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Crímenes anarquistas

de 1920

Carlos Maza Gómez


© Carlos Maza Gómez, 2016
Todos los derechos reservados
Índice

Félix Graupera ………………….. 5


El año de 1919 ………………….. 13
El Lock out ……………………... 19
La gravedad del problema ……… 27
Hacia la negociación …………… 31
La ciudad agitada ………………. 39
La Comisión mixta ……………... 43
La solución ……………………... 51
La ruptura ………………………. 55
La situación en Barcelona ……… 61
Nuevo Gobierno ………………... 65
Los malos pastores ……………... 71
Graupera sobrevive ……………... 77
Dimisión de Miláns del Bosch …. 91
Sublevación en Zaragoza ……….. 103
La refriega ……………………… 111
Juicio sumarísimo ………………. 119
Albañiles en huelga …………….. 131
Arquitecto en apuros …………… 139
Conspiración de albañiles ………. 145
Muerte de Teodoro Jenny ………. 151
El final del conde de Salvatierra ... 165
Muerte y comentarios …………... 175
Impunidad ………………………. 185

Layret debe morir ………………. 191


Disparos contra Layret …………. 197
Un funeral accidentado …………. 205
Dorado y Layret ………………… 213

Félix Graupera

El día 5 de enero de 1920 fue un día ocupado para el presidente de la patronal catalana.
Como tal, ostentaba una importancia considerable entre los patronos españoles.
Se cumplían dos meses desde el tímido comienzo del “Lock out”, el cierre de las
empresas en Barcelona por parte de sus dueños que, a esas alturas y extendido a Madrid, era
uno de los problemas más graves a los que se enfrentaba el gobierno y la sociedad catalana. La
situación resultaba explosiva, con miles y miles de obreros que no recibían salarios desde hacía
seis semanas.
Aquella misma mañana se habían reunido en una sala de Fomento del Trabajo los
presidentes de varias entidades económicas de Barcelona, encabezados por el de la Cámara de
Industria. Se seguía con gran inquietud el tremendo pulso de fuerza entablado entre el
Sindicato único adscrito a la CNT (Confederación Nacional del Trabajo, de naturaleza
anarquista) y la Federación Patronal creada el año anterior, a raíz de la huelga de la
Canadiense, el origen de todo el conflicto irresuelto hasta entonces.
Los presidentes valoraron la situación, se informó que el día anterior se había
comunicado al presidente de la patronal, Sr. Graupera, su intención de ponerse en contacto con
los parlamentarios catalanes en el Congreso español para que sacaran a relucir el conflicto que
se vivía en las calles y empresas barcelonesas desde hacía tanto tiempo. Graupera les
manifestó que no dificultaría ninguna gestión, desde luego, incluso si acudían al rey con sus
reivindicaciones. Siempre que se mantuviera la independencia de la patronal respecto a este
tipo de iniciativas, ellos nunca serían obstáculo para que llegaran al Parlamento o a cualquier
autoridad del país.
A la salida de la reunión, un reportero se acercó a uno de los participantes en la misma,
preguntándole qué salida veía ante el conflicto:

“La única salida para nosotros tiene que venir por una acción de gobierno, que ya
que no provoque o aproveche el momento para una represión, de la que no somos
partidarios, haga sentir la existencia de la autoridad. En eso está el secreto pues se
resolverá primero el problema de la disciplina y estaremos más cerca de resolver
los otros satisfactoriamente” (ABC, 6.1.1920, p. 11).

Probablemente, en los mismos términos debió expresarse Graupera cuando aquella


tarde visitó al gobernador civil Sr. Maestre Laborde. Atrás quedaba el controvertido gobierno
de Sánchez de Toca en Madrid con el gobernador Sr. Amado en Barcelona. Un mes antes se
habían visto obligados a dimitir de sus cargos ante el rey a causa del desafío del empresariado
catalán y la decidida oposición militar, particularmente del que seguía siendo capitán general
de Cataluña, Miláns del Bosch. El gobierno que le había sucedido, a cuyo frente estaría hasta
el mes de mayo el conocido y veterano político Manuel Allendesalazar, había enviado como
gobernador a Francisco Maestre, bien recibido por la patronal catalana tras su enérgico
mandato en el mismo puesto en Sevilla y Cádiz reprimiendo con mano dura el creciente
anarquismo andaluz.
Félix Graupera
Graupera era un empresario igualmente enérgico y con las ideas claras de dónde estaba
su interés y el de la patronal catalana a la que representaba. Entre él y el gobernador había
buena sintonía, comunes intereses y una forma similar de ver los problemas existentes. No era
como el melifluo Sr. Amado, que mostraba su energía, al decir de los empresarios, sólo cuando
trataba con ellos.
Poniéndose al día de la situación comentarían el último atentado habido aquella misma
tarde, sobre las 4. En la calle Pedro IV esquina Dos de Mayo Juan Serra, de 21 años, hijo del
fabricante de blanqueo y aprestos del mismo nombre, ayudante de su padre en la empresa
familiar, había sido objeto de un atentado. Se intercambiaron noticias. El muchacho se
encontraba esperando en aquella esquina el tranvía con dirección a Badalona cuando dos
desconocidos le dispararon por la espalda.
Con el ruido acudió el somatén Pedro Font, que salía en ese momento de un estanco
cercano. Persiguió a los autores de los disparos pero, con el arma encasquillada, solo pudo
protegerse de algunos tiros con los que aquellos hombres trataban de intimidarlo. No obstante,
continuó la persecución a la que se unieron inmediatamente guardias civiles a caballo. Uno de
los perseguidos, Vicente Molina, ayudante de forjador, resultó herido en la mano y se entregó.
El otro se refugió en una casa de la calle Dos de Mayo que fue cercada por los guardias hasta
hacerse con él.
Molina aducía que él no tenía nada que ver con el tiroteo, que pasaba casualmente por
allí y salió corriendo al oír los tiros. Ernesto Herrero, en cambio, del sindicato de
Cilindradores, era un hombre duro y decidido. Admitió de entrada su autoría. Dijo haber sido
amigo del presidente del sindicato de Tintoreros, Sr. Sabater, recientemente tiroteado y muerto
por miembros del llamado “Sindicato Libre”. Estaba convencido que el fabricante Serra había
tenido que ver en aquella muerte, por eso había actuado, por venganza.
Para la prensa de derechas, omnipresente en el mundo editorial nacional (la revista
“Sindicato obrero” era poco menos que clandestina), resultaba ser el atentado número 199
debido al sindicalismo catalán. Se incluía en ese número tanto a los del sindicato “rojo” como
“blanco”, como si unos y otros pertenecieran a las mismas fuerzas obreras, sólo que divididas
en facciones. No era exactamente así. Para entonces, el Sindicato Libre, de origen carlista,
actuaba con la mera intención de vengar los atentados de la otra parte eliminando a los
dirigentes sindicales, ante el silencio cómplice de las autoridades.
Hablando de estos temas el presidente de la patronal mencionaría al gobernador los
distintos anónimos amenazantes que él mismo recibía, al igual que muchos otros empresarios.
El día anterior, sin ir más lejos, habían encontrado uno en su buzón donde se anunciaba su
próxima muerte y la de su hija María si no mandaba cesar el lock out impuesto por los
empresarios.
Maestre Laborde se interesó por el tema. Le preguntó si le ponía mayor protección,
teniendo en cuenta que era constantemente acompañado por dos guardias y que tenía una
escolta similar en la puerta de su casa. Graupera no dio importancia a los anónimos. Le dijo
que, además de la escolta, los miembros de la patronal habían decidido ir en grupos de dos o
tres a fin de defenderse mejor. Yendo además en coche era difícil imaginar que unos individuos
apenas organizados, fácilmente detectables por ir deambulando por las calles sin destino fijo y
en grupo, se atrevieran a hacer algo más que asustarle.
Francisco Maestre Laborde
Luego se despidieron y el presidente de la patronal marchó hacia la sede de su
organización. Allí pasó el resto de la tarde, departiendo con unos y otros, e informándose de la
reunión de presidentes de entidades económicas habida poco antes. A las 9.35 de la noche
decidió marchar a su domicilio.
Varios compañeros se ofrecieron a acompañarlo. Prefirió hacerlo con su estimado
amigo Juan Batlle acomodándose en la parte de atrás junto al guardia Ricardo San Germán.
Delante, acompañando al chófer Juan Noya, se sentó el agente de vigilancia José Salgado.
Como siempre, los guardias llevaban su revólver preparado en el bolsillo del gabán, como
sucedía con el propio Batlle, no así en el caso de Graupera.
Charlando animadamente tomaron la calle Reforma porque desembocaba en la calle
San Pedro, donde tenía su domicilio el presidente. Mientras tanto, cerca de la esquina de ambas
calles y envueltos en las sombras, tres grupos se habían apostado esperando el paso del coche.
Uno estaba junto a la tapia de un solar, los otros dos en sendas esquinas. Apenas hablaban
entre sí salvo por breves avisos. Estaban nerviosos pero decididos, las manos en los revólveres
que también llevaban en el bolsillo. Aquella era la noche elegida para dar un golpe sonado a la
patronal. El atentado número 200 estaba a punto de llevarse a cabo.
El año de 1919

¿Cuándo empezó la historia de este atentado? ¿Tras el Congreso de Sants en el que la


CNT constituyó el Sindicato único en julio de 1918? ¿Después de la huelga de “La
Canadiense” entre febrero y marzo de 1919, con el triunfo del sindicalismo anarquista? ¿o
después, con la reacción de las autoridades militares, el empresariado catalán y tras la caída del
gobierno Romanones?
Todo esto, que se ha comentado en un libro anterior (“La Canadiense”), dibujó un
período convulso en la vida política y laboral de Barcelona. Tras las concesiones del
empresariado, indefenso ante la ofensiva anarquista debido a un gobierno liberal que no supo
enfrentarse a la crisis planteada por la huelga general barcelonesa, vino la reacción encabezada
por el Capitán general de Cataluña, Joaquín Miláns del Bosch.
Éste, amigo personal y ayudante honorario del rey Alfonso XIII, se enfrentó duramente
a las autoridades civiles, particularmente el gobernador civil Sr. Montañés y el jefe de policía,
Sr. Doval, terminando por expulsarles a la fuerza de Barcelona. Eso ocasionó la caída del
gobierno Romanones en abril de 1919, no sin antes firmar el célebre decreto que instauraba las
8 horas diarias de trabajo como máximo de la jornada laboral en todos los oficios.
El gobierno que lo siguió, el del conservador Antonio Maura, apenas duraría unos
meses, hasta que en julio le relevó Joaquín Sánchez de Toca, conservador como él. Para la
burguesía barcelonesa resultó una completa decepción. En el momento en que se acababa de
constituir la Federación patronal (con Graupera al frente) a fin de actuar de manera unida
frente al sindicalismo, cuando empezaban a sentirse apoyados por la autoridad militar de
Miláns, que organizaba múltiples redadas entre el anarquismo catalán, el presidente del
Consejo en Madrid reveló el mismo carácter débil frente al sindicalismo del gobierno
Romanones. El Sr. Amado, nuevo gobernador civil, adoptaba una actitud complaciente ante el
Sindicato único que recordaba la actuación del Sr. Montañés.
En esta pugna, el anarquismo volvió a resurgir con fuerza, reorganizándose y
empezando a salpicar de huelgas la vida cotidiana de empresas y fábricas. Su objetivo no
parecía reducirse a disminuir la jornada de trabajo (el decreto de Romanones sobre las 8 horas,
que debía cumplirse desde octubre de 1919, fue aplazado), aumentar los salarios o mejorar
determinadas condiciones de trabajo. El sindicalismo anarquista aspiraba a más.
Quedaba atrás el período álgido del mundo empresarial catalán, coincidente con la
Gran Guerra, de 1914 a 1918. Aprovechando la neutralidad del país, la industria catalana
conoció un crecimiento extraordinario atendiendo las demandas de los dos bandos enfrentados
en Europa, sobre todo en el ramo textil. Con el incremento de empresas vino un aumento
considerable de la presencia obrera en la región, obreros que empezaban a recoger el ejemplo
dado por los soviets en Rusia desde 1917.
Sn embargo, la eficaz acción de propagandistas seguidores de Bakunin y Kropotkin,
tuvo una mayor influencia sobre la clase obrera que el comunismo de Lenin y Trosky, más
centrado en su país y que consideraba como enlaces en España más a unos socialistas liderados
por Pablo Iglesias que a las corrientes anarquistas. Con el desencanto socialista, el comunismo
se vio en una minoría dentro de las fuerzas de izquierda que solo la guerra civil de 1936 haría
superar.
Pues bien, así estaban planteadas las cosas a finales de 1919. Una clase obrera que
seguía las corrientes anarquistas, que se había agrupado en un sindicato liderado por Salvador
Seguí (Noi del Sucre) y Ángel Pestaña sobre todo, dispuesta a hacerse con el poder a través de
una política agresiva y unida. Frente a ella un empresariado catalán que había conocido
mejores tiempos, fuertes ganancias, que disponía de un tejido industrial sobredimensionado
que ahora incluso generaba pérdidas, aparecía desunido hasta la constitución de la Federación
patronal, cuando estuvo dispuesto a defender sus objetivos y ganancias frente al activismo
sindical.
Con todo ello quedaban en segundo lugar las aspiraciones de mayor autonomía, cuando
no de independencia, que estaban siempre presentes en la política catalana frente al gobierno
de Madrid. Políticos como Francesc Cambó, conservador y catalanista, presidente de la Lliga;
Rodes, el Conde Caralt o Sedó representaban a la burguesía catalana. Frente a ellos Alejandro
Lerroux defendía los valores republicanos y se mostraba más proclive a colaborar con el
gobierno madrileño. Todos ellos quedaron fuera de juego frente a la pugna entre sindicatos y
patronal, como veremos más adelante. Las aspiraciones independentistas quedaron entre
paréntesis durante aquellos años de fuerte conflictividad laboral.
Todo el año de 1919, como lo serían los sucesivos, tuvo lugar esa lucha entre fuerzas
sindicalistas y empresariales. Ambas consideraban que se jugaban algo más que unas mejoras
laborales o la amplitud de sus derechos. Estaba en juego su propia supervivencia. Así lo
consideraba también la autoridad militar de Cataluña, a cuyo frente estaba Miláns del Bosch.
El tercer poder en juego dentro de la conflictiva situación catalana no debía ser el estamento
militar, pensaban todos. A fin de cuentas, el gobernador militar era nombrado por el rey a
instancias del gobierno y era éste, la autoridad civil y administrativa, la que debería tener un
brazo armado para garantizar el orden público y la defensa del territorio.
Sin embargo, cuando las dos fuerzas enfrentadas, sindicatos y empresarios, dirigían la
vista y sus demandas a la autoridad civil en la persona del gobernador Sr. Amado, se
encontraban a un representante político débil que deseaba calmar las aguas a base de
concesiones a la clase obrera. Esta actitud irritaba al gobernador militar que, dada su personal
y especial relación con el rey, jefe supremo de las Fuerzas Armadas, se consideraba capaz de
actuar de forma independiente del poder civil. Creía Miláns que, mientras recibiera el apoyo
explícito de Alfonso XIII, no tenía por qué obedecer estrictamente las indicaciones
gubernamentales.
De manera que al enfrentamiento sindicatos-patronal se superponía como consecuencia
el de poder civil-poder militar. Se había observado cuando la firme actitud de Miláns en marzo
de 1919, negándose a poner en libertad a determinados presos anarquistas que consideraba
bajo jurisdicción militar. Aquello dio al traste con los acuerdos alcanzados para poner fin a la
huelga de “La Canadiense”. Cuando en abril puso en un tren para Madrid al gobernador civil y
al jefe de policía, el gobierno de Romanones se consideró vencido. Desde entonces, tras un
efímero gobierno de Maura, el de Sánchez de Toca iba camino de reeditar el enfrentamiento
con Miláns y la patronal catalana.
En ese contexto, tras reuniones celebradas en el verano de 1919, la Federación liderada
por un decidido Félix Graupera barajó como arma extrema la imposición de un lock out, el
cierre empresarial de las fábricas y empresas más importantes, las que daban trabajo a la
mayoría de los doscientos mil trabajadores catalanes. A la huelga general del sindicalismo
habrían de responder con un cierre general de los puestos de trabajo, con el consiguiente
perjuicio salarial de los trabajadores. Las ganancias acumuladas durante el período anterior
servirían de colchón para aguantar el cierre mucho mejor que las depauperadas arcas
sindicalistas y los magros ahorros de la clase obrera, que pronto habrían de acabar.
Graupera como presidente y su compañero Calonje como vicepresidente, marcharon a
Madrid el primer día de noviembre de 1919. La Federación patronal catalana traía a la
Confederación Nacional de empresarios la iniciativa ya acordada allí de establecer un lock out
desde el día 3 de noviembre en Barcelona. Si el movimiento daba resultado el lunes día 10
podría extenderse a toda Cataluña y, a partir del 17, declararse en toda España, particularmente
Madrid y Valencia, dos de las ciudades más asaltadas por el sindicalismo anarquista. El apoyo
entre el empresariado nacional fue unánime. El comienzo del lock out era ya un hecho
irreversible.
El Lock out

Llegó el día 3 de noviembre y con él se cerraron fábricas, talleres y empresas. No todas,


naturalmente. Los pequeños comerciantes eran reacios a secundar este cierre por cuanto su
capacidad de resistencia no era muy grande. Por otro lado, los pocos operarios que trabajaban
en los comercios solían tener una relación estrecha con el propietario y la concordia no era
difícil de alcanzar.
Pero el temor también era grande. Las posiciones se habían radicalizado y nadie sabía
si cuando un patrono volvía a casa se iba a encontrar en la esquina con dos sombras provistas
de revólveres. Tampoco sabían los esquiroles o que eran tomados como tal si sus propios
compañeros les darían una paliza. La situación se fue revelando simétrica en días sucesivos,
cuando grupos de patronos advertían y amenazaban a algunos que mantenían su negocio
abierto. En este caso, no era la violencia física lo que se podía temer sino el aislamiento
profesional, la falta de encargos y suministros. Hay que tener en cuenta que las pequeñas
empresas dependían de las grandes colaborando con ellas en el proceso de producción.
Las fábricas metalúrgicas pararon en su totalidad, así como la construcción o la
descarga de materiales en los muelles. Sin embargo, la muy importante empresa textil no lo
hizo en los primeros días por lo que el cierre patronal afectó en ese tiempo a unos 45.000
trabajadores, aproximadamente la quinta parte de los existentes. Era un movimiento creciente y
ambicioso que, aunque tardase, llegaría a interesar también a los patronos textiles más
adelante, aunque solo fuera porque dependían de empresas que sí habían cerrado, como los
tintoreros y los aprestadores.
Se salvaguardaron los servicios públicos y todos los referentes a la alimentación, a fin
de que la opinión pública no se volviera contra el movimiento patronal. De todos modos, la
situación fue bien aprovechada por los especuladores que hicieron subir los previos de
servicios y alimentos básicos hasta un 50 % causando la natural alteración en la vida cotidiana.
Inicialmente tampoco cerraron teatros ni cafés. La burguesía catalana seguía paseando
los fines de semana, acudiendo al Liceo y tomando un café. Para otra clase de público, las
tabernas permanecían abiertas y las cotizaciones sindicales aseguraban, según decían, un
salario suficiente para vivir al menos por dos meses. De manera que la población se desplazaba
de un lado a otro, asistía a espectáculos, se encontraba en la calle, charlaba sobre la situación y
aprendía a sobrevivir ante la carestía de algunos elementos básicos de la mesa, nada más.
Los políticos catalanes se pronunciaron en contra del lock out, aun reconociendo las
razones que asistían a los empresarios. Francesc Cambó contaba entonces 43 años y era una
figura relevante como líder de la Lliga Regionalista desde 1917, tras la muerte de Enric Prat de
la Riva. Como conservador y catalanista había integrado el reciente gobierno de Antonio
Maura ostentando el ministerio de Fomento. Desde él, además de propugnar la nacionalización
del sector ferroviario, muy problemático entonces y salpicado de huelgas, había defendido la
elaboración de un Estatuto de Autonomía para Cataluña. Viendo su imposibilidad en ese
momento se había tenido que conformar con la Mancomunidad catalana.
Su voz era importante dentro de la burguesía catalana, a fin de cuentas la Lliga se
apoyaba en ella, pero sus críticas a la actitud del empresariado revelaban hasta qué punto esta
burguesía estaba dividida entre los intereses de los rentistas y los empresarios. El mismo día
que Graupera y su compañero marchaban a Madrid para comunicar a otros patronos españoles
el comienzo del cierre patronal, Cambó pronunció un elocuente discurso en el Palacio de la
Música de Barcelona.
Su mensaje no estaba dirigido a los obreros sino a sus propios votantes, la burguesía
catalana. Denunciaba el pesimismo patronal que se debía comprender ante el acoso sindical.
Incluso le habían manifestado algunos de los empresarios que era mejor cerrar sus negocios y
vivir de las rentas y letras del Tesoro que bregar con los sabotajes, las huelgas y protestas
cotidianas.
Sobre la situación general y el pulso entre sindicatos y patronal denunciaba el papel
ejercido por el poder público, inexistente en momentos decisivos. Los sindicalistas detenidos
entraban por una puerta de las comisarías y salían por otra inmediatamente después, los juicios
con jurado terminaban en la falta de culpabilidad de los acusados ante el temor a las
represalias.
Pero además de estos hechos que resultaban evidentes, estaba la actitud patronal.
Cambó deseaba erigirse en la voz que dirigiera ese movimiento que se le escapaba de las
manos, dejando en segundo plano su interés principal: la autonomía catalana. De manera que
también subrayaba los defectos de los empresarios partidarios del cierre.
En primer lugar, dejó claro que daba poca importancia al lock out. La opinión pública,
venía a decir, no admitiría mucho tiempo una huelga patronal semejante volviéndose en contra
de sus promotores. En segundo lugar, los patronos se mostraban en ocasiones avariciosos, sin
conceder al trabajador otra cosa que aquello que se le exigía por la fuerza de la huelga. De esta
manera, sin adelantarse a un trato más justo y moderno de la clase obrera, pensando
únicamente en el lucro personal, se fomentaba aquello que luego se denostaba: la resistencia
activa de los trabajadores.
Es cierto, reconocía, que la clase patronal estaba falta de directores pero eso era debido
a que los que se prestaban a tal labor se cansaban de contemplar las miserias de sus
compañeros, la desunión existente entre ellos, incluso cómo se seguía una huelga en una
empresa con cierta satisfacción desde otra análoga por implicar una mayor demanda de sus
productos.
En esos primeros días los periódicos conservadores insistían una y otra vez en que el
lock out tenía los días contados y que la opinión pública se volvería contra los empresarios en
poco tiempo. Afirmaban que, al igual que sucedía en el Sindicato único anarquista, los
patronos se verían obligados a forzar el cierre de otros compañeros constituyéndose en una
minoría que, si no por el terror, sí por la coacción, forzarían a la mayoría a seguir la doctrina
del cierre.
En esta vorágine de opiniones diversas destacaba aquellos días la de Félix Graupera, no
en vano era el representante de la patronal catalana. A su vuelta de Madrid, habiendo conocido
unas primeras conversaciones del gobernador civil, Sr. Amado, con políticos catalanes y
representantes sindicales, dejó muy clara su postura.

“Encuentro muy natural que el Gobierno se esfuerce en llegar a un acuerdo; pero


nosotros no queremos tratar con los Sindicatos tal como ahora hay que hacerlo. No
nos ofrecen garantías de seriedad ni de cualquier modo podemos ponernos de
acuerdo con aquellos que sabemos que transigirían momentáneamente, pero sin
perder de vista un momento sus fines revolucionarios.
Cuando los obreros, por humildes que sean, vengan directamente a nosotros, nos
encontrarán dispuestos a negociar; de otra manera no lo haremos” (ABC,
4.11.1919, p. 9).

Contra la opinión de Cambó sí había un líder que dirigía el movimiento patronal y lo


hacía con gran claridad de objetivos. La idea subyacente a este discurso era muy clara: los
trabajadores normales habrían llegado a un acuerdo con sus patronos, como siempre se había
hecho, pero la constitución de un movimiento sindical unificado con propósitos
revolucionarios coartaba completamente la libertad de negociación. Hasta entonces, con la
inacción del poder público, los empresarios cedieron continuamente debido a su desunión. Sin
embargo, las cosas habían cambiado: frente a un Sindicato único existía una Patronal única
que, apoyada implícitamente en el poder militar, estaba dispuesta a llegar hasta las últimas
consecuencias. Si los anarquistas deseaban una revolución ellos también propugnarían un
cambio de régimen hacia otro más autoritario y que protegiese adecuadamente sus intereses de
clase.
Esto no era explícito en los discursos de la patronal pero los periódicos republicanos lo
entendían claramente así.

“En una de sus notas [la Federación patronal catalana] declaran candorosamente
que aspiran a imponer un Gobierno enérgico —y ya sabemos lo que esto significa
para ellos— que haga suya su causa, que les defienda a todo trance, que imponga
su capricho y que persiga implacable al que ellos consideran su enemigo” (Heraldo
de Madrid, 2.11.1919, p. 1).

para añadir poco después refiriéndose al estamento militar:

“Sepan, además, que pierden el tiempo. La nobilísima institución, cuyo concurso


tan solapadamente solicitan, no se ha hecho para servir particulares ambiciones. Su
fuerza radica precisamente en su compenetración con el pueblo. Hijos del pueblo
son en su mayoría los que han consagrado su vida de abnegaciones y de estudios a
la defensa de la patria. Y la gran masa a sus órdenes —no lo olviden esos
perturbadores perturbados— es el pueblo mismo. ¡A otra puerta, hermanos!”
(Idem).

El tiempo demostraría cuán errado estaba Cambó en sus valoraciones y la equivocación


que este diario cometía al juzgar el futuro comportamiento militar. Aunque aún faltaran tres
años para que un Capitán General de Cataluña se erigiese en dictador del país, el ruido de
sables en esta región, primero con Miláns del Bosch y luego con el general Weyler, sería el
apoyo constante a ese empresariado que, con Graupera a la cabeza, reclamaba otra forma de
gobierno “más enérgica”.
A continuación iremos intercalando el primero de varios artículos del ilustre
dramaturgo y periodista Adolfo Marsillach y Costa (1868-1935), abuelo del conocido actor y
director teatral Adolfo Marsillach Soriano (1928-2002). Claramente anticatalanista en sus
columnas de opinión pero conocedor del ambiente barcelonés por vivir en la Ciudad Condal,
publicaba por entonces en “El Imparcial”, un diario liberal pero temeroso de los movimientos
obreros y regionalistas entonces emergentes.

La gravedad del problema

(Adolfo Marsillach)

Mala cosa es tener que escribir sobre una cuestión que, por las consecuencias que
puede originar, absorbe por entero la atención de los españoles y que, iniciado su período
agudo, no ofrece una nota de palpitante interés. Más que ante un «lock-out», cuyos directores
han dicho que podría llegar a ser formidable, corriéndose a casi todos los oficios y a muchas
regiones de España, diríase que nos encontramos ante un paro en que anduviesen de acuerdo
obreros y patronos para representar una farsa revolucionaria con el único objeto de atemorizar
a los pusilánimes.
Buen chasco se han llevado los que para el día de hoy esperaban grandes sucesos y
emociones fuertes. Si no fuera por el cierre de los comercios a quienes alcanza e1 «lock-out» y
el verse por las calles menos señoras que de ordinario y algunos obreros más, la ciudad
presentaría el aspecto de sus horas normales. Declina el día y no sabemos que haya ocurrido el
menor incidente en lugar alguno de la población. Esta mañana la hemos recorrido de uno a otro
extremo sin descubrir el más leve indicio de agitación entre los obreros ni
de pavura en el mundo burgués. Los obreros pasean observando una corrección sin mácula, y
los burgueses van a sus quehaceres con la tranquilidad del que nada teme.
Circulan coches y automóviles; circulan los tranvías llenos de gente. El orden es absoluto y
absoluta la seguridad de que por ahora no será alterado. Pero ¿seguirán siempre las cosas de
eta manera? Probablemente, no. Si el «lock-out» se extiende a más oficios y se hace crónico,
entonces nadie sabe lo que aquí puede ocurrir. Cuando el hambre exaspere a cien mil obreros y
teman éstos por la suerte de los Sindicatos, con cuya actuación violenta, arbitraria y tiránica
deben muchas mejoras y una especie de impunidad para no pocos actos reprobables, que se
aceptan como lícitos en esta época de lucha y de odio, entonces veremos si esos cien mil
obreros pierden la sangre fría y la ecuanimidad que hoy es preciso y de justicia reconocerles.
Por lo visto, ha prosperado y triunfado el criterio de los prudentes y de los capacitados del
Sindicato, contra el propósito que abrigaban los energúmenos de contestar al «lock-out» con
actos de violencia contra la propiedad y las personas. Si llegan a hacer esto, se los hubiera
barrido, y todas las simpatías y toda la razón estaría con los patronos. Cuanto más tarden
aquéllos en perder la serenidad, tanto más irán ganando en fuerza y en simpatía. Se ganarán la
de casi la totalidad de la población como se limiten a luchar por un natural mejoramiento; pero
no si insisten en la pretensión de imponernos la dictadura del proletariado, que si mal nos
avenimos los catalanes con las dictaduras ilustradas, ni en hipótesis admitimos la efectividad
de la tiranía ejercida por quienes, hasta ahora, no son por su volumen intelectual suficiente
garantía para que en ellos depositemos y confiemos todo el tesoro de la civilización cristiana.
Antes que llegar a esto nos defenderíamos con las uñas y con los dientes. El conflicto actual,
precisamente, ha llegado al grado de exacerbación en que lo vemos a causa de pequeños
ensayos de dictadura obrerista, prólogo de otra mayor y más sensible que se está fraguando en
el seno de los Sindicatos. Estos no perturban la ciudad por aumento de jornal y disposiciones
que les favorezcan, sino por asaltar el Podar y hacer de España una República semibárbara y
semiasiática, como la de Rusia. Optimista y ciego será quien no vea esto. El más humilde
barrendero del Municipio se ve jefe de ‘soviet’, y como tuviera algunas letras, es posible que
se imaginara acusador de un Comité de Salud pública y, como un Fouquier-Tinville
sindicalista, empujando al patíbulo a inermes burgueses.
La gravedad del problema está en esto: en que, como los sindicalistas dicen
gráficamente, se vuelva la tortilla. Veremos si se volverá.
¿Estado actual del conflicto? Circulan versiones optimistas. Pero no hay que forjarse
ilusiones. La guerra está empezada y las batallas serán muchas. Se sucederán los armisticios;
se pactarán treguas; habrá períodos de paz; pero la pugna se reproducirá cien veces, cada vez
con mayor denuedo, hasta quedar fuera de combate uno de los dos beligerantes.
Hoy por hoy, ambos creen llevarse la victoria.

5.11.1919
Hacia la negociación

Al cabo de algunos días de práctica del lock out la patronal, aún firme en sus ideas,
empezó a preocuparse por ganar a la opinión pública. El discurso de Cambó apagó algunos
entusiasmos en ese sentido, no en vano era el máximo representante político de la burguesía
catalana. Alejandro Lerroux, dirigente republicano, tronaba en el mismo sentido pero de
manera más contundente respecto a la patronal, algo que era de esperar, por otra parte.
El problema es que parte de los mismos empresarios empezaban a discutir el cierre,
unos por no sentirse apoyados suficientemente, otros porque dado su pequeño tamaño se
sentían más vulnerables ante una pérdida de beneficios, y aún había los que cuestionaban una
medida que no conseguía abarcar a todo el tejido empresarial, dado que el ramo textil, el más
importante en Cataluña, seguía en funcionamiento. La subterránea oposición al movimiento
por parte del gobierno central en la persona del ministro de Gobernación Sr. Burgos y Mazo y
el gobernador civil Sr. Amado no colaboraba tampoco al empeño. El primero había dirigido un
comunicado al segundo defendiendo que se procurase la “armonía” entre trabajadores y
patronos pero que, en caso de no conseguirla, se atendiese “a de parte de quién estaba la razón
y la justicia” lo que era una afirmación, al menos, bastante ambigua.
Los sindicatos, por su parte, emitieron también un comunicado a la opinión pública,
entre reivindicativo y amenazante. Hacían primero un balance de cuántas veces la clase obrera
había acudido a la llamada del gobernador civil para dialogar y negociar las distintas
reivindicaciones planteadas. Su actitud no había sido secundada nunca por la la patronal dada
su intransigencia. Luego continuaba diciendo:

“El lock-out persigue un fin concreto: quiere llevar la perturbación al país, para que
éste, sobrecogido, se desoriente y sufra un Gobierno a gusto de los patronos, que
sería un gobierno reaccionario, de arbitrariedad, de coacción.
Se pretende llevar a la clase obrera a una batalla campal, a la que nunca acudirá. Si
se desea deshacer la organización de los proletarios, estos se prestan a ello; pero
¡ay de los patronos si tal cosa sucede!, porque la responsabilidad de la organización
de los trabajadores desaparecerá. Estos han sufrido mucho y, si reciben nuevos
ataques, sobran sus organizaciones. Mediten los patronos” (El Imparcial,
5.11.1919, p. 1).

En suma, se planteaba el hecho de que la existencia de un Sindicato único no era la


causa del incremento de atentados, como afirmaba la parte contraria, sino precisamente lo
contrario: la organización era el garante de que el número de ataques no se incrementaba en
demasía. Si la clase obrera era llevada al extremo de desarticular la organización sindical la
violencia aumentaría exponencialmente y sería incontrolable. Dicho de otra forma: el Sindicato
o el caos.
¿Y el Ejército? ¿Qué decía Miláns del Bosch? Como siempre, mantenía en público una
actitud discreta. De todos modos, el mismo día en que comenzaba el lock out el Centro Social
de Defensa de Barcelona le organizó un homenaje por su actuación durante el año que
declinaba. A la Capitanía acudieron muchos representantes de la burguesía y el empresariado
catalanes. Tras recoger un simbólico bastón de mando, Miláns agradeció la deferencia
estableciendo cuál había sido su objetivo fundamental: “He defendido siempre el orden, que es
la paz y la prosperidad de Barcelona”, dijo, para añadir a continuación:

“Yo me intereso por el obrero y por el patrono. Así como hemos de evitar la tiranía
de éste, así hemos de evitar la imposición del obrero mal llevado. Así llegaremos a
la paz y la concordia” (ABC, 3.11.1919, p. 9).

Esta equidistancia, al menos de palabra, no parecía mostrar un gran entusiasmo por el


cierre patronal. A fin de cuentas, habría de pensar el general, el lock out solo agudizaría los
problemas, aumentaría la tensión en las calles a la larga, y obligaría a intervenir al Ejército. Tal
vez prefiriese la aparición de un gobierno central fuerte y decidido, enérgico para combatir la
revolución del proletariado, antes que la toma de poder por parte del Ejército a que podría
desembocar el cierre patronal, en caso de extenderse. Los tiempos aún no estaban maduros,
debía considerar, para una dictadura, como sucedería años después. Bastaría ese gobierno
fuerte como tendría lugar al año siguiente con Eduardo Dato, pero él ya no lo vería como
Capitán general de Cataluña, sustituido antes por el general Weyler.
Con todo esto, la patronal se veía obligada a mostrarse algo más conciliadora. Su
apuesta por ese gobierno fuerte no parecía encontrar buena acogida, aunque muchos vieran su
situación con simpatía. De manera que pocos días después de comenzar el lock out plantearon
sus condiciones iniciales mostrando una actitud dialogante, al menos de cara a la opinión
pública. Eran las siguientes:
- Levantamiento absoluto y completo de todas las huelgas.
- Reanudar el trabajo con toda normalidad y suspender todas las demandas hasta la
constitución de la Comisión de Trabajo.
- La Federación patronal no levantará el lock out sino que aplazará indefinidamente su
aplicación, reservándose el derecho de plantearlo cuando los obreros con su actitud
obliguen a ello.
- Del cumplimiento de estas cláusulas y de todo lo relativo a las incidencias que diesen
lugar se encargará la Comisión mixta a que se refiere la disposición transitoria del
Real Decreto de 11 de octubre.

Indudablemente, era un avance en la posible solución de la crisis. Los patronos estaban


dispuestos a sentarse a una mesa a negociar, si bien no abandonaban la amenaza de reanudar el
cierre si el diálogo no avanzaba satisfactoriamente. Las espadas estaban en alto, como
demostraba el escrito difundido por la Federación patronal como respuesta al alegato
sindicalista. Se afirmaba en aquel que:

“Ante el espectáculo que da en Barcelona un reducido grupo de perturbadores,


amparados por el Poder público, se ha de oponer el bloque inquebrantable de la
unión patronal, en el que se estrellará la estulticia de los gobernantes y la ponzoña
del sindicalismo revolucionario” (El Imparcial, 6.11.1919, p. 1).

Esto, a fin de cuentas, era el preámbulo esperable, el lenguaje al que estaban


acostumbrados en Barcelona dentro del enfrentamiento entre ambas fuerzas laborales. Pero
continuaba:

“Pretende el manifiesto de los obreros que el «lock-out» obedece a maniobras


inconfesables y apetitos de mala fe: pero olvidan la responsabilidad de los
organismos de trabajadores con su actitud, causa de aquella gravísima
determinación. De paso achacan a los patronos halagos militaristas, lo cual no tiene
fundamento, pues la visita hecha por aquellos al capitán general fue un nuevo acto
de cortesía con la más alta y genuina representación del orden y de la disciplina.
La falta de correspondencia a la generosa actuación de los patronos fue lo que
determinó a adoptar el lock-out. Ahora, que cada cual —concluye e1 manifiesto—
aquilate y mida la extensión de su responsabilidad; pues los patronos se consideran
exentos de toda culpa y dignos de que los acompañe la simpatía de cuantos
elementos integran la producción, si en la conciencia popular tienen cabida los
principios de justicia” (Idem).

Este tipo de declaraciones, desde luego, no hacían presagiar un buen comienzo de la


demandada Comisión mixta pero ésta, finalmente, se constituyó el lunes 7 de noviembre. El
cierre patronal tenía lugar desde hacía una semana y, siguiendo instrucciones de presionar más
en el momento de la negociación, los patronos del Arte de Imprimir recorrieron pequeñas
imprentas para encarecerles el cierre.
En todo caso, bajo la presidencia del alcalde Martínez Domingo, apoyado por los
políticos Rodés y Bergadá, se convocó a los patronos Trías, Detouche, Riera, Anastasio y
Muntanola, mientras que por parte obrera acudirían los presidentes de los sindicatos por los
ramos de curtidores, madera y construcción de carruajes junto al secretario de la
Confederación regional Salvador Seguí, conocido por sus actitudes posibilistas y moderadas
dentro del anarquismo catalán.
De él partió la declaración de buenos deseos para la negociación, manifestando sus
propósitos de orden rechazando toda clase de violencias y defendiendo que los acuerdos que se
alcanzasen se moviesen dentro de la legalidad. Los patronos, para no ser menos, hacían
hincapié en que se tratarían los problemas sociales fundamentales, tanto para Cataluña como
para el país, intentando llegar a una solución para los mismos. El gobernador y el presidente de
la Comisión declararon, tras la constitución de la misma en el Ayuntamiento, que eran
optimistas después de ver las actitudes dialogantes que mostraban ambas partes.
La ciudad agitada

(Adolfo Marsillach)

Barcelona es, tal vez, la ciudad del mundo en que suceden más cosas. Y eso que el
número de sus habitantes no excede al de Madrid ni al de dieciséis ciudades alemanas. Si
Barcelona tuviese cuatro millones de almas, como Berlín o París, o seis millones, como
Londres, los barceloneses haríamos cosas asombrosas en punto a anormalidades en la vida
civil y trastornos públicos. No contando más allá de ochocientos mil habitantes damos más que
hacer y que hablar que los veinticuatro millones de españoles juntos. No se puede negar que
nos excedemos y nos superamos a nosotros mismos, y que gracias a los barceloneses la Prensa
española tiene alguna amenidad.
Falta hacen la crónica de los estados anómalos y de las trapatiestas porque ha pasado
Barcelona durante los últimos veinte años. La crónica sería curiosa y prolija en la enumeración
de accidentes. Bombas en los teatros y en las calles, mítines amenizados con tiros y
linternazos, sediciones como la de 1909, cientos de manifestaciones tumultuosas, docenas de
estados de guerra y de suspensión de garantías constitucionales, noche del 25 de noviembre de
1905, jaleos catalanistas moviditos y a porrillo, fusilamientos en Montjuich, cierre de
comercios por causas diversas, cierre de Cajas para el pago de impuestos, marimorenas
republicanas, cazas de jaimistas, cazas de radicales, algaradas de estudiantes, asambleas
facciosas como la de agosto de 1917, asesinatos de obreros y patronos, discursos del Sr. Puig y
Cadalfalch, asaltos de tiendas de comestibles, «lock-outs» y huelgas generales y parciales a
montones.
Resultado de estas anomalías es que algunas veces, por un tiempo más o menos largo,
nos hemos quedado sin luz, otras sin carbón, otras sin pan, otras sin periódicos, otras sin
tranvías, otras sin correo, otras sin ferrocarriles, otras sin poder enterrar a nuestros muertos,
otras, como desde hace un mes, sin fondas, cafés y restaurantes, y no en pocas ocasiones sin
poder salir a la calle por funcionar en ella los cañones y las ametralladoras.
Pero a todo se acostumbra uno, y los barceloneses nos hemos acostumbrado a estas
cosas, y en lugar de enfadarnos y amilanarnos, ponemos buena cara al mal tiempo, y apenas si
nos impresionan las danzas y contradanzas con que nos obsequian los políticos, el Gobierno,
los anarquistas, los asesinos, los almogávares del Centre de dependents, los terroristas, los
patronos y los Sindicatos. Ahora lo que hay es que casi no se edifica; que se cierran algunas
industrias y otras van a establecerse en Mallorca y lugares más tranquilos que Barcelona, y que
aquí, por unos u otros, la vida es cada vez más difícil y su coste cada vez mayor.
Lejos de enmendamos, diríase que ponemos empeño en complicar nuestra vida
sembrándola de obstáculos. No teníamos bastante con las huelgas y ha venido el «lock-out».
Menos mal que nos lo tomamos con filosofía y que la serenidad no se ha perdido un momento.
Holgarán cincuenta o sesenta mil obreros; pero ni la ciudad ha perdido su aspecto habitual ni
ha sido necesario recurrir el concurso de la fuerza armada. Sólo en los teatros se notan los
efectos de la anormalidad. Sin forasteros por el cierre de fondas, y sin cafés por huelga de
camareros, ni hay desocupados por la noche ni los vecinos salen de sus casas; pagando las
consecuencias de esta falta de forasteros y de este retraimiento de vecinos las Empresas de
teatros.
Por lo demás, aquí no pasa absolutamente nada. ¿Ocurrirá siempre lo mismo? Si el
«lock-out» se extiende o se hace crónico, es posible que no. Por ahora los obreros dan pruebas
de buen sentido y de corrección dignos del mayor encomio. Pero no sería prudente confiar
demasiado en esta corrección, observada más por táctica política y disciplina que por miedo a
las consecuencias de un trastorno público. El hambre y la prolongación indefinida del «lock-
out» podrían aconsejar a los Sindicatos un cambio de táctica diametralmente opuesta a la de
ahora. No se olvide que cuando quieran pueden contestar al «lock-out» con la huelga general y
echar a la calle miles de hombres desesperados y con el alma encendida en odio. Si esto
ocurriese, tal vez no sería un episodio más de la agitada vida de Barcelona.
Urge ir de buena fe a la constitución de la Comisión mixta del Trabajo. Ni a las
demandas y actitudes de los obreros se debe contestar con el «lock-out» mientras exista una
fórmula armónica que lo haga innecesario, ni los obreros pueden continuar con sus huelgas
efectivas y de brazos caídos y brazos cansados ni tomar al patrono como toro de gracia para
capearlo por diversión, burla o pasatiempo.
De lo contrario, vamos a la anarquía y a que Barcelona, si hasta ahora puede decirse
que es la ciudad del mundo en que suceden más cosas, sea la ciudad única que, en pleno
esplendor, acordó, sin motivo, suicidarse.

7.11.1919
La Comisión mixta

La Comisión mixta patronos-obreros con la presidencia del alcalde de Barcelona se


reunió varias veces durante seis días: desde el 7 de noviembre en que se constituyó hasta el 13
del mismo mes, cuando se firmó el acuerdo que ponía fin aparentemente al conflicto.
Que hubiera un final acorde con las expectativas de políticos y ciudadanos barceloneses
no quiere decir que el transcurso de las reuniones estuviera marcado por el optimismo. De
hecho, en ese breve intervalo de tiempo se pasó de una actitud negociadora a la ruptura y luego
al acuerdo final gracias a la decidida acción del gobernador civil apoyado por el presidente del
Consejo de ministros Sánchez de Toca.
La presión de la patronal fue muy importante a lo largo de ese tiempo. A los dos días de
iniciarse las reuniones el público tuvo poca oportunidad de seguirlas por cuanto en Barcelona
solo se publicaban “El Liberal” y “El Progreso”, diarios de poca tirada. El más importante de
España en cuanto a número de ejemplares vendidos, “La Vanguardia”, y varios más no
pudieron salir a la calle por carencia del papel necesario para garantizar su publicación. Las
empresas suministradoras participaban en el lock out.
Del mismo modo, cuando el día 10 se anunció la ruptura momentánea de las
negociaciones, el importante sector textil se unió finalmente al cierre patronal, junto a las
joyerías y platerías. Eso significaba aumentar hasta en 30.000 los obreros a los que se impedía
trabajar, llegando así casi a la mitad de la masa de trabajadores catalanes. Al tiempo, el cierre
se extendía a poblaciones limítrofes de la capital: Igualada, Vich y Tarrasa, entre las
principales.
La Federación patronal no se recataba en hacer declaraciones incendiarias que
denunciaban su poca voluntad de llegar a un acuerdo equitativo. Para su directiva y en
particular, en lo tocante a Félix Graupera, aquel posible acuerdo era un simple paréntesis en
una lucha a medio y largo plazo. Sólo el tibio apoyo del Capitán general junto a la oposición de
políticos como Cambó o los gobernantes de Madrid, habían obligado a la clase patronal a
retroceder un tanto en sus objetivos iniciales.
Un importante empresario catalán que el diario no identificaba, se manifestó al día
siguiente de constituirse la Comisión en unos términos que, de haber sido alguien de la
directiva patronal, hubiera representado la inmediata ruptura. Para empezar, se despachaba a
gusto con el gobernador civil:

“Ante todo y sobre todo, la clase patronal de Barcelona está hondamente dolida, y
tan dolida como agraviada, por la actitud que ha adoptado el gobernador; actitud de
hostilidad hacia los patronos, de desconocimiento e incomprensión de los hechos, y
hasta de burla irrespetuosa para vidas y haciendas, merecedoras de consideración.
Difícilmente olvidarán los patronos las frases del Sr. Amado declarándose con
ufanía ‘el primer sindicalista de Cataluña’; difícilmente podrán olvidar que el
renacimiento del sindicalismo y la exaltación del Sindicato único han coincidido
con la actuación de este gobernador” (ABC, 8.11.1919, p. 11).

Para continuar en los siguientes términos que definen bastante bien el sentir de muchos
empresarios catalanes:
“El patrono barcelonés se encontraba acorralado y en trance de sucumbir; pudo con
gran esfuerzo admitir el aumento de salarios y la reducción de la jornada de
trabajo; pudo desentenderse de abusos mientras estos se mantuvieran dentro de
límites soportables; pero al chocar de frente con la absoluta mala fe del obrero, al
comprobar a diario la intencionada mengua del rendimiento de la labor, hallóse
ante el dilema de dejarse acogotar sin defensa o de luchar, aún cuando solo fuera
por instinto de conservación.
Los obreros han llegado a un paroxismo de delirio sovietista, y su ideal es la
anulación del capital, no para beneficiarse con los despojos, sino para satisfacer un
espíritu destructor y obtener la nivelación social mediante la igualdad en la
pobreza” (Idem).

No se crea que la creencia en este ánimo destructor por parte del sindicalismo, reflejada
en el último párrafo, fuera una idea exaltada de un patrono concreto. Otros comunicados y
comentarios vertidos en periódicos conservadores como el citado, iban en la misma línea. Los
patronos tenían claro que aquello era una lucha a muerte entre dos formas de concebir las
relaciones laborales: la de los patronos, propietarios de los medios de producción, dictadores
de las condiciones de trabajo en negociación por oficios e incluso individualmente, garantes
bienintencionados de los derechos laborales de los trabajadores, en el mejor de los casos (tal
como se expresaba Graupera desde una óptica propia de los sindicatos católicos) y la de los
obreros, por otra parte, unidos en un sindicato de clase que les garantizaba mejoras en las
condiciones de trabajo (sueldos y jornada) y respondía a la idea de apoderarse a la larga de
fábricas y empresas para que éstas produjeran en exclusivo beneficio de la clase trabajadora y
no de los detentadores actuales de la propiedad. Marxismo de base y anarquismo en la táctica y
estrategia necesaria para alcanzar la dictadura del proletariado.

“Nuestro anhelo –concluyó diciendo nuestro interlocutor- no es el de un desquite


ruin; no soñamos en explotar al obrero, no pretendemos mermarle su retribución ni
sus libertades; pero a todo trance, cueste lo que cueste, estamos dispuestos
sencillamente a perecer o a lograr el restablecimiento de la autoridad patronal”
(Idem).

De manera que ésta era la guerra más importante: para unos se trataba de restablecer la
autoridad de los patronos, una autoridad basada en la propiedad; para los otros el objetivo era
tomar dicha propiedad negando la autoridad de los patronos basada en el capital invertido.
Con estos ánimos, que la Comisión mixta esbozara un principio de acuerdo parecía un
milagro sólo conseguible por la autoridad y el posibilismo de un Salvador Seguí, poco
dispuesto a entrar en el juego de la patronal. Si tocaba ceder, se cedería momentáneamente. Si
los patronos querían alteraciones de orden público para justificar el empleo de la fuerza militar
en un estado de guerra, no las tendrían. Seguí, que ya se había opuesto a los compañeros más
radicales tras el triunfo obtenido con la huelga de la Canadiense, se sentía suficientemente
apoyado para ir paso a paso hacia una mayor conquista del poder dentro de las empresas. La
impaciencia o la violencia, bien lo sabía, sólo podía conducir a la derrota. Su muerte en
atentado tres años después, precedería en unos meses al incruento golpe de Estado de Primo de
Rivera. Tal coincidencia no fue una casualidad.
Muy pronto, en apenas dos días, se llegó a un principio de acuerdo. Parecía milagroso
teniendo en cuenta los ánimos tan enfrentados, las declaraciones cáusticas de los patronos, el
lock out, los atentados de una y otra parte. Pero estaba visto que las cosas no serían tan fáciles
de conseguir. La desconfianza patronal era muy elevada y querían dejar bien claro que ellos
tenían la última palabra en la solución del conflicto.
A la hora de poner en práctica el momento más delicado de vuelta a la normalidad, la
apertura de fábricas y talleres junto al cese de cualquier huelga y la vuelta al trabajo, no hubo
acuerdo alguno. Los patronos exigían reservarse el derecho a volver al cierre durante 48 horas
tras la vuelta al trabajo de los obreros. Sólo cuando hubiesen valorado después de dos días la
actitud de los trabajadores, decretarían por su parte la apertura definitiva de los centros de
trabajo. Aquello era humillante para los representantes sindicales. Las dos partes se levantaron
de la mesa casi al unísono, a las cuatro de la madrugada, entre descalificaciones y amenazas.
Reinaba la confusión. Algunos patronos no querían volver a sentarse con los obreros, otros
defendían que volviesen a la mesa al día siguiente, siquiera por deferencia ante las autoridades
convocantes. Seguí y sus compañeros estaban indignados y desconcertados ante la actitud
intransigente de los patronos.
El gobernador puso todo de su parte desde el día siguiente para que ambas partes
volvieran a la mesa de negociaciones. Políticos y público en general no podían entender que,
habiendo llegado a cierto acuerdo sobre las bases fundamentales del conflicto, el acuerdo fuera
imposible por una cuestión de mera desconfianza. Los patronos empezaron a justificarse
inmediatamente: no era desconfianza, aclaraban, se trataba de garantizar precisamente el
acuerdo ante la falta de información o incluso la indisciplina de parte de los trabajadores. Los
sindicalistas deseaban una inmediata apertura de empresas y vuelta al trabajo simultánea pero
los patronos consideraban más “prudente” que los obreros se pusieran de acuerdo y estuvieran
debidamente informados, de manera que la apertura podía hacerse efectiva en ese plazo de 48
horas.
¿Qué cambió en apenas dos días para que finalmente se llegara a firmar el acuerdo? La
patronal exigía garantías de que cualquier alteración en las bases firmadas por ambas partes se
respetarían escrupulosamente. ¿Quién podía asumir la responsabilidad de garantizarlo salvo
una autoridad superior? Hubo nerviosas consultas entre el gobernador Amado y el gobierno
central. Finalmente, Sánchez de Toca aceptó la inmediata publicación de un Decreto ley que
garantizara ese cumplimiento por ambas partes imponiendo todo el peso de dicha ley sobre
cualquier alteración no pactada.
La patronal, que seguía sin fiarse de unos ni de otros por la connivencia que daba por
segura entre sindicatos y gobierno civil, no tuvo excusas para no volver a sentarse y firmar un
acuerdo que, en líneas generales, le era favorable. Así, el día 13 se llegaba al final de las
negociaciones y se promulgaba el Decreto ley casi simultáneamente. Las líneas del acuerdo
fueron las siguientes:

- Se instaba al gobierno a regular las relaciones patronos-obreros mediante una ley de


sindicación profesional, hasta entonces parcial y claramente obsoleta.
- Esa legislación gubernativa debía refrendar en líneas generales las conclusiones
obtenidas por una Conferencia económica nacional a celebrar entre patronos y
obreros, donde se establecieran las bases de relación entre todos los elementos de la
cadena productiva.
- Resulta particularmente urgente la regulación jurídica, siquiera provisional y a la
espera de dicha legislación, del contrato de trabajo.
- Textualmente: “La Comisión declara que, para restablecer con eficacia la normalidad,
precisa reconocer la libertad absoluta del patrono en las organizaciones del trabajo,
sin que en ningún momento los representantes de las organizaciones obreras puedan
plantear reclamación alguna ni formularlas en las fábricas, desconociendo la
autoridad de dicho patrono o quebrantando la disciplina del trabajo. Se reconoce a los
Sindicatos obreros el derecho a tener un delegado que vele por el cumplimiento de los
contratos de trabajo previamente convenidos por los representantes patronal y obrero.
El patrono… no podrá apreciar la capacidad productiva de un obrero en cosas que no
son de su competencia”.

El resto eran condiciones referidas al necesario aumento de la producción y la


inadmisión de procedimientos como el retardo deliberado de la misma, el sabotaje, etc. De
todos modos, la clave de la negociación residía en el último punto señalado. ¿Bastaría para
garantizar el levantamiento del cierre patronal y la vuelta al trabajo por parte de los obreros?
¿Sería incumplido en alguno de los aspectos durante los días siguientes?

La solución

(Adolfo Marsillach)

Ha venido e1 arreglo cuando las pasiones estaban al rojo blanco. Precisamente ayer la
imaginación popular auguró para hoy los más espeluznantes acontecimientos. Fué un día
fecundo en invenciones terroríficas. Entre otras cosas, asegurábase que al terminar el plazo de
cuarenta y ocho horas que los Sindicatos dieran a los patronos para levantar el «lock-out»,
como éste persistiera se declararía la huelga general, y con el asalto de tiendas y mercados se
daría comienzo a la revolución que ha de poner la propiedad y el Gobierno en manos de los
trabajadores para, con su ciencia de gobernar, convertir el mundo en un paraíso y la vida en
una égloga de Teócrito. Afortunadamente, no ha tenido realidad la musa profética de los Isaías
callejeros. Cierto que la situación se iba agravando cada día con el cierre de nuevos talleres,
fábricas y comercios; pero el orden en la ciudad ha sido absoluto y no ha habido nada que
hiciese temer próximos y lamentables disturbios. Afirmábase también, sin que podamos
responder de la noticia, que la Federación patronal sabía, por confidencias, que un grupo de
terroristas intentaba atemorizar a los barceloneses con la colocación de bombas, y que de este
temido delito queríase culpar a los patronos, por lo que éstos pusieron sobre aviso a la primera
autoridad gubernativa de la provincia.
En la de Barcelona y en la de Gerona se han registrado algunos hechos de muy mal
agüero. En el pueblo de Salrá, a pocos kilómetros de Gerona, los obreros de una fábrica de
tejidos intentaron incendiarla, logrando sólo en parte sus propósitos gracias a la energía del
dueño, que con el auxilio de algunos familiares, contuvo a tiros a los revoltosos y sofocó el
incendio. En Gironella, pueblo situado en las inmediaciones de Manresa, los sindicalistas
atacaron la casa cuartel de la Guardia civil, siendo rechazados. Se dice que la prudencia y
serenidad de los guardias evitó una catástrofe.
Ni estos y otros chispazos sediciosos ocurridos últimamente en Cataluña con motivo
del «lock-out», ni el temor a mayores y posibles represalias de los obreros en Barcelona y otras
partes hubieran, según nuestros informes, hecho variar en un ápice la línea de conducta que se
habían trazado los patronos. Antes que darse por vencidos estaban dispuestos a llevar las cosas
al último extremo. Si no cedieron a la propuesta de los Sindicatos de ir simultáneamente al
levantamiento del «lock-out», y a la terminación de las huelgas, fue —decían— por la
necesidad de garantías suficientes para no ser engañados y burlados por los Sindicatos, como
ha ocurrido tantas veces, como ha ido ocurriendo desde la terminación de la huelga general
estallada en marzo último. Sin esta garantía no hubieran nunca reabierto las fábricas. Estas
hubiesen permanecido cerradas indefinidamente, sin que les intimidara la posibilidad de ser
quemadas ni de perder la vida en la demanda. Todo les parecía preferible a sufrir por más
tiempo la tiranía sindicalista, con su secuela de huelgas efectivas, de brazos caídos y brazos
débiles; el ser objeto de continuas amenazas, burlas y mofas de parte de los obreros; el no
poder mandar ni dirigir en su casa y verse continuamente víctimas de boicotajes y actos de
sabotaje. Basta de abyección, de humillación y de vileza. Si no han da seguir siendo dueños de
lo suyo y salir de sus casas sin miedo a un atentado, que arramblen con todo los comunistas,
que en el pecado se llevarán la penitencia, pues desaparecido el patrón se devorarán unos a
otros, después de haber pasado por miserias y sufrimientos que hoy no conocen ni presienten,
engañados con e1 espejuelo del despojo y del reparto.
Este era el sentir de los patronos. La verdad es que si muchos han pecado, la expiación
no es de alivio. Dan lástima; y eso es lo que no quieren ellos: dar lástima. Prefieren luchar,
vencer o ser vencidos; pero acabar. Arruinados o muertos, sea. Pero objeto de ludibrio como un
trapo de Carnaval, no; a eso no estaban dispuestos.
Ya hubiéramos visto si los hechos hubiesen correspondido a esa fraseología y a esa
actitud de héroe de Plutarco. De todos modos, creemos que, de no haber avalado el Gobierno
la firma de los Sindicatos, los patronos hubiesen ido muy lejos en su empeño.
Tampoco hubieran cedido fácilmente los Sindicatos. Como el triunfo de los patronos
implicaba la quiebra de la organización sindicalista, los obreros estaban dispuestos a dar
la vida antes que rendirse.
Planteado en estos términos el conflicto, asusta pensar lo que hubiese ocurrido en
Cataluña de no haberse hallado la actual fórmula de arreglo.
Y he ahí de las paradojas; los patronos, que no querían saber nada del Gobierno al
Gobierno han tenido que pedir el que avalara a los Sindicatos, y los sindicalistas, enemigos
declarados de todo linaje de Estado, verán sin escrúpulos al pie de su firma el aval de un
Gobierno burgués.
Esto enseñará a los primeros que no es posible prescindir de los Gobiernos, aun siendo
malos, y a los segundos, que el Estado, con sus defectos y todo, es de absoluta necesidad.
Congratulémonos de que las cosas no hayan hayan llegado al extremo que se temía y de
que los obreros, en esta ocasión, se hayan conducido de una manera ejemplar.
Ahora, a trabajar y a legislar en evitación de nuevas y ruinosas luchas entre patronos y
obreros.

14.11.1919
La ruptura

Que el acuerdo era frágil no se le escapaba a nadie, tampoco que aquello, como mucho,
representaba un alto en el camino, una reorganización de fuerzas de cara a nuevas
confrontaciones sociales. De todos modos, supuso para los ciudadanos de Barcelona un alivio
pasajero a una constante alteración de la vida cotidiana.
Era evidente también que el punto cuarto del acuerdo, el que se ha citado textualmente
en un capítulo anterior, sería difícil de poner en práctica. Solo la opinión pública, las presiones
gubernamentales y el tibio apoyo del estamento militar habían llevado a la patronal hasta la
cesión en una de sus principales herramientas de presión: el despido de los obreros a su
criterio. Y solo todo esto junto al lock out había llevado a un posibilista Salvador Seguí a ceder
en cuanto a la posible intervención de los trabajadores en la marcha de la producción. El punto
cuarto iba contra la realidad de lo vivido a diario en las empresas y talleres desde hacía dos
años.
La fragilidad del acuerdo se quebró desde el principio. Por parte obrera hubo una seria
oposición interna al terreno cedido por sus representantes en la Comisión mixta. Muchas voces
se alzaron indignadas contra lo que entendían eran unas concesiones fundamentales que
desbarataban y dejaban sin sentido la lucha mantenida hasta ese momento.
Solo una pequeña parte de los obreros se presentaron al trabajo en la fecha acordada.
Hubo discusiones, desencuentros, facciones radicales que se propusieron incumplir el acuerdo,
incluso llegando en algunos casos al sabotaje y hasta el incendio de la fábrica donde
trabajaban. La presión fue de tal calibre que los representantes sindicales que habían firmado el
acuerdo se vieron apartados de la negociación en beneficio de compañeros más duros.
A esta actitud colaboró la de los patronos. Muchos de los obreros que se reintegraron al
trabajo tras más de dos semanas de cierre esperaban cobrar los salarios no percibidos o al
menos una parte de ellos. No recibieron una peseta. Como afirmaba Graupera a ese respecto,
habiendo desembolsado dinero los sindicatos para compensar las pérdidas de salario, todo lo
que ahora se les diera habría de revertir desde el obrero en el sindicato. Los patronos no
deseaban colaborar en llenar la bolsa sindical.
Pero otras posturas fueron aún peores. Transgrediendo los acuerdos firmados, la
mayoría de los patronos no readmitieron más que a una parte de la plantilla: se ahorraban
costes ante la bajada de producción y de paso se libraban de los elementos más díscolos entre
sus trabajadores. Precisamente esos eran los que defendían con mayor energía la realización de
nuevas medidas de fuerza. De este modo, empezaron a declararse diversas huelgas dispersas
pero que alteraron el cumplimiento de los resultados de la Comisión mixta.
Con una tibia voluntad de intervenir en el proceso de descomposición de la paz social,
el gobernador civil y la policía tampoco daban abasto para atender todas las denuncias por
incumplimiento de los acuerdos. Cuando las modistas expulsadas de un importante taller
marcharon por las principales calles visitando otros talleres donde encarecían el paro la policía
no intervino. Solamente cuando llegaron a la plaza de Cataluña y empezaron los desórdenes
públicos, rotura de escaparates y atentados a tiendas de ropa, intervinieron arrestando a las
cabecillas. Pero situaciones así se multiplicaban a lo largo del entramado urbano de Barcelona.
Los políticos del Congreso nacional de diputados tampoco colaboraban en la
gobernabilidad de la situación por el gobierno de Sánchez de Toca. El ministro Burgos y Mazo,
que se veía desbordado por los conflictos de los que era informado por el gobernador Amado,
tenía que escuchar invectivas como las de Juan de La Cierva, el duro conservador maurista,
que les recriminaba su inacción en las calles de Barcelona para las que demandaba el estado de
guerra y una enérgica intervención militar. Las críticas llegaban al gobierno por todas partes.
Los presupuestos del año próximo no podían ser aprobados, los enfrentamientos entre la
Justicia militar y la civil estaban llegando a su más alto grado en torno a diversas sanciones en
la Escuela de Guerra.
La situación se arrastró así durante días en un deterioro constante, con nuevas algaradas
callejeras, sabotajes en las fábricas, huelgas y despidos arbitrarios de la patronal. A ello se unió
en una relación perversa la explosión de algunas bombas en las puertas de centros de trabajo,
algunos atentados sobre miembros de la patronal y de entre los sindicatos. La violencia crecía,
imparable.
El día 2 de diciembre la patronal consideró rotos los acuerdos y su relación con el
gobernador civil, no reconociéndole autoridad ninguna sobre un deterioro de las relaciones
laborales que se le había descontrolado, sin que las garantías dadas por el Gobierno en el
Decreto ley hubieran sido satisfechas. Así pues, aquel mismo día comenzó la fase más dura del
lock out.
Grupos de patronos marcharon por las calles de Barcelona “aconsejando” a los
pequeños talleres y empresas que se unieran al cierre. Pero no hacía mucha falta tal comisión
puesto que esta vez la patronal cerró filas. Hasta el pequeño comercio anunció que cesaba su
actividad una semana como acto de solidaridad con la Federación de Félix Graupera.
Tres días después el paro era muy amplio, no sólo en Barcelona, sino en muchas
poblaciones de Cataluña. Con el sector textil cerrado, las ramas de metalurgia, madera y demás
oficios clausurados, la masa obrera se vio en la calle nuevamente y sin salario alguno. Esta
vez, tras el fracaso de la Comisión mixta, Graupera y sus compañeros no estaban por ceder ni
buscar componendas. Simplemente, se negaron a volver a reunirse con los sindicalistas, al
tiempo que estos mostraban su renuencia a hacer lo mismo. Los patéticos intentos del
gobernador civil por reunirse con ambas partes y llevarlos nuevamente a una mesa de
negociación fueron desestimados. Graupera veía lo sucedido con el optimismo que le daba la
férrea unión de los patronos:

“Ya ven ustedes –ha dicho- que el lock out, de cuyo éxito dudaban algunos, es un
verdadero triunfo para la Federación patronal, ya que viene a demostrar la
unanimidad de los patronos en el modo de apreciar el conflicto actual y pone de
manifiesto la fuerza de que podemos disponer en un momento dado…
Preguntado acerca de la perspectiva que le ofrece el conflicto en cuanto a la
reanudación del trabajo, contestó que no se reanudará hasta que los obreros
vuelvan a sus puestos espontáneamente.
Por otra parte, como el lock out está ahora en sus comienzos, no hemos estudiado
todavía la forma en que los obreros habrán de manifestar su voluntad de volver al
trabajo de manera que satisfaga a la Federación patronal” (ABC, p. 5.12.1919, p.
9).

Como siempre que la situación parecía fuera de control, surgían voces de crítica al
Gobierno de Sánchez de Toca, incapaz de imponerse al estamento militar en sus reclamaciones
específicas, impotente para aprobar el presupuesto nacional, y de reclamación de soluciones
más drásticas ante la conflictividad social. Así, el diario por excelencia de la burguesía
catalana comentaba por aquellos días:

“En las actuales circunstancias de España el ejército es la única esperanza de


salvación que guarda una sociedad amenazada de los más terribles conflictos; no
olvidemos que en su prestigio estamos todos interesados; no olvidemos que la
cuestión social se toma en muchos casos como tapadera de una obra puramente
revolucionaria y que tiende a derribar la monarquía y con ella todos los
fundamentos sociales” (La Vanguardia, 4.12.1919, p. 8).

El día 11 se informaba de diversos tiroteos, en la calle Salmerón uno y en la de Conde


del Asalto otro, por el que habían resultado heridos un súbdito alemán “que, según se ha dicho,
realiza ahora determinados trabajos policíacos al servicio de elementos patronales” y dos
hombres “también adscritos al servicio de policía patronal”. La lucha entre el terrorismo de
ambos bandos se hacía explícita pero no era más que el comienzo de una nueva espiral de
violencia.

La situación en Barcelona

(Adolfo Marsillach)
Llevamos quince días de lock out. Quienes afirman que éste ha fracasado faltan a la
verdad. Éxito mayor no lo había conseguido nunca organización social alguna en España ni
fuera de ella. La disciplina patronal tiene aterrados a los Comités sindicalistas. Estos fiaban el
triunfo de su causa, no a sus propias virtudes ni la inteligente dirección de sus caudillos, sino a
que los patronos, llegado el momento de actuar o de revolverse contra los sindicalistas tirarían,
movidos de la codicia, cada cual por su lado y el lock out sería, como anunciado por los
profetas del comunismo, un espantoso fracaso. Desgraciadamente para el sindicalismo y para
los obreros en general, la realidad va convenciéndoles de lo contrario. A los quince días del
segundo lock out el bloque patronal parece, por su fortaleza de granito y por su disciplina, una
organización militar anterior a las Juntas de defensa. Que nosotros sepamos, ni uno solo de los
inscritos en la Federación ha desobedecido sus órdenes, y así el paro es casi absoluto en toda
Cataluña.
Aquí en Barcelona, funcionan los servicios públicos, circulan los tranvías, están
abiertos los teatros y los establecimientos que no expenden artículos útiles a las fábricas en
huelga: las panaderías, los ultramarinos, el hotel Colón, traidor dos veces a la causa de los
hosteleros, algunos cafés servidos por los dueños y sus familiares y una treintena de bares de
los extramuros. Descontadas estas excepciones, casi todas impuestas por la Federación
patronal, aquí no trabaja nadie ni hay otras manifestaciones de vida activa. En esta actitud
piensan perseverar los patronos hasta la sumisión a su placer de los obreros, en el bien
entendido que no se tomarán contra ellos represalias dictadas por la venganza, ni se les exigirá
nada contrario a las leyes ni a la libertad individual.
Falta saber ahora si las cosas ocurrirán tan al gusto de la clase patronal. Decimos esto a
pesar de creer más cerca del triunfo a la patronal que a los obreros. Aun así, podrían acontecer
inesperados sucesos que dieran al traste con las ilusiones de los patronos mantenedores del
lock out. ¿Es que tememos algo? Como temer, lo tememos todo. No podemos olvidar que
estamos viviendo el momento más grave de la historia de Cataluña, que asistimos a la lucha de
medio millón de anarquistas que en un instante pueden paralizar todos los servicios públicos
del Principado contra unos miles de patronos que tratan de vencer por hambre a sus temibles y
numerosos adversarios.
Que los sindicatos hayan dicho que están dispuestos a ir hasta el fin sin alterar el orden,
no tiene ningún valor. Si se les presentase ocasión de alterarlo con positivo resultado, irían a la
sedición sin pensarlo un momento. Si ahora no van, si ahora no acuden en masa a la violencia,
contentándose con ‘pequeños’ actos de terrorismo, es porque tienen miedo a las consecuencias,
no por amor al orden ni respeto alguno a la vida humana. Pero cabe en lo posible que el
hambre induzca a las masas famélicas a desoír los prudentes consejos de los Sindicatos y que
estos, contra su voluntad, se vean arrastrados a salir de su actitud pasiva para tomar otra más
simplista y más del agrado de los desesperados y de los anarquistas partidarios de la acción
directa. Esto determinaría el fin de la pugna con la probable victoria de los patronos, pero ésta
podría ser como la de Pirro.
La victoria incruenta danla por descontado lo mismo los obreros que los patronos. Sin
embargo, nos parece que los obreros conscientes no creen en ella. Un dato: no gallean ni
amenazan como otras veces, sino que ponen especial empeño en presentarse como víctimas de
la codicia y de la intransigencia patronal. Y esto, para quien conozco la psicología de las
multitudes y la pasada arrogancia de los Sindicatos es una prueba de debilidad. Mejor diríamos
de que se van dando cuenta de haber abusado de su fuerza, aburrido al patrono y hecho
inevitable el lock out.
Cada lunes es un nuevo temor y una nueva incógnita, y cada semana que pasa, un
avance hacia el precipicio que nos puede tragar y sepultar a todos. ¿Qué pasará la próxima
semana? Suponemos que poco más o menos seguirá igual a la última y penúltima
transcurridas, limitándose los enemigos de la paz pública a atentar aisladamente contra la vida
de personas inermes y confiadas, sea con la browning, sea con las bombas. Suponemos
también que esos atentados se perpetrarán, como hasta ahora, en la más perfecta y escandalosa
impunidad.
Pero esto no puede continuar eternamente. Todo clama por una pronta solución y, sin
embargo, esta solución no puede venir ínterin los Sindicatos no abusen de su fuerza y los
patronos de su dinero, y aquí no hay Gobierno, ni policía ni Justicia.
16.12.1919

Nuevo Gobierno

El día 12 de diciembre cayó finalmente el gobierno de Sánchez de Toca. Había sido una
rareza, como afirmaron muchos, un gabinete conservador que actuó con más benevolencia
hacia el sindicalismo de lo que lo habría hecho uno de naturaleza liberal.

“Por primera vez, y con un gran sentido de la realidad, un Gobierno conservador


nos sorprendía con la modernidad de sus procedimientos. Se sentía justiciero y
abandonaba resueltamente el sistema tradicional, que consistía en perseguir al
obrero, partiendo del supuesto de que la razón no podía estar nunca de su parte.
Cuando vimos que no se perseguía a los Sindicatos, y que las cárceles no se
llenaban de trabajadores, y que ya no se hablaba de exterminar a nadie, no salíamos
de nuestro asombro. ¿Vivimos realmente en España? ¿Y bajo un Gobierno
conservador? ¿No seremos víctimas de una pesadilla?” (El Heraldo de Madrid,
16.11.1919, p. 1).

Este editorial aparecía en un periódico eminentemente republicano durante la primera


fase del lock out, cuando la Comisión mixta había llegado a sus primeros acuerdos. Mostraba
la sorpresa que suponía contemplar a un gobierno conservador haciendo una política semejante
a la que había llevado a cabo Romanones durante la huelga de la Canadiense. Además del
talante de su presidente Sánchez de Toca, seguidor de Eduardo Dato en lo político pero
independiente en sus creencias, pesaba sobre su mandato el fracaso de otro gobierno
conservador de figura tan eminente como Antonio Maura, al que había sucedido.
Sin embargo, el hombre que no colaboraría con la dictadura de Primo de Rivera, que
diría no al rey en 1931, a la caída de éste, culpándole del deterioro de la situación del país, se
encontraba en una encrucijada que no satisfacía a nadie. Desde luego, los empresarios
catalanes no creían en él así como en su representante en la región, el gobernador Amado. La
burguesía conservadora se las tenía tiesas con un gobierno que consentía el juego de los
sindicatos, sin llegar a reprimirlos severamente como demandaban. El Ejército no aceptaba las
injerencias del poder civil en lo que entendía que era su propia jurisdicción. Desde el punto de
vista liberal, se prefería un gobierno de ese carácter antes que otro conservador jugando a ser
liberal.
Si al menos su actitud hubiera garantizado la paz social, habría tenido una justificación,
un logro que presentar al rey cuando éste llamó a consultas a Sánchez de Toca. Pero lo cierto
es que nadie colaboraba con su punto de vista ni tenía apoyo alguno en el Congreso para
aprobar el presupuesto gubernamental para el año siguiente. En suma, todo el mundo en la
política oficial estaba harto de ese gobierno y sólo la dificultad de formar otro en un Congreso
tan dividido en facciones rivales o hermanas, con apenas decena y media de representantes
republicanos y socialistas que clamaban en el desierto, impidió su caída hasta el mes de
diciembre.
Tras su cese por el rey, el monarca propuso de presidente del Consejo de ministros a un
político veterano, Manuel Allendesalazar, dentro de un gobierno de concentración
conservadora donde había datistas, mauristas y ostentaba la cartera de Gobernación Joaquín
Fernández Prida, de estos últimos.
En la noche del día 17 de diciembre llovía copiosamente sobre Barcelona. Hacía cinco
días del cambio de gobierno y todo eran rumores sobre quién sucedería al Sr. Amado como
gobernador civil. Se estaba en un compás de espera en lo político pero, desde el punto de vista
social, la situación estaba cada vez más tensa. El lock out era ya general en Cataluña tras
sumarse al movimiento la construcción. Los obreros deambulaban por las calles sin destino
laboral, viviendo cada vez con más apreturas. Bombas y petardos resonaban con demasiada
frecuencia por las noches, cuando no era algún tiroteo aislado. Somatenes, policía y guardia
civil patrullaban por las calles en previsión de nuevas violencias.
Aquella noche no parecía muy propicia para el estallido de artefactos ni para atentado
alguno, con la cantidad de agua que estaba cayendo. Dos guardias civiles, Manuel Peromingo
y Francisco Gonzalvo, paseaban bajo sus capuchas, fusil en mano, por la calle de Córcega.
Entonces vieron un bulto en la calle. Era un hombre tirado en el suelo que, aparentemente,
sufría algún tipo de ataque entre convulsiones. Dejaron sus fusiles apoyados en la puerta de
una taberna y se inclinaron hacia el yacente para intentar socorrerlo.
Poco después pasó por la zona un vigilante particular. Bajo la lluvia dos cuerpos se
encontraban tendidos en la calle. Comprobó estupefacto que eran dos guardias civiles de
manera que hizo sonar el silbato repetidamente hasta que fueron asomándose vecinos y
llegaron otros vigilantes para ver qué pasaba.
Improvisaron unas camillas con unas escaleras y llevaron a los heridos hasta el
dispensario más cercano. Peromingo ingresó cadáver con fractura de la base del cráneo,
conmoción cerebral y contusiones múltiples. Gonzalvo no estaba muerto al llegar pero
fallecería al cabo de hora y media. Ambos habían sido agredidos, posiblemente por varios
hombres y por medio de armas contundentes. ¿Qué había sucedido? Las autoridades se
reunieron de urgencia al día siguiente, los periódicos anunciaron la noticia con grandes
titulares. Una cosa era que obreros y patronos la emprendieran a tiros unos con otros pero un
atentado a la autoridad y con esa crueldad, no se podía dejar impune.
Justo al día siguiente del atentado contra Félix Graupera, tres semanas después, se
detuvo a “El Chato”, un sujeto con malos antecedentes, y a algunos de su cuadrilla. Durante el
tiempo que medió entre la muerte de los guardias y la detención de semejante personaje,
cuando aún no se sabía quién era el culpable del sangriento episodio, los periódicos de
derechas dieron por descontado que era obra del sindicalismo terrorista. Aunque no se pudiera
probar tal cosa después, el efecto de tal atentado cayó como otra de las bombas que explotaban
por las calles sobre la posibilidad de algún tipo de arreglo.
La policía pudo al fin conocer la verdad de lo sucedido. Cinco hombres habían entrado
en la taberna junto a la que tuvo lugar el suceso. Intimidaron al dueño y su cuñada, presentes
en ese momento, para que guardaran silencio. Mientras cuatro se guarecían en el
establecimiento el quinto salió a la calle y representó el papel de agonizante. Cuando los
guardias se acercaron habiendo dejado sus armas apoyadas en la puerta de la taberna, los
cuatro malhechores salieron de su escondrijo, se apoderaron de ellas y la emprendieron a
golpes con los indefensos guardias hasta causarles heridas de muerte. Huellas de culatazos, al
decir de los médicos que les atendieron, se observaban en el rostro de los dos agredidos.
Pero cuando todo esto se supo el ambiente empresarial catalán andaba ya revuelto, con
protestas generalizadas, cierres del pequeño comercio como solidaridad hacia el presidente de
la Federación patronal, y una delegación de patronos viajando a Madrid para exigir una
respuesta contundente a lo sucedido el día 5 de enero por la noche.
La tendrían. De eso habría de encargarse el nuevo gobernador civil enviado a Barcelona
el 21 de diciembre, apenas cinco días después de la muerte de los dos guardias civiles.
Francisco Maestre Laborde había nacido en 1872, por lo que contaba 47 años en el momento
de asumir la responsabilidad de representar al Gobierno central en Cataluña.
Natural de Valencia y abogado de formación, había sido alcalde de esta ciudad en 1903,
como colaborador de Silvela, y de 1913 a 1915, dentro del partido conservador en la corriente
de Maura primero y en la de Dato después. En todo caso, su nombramiento fue mal recibido en
el sindicalismo barcelonés, que muy a menudo había recibido el apoyo de los gobernadores
civiles hasta ese momento.
El que llegó a la Ciudad Condal cerca del día de Navidad era un gobernador civil duro
con los trabajadores, como había demostrado recientemente en el mismo puesto en Cádiz y
sobre todo en Sevilla, donde se había caracterizado por la represión del movimiento obrero. Su
paso por el gobierno civil catalán no sería muy extenso pero sí traería serias consecuencias
para el conflicto entre patronos y obreros e incluso, como se verá más adelante en este libro,
para su vida personal.
Cuando en mayo de 1920, a la caída del gobierno de Allendesalazar y la subida de Dato
al poder, dejara su puesto, habría dejado una larga estela de represión y muerte trabajando codo
con codo con el sucesor de Miláns, general Weyler, en el encarcelamiento de sindicalistas.
Después de conocer la situación de Barcelona en vísperas del atentado contra Graupera,
volveremos a éste para examinar su final y sus consecuencias.

Los malos pastores

(Adolfo Marsillach)

La Vanguardia ha tenido que suspender temporalmente su publicación por


impertinentes disposiciones del Sindicato de Artes Gráficas; no tenemos harinas por un
«ukase» sindicalista; no se sacrifica en los mataderos y estamos sin carne hace tres días porque
así lo ha acordado el Comité del Sindicato único de la alimentación; ayer no hubo pan por
haber abandonado las tahonas, a media noche y sin previo aviso, los pacientes siervos del
«Noy del Sucre», y estamos sin fondas y sin cafés hace tres meses porque así se les antoja a los
dictadorcillos de la ciudad. Añádase a esto que, a consecuencia del «lock-out» y de las
exportaciones toleradas y fraudulentas, en Barcelona no hay patatas, ni aceite, ni huevos
frescos ni otros muchos artículos de primera necesidad. Como si esto fuera poco para
amargarnos la existencia y maldecir del día que nacimos, la codicia de los mercachifles no
tiene freno, y son los farmacéuticos quienes más se distinguen en la dulce, bien que inmoral
tarea, despellejar y atracar al prójimo. Antes que entrar en una tienda hay que tomar
precauciones, y adquirir una medicina es dar mil por lo que vale cien. Para estar en carácter, al
tendero le falta despachar con trabuco, y al boticario, con trabuco también, pero con galones de
capitán.
Así no es posible la vida y ha de venir el estallido. Cuando esto ocurra, las
responsabilidades alcanzarán a los Sindicatos por su actuación arbitraria, imbécil y
perturbadora;
a los patronos, agricultores, intermediarios y acaparadores, por su desenfrenada codicia, y a los
que han gobernado de unos años a esta parte, por no haber metido en cintura a sindicalistas,
patronos, agricultores y vampiros. Unos y otros están abusando de la paciencia de los
barceloneses que no presentan bases ni organizan huelgas, ni lock outs, ni encarecen las
subsistencias, ni escupen al cielo como los obreros, los intermediarios, los especuladores, los
gobernantes y los patronos, y cuando menos lo pensemos va a estallar la gorda. Lo sensible es
que el día que eso llegue van a sufrir por igual víctimas y victimarios.
Si no hay energía de parte del Gobierno nos aguardan días de rabia, de hambre, de
tristeza y de ruina. Los obreros ya no pueden más. Pero en vez de tirar el «carnet» de esos
Sindicatos que hicieran inevitable el «lock-out», y que no les auxilian ni con dinero ni con
especies, algunos obligan a pedir limosna a sus mujeres y a sus hijos. Empiezan a verse grupos
de obreras tendiendo la mano a los transeúntes. ¡Qué dolor! ¿Pero es digno esto? ¿No sería
más digno y más varonil dar la batalla en el terreno de la violencia o mandar a paseo a los
Sindicatos y trabajar con fe y honradamente, cobrando buenos jornales? Si se hiciera un
plebiscito entre los obreros, tenemos la seguridad que la mayor parte votaría por tirar el carnet
y volver al trabajo. Lo ocurrido con los empleados de teatros, music-halls y cines es ejemplar.
El Comité del Sindicato respectivo presentó unas bases a los empresarios, amenazándoles con
la huelga en caso de no ser aceptadas. Por iniciativa del gobernador, se fué a una votación.
Pues bien; casi todos los empleados contestaron que de ninguna manera querían ir a la huelga,
hallándose satisfechos de sus patronos. Sin esa votación, se hubiera ido al paro del personal
subalterno de los teatros, dándose una vez más el caso de estallar una huelga contra la voluntad
de los obreros y sólo por «ukase» de cuatro anarquistas mequetrefes con mentalidad de
guardacantón.
A estos tiranuelos debe el pueblo de Barcelona el haberse quedado sin carne y sin pan,
a pesar de las repetidas afirmaciones de los Comités de que no se paralizarían los servicios.
Tan desacertada y tan impopular ha sido la orden de esos Comités declarando la guerra, no a
una clase, sino a la ciudad, que se han apresurado a levantar la prohibición de matar carne y
elaborar pan. Pero no confiesan su error. Faltando a la verdad, dicen que sólo lo hicieron para
demostrar que los resortes de la tranquilidad pública están en manos de los Sindicatos. Esto
demostrado, nos perdonan la vida. Por nuestra parte, se lo agradecemos, por más que nos
resistamos a creer en el altruismo de quienes en mayo último nos dejaron sin pan, sin luz, sin
medicinas y a no poder enterrar a nuestros deudos, que estuvieron días y días pudriéndose en
sus lechos de muerte. Pero más que nosotros, se lo deben agradecer aquellos miles de obreros
que ayer, faltos de pan, acudieron a los Sindicatos a protestar de que se les hubiese privado de
su base de alimentación.
A la indisciplina y desmoralización que empieza a notarse en el seno de los Sindicatos,
hay que atribuir el propósito fracasado, de suspender los servicios públicos. Los obreros,
desesperados después de un mes de huelga forzosa, piden dinero o soluciones prácticas a los
Sindicatos, y no se les da dinero ni soluciones. Se les contesta que esperen, que perseveren en
su actitud de no abandonar al Sindicato, y el triunfo es de ellos. Pero los que razonan
consideran perdido el pleito; los que pasan hambre no entienden de razones| y unos y otros
amenazan con tirar el carnet y con ir a firmar las listas de contratos individuales. Ante el
peligro, momentáneo por llo menos, de irse abajo la organización sindicalista, a los
dictadorcillos de los Sindicatos, queriendo contener la desbandada y con el propósito de dar
ánimos a los que flaquean, no se les ocurrió otra cosa que decretar la suspensión de los
servicios, sin tener en cuenta la palabra que habían dado de no suspenderlos y sin percatarse
que el dejar sin pan a la población era condenar al hambre a los obreros.
Con disposiciones tan absurdas y disparatadas como esa de querer privarnos de pan, se
ha hecho inevitable el lock-out y se han perdido no pocas huelgas; como se perderá, y merece
perderse por abusiva, injustificada e inmoral, la de los camareros, que con el cuento de !a
supresión de las propinas por dignificación de la clase, quieren asegurarse sueldos cuatro veces
mayores que los que percibe la mayoría de los obreros, convirtiendo el acto voluntario de la
propina en un acto obligatorio. Así están seguros de que no ha de faltarles el superingreso de la
propina, con la ventaja, además, de no tener que agradecerla ni de esmerarse en el servicio. Por
esta inmoralidad e impertinencia de los camareros, apoyados por los Sindicatos, hay seis mil
hombres en huelga y Barcelona está hace tres meses sin fondas, restaurantes, cafés,
cervecerías, bares y similares.
Mientras los Sindicatos carezcan de mentalidades y estén en poder de energúmenos y
analfabetos, no irán nunca por buen cauce los pleitos que origine la lucha del trabajo contra el
capital.
No acarrearán más que perturbaciones sin eficacia.
Váyase contando el número de las que en un año hemos asistido.

3.1.1920
Graupera sobrevive

En la noche del día 5 de enero viajaban en el coche, según dijimos, el chófer Juan Noya
y el agente José Salgado en el asiento delantero, mientras el otro policía, San Germán, y el
patrono Sr. Batlle protegían a Félix Graupera, que marchaba en el centro del asiento trasero.

Agente José Salgado


Cuando el coche doblaba desde la calle Reforma hacia la de San Pedro sonaron dos
disparos. El agente Salgado, herido en el muslo y en el brazo, asomó la cabeza por la ventanilla
pero la negrura era completa, por lo que no consiguió ver a los agresores que formaban el
primer grupo. Tampoco a los del segundo, junto a una tapia, que descargaron sus revólveres al
unísono: fueron catorce o quince disparos que, pese a ser el browning un revólver poco
ruidoso, sonaron en las calles adyacentes, según manifestaron los vecinos.
El chófer se inclinó sobre el volante pero continuó conduciendo a duras penas. “¿Te
han herido?” preguntó Salgado. “Sí, me han hecho daño, me han hecho mal” pudo balbucear a
duras penas Juan Noya. Los policías habían ido durante todo el camino revólver en mano pero
no pudieron emplearlo. Apenas hecho ese breve intervalo de palabras sonaron desde atrás
varios disparos más. El coche zigzagueaba pero continuó avanzando hasta el número 24 de la
calle San Pedro, a poca distancia de la casa de Graupera.
Nuevamente Salgado, uno de los menos heridos en el tiroteo, descendió del vehículo y
abrió una de las portezuelas traseras. El cuerpo de su compañero San Germán, herido de
muerte, casi cayó sobre él. Mientras lo sostenía, preguntó a Graupera si lo habían alcanzado.
“Creo que tengo dos o tres balazos” respondió el patrono. Batlle, al otro lado, se limitaba a
gemir.
Los vecinos y algún agente de vigilancia acudieron al lugar donde permanecía el coche.
Ayudaron a Graupera a descender de él dirigiéndose por su propio pie, Salgado y el
empresario, hasta una farmacia cercana. Desde allí, con una cura superficial, Graupera prefirió
dirigirse a su casa, a dos pasos, y recibir atención médica allí. Por su parte Salgado fue
trasladado al Hospital Clínico.
Mientras tanto, el coche con los tres heridos dentro permanecía detenido rodeado de
vecinos que no sabían qué hacer. Uno de ellos, un joven más decidido que los demás, preguntó
si alguien sabía conducir el coche. Como no era así él mismo se puso al volante llevando el
coche hasta la casa de socorro más próxima. Mientras los médicos se encargaban de conducir a
los heridos al interior, el mismo joven llamó por teléfono a la policía. Poco después llegó el
Capitán general Miláns del Bosch, que se encontraba en el teatro Goya en el momento de la
agresión, el gobernador Sr. Maestre, el secretario del Gobierno, el cabo somatén Vidal y Ribas
y otras autoridades. Todos se interesaron por el estado de los heridos en el tiroteo.
Agente San Germán

El más grave de todos ellos era el agente Ricardo San Germán, de unos 27 años. Un
proyectil había impactado en la sien derecha produciendo pérdida de masa encefálica. Juan
Noya presentaba hasta seis balazos, tres de ellos en el muslo sin mayor gravedad, dos en un
brazo. Lo peor era la sexta herida en el vientre que hacía peligrar su vida por el riesgo de
peritonitis. A Modesto Batlle, el empresario pintor que acompañaba a su compañero Graupera,
le encontraron una sola herida pero de carácter muy grave, por interesarle la columna vertebral.
Debió recibir el impacto en la última descarga realizada por la parte trasera del vehículo.
Sr. Modesto Batlle
Tanto Salgado como Graupera fueron los menos afectados. Al segundo se le encontró
un impacto en el muslo y otra herida en el pecho que preocupó bastante más y le obligó, tras la
visita médica, a guardar un completo reposo frente a las muchas visitas que comenzó a recibir
en su casa. De hecho, conservaría una bala en la región pleural, como se manifestó tras una
radiografía realizada días después, sin que haya constancia de que se la hiciera extraer nunca.

Lugar del atentado


La consternación entre la Federación patronal y las autoridades civil y militar fue
considerable. Félix Graupera era el presidente de los patronos catalanes, el más custodiado
probablemente después de tantos anónimos amenazantes. Aun así, la acción coordinada de un
buen grupo de asesinos había conseguido llegar hasta él. La única víctima mortal del atentado,
el agente San Germán, moriría a las tres de aquella madrugada sin recobrar el sentido y
mientras los médicos debatían si realizarle una trepanación o no.

Entierro del agente fallecido

Un policía había dado su vida en el atentado pero ¿cómo el gobernador y el jefe de


policía no habían podido controlar la situación cuando tantos avisos hubo? ¿Fue negligencia,
se preguntaban algunos diarios, simple ineficacia? El entierro del agente fallecido, días
después, resultó multitudinario. Para entonces las autoridades habían dado un golpe de efecto
que acalló las críticas.
El Sr. Maestre Laborde consideró que los sindicatos y su segmento criminal habían
llegado demasiado lejos. Mientras fuera un terrorismo de “bajo nivel” no había por qué tomar
medidas extremas pero el atentado contra Graupera marcaba un antes y un después. La actitud
de la autoridad civil frente a los sindicatos, que se había mantenido hasta entonces en una
posición ambigua y controlada, se decantó decididamente por el sector patronal.
Presidencia del entierro

Al día siguiente el Sr. Maestre mandó cerrar la redacción de “Solidaridad obrera” y


clausurar los sindicatos que a partir de ese momento solo podrían reunirse en la clandestinidad.
Por otra parte, la policía fue batiendo las casas de los obreros más significados deteniendo a un
número indeterminado de ellos, entre 300 y 400 según informaron los diarios. Fueron
conducidos en masa a Montjuich y a distintos barcos de guerra surtos en el puerto de
Barcelona.
Entre ellos estaban abogados que no pertenecían a los sindicatos pero que los defendían
habitualmente y hasta los representaban, como el Sr. Guerra del Río o Lluis Companys. Este
último, un abogado joven de 37 años, era amigo del diputado y abogado socialista Layret y de
Salvador Seguí desde su juventud, dado que nacieron en pueblos cercanos y se conocieron
pronto. El futuro jefe de Esquerra Republicana y presidente de la Generalitat desde 1934
llevaba algunos años defendiendo la unión entre el bando republicano y el anarquista,
interviniendo en la huelga de la Canadiense y ejerciendo un papel mediador con el alcalde de
Barcelona, ciudad de la que era concejal.
Los más conocidos líderes anarquistas, Ángel Pestaña y Salvador Seguí, escaparon, de
manera que los mejores representantes o mediadores en el conflicto generado por el lock out y
las huelgas presentes en la vida pública estaban presos o en fuga. En todo caso, la detención
masiva de sindicalistas surtió el efecto de calmar un tanto los ánimos en las agitadas aguas de
la política barcelonesa y nacional.
Las tensiones en ambos ámbitos fueron, sin embargo, muy intensas. Miláns del Bosch
preparó un bando por el que declaraba el estado de guerra y asumía plenos poderes jurídicos
sobre la población barcelonesa, sin intervención alguna del poder civil. Como era preceptivo,
lo envió al presidente del Consejo para que lo aprobara. El Sr. Allendesalazar lo presentó en el
Consejo de ministros originándose un serio alboroto entre ellos, por cuanto la mayoría
rechazaba tales atribuciones que permitirían a Milans proclamarse prácticamente jefe absoluto
de Cataluña sin que el Gobierno pudiera objetar nada a su actuación. Se rechazaron sus
pretensiones y se mandó orden a Miláns para que se presentara inmediatamente en Madrid.
Ello disparó los rumores de su posible destitución escuchándose en todas las bocas el
nombre del general Weyler. Aunque el incidente había sido muy serio y el Gobierno tomó
buena nota del mismo, se vio obligado a recular ante el apoyo sin fisuras encontrado por el
general Miláns desde Barcelona y las controversias que su posible sustitución causó en el
mismo Senado dos días después del atentado.
General Miláns del Bosch
La sesión de tarde del día 7 fue, en efecto, muy agitada. Sacó el tema el antiguo jefe de
policía en Barcelona durante la huelga de la Canadiense, Sr. Doval. Recordó aquellos días
afirmando que, una vez llegados a un acuerdo patronal y sindicatos, el culpable de interrumpir
esa paz social y hacerla inviable fue precisamente el Capitán general de la región, al negarse a
poner en libertad a obreros detenidos por el ejército.
Frente a esta culpabilización de Miláns del Bosch alzó la voz el político conservador
maurista Ramón del Rivero y Miranda, IV conde de Limpias. Tras fracasar el año anterior en
sus aspiraciones a ser elegido diputado por Cantabria, el que en 1920 no sólo sería senador
sino alcalde de Madrid, defendió de manera entusiasta el papel del Capitán general para
defender a una clase patronal agredida continuamente por las aspiraciones sindicalistas y el
terrorismo asociado. Recordó la vieja distinción entre la cuestión social, para la que se requería
“amor y justicia”, y la de orden público, que tenía que combatirse de manera enérgica,
afirmando que muchos obreros estaban disconformes con sus sindicatos y sólo un régimen de
terror conseguía acallarlos.
El senador catalanista Sedó, por su parte, culpó como siempre a la inacción del
Gobierno central de la situación creada en Barcelona, algo en lo que coincidió con Cambó y,
por motivos diferentes, con los socialistas Layret y Besteiro. Eso obligó al ministro de
Gobernación a reclamar el apoyo a las autoridades antes que socavar su capacidad de acción,
secundado después por el mismo presidente del Consejo, que apeló a reclamar la colaboración
de todos en la lucha emprendida para garantizar el orden público en la capital catalana.
En suma, cada uno criticaba aquello que más le molestaba, como de costumbre, pero se
mantenían expectantes respecto a si la enérgica actitud del gobernador Sr. Maestre Laborde
daría algún fruto y si el Capitán general sería destituido o no. Desde luego, si las detenciones
eran muchas, la desorientación policial era grande. El mismo encierro de abogados conocidos
no aportaba nada en la averiguación de los culpables, así como la persecución de los dos
líderes anarquistas, caracterizados en general por alentar la negociación antes que los actos
terroristas como el que se acababa de vivir. No sería hasta agosto de 1922, dos años después,
cuando se detendría al anarquista Feliciano Benito (fusilado en 1940 en Guadalajara) y varios
compañeros, acusados del atentado que había terminado con la vida del agente San Germán y
herido a Félix Graupera.

Dimisión de Miláns del Bosch

El 11 de enero llegó a Barcelona procedente de Madrid el Capitán general Miláns del


Bosch. El apoyo recibido por parte de la burguesía y de la patronal en la Ciudad Condal había
sido unánime. En el álgido momento en que se desplegaba una nueva política represora de los
sindicatos dentro de la alianza con el gobernador civil Maestre Laborde, era un gran
inconveniente un cambio de autoridad militar. El Gobierno, derrotado una vez más por la
presión de las fuerzas más reaccionarias de la sociedad, tuvo que mantenerlo otorgándole
además todos los poderes que exigía. Aquella victoria sería efímera y su mandato se extendería
apenas un mes más, aunque fue decisivo en la desarticulación de los sindicatos y la vuelta al
trabajo.
A mediados de enero la prisión de aquellos cientos de sindicalistas continuaba, pese a
lo cual la CNT seguía promoviendo huelgas en diversos sectores básicos. Ante la posibilidad
de que el lock out llegara a levantarse, dieron instrucciones a los obreros de que reclamaran los
jornales perdidos durante el cierre empresarial. En caso de no percibirlos, las órdenes eran las
de destruir la maquinaria e incluso la fábrica o taller de que se tratase.
El día 13 de enero un fuerte contingente de guardias civiles y somatenes ocupó una
manzana entera, entrando violentamente en el Centro Republicano catalán, sito en la calle Peu
de la Creu. En su interior se encontraban 62 sindicalistas venidos de toda Cataluña que
discutían el planteamiento de una huelga general para toda la región, la única respuesta que
veían factible ante el acoso y la represión por parte de las autoridades.
Su detención, permitida por un soplo oportuno, desarticuló la respuesta sindical a los
movimientos de las autoridades. El golpe fue tan sensacional que la patronal tuvo que admitir
la existencia de una nueva actitud por parte del gobernador civil Maestre. Aquel no era el Sr.
Amado con sus componendas, aquello no era complicidad alguna con el sindicalismo sino
enfrentamiento duro y enérgico para reprimir la respuesta obrera.
El gobernador reunió poco después a la directiva de la patronal. El Sr. Graupera no
pudo acudir pero fue informado puntualmente de lo allí hablado. El primero les dijo que era su
propósito normalizar la vida de Barcelona, terminar con la huelga de camareros, reabrir cafés y
fondas, pero que para eso necesitaba que la patronal colaborara levantando el lock out y
haciendo frente conjuntamente a la posible respuesta obrera. Si fuera así, habría que distinguir
entre los terroristas y los obreros que deseaban trabajar por su salario y en unas condiciones
adecuadas. No cabía expulsar indiscriminadamente a los trabajadores, asfixiar la respuesta del
“buen” obrero, había que mostrarse generoso con él al tiempo que implacable con los que
formaban alborotos o pretendían subvertir la buena marcha de la empresa.
Los empresarios cabeceaban, aún con la reserva de tantas decepciones anteriores. Pero
los hechos daban cuenta de una nueva actitud, con tantos sindicalistas presos y sus más
renombrados líderes en la clandestinidad desde la cual, según se supo poco después, se
reconocía la derrota y se abogaba por la vuelta al trabajo.
Parte de la patronal aún no las tenía todas consigo como para aceptar la apertura de los
centros de trabajo sin una clara contrapartida. El mismo Graupera, cuando fue informado, vio
la situación muy positiva pero mandó exigir que los obreros que entraran a trabajar lo hicieran
con un contrato individual. Mientras los sindicatos estuvieran dominados por elementos
anarquistas no debía haber posibilidad de que se organizaran colectivamente, ni siquiera por
oficios como hasta la huelga de la Canadiense.
Tras la reunión el día 16 por parte de la directiva patronal, se llegó a la conclusión de
que:
“La Federación patronal declara una vez más que no se opone, sino que anhela
vivamente tratar con las organizaciones obreras, entre las cuales, naturalmente, no
puede contarse el Sindicato único. Que el contrato individual de trabajo lo acepta
como un mal menor la Federación, porque reconoce la superioridad de los
contratos colectivos, a los que irán de buen grado cuando haya organizaciones
obreras con las que celebrarlos” (ABC, 16.1.1920, p. 13).

Que cada trabajador tuviera que avenirse individualmente a las condiciones de salario y
horario que le impusiese el patrono significaba la derrota completa del sindicato anarquista.
Se planteó el lunes 26 como el del levantamiento del cierre empresarial encareciendo a
los obreros a que se reincorporaran a sus puestos de trabajo. La masa de trabajadores, sin
dirección, con grandes necesidades que llegaban hasta el hambre y la miseria, fue yendo a
trabajar desde esa fecha paulatinamente.
El día 31 sólo se habían reincorporado algo menos de catorce mil obreros, casi cinco
mil en el puerto, donde se habían acumulado ingentes cantidades de productos sin distribuir.
En esos momentos Seguí y Pestaña se mostraron favorables a la vuelta al trabajo en la
esperanza, según afirmaban, de volver a reorganizarse más adelante, cuando las condiciones lo
permitieran. Al mismo tiempo, un enérgico bando del gobernador civil anunciaba todo tipo de
castigos contra aquellos que ejercieran actos de sabotaje o alteraciones del orden público. Esta
vez todas las partes supieron que estas afirmaciones no se quedarían en palabras como otras
veces.
El 8 de febrero, una semana después, trabajaba la cuarta parte de los obreros que habían
estado en huelga. Los patronos, que aún no las tenían consigo, siguieron las instrucciones de
tratar bien a sus trabajadores: la mayoría obtuvo en los contratos individuales un trato
aceptable percibiendo además una parte importante de los jornales perdidos durante la
imposición del lock out. Aquello calmó enormemente el malestar obrero y convenció a muchos
más de reincorporarse a sus puestos.
Fue entonces cuando una simple intriga política condujo a la dimisión del Capitán
general de Cataluña. Para contrarrestar intervenciones en el Senado como las del Sr. Doval,
antiguo jefe de policía durante la huelga de la Canadiense, o de Romanones, presidente liberal
del Consejo por entonces, Miláns del Bosch entregó al conde de Limpias una serie de
documentos. Eran cartas que correspondían a un cruce de intervenciones entre Romanones y
Miláns justo cuando el conflicto de la Canadiense se daba por terminado con la victoria
sindicalista auspiciada por el gobernador Sr. Montañés.
Por entonces, este último se había comprometido a liberar a todos los presos
sindicalistas encerrados cuando en Barcelona se declaró el estado de guerra. Miláns del Bosch,
que tenía encerrados a los más señalados en Montjuich reclamó que estaban bajo jurisdicción
militar negándose a entregarlos a las autoridades civiles, que habían garantizado la liberación.
Ese simple hecho, la resistencia del Capitán general a aceptar las órdenes provenientes
del Gobierno central, había motivado una huelga general obrera, el renacer de un conflicto
social sin precedentes, atentados terroristas por las calles de Barcelona y todo lo que estaba a
punto de terminar un año después.
Esta desobediencia de la autoridad militar parecía olvidada a esas alturas, con varios
gobiernos conservadores transcurridos después del liberal, con varios lock outs que habían
conducido a la represión de aquel momento. Sin embargo, intervenciones como las de Doval y
Romanones, el cuestionamiento que hacía el gobierno de Allendesalazar de la autoridad de
Miláns del Bosch, había irritado profundamente a éste. Por eso entregó las cartas entre
Romanones y él, escritas en los términos más gruesos, para que fuesen leídas en el Senado por
el conde de Limpias.
Aquello originó un sonoro escándalo. Romanones protestó airadamente de que tales
documentos se sacasen a la luz mostrando su triste papel en aquella crisis y cómo había tenido
que pedir la renuncia a su cargo ante el rey a consecuencia de la rebeldía de Miláns. El propio
gobierno de Allendesalazar, que debía estar harto de que el Capitán general se saltase su
autoridad para reafirmar la suya, montó en cólera y pidió la dimisión inmediata de éste.
El 11 de febrero se produjo el relevo, con el general Weyler ocupando el cargo de
nuevo Capitán general. Éste, junto a Maestre Laborde primero, Martínez Anido después,
completaría de manera inmisericorde la desarticulación de los sindicatos y hasta el asesinato de
sus principales dirigentes.
Mientras tanto, el 15 de febrero Félix Graupera se encontraba con los periodistas en su
domicilio, del que apenas salía. La visita a su amigo y compañero el Sr. Batlle el día anterior
en el Hospital clínico le había fatigado bastante, de manera que recibió a los reporteros sentado
en un sillón.
Teniendo a su lado en todo momento a su íntimo amigo el abogado Montagut, el
aspecto de Graupera era casi aniñado. No lucía el considerable mostacho que tendría más
adelante y tampoco era un hombre alto ni corpulento.
Comentó al periodista, haciendo balance, que su padre había sido contratista de obras
en Barcelona en la segunda mitad del siglo XIX. Convencido de que su hijo Félix debía
conocer todos los aspectos del trabajo lo hizo trabajar como albañil en su juventud. Sin
embargo, nacido en 1873 en 1897 ya era secretario del Centro obrero católico de Nuestra
Señora de Montserrat, a partir de lo cual ocupó posteriormente la directiva de la Sociedad de
Contratistas, una vez que hubo relevado a su padre en el negocio. Desde allí pasó a presidir la
Federación patronal catalana en 1919, a raíz de la huelga de la Canadiense, para proponer
inmediatamente la creación de una Confederación Nacional de patronos.

Félix Graupera, a los 17 años (a la derecha)


Pasaba a comentar sus ideas como patrono, inspiradas en sus raíces católicas, que
buscaban el bienestar del obrero:

“He sido yo, y lo sigo siendo, tan amigo del obrero; y he visto tan de cerca su
modo de vivir que era mi preocupación de siempre poder proporcionarle algún
bienestar; y llegando más allá que al aumento de los salarios pensaba siempre en la
previsión y en el seguro, extraños hoy a la clase humilde porque arriba y abajo se
desconoce el problema social, y un día creí —¡sueña uno tanto!— que esa falta de
previsión podía suplirse; que podíamos llegar, obreros y patronos, a una mutua
colaboración para asegurar, ellos un presente y un porvenir tranquilos y decorosos;
nosotros la normalidad en nuestras operaciones y el cumplimiento en nuestros
contratos” (Voluntad, 15.2.1920, p. 44).

Preguntado por las circunstancias que propiciaron el lock out, el movimiento más
señalado bajo su mandato en la Federación patronal, resumía la historia de los conflictos
sociales sin demasiadas sorpresas pero aportando una perspectiva general de lo sucedido:

“Al lock-out se llegó porque la vida de los patronos catalanes se iba haciendo
imposible. La industria sufría quebrantos que no podía tolerar, porque era
disponerse a morir, y habíamos entrado ya en el sendero que los directores del
Sindicalismo señalaran. Los sindicalistas venían desde tiempo atrás laborando en la
sombra. Sin dar al obrero un programa definido y claro, se limitaban a hablarle de
reivindicaciones que el trabajador, naturalmente, ansiaba. Nosotros -le decían—
haremos que trabajes ocho horas y no diez, y que cobres siete pesetas en vez de
cuatro. Aumentadas por este procedimiento las filas de los sindicatos, sus
directores, contando ya con una gran masa que, tras el cebo del más ganar y menos
trabajar iba a todas partes, comenzaron a cotizarse en las esferas gubernamentales.
El Gobierno debió ver en esos elementos materia aprovechable porque los alentó,
creyendo que así restaba fuerza a las huestes regionalistas que hasta aquel entonces
habían tenido en jaque a todos los gabinetes. E iniciaron los sindicalistas lo que
ellos llaman acción directa; y se dispusieron a la lucha franca contra el capital,
comenzando por la clase patronal en la que ellos ven la representación del
adinerado; y se llenaron de hojas sueltas los bolsillos de los trabajadores; hojas en
las que se leía muy frecuentemente, ‘Tú eres el robado. El ladrón es el patrono’; y
se nombraron delegados sindicales cuyo proceder habría acabado con nuestra
dignidad; y se presentaban a cada instante no peticiones justas, que de ellas no
hemos recelado nunca, sino verdaderas exigencias sin más alcance que el de ir
ganando ellos terreno para acabar mandando en las fábricas y en los talleres. Y
veíamos, por último, con sorpresa, que cuando se pasó de las imposiciones al
atentado personal, la autoridad se ausentaba y las vidas de nuestros compañeros, y
la nuestra después, estaban al alcance de cualquier pagado que, tras una esquina
escondido, tiroteaba sin consuelo, o en el quicio de una puerta aguardaba el paso de
un patrono para servir a la causa del Sindicato hundiendo su puñal, por la espalda,
en el cuerpo del sentenciado.
Todo esto ocurría sin que las autoridades impusieran castigo y sin que hiciesen, al
parecer, propósito de evitar esos atentados criminales. En lucha pues patronos y
sindicatos; con armas completamente desiguales, pues usar las de ellos ni es
humano ni es cristiano; sin la esperanza de que, quien podía, pusiera remedio al
mal, no nos quedaba otro camino que el que más tarde comenzamos a recorrer”
(Idem, p. 45).

Graupera en el centro, durante la entrevista

Graupera tenía en ese momento 47 años y sería presidente de la Federación patronal 16


años más, hasta 1936. Pese a sus continuas referencias a la bondad cristiana hacia los obreros,
su papel en la represión de Barcelona en los años veinte es repetidamente citado. Se ignora si
fue uno de los organizadores de los “Sindicatos libres” que asesinaron a muchos sindicalistas y
en particular a Salvador Seguí, Francesc Layret o Ramón Archs. En todo caso, fuentes
anarquistas le atribuyen un papel fundamental en estos sucesos. De lo que no cabe duda es que
sus excelentes relaciones con los gobernadores Maestre Laborde y Martínez Anido,
conllevaban una completa tolerancia hacia los métodos represores empleados, incluida la
tristemente famosa “ley de fugas”.
Cuando tuvo lugar el golpe de estado de 1936 se encontraba en su casa y finca de
Arenys de Munt. Un comité local anarquista le detuvo días después reteniéndole en el
Depósito municipal. El 1 de agosto apareció su cadáver en un lugar llamado Torrembó. Tenía
un disparo en la cabeza.
Los miembros de aquel comité local a los que el franquismo posteriormente culpó de su
muerte fueron Joan Lleonart, Miquel Calafell, Ramón Salvá y Antoni Salvà. Solo el primero
conocía personalmente a Graupera puesto que trabajaba en su finca como campesino.
En 1944 la viuda del empresario, Carolina Ballesca, supo que Lleonart había sido
condenado a 30 años de prisión. Se dirigió personalmente al ministro Serrano Sunyer para
reclamar el fusilamiento de los culpables del asesinato de su marido. Así se hizo con Joan
Lleonart y Antoni Salvà, que estaban presos en cárceles franquistas. Los otros dos miembros
de aquel comité local se encontraban exiliados en Francia, por lo que pudieron salvar la vida.
Sublevación en Zaragoza

En la madrugada del viernes 9 de enero hacía frío por las calles de la capital aragonesa,
frío y una niebla algo espesa que transformaba en fantasmales los diez bultos que caminaban
por el centro de la ciudad. Sobre las dos y media de aquella noche, lo más abrigados posible
para aguantar las ráfagas de viento, los vigilantes de policía Inocencio Jaime y Carlos Miña
hacían guardia en la puerta del diario “La Crónica”.
La situación en muchas ciudades españolas era muy tensa. En Barcelona, tras el
atentado contra Graupera de tres días antes, el Capitán general Miláns del Bosch acababa de
regresar a la Ciudad Condal sin que, por orden gubernativa, sus compañeros y subordinados
pudieran hacerle un recibimiento entusiasta como deseaban. En Manresa acababan de tirotear a
un patrono. La noticia era una más de las que había corrido entre los miembros de la
Federación patronal reunida en Madrid, dispuesta a sacar un duro comunicado tras la agresión
a Graupera:

“Se acordó protestar enérgicamente contra el hecho de que tales actos de barbarie
se sucedan cada día en mayores proporciones, sin que el Poder público ni el
Parlamento tengan autoridad que oponer a ellos, medios adecuados para su
represión ejemplar, ni soluciones prácticas que restituyan la tranquilidad a los
ciudadanos honrados, más que por los crímenes en sí mismos, por el desconsolador
espectáculo de desorientación y cobardía que ofrecen Gobierno y Parlamento,
inerme aquél e inepto éste para afrontar problemas tan vitales para el país como los
actuales” (El Heraldo de Madrid, 9.1.1920, p. 1).
Era cierto que las autoridades barcelonesas habían reaccionado con prontitud y energía,
deteniendo a varios cientos de sindicalistas pero se sospechaba que era una medida más para la
galería que efectiva en la detención de los criminales. Por otra parte, el puesto de Miláns del
Bosch estaba en el aire y se extendían rumores de que el nuevo gobernador civil, Sr. Maestre
Laborde, podía ser cesado de inmediato, cuando no llevaba ni un mes en el cargo.
Las alteraciones del orden público no se reducían a Barcelona, aun siendo los más
graves y persistir el lock out patronal, sino que se extendían a la republicana Valencia, a la
siempre alterada capital del reino, además de aparecer desórdenes en Bilbao, La Coruña,
Sevilla o Zaragoza. De ahí las instrucciones de extremar la vigilancia en puntos de especial
importancia, entre los que se contaban los periódicos más conocidos de la capital aragonesa.
Los policías vieron llegar a aquellos hombres, que parecían muy decididos. Les
preguntaron con inquietud qué querían a esas horas. “¡La revolución, compañeros!” debió
gritar uno. Los acorralaron. Venían a controlar el periódico para no dejar que se deslizaran
noticias que estuvieran en contra del golpe que preparaban. “¡Que se detengan las máquinas!”,
dijo el que parecía el cabecilla. Uno de los guardias preguntó: “Tú eres Checa, el del puesto del
periódicos”. “Sí”, dijo el aludido, “vamos a hacer la revolución y vosotros os venís con
nosotros”. “¡El cuartel del Carmen será nuestro!¡La guardia civil vendrá con nosotros!”. Los
dos guardias se miraron, impotentes. Establecieron un mudo acuerdo enseguida. “¡Venga!
Vamos con vosotros”.
Ya eran doce los que caminaban en medio de la niebla. Las máquinas de “La Crónica”
habían parado. Los obreros, conminados por aquellos hombres armados, vieron que se
avecinaba una gorda, los jefes no estaban y nadie quería defender sus intereses. Ahora
marchaban hacia los talleres donde se trabajaba para la edición de aquel día en “El Heraldo de
Aragón”.
Una parte de los conjurados entraron sin oposición al lugar de trabajo. Los dos
guardias, cuya vigilancia había disminuido por estar los de fuera atentos a lo que sucedía
dentro, emprendieron una rápida carrera huyendo. Ninguno de los hombres se atrevió a
disparar en medio de la niebla sabiendo que no les acertarían y conseguirían alertar al cuartel
del Carmen y al de la guardia civil que se levantaba frente al primero.
Mientras tanto, en el interior de los talleres se vivía una situación muy tensa. El
nombrado como Checa había mandado parar las máquinas. De su despacho salió el redactor
jefe Adolfo Gutiérrez. “¿Qué queréis?” preguntó envalentonado. Checa repitió la orden. El
redactor se negó a secundarla, les dijo que se fueran antes de que llamara a la policía. Checa
sacó entonces una pistola del cinto y se la puso en el pecho, con decisión. Repitió su orden,
ahora en tono más imperativo. Todos quedaron en silencio hasta que Gutiérrez cedió y mandó
parar las máquinas. El vendedor de periódicos le dijo que esperasen porque tendrían que
incluir en poco tiempo la noticia más importante. “¡Vamos a sublevar el cuartel del Carmen!
¡Todo Zaragoza será nuestra por la mañana!”. Con el clima social tan alterado en todas partes,
con las huelgas generales, los enfrentamientos y tiroteos de Barcelona, esos sindicatos tan
activos llamando a la revolución ¿por qué no creerle? Tal vez fueran la avanzadilla de un
auténtico golpe de estado. Las máquinas, finalmente, pararon.
De nuevo los diez hombres siguieron su camino, esta vez buscando su destino final en
el cuartel del Carmen, donde se alojaba el 9º regimiento de Artillería, uno de los más
importantes de la ciudad. Al día siguiente, uno de los periódicos madrileños más
conservadores clamaba extrañado por este paseo apenas detectado:
“¿En qué estado de indefensión social se encuentra Zaragoza, que puede recorrer
impunemente sus calles un grupo sedicioso armado, yendo y viniendo, ordenando
y amenazando, sin que se entere de ello ni un solo agente de la autoridad hasta que
el ruido de las descargas denuncia la sedición? No se trata de una ciudad dormida,
pues Zaragoza tiene abiertos sus cafés céntricos hasta cerca de las tres, y en
ocasiones más tarde aún, y a esa hora es continuo el tránsito por esos lugares por
ser el camino de las estaciones y la hora de la llegada y salida de los expresos de
Madrid. El paseo del grupo sedicioso se realizó por lo más céntrico de la populosa
ciudad, y ni una pareja de Seguridad, ni un policía, ni un sereno, se dio cuenta de
que aquellos hombres estaban fuera de la Ley” (La Correspondencia de España,
10.1.1920, p. 1).

Puerta del cuartel

Como veremos enseguida, la situación no fue exactamente así aunque sí es cierto que
nadie detectó lo que estaba sucediendo excepto aquellos que se vieron afectados por el paseo
de la reducida columna de sublevados.
De todos modos, nadie pudo actuar antes de que se presentaran frente al cuartel. Allí
encontraron a un somnoliento centinela que apenas acertó a darles el alto, muy extrañado de
ver por la calle a varios miembros del regimiento. A fin de cuentas, eran soldados, compañeros
suyos, los que acompañaban al vendedor de periódicos en su aventura. Sin mediar palabra, se
abalanzaron sobre él antes de que pudiera dar un grito y lo amarraron. Ya tenían vía libre para
entrar en el interior del cuartel.
Patio del cuartel

Así lo hicieron. Sabían que había dos hombres de guardia: el sargento Antonio Antón y
el alférez Anselmo Berges. Al primero se lo encontraron nada más traspasar la puerta y la
emprendieron a machetazos con él, diez, doce, quince golpes de machete acabaron con el que
había sido uno de sus jefes hasta ese momento. No obstante, hubo una lucha inicial, gritos
sofocados. El ruido alertó al alférez que se encontraba descansando en el cuarto de estandartes.
Se incorporó para ver qué sucedía fusil en mano cuando varios hombres entraron por la puerta.
Sonó un tiro que acabó con su vida. Por si acaso, los sublevados lo degollaron allí mismo.
Nada, pensaban, les iba a detener.

Cuarto de estandartes

Sabían que en la parte superior del cuartel estaban los dormitorios de la tropa. Ése era
su siguiente objetivo. Pronto, los casi doscientos hombres, unos dormitando aún, otros
empezando a despertar al escuchar el tiro, se levantarían como un solo hombre uniéndose a ese
movimiento irresistible. Ángel Checa había soñado con esa oportunidad: soldados y
sindicalistas apoderándose del mando en la ciudad, levantando finalmente a toda España.
Unidos nada podría resistirse a sus objetivos. ¡La revolución! ¡El triunfo bolchevique!

Alférez Anselmo Berges

La refriega

Sobre las cuatro de la madrugada el coronel de la guardia civil Perfecto Valdés


descansaba pacíficamente en su cama. De repente, un teniente golpeó la puerta y entró como
una exhalación. Cuando el militar estaba a punto de soltar un exabrupto el muchacho casi le
gritó: “¡Le llama el gobernador civil! ¡Dice que es muy urgente!”. Se levantó presto para
dirigirse al teléfono. Reconoció la recia voz del Sr. Calderón inmediatamente.
El coronel Valdés era hombre de acción, tenía una alta responsabilidad para enfrentarse
a cualquier incidente que alterase el orden público. Además, le dijo el gobernador, aquello
estaba sucediendo muy cerca de su propio cuartel de Casamonta. Se vistió con rapidez
mientras daba órdenes: “¡Armarse y a formar todo el mundo!”.
¿Cómo había podido averiguar el Sr. Calderón lo sucedido cuando ellos, a tan poca
distancia, no se habían dado cuenta de nada? Después lo sabría. Habíamos dejado a los dos
vigilantes de policía huyendo de los sediciosos frente a los talleres del “Heraldo de Aragón”. A
la carrera, llegaron sin resuello hasta el propio domicilio de su jefe inmediato, Pedro Aparicio.
Éste, percibiendo lo extraordinario de lo que estaba a punto de suceder, fue en persona a toda
prisa para avisar al gobernador.
Le acompañaron los agentes Laín y Merino, dos de los hombres decididos de aquella
jornada, aunque aún no se dieran cuenta de ello. “Vayan a la Capitanía general” les ordenó
Aparicio, “den aviso de lo que está sucediendo”. Para allá marcharon urgentemente a dar el
recado pero al llegar se encontraron que las puertas estaban cerradas y nadie recogía el recado.
Se miraron desconcertados.

Cuartel del Carmen

“Vamos a echar un vistazo al cuartel e informamos al jefe” dijo uno. Y allá se fueron
por la calle Soberanía Nacional, bordeando la parte trasera del cuartel, atentos a detectar
alguna alteración en la tranquila y brumosa noche. En la puerta de las cuadras encontraron al
cabo Godoy, uno de los conjurados, que enarboló su fusil contra ellos. “¿Qué pasa,
compañero?” dijo uno de los guardias. El cabo les observaba y miraba nervioso hacia dentro,
intentando ver qué sucedía. Su distracción fue aprovechada por los dos agentes para echarse
sobre él e inmovilizarle.
Atado se lo llevaron al gobierno civil, no sin que el apresado protestara. Los señores
Calderón y Aparicio les recibieron inmediatamente, interrogando al detenido. Éste, mohíno,
afirmó que se trataba de un levantamiento, que el regimiento de Artillería pronto sería suyo.
Para entonces, el gobernador había llamado al cuartel de la guardia civil para que el coronel
Valdés se hiciera cargo del posible amotinamiento. Si no conseguía hacerlo, si el Noveno
regimiento se levantaba en armas, si todos los obreros estaban enterados y salían a la calle
aquella madrugada, Zaragoza podía estar perdida.
El coronel Valdés llegó al poco tiempo frente al cuartel. No había centinela, que se
encontraba preso en el interior. Las puertas del cuartel estaban cerradas a cal y canto. Entonces
tuvo lugar una ceremonia de la confusión. Desde las ventanas del cuartel empezaron a disparar.
El coronel dio orden de protegerse y los guardias civiles, tras los árboles o edificios cercanos,
empezaron a repeler el fuego.
Se escucharon gritos. Valdés mandó parar el fuego. Los que se encontraban en las
ventanas no eran los amotinados, sino los propios soldados del regimiento que resistían tras las
puertas de su dormitorio. Habían hecho disparos dirigidos al cuartel de la guardia civil
demandando auxilio de los mismos que les disparaban desde fuera del cuartel.
En efecto, los sargentos Cebrián y Labau se habían hecho cargo de la defensa del
cuartel mientras permanecían en el dormitorio. Dieron órdenes de resistir el tiroteo en que se
empeñaron con los amotinados que querían subir y a los que repelieron. Mientras tanto, llegaba
a las puertas del cuartel el coronel del regimiento, el Sr. Vicario, que fue dando órdenes a voces
a los que permanecían en las ventanas para que resistieran.

Defensores del cuartel

Los amotinados estaban atrapados entre dos fuegos ahora. Mientras forcejeaban con la
puerta intentando forzar la entrada, dos guardias civiles asomaron sus fusiles por la ventanilla
de la misma, intentando despejar el terreno y repeler la agresión de los que estaban en el patio.
Uno de ellos, el cabo Pascual Ginés, resultó herido en la cara, pero el otro, Dionisio Banzo,
disparó contra uno de los hombres acertándole de pleno y dejándolo muerto en el suelo. Se
trataba precisamente del instigador de la revuelta, Ángel Checa.
A la vista de su muerte, con su superior el cabo Godoy desparecido para ellos, en
realidad preso en el Gobierno civil, los artilleros que habían secundado el movimiento
confiando además en recibir 2.000 pesetas cada uno, según les había prometido Godoy,
salieron de estampida. Cuando los guardias civiles irrumpieron en el patio sin encontrar
resistencia, los sublevados se escabulleron entre las sombras ganando la calle y huyendo
despavoridos. La revolución prometida había salido rematadamente mal.
Antes de saber cuál fue el colofón de este asalto, preguntémonos quienes eran los
líderes: el sindicalista Ángel Checa (o Chueca como también se le nombró) y el cabo Nicolás
Godoy.
El primero era un vendedor de periódicos en la plaza de la Independencia, muy cerca
del cuartel de Artillería que habría de asaltar en la noche referida. En su quiosco se veía
habitualmente a soldados con los que charlaba sobre todo lo habido y por haber, sobre todo de
la necesidad de hacer una revolución en que triunfaran los obreros a manera de soviets. Se
decía de él que era anarquista y pertenecía a un sindicato pero, al día siguiente de la algarada,
los propios representantes sindicales fueron a ver al gobernador civil para asegurarle que ellos
no tenían nada que ver con lo sucedido.
Se supo más adelante que tenía un hermano en el manicomio, algo en lo que coincidió
con varios de los sublevados, por cierto. Hasta en tres casos se detectaron anormalidades entre
ellos, dando lugar a comentarios que concluían siempre en afirmar que aquella había sido una
aventura “dirigida por locos y protagonizada por locos”. El mismo Checa había causado un
escándalo años antes paseándose desnudo por las calles de Zaragoza. Tras un tratamiento
volvió a su puesto de periódicos y parecía tranquilo, si bien con la monomanía de la
revolución.
Era más extraño el caso del otro cabecilla, Nicolás Godoy, hijo del maestro titular en el
pueblo zaragozano de Poyuela. Por el esfuerzo de su padre, que deseaba para él una carrera, se
hizo oficial de Correos pero luego prefirió incorporarse al Ejército. Allí pareció encontrarse
bien hasta que, con motivo de una huelga de carteros, algo muy habitual aquellos días, su
oficial al mando le ordenó sustituir a los huelguistas en la oficina más próxima. Su formación
hacía de él el candidato más adecuado. El caso es que se negó a acatar la orden del mando por
motivos ideológicos. Él no quería hacer de esquirol. Por supuesto, su actitud le reportó el
calabozo y frustró la posible carrera militar en la que andaba empeñado.
Todo hacía indicar que era un hombre exaltado. Su contacto con Ángel Checa los unió
en el empeño de hacer “algo grande” para cambiar las cosas en la ciudad y el país. Se creían,
envueltos en su megalomanía, destinados a grandes logros: nada menos que a unir a sindicatos
de obreros y a militares del ejército en el propósito común de hacer triunfar la revolución
bolchevique.
Cuando sucedió esta rebelión le faltaban solo 35 días para licenciarse. El Ejército se
había cansado de él y él de sus compañeros, al parecer. Tenía planes de boda también, un
futuro distinto pero prometedor. Su novia, Laura Ruiz, era una joven trabajadora, que ya tenía
comprado el ajuar para la boda. Todo estaba preparado pero seguramente, tanto esta novia
como su familia, compartían los propósitos del cabo Godoy.
El gobernador civil envió a dos agentes para revisar la casa de Laura Ruiz. Ella había
viajado recientemente a Tauste y no se encontraba en la casa pero, revisando el contenido de la
misma, encontraron propaganda anarquista, cartas comprometedoras. Se lo llevaron todo,
incluido al hermano de Laura, que parecía estar al tanto del contenido de aquella
documentación. Habría que ver si aquello había sido la acción de dos locos y unos cuantos
soldados ingenuos a los que se había conducido por una senda peligrosa al reclamo del dinero
o existía alguna conjura más amplia y peligrosa.
Juicio sumarísimo

Ocho soldados habían escapado en la confusión de aquella noche, al amparo de las


sombras y entre la niebla, desprovistos de sus jefes: uno muerto, Ángel Checa, y el otro
apresado, el cabo Godoy. Tomaron distinto rumbo. El artillero Paulino Cubego, de 24 años,
intentó acogerse a sagrado, como se decía antiguamente. Se dirigió a la catedral y, al
encontrarla cerrada, marchó al domicilio del doctoral José Blanes, al que conocía. Allí confesó
lo que había hecho ante un asombrado y preocupado sacerdote que, finalmente, lo convenció
de entregarse en el cuartel, acompañándole personalmente.
Tres artilleros más llegaron a las diez de la mañana a la Venta de los Caballos, en la
afueras de Zaragoza. Venían temblando de frío, trémulos y nerviosos. Pidieron de comer lo que
hubiera y les dieron jamón y vino, que era de lo poco que tenían disponible a esas horas.
El guarda de la venta entró en sospechas al verlos hablar en susurros, al observar su
nerviosismo. “Algo malo han hecho” se dijo. Luego pidieron dormir en el pajar porque estaban
exhaustos. Mientras así lo hacían el guarda se deslizó por una puerta trasera y fue a dar aviso a
la guardia civil. Cuando el sargento de turno lo supo coligió que se trataba de los fugados de la
intentona de aquella noche por lo que reunió a varios números y marcharon para la Venta.
Al llegar, los artilleros seguían inquietos y sin dormir, seguramente sin saber dónde
dirigir sus pasos. Se dieron cuenta de la llegada del destacamento. Dos de ellos se entregaron
enseguida pero el tercero, José Torán, trató de huir escondiéndose entre las casas cercanas. Al
verse acorralado se pegó un tiro en la cabeza.
El resto de soldados huyó tan lejos como pudo desde el primer momento. Sus
perseguidores siempre fueron por detrás y días después se localizó su paso por un pequeño
pueblo de Huesca. Sin duda, pasaron a Francia por la frontera natural de los Pirineos y se
perdieron para la historia.
La primera cuestión que tenían que elucidar las autoridades era si este proyecto de
amotinamiento había sido obra de dos locos que habían contagiado al resto o respondía a un
plan más organizado y con otros implicados. La primera reacción de la prensa y los políticos
fue aceptar la hipótesis de una especie de locura colectiva auspiciada por dos exaltados. Eso
permitía tranquilizar la situación, calmar las preocupaciones generadas pero solo hasta cierto
punto. Un periódico se preguntaba con razón:

“¿Qué hubiese sucedido en Zaragoza, si en vez de limitarse la sedición a un


Cuerpo de Guardia, hubiese prendido en varios, o en muchos de los soldados
alojados en el cuartel? ¿Cuáles hubiesen sido las consecuencias si adueñados del
material se hacen fuertes v reciben amparo de otros elementos? ¿Qué habría
sucedido si en vez de ser Checa, el vendedor de periódicos sin autoridad, hubiesen
figurado al frente del movimiento los elementos organizados de la rebeldía
revolucionaria zaragozana?” (La Correspondencia de España, 10.1.1920, p. 1).

Como luego se sabría, hubo otros implicados. Desde pocos días después se empezó a
rumorear que la tarde anterior a la intentona se había visto pasear a Checa con un misterioso
hombre envuelto en un gabán. También se dijo que un coche no identificado había llegado a la
capital aragonesa aquella madrugada procedente de la carretera de Barcelona. Cuando el golpe
se frustró, alguien observó que marchaba a toda velocidad huyendo del lugar del suceso. Luego
se sabría que pertenecía a un industrial que llegaba a Zaragoza aquella noche con toda su
familia para pasar unos días y que, sin comerlo ni beberlo, se metió casi de lleno en medio del
tiroteo huyendo despavoridos de allí. Pero durante algunos días se supuso el apoyo de
anarquistas y terroristas barceloneses.
El misterioso hombre del gabán, del que luego se supo que había repartido armas entre
los soldados sublevados, resultó ser el sindicalista Gregorio San Agustín, cuya responsabilidad
quedó plenamente probada, así como la complicidad de los albañiles Isidoro Pérez y José
Castro, amigos de Checa. Ninguno de los tres participó directamente en la acción pero tal vez
estuvieran preparando la conexión del levantamiento del cuartel con una acción sindical.
Todos ellos serían juzgados dentro de un procedimiento militar normal. Sin embargo,
no se tardó más de un día en juzgar y sentenciar a los soldados encausados en la intentona: los
cabos Nicolás Godoy y Antonio Peña y los artilleros Valeriano Aznar, Paulino Cubego,
Pascual Gálvez, José Pelegrín y Francisco Oliva. Para ellos se reservó un juicio sumarísimo
celebrado a las pocas horas de su detención. Lo presidió el coronel del regimiento Sr. Díez
Vicario. La sentencia fue trasladada al Capitán general Sr. Ampudia, recién llegado desde
Madrid con urgencia, que le dio el visto bueno.
En la madrugada del día 10 de enero, apenas 24 horas después de lo sucedido, avisaron
desde Capitanía general al presidente de la Hermandad de la Sangre de Cristo, a fin de que
diera asistencia a los condenados a muerte. El Sr. Belenguer, que así se llamaba, reunió a siete
hermanos que ya estaban avisados y se dirigieron al cuartel.
Allí reinaba el silencio y la consternación. Dos de los reos pidieron hacer testamento y
se llamó para ello a un notario, Enrique Giménez. El soldado Oliva nombró como heredero a
su padre mientras Gálvez nombró como usufructuaria a su madre y heredera a su hermana,
recluida por tener perturbadas las facultades mentales. Cuando salió del cuartel y preguntado
por los reporteros que estaban en la puerta, el notario, conmovido, apenas pudo decir: “Por
mucho que viva, no lo olvidaré nunca”.
A las seis y media de la madrugada los condenados asistieron a una misa, que siguieron
con recogimiento. Uno de ellos, el que mató al oficial Berges y al que los periódicos no
identifican, mostraba síntomas de no poder aguantar la presión y tenían que sostenerle entre
dos hermanos. Tras la misa, el sacerdote les dio a besar el crucifijo y todos lo hicieron en
silencio, alguno entre sollozos. Después fueron conducidos esposados y rodeados de soldados
con la bayoneta calada, hasta el patio del cuartel. El mencionado soldado, incapaz de ir por su
propio pie, tuvo que ser trasladado sentado en una silla sujeta por varios soldados.

Lugar del fusilamiento

La ejecución fue breve, vista desde fuera, aunque probablemente se les haría eterna a
los reos que contemplaban a los soldados de la guarnición, cuando se alinearon a veinte pasos
de ellos. A las siete de la mañana los reporteros que permanecían a las puertas del cuartel,
envueltos en niebla y frío, oyeron sobrecogidos una descarga cerrada. Al poco, nuevos
disparos sueltos. “Es el tiro de gracia”, dijo uno de ellos.
Dentro, el coronel Vicario, que había presidido la ejecución, gritó: “¡Soldados, se ha
cumplido la ley! Es dura, pero es ley. ¡Viva España!”. Los soldados del pelotón secundaron el
grito final y desfilaron delante de los ajusticiados. Cuando marcharon entraron dos furgones
que recogieron los cadáveres para llevarlos hasta el cementerio de Torrero. Dos semanas
después, se encontraría sobre sus tumbas un gran cartel donde se leía: “Hermanos. Seréis
vengados”. Eso obligó a poner una guardia permanente que vigilara el lugar durante los días
siguientes.
Se había cumplido la ley, se determinaron reconocimientos y recompensas a los
soldados implicados. Mientras unos hablaban de indisciplina otros protestaban afirmando
precisamente que la disciplina del regimiento había permitido abortar la intentona.
Se vivía un momento tan tenso en la política española, con un gobierno de
concentración conservadora cuestionado, con una situación en Barcelona que no podía ser más
peligrosa, o en Valencia o en Madrid, donde se preparaba una extensión del lock out patronal,
que los ánimos estaban encendidos en el Senado, donde hubo sesión ordinaria dos días después
de los sucesos de Zaragoza.
Tras exponer los hechos brevemente el presidente del Consejo, Manuel Allendesalazar,
se levantó Eduardo Dato, cuya facción formaba parte del gobierno. Se limitó a reconocer la
valentía de los que habían luchado contra los rebeldes afirmando estar al lado del presidente en
esas horas difíciles, gesto muy agradecido por éste.
Los ánimos se caldearon mucho más con la intervención del socialista Marcelino
Domingo. Por aquel entonces las Juntas de Defensa, un órgano creado dentro del Ejército para
servir de puente entre la autoridad civil y militar, estaban siendo muy cuestionadas por cuanto,
integrado exclusivamente por militares, habían alcanzado una autonomía en sus posturas que
servían más como ruptura frente al gobierno que para colaborar con él.

“El Sr. DOMINGO: Acostumbrados a ver cómo se desfigura la verdad desde el


banco azul, ponemos en duda la exactitud de la referencia (Protestas).
Pero admitamos la versión: ¿Es que creíais que esto no iba a llegar? (Grandes
rumores). De la indisciplina que hay en los cuarteles otros han dado antes el
ejemplo (Protestas).
En estos momentos en que la oficialidad de Barcelona se opone al relevo del
capitán general, ¿creéis que no llegará la indisciplina a los soldados?
Todo ello procede de las Juntas de defensa (Grandes voces. Se oye decir:
¡Criminales, cobardes!) La confusión es grande” (El Imparcial, 10.1.1920, p. 3).

Tras un intercambio agitado de improperios y nuevas acusaciones del diputado, se


levantó a responder el presidente del Consejo:

“El Gobierno no se ha visto compelido por ningún jefe ni oficial. Obra libremente
y con arreglo a los dictados de su deber. Las indisciplinas de todo género serán
ahogadas.
El sindicalista Checa y dos que le acompañaban han venido de fuera, y los del
cuartel han hecho frente a la rebelión. ¿Dónde está la indisciplina?
Sólo hay unos desgraciados soldados engañados. Aquí estamos nosotros para
restablecer la disciplina” (Idem).

A partir de ese momento se mezclaron las breves intervenciones con otras muy
exaltadas. El mismo Domingo gritó desde su escaño al presidente: “¿Qué supone el cabo
sumariado y los soldados desaparecidos?” señalando que solo una pequeña parte de los
rebeldes eran ajenos al ejército. La polémica siguió al mencionar a las Juntas de Defensa como
responsables de la indisciplina entre los mandos.
Después se levantó para intervenir Juan de la Cierva y Peñafiel, representante del
conservadurismo más duro y enfrentado años atrás a las Juntas de Defensa por su política de
nombramientos en el protectorado español en Marruecos. Arremetiendo contra el sindicalismo
y recalcando, como de costumbre, la debilidad del gobierno, tuvo un duro cruce de palabras
con los diputados socialistas Andrés Saborit e Indalecio Prieto:

“El sindicalista que ha pagado con su vida su intento fue uno de los expulsados por
el gobernador de Zaragoza; el anterior ministro de la Gobernación ordenó que se le
reintegrara a Zaragoza y destituyó al gobernador. Hay que hacer justicia y depurar
si aquella decisión del ministro ha dado lugar a los hechos que nos ocupan. Hay
que depurar este extremo.
El Sr. SABORIT: Que lo diga el Sr. Bugallal. ministro del anterior Gabinete.
El Sr. LA CIERVA: Hay que coartar la propaganda del sindicalismo. Los de la
izquierda extrema, sois los únicos que estáis en vuestro país.
El Sr. PRIETO: Que vayan sólo al Ejército los hijos de los ricos.
El Sr. LA CIERVA: Lo lamentable es que os acompañen otros elementos. Los que
os han secundado en el debate de las Juntas de defensa. Los que no han prevenido
que sobre el Ejército no recayese ni la menor sombra de desprestigio. Todos ellos
son tan culpables como vosotros” (Idem).

Aunque estos enfrentamientos entre La Cierva y los diputados socialistas fueran


habituales, la referencia a un hecho poco conocido referente al anterior ministro de
Gobernación, Sr. Burgos y Mazo, dentro del denostado gobierno de Sánchez de Toca, hizo que
interviniera el mencionado ministro al día siguiente.
Sabemos así que el gobernador civil de Zaragoza, tras una serie de desórdenes
sindicales, había mandado expulsar a Ángel Checa de la ciudad, como uno de los instigadores.
A raíz de estos hechos, Burgos y Mazo recibió en Madrid a una delegación de la Cámara de
Comercio zaragozana, muy indignada con la forma dictatorial en que se comportaba el
gobernador al hacer frente a los desórdenes de una huelga. De nuevo el enfrentamiento entre
los que estaban dispuestos a negociar con los huelguistas y los que preferían aplicar mano dura
con ellos.
En circunstancias poco aclaradas el ministro entonces optó por destituir al gobernador,
poco afín con sus propias ideas de buscar el acuerdo con los sindicatos, y dejar sin efecto sus
medidas de expulsión. Con ello, el anarquista Ángel Checa pudo volver a su quiosco de
periódicos y seguir departiendo con los soldados, uno de los cuales, el cabo Nicolás Godoy,
mostró su decidido acuerdo con su postura. Llegaron así a la conclusión de que algo había que
hacer para que la revolución llegara a España, aunque hubiera que morir en el intento.
En la misma sesión en que el ex ministro Burgos y Mazo defendió su gestión, intervino
el marqués de Estella, el conocido general Primo de Rivera.
Hablando como representante del Ejército que se consideraba, había ido hasta el
Senado para mostrar su apoyo al ministro de Guerra y al Gobierno que, estaba seguro, sabrían
mantener la disciplina. “Hay que defender la Nación con energía” afirmó, “y el que no tenga
valor para ello, que se esconda o que se vaya”. Los diputados conservadores aplaudían a rabiar
gritando “¡Bien, bien!”.
De todos modos incluyó una advertencia: “¡Falta valor para gobernar!”, exclamó, para
terminar defendiendo a ese Gobierno: “No creo que falten en España nueve hombres con valor
suficiente”. La mayoría de los diputados prorrumpieron en aplausos. Tres años después el
mismo general jerezano se proclamaría dictador de la nación que decía defender.

Entierro de las víctimas


Albañiles en huelga

El año de 1920 conoció una conflictividad social como pocas veces se recordaba en
España. Las huelgas se multiplicaban en todos los oficios: panaderos, carteros, ferroviarios,
pintores, conductores, trabajadores del puerto… Las organizaciones sindicales estaban cada
vez más fuertes y unidas siguiendo la inspiración soviética primero, nuevas tendencias
políticas después, algunas tan extremas como el anarquismo. A ello se veía abocada una clase
social que sólo era propietaria de su fuerza de trabajo frente a una clase burguesa o
aristocrática representada en un Congreso donde sus diputados eran mayoría.
El pactismo basado en la alternancia de poder entre los partidos liberal y conservador,
el sistema que había consolidado la monarquía borbónica y sustentado el gobierno de Alfonso
XIII, había dejado de funcionar adecuadamente para estas clases sociales. La división entre
estos partidos en facciones, la ausencia de liderazgos unificadores, multiplicaban los
partidarios de unas y otras opciones impidiendo la conformación de gobiernos estables.
En ese ámbito habían llegado los diputados republicanos y socialistas representando a
la clase social trabajadora y deseosa de un cambio de régimen. La monarquía y el sistema
parlamentario, en vez de asimilar estas fuerzas y darles un cauce de participación en la cosa
pública, seguían amañando elecciones gracias al caciquismo tan imperante como en las últimas
décadas, e impidiendo compartir el poder con estas fuerzas tachadas de radicales.
Ante la inexistencia de este cauce en la búsqueda del poder la clase trabajadora, unida
ahora por una ideología marxista inicialmente, anarquista después, con el ejemplo soviético a
la vista, se había ido escindiendo después de la III Internacional en un partido socialista y otro
de nuevo cuño denominado comunista. A pesar de ello el anarquismo era la opción más
escogida por una clase social deseosa de cambios en la estructura social y económica del país.
Siempre había tenido motivos para pedir y exigir mejoras pero ahora, gracias a la unión desde
el sindicalismo de la CNT, podía aspirar a mejorar su situación cambiando radicalmente las
relaciones de poder en el ámbito laboral.
De ahí que, tras el Congreso de Sants de 1918, la exitosa huelga de la Canadiense de
1919, y aguantando la decidida represión de elementos conservadores y militares desde
entonces, el ejemplo catalán se extendiese a otras zonas del país dando lugar a huelgas,
sabotajes y atentados de toda índole. En ese sentido, otra zona donde el anarquismo triunfaba
era indudablemente Andalucía, con Sevilla en el centro habitual de las protestas, el terrorismo
y la represión. No era en vano que el gobernador civil elegido para Cataluña, el Sr. Maestre
Laborde, conde de Salvatierra tras su matrimonio, hubiese llegado desde la capital hispalense.
También sucedía que muchos trabajadores andaluces, que buscaban trabajo con familiares o
amigos lejos de su tierra natal, terminaban recalando en el mundo laboral catalán, para volver
tiempo después con ideas radicales y ácratas.
En diciembre de 1919 seguía en marcha sin solución aparente, una huelga de peones
albañiles en Sevilla. La ciudad estaba renovándose considerablemente como lo haría setenta
años después, por la proyectada celebración de una Exposición Iberoamericana. En 1913 se
habían concluido los tres hermosos pabellones, hoy dos de ellos transformados en museos, que
rodean la plaza de América dentro del conocido parque de María Luisa, donado por los
Orleans tres décadas antes.
El autor del proyecto era un arquitecto en la plenitud de su creatividad. A sus 38 años
Aníbal González empezaba a afrontar, tras los pabellones citados, la obra principal: un
gigantesco edificio en una remodelada plaza de España cuya construcción llevaría desde 1914
hasta 1928. La Guerra mundial había paralizado la inauguración de esta Exposición pero
permitía afrontar mayores obras como la referida, aún a despecho de la falta de dinero y las
peticiones constantes del Ayuntamiento en Madrid para que se proveyera de fondos. El apoyo
monárquico sería algo tardío y en 1919 todo eran apuros económicos a la hora de afrontar estas
obras junto a varias más que estaban cambiando la fisonomía de la capital andaluza.
Tanta construcción había atraído muchos trabajadores, no pocos de los cuales provenían
de Cataluña donde habían ido a parar en otro tiempo buscando el trabajo que Andalucía no les
ofrecía. Ahora venían con ideas nuevas, con proclamas anarquistas, defendiendo la
sindicación, la unión de trabajadores, la fuerza de la acción frente a las antiguas peticiones a
los patronos. Cuando resultaban más necesarios que nunca como fuerza de trabajo, podían
imponer nuevas condiciones a los contratos, a los salarios y la jornada laboral.
Aníbal González

La huelga de albañiles de diciembre de 1919 se movía en ese contexto de protesta,


generalizado por otra parte en toda España: el norte, con Asturias en primer plano y sus
mineros; el levante español, donde destacaba la republicana Valencia; por supuesto las grandes
ciudades como Madrid y Barcelona, donde se enfrentaban los sindicatos al lock out
empresarial. Junto a ello Andalucía, tanto en el campo como en su capital política, Sevilla.
En aquel momento la huelga no parecía llegar a ninguna parte. El gobernador civil,
Luis Argüelles, encargado en principio de mediar para llegar a los acuerdos oportunos, se
decantaba por un apoyo a la patronal de la construcción, pese a hablar y escuchar a todos. La
situación se hacía cada vez más insostenible, con el recibo de anónimos amenazantes por parte
de diversos contratistas de obras, que se negaban a ceder a las presiones sindicales. El ejemplo
de la patronal catalana también era válido en otras regiones de España.
El día de Navidad uno de ellos, Amadeo Saturnino, se había levantado tarde. Paralizado
el trabajo, salió a la calle para pasear después del desayuno, caminando hasta la calle Pasaje de
Vila, donde pensaba mirar los zapatos expuestos en un comercio, por si compraba algún par.
Cuando había entrado en la tienda y hablaba con el dependiente, pasaron tres hombres que se
detuvieron en la puerta del comercio. De repente se escuchó un tiroteo que alarmó a todos los
transeúntes que circulaban por un lugar tan céntrico de la capital.
Dos de aquellos hombres habían disparado sin acierto. Las balas impactaron en la
tienda pero sin llegar a dar a persona alguna, tampoco a un estupefacto Saturnino, que oyó el
ruido de los disparos y el revuelo que se originó en la calle. Cuando fue a asomarse a la puerta
del comercio, tres hombres corrían huyendo del lugar, perseguidos por algunos de los
viandantes.
Entonces cayó herido José Aparicio, mecánico de profesión, que corría por la calle, no
se supo si como agresor o perseguidor de los que habían disparado. La confusión era
mayúscula por entonces. Una bala le había impactado en el muslo. Durante días, las noticias se
alternaron. Inicialmente se consideró que era uno de los terroristas al que la pistola que llevaba
se le había disparado al correr. Luego, el muchacho manifestó que, carente de trabajo,
deambulaba por la zona ociosamente cuando vio a todo el mundo correr y él huyó también sin
saber dónde iba hasta que la bala lo había herido.
Más tarde se supo que era un obrero que había trabajado en varios lugares de España y
Portugal, que unos meses antes estaba de peón en Sabadell, de donde había venido con ideas
muy radicales, como se demostró al encontrar en su casa propaganda anarquista. Varios
testigos de los disparos lo identificaron como uno de los que habían tiroteado al contratista.
Terminó confesando su autoría y la de otros dos compañeros que resultarían detenidos.
Sin embargo, esto sucedería bastantes días después. Solo tres después del atentado y
con una ciudad crispada por los hechos (era el primer acto de este tipo que se registraba en
Sevilla), el gobernador civil se decidió a reunir la Comisión mixta entre obreros y patronos que
preveía la ley. Los últimos adoptaron una actitud firme de rechazo a todo tipo de amenazas y
coacciones como estaba habiendo en forma de anónimos y tras el atentado contra uno de los
suyos. No estaban dispuestos a negociar ninguna base de acuerdo mientras persistiera esa
situación, sencillamente. De hecho, aquello resultaba en un lock out de hecho, un cierre
empresarial de las obras en curso, aún sin manifestarse en ese sentido de manera explícita.
Los periódicos hablaban de “ánimos exaltados” entre los trabajadores, lo que “hacía
temer graves incidentes”. Entrevistado el gobernador civil el 5 de enero de 1920, días después
de la fallida reunión, se refería a las dos huelgas entonces existentes en Sevilla (la de albañiles
y ferroviarios) en los siguientes términos:

“Dice el Sr. Arguelles que su primera preocupación desde que se .posesionó del
cargo fue resolver esas dos huelgas.
Añade que se mostraron en actitud de intransigencia los patronos, diciéndole que,
estando reciente el atentado cometido contra uno de ellos, cualquiera concesión
que hiciesen para llegar a una avenencia podría interpretarse como una coacción o
algo peor, y quedarían en estas circunstancias a merced de los huelguistas.
Agrega que cuantos esfuerzos hizo para disuadirles de su actitud fueron inútiles, y
entonces optó por dar cuenta de su gestión a los obreros, aplazando el intervenir en
momento más adecuado” (El Sol, 5.1.1920, p. 9).

Esta actitud pasiva causaba escándalo a los redactores de este periódico republicano,
que denunciaban la existencia de hasta 5.000 albañiles sevillanos de brazos cruzados mientras
el gobernador, capacitado por ley para imponer una solución, forzar a las partes a un diálogo,
se limitaba a retirarse pasivamente dejando que la situación corriera el peligro de estallar.
Por donde podía hacerlo se supo el mismo día, cuando el sindicato de albañiles, cuyo
presidente Manuel Barrios había sido detenido durante unos días ante la sospecha de que
estuviera implicado en el atentado contra Amadeo Saturnino, emitió un comunicado que
señalaba a otros sectores de la construcción:

“No nos extraña —dicen— que los contratistas no hayan contestado a las
peticiones de mejora hechas; pero nos causa penosa impresión que el personal
técnico se halle colocado en la misma actitud” (Idem, p. 5).

Arquitecto en apuros

En aquel mes de enero de 1920 Aníbal González era la figura más reconocida en su
ámbito dentro de la ciudad de Sevilla. Arquitecto desde 1902, cuando obtuvo la mejor nota de
la reválida para el título con 27 años, había recibido el encargo en 1910 de organizar una futura
Exposición Iberoamericana que relanzara la ciudad modernizándola desde el punto de vista
arquitectónico.
Bien relacionado con los prohombres de la ciudad gracias a su íntima amistad con su
primo Torcuato Luca de Tena, fundador del ABC, podía olvidar sus orígenes modestos para
encargarse de una obra que haría de él una figura estimada en los mejores ámbitos de la ciudad
hispalense. Desde 1914 estaba embarcado en la que sería su obra más conocida e importante:
el monumental conjunto de la nueva plaza de España. Hoy en día su figura en bronce preside la
entrada por la que circulan turistas a cualquier hora del día y del año, siendo el lugar uno de los
más visitados por los que llegan de fuera para admirar la belleza de la capital andaluza. Por
entonces, su figura en carne y hueso era constante en el lugar, hasta que la huelga de albañiles
detuvo las obras.
La situación no iba mucho con él, ya que era el máximo encargado de la parte técnica.
No queda constancia de que le preocupara la referencia a dicho sector de la construcción en el
manifiesto obrero del día cinco. Tampoco recibió anónimo amenazante alguno. De hecho, su
principal preocupación era que llegara el dinero suficiente desde Madrid para poder continuar
las obras, cuando pudiera hacerse.
Aquel día 9 de enero estuvo por la tarde en el Ayuntamiento asistiendo a una reunión
que valoró las últimas gestiones realizadas ante el Ministerio. Habiendo empezado a las seis la
reunión se prolongó durante dos horas de manera que sobre las ocho y veinte llegaba el
arquitecto a las proximidades de su domicilio en la calle Alejandro Ulloa. Allí, según
manifestó más tarde, encontró a dos hombres esperándole con aspecto de trabajadores (traje
oscuro, blusa, pelliza y alpargatas). Imaginó que serían, como habitualmente, algunos albañiles
que venían a pedirle trabajo.
Se había hecho de noche en aquel momento, tal vez por eso no percibió que los dos, al
verle, enarbolaron sendos revólveres browning. Ni siquiera podía haber imaginado que algo así
pasaría. Pero la puntería de aquellos hombres, como había sucedido en el caso del contratista
Saturnino, era más que deficiente. Estaban acostumbrados a otro tipo de herramientas de
trabajo, no a empuñar un arma que seguramente les había sido entregada pocas horas antes.
Con las detonaciones no se sabe quién quedó más asustado, si la víctima o los
agresores. El que lo tuvo claro por su oficio fue Pedro Gómez, comandante de infantería y
ayudante de campo del Capitán general de la ciudad, que acertaba a pasar por el lugar en el
mismo momento. Sacando su propio revólver les gritó haciendo ademán de disparar lo que
causó el pánico a los terroristas, que emprendieron una rápida huida.
Posteriormente se sospechó de la existencia de cómplices por cuanto el comandante y
el propio arquitecto, que superada la sorpresa se unió al perseguidor, manifestaron haber visto
a varios hombres corriendo, no se sabía si asustados por el tiroteo o del mismo grupo,
encargados de proteger su huida. Alguno marchó por la calle Fernán Caballero, otro dirigió su
carrera hacia la plaza del Museo y los dos agresores originales corrieron por la calle Alfonso
XII. A estos persiguieron los dos hombres, arquitecto y comandante, pistola en mano todos
menos Aníbal González. Se intercambiaron disparos sin que ni unos ni otros acertaran en
medio de la oscuridad. Sería después cuando el arquitecto comprobara que una de las balas
había rasgado la manga de su gabán, no acertándole por cuestión de centímetros. No pudo
saber si había sucedido en la agresión original o cuando le habían disparado para proteger la
huida. Probablemente fuera al principio, en que el blanco de los disparos era más franco.
Finalmente, habían conseguido escapar y la agresión, que pudo ser muy grave, quedó
en nada. Los trabajadores sevillanos no tenían costumbre de atentar ni de matar a nadie, su
torpeza e inexperiencia salvaron la vida del afamado arquitecto, pero pudo haber sido una
tragedia, según creyeron los que fueron enterándose de la noticia.
Toda la ciudad quedó conmovida. A ese punto había llegado una situación que el
gobernador civil no había sabido atajar, que los patronos habían propiciado con su postura
intransigente, que los albañiles habían alcanzado con sus peticiones y amenazas. Aníbal
González era una figura estimada, respetada por todos. Nadie podía entender por qué había
sido objeto del atentado sin que mediase advertencia previa alguna, como sucedía con los
patronos de la construcción, los contratistas de obras. Evidentemente, había sido el objetivo
precisamente por su relevancia social. El atentado contra Amadeo Saturnino, a fin de cuentas,
solo había propiciado una actitud más cerril por parte de la patronal, apoyados en la interesada
pasividad del gobernador civil. Se hacía necesario dar un paso más en la intimidación, en la
coacción hacia esos patronos. Nada mejor para llamarles la atención y cediesen que atentar
contra Aníbal González. A fin de cuentas, si los patronos sabían que le había sucedido a figura
tan importante ¿no temerían ser cada uno de ellos la siguiente víctima de un atentado?
Aníbal González con la policía
Al día siguiente, una imponente manifestación salía a las cuatro de la tarde de la Plaza
Nueva. La integraban comerciantes, industriales, patronos, políticos, artistas pero también
muchos obreros que respetaban a un hijo de Sevilla de tanta fama y altura en su profesión.
Marcharon hacia el Gobierno civil donde depositaron sus tarjetas como muestra de
reconocimiento hacia el arquitecto. Más de tres mil se recogieron aquel día. Luego llegaron
hasta la calle Alejandro Ulloa donde les recibió un emocionado Aníbal González que
agradeció su presencia estrechando la mano de muchos.

Manifestación ante el Gobierno civil

Después de la manifestación popular quedaban las consecuencias: una huelga sin


resolver y una necesaria investigación policial para aclarar los hechos y encontrar a los
culpables.
Otra imagen de la manifestación

Conspiración de albañiles

Evidentemente, todo señalaba al gremio de albañiles, sea por la acción de un pequeño


grupo o con la organización del propio sindicato dirigido por Manuel Barrios, su presidente,
que entró y salió de la cárcel como cómplice en el atentado contra Amadeo Saturnino.
Pero antes, el gobernador civil Sr. Argüelles, al fin, tomó las riendas de la situación
para solventar el problema. Tres días después de la imponente manifestación que había
recorrido el centro de la capital dejando huella de su presencia en el propio edificio del
gobernador, convocó a la Comisión mixta para encontrar una solución al conflicto. De repente,
todas las dificultades parecían allanadas: la patronal, sintiendo el temblor del miedo, perdió su
intransigencia mientras que el sindicato, con su presidente envuelto de nuevo entre sospechas y
temiendo una fuerte represión, aceptó las condiciones que se le ponían por delante.
Cuestión más complicada era encontrar una pista adecuada que permitiera llegar a los
elementos que habían disparado contra el arquitecto. En esas cuestiones había pocas
confidencias y al temor a la policía se superponía el miedo a las represalias de los propios
compañeros, además del suficiente orgullo propio de la clase trabajadora.
El día 14, al siguiente de que ambas partes llegaran a un acuerdo para terminar el
conflicto, era detenido Narciso Barroso. Su mayor culpa era haber trabajado como oficial
corcho taponero en Barcelona, de donde había vuelto hacía tres meses sin que se le conociera
colocación alguna desde esa fecha. En la capital catalana había sido fichado por sus ideas
exaltadas, cuestión que supo la policía sevillana, por lo que procedió a su detención ante la
sospecha de que hubiera promovido o quizá protagonizado el atentado. Sin embargo, aparte de
la habitual propaganda anarquista encontrada en su lugar de residencia, nada lo relacionaba
con el suceso de días antes.
Cuatro días después era detenido José Margall, natural de Tarragona. Evidentemente,
todo lo que provenía de Cataluña era visto como sospechoso. Se le encontraron las clásicas
propagandas sindicalistas pero, además de eso, de poco más se le podía culpar. Así fueron
cayendo algunos elementos de la clase trabajadora venidos de fuera de Sevilla. Sin embargo,
las mayores pesquisas se daban entre los peones albañiles, empezando por miembros de la
directiva del sindicato.
El 21 de enero, doce días después del atentado, se procedió a las primeras detenciones
siguiendo la pista de lo confesado a medias por unos y otros. Los movimientos policiales se
mantuvieron en secreto dentro de lo posible hasta culminar todos los arrestos a primeros de
marzo. Para el día 4 se pudo conocer todo lo sucedido, desde la preparación hasta el tiroteo
frente a la casa de Aníbal González, así como la responsabilidad de cada cual y su forma de
huida.
El mismo día 9 de enero había tenido lugar una reunión en la sede del Sindicato de
albañilería, en la calle Peral número 1. Llamados por su presidente Manuel Barrios, se
presentaron seis albañiles de los más decididos, de los llamados “hombres de acción”. Se les
prometieron 800 pesetas que sufragarían los gastos del atentado y una compensación adecuada
por el riesgo que iban a correr. Estuvieron de acuerdo. Se trataba de Juan Negrales, Manuel
Roldán (alias Noi de la Pipa), Manuel Cala, Manuel Correa, Manuel Ruiz y Francisco
Carreras.
La cita entre los que iban a emprender la acción fue por la tarde, ya que se pensaba que
el arquitecto volvería a media tarde, como solía. No sabían de la reunión municipal a las seis
por lo que su presencia paseando por la calle Alejandro Ulloa dio lugar a sospechas entre las
criadas de Aníbal González, que después sirvieron de testigos para lograr la identificación de
los agresores.
Cala, Roldán y Carreras salieron del sindicato dirigiéndose a la plaza de Europa, donde
se les unió Negrales, que había esperado al último momento para conseguir el revólver
correspondiente. Marcharon entonces hacia la calle donde habría de tener lugar el atentado
pero, paseando un buen rato, se dieron cuenta de que habían llegado demasiado pronto.
Estaban nerviosos de manera que fueron a calmar la sed a varias tabernas de las proximidades,
desde las que tornaban a pasear por la calle sin encontrar al objetivo que se habían propuesto.
Después de las ocho de la tarde Roldán y Negrales, los encargados directos del
atentado, se apostaron frente a la casa de Aníbal González, impacientes. Algo más allá estaba
Cala guardándoles la espalda pero sin arma alguna, igual que Francisco Carreras que
permanecía en la esquina con Fernán Caballero.
Finalmente, vieron llegar al arquitecto sobre las ocho y veinte y se le acercaron para
tener la seguridad de que era su objetivo, dado que ya se habían echado encima las sombras de
la noche.
Sin mediar palabra Negrales disparó dos veces sin acertar en el blanco. Cuando Roldán
iba a disparar a su vez un hombre vino corriendo y dando gritos pistola en mano. Era Pedro
Gómez, el comandante de Infantería que acertó a pasar por ahí. Seguramente, salvó la vida de
Aníbal González con su intervención afortunada.
Los albañiles, que estaban muy nerviosos y dispuestos a disparar y huir seguidamente,
se asustaron aún más al ver aquel uniformado que venía hacia ellos. Los dos dieron media
vuelta y salieron corriendo para escapar de aquel hombre al que el arquitecto se unió
inmediatamente para perseguirlos. Cada uno tomó por donde pudo. El autor de los disparos,
Juan Negrales, fue hacia la plaza del Museo. Carreras, que estaba en la esquina de la calle
Fernán Caballero, tomó por ésta y se esfumó entre las sombras sin que los perseguidores,
pendientes de Roldán y Cala que huían por la calle Alfonso XII, se apercibieran siquiera de su
existencia.
Viendo estos últimos fugitivos que se acercaban cada vez más, se volvieron y Roldán
descargó su arma contra la oscuridad. Fue suficiente para calmar el ardor del comandante y
hacer temer al arquitecto que el resultado del encuentro podía no ser tan bueno como hasta
entonces. De manera que desistieron de su persecución.
El que había pasado más desapercibido, Francisco Carreras, fue sin embargo el primero
en resultar detenido debido a su implicación con el Sindicato de albañiles. Cala marchó a
Morón refugiándose en el convento de Santa Clara, del que su hermano era portero. Eso aplazó
su detención hasta varios días después, cuando se supo su implicación.
Casi al mismo tiempo caía Juan Negrales, que había marchado a la localidad gaditana
de San Fernando, permaneciendo en casa de unos familiares. Como vemos, pretendieron
desaparecer de Sevilla (excepto Carreras).
Tras la última detención, la de Roldán, se completó la persecución policial. El trabajo
podía continuar sin mayores sobresaltos levantando la ciclópea obra de la plaza de España
sevillana. Aníbal González conocería apenas su inauguración. Por una parte se retiró de la
responsabilidad de dirigir las obras en 1928, un año antes de la inauguración, con su salud
quebrantada y habiendo protagonizado algunos enfrentamientos financieros con las
autoridades madrileñas. La Exposición Iberoamericana fue inaugurada por el monarca el 9 de
mayo de 1929. Tres semanas después moriría el que había concebido tan magna empresa
dejando un legado para la posteridad que su ciudad siempre le reconoció. Contaba solo 54 años
pero su obra sigue siendo uno de los monumentos más visitados de la capital hispalense.
Muerte de Teodoro Jenny

Hasta ahora hemos visto, como muestra de la actuación terrorista del anarquismo
español, dos casos distintos por muchos motivos pero con un resultado similar: las víctimas de
los atentados se salvaron, sea por resultar heridos solamente o ilesos. Sin embargo, a partir de
ahora abordaremos dos ejemplos con resultado bien distinto.

Teodoro Jenny padre, años antes


Teodoro Jenny era un empresario que presidía la Casa Enrique Tumull y Cía., una
fábrica de hilados de estambres, dentro del ramo textil en Sabadell. En la noche del día 21 de
febrero cenaba con sus dos hijos, el mayor también llamado Teodoro y el menor Eugenio,
ambos trabajando con su padre en la empresa. La casa, en la calle Topete 47, era pequeña, de
dos pisos, con una amplia balconada en el más alto y una modesta entrada.
La familia Jenny no estaba formada por millonarios y, en todo caso, no alardeaban de
riqueza. Se consideraban unos buenos patronos. Hacía dos días habían cerrado un acuerdo con
los trabajadores por el cual estos admitían una jornada laboral de diez horas compensada por
una subida del salario que llegaba en algunos casos al 50 %. Ya se sabía que el decreto de
Romanones del año anterior por el que se limitaba la jornada a 8 horas diarias no era más que
una referencia de futuro, una condición a conseguir más adelante.
Es cierto que la parte más radical de los trabajadores de la empresa no admitía las
condiciones pactadas con la mayoría, pero esto siempre sucedía así. Forcejeos entre ellos,
palabras más altas que otras, incluso amenazas entre compañeros, pero terminaría
imponiéndose la cordura, pensaba el Sr. Jenny padre. Tal vez mirara con orgullo a su hijo
menor, Eugenio, el artífice del acuerdo gracias a las presiones a que había sometido a los
representantes sindicales. Los Jenny no se iban a arrugar como otros, que cedían y cedían sin
cesar ante las exigencias cada vez mayores de los obreros. También había sido Eugenio el que
había sostenido la reciente participación de la empresa en el lock out patronal en toda
Cataluña, el movimiento de cierre que había terminado con las aspiraciones sin límites de los
trabajadores.

Eugenio Jenny

De manera que los tiempos parecían mostrar una agradable perspectiva de pacificación
y conformidad, al menos por una buena temporada. Mientras cenaban, probablemente
discutiendo la situación de la empresa, los ritmos de trabajo o los encargos recibidos, llamaron
a la puerta. Josefa Alos, la criada, fue a abrir. Se la ve en las fotos de la época como una
campesina de rostro duro y decidido.
Casa de los Jenny

Encontró enfrente a dos hombres que se cubrían el rostro con bufandas. Le dieron un
empujón y penetraron en el vestíbulo reclamando en voz alta la presencia de Eugenio Jenny.
Con el tumulto creado salió del comedor para ver qué pasaba Teodoro Jenny hijo. Se encontró
a los dos hombres que, sin mediar palabra, le descerrajaron un tiro. Sintiéndose herido el
hombre, que era corpulento aunque bastante mayor por su aspecto, se abalanzó sobre sus
agresores, impidiéndoles disparar de nuevo. Mientras tanto, la criada no se mantuvo apartada
sino que, agarrando una silla que se encontraba en el vestíbulo, empezó a silletazos con ellos.
La criada Josefa Alos

Al calor de la refriega llegaron el padre y hermano del agredido. Sin mediar palabra, se
unieron a la lucha. Los que habían disparado empezaron a recular, casi vencidos por los
esfuerzos combinados de las cuatro personas que defendían aquella casa. Fue entonces cuando
entró como una exhalación un tercer agresor, cuchillo en mano. Viendo lo que sucedía empezó
a apuñalar sin contemplaciones a los que tenía enfrente. Eugenio recibió una cuchillada en el
cuello que no llegó a matarlo pero su padre, más torpe o quizá con peor suerte, recibió otra
similar que le cercenó la carótida.

Vestíbulo lugar de enfrentamiento


Gritos, empujones y un hombre que cae exánime en el suelo sangrando profusamente
de una herida en el cuello. En pocos minutos, dejando un charco de sangre en el vestíbulo,
Teodoro Jenny padre expiraba en brazos de sus hijos mientras los agresores huían por la calle
sin que nadie percibiera qué había sucedido ni les persiguiera. El asesinato estaba consumado.
Cuando un patrono moría, y no eran pocos por entonces, toda la clase empresarial se
veía concernida. Pero la mayoría de los casos tenían lugar en la capital, no en una población
industrial como Sabadell, lejos de las principales fábricas catalanas pese a contar con 37.000
habitantes. La noticia de la muerte del Sr. Jenny corrió como la espuma al día siguiente.
Incluso el gobernador civil Sr. Maestre Laborde se personó en la casa para interesarse por lo
sucedido y calmar los ánimos de una soliviantada clase patronal. Quiso visitar a los hijos de la
víctima pero estos, heridos de cierta gravedad, habían sido enviados con urgencia a una clínica
de Barcelona, donde empezaban su recuperación.

Teodoro Jenny hijo


Dos días después, el mismo conde de Salvatierra pudo comprobar el atrevimiento de los
sindicalistas que estaban siendo perseguidos y encerrados a decenas desde la acción concertada
que él mismo protagonizaba en coordinación con el Capitán general Weyler. Así, el gobernador
había de marchar a Madrid para evacuar consultas con el ministro de Gobernación e incluso
visitar al rey en una audiencia privada. Siempre que tenía lugar un viaje oficial como ése
fueron a despedirle a la estación las restantes autoridades de la ciudad catalana: el alcalde, el
jefe de policía, el presidente de la Diputación e incluso llegó a última hora y de paisano el
mismo general Weyler. Todos le desearon un feliz viaje y una fructífera estancia en la capital
del reino de la que habrían de ser informados a su vuelta.
El Sr. Maestre finalmente se acomodó en el vagón y emprendió el viaje sentado junto al
vagón restaurante que marchaba justo detrás de la locomotora. Cuando apenas se estaba
saliendo de Barcelona, al llegar frente a la zona de Mataderos, una tremenda explosión hizo
temblar los vagones rompiendo casi todos los cristales. El tren se detuvo en medio de la
confusión y la alarma de los pasajeros. Nadie, sin embargo, perdió los nervios al comprobar
que no había heridos.
El gobernador se asomó con precaución de no herirse con los restos de cristales
comprobando seguidamente, junto al maquinista y el revisor, que se había arrojado una bomba
de potencia limitada (un petardo de dinamita, se denominaba entonces) impactando con el tren
en el momento de su explosión. Habiéndose asegurado que los rieles no habían sido afectados,
el gobernador mandó que continuase el viaje, no sin que uno de sus ayudantes marchase en
dirección contraria hacia la capital para informar y que empezase la investigación sobre el
atentado.

Entierro de Teodoro Jenny padre

Se vivía por entonces en constante estado de alerta por parte de las autoridades y la
clase patronal. El 1 de marzo un tal Sr. Badrinas, socio industrial del diputado conservador
Alfonso Sala, estaba cenando en su casa cuando estuvo a punto de repetirse la trágica historia
de una semana antes. Se presentaron dos hombres a cara descubierta diciendo con ademanes
imperativos que deseaban hablar con él para presentarle una carta de recomendación. Al
escuchar la discusión que mantenía la criada con ellos y sabiéndose en peligro tras el caso
Jenny, Badrinas se dirigió a la ventana del comedor provisto de un silbato del que no se
desprendía desde que supo el suceso de Sabadell.
Al escuchar el sonido agudo del silbato, fueron corriendo a la casa varios miembros del
somatén que solían patrullar por aquella calle. Mientras tanto, los sujetos habían sacado sendas
pistolas y estaban a punto de forzar la entrada apartando a la criada. Al saberse en peligro,
trataron de huir sin que lo consiguieran, apresados por los hombres del somatén.
Miembros del Somatén, patrullando

Así vivía entonces la clase patronal de cualquier punto importante de Cataluña. Felix
Graupera, empresario tan señalado, había recibido los balazos en Barcelona; Teodoro Jenny
había sido degollado en su casa de Sabadell mientras que el Sr. Badrinas se salvó gracias a su
rápida reacción en su casa de Tarrasa. Nadie estaba a salvo de los pistoleros enviados por el
sindicato anarquista de turno.
Sin embargo, también era cierto que la policía sabía bien dónde buscar teniendo como
tenía fichados a la mayoría de los sindicalistas más violentos, también a los que eran simples
organizadores. Al día siguiente del frustrado atentado de Tarrasa, el Sr. Maestre pudo dar
cuenta de la detención de los tres agresores de los Jenny. La historia de su apresamiento tiene
un aspecto curioso y otro interesante que contaremos a continuación.
Tras la muerte de Teodoro Jenny, cuando la policía aún no tenía ninguna pista fiable de
los asesinos, salvo que deberían proceder o estar relacionados con los trabajadores de la
empresa que dirigía la víctima, se presentó en comisaría un joven de 18 años y de oficio
panadero. Dijo haber escuchado conversaciones referentes al atentado, tener posibles pistas de
los autores. Fue bien recibido y, confiando en que identificara a los intervinientes en aquellas
conversaciones, se le alimentó, alojó y hasta se hizo que acompañara a los agentes hasta
Tarrasa y Barcelona.
El chico, sin embargo, era joven y se fue de la lengua con detalles demasiado
minuciosos del atentado cometido contra Teodoro Jenny y sus hijos. Los agentes entraron en
sospecha y, finalmente, lo metieron en una habitación para que hiciera un relato detallado de
todo lo que dijo haber escuchado. Envuelto en preguntas y entrando en contradicciones,
terminó por reconocer que él fue uno de los que forcejearon con los Jenny en su casa. Se había
presentado ante la policía para estar al tanto de las pesquisas y poder alertar a los restantes
cómplices. Una maniobra arriesgada que hasta ese momento había ido bien pero que, al
fracasar en su papel, daba a la policía la completa solución del caso identificando a los
responsables del atentado.
Los tres detenidos

Así, fue localizado Martín Martí, de 27 años, un obrero del ramo del Agua residente en
Sabadell. Era el otro que se había presentado junto a Peris en la casa esgrimiendo una pistola.
El tercero y autor de la cuchillada que acabó con la vida del industrial fue Victorio Sabaté, de
23 años, conocido en los bajos fondos de Sabadell como “el Bitxo”. Tras su detención se
pudieron finalmente cotejar las huellas encontradas en el cristal del comedor y el vestíbulo con
las presentadas por Sabaté, identificándolo sin margen de error. Para completar las pruebas, la
policía llevó a los tres implicados a la clínica donde convalecían los dos hermanos heridos. No
hubo dudas por su parte: aquellos tres hombres eran los que habían intervenido en la muerte de
su padre.
Resultó extraño que, tras resolver aparentemente el caso con brillantez, el jefe de
policía de Sabadell mencionara a los periodistas sus dudas acerca de que aquel fuera un crimen
típicamente sindical. “Pudo ser obra de una banda de maleantes” añadió ante la perplejidad de
los reporteros.

Agresores de los Jenny

Los hechos demostraron que estaba en lo cierto. Tirando del hilo y a base de
interrogatorios fue desenredándose la madeja de otros implicados. Se había comentado por
entonces que el Bitxo fue visto con un hombre de gabán marrón unos minutos antes en la
misma calle Topete, el mismo que le dio el cuchillo y una cantidad de dinero, según manifestó
el detenido. Resultó ser José Vera, un obrero de Tarrasa. Éste, a su vez, condujo hasta nuevos
implicados en aquel crimen y en otros que habían sucedido en el tejido industrial que rodeaba
Barcelona.
El 11 de marzo se detuvo a un grupo de 15 individuos que cinco días después se
ampliaría en 23 más. Todos ellos formaban una banda numerosa y especializada en atentados
terroristas. A los obreros de una determinada empresa o fábrica les bastaba contactar con ellos
para encargarles un atentado contra sus jefes, previo pago por sus servicios. La banda entonces
delegaba en los miembros locales para realizar la acción encargada. Por ello el atentado contra
los Jenny había sido protagonizado por tres obreros de la propia Sabadell. El precio de la
muerte de Teodoro Jenny fue de 2.500 pesetas. Eso valió su vida y las heridas de sus hijos.

El Jefe de Policía de Barcelona, felicitando a los agentes

El final del conde de Salvatierra

En todas las historias hasta ahora narradas se ha mencionado, de forma directa o


indirecta, a Francisco Maestre Laborde, conde de Salvatierra por su matrimonio con Dolores
Gómez-Medeviela, de 39 años por entonces. A su marido, de 48, lo hemos dejado como
gobernador civil de Barcelona cuando tuvo lugar el atentado contra los Jenny. En la Sevilla de
Aníbal González también se le recordaba como gobernador de la ciudad por su actitud enérgica
y dura frente al sindicalismo de la época.
Habían pasado varios meses desde entonces y cuando lo volvemos a encontrar, en
agosto de 1920, el Sr. Maestre se encontraba descansando en su tierra natal, Valencia, junto a
su mujer, uno de sus hijos (Paco, de 16 años), y su cuñada, hermana de su mujer, la marquesa
de Tejares.
Nacido en 1872, se había licenciado en Derecho con veintitantos años en Valencia,
iniciando una carrera política en este municipio que le llevó a ser electo como concejal primero
y como alcalde después, primero de 1903 a 1904, joven aún, y más tarde de 1913 a 1915, en
plena madurez. Integrante del partido conservador de Silvela pasó a seguir a Maura, tras la
muerte del primero, para aparecer más tarde próximo a La Cierva y Eduardo Dato.
Precisamente, este último había sido nombrado por el rey el 5 de mayo como
Presidente del Consejo en sustitución de un Manuel Allendesalazar que no había podido
controlar las tensiones internas del gobierno conservador de concentración.

Maestre, en su despacho de gobernador civil

Dato que, ante todo, era un pragmático, deseaba en ese momento dar una imagen de
moderación en la política catalana tras la represión sindical auspiciada por el lock out
empresarial y la actuación de Miláns, su sucesor el general Weyler y el propio Maestre como
gobernador civil. De manera que, dentro de la acción pendular de los breves gobiernos de la
época, tocaba contemporizar con los sindicatos, aceptando algunas de sus reclamaciones y
presionando a los patronos para que no llevaran la represión de los obreros hasta un extremo
peligroso.
De ahí que, pese a su amistad, Eduardo Dato considerara necesario sustituir a Francisco
Maestre en el Gobierno civil barcelonés por Federico Carlos Blas Vasallo, con una imagen más
conciliadora que su antecesor. Eso no quería decir que la posición del conde de Salvatierra se
alejara del poder de manera irrevocable. De hecho, Maestre estaba con sus familiares en
Valencia disfrutando de la feria de la ciudad, que se extendía desde el 16 de julio al 6 de
agosto, pero luego se proponía visitar en San Sebastián al presidente del Consejo para debatir
sobre la situación política española y, previsiblemente, aceptar algún nombramiento en otra
población que necesitara su mano decidida.
Hasta entonces, tocaba disfrutar del paso de las carrozas, de los tradicionales fuegos
artificiales y el bullicio propio de aquellas fiestas. Existe una foto tomada en aquellos días
donde se ve a los tres protagonistas de este capítulo: Maestre, su mujer y su cuñada, en el palco
que ocuparon aquel miércoles 4 de agosto para ver pasar las carrozas. En el centro, el antiguo
gobernador se cubre con un sombrero de paja mientras las dos mujeres, tocadas con la clásica
mantilla, miran hacia su derecha la condesa, cerrando los ojos deslumbrados por el sol,
mientras que la marquesa de Tejares clava una vista cansada en el fotógrafo.

En el palco

Fue probablemente la última instantánea que les tomaron. Para el diario que lo publicó
era una ilustración más, lo que se llama eco de sociedad. No podía imaginar que dos de
aquellas personas morirían poco después.
Tras contemplar aquella tarde el paso de las carrozas el conde deseaba descansar en
casa. Su mujer, mucho más animada, le dijo que era pronto aún, que acompañara a las dos
mujeres a saludar a unos amigos que vivían cerca del puerto del Grao. Maestre se resignó
dirigiéndose al “milord”, el coche alquilado para todos aquellos días de feria a Miguel Molla,
copropietario con cuatro hermanos de un establecimiento de coches de lujo.
El cochero Miguel Molla

Marcharon, como habían acordado, al contramuelle de Caro, junto al puerto. Tras


permanecer con los amigos un buen rato, departir y tomar unos vinos quizá, se despidieron
montando en el carruaje de nuevo y dirigiéndose por la Avenida Central hacia Valencia.

Los condes de Salvatierra con sus cuñados


Lo que sucedió entonces se supo por tres testimonios: el del propio cochero, el de la
condesa, que no hizo sino corroborar al primero, y el de una niña, hija del guardabarreras del
paso a nivel en el Grao. Nadie más observó nada, la avenida a aquella hora, las 8.40 de la
tarde, estaba desierta.
Según dichos testimonios, sonó un disparo cerca del paso a nivel. Inmediatamente, la
yegua se desbocó y Miguel Molla se afanó en contenerla por lo que apenas pudo ver a dos
individuos portando armas. Un instante más tarde sonaron muchos disparos, entre doce y
catorce, provenientes de detrás del carruaje. Asustado, el cochero azuzó a la yegua para que
avanzara más deprisa mientras Maestre, desde la banqueta donde permanecía inclinado, le
decía: “¡Llévame a la casa de socorro, que estoy herido!”.

Se sospechó que uno de los asaltantes incluso había subido a la capota para disparar al
ex gobernador porque se encontró un casquillo dentro del vehículo. Nadie lo vio, no se pudo
asegurar con certeza. En todo caso, el paso a nivel quedó atrás, así como las personas que
atentaron contra ellos. Desde la parte trasera llegaban los quejidos de dos personas, el
matrimonio, mientras la marquesa de Tejares permanecía en silencio, derrumbada junto a su
hermana.
Parece que el cochero seguía aturdido por lo sucedido y tuvo que ser el propio herido el
que indicara que buscara un medio de transporte más rápido. De manera que el primero paró
un automóvil y, tras una breve explicación, ayudó a subir a él a los tres heridos, dos de los
cuales pudieron hacerlo por su propio pie, aunque tambaleantes, mientras a la marquesa hubo
que introducirla exánime.
Se dirigieron a la casa de socorro de la Glorieta, la más cercana. Allí permanecería la
marquesa de Tejares, no se supo si fallecida en el acto o durante el camino. Le impactó una
sola bala pero, entrando por un costado y saliendo por el otro, le produjo una tremenda herida
en el vientre por la que se desangró.
El matrimonio, muy maltrecho, prefirió ser trasladado a su cercano domicilio en la calle
Ciscar número 9. Allí llegaron enseguida varios doctores que examinaron sus heridas. Mientras
tanto, la noticia corría por todo Valencia causando profunda conmoción en las autoridades.
Desde el gobernador civil de la ciudad, Sr. Souza, hasta el Capitán general de la región, Primo
de Rivera, fueron acudiendo al domicilio de los condes para interesarse por ellos.
Se dieron órdenes de trasladar el cadáver de la marquesa de Tejares a su domicilio en la
calle Miquelete número 80, para ser velado allí. Mientras tanto, se hicieron las gestiones
oportunas para avisar al marqués, su marido, que estaba en una finca que tenían en la localidad
alicantina de Alcoy.
Los doctores se mostraron muy preocupados por los heridos, particularmente por el Sr.
Maestre. Su mujer tenía una sola herida también que penetró por la espalda, interesó la zona
pleural para acabar alojada en el cuello. Aunque ella mantenía el ánimo y estaba preocupada
por su marido permaneciendo incluso de pie o sentada, los médicos pensaban que si el pulmón
resultaba afectado como parecía, la situación podía cambiar a peor en cualquier instante.

Sin embargo, el que presentaba peor diagnóstico era el conde de Salvatierra. Las dos
heridas en los brazos no eran especialmente importantes pero sí, en cambio, la que había
penetrado en su vientre. Como se vería a la mañana siguiente, cuando lo operasen con mucho
cuidado para extraerle la bala, le había causado importantes daños en el hígado y el intestino
grueso. La probable peritonitis, de muy difícil remedio en aquella época, abocaba a un triste
final.
Mientras tanto, recibía inyecciones de aceite alcanforado, un remedio frecuente por sus
características analgésicas y estimulantes, además de antisépticas. Sin embargo, el Sr. Maestre
debió recibir hasta ocho para que pudiera controlar el gran letargo que le invadía. Un juez,
trasladado de urgencia a su domicilio para emprender las primeras acciones recibió una sola
respuesta por su parte: “¡Déjeme, por Dios, ahora siento una angustia terrible!”. La condesa sí
pudo hacer una declaración breve sobre lo sucedido.
Muerte y comentarios

El estado del Sr. Maestre fue empeorando progresivamente. La devastación sufrida por
su hígado degeneró en un mal funcionamiento orgánico que provocó su fallecimiento a las 4 de
la tarde del día 5 de agosto. No alcanzó a conocer la áspera discusión que tuvo su hermano,
José Maestre, diputado a Cortes por Enguera, con el gobernador civil, tema comentadísimo en
toda la ciudad alcanzando sus ecos incluso hasta al gobierno de Dato, motivando una llamada a
consultas del Sr. Souza en Madrid.
Se supo entonces que el día 2 de agosto, el diputado de Barcelona Sr. Bertrán y Musitu,
había escrito a su amigo el marqués de Mascarell, director de la Cámara de Comercio en
Valencia, advirtiéndole que la policía tenía noticias de una reunión sindical el 30 de junio en la
que se había ratificado un plan para atentar contra la vida del antiguo gobernador Maestre.
El marqués se lo comunicó inmediatamente a José Maestre, al que le unía una estrecha
relación, entregándole la carta con la advertencia. Preocupado, el hermano del amenazado
marchó al Gobierno civil para entrevistarse con el Sr. Souza. Éste le dijo que no tenía de qué
preocuparse, noticias de ese tipo había constantemente. De hecho, mencionó, el conde de
Serrallo había recibido innumerables amenazas anónimas y había terminado por morir en su
cama sin haber recibido daño alguno.
Tras aquello se dijo que se había establecido una vigilancia discreta sobre el Sr.
Maestre. Lo cierto es que no hubo ninguna medida de protección. Intentando disculpar al
imprevisor gobernador, se mencionó el atentado contra Félix Graupera para colegir que, pese a
la protección policial, era imposible evitar las consecuencias de un atentado de esa índole.
Francisco Maestre Laborde
En todo caso, al acudir a la casa de los heridos el gobernador, José Maestre le salió al
paso reprochándole con rabia y en voz alta la indefensión de su hermano, pese a las
advertencias. La situación tomó tal cariz que el Sr. Souza optó por retirarse aquella madrugada
sin mediar casi una palabra. “Comprendo su estado de ánimo y además está usted en su casa”
contestó. “No puedo contestarle”.
Continuando con el proceso exculpatorio, tras ser llamado por Eduardo Dato a Madrid,
el gobernador recompuso su discurso para culpar de lo sucedido a la actitud de la ciudadanía
nada menos:

“A su juicio, el mal, más que en los atentados mismos, está en la ausencia cada vez
más pronunciada de falta de espíritu de ciudadanía que se observa en aquella
provincia, y mientras perdure esa apatía de la opinión frente a los crímenes
sociales, serán estériles los esfuerzos que realicen el gobierno y las autoridades.
Los criminales saben que cuentan con la más absoluta impunidad. No se pide a los
ciudadanos que expongan su vida intentando detener a los culpables; pero sí se les
puede exigir que aporten noticias y elementos que sirvan para encauzar la acción
de la justicia” (El Imparcial, 10.8.1920, p. 5).

No hay manifestación más obvia de ineficacia policial y de impotencia gubernativa.


Respondía así a algunas editoriales que lo culpaban directamente de la desprotección de la
víctima:
“Nadie es capaz de evitar un delito aislado; pero cuando el delito es sistemático y
casi diario, producto de una organización y por lo tanto de un complot, puede y
debe ser evitado a menos de ser en absoluto ineptos los funcionarios públicos
organizadores de los servicios de defensa social, y cuando se trata de un hombre
como el conde de Salvatierra, aún es más fácil ejercer la vigilancia debida, pues
España entera sabía que tarde o temprano sería su cuerpo blanco de las pistolas
anarquistas. Pudieron las autoridades no saber impedir el atentado, porque quien
está decidido a atentar atenta; pero si la vigilancia hubiese sido eficaz, los
agresores no habrían podido huir, pues catorce disparos no pueden ser hechos con
la velocidad del rayo... El paso a nivel del Camino del Grao está siempre muy
concurrido y e1 conde de Salvatierra, quisiese o no, debió estar siempre vigilado
por la Policía, para salvaguardar su vida o al menos para poder castigar a quienes
contra ella atentasen” (La Correspondencia de España, 6.8.1920, p. 1).

Mientras tanto, se organizaba el entierro de las dos víctimas. Tras velar el cadáver
durante la madrugada del día 6 la familia (excepto la condesa, que debía descansar) escuchó
misa permitiendo a partir de las 9 que el público que rodeaba la casa pudiera entrar en ella para
mostrar sus respetos al difunto. La capilla ardiente se dispuso en el piso principal y hasta allí
acudieron todas las autoridades, incluyendo al general Primo de Rivera, que habría de presidir
el sepelio. Se postró de rodillas ante el féretro y rezó brevemente.

Entierro de la marquesa de Tejares

El funeral fue a las 11 en la iglesia de San Juan y San Vicente de manera que una hora
después se formó la comitiva que acompañó el cuerpo de Francisco Maestre hasta el
cementerio. Dos horas antes se había celebrado el mismo acto para la marquesa de Tejares.
Mientras tanto, la condesa de Salvatierra continuaba reponiéndose. Con el paso de los días se
comprobaría que la bala que la hirió atravesó limpiamente la caja torácica sin causar daños
irreparables.
El mismo día en que salió la editorial que hemos referido, coincidente además con el
entierro del Sr. Maestre, hubo una sesión habitual en el Ayuntamiento de Madrid. La discusión
allí habida tuvo notoriedad nacional.
Entierro de Francisco Maestre

Tras tocar diversos asuntos de trámite, tomó la palabra un concejal socialista, Sr.
Cordero. Denunció la reciente supresión del Jurado por parte del gobierno de Dato
considerando que dicho elemento judicial era un avance democrático que no debía suprimirse.
Era bien conocido por entonces que los miembros del jurado en los juicios seguidos contra
sindicalistas en Barcelona, se habían dejado intimidar por la presión ambiente e incluso
amenazas directas para dejar libres a autores de diversos atentados. Para contrarrestar esa
impunidad judicial, el gobierno suspendió la institución del Jurado el día anterior al atentado
del Sr. Maestre.

Presidencia del sepelio, con Primo de Rivera

El alcalde, en un ambiente tenso, reprochó al Sr. Cordero que no alzara su voz para
condenar mejor el crimen sucedido en Valencia. Ahí se armó la marimorena por la respuesta
dada por otro concejal socialista, el Sr. Saborit:

“… diciendo que éstas son las consecuencias de los abusos por parte de los Poderes
públicos; y como dijese que ello traería como consecuencia que caigan cabezas
más altas, el señor Maura (don Manuel) le contesta que «de hombre a hombre no
hay ninguna diferencia».
Insiste el señor Saborit en que el Ayuntamiento debe consignar su protesta por la
supresión del Jurado en Barcelona, contestándole el alcalde que la consignación en
acta del sentimiento de la Corporación por el crimen sindicalista ocurrido en
Valencia es algo que está en el ánimo de todos, mientras que la protesta que
propone el señor Saborit, a más de ser asunto ajeno al Municipio, la considera
inoportuna en las actuales circunstancias” (La Acción, 6.8.1920, p. 6).
La crónica periodística no muestra plenamente lo que debió ser un tumulto originado
por las palabras de Saborit. Quizá recordasen su mención de que “caerían cabezas más altas” el
año siguiente, cuando el propio presidente del Consejo, Eduardo Dato, fuese tiroteado y
muerto junto a la Puerta de Alcalá por unos anarquistas catalanes.
En todo caso, las tensiones entre las propias editoriales de los periódicos madrileños,
según su tendencia, fueron considerables ante el crimen de Valencia. Mientras, “El País”
clamaba por una mayor justicia social en España, único remedio para evitar crímenes de este
tipo, acusando a otros periódicos de predicar la ley del Talión contra los obreros sindicalistas.
Así, un diario de inspiración católica afirmaba:

“Efectivamente, no estamos conformes con la actuación del Gobierno, y


censuramos en él la pasividad, la tolerancia, la blandura, el miedo con que procede
para oponerse a la invasión sangrienta del sindicalismo, que es lepra de España.
El sindicalismo es una organización revolucionaria, tiránica y odiosa. Su
procedimiento es el crimen, su táctica el terror, sus fines el hundimiento de la
Patria, el envilecimiento de los obreros” (Siglo Futuro, 7.8.1920, p. 1).
Impunidad

De este atentado lo único que quedó claro fue que algunos hombres habían disparado
contra el carruaje en que viajaban Francisco Maestre, su mujer y su cuñada. Todos los detalles
fueron controvertidos y conocieron opiniones dispersas.
El guardabarreras del paso de nivel en Grao escuchó todos los disparos pero creyó que
eran tracas procedentes de la festividad. No fue el único al que le sucedió tal cosa aquella
noche, de manera que nadie se levantó a ver qué pasaba ni se dirigió especialmente a indagar
en torno a lo sucedido en aquellos minutos fatales. Tan sólo la hija de ese guardabarreras se
encontraba cerca y dijo haber observado el ataque. Afirmó que lo habían perpetrado cuatro
hombres bien vestidos, “de señoritos” afirmó. La mitad llevaban sombreros de paja, los otros
dos gorra. Para ser una niña pequeña su declaración fue coherente y firme en los detalles. Así,
sostuvo que los hombres habían huido campo a través en dirección a la estación de ferrocarril
de El Cabañal. Trastabillando uno de ellos perdió el sombrero que la propia testigo recogió y
guardó con gran entereza de ánimo.
Se cifró ciertas esperanzas en identificar al propietario de aquel accesorio tras su
examen. Ni en el forro ni en parte alguna parecía tener nada que diera pistas a la policía de
dónde se había adquirido ni quién lo había llevado. De hecho, un fabricante valenciano dijo
reconocerlo como suyo pero cuando se quiso averiguar a quién se lo había entregado resultó
que lo había hecho a un señor de la aristocracia, nada sospechoso de haber llevado a cabo el
tiroteo. Fue una más de las muchas pistas que se siguieron sin que el lector de los diarios de la
época deje de tener la sensación de que los investigadores daban palos de ciego.
Puesto que habían escapado hacia el Cabañal, por donde pasaba el expreso en dirección
a Barcelona, se interrogó al revisor del tren. Afirmó que no eran cuatro sino siete las personas
de un mismo grupo que habían subido a dicho tren en los momentos posteriores al atentado.
Las señas coincidían por lo general con lo manifestado por la testigo del suceso, de manera que
se consideró fiable esa pista. No obstante, acabó como el sombrero, en un callejón sin salida.
El revisor sostuvo que aquellos hombres habían ido desapareciendo en las proximidades de
Barcelona pero se sentía incapaz de recordar dónde. Desde luego, a la capital no habían
llegado, se bajaron antes pero ¿dónde?
De nuevo empezó la discrepancia. La policía de la Ciudad Condal, efectivamente, había
tenido noticias de reuniones sindicales donde se había acordado realizar un atentado contra
Maestre. Esa fue la información manejada por el diputado Bertrán y Musitu para comunicarla a
su enlace en Valencia. Se indagó en esos datos hasta llegar a la conclusión de que el acuerdo
terrorista databa del 30 de junio pero que debía haber continuado con una reunión mantenida
entre sindicalistas barceloneses y valencianos para que fueran estos los que llevaran a cabo el
atentado. Entonces ¿qué era de los siete que subieron en el Cabañal? Los que habían disparado
finalmente ¿eran valencianos o catalanes?
La pista de los escapados a través del tren empezó a tambalearse. ¿Habría de buscarse
en los ambientes anarquistas de Barcelona o en los de Valencia? Nunca quedó claro. Por si
acaso, se empezó a detener a todo aquel que resultaba sospechoso en ambos lugares.
Los diarios empezaron a salpicar sus informaciones con referencias a sindicalistas
detenidos cuya culpabilidad se esfumaba al poco tiempo o se daba por segura unos días hasta
encontrar datos en sentido contrario. Parece que la policía estaba pendiente de todo aquel que
hiciera un movimiento mínimamente sospechoso para adjudicarle la responsabilidad de los
muertos.
El mismo día del fallecimiento de Maestre se detuvo a un albañil sindicalista nombrado
como Jabo (o Yago). Al buen señor solo se le había ocurrido acudir por la tarde al Casino
republicano dando voces y mostrando su alegría por el atentado contra el ex gobernador de
Barcelona. Naturalmente, la policía lo detuvo registrando su casa. Se le encontró una pistola
cuyo origen no pudo explicar así como la consabida propaganda sindicalista, papeles que
estaban en todas las casas obreras y que sugerían una nefanda culpabilidad e implicación en
toda clase de crímenes.
La policía llegó a manifestar que estaban ante una pista sólida pese a lo ridículo de
imaginar que el autor del atentado fuese a ir vociferando su autoría por las calles de Valencia.
Pero fue el primero al que se detenía y eso podía sugerir una eficacia policial que,
naturalmente, se desvaneció con el paso de los días. Al citado Jabo le darían una paliza, lo
encerrarían una semana y luego lo soltarían por la puerta de atrás de la comisaría.
El 12 de agosto se detuvo a dos personas en lugares bien distintos. Uno de ellos era un
obrero de 23 años, Enrique Carbonell, que viajaba sin billete hasta un pueblo de Castellón del
que era originario. Presionado para que confesase acertó a decir, no se sabe si de veras o
inventándolo, que había estado por las cercanías de El Grao en el momento del atentado. Eso
hizo que se hablara en la prensa de “una pista muy fiable para descubrir a los asesinos”.
Resultó que el citado Carbonell, presionado para que reconociera su complicidad en los
hechos, solo admitió que había escuchado el estruendo de los disparos adjudicándolo, una vez
más, a unos tracas disparadas con motivo de las fiestas.
De forma más prometedora se presentó la detención aquel mismo día de Gonzalo
Pamiro, otro obrero de la misma edad, por cierto, 23 años, que fue atrapado en Bayona. Se
afirmaba que la policía le estaba siguiendo la pista como sospechoso y que había estado
huyendo por diversos lugares hasta ser atrapado en aquella localidad. Dos días duró la ficción
de que se había dado con uno de los autores de los disparos. Pamiro resultó ser un emigrante
sin pasaporte que pretendía marchar a Francia a trabajar clandestinamente.
El 19 de agosto aún se registró la noticia de dos detenciones más en la localidad
vizcaína de Amorebieta. Se trataba de Arcadio Capella, de 19 años y Juan Poch, obreros
catalanes a los que se les aprehendió carnets de miembros del Sindicato único de la CNT.
¿Habían huido a Francia después del atentado y ahora eran detenidos cuando volvían con
nuevos propósitos de matar? Así les pintó una prensa que deseaba dar una buena noticia y una
policía que, de forma más discreta, quería ofrecer una imagen de eficacia. Curiosamente, de los
dos de Amorebieta no se volvió a saber.
La última noticia fue la de otra detención en Novelda el 24 de septiembre, mes y medio
después del crimen. Otro sindicalista, del que ni siquiera se dio el nombre, fue encontrado “con
documentación importante” que lo relacionaba con el crimen, al decir de la prensa. Pues o bien
esos documentos no eran tan importantes o todo fue un invento de alguien deseoso de dar
noticias. El caso es que del sindicalista de Novelda nunca más se supo.
A finales de agosto una condesa de Salvatierra bastante recuperada marchó hacia la
finca que poseía con su marido en Albacete acompañada por su hijo Paco. Se proponía
completar su restablecimiento descansando en aquella tierra algo alejada de la conmoción
vivida en la capital del Turia. El Presidente del Consejo, Eduardo Dato, en agradecimiento a su
marido por la labor realizada dentro de sus responsabilidades políticas, le otorgó a primeros de
noviembre la Grandeza de España.
Para entonces, ya se hablaba de una crisis de gobierno que se llevaría por delante los
intentos de Dato de aportar una cara más amable y conciliadora a la vida catalana. Reafirmado
el 8 de noviembre en la presidencia del Consejo por el rey, nombraría a continuación como
gobernador civil de Barcelona a Severiano Martínez Anido. Empezaba la cuenta atrás para la
represión más dura que habría de conocer el mundo obrero y sindical catalán, con la aplicación
frecuente de la ley de fugas a los anarquistas detenidos. De un abogado republicano que les
prestaba su ayuda contantemente, de un conocido catalanista que se oponía al giro represivo
del régimen en Barcelona, hemos de hablar ahora.
Condesa de Salvatierra

Layret debe morir

En el mes de noviembre de aquel año la violencia en Barcelona dio un salto cualitativo.


La reafirmación del gobierno de Eduardo Dato a primeros de septiembre y el envío como
gobernador civil de Barcelona, pocos días después, del general Severiano Martínez Anido,
había propiciado una mayor dureza en los procedimientos represivos contra el llamado
Sindicato Único de naturaleza anarquista. Baste decir que si el llamado “terrorismo rojo” había
provocado la muerte de 8 patronos y 4 directores o gerentes de empresas para un total de 34
atentados, el denominado “terrorismo blanco” había segado la vida de 26 obreros en un total de
127 atentados. Las 140 bombas colocadas (petardos como se llamaban entonces) en comercios
y portales preferentemente, habían añadido 6 muertos a esta trágica contabilidad.
El citado terrorismo blanco, nació con el antiguo policía Bravo Portillo. Tras su muerte
violenta el 5 de septiembre de 1919, sería liderado por el antiguo espía alemán que se hacía
llamar “Barón de Koenig” (Friedricht Rudolf Stallmann, de 45 años por entonces). Junto a 70
matones y a partir de la creación de una agencia de detectives, obtuvo la protección del
gobernador civil Sr. Maestre Laborde y de la propia Patronal dirigida por Graupera, para
eliminar a sindicalistas anarquistas destacados. Era la llamada “Banda negra” del pistolerismo
catalán.
Otra organización eran los denominados “Sindicatos Libres”. No rechazaban actuar en
alianza con la banda de Koenig pero era un grupo distinto que, no obstante, coincidía en
objetivos y procedimientos con ellos.
Esta forma de sindicación había nacido en octubre de 1919 como reacción a la
formación del Sindicato único de la CNT. Estaba liderada desde el principio por Ramón Sales,
conocido dirigente jaimista (seguidor del candidato carlista al trono) que llevó a cabo la
iniciativa entre comerciantes de Barcelona y con el apoyo del partido. No obstante, pronto se
vio la necesidad de que el partido jaimista no apareciera en el Sindicato Libre como tal y éste
se anunciara como apolítico.
Mientras la Banda Negra siempre fue alentada y apoyada por el poder político, el
Sindicato Libre se preciaba de trabajar por los intereses de los obreros que no deseaban
integrarse en un sindicato católico (otra opción importante entonces) pero que se oponían a las
coacciones y amenazas del Sindicato único. Ni el gobierno Romanones, que ejercía cuando fue
creado, ni el Gobernador civil en los tiempos de la Canadiense, González Rothwos,
favorecieron su presencia en las calles de Barcelona.
Pero la política cambió al caer el gobierno liberal y llegar los conservadores. Con el
conde de Salvatierra como gobernador, el Sindicato Libre campó por sus respetos con una sola
política: devolver golpe por golpe al Sindicato único. Sin duda, la Patronal vio con buenos ojos
su actuación pero no queda claro si su apoyo pasó de ser puntual. Sí estaba demostrada la
financiación patronal de la Banda Negra de Koenig, pero no tanto con el Sindicato de Ramón
Sales, hasta el punto de que no pocas acusaciones se vertieron contra ellos, achacándoles el
atentado contra Félix Graupera debido a que éste no quería su colaboración ni respondía a sus
maniobras de chantaje.
El 27 de noviembre de 1920, miembros de la Banda Negra fueron hasta la plaza del
Buen Suceso. Sabían que allí había un bar llamado “El Ciclista” donde a determinadas horas
de la noche tomaba un vino el conocido dirigente del sindicato de camareros José Canela. El
grupo caminó hasta la puerta y, al amparo de la oscuridad, sacaron sus armas para tirotear a su
víctima, luego huyeron. Canela aún pudo arrastrarse tras la barra para protegerse pero,
habiendo recibido tres balazos, murió desangrado allí mismo.
Las fuerzas sindicales quedaron conmovidas, alarmadas y llenas de indignación. Canela
era una persona relevante, llevaba encima un arma, como se aconsejaba a todos los
sindicalistas más reconocidos, pero estaba claro que si un grupo de pistoleros quería atentar
contra tu vida era muy difícil evitarlo. Si además los matones estaban protegidos en silencio
por las autoridades se podía dar por supuesto que ninguno de ellos sería detenido, como fue el
caso en el asesinato de Canela y en tantos más que hubo en aquel tiempo.
Al día siguiente de este resonante suceso, tuvo lugar una reunión en el Sindicato Libre
de Ramón Sales, sito en la calle Porta Ferrisa. Catorce años después un hombre presente
entonces, vuelto a Barcelona desde que huyó a Francia en diciembre de 1920, confesó de plano
todo lo que sucedió aquellos días. Fulgencio Vera, el que habría de empuñar un revólver dos
días después de aquella reunión, admitió la autoría de su crimen y dio los nombres de todos los
implicados en la operación: Juan Zinca, Paulino Pallás, Suñer, Olivera, Carlos Baldrich,
Alvarado y Nicanor Costa. Ramón Sales era el organizador y el que aportó dinero y armas para
el atentado.
El martes 30 de noviembre el gobernador Martínez Anido, que tenía carta blanca de
Dato para resolver el problema del terrorismo catalán con sus propios criterios, aplicó una
vieja resolución sobre el “extrañamiento” de sospechosos de acciones violentas y mandó
detener a 36 personas entre significados dirigentes del sindicalismo como Salvador Seguí,
abogados simpatizantes como el concejal barcelonés Luis Companys, el periodista de “La
Crónica” Antonio Amador, y varias decenas de personas más.
Sobre las 4.30 de la tarde los metieron en tres camiones para llevarlos al puerto, donde
les aguardaba el buque de guerra “Giralda”. Ante la consternación de sus compañeros, que
habían asistido por la mañana al entierro de José Canela, se les embarcó para partir sin un
destino conocido. Se hablaba de que aquello era una auténtica deportación, una arbitrariedad
más del gobernador Martínez Anido, que se los llevaba finalmente a Río Muni. No fue hasta
dos días después cuando se conoció el verdadero destino de los 36: la reclusión en un fuerte de
Mahón, en Menorca.
Ya hemos visto como Companys era detenido por Miláns del Bosch con ocasión de la
huelga de la Canadiense en 1919. Entonces le acompañó a la cárcel de Montjuich su viejo
compañero, también republicano y defensor de sindicalistas, Francesc Layret. Resultaba
extraño que no hiciera lo mismo en este destierro porque su acción como defensor no se había
detenido. El 12 de noviembre lo vemos sosteniendo la causa de Andrés Peláez en un Consejo
de guerra, acusado de incitación a la rebelión. Seis días después realizaba idéntica labor en
beneficio de los sindicalistas Ernesto Arbolé y Vicente Molina por el atentado y asesinato
frustrado del hijo de Juan Serra, un conocido fabricante.

Aquella misma mañana Layret había estado en el entierro de Canela y luego, alarmado
por las noticias sobre la detención de los 36, contactó con la mujer y la hermana de su amigo
Companys. Le confiaron todas las acciones que pudiera emprender para conseguir su
liberación. Él les propuso que quedaran citados por la tarde para ver al alcalde, buen amigo
también del concejal deportado, a fin de que se realizasen todas las protestas posibles ante las
autoridades gubernamentales.
Francesc Layret

Disparos contra Layret

A las seis y media de la tarde esperaban en un coche de punto las dos señoras frente al
número 26 de la calle Balmes, el domicilio de Layret. Éste se había entretenido saliendo
finalmente con el ordenanza y un asistente que lo acompañaba habitualmente, dado que el
abogado necesitaba muletas para caminar.
Cuando iba hacia el coche un hombre vestido con lo que parecía un mono de mecánico
se le acercó por la espalda y, sin mediar palabra, disparó dos tiros que impactaron en él. Éste,
en un gesto instintivo, se volvió hacia el asesino quien, impertérrito, le descerrajó tres balazos
más en la cabeza a corta distancia.
La rapidez y violencia de la agresión sorprendió a todos. El asesino aún empuñaba el
arma. Ambas cosas motivaron que los dos hombres que acompañaban al agredido se quedaran
inmovilizados. El silencio de la tarde solo se vio rasgado por los gritos de las señoras. Una de
ellas gritó: “¡Ay, Layret!”. El asesino aún tuvo la presencia de ánimo de girarse hacia ellas y
decir burlón: “¡Ay, Layret!”. Luego se metió el arma en el bolsillo y se marchó con cierta
tranquilidad por la calle Diputación en dirección a su casa, en la barriada de la Torratxa. Nadie
lo siguió, ningún agente ni somatén acudió al ruido de los disparos.
Mientras tanto, todo era consternación entre los testigos del atentado. Levantaron el
cuerpo del abogado acribillado a balazos pero aún vivo, dejando un enorme charco de sangre
en el suelo, y lo subieron al coche que esperaba para llevarlo a la alcaldía. Tomaron rumbo
hacia el dispensario de la calle Sepúlveda donde los médicos le encontraron varias heridas
gravísimas: una en el lado izquierdo de la frente con orificio de salida, otra en el pómulo del
mismo lado que había afectado a la nariz, la tercera en la axila derecha, probablemente al alzar
el brazo para defenderse, las dos últimas en la espalda.

Layret en su despacho
En el dispensario hubo alguna confusión, como era natural. Alguno fue a avisar a las
autoridades que acudieron con rapidez. El paciente incluso pudo intercambiar algunas palabras
con su amigo el alcalde, además de su padre y hermano que acudieron prestos. Luego entró en
un estado de postración agudizado por la enorme pérdida de sangre que había padecido.
Los médicos, impotentes, decidieron su traslado a la clínica del doctor Gorrochán, de
mayor autoridad y preparación que ellos. El camino fue enormemente penoso en el coche de
punto donde había llegado. Hasta treinta veces tuvo que detenerse el carruaje por el
agravamiento del herido. Cuando llegó finalmente el médico lo examinó y solo pudo aconsejar
que uno de los dos hermanos presentes diera parte de su sangre para poder inyectársela. No se
pudo hacer. Cuando se le preparaba para que la recibiera, Francesc Layret falleció. Eran las
diez de la noche.
Tras el entierro de la mañana y la masiva deportación de la tarde, la muerte del
reconocido abogado cayó como una bomba entre la población obrera de Barcelona. Cuando se
supo en Sabadell, localidad donde había sido elegido y a la que había representado como
diputado en las Cortes nacionales, el impacto fue enorme. Se habló inmediatamente de realizar
una huelga general durante un día para mostrar la repulsa por ese asesinato. Con el tiempo, los
dirigentes republicanos de la ciudad escogerían como sustituto en la candidatura a Cortes a
Luis Companys, que resultaría elegido como diputado en diciembre, cuando aún permanecía
recluido en Mahón.

“Ha muerto un hombre culto, de talento, de palabra elocuente, que era estimado en
el foro como letrado y que en las últimas Cortes demostró ser un buen polemista.
Partidario del sindicalismo, defendía con frecuencia a los acusados de realizar
delitos de aquel carácter. No hace mucho, abogaba en Zaragoza por salvar de las
cadenas que se les pedían a los autores de la colocación de una bomba en el café
Royalty. En Málaga, defendió a los procesados por la explosión de un artefacto en
«La Unión Mercantil».
Como diputado, representó al distrito de Sabadell, por donde se aprestaba a luchar
en las próximas elecciones. Era republicano: militaba en el partido de Marcelino
Domingo y con éste y el concejal Company, hoy deportado a Mahón, propuso
recientemente que el partido de que formaba parte ingresara en la Tercera
Internacional de Moscú fracasando en su intento.
La muerte de Layret, a los ojos imparciales, alcanza una significación social
enorme. Hasta hoy, las víctimas casi diarias de los atentados tenían un carácter
capitalista y los obreros asesinados, lo eran sin duda por defecciones en sus ideales.
¿Estaba Layret en ese caso? Indudablemente no” (El Heraldo de Madrid,
1.12.1920, p. 1).

Resulta llamativo contemplar algunos errores de apreciación en la editorial de este


diario. Era uno de los de mayor tirada en la capital. Dirigido entonces por José Francos
Rodríguez había representado desde la influencia de José Canalejas, una ideología propia del
Partido Liberal, demócrata y anticlerical. Sin embargo, sus últimas expresiones parecen
mostrar un desconocimiento de la acción del Sindicato Libre y la Banda Negra, que acababan
con la vida de destacados sindicalistas como había sido el caso de José Canela recientemente.
Así, parece asignar la violencia exclusivamente al Sindicato único, tanto en lo que se refiere a
los patronos como a obreros alineados con ellos.
Aquel mismo día el País, diario republicano, protestaba ante ambos hechos
(deportación y atentado) de una manera más realista, aunque no fuera admitida por los diarios
conservadores y liberales: Afirmaba que Dato estaba protegiendo a la burguesía catalana
subiendo los aranceles, deportando a los que molestaban. Tampoco cabía duda de que los
autores de la muerte de Layret se contaban entre el llamado Sindicato Libre al que no dudaban
de calificar de “cuadrilla de forajidos”, “partida de la porra”, “banda de asesinos”. “Es una
hazaña propia de los criminales de esa banda” añadiendo mientras se eludía la censura, “y sus
protectores, sostenedores y encubridores”. Sobre a quién se refería la editorial estaba claro:
Severiano Martínez Anido, gobernador civil de Barcelona, y quien lo había elegido dotándole
de plenos poderes: Eduardo Dato. Éste habría de pagar con su vida algunos meses después su
implicación en la política represiva del gobierno catalán que conocía una escalada imparable.
La polémica estaba alimentada por las palabras del propio gobernador realizadas solo
hora y media después de los disparos contra Layret, cuando éste aún seguía con vida.
Preguntado por sus impresiones, afirmó:

“Ya sabrán ustedes lo de las supuestas deportaciones. De estos asuntos no quiero


que haya nada secreto, pues no hay razón ninguna para el misterio. Había llegado
el momento en que se hacía precisa una separación de los elementos peligrosos, y
aún debo decirles que, en conciencia, creo haberles salvado a muchos de ellos la
vida con esta separación, como me arrepiento de no haber puesto en la cárcel al Sr.
Layret. La verdad es que la gente estaba ya muy cansada de esta situación y he
tenido que realizar estos días verdaderos esfuerzos para contener a unos y a otros”
(ABC, 1.12.1920, p. 7).

Aquello lo vieron los diarios de derechas como una muestra de firmeza de la que solía
estar carente el gobierno. Para los republicanos y no digamos los medios sindicalistas, las
declaraciones de Martínez Anido eran el colmo de la desfachatez y de la involución del estado
de derecho que, por otra parte, estaba conculcado en Cataluña desde que permanecían
suspendidas las garantías constitucionales.
El joven Luis Araquistáin, de 34 años por entonces, destacado político del ala izquierda
del socialismo, respondía con amarga ironía pocos días después:

“El señor gobernador de Barcelona es un revolucionario de la ciencia y la práctica


del Derecho penal. El mundo ha vivido siglos en un incomprensible error. La
costumbre y la ley estaban equivocadas en los procedimientos defensivos de la
vida humana. Si se sabía probadamente que un hombre abrigaba el propósito
siniestro de asesinar a otro, las autoridades metían en la cárcel al inminente
asesino. Pero el gobernador de Barcelona, encarnación insospechada del genio
jurídico, viene a revolucionar teorías y prácticas seculares: en vez de reducir a
cautiverio al asesino, encarcela a la víctima designada. Si hubiera un premio para
los grandes descubrimientos del Derecho, también habría que otorgárselo al
gobernador de Barcelona” (La Voz, 2.12.1920, p. 1).
Un funeral accidentado

Muchos diarios conservadores valoraban positivamente la energía mostrada por el


gobernador, la mano dura contra los sindicalistas que amparaban a los terroristas rojos, del
mismo modo que los republicanos denunciaban la protección que tenía para el terrorismo
blanco. Inevitablemente, surgían descalificaciones que suenan muy actuales, en este caso desde
la editorial de un diario maurista:

“No estaría de más que algunos periódicos que se llaman demócratas y radicales y
que protestan ahora contra los atentados que se atribuyen al sindicalismo libre,
recordaran el número de víctimas que lleva hechas impunemente el sindicalismo
rojo, sin que esos diarios se conmovieran y contribuyesen a una campaña en pro de
justas y convenientes represiones” (La Acción, 2.12.1920, p. 1).

Porque el terrorismo del Sindicato Libre era simplemente una reacción ante el terror
proveniente del anarquismo, faltando muy poco para calificar de “justa” a esta reacción.

“Si los periódicos defensores del Sindicato único y los que manejaban esas
organizaciones hubieran a tiempo solicitado el castigo y las medidas gubernativas
encaminadas a extinguir la criminalidad para que no se confundiera el terror con la
actuación lícita de las clases trabajadoras, a estas fechas no tendríamos que
lamentar la lucha enconada, cruentísima, que se está produciendo en Barcelona y
que parece, por lo visto desgraciadamente, el único medio de acabar con las bandas
criminales y de restablecer la normalidad, no sólo en Cataluña, sino en el resto de
España” (Idem).
Mientras tanto, las protestas se enseñoreaban de la capital pero de un modo disperso y
desorganizado. La actuación represiva realizada tanto por el conde de Salvatierra como por
Martínez Anido habían dado al traste con la jerarquía del Sindicato único. Algunos de sus
señalados dirigentes, Ángel Pestaña o Andreu Nin, estaban huidos en el extranjero, otros
encerrados en un fuerte de Mahón, no pocos habían caído bajo las balas del terrorismo de
derechas o estaban encerrados en calabozos. Los únicos que sobrevivían a duras penas de
aquella fuerte represión eran los más exaltados, los menos partidarios de la negociación con la
patronal, los llamados “hombres de acción directa”.
Se declaró una huelga general en Barcelona empezando por el sector de los
metalúrgicos, los más activos por lo general, seguidos por los obreros del puerto, fabricantes de
pan, comercios. Algunos medios de transporte quedaron detenidos pero no todos, se rumoreó
la imposibilidad de sacar los periódicos cada mañana pero las imprentas no cesaron, el
suministro de papel no se detuvo. La situación estaba muy lejos de aquella uniformidad de
acción que año y medio antes había paralizado la Ciudad Condal por la huelga de la
Canadiense.
Se esperaba con expectación el entierro de Layret el 2 de diciembre. Desde antes de las
tres de la tarde, hora oficial del sepelio, se juntaron varios miles de personas frente al portal de
la calle Balmes donde había caído el abogado republicano. La emoción era mucha, la
indignación también pero con temor a la nutrida presencia de la Guardia civil de caballería que
rodeaba el lugar. Se suspendió el tranvía a Sarriá que pasaba habitualmente por esa misma
calle.
Cuando a las tres fue sacado el féretro para depositarlo en la carroza que esperaba, los
obreros tomaron el ataúd y, con ayuda de los hermanos del finado, caminaron por la Gran Vía
mientras en el aire temblaban los vivas a Layret. Al final de la calle vino el peor momento. La
comitiva, en vez de dirigirse a la izquierda hacia el cementerio por el camino más corto,
pretendió doblar a la derecha para marchar por la Rambla.
Entierro en la calle Balmes

El coronel al mando de la Guardia civil, Sr. Valle, se opuso terminantemente. No eran


ésas las instrucciones que había recibido. No bastó que presidiera la comitiva un representante
del alcalde ni que porfiara en bien del orden público. Los silbidos contra la Guardia civil se
multiplicaron. Algunos gritaron insultos. La situación estaba cada vez más tensa y el coronel,
que veía que las cosas se le iban de las manos, dio orden de cargar.

Desbandada en el entierro

Hay imágenes de aquella desbandada multitudinaria. Mientras algunas personas


consternadas sostenían el féretro el resto de la comitiva corría perseguidos por los caballos
sobre los que los guardias enarbolaban el sable desenvainado. Hubo algunos heridos y lo que
quedaba de los acompañantes del féretro pudieron continuar su camino hacia el cementerio. En
la calle Aribau muchos habían vuelto para seguirlo pero la Guardia civil solo permitió el paso
de las autoridades principales. Nuevas cargas aseguraron la dispersión de los obreros. Así se
llegó a las puertas del camposanto y fue enterrado Francesc Layret, entre carreras y refriegas
con la fuerza pública. Cuando en 1936 se le levantara un monumento que lo recordase muchos
también tendrían en su memoria aquel día aciago.
Monumento a Francesc Layret

El día anterior al entierro un grupo de individuos habían tiroteado un Casino


republicano al que solía asistir el fallecido. Los vigilantes, el somatén, no estaban para detener
a nadie, desde luego, pero sí a tres significados sindicalistas, como fueron presentados al día
siguiente, atrapados en su casa con proclamas sindicalistas y hasta un revólver Star, prueba
inequívoca de su culpabilidad.
Solo catorce años después pudo aclararse este crimen, cuando Fulgencio Vera, el
asesino, volviera a pisar las calles de Barcelona siendo encarcelado. Según manifestó, él fue
quien apretó el gatillo tras confirmar su cómplice Alvarado, que conocía a Layret, la identidad
de éste. Los demás conjurados, que estaban en las inmediaciones para proteger su huida, no
tuvieron que intervenir siquiera.
Dos días más tarde salió de su escondite para recibir por parte de Ramón Sales la
cantidad de cien pesetas por la comisión del crimen. Vera se mostró indignado al recibir una
cantidad que se le antojó ridícula, teniendo en cuenta que sus compañeros se habían repartido
veinte mil pesetas del Sindicato Libre. Cuando protestó airadamente, el presidente del
Sindicato le indicó que, si asesinaba también al hermano de su primera víctima, Eduardo
Layret, le abonaría una cantidad mayor. Vera se negó y prefirió quitarse de en medio
marchando a Francia. Desde luego, las autoridades policiales no lo perseguían así que pudo
hacer tranquilamente sus maletas y marchar ante el temor, según confesó, de que sus antiguos
compañeros se volvieran contra él.
Por eso se mantuvo al margen de la satisfacción con que las clases pudientes habían
seguido las disposiciones de Martínez Anido, cómo había sido respaldado públicamente por
Eduardo Dato y cómo aquel, animado por el éxito, había dado las instrucciones precisas para
que los sindicalistas detenidos a partir de ese momento no fueran atados cuando se les
condujera al calabozo. Eso motivó un incremento de obreros muertos por disparos en la
espalda al emprender una supuesta huida de sus captores. Ese mes de enero de 1921 comenzó
la aplicación de la ley de fugas.

Dorado y Layret

(Eugenio D’Ors)

LA SINGULAR PROCESIÓN

Al punto die la media noche, en una muy lluviosa de primavera del año 1917, cierta
singular procesión desfilaba por la calle del Carmen, de Barcelona, camino a los tranvías
rambleros. Formábanla obreros y estudiantes, en grupos casi silenciosos, como trabajados
interiormente por remembradora meditación. Menudeaban entre ellos esos trajes sin color
preciso, manera de libre uniforme de la pobreza ciudadana, y, extrañamente, esos cuerpos
contrahechos o torcidos, a quien una ley oculta de compensación armoniosa parece atraer hacia
las más recogidas liturgias del espíritu —conciertos de música severa, sesiones de cultura,
conciliábulos de ensueño revolucionario...— Al frente de la oscura procesión, el poseedor de
un paraguas único esforzábase en repartir equitativamente su defensa y beneficio entre dos
claudicantes lisiados que, a izquierda y derecha suyas, avanzaban trabajosamente, con rudo
compás de muleta y bastón, golpeando el empedrado sonoro.
Era yo el del paraguas, y mis acompañantes de aquella noche, hoy entrados ya los dos
en noche eterna, D. Francisco Layret y D. Pedro Dorado Montero. El trágico maestro de
Salamanca acababa de dar en el Ateneo Enciclopédico Popular una conferencia, después de
profesar en mis «Cursos monográficos» aquel sobre «La Naturaleza y la Historia», cuyas
lecciones recogieron su testamento filosófico, hasta hoy editado únicamente en catalán; aquel
curso cuya iniciativa y realización y consecuencia, aun las más remotas y penosas para mi
sensibilidad, quisiera yo poder ostentar en el pecho como una condecoración. Y el trágico
diputado por Sabadell había acudido, como antiguo presidente de la casa, a cumplir con la
presentación del conferenciante. Religiosamente habían oficiado los dos ante el ara desnuda
del Dios sin nombre, ¡todavía sin nombre!

HERMANOS EN ESTOICISMO Y EN HEROÍSMO

Pero no fue al oírles hablar, sino a la salida, viéndoles simétricamente a mi lado,


cuando alcancé, como fulminante revelación, el sentido del parentesco profundo entre estos
dos hombres. Viles a los dos emparejados por la ruina física y por
la deformidad corporal, por el pequeño cráneo duro y por la morenez amarilla y tenebrosa.
Viles hermanos en estoicismo y en heroísmo. Viles en su austeridad magnífica, en su ascetismo
laico, resistente y rebelde a todas las tentaciones de la gracia. Viles maestros a los dos, cada
uno a su modo, regando la sequedad jurídica con las agua s vivas de una inmensa fuente de
piedad. Cuerpo semejante, espíritu gemelo, las mismas ideas.
Sólo que Dorado las pensó en su puro aislamiento, y Layret las vivió en la agria lucha
cotidiana... Por eso, si aquél murió «en su carne», como dice la frase popular, tan profunda,
éste ha caído en la calle, con siete balazos en lo que le quedaba de cuerpo.
Francesc Layret

LA CONSECUENCIA

Un triste periódico de Barcelona, en cierta hipócrita necrología, se esfuerza en presentar


la vida de Francisco Layret como algo mediocre, incoherente y roto. Para esto, valiéndose de
ese vocabulario del tecnicismo electoral, que ha acabado por ser el único alimento intelectual
de la casa, se entretiene en índices de partidos y de coaliciones, de circunstancias y coyunturas.
Aparece, a través de ello, nuestro austero repúblico como empujado, en personal
desorientación, por sucesivos vientos de actualidad.
¡Mentira! Yo soy testigo, yo, tras veinticinco años de amistad con él. Yo soy testigo de
que, desde los bancos de la Universidad hasta el charco de sangre de la calle de Balmes,
Francisco Layret ha profesado las mismas ideas... Ha profesado las ideas de Dorado Montero.
Si éstas eran sucesivamente abandonadas o recogidas por distintos partidos, la culpa no
es de quien ha dado por ellas la vida... y «la otra vida» además.
UN ALTO EN EL ENTIERRO

En el crepúsculo color de sangre avanza el ataúd, en hombros de los obreros, que con
agria veneración se disputaban el honor de llevarle. «Ahora me toca a mí. Tú ya lo has
sostenido una vez.» Otros grupos de obreros transportaban ostentosamente las grandes
coronas; y las cintas de esas coronas eran como estandartes desplegados. Seguíamos luego, en
inmensa multitud, a pie por haberse declarado en huelga los coches, a través del amplio
suburbio; a paso de carga, porque los caballos de la Guardia civil, que ya había cargado frente
a la Universidad, pisaban nuestra retaguardia inquieta... Así se había vuelto gruesa, rápida,
ciudadana, revolucionaria, la singular procesión devota de tres años ha en 1a calle del Carmen.
De repente, una tácita emoción nos detuvo a todos. Hubo un alto; y, en aquel momento,
la Guardia civil se retiró. Habíamos llegado a la vista del cementerio. El cementerio desde allí
es un jardín admirable, probablemente el único jardín bello de Barcelona. Escalónase la
profusión de los cipreses, con un aspecto muy italiano, muy Villa d'Este o Giardino Giusti…
Algo muy grande ocurría simbólicamente entonces ante nuestra detención conmovida, obra de
un imperativo escudo. Ocurrían —¡sólo los que de cerca habíamos podido seguir aquella vida
sabemos cuánto significa esto!— las primeras nupcias de Francisco Layret con la belleza.

DEMASIADO TARDE

Alguna vez he dicho cómo Dorado la había conocido, en su vida, tres veces. Layret
sólo la conoció ayer, al entrar en el jardín armonioso, cuando él ya no era, dentro de su ataúd,
sino un guiñapo sanguinolento, un espantoso residuo de ortopedia y de autopsia.

La Libertad, 9.12.1920, p. 1.

Continúa en “Muerte de Eduardo Dato”

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