Está en la página 1de 3

El Teatro Salvaje, de J.

Ricci

El Teatro Salvaje, de Jorge Ricci


Edición realizada en ocasión del 2º Encuentro Regional de Teatro del NOA, Jujuy 2009.

EPILOGO TARDIO
"El teatro salvaje" es un breve ensayo sobre el hecho de hacer teatro en provincia que
surgió de la experiencia acumulada en mis primeros quince años como teatrista y que
sirvió de plataforma teórica para perfeccionar mi grupo de trabajo (Equipo Llanura.
Santa Fe. Argentina) y para encauzar a mi incipiente dramaturgia en una poética "donde
todas las palabras mirasen para un mismo lado", como decía Borges.
El teatro de provincia, por esos primeros días de la década del ochenta, padecía (a mi
entender) de una exacerbada imitación con respecto a lo que acontecía en el rico (o por
lo menos numeroso) teatro de Buenos Aires. Hoy, a más de 25 años de aquellas
reflexiones, la realidad del teatro provinciano parece o pretende ser distinta. Hay, hoy,
una reciente escritura propia que explota en todas partes; aunque no estoy tan seguro de
que posea una poética realmente propia. Por esa razón, aún huelo el peligro inevitable
de la repetición y, más de una vez, de la mera copia.
La copia no es igual a la influencia. La influencia es algo sutil, por momentos
enriquecedora y, la más de las veces, inevitable; mientras que la copia es grave,
paralizante y evitable. Sin embargo, "el mal" no es meramente provinciano ni
meramente argentino, es, parecer, bastante universal. Brooks, en sus escritos de "El
espacio vacío", distingue sabiamente entre la originalidad con debilidades (citando a
una puesta juvenil y provinciana de Bernard Shaw que en nada se parecía a las puestas
hechas en Londres) y la repetición copia intrascendente.
Esta explosión escritural en todas partes y en todos los equipos de trabajo, ha arrasado
con aquellos mojones emblemáticos de los primeros independientes y con los clásicos
de nuestros géneros nacionales más ciertos o los han utilizado para desfigurarlos hasta
el capricho. Sin embargo (siempre hay un "sin embargo"), en estos 25 años de "tropelías
escénicas", nos hemos encontrado con relecturas y reescrituras inteligentes que nos
ponen a lo mejor del teatro del mundo en el umbral de nuestro lugar y de nuestro
tiempo.
De todos modos, tanto ayer como hoy, hubo dogmas; y los dogmas en el arte (pienso a
veces) son una droga peligrosa pero algo indispensable y, quizás, inevitable. Ayer el
respeto implacable al autor distante era un dogma; hoy, la preeminencia del director y
su equipo sobre el disparador literario es otro dogma. El viejo Stanislavsky hablaba del
“umbral del inconsciente" como punto perfecto para alcanzar la mejor actuación (el
delicado equilibrio entre lo emocional y lo racional: verse pero desconocerse.); ese
resbaladizo umbral (entre lo propio y lo ajeno) es lo que hay que alcanzar, tal vez, en
toda creación escénica.
Por eso, quizás, no nos queremos quedar ni con aquello ni con esto. Buscamos un punto
de inflexión que nos permita entrecruzar ciertas verdades de entonces con algunos de
los aciertos actuales. Y sabemos que de ese entrecruzamiento saldrá un fruto válido. Y
ese fruto (con los roles claramente definidos de los primeros independientes o los roles
inteligentemente trasgredidos de los últimos alternativos) siempre ha sido gestado por
sólidos equipos de trabajo. Porque tanto ayer como hoy el teatro de las individualidades
solo genera productos convencionales. Entonces, me atrevo a subrayar, que detrás de
cada estreno emblemático del teatro argentino de los últimos 50 años, hay un equipo
importante o, siquiera, momentáneamente cierto.
En los primeros años de la década del ochenta, cuando escribo aquellas reflexiones en
un hotelito de San Javier (en el profundo norte de la costa santafesina), lo hago aterrado
por la falta de originalidad y la falta de atrevimiento de ese teatro de provincia
totalmente obnubilado por la cartelera porteña. Hoy, muchos años después, el terror me
viene del otro costado, de esa "soltura" que tanto había deseado. Porque así como ayer
había padecido con las numerosas versiones timoratas que repetían con pobrísima
fidelidad lo hecho anteriormente en los grandes centros del espectáculo, ahora suelo
quedar estupefacto ante el arbitrario desparpajo con el que cuentan sus desvalidas
historias los hacedores actuales.
Lo cierto es que ni ayer ni hoy ha habido en mí la intención de sentar cátedra sobre qué
es lo correcto en teatro. Todo lo contrario. Lo que me gusta del teatro es hasta dónde
puede asombrarme. Gozo cuando me quedo boquiabierto, cuando descubro algo que
jamás había imaginado, cuando me cuentan de un modo tan atrapante que alcanzo a
transformarme en un espectador ingenuo que va siendo arrastrado hacia un punto
inesperado. Ver "La Zaranda" de Jerez de la Frontera o el Sportivo Bartís de Buenos
Aires, la coreógrafa de Galicia que tenía cáncer y para vencerlo hizo aquel espectáculo
que me llevó a ver el cielo de Puertollanos como si fuera el mejor cielo, acojonarme con
los cantores populares de aquella obra de "La Candelaria" donde el viejo García contaba
Colombia en un metafórico cruce de caminos, quedar atrapado en el método Carlitos
que Kartún viene esmerilando, conmoverme con los muchachos oscuros de Arístides y
de César, recordar cierto Cossa y cierta Gambaro, ver a un Monti firmado por Kogan,
leerlo a Cabrujas y sentir la antigua Caracas, presagiar los montajes de Stanislavsky y
de Grotowski y de Brooks al subrayar sus escritos teóricos, leerlo a Chejov o a Ibsen o a
Williams como si estuviera en la penumbra de los teatros de sus ciudades de entonces o
quedar demudado ante Shakespeare y ante los griegos, y correrme, como me he corrido
tantas veces, a otras ciudades de provincia para comprobar que no todo sucede en París
o en Buenos Aires y que aún guardo imágenes del petiso Campos, de la Cheté, de la
Chiqui, del Paco, de Tito y de Oscar con la Rosa... son las razones más intensas por las
que sigo perdiéndome en ese extraño recinto que llamamos teatro. Y lo hago con el
mismo fervor cuando me toca ser autor, director, actor o simple espectador.
Ahora ¿para qué este epílogo tardío? Yo diría que para hacer saber (si es que a alguien
le importa) que una calificación, algo temeraria, de "teatro salvaje" no significa mucho.
Significa tan sólo la búsqueda incierta de una suma de perlas dispersas. Esas perlas,
cada muerte de obispo, nos hacen sentir que, a través del teatro, podemos llegar a
emocionarnos como "ante una línea de Verlaine", volviendo a parafrasear a Borges.
De lo que sí estoy seguro es de que tanto ayer como hoy, no hablo para actores que
quieren hacer carrera de "actor", ni para directores que quieren hacer carrera de
"director” ni para autores que quieren hacer carrera de "autor"; hablo para gente de
teatro que e todos esos roles necesita desesperadamente contar lo que está contando
porque sino se muere asfixiada por los gajes del oficio. Ya que lo más patético en el
teatro (como en cualquier empresa colectiva) es ser náufrago y bracear en la oscuridad
sin ver la orilla. “Más triste que todo al fin", decía Baldomero Fernández Moreno, "la
galera de Chaplin abandonada en la nieve".
Es decir, no ha cambiado mi mirada teatral en estos años, sí ha cambiado mi forma, mi
contenido, mi poética. Soy el mismo (perfeccionado y arruinado) hacedor ingenuo que a
los 18 años, en su pueblo de llanura, comenzó con esto que no se acaba. Con esto que
pide siempre una buena historia (venga de donde venga: del autor solitario, de la
creación compartida, de la otra literatura o de la casualidad callejera.). O tan sólo una
imagen que se atreve a ser metáfora:
"Ungaretti
hombre de pena
te basta una ilusión
para darte coraje.

Un reflector
del otro lado
pone un mar
en la niebla."

Algo así me gustaría encontrar mañana al levantarme, una imagen muy fuerte, una
fuerte metáfora que me obligue a buscar denodadamente la nueva historia que nos toca
contar ahora. Después de este epílogo.
Lo bueno de tener que escribir un epílogo tardío es que ese acto nos hace saber que el
teatro, como todo hecho creador, es un cuerpo en perpetuo movimiento, un iceberg que
siempre nos oculta algo. Y ese algo es la permanente metamorfosis que debemos
develar sin olvidarnos de lo que ya hemos visto. Y allí comienza el trabajo de ese otro
teatro que llamamos salvaje:

1o Conformando un equipo donde todos sus integrantes compartan la poética por


hacer.
2o Construyendo en conjunto un lenguaje y una dramaturgia que les vaya perteneciendo
y que los vaya identificando.
3o Encontrando su público, su interlocutor, su antagonista obligado (esté donde
esté).
4o Haciendo de esa experiencia artística "una república de iguales".

Ha pasado más de un cuarto de siglo entre la primera escritura y esta última, de


"muchachos" hemos pasado a ser "señores", el oficio ha cambiado para bien en muchas
cosas y también se ha repetido para mal hasta el hartazgo, el mundo se ha globalizado y
la gente de este último tiempo está obligada a una convivencia cada vez más feroz, pero
tanto ayer como hoy, lo esencial está en el mismo lugar: en una buena partitura (de
palabras, de acotaciones, de imágenes y de silencios), en las nobles actuaciones y en una
poética final que, al cerrarse la historia, nos haya tocado de algún modo y en alguna
parte.
Después del epílogo, todo está por hacerse y ese todo es siempre un misterio que vamos
develando durante ese tiempo profundo de la prueba y el ensayo hasta que llegan los
otros (el público) y nos ayudan (sin notarlo) a redondear la trama.
La vida de uno, como bicho de teatro, es una suma de "pasajes de bravura" (ora
sabrosos, ora insulsos) como decían los viejos actores. Y esos pasajes de bravura son a
veces parte de un ensayo feliz y solitario donde "tocamos el umbral del inconsciente" o,
parte de una representación inesperada que sucede en un espacio pobre pero cargado de
magia para lo que estamos contando en ese momento irrepetible.
Ahora, después del epílogo, nos vamos a entregar a esa batalla incruenta que es nuestro
oficio. Y, en medio de ese peligro infinito, seremos el ciego que guía a los otros ciegos:
aprendiendo y enseñando lo que hay que aprender y lo que hay que enseñar; creando
hasta donde sea posible.

También podría gustarte