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El Bestiario

de Morgenstern
Portadores de muerte

Ricardo Segura
© El Bestiario de Morgenstern. Portadores de muerte
Primera edición, diciembre de 2023

D.R. © Ricardo González Segura

D.R. © Reverberante
Framboyán 46, col. Arboleda Chipitlán, Cuernavaca, Morelos
s.e.reverberante@gmail.com
5560039338
www.reverberante.com
Diseño de portada: Sura Sánchez
Ilustraciones interiores: Marisa Olvera "RacconMage"
Cuidado de la edición: Irma Herros y Alejandra Martínez
Coordinación editorial: José Luis Zapata

ISBN: 978-607-69545-0-8

No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación


a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier
medio electrónico, mecánico, por fotocopia, grabación u otros métodos, sin el
permiso previo y por escrito de los titulares.

Impreso en México
Acto 1

Orrgash kor
Capítulo 1

Un nuevo mundo

Atravesar el portal fue una experiencia inquietante, casi sobrenatural. Un es-


calofrío recorrió cada fibra de mi ser, junto con una inundación de terror puro
y adrenalina desatada. Fue una sensación similar a la de cruzar un espejo o
penetrar una pared de agua. En los momentos en que mi cuerpo estuvo en
contacto con el umbral, mi mente se convirtió en un caos de pensamientos ate-
rradores. Sonidos agudos y disonantes perforaron mis oídos; gritos inhumanos
tan numerosos y discordantes que se volvieron indistinguibles. Fue como si los
fantasmas de aquel primer portal abierto en Uxmal, que sólo había conocido
a través de la televisión, se hubieran infiltrado en mi cabeza, recordándome el
pavor que sentí entonces.
Con este acto le declarábamos la guerra a los monstruos. Ya no habría
modo de echarnos para atrás, la decisión estaba tomada y la suerte echada;
todo lo que viviéramos a partir de este instante lo afrontaríamos con la cara en
alto, incluso nuestra muerte.
Al poner un pie en esta tierra desconocida, mi vida tomó un giro drás-
tico. El aire no era tan pesado ni fétido como había imaginado. Mi mente se
percibía nublada, casi como si estuviera luchando para procesar todas las emo-
ciones y sensaciones que me inundaban de golpe. Aún estaba desconcertado
mientras trataba de asimilar mi entorno. Había árboles altos y esbeltos, con
troncos tan retorcidos que parecían serpientes de madera. Las hojas, en lugar
de coronarlos, estaban esparcidas por el suelo, como si los árboles estuvieran in-
vertidos. Parecían más arbustos cortos que árboles, y en lo alto, donde deberían
haber estado las hojas, se encontraban lo que supuse que eran sus raíces. Me
pregunté si estos árboles obtendrían su energía y nutrientes de alguna manera
diferente.
Mientras más de mis hermanos Cazadores atravesaban el portal, nos
reuníamos en un claro en medio del bosque. La tierra cobriza bajo mis pies
tenía una textura pastosa, húmeda, algo así como la arena de nuestro mundo.
El cielo, extrañamente familiar, cobijaba un sol que, aunque era más rojizo,
tenía un tamaño mayor al que estábamos acostumbrados.
A la distancia, una sombra alta de forma humanoide captó mi atención,
y mientras mis ojos se aclimataban al nuevo entorno, percibí más siluetas simi-
lares desplazándose lentamente. Nos rodeaban, pero mantenían una distancia
prudente…

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Entonces noté un movimiento entre las hojas de los árboles. De entre


ellas surgió un ser, con un arco primitivo en sus manos y apenas unos pocos
jirones de tela cubriendo su cuerpo. Instintivamente desenfundé y elevé mi
espada en señal de defensa. El resto del bosque se agitó de igual manera, re-
velando más de estas figuras desconocidas. Parecía que se habían ocultado
entre las hojas de esos árboles extraños, como si nos hubieran estado obser-
vando, en espera de nuestro arribo. Mi mente se convirtió en un torbellino
de pensamientos y estrategias; una tormenta tan intensa que desencadenó un
dolor de cabeza. ¿Cómo era posible que hubiera humanos en este mundo?
¿Eran realmente humanos?
—¡¿Quiénes son ustedes?! —grité firme.
Estos hombres y mujeres famélicos con rostros estupefactos levantaron
sus manos al aire en señal de que no tenían intenciones hostiles. De pronto,
uno de ellos, un hombre de larga barba de unos 60 años, apartó las hojas que
llegaban hasta sus rodillas y salió del espeso follaje para caminar hacia mí.
—¿Usted es Morgenstern? —me dijo con un acento raro, sin quitarme
de encima esos ojos vidriosos, cansados e irritados. Era como si intentara des-
cubrir por sí mismo quién era yo.
Al ver el estado físico tan deplorable del hombre, y de todos sus acom-
pañantes, pensé en bajar mi espada, pues no parecía representar ninguna ame-
naza, sin embargo, no lo hice, pues aún no estaba seguro si en verdad esta
criatura era un humano como yo.
—Sí, yo soy Morgenstern. ¿Qué buscan? ¿Quiénes son ustedes? —pre-
gunté con la esperanza de que dijeran la verdad.
—Por favor, les suplicamos que nos acompañen —imploró agachando
la cabeza ligeramente con las manos entrelazadas—. Hemos estado espe-
rando su llegada por mucho tiempo.
—¿Por qué no mejor nos explican que es todo esto? No pensamos mo-
vernos de este sitio hasta saber por qué están aquí. No puede ser normal que
unos humanos vaguen por estas tierras. Y les sugiero que sean honestos, mi
hermandad está muy impaciente por derramar sangre.
—¡Tiene razón, le suplico que me disculpe! Mi nombre es Rahim, soy
sólo un mensajero. Todas estas pobres personas que vienen conmigo son…
bueno, eran esclavos de los monstruos. Ahora somos lo que queda de una frágil
resistencia que intenta sobrevivir en estos parajes demoniacos. Nuestros líderes
son los hermanos Vega, que han sido guiados en todo momento por la Voz…
—¿La Voz? ¿Qué es eso? —interrumpí mientras bajaba la espada casi
inconscientemente. Había algo en este hombre que me transmitía paz. Quizá
fue su inequívoca postura de sumisión.
—No lo sé, señor, lamento no poder responder su pregunta, yo no
escucho a la Voz, de hecho, nadie más que los hermanos Vega lo hacen.
Es por orden de la Voz que ellos me han enviado para guiarlo y escoltarlo

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hasta nuestra fortaleza en Nark saa Shtun. Se nos ha dicho que usted sería
aquel que nos liberaría de este infierno. Por favor, venga con nosotros, tiene
que ayudarnos, por lo que más quiera. Cuando lleguemos a la fortaleza, los
hermanos le resolverán cualquier duda que tenga.
Mi hermano, Jurgen, acababa de entrar desde el portal en ese ins-
tante, se suponía que él sería el último en pasar. Lucía desorientado: efectos
secundarios de cruzar una puerta dimensional. Cuando creí que ya habían
entrado todos, vi que detrás de Jurgen cruzaba velozmente, casi tropezán-
dose, un chico delgado, moreno y con un cabello desordenado que le lle-
gaba un poco más arriba de la nuca. Entre las filas de los Cazadores se
encontraban muchos jóvenes huérfanos que intentaban recuperar sus vidas
con nosotros como su nueva familia. Eran entrenados por los maestros de la
orden en las artes de la guerra, pero otros no tan habilidosos con las armas
preferían seguir mis pasos. Para ellos, yo fundé una nueva rama en nuestra
organización: los Exploradores. Como su nombre lo indica, estas personas
irían por el mundo acompañando a los Cazadores en una larga misión para
registrar a toda criatura que se encontraran en su camino, fuera letal o no.
Ese chico de 16 años que vi cruzar el portal se llama Khaled. Fue enviado
a nuestro cuartel general en París hace ya bastantes meses, por uno de los
Eruditos de África cuyo nombre es Naim. Según lo que el niño me contó,
su maestro le enseñaba sobre los monstruos a partir de las experiencias de
las personas del mundo que se toparon con ellos. Resulta que los Eruditos
tienen a los «Buscadores de recuerdos»: personas entrenadas por Cazado-
res en el arte del Dokkur para introducirse en las mentes de los cadáveres
con ayuda de poderosos símbolos rúnicos, para así ver con sus propios ojos
lo que los muertos vivieron. Justo como lo hizo Elliot en la pirámide de
Guiza con el Demente. Viajan por el mundo buscando estos recuerdos para
transmitir a los Eruditos sus hallazgos y así engrosar los conocimientos de
estos brillantes hombres.
Cuando conocí a Khaled, lo recibí personalmente con los brazos abier-
tos en agradecimiento a la enorme ayuda que el Erudito Abdul me proporcio-
nó cuando me dirigía a la gran pirámide de Guiza. El chico era muy amable,
tímido y cariñoso, me atrevería a decir que incluso blando, demasiado como
para llegar a ser un Cazador o incluso un Explorador. No sabía qué hacer con
él. Traté de entrenarlo con la espada, pero no daba la talla. Su resistencia física
tampoco era sobresaliente. Lo único en lo que podía presumir un desempeño,
al menos promedio, era en el aprendizaje y el uso de los símbolos rúnicos.
Ordené que Khaled fuera enviado a Uxmal para continuar enseñán-
dole sobre los monstruos y practicar el uso del Dokkur, y porque me pidió mil
veces que lo llevara a conocer el portal, pero jamás le ordené que viniera al
mundo de los monstruos. Sé cómo es, y creía saber por qué entró sin permiso.
Más tarde hablaría con él.

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Cuando Jurgen se acercó para preguntar sobre la identidad de estas


personas, le transmití todo lo que había recogido con mis oídos. Él pare-
cía mantener una desconfianza hacia estos humanos; sin embargo, a cada
segundo que pasaba, mi confianza en ellos crecía una pizca más. No sabía
por qué, pero un impulso interno me incitaba a confiar en ellos, al menos
de momento.
—Bien, iremos con ustedes —afirmé, mientras la Devorasombras vol-
vía a su vaina—. Pero les advertimos que, si esto es algún tipo de engaño,
desearán no exisitir.
—¡Sí, mi señor! Les juramos que nuestras intenciones no son malas en
absoluto —declaró el pequeño hombre. Su acento era peculiar, incluso parecía
luchar con la pronunciación de algunas palabras.
Empacamos nuestras pertenencias y comenzamos a seguir a Rahim y
a su grupo. Durante nuestro viaje por el misterioso bosque, me topé de nuevo
con las altas sombras que había visto anteriormente. Eran siluetas oscuras que
se movían con un tambaleo constante, lentas y desinteresadas, sin más propósi-
to que avanzar a su propio y sosegado ritmo. Interrogué a Rahim, curioso por
saber qué eran esos seres y por qué no nos atacaban.
—La verdad es que no lo sabemos. Están aquí desde que llegamos a es-
tas tierras, y han vagado de un lado a otro, pero no tienen intenciones hostiles,
al menos no con los humanos…
—¿Qué quieres decir? —volteé a ver su rostro. Había captado toda mi
atención.
—Por alguna razón estas sombras sólo atacan a los monstruos. Es por
ello que no ha visto ninguno en las cercanías, señor. De donde vengo, algunos
los consideran nuestros ángeles guardianes.
Aunque mi vida como guerrero había comenzado, mi explorador in-
terno anhelaba alejarse de todos y comenzar a detallar cada migaja de infor-
mación que mis ojos registraran después de escuchar lo que Rahim me había
dicho. Supongo que mi curiosidad, que tantos problemas me ha causado a lo
largo de los años, es algo que no puedo sepultar.
Jurgen estaba preocupado. Lo conocía suficiente como para saber que
esa maña suya de morderse los labios mientras miraba al suelo, era señal de
que por su cabeza estaba pasando algo y no era bueno. Supongo que era nor-
mal; estar en este mundo no era fácil para ninguno.
Me quedé atrás para hablar con Khaled. El pobre trataba de escon-
derse entre los demás hermanos, pensaba que no lo vería. Ni siquiera me dio
tiempo de pronunciar una palabra cuando comenzó a hablar.
—¡Sé lo que me va a decir, maestro, pero no quiero regresar a la Tierra!
Sé que puedo con esto. Debo demostrarle que no soy alguien débil. ¡Y cuando
vuelva con mi maestro Naim, podré contarle todo lo que vi. Él será el Erudito
más sabio de todos!

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Esas palabras fueron el último clavo en el ataúd de mis sospechas. Kha-


led se había transformado en un chico cuya autoestima flaqueaba, golpeado
por la dura realidad de no ser suficientemente apto para convertirse en un
Cazador. Sin embargo, yo veía en él un potencial oculto: el simple hecho de
albergar un anhelo de superación personal, en mi experiencia, podía ser su-
ficiente para catapultar a alguien al éxito. No siempre el talento innato y la
suerte determinan el camino.
—No voy a regresarte a la Tierra, Khaled. Yo sé que estás impaciente
por demostrarle al mundo tus fortalezas, pero este no es el momento adecuado.
Esta misión es muy peligrosa, incluso para mí. No te voy a mentir, es muy pro-
bable que la mayoría estemos muertos para cuando destruyamos a los Amos.
Es más, ni siquiera sé si será posible. Debes quedarte detrás de nosotros en todo
momento y seguir registrando a los monstruos que aparezcan, ¿de acuerdo?
—le dije con mi mano en su hombro.
—Sí, maestro… —me respondió triste, con la mirada baja.
Mientras entrenaba al chico en la Tierra lo llevé a muchos lugares en los
que los monstruos abundaban. Siempre que Khaled veía a uno experimentaba
una fascinación extraña por él. Como si esas criaturas de pesadilla le causaran
un interés enorme pero poco sano. Hubo numerosas veces que intentó acer-
carse más de lo que debería a los monstruos y tuve que salir a defenderlo. Es
un niño muy indagador, y ya conoces el dicho de lo que le pasó al gato curioso.
Deberé tener un ojo pegado en él en todo momento.
Después de un largo rato caminando, poco antes de salir del bosque,
Rahim se detuvo en seco y señaló hacia adelante. A varios metros frente a
nosotros nos esperaban los monstruos. Parecía un pequeño grupo que tam-
bién aguardaba nuestra llegada, pero estos, en definitiva, no nos recibirían tan
cordiales como nuestros nuevos acompañantes. De inmediato logré identificar
que eran tres Nigromantes controlando, cada uno, los cadáveres de criaturas
diferentes que nunca había visto. No parecían tener nada especial, además de
grandes garras y cuernos.
Giré mi cabeza de un lado a otro para ver los rostros de mis camara-
das. No me había tomado el tiempo de pensar en ellos. Quienes no conoz-
can a los Cazadores, creerían que incluso nosotros estaríamos preocupados
por entrar al mundo de los monstruos, pero no era así. Ninguno estaba
sorprendido, ni asustado. En sus ojos sólo podía ver ira. Sus puños estaban
cerrados. Habían esperado este momento durante tanto tiempo. Estaban
deseosos por manchar sus espadas, dagas, flechas y hachas con sangre de
monstruo.
—Quédense detrás de nosotros —le dije a Rahim, apartándolo con
una mano.
Mis camaradas y yo salimos del bosque caminando con paso firme y
mirando a los ojos a nuestras presas. De la nada, nuestros oídos percibieron el

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aterrador silbido y la vibración que producen los Nigromantes para controlar


a sus cadáveres. Estábamos impacientes. Con furia tomé la espada en mi es-
palda y la dirigí hacia los monstruos. Después proferí un grito que me rasgó
la garganta, y mis pies se movieron para avanzar casi por su propia voluntad.
Al mismo tiempo, mis hermanos y hermanas se armaron y corrieron directo
hacia los enemigos. Todo transcurrió en cámara lenta. La tierra se levantaba
con cada paso que dábamos, mientras los extraños árboles oscilaban al impul-
so del fuerte viento. Mi corazón se aceleró de emoción. Las bestias imbuidas
con aquella sustancia azul de los Nigromantes, arremetieron también contra
nosotros. Sus ojos abandonaban una estela luminosa mientras avanzaban, y sus
hocicos repletos de dientes dejaban caer baba cada que sus pesados cuerpos
golpeaban el suelo.
Lo primero que mi espada cercenó fue la cabeza de un ser lanudo tan
grande como un oso. Una salpicadura del líquido azul dentro de él saltó a
mi rostro. Ahí mismo se retorció respondiendo al constante zumbido de los
Nigromantes. De inmediato me percaté que ese fue el primer monstruo que había
matado en este mundo. Ya no era un simple acto reflejo de supervivencia como
muchas veces antes en mis entrenamientos en la Tierra. Me sentí poderoso. Ya
no había miedo, sólo fuerza. Recordé las lecciones que tuve con mis maestros y
continué mis ataques tan certeros y fluidos como podía. Sí, era inexperto aún,
pero la adrenalina y la emoción de la batalla me movían. Los Cazadores hicie-
ron su parte y desmembraron a lo que fuera que se interpusiera entre ellos y los
Nigromantes. No duró mucho. Rápidamente acabamos con todos los cadáve-
res. Ahora sólo quedaban sus maestros. Me acerqué con espada en mano a esos
esqueletos que retrocedían. Cualquiera podría haber dicho que ellos estaban
asustados. Nunca imaginaron que unos simples humanos podrían derrotar a
tres de su especie. En pocos movimientos destrocé sus cuerpos hechos de hueso,
y sus zumbidos fueron acallándose con cada segundo que transcurrió.
Rahim y sus compañeros estaban estupefactos. Se acercaron cuidado-
samente a la escena, contemplando con la boca abierta la masacre. Veían de-
tenidamente a los monstruos cortados en pedazos. En su mirada podía percibir
que nunca habían visto que un humano pudiera hacer eso.
—Es… increíble —dijo para sí mismo—. En verdad él es quien ha sido
enviado para liberarnos.
—Rahim, ¿por qué hay monstruos aquí? ¿No habías mencionado que
no se acercaban a esta zona? —pregunté, sacándolo de su estupor.
—El bosque es el límite, señor. Desde aquí hasta la fortaleza nos estarán
esperando muchas sorpresas. Será un largo camino. Le sugiero que siga mis
indicaciones, nosotros ya conocemos los senderos más seguros. Le pido perdón
y paciencia, mis huesos son viejos y me duelen, ya no puedo andar como antes.
Así emprendimos una larga travesía de varios días. Durante este corto
tiempo descubrí y aprendí tantas cosas que tenía un constante dolor de cabeza.

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Cuando era pequeño, añoraba vivir el día en que la humanidad pudiera co-
lonizar la galaxia. Viajar a otros mundos como un simple turista y pasar unos
meses en esos destinos alienígenas me ilusionaba bastante, sin embargo, en el
fondo resultaba ser uno de esos sueños que creía que no podrían cumplirse.
¿Quién iba a decir que la vida daría un giro tan brusco que me permitiría
viajar a otro planeta en algún punto del universo? Lamentablemente las cir-
cunstancias son, cuanto menos, indeseables. Cuando imaginaba estos viajes,
me pasaba horas suponiendo cómo serían las criaturas y las plantas de esos
mundos. ¿El aire tendría un gusto salado?, ¿el viento olería dulce?, ¿el cielo
sería claro u oscuro?, ¿habría dos soles en el cielo? Las preguntas daban vueltas
en mi mente una y otra vez, y ahora que estoy en este planeta, me doy cuenta
de que… no es tan diferente al nuestro. Salvo que el sol es más grande y rojizo,
lo demás es muy similar. Por supuesto que en cuanto a la vegetación y la fauna
hay muchas cosas extraordinarias, pero el agua, el aire, la gravedad… Todo
resulta casi igual, lo cual tiene sentido, supongo, porque hasta donde sé, las
condiciones para que se mantenga la vida en un planeta son muy delicadas:
acerca el sol unos cuantos millones de kilómetros o quita la luna, y tendrás
un precioso apocalipsis que haría ver a las más dramáticas películas del tema
como simples cuentos infantiles.
El camino a la fortaleza no fue nada fácil: cruzamos montañas y pasajes
secretos entre ellas, recorrimos estepas con vegetación muerta y paisajes roco-
sos. Por el desconcertante parecido con la Tierra, había momentos en los que
casi olvidaba que estaba en otro mundo, sin embargo, todo se volvió de nuevo
una ola de confusión e impresión cuando, varias horas después de que parti-
mos, vi la primera luna de este planeta. Sí, la primera luna; tienen dos satélites
naturales. Por su posición en el firmamento, la primera luna funciona como un
poderoso espejo que refleja la luz roja del sol, lo cual tornaba de un muy tenue
brillo carmesí todo a nuestro alrededor. Después de diez horas de esta «noche»
inicial, vino la segunda hora nocturna a la que yo ya estaba acostumbrado;
una oscuridad casi total, sino fuera por la leve luz blanquecina de la siguiente
luna que guiaba nuestros pasos. Según mis cálculos posteriores, los días en este
mundo duraban unas 30 horas.
Como dije, la travesía, aunque se mostró escalofriantemente cauti-
vadora cada segundo, fue muy pesada; pero aproveché cada momento de
descanso para interrogar a Rahim sobre él, su gente y sobre este mundo.
Mi cabeza era ahora una biblioteca vacía que esperaba ser llenada e ilus-
trada con libros repletos de toda la información que recolectaba visual y
empíricamente. En una de las paradas que hicimos, le pedí a Rahim que
me contara acerca de su origen: ¿de dónde vienen?, ¿cómo es que había
humanos en este maldito planeta ¿, ¿cómo habían sobrevivido todo este
tiempo? Si yo no hubiese vivido tantos horrores, sus respuestas me hubieran
llevado directo a la locura.

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Mi hermano, Rahim y yo nos encontrábamos sentados en la cima de un


monte desde el que teníamos una clara visión de nuestros alrededores. Cual-
quier cosa que se acercara la veríamos con seguridad. La primera luna,
aquella que lleva consigo una tonalidad sangrienta, se estaba cerniendo sobre
nosotros. Las estrellas eran tan visibles que incluso pensé en lo hermoso que
se veía. Me trajo recuerdos de mis viajes en Europa. En aquel entonces ver las
constelaciones me servía de distractor momentáneo para tantas pesadillas…
—¿De verdad quiere saber de dónde venimos, señor? —preguntó Ra-
him al mirar el horizonte. Su rostro no mostraba nostalgia alguna—. No es
algo de lo que me guste hablar, para serle honesto. Por lo que hemos escucha-
do, muchas personas fueron secuestradas desde nuestro mundo natal, la Tierra.
A esos primeros humanos los trajeron aquí para servir a los monstruos como
perros descerebrados. Los volvieron sus mascotas. Por supuesto, muchos
murieron mientras servían a sus dueños. Otros, quizá más afortunados porque
no tuvieron que convivir directamente con esas abominaciones vivientes, fue-
ron esclavizados para trabajar en minas, construyendo maquinaria de guerra y
muchas cosas más de las que es mejor no hablar. Las muertes iban en aumento.
Según los monstruos, los humanos eran más frágiles de lo que aparentaban.
Muchos morían al poco tiempo de llegar a este mundo. Y fue entonces que los
Amos idearon algo…
Rahim bajó la cabeza. Una lágrima recorrió su mejilla.
—¿Qué idearon? —pregunté, aun sabiendo que la respuesta no sería
agradable.
—Mire, señor, antes de decírselo quiero que sepa una cosa —dijo mi-
rándome directo a los ojos. Era claro que el tema le afligía—. Nuestras inten-
ciones son buenas y no le haremos daño nunca. Sólo queremos ser libres, huir
de este mundo… Nosotros no somos humanos del todo.
En lugar de levantarme y desenfundar mi espada para cortarle la cabe-
za en ese instante, me quedé ahí sentado. Algo dentro de mí me insistía en que
estas criaturas no eran el enemigo. Mi hermano, en cambio, se veía impaciente.
Definitivamente a él no le faltaban ganas de acabar con la vida de Rahim y de
su gente en ese instante.
—¿Qué quieres decir con que no son humanos? —preguntó Jurgen en-
tre dientes. La furia en él estaba a punto de estallar.
Rahim suspiró y volvió a mirar al suelo.
—Cuando los monstruos se dieron cuenta de que los humanos estaban
muriendo demasiado rápido y que pronto no habría más de ellos, crearon a
las Madres: unas monstruosidades enormes con aspecto de mujer que… en-
gendrarían a más humanos. Por medio del Dokkur, dentro de ellas se gestaría
la vida de cientos de personas que serían posteriormente criadas por humanas
de la Tierra, pero su educación sería delegada a otros monstruos para que
aprendieran su idioma y, por supuesto, a temerles y respetarles. Parecía ser la

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solución perfecta. Tendrían a tantos humanos adoctrinados como quisieran


por el resto de la eternidad. De una de estas Madres nací yo y la gente que está
aquí con nosotros.
Jurgen se levantó de inmediato y se alejó sin pronunciar palabra. No le
hizo nada de gracia saber que nuestros nuevos acompañantes eran producto
de los monstruos. Rahim lo miró con tristeza, incluso él sabía que su origen no
era algo de lo que estar orgulloso.
—Ahora tengo muchas preguntas más para ti, así que te pido toda tu
paciencia—continué, ansioso de saber—. ¿Por qué tú y los tuyos hablan nues-
tro idioma tan fluidamente si fueron educados por monstruos casi desde su
nacimiento?
—Eso es gracias a los humanos que secuestraron de su mundo, señor.
Ellos, al no conocer el koghrra… perdón, el idioma propio de los monstruos…
—¡No, no, adelante! —interrumpí, haciendo un ademán con la mano
para que siguiera—. Exprésate con sus palabras. Si quiero levantarme contra
ellos y ganar, debo conocer incluso la espantosa lengua que usan.
—Tiene razón, mi señor, le suplico una disculpa. Como decía, los hu-
manos que traían a este mundo no hablaban el koghrrakul, por lo que cuando
nuestra generación de «humanos» nacimos, se comunicaron con nosotros en
su lengua natal. Además, cuando los hermanos Vega nos liberaron de nuestras
cadenas y nos llevaron a Nark saa Shtun, nos educaron ahí tanto como pudie-
ron. Nos hablaron del planeta de origen de nuestra raza y de lo hermoso que
es, nos enseñaron con entusiasta detalle su idioma y muchas otras cosas. Su-
pongo que mi perseverancia e interés por aprender tanto como fuese posible, y
perfeccionarlo, fue lo que me llevó a ser asignado como dirigente en esta tarea
de guiarlos. Un honor.
—Dime, Rahim, hay algo que no me cuadra. Tú debes tener alrededor
de 60 años, si los humanos comenzaron a ser traídos aquí por la fuerza desde
que inició la invasión a la Tierra apenas unos años atrás, y relativamente hace
poco crearon a las Madres que te dieron a luz, ¿cómo es que los tiempos enca-
jan? Tú no deberías tener más de cinco o seis años de edad.
—Lo lamento, señor. A pesar de las enseñanzas de los hermanos Vega,
todavía no comprendo bien los conceptos de tiempo que tienen en su planeta,
pero creo entender lo que quiere decir. Esa es una de las tantas maldiciones
que debemos llevar por ser hijos de estos engendros. Nuestros cuerpos se desa-
rrollan muchísimo más rápido que un humano normal, y esto permitía que los
monstruos consiguieran esclavos útiles en el menor tiempo posible.
No tengo idea de qué le han hecho a esta gente, ni qué atrocidades han
tenido que hacer o vivir como esclavos, pero creo que el simple hecho de haber
nacido de un monstruo era razón suficiente para desear la muerte. Me causa
una pena terrible imaginar que estas personas sólo puedan vivir unos pocos
años, como si fueran desechables.

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