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5 Nicolai Hartmann trata este problema al comienzo de su extensa Ética (cf. N. Hart-
mann, Ethik, Berlin, W de Gruyter, 4a ed. 1962, pp. 18-35), y llega a la conclusión de
que se trata de una "normatividad indirecta", es decir: la ética no establece los princi-
pios éticos, sino que ayuda a descubrirlos.
6 Un buen estudio etimológico en tal sentido es el que brinda José Luis L. Aranguren
(cf J.L. Aranguren, Ética, Madrid, Revista de Occidente, 3a ed. 1965, cap. II, p. 19
ss.).
7 Cf. Platón, Leyes 722 e; Aristóteles, ÉN, 1103 a 17-18.
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del hombre en el ser, o que sostiene que la verdad del ser es en el hom-
bre lo primero y más originario.
Con todo lo sugestiva que resulta la propuesta de Heidegger, hay
que apuntar, respecto de la ética, dos cosas. En primer lugar, la inter-
pretación del fragmento es discutible y ha sido de hecho discutida por
filólogos clásicos y por historiadores de la filosofía (discusiones en las
que no corresponde entrar aquí); y, en segundo lugar, aun suponiendo
que la interpretación fuera correcta (es decir, que ella reflejara la inten-
ción del propio Heráclito), sólo indicaría, a lo sumo, que el pensamiento
ético en sentido estricto no se remonta a Heráclito, que es más tardío.
En efecto, muchos piensan que comienza con Sócrates, pensador poco
grato a impugnadores de la ética, como Nietzsche o Heidegger. Pero la
prioridad cronológica de la ontología respecto de la ética no prueba que
ésta tenga que reducirse a aquélla.
El ethos, en todo caso, en su carácter de facticidad normativa, re-
mite siempre a determinados códigos de normas o a (también determi-
nados) sistemas de valores, o a ciertos tipos de concepciones sobre lo
que es moral y lo que no lo es. Que hay una pluralidad de tales códi-
gos, o sistemas o concepciones, es un hecho de experiencia, que puede
ser siempre corroborado. De ese hecho suele arrancar el relativismo
ético, en el que, como veremos, se produce una confusión entre la ‘vi-
gencia’ y la ‘validez’ de las normas o de los principios.
Por ahora simplemente tenemos que tomar nota de esa pluralidad.
Ella es percibida no sólo por medio de la observación metódica, desde la
ética entendida como disciplina particular, sino también por casi todos
los hombres, aunque con tanta mayor claridad cuanto mayor es su ex-
periencia en el tiempo y en el espacio, es decir, cuanto mayor es su ra-
dio de observación espontánea. El viajero percibe esa pluralidad mejor
que quien no se mueve de su aldea natal (aunque puedan mencionarse
al respecto honrosas excepciones), y los viejos la perciben mejor que los
jóvenes. Este tipo de experiencia puede, como dije, conducir al relati-
vismo; pero es también el detonante de la reflexión ética racional, de la
aplicación de la razón a la consideración de los problemas normativos,
de la ‘tematización del ethos’. Cuando se advierte que no todos opinan
unánimemente sobre lo que ‘se debe hacer’, surge la duda, la pregunta
básica acerca de qué se debe hacer, y –en caso de que se obtenga para
ello alguna respuesta- la de por qué se lo debe hacer. Con ese tipo de
preguntas se inicia entonces la ética filosófica, que representa la conti-
nuación sistemática de la tematización espontánea: en ella se procura
explicitar (‘reconstruir’) los principios que rigen la vida moral, es decir,
se intenta fundamentar las normas.
Ahora bien, como la reflexión filosófica se efectúa, a su vez, según
diversos criterios, también allí se mantiene la pluralidad, y es así como
a determinados tipos de ethos les corresponden determinados tipos de
ética. Aristóteles, el primer filósofo que estableció la ética como discipli-
na filosófica autónoma, intenta con ella la fundamentación del ethos de
la ‘eudaimonía’; San Agustín, en cambio, verá lo esencial en el amor
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8 “Ética no es lo mismo que moralidad, sino reflexión sobre la moralidad, reflexión que
busca normas, las cuales están ya siempre vividas antes de que se reflexione sobre
ellas. Ética es una teoría de la praxis.” (H.E. Hengstenberg. Grundlegund der Ethik,
Stuttgart, Kohlhammer, 1969, p.17, nota)
“Toda filosofía auténtica debe deducir de sus conocimientos teoréticos los principios
de la conducta vital del individuo y de la orientación de la sociedad. La ciencia en que
ello ocurre es denominada por nosotross ‘ética filosófica’” (W. Dilthey, Sistema de la
ética, Buenos Aires, Nova, 1973, p.9)
“La filosofía moral es una investigación filosófica acerca de normas o valores, acerca
de ideas de justo e injusto, de bien y de mal, de lo que se debe hacer y lo que no se
debe hacer” (D. Raphael, Filosofía moral, México, Fondo de Cultura Económica, 1986,
p.25)
“La ética es una rama de la filosofía, es la filosofía moral o la manera filosófica de pen-
sar en materia de moralidad, de los problemas morales y de los juicios morales.” (W.
Frankena, Ética, México, UTEHA, 1965, p.5)
“Por ‘ética’ se entiende hoy, por lo general en todas partes, la ciencia de la moralidad”
(H. Reiner, Die philosophische Ethik, Heidelberg, Quelle & Meyer, 1964, p.15)
“Si el ethos se encuentra del lado de la observancia de valores e ideales vigentes, con
lo cual permanece necesariamente siempre dentro de la dimensión histórica d elo in-
dividual concreto, la ética tiene en cambio que alegar, mediante reflexión fundamenta-
dora, la prueba de la validez objetiva, suprahistórica, de esos valores y normas” (H.
Kron, Ethos und Ethik, Francfort-Bonn, Athenäum, 1960, p.11)
“Definiremos ‘teoría ética’ aproximadamente como un conjunto de reflexiones contes-
tando, o intentando contestar ciertas cuestines acerca de enunciados éticos” (Richard
Brandt, Teoría ética, Madrid, Alianza, 1982, p.17) Por ‘enunciado ético’ entiende
Brandt un enunciado que contiene frases como ‘es deseable que’, ‘es moralmente obli-
gatorio’, ‘es el deber de uno’, ‘es moralmente admirable’, etc., o bien, “si implica, en-
traña o contradice” enunciados como los anteriores: cf. ídem, pp.17-18)
“Es la teoría (Lehre) filosófica normativa de la acción humana, en tanto ésta se halla
bajo la diferencia de bien y mal” (W. Kluxen, Ethik des Ethos, Friburgo-Munich, K.
Alber, 1974, p.8)
“La teoría que en la historia de la conciencia práctica y de la filosofía moral se presen-
tara como ‘ética’ se adjudica a sí mismo, ante todo, la tarea de caracterizar los patro-
nes de medida o ‘principios’ que rigen la acción y de acuerdo con los cuales son juzga-
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dos y evaluadas las acciones, personas, etc.” (F. Kaulbach, Ethik und Metaethik,
Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1974, p.10)
“La ética o filosofía moral, aspira a explicar la naturaleza del bien y del mal. Es impor-
tante porque, nos guste o no, el mundo humano está dominado por ideas acerca de lo
correcto y lo incorrecto y de lo bueno y lo malo” (J. Teichman, Ética social, Madrid,
Cátedra, 1998, p.15)
“La ética es la disciplina filosófica que estudia la dimensión moral de la existencia
humana, es decir, todo cuanto en nuestra vida está relacionado con el bien y con el
mal” (L. Rodríguez Duplá, Ética, Madrid. Biblioteca de Autores Cristianos, 2001, p.5)
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10 N. Hartman, ob. cit. p.29: “La filosofía platónica es el descubrimiento histórico del
elemento a priori en el conocimiento humano en general”.
11 Cf. J. Habermas, “Was heisst Universalpragmatik”, en K.O.Apel (Ed.) Sprachprag-
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seducción de la que el saber ingenuo del deber puede ser víctima por
parte de las naturales inclinaciones. La ‘razón humana’ es empujada -
dice Kant- “no por necesidad alguna de especulación... sino por motivos
prácticos, de su círculo a dar un paso en el campo de la filosofía prácti-
ca”.12
El sentido de la ética depende, en última instancia, de que en el fe-
nómeno del ethos esté incluido ese saber pre-teórico, y de que se trate
de algo que efectivamente es puesto en juego en las decisiones prácticas
de los agentes morales. En su carácter de ‘reconstrucción normativa’,
entonces, la ética filosófica tematiza el ethos, no meramente contem-
plándolo o analizándolo como objeto de estudio, sino configurándose
ella misma, en cuanto forma peculiar de saber, a partir del saber ínsito
en ese objeto de estudio. Con el sentido teórico de la ética se entrelaza
indisolublemente un sentido social: cada agente moral tendría que po-
der reencontrar en ella lo que ya sabía de modo vago, sin poder expre-
sar adecuadamente. Por eso Kant desarrolla su ética como doctrina de
un principio de la moralidad que está presente en todo ser racional bajo
la forma de un factum de la razón.
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COINCIDENCIAS
Son reflexión normativa
Se expresan en lenguaje normativo
Son endógenas con respecto al ethos
II. 6. La metaética
Podemos ilustrar el sentido de la metaética con un ejemplo muy
concreto y muy próximo: casi todo lo que hemos venido haciendo hasta
ahora en estas páginas, y particularmente estas referencias a los niveles
de reflexión, y las comparaciones entre ellos, se inscribe en el nivel re-
flexivo de la metaética. No hay que confundir la metaética con la ética
analítica, aun cuando la ética analítica haya restringido sus reflexiones
casi exclusivamente al nivel metaético. Lo que califica a la ética ‘analí-
tica’ como tal es su metodología (y su orientación consistente quizá en
exagerar esa metodología y en atenerse sólo a ella), mientras que el tér-
mino ‘metaética’ -acuñado, es cierto, en el seno de la filosofía analítica-
designa un nivel de reflexión en el que pueden utilizarse también méto-
dos no analíticos, y en el cual trabajó de hecho la filosofía práctica
(además de hacerlo en el nivel normativo) desde la antigüedad, aunque
no fuera consciente de ello y aunque no existiera esa designación.
Incluso hablar, como lo estamos haciendo ahora, acerca de la me-
taética, es también una forma de hacer metaética. Esta se expresa en
todo ‘metalenguaje’ cuyo referente es algún aspecto lingüístico del et-
hos, y uno se mantiene asimismo en el nivel metaético cuando señala
que el ethos comprende, junto a su dimensión fáctica (la ‘facticidad
normativa’), una dimensión semiótica o lingüística. Podemos decir que
hay en el ethos, o sea, en el fenómeno moral, siempre un factum y un
dictum; o, como lo expresa Abraham Edel, hay una moralidad ‘operante’
y una moralidad ‘verbal’.
La metaética implica, por parte de quien la practica, un peculiar
esfuerzo de distanciación con respecto a la facticidad normativa en la
que necesariamente está inmerso. Esto significa: un cambio importan-
te en relación con los otros niveles de reflexión que hemos venido consi-
derando. Quizá sea imposible despojarse totalmente de la normatividad
(y seguramente es imposible despojarse de los supuestos normativos);
pero, en la misma medida en que la tematización toma distancia de lo
tematizado, está presente en ella la pretensión de neutralidad (normati-
va y valorativa). El pensar metaético, según Frankena,
no consiste en investigaciones y teorías empíricas o históricas,
ni implica el establecer o defender cualesquier juicios normati-
vos o de valor. No trata de responder a preguntas particulares
o generales acerca de qué sea justo, bueno u obligatorio. Sino
que trata de contestar a preguntas lógicas, epistemológicas o
semánticas por el estilo de las siguientes: ¿Cuál es el sentido o
el empleo de las expresiones ‘(moralmente) justo’, o ‘bueno’?
¿Cómo pueden establecerse o justificarse juicios éticos y de va-
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16 Ibid., p.1077.
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mativa es ‘práctica’ no porque indique lo que hay que hacer hic et nunc,
sino porque hace ‘madurar’ la capacidad práctica del hombre, ayudán-
dole a cobrar conciencia de su responsabilidad:
Su meta no es la tutela ni la fijación del hombre en un esque-
ma, sino la elevación del hombre a la condición de un ser
emancipado de toda tutela y plenamente responsable. El
hombre se vuelve verdaderamente hombre cuando alcanza es-
ta emancipación; pero únicamente la reflexión ética puede
emanciparlo.
Hoy podernos expresar esto mismo de una manera más sobria re-
cordando el ya mencionado carácter ‘reconstructivo’ de la ética: ella es
‘práctica’ porque (y en la medida en que) ‘'reconstruye’ el saber práctico
originario, lo explicita, lo hace más claro y evita así que se lo confunda o
desfigure.
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de hacerlo en otras partes. Cada uno de los sofistas tenía sus doctrinas
particulares frente a este problema, pero el núcleo común de sus res-
puestas sería el siguiente:
La virtud (areté) de un hombre consiste en su buena actuación en
cuanto hombre. Actuar bien como hombre en una ciudad-estado (polis)
es tener éxito como ciudadano. Tener éxito como ciudadano es impre-
sionar en la asamblea y los tribunales. Y para tener éxito ahí es necesa-
rio adaptarse a las convenciones dominantes sobre lo justo, recto y con-
veniente. Cada estado tiene sus convenciones sobre estos temas, y lo
que se debe hacer, por lo tanto, es estudiar las prácticas prevalecientes
y aprender a adaptarse a ellas con el fin de influir con éxito sobre los
oyentes. Ésta es la técnica, el arte, la habilidad, cuya enseñanza es a la
vez el oficio y la virtud de un sofista. Esta enseñanza presupone que no
hay un criterio de virtud en cuanto tal, excepto el éxito, y que no hay un
criterio de justicia en cuanto tal, excepto las prácticas dominantes en
cada ciudad particular.
Uno de los sofistas más famosos, Protágoras, sostenía que “el
hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto son,
y de las que no son, en cuanto no son”. No hay un “ser caliente” o un
“ser frío” como tales, sino simplemente un “parecer caliente a este hom-
bre” o un “parecer frío a este otro”. Por esto no tiene sentido preguntar
con respecto a un viento que resulta cálido a un hombre y fresco a otro:
“¿Es en realidad frío o caliente?”. El viento no es nada realmente: es a
cada uno lo que le parece a cada uno. Al aplicar estas ideas al ámbito
moral, Protágoras sostiene que “los oradores sabios y buenos hacen que
las cosas buenas parezcan justas a sus ciudades en lugar de las perni-
ciosas. Cualquier cosa que se considere justa y admirable en una ciu-
dad es justa y admirable en esa ciudad durante todo el tiempo en que
sea estimada así”. Se considera, por tanto, que los criterios de justicia
varían de Estado a Estado.
Por lo tanto, el sofista tiene que enseñar lo que se considera justo
en cada uno de los diferentes Estados. No se puede plantear o contestar
la pregunta: ¿”Qué es la justicia”?, sino solamente las preguntas: “¿Qué
es la justicia en Atenas?” o “¿Qué es la justicia en Corinto?”.
El hombre que vive en una ciudad dada y se adapta a las normas
exigidas es un ser convencional; el que se encuentra a sus anchas por
igual en cualquier Estado o en ninguno, de acuerdo con sus propósitos
privados, es un ser natural. En cada hombre convencional se oculta un
hombre natural. El hombre natural sería según los sofistas un agente
premoral. El hombre natural no tiene normas morales propias y, por
tanto, está libre de toda restricción por parte de los demás. Todos los
hombres son por naturaleza lobos u ovejas: persiguen o son persegui-
dos. El hombre natural tiene dos características fundamentales. Su
composición psicológica es simple: está empeñado en conseguir lo que
quiere y sus deseos son limitados. Su interés se circunscribe al poder y
al placer. Pero este lobo, para lograr lo que quiere, tiene que vestirse
como una oveja con los valores morales convencionales. Su estrategia
consiste en poner el vocabulario moral convencional al servicio de sus
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riencia nos muestra que en ocasiones elegimos ciertas cosas que no re-
sultan buenas, con lo cual se plantea la siguiente cuestión: “¿cómo po-
dría un hombre querer lo que sería malo para él?”. Sócrates seguramen-
te indicaría que el hombre, aún al elegir lo malo, lo hace porque el obje-
to del deseo cae aparentemente bajo el concepto de algún bien genuino:
el placer, la atenuación de algún deseo vehemente, o lo que fuere. La
equivocación de quien elige algo malo es intelectual, y consiste en no
identificar correctamente un objeto al suponer que es distinto de lo que
realmente es, o en no advertir algunas de sus propiedades, quizá por no
recordarlas. De acuerdo con la visión socrática, un alcohólico no dice:
“Un trago arruinará mi hígado, y no me importa”, sino que dice: “Un
trago más me fortalecerá lo suficiente para llamar a ‘alcohólicos anóni-
mos’”.
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3. EL EUDEMONISMO
Cuando Aristóteles (que había nacido en el 384 a.C. en Estagira)
entró en la Academia de Platón (428 - 348 a/c.) tenía sólo 18 años.
Permaneció en la escuela platónica durante veinte años hasta la muerte
de Platón (348 a.C.). En el año 342 a.C. fue llamado por Filipo, rey de
Macedonia, para hacerse cargo de la educación de Alejandro Magno.
Cuando Alejandro subió al tono, Aristóteles regresó a Atenas (335 a.C.)
y fundó allí su escuela: el Liceo. Muere en Calcis el año 321 a.C. a los
63 años.
El padre de Aristóteles era médico, y detrás de él había una larga
tradición médica familiar. Es probable que el apasionado interés de
Aristóteles por la biología y el modo como hizo del ser viviente indivi-
dual, científicamente estudiado, el centro de su filosofía, sean el resul-
tado de la tradición médica que heredó. La biología constituyó para él la
ciencia clave de su filosofía, al igual que las matemáticas lo habían sido
para Platón.
La Ética de Aristóteles
3.1. De la felicidad
Aristóteles comienza la Ética a Nicómaco alegando que hay un solo
bien hacia el cual se dirigen todas nuestras acciones. Éste es la meta de
la ciencia política, dentro de la cual queda comprendida la investigación
representada por la ética. Casi todo el mundo está de acuerdo en identi-
ficar el bien con la felicidad (eudemonía), pero distintas personas nos
dan diferentes versiones de lo que es la felicidad.
Quizás nos formemos una idea más clara de lo que es la felicidad
si preguntamos cuál es la actividad característica del hombre (la frase
‘actividad característica’ es traducción del término griego ergon, que
significa literalmente ‘trabajo’, ‘lo que una persona (o cosa) hace’); se
trata entonces de indagar algo que hacen los hombres y ninguna otra
criatura hace. El simple estar vivo es algo que comparten con el hombre
inclusive las plantas; así también, una vida de percepción es algo que el
hombre tiene en común con los caballos, los bueyes y cualquier otro
animal.
Nos queda, entonces, una vida activa del elemento racional
que reside en el alma. Pero del alma, una parte es racional en
el sentido de que obedece a la razón, otra en el sentido de que
posee razón en sí misma, y lleva a cabo el pensamiento... Aho-
ra bien, si la actividad característica del hombre es la actividad
del alma de acuerdo con la razón, o no sin razón, y decimos
que la actividad característica de una cosa es lo mismo en es-
pecie que la de esa misma cosa en buen estado ... el bien hu-
mano resulta ser la actividad del alma de acuerdo con la vir-
tud; y si hay más de una virtud, de acuerdo con la mejor y
más perfecta. Y debemos añadir que en una vida completa.
Pues una golondrina no hace verano. (Ética a Nicómaco 1098a
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cos, pero ilustres; y es poco razonable suponer que unos y otros se han
equivocado del todo, ya que en algún punto o en la mayor parte de ellos
han acertado”. Es claro que Aristóteles no está proponiendo que las
cuestiones éticas se decidan por voto popular; sus conclusiones tienen
que contrastarse no con lo que todos y cada uno de los hombres pien-
san, sino con las opiniones que o bien poseen una respetable antigüe-
dad o bien las sostienen personas respetables.
La felicidad, el bien humano, ha sido definida como una clase de
actividad de acuerdo con la virtud; y los demás bienes o son buenos
porque son las condiciones previas necesarias de esta actividad (la sa-
lud), o son buenos porque aportan los instrumentos para la felicidad
(los amigos, la riqueza, el poder político). La felicidad es el ‘primer prin-
cipio y causa de todos los bienes’.
3.2. La virtud
Hemos visto que Aristóteles define la felicidad como “cierta activi-
dad del alma, dirigida por la virtud perfecta”. La felicidad no es un rega-
lo de los dioses, ni tampoco un producto del azar, sino que es preciso
conquistarla tras largo y costoso ejercicio, por la lucha y la práctica de
la virtud. Es preciso indagar en qué consiste la virtud, ya que es la con-
dición y el medio necesario para llegar a conseguir la felicidad.
Aristóteles considera al hombre como un compuesto sustancial,
integrado por dos principios distintos: cuerpo material y alma espiritual.
Este compuesto humano que es el hombre es sujeto de pasiones, de po-
tencias y de hábitos. Las pasiones son aquellos movimientos del apetito
sensitivo que llevan consigo placer o dolor. Son pasiones, por ejemplo,
la ira, el amor, el odio, los celos, la compasión, el temor. Las potencias
son aquellas que hacen al hombre capaz de experimentar las pasiones,
es decir, aquello por lo que somos capaces de airarnos, amar, odiar, ce-
lar, sentir compasión, temer, etc. Y los hábitos son cualidades adquiri-
das que hacen que el sujeto se comporte bien o mal respecto de las pa-
siones, por ejemplo, en cuanto a encolerizarnos, nos comportamos mal
si nuestra actitud es desmesurada o débil, y bien, si obramos modera-
damente.
Es evidente que la virtud no se clasifica ni entre las pasiones ni
entre las potencias: las pasiones son movimientos involuntarios; las po-
tencias son disposiciones naturales. Por lo tanto, ni las unas ni las
otras podrían merecernos elogio o censura. La virtud, a causa de la cual
se nos califica de buenos o malos, supone a la vez una disposición per-
manente (en contraposición a la pasión, que es un movimiento pasajero)
y una elección voluntaria (por lo cual se distingue de la disposición na-
tural); así pues, no puede ser más que un habitus, una manera de com-
portarse respecto de las afecciones, una actitud permanente de la vo-
luntad, una preferencia habitual o hábito preferencial.
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Entendimiento intuitivo
Virtudes
intelectuales
(Dianoéticas)
Arte
Virtudes complementarias
de la prudencia (Discre-
ción, perspicacia, buen
consejo)
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llamarse virtuoso al que obra bien sin dificultad, por el solo impulso de
su naturaleza. Sin lucha y sin esfuerzo no es posible lograr la firmeza
que caracteriza la posesión de la virtud.
iii) Las virtudes morales consisten en el justo medio entre dos ex-
tremos viciosos: Hay dos clases de término medio: - el término medio me-
dido en referencia a un objeto en sí mismo, y - el término medio “en re-
lación con nosotros”. La primera clase es simplemente la del punto me-
dio de cualquier cosa que estemos midiendo, y éste, añade Aristóteles,
es uno y el mismo para todos. La segunda clase corresponde a lo que
no es ni demasiado, ni demasiado poco, y esto no es una sola
cosa, ni la misma para todos. Por ejemplo, si diez es mucho y
dos es poco, seis es la media en función de la cosa que esté
siendo medida; pues excede y es excedida en una cantidad
igual; y esto es una media de acuerdo con la proporción arit-
mética. Pero la media en relación con nosotros no debe enten-
derse de esta manera; pues si diez libras de comida es dema-
siado para que una persona en particular se las coma, y dos
libras es demasiado poco, el entrenador no encargará necesa-
riamente seis libras; porque también esto puede ser demasiado
para el hombre que habrá de ingerirlo, o demasiado poco; pues
será demasiado poco para Milón (un púgil griego famoso) y
demasiado para el hombre que acaba de comenzar su entre-
namiento. Y otro tanto puede decirse de la carrera y de la lu-
cha (es decir, la dieta adecuada al luchador no es buena para
el corredor). De esta manera, entonces, el experto en cualquier
campo evita el exceso y el defecto, busca la media y la escoge;
no la media del objeto, sino en relación con nosotros. Enton-
ces, si cualquier arte perfecciona su producto de esta manera
..., y si la virtud es más exacta y mejor que cualquier arte, co-
mo también lo es la naturaleza, tendrá que ser, entonces, algo
que apunte a la media. (Ét. Nic. 1106 a31 - b16)
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1. LA FILOSOFÍA HELENÍSTICA
‘Helenístico’ es un término que hace referencia a la civilización
griega, y más tarde, a la grecorromana, en el período que comienza con
la muerte de Alejandro Magno (323 a.C.) y finaliza, convencionalmente,
con la victoria de Augusto sobre Marco Antonio en la batalla de Accio el
año 31 a.C. Durante estos tres siglos no es el platonismo ni el aristote-
lismo los que ocupan el lugar central en la filosofía antigua, sino que
este lugar fue ocupado por el estoicismo, el escepticismo y el epicureís-
mo. Son éstos los movimientos intelectuales que definen las líneas
esenciales de la filosofía en el mundo helenístico.
La ascensión de los reyes de Macedonia al poder supremo de Gre-
cia y el gran impulso conquistador de Alejandro Magno hacia el Este,
acabó finalmente con la vida intensa, restringida y concentrada de las
ciudades griegas independientes, dotadas de todos los elementos nece-
sarios para bastarse a sí mismas. Hacia fines del siglo V a.C., y más
aún en los primeros tiempos del IV a.C., encontramos un creciente nú-
mero de individuos que se habían separado de la vida propia de las ciu-
dades-estado, intelectuales cosmopolitas o soldados aventureros para
quienes al menos los lazos que los unían a su ciudad natal eran muy
endebles. Posteriormente, con la conquista romana, las ciudades- esta-
dos se redujeron a la condición de simples municipios, dependientes de
hecho, si no por título y estado legal, del gobierno central de todo el
mundo mediterráneo con sede en Roma.
Intelectual y espiritualmente la época de Alejandro Magno señala
en Grecia un cambio decisivo, cambio que en especial modo afectó a las
minorías educadas. En el nuevo mundo de los grandes imperios, cuan-
do la civilización griega se había esparcido por todo el Cercano Oriente,
los horizontes del individuo griego se veían considerablemente ensan-
chados, mas al propio tiempo el ciudadano griego había perdido ese
sentimiento de seguridad que la vida de la ciudad antigua podía darle.
No era ya simplemente un miembro de una comunidad íntima y peque-
ña, en la que los pormenores de su vida, su código moral y sus prácti-
cas religiosas se hallaban determinados por la usanza, el medio am-
biente y el urgente apremio de la opinión pública, representada por un
cuerpo compacto de ciudadanos. Podemos decir que la ciudad seguía
estando allí, pero que sus muros estaban derruidos y que la seguridad y
la forma definida que, junto con ciertas limitaciones, esos mismos mu-
ros dieran a la vida ciudadana se habían desvanecido.
En consecuencia, numerosas eran las personas que se sentían
aisladas en el mundo como nunca hasta entonces se habían sentido,
que sabían que los antiguos fundamentos de la fe y la conducta habían
desaparecido y que nada tenían para reemplazarlos. La sensación de
aislamiento, desarraigo e inseguridad era lo bastante fuerte para deter-
minar a muchos a buscar una norma de vida que les proporcionara una
íntima sensación de seguridad y estabilidad. Esto fue lo que las nuevas
filosofías del período helenístico procedieron a suministrar. Esas filoso-
fías difieren en sus fórmulas, pero todas elllas pretenden ofrecer a sus
adeptos el mismo beneficio bajo diferentes nombres, es decir, una tran-
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EL HEDONISMO
2. Epicuro y el Epicureísmo
Epicuro nació en la isla de Samos en 341 a.C.. Inicia su actividad
como maestro en Metilene (Lesbos) y luego en Lámpsaco, para instalar-
se definitivamente en Atenas el 307 a.C. a la edad de 34 años. Epicuro
compró una casa entre Atenas y el Pireo, cuyo jardín vino a dar el nom-
bre a la escuela epicúrea, conocida como ‘El Jardín’.
La comunidad que Epicuro fundara difería en puntos importantes
de la Academia y el Liceo. Su análogo moderno es, no un colegio o insti-
tuto de investigación, sino una compañía de amigos que viven conforme
a principios comunes, retirados de la vida civil. La amistad posee parti-
cular importancia ética en el epicureísmo, y el Jardín facilitó un marco
para su realización. Eran admitidos mujeres y esclavos, y se conservan
fragmentos de varias cartas privadas en que Epicuro expresa hondo
afecto hacia sus amigos y seguidores. Los discípulos de Epicuro no eran
tanto estudiantes que ‘estudian una materia’ cuanto hombres y mujeres
dedicados a un cierto estilo de vida. Mas si el Jardín carecía del curri-
culum formal de la Academia, podemos sin riesgo presumir que sus
miembros consagraban mucho tiempo a la lectura y explicación de los
libros de Epicuro.
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más atroces o las torturas: «El sabio será feliz, incluso entre los tormen-
tos.» Séneca escribe: «Epicuro dice también que el sabio, aunque sea
abrasado dentro del toro de Fálaris, gritará: esto es suave y no me toca
para nada»; «asimismo, Epicuro dice que es dulce arder entre las lla-
mas».
Evidentemente, afirmar que el sabio puede ser feliz incluso en las
torturas más atroces —de las cuales el toro de Fálaris es un ejemplo
extremo— constituye un modo paradójico de sostener que el sabio es
absolutamente imperturbable. Epicuro mismo lo demostró cabalmente,
cuando entre los espasmos del mal que lo llevaba a la muerte escribió a
un amigo el último adiós, proclamando que su vida era dulce y feliz. Así
Epicuro, gracias a su ataraxia está en condiciones de defender que el
sabio puede rivalizar en felicidad hasta con los dioses: si se deja de lado
la eternidad, Zeus no posee más que un sabio. A los hombres de su
tiempo, que carecían ya de todo aquello que había otorgado una vida
segura a los antiguos griegos y que estaban atormentados por el temor
y por la angustia de vivir, Epicuro les señala una nueva senda para re-
encontrar la felicidad. Les ofrece una doctrina que representa un desa-
fío a la suerte y a la fatalidad, porque mostraba que la felicidad puede
provenir de nuestro interior, sean como fueren las cosas externas a no-
sotros.
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EL ESTOICISMO
1. El estoicismo
Hacia el 301-300 a.de C., Zenón de Citio comenzó a deambular
por el Pórtico Pintado (Estoa) de Atenas y a entablar allí discursos filo-
sóficos. La Estoa orillaba un costado de la gran plaza de la antigua Ate-
nas, y desde ella, se veían los principales edificios públicos, con la
Acrópolis y sus templos alzándose en el fondo. A diferencia de Epicuro,
Zenón comenzó su enseñanza en Atenas en un céntrico lugar público, el
que vino a prevalecer como nombre de sus seguidores y de su sistema
filosófico.
Zenón había nacido en Citio, en la isla de Chipre, en el 333 a. de
C., y muere en el 262 a. de C. Fue influido por el cinismo, corriente ini-
ciada por Diógenes. La influencia de los cínicos en los estoicos quedará
reflejada en el énfasis puesto por la Estoa en: la indiferencia hacia las
cosas exteriores, en la racionalidad como sola fuente de la felicidad hu-
mana, en el cosmopolitismo moral, en la convicción de que la razón es
una capacidad humana innata que trasciende las fronteras culturales y
geográficas, en la vida sencilla con una disciplina física y mental. A la
muerte de Zenón le continúan dos importantes exponentes del estoi-
cismo, Cleantes y Crisipo. Desde la segunda mitad del siglo II a. de C.
en adelante, el estoicismo quedó bien asentado en Roma. A partir de allí
tenemos conocimiento del estoicismo a través de la obra de Cicerón, y
luego por los escritos de Séneca, Epicteto (un esclavo) y Marco Aurelio
(un emperador).
El estoicismo fue el movimiento más importante e influyente en la
filosofía helenística. Durante más de cuatro siglos mereció la adhesión
de un amplio número de hombres cultivados en el mundo grecorro-
mano, y su impacto no quedó confinado a la antigüedad clásica. Mu-
chos de los padres de la Iglesia fueron profundamente influidos por el
estoicismo, y desde el Renacimiento hasta los tiempos modernos, el
efecto de la enseñanza moral estoica en la cultura occidental ha sido
muy amplio. Algunas doctrinas estoicas han reaparecido a veces en la
obra de grandes filósofos, Spinoza y Kant, por ejemplo, han sido deudo-
res de los estoicos. Mas la influencia del estoicismo no ha quedado limi-
tada a los filósofos profesionales, Cicerón, Séneca y Marco Aurelio (au-
tores estoicos) ayudaron con sus escritos a propagar los principios bá-
sicos del estoicismo entre los clérigos, estudiosos y políticos posteriores
a ellos.
Los estoicos se preciaban de la coherencia de su sistema filosófi-
co. Estaban convencidos de que el universo puede ser reducido a una
explicación racional, y de que el mismo es una estructura racionalmen-
te organizada. Aquella facultad que habilita al hombre para pensar,
proyectar y hablar -que los estoicos llamaban logos- está literal y ple-
namente incorporada en el universo. El ser humano individual, en la
esencia de su naturaleza, comparte una propiedad que pertenece a la
Naturaleza en el sentido cósmico. Y porque la Naturaleza cósmica abra-
za todo lo existente, el hombre individual es una parte del mundo, en
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2. La ética estoica
En una de las analogías que utilizaban los estoicos para ilustrar
la relación entre las subdivisiones de su filosofía, la ética es comparada
al “fruto de una huerta”. Es una imagen adecuada. La lógica y la filoso-
fía natural preparan el terreno para la ética. La Naturaleza, que el ‘físi-
co’ investiga desde su punto de vista específico, es también, en el estoi-
co, la última fuente de cuanto posee valor. Así Crisipo escribía: “No hay
vía posible o más acomodada para abordar el tema de los bienes y los
males, las virtudes y la felicidad, que partiendo de la naturaleza univer-
sal y el gobierno del universo”.
La Naturaleza (Dios, causa, logos, destino) es un ser perfecto, y el
valor de todo lo demás en el mundo se asienta sobre su relación con la
Naturaleza. La conformidad con la Naturaleza denota valor positivo y la
contradicción con la Naturaleza lo opuesto.
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que vale para algo ser bueno en su clase, y cabe clasificar las cosas co-
mo apropiadas o inapropiadas para plantas, animales y hombres por
referencia a esta norma natural. En este método de análisis la confor-
midad con la Naturaleza universal es referida a la naturaleza apropiada
al tipo de cosa en cuestión. El concepto de Naturaleza universal es ne-
cesariamente complejo. El comer heno es natural para los caballos, mas
no para el hombre. Concuerda con la Naturaleza universal el que los
caballos hayan de comer heno, y que los hombres hablen un lenguaje.
Mas lo primero es inapropiado para los hombres y lo último para los
caballos. La Naturaleza universal sanciona una norma para cosas parti-
culares -la naturaleza de las plantas, animales y hombres-, por referen-
cia a la que cabe decir que alcanzan o no alcanzan sus fines individua-
les.
Podemos llamar a este método, el análisis según la perspectiva de
la parte. Mas la Naturaleza universal ubica todas las naturalezas parti-
culares, y a éstas sólo cabe describirlas y evaluarlas desde la perspecti-
va del todo. Es un hecho obvio que muchas criaturas no experimentan
cosas que son apropiadas a su naturaleza particular. La enfermedad, el
hambre, crean condiciones que hacen imposible a muchos vivientes
funcionar adecuadamente. ¿Son tales hechos contrarios a la Naturale-
za?. Desde el punto de vista del largo plazo, nada es independiente del
ordenamiento de la Naturaleza. Si un suceso es considerado aparte de
su relación con el cosmos como un todo, podrá ser valorado como natu-
ral o antinatural para la criatura afectada por él. Desde la perspectiva
de la parte, la pobreza y la enfermedad son antinaturales para la hu-
manidad. Mas tal análisis sólo se hace abstrayendo la naturaleza hu-
mana de la Naturaleza universal. Desde la perspectiva del todo, seme-
jantes condiciones no resultan no naturales, porque todos los sucesos
contribuyen al bienestar universal.
Estas dos perspectivas van juntas en muchos textos estoicos. Se-
ñala así Cicerón:
Muchas cosas exteriores pueden estorbar el que las naturale-
zas individuales alcancen su propia perfección, mas nada cabe
que cierre el paso a la Naturaleza universal, porque sostiene y
mantiene unidas todas las naturalezas.
El universo como un todo es perfecto, y su perfección es compati-
ble con, y aún la requiere, una cierta cantidad de cosas que son no na-
turales, si sólo se considera la perspectiva de la parte. Marco Aurelio
escribe: “Bienvenido sea cuanto acontece, aun si parece duro, porque
contribuye a la salud del universo y al bienestar de Zeus. Porque Él no
habría acarreado esto a un hombre si no fuera de provecho para el to-
do”. Desde la perspectiva del todo, nada de lo que acontece a un hom-
bre es perjudicial, ni para él ni para el todo. Ciertas cosas pueden ser
llamadas perjudiciales si son contrarias a la Naturaleza desde la pers-
pectiva de la parte. Si la Naturaleza hubiera podido armar un mundo
perfecto sin tales cosas, así lo habría hecho. La Naturaleza no ordena el
sufrimiento por sí mismo, sino porque resulta necesario para la econo-
mía del todo.
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se halla unido a sus colegas por lazos de amistad, pues todos los sabios
son amigos unos de otros, y sólo entre ellos puede existir la amistad, en
un verdadero sentido. Un modo de vida comunitario que suprima toda
distinción basada en el sexo, nacimiento, nacionalidad y riquezas, tal es
el modelo de comportamiento social. La teoría es utópica, y es un para-
digma de cómo podría ser el mundo si los hombres estuvieran unidos,
no por lazos artificiales, sino por reconocer cada uno en el otro valores y
propósitos comunes.
El sabio es definido por su pericia moral. El sabio conoce infali-
blemente lo que ha de hacerse en cada situación de la vida, y da todos
los pasos para hacerlo en el tiempo y el modo justos.
El sabio estoico está libre de toda pasión. La ira, la ansiedad, la
codicia, el miedo, la exaltación, están ausentes de la disposición del sa-
bio. No considera el placer como algo bueno, ni el dolor como algo malo.
Muchos de los placeres o dolores de una persona son cosas que ésta
puede guardar para sí, mas es difícil concebir que alguien sujeto a ira,
miedo o júbilo, nunca revele su estado mental a un observador externo.
El sabio estoico no es insensible a las sensaciones dolorosas o placente-
ras, mas éstas ‘no conmueven su alma con exceso’. Queda impasible
ante ellas, y esto le otorga al sabio estoico una indiferencia a toda emo-
ción, esto es, la apatía.
Sabio es quien vive de acuerdo con la naturaleza, o sea de acuer-
do con la razón. Por lo tanto, está exento de pasión y de orgullo y es
sincero y piadoso. Los estoicos no mezquinaban adjetivos para describir
al sabio y atribuirle las cualidades en modo superlativo.
El sabio no se apasiona porque juzga sanamente. La pasión apa-
rece como una especie de enfermedad intelectual. La apatía es un esta-
do de serenidad intelectual:
Recuerda -dice Epicteto- que ni quien te injuria ni quien te
golpea es el que te ultraja; sino que es la opinión que tienes de
ellos y que hace que los consideres como personas que te han
ultrajado. Cuando alguien te entristece o te irrita, sabe que no
es él quien lo hace, sino tu opinión. En consecuencia, esfuérza-
te ante todo por no dejarte dominar por la imaginación; pues si
una vez ganas tiempo y te das plazo, serás más fácilmente el
amo de ti mismo.
Un ser apasionado es pues como un niño de juicio todavía inma-
duro. En la concepción estoica el niño es lo que el hombre debe superar
para obrar bien.
El sabio limita sus deseos a lo que de él depende. Sabe que
de todas las cosas del mundo, unas dependen de nosotros y
otras no. Las primeras son nuestras opiniones, movimientos,
deseos, inclinaciones, aversiones: en una palabras, todos
nuestros actos. (Epicteto)
Por eso el sabio nunca es sorprendido por lo que ocurre, ni siquie-
ra por la muerte:
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Lo que turba a los hombres no son las cosas, sino sus opinio-
nes sobre ellas. La muerte, por ejemplo, no es en absoluto un
mal... El mal está en la opinión que se tiene de la muerte, he
ahí el mal. Por lo tanto cuando estemos contrariados, inquie-
tos o tristes, no acusemos a nadie más que a nosotros mis-
mos, o sea a nuestras opiniones. (Epicteto)
El sabio es, por lo tanto, como un promontorio que permanece
inmóvil, a pesar del furor de las olas que se estrellan contra él. Experi-
menta una verdadera felicidad en soportar todo con coraje. Quien no
acepta lo que ocurre, quien se separa del gran todo, es como una cabe-
za o una mano cortada, que yace aparte del cuerpo.
Según el estoicismo debemos aguardar la muerte con ánimo apa-
cible; en este fin fatal todos los hombres son reducidos al mismo estado.
La espera de la muerte nos hace medir mejor la vanidad de la gloria:
En un instante no serás más que ceniza, un esqueleto, un
nombre, o ni siquiera un nombre. Y el nombre es sólo un rui-
do, un eco. Lo que tanto estimamos en la vida sólo es podre-
dumbre, pequeñez y vacío: perros que muerden, niños que pe-
lean, que ríen, que en seguida lloran ... ¿Qué es lo que te re-
tiene en el mundo?. Las cosas sensibles están sujetas a mil
cambios y no son nada sólidas; los sentidos sólo tienen per-
cepciones oscuras, llenas de falsas imágenes; la fuerza vital
misma es un vapor de la sangre; y si piensas qué son los hom-
bres, nada es la gloria. ¿Qué esperas, pues?. Esperas con cal-
ma el instante en que vas a desaparecer, quizá a cambiar de
sitio. ¿Qué necesitas mientras tanto?. ¿Te hace falta otra cosa
que honrar y alabar a los dioses, hacer bien a los hombres,
saber soportar y abstenerte?. Recuerda que todo lo que se ha-
lla más allá de los límites de tu cuerpo y de tu espíritu no es
tuyo ni está bajo tu poder. (Marco Aurelio)
La voluptuosidad y la gloria son cosas frívolas y dignas de despre-
cio. La muerte es una operación de la naturaleza y, por lo tanto, no de-
bemos temerla. Es útil a la naturaleza porque es una disolución a partir
de la cual nacerán otras cosas.
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ÉTICA JUDEO-CRISTIANA
1. La Ética de la salvación colectiva
Las grandes escuelas de moral que aparecieron en Grecia a finales
del siglo IV a. de C. proponían una moral de la salvación. El intelectual
formado en esos centros piensa hacerse inmune a la locura e irraciona-
lidad que atraviesa el mundo en que vive; pero no pretende corregir di-
cho entorno ni siquiera a su prójimo. La técnica de la salvación que se
propondrá radicaba en la rectitud del juicio o valoración. En este senti-
do, se trata de una ética filosófica; esa tradición conserva, por consi-
guiente, la tesis platónica y aristotélica según la cual la ética es una
ciencia, es decir, una disciplina de la valoración y de la conducta según
la razón. La rectitud del juicio es un elemento fundamental de la ética
filosófica griega, y la ética constituía una técnica para evitar errores de
comportamiento. Si el error de comportamiento es una culpa, la ética
clásica desde Platón hasta Séneca se configurará como aquella forma de
saber cuya finalidad estriba en evitar la culpa.
El terreno de la salvación y la culpa representaba una zona de en-
cuentro y distinción entre la ética filosófica y la religión. La religión an-
tigua era, por un lado, una religión política, estrechamente ligada a la
vida comunitaria e institucional de las ciudades antiguas, sin un sacer-
docio entendido como casta cerrada y un riguroso cuerpo dogmático de
creencias. El mundo clásico conoció además, paralelamente, una reli-
gión de la salvación (el judaísmo y el cristianismo). En este caso las
creencias y los ritos religiosos debían garantizar no tanto la licitud de
los actos y su conformidad con la tradición social, cuanto la liberación
de la culpa. La salvación religiosa, a diferencia de la salvación éticofilo-
sófica, era colectiva. El cristianismo fue la religión de la salvación que
mayor importancia adquirió desde el punto de vista de las doctrinas éti-
cas. Aceptó elementos de la tradición filosófica clásica y la ética por ella
elaborada.
Esto no fue arbitrario ni casual. El cristianismo procedía de la re-
ligión hebrea, que se fundamentaba en el respeto a la ley recibida direc-
tamente de Dios y a la fidelidad a la alianza sellada con Dios. Los pen-
sadores judíos de la época helenística acusan la influencia de la filosofía
griega en su exposición de la Torah (Ley). Pero los conceptos proceden-
tes de la cultura helenística se empleaban con fines religiosos, y en el
contexto de la religión del pueblo hebreo.
En este contexto se inserta el cristianismo. Éste se convierte en
una religión de la salvación, salvación que se funda en la fe en el adve-
nimiento próximo del Reino de los cielos. En espera de tal venida los
cristianos debían vivir de esa fe y en el respeto a las prácticas prescritas
por la ley. Ley que se contemplaba a través del prisma de los esquemas
helenísticos de la cultura grecojudaica. Por obra de San Pablo, sobre
todo, los aspectos netamente hebreos de la ley pasaron a segundo
plano, en tanto que se destacaron los elementos helenizantes, lo cual
permitiría al cristianismo abrirse al mundo gentil o pagano. Y había un
matiz específico del cristianismo: por la fe, los cristianos esperaban la
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2. Religión y moral
En las relaciones que pueden establecerse entre el cristianismo y
la moral se ha de tener en claro lo siguiente:
1) el cristianismo no es primariamente un sistema moral, sino una
religión, caracterizada por una determinada concepción de Dios y de su
oferta de salvación a través de la persona y el mensaje de Jesús de Na-
zaret;
2) pero incluye -como parte esencial de ese mensaje y como parte
y supuesto de la salvación ofrecida- la llamada a determinadas actitu-
des y conductas inequívocamente morales en la sociedad humana.
Lo moral es, pues, una dimensión en la religiosidad cristiana. El
cristianismo privilegia la dimensión moral sobre otras dimensiones,
porque privilegia la praxis interhumana al privilegiar el amor en su
misma noción de Dios. Al Dios del que puede decirse: “Dios es amor” (1
Jn., 4, 8 y 16), se acerca el creyente amando; y amando precisamente al
prójimo, ya que “quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede
amar a Dios, a quien no ve” (ibid., 21). Pues, el amor es la clave de la
dimensión moral del cristianismo.
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3. Lo ‘moral’
Antes de determinar en qué condiciones puede darse una deter-
minación a priori de la voluntad (esto es: una Razón pura práctica), va-
mos a tratar de delimitar qué es lo que entendemos bajo eso que lla-
mamos ‘moral’.
De aquel que no mata a otro porque no le es posible (o al menos
no le es fácil) hacerlo, o porque de ello se seguiría una pena civil, o por-
que sería socialmente calificado de ‘asesino’ y ello (además de tener sus
inconvenientes sociales) le desagrada en sí mismo, o incluso porque,
por su educación refinada, le molesta la sangre o algo así, no decimos
que no ha matado por motivos estrictamente morales. De aquel que
acostumbra a decir siempre la verdad (o, a lo sumo, callarse) porque de
otro modo se embrollaría en sus propias mentiras, se contradiría y aca-
baría quedando como un mentiroso, no decimos que dice la verdad por
una razón moral. Generalizando: es “moral” aquello que no se justifica
por la consecución de ninguna ventaja, aquello que no se justifica como
medio para un fin que nos interesa. En suma: la determinación moral
de la voluntad es aquella determinación que no depende de ningún fin,
esto es: de ningún objeto de nuestra facultad de apetecer.
El común de los hombres suele difuminar los contornos y limar
las aristas. Pero Kant en cuanto filósofo se propone ser consecuente con
los conceptos que, por otra parte, él no ha inventado. Habrá de verse en
qué puede consistir una norma estrictamente moral (y no técnica para
la consecución de ciertos fines), pero, consista en lo que consista, habrá
de valer independientemente de todo fin y, por lo tanto, independiente-
mente de que contradiga o no fines muy ‘importantes’. Quizá una moral
así no resulte ‘razonable’; pero no se trata de que sea ‘razonable’, sino
de que sea racional.
El nombre de ‘norma moral’ sólo lo merecerá una norma a la cual
se reconozca una validez absoluta, por lo tanto sin excepciones y con
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4. El deber
El concepto de ‘deber’ es fundamental en la ética kantiana. Si no
se comprende su importancia y sentido no se logrará entender el signi-
ficado de toda su ética. El deber y la ley moral tienen valor en sí mis-
mos; cualquier intento de convertirlos en un instrumento o medio para
alcanzar otra cosa -por más honorable que sea- desvirtúa su naturaleza
y la corrompe de tal modo que dejan de ser lo que son. De ahí que Kant,
al analizar el concepto del deber, lo aparte de toda consideración que
pueda referirse a los propósitos, incentivos, fines y efectos que produz-
can su cumplimiento. Escribe:
Una acción hecha por deber tiene su valor moral no en el pro-
pósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la má-
xima por la cual ha sido resuelta. (F.M.C.)
Para que una acción tenga valor moral es menester que se haga
por deber; cualquier otra razón se lo quita. La mera conformidad con lo
que debe realizarse no es suficiente para que sea moral. Por ejemplo,
dice Kant, es conforme al deber que un comerciante no cobre más caro
a un comprador inexperto. Donde existe gran competencia comercial, el
comerciante prudente mantiene un precio fijo, de modo que la persona
inexperta pueda comprar sin temor al engaño, y con la seguridad de
que será atendida “honradamente”. La mera conformidad de la conduc-
ta con lo que corresponde, no asegura, sin embargo, que el comerciante
haya obrado así por deber; puede haberlo hecho por frío cálculo de con-
veniencia, pues la honradez en el trato le asegura buena clientela. Ade-
más de no estar inspirada en el deber, la conducta del comerciante no
responde tampoco a una inclinación o sentimiento afectivo hacia los
clientes.
En el ejemplo que pone Kant sobre la conservación de la propia
vida, se advierte mejor la diferencia entre una acción por deber y otra
conforme al deber. Si se conserva la vida por inclinación, nuestra con-
ducta será conforme al deber, pero no por deber. En cambio, cuando el
hombre pierde por alguna circunstancia el apego o el gusto a la vida y
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5. La buena voluntad
Junto al deber hay otro concepto fundamental en la ética kantia-
na que se debe aclarar: la buena voluntad.
El deber es la necesidad de actuar por respeto a la ley moral. La
presencia de la ley, a su vez, no asegura la moralidad. Como se trata de
una acción, tiene que intervenir la voluntad. Una voluntad no es buena
por lo que realiza -esto es, por su capacidad para alcanzar el fin pro-
puesto-, sino que es buena en sí misma, es buena por su querer. El va-
lor moral de una acción no reside en el efecto o consecuencia que tenga;
podemos fracasar por completo en nuestros esfuerzos y, sin embargo,
haber obrado moralmente. Debemos, desde luego, agotar todos los re-
cursos a nuestro alcance para lograr el fin; de lo contrario no se trata
de buena voluntad, sino de mero deseo.
La Fundamentación de la metafísica de las costumbres se inicia
con la caracterización de la buena voluntad. Por ser un pasaje clásico
cabe reproducirlo íntegramente.
Ni en el mundo ni, en general, tampoco fuera del mundo, es
posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin
restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. El entendi-
miento, el gracejo, el juicio, o como quieran llamarse los talen-
tos del espíritu, el valor, la decisión, la perseverancia en los
propósitos, como cualidades del temperamento, son, sin duda,
en muchos respectos, buenos y deseables; pero también pue-
den llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos, si la vo-
luntad que ha de hacer uso de estos dones de la naturaleza, y
cuya peculiar constitución se llama por eso carácter, no es
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CONSECUENCIALISMO ÉTICO
EL UTILITARISMO
1. Jeremy Bentham: los inicios del Utilitarismo
Jeremy Bentham (1748-1832) fue un filántropo y un político que
dedicó su actividad a proyectar y promover una reforma de la legisla-
ción inglesa, encaminada a mejorar las condiciones del pueblo. Dada su
longevidad, Bentham conoció grandes cambios históricos, desde las re-
voluciones norteamericana y francesa hasta las guerras napoleónicas y
los primeros impulsos de la industrialización en Europa. Su obra puede
dividirse en dos etapas. En la primera se mueve en el marco de la Ilus-
tración dieciochesca, e intenta colaborar con las monarquías europeas.
En la segunda etapa acentúa su dimensión crítica y milita abiertamente
a favor de la democracia representativa, relacionándose con el presiden-
te norteamericano Thomas Jefferson y los líderes de la emancipación
colonial de Hispanoamérica.
A pesar de esta división de la obra de Bentham en dos etapas, hay
que destacar que toda su trayectoria está movida por un sostenido im-
pulso reformador, centrado inicialmente en las leyes penales y el siste-
ma judicial, así como en la libertad de prensa y la cuestión de las colo-
nias, y desarrollando sucesivamente leyes electorales y sistemas de re-
presentación. Bentham creía que la condición humana inevitablemente
tiene que mejorar mediante la simple proliferación del conocimiento en
el sentido de información enciclopédica, aunada a principios abstractos
para clasificar la información y ponerla a funcionar reformando a la so-
ciedad. Bentham desconfiaba de la experiencia heredada y de los rasgos
del orden político defendidos apelando a la aceptación tradicional. Se-
gún él, depender de la práctica pasada era señal de ignorancia. La igno-
rancia para Bentham era un problema no una solución. El antídoto de
la ignorancia consistía en informarse bien.
Es posible estar bien informado, porque la base universal de la
acción humana puede discernirse en todo lo que hace y dice la gente.
Bentham deseó traducir la significación de las acciones en cálculos ex-
plícitos de los placeres y los dolores que acompañan esas acciones, para
aconsejar a la gente sobre lo adecuado de los medios que haya escogido
para ser feliz. Bentham excluyó el valuar las acciones con respecto a
alguna supuesta justicia o injusticia objetiva. No podemos juzgar las
acciones aparte de sus consecuencias.
Su rechazo a la tradición consuetudinaria queda ilustrada, ade-
más, en el hecho de que Bentham estudió derecho en Oxford, pero nun-
ca lo ejerció. Su conocimiento de la ley inglesa lo hizo despreciarla por
su imprecisión y ‘desorden’. La tradición jurídica inglesa era, en sí mis-
ma, un ‘misterio’ que no era fácil de explicar. El desapego de Bentham a
esa tradición reforzó su tendencia a una ciencia de la legislación. Se
convirtió en observador y teórico, tratando de reformar y desmitificar el
orden inglés tradicional.
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3- Utilitarismo y consecuencias
La corrección de la praxis, de acuerdo al utilitarismo, se mide por
sus resultados; la corrección es aquí función de las consecuencias. El
término ‘moral’ para el utilitarismo no está referido a la subjetividad de
las intenciones sino a las consecuencias de la acción.
La distinción entre consecuencias a corto plazo y a largo plazo es
tan importante y se aplica de manera tan amplia que podría hacerse de
ella el fundamento único de un sistema ético afirmando, sencillamente,
que la moral es, en esencia, no la subordinación del ‘individuo’ a la ‘so-
ciedad’, sino la subordinación de los objetivos inmediatos a los objetivos
a largo plazo. Bentham no tenía este concepto del ‘largo plazo’ (que ha
sido formulado de manera explícita principalmente por la ciencia eco-
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resulta imposible para cualquier hombre conocer cuáles serán todas las
consecuencias de un determinado acto si éste es considerado de mane-
ra aislada. Pero no es imposible que conozca las consecuencias proba-
bles de seguir una regla generalmente aceptada. En efecto, como resul-
tado de la totalidad de la experiencia humana, estas consecuencias
probables son conocidas. Son los resultados de la experiencia humana
anterior los que han conformado nuestras reglas morales tradicionales.
Cuando al individuo se le pide simplemente que siga una regla acepta-
da, el peso moral que se pone sobre sus espaldas no es imposible de
sobrellevar. Los remordimientos de conciencia que podría experimentar
si su acto no llegara a tener las consecuencias más beneficiosas, no se-
rían insoportables. Y es que, el hecho de que nuestros actos sean pre-
decibles por los demás y los de los demás por nosotros, con el resultado
de que todos estamos en mejores condiciones para cooperar recíproca-
mente ayudándonos a tratar de obtener nuestros propios fines, no es
una de las menores ventajas del hecho de actuar según las reglas mora-
les comúnmente aceptadas.
Cuando juzgamos un acto según un simple utilitarismo del acto
procedemos como si nos preguntáramos: ¿Cuál sería la consecuencia de
este acto si se lo pudiera considerar aislado, como un acto de-esta-sola-
vez, sin consecuencias como precedente o como ejemplo para los de-
más?. Pero esto significa que estamos deliberadamente dejando de tener
en cuenta aquello que puede constituir sus más importantes conse-
cuencias.
Insistamos algo más en esta distinción. Los utilitaristas del acto
sostienen que, en general o por lo menos allí donde esto resulte practi-
cable, hemos de indicar lo que es bueno u obligatorio con referencia di-
recta al principio de utilidad o, en otras palabras, tratando de ver cuál
de los actos posibles para nosotros producirá en el universo el mayor
excedente de bien sobre el mal. Hemos de preguntar: “¿Qué efecto pro-
ducirá el que nosotros hagamos esto en esta situación sobre el exceden-
te general de bien respecto del mal?”, y no: “¿Qué efecto producirá sobre
el excedente general de bien sobre el mal el que todo el mundo haga esta
clase de cosa en esta clase de situaciones?.” Las generalizaciones tales
como “Decir la verdad es probablemente favorable siempre al mayor
bien general” o “Decir la verdad es generalmente favorable al mayor bien
general”, pueden ser útiles en cuanto guías basadas en la experiencia
pasada; pero la cuestión capital consiste siempre en si decir la verdad
es o no favorable al mayor bien en este caso particular. Nunca puede
ser bueno obrar conforme a la norma de decir la verdad si tenemos
buenas razones independientes para creer que sería favorable al mayor
bien general posible no decir la verdad en un caso determinado, del
mismo modo que no puede ser justo afirmar que todos los cuervos son
negros en presencia de uno que no lo sea.
El Utilitarismo de la norma pone el acento en el carácter central de
las normas en materia de moralidad e insiste en que hemos de decidir
generalmente, si no siempre, lo que debamos hacer en situaciones par-
ticulares refiriéndonos a una norma como la de decir la verdad, y no
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Antropología y ética
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riencia pasada, sino que insistiría en que calculemos cada vez de nuevo
los efectos de todas las acciones posibles sobre el bienestar general, pa-
rece suficiente replicar que esto es sencillamente impracticable y que
necesitamos disponer de normas de alguna clase.
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