas
exigidas es un ser convencional; el que se encuentra a sus anchas por
igual en cualquier Estado o en ninguno, de acuerdo con sus propósitos
privados, es un ser natural. En cada hombre convencional se oculta un
hombre natural. El hombre natural sería según los sofistas un agente
premoral. El hombre natural no tiene normas morales propias y, por
tanto, está libre de toda restricción por parte de los demás. Todos los
hombres son por naturaleza lobos u ovejas: persiguen o son persegui-
dos. El hombre natural tiene dos características fundamentales. Su
composición psicológica es simple: está empeñado en conseguir lo que
quiere y sus deseos son limitados. Su interés se circunscribe al poder y
al placer. Pero este lobo, para lograr lo que quiere, tiene que vestirse
como una oveja con los valores morales convencionales. Su estrategia
consiste en poner el vocabulario moral convencional al servicio de sus

123
Antropología y ética

finalidades privadas. Debe decir en los tribunales y en la asamblea lo


que la gente quiere oír con el fin de que el poder sea depositado en sus
manos. La areté de un hombre semejante consiste en aprender el arte
de influir sobre la gente mediante la retórica. Debe dominarlos a través
del oído antes de asirlos por la garganta.
‘Areté’ es sin duda una palabra clave al hablar de la Sofística.
‘Areté’ significa ‘excelencia’ o ‘superioridad’, a la par que ‘virtud’, con un
fuerte énfasis en lo competitivo, como sucede en la virtù renacentista. El
sofista es, ante todo, un profesional de la educación y de la cultura, que
busca la formación general del ciudadano destinada a hacerle mejor en
su conducta privada y pública. Un aspecto de esa educación es la capa-
cidad para hablar mejor, construir mejores discursos y argumentar en
favor de la tesis propia con destreza “haciendo más fuerte el argumento
más débil”, si fuera conveniente. Su profesión pedagógica hacía de los
sofistas un grupo de profesionales que aspiraban a conseguir de sus
clientes una buena paga por su trabajo cualificado. Técnicos en las ar-
tes de la persuasión y en la redacción de discursos, se presentaban en
público dispuestos a disertar sobre cualquier tema que se les propusie-
ra, en un calculado alarde improvisatorio. A este tipo de doctrina trata
de ofrecer Sócrates una alternativa.

2. Sócrates y el intelectualismo ético


La personalidad extraordinaria, fascinante y enigmática de Sócra-
tes debe ser estudiada dentro de su marco histórico. Nacido hacia el
470 a.C. en Atenas vivió en su juventud en una época de esplendor,
cuando en la política se había afirmado el gobierno de Pericles, y cuan-
do Atenas se había convertido ya en la metrópolis cultural de Grecia.
Allí pudo escuchar a los grandes sofistas (Protágoras, Gorgias). En su
madurez fue testigo de las turbulencias cívicas en los años de la guerra
del Peloponeso. Fue condenado a muerte por un tribunal popular en
unos momentos de restauración democrática, reo en un proceso por
impiedad.
Las preocupaciones intelectuales de Sócrates se corresponden con
las de los sofistas, y sus ideas están en sintonía con las de la época. Só-
crates, a diferencia de los filósofos anteriores, centró sus preocupacio-
nes en las cuestiones de ética. Pero lo que caracteriza su enseñanza es
la actitud radical en la búsqueda de la verdad, su posición radicalmente
crítica. Con su método interrogatorio, Sócrates conmueve a sus interlo-
cutores y les obliga a seguir buscando la verdad y la precisión concep-
tual. Así se ocupa de precisar las definiciones universales de términos
utilizados con frecuencia por la sofística; inquiriendo a sus interlocuto-
res “¿Qué es la piedad?”, “¿Qué es la valentía?”, “Qué es la justicia?”.
Pero Sócrates formula estas cuestiones más bien con la aparente inten-
ción de probar la incapacidad de sus interlocutores para responder a
las preguntas que con el propósito de proporcionar una respuesta.
Hay una faceta esencial de Sócrates como educador que le con-
trapone a los sofistas; ellos ofrecen un saber, Sócrates lo busca. El so-

124
Antropología y ética

fista ve la discusión como una competición entre las tesis contrapuestas


de los dialogantes; Sócrates postula el diálogo como una búsqueda en
común de los interlocutores. El sofista busca aparentar tener la razón,
Sócrates se afana por dar razones. Lo que los sofistas ofrecen a sus dis-
cípulos es una formación para el éxito, aceptando las valoraciones de la
gente. Los sofistas se mueven en el mundo de las opiniones (dóxa) admi-
tidas, y el triunfo que prometen a sus clientes está sometido a la acep-
tación de los valores vigentes. Sócrates, por el contrario, renuncia a ese
éxito social; su objetivo es otro: indagar a fondo qué es cada hombre
como tal, cuál es su bien real, qué son en realidad las virtudes y los vi-
cios, y cuál es el mejor camino hacia la felicidad real. Pero va más allá
de las valoraciones aceptadas, discute todos los conceptos heredados o
forjados de acuerdo con una opinión aceptada sin crítica. Los sofistas
profesaban un individualismo notable, pero es Sócrates quien lleva al
extremo esta tendencia, al interiorizar el criterio valorativo. Podría para-
frasearse el consejo socrático de este modo: “¿Qué nos importan las
opiniones de los otros, aunque sean la mayoría?. Lo importante es lo
que tú y yo en nuestro coloquio razonado concluyamos”. Todo está so-
metido a discusión y crítica, sólo aquello de lo que podamos dar razón
es válido. El sabio no acepta las valoraciones tradicionales ni se somete
a la opinión establecida. Juzga y vive al margen de la opinión, para do-
xàn, en la paradoja.
Cuando el oráculo de Delfos lo describe a Sócrates como el más
sabio de los atenienses, Sócrates llega a la conclusión de que merecía
este título porque sólo él, entre todos, sabía que no sabía nada. Sócra-
tes se presentaba como filósofo (amante de la sabiduría) en contraposi-
ción a los que se presentaban a sí mismos como sofistas (sabios). La
tarea pedagógica de Sócrates consistía en hacer más sabios a sus
alumnos obligándoles a descubrir su propia ignorancia. El método so-
crático está más bien destinado a lograr en los oyentes un tipo especial
de transformación que a obtener una conclusión determinada.
Ese “sólo sé que no sé nada” (docta ignorancia) se acompaña con
el precepto “Conócete a ti mismo”. Frente al saber del mundo, a las
ciencias y técnicas, Sócrates insiste en lo esencial del autoconocimien-
to. La tarea fundamental del hombre consiste en velar por su alma, la
areté (virtud) buscada afecta ante todo al alma, por encima de los bie-
nes del cuerpo y la fortuna, más allá de las riquezas, los éxitos y los
prestigios de la fama.
Sócrates comparte con los sofistas la idea de que la areté era en-
señable. Hay en Sócrates una fuerte dosis de intelectualismo. La areté
se funda en el conocimiento, en el conocimiento de sí mismo y en el co-
nocimiento de la verdad sobre las cosas. El bueno es quien sabe y obra
en consecuencia. Sócrates añade: quien sabe lo que es bueno, lo hace,
porque nadie hace el mal a sabiendas. Nadie es malo concientemente,
sólo lo es por ignorancia. Señala Aristóteles que Sócrates “creía que to-
das las virtudes morales eran formas de conocimiento, de tal manera
que seríamos justos si conociéramos lo que es la justicia”. Podría decir-
se que para Sócrates “nadie yerra voluntariamente”. Ahora bien, la expe-

125
Antropología y ética

riencia nos muestra que en ocasiones elegimos ciertas cosas que no re-
sultan buenas, con lo cual se plantea la siguiente cuestión: “¿cómo po-
dría un hombre querer lo que sería malo para él?”. Sócrates seguramen-
te indicaría que el hombre, aún al elegir lo malo, lo hace porque el obje-
to del deseo cae aparentemente bajo el concepto de algún bien genuino:
el placer, la atenuación de algún deseo vehemente, o lo que fuere. La
equivocación de quien elige algo malo es intelectual, y consiste en no
identificar correctamente un objeto al suponer que es distinto de lo que
realmente es, o en no advertir algunas de sus propiedades, quizá por no
recordarlas. De acuerdo con la visión socrática, un alcohólico no dice:
“Un trago arruinará mi hígado, y no me importa”, sino que dice: “Un
trago más me fortalecerá lo suficiente para llamar a ‘alcohólicos anóni-
mos’”.

N.B.: Los textos utilizados para la preparación de este apunte fue-


ron extraídos de:
- ARMSTRONG, A. Introducción a la filosofía antigua. Eudeba,
Buenos Aires, 1983, cap. III.
- MacINTYRE, A. Historia de la ética. Paidós, Buenos Aires, 1981,
cap. 3.

126
Antropología y ética

3. EL EUDEMONISMO
Cuando Aristóteles (que había nacido en el 384 a.C. en Estagira)
entró en la Academia de Platón (428 - 348 a/c.) tenía sólo 18 años.
Permaneció en la escuela platónica durante veinte años hasta la muerte
de Platón (348 a.C.). En el año 342 a.C. fue llamado por Filipo, rey de
Macedonia, para hacerse cargo de la educación de Alejandro Magno.
Cuando Alejandro subió al tono, Aristóteles regresó a Atenas (335 a.C.)
y fundó allí su escuela: el Liceo. Muere en Calcis el año 321 a.C. a los
63 años.
El padre de Aristóteles era médico, y detrás de él había una larga
tradición médica familiar. Es probable que el apasionado interés de
Aristóteles por la biología y el modo como hizo del ser viviente indivi-
dual, científicamente estudiado, el centro de su filosofía, sean el resul-
tado de la tradición médica que heredó. La biología constituyó para él la
ciencia clave de su filosofía, al igual que las matemáticas lo habían sido
para Platón.

La Ética de Aristóteles
3.1. De la felicidad
Aristóteles comienza la Ética a Nicómaco alegando que hay un solo
bien hacia el cual se dirigen todas nuestras acciones. Éste es la meta de
la ciencia política, dentro de la cual queda comprendida la investigación
representada por la ética. Casi todo el mundo está de acuerdo en identi-
ficar el bien con la felicidad (eudemonía), pero distintas personas nos
dan diferentes versiones de lo que es la felicidad.
Quizás nos formemos una idea más clara de lo que es la felicidad
si preguntamos cuál es la actividad característica del hombre (la frase
‘actividad característica’ es traducción del término griego ergon, que
significa literalmente ‘trabajo’, ‘lo que una persona (o cosa) hace’); se
trata entonces de indagar algo que hacen los hombres y ninguna otra
criatura hace. El simple estar vivo es algo que comparten con el hombre
inclusive las plantas; así también, una vida de percepción es algo que el
hombre tiene en común con los caballos, los bueyes y cualquier otro
animal.
Nos queda, entonces, una vida activa del elemento racional
que reside en el alma. Pero del alma, una parte es racional en
el sentido de que obedece a la razón, otra en el sentido de que
posee razón en sí misma, y lleva a cabo el pensamiento... Aho-
ra bien, si la actividad característica del hombre es la actividad
del alma de acuerdo con la razón, o no sin razón, y decimos
que la actividad característica de una cosa es lo mismo en es-
pecie que la de esa misma cosa en buen estado ... el bien hu-
mano resulta ser la actividad del alma de acuerdo con la vir-
tud; y si hay más de una virtud, de acuerdo con la mejor y
más perfecta. Y debemos añadir que en una vida completa.
Pues una golondrina no hace verano. (Ética a Nicómaco 1098a
3-19)

127
Antropología y ética

La clave de este argumento es la siguiente:


Así como en el caso de un flautista, de un escultor y de todo
artesano, y en general de los que realizan alguna función o ac-
tividad parece que lo bueno y el bien están en la función, así
también ocurre, sin duda, en el caso del hombre, si hay alguna
función que le es propia. (Ét.Nic. 1097 b 25-28)
‘El bien’ para el artesano es aquello a lo que quiere llegar, el pro-
pósito de su actividad; o, como dice Aristóteles, el bien se halla en su
actividad (ergón). Si la función del hombre es la actividad racional, en-
tonces su bien consistirá en (se hallará ‘en’) ella. Pero la actividad ra-
cional puede dirigirse a fines malos, por lo que se necesita un paso más.
El flautista tiene como finalidad no meramente tocar la flauta, sino to-
carla bien. De manera semejante el bien para el hombre no será mera-
mente actuar de manera racional, sino hacerlo bien.
El argumento se basa en una concepción particular de la natura-
leza humana. Tal y como es parte del flautista tocar bien la flauta, así,
es parte del ser del hombre el proponerse hacer una vida racional recta.
Pero, a primera vista, esto no parece muy plausible. Puede ser que el
ser racional sea algo esencialmente humano (por lo menos, la ra-
cionalidad es algo que parece pertenecer a casi todos de los hombres),
pero la mayoría de los hombres no son virtuosos; es decir, no dirigen de
hecho su racionalidad hacia fines rectos. La respuesta de Aristóteles es
que nuestro criterio al actuar no debería ser el seguido por la mayoría,
sino el criterio seguido por el hombre bueno; tal y como en materia de
gusto aceptamos el criterio del sano, y no el del enfermo. Esto se apoya
en el siguiente argumento: para descubrir cómo es una cosa realmente,
deberíamos examinar un buen ejemplar de tal cosa y no el que es im-
perfecto o se encuentra de alguna manera dañado. Así, por ejemplo, el
biólogo interesado en conocer la naturaleza del salmón escogerá espe-
címenes en buen estado y desechará los enfermos o deformes.
Podría pensarse por lo dicho hasta aquí que la ‘virtud’ menciona-
da hasta ahora es la virtud moral, pero esto es olvidar el añadido de
Aristóteles: “lo bueno para el hombre es la actividad del alma de acuer-
do con la virtud; y si hay más de una virtud, de acuerdo con la mejor y
más perfecta”. El hombre más feliz de todos es el que se dedica a la con-
templación científica; es decir, el hombre que es activo ‘de acuerdo con’
una diferente clase de virtud, o excelencia, la ‘virtud intelectual’ de la
sabiduría. El hombre activo de acuerdo con la virtud moral es el que se
encuentra en el segundo grado de felicidad, aunque como nadie es ca-
paz de una contemplación continua, las dos clases de vida tienen que
combinarse.
Retomando la cuestión de la ‘felicidad’ Aristóteles hace referencia
a las cosas que las personas dicen acerca de la felicidad. Se refiere en-
tonces a concepciones que hacen residir la felicidad ya sea en la virtud,
o en la prudencia, o en cierta sabiduría, o en alguna de éstas acompa-
ñadas por el placer, o, incluyendo la prosperidad material. “De estas
opiniones, unas son sustentadas por muchos y antiguos; otras, por po-

128
Antropología y ética

cos, pero ilustres; y es poco razonable suponer que unos y otros se han
equivocado del todo, ya que en algún punto o en la mayor parte de ellos
han acertado”. Es claro que Aristóteles no está proponiendo que las
cuestiones éticas se decidan por voto popular; sus conclusiones tienen
que contrastarse no con lo que todos y cada uno de los hombres pien-
san, sino con las opiniones que o bien poseen una respetable antigüe-
dad o bien las sostienen personas respetables.
La felicidad, el bien humano, ha sido definida como una clase de
actividad de acuerdo con la virtud; y los demás bienes o son buenos
porque son las condiciones previas necesarias de esta actividad (la sa-
lud), o son buenos porque aportan los instrumentos para la felicidad
(los amigos, la riqueza, el poder político). La felicidad es el ‘primer prin-
cipio y causa de todos los bienes’.

3.2. La virtud
Hemos visto que Aristóteles define la felicidad como “cierta activi-
dad del alma, dirigida por la virtud perfecta”. La felicidad no es un rega-
lo de los dioses, ni tampoco un producto del azar, sino que es preciso
conquistarla tras largo y costoso ejercicio, por la lucha y la práctica de
la virtud. Es preciso indagar en qué consiste la virtud, ya que es la con-
dición y el medio necesario para llegar a conseguir la felicidad.
Aristóteles considera al hombre como un compuesto sustancial,
integrado por dos principios distintos: cuerpo material y alma espiritual.
Este compuesto humano que es el hombre es sujeto de pasiones, de po-
tencias y de hábitos. Las pasiones son aquellos movimientos del apetito
sensitivo que llevan consigo placer o dolor. Son pasiones, por ejemplo,
la ira, el amor, el odio, los celos, la compasión, el temor. Las potencias
son aquellas que hacen al hombre capaz de experimentar las pasiones,
es decir, aquello por lo que somos capaces de airarnos, amar, odiar, ce-
lar, sentir compasión, temer, etc. Y los hábitos son cualidades adquiri-
das que hacen que el sujeto se comporte bien o mal respecto de las pa-
siones, por ejemplo, en cuanto a encolerizarnos, nos comportamos mal
si nuestra actitud es desmesurada o débil, y bien, si obramos modera-
damente.
Es evidente que la virtud no se clasifica ni entre las pasiones ni
entre las potencias: las pasiones son movimientos involuntarios; las po-
tencias son disposiciones naturales. Por lo tanto, ni las unas ni las
otras podrían merecernos elogio o censura. La virtud, a causa de la cual
se nos califica de buenos o malos, supone a la vez una disposición per-
manente (en contraposición a la pasión, que es un movimiento pasajero)
y una elección voluntaria (por lo cual se distingue de la disposición na-
tural); así pues, no puede ser más que un habitus, una manera de com-
portarse respecto de las afecciones, una actitud permanente de la vo-
luntad, una preferencia habitual o hábito preferencial.

129
Antropología y ética

Los vicios y las virtudes no son pasiones ni potencias, sino hábi-


tos. Hay hábitos buenos y malos; la virtud es un hábito bueno, que hace
bueno al hombre y buenas sus acciones; los vicios son hábitos malos.

3.2.1. Las virtudes intelectuales


Aristóteles distingue dos clases de virtudes específicamente hu-
manas: las virtudes de la parte apetitiva del alma, que se puede enten-
der o bien como racional o bien como irracional (irracional porque pue-
de oponerse a la razón; racional porque puede obedecerla); y las virtu-
des de la parte que es racional en la acepción propia del término. Las
primeras son las virtudes éticas o virtudes del carácter: liberalidad,
magnanimidad, fortaleza; las segundas son las virtudes intelectuales
como la sabiduría teorética, la comprensión, la sabiduría práctica.
En la parte racional del alma introduce Aristóteles una subdivi-
sión entre entendimiento teórico y entendimiento práctico. El entendi-
miento teórico versa sobre las cosas universales y necesarias, que no
pueden ser sino aquello que son. El objeto del entendimiento teórico es
la verdad, lo que no puede ser de otro modo.
El entendimiento práctico tiene por objeto las cosas particulares y
contingentes, que pueden ser o no ser, ser de una manera o de otra. En
lo que puede ser de otro modo se distingue en seguida lo que es objeto
de producción y lo que es objeto de acción. La producción tiene como fi-
nalidad un objeto exterior por realizar. No ocurre lo mismo con la ac-
ción, que no tiene otra finalidad que el bien obrar. Es al entendimiento
práctico al que corresponde deliberar sobre las acciones en particular.
Cuando se trata de producir alguna cosa, la virtud intelectual que regu-
la la función creadora es el Arte que consiste en ‘cierta facultad de pro-
ducir dirigida por la razón’. Cuando se trata de dirigir la propia acción
humana, la virtud intelectual que se ocupa de esto es la prudencia. La
prudencia es una virtud esencialmente práctica cuya función consiste
en deliberar bien para obrar bien. Tan alta es la virtud de la prudencia
que el hombre que la posee puede decirse que tiene todas las demás
virtudes, “porque la prudencia, por sí sola, las comprende todas”.
El siguiente cuadro sintetiza la visión aristotélica de las virtudes
intelectuales:

130
Antropología y ética

Entendimiento intuitivo

Entendimiento teórico Ciencia


(sobre cosas necesarias)
Sabiduría

Virtudes
intelectuales
(Dianoéticas)

Arte

Entendimiento práctico Individual


(sobre cosas contingentes) Prudencia Económica
Política

Virtudes complementarias
de la prudencia (Discre-
ción, perspicacia, buen
consejo)

3.2.2. La virtud ‘ética’


El examen general de la virtud ética comienza con una serie de
argumentos cuyo objeto es el de establecer que la virtud de esta clase se
produce mediante la ejecución de las acciones que corresponden: es de-
cir, que nos volvemos justos cometiendo actos justos, valerosos hacien-
do cosas valientes, y así sucesivamente. Así pues, como el propósito de
la investigación ética no es el obtener simplemente un conocimiento,
sino el volvernos buenos, será necesario investigar las acciones y des-
cubrir de qué modo deben ejecutarse.
Las virtudes, al igual que la salud, son destruidas por el exceso o
por la falta, y son producidas, incrementadas y preservadas por lo que
es proporcionado:
pues el hombre que huye de todo y le tiene miedo a todo, y no
logra decidirse a hacer frente a nada, se vuelve cobarde, en
tanto que el hombre que no le tiene miedo a nada y hace frente
a lo que sea se vuelve temerario; así también, el hombre que se
entrega a todos los placeres y no se abstiene de ninguno se
vuelve licencioso, en tanto el hombre que rechaza todo placer
... se vuelve insensible; así pues, el dominio de sí mismo y el
valor son destruidos por el exceso y la falta y son preservados
por el término medio. (Ét.Nic. 1104 a 20-7)
Ahora bien, si como señala Aristóteles adquirimos la virtud ha-
ciendo cosas virtuosas, podría objetarse a esto que a fin de hacer cosas
virtuosas, uno debería ser ya virtuoso. Pero esta contradicción es sólo
aparente según Aristóteles, pues el hombre virtuoso no es (meramente)
el que lleva a cabo determinadas cosas, sino el que las ejecuta de una

131
Antropología y ética

manera determinada: - debe actuar con conocimiento, - debe elegir lo que


hace y - elegirlo por su propio valor, y “su acción debe surgir de un carác-
ter firme e invariable”. Así la liberalidad consiste, no en la abundancia
de las cosas que se donan, sino en la disposición de quien las da. Esta
última condición nos permite ofrecer una definición general de la virtud
ética:
La virtud ética es un hábito adquirido, voluntario, deliberado, que
consiste en el justo medio en relación a nosotros, tal como lo de-
terminaría el buen juicio de un hombre prudente y sensato, juz-
gando conforme a la recta razón y a la experiencia.
i) La virtud es un hábito adquirido: La virtud es un hábito que re-
side en el alma humana, no brota espontáneamente de la naturaleza,
sino que es preciso adquirirla por la repetición de actos, mediante el
esfuerzo y la tenacidad en la práctica de obrar bien. La naturaleza pue-
de dar ciertas disposiciones tanto para las virtudes intelectuales como
para las morales. Algunas personas nacen con más talento que otros, o
con un temperamento menos agitado por las pasiones. Pero el llegar a
convertir esas disposiciones en hábitos firmes y permanentes requiere
un largo ejercicio y a veces una lucha enérgica para vencer ciertas in-
clinaciones y someterlas al imperio de la razón. Por esto afirma Aristóte-
les que la virtud se encuentra rara vez en los jóvenes. Hay que esperar a
la madurez para estar seguros de su posesión, después de una vida de
esfuerzo y de constancia.
ii) La virtud es un hábito libre y voluntario: La virtud, que tiene un
carácter moral y nos hace dignos de elogio, supone la elección reflexio-
nada, la deliberación, la voluntad; no podría, por consiguiente, reducir-
se a un don de la naturaleza; aunque tiene como base una disposición
natural, debe agregarse a esta disposición, para constituir la virtud y
merecernos el elogio, un elemento intelectual. Pero ese factor intelectual
de la virtud es irreductible al saber teórico: depende del intelecto prácti-
co; además, hay que guardarse de reducir la virtud a su componente
intelectual. No hay que otorgar, como lo hacía Sócrates, al conocimiento
un poder de determinación absoluta respecto de la voluntad y declarar
involuntario todo vicio; pues con ello se retira también toda significa-
ción al elogio o la censura, sustrayendo al hombre de la paternidad de
sus acciones. La moralidad, según Aristóteles, tiene como condición la
libertad del querer; y ésta, a su juicio, es inseparable de la contingencia,
por lo menos en el hombre
Aristóteles se opone así al intelectualismo socrático que identifi-
caba la virtud con la ciencia y el vicio con la ignorancia. Afirma Aristóte-
les, terminantemente, que tanto la virtud como el vicio dependen no só-
lo del conocimiento, sino también de la voluntad. No basta conocer el
bien para practicarlo, ni tampoco basta conocer el mal para dejarlo de
cometer. La virtud implica un acto de deliberación y de elección en el
cual intervienen conjuntamente la inteligencia y la voluntad. No consti-
tuyen objetos de virtud todas aquellas acciones cuyo funcionamiento
queda fuera del poder de la razón y de la voluntad libre. Tampoco puede

132
Antropología y ética

llamarse virtuoso al que obra bien sin dificultad, por el solo impulso de
su naturaleza. Sin lucha y sin esfuerzo no es posible lograr la firmeza
que caracteriza la posesión de la virtud.
iii) Las virtudes morales consisten en el justo medio entre dos ex-
tremos viciosos: Hay dos clases de término medio: - el término medio me-
dido en referencia a un objeto en sí mismo, y - el término medio “en re-
lación con nosotros”. La primera clase es simplemente la del punto me-
dio de cualquier cosa que estemos midiendo, y éste, añade Aristóteles,
es uno y el mismo para todos. La segunda clase corresponde a lo que
no es ni demasiado, ni demasiado poco, y esto no es una sola
cosa, ni la misma para todos. Por ejemplo, si diez es mucho y
dos es poco, seis es la media en función de la cosa que esté
siendo medida; pues excede y es excedida en una cantidad
igual; y esto es una media de acuerdo con la proporción arit-
mética. Pero la media en relación con nosotros no debe enten-
derse de esta manera; pues si diez libras de comida es dema-
siado para que una persona en particular se las coma, y dos
libras es demasiado poco, el entrenador no encargará necesa-
riamente seis libras; porque también esto puede ser demasiado
para el hombre que habrá de ingerirlo, o demasiado poco; pues
será demasiado poco para Milón (un púgil griego famoso) y
demasiado para el hombre que acaba de comenzar su entre-
namiento. Y otro tanto puede decirse de la carrera y de la lu-
cha (es decir, la dieta adecuada al luchador no es buena para
el corredor). De esta manera, entonces, el experto en cualquier
campo evita el exceso y el defecto, busca la media y la escoge;
no la media del objeto, sino en relación con nosotros. Enton-
ces, si cualquier arte perfecciona su producto de esta manera
..., y si la virtud es más exacta y mejor que cualquier arte, co-
mo también lo es la naturaleza, tendrá que ser, entonces, algo
que apunte a la media. (Ét. Nic. 1106 a31 - b16)

Este pasaje nos ofrece las siguientes conclusiones: en primer lu-


gar, la media a la que ‘apunta’ la virtud tiene que ser determinada por
nosotros y no puede sacarse de un objeto de la misma manera directa
como puede obtenerse la otra clase de término medio. En segundo lu-
gar, habrá de ser diferente en situaciones distintas; lo que es una media
en un determinado conjunto de circunstancias tal vez ya no lo sea en
otro. La dificultad principal se presenta al aseverar que el término me-
dio al serlo “en relación con nosotros” no es “uno y el mismo para to-
dos”.
Esta interpretación pareciera hacer de Aristóteles un relativista
en cuestiones morales; sin embargo, la virtud al actuar sobre las pasio-
nes y las acciones no está al alcance de cualquiera,
por ejemplo, es posible tener miedo, sentirse confiado, desear,
encolerizarse, compadecerse, o, en general, sentir placer y do-
lor en demasía o demasiado poco y ninguno de los dos está
bien; pero sentir estas cosas en el momento adecuado, en rela-
ción con los objetos convenientes, respecto de las debidas per-

133
Antropología y ética

sonas, por la razón adecuada y de modo correcto es, a la vez,


un término medio y excelente, lo cual es lo que caracteriza a la
virtud. De manera semejante, ocurre en el caso de las accio-
nes. (Ét.Nic. 1106 b 18-23)
Por ello es necesario que este justo medio en relación a nosotros
no quede librado al capricho o a la opinión infundada. De allí la cuarta
característica de la virtud.
iv) El justo medio tal como lo determinaría el buen juicio de un hom-
bre prudente y sensato, juzgando conforme a la recta razón y a la expe-
riencia: El hombre de sabiduría práctica es lo mismo que el hombre
bueno, pues la virtud encierra siempre la posesión de la phrónesis (pru-
dencia) que es una virtud intelectual, además de las virtudes éticas.
Con esto quiere señalar Aristóteles que aun cuando el término medio es
en “relación con nosotros”, no la determina cualquiera, no hay aquí una
moralidad por voto popular. La norma es la establecida por quienes son
virtuosos, cuyo juicio, por consiguiente, es correcto.

3.2.2.1. Clasificación de las virtudes éticas


Las virtudes morales o éticas se subdividen según que regulen la
parte irracional del alma o las relaciones del hombre con sus semejantes.
A las que regulan la parte irracional del alma pertenecen las si-
guientes:
1) Fortaleza o valor, que está relacionada con el dolor y constituye
el medio entre dos extremos viciosos: la cobardía y la temeridad;
2) Templanza, que regula los placeres de los sentidos y consiste
en el medio entre la insensibilidad y la intemperancia;
3) Pudor o modestia, que versa sobre las emociones, y que se si-
túa entre la timidez y la impudencia.
A las relaciones sociales del hombre con sus semejantes se refie-
ren, entre otras, las siguientes virtudes:
1) Liberalidad, que tiene por materia el uso de las riquezas. Con-
siste en un medio entre la tacañería y la prodigalidad.
2) Magnificencia, que versa sobre el uso de las riquezas cuando se
trata de hacer grandes gastos, es la exhibición elegante de la riqueza.
Su medio se halla entre la mezquindad y la fastuosidad grosera.
3) Magnanimidad, cuya materia son la gloria y los grandes hono-
res. El hombre de “alma grande” es el que es digno de grandes cosas y
piensa que lo es, el hombre que se cree digno de grandes cosas, cuando
lo es, no es vanidoso; y el hombre que se cree menos digno de lo que le
corresponde es “pequeño de ánimo” (pusilánime). La magnanimidad tie-
ne su medio entre la pusilanimidad o ruindad y la megalomanía o vana
ostentación.
4) Justicia. Es la virtud por excelencia, y que en cierto modo com-
prende a todas las demás, en cuanto que introduce la armonía en el

134
Antropología y ética

conjunto, asignando a cada parte la función que le corresponde. La jus-


ticia es el fundamento del orden, ampliamente del mundo entero y en
concreto del mundo humano. En este sentido todas las virtudes, en
cuanto representan el ejercicio de alguna actividad, están subordinadas
a la justicia. A Aristóteles le interesa fundamentalmente la justicia pro-
pia del hombre constituido en sociedad, y que podemos traducir por
justicia política, civil o social.
Según Aristóteles, la justicia, considerada como virtud moral,
consiste esencialmente en dos cosas: a) la obediencia a las leyes, ajus-
tando a ellas la conducta del ciudadano; b) la relación a los demás indi-
viduos considerados como ciudadanos iguales y libres. En este segundo
caso la justicia tiene por medio la igualdad, así como la injusticia, que
es su vicio contrario, consiste esencialmente en la desobediencia a las
leyes y en la desigualdad.
a) A la justicia consistente en la obediencia a las leyes y a la con-
formidad de las acciones con ellas, la llama Aristóteles justicia legal. Lo
justo, en este caso, es lo conforme a la ley; lo injusto, lo que no con-
cuerda con ella. Las leyes ordenan acciones justas y buenas, conforme
a todas las virtudes. Prescriben actos de valor, de prudencia, de tem-
planza, etc., y prohiben los vicios contrarios. Por lo tanto, el que vive
conforme a la ley vive justamente y practica todas las virtudes. En este
sentido la justicia legal tiene carácter de virtud integral. El buen ciuda-
dano que observa bien las leyes será también un hombre justo y virtuo-
so.
Sin embargo, este primer elemento de la justicia que es conven-
cional, es distinguido por Aristóteles de otro elemento natural que tiene
la virtud de la justicia. La justicia de los ciudadanos es en parte natural
y en parte convencional; es natural esa parte de la justicia que tiene la
misma fuerza en todas partes, y que no existe porque pensemos esto o
aquello; y convencional, aquella parte que originalmente da lo mismo
que sea establecida de esta o aquella manera, pero deja de dar lo mismo
una vez que ha sido establecida. Por ejemplo, es convencional
que el rescate de un prisionero tenga el valor de una mina, o
que se sacrifique un chivo en vez de dos ovejas ..., y así tam-
bién todas las leyes que se promulgan para casos particulares
... (Ét.Nic. 1134 b 18-27)
Es decir, para Aristóteles en el derecho político hay elementos que
pertenecen al derecho natural, y otros que tienen carácter puramente
legal o convencional. El natural tiene valor universal en todas partes,
tiempos y regiones. Es inmutable y no depende de las opiniones ni de
las resoluciones de los hombres. Tiene la misma estabilidad y uni-
versalidad que las propiedades naturales de las cosas. Por el contrario,
el derecho legal es el que determina cosas de suyo indiferentes, pero
que, una vez establecidas por la ley, adquieren valor obligatorio.
b) El segundo aspecto de la justicia atiende en concreto a lo que
la define específicamente como virtud especial, esto es, a su relación a
los otros y a la igualdad que debe presidir el orden entre los ciudada-

135
Antropología y ética

nos. La excelencia de la justicia reside en que, entre todas las demás


virtudes, tiene la modalidad particular de que busca no sólo el bien
propio del individuo, sino también el de los demás. “Es un bien y una
virtud que toca más a los demás que al individuo mismo”. La justicia
propiamente dicha no puede darse respecto de uno mismo, como se dan
las demás virtudes, sino que implica siempre relación a otro. Por esto es
la mejor garantía del bien común, al cual deben subordinarse en la so-
ciedad los bienes particulares. “El hombre más perfecto no es el que
emplea su virtud en sí mismo, sino el que la emplea para otros, cosa
siempre difícil”.

N.B.: Los textos utilizados para la preparación de este apunte fue-


ron extraídos de:
- ARMSTRONG, A. Introducción a la filosofía antigua. Eudeba,
Buenos Aires, 1983, cap. III.
- ROWE, C. Introducción a la ética griega. Fondo de Cultura Eco-
nómica. México, 1979, cap. VII.
- FRAILE, G. y URDANOZ, T. Historia de la filosofía. B.A.C. Madrid,
1976. Tomo 1, Cap. XXVII.
- MOREAU, Joseph. Aristóteles y su escuela. EUDEBA. Buenos Ai-
res. 1979.

136
Antropología y ética

1. LA FILOSOFÍA HELENÍSTICA
‘Helenístico’ es un término que hace referencia a la civilización
griega, y más tarde, a la grecorromana, en el período que comienza con
la muerte de Alejandro Magno (323 a.C.) y finaliza, convencionalmente,
con la victoria de Augusto sobre Marco Antonio en la batalla de Accio el
año 31 a.C. Durante estos tres siglos no es el platonismo ni el aristote-
lismo los que ocupan el lugar central en la filosofía antigua, sino que
este lugar fue ocupado por el estoicismo, el escepticismo y el epicureís-
mo. Son éstos los movimientos intelectuales que definen las líneas
esenciales de la filosofía en el mundo helenístico.
La ascensión de los reyes de Macedonia al poder supremo de Gre-
cia y el gran impulso conquistador de Alejandro Magno hacia el Este,
acabó finalmente con la vida intensa, restringida y concentrada de las
ciudades griegas independientes, dotadas de todos los elementos nece-
sarios para bastarse a sí mismas. Hacia fines del siglo V a.C., y más
aún en los primeros tiempos del IV a.C., encontramos un creciente nú-
mero de individuos que se habían separado de la vida propia de las ciu-
dades-estado, intelectuales cosmopolitas o soldados aventureros para
quienes al menos los lazos que los unían a su ciudad natal eran muy
endebles. Posteriormente, con la conquista romana, las ciudades- esta-
dos se redujeron a la condición de simples municipios, dependientes de
hecho, si no por título y estado legal, del gobierno central de todo el
mundo mediterráneo con sede en Roma.
Intelectual y espiritualmente la época de Alejandro Magno señala
en Grecia un cambio decisivo, cambio que en especial modo afectó a las
minorías educadas. En el nuevo mundo de los grandes imperios, cuan-
do la civilización griega se había esparcido por todo el Cercano Oriente,
los horizontes del individuo griego se veían considerablemente ensan-
chados, mas al propio tiempo el ciudadano griego había perdido ese
sentimiento de seguridad que la vida de la ciudad antigua podía darle.
No era ya simplemente un miembro de una comunidad íntima y peque-
ña, en la que los pormenores de su vida, su código moral y sus prácti-
cas religiosas se hallaban determinados por la usanza, el medio am-
biente y el urgente apremio de la opinión pública, representada por un
cuerpo compacto de ciudadanos. Podemos decir que la ciudad seguía
estando allí, pero que sus muros estaban derruidos y que la seguridad y
la forma definida que, junto con ciertas limitaciones, esos mismos mu-
ros dieran a la vida ciudadana se habían desvanecido.
En consecuencia, numerosas eran las personas que se sentían
aisladas en el mundo como nunca hasta entonces se habían sentido,
que sabían que los antiguos fundamentos de la fe y la conducta habían
desaparecido y que nada tenían para reemplazarlos. La sensación de
aislamiento, desarraigo e inseguridad era lo bastante fuerte para deter-
minar a muchos a buscar una norma de vida que les proporcionara una
íntima sensación de seguridad y estabilidad. Esto fue lo que las nuevas
filosofías del período helenístico procedieron a suministrar. Esas filoso-
fías difieren en sus fórmulas, pero todas elllas pretenden ofrecer a sus
adeptos el mismo beneficio bajo diferentes nombres, es decir, una tran-

137
Antropología y ética

quilidad total e imperturbable contra todos los golpes y cambios de la


Fortuna, contra la inseguridad mudable e inconstante de los asuntos
humanos.
La investigación filosófica, en el período que va de Sócrates a Aris-
tóteles, iba dirigida a la realización de la vida teorética, entendida como
unidad de ciencia y virtud, esto es, de pensamiento y vida. Pero de estos
dos términos, que ya Sócrates identificaba del todo, el primero prevale-
cía sobre el segundo. Para Sócrates, recordemos, la virtud es y debe ser
ciencia, y no hay virtud fuera de la ciencia. Aristóteles, por su parte,
considera la vida teorética como la más alta manifestación de la vida
humana, y él mismo encarna y defiende con sus obras los intereses
propios de esta actividad, llevando su investigación a todas las ramas
de lo cognoscible.
El quiebre de la armonía de la vida teorética, en favor del segundo
de sus términos, de la virtud, se encuentra en la filosofía postaristotéli-
ca. La fórmula socrática, la virtud es conocimiento, es sustituida por la
fórmula el conocimiento es virtud. El objetivo inmediato y urgente es la
búsqueda de una orientación moral, a la cual debe estar subordinada,
como a su fin, la orientación teorética. El pensamiento debe servir a la
vida, y no la vida al pensamiento. La filosofía es ahora una investigación
de orientación moral, una investigación de la conducta de vida que ya
no tiene su centro y su unidad en la ciencia, sino que subordina la
ciencia a sí como el medio al fin.

EL HEDONISMO
2. Epicuro y el Epicureísmo
Epicuro nació en la isla de Samos en 341 a.C.. Inicia su actividad
como maestro en Metilene (Lesbos) y luego en Lámpsaco, para instalar-
se definitivamente en Atenas el 307 a.C. a la edad de 34 años. Epicuro
compró una casa entre Atenas y el Pireo, cuyo jardín vino a dar el nom-
bre a la escuela epicúrea, conocida como ‘El Jardín’.
La comunidad que Epicuro fundara difería en puntos importantes
de la Academia y el Liceo. Su análogo moderno es, no un colegio o insti-
tuto de investigación, sino una compañía de amigos que viven conforme
a principios comunes, retirados de la vida civil. La amistad posee parti-
cular importancia ética en el epicureísmo, y el Jardín facilitó un marco
para su realización. Eran admitidos mujeres y esclavos, y se conservan
fragmentos de varias cartas privadas en que Epicuro expresa hondo
afecto hacia sus amigos y seguidores. Los discípulos de Epicuro no eran
tanto estudiantes que ‘estudian una materia’ cuanto hombres y mujeres
dedicados a un cierto estilo de vida. Mas si el Jardín carecía del curri-
culum formal de la Academia, podemos sin riesgo presumir que sus
miembros consagraban mucho tiempo a la lectura y explicación de los
libros de Epicuro.

138
Antropología y ética

Oponentes del epicureísmo vilipendiaron al fundador motejándole


de libertino y dado al deleite, mas esto resulta incongruente, tanto con
su enseñanza sobre el placer, según vamos a ver, como con sus propias
actitudes. A su muerte en 271 a.C. Epicuro legó su casa y jardín en be-
neficio de su comunidad, siendo costumbre que cada director de la co-
munidad nombrara a su sucesor antes de su muerte.
El día 20 de cada mes eran celebradas la memoria de Epicuro con
una fiesta en el Jardín. Esta y otras disposiciones proyectan una luz
interesante sobre el carácter de esta corriente filosófica. El epicureísmo
ha sido justamente llamado por De Witt: “la única filosofía misionera
producida por los griegos”. Esto le hace decir a Cicerón, a mediados del
siglo I a.C. que “los epicúreos con sus escritos se han apoderado de Ita-
lia entera”. Los mayores adversarios del epicureísmo fueron el estoicis-
mo y, más tarde, el cristianismo.
El discípulo más importante de Epicuro fue el poeta romano Lu-
crecio quien escribió doscientos años después de la muerte de Epicuro
el poema De rerum natura, obra en la que explica puntos que podemos
hallar en los escritos originales de Epicuro.

2.1. El cuádruple fármaco y el ideal del sabio


Epicuro proporcionó a los hombres un cuádruple remedio para los
cuatro temores que hacen infeliz al ser humano. Los cuatro temores
son: 1) el temor ante los dioses y el más allá; 2) el temor ante la muerte;
3) el temor a no poder llevar una vida de placer; 4) el temor a no poder
soportar el dolor. Pero el tetrafármakon (cuádruple remedio propuesto
por Epicuro) argumenta contra las creencias que llevan a sentir estos
temores. En cuanto al temor a los dioses, no tiene fundamento, pues los
dioses son bienaventurados, perfectos y felices, y tienen en sí la razón
de su felicidad, por tanto nada de lo que obremos puede afectarles para
bien o para mal, así que hemos de liberarnos de su mirada, sin negar
su existencia. En relación a la muerte, la muerte supone la anulación
del compuesto que somos (recordar que Epicuro es un materialista, y el
ser humano es sólo un compuesto de átomos), si esto es así, la muerte
(la propia muerte) se torna insensible, por definición, para nosotros,
nunca podremos hallarnos cara a cara con la muerte, pues mientras
yo estoy, ella no está, y cuando ella llega, yo ya me he ido. En cuanto al
temor a no poder vivir placenteramente, hay que erradicar una falsa
concepción de cuál sea la meta de la vida humana, o en qué consista el
placer al que hemos de aspirar como meta. En relación al temor al do-
lor, hay que advertir que el dolor cuando es intenso no es muy durade-
ro, y si dura mucho es fácilmente soportable por su no intensidad. En
caso de durar mucho y ser intenso, culmina en la muerte, a la que ya se
analizó anteriormente como algo que no hay que temer.
El hombre que sepa administrarse este cuádruple remedio (cuá-
druple fármaco) adquiere la paz del espíritu y la felicidad, en la cual na-
da ni nadie pueden hacer mella. Convirtiéndose así en dueño absoluto
de sí mismo, el sabio ya no tiene nada que temer, ni siquiera los males

139
Antropología y ética

más atroces o las torturas: «El sabio será feliz, incluso entre los tormen-
tos.» Séneca escribe: «Epicuro dice también que el sabio, aunque sea
abrasado dentro del toro de Fálaris, gritará: esto es suave y no me toca
para nada»; «asimismo, Epicuro dice que es dulce arder entre las lla-
mas».
Evidentemente, afirmar que el sabio puede ser feliz incluso en las
torturas más atroces —de las cuales el toro de Fálaris es un ejemplo
extremo— constituye un modo paradójico de sostener que el sabio es
absolutamente imperturbable. Epicuro mismo lo demostró cabalmente,
cuando entre los espasmos del mal que lo llevaba a la muerte escribió a
un amigo el último adiós, proclamando que su vida era dulce y feliz. Así
Epicuro, gracias a su ataraxia está en condiciones de defender que el
sabio puede rivalizar en felicidad hasta con los dioses: si se deja de lado
la eternidad, Zeus no posee más que un sabio. A los hombres de su
tiempo, que carecían ya de todo aquello que había otorgado una vida
segura a los antiguos griegos y que estaban atormentados por el temor
y por la angustia de vivir, Epicuro les señala una nueva senda para re-
encontrar la felicidad. Les ofrece una doctrina que representa un desa-
fío a la suerte y a la fatalidad, porque mostraba que la felicidad puede
provenir de nuestro interior, sean como fueren las cosas externas a no-
sotros.

2.2. Placer y Felicidad


Epicuro no fue el primer filósofo griego cuya ética puede titularse
hedonista. Sin embargo, su hedonismo difiere de la postura de Aristipo
de Cirene, iniciador del hedonismo.
Epicuro asienta el siguiente principio:
Decimos que el placer es principio y fin de la vida feliz. Al pla-
cer, pues, reconocemos como nuestro bien primero y connatu-
ral, y de él partimos en toda elección y rechazo, y a él nos refe-
rimos al juzgar cualquier bien con la regla de la sensación.
(Carta a Meneceo).
Al asentar tal principio -que el placer (hedoné) es el comienzo y
fundamento (arché) y la culminación y término (télos) del vivir feliz- se-
ñala Epicuro el objetivo la ética, que trata de lo que debemos buscar y
de lo que debemos evitar para alcanzar ese vivir feliz que es el fin de
nuestro existir. La consecución del placer y la evitación de su contrario,
el dolor, es lo que guía nuestras elecciones y rechazos de modo natural.
Así el principio del placer, la hedoné, constituye la meta de nuestro ac-
tuar, o el blanco de nuestras acciones. No hay otro objetivo trascenden-
te, como podría señalarse en la ética platónica o en la estoica. El placer
es el summum bonum (sumo bien).
Epicuro insiste en que es la propia naturaleza de los seres anima-
dos la que fija ese criterio básico de conducta, lo que muestra que el
placer es un bien connatural (o congénito) a toda criatura animal, y el
hombre se conforma así a una norma universal al buscar la felicidad en

140
Antropología y ética

el placer. “Como demostración de que el placer es el objetivo final (télos)


aduce que los animales, apenas han nacido, se encuentran a gusto con
él, y en cambio aborrecen el sufrir, de modo natural y al margen del ra-
zonamiento. Con un sentimiento espontáneo, en efecto, rehuimos el do-
lor” (D.L. X 137). La verdad de esta tesis proviene, según Epicuro, de la
experiencia.
La bondad del placer no requiere demostración. Epicuro da por
supuesto el que los hombres, al igual que todos los seres vivos, persi-
guen el placer y evitan el dolor. Lo atractivo del placer es considerado
como un dato inmediato de la experiencia, comparable con el sentir que
el fuego es caliente. Estamos genéticamente preparados para buscar lo
que ha de causarnos placer y evitar lo que ha de causarnos dolor, nin-
guna criatura cuya constitución sea normal puede tener otros fines. Lo
que debemos de hacer es perseguir aquello que ha de causarnos el ma-
yor placer. ‘Debemos’ no significa aquí lo que estamos obligados a ha-
cer por alguna ley puramente moral, sino que significa lo que es menes-
ter hacer si vamos a alcanzar con éxito nuestro fin, la felicidad o el pla-
cer más grande. Se refiere a los medios y no a los fines:
Dado que el placer es el bien primario e innato, por eso mismo
no escogemos tampoco todo placer, sino que hay ocasiones en
que pasamos por alto muchos placeres, si iba a seguírsenos de
ellos un mayor dolor. Y consideramos muchos dolores como
superiores a placeres, cuando un mayor placer iba a sobreve-
nirnos tras haberlos soportado largo tiempo. Por consiguiente,
aunque todo placer, por causa de su afinidad natural con no-
sotros, sea un bien, no todo placer, sin embargo, ha de ser es-
cogido: de modo semejante, aunque todo dolor sea un mal, no
todo dolor ha de ser siempre naturalmente rehuido. Lo propio
es evaluar estas cosas con cálculo y consideración de las ven-
tajas y de las desventajas. Porque, a veces, tomamos el bien
como un mal y, al revés, el mal como un bien (Ep.Men. 129-
30).
A fin de captar las implicaciones de este importante pasaje, hemos
de considerar con más pormenor qué entendía Epicuro por placer y có-
mo nos proponía usar del placer como una guía para la acción. El rasgo
distintivo de su hedonismo es la negación de todo estado o sentimiento
intermedio entre placer y dolor. El placer y el dolor están relacionados
uno con otro no como contrarios, sino como contradictorios. La ausen-
cia de uno entraña la presencia del otro. La supresión del dolor no es
una condición de posibilidad que prepare la aparición de otro estado
diverso (el placer), sino que no sentir dolor y experimentar placer son
dos modos de expresar una única realidad. Su análisis del placer des-
cansa en el supuesto de que la condición natural o normal de los seres
vivientes es la de un bienestar corporal y mental, y que esta condición
es ipso facto satisfactoria. El placer es connatural al hombre, el dolor,
tanto físico como espiritual, irrumpe en el organismo desestructurando
su armonía. De allí que la postura epicúrea no coincida con una con-
cepción pesimista del existir como algo penoso.

141
Antropología y ética

Para Epicuro, el proceso de eliminación de dolor culmina en sen-


saciones placenteras. Epicuro llama a este placer : ‘cinético’. Suponga-
mos que un hombre está hambriento: desea comer, y el acto de satisfa-
cer este deseo produce placer cinético. Si logra satisfacer plenamente el
deseo de alimento, debe de haber aliviado del todo las ansias del ham-
bre. De esta completa satisfacción del deseo, argumenta Epicuro, surge
una segunda clase de placer. No consiste ahora este placer en una ex-
periencia que acompaña a un proceso, sino en un estado, a este tipo de
placer lo llama Epicuro: placer estático o catastemático. Se caracteriza el
placer catastemático por la completa ausencia de dolor y el disfrute de
esta condición:
El placer que perseguimos no es sólo aquel que excita nuestra
naturaleza con algún tipo de gratificación y que es percibido
con delicia por los sentidos. El mayor placer es para nosotros
el que se siente cuando un dolor ha sido eliminado.
El placer catastemático sigue a la completa satisfacción del deseo.
El deseo surge de un sentido de necesidad; el dolor, de carecer de algo.
A fin de eliminar este dolor, el deseo ha de ser satisfecho, y la satisfac-
ción del deseo es placentera. El placer cinético es, por tanto, una condi-
ción necesaria de un cierto placer catastemático, mas no es tomado por
Epicuro como un equivalente del placer catastemático. Pues si la li-
beración del dolor es el placer mayor, habríamos de satisfacer nuestros
deseos no buscando las sensaciones placenteras que acompañan al co-
mer, al beber, y demás, sino por causa del estado de bienestar que re-
sulta cuando ha sido eliminado todo dolor:
Cuando decimos que el placer es el fin, no nos referimos con
ello a los placeres de los disipados ni a aquéllos que consisten
y quedan en el disfrute..., sino a los que consisten en la libera-
ción de dolor en el cuerpo y de turbación en la mente. Pues no
es el beber ni las continuas festicholas, ni el placer sexual, ni
la degustación de pescados y otras exquisiteces de una opu-
lenta mesa lo que produce una vida dulce, sino un sobrio ra-
zonar que investiga las causas de toda elección y rechazo, y
que destierra las opiniones que provocan la mayor confusión
mental. (Ep.Men. 131-2)
Epicuro no niega en este pasaje que el beber, comer buena comi-
da, sexo y demás no sean fuentes de placer. Afirma que los placeres que
tales actividades producen han de ser rechazados como fines, porque no
constituyen una sosegada y estable disposición del cuerpo y de la men-
te. Es la liberación de dolor lo que mide los méritos relativos de las dife-
rentes actividades. Tal es la base del cálculo hedonista de Epicuro. Su
crítica no se funda en ninguna desaprobación puritana.
Sostiene Epicuro que el mayor dolor es la turbación mental pro-
ducida por falsas creencias acerca de la naturaleza de las cosas, acerca
de los dioses, acerca del destino del alma. Todo placer que deje de eli-
minar el mayor dolor es proscrito como último objeto de elección por
aplicación de esta regla: ‘la ausencia de dolor establece la magnitud del
placer’. Además, el placer que surge de contentar a los sentidos puede

142
Antropología y ética

acarrear un mayor dolor como consecuencia. Así, un hombre puede go-


zar de una velada dedicada a la bebida o a la tensión de la apuesta en el
juego, mas el placer que deriva de satisfacer sus deseos de bebida y de
juego ha de confrontarse con el sentimiento a la mañana siguiente, y
con el temor de perder dinero.

2.3. Placer y Deseo


El concepto de placer, según Epicuro, está estrechamente relacio-
nado con un análisis del deseo:
Hemos de inferir que ciertos deseos son naturales y otros va-
nos. De los naturales, unos son necesarios, otros meramente
naturales. Los deseos necesarios incluyen unos que son nece-
sarios para la felicidad, otros para el equilibrio del cuerpo y
otros para la vida. La correcta comprensión de estas cosas
consiste en relacionar la elección y la aversión con la salud del
cuerpo y con la liberación de la turbación mental, dado que és-
te es el fin de un vivir bienaventurado; pues todas nuestras
acciones obedecen a esto, a que no sintamos dolor ni miedo.
Una vez que hemos alcanzado esto, todo el torbellino del alma
queda disipado, dado que una criatura no necesita andar va-
gando como quien va tras algo de lo que carece, ni buscar otra
cosa con que sea capaz de colmar el bien del alma y del cuer-
po. Porque es cuando sufrimos por la ausencia de placer que
lo necesitamos. (Ep.Men. 127-8).
Los deseos adquieren en Epicuro un orden jerárquico diseñado
conforme a la naturaleza humana. De este modo distingue entre:
a) Deseos naturales y necesarios: Se originan por reacción al do-
lor y una vez satisfechos restauran, en el cuerpo y en el alma, el equili-
brio necesario. Son fáciles de satisfacer, y son indispensables para el
bienestar del cuerpo, para la felicidad y para la subsistencia vital.
b) Deseos naturales pero no necesarios: No surgen como reacción
al dolor, sino como variación del placer, por tanto no comportan dolor si
no son satisfechos. Son placeres difíciles de satisfacer, y se refieren al
placer del goce de la naturaleza por los sentidos, e incluyen los deseos
relativos al goce del amor.
c) Deseos no naturales ni necesarios: No surgen como reacción al
dolor ni como variación del placer. Son inconsistentes y dañinos. Nacen
de las vanas opiniones como el deseo de coronas, estatuas y halagos.
El sabio ha de cuidarse del quedar sujeto a deseos no discrimina-
dos previamente. Sin embargo, lejos está Epicuro de la represión del
deseo, la naturaleza pide ser satisfecha, pero sus exigencias básicas son
mínimas y esenciales, pudiendo, quien las satisfaga, “rivalizar con Zeus
en felicidad” (S.V. 33).
El análisis que hace Epicuro de los deseos es congruente con el
principio de que el mayor placer es la liberación del dolor. El deseo de
alimento y vestido es natural y necesario. El no poder satisfacer ese de-

143
Antropología y ética

seo es fuente de dolor. Pero, arguye Epicuro, no es ni necesario ni natu-


ral desear tal alimento o vestido antes que tal otro, si el último es bas-
tante para eliminar el dolor que se siente por falta de alimento o vestido.
De aquí que Epicuro abogue por la vida sencilla, basándose en que no-
sotros mismos nos creamos dolor innecesario al buscar satisfacer los
deseos por medios desproporcionados. Los deseos necesarios, sostiene,
pueden satisfacerse simplemente. Aquellos que buscan placer en los
lujos es probable que hayan de sufrir dolor innecesariamente, ya como
consecuencia directa de una vida suntuosa o por inhabilidad de satisfa-
cer sus deseos:
Consideramos a la autosuficiencia como un gran bien, no para
que en toda ocasión usemos de pocas cosas, sino a fin de que
si no tenemos mucho, nos contentemos con poco, sinceramen-
te convencidos de que disfrutan más agradablemente de la
abundancia, quienes menos necesidad tienen de ella, y de que
todo lo natural es muy fácil de conseguir, y lo vano muy difícil
de alcanzar. Los alimentos frugales proporcionan el mismo
placer que una comida abundante, cuando alejan todo el dolor
de la indigencia.
Pan y agua proporcionan el más elevado placer, cuando los lle-
va a la boca quien tiene necesidad. El acostumbrarse a las
comidas sencillas y frugales es saludable, hace al hombre re-
suelto en las ocupaciones necesarias de la vida, nos dispone
mejor cuando ocasionalmente acudimos a una comida lujosa y
nos hace intrépidos ante el azar. (Ep:Men. 130-1).
Una y otra vez Epicuro afirma que el placer no puede acrecentarse
más allá de un cierto límite. En cuanto al placer sensual se refiere, este
límite se alcanza tan pronto como el dolor a que dio lugar el deseo ha
cesado; de ahí en adelante el placer cabe ‘variarlo’ (mediante el placer
cinético) mas no aumentarlo. Esto es algo que es preciso lo capte el inte-
lecto, dado que la carne misma no reconoce límites al placer.

2.4. Placer y Virtud


La distinción entre placeres cinéticos y catastemáticos se aplica
tanto al cuerpo como a la mente. En correspondencia con el placer ciné-
tico de satisfacer un deseo de alimento, bebida y otros tales, la mente es
capaz de experimentar ‘gozo’, digamos, al encontrarse con un amigo o al
resolver un problema teórico. Este placer consistente en un movimiento
debe distinguirse del placer catastemático de la ‘tranquilidad mental’,
que corresponde al placer del cuerpo liberado del dolor. Dado que el
placer es lo único que es bien en sí mismo, la prudencia, la justicia, la
templanza y la fortaleza, las tradicionales cuatro ‘virtudes cardinales’ de
la filosofía griega, pueden valorarse sólo si son constituyentes o medios
del placer. Epicuro se inclina por apoyar la segunda alternativa, las vir-
tudes sólo pueden valorarse sin son medios en la obtención del placer.
En este punto la postura de Epicuro se opone claramente al estoicismo,
tal como se muestra en este pasaje en el que Cicerón presenta el pen-
samiento epicúreo sobre esta cuestión:

144
Antropología y ética

En cuanto a esas eximias y hermosas virtudes, ¿quién iba a


juzgarlas loables y deseables de no producir placer?. Igual que
nosotros aprobamos la ciencia de los médicos, no por causa
del arte mismo, sino por causa de la buena salud ..., así la
prudencia, que debe ser considerada como el ‘arte de vivir’, no
sería solicitada si nada lograse: de hecho se la solicita a causa
de ser experta en la invención y logro de placer ... La vida hu-
mana es agobiada sobre todo por la ignorancia de las cosas
buenas y malas, y el mismo error nos causa a menudo el ver-
nos privados de los mayores placeres y atormentados por la
más dura angustia mental. La prudencia ha de ser aplicada
para actuar como nuestro más seguro guía hacia el placer,
eliminando los temores y concupiscencias y desarraigando la
vanidad de todas las falsas opiniones. (Cicerón, Finibus I, 42-
3)
La moderación, según el mismo principio, es deseable porque -y
sólo porque- “nos proporciona paz mental”. Es un medio de alcanzar el
mayor placer, pues nos habilita para dejar de lado aquellos placeres que
implican un mayor dolor. De modo semejante se aprecia la fortaleza,
por el hecho de que nos habilita para vivir libres de ansiedad y nos res-
cata, en lo posible, del dolor físico.
Aunque Epicuro consideraba a las virtudes como medios y no co-
mo fines, sostenía que eran necesarias para la felicidad y estaban inse-
parablemente ligadas a la vida hedonista:
La prudencia es el punto de partida de las fuentes del placer y
el mayor bien. Por tanto, la prudencia es algo todavía más va-
lioso que la filosofía. De la prudencia nacen todas las otras vir-
tudes, y ella enseña que no es posible vivir placenteramente
sin vivir prudente, noble y justamente, ni tampoco vivir pru-
dente, noble y justamente sin vivir placenteramente. Pues las
virtudes se hallan de modo natural ligadas al vivir placentero,
y el vivir placentero es inseparable de aquéllas. (Ep.Men. 132).

N.B.: Los textos utilizados para la elaboración de este apunte fue-


ron extraídos de:
LONG, Anthony. La filosofía helenística. Alianza Editorial. Madrid.
1975, cap. 1 y 2.
GARCÍA GUAL, Carlos. Epicuro. Alianza Editorial. Madrid. 1981.
cap. 6, 7 y 10.
PASQUALI, Antonio. La moral de Epicuro. Monte Ávila Editores.
Caracas. 1970.

145
Antropología y ética

EL ESTOICISMO
1. El estoicismo
Hacia el 301-300 a.de C., Zenón de Citio comenzó a deambular
por el Pórtico Pintado (Estoa) de Atenas y a entablar allí discursos filo-
sóficos. La Estoa orillaba un costado de la gran plaza de la antigua Ate-
nas, y desde ella, se veían los principales edificios públicos, con la
Acrópolis y sus templos alzándose en el fondo. A diferencia de Epicuro,
Zenón comenzó su enseñanza en Atenas en un céntrico lugar público, el
que vino a prevalecer como nombre de sus seguidores y de su sistema
filosófico.
Zenón había nacido en Citio, en la isla de Chipre, en el 333 a. de
C., y muere en el 262 a. de C. Fue influido por el cinismo, corriente ini-
ciada por Diógenes. La influencia de los cínicos en los estoicos quedará
reflejada en el énfasis puesto por la Estoa en: la indiferencia hacia las
cosas exteriores, en la racionalidad como sola fuente de la felicidad hu-
mana, en el cosmopolitismo moral, en la convicción de que la razón es
una capacidad humana innata que trasciende las fronteras culturales y
geográficas, en la vida sencilla con una disciplina física y mental. A la
muerte de Zenón le continúan dos importantes exponentes del estoi-
cismo, Cleantes y Crisipo. Desde la segunda mitad del siglo II a. de C.
en adelante, el estoicismo quedó bien asentado en Roma. A partir de allí
tenemos conocimiento del estoicismo a través de la obra de Cicerón, y
luego por los escritos de Séneca, Epicteto (un esclavo) y Marco Aurelio
(un emperador).
El estoicismo fue el movimiento más importante e influyente en la
filosofía helenística. Durante más de cuatro siglos mereció la adhesión
de un amplio número de hombres cultivados en el mundo grecorro-
mano, y su impacto no quedó confinado a la antigüedad clásica. Mu-
chos de los padres de la Iglesia fueron profundamente influidos por el
estoicismo, y desde el Renacimiento hasta los tiempos modernos, el
efecto de la enseñanza moral estoica en la cultura occidental ha sido
muy amplio. Algunas doctrinas estoicas han reaparecido a veces en la
obra de grandes filósofos, Spinoza y Kant, por ejemplo, han sido deudo-
res de los estoicos. Mas la influencia del estoicismo no ha quedado limi-
tada a los filósofos profesionales, Cicerón, Séneca y Marco Aurelio (au-
tores estoicos) ayudaron con sus escritos a propagar los principios bá-
sicos del estoicismo entre los clérigos, estudiosos y políticos posteriores
a ellos.
Los estoicos se preciaban de la coherencia de su sistema filosófi-
co. Estaban convencidos de que el universo puede ser reducido a una
explicación racional, y de que el mismo es una estructura racionalmen-
te organizada. Aquella facultad que habilita al hombre para pensar,
proyectar y hablar -que los estoicos llamaban logos- está literal y ple-
namente incorporada en el universo. El ser humano individual, en la
esencia de su naturaleza, comparte una propiedad que pertenece a la
Naturaleza en el sentido cósmico. Y porque la Naturaleza cósmica abra-
za todo lo existente, el hombre individual es una parte del mundo, en

146
Antropología y ética

un sentido ajustado y cabal. Sucesos cósmicos y acciones humanas no


son, por tanto, aconteceres de dos órdenes completamente diferentes;
en un último análisis, unos y otros son igualmente consecuencias de
una misma causa -el logos-. Puestas las cosas de este modo, la Natura-
leza cósmica o Dios (ambos términos se refieren a lo mismo en el estoi-
cismo) y el hombre se relacionan, uno con otro, en lo íntimo de su ser
como agentes racionales. Si un hombre reconoce plenamente las impli-
caciones de esta relación obrará de una manera cabalmente acorde con
la racionalidad humana más depurada, cuya excelencia está garantiza-
da por su voluntaria conformidad con la Naturaleza. Esto es lo que es
ser sabio, un paso más allá de la mera racionalidad, y el fin de la exis-
tencia humana es una completa armonía entre las propias actitudes y
acciones de un hombre y el curso efectivo de los acontecimientos. La
filosofía natural y la lógica están en fundamental e íntima relación con
este fin. En orden a vivir de acuerdo con la Naturaleza, un hombre debe
conocer qué hechos son verdaderos, en qué consiste su verdad y cómo
una proposición verdadera se relaciona con otra. La coherencia del es-
toicismo se halla basada en la creencia de que los sucesos naturales
están tan causalmente relacionados unos con otros que es posible esta-
blecer acerca suyo una serie de proposiciones que habilitarán al hom-
bre para proyectar una vida completamente en unidad con la Naturale-
za o Dios.

2. La ética estoica
En una de las analogías que utilizaban los estoicos para ilustrar
la relación entre las subdivisiones de su filosofía, la ética es comparada
al “fruto de una huerta”. Es una imagen adecuada. La lógica y la filoso-
fía natural preparan el terreno para la ética. La Naturaleza, que el ‘físi-
co’ investiga desde su punto de vista específico, es también, en el estoi-
co, la última fuente de cuanto posee valor. Así Crisipo escribía: “No hay
vía posible o más acomodada para abordar el tema de los bienes y los
males, las virtudes y la felicidad, que partiendo de la naturaleza univer-
sal y el gobierno del universo”.
La Naturaleza (Dios, causa, logos, destino) es un ser perfecto, y el
valor de todo lo demás en el mundo se asienta sobre su relación con la
Naturaleza. La conformidad con la Naturaleza denota valor positivo y la
contradicción con la Naturaleza lo opuesto.

2.1. La parte y el todo


Mas, ¿qué será para algo conformarse con la naturaleza?. Si nues-
tro tema es una planta, entonces sabemos lo que quiere decir que una
planta al florecer se conforma a la naturaleza. De modo similar, es rela-
tivamente fácil distinguir en, por ejemplo, un grupo de gatos, aquéllos
cuya condición es excelente y aquéllos cuya condición no lo es. Una
planta o un gato se conforman con la naturaleza de plantas o gatos
cuando crecen y se comportan de un cierto modo. Este modo define lo

147
Antropología y ética

que vale para algo ser bueno en su clase, y cabe clasificar las cosas co-
mo apropiadas o inapropiadas para plantas, animales y hombres por
referencia a esta norma natural. En este método de análisis la confor-
midad con la Naturaleza universal es referida a la naturaleza apropiada
al tipo de cosa en cuestión. El concepto de Naturaleza universal es ne-
cesariamente complejo. El comer heno es natural para los caballos, mas
no para el hombre. Concuerda con la Naturaleza universal el que los
caballos hayan de comer heno, y que los hombres hablen un lenguaje.
Mas lo primero es inapropiado para los hombres y lo último para los
caballos. La Naturaleza universal sanciona una norma para cosas parti-
culares -la naturaleza de las plantas, animales y hombres-, por referen-
cia a la que cabe decir que alcanzan o no alcanzan sus fines individua-
les.
Podemos llamar a este método, el análisis según la perspectiva de
la parte. Mas la Naturaleza universal ubica todas las naturalezas parti-
culares, y a éstas sólo cabe describirlas y evaluarlas desde la perspecti-
va del todo. Es un hecho obvio que muchas criaturas no experimentan
cosas que son apropiadas a su naturaleza particular. La enfermedad, el
hambre, crean condiciones que hacen imposible a muchos vivientes
funcionar adecuadamente. ¿Son tales hechos contrarios a la Naturale-
za?. Desde el punto de vista del largo plazo, nada es independiente del
ordenamiento de la Naturaleza. Si un suceso es considerado aparte de
su relación con el cosmos como un todo, podrá ser valorado como natu-
ral o antinatural para la criatura afectada por él. Desde la perspectiva
de la parte, la pobreza y la enfermedad son antinaturales para la hu-
manidad. Mas tal análisis sólo se hace abstrayendo la naturaleza hu-
mana de la Naturaleza universal. Desde la perspectiva del todo, seme-
jantes condiciones no resultan no naturales, porque todos los sucesos
contribuyen al bienestar universal.
Estas dos perspectivas van juntas en muchos textos estoicos. Se-
ñala así Cicerón:
Muchas cosas exteriores pueden estorbar el que las naturale-
zas individuales alcancen su propia perfección, mas nada cabe
que cierre el paso a la Naturaleza universal, porque sostiene y
mantiene unidas todas las naturalezas.
El universo como un todo es perfecto, y su perfección es compati-
ble con, y aún la requiere, una cierta cantidad de cosas que son no na-
turales, si sólo se considera la perspectiva de la parte. Marco Aurelio
escribe: “Bienvenido sea cuanto acontece, aun si parece duro, porque
contribuye a la salud del universo y al bienestar de Zeus. Porque Él no
habría acarreado esto a un hombre si no fuera de provecho para el to-
do”. Desde la perspectiva del todo, nada de lo que acontece a un hom-
bre es perjudicial, ni para él ni para el todo. Ciertas cosas pueden ser
llamadas perjudiciales si son contrarias a la Naturaleza desde la pers-
pectiva de la parte. Si la Naturaleza hubiera podido armar un mundo
perfecto sin tales cosas, así lo habría hecho. La Naturaleza no ordena el
sufrimiento por sí mismo, sino porque resulta necesario para la econo-
mía del todo.

148
Antropología y ética

De lo dicho hasta aquí se desprende que ‘no natural’ es una eva-


luación y descripción de sucesos que sólo cabe aplicar cuando referimos
la Naturaleza a la marcha de las cosas particulares. Los estoicos se em-
peñan en postular que, desde la perspectiva cósmica, todo cuanto acon-
tece concuerda con la Naturaleza y está, por consiguiente, bien. Así se-
ñala Epicteto.
(Zeus - la Naturaleza) ordenó que hubiera verano e invierno, y
abundancia y esterilidad, y virtud y vicios, y todas estas oposi-
ciones, para la armonía del conjunto.
Aun de la desarmonía, la Naturaleza crea armonía. Y así, incluso
las acciones de los perversos, concuerda con la Naturaleza. La obra de
la Naturaleza es armonizar disonancias, no crear disonancias.
A diferencia de todos los otros seres naturales, sólo el hombre está
dotado por la Naturaleza con la capacidad de comprender los sucesos
cósmicos y de promover la racionalidad de la Naturaleza con su propio
esfuerzo. Mas, igualmente, él es el único ser natural que posee la capa-
cidad de obrar en una manera que deje de conformarse con la voluntad
de la Naturaleza. Estas facultades antitéticas son las que hacen al
hombre un agente moral. Esto es, alguien de cuyo comportamiento y
carácter pueda predicarse ‘bueno’ y ‘malo’. Al dotar al hombre de razón
(logos), la Naturaleza ha asegurado el que todo hombre será bueno o
malo y obrará bien o mal. Mas la propia dispensación de la Naturaleza
no es moralmente neutral. El hombre viene naturalmente pertrechado
de ‘impulsos hacia la virtud’ o ‘simientes de conocimiento’, y este per-
trecho es suficiente para poner a la razón en el buen camino. Pero la
propia Naturaleza no va más allá, el logro de un buen carácter reclama
los más arduos esfuerzos de todo hombre ya que las influencias exterio-
res pueden estorbarle para desarrollar una disposición racional armóni-
ca con la propia Naturaleza.
La Naturaleza ha dispuesto estas condiciones y le ha dado al
hombre el status de un agente moral al hacerle partícipe consciente en
el proceso racional del universo. Al dotar al hombre de razón la Natura-
leza le hace, desde la perspectiva de la parte un agente autónomo. El
carácter que desarrolla un hombre es su propio carácter, no el de la Na-
turaleza. Un hombre no es responsable del entorno en el que se encuen-
tra. Pero le debe ser atribuido el modo de actuar en relación con él
mismo. Los estoicos subrayaban la importancia de apuntar a un resul-
tado deseable, más que de lograrlo. Los juicios morales y el bienestar
humano son referidos a la actitud del agente, a su estado mental. Esta
distinción entre los resultados externos y las intenciones, se ilustraba
con el simil de un perro atado a la parte trasera de un carruaje. El ca-
rruaje representa la situación externa del hombre; el hombre no puede
obrar independientemente de su situación, pero el propio hombre, y no
su entorno, puede decidir acerca de si va a correr voluntariamente o va
a ser arrastrado:
Guíame, oh Zeus, y tú Destino, al puesto que ya por vosotros
tengo señalado. Porque iré libremente, mas si yo, habiendo

149
Antropología y ética

crecido mal, me mostrase reticente, acudiré igualmente (Clean-


tes)
2.2. Del impulso primario a la virtud
Si los seres humanos no poseyeran facultad de raciocinio, la au-
toconservación, sería para ellos la única cosa natural y, por tanto,
aquella cuya persecución resultaría recta y apropiada. Obtener alimen-
tos, guardarse de los enemigos, la procreación, éstas son actividades
que un animal irracional percibe como a él pertenecientes, y al aplicarse
a las mismas obra naturalmente, es decir de la manera dictada por la
Naturaleza. Se conserva a sí mismo haciendo tales cosas. Mas, ¿no son
estas actividades también naturales para los seres humanos?. La res-
puesta estoica a esta cuestión es compleja:
La primera tendencia de un hombre es hacia aquello que con-
cuerda con la Naturaleza. Mas, tan pronto como ha adquirido
la capacidad para entender o, mejor, una provisión de concep-
tos racionales, y ha visto la regularidad y armonía de la con-
ducta, valora esto muy por encima de todo aquello por lo que
antes había sentido afección, y saca la conclusión racional de
que ello constituye el más alto bien humano, merecedor de
elogio y deseable por su propia causa. En esta armonía consis-
te el bien, que es la pauta para todas las cosas; y así la acción
virtuosa y la propia virtud, reconocida como el único bien, aun-
que posterior en el origen, es la misma cosa deseable por su
naturaleza intrínseca y valor. Y ninguno de los objetos prima-
rios de tendencia natural es deseable por sí mismo. (Cicerón)
Este pasaje encierra las doctrinas fundamentales de la ética estoi-
ca. El conocimiento de “aquello que verdaderamente cabe llamar bien” y
de la acción virtuosa son vistos como la etapa culminante en el desarro-
llo de un ser racional. A partir de la infancia, una pauta de conducta
viene sancionada como idónea para el hombre (y para otras criaturas
vivientes), mas la pauta cambia cuando el hombre madura, desde una
criatura cuyas respuestas son de tipo meramente animal e instintivas a
un adulto dotado plenamente de razón. La naturaleza humana, así de-
finida, es un fenómeno evolutivo; aquello que es adecuado en una pri-
mera etapa, no deja de serlo ulteriormente, pero su relación con la fun-
ción de un hombre cambia según el hombre cambia. Cada nueva etapa
añade algo que modifica la función precedente inmediata. La meta del
progreso es la vida de acuerdo con la naturaleza humana madura, es
decir, la vida gobernada por principios racionales, que están en comple-
ta armonía con la racionalidad y el proceso de la Naturaleza universal.

2.3. El bien y lo preferible (ventajas naturales)


Los estoicos han introducido a la reflexión ética la noción de ‘va-
lor’. El valor, según el estoicismo, viene definido por la referencia a la
Naturaleza, entendiendo aquí por Naturaleza, la Naturaleza universal.
Todo cuanto concuerde con la naturaleza de una criatura posee necesa-
riamente valor positivo, y todo cuanto sea contrario a la naturaleza de

150
Antropología y ética

una criatura, necesariamente posee valor negativo. La naturaleza de


algo es simplemente aquella estructura y pauta de comportamiento que
la Naturaleza universal ha ordenado como apropiadas o en interés de la
criatura en cuestión.
Aunque cualquier cosa, y sobre todo la virtud, poseen valor por-
que concuerdan con la Naturaleza, los estoicos usaban la expresión:
‘cosas conformes a la Naturaleza’, para designar una clase particular de
objetos valiosos -cuyos opuestos eran llamados ‘cosas contrarias a la
Naturaleza’-. Dentro de estos objetos valiosos mencionan los estoicos
ciertas ‘cosas primarias conformes con (contrarias a) la Naturaleza’. La
palabra ‘primario’ se refiere a la prioridad cronológica, y hay que enten-
der aquí aquellas cosas que instintivamente toda criatura viviente se
siente impulsada a buscar o a rechazar, ya sean conformes o contrarias
a su naturaleza, y en función del impulso de autopreservación. Aquí se
incluyen el alimento de cierta clase, el abrigo y el afecto de los padres.
Mas los seres humanos, al desarrollarse, experimentan una afini-
dad natural con una serie de cosas más amplia que los animales irra-
cionales. En una lista de cosas conformes a la Naturaleza hallamos la
habilidad técnica, la salud, la lozanía, la riqueza y la reputación. Esta
lista podría ampliarse, mas los ejemplos muestran cómo incluye atribu-
tos mentales y físicos y posesiones exteriores, todo lo cual era conside-
rado en la antigüedad, igual que hoy, como ‘bienes’. Es importante se-
ñalar que el método de clasificar las cosas conforme con la Naturaleza
no abarca todo cuanto existe en el mundo. Es algo totalmente indiferen-
te que uno gesticule de una forma u otra. La naturaleza humana no se
halla constituida de tal modo que un hombre posea, en efecto, una pre-
ferencia o aversión hacia estas u otras cosas comparables.
Cuando un ser humano evoluciona y alcanza la racionalidad, esta
modificación de su naturaleza dicta un nuevo modo de comportamiento
apropiado. La función de un hombre es ahora cumplir ‘actos apropia-
dos’, cuyo punto de partida ya no es el mero impulso o instinto, sino la
razón (logos). Un acto apropiado se define como “aquel que la razón per-
suade a uno a realizar”, o “aquel que, una vez realizado, admite una ra-
zonable justificación”. Serían ejemplos de ‘actos apropiados’: honrar a
los padres, hermanos y al país natal, cuidar adecuadamente la propia
salud. El carácter ‘apropiado’ de estas cosas se debe a que concuerdan
con la naturaleza de un ser racional, es decir, al irrumpir la racionali-
dad en el hombre se supone que éste reconoce que la realización de ta-
les actos es ‘conveniente para él’.
Sin embargo, no todo el que cumple una acción ‘apropiada’ puede
decirse que obre bien. Seguir los dictados de la razón es la función
apropiada de un hombre maduro. Todo hombre que dé pasos por con-
servar su bienestar físico, hace algo que es defendible según principios
racionales. Pero el hecho de que haga esto nada nos dice de sus cuali-
dades morales, puede por ejemplo, tratar de mantenerse en forma para
robar un banco. Vemos así que la elección de algo conforme a la Natu-
raleza, por parte de un ser racional, queda sólo a mitad de camino en la

151
Antropología y ética

adquisición del conocimiento moral. Es, ciertamente, una condición ne-


cesaria de la acción virtuosa, pero no suficiente.
La elección de un hombre bueno es ‘continua’. Todo su compor-
tamiento es una serie continua de acciones y rechazos apropiados. Lo
que comienza como un acto aislado e incierto se convierte en una dis-
posición para obrar continuamente sobre la base de los racionales dic-
tados de la Naturaleza. Además de la continuidad, el hombre de bien
llega a estar ‘en completo acuerdo con la Naturaleza’. Este acuerdo com-
pleto con la Naturaleza le hace reconocer que en la selección de ventajas
naturales (realización de actos apropiados) hay algo que vale mucho
más que ninguna de tales ventajas: la virtud. La virtud no es definida
por aquellas consecuencias que ella consiga promover en el mundo,
sino por un estilo de comportamiento derivado de una disposición per-
fectamente sintonizada con la racionalidad de la Naturaleza.
Como todos los hombres, el sabio estoico se halla predispuesto a
cuidar de su salud y de sus propiedades, pero él no mira tales ventajas
naturales como cosas deseables en sí mismas. Él las elige si, y solamen-
te si, su razón le dicta que tal es la acción recta a cumplir. La acción
recta a cumplir es aquello que concuerda con la virtud, y esto equivale a
decir que concuerda con la naturaleza de un ser racional perfecto. So-
lamente la virtud posee valor absoluto o intrínseco. Las ventajas natura-
les pueden ser usadas bien o mal, y lo mismo vale para las desventajas
naturales. El sabio hará un buen uso de la pobreza, si ésta le sale al
paso; y el necio podrá usar mal la riqueza. Esto no aminora el hecho
objetivo de que la riqueza sea preferible a la pobreza. Pero la riqueza no
es un constitutivo de la virtud. El valor moral de elegir la riqueza de-
pende enteramente de los principios del agente y de su manera de
obrar.
Los estoicos expresaban esta diferencia entre el valor de la virtud y
el valor de otras cosas mediante algunas distinciones conceptuales.
Tanto la virtud como la riqueza, por ejemplo, concuerdan con la Natu-
raleza, pero concuerdan con ella de maneras diferentes. La virtud con-
cuerda con la Naturaleza en el sentido de que el ser virtuoso es la fun-
ción especial o meta de un ser racional. Esta afirmación no depende de
las circunstancias, se aplica absolutamente a todos los hombres madu-
ros. La riqueza concuerda con la Naturaleza en el sentido de que un ser
racional se halla naturalmente predispuesto a preferir la riqueza a la
pobreza, si en su mano está elegir una u otra. La riqueza es un estado
objetivo preferible a la pobreza, mas la riqueza no posee valor relaciona-
do con la virtud. Moralmente hablando, riqueza y pobreza son indiferen-
tes; pues no hace diferencia en el valor moral de un hombre el que sea
rico o pobre. En orden a hacer una distinción tajante entre el valor de la
virtud y el de las ventajas naturales, como la riqueza, los estoicos reser-
vaban términos como ‘bueno’, ‘ventajoso’, útil’ a la virtud. Todo lo de-
más es indiferente en cuanto hace a juicios morales. Ahora bien, dentro
de la categoría de cosas ‘indiferentes’, las ventajas naturales son rotula-
das como ‘preferibles’, y sus opuestas son calificadas como cosas ‘re-
chazables’.

152
Antropología y ética

Algunos críticos del estoicismo miraban estas distinciones como


rebuscadas e incoherentes. Quizás la siguiente analogía ayude a com-
prender la perspectiva estoica: Hasta ahora ningún hombre ha puesto el
pie en el planeta Marte, mas los científicos están trabajando para hacer
posible tal acontecimiento. Su fin es colocar a un hombre en Marte, y
algún día esta meta puede ser alcanzada. Pero el fin es lo que es, inde-
pendientemente de que alguien lo alcance. Puede uno plantear pregun-
tas acerca de si los esfuerzos por promover la meta valen la pena o no,
sin reparo de lo que pueda resultar de su logro. El fin de la vida es, se-
gún los estoicos, la virtud y la acción virtuosa, pero en orden a alcanzar
este fin un hombre ha de apuntar a fines particulares. El hombre vir-
tuoso, si tiene oportunidad para ello, intervendrá en la vida política, se
casará, tendrá hijos, practicará ejercicios, etc.; todas estas cosas son
objetivamente ‘preferibles a sus opuestas’ y dignas de esforzarse en lo-
grarlas. Pero en tanto apunta a ellas, el hombre de bien siempre tiene
un fin más comprensivo que el objeto que define su acción particular.
Su fin comprensivo o último es un comportamiento virtuoso, y en él pue-
de salir ganancioso logre o no cada meta particular.
Las ventajas y desventajas naturales no son constitutivos de la
virtud; las disposiciones de la Naturaleza universal para con un hombre
pueden incluir un elenco amplio de cosas que sean desventajas natura-
les. El hombre de bien, si sabe o tiene buena razón para creer por ade-
lantado que le están preparadas, las aceptará contento.
Ahora bien, ¿es coherente y válida la distinción entre ‘lo bueno’ y
‘lo preferible’?. Los estoicos sostenían que la virtud, el fin último de la
naturaleza humana, es plenamente constitutivo de la felicidad y el bie-
nestar: para su bienestar un hombre no necesita sino virtud, y como la
virtud es algo absoluto, el bienestar no admite grados. Comparemos es-
ta posición con la perspectiva más realista de Aristóteles, quien definía
la eudaimonia (felicidad) como la “actividad del alma en concordancia
con la virtud”, mas reconocía que ello también requiere una adecuada
provisión de posesiones, salud y otros ‘bienes’. Si admitimos con Aristó-
teles que el bienestar es ‘el bien para el hombre’, parece arbitrario con-
cluir que nada, excepto la virtud, se identifica con el contenido del bie-
nestar. Sin embargo, hay que comprender la postura estoica a la luz de
todo su sistema.
Un hombre es para el estoicismo una parte integrante del univer-
so. Las circunstancias externas de toda su vida son un episodio en la
vida de la Naturaleza universal, y están ‘en su mano’ sólo en cuanto él
puede escoger aceptarlas o no cuando ocurren. Si es un estoico conven-
cido, las captará todas contento, comprendiendo que contribuyen al
bienestar del universo como un todo. Pero un estoico convencido no es
omnisciente, luego de suceder algo puede decir: “así sea”, mas no antes.
No es un mero espectador de sucesos, sino él mismo es un agente acti-
vo. Antes de irse a dormir, el estoico considerará cuales puedan ser las
circunstancias de mañana, y adelantándose a su ocurrencia, se hallará
más favorablemente dispuesto a ciertos sucesos que a otros. Preferiría
toda suerte de cosas para los otros y para él mismo, mejor que sus

153
Antropología y ética

opuestas, y hasta donde es capaz trata de dar lugar a las situaciones


preferibles. Sus preferencias son perfectamente razonables, es decir,
concuerdan plenamente con un reparto objetivo de los méritos relativos
de las cosas exteriores, según lo determinado por la propia Naturaleza.
Pero las cosas que prefiere no las mira como bien, ni las desea.
Dado que todo cuanto acontece es bueno si es mirado como un suceso
que forma parte de la armonía universal de la Naturaleza. Frente a los
sucesos futuros, el estoico mantiene una actitud de preferencia o de re-
chazo. No se halla en situación de juzgar acerca de su bondad y, por
tanto, mira el porvenir con relativa indiferencia. Ello es algo que incum-
be sólo a la Naturaleza que lo abraza todo.
Si el propio bienestar del estoico ha de hallarse ‘en su mano’, no
puede depender del logro de resultados que no pueden realizarse. Mas
hay algo en el propio poder del estoico, su disposición como hombre ra-
cional. La Naturaleza ordena que un hombre puede y debe alcanzar el
bienestar sólo por medio de lo que está en su mano. Esto significa por
medio de la virtud, el único bien. La virtud es una ‘disposición racional
consistente’, y su valor es algo cualitativamente distinto de las ventajas
naturales. Hay cosas que un hombre puede tomar si las encuentra, mas
la virtud es algo que él puede elegir sin consideración a circunstancias.
Entre la virtud y el vicio no hay término medio. Así como un peda-
zo de madera es recto o torcido, sin posibilidades intermedias, de la
misma manera el hombre es justo o injusto, y no puede ser justo o in-
justo sólo parcialmente. Y de hecho, quien posee la recta razón, esto es,
el sabio, lo hace todo bien y virtuosamente; mientras quien carece de la
recta razón, el necio, todo lo hace mal y de modo vicioso. Y puesto que
lo contrario de la razón es la locura, el hombre que no es sabio es un
loco. De la misma manera que quien está sumergido en el agua, aunque
esté un poco debajo de la superficie, no puede respirar, como si estuvie-
ra en aguas profundas, así el que quiere alcanzar la virtud, pero no es
virtuoso, no es menos miserable que quien está más alejado de ella.

2.4. El sabio estoico


La ética estoica presenta un grado de exigencia que puede parecer
‘inhumano’, pues hasta que el hombre no es bueno, entonces es malo.
El mínimo elemento de desarmonía presente en un hombre es suficiente
para descalificar lo que haga. La doctrina estoica es dura, y las reservas
de los estoicos sobre la efectiva existencia de algún hombre que haya
alcanzado el grado de sabio le hacen todavía más dura.
Pero, sostienen los estoicos, si la naturaleza humana es perfecti-
ble, nada que no llegue a esa perfección puede ser aceptado como fin
último. La ética estoica es idealista, ya que el sabio, a quien correspon-
de alabar, no se halla en la vida cotidiana
Los estoicos desarrollaron una teoría política radical en torno a
este concepto del sabio. En el mundo ideal el Estado viene a esfumarse,
porque cada sabio estoico es autosuficiente y su propia autoridad. Mas

154
Antropología y ética

se halla unido a sus colegas por lazos de amistad, pues todos los sabios
son amigos unos de otros, y sólo entre ellos puede existir la amistad, en
un verdadero sentido. Un modo de vida comunitario que suprima toda
distinción basada en el sexo, nacimiento, nacionalidad y riquezas, tal es
el modelo de comportamiento social. La teoría es utópica, y es un para-
digma de cómo podría ser el mundo si los hombres estuvieran unidos,
no por lazos artificiales, sino por reconocer cada uno en el otro valores y
propósitos comunes.
El sabio es definido por su pericia moral. El sabio conoce infali-
blemente lo que ha de hacerse en cada situación de la vida, y da todos
los pasos para hacerlo en el tiempo y el modo justos.
El sabio estoico está libre de toda pasión. La ira, la ansiedad, la
codicia, el miedo, la exaltación, están ausentes de la disposición del sa-
bio. No considera el placer como algo bueno, ni el dolor como algo malo.
Muchos de los placeres o dolores de una persona son cosas que ésta
puede guardar para sí, mas es difícil concebir que alguien sujeto a ira,
miedo o júbilo, nunca revele su estado mental a un observador externo.
El sabio estoico no es insensible a las sensaciones dolorosas o placente-
ras, mas éstas ‘no conmueven su alma con exceso’. Queda impasible
ante ellas, y esto le otorga al sabio estoico una indiferencia a toda emo-
ción, esto es, la apatía.
Sabio es quien vive de acuerdo con la naturaleza, o sea de acuer-
do con la razón. Por lo tanto, está exento de pasión y de orgullo y es
sincero y piadoso. Los estoicos no mezquinaban adjetivos para describir
al sabio y atribuirle las cualidades en modo superlativo.
El sabio no se apasiona porque juzga sanamente. La pasión apa-
rece como una especie de enfermedad intelectual. La apatía es un esta-
do de serenidad intelectual:
Recuerda -dice Epicteto- que ni quien te injuria ni quien te
golpea es el que te ultraja; sino que es la opinión que tienes de
ellos y que hace que los consideres como personas que te han
ultrajado. Cuando alguien te entristece o te irrita, sabe que no
es él quien lo hace, sino tu opinión. En consecuencia, esfuérza-
te ante todo por no dejarte dominar por la imaginación; pues si
una vez ganas tiempo y te das plazo, serás más fácilmente el
amo de ti mismo.
Un ser apasionado es pues como un niño de juicio todavía inma-
duro. En la concepción estoica el niño es lo que el hombre debe superar
para obrar bien.
El sabio limita sus deseos a lo que de él depende. Sabe que
de todas las cosas del mundo, unas dependen de nosotros y
otras no. Las primeras son nuestras opiniones, movimientos,
deseos, inclinaciones, aversiones: en una palabras, todos
nuestros actos. (Epicteto)
Por eso el sabio nunca es sorprendido por lo que ocurre, ni siquie-
ra por la muerte:

155
Antropología y ética

Lo que turba a los hombres no son las cosas, sino sus opinio-
nes sobre ellas. La muerte, por ejemplo, no es en absoluto un
mal... El mal está en la opinión que se tiene de la muerte, he
ahí el mal. Por lo tanto cuando estemos contrariados, inquie-
tos o tristes, no acusemos a nadie más que a nosotros mis-
mos, o sea a nuestras opiniones. (Epicteto)
El sabio es, por lo tanto, como un promontorio que permanece
inmóvil, a pesar del furor de las olas que se estrellan contra él. Experi-
menta una verdadera felicidad en soportar todo con coraje. Quien no
acepta lo que ocurre, quien se separa del gran todo, es como una cabe-
za o una mano cortada, que yace aparte del cuerpo.
Según el estoicismo debemos aguardar la muerte con ánimo apa-
cible; en este fin fatal todos los hombres son reducidos al mismo estado.
La espera de la muerte nos hace medir mejor la vanidad de la gloria:
En un instante no serás más que ceniza, un esqueleto, un
nombre, o ni siquiera un nombre. Y el nombre es sólo un rui-
do, un eco. Lo que tanto estimamos en la vida sólo es podre-
dumbre, pequeñez y vacío: perros que muerden, niños que pe-
lean, que ríen, que en seguida lloran ... ¿Qué es lo que te re-
tiene en el mundo?. Las cosas sensibles están sujetas a mil
cambios y no son nada sólidas; los sentidos sólo tienen per-
cepciones oscuras, llenas de falsas imágenes; la fuerza vital
misma es un vapor de la sangre; y si piensas qué son los hom-
bres, nada es la gloria. ¿Qué esperas, pues?. Esperas con cal-
ma el instante en que vas a desaparecer, quizá a cambiar de
sitio. ¿Qué necesitas mientras tanto?. ¿Te hace falta otra cosa
que honrar y alabar a los dioses, hacer bien a los hombres,
saber soportar y abstenerte?. Recuerda que todo lo que se ha-
lla más allá de los límites de tu cuerpo y de tu espíritu no es
tuyo ni está bajo tu poder. (Marco Aurelio)
La voluptuosidad y la gloria son cosas frívolas y dignas de despre-
cio. La muerte es una operación de la naturaleza y, por lo tanto, no de-
bemos temerla. Es útil a la naturaleza porque es una disolución a partir
de la cual nacerán otras cosas.

N.B.: Los textos utilizados para la elaboración de este apunte fue-


ron extraídos de:
LONG, Anthony. La filosofía helenística. Alianza Editorial. Madrid.
1975, cap. 4.
BRUN, J. El estoicismo. Eudeba. Buenos Aires, 1977, pp. 107-147.

156
Antropología y ética

ÉTICA JUDEO-CRISTIANA
1. La Ética de la salvación colectiva
Las grandes escuelas de moral que aparecieron en Grecia a finales
del siglo IV a. de C. proponían una moral de la salvación. El intelectual
formado en esos centros piensa hacerse inmune a la locura e irraciona-
lidad que atraviesa el mundo en que vive; pero no pretende corregir di-
cho entorno ni siquiera a su prójimo. La técnica de la salvación que se
propondrá radicaba en la rectitud del juicio o valoración. En este senti-
do, se trata de una ética filosófica; esa tradición conserva, por consi-
guiente, la tesis platónica y aristotélica según la cual la ética es una
ciencia, es decir, una disciplina de la valoración y de la conducta según
la razón. La rectitud del juicio es un elemento fundamental de la ética
filosófica griega, y la ética constituía una técnica para evitar errores de
comportamiento. Si el error de comportamiento es una culpa, la ética
clásica desde Platón hasta Séneca se configurará como aquella forma de
saber cuya finalidad estriba en evitar la culpa.
El terreno de la salvación y la culpa representaba una zona de en-
cuentro y distinción entre la ética filosófica y la religión. La religión an-
tigua era, por un lado, una religión política, estrechamente ligada a la
vida comunitaria e institucional de las ciudades antiguas, sin un sacer-
docio entendido como casta cerrada y un riguroso cuerpo dogmático de
creencias. El mundo clásico conoció además, paralelamente, una reli-
gión de la salvación (el judaísmo y el cristianismo). En este caso las
creencias y los ritos religiosos debían garantizar no tanto la licitud de
los actos y su conformidad con la tradición social, cuanto la liberación
de la culpa. La salvación religiosa, a diferencia de la salvación éticofilo-
sófica, era colectiva. El cristianismo fue la religión de la salvación que
mayor importancia adquirió desde el punto de vista de las doctrinas éti-
cas. Aceptó elementos de la tradición filosófica clásica y la ética por ella
elaborada.
Esto no fue arbitrario ni casual. El cristianismo procedía de la re-
ligión hebrea, que se fundamentaba en el respeto a la ley recibida direc-
tamente de Dios y a la fidelidad a la alianza sellada con Dios. Los pen-
sadores judíos de la época helenística acusan la influencia de la filosofía
griega en su exposición de la Torah (Ley). Pero los conceptos proceden-
tes de la cultura helenística se empleaban con fines religiosos, y en el
contexto de la religión del pueblo hebreo.
En este contexto se inserta el cristianismo. Éste se convierte en
una religión de la salvación, salvación que se funda en la fe en el adve-
nimiento próximo del Reino de los cielos. En espera de tal venida los
cristianos debían vivir de esa fe y en el respeto a las prácticas prescritas
por la ley. Ley que se contemplaba a través del prisma de los esquemas
helenísticos de la cultura grecojudaica. Por obra de San Pablo, sobre
todo, los aspectos netamente hebreos de la ley pasaron a segundo
plano, en tanto que se destacaron los elementos helenizantes, lo cual
permitiría al cristianismo abrirse al mundo gentil o pagano. Y había un
matiz específico del cristianismo: por la fe, los cristianos esperaban la

157
Antropología y ética

venida del Reino de Dios no de una forma individual o singular sino en


comunidad de espera. La comunidad tenía reglas que debían dirigir la
vida cristiana en la fase transitoria de expectación. Pero a medida que el
advenimiento del reino celeste se iba configurando con creciente clari-
dad como un hecho escatológico y no histórico, las reglas en cuestión
fueron constituyendo la entraña del cristianismo. Muchos de tales pre-
ceptos eran fruto de la tradición judeo-helenística; de este modo, la reli-
gión de la salvación por la fe se unió a la tradición ética clásica. Pero
con una diferencia fundamental: que el cristianismo añadía una vía co-
lectiva de salvación.
Para los cristianos, la filosofía pagana se refería a la existencia
provisional antes del juicio final; la revelación religiosa ofrecía los me-
dios para la salvación eterna. Pero este compromiso no excluía que la
moral elaborada por los filósofos griegos y romanos no resultara siem-
pre conciliable con la moral de las comunidades cristianas fundadas en
la esperanza. Los primeros construyeron reglas inspiradas en el despre-
cio de los bienes materiales. Punto en que el cristianismo podría hallar
también una zona de coincidencia con la tradición filosófica. Pero la ex-
pectativa de la segunda venida de Cristo y los lazos comunitarios a que
ella daba origen creaban nuevas formas de solidaridad, nuevos modelos
de comportamiento y nuevas prestaciones, que son las virtudes típica-
mente cristianas (o teologales): fe, esperanza y caridad. Estas virtudes
podían apuntalarse en las cuatro virtudes clásicas del mundo clásico:
templanza, fortaleza, prudencia y justicia (llamadas virtudes cardina-
les). Las virtudes teologales pretendían dar lo que las virtudes de los
filósofos no daban: la salvación de la culpa, la liberación total del mun-
do.

2. Religión y moral
En las relaciones que pueden establecerse entre el cristianismo y
la moral se ha de tener en claro lo siguiente:
1) el cristianismo no es primariamente un sistema moral, sino una
religión, caracterizada por una determinada concepción de Dios y de su
oferta de salvación a través de la persona y el mensaje de Jesús de Na-
zaret;
2) pero incluye -como parte esencial de ese mensaje y como parte
y supuesto de la salvación ofrecida- la llamada a determinadas actitu-
des y conductas inequívocamente morales en la sociedad humana.
Lo moral es, pues, una dimensión en la religiosidad cristiana. El
cristianismo privilegia la dimensión moral sobre otras dimensiones,
porque privilegia la praxis interhumana al privilegiar el amor en su
misma noción de Dios. Al Dios del que puede decirse: “Dios es amor” (1
Jn., 4, 8 y 16), se acerca el creyente amando; y amando precisamente al
prójimo, ya que “quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede
amar a Dios, a quien no ve” (ibid., 21). Pues, el amor es la clave de la
dimensión moral del cristianismo.

158
Antropología y ética

Ahora bien, ¿qué podemos saber sobre la moral que enseñó el


mismo Jesús?, ¿cabe hablar a su propósito de ‘filosofía moral’?.

3. Enseñanzas morales de Jesús de Nazaret


Jesús sólo es comprensible en la tradición del judaísmo. Su ense-
ñanza moral supone la Ley bíblica; por tanto, y en primer lugar, el de-
cálogo. Se atribuye a Jesús el dicho: “no he venido a abrogar la Ley,
sino a llevarla a cumplimiento” (Mt. 5,17). Si es auténtico, su sentido
sólo puede ser: a realizarla en su esencia más que en su letra. Porque
no puede entenderse en contradicción con otras palabras y hechos, que
muestran a Jesús como crítico de todo legalismo. “El sábado se hizo pa-
ra el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc. 2,27). Parece también
que recriminó a los maestros de su tiempo (fariseos y escribas) el abru-
mar a los hombres con su casuística, “Pagan el diezmo de la hierbabue-
na, del anís y del comino, mientras descuidan lo más grave de la Ley: el
juicio, la misericordia y la fidelidad” (Mt. 23,23).
Esta última referencia nos orienta en la dirección de la preocupa-
ción de Jesús por lo esencial. Y esta búsqueda de lo esencial tiene que
ver con un recurso adoptado por el Jesús de los Evangelios, el de la ra-
dicalización de la exigencia moral. Esto se revela en especial en el ‘Ser-
món del Monte’ (las Bienaventuranzas). Para entrar en el ‘Reino’ la justi-
cia debe ir “más allá de los escribas y fariseos” (Mt. 5,20). Esto, en el
contexto, invita a dejar la lógica de la observancia literal -con sus minu-
cias y su autosatisfacción- para adoptar otra lógica presidida por la sin-
ceridad y la generosidad. No basta lo externo, es menester lo interno, el
corazón; huida de la ostentación en la práctica de la limosna, de la ora-
ción y del ayuno. Más aún, hay que dejar toda venganza (Mt. 5,38); hay
que amar no sólo al amigo sino al enemigo (Mt. 5,44). Las conocidas se-
ries de ‘bienaventuranzas’ expresaron primariamente una opción, en
línea con la tradición profética, a favor de los pobres, los hambrientos y
los que sufren: un clamor radical contra la injusticia.
Cabe plantearse el por qué de la radicalización y de la búsqueda
de lo esencial. Quizá convenga no leer el ‘Sermón del Monte’ como un
código de preceptos socialmente coercitivos, sino como enunciación de
ideales. Es oportuno también observar que Jesús no devaluaba las
obras externas por el hecho de insistir en la actitud interior. “El árbol se
conoce por sus frutos” (Lc. 6,44). Las parábolas en las que sugiere cómo
será el juicio de las vidas humanas hablan de acciones y no de intencio-
nes (“Tuve hambre y me disteis de comer”). Sólo que suponen que la
obra externa manifiesta la bondad interna: porque “el que es bueno, de
la bondad de su corazón saca el bien” (Lc. 6,45).
En conexión con lo recién señalado, surge otro rasgo de la exigen-
cia moral de Jesús. En muchos pasajes se deja ver que el pecado no
está solamente en una determinada acción, sino más bien en una omi-
sión. Lo malo del hombre está ya en la omisión, allí sobre todo donde es
una expresa renuncia al bien. Esto es un cambio de enorme relieve,

159
Antropología y ética

tanto que se ha de reconocer que apenas ha sido asimilado en la tradi-


ción cristiana.

4. El germen evangélico de una ‘Filosofía moral cristiana’


Tratemos de indagar la ‘filosofía moral’ que en germen pueda ha-
ber en las enseñanzas de Jesús.
Analicemos el ‘mandamiento principal’ evangélico: “Amarás a tu
prójimo como a ti mismo”, y la regla de oro ‘Todo lo que queráis que los
hombres os hagan, hacedlo vosotros a ellos”. Puede encontrarse en éste
un principio de algún modo ‘formal’ frente a la multitud de exhortacio-
nes ‘materiales’, concretas. Puede decirse que: a) Jesús reconduce ex-
plícitamente la exigencia moral a un principio unitario sumamente ge-
nérico; b) este principio no recibe su fuerza obligante por vía eudemo-
nística (en razón de la felicidad que pudiera aportar al hombre); c) la
clave de ese principio es una valoración que iguala el propio ser perso-
nal con el de cada otro ser humano. Jesús propone que ‘nos amemos’ y
pide ‘amar al prójimo’ no menos. El ‘amor al prójimo como a uno mismo’
(que lleva a ‘querer para él todo lo que uno quiere para sí’) es indisocia-
ble del amor a Dios y de la aceptación en fe del amor salvador de Dios.
La exigencia moral de Jesús está en la caracterización de la acti-
tud central como ‘amor’ (ágape). Ahora bien, es legítimo dudar que el
amor pueda ser legítimamente exigido. Para hacer razonable la exigen-
cia evangélica (‘amarás’), hay que pensar ante todo en el amor como vo-
luntad de bien (benevolencia) que es principio de actuación benevolente.
Se comprende, entonces, que este mandato del amor no se satisface con
el “no hacer lo que no querría que me hicieran” (fórmula talmúdica de
Hillel), sino que exige la positividad del “hacer a los otros todo lo que
querría que me hicieran” (Lc. 6,31). Este mandato es personalizado, sin
olvidar el bien universal, no admitirá la inmolación de ninguna realidad
personal (incluso la minusválida y marginada) a metas generales. Qui-
zás así se comprende también la predilección de Jesús por los pecado-
res, sólo verosímil desde una excepcional experiencia de la ‘misericordia
de Dios’.
El ‘formalismo del amor’ puede explicar el radicalismo como pro-
pio de la exigencia moral de Jesús, así como su estilo utópico, de pro-
puesta de ideales. En realidad, la exigencia moral evangélica se centra
en una opción fundamental, que determina una actitud y sólo a través
de ella los actos concretos. Esto precisamente se expresa en el hecho de
llamar a la ‘conversión’.
Si tomamos esto con rigor, se torna problemático el sentido en
que cabe hablar de normas en el cristianismo. En realidad, habría que
conservar para los pronunciamientos de Jesús el estatuto de ‘ideales’ y
no forzar la aplicación a ellos de los procedimientos propios de la moral
de normas (casuística). Cuando se trate de determinar aquellas que ha-
yan de poder ser consideradas ‘normas morales cristianas’, habrá que
hacerlo por su relación con el supremo principio moral (el ‘amor’, ágape)

160
Antropología y ética

tomando en consideración relaciones teleológicas. Quien ha de actuar


por amor a los otros seres humanos habrá de preguntarse siempre por
los fines concretos que cada otro se propone o propondría (situándolos,
eso sí, en el ámbito de los fines generales de todos); así como por los
medios más aptos para llegar a ellos. Como puede verse no surge de es-
ta pauta metódica una ‘ética deontológica’ a ultranza. Deberá ser asu-
mido mucho de la ética de la responsabilidad’ en el sentido de Max We-
ber, y no podrá darse paso indiscriminado a una ‘ética de las conviccio-
nes’.
Quizás la lectura acostumbrada de la predicación de Jesús, en
términos de fórmulas que hablan de ‘recompensas’, ‘premio o castigo’,
ha llevado a instaurar una lectura eudemonista del evangelio. La filoso-
fía moral eudemonista es la que define el mismo bien moral y su exigen-
cia (deber) desde la búsqueda de la felicidad (en la que se hace consis-
tir, sin más, el supremo bien). Si bien el mensaje de Jesús no excluye
motivaciones eudemonistas de la acción humana, lejos está de hacer
residir en ello el sentido de la acción humana. El mismo amor ofrecido
ya es la recompensa del acto, y el amor negado es su propio castigo.

N.B.: Los textos utilizados para la elaboración de este apunte fue-


ron extraídos de:
GÓMEZ CAFFARENA, José. El cristianismo y la filosofía moral cris-
tiana. en Historia de la ética. Camps, Victoria (ed.). Barcelona. Crítica.
1988 (3 tomos). En tomo 1, págs. 282-344.
VIANO, Carlo Augusto. Ética. Barcelona. Editorial Labor. 1977.

161
Antropología y ética

DEONTOLOGISMO VERSUS CONSECUENCIALISMO


EL DEONTOLOGISMO
1. La propuesta de Immanuel Kant
Immanuel Kant (1724-1804) es el principal filósofo del siglo XVIII.
Escribió varias obras importantes sobre ética, entre ellas la Crítica de la
razón práctica (C.R.P.) (1788) que es la principal, y la Fundamentación
de la metafísica de las costumbres (F.M.C.) (1785), más accesible y en la
que había anticipado sus ideas éticas. A fin de exponer su doctrina nos
basaremos principalmente en la Fundamentación de la metafísica de las
costumbres.
Las doctrinas éticas tradicionales encontraban uno u otro funda-
mento de la moral en algo perteneciente a la esfera del conocimiento.
Por ejemplo: una ética metafísico-teológica situará la norma moral bien
en “la naturaleza humana”, bien en “la voluntad de Dios”, bien en am-
bas cosas como necesariamente concordantes entre sí; tales cosas que
se consideran como residencia de la norma moral se consideran al
mismo tiempo como objetos de conocimiento; en consecuencia, ciertos
conocimientos se consideran determinantes de lo que se debe o no se
debe hacer. No importa que además se atribuya a todo hombre (conoce-
dor o no de los temas en cuestión) cierto ‘sentimiento natural’ de la
norma moral, porque, en todo caso, es el conocimiento de aquellos te-
mas lo que sirve a los moralistas para determinar qué es lo que ese sen-
timiento natural ‘tiene que’ contener. Si esto es así, si la norma moral
se hace consistir en algo que se considera objeto de conocimiento, en-
tonces la decisión y el juicio sobre la conducta corresponderán al inves-
tigador, al ‘docto’, no al hombre. Por más que la moral pertenezca a ‘la
naturaleza humana’ y ésta sea la de todos los hombres, es el docto
quien ‘sabe’ en qué consiste esa ‘naturaleza’. Es entonces imposible que
la conciencia de la propia dignidad se encuentre de la misma manera en
el filósofo racionalista y en el hombre que guía un carro de bueyes, de
igual manera en el culto que en el salvaje.
Ahora bien, tal supeditación de la moral al conocimiento es inco-
rrecta para Kant, porque, en verdad, la conducta es algo más primario
que la ciencia; la ciencia, la investigación, es ella misma algo que acon-
tece dentro de la conducta, es ella misma una decisión, y no la única
posible ni la única digna; dentro de la decisión sobre la conducta -y no
en ninguna otra parte- adquiere su valor ‘ético’ la investigación misma.
En consecuencia: Si ha de ser posible una decisión esencial del hombre
acerca de su propia conducta, es preciso que la Razón humana sea in-
mediatamente Razón práctica; “inmediatamente” quiere decir: que no lo
sea a través del rodeo del conocimiento, que lo sea independientemente
de todo conocimiento; que la decisión acerca de la conducta no dependa
del conocimiento de si hay o no un Dios, de si el alma es o no inmortal,
de si las ‘notas’ de la ‘naturaleza humana’ son éstas o aquéllas, sino
que tenga lugar por el mero hecho de que el hombre es hombre, es de-

162
Antropología y ética

cir, aquello para lo cual tiene sentido la noción de una determinación de


la propia conducta.
2. Necesidad y universalidad
La fundamentación racional a priori de la moralidad, tal cual la
pretende Kant, ofrece la ventaja de que la norma moral no se halla ata-
da a los cambios del comportamiento real del hombre que sufre varia-
ciones debido a causas ajenas a la moralidad, como son los factores
económicos, sociales, políticos y religiosos, o los estados psicológicos,
como el temor, la ambición o el placer. Al abandonar el mundo empíri-
co, la ley moral ofrece la ventaja de que la experiencia no puede des-
mentirla; su carácter a priori la mantiene a cubierto de cualquier even-
tualidad. De este modo se logra, además, una ley universal que rige pa-
ra todos los hombres y no tan sólo para algunos en ciertas circunstan-
cias.
La universalización en todos los órdenes es una tendencia pujante
en el mundo actual. Los rápidos medios de transporte y comunicación,
el proceso de industrialización, el desarrollo de la ciencia y de la técni-
ca, el incremento de los niveles de educación y otros factores similares
tienden a acortar las distancias y a acercar a los pueblos. Aun los con-
flictos son ahora ecuménicos. Todo se da en escala mundial. ¿Es sensa-
to querer resolverlos con normas tribales, aunque las tribus tengan más
de doscientos millones de personas?. Ante este rápido e irreversible pro-
ceso de universalización, ¿podemos aferrarnos a nuestras provincianas
normas de conducta o debemos esforzarnos por encontrar leyes morales
que nos rijan como seres humanos y no como miembros de una tribu?.
El intento de Kant por colocar la universalización en el centro de su sis-
tema ético, da a su obra cierta sintonía con los tiempos que corren.
La experiencia puede proporcionarnos, en el mejor de los casos,
una ley general, pero jamás universal, pues se basa en hechos; pero un
nuevo hecho puede quebrar su pretendida universalidad. Si, por el con-
trario, nos colocamos en un campo no empírico, a priori, las experien-
cias jamás podrán desmentirnos. Este esfuerzo por encontrar una ética
a priori abre la posibilidad de alcanzar la ley moral universal que nos
obliga como seres humanos, pues se basa en lo que tenemos todos los
hombres en común, esto es, la razón. La ley moral que ha de regirnos es
una ley de la razón y para seres racionales.
Kant aspira a que la ley moral sea universal y necesaria. Univer-
sal, o sea, válida para todos los hombres y en todo tiempo y lugar; y ne-
cesaria, esto es, que sea así y no pueda dejar de ser así. Que su nega-
ción sea inconcebible. Lo opuesto a necesario es lo contingente. Contin-
gente es un hecho que realmente ocurre, pero que puede no ocurrir, o
puede dejar de ocurrir. Por ejemplo, los hombres tienen dos riñones y
un corazón; el hecho es cierto pero contingente, pues podrían tener un
riñón o dos corazones. Los triángulos, en cambio, tienen tres ángulos y
es necesario que tengan tres ángulos, ni uno más ni uno menos. Kant
aspira a que la ley moral sea válida para todos y tenga una vigencia ne-

163
Antropología y ética

cesaria, como el número de ángulos de un triángulo. Su fuerza coerciti-


va será como la de la matemática, que no admite excepciones.
Si la ley moral ha de ser universal y necesaria, resulta evidente
que no se la podrá derivar de la experiencia. Por medio de la experiencia
jamás se alcanzará universalidad, y menos aún necesidad. La supuesta
universalidad de la proposición que enuncia el hecho, comprobado mi-
llones de veces, que los hombres tienen dos ojos, se quiebra ante la po-
sibilidad de un ser humano que nazca con uno solo. Como la experien-
cia fundamenta la verdad de la proposición, también puede negarla. La
ética a priori se opone al reparo de tal eventualidad; la experiencia no
agrega ni quita nada a la ley moral.
Kant señala expresamente otra razón que nos impide derivar una
ley moral universal de la experiencia.
El peor servicio que puede hacerse a la moralidad es quererla
deducir de ciertos ejemplos. Porque cualquier ejemplo que se
me presente de ella tiene que ser, a su vez, previamente juzga-
do, según principios de la moralidad, para saber si es digno de
servir de ejemplo originario, esto es, de modelo; y el ejemplo no
puede, en manera alguna, ser el que nos proporcione el con-
cepto de moralidad. (F. M. C.)
En efecto, ¿cómo podríamos distinguir los buenos de los malos
ejemplos si no tuviéramos previamente una noción de lo bueno y de lo
malo?. ¿Por qué hemos de tomar como paradigma la vida de un santo y
no la de un asesino, si no sabemos por anticipado que la del primero es
buena y la del segundo mala?. Cualquier intento de esta naturaleza nos
hace descubrir en la experiencia lo que hemos puesto previamente. Se-
gún Kant, la idea del bien y de la ley moral no se puede extraer de la
experiencia; más bien juzgamos a ésta de acuerdo con la idea de lo que
es bueno.
Algo parecido ocurre con la necesidad. Es cierto que tenemos dos
ojos, pero no es necesario que sea así. Esto es evidente, pues a veces
ocurre lo contrario. Mas no necesitamos que la experiencia desmienta
de hecho la necesidad de la proposición, basta que exista tal posibili-
dad. ¿Ocurre lo mismo con el número de ángulos de un triángulo?. Evi-
dentemente no. Si alguien nos dice que un hombre nació con una sola
mano, nos interesamos en el caso, pues admitimos esa posibilidad.
¿Qué diríamos a quien manifestara que en un lugar remoto existe un
triángulo con dos ángulos? Creeríamos que el hombre está bromeando o
no sabe lo que es un triángulo. No nos molestamos en comprobarlo,
porque sabemos por anticipado que es imposible que ello suceda. En
otras palabras, la proposición que enuncia el número de ángulos de un
triángulo es una proposición necesaria; es así y no puede ser de otro
modo.
Lo mismo ocurre en el orden moral. Escribe Kant en el prólogo a
la F.M.C.:

164
Antropología y ética

Todo el mundo ha de confesar que una ley, para valer moral-


mente, esto es, como fundamento de una obligación, tiene que
llevar consigo necesidad absoluta.
Las llamadas ‘leyes de la naturaleza’ nada ordenan, son una des-
cripción de lo que ocurre en la realidad. La ley moral, en cambio, se ex-
presa siempre en forma de orden, mandato o imperativo: no debes ma-
tar, debes ayudar al prójimo, no debes mentir, etc. No se trata de una
descripción de la realidad, de la enunciación de lo que ocurre, sino de lo
que debe ocurrir. El hecho de que no ocurra en nada aminora la fuerza
de la ley que ordena lo que debería acontecer. En una comunidad de
mentirosos no se ha derogado la norma que ordena no mentir; senci-
llamente ha sido violada. Lo mismo sucede con el ladrón y el asesino,
que al violar las normas que ordenan no robar o matar no las destruyen
ni las anulan, sino que ponen de manifiesto su presencia: porque tales
normas mantienen plena vigencia es por lo que ellos son ladrones o
asesinos. Kant escribe:
... no importa que no haya habido nunca acciones emanadas
de esas puras fuentes que no se trata aquí de si sucede esto o
aquello, sino que la razón, por sí misma e independientemente
de todo fenómeno, ordena lo que debe suceder. ... Así, por
ejemplo, ser leal en las relaciones de amistad no podría dejar
de ser exigible a todo hombre, aunque hasta hoy no hubiese
habido ningún amigo leal. (F.M.C.)
Es la distinción, fundamental en ética, entre lo que ocurre y lo
que debe ocurrir, cómo nos comportamos y cómo debemos comportar-
nos. De ahí que carezca de sentido pretender refutarla, confrontándola
con la realidad. Tal distinción filosófica entre lo que ocurre y lo que de-
be ocurrir está arraigada en el sentido común. Si un mentiroso nos dije-
ra que la norma que ordena que no se debe mentir no tiene validez para
él, pues miente con suma frecuencia, no tomaríamos en serio su obser-
vación. Justamente la violación reiterada de la norma es lo que lo ha
convertido en mentiroso; si la norma no mantuviera plena validez, tal
calificación moral perdería sentido.
La distinción entre el ser y el deber -ser -entre lo que acontece y lo
que debe acontecer- muestra la imposibilidad de que extraigamos la ley
moral de la experiencia de la vida. La psicología y la sociología se ocu-
pan de las formas reales de conducta -cómo se comporta la gente-; la
ética, en cambio, aspira a indicar cómo se debe comportar. Es imposible
extraer el ‘deber’ de las formas reales de comportamiento, de la expe-
riencia, cualquiera que ella sea.
Señalamos que la ley moral, para Kant, debe ser no sólo univer-
sal, sino también necesaria. La experiencia no nos ofrece casos de nece-
sidad; las leyes científicas describen lo que acontece. La ley de la grave-
dad no ordena la caída de los cuerpos, sino que se utiliza para explicar
lo que acontece. Si en algún momento sucediera algo distinto, requeri-
ríamos de una nueva ley. Los hechos, en realidad, tienen la última pa-
labra. No ocurre lo mismo, en matemática; lo que ahí cuenta es la razón

165
Antropología y ética

y no la experiencia. Hay, pues, verdades que la experiencia puede des-


mentir; otras, en cambio, que están al margen de ella.
Si es imposible extraer de la experiencia una ley moral que sea
universal y necesaria habrá que buscarla fuera de ella, esto es, en un
plano no empírico, a priori. La razón pura, y sólo la razón pura, no con-
taminada con ningún elemento empírico, será capaz, según Kant, de
descubrir la ley moral universal y necesaria que buscamos.
A las razones anotadas cabe agregar la siguiente: como la ley mo-
ral tiene que ser obligatoria para todos, no se puede derivar de los apeti-
tos, inclinaciones, sentimientos o cualquiera otra forma psíquica que
varíe de una persona a otra. Hay que buscar la ley y fundamentarla en
lo que los hombres tienen en común: la razón. La comparación de la
matemática, en contraste con el folklore, que es siempre regional, revela
este sentido de la universalidad de la razón. Y con la universalidad, la
necesidad de su imperio.
¿Cómo puede ser la ley moral universal y no admitir excepciones
si se refiere a actos humanos que son siempre concretos, individuales y,
por tanto, diversos?. Cualquier norma ética concreta -incluyendo los
Diez Mandamientos- carece de universalidad y necesidad, puesto que
caben las excepciones. La norma que ordena ‘no matarás’ admite una
serie de excepciones conocidas: defensa propia, guerra, etc. Habrá,
pues, que despojar a la ley moral de todo contenido para que pueda al-
canzar la universalidad buscada, puesto que el contenido le quita nece-
sidad y le confiere contingencia. La ley moral no podrá ordenarnos nada
concreto; tendrá que ser una mera fórmula que permita resolver los ca-
sos que se presenten, como una fórmula matemática que tenga univer-
salidad y carezca de contenido. Por tanto, Kant no ofrecerá una serie de
reglas que nos permitan vivir honestamente, sino el criterio para deter-
minar la validez de todas las reglas.
El valor de la ley moral, según Kant, no depende de las conse-
cuencias que pueda tener su aplicación. Pues, ¿cómo sabríamos si las
consecuencias son buenas o malas si aún no tenemos un criterio para
distinguir lo bueno de lo malo?. Si se insistiera en la importancia que
tienen las consecuencias, cabría señalar que los mismos resultados
pueden obtenerse por otros medios sin recurrir a la moralidad. Si se
trata de la felicidad, por ejemplo, hay muchos procedimientos empíricos
para incrementarla, y ellos son más efectivos que la propia moralidad.
La importancia de la moralidad no depende de lo que podamos obtener
con ella -no es un instrumento para alcanzar un fin que la trascienda-,
sino que tiene valor por sí misma.
¿Cuál puede ser esa ley -pregunta Kant- cuya representación debe
determinar nuestra voluntad sin referirse para nada al efecto o conse-
cuencia?. Si se sustrae la voluntad a todos los impulsos que pudieran
apartarla del cumplimiento de la ley, nada queda que pueda servir de
principio a la voluntad, salvo la universal conformidad de sus acciones
a una ley como tal. Es decir -agrega Kant-,

166
Antropología y ética

yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer


que mi máxima deba convertirse en ley universal. (F.M.C.)
La conformidad a la ley como tal, sin referencia a ninguna ley par-
ticular aplicable a ciertas acciones, es la que ha de servir de principio a
la voluntad.
Las máximas son principios prácticos subjetivos (esto es: válidos
para mí ahora, pero no válidos en todo momento para todo ser racio-
nal); la ley moral es principio práctico objetivo (esto es: válido en todo
caso para la voluntad de todo ser racional), y lo es precisamente por ser
la determinación autónoma de la voluntad.
Este es el principio que se encuentra en el primer capítulo de la
Fundamentación de la metafísica de las costumbres del famoso imperati-
vo categórico, que formulará de diversos modos en el segundo capítulo.
Cabe recordar que ‘máxima’ es el principio subjetivo del querer, y que el
principio objetivo es la ley práctica.

3. Lo ‘moral’
Antes de determinar en qué condiciones puede darse una deter-
minación a priori de la voluntad (esto es: una Razón pura práctica), va-
mos a tratar de delimitar qué es lo que entendemos bajo eso que lla-
mamos ‘moral’.
De aquel que no mata a otro porque no le es posible (o al menos
no le es fácil) hacerlo, o porque de ello se seguiría una pena civil, o por-
que sería socialmente calificado de ‘asesino’ y ello (además de tener sus
inconvenientes sociales) le desagrada en sí mismo, o incluso porque,
por su educación refinada, le molesta la sangre o algo así, no decimos
que no ha matado por motivos estrictamente morales. De aquel que
acostumbra a decir siempre la verdad (o, a lo sumo, callarse) porque de
otro modo se embrollaría en sus propias mentiras, se contradiría y aca-
baría quedando como un mentiroso, no decimos que dice la verdad por
una razón moral. Generalizando: es “moral” aquello que no se justifica
por la consecución de ninguna ventaja, aquello que no se justifica como
medio para un fin que nos interesa. En suma: la determinación moral
de la voluntad es aquella determinación que no depende de ningún fin,
esto es: de ningún objeto de nuestra facultad de apetecer.
El común de los hombres suele difuminar los contornos y limar
las aristas. Pero Kant en cuanto filósofo se propone ser consecuente con
los conceptos que, por otra parte, él no ha inventado. Habrá de verse en
qué puede consistir una norma estrictamente moral (y no técnica para
la consecución de ciertos fines), pero, consista en lo que consista, habrá
de valer independientemente de todo fin y, por lo tanto, independiente-
mente de que contradiga o no fines muy ‘importantes’. Quizá una moral
así no resulte ‘razonable’; pero no se trata de que sea ‘razonable’, sino
de que sea racional.
El nombre de ‘norma moral’ sólo lo merecerá una norma a la cual
se reconozca una validez absoluta, por lo tanto sin excepciones y con

167
Antropología y ética

total independencia de la ‘conveniencia’. La norma moral ha de tener:


certeza absoluta, validez universal y necesaria.
Cualquier determinación de la voluntad que se base en algún ob-
jeto es, de un modo u otro, una determinación coactiva: yo obro así para
conseguir tal cosa (en virtud de un sentimiento de deleite) o para evitar
tal otra (en virtud de un sentimiento de repugnancia); y, por definición,
ninguna determinación de este tipo es moral. Determinación moral es
sólo aquella que es absolutamente libre, ajena a toda coacción; y, preci-
samente por eso, es necesaria, ya que no depende del hecho empírico
que produce la coacción.
Que la determinación moral no depende de ningún objeto ni, por
lo tanto, consiste en receptividad alguna, es lo que Kant entiende por
autonomía de la determinación moral.

4. El deber
El concepto de ‘deber’ es fundamental en la ética kantiana. Si no
se comprende su importancia y sentido no se logrará entender el signi-
ficado de toda su ética. El deber y la ley moral tienen valor en sí mis-
mos; cualquier intento de convertirlos en un instrumento o medio para
alcanzar otra cosa -por más honorable que sea- desvirtúa su naturaleza
y la corrompe de tal modo que dejan de ser lo que son. De ahí que Kant,
al analizar el concepto del deber, lo aparte de toda consideración que
pueda referirse a los propósitos, incentivos, fines y efectos que produz-
can su cumplimiento. Escribe:
Una acción hecha por deber tiene su valor moral no en el pro-
pósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la má-
xima por la cual ha sido resuelta. (F.M.C.)
Para que una acción tenga valor moral es menester que se haga
por deber; cualquier otra razón se lo quita. La mera conformidad con lo
que debe realizarse no es suficiente para que sea moral. Por ejemplo,
dice Kant, es conforme al deber que un comerciante no cobre más caro
a un comprador inexperto. Donde existe gran competencia comercial, el
comerciante prudente mantiene un precio fijo, de modo que la persona
inexperta pueda comprar sin temor al engaño, y con la seguridad de
que será atendida “honradamente”. La mera conformidad de la conduc-
ta con lo que corresponde, no asegura, sin embargo, que el comerciante
haya obrado así por deber; puede haberlo hecho por frío cálculo de con-
veniencia, pues la honradez en el trato le asegura buena clientela. Ade-
más de no estar inspirada en el deber, la conducta del comerciante no
responde tampoco a una inclinación o sentimiento afectivo hacia los
clientes.
En el ejemplo que pone Kant sobre la conservación de la propia
vida, se advierte mejor la diferencia entre una acción por deber y otra
conforme al deber. Si se conserva la vida por inclinación, nuestra con-
ducta será conforme al deber, pero no por deber. En cambio, cuando el
hombre pierde por alguna circunstancia el apego o el gusto a la vida y

168
Antropología y ética

desea la muerte, y, sin embargo, conserva la vida, su máxima adquiere


un contenido moral que no está inspirado en ninguna inclinación, sino
por respeto a la ley que nos ordena vivir.
Lo mismo ocurre con el hombre que se complace cuando ayuda al
prójimo. El cumplimiento del correspondiente precepto moral puede de-
berse exclusivamente a la inclinación psicológica que siente. En tal ca-
so, su conducta es conforme al deber, pero la acción no fue hecha por
deber. En el caso opuesto, en que el hombre no siente el menor placer
en ayudar al prójimo y ninguna inclinación lo empuja a ello, su conduc-
ta adquiere verdadero valor moral. Por consiguiente, para que una ac-
ción tenga significado moral, no se debe hacer por inclinación, sino por
deber.
Pueden distinguirse pues cuatro tipos de actos, según sea el moti-
vo de los mismos: a) actos contrarios al deber; b) actos conforme (de
acuerdo) al deber y por inclinación mediata; c) actos conforme (de
acuerdo) al deber y por inclinación inmediata; y d) actos cumplidos por
deber. Recurramos ahora a un ejemplo para aclarar la distinción.
a) Acto contrario al deber: Supóngase que alguien se está ahogan-
do, y que dispongo de todos los medios para salvarlo; pero se trata de
una persona a quien debo dinero, y entonces dejo que se ahogue. Está
claro que se trata de un acto moralmente malo, contrario al deber. El
motivo que me ha llevado a obrar -a abstenerme de cualquier acto que
pudiera salvar a quien se ahogaba- es evitar no pagar lo que debo: he
obrado por inclinación, y la inclinación es aquí mi deseo de no despren-
derme del dinero.
b) Acto de acuerdo (conforme) al deber, por inclinación mediata:
Ahora el que se está ahogando en el río es una persona que me debe
dinero a mí, y sé que si muere nunca podré recuperar ese dinero; en-
tonces me arrojo al agua y lo salvo. En este caso, mi acto coincide con lo
que manda el deber, y por eso decimos que se trata de un acto ‘de
acuerdo’ al deber. Pero se trata de un acto realizado por inclinación,
porque lo que me ha llevado a efectuarlo es mi deseo de recuperar el
dinero que se me debe. Esa inclinación, además, es mediata, porque no
tengo tendencia espontánea a salvar a esa persona, sino que la salvo
porque ella es un ‘medio’ para recuperar el dinero que me debe. Por tan-
to no puede decirse que este acto sea moralmente malo, pero tampoco
que sea bueno; propiamente es neutro desde el punto de vista ético, es
decir, ni bueno ni malo.
c) Acto de acuerdo al deber, por inclinación inmediata. Supóngase
que ahora quien se está ahogando y trato de salvar es alguien a quien
amo. Se trata, evidentemente, de un acto que coincide con lo que el de-
ber manda, es un acto ‘de acuerdo’ al deber. Pero como lo que me lleva
a ejecutarlo es el amor, el acto está hecho por inclinación, que aquí es
una inclinación inmediata, porque es directamente esa persona como
tal (no como medio) lo que deseo salvar. De acuerdo a Kant, también
este es un acto moralmente neutro.

169
Antropología y ética

d) Acto por deber. Quien ahora se está ahogando es alguien a


quien no conozco en absoluto, ni me debe dinero, ni lo amo, y mi incli-
nación es la de no molestarme por un desconocido; o, peor aun, imagí-
nese que se trata de un aborrecido enemigo y que mi inclinación es la
de desear su muerte. Sin embargo el deber me dice que debo salvarlo,
como a cualquier ser humano, y entonces doblego mi inclinación, y con
repugnancia inclusive, pero por deber, me esfuerzo por salvarlo.
Esta clara distinción entre acciones, conforme al deber o por de-
ber, ha suscitado críticas de quienes simplifican la doctrina kantiana.
Se afirma y repite que, según la doctrina kantiana, una acción adquiere
sentido moral cuando contraría nuestras inclinaciones. Si bien los
ejemplos que pone Kant pueden inducir a ese error, la doctrina es clara.
Quienes se apegan al ejemplo y no se esfuerzan por descubrir el sentido
de la teoría, ridiculizan a Kant basados en sus propios errores de inter-
pretación. Dicen, por ejemplo, que sólo podemos cumplir con nuestro
deber de padres si odiamos a nuestros hijos; quien los ama y atiende
como corresponde lo hace por inclinación. Resulta claro que podemos
cumplir con nuestro deber de padres -o con cualquier otro- y sentir, al
mismo tiempo, fuerte inclinación para obrar así. Si se quiere saber si es
por deber y no por mera inclinación, baste preguntar si obraríamos de
igual modo en el hipotético caso de que no sintiéramos la menor incli-
nación para obrar así. Cuando inclinación y deber coinciden -posiblidad
que Kant admite, desde luego- debemos preguntarnos si es la inclina-
ción o el deber lo que inspira nuestra conducta. Si se tiene alguna difi-
cultad, basta eliminar con la imaginación todo lo que se refiere a la in-
clinación, más aún, suponer una inclinación opuesta al cumplimiento
del deber y preguntarnos cómo actuaríamos. En tal caso se presenta un
conflicto entre inclinación y deber; la dirección de la conducta muestra
claramente en qué fuente se ha inspirado. Y, por lo tanto, si es moral o
no.
Quizá se pueda objetar que jamás tendremos la seguridad de que
actuamos por deber. Podemos creer que obramos así cuando, en reali-
dad, son las inclinaciones, concientes o inconcientes, las que determi-
nan nuestra conducta. Kant admite la posibilidad del autoengaño; más
aún, cree que quizá no se haya dado jamás un caso de comportamiento
inspirado exclusivamente en el deber. El ingrediente no racional, afecti-
vo, de apetitos, etc., quizá no se pueda eliminar por completo. Al co-
mienzo de la sección segunda de la Fundamentación, escribe:
... aunque muchas acciones suceden en conformidad con lo
que el deber ordena, siempre cabe la duda de si han ocurrido
por deber y, por lo tanto, de si tienen un valor moral.
Y agrega, poco después:
Es, en realidad, absolutamente imposible determinar por expe-
riencia y con absoluta certeza un solo caso en que la máxima
de una acción, conforme por lo demás con el deber, haya teni-
do su asiento exclusivamente en fundamentos morales y en la
representación del deber ... no podemos concluir con seguri-
dad que la verdadera causa determinante de la voluntad no

170
Antropología y ética

haya sido en realidad algún impulso secreto del egoísmo,


oculto tras el mero ‘espejismo’ del deber.
De esta imposibilidad de determinar por experiencia un solo caso
de conducta por deber, y aun de la seguridad de que tal hecho jamás
haya ocurrido, no puede derivarse ninguna consecuencia que afecte la
validez del deber y de la ley moral que lo inspira. Con igual criterio, se
nos ocurre, alguien podría pretender disminuir el valor de la geometría,
o la definición de la esfera, del hecho de que jamás se halle en la expe-
riencia una esfera que responda a su definición o un triángulo que sea
realmente equilátero.
Como la ley moral, lo mismo que la geometría, no se funda en la
experiencia, ésta no puede disminuir su validez. Podemos encontrar en
la experiencia ejemplos imperfectos que muestran el significado de las
afirmaciones a priori en ambos campos. Ya examinamos el valor escaso
que tiene la experiencia en la ética y parece innecesario insistir en el
tema: la ley moral deriva su validez exclusivamente en la razón pura.
Los elementos empíricos no agregan ni quitan nada.
El deber es una noción fundamental en la ética kantiana, pues só-
lo es moral la conducta que en él se inspira.

5. La buena voluntad
Junto al deber hay otro concepto fundamental en la ética kantia-
na que se debe aclarar: la buena voluntad.
El deber es la necesidad de actuar por respeto a la ley moral. La
presencia de la ley, a su vez, no asegura la moralidad. Como se trata de
una acción, tiene que intervenir la voluntad. Una voluntad no es buena
por lo que realiza -esto es, por su capacidad para alcanzar el fin pro-
puesto-, sino que es buena en sí misma, es buena por su querer. El va-
lor moral de una acción no reside en el efecto o consecuencia que tenga;
podemos fracasar por completo en nuestros esfuerzos y, sin embargo,
haber obrado moralmente. Debemos, desde luego, agotar todos los re-
cursos a nuestro alcance para lograr el fin; de lo contrario no se trata
de buena voluntad, sino de mero deseo.
La Fundamentación de la metafísica de las costumbres se inicia
con la caracterización de la buena voluntad. Por ser un pasaje clásico
cabe reproducirlo íntegramente.
Ni en el mundo ni, en general, tampoco fuera del mundo, es
posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin
restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. El entendi-
miento, el gracejo, el juicio, o como quieran llamarse los talen-
tos del espíritu, el valor, la decisión, la perseverancia en los
propósitos, como cualidades del temperamento, son, sin duda,
en muchos respectos, buenos y deseables; pero también pue-
den llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos, si la vo-
luntad que ha de hacer uso de estos dones de la naturaleza, y
cuya peculiar constitución se llama por eso carácter, no es

171
Antropología y ética

buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder,


la riqueza, la honra, la salud misma y la completa satisfacción
y el contento del propio estado, bajo el nombre de felicidad,
dan valor, y tras él, a veces, arrogancia, si no existe una buena
voluntad que rectifique y acomode a un fin universal el influjo
de esa felicidad, y con él el principio todo de la acción; sin con-
tar con que un espectador razonable e imparcial , al contem-
plar ininterrumpidas bienadanzas de un ser que no ostenta el
menor rasgo de una voluntad pura y buena, no podrá nunca
tener satisfacción, y así parece constituir la buena voluntad la
indispensable condición que nos hace dignos de ser felices ...
La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no
es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos
hayamos propuesto; es buena en sí misma.
Dijimos que el deber es la necesidad de actuar por respeto a la
ley; esto es lo que le confiere valor único e incondicionado Y que el valor
moral de una acción no depende del propósito que se quiera alcanzar,
sino de la máxima por la cual ha sido resuelta.

6. Imperativo hipotético e imperativo categórico


Llamamos imperativo a toda regla de acción que tiene una validez
necesaria. Las máximas no son imperativos, porque su validez no es
necesaria; la ley moral, en cambio, es imperativo. Ahora bien, imperati-
vo es también la proposición “si quieres A, haz B” en el caso de que B
sea verdaderamente condición necesaria de A; lo que ocurre es que un
imperativo de este tipo no expresa una determinación práctica, sino un
conocimiento (a saber: el que B es condición necesaria de A); a esto le
llama Kant un ‘imperativo hipotético’; la ley moral, en cambio, ha de ser
un imperativo categórico; el carácter de ‘imperativo’ nos asegura que se-
rá precisamente ley, y el carácter de ‘categórico’ nos asegura que será
precisamente práctica.
La ley (= determinación universal y necesaria) de la Razón práctica
no puede consistir en ningún ‘contenido’ (= en ningún objeto). Parece,
pues, que nos encontramos con una determinación cuyo único: “conte-
nido” es su misma universalidad y necesidad, su mismo carácter de ley.
Pero ¿constituye esto alguna determinación?. Vamos a ver que sí; vamos
a ver que la mera exigencia de que la determinación sea universal y ne-
cesaria (la mera norma de obrar según una norma que pueda ser uni-
versal y necesaria) es ya por sí sola una determinación. Para que algo
sea una determinación, es necesario y suficiente el que incluya deter-
minadas cosas y excluya otras; pues bien, la mera exigencia de univer-
salidad absoluta hace por sí misma inmorales muchas máximas; por
ejemplo: cualquier máxima que autorice a mentir bajo ciertas condicio-
nes; en efecto, tal máxima no es compatible con la universalidad y la
necesidad, sino que, considerada como ley universal, sería contradicto-
ria, porque haría que en las condiciones mencionadas dejase de haber
relación entre lenguaje y pensamiento, con lo cual destruiría (en esas

172
Antropología y ética

condiciones) la posibilidad misma de la mentira, posibilidad que presu-


pone la concordancia de principio entre lenguaje y pensamiento.
La ley moral, pues, no tiene otro ‘contenido’ que su mismo carác-
ter (o ‘forma’) de ley. La determinación de la voluntad en virtud de la
Razón pura práctica puede formularse de varios modos, uno de ellos es
el siguiente:
Primera formulación del imperativo categórico:
Obra de modo que la máxima de tu voluntad pueda siempre a la
vez valer como principio de una legislación universal.
Son inmorales aquellas máximas que no pueden ser pensadas
como leyes universales, es decir: que, si se pretende pensarlas así, re-
sultan contradictorias.
Supongamos que necesite dinero. ¿Puedo prometer con ánimo de
no cumplir? Kant distingue en este caso dos significados de la pregun-
ta: a) si es conveniente o prudente, y, b) si es conforme al deber hacer
una falsa promesa. Que a veces es conveniente prometer en falso lo sa-
ben muy bien los demagogos y los comerciantes, pero ambos se mueven
con cierta frecuencia fuera del ámbito moral. Hay, a su vez, quienes ja-
más prometen en falso, porque tales promesas traen inconvenientes y
es un acto de astucia adquirir la costumbre de no prometer si se sabe
que no se ha de cumplir. Se advierte con facilidad que es muy distinto
ser veraz por deber a serlo por temor a consecuencias perjudiciales. Pa-
ra decidir qué es por deber, tengo que preguntarme si puedo querer que
mi máxima -esto es, salir de apuros por medio de una falsa promesa-
valga como ley universal. Y advierto muy pronto que si bien puedo que-
rer la mentira, no puedo querer una ley universal de la mentira, pues,
de lo contrario, no habría realmente ninguna promesa. En efecto, si es
ley universal que las promesas no se cumplan, pierden todo su sentido
al destruirse a sí mismas. La promesa, tanto como la mentira, suponen
la posibilidad de que alguien crea en ellas. Si toda promesa ha de que-
dar incumplida, deja de ser promesa, y la máxima se autocontradice. El
ejemplo de la falsa promesa muestra claramente la racionalidad de la
ley moral kantiana. Y con la racionalidad su carácter universal y nece-
sario.
Según Kant, sólo los seres racionales poseen la facultad de obrar
por representación de la ley, esto es, por principios. Únicamente ellos
poseen voluntad; como las acciones se derivan de las leyes por medio de
la razón, “la voluntad no es otra cosa que razón práctica”.
Todos los imperativos se expresan por medio de un “deber ser”;
debes hacer, o no hacer, esto o aquello. Se le presenta a una voluntad
que no se determina necesariamente por la ley, pues está requerida
también por factores subjetivos, como puede ser el placer sensible. En
el caso de una voluntad divina o santa, la constricción no existe, porque
el querer coincide siempre con la ley. En el hombre, el imperativo ad-
quiere pleno sentido, pues se da la lucha entre la ley objetiva del querer
en general y la imperfección subjetiva de la voluntad. A su vez, los impe-

173
Antropología y ética

rativos carecen de sentido en los animales por no ser éstos capaces de


actuar según la representación de un principio objetivo.
Los imperativos mandan hipotética o categóricamente. Los hipoté-
ticos señalan la necesidad de una acción como medio para conseguir
otra cosa; el imperativo categórico, en cambio, representa una acción
como buena en sí sin que pueda convertirse en medio para nada. Los
imperativos hipotéticos son contingentes, pues en cualquier momento
podemos quedar libres de la constricción renunciando al propósito o fin;
el imperativo categórico, en cambio, es necesario, pues el mandato es
incondicionado.
Señala Kant otra distinción importante entre ambos imperativos.
Cuando pienso, en general, un imperativo hipotético no sé lo que con-
tendrá hasta que la condición me sea dada. Si en cambio pienso el im-
perativo categórico, sé inmediatamente lo que contiene, puesto que,
aparte de la ley, puede contener únicamente la necesidad de la máxima
de conformarse con esa ley. Como ella carece de condiciones, sólo resta
su universalidad, a la que ha de conformarse la máxima de la acción.
Frente a una situación concreta debemos extraer la máxima que
regirá nuestra acción y ver si puede convertirse en ley universal de la
naturaleza. Kant da algunos ejemplos para ayudar a comprender el sen-
tido de su doctrina. Uno es el de la falsa promesa, que ya analizamos.
Puedo querer la mentira, pero no su universalización puesto que al uni-
versalizarla pierde tal carácter ya que nadie creerá en ella.
Otro ejemplo se refiere a la moralidad del suicidio. Una persona
que se halle desesperada y quiera saber si es moral quitarse la vida, de-
be preguntarse si la máxima de su acción se puede tornar ley universal
de la naturaleza. La máxima sería la siguiente:
Hágome, por egoísmo, un principio consistente en abreviar mi vida
cuando ésta, en su largo plazo, me ofrezca más males que agrado.
Tal principio del egoísmo no se puede tornar ley universal, puesto
que un sistema de la naturaleza, cuya función es estimular la vida, no
puede admitir su destrucción sin contradecirse. Como la máxima no se
puede convertir en ley universal, el suicidio es inmoral.
El imperativo categórico se distingue del hipotético en que tiene
su fin en sí mismo. Al convertir Kant la ley moral, el deber y la buena
voluntad en fines en sí, ha convertido también al hombre en fin en sí
mismo. Kant representa la máxima exaltación teórica del valor de la
persona humana. Escribe
que en el reino de los fines, todo tiene un precio o una digni-
dad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo
equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo
precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una
dignidad.
Y agrega que:
La moralidad y la humanidad, en cuanto que ésta es capaz de
moralidad, es lo único que posee dignidad.

174
Antropología y ética

Veamos los pasos que conducen a esta doctrina.


Como indicamos anteriormente, la voluntad es la facultad de au-
todeterminarse a obrar conforme con la representación de la ley; esta
facultad se halla sólo en los seres racionales. Fin es lo que sirve a la vo-
luntad de fundamento objetivo de su autodeterminación; cuando el fin
es puesto por la razón, debe valer igualmente para todos los seres ra-
cionales. Los fines relativos pueden fundar tan sólo imperativos hipoté-
ticos. Pero si hay algo cuya existencia en sí misma posee un valor abso-
luto, esto es, que sea fin en sí mismo, será el fundamento del imperativo
categórico o de la ley práctica. Para Kant, el hombre “existe como fin en
sí mismo”.
El valor de todos los objetos que podemos obtener por nuestras
acciones es condicionado. Mas si todo valor fuera condicionado y, por
lo tanto, contingente, la razón carecería de un principio práctico supre-
mo. Y si ha de haber un principio práctico supremo y un imperativo ca-
tegórico, tendrán que basarse en algo que sea fin en sí mismo. El ser
racional existe como fin en sí mismo. La fórmula llamada del ‘fin en sí
mismo’ se deriva del imperativo que vimos, con la diferencia de que
aquél se refiere al principio que rige la acción, y éste, al fin. La fórmula
correspondiente constituye otro modo de formular el imperativo categó-
rico:
Segunda formulación del imperativo categórico
Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como
en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y
nunca solamente como un medio.
Repárese bien en que Kant no afirma que debamos tratar siempre
a todas las personas como fin, pues tal imperativo sería impracticable.
La consulta médica, el pedido de información y miles de otros casos,
muestran que tratamos y somos tratados con frecuencia como medios.
Lo que Kant afirma es que nunca debemos tratar al prójimo y a noso-
tros mismos tan sólo como medio, sino también como fin. Si el médico
que nos está atendiendo sufre un ataque cardíaco, no llamamos en ese
momento a otro médico para que lo sustituya, sino que concentramos
en él nuestra atención y esfuerzo. El médico pasa así de medio a ser fin
en sí mismo. No ocurre algo parecido con un objeto útil; cuando no nos
sirve lo sustituimos por otro que desempeñe la misma función. Sólo las
personas son un fin en sí.
Kant usa los mismos ejemplos que dio anteriormente para mos-
trar el significado de esta nueva fórmula del imperativo. Uno de ellos
será suficiente. Tomemos de nuevo el caso del suicidio. Si para escapar
a una situación muy penosa, dice Kant, alguien se suicida, “hace uso
de su persona como mero medio para conservar una situación tolerable
hasta el fin de la vida”. Pero como el hombre no es una cosa, no se lo
puede usar como simple medio.

175
Antropología y ética

7. Libertad: Heteronomía y Autonomía en la acción humana


En el mundo de la naturaleza, la moralidad no existe, porque todo
está determinado. El fuego que destruye vidas y bienes, el rayo homici-
da, la bestia feroz que mata sin compasión, no cometen una inmorali-
dad; estaban condenadas a actuar como lo hicieron por ley de la natu-
raleza. La moralidad supone la libertad.
Mas la libertad no implica hacer lo que a uno se le ocurra. Quien
así obrara, sería esclavo de sus propios caprichos, inclinaciones o apeti-
tos. La libertad no excluye la ley, sino que la supone. Debido a que el
hombre se halla atado por leyes impuestas desde fuera que constriñen
su voluntad y conducta, puede caer en el error de suponer que la liber-
tad se alcanza renunciando a toda forma de ley, sin advertir que podría
estar obligado a actuar de acuerdo con su propia voluntad legisladora.
Este es el principio de la autonomía de la voluntad, fundamental para la
existencia de la moralidad.
Kant es uno de los primeros filósofos que subraya con acierto el
valor de la libertad y realiza uno de los mayores esfuerzos por darle un
sólido fundamento. El pensamiento griego poco contribuyó al problema
de la libertad y el Medioevo lo trató, con frecuencia, en relación al pro-
blema teológico. Entonces, la preocupación era: ¿cómo se puede recon-
ciliar la libertad humana con la omnisciencia y la omnipotencia divina?.
En cambio, Kant se interesó por la compatibilidad entre la libertad y el
principio de causalidad que rige en el mundo natural, y llega así a su
concepción de la causalidad libre, que tiene vigencia en el plano moral.
Kant está convencido de que la moralidad es imposible sin la libertad.
Cuando la voluntad está obligada por una ley que tiene su origen
en algún objeto o fin ajeno a ella misma, se cae en la heteronomía. La
heteronomía puede fundamentar tan sólo imperativos hipotéticos: debo
hacer algo porque quiero alguna cosa. Por ejemplo, no debo mentir si
quiero conservar mi prestigio. El imperativo categórico, en cambio, no
pone ninguna condición; dice: “no debo mentir”. Nada agrega o quita el
hecho de que aumente o disminuya mi prestigio o riqueza si cumplo con
el precepto. Todo el valor radica en el imperativo y no en sus conse-
cuencias, propósitos o fines ajenos al imperativo mismo. En el orden
moral es la voluntad la que impone su propia legislación, y las conse-
cuencias no cuentan.
Tanto en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres
como en la Crítica de la razón práctica, señala Kant que los principios de
la heteronomía pueden ser empíricos o racionales. En esta última obra
da un cuadro completo de los principios heterónomos con inclusión de
los autores que los sostuvieron.
Algunos de los principios heterónomos subjetivos son: la educa-
ción (Montaigne), la constitución civil (Mandeville), el sentimiento físico
(Epicuro), el sentimiento moral (Hutcheson). Entre los principios heteró-
nomos objetivos se encuentran: la voluntad de Dios (algunos teólogos
moralistas), la búsqueda de la perfección (estoicismo).

176
Antropología y ética

Kant descarta los principios empíricos (subjetivos) como funda-


mento de las leyes morales, puesto que no puede haber universalidad
que se derive de la peculiar constitución de la naturaleza humana o de
las circunstancias contingentes en que se coloca. Rechaza en particular
el principio de la propia felicidad, no sólo porque es muy distinto hacer
feliz a un hombre que hacerlo bueno, sino también porque reduce la
moralidad a factores que la aniquilan, ya que reúne en la misma clase
motores que impulsan la virtud con los que impulsan al vicio. Lo único
que enseña es a hacer bien los cálculos, dice Kant.
El error común de todos estos intentos de fundamentación de la
ley moral se deriva de su heteronomía, que está condenada a proporcio-
narnos juicios hipotéticos y no categóricos. Poco importa que el objeto
determine a la voluntad por medio de la inclinación o la razón, pues en
ambos casos, la voluntad no se determina a sí misma en forma inmedia-
ta, sino tomando en consideración el efecto previsto en la acción. Es por
esto que la voluntad absolutamente buena sólo contiene la forma del
querer, sin referirse a ningún objeto.
Como la autonomía de la voluntad supone el rechazo de toda inje-
rencia extraña, podría pensarse erróneamente que la máxima autono-
mía se alcanza cuando la voluntad se libera de toda ley. Pero, como vi-
mos anteriormente, la autonomía consiste en que la voluntad no obede-
ce leyes externas, sino su propia ley, pues
la voluntad es, en todas las acciones, una ley en sí misma.
Por otra parte, para Kant, la libertad es causalidad libre, en oposi-
ción al determinismo causal que rige en la naturaleza.
Voluntad libre y voluntad sometida a leyes morales son una y la
misma cosa.
Lo enunciado constituye el fundamento de la ética kantiana. Sus
virtudes están a la vista. Como la ley moral no se basa en factores pasa-
jeros y circunstanciales, sino en la razón, que es común a todos los
hombres, se abre la posibilidad de que tenga un fundamento estable y
validez universal. La de Kant no es una ética para una determinada cla-
se social, nación o pueblo, sino que pretende ser para todos los hom-
bres, para todos los seres racionales.

N.B.: Los textos utilizados para la elaboración de este apunte fue-


ron extraídos de:
FRONDIZI, Risieri. Introducción a los problemas fundamentales del
hombre. Fondo de Cultura Económica. México. 1992. (capítulo 2)
CARPIO, Adolfo. Principios de filosofía. Editorial Glauco. Buenos
Aires. 1983.
MARTÍNEZ MARZOA, Felipe. Historia de la filosofía. (2 tomos). Edi-
ciones Istmo. Madrid. 1973. (tomo 2, páginas 225-237).

177
Antropología y ética

CONSECUENCIALISMO ÉTICO
EL UTILITARISMO
1. Jeremy Bentham: los inicios del Utilitarismo
Jeremy Bentham (1748-1832) fue un filántropo y un político que
dedicó su actividad a proyectar y promover una reforma de la legisla-
ción inglesa, encaminada a mejorar las condiciones del pueblo. Dada su
longevidad, Bentham conoció grandes cambios históricos, desde las re-
voluciones norteamericana y francesa hasta las guerras napoleónicas y
los primeros impulsos de la industrialización en Europa. Su obra puede
dividirse en dos etapas. En la primera se mueve en el marco de la Ilus-
tración dieciochesca, e intenta colaborar con las monarquías europeas.
En la segunda etapa acentúa su dimensión crítica y milita abiertamente
a favor de la democracia representativa, relacionándose con el presiden-
te norteamericano Thomas Jefferson y los líderes de la emancipación
colonial de Hispanoamérica.
A pesar de esta división de la obra de Bentham en dos etapas, hay
que destacar que toda su trayectoria está movida por un sostenido im-
pulso reformador, centrado inicialmente en las leyes penales y el siste-
ma judicial, así como en la libertad de prensa y la cuestión de las colo-
nias, y desarrollando sucesivamente leyes electorales y sistemas de re-
presentación. Bentham creía que la condición humana inevitablemente
tiene que mejorar mediante la simple proliferación del conocimiento en
el sentido de información enciclopédica, aunada a principios abstractos
para clasificar la información y ponerla a funcionar reformando a la so-
ciedad. Bentham desconfiaba de la experiencia heredada y de los rasgos
del orden político defendidos apelando a la aceptación tradicional. Se-
gún él, depender de la práctica pasada era señal de ignorancia. La igno-
rancia para Bentham era un problema no una solución. El antídoto de
la ignorancia consistía en informarse bien.
Es posible estar bien informado, porque la base universal de la
acción humana puede discernirse en todo lo que hace y dice la gente.
Bentham deseó traducir la significación de las acciones en cálculos ex-
plícitos de los placeres y los dolores que acompañan esas acciones, para
aconsejar a la gente sobre lo adecuado de los medios que haya escogido
para ser feliz. Bentham excluyó el valuar las acciones con respecto a
alguna supuesta justicia o injusticia objetiva. No podemos juzgar las
acciones aparte de sus consecuencias.
Su rechazo a la tradición consuetudinaria queda ilustrada, ade-
más, en el hecho de que Bentham estudió derecho en Oxford, pero nun-
ca lo ejerció. Su conocimiento de la ley inglesa lo hizo despreciarla por
su imprecisión y ‘desorden’. La tradición jurídica inglesa era, en sí mis-
ma, un ‘misterio’ que no era fácil de explicar. El desapego de Bentham a
esa tradición reforzó su tendencia a una ciencia de la legislación. Se
convirtió en observador y teórico, tratando de reformar y desmitificar el
orden inglés tradicional.

178
Antropología y ética

El punto de partida analítico de Bentham es el rechazo de lo que


él llama ‘ficciones’, es decir, las especulaciones de tipo metafísico y los
errores y falsedades que son utilizados como medios para la defensa de
intereses particulares en nombre de algún bien superior. De ello se de-
riva su atención a la clarificación lógica, su preocupación por la preci-
sión y la pureza del lenguaje, y su rechazo de las metáforas, especial-
mente las organicistas. En el terreno político y en el moral, en los que
observa que los mayores absurdos intelectuales conducen a las peores
atrocidades, esta orientación se dirige contra ‘entidades misteriosas y
ficticias’ como el deber, la obligación, la justicia o los derechos, y en ge-
neral, todos los sofismas o argumentos apoyados en el prejuicio o la au-
toridad.

1.1. La máxima felicidad para el mayor número


De acuerdo con lo dicho, en su primera etapa Bentham formula el
principio de utilidad como una guía para que el gobierno y las leyes se
dirijan hacia el fin de la máxima felicidad para el mayor número de per-
sonas.
Bentham inicia su Introducción a los principios sobre la moral y la
legislación, del modo siguiente:
La naturaleza ha colocado a la humanidad bajo el imperio de
dos amos soberanos: el placer y el dolor. Sólo a ellos corres-
ponde determinar lo que debiéramos hacer así como lo que ha-
remos. El patrón de lo verdadero y lo falso, por una parte y,
por otra, la cadena de causas y efectos, están atados a su
trono. Ellos gobiernan todo lo que hacemos, todo lo que deci-
mos y todo lo que pensamos; todo esfuerzo que podamos hacer
para librarnos de su tiranía sólo servirá para demostrarla y
confirmarla. Un hombre podrá pretender, de palabra, que re-
niega de su imperio; pero, en realidad, continuará siempre su-
jeto a ellos. El principio de utilidad reconoce está sujeción y la
da por sentada como fundamento de ese sistema cuyo objeto
consiste en construir la trama de la felicidad con las manos de
la razón y el derecho. Los sistemas que procuran cuestionarlo
están tratando con sonidos y no con sentido, con caprichos y
no con razones, con oscuridad y no con luz.
La esencia de la moral de Bentham es el principio de utilidad:
Con este principio se quiere significar aquél que aprueba o
desaprueba todo acto según la tendencia que presente a au-
mentar o disminuir la felicidad del sujeto en cuestión ... Afirmo
que me refiero a cualquier acto que fuere y, por lo tanto, no so-
lamente a cualquier acto de un individuo particular sino a
cualquier medida de gobierno.
Por utilidad se entiende la propiedad de todo objeto por la que
tiende a producir beneficio, ventaja, placer, bien o felicidad (todo
lo cual en este caso viene a ser lo mismo) o, (lo que igualmente
viene a ser lo mismo) a prevenir el perjuicio, el dolor, el mal o la
desdicha de la parte cuyo interés se considera; si esta parte es
la comunidad en general, entonces se trata de la felicidad de la

179
Antropología y ética

comunidad; si es la de un individuo particular, se tratará de la


felicidad de ese individuo.
En relación con este principio el interés se define como “todo pla-
cer o toda causa de placer”; en consecuencia se puede enunciar el prin-
cipio bajo la forma siguiente: “El hombre busca siempre su mayor inte-
rés”; y si se añade que la felicidad no es más que la totalidad de los
placeres, se convierte en: “El hombre busca siempre su mayor felici-
dad”. Y si ahora se considera a todos los hombres como la parte cuyo
interés está en cuestión, se llega a la definición del ideal moral de acuer-
do con el utilitarismo: “La mayor felicidad para el mayor número”.
Bentham intenta reducir a sus justos términos el sentido y signi-
ficado de los ‘intereses generales’ o ‘intereses de la comunidad’. Como
asegura Bentham:
El interés de la comunidad es una de las expresiones más ge-
nerales que puedan darse en el vocabulario moral, por lo cual
no es de extrañarse que a menudo pierda su sentido. Cuando
posee sentido es éste: la comunidad es un cuerpo ficticio, com-
puesto por las personas individuales que se consideran como
miembros suyos. Entonces ¿qué es el interés de la comuni-
dad?: la suma de los intereses de los diversos individuos que la
componen.
En el principio de utilidad van envueltos dos postulados que con-
viene separar:
a) El postulado de individualidad: Bentham intenta preservar al
individuo libre de las exigencias derivadas de entidades ficticias, distin-
tas de las personas particulares y reales. Hasta tal punto llega a estimar
Bentham los derechos inalienables de cada individuo a perseguir sus
propios fines y a buscar la felicidad por sus propios medios, que hace
de ello una de las metas inexcusables de la ética. El interés de Bentham
es suprimir, en lo posible, el paternalismo sobre el individuo, en este
sentido afirmará Bentham que nadie sabe como uno mismo lo que le
hace feliz, por lo que nadie como uno mismo puede buscar y asegurar
su propia felicidad.
Cada uno es el único juez de su placer, y como consecuencia de
su felicidad: “Es posible que otro tenga como fin aumentar mi felicidad;
de esta felicidad soy yo el único juez y guardián”. Hay aquí un senti-
miento profundo de inalienabilidad de la conciencia individual. El reco-
nocimiento de este carácter sagrado del yo que impide convertirlo en
instrumento de otro. Según sus supuestos éticos, el cálculo utilitario no
puede realizarse al margen de los deseos manifestados, ni cabe atribuir
a los individuos intereses que no sean identificados por ellos como ta-
les.
b) El postulado de objetividad: El principio de utilidad implica un
supuesto ético igualitario, según el cual la felicidad de todos los indivi-
duos tiene el mismo valor. El que cada uno sea juez de su placer no im-
plica el capricho de los gustos y las preferencias, de una manera que
terminase por suprimir toda posibilidad de ciencia moral. El primer

180
Antropología y ética

postulado de individualidad tiene como contrapartida el postulado de


objetividad: “En las mismas condiciones, el placer es el mismo para to-
dos”. Bentham no deja de reconocer la diversidad de personas, la varie-
dad de sus gustos, sin embargo, insiste en que si las condiciones prác-
ticas u orgánicas fueran similares, los hombres habrían de emitir jui-
cios idénticos en el ámbito moral.
Cada individuo tiene igual derecho a toda la felicidad de que es
capaz su naturaleza (...) Al no poder determinar el grado relati-
vo de felicidad del que son susceptibles los diferentes indivi-
duos, hay que partir del supuesto de que ese grado es el mis-
mo para todos. Este supuesto, si bien no es exactamente ver-
dadero, nos acercará a la verdad al menos tanto como cual-
quier otro supuesto que pudiera sustituirlo (...)
Así, dado que no se trata de referirse más que a la intensidad
del deseo, si suponemos que en cada individuo la capacidad de
juzgar acerca de la tendencia de una acción a aumentar la feli-
cidad es igual a su deseo, la cuestión de la mejor forma de go-
bierno será un asunto bien sencillo. No se tratará más que de
dar un voto a cada individuo de esta sociedad. (Ensayo sobre
la representación)
El propósito declarado de Bentham era convertir la moralidad en
una ciencia exacta. Ahora bien, la ciencia debe apoyarse en hechos, en
cosas reales que tengan relaciones definidas e impliquen una medida
común. En el dominio moral, los únicos hechos en que nos podemos
apoyar son el placer y el dolor. La conducta del hombre es determinada
por la espera del placer o del dolor; y éste es el único motivo posible de
la acción. Sobre estos fundamentos, la ciencia de la moral debería ser
tan exacta como las matemáticas, aunque sea más intrincada y exten-
sa. El juicio moral se convierte en un caso particular del juicio sobre la
felicidad. Un comportamiento es bueno o malo según sea favorable o no
a la felicidad; y acción legítima es la que produzca la mayor felicidad del
mayor número.
Como cualquier otro hombre, el legislador actúa legítimamente só-
lo cuando es guiado por el principio de ‘maximizar’ la felicidad. Los pla-
ceres y los dolores, como consecuencia de las acciones, son llamados
por Bentham sanciones. Las sanciones físicas son los placeres y los do-
lores que siguen a un cierto modo de comportarse, independientemente
de la interferencia de otro ser humano o sobrenatural; las sanciones
políticas son las que se derivan de la acción del legislador; las sanciones
morales son las que se derivan de otros individuos que no actúan físi-
camente, por último, las sanciones religiosas son las que se derivan de
un “Ser superior invisible, legislador del universo”. Los legisladores
pueden actuar sobre los hombres sólo como actúa Dios mismo, es decir,
por medio de las fuerzas de la naturaleza: mediante la aplicación de los
dolores y placeres que pueden también ser sanciones naturales. El le-
gislador debe establecer sus sanciones de manera que incline la balanza
del placer y del dolor en el sentido más favorable al principio de maxi-
mizar la felicidad.

181
Antropología y ética

La moralidad no es determinada, según el utilitarismo, por los


motivos de la acción, sino únicamente por sus consecuencias, porque,
en realidad, el motivo de la acción no es más que la espera de sus conse-
cuencias. Decir que un comportamiento es bueno o malo significa que
inclina la balanza hacia el placer o hacia el dolor. La afirmación de que
un hombre está obligado a ejecutar una acción significa solamente que
sufrirá dolor si no la ejecuta. De modo que la obligación es verdadera-
mente una entidad ficticia, y sólo el placer y el dolor son reales. De este
modo señala Bentham: “Quitad los placeres y los dolores, y no sólo la
felicidad, sino también la justicia, el deber, la obligación y la virtud se
convertirán en palabras vacías”.
Por esto se preocupa Bentham de establecer una tabla completa
de los motivos de una acción que ha de servir como guía para cualquier
legislación futura. Esta tabla comprende, en primer lugar, la determina-
ción de la medida del dolor y del placer en general; en segundo lugar,
una clasificación de las diversas especies de placer y de dolor; en tercer
lugar, una clasificación de las diversas sensibilidades de los distintos
individuos para el placer y para el dolor.
Si el ideal es “maximizar el placer y minimizar la pena”, será nece-
sario encontrar el medio de instrumentar este ideal. En este punto
Bentham intentará constituir la moral como una ciencia, por tanto re-
currirá a la condición de posibilidad de la ciencia eficaz: el hecho de que
los objetos estén sometidos a la medida. Así como la física ha encontra-
do medios para medir las cualidades físicas; la sociedad ha instituido
unos precios y ha graduado unas sanciones.
El moralista no tiene otra tarea que inspirarse en el ejemplo del
físico. A fin de juzgar la cuantificación que se requiere en el plano mo-
ral, es cómodo distinguir entre los placeres homogéneos y los placeres
heterogéneos.

1.1.1. Los placeres homogéneos y la ‘aritmética moral’


Son homogéneos los placeres o penas que son comparables con
precisión. Haciendo abstracción de cualquier otra consideración, tene-
mos como dos veces mayor un placer o una pena que dura dos veces
más que otra. Pero esta consideración de la duración del placer o la pe-
na, sólo nos coloca ante una de las dimensiones del placer o la pena.
Según Bentham en los placeres pueden hallarse siete dimensiones que
se ha de considerar en el cálculo moral.
Las siete dimensiones que Bentham ha reconocido se dejan subdi-
vidir en cuatro grupos:
a) Las dos primeras, la intensidad y la duración son propiedades
intrínsecas del placer o de la pena (placer negativo).
b) Las dos siguientes se refieren a la probabilidad de la impresión
y a su relación con el presente: son la certeza (esperanza matemática de

182
Antropología y ética

que ocurra algo), y la proximidad temporal (un tener hoy placentero ha


de ser preferido a un tener mañana igualmente placentero).
c) Más interesante es la consideración de la quinta dimensión: la
extensión, es decir el número de sujetos afectados por un mismo placer
o pena. Se presenta como un rasgo específico de los hombres una dis-
posición a la simpatía, de la cual debe resultar que, con la condición de
que esto no les pida por otra parte algún sacrificio, prefieren compartir
un placer a causa del incremento de satisfacción que recibirán de la
simpatía. Lo mismo que, inversamente si recibieren alguna pena de la
pena de otro, tenderán a suprimirla.
d) Finalmente, las otras dos dimensiones expresan la imposibili-
dad de considerar ninguna impresión de la conciencia independiente-
mente de su relación con las otras impresiones de conciencia. Así, en la
estimación de un placer es menester considerar su fecundidad que es
su capacidad de arrastrar otros placeres, y su pureza por la cual está
indemne de todo displacer.
Como todas las escuelas morales, los utilitaristas han recurrido a
los medios técnicos para fijar sus reglas en la memoria. Seis breves ver-
sos recordaban las dimensiones del placer que hay que tener en cuenta:

Intense, long, certain, speedy, fruitful, pure,


Such marks in pleasures and in pains endure.
Such pleasures seek, if private be thy end
If it be public, wide let them extend.
Such pains avoid, wichever be thy view:
If pains must come, let them extend to few.

Que sea intenso, largo, seguro, rápido, fructífero, puro,


has de tener en cuenta para el placer o el dolor seguro.
Busca placeres tales cuando el fin es privado:
extiéndelos, no obstante, cuando es público el cuidado.
Evita dolores tales, para ti o para otro:
si ha de existir dolor que se extienda a muy pocos.
El ideal de Bentham era descubrir en el seno de la diversidad la
unidad aritmética: en ese momento esta ‘aritmética moral’ encerraría
toda la actividad humana. A fin de aplicar la máxima utilitarista de ma-
nera inequívoca a cada situación, proponía Bentham un cálculo hedo-
nista. De acuerdo con este esquema de elección racional, una decisión
ha de ser moralmente obligatoria cuando conduce a una utilidad colec-
tiva máxima, formada por la suma de los conjuntos individuales de uti-
lidad. Sobre la base de informaciones acerca de la situación de las ne-
cesidades e intereses de los afectados, la gratificación o frustración que
una acción provoca ha de ser medida de acuerdo a las siete dimensio-
nes a las que nos hemos referido. Si las gratificaciones y frustraciones
se refieren a un individuo, restando el conjunto de frustraciones del
conjunto de gratificaciones, se calcula el balance de gratificación indivi-
dual (que puede ser positivo o negativo) y sumando los balances indivi-
duales de gratificación, se calcula el balance de gratificación colectivo.
El valor social de una acción se mide de acuerdo con la gratificación ne-

183
Antropología y ética

ta, calculada de manera matemática y simple. Como utilidad social vale


sólo la suma aritmética del bienestar de todos los individuos.
El intento de Bentham por hallar una ‘aritmética moral’ no tuvo el
éxito esperado por su autor. Su intento de medir el placer fue ingenioso
pero constituyó un fracaso. ¿Cómo ha de medirse la intensidad de un
placer, por ejemplo, con la duración de otro?. ¿O la intensidad del ‘mis-
mo’ placer con su duración?. ¿Exactamente qué disminución de intensi-
dad es igual a qué aumento en duración?. Si se responde que el indivi-
duo lo decide cuando efectúa una elección, se está afirmando que lo que
realmente cuenta es su preferencia subjetiva y no la ‘cantidad’ de pla-
cer.
Es posible comparar placeres y satisfacciones en términos de más
o menos pero es imposible cuantificarlos. Podemos decir, pues, que son
comparables pero no podemos afirmar que sean conmensurables de
ninguna otra manera. Podemos decir, por ejemplo, que preferimos ir a
un concierto esta noche en lugar de jugar al póquer -lo cual es equiva-
lente, quizás, a decir que asistir esta noche a un concierto nos propor-
cionaría más placer que jugar al póquer. Pero no tiene sentido decir que
preferimos asistir a un concierto 3,72 veces más que jugar al póquer (o
que nos proporcionaría 3,72 veces más placer).
Es decir que, aun cuando afirmemos que un individuo está “tra-
tando de maximizar su satisfacción”, debemos tener cuidado de no olvi-
dar que estamos empleando el término ‘maximizar’ de manera metafóri-
ca. Se trata de una expresión elíptica que significa “actuar, en cada ca-
so, adoptando aquel curso que parece prometer los resultados más sa-
tisfactorios”. No podemos emplear de manera legítima el término ‘maxi-
mizar’ en este sentido si le damos el significado estricto con el cual se
usa en matemáticas, ciencia en la cual implica la suma mayor posible.
Ni las satisfacciones ni los placeres pueden cuantificarse. Sólo es posi-
ble compararlos en términos de más o menos. Para expresarlo de otra
manera: es posible compararlos ordinalmente pero no cardinalmente.
Podemos hablar de lo que elegimos en primero, segundo y tercer lugar.
podemos decir que esperamos obtener una satisfacción (o placer) mayor
haciendo A que haciendo B, pero jamás podremos expresar exactamen-
te cuanto mayor.

1.1.2. Los placeres heterogéneos y la ‘botánica moral’


Un dólar de salario es homogéneo a dos dólares de salario; el gus-
to de las frutillas, el placer del ejercicio físico o el gozo de la entrega son
especies diferentes de placeres, que a lo sumo se pueden clasificar como
lo hacen los botánicos con las especies vegetales. Así como los físicos
que no podrían apreciar directamente el calor por una cantidad, y la
medían indirectamente por el perfil de una longitud termométrica, debe
ser fácil para el deontologista utilitario encontrar para los placeres hete-
rogéneos un ‘termómetro moral’. Bentham encuentra este termómetro
moral en el dinero, es decir, en el precio.

184
Antropología y ética

Si el dinero es el instrumento corriente del placer, es claro por


una experiencia irrefutable que la cantidad de placer efectivo
sigue en cada caso concreto, según una u otra relación, a la
cantidad de dinero... La única medida común que tolera la na-
turaleza de las cosas es el dinero. ¿Cuánto dinero daría Usted
por comprar este placer?. Cinco libras y nada más. Los dos
placeres deben ser tenidos como iguales para usted.
El hombre que duda entre gastarse veinte dólares para comprar
una botella de whisky o dársela a una familia pobre, implica por su va-
cilación misma que los dos placeres, el de la sensualidad y el de la ge-
nerosidad tienen exactamente para él el mismo valor.

1.2. La acusación de sensualidad


La objeción que más frecuentemente se hace al utilitarismo por
parte de los autores antiutilitaristas es que el ‘placer’ al que se hace re-
ferencia como meta de la acción es el placer puramente físico o sensual.
Así, Schumpeter, llama al utilitarismo “la más superficial de todas las
filosofías vitales concebibles” e insiste en que el ‘placer’ del cual habla
es simplemente el placer que culmina comiendo bifes. Y moralistas co-
mo Carlyle no han vacilado en llamarla una “filosofía de cerdos”. Según
esta crítica, el utilitarismo preconiza esencialmente la filosofía de la
sensualidad y la autoindulgencia, la filosofía del voluptuoso y libertino.
Sin embargo, Bentham, en su elaborada enumeración y clasifica-
ción de los placeres, no solamente incluye los de los sentidos, dentro de
los cuales involucra el placer de la salud, de la riqueza y el poder, sino
que también aparecen los placeres de la memoria y de la imaginación,
los de la asociación y la expectativa, y los de la amistad, del buen nom-
bre, de la piedad y de la benevolencia.
Bentham no puede ser acusado con justicia de asignar al ‘placer’
un significado puramente sensual. Por otra parte, el énfasis puesto en
promover el placer y evitar el dolor no conduce necesariamente a una
filosofía de la autoindulgencia. Los críticos del utilitarismo se refieren a
sus seguidores como si éstos midieran el placer sólo en términos de su
intensidad.

1.3. Bentham: El Estado de bienestar y la Democracia radical


El supuesto analítico de que los individuos actúan motivados por
la persecución de su propio interés no implica confianza en que la agre-
gación de los intereses individuales se realizará mediante una armoni-
zación natural, al estilo de la “mano invisible” de Adam Smith, ni tam-
poco la aceptación resignada de los efectos sociales irracionales de los
comportamientos individuales egoístas. Bentham supone en los hom-
bres una capacidad racional de determinar sus propios intereses, siem-
pre que se liberen de la ceguera creada por los prejuicios ideológicos y
de las supersticiones, y por ello propugna que “cada uno sea su propio
juez”. En James Mill (padre de John Stuart Mill, y colaborador de Bent-

185
Antropología y ética

ham) esta confianza en las capacidades humanas se convierte en la


‘certeza moral’ de que, con información libre, ‘el mayor número juzgará
acertadamente’. Pero en Bentham la escasez y los consiguientes conflic-
tos de intereses requieren una armonización artificial. Por ejemplo, la
igualdad es un objetivo consistente con las implicaciones del concepto
benthamiano de utilidad marginal decreciente, según el cual el placer
obtenido con una porción de dinero es menor cuanta mayor sea la ri-
queza del individuo. Así se justifican las transferencias de riqueza de
personas ricas a personas pobres para conseguir un mayor bienestar
general, ya que “cuanto más se acerque a la igualdad la proporción ac-
tual (entre la masa de riqueza de las diversas personas), tanto mayor
será la masa total de felicidad”. Así pues, suponiendo que la utilidad de
las distintas personas puede compararse, y por tanto medirse de algún
modo, del principio general de utilidad se deriva la conveniencia de me-
didas redistributivas por parte de los poderes públicos. En sus escritos
económicos, Bentham muestra su preferencia por medidas como la abo-
lición de los impuestos sobre artículos de primera necesidad, que de
hecho gravan más a los pobres que a los ricos, las intervenciones sobre
la herencia, la confiscación de sucesiones de difuntos sin parientes pró-
ximos, etc.. La combinación de garantías individuales e intervencionis-
mo público benefactor anuncia así algunas líneas directrices de lo que
más tarde sería el Estado del bienestar.
Globalmente, la definición de unos mismos criterios para la legis-
lación y para la moral refleja el designio de Bentham de alcanzar un
modelo social normativo a partir del supuesto realista de que los hom-
bres individuales persiguen siempre su propio interés; es decir, una an-
tikantiana unión entre el interés y el deber. Ello comporta subordinar
todos los demás principios éticos a la obtención de resultados mediante
la aplicación del criterio de utilidad. Si la política es la combinación de
intereses diversos para conseguir un mayor beneficio para todos los im-
plicados, concluye Bentham que “lo que es políticamente bueno no
puede ser moralmente malo”.
Los desgarros sociales creados por la primera industrialización
indujeron a Bentham a advertir en la monarquía británica el predomi-
nio de intereses opuestos al bienestar general, y todo ello contribuyó a
su evolución hacia la democracia. Otros factores fueron los movimientos
de resistencia a las tropas napoleónicas en varias naciones europeas, la
emancipación de las colonias españolas de América y el espectáculo de
paz, prosperidad y libertad de Estados Unidos. El proyecto constitucio-
nal y todo el argumento a favor de la democracia se basan en la exten-
sión del supuesto de la autopreferencia a los gobernantes. “Dada la
inalterable constitución de la naturaleza humana, los gobernantes es-
tán dispuestos a maximizar la aplicación de las medidas beneficiosas
para ellos y perjudiciales para los gobernados”.
La principal hipótesis de las motivaciones humanas manejada
por el utilitarismo explica, pues, el conflicto entre los intereses perver-
sos de la minoría gobernante y los intereses de la mayoría gobernada.
Por ello, el poder soberano no debe estar en manos de un rey o de una

186
Antropología y ética

minoría sino de aquellos cuyo interés sea la maximización de la felici-


dad. Los gobernantes, sospechosos por el hecho de serlo, son contem-
plados como un grupo de criminales en potencia que deben ser objeto
de incentivos externos para conseguir que actúen de acuerdo con una
utilidad general. El suyo debe ser, por tanto, un poder subordinado al
control del público según los principios de “mínima confianza” y “máxi-
ma responsabilidad”.
El sufragio igual y secreto se extiende a todos los ciudadanos, con
la única restricción de los menores, los militares y los analfabetos. En
particular, Bentham defiende, en posición de avanzada en su época, la
legitimidad del sufragio femenino, que sólo se haría realidad en Gran
Bretaña cien años más tarde, con el argumento de la igual capacidad de
mujeres y hombres de promover sus intereses y gozar de felicidad.
La democracia aparece, pues, como condición indispensable para
la armonización artificial de intereses entre gobernantes y gobernados.
Si cada individuo es el mejor juez de sus intereses, todos los individuos
serán los mejores jueces y los más seguros protectores del interés gene-
ral. Éste no es ya un postulado abstracto sino que se identifica con
aquello que positivamente desea la generalidad de los ciudadanos.

1.4. Utilidad pública y felicidad privada


El punto de vista demócrata acentúa la importancia del supuesto
de la autopreferencia, de tal modo que la felicidad tenderá a identificar-
se con aquello que los hombres entiendan por felicidad, y en última ins-
tancia, dada la diversidad de sentimientos y concepciones en la materia,
con los deseos humanos.
Esta evolución mueve a abandonar la noción sensualista y hedo-
nista de utilidad, defendida por los predecesores del utilitarismo y por
Bentham en su primera etapa, y a distinguir entre los fines de búsque-
da individual y de caminos de felicidad y los medios utilitarios. Esta dis-
tinción aparece con cierta claridad en la obra tardía de Bentham Deon-
tología (1834). Por una parte, la moral privada es el campo de la bús-
queda de la felicidad individual mediante la defensa de los propios in-
tereses, según la ‘prudencia’ o el cálculo. Por otra parte, la moral públi-
ca es el campo de la legislación y el arte de gobernar que orienta y limi-
ta las acciones humanas según el principio de la utilidad.
Este cambio de énfasis en la concepción de la felicidad conduce a
Bentham a olvidar la idea de una aritmética moral, que suponía la po-
sibilidad de medición y comparación de los placeres y dolores de las dis-
tintas personas. De acuerdo con esta evolución, el utilitarismo del
Bentham maduro ya no aspira a ser una teoría moral sustantiva sobre
el bien y el mal que pudieran administrar los gobernantes, sino que se
limita a ser una teoría axiológica que afirma la bondad de la búsqueda
de la felicidad y de la máxima realización de los deseos y preferencias de
los individuos, por lo que sólo puede aplicarse en un régimen democrá-
tico. La clara distancia de este enfoque respecto a las nociones primige-

187
Antropología y ética

nias del utilitarismo hedonista permite comprender que Bentham llega-


ra incluso a pensar en otras denominaciones para su pensamiento, co-
mo eudaimonologismo o felicismo.
En la Deontología, Bentham define la moral de este modo:
La moral es el arte de maximizar la felicidad; ella ofrece el có-
digo de leyes según las cuales se sugiere aquella conducta que
dejará la mayor cantidad de felicidad, teniendo en cuenta la
totalidad de la existencia humana.
Sobre el principio de utilidad ha de edificarse la deontología: “El
arte de hacer lo que es conveniente hacer”. La deontología es la encar-
gada de indicar en la vida concreta cómo se aplica el principio de utili-
dad.

1.5. La máxima felicidad para la comunidad


Las ideas de Bentham han sido mal interpretadas, en gran medi-
da por culpa suya. Una de las frases de las cuales se lo cree autor es la
que habla de ‘la mayor felicidad para el mayor número’. Pero esta frase
no es original de Bentham, sino que este autor la tomó de Priestley, y el
mismo Bentham advirtió los inconvenientes a los que llevaba este crite-
rio de acción.
Según el propio Bentham, el principio de la mayor felicidad del
mayor número es cuestionable porque se lo puede interpretar como ig-
norando los sentimientos o el destino de la minoría. Y este cuestiona-
miento se hace cada vez mayor cuanto mayor sea la proporción de la
minoría con respecto a la mayoría.
Supongamos una comunidad de 4001 personas de las cuales la
‘mayoría’ alcanza a 2001 y la minoría a 2000. Supongamos que, al co-
mienzo, cada una de las 4001 personas goza de una igual porción de
felicidad. Si a cada uno de los 2000 le sacamos su parte de felicidad y la
dividimos entre los 2001, el resultado no será un aumento sino una
gran disminución de la felicidad. Dado que se han dejado de lado los
sentimientos de la minoría, siguiendo el principio de la ‘felicidad del
mayor número’; el vacío producido, en lugar de continuar siendo un va-
cío, podrá llenarse con la mayor infelicidad y sufrimiento. El resultado
neto de toda una comunidad no será una ganancia en felicidad sino
una gran pérdida.
O supongamos, en cambio, que las 4001 personas se encuentran,
al comienzo, en un estado de perfecta igualdad con respecto a los me-
dios conducentes a la felicidad, tales como el poder y la opulencia y po-
seen, no solamente igual riqueza sino también igual libertad e indepen-
dencia. Tomemos ahora los 2000 o cualquier minoría mucho menor,
reduzcámoslos a un estado de esclavitud y dividámoslos, junto con sus
propiedades, entre los 2001. ¿Cuántos, de entre los integrantes de la
comunidad, verán aumentada su felicidad?. ¿Cuál será el resultado en
cuanto a la felicidad de la comunidad toda?.

188
Antropología y ética

Para aplicar el principio de manera más específica, Bentham se


preguntó entonces qué pasaría si, en Gran Bretaña, todos los católicos
romanos (la minoría) pasaran a ser esclavos y se repartiera sus bienes
entre todos los protestantes o si, en Irlanda, los bienes de todos los pro-
testantes (la minoría) fueran igualmente divididos entre todos los católi-
cos.
Bentham abandonó entonces el principio de la mayor felicidad pa-
ra considerar que el fin de la ética consiste en maximizar la felicidad de
la comunidad como un todo.

2. John Stuar Mill: El utilitarismo cualitativo


Toda la obra de John Stuart Mill es una tentativa para construir
una nueva concepción ética del utilitarismo a partir de la crítica del
primer sistema de pensamiento benthamiano. John Stuart Mill nació en
Londres en 1806, es hijo de James Mill, principal colaborador de Bent-
ham. Muere en Avignon en 1873. Sus obras fundamentales en el ámbito
de la ética son: Sobre la libertad, de 1849 y Utilitarismo, de 1863.
En la reflexión crítica de Mill parece latir una cierta sensación de
decepción ante el proyecto originario de Bentham de formular unos
mismos principios para la legislación y para la moral. Así, en sus prime-
ros escritos, Mill subraya la insuficiencia de la evaluación por las con-
secuencias en el campo de la moral. El principio de utilidad puede apli-
carse mediante la consideración de las consecuencias en el campo de la
legislación, pero en la moral individual no cuentan sólo las motivacio-
nes finalistas sino también las predisposiciones del actor. Todo acto su-
pone unos hábitos de la mente y el corazón, y no se realiza únicamente
por el placer esperado del mismo sino también por un impulso proce-
dente de un placer obtenido con anterioridad.
Mill lamenta que los motivos de la conducta humana que Bent-
ham tiene en cuenta sean parciales, ya que, aun suponiendo que admi-
ta la benevolencia, omite, por ejemplo, la conciencia o el sentimiento del
deber. Por otro lado, como guía de acción, un acto no sólo debe ser va-
lorado por sus efectos inmediatos -sostiene Mill-, sino también por su
influencia en la formación de un carácter pernicioso o deficiente en los
individuos, el cual puede intervenir negativamente, en otras ocasiones,
en conductas conducentes al fin de la máxima felicidad. A Mill no sólo
le preocupa, por tanto, que la legislación establezca penas proporcio-
nalmente útiles a los delitos cometidos, sino también que la educación y
la moral sean capaces de fomentar las motivaciones humanas que tien-
dan a evitar los delitos. El robo es malo no sólo porque su efecto es no-
civo, sino porque es un acto de cobardía y contribuye a la desconfianza
entre los hombres. Junto a las motivaciones externas, hay que atender
a las motivaciones internas de las personas; además de las sanciones
legales; hay que establecer sanciones morales.
Mill tiene una visión esperanzada de la naturaleza humana a la
que considera capaz de un comportamiento virtuoso del que se derivará

189
Antropología y ética

la felicidad. El hombre es visto como un ser progresivo, capaz de perse-


guir la perfección espiritual, en cuya conducta no sólo intervienen in-
tereses y deseos sino el sentido de la dignidad personal, y las pasiones
de la belleza, el orden, el poder y el amor. Dado este enfoque, que ha
sido llamado utilitarismo idealista, se comprende su repudio de la socie-
dad de masas y de la mediocridad moral de la sociedad británica de su
época, en la que se admite implícitamente que la conducta se dirige
siempre a fines bajos y mezquinos.
El fin del Estado, para los primeros utilitaristas, era el bien de los
individuos que integraban el Estado, y ese bien era definido en términos
hedonistas como el máximo de placer alcanzable con el mínimo de do-
lor. De este modo, el gobierno era considerado como un agente para
aumentar el placer y reducir el dolor. No cabe duda de que Mill aceptó
esta idea en principio, pero la encontró inadecuada, tanto por descuidar
un aspecto de la naturaleza humana como por comprender mal los as-
pectos que incluía.
Mill revisa la teoría de Bentham en el curso de su intento por res-
ponder a objeciones específicas planteadas a la primera versión del uti-
litarismo. La objeción que más pareció preocuparle fue que el utilita-
rismo adoptaba una visión muy baja de la vida humana, sin distinguir
una vida apropiada para animales de lo que es apropiado para los hom-
bres. En respuesta a esto, Mill introdujo una distinción cualitativa entre
los placeres para complementar las distinciones simplemente cuantita-
tivas de Bentham, y remite esta distinción cualitativa hasta el antiguo
epicureísmo. Algunos placeres, ante todo los mentales y espirituales,
son superiores en sí mismos a los placeres del cuerpo, cualesquiera que
sean las consideraciones cuantitativas o circunstanciales. De este modo
la felicidad no sólo requería una vida de placer sin dolor, sino el logro de
los placeres superiores, aun al costo de dolor y del sacrificio de los pla-
ceres inferiores.
Este punto es significativo para la filosofía moral de Mill en tres
aspectos. En primer lugar, está relacionado con su teoría del progreso
humano. Una sociedad en la que el pueblo busca los placeres superio-
res está más avanzada en su civilización que otra en que no lo hace. De
este modo, la promoción de busca de los placeres superiores es al mis-
mo tiempo la promoción del avance de la sociedad. En segundo lugar, el
cultivo de los placeres superiores requiere libertad social, de modo que
sólo una sociedad libre puede ser en verdad civilizada en el sentido de
Mill. Por último, los hombres pueden vivir unidos más justamente y con
superiores realizaciones humanas en la medida en que busquen los
placeres superiores y no los inferiores. De este modo, el problema del
gobierno queda resuelto en parte por la busca de los placeres superio-
res, porque los rasgos de carácter que se desarrollan a partir de esa
época son los mismos rasgos de carácter que son necesarios para al-
canzar la mejor forma de organización política.
De este modo, aunque el núcleo del utilitarismo está presente en
la afirmación de Mill de que son correctas aquellas acciones, individua-
les o sociales, que producen la mayor felicidad del mayor número, ese

190
Antropología y ética

núcleo ha sido tan modificado y extendido que la teoría resultante tiene


unos lineamientos distintos de los del utilitarismo original. El gobierno
no sólo existe para producir el máximo de ese tipo de placer que, ca-
sualmente, prefieran sus ciudadanos. Antes bien, algunos tipos de pla-
cer son mejores que otros, y el gobierno tiene la responsabilidad de
educar a sus ciudadanos de modo que busquen los placeres más eleva-
dos en lugar de los más bajos. La educación moral, ya sea efectuada por
el gobierno o por individuos particulares es, por tanto, una de las res-
ponsabilidades de la sociedad buena; y la educación moral deberá ir
dirigida al hombre no sólo como animal que busca placeres, sino como
‘ser progresista’.
El hombre está llamado a desplegar sus potencialidades. Mill con-
sidera que la vida activa es superior en lo moral a una vida de obedien-
cia pasiva en casi todos los niveles de las realizaciones humanas. De
aquí se sigue que el gobierno que fomenta la participación activa de to-
dos los ciudadanos es mejor, pese a los problemas que puedan surgir
como consecuencia, que aquel que es más ordenado pero alienta a sus
ciudadanos a ser pasivamente obedientes a las órdenes de un grupo
gobernante, cualesquiera que sean la moral y la justicia de esas órde-
nes.

2.1. La felicidad como ‘felicidad moral’


Si bien es cierto que Mill adhiere al utilitarismo clásico al suscri-
bir:
El credo que acepta como fundamento la utilidad, o principio
de la mayor felicidad, mantiene que las acciones son correctas
en la medida en que tienden a promover la felicidad, incorrec-
tas en cuanto tienden a producir lo contrario a la felicidad.
Habrá que tener en cuenta que Mill no está hablando aquí de la
felicidad de los ‘puercos’ sino de la felicidad de los humanos. Así al de-
fender el hedonismo epicúreo, defiende su propia doctrina:
Resulta degradante la comparación de la vida epicúrea con la
de las bestias precisamente porque los placeres de una bestia
no satisfacen la concepción de felicidad de un ser humano. Los
seres humanos poseen facultades más elevadas que los apeti-
tos animales y una vez que son conscientes de su existencia
no consideran como felicidad nada que no incluya la gratifica-
ción de aquellas facultades.
Mill propone distinguir entre la felicidad como ‘felicidad moral’ y el
contento. La felicidad supone el goce solidario experimentado por per-
sonas autodesarrolladas y autónomas, mientras que el contento no exi-
ge sino la mera conformidad, la aceptación de cualquier estado de co-
sas, en alguna medida ‘gratificante’, por degradante o humillante que
resulte para el ser humano en particular de que se trate, o para sus
semejantes. El contento sería algo semejante al goce experimentado por
las personas que no hubieran alcanzado el grado de autonomía, de li-
bertad, personas que no fueran enteramente ‘morales’. El contento ven-

191
Antropología y ética

dría a resultar el contrapunto no moral de la felicidad: algo no semejan-


te a ella, sino su opuesto y contrario.
La búsqueda de la máxima felicidad debe ser, pues, la búsqueda
de los placeres superiores, identificados con los placeres del arte y la
literatura, la autonomía personal, la amistad, el interés por los asuntos
colectivos y el sentido social. La felicidad no puede definirse con una
única dimensión placentera sino como un fin complejo que incluye la
búsqueda de la verdad y la virtud; no puede restringirse a la satisfac-
ción de los deseos, sino que requiere libertad, dignidad, seguridad y po-
sibilidades de desarrollo de las facultades humanas de inteligencia y
sociabilidad.

2.2. La crítica de Mill al ‘utilitarismo’ benthamiano


Mill corrige la postura de Bentham en tres puntos principales:
1º. Bentham profesaba: “La estimación de los placeres y de las
penas debe ser hecha por aquel que goza y que sufre”. John Stuart Mill
reemplaza expresamente la apreciación del interesado por la competen-
cia del sabio. Escribe Mill:
Vale más ser un hombre desgraciado que un cerdo satisfecho,
ser Sócrates descontento más que un imbécil dichoso; y si el
imbécil y el cerdo tienen una opinión diferente, es porque no
conocen más que un aspecto de la cuestión.
Se puede admitir que en este punto Mill compara la ética con la
física, es conveniente recurrir a Einstein para juzgar la experiencia físi-
ca más que al parecer de cualquier hombre. Pero ¿cómo hemos de ase-
gurarnos sobre la preferencia de un Sócrates insatisfecho respecto de
un tonto satisfecho?. La respuesta de Mill es la siguiente: Sólo el que ha
experimentado ambos tipos de placer está calificado para juzgar, y sólo el
sabio tiene esta experiencia. De este modo apela Mill al criterio de los
jueces competentes:
En relación con la cuestión de cual de dos placeres es el más
valioso, o cuál de dos modos de existencia es el más gratifican-
te para nuestros sentimientos, al margen de sus cualidades
morales o sus consecuencias, el juicio de los que están cualifi-
cados por el conocimiento de ambos o, en el caso de que difie-
ran, el de la mayoría de ellos, debe ser admitido como definiti-
vo.
Pero esta respuesta de Mill suscita ciertas dificultades para el
utilitarismo. En primer lugar, Mill asegura que los placeres superiores
son inaccesibles al sujeto inferior, ahora bien, ¿no es cierto también la
inversa?, esto es, que el Sócrates propuesto por Mill tampoco podría go-
zar los placeres inferiores como los goza el sujeto ‘inferior’. Mill subordi-
na el juicio moral, fundado en la experiencia de aquel que lo pronuncia,
al juicio de otro, en virtud de un derecho independiente de la experien-
cia del primero. En cierto sentido, aparece en la propuesta de Mill un

192
Antropología y ética

cierto racionalismo que disminuye el atractivo original que presentaba


el utilitarismo, esto es, la referencia a la experiencia de cada uno.
El papel de las ‘inteligencias más elevadas’ es relevante en la for-
ma representativa de gobierno propugnada por Mill. Para él, también
las instituciones políticas son un importante medio de educación del
pueblo, por lo que en ellas las minorías educadas deberán desempeñar
un destacado papel. El ideal de Mill es establecer los mecanismos para
que gobiernen personas independientes de perversos intereses egoístas,
con motivos elevados, para que así alcancen influencia las opiniones
fundadas en la superioridad del saber. Mill considera que los individuos
de probada formación intelectual poseen ya en cierto modo la excelencia
personal que hay que aspirar que adquieran en un futuro todos los
miembros de la sociedad. Descarta, por tanto, que puedan existir in-
tereses perversos de los profesionales cultivados, asocia el interés de
éstos al de todos y confía en que la fuerza de las convicciones de las
gentes instruidas se convierta en un enérgico impulso social.
Este elitismo propuesto por Mill propugna un voto plural califica-
do que otorgue mayor peso a la elección de las personas con estudios.
Atribuye además un destacado papel legislador a una comisión de ex-
pertos ocupada de elaborar las leyes que los parlamentarios les encar-
guen y que éstos se limitarán a votar.
2º. Conectada con la anterior aparece otra corrección a la pro-
puesta de Bentham. Si en efecto para Mill, Sócrates es el único juez del
bien y del mal, es porque puede reconocer alguna jerarquía de valores:
“Algunas especies de placeres son más deseables, tienen más valor que
otras”. Estos placeres conciernen a “una facultad más elevada”. El in-
tento de Bentham era determinar un orden de cantidades a través de
un tipo de evidencia aritmética. Mill, por su parte, intenta determinar
un orden de cualidades.
Por lo tanto, no es el placer sumado indiscriminadamente el obje-
tivo a perseguir por el utilitarismo en la versión que Mill ofrece, sino un
placer ‘cualificado’ que produzca individuos autosatisfechos, autorres-
petados. Así asegura Mill:
Es del todo compatible con el principio de utilidad el reconocer
el hecho de que algunos tipos de placer son más deseables y
valiosos que otros.
3º. Finalmente, sobre la cuestión central de la relación entre los
intereses privados y el interés público, Mill echa abajo la prioridad que
tenía para Bentham el interés privado sobre el público.
A causa de su superior inteligencia, aun no teniendo en cuen-
ta su superior ámbito de simpatías, un ser humano es capaz
de captar una comunidad de intereses entre él y la sociedad
humana de la que forma parte, de tal modo que cualquier
conducta que amenace la seguridad de la sociedad en general
es una amenaza para sí mismo y pone en marcha su instinto
de autodefensa. (El utilitarismo, 1861)

193
Antropología y ética

Bentham no pedía a los egoístas que renunciasen a su egoísmo,


sino que trataba de obtener de ellos que lo hiciesen desembocar en el
altruismo. Mill comienza por admitir como cosa obvia que el interés ge-
neral ha de ser servido por cada uno antes que su interés individual.
La felicidad, que es el criterio utilitario de lo que está bien en
la conducta, no es la felicidad propia del agente, sino la de los
interesados. Entre la felicidad propia del individuo y la de los
demás, el utilitarismo exige que el individuo sea tan estricta-
mente imparcial como un espectador desinteresado y benévolo.
En la regla de oro de Jesús de Nazaret encontramos el espíritu
completo de la moral de la utilidad. Hacer a los demás lo que
uno quisiera que los demás le hiciesen a uno, amar a su pró-
jimo como a sí mismo, he aquí las dos reglas de perfección
ideal de la moral utilitarista.
Si bien Mill es un defensor de la libertad personal, llega a justifi-
car en algunas cuestiones la intervención estatal. Las restricciones a
esta intervención son que no atente a la libertad individual, que el Es-
tado no aumente innecesariamente su poder y que no sustituya a la ini-
ciativa privada en actividades en que ésta obtenga mejores resultados.
Incluso en casos en que los individuos privados no puedan hacer una
cosa mejor que los funcionarios, puede ser preferible que la hagan los
gobernados como un medio para su educación y un modo de fortalecer
sus facultades activas. Así, instituciones como los jurados, los munici-
pios, las cooperativas, son elogiadas porque sacan a los ciudadanos
de los estrechos límites de su egoísmo personal y familiar y les
acostumbran a la comprensión de los intereses generales y al
manejo de los negocios de todos, habituándolos a obrar por
motivos públicos y a guiar su conducta hacia fines que les
unan en vez de aislarles unos de otros.
El Estado debe anteponer la causa de la elevación moral de sus
súbditos a un poco de perfección administrativa. La fórmula recomen-
dada por Mill es “la mayor dispersión del poder compatible con la efica-
cia; pero la mayor centralización posible de la información y su difusión
desde el centro”.

3- Utilitarismo y consecuencias
La corrección de la praxis, de acuerdo al utilitarismo, se mide por
sus resultados; la corrección es aquí función de las consecuencias. El
término ‘moral’ para el utilitarismo no está referido a la subjetividad de
las intenciones sino a las consecuencias de la acción.
La distinción entre consecuencias a corto plazo y a largo plazo es
tan importante y se aplica de manera tan amplia que podría hacerse de
ella el fundamento único de un sistema ético afirmando, sencillamente,
que la moral es, en esencia, no la subordinación del ‘individuo’ a la ‘so-
ciedad’, sino la subordinación de los objetivos inmediatos a los objetivos
a largo plazo. Bentham no tenía este concepto del ‘largo plazo’ (que ha
sido formulado de manera explícita principalmente por la ciencia eco-

194
Antropología y ética

nómica moderna) exactamente en estos términos, pero se acercó a él


con su constante insistencia en la necesidad de considerar las conse-
cuencias futuras tanto como las presentes de cualquier línea de con-
ducta, y en su intento por medir y comparar ‘cantidades’ de placer no
sólo en términos de intensidad sino también de duración. Son muchos
los esfuerzos que se han hecho por definir la diferencia entre placer y
felicidad. No hay duda de que una de ellas es la que existe entre una
satisfacción momentánea y una permanente o, por lo menos, una satis-
facción prolongada, esto es, la diferencia entre el corto y el largo plazo.
Cuando se nos pide que tengamos en cuenta las consecuencias
probables a largo plazo de determinado acto o regla de acción, ello no
significa que debamos despreciar sus probables consecuencias a corto
plazo ni que sea justificado ese desprecio. Lo que realmente se nos está
pidiendo es que consideremos el total neto de las consecuencias de un
determinado acto o regla de acción. Se justifica que consideremos el
placer de beber esta noche en relación con el dolor de cabeza que sufri-
remos mañana, el placer de comer hoy en relación con la indigestión
que tendremos mañana o el aumento de peso que no deseamos, el pla-
cer de estas vacaciones de verano en Europa en relación con nuestra
disminuida cuenta bancaria el próximo otoño. Entenderíamos mal la
expresión ‘largo plazo’ si supusiéramos que el placer, la satisfacción o la
felicidad deben valorarse teniendo solamente en cuenta su duración:
también cuentan la intensidad, certidumbre, cercanía, fecundidad, pu-
reza y extensión. En este aspecto Bentham tuvo razón. En los raros ca-
sos de conflicto, la regla de acción que debiéramos elegir es la que ofre-
ce procurarnos la mejor satisfacción y no simplemente la más larga o la
mayor satisfacción futura. No es necesario que consideremos que la sa-
tisfacción futura probable está por encima de la satisfacción presente.
Sólo porque nuestra humana naturaleza se inclina tanto por obedecer
al impulso presente olvidando el costo futuro, se hace necesario que
hagamos un esfuerzo especial por ser bien conscientes de este costo fu-
turo en el momento de la tentación. Si el placer inmediato supera real-
mente el probable costo futuro, negarnos un placer no es sino ascetis-
mo o privación porque sí. Si hacemos de ello una regla de acción no
aumentará sino que reducirá la suma de felicidad.
En otras palabras, cuando aplicamos el principio de largo plazo,
debemos hacerlo con una cierta medida de sentido común. Debemos
limitarnos a considerar el largo plazo pertinente, el que es finito y razo-
nablemente cognoscible. Aquí reside el grano de verdad contenido en la
cínica afirmación de Keynes acerca de que: “A largo plazo estamos todos
muertos”. No hay duda de que a ese largo plazo debemos ignorarlo. No
podemos ver en la eternidad. Pero ningún futuro, ni siquiera los próxi-
mos cinco minutos, es cierto y lo más que podemos hacer en un mo-
mento dado es actuar según las probabilidades (si bien algunas proba-
bilidades de un determinado curso de conducta o regla de acción son
más probables que otras). Y existen personas capaces de preocuparse
por el destino de la humanidad mucho más allá de la probable duración
de sus vidas.

195
Antropología y ética

El principio del largo plazo presenta todavía otro problema. Este


consiste en el valor que debemos acordar a los placeres y dolores futu-
ros al compararlos con los presentes. En la lista de Bentham de las sie-
te dimensiones que sirven para medir un placer o un dolor, incluye: Su
certidumbre o incertidumbre, y Su cercanía o lejanía. Ahora bien, un pla-
cer o dolor remoto puede ser menos cierto que uno cercano; en realidad
su certeza se considera, en gran medida, en función de su lejanía. Pero
lo que ahora nos preguntamos es hasta qué punto Bentham estaba jus-
tificado cuando daba por sentado que debemos atribuir menos valor a
un placer o dolor remoto que a uno cercano, aun dejando de lado el
elemento de la certidumbre o incertidumbre o, como ocurre en la lista
de Bentham, tratándolo como un aspecto independiente.
La mayoría de nosotros no puede evitar el hecho de valorar menos
un bien futuro que uno presente idéntico en todos los aspectos. Valo-
ramos más, por ejemplo, nuestro almuerzo de hoy, que un almuerzo
similar dentro de un año. Todos subvaluamos un bien futuro compara-
do con uno presente. Sin embargo, una subvaloración de las futuras
consecuencias, dará como resultado una menor felicidad total que un
curso de acción que estime o valore las futuras consecuencias de mane-
ra justa.
La distinción entre los efectos a corto y a largo plazo de la conduc-
ta es más válida que la oposición tradicional entre intereses del indivi-
duo e intereses de la comunidad. Cuando el individuo actúa teniendo
en cuenta sus propios intereses a largo plazo también lo está haciendo
en favor de los intereses a largo plazo de toda la sociedad. Cuanto ma-
yor sea el plazo que consideremos, mayor será la probabilidad de que
los intereses del individuo y los de la comunidad lleguen a ser idénticos.
La conducta moral redunda en el interés a largo plazo del individuo.
Si aceptamos esto habremos percibido la solución de un problema
moral básico que, de otro modo, parece presentar una contradicción.
Las morales son sistemas de principios aceptados por todo el mundo
como si, aparentemente estuvieran por encima de los dictados del pro-
pio interés inmediato pero que resultan en el interés a largo plazo de
todos por igual. Debemos ser morales porque serlo significa seguir re-
glas que aparentemente dejan de lado el interés a corto plazo y están
diseñadas para promover nuestro propio verdadero interés a largo plazo
así como el de los demás afectados por nuestros actos. Sólo si nuestro
enfoque es limitado consideraremos que los intereses del individuo pa-
recen estar en conflicto con los de la ‘sociedad’ y viceversa.

4. Importancia de las reglas generales


4.1. La contribución de Hume
David Hume aportó a la ética no sólo la idea de que debemos ad-
herirnos de manera inflexible a las reglas generales, sino que explicó
por qué esto es esencial en beneficio de los intereses y felicidad del indi-
viduo y de la humanidad.

196
Antropología y ética

Comencemos con la exposición que hace Hume del principio en el


Tratado sobre la naturaleza humana (1740), y de las razones que lo
abonan:
Ocurre con frecuencia que un único acto de justicia sea con-
trario al interés público; y, si fuera aislado y no lo siguieran
otros, podría ser muy perjudicial para la sociedad. Cuando un
hombre de méritos dispuestos al bien, devuelve una gran for-
tuna a un avaro o a un sedicioso fanático, ha actuado de ma-
nera justa y laudable; pero la verdadera víctima será el pueblo.
Además, ningún acto único de justicia, considerado de manera
aislada, conduce más a consultar el interés privado que el pú-
blico; y resulta fácil concebir cómo un hombre pueda empo-
brecerse debido a un único momento de integridad y desear
que, en relación con ese solo acto, se suspendieran por un
momento las leyes de justicia en el universo. Pero aun cuando
actos aislados de justicia fueran contrarios al interés público o
privado, no hay duda de que el plan o esquema es, en su tota-
lidad, altamente positivo y quizá el requisito necesario tanto
para sostener la sociedad cuanto para el bienestar de cada
uno de los individuos que la integran. Es imposible separar lo
bueno de lo malo. La propiedad debe ser estable y regida por
reglas fijas. Aun cuando en un momento dado el público sea
quien sufre, este mal momentáneo se verá ampliamente com-
pensado con la firme aplicación de la regla, y por la paz y el
orden establecidos dentro de la sociedad. Y, al efectuar un ba-
lance, aun las distintas personas individuales encontrarán que
han salido ganando; dado que, sin justicia, la sociedad debe
disolverse inmediatamente y todo el mundo caer en ese estado
salvaje y de aislamiento que es infinitamente peor que la peor
situación social que pueda suponerse. Cuando los hombres,
por lo tanto, han contado con la suficiente experiencia como
para observar que, sea cual fuere la consecuencia de un acto
aislado de justicia: llevado a efecto por una sola persona, si el
sistema total de actos realizados por toda la sociedad es infini-
tamente más ventajoso para la sociedad como un todo y para
cada una de sus partes, no pasa mucho tiempo sin que exis-
tan la justicia y la propiedad. Todo miembro de la sociedad es
sensible a sus intereses; cada uno de ellos expresa este senti-
miento a sus semejantes junto con su resolución de actuar de
acuerdo con ellos con la condición de que los demás hagan lo
mismo. No hace falta ningún otro requisito para inducir a
cualquiera de ellos a realizar, en la primera oportunidad, un
acto de justicia. Esto se transforma en un ejemplo para los
demás y, de este modo, la justicia se establece merced a una
especie de convención o acuerdo que es, en razón de un inte-
rés, supuestamente común a todos y en el que todo acto aisla-
do se efectúa con la expectativa de que los demás procederán
de la misma manera. Sin una convención tal, nadie hubiere
soñado jamás con la existencia de una virtud como la justicia
ni se hubiera sentido inducido a adaptar a ella sus acciones.
Si tomo un acto aislado, mi justicia puede resultar perniciosa
desde todo punto de vista; y sólo si me baso en la suposición
de que los demás imitarán mi ejemplo, me sentiré inducido a

197
Antropología y ética

adoptar esa virtud ya que nada que no sea esta combinación


puede hacer que la justicia resulte ventajosa o darme motivo
alguno para aceptar sus reglas.
En su Investigación sobre los principios de la moral, Hume señala:
El beneficio resultante (de las virtudes sociales de la justicia y
la fidelidad) no es consecuencia de cada acto individual sino
que surge del esquema o sistema total al que obedece toda o la
mayor parte de la sociedad. La paz y el orden generales acom-
pañan a la justicia que equivale a abstenerse de la posesión de
los bienes de los demás; pero el respeto particular al derecho
también particular, de un determinado ciudadano puede fre-
cuentemente, considerado en sí mismo, producir consecuen-
cias perniciosas. El resultado de los actos individuales es aquí,
en muchos casos, directamente opuesto al de todo el sistema
de actos; y aquél puede ser sumamente dañoso mientras que
éste es ventajoso en el más alto grado. La riqueza heredada del
padre es, en manos de un mal hombre, un instrumento para el
mal. El derecho de sucesión puede ser, en un caso determina-
do, dañoso. Sus beneficios surgen sólo de la observancia de la
regla general; y ella es suficiente si compensa todos los males
e inconvenientes que surgen de caracteres y situaciones parti-
culares.
Hume se refiere después a “las reglas generales e inflexibles nece-
sarias para mantener la paz y el orden en la sociedad”, y continúa ex-
presando:
Todas las leyes de la naturaleza que regulan la propiedad así
como todas las leyes civiles, son generales y tienen en cuenta
solamente algunas circunstancias esenciales del caso sin to-
mar en consideración las características, situaciones y vincu-
laciones de la persona de cuyo caso se trate ni de las conse-
cuencias particulares que pueden resultar de la aplicación de
estas leyes en un caso determinado. Sin escrúpulo alguno,
privan a un hombre altruista de todas sus posesiones si es que
las adquirió por error y sin tener un título en orden y las en-
tregan a un avaro egoísta que ya ha acumulado enormes can-
tidades de riquezas superfluas. La utilidad pública requiere
que la propiedad esté regulada por medio de inflexibles reglas
generales; y, aun cuando estas reglas se adoptan con el propó-
sito de servir lo mejor posible este fin de la utilidad pública,
resulta imposible evitar las injusticias particulares o extraer
consecuencias beneficiosas de cada caso individual. Es sufi-
ciente con que el plan o esquema total sea necesario para el
mantenimiento de la sociedad civil y la proporción de bien, en
general, resulte preponderante en gran medida sobre la del
mal.
Es evidente la necesidad de adherirnos a reglas generales. Aun los
requisitos de las reglas deben ser elaborados siguiendo reglas generales.
La ‘excepción’ a una regla no debe ser caprichosa sino, ella misma, sus-
ceptible de ser formulada en una regla, susceptible de ser parte de una
regla, de ser incluida en una regla. También aquí, en otras palabras,

198
Antropología y ética

deberemos guiarnos por condiciones de generalidad, predicibilidad, cer-


teza y el hecho de no defraudar expectativas razonables.
El gran principio descubierto y elaborado por Hume establece que,
si bien la conducta debe ser juzgada por su ‘utilidad’, es decir, por sus
consecuencias, por su tendencia a promover la felicidad y el bienestar,
los actos específicos debieran ser juzgados por reglas generales de ac-
ción. Quizá lo que puede preverse no sean sino las probables conse-
cuencias a largo plazo de estas reglas generales. Tal como lo expresa F.
von Hayek:
Hay mucho de verdad en que la utilidad debe servir de justifi-
cación a toda regla legal... Pero, en general, sólo la regla como
un todo puede justificarse así y no cada una de sus aplicacio-
nes. La idea de que cada conflicto, moral o legal, debiera deci-
dirse como le pareciera mejor a alguien que pudiera compren-
der todas las consecuencias de una tal decisión, implica negar
la necesidad de cualquier regla. “Solamente una sociedad de
individuos omniscientes podría acordar a cada persona toda la
libertad necesaria como para sopesar todo acto particular ba-
sándose en principios utilitarios generales”. Ese “utilitarismo”
extremo conduce al absurdo y, por lo tanto, sólo el utilitarismo
“restringido” tiene alguna pertinencia en lo que respecta a
nuestro problema. Sin embargo, pocas creencias han sido más
destructoras del respeto por las reglas legales y morales que la
idea de que la regla es obligatoria sólo si es posible tener en
cuenta su efecto beneficioso en el caso particular.

4.3.- Dos clases de Utilitarismo:


Utilitarismo del acto y Utilitarismo de la norma
El principio consistente en actuar de acuerdo con reglas generales
tiene, dentro de la ética, una historia sumamente curiosa. Se encuentra
implícito en la ética judeo-cristiana (los Diez Mandamientos); se en-
cuentra implícito en la ética ‘del sentido común’; fue formulado explíci-
tamente por Hume; después lo olvida casi completamente el utilitarismo
clásico de Bentham y el de Mill; y en el siglo XX reaparece en autores
como Richard Brandt y John Hospers. Lo han denominado Utilitarismo
de la norma en contraste con el clásico Utilitarismo del acto de Bentham
y Mill. En ambos tipos de utilitarismo lo que se juzga son las conse-
cuencias probables de un acto, pero en el utilitarismo de la norma se
trata de las consecuencias probables de un acto como caso que sigue a
una norma, mientras que en el utilitarismo del acto se trata de las con-
secuencias probables de un acto considerado aislado y separado de
cualquier regla general.
Existirá una profunda diferencia en nuestro juicio moral según
cual sea el patrón que apliquemos. Los patrones del utilitarismo del acto
no serán necesariamente menos exigentes que los del utilitarismo de la
norma. En realidad, si se pide a un hombre que, en su acto mismo haga
aquello “que contribuirá más que otro acto a la felicidad humana”, ello
significa imponerle una elección tan opresiva como imposible. Y es que

199
Antropología y ética

resulta imposible para cualquier hombre conocer cuáles serán todas las
consecuencias de un determinado acto si éste es considerado de mane-
ra aislada. Pero no es imposible que conozca las consecuencias proba-
bles de seguir una regla generalmente aceptada. En efecto, como resul-
tado de la totalidad de la experiencia humana, estas consecuencias
probables son conocidas. Son los resultados de la experiencia humana
anterior los que han conformado nuestras reglas morales tradicionales.
Cuando al individuo se le pide simplemente que siga una regla acepta-
da, el peso moral que se pone sobre sus espaldas no es imposible de
sobrellevar. Los remordimientos de conciencia que podría experimentar
si su acto no llegara a tener las consecuencias más beneficiosas, no se-
rían insoportables. Y es que, el hecho de que nuestros actos sean pre-
decibles por los demás y los de los demás por nosotros, con el resultado
de que todos estamos en mejores condiciones para cooperar recíproca-
mente ayudándonos a tratar de obtener nuestros propios fines, no es
una de las menores ventajas del hecho de actuar según las reglas mora-
les comúnmente aceptadas.
Cuando juzgamos un acto según un simple utilitarismo del acto
procedemos como si nos preguntáramos: ¿Cuál sería la consecuencia de
este acto si se lo pudiera considerar aislado, como un acto de-esta-sola-
vez, sin consecuencias como precedente o como ejemplo para los de-
más?. Pero esto significa que estamos deliberadamente dejando de tener
en cuenta aquello que puede constituir sus más importantes conse-
cuencias.
Insistamos algo más en esta distinción. Los utilitaristas del acto
sostienen que, en general o por lo menos allí donde esto resulte practi-
cable, hemos de indicar lo que es bueno u obligatorio con referencia di-
recta al principio de utilidad o, en otras palabras, tratando de ver cuál
de los actos posibles para nosotros producirá en el universo el mayor
excedente de bien sobre el mal. Hemos de preguntar: “¿Qué efecto pro-
ducirá el que nosotros hagamos esto en esta situación sobre el exceden-
te general de bien respecto del mal?”, y no: “¿Qué efecto producirá sobre
el excedente general de bien sobre el mal el que todo el mundo haga esta
clase de cosa en esta clase de situaciones?.” Las generalizaciones tales
como “Decir la verdad es probablemente favorable siempre al mayor
bien general” o “Decir la verdad es generalmente favorable al mayor bien
general”, pueden ser útiles en cuanto guías basadas en la experiencia
pasada; pero la cuestión capital consiste siempre en si decir la verdad
es o no favorable al mayor bien en este caso particular. Nunca puede
ser bueno obrar conforme a la norma de decir la verdad si tenemos
buenas razones independientes para creer que sería favorable al mayor
bien general posible no decir la verdad en un caso determinado, del
mismo modo que no puede ser justo afirmar que todos los cuervos son
negros en presencia de uno que no lo sea.
El Utilitarismo de la norma pone el acento en el carácter central de
las normas en materia de moralidad e insiste en que hemos de decidir
generalmente, si no siempre, lo que debamos hacer en situaciones par-
ticulares refiriéndonos a una norma como la de decir la verdad, y no

200
Antropología y ética

preguntando cuál acto particular producirá las mejores consecuencias


en la situación considerada. Sólo que, a diferencia del deontologismo,
añade que hemos de determinar siempre nuestras normas preguntán-
donos cuáles promoverán el mayor bien general para todo el mundo. O
sea que la cuestión no es la de averiguar qué acto comporta la mayor
utilidad, sino qué norma. Cuando nos proponemos hacer algo, debería-
mos preguntar: no “¿Qué sucederá si hacemos esto en este caso?”, sino
“¿Qué sucedería si todo el mundo hiciera esto en tales casos?”, cuestión
que nos planteamos a menudo, efectivamente, en nuestras deliberacio-
nes morales. El principio de utilidad se aplica, normalmente por lo me-
nos, no a la determinación del acto particular a ejecutar (esto lo deter-
minan generalmente las normas), sino a la de lo que deban ser las nor-
mas. Éstas han de seleccionarse, conservarse, revisarse y reemplazarse
sobre la base de su utilidad y no sobre otra base alguna. El principio de
utilidad sigue siendo el criterio último, pero se ha de recurrir al mismo
al nivel de las normas, y no al de los juicios particulares.
El utilitarismo del acto puede permitir que se empleen normas, pe-
ro si lo hace, ha de concebir una norma por el estilo de “Di la verdad”
como sigue: “Decir la verdad es generalmente favorable al mayor bien
general.” Y en contraste con ello, el utilitarista de la norma ha de con-
cebirla de este modo: “El hecho de que digamos siempre la verdad es
favorable al mayor bien general”. O bien, “Es favorable al mayor bien
general el que digamos siempre la verdad”.
Esto significa que para el utilitarista de la norma puede ser bueno
obedecer a una norma como la de decir la verdad, simplemente porque
es útil tener una norma, inclusive cuando en el caso particular en cues-
tión la verdad no conduzca a las mejores consecuencias.
Aquí nos será útil una analogía. En una ocasión determinada, po-
dría preguntarse, pensando más en la ley que en la moralidad, de qué
lado de la calle debo estacionarme, si a la derecha o a la izquierda. Para
hallar la respuesta, no trataría de indagar cuál de las dos alternativas
sea más conducente al mayor bien general, sino que preguntaré o trata-
ré de averiguar lo que disponen los reglamentos. La ley dice que hemos
de conducir siempre del lado derecho de la calle (con excepciones en los
casos de adelantarnos a otro vehículo, en las calles de dirección única,
etc.). La razón está, por parte de la ley, en que es en favor del mayor
bien general que conduzcamos siempre de un determinado lado de la
calle, en lugar de conducir del lado que en cada caso pueda parecernos
más conveniente. Aquí necesitamos, para el mayor bien general, una
norma de carácter permanente (con las excepciones incorporadas a la
norma, de modo que no constituyen, en realidad, excepciones). Si su-
ponemos que por alguna razón tenemos dificultades especiales para cir-
cular por la izquierda, se seguirá, sobre la base de motivos utilitarios,
que deberíamos tener una ley que nos dijera de circular siempre por la
derecha.
Contra la forma extrema del utilitarismo del acto que no nos per-
mitiría servirnos de norma o generalización alguna derivada de la expe-

201
Antropología y ética

riencia pasada, sino que insistiría en que calculemos cada vez de nuevo
los efectos de todas las acciones posibles sobre el bienestar general, pa-
rece suficiente replicar que esto es sencillamente impracticable y que
necesitamos disponer de normas de alguna clase.

N.B.: Los textos utilizados para la elaboración de este apunte fue-


ron extraídos de:
LE SENNE, R. Tratado de moral general. Madrid. Editorial Gredos,
1973. 1ª parte, cap. VI., 2ª parte, cap.III, II.
HÖFFE, Ottfried. Estrategias de lo humano. Buenos Aires. Edito-
rial Alfa, 1979. Cap. 4.
CAMPS, Victoria (ed.). Historia de la ética. Barcelona. Crítica,
1992. Tomo 2.
HAZLITT, Henry. Los fundamentos de la moral. Buenos Aires.
Fundación Bolsa de Comercio de Buenos Aires. 1979.
FRANKENA, W. Ética. México. UTEHA. 1973.
COLOMER, Josep. El utilitarismo. Una teoría de la elección racional.
Barcelona. Montesinos. 1987.

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