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de 1920
Félix Graupera
El día 5 de enero de 1920 fue un día ocupado para el presidente de la patronal catalana.
Como tal, ostentaba una importancia considerable entre los patronos españoles.
Se cumplían dos meses desde el tímido comienzo del “Lock out”, el cierre de las
empresas en Barcelona por parte de sus dueños que, a esas alturas y extendido a Madrid, era
uno de los problemas más graves a los que se enfrentaba el gobierno y la sociedad catalana. La
situación resultaba explosiva, con miles y miles de obreros que no recibían salarios desde hacía
seis semanas.
Aquella misma mañana se habían reunido en una sala de Fomento del Trabajo los
presidentes de varias entidades económicas de Barcelona, encabezados por el de la Cámara de
Industria. Se seguía con gran inquietud el tremendo pulso de fuerza entablado entre el
Sindicato único adscrito a la CNT (Confederación Nacional del Trabajo, de naturaleza
anarquista) y la Federación Patronal creada el año anterior, a raíz de la huelga de la
Canadiense, el origen de todo el conflicto irresuelto hasta entonces.
Los presidentes valoraron la situación, se informó que el día anterior se había
comunicado al presidente de la patronal, Sr. Graupera, su intención de ponerse en contacto con
los parlamentarios catalanes en el Congreso español para que sacaran a relucir el conflicto que
se vivía en las calles y empresas barcelonesas desde hacía tanto tiempo. Graupera les
manifestó que no dificultaría ninguna gestión, desde luego, incluso si acudían al rey con sus
reivindicaciones. Siempre que se mantuviera la independencia de la patronal respecto a este
tipo de iniciativas, ellos nunca serían obstáculo para que llegaran al Parlamento o a cualquier
autoridad del país.
A la salida de la reunión, un reportero se acercó a uno de los participantes en la misma,
preguntándole qué salida veía ante el conflicto:
“La única salida para nosotros tiene que venir por una acción de gobierno, que ya
que no provoque o aproveche el momento para una represión, de la que no somos
partidarios, haga sentir la existencia de la autoridad. En eso está el secreto pues se
resolverá primero el problema de la disciplina y estaremos más cerca de resolver
los otros satisfactoriamente” (ABC, 6.1.1920, p. 11).
“En una de sus notas [la Federación patronal catalana] declaran candorosamente
que aspiran a imponer un Gobierno enérgico —y ya sabemos lo que esto significa
para ellos— que haga suya su causa, que les defienda a todo trance, que imponga
su capricho y que persiga implacable al que ellos consideran su enemigo” (Heraldo
de Madrid, 2.11.1919, p. 1).
(Adolfo Marsillach)
Mala cosa es tener que escribir sobre una cuestión que, por las consecuencias que
puede originar, absorbe por entero la atención de los españoles y que, iniciado su período
agudo, no ofrece una nota de palpitante interés. Más que ante un «lock-out», cuyos directores
han dicho que podría llegar a ser formidable, corriéndose a casi todos los oficios y a muchas
regiones de España, diríase que nos encontramos ante un paro en que anduviesen de acuerdo
obreros y patronos para representar una farsa revolucionaria con el único objeto de atemorizar
a los pusilánimes.
Buen chasco se han llevado los que para el día de hoy esperaban grandes sucesos y
emociones fuertes. Si no fuera por el cierre de los comercios a quienes alcanza e1 «lock-out» y
el verse por las calles menos señoras que de ordinario y algunos obreros más, la ciudad
presentaría el aspecto de sus horas normales. Declina el día y no sabemos que haya ocurrido el
menor incidente en lugar alguno de la población. Esta mañana la hemos recorrido de uno a otro
extremo sin descubrir el más leve indicio de agitación entre los obreros ni
de pavura en el mundo burgués. Los obreros pasean observando una corrección sin mácula, y
los burgueses van a sus quehaceres con la tranquilidad del que nada teme.
Circulan coches y automóviles; circulan los tranvías llenos de gente. El orden es absoluto y
absoluta la seguridad de que por ahora no será alterado. Pero ¿seguirán siempre las cosas de
eta manera? Probablemente, no. Si el «lock-out» se extiende a más oficios y se hace crónico,
entonces nadie sabe lo que aquí puede ocurrir. Cuando el hambre exaspere a cien mil obreros y
teman éstos por la suerte de los Sindicatos, con cuya actuación violenta, arbitraria y tiránica
deben muchas mejoras y una especie de impunidad para no pocos actos reprobables, que se
aceptan como lícitos en esta época de lucha y de odio, entonces veremos si esos cien mil
obreros pierden la sangre fría y la ecuanimidad que hoy es preciso y de justicia reconocerles.
Por lo visto, ha prosperado y triunfado el criterio de los prudentes y de los capacitados del
Sindicato, contra el propósito que abrigaban los energúmenos de contestar al «lock-out» con
actos de violencia contra la propiedad y las personas. Si llegan a hacer esto, se los hubiera
barrido, y todas las simpatías y toda la razón estaría con los patronos. Cuanto más tarden
aquéllos en perder la serenidad, tanto más irán ganando en fuerza y en simpatía. Se ganarán la
de casi la totalidad de la población como se limiten a luchar por un natural mejoramiento; pero
no si insisten en la pretensión de imponernos la dictadura del proletariado, que si mal nos
avenimos los catalanes con las dictaduras ilustradas, ni en hipótesis admitimos la efectividad
de la tiranía ejercida por quienes, hasta ahora, no son por su volumen intelectual suficiente
garantía para que en ellos depositemos y confiemos todo el tesoro de la civilización cristiana.
Antes que llegar a esto nos defenderíamos con las uñas y con los dientes. El conflicto actual,
precisamente, ha llegado al grado de exacerbación en que lo vemos a causa de pequeños
ensayos de dictadura obrerista, prólogo de otra mayor y más sensible que se está fraguando en
el seno de los Sindicatos. Estos no perturban la ciudad por aumento de jornal y disposiciones
que les favorezcan, sino por asaltar el Podar y hacer de España una República semibárbara y
semiasiática, como la de Rusia. Optimista y ciego será quien no vea esto. El más humilde
barrendero del Municipio se ve jefe de ‘soviet’, y como tuviera algunas letras, es posible que
se imaginara acusador de un Comité de Salud pública y, como un Fouquier-Tinville
sindicalista, empujando al patíbulo a inermes burgueses.
La gravedad del problema está en esto: en que, como los sindicalistas dicen
gráficamente, se vuelva la tortilla. Veremos si se volverá.
¿Estado actual del conflicto? Circulan versiones optimistas. Pero no hay que forjarse
ilusiones. La guerra está empezada y las batallas serán muchas. Se sucederán los armisticios;
se pactarán treguas; habrá períodos de paz; pero la pugna se reproducirá cien veces, cada vez
con mayor denuedo, hasta quedar fuera de combate uno de los dos beligerantes.
Hoy por hoy, ambos creen llevarse la victoria.
5.11.1919
Hacia la negociación
Al cabo de algunos días de práctica del lock out la patronal, aún firme en sus ideas,
empezó a preocuparse por ganar a la opinión pública. El discurso de Cambó apagó algunos
entusiasmos en ese sentido, no en vano era el máximo representante político de la burguesía
catalana. Alejandro Lerroux, dirigente republicano, tronaba en el mismo sentido pero de
manera más contundente respecto a la patronal, algo que era de esperar, por otra parte.
El problema es que parte de los mismos empresarios empezaban a discutir el cierre,
unos por no sentirse apoyados suficientemente, otros porque dado su pequeño tamaño se
sentían más vulnerables ante una pérdida de beneficios, y aún había los que cuestionaban una
medida que no conseguía abarcar a todo el tejido empresarial, dado que el ramo textil, el más
importante en Cataluña, seguía en funcionamiento. La subterránea oposición al movimiento
por parte del gobierno central en la persona del ministro de Gobernación Sr. Burgos y Mazo y
el gobernador civil Sr. Amado no colaboraba tampoco al empeño. El primero había dirigido un
comunicado al segundo defendiendo que se procurase la “armonía” entre trabajadores y
patronos pero que, en caso de no conseguirla, se atendiese “a de parte de quién estaba la razón
y la justicia” lo que era una afirmación, al menos, bastante ambigua.
Los sindicatos, por su parte, emitieron también un comunicado a la opinión pública,
entre reivindicativo y amenazante. Hacían primero un balance de cuántas veces la clase obrera
había acudido a la llamada del gobernador civil para dialogar y negociar las distintas
reivindicaciones planteadas. Su actitud no había sido secundada nunca por la la patronal dada
su intransigencia. Luego continuaba diciendo:
“El lock-out persigue un fin concreto: quiere llevar la perturbación al país, para que
éste, sobrecogido, se desoriente y sufra un Gobierno a gusto de los patronos, que
sería un gobierno reaccionario, de arbitrariedad, de coacción.
Se pretende llevar a la clase obrera a una batalla campal, a la que nunca acudirá. Si
se desea deshacer la organización de los proletarios, estos se prestan a ello; pero
¡ay de los patronos si tal cosa sucede!, porque la responsabilidad de la organización
de los trabajadores desaparecerá. Estos han sufrido mucho y, si reciben nuevos
ataques, sobran sus organizaciones. Mediten los patronos” (El Imparcial,
5.11.1919, p. 1).
“Yo me intereso por el obrero y por el patrono. Así como hemos de evitar la tiranía
de éste, así hemos de evitar la imposición del obrero mal llevado. Así llegaremos a
la paz y la concordia” (ABC, 3.11.1919, p. 9).
(Adolfo Marsillach)
Barcelona es, tal vez, la ciudad del mundo en que suceden más cosas. Y eso que el
número de sus habitantes no excede al de Madrid ni al de dieciséis ciudades alemanas. Si
Barcelona tuviese cuatro millones de almas, como Berlín o París, o seis millones, como
Londres, los barceloneses haríamos cosas asombrosas en punto a anormalidades en la vida
civil y trastornos públicos. No contando más allá de ochocientos mil habitantes damos más que
hacer y que hablar que los veinticuatro millones de españoles juntos. No se puede negar que
nos excedemos y nos superamos a nosotros mismos, y que gracias a los barceloneses la Prensa
española tiene alguna amenidad.
Falta hacen la crónica de los estados anómalos y de las trapatiestas porque ha pasado
Barcelona durante los últimos veinte años. La crónica sería curiosa y prolija en la enumeración
de accidentes. Bombas en los teatros y en las calles, mítines amenizados con tiros y
linternazos, sediciones como la de 1909, cientos de manifestaciones tumultuosas, docenas de
estados de guerra y de suspensión de garantías constitucionales, noche del 25 de noviembre de
1905, jaleos catalanistas moviditos y a porrillo, fusilamientos en Montjuich, cierre de
comercios por causas diversas, cierre de Cajas para el pago de impuestos, marimorenas
republicanas, cazas de jaimistas, cazas de radicales, algaradas de estudiantes, asambleas
facciosas como la de agosto de 1917, asesinatos de obreros y patronos, discursos del Sr. Puig y
Cadalfalch, asaltos de tiendas de comestibles, «lock-outs» y huelgas generales y parciales a
montones.
Resultado de estas anomalías es que algunas veces, por un tiempo más o menos largo,
nos hemos quedado sin luz, otras sin carbón, otras sin pan, otras sin periódicos, otras sin
tranvías, otras sin correo, otras sin ferrocarriles, otras sin poder enterrar a nuestros muertos,
otras, como desde hace un mes, sin fondas, cafés y restaurantes, y no en pocas ocasiones sin
poder salir a la calle por funcionar en ella los cañones y las ametralladoras.
Pero a todo se acostumbra uno, y los barceloneses nos hemos acostumbrado a estas
cosas, y en lugar de enfadarnos y amilanarnos, ponemos buena cara al mal tiempo, y apenas si
nos impresionan las danzas y contradanzas con que nos obsequian los políticos, el Gobierno,
los anarquistas, los asesinos, los almogávares del Centre de dependents, los terroristas, los
patronos y los Sindicatos. Ahora lo que hay es que casi no se edifica; que se cierran algunas
industrias y otras van a establecerse en Mallorca y lugares más tranquilos que Barcelona, y que
aquí, por unos u otros, la vida es cada vez más difícil y su coste cada vez mayor.
Lejos de enmendamos, diríase que ponemos empeño en complicar nuestra vida
sembrándola de obstáculos. No teníamos bastante con las huelgas y ha venido el «lock-out».
Menos mal que nos lo tomamos con filosofía y que la serenidad no se ha perdido un momento.
Holgarán cincuenta o sesenta mil obreros; pero ni la ciudad ha perdido su aspecto habitual ni
ha sido necesario recurrir el concurso de la fuerza armada. Sólo en los teatros se notan los
efectos de la anormalidad. Sin forasteros por el cierre de fondas, y sin cafés por huelga de
camareros, ni hay desocupados por la noche ni los vecinos salen de sus casas; pagando las
consecuencias de esta falta de forasteros y de este retraimiento de vecinos las Empresas de
teatros.
Por lo demás, aquí no pasa absolutamente nada. ¿Ocurrirá siempre lo mismo? Si el
«lock-out» se extiende o se hace crónico, es posible que no. Por ahora los obreros dan pruebas
de buen sentido y de corrección dignos del mayor encomio. Pero no sería prudente confiar
demasiado en esta corrección, observada más por táctica política y disciplina que por miedo a
las consecuencias de un trastorno público. El hambre y la prolongación indefinida del «lock-
out» podrían aconsejar a los Sindicatos un cambio de táctica diametralmente opuesta a la de
ahora. No se olvide que cuando quieran pueden contestar al «lock-out» con la huelga general y
echar a la calle miles de hombres desesperados y con el alma encendida en odio. Si esto
ocurriese, tal vez no sería un episodio más de la agitada vida de Barcelona.
Urge ir de buena fe a la constitución de la Comisión mixta del Trabajo. Ni a las
demandas y actitudes de los obreros se debe contestar con el «lock-out» mientras exista una
fórmula armónica que lo haga innecesario, ni los obreros pueden continuar con sus huelgas
efectivas y de brazos caídos y brazos cansados ni tomar al patrono como toro de gracia para
capearlo por diversión, burla o pasatiempo.
De lo contrario, vamos a la anarquía y a que Barcelona, si hasta ahora puede decirse
que es la ciudad del mundo en que suceden más cosas, sea la ciudad única que, en pleno
esplendor, acordó, sin motivo, suicidarse.
7.11.1919
La Comisión mixta
“Ante todo y sobre todo, la clase patronal de Barcelona está hondamente dolida, y
tan dolida como agraviada, por la actitud que ha adoptado el gobernador; actitud de
hostilidad hacia los patronos, de desconocimiento e incomprensión de los hechos, y
hasta de burla irrespetuosa para vidas y haciendas, merecedoras de consideración.
Difícilmente olvidarán los patronos las frases del Sr. Amado declarándose con
ufanía ‘el primer sindicalista de Cataluña’; difícilmente podrán olvidar que el
renacimiento del sindicalismo y la exaltación del Sindicato único han coincidido
con la actuación de este gobernador” (ABC, 8.11.1919, p. 11).
Para continuar en los siguientes términos que definen bastante bien el sentir de muchos
empresarios catalanes:
“El patrono barcelonés se encontraba acorralado y en trance de sucumbir; pudo con
gran esfuerzo admitir el aumento de salarios y la reducción de la jornada de
trabajo; pudo desentenderse de abusos mientras estos se mantuvieran dentro de
límites soportables; pero al chocar de frente con la absoluta mala fe del obrero, al
comprobar a diario la intencionada mengua del rendimiento de la labor, hallóse
ante el dilema de dejarse acogotar sin defensa o de luchar, aún cuando solo fuera
por instinto de conservación.
Los obreros han llegado a un paroxismo de delirio sovietista, y su ideal es la
anulación del capital, no para beneficiarse con los despojos, sino para satisfacer un
espíritu destructor y obtener la nivelación social mediante la igualdad en la
pobreza” (Idem).
No se crea que la creencia en este ánimo destructor por parte del sindicalismo, reflejada
en el último párrafo, fuera una idea exaltada de un patrono concreto. Otros comunicados y
comentarios vertidos en periódicos conservadores como el citado, iban en la misma línea. Los
patronos tenían claro que aquello era una lucha a muerte entre dos formas de concebir las
relaciones laborales: la de los patronos, propietarios de los medios de producción, dictadores
de las condiciones de trabajo en negociación por oficios e incluso individualmente, garantes
bienintencionados de los derechos laborales de los trabajadores, en el mejor de los casos (tal
como se expresaba Graupera desde una óptica propia de los sindicatos católicos) y la de los
obreros, por otra parte, unidos en un sindicato de clase que les garantizaba mejoras en las
condiciones de trabajo (sueldos y jornada) y respondía a la idea de apoderarse a la larga de
fábricas y empresas para que éstas produjeran en exclusivo beneficio de la clase trabajadora y
no de los detentadores actuales de la propiedad. Marxismo de base y anarquismo en la táctica y
estrategia necesaria para alcanzar la dictadura del proletariado.
De manera que ésta era la guerra más importante: para unos se trataba de restablecer la
autoridad de los patronos, una autoridad basada en la propiedad; para los otros el objetivo era
tomar dicha propiedad negando la autoridad de los patronos basada en el capital invertido.
Con estos ánimos, que la Comisión mixta esbozara un principio de acuerdo parecía un
milagro sólo conseguible por la autoridad y el posibilismo de un Salvador Seguí, poco
dispuesto a entrar en el juego de la patronal. Si tocaba ceder, se cedería momentáneamente. Si
los patronos querían alteraciones de orden público para justificar el empleo de la fuerza militar
en un estado de guerra, no las tendrían. Seguí, que ya se había opuesto a los compañeros más
radicales tras el triunfo obtenido con la huelga de la Canadiense, se sentía suficientemente
apoyado para ir paso a paso hacia una mayor conquista del poder dentro de las empresas. La
impaciencia o la violencia, bien lo sabía, sólo podía conducir a la derrota. Su muerte en
atentado tres años después, precedería en unos meses al incruento golpe de Estado de Primo de
Rivera. Tal coincidencia no fue una casualidad.
Muy pronto, en apenas dos días, se llegó a un principio de acuerdo. Parecía milagroso
teniendo en cuenta los ánimos tan enfrentados, las declaraciones cáusticas de los patronos, el
lock out, los atentados de una y otra parte. Pero estaba visto que las cosas no serían tan fáciles
de conseguir. La desconfianza patronal era muy elevada y querían dejar bien claro que ellos
tenían la última palabra en la solución del conflicto.
A la hora de poner en práctica el momento más delicado de vuelta a la normalidad, la
apertura de fábricas y talleres junto al cese de cualquier huelga y la vuelta al trabajo, no hubo
acuerdo alguno. Los patronos exigían reservarse el derecho a volver al cierre durante 48 horas
tras la vuelta al trabajo de los obreros. Sólo cuando hubiesen valorado después de dos días la
actitud de los trabajadores, decretarían por su parte la apertura definitiva de los centros de
trabajo. Aquello era humillante para los representantes sindicales. Las dos partes se levantaron
de la mesa casi al unísono, a las cuatro de la madrugada, entre descalificaciones y amenazas.
Reinaba la confusión. Algunos patronos no querían volver a sentarse con los obreros, otros
defendían que volviesen a la mesa al día siguiente, siquiera por deferencia ante las autoridades
convocantes. Seguí y sus compañeros estaban indignados y desconcertados ante la actitud
intransigente de los patronos.
El gobernador puso todo de su parte desde el día siguiente para que ambas partes
volvieran a la mesa de negociaciones. Políticos y público en general no podían entender que,
habiendo llegado a cierto acuerdo sobre las bases fundamentales del conflicto, el acuerdo fuera
imposible por una cuestión de mera desconfianza. Los patronos empezaron a justificarse
inmediatamente: no era desconfianza, aclaraban, se trataba de garantizar precisamente el
acuerdo ante la falta de información o incluso la indisciplina de parte de los trabajadores. Los
sindicalistas deseaban una inmediata apertura de empresas y vuelta al trabajo simultánea pero
los patronos consideraban más “prudente” que los obreros se pusieran de acuerdo y estuvieran
debidamente informados, de manera que la apertura podía hacerse efectiva en ese plazo de 48
horas.
¿Qué cambió en apenas dos días para que finalmente se llegara a firmar el acuerdo? La
patronal exigía garantías de que cualquier alteración en las bases firmadas por ambas partes se
respetarían escrupulosamente. ¿Quién podía asumir la responsabilidad de garantizarlo salvo
una autoridad superior? Hubo nerviosas consultas entre el gobernador Amado y el gobierno
central. Finalmente, Sánchez de Toca aceptó la inmediata publicación de un Decreto ley que
garantizara ese cumplimiento por ambas partes imponiendo todo el peso de dicha ley sobre
cualquier alteración no pactada.
La patronal, que seguía sin fiarse de unos ni de otros por la connivencia que daba por
segura entre sindicatos y gobierno civil, no tuvo excusas para no volver a sentarse y firmar un
acuerdo que, en líneas generales, le era favorable. Así, el día 13 se llegaba al final de las
negociaciones y se promulgaba el Decreto ley casi simultáneamente. Las líneas del acuerdo
fueron las siguientes:
La solución
(Adolfo Marsillach)
Ha venido e1 arreglo cuando las pasiones estaban al rojo blanco. Precisamente ayer la
imaginación popular auguró para hoy los más espeluznantes acontecimientos. Fué un día
fecundo en invenciones terroríficas. Entre otras cosas, asegurábase que al terminar el plazo de
cuarenta y ocho horas que los Sindicatos dieran a los patronos para levantar el «lock-out»,
como éste persistiera se declararía la huelga general, y con el asalto de tiendas y mercados se
daría comienzo a la revolución que ha de poner la propiedad y el Gobierno en manos de los
trabajadores para, con su ciencia de gobernar, convertir el mundo en un paraíso y la vida en
una égloga de Teócrito. Afortunadamente, no ha tenido realidad la musa profética de los Isaías
callejeros. Cierto que la situación se iba agravando cada día con el cierre de nuevos talleres,
fábricas y comercios; pero el orden en la ciudad ha sido absoluto y no ha habido nada que
hiciese temer próximos y lamentables disturbios. Afirmábase también, sin que podamos
responder de la noticia, que la Federación patronal sabía, por confidencias, que un grupo de
terroristas intentaba atemorizar a los barceloneses con la colocación de bombas, y que de este
temido delito queríase culpar a los patronos, por lo que éstos pusieron sobre aviso a la primera
autoridad gubernativa de la provincia.
En la de Barcelona y en la de Gerona se han registrado algunos hechos de muy mal
agüero. En el pueblo de Salrá, a pocos kilómetros de Gerona, los obreros de una fábrica de
tejidos intentaron incendiarla, logrando sólo en parte sus propósitos gracias a la energía del
dueño, que con el auxilio de algunos familiares, contuvo a tiros a los revoltosos y sofocó el
incendio. En Gironella, pueblo situado en las inmediaciones de Manresa, los sindicalistas
atacaron la casa cuartel de la Guardia civil, siendo rechazados. Se dice que la prudencia y
serenidad de los guardias evitó una catástrofe.
Ni estos y otros chispazos sediciosos ocurridos últimamente en Cataluña con motivo
del «lock-out», ni el temor a mayores y posibles represalias de los obreros en Barcelona y otras
partes hubieran, según nuestros informes, hecho variar en un ápice la línea de conducta que se
habían trazado los patronos. Antes que darse por vencidos estaban dispuestos a llevar las cosas
al último extremo. Si no cedieron a la propuesta de los Sindicatos de ir simultáneamente al
levantamiento del «lock-out», y a la terminación de las huelgas, fue —decían— por la
necesidad de garantías suficientes para no ser engañados y burlados por los Sindicatos, como
ha ocurrido tantas veces, como ha ido ocurriendo desde la terminación de la huelga general
estallada en marzo último. Sin esta garantía no hubieran nunca reabierto las fábricas. Estas
hubiesen permanecido cerradas indefinidamente, sin que les intimidara la posibilidad de ser
quemadas ni de perder la vida en la demanda. Todo les parecía preferible a sufrir por más
tiempo la tiranía sindicalista, con su secuela de huelgas efectivas, de brazos caídos y brazos
débiles; el ser objeto de continuas amenazas, burlas y mofas de parte de los obreros; el no
poder mandar ni dirigir en su casa y verse continuamente víctimas de boicotajes y actos de
sabotaje. Basta de abyección, de humillación y de vileza. Si no han da seguir siendo dueños de
lo suyo y salir de sus casas sin miedo a un atentado, que arramblen con todo los comunistas,
que en el pecado se llevarán la penitencia, pues desaparecido el patrón se devorarán unos a
otros, después de haber pasado por miserias y sufrimientos que hoy no conocen ni presienten,
engañados con e1 espejuelo del despojo y del reparto.
Este era el sentir de los patronos. La verdad es que si muchos han pecado, la expiación
no es de alivio. Dan lástima; y eso es lo que no quieren ellos: dar lástima. Prefieren luchar,
vencer o ser vencidos; pero acabar. Arruinados o muertos, sea. Pero objeto de ludibrio como un
trapo de Carnaval, no; a eso no estaban dispuestos.
Ya hubiéramos visto si los hechos hubiesen correspondido a esa fraseología y a esa
actitud de héroe de Plutarco. De todos modos, creemos que, de no haber avalado el Gobierno
la firma de los Sindicatos, los patronos hubiesen ido muy lejos en su empeño.
Tampoco hubieran cedido fácilmente los Sindicatos. Como el triunfo de los patronos
implicaba la quiebra de la organización sindicalista, los obreros estaban dispuestos a dar
la vida antes que rendirse.
Planteado en estos términos el conflicto, asusta pensar lo que hubiese ocurrido en
Cataluña de no haberse hallado la actual fórmula de arreglo.
Y he ahí de las paradojas; los patronos, que no querían saber nada del Gobierno al
Gobierno han tenido que pedir el que avalara a los Sindicatos, y los sindicalistas, enemigos
declarados de todo linaje de Estado, verán sin escrúpulos al pie de su firma el aval de un
Gobierno burgués.
Esto enseñará a los primeros que no es posible prescindir de los Gobiernos, aun siendo
malos, y a los segundos, que el Estado, con sus defectos y todo, es de absoluta necesidad.
Congratulémonos de que las cosas no hayan hayan llegado al extremo que se temía y de
que los obreros, en esta ocasión, se hayan conducido de una manera ejemplar.
Ahora, a trabajar y a legislar en evitación de nuevas y ruinosas luchas entre patronos y
obreros.
14.11.1919
La ruptura
Que el acuerdo era frágil no se le escapaba a nadie, tampoco que aquello, como mucho,
representaba un alto en el camino, una reorganización de fuerzas de cara a nuevas
confrontaciones sociales. De todos modos, supuso para los ciudadanos de Barcelona un alivio
pasajero a una constante alteración de la vida cotidiana.
Era evidente también que el punto cuarto del acuerdo, el que se ha citado textualmente
en un capítulo anterior, sería difícil de poner en práctica. Solo la opinión pública, las presiones
gubernamentales y el tibio apoyo del estamento militar habían llevado a la patronal hasta la
cesión en una de sus principales herramientas de presión: el despido de los obreros a su
criterio. Y solo todo esto junto al lock out había llevado a un posibilista Salvador Seguí a ceder
en cuanto a la posible intervención de los trabajadores en la marcha de la producción. El punto
cuarto iba contra la realidad de lo vivido a diario en las empresas y talleres desde hacía dos
años.
La fragilidad del acuerdo se quebró desde el principio. Por parte obrera hubo una seria
oposición interna al terreno cedido por sus representantes en la Comisión mixta. Muchas voces
se alzaron indignadas contra lo que entendían eran unas concesiones fundamentales que
desbarataban y dejaban sin sentido la lucha mantenida hasta ese momento.
Solo una pequeña parte de los obreros se presentaron al trabajo en la fecha acordada.
Hubo discusiones, desencuentros, facciones radicales que se propusieron incumplir el acuerdo,
incluso llegando en algunos casos al sabotaje y hasta el incendio de la fábrica donde
trabajaban. La presión fue de tal calibre que los representantes sindicales que habían firmado el
acuerdo se vieron apartados de la negociación en beneficio de compañeros más duros.
A esta actitud colaboró la de los patronos. Muchos de los obreros que se reintegraron al
trabajo tras más de dos semanas de cierre esperaban cobrar los salarios no percibidos o al
menos una parte de ellos. No recibieron una peseta. Como afirmaba Graupera a ese respecto,
habiendo desembolsado dinero los sindicatos para compensar las pérdidas de salario, todo lo
que ahora se les diera habría de revertir desde el obrero en el sindicato. Los patronos no
deseaban colaborar en llenar la bolsa sindical.
Pero otras posturas fueron aún peores. Transgrediendo los acuerdos firmados, la
mayoría de los patronos no readmitieron más que a una parte de la plantilla: se ahorraban
costes ante la bajada de producción y de paso se libraban de los elementos más díscolos entre
sus trabajadores. Precisamente esos eran los que defendían con mayor energía la realización de
nuevas medidas de fuerza. De este modo, empezaron a declararse diversas huelgas dispersas
pero que alteraron el cumplimiento de los resultados de la Comisión mixta.
Con una tibia voluntad de intervenir en el proceso de descomposición de la paz social,
el gobernador civil y la policía tampoco daban abasto para atender todas las denuncias por
incumplimiento de los acuerdos. Cuando las modistas expulsadas de un importante taller
marcharon por las principales calles visitando otros talleres donde encarecían el paro la policía
no intervino. Solamente cuando llegaron a la plaza de Cataluña y empezaron los desórdenes
públicos, rotura de escaparates y atentados a tiendas de ropa, intervinieron arrestando a las
cabecillas. Pero situaciones así se multiplicaban a lo largo del entramado urbano de Barcelona.
Los políticos del Congreso nacional de diputados tampoco colaboraban en la
gobernabilidad de la situación por el gobierno de Sánchez de Toca. El ministro Burgos y Mazo,
que se veía desbordado por los conflictos de los que era informado por el gobernador Amado,
tenía que escuchar invectivas como las de Juan de La Cierva, el duro conservador maurista,
que les recriminaba su inacción en las calles de Barcelona para las que demandaba el estado de
guerra y una enérgica intervención militar. Las críticas llegaban al gobierno por todas partes.
Los presupuestos del año próximo no podían ser aprobados, los enfrentamientos entre la
Justicia militar y la civil estaban llegando a su más alto grado en torno a diversas sanciones en
la Escuela de Guerra.
La situación se arrastró así durante días en un deterioro constante, con nuevas algaradas
callejeras, sabotajes en las fábricas, huelgas y despidos arbitrarios de la patronal. A ello se unió
en una relación perversa la explosión de algunas bombas en las puertas de centros de trabajo,
algunos atentados sobre miembros de la patronal y de entre los sindicatos. La violencia crecía,
imparable.
El día 2 de diciembre la patronal consideró rotos los acuerdos y su relación con el
gobernador civil, no reconociéndole autoridad ninguna sobre un deterioro de las relaciones
laborales que se le había descontrolado, sin que las garantías dadas por el Gobierno en el
Decreto ley hubieran sido satisfechas. Así pues, aquel mismo día comenzó la fase más dura del
lock out.
Grupos de patronos marcharon por las calles de Barcelona “aconsejando” a los
pequeños talleres y empresas que se unieran al cierre. Pero no hacía mucha falta tal comisión
puesto que esta vez la patronal cerró filas. Hasta el pequeño comercio anunció que cesaba su
actividad una semana como acto de solidaridad con la Federación de Félix Graupera.
Tres días después el paro era muy amplio, no sólo en Barcelona, sino en muchas
poblaciones de Cataluña. Con el sector textil cerrado, las ramas de metalurgia, madera y demás
oficios clausurados, la masa obrera se vio en la calle nuevamente y sin salario alguno. Esta
vez, tras el fracaso de la Comisión mixta, Graupera y sus compañeros no estaban por ceder ni
buscar componendas. Simplemente, se negaron a volver a reunirse con los sindicalistas, al
tiempo que estos mostraban su renuencia a hacer lo mismo. Los patéticos intentos del
gobernador civil por reunirse con ambas partes y llevarlos nuevamente a una mesa de
negociación fueron desestimados. Graupera veía lo sucedido con el optimismo que le daba la
férrea unión de los patronos:
“Ya ven ustedes –ha dicho- que el lock out, de cuyo éxito dudaban algunos, es un
verdadero triunfo para la Federación patronal, ya que viene a demostrar la
unanimidad de los patronos en el modo de apreciar el conflicto actual y pone de
manifiesto la fuerza de que podemos disponer en un momento dado…
Preguntado acerca de la perspectiva que le ofrece el conflicto en cuanto a la
reanudación del trabajo, contestó que no se reanudará hasta que los obreros
vuelvan a sus puestos espontáneamente.
Por otra parte, como el lock out está ahora en sus comienzos, no hemos estudiado
todavía la forma en que los obreros habrán de manifestar su voluntad de volver al
trabajo de manera que satisfaga a la Federación patronal” (ABC, p. 5.12.1919, p.
9).
Como siempre que la situación parecía fuera de control, surgían voces de crítica al
Gobierno de Sánchez de Toca, incapaz de imponerse al estamento militar en sus reclamaciones
específicas, impotente para aprobar el presupuesto nacional, y de reclamación de soluciones
más drásticas ante la conflictividad social. Así, el diario por excelencia de la burguesía
catalana comentaba por aquellos días:
La situación en Barcelona
(Adolfo Marsillach)
Llevamos quince días de lock out. Quienes afirman que éste ha fracasado faltan a la
verdad. Éxito mayor no lo había conseguido nunca organización social alguna en España ni
fuera de ella. La disciplina patronal tiene aterrados a los Comités sindicalistas. Estos fiaban el
triunfo de su causa, no a sus propias virtudes ni la inteligente dirección de sus caudillos, sino a
que los patronos, llegado el momento de actuar o de revolverse contra los sindicalistas tirarían,
movidos de la codicia, cada cual por su lado y el lock out sería, como anunciado por los
profetas del comunismo, un espantoso fracaso. Desgraciadamente para el sindicalismo y para
los obreros en general, la realidad va convenciéndoles de lo contrario. A los quince días del
segundo lock out el bloque patronal parece, por su fortaleza de granito y por su disciplina, una
organización militar anterior a las Juntas de defensa. Que nosotros sepamos, ni uno solo de los
inscritos en la Federación ha desobedecido sus órdenes, y así el paro es casi absoluto en toda
Cataluña.
Aquí en Barcelona, funcionan los servicios públicos, circulan los tranvías, están
abiertos los teatros y los establecimientos que no expenden artículos útiles a las fábricas en
huelga: las panaderías, los ultramarinos, el hotel Colón, traidor dos veces a la causa de los
hosteleros, algunos cafés servidos por los dueños y sus familiares y una treintena de bares de
los extramuros. Descontadas estas excepciones, casi todas impuestas por la Federación
patronal, aquí no trabaja nadie ni hay otras manifestaciones de vida activa. En esta actitud
piensan perseverar los patronos hasta la sumisión a su placer de los obreros, en el bien
entendido que no se tomarán contra ellos represalias dictadas por la venganza, ni se les exigirá
nada contrario a las leyes ni a la libertad individual.
Falta saber ahora si las cosas ocurrirán tan al gusto de la clase patronal. Decimos esto a
pesar de creer más cerca del triunfo a la patronal que a los obreros. Aun así, podrían acontecer
inesperados sucesos que dieran al traste con las ilusiones de los patronos mantenedores del
lock out. ¿Es que tememos algo? Como temer, lo tememos todo. No podemos olvidar que
estamos viviendo el momento más grave de la historia de Cataluña, que asistimos a la lucha de
medio millón de anarquistas que en un instante pueden paralizar todos los servicios públicos
del Principado contra unos miles de patronos que tratan de vencer por hambre a sus temibles y
numerosos adversarios.
Que los sindicatos hayan dicho que están dispuestos a ir hasta el fin sin alterar el orden,
no tiene ningún valor. Si se les presentase ocasión de alterarlo con positivo resultado, irían a la
sedición sin pensarlo un momento. Si ahora no van, si ahora no acuden en masa a la violencia,
contentándose con ‘pequeños’ actos de terrorismo, es porque tienen miedo a las consecuencias,
no por amor al orden ni respeto alguno a la vida humana. Pero cabe en lo posible que el
hambre induzca a las masas famélicas a desoír los prudentes consejos de los Sindicatos y que
estos, contra su voluntad, se vean arrastrados a salir de su actitud pasiva para tomar otra más
simplista y más del agrado de los desesperados y de los anarquistas partidarios de la acción
directa. Esto determinaría el fin de la pugna con la probable victoria de los patronos, pero ésta
podría ser como la de Pirro.
La victoria incruenta danla por descontado lo mismo los obreros que los patronos. Sin
embargo, nos parece que los obreros conscientes no creen en ella. Un dato: no gallean ni
amenazan como otras veces, sino que ponen especial empeño en presentarse como víctimas de
la codicia y de la intransigencia patronal. Y esto, para quien conozco la psicología de las
multitudes y la pasada arrogancia de los Sindicatos es una prueba de debilidad. Mejor diríamos
de que se van dando cuenta de haber abusado de su fuerza, aburrido al patrono y hecho
inevitable el lock out.
Cada lunes es un nuevo temor y una nueva incógnita, y cada semana que pasa, un
avance hacia el precipicio que nos puede tragar y sepultar a todos. ¿Qué pasará la próxima
semana? Suponemos que poco más o menos seguirá igual a la última y penúltima
transcurridas, limitándose los enemigos de la paz pública a atentar aisladamente contra la vida
de personas inermes y confiadas, sea con la browning, sea con las bombas. Suponemos
también que esos atentados se perpetrarán, como hasta ahora, en la más perfecta y escandalosa
impunidad.
Pero esto no puede continuar eternamente. Todo clama por una pronta solución y, sin
embargo, esta solución no puede venir ínterin los Sindicatos no abusen de su fuerza y los
patronos de su dinero, y aquí no hay Gobierno, ni policía ni Justicia.
16.12.1919
Nuevo Gobierno
El día 12 de diciembre cayó finalmente el gobierno de Sánchez de Toca. Había sido una
rareza, como afirmaron muchos, un gabinete conservador que actuó con más benevolencia
hacia el sindicalismo de lo que lo habría hecho uno de naturaleza liberal.
(Adolfo Marsillach)
3.1.1920
Graupera sobrevive
En la noche del día 5 de enero viajaban en el coche, según dijimos, el chófer Juan Noya
y el agente José Salgado en el asiento delantero, mientras el otro policía, San Germán, y el
patrono Sr. Batlle protegían a Félix Graupera, que marchaba en el centro del asiento trasero.
El más grave de todos ellos era el agente Ricardo San Germán, de unos 27 años. Un
proyectil había impactado en la sien derecha produciendo pérdida de masa encefálica. Juan
Noya presentaba hasta seis balazos, tres de ellos en el muslo sin mayor gravedad, dos en un
brazo. Lo peor era la sexta herida en el vientre que hacía peligrar su vida por el riesgo de
peritonitis. A Modesto Batlle, el empresario pintor que acompañaba a su compañero Graupera,
le encontraron una sola herida pero de carácter muy grave, por interesarle la columna vertebral.
Debió recibir el impacto en la última descarga realizada por la parte trasera del vehículo.
Sr. Modesto Batlle
Tanto Salgado como Graupera fueron los menos afectados. Al segundo se le encontró
un impacto en el muslo y otra herida en el pecho que preocupó bastante más y le obligó, tras la
visita médica, a guardar un completo reposo frente a las muchas visitas que comenzó a recibir
en su casa. De hecho, conservaría una bala en la región pleural, como se manifestó tras una
radiografía realizada días después, sin que haya constancia de que se la hiciera extraer nunca.
Que cada trabajador tuviera que avenirse individualmente a las condiciones de salario y
horario que le impusiese el patrono significaba la derrota completa del sindicato anarquista.
Se planteó el lunes 26 como el del levantamiento del cierre empresarial encareciendo a
los obreros a que se reincorporaran a sus puestos de trabajo. La masa de trabajadores, sin
dirección, con grandes necesidades que llegaban hasta el hambre y la miseria, fue yendo a
trabajar desde esa fecha paulatinamente.
El día 31 sólo se habían reincorporado algo menos de catorce mil obreros, casi cinco
mil en el puerto, donde se habían acumulado ingentes cantidades de productos sin distribuir.
En esos momentos Seguí y Pestaña se mostraron favorables a la vuelta al trabajo en la
esperanza, según afirmaban, de volver a reorganizarse más adelante, cuando las condiciones lo
permitieran. Al mismo tiempo, un enérgico bando del gobernador civil anunciaba todo tipo de
castigos contra aquellos que ejercieran actos de sabotaje o alteraciones del orden público. Esta
vez todas las partes supieron que estas afirmaciones no se quedarían en palabras como otras
veces.
El 8 de febrero, una semana después, trabajaba la cuarta parte de los obreros que habían
estado en huelga. Los patronos, que aún no las tenían consigo, siguieron las instrucciones de
tratar bien a sus trabajadores: la mayoría obtuvo en los contratos individuales un trato
aceptable percibiendo además una parte importante de los jornales perdidos durante la
imposición del lock out. Aquello calmó enormemente el malestar obrero y convenció a muchos
más de reincorporarse a sus puestos.
Fue entonces cuando una simple intriga política condujo a la dimisión del Capitán
general de Cataluña. Para contrarrestar intervenciones en el Senado como las del Sr. Doval,
antiguo jefe de policía durante la huelga de la Canadiense, o de Romanones, presidente liberal
del Consejo por entonces, Miláns del Bosch entregó al conde de Limpias una serie de
documentos. Eran cartas que correspondían a un cruce de intervenciones entre Romanones y
Miláns justo cuando el conflicto de la Canadiense se daba por terminado con la victoria
sindicalista auspiciada por el gobernador Sr. Montañés.
Por entonces, este último se había comprometido a liberar a todos los presos
sindicalistas encerrados cuando en Barcelona se declaró el estado de guerra. Miláns del Bosch,
que tenía encerrados a los más señalados en Montjuich reclamó que estaban bajo jurisdicción
militar negándose a entregarlos a las autoridades civiles, que habían garantizado la liberación.
Ese simple hecho, la resistencia del Capitán general a aceptar las órdenes provenientes
del Gobierno central, había motivado una huelga general obrera, el renacer de un conflicto
social sin precedentes, atentados terroristas por las calles de Barcelona y todo lo que estaba a
punto de terminar un año después.
Esta desobediencia de la autoridad militar parecía olvidada a esas alturas, con varios
gobiernos conservadores transcurridos después del liberal, con varios lock outs que habían
conducido a la represión de aquel momento. Sin embargo, intervenciones como las de Doval y
Romanones, el cuestionamiento que hacía el gobierno de Allendesalazar de la autoridad de
Miláns del Bosch, había irritado profundamente a éste. Por eso entregó las cartas entre
Romanones y él, escritas en los términos más gruesos, para que fuesen leídas en el Senado por
el conde de Limpias.
Aquello originó un sonoro escándalo. Romanones protestó airadamente de que tales
documentos se sacasen a la luz mostrando su triste papel en aquella crisis y cómo había tenido
que pedir la renuncia a su cargo ante el rey a consecuencia de la rebeldía de Miláns. El propio
gobierno de Allendesalazar, que debía estar harto de que el Capitán general se saltase su
autoridad para reafirmar la suya, montó en cólera y pidió la dimisión inmediata de éste.
El 11 de febrero se produjo el relevo, con el general Weyler ocupando el cargo de
nuevo Capitán general. Éste, junto a Maestre Laborde primero, Martínez Anido después,
completaría de manera inmisericorde la desarticulación de los sindicatos y hasta el asesinato de
sus principales dirigentes.
Mientras tanto, el 15 de febrero Félix Graupera se encontraba con los periodistas en su
domicilio, del que apenas salía. La visita a su amigo y compañero el Sr. Batlle el día anterior
en el Hospital clínico le había fatigado bastante, de manera que recibió a los reporteros sentado
en un sillón.
Teniendo a su lado en todo momento a su íntimo amigo el abogado Montagut, el
aspecto de Graupera era casi aniñado. No lucía el considerable mostacho que tendría más
adelante y tampoco era un hombre alto ni corpulento.
Comentó al periodista, haciendo balance, que su padre había sido contratista de obras
en Barcelona en la segunda mitad del siglo XIX. Convencido de que su hijo Félix debía
conocer todos los aspectos del trabajo lo hizo trabajar como albañil en su juventud. Sin
embargo, nacido en 1873 en 1897 ya era secretario del Centro obrero católico de Nuestra
Señora de Montserrat, a partir de lo cual ocupó posteriormente la directiva de la Sociedad de
Contratistas, una vez que hubo relevado a su padre en el negocio. Desde allí pasó a presidir la
Federación patronal catalana en 1919, a raíz de la huelga de la Canadiense, para proponer
inmediatamente la creación de una Confederación Nacional de patronos.
“He sido yo, y lo sigo siendo, tan amigo del obrero; y he visto tan de cerca su
modo de vivir que era mi preocupación de siempre poder proporcionarle algún
bienestar; y llegando más allá que al aumento de los salarios pensaba siempre en la
previsión y en el seguro, extraños hoy a la clase humilde porque arriba y abajo se
desconoce el problema social, y un día creí —¡sueña uno tanto!— que esa falta de
previsión podía suplirse; que podíamos llegar, obreros y patronos, a una mutua
colaboración para asegurar, ellos un presente y un porvenir tranquilos y decorosos;
nosotros la normalidad en nuestras operaciones y el cumplimiento en nuestros
contratos” (Voluntad, 15.2.1920, p. 44).
Preguntado por las circunstancias que propiciaron el lock out, el movimiento más
señalado bajo su mandato en la Federación patronal, resumía la historia de los conflictos
sociales sin demasiadas sorpresas pero aportando una perspectiva general de lo sucedido:
“Al lock-out se llegó porque la vida de los patronos catalanes se iba haciendo
imposible. La industria sufría quebrantos que no podía tolerar, porque era
disponerse a morir, y habíamos entrado ya en el sendero que los directores del
Sindicalismo señalaran. Los sindicalistas venían desde tiempo atrás laborando en la
sombra. Sin dar al obrero un programa definido y claro, se limitaban a hablarle de
reivindicaciones que el trabajador, naturalmente, ansiaba. Nosotros -le decían—
haremos que trabajes ocho horas y no diez, y que cobres siete pesetas en vez de
cuatro. Aumentadas por este procedimiento las filas de los sindicatos, sus
directores, contando ya con una gran masa que, tras el cebo del más ganar y menos
trabajar iba a todas partes, comenzaron a cotizarse en las esferas gubernamentales.
El Gobierno debió ver en esos elementos materia aprovechable porque los alentó,
creyendo que así restaba fuerza a las huestes regionalistas que hasta aquel entonces
habían tenido en jaque a todos los gabinetes. E iniciaron los sindicalistas lo que
ellos llaman acción directa; y se dispusieron a la lucha franca contra el capital,
comenzando por la clase patronal en la que ellos ven la representación del
adinerado; y se llenaron de hojas sueltas los bolsillos de los trabajadores; hojas en
las que se leía muy frecuentemente, ‘Tú eres el robado. El ladrón es el patrono’; y
se nombraron delegados sindicales cuyo proceder habría acabado con nuestra
dignidad; y se presentaban a cada instante no peticiones justas, que de ellas no
hemos recelado nunca, sino verdaderas exigencias sin más alcance que el de ir
ganando ellos terreno para acabar mandando en las fábricas y en los talleres. Y
veíamos, por último, con sorpresa, que cuando se pasó de las imposiciones al
atentado personal, la autoridad se ausentaba y las vidas de nuestros compañeros, y
la nuestra después, estaban al alcance de cualquier pagado que, tras una esquina
escondido, tiroteaba sin consuelo, o en el quicio de una puerta aguardaba el paso de
un patrono para servir a la causa del Sindicato hundiendo su puñal, por la espalda,
en el cuerpo del sentenciado.
Todo esto ocurría sin que las autoridades impusieran castigo y sin que hiciesen, al
parecer, propósito de evitar esos atentados criminales. En lucha pues patronos y
sindicatos; con armas completamente desiguales, pues usar las de ellos ni es
humano ni es cristiano; sin la esperanza de que, quien podía, pusiera remedio al
mal, no nos quedaba otro camino que el que más tarde comenzamos a recorrer”
(Idem, p. 45).
En la madrugada del viernes 9 de enero hacía frío por las calles de la capital aragonesa,
frío y una niebla algo espesa que transformaba en fantasmales los diez bultos que caminaban
por el centro de la ciudad. Sobre las dos y media de aquella noche, lo más abrigados posible
para aguantar las ráfagas de viento, los vigilantes de policía Inocencio Jaime y Carlos Miña
hacían guardia en la puerta del diario “La Crónica”.
La situación en muchas ciudades españolas era muy tensa. En Barcelona, tras el
atentado contra Graupera de tres días antes, el Capitán general Miláns del Bosch acababa de
regresar a la Ciudad Condal sin que, por orden gubernativa, sus compañeros y subordinados
pudieran hacerle un recibimiento entusiasta como deseaban. En Manresa acababan de tirotear a
un patrono. La noticia era una más de las que había corrido entre los miembros de la
Federación patronal reunida en Madrid, dispuesta a sacar un duro comunicado tras la agresión
a Graupera:
“Se acordó protestar enérgicamente contra el hecho de que tales actos de barbarie
se sucedan cada día en mayores proporciones, sin que el Poder público ni el
Parlamento tengan autoridad que oponer a ellos, medios adecuados para su
represión ejemplar, ni soluciones prácticas que restituyan la tranquilidad a los
ciudadanos honrados, más que por los crímenes en sí mismos, por el desconsolador
espectáculo de desorientación y cobardía que ofrecen Gobierno y Parlamento,
inerme aquél e inepto éste para afrontar problemas tan vitales para el país como los
actuales” (El Heraldo de Madrid, 9.1.1920, p. 1).
Era cierto que las autoridades barcelonesas habían reaccionado con prontitud y energía,
deteniendo a varios cientos de sindicalistas pero se sospechaba que era una medida más para la
galería que efectiva en la detención de los criminales. Por otra parte, el puesto de Miláns del
Bosch estaba en el aire y se extendían rumores de que el nuevo gobernador civil, Sr. Maestre
Laborde, podía ser cesado de inmediato, cuando no llevaba ni un mes en el cargo.
Las alteraciones del orden público no se reducían a Barcelona, aun siendo los más
graves y persistir el lock out patronal, sino que se extendían a la republicana Valencia, a la
siempre alterada capital del reino, además de aparecer desórdenes en Bilbao, La Coruña,
Sevilla o Zaragoza. De ahí las instrucciones de extremar la vigilancia en puntos de especial
importancia, entre los que se contaban los periódicos más conocidos de la capital aragonesa.
Los policías vieron llegar a aquellos hombres, que parecían muy decididos. Les
preguntaron con inquietud qué querían a esas horas. “¡La revolución, compañeros!” debió
gritar uno. Los acorralaron. Venían a controlar el periódico para no dejar que se deslizaran
noticias que estuvieran en contra del golpe que preparaban. “¡Que se detengan las máquinas!”,
dijo el que parecía el cabecilla. Uno de los guardias preguntó: “Tú eres Checa, el del puesto del
periódicos”. “Sí”, dijo el aludido, “vamos a hacer la revolución y vosotros os venís con
nosotros”. “¡El cuartel del Carmen será nuestro!¡La guardia civil vendrá con nosotros!”. Los
dos guardias se miraron, impotentes. Establecieron un mudo acuerdo enseguida. “¡Venga!
Vamos con vosotros”.
Ya eran doce los que caminaban en medio de la niebla. Las máquinas de “La Crónica”
habían parado. Los obreros, conminados por aquellos hombres armados, vieron que se
avecinaba una gorda, los jefes no estaban y nadie quería defender sus intereses. Ahora
marchaban hacia los talleres donde se trabajaba para la edición de aquel día en “El Heraldo de
Aragón”.
Una parte de los conjurados entraron sin oposición al lugar de trabajo. Los dos
guardias, cuya vigilancia había disminuido por estar los de fuera atentos a lo que sucedía
dentro, emprendieron una rápida carrera huyendo. Ninguno de los hombres se atrevió a
disparar en medio de la niebla sabiendo que no les acertarían y conseguirían alertar al cuartel
del Carmen y al de la guardia civil que se levantaba frente al primero.
Mientras tanto, en el interior de los talleres se vivía una situación muy tensa. El
nombrado como Checa había mandado parar las máquinas. De su despacho salió el redactor
jefe Adolfo Gutiérrez. “¿Qué queréis?” preguntó envalentonado. Checa repitió la orden. El
redactor se negó a secundarla, les dijo que se fueran antes de que llamara a la policía. Checa
sacó entonces una pistola del cinto y se la puso en el pecho, con decisión. Repitió su orden,
ahora en tono más imperativo. Todos quedaron en silencio hasta que Gutiérrez cedió y mandó
parar las máquinas. El vendedor de periódicos le dijo que esperasen porque tendrían que
incluir en poco tiempo la noticia más importante. “¡Vamos a sublevar el cuartel del Carmen!
¡Todo Zaragoza será nuestra por la mañana!”. Con el clima social tan alterado en todas partes,
con las huelgas generales, los enfrentamientos y tiroteos de Barcelona, esos sindicatos tan
activos llamando a la revolución ¿por qué no creerle? Tal vez fueran la avanzadilla de un
auténtico golpe de estado. Las máquinas, finalmente, pararon.
De nuevo los diez hombres siguieron su camino, esta vez buscando su destino final en
el cuartel del Carmen, donde se alojaba el 9º regimiento de Artillería, uno de los más
importantes de la ciudad. Al día siguiente, uno de los periódicos madrileños más
conservadores clamaba extrañado por este paseo apenas detectado:
“¿En qué estado de indefensión social se encuentra Zaragoza, que puede recorrer
impunemente sus calles un grupo sedicioso armado, yendo y viniendo, ordenando
y amenazando, sin que se entere de ello ni un solo agente de la autoridad hasta que
el ruido de las descargas denuncia la sedición? No se trata de una ciudad dormida,
pues Zaragoza tiene abiertos sus cafés céntricos hasta cerca de las tres, y en
ocasiones más tarde aún, y a esa hora es continuo el tránsito por esos lugares por
ser el camino de las estaciones y la hora de la llegada y salida de los expresos de
Madrid. El paseo del grupo sedicioso se realizó por lo más céntrico de la populosa
ciudad, y ni una pareja de Seguridad, ni un policía, ni un sereno, se dio cuenta de
que aquellos hombres estaban fuera de la Ley” (La Correspondencia de España,
10.1.1920, p. 1).
Como veremos enseguida, la situación no fue exactamente así aunque sí es cierto que
nadie detectó lo que estaba sucediendo excepto aquellos que se vieron afectados por el paseo
de la reducida columna de sublevados.
De todos modos, nadie pudo actuar antes de que se presentaran frente al cuartel. Allí
encontraron a un somnoliento centinela que apenas acertó a darles el alto, muy extrañado de
ver por la calle a varios miembros del regimiento. A fin de cuentas, eran soldados, compañeros
suyos, los que acompañaban al vendedor de periódicos en su aventura. Sin mediar palabra, se
abalanzaron sobre él antes de que pudiera dar un grito y lo amarraron. Ya tenían vía libre para
entrar en el interior del cuartel.
Patio del cuartel
Así lo hicieron. Sabían que había dos hombres de guardia: el sargento Antonio Antón y
el alférez Anselmo Berges. Al primero se lo encontraron nada más traspasar la puerta y la
emprendieron a machetazos con él, diez, doce, quince golpes de machete acabaron con el que
había sido uno de sus jefes hasta ese momento. No obstante, hubo una lucha inicial, gritos
sofocados. El ruido alertó al alférez que se encontraba descansando en el cuarto de estandartes.
Se incorporó para ver qué sucedía fusil en mano cuando varios hombres entraron por la puerta.
Sonó un tiro que acabó con su vida. Por si acaso, los sublevados lo degollaron allí mismo.
Nada, pensaban, les iba a detener.
Cuarto de estandartes
Sabían que en la parte superior del cuartel estaban los dormitorios de la tropa. Ése era
su siguiente objetivo. Pronto, los casi doscientos hombres, unos dormitando aún, otros
empezando a despertar al escuchar el tiro, se levantarían como un solo hombre uniéndose a ese
movimiento irresistible. Ángel Checa había soñado con esa oportunidad: soldados y
sindicalistas apoderándose del mando en la ciudad, levantando finalmente a toda España.
Unidos nada podría resistirse a sus objetivos. ¡La revolución! ¡El triunfo bolchevique!
La refriega
“Vamos a echar un vistazo al cuartel e informamos al jefe” dijo uno. Y allá se fueron
por la calle Soberanía Nacional, bordeando la parte trasera del cuartel, atentos a detectar
alguna alteración en la tranquila y brumosa noche. En la puerta de las cuadras encontraron al
cabo Godoy, uno de los conjurados, que enarboló su fusil contra ellos. “¿Qué pasa,
compañero?” dijo uno de los guardias. El cabo les observaba y miraba nervioso hacia dentro,
intentando ver qué sucedía. Su distracción fue aprovechada por los dos agentes para echarse
sobre él e inmovilizarle.
Atado se lo llevaron al gobierno civil, no sin que el apresado protestara. Los señores
Calderón y Aparicio les recibieron inmediatamente, interrogando al detenido. Éste, mohíno,
afirmó que se trataba de un levantamiento, que el regimiento de Artillería pronto sería suyo.
Para entonces, el gobernador había llamado al cuartel de la guardia civil para que el coronel
Valdés se hiciera cargo del posible amotinamiento. Si no conseguía hacerlo, si el Noveno
regimiento se levantaba en armas, si todos los obreros estaban enterados y salían a la calle
aquella madrugada, Zaragoza podía estar perdida.
El coronel Valdés llegó al poco tiempo frente al cuartel. No había centinela, que se
encontraba preso en el interior. Las puertas del cuartel estaban cerradas a cal y canto. Entonces
tuvo lugar una ceremonia de la confusión. Desde las ventanas del cuartel empezaron a disparar.
El coronel dio orden de protegerse y los guardias civiles, tras los árboles o edificios cercanos,
empezaron a repeler el fuego.
Se escucharon gritos. Valdés mandó parar el fuego. Los que se encontraban en las
ventanas no eran los amotinados, sino los propios soldados del regimiento que resistían tras las
puertas de su dormitorio. Habían hecho disparos dirigidos al cuartel de la guardia civil
demandando auxilio de los mismos que les disparaban desde fuera del cuartel.
En efecto, los sargentos Cebrián y Labau se habían hecho cargo de la defensa del
cuartel mientras permanecían en el dormitorio. Dieron órdenes de resistir el tiroteo en que se
empeñaron con los amotinados que querían subir y a los que repelieron. Mientras tanto, llegaba
a las puertas del cuartel el coronel del regimiento, el Sr. Vicario, que fue dando órdenes a voces
a los que permanecían en las ventanas para que resistieran.
Los amotinados estaban atrapados entre dos fuegos ahora. Mientras forcejeaban con la
puerta intentando forzar la entrada, dos guardias civiles asomaron sus fusiles por la ventanilla
de la misma, intentando despejar el terreno y repeler la agresión de los que estaban en el patio.
Uno de ellos, el cabo Pascual Ginés, resultó herido en la cara, pero el otro, Dionisio Banzo,
disparó contra uno de los hombres acertándole de pleno y dejándolo muerto en el suelo. Se
trataba precisamente del instigador de la revuelta, Ángel Checa.
A la vista de su muerte, con su superior el cabo Godoy desparecido para ellos, en
realidad preso en el Gobierno civil, los artilleros que habían secundado el movimiento
confiando además en recibir 2.000 pesetas cada uno, según les había prometido Godoy,
salieron de estampida. Cuando los guardias civiles irrumpieron en el patio sin encontrar
resistencia, los sublevados se escabulleron entre las sombras ganando la calle y huyendo
despavoridos. La revolución prometida había salido rematadamente mal.
Antes de saber cuál fue el colofón de este asalto, preguntémonos quienes eran los
líderes: el sindicalista Ángel Checa (o Chueca como también se le nombró) y el cabo Nicolás
Godoy.
El primero era un vendedor de periódicos en la plaza de la Independencia, muy cerca
del cuartel de Artillería que habría de asaltar en la noche referida. En su quiosco se veía
habitualmente a soldados con los que charlaba sobre todo lo habido y por haber, sobre todo de
la necesidad de hacer una revolución en que triunfaran los obreros a manera de soviets. Se
decía de él que era anarquista y pertenecía a un sindicato pero, al día siguiente de la algarada,
los propios representantes sindicales fueron a ver al gobernador civil para asegurarle que ellos
no tenían nada que ver con lo sucedido.
Se supo más adelante que tenía un hermano en el manicomio, algo en lo que coincidió
con varios de los sublevados, por cierto. Hasta en tres casos se detectaron anormalidades entre
ellos, dando lugar a comentarios que concluían siempre en afirmar que aquella había sido una
aventura “dirigida por locos y protagonizada por locos”. El mismo Checa había causado un
escándalo años antes paseándose desnudo por las calles de Zaragoza. Tras un tratamiento
volvió a su puesto de periódicos y parecía tranquilo, si bien con la monomanía de la
revolución.
Era más extraño el caso del otro cabecilla, Nicolás Godoy, hijo del maestro titular en el
pueblo zaragozano de Poyuela. Por el esfuerzo de su padre, que deseaba para él una carrera, se
hizo oficial de Correos pero luego prefirió incorporarse al Ejército. Allí pareció encontrarse
bien hasta que, con motivo de una huelga de carteros, algo muy habitual aquellos días, su
oficial al mando le ordenó sustituir a los huelguistas en la oficina más próxima. Su formación
hacía de él el candidato más adecuado. El caso es que se negó a acatar la orden del mando por
motivos ideológicos. Él no quería hacer de esquirol. Por supuesto, su actitud le reportó el
calabozo y frustró la posible carrera militar en la que andaba empeñado.
Todo hacía indicar que era un hombre exaltado. Su contacto con Ángel Checa los unió
en el empeño de hacer “algo grande” para cambiar las cosas en la ciudad y el país. Se creían,
envueltos en su megalomanía, destinados a grandes logros: nada menos que a unir a sindicatos
de obreros y a militares del ejército en el propósito común de hacer triunfar la revolución
bolchevique.
Cuando sucedió esta rebelión le faltaban solo 35 días para licenciarse. El Ejército se
había cansado de él y él de sus compañeros, al parecer. Tenía planes de boda también, un
futuro distinto pero prometedor. Su novia, Laura Ruiz, era una joven trabajadora, que ya tenía
comprado el ajuar para la boda. Todo estaba preparado pero seguramente, tanto esta novia
como su familia, compartían los propósitos del cabo Godoy.
El gobernador civil envió a dos agentes para revisar la casa de Laura Ruiz. Ella había
viajado recientemente a Tauste y no se encontraba en la casa pero, revisando el contenido de la
misma, encontraron propaganda anarquista, cartas comprometedoras. Se lo llevaron todo,
incluido al hermano de Laura, que parecía estar al tanto del contenido de aquella
documentación. Habría que ver si aquello había sido la acción de dos locos y unos cuantos
soldados ingenuos a los que se había conducido por una senda peligrosa al reclamo del dinero
o existía alguna conjura más amplia y peligrosa.
Juicio sumarísimo
Como luego se sabría, hubo otros implicados. Desde pocos días después se empezó a
rumorear que la tarde anterior a la intentona se había visto pasear a Checa con un misterioso
hombre envuelto en un gabán. También se dijo que un coche no identificado había llegado a la
capital aragonesa aquella madrugada procedente de la carretera de Barcelona. Cuando el golpe
se frustró, alguien observó que marchaba a toda velocidad huyendo del lugar del suceso. Luego
se sabría que pertenecía a un industrial que llegaba a Zaragoza aquella noche con toda su
familia para pasar unos días y que, sin comerlo ni beberlo, se metió casi de lleno en medio del
tiroteo huyendo despavoridos de allí. Pero durante algunos días se supuso el apoyo de
anarquistas y terroristas barceloneses.
El misterioso hombre del gabán, del que luego se supo que había repartido armas entre
los soldados sublevados, resultó ser el sindicalista Gregorio San Agustín, cuya responsabilidad
quedó plenamente probada, así como la complicidad de los albañiles Isidoro Pérez y José
Castro, amigos de Checa. Ninguno de los tres participó directamente en la acción pero tal vez
estuvieran preparando la conexión del levantamiento del cuartel con una acción sindical.
Todos ellos serían juzgados dentro de un procedimiento militar normal. Sin embargo,
no se tardó más de un día en juzgar y sentenciar a los soldados encausados en la intentona: los
cabos Nicolás Godoy y Antonio Peña y los artilleros Valeriano Aznar, Paulino Cubego,
Pascual Gálvez, José Pelegrín y Francisco Oliva. Para ellos se reservó un juicio sumarísimo
celebrado a las pocas horas de su detención. Lo presidió el coronel del regimiento Sr. Díez
Vicario. La sentencia fue trasladada al Capitán general Sr. Ampudia, recién llegado desde
Madrid con urgencia, que le dio el visto bueno.
En la madrugada del día 10 de enero, apenas 24 horas después de lo sucedido, avisaron
desde Capitanía general al presidente de la Hermandad de la Sangre de Cristo, a fin de que
diera asistencia a los condenados a muerte. El Sr. Belenguer, que así se llamaba, reunió a siete
hermanos que ya estaban avisados y se dirigieron al cuartel.
Allí reinaba el silencio y la consternación. Dos de los reos pidieron hacer testamento y
se llamó para ello a un notario, Enrique Giménez. El soldado Oliva nombró como heredero a
su padre mientras Gálvez nombró como usufructuaria a su madre y heredera a su hermana,
recluida por tener perturbadas las facultades mentales. Cuando salió del cuartel y preguntado
por los reporteros que estaban en la puerta, el notario, conmovido, apenas pudo decir: “Por
mucho que viva, no lo olvidaré nunca”.
A las seis y media de la madrugada los condenados asistieron a una misa, que siguieron
con recogimiento. Uno de ellos, el que mató al oficial Berges y al que los periódicos no
identifican, mostraba síntomas de no poder aguantar la presión y tenían que sostenerle entre
dos hermanos. Tras la misa, el sacerdote les dio a besar el crucifijo y todos lo hicieron en
silencio, alguno entre sollozos. Después fueron conducidos esposados y rodeados de soldados
con la bayoneta calada, hasta el patio del cuartel. El mencionado soldado, incapaz de ir por su
propio pie, tuvo que ser trasladado sentado en una silla sujeta por varios soldados.
La ejecución fue breve, vista desde fuera, aunque probablemente se les haría eterna a
los reos que contemplaban a los soldados de la guarnición, cuando se alinearon a veinte pasos
de ellos. A las siete de la mañana los reporteros que permanecían a las puertas del cuartel,
envueltos en niebla y frío, oyeron sobrecogidos una descarga cerrada. Al poco, nuevos
disparos sueltos. “Es el tiro de gracia”, dijo uno de ellos.
Dentro, el coronel Vicario, que había presidido la ejecución, gritó: “¡Soldados, se ha
cumplido la ley! Es dura, pero es ley. ¡Viva España!”. Los soldados del pelotón secundaron el
grito final y desfilaron delante de los ajusticiados. Cuando marcharon entraron dos furgones
que recogieron los cadáveres para llevarlos hasta el cementerio de Torrero. Dos semanas
después, se encontraría sobre sus tumbas un gran cartel donde se leía: “Hermanos. Seréis
vengados”. Eso obligó a poner una guardia permanente que vigilara el lugar durante los días
siguientes.
Se había cumplido la ley, se determinaron reconocimientos y recompensas a los
soldados implicados. Mientras unos hablaban de indisciplina otros protestaban afirmando
precisamente que la disciplina del regimiento había permitido abortar la intentona.
Se vivía un momento tan tenso en la política española, con un gobierno de
concentración conservadora cuestionado, con una situación en Barcelona que no podía ser más
peligrosa, o en Valencia o en Madrid, donde se preparaba una extensión del lock out patronal,
que los ánimos estaban encendidos en el Senado, donde hubo sesión ordinaria dos días después
de los sucesos de Zaragoza.
Tras exponer los hechos brevemente el presidente del Consejo, Manuel Allendesalazar,
se levantó Eduardo Dato, cuya facción formaba parte del gobierno. Se limitó a reconocer la
valentía de los que habían luchado contra los rebeldes afirmando estar al lado del presidente en
esas horas difíciles, gesto muy agradecido por éste.
Los ánimos se caldearon mucho más con la intervención del socialista Marcelino
Domingo. Por aquel entonces las Juntas de Defensa, un órgano creado dentro del Ejército para
servir de puente entre la autoridad civil y militar, estaban siendo muy cuestionadas por cuanto,
integrado exclusivamente por militares, habían alcanzado una autonomía en sus posturas que
servían más como ruptura frente al gobierno que para colaborar con él.
“El Gobierno no se ha visto compelido por ningún jefe ni oficial. Obra libremente
y con arreglo a los dictados de su deber. Las indisciplinas de todo género serán
ahogadas.
El sindicalista Checa y dos que le acompañaban han venido de fuera, y los del
cuartel han hecho frente a la rebelión. ¿Dónde está la indisciplina?
Sólo hay unos desgraciados soldados engañados. Aquí estamos nosotros para
restablecer la disciplina” (Idem).
A partir de ese momento se mezclaron las breves intervenciones con otras muy
exaltadas. El mismo Domingo gritó desde su escaño al presidente: “¿Qué supone el cabo
sumariado y los soldados desaparecidos?” señalando que solo una pequeña parte de los
rebeldes eran ajenos al ejército. La polémica siguió al mencionar a las Juntas de Defensa como
responsables de la indisciplina entre los mandos.
Después se levantó para intervenir Juan de la Cierva y Peñafiel, representante del
conservadurismo más duro y enfrentado años atrás a las Juntas de Defensa por su política de
nombramientos en el protectorado español en Marruecos. Arremetiendo contra el sindicalismo
y recalcando, como de costumbre, la debilidad del gobierno, tuvo un duro cruce de palabras
con los diputados socialistas Andrés Saborit e Indalecio Prieto:
“El sindicalista que ha pagado con su vida su intento fue uno de los expulsados por
el gobernador de Zaragoza; el anterior ministro de la Gobernación ordenó que se le
reintegrara a Zaragoza y destituyó al gobernador. Hay que hacer justicia y depurar
si aquella decisión del ministro ha dado lugar a los hechos que nos ocupan. Hay
que depurar este extremo.
El Sr. SABORIT: Que lo diga el Sr. Bugallal. ministro del anterior Gabinete.
El Sr. LA CIERVA: Hay que coartar la propaganda del sindicalismo. Los de la
izquierda extrema, sois los únicos que estáis en vuestro país.
El Sr. PRIETO: Que vayan sólo al Ejército los hijos de los ricos.
El Sr. LA CIERVA: Lo lamentable es que os acompañen otros elementos. Los que
os han secundado en el debate de las Juntas de defensa. Los que no han prevenido
que sobre el Ejército no recayese ni la menor sombra de desprestigio. Todos ellos
son tan culpables como vosotros” (Idem).
El año de 1920 conoció una conflictividad social como pocas veces se recordaba en
España. Las huelgas se multiplicaban en todos los oficios: panaderos, carteros, ferroviarios,
pintores, conductores, trabajadores del puerto… Las organizaciones sindicales estaban cada
vez más fuertes y unidas siguiendo la inspiración soviética primero, nuevas tendencias
políticas después, algunas tan extremas como el anarquismo. A ello se veía abocada una clase
social que sólo era propietaria de su fuerza de trabajo frente a una clase burguesa o
aristocrática representada en un Congreso donde sus diputados eran mayoría.
El pactismo basado en la alternancia de poder entre los partidos liberal y conservador,
el sistema que había consolidado la monarquía borbónica y sustentado el gobierno de Alfonso
XIII, había dejado de funcionar adecuadamente para estas clases sociales. La división entre
estos partidos en facciones, la ausencia de liderazgos unificadores, multiplicaban los
partidarios de unas y otras opciones impidiendo la conformación de gobiernos estables.
En ese ámbito habían llegado los diputados republicanos y socialistas representando a
la clase social trabajadora y deseosa de un cambio de régimen. La monarquía y el sistema
parlamentario, en vez de asimilar estas fuerzas y darles un cauce de participación en la cosa
pública, seguían amañando elecciones gracias al caciquismo tan imperante como en las últimas
décadas, e impidiendo compartir el poder con estas fuerzas tachadas de radicales.
Ante la inexistencia de este cauce en la búsqueda del poder la clase trabajadora, unida
ahora por una ideología marxista inicialmente, anarquista después, con el ejemplo soviético a
la vista, se había ido escindiendo después de la III Internacional en un partido socialista y otro
de nuevo cuño denominado comunista. A pesar de ello el anarquismo era la opción más
escogida por una clase social deseosa de cambios en la estructura social y económica del país.
Siempre había tenido motivos para pedir y exigir mejoras pero ahora, gracias a la unión desde
el sindicalismo de la CNT, podía aspirar a mejorar su situación cambiando radicalmente las
relaciones de poder en el ámbito laboral.
De ahí que, tras el Congreso de Sants de 1918, la exitosa huelga de la Canadiense de
1919, y aguantando la decidida represión de elementos conservadores y militares desde
entonces, el ejemplo catalán se extendiese a otras zonas del país dando lugar a huelgas,
sabotajes y atentados de toda índole. En ese sentido, otra zona donde el anarquismo triunfaba
era indudablemente Andalucía, con Sevilla en el centro habitual de las protestas, el terrorismo
y la represión. No era en vano que el gobernador civil elegido para Cataluña, el Sr. Maestre
Laborde, conde de Salvatierra tras su matrimonio, hubiese llegado desde la capital hispalense.
También sucedía que muchos trabajadores andaluces, que buscaban trabajo con familiares o
amigos lejos de su tierra natal, terminaban recalando en el mundo laboral catalán, para volver
tiempo después con ideas radicales y ácratas.
En diciembre de 1919 seguía en marcha sin solución aparente, una huelga de peones
albañiles en Sevilla. La ciudad estaba renovándose considerablemente como lo haría setenta
años después, por la proyectada celebración de una Exposición Iberoamericana. En 1913 se
habían concluido los tres hermosos pabellones, hoy dos de ellos transformados en museos, que
rodean la plaza de América dentro del conocido parque de María Luisa, donado por los
Orleans tres décadas antes.
El autor del proyecto era un arquitecto en la plenitud de su creatividad. A sus 38 años
Aníbal González empezaba a afrontar, tras los pabellones citados, la obra principal: un
gigantesco edificio en una remodelada plaza de España cuya construcción llevaría desde 1914
hasta 1928. La Guerra mundial había paralizado la inauguración de esta Exposición pero
permitía afrontar mayores obras como la referida, aún a despecho de la falta de dinero y las
peticiones constantes del Ayuntamiento en Madrid para que se proveyera de fondos. El apoyo
monárquico sería algo tardío y en 1919 todo eran apuros económicos a la hora de afrontar estas
obras junto a varias más que estaban cambiando la fisonomía de la capital andaluza.
Tanta construcción había atraído muchos trabajadores, no pocos de los cuales provenían
de Cataluña donde habían ido a parar en otro tiempo buscando el trabajo que Andalucía no les
ofrecía. Ahora venían con ideas nuevas, con proclamas anarquistas, defendiendo la
sindicación, la unión de trabajadores, la fuerza de la acción frente a las antiguas peticiones a
los patronos. Cuando resultaban más necesarios que nunca como fuerza de trabajo, podían
imponer nuevas condiciones a los contratos, a los salarios y la jornada laboral.
Aníbal González
“Dice el Sr. Arguelles que su primera preocupación desde que se .posesionó del
cargo fue resolver esas dos huelgas.
Añade que se mostraron en actitud de intransigencia los patronos, diciéndole que,
estando reciente el atentado cometido contra uno de ellos, cualquiera concesión
que hiciesen para llegar a una avenencia podría interpretarse como una coacción o
algo peor, y quedarían en estas circunstancias a merced de los huelguistas.
Agrega que cuantos esfuerzos hizo para disuadirles de su actitud fueron inútiles, y
entonces optó por dar cuenta de su gestión a los obreros, aplazando el intervenir en
momento más adecuado” (El Sol, 5.1.1920, p. 9).
Esta actitud pasiva causaba escándalo a los redactores de este periódico republicano,
que denunciaban la existencia de hasta 5.000 albañiles sevillanos de brazos cruzados mientras
el gobernador, capacitado por ley para imponer una solución, forzar a las partes a un diálogo,
se limitaba a retirarse pasivamente dejando que la situación corriera el peligro de estallar.
Por donde podía hacerlo se supo el mismo día, cuando el sindicato de albañiles, cuyo
presidente Manuel Barrios había sido detenido durante unos días ante la sospecha de que
estuviera implicado en el atentado contra Amadeo Saturnino, emitió un comunicado que
señalaba a otros sectores de la construcción:
“No nos extraña —dicen— que los contratistas no hayan contestado a las
peticiones de mejora hechas; pero nos causa penosa impresión que el personal
técnico se halle colocado en la misma actitud” (Idem, p. 5).
Arquitecto en apuros
En aquel mes de enero de 1920 Aníbal González era la figura más reconocida en su
ámbito dentro de la ciudad de Sevilla. Arquitecto desde 1902, cuando obtuvo la mejor nota de
la reválida para el título con 27 años, había recibido el encargo en 1910 de organizar una futura
Exposición Iberoamericana que relanzara la ciudad modernizándola desde el punto de vista
arquitectónico.
Bien relacionado con los prohombres de la ciudad gracias a su íntima amistad con su
primo Torcuato Luca de Tena, fundador del ABC, podía olvidar sus orígenes modestos para
encargarse de una obra que haría de él una figura estimada en los mejores ámbitos de la ciudad
hispalense. Desde 1914 estaba embarcado en la que sería su obra más conocida e importante:
el monumental conjunto de la nueva plaza de España. Hoy en día su figura en bronce preside la
entrada por la que circulan turistas a cualquier hora del día y del año, siendo el lugar uno de los
más visitados por los que llegan de fuera para admirar la belleza de la capital andaluza. Por
entonces, su figura en carne y hueso era constante en el lugar, hasta que la huelga de albañiles
detuvo las obras.
La situación no iba mucho con él, ya que era el máximo encargado de la parte técnica.
No queda constancia de que le preocupara la referencia a dicho sector de la construcción en el
manifiesto obrero del día cinco. Tampoco recibió anónimo amenazante alguno. De hecho, su
principal preocupación era que llegara el dinero suficiente desde Madrid para poder continuar
las obras, cuando pudiera hacerse.
Aquel día 9 de enero estuvo por la tarde en el Ayuntamiento asistiendo a una reunión
que valoró las últimas gestiones realizadas ante el Ministerio. Habiendo empezado a las seis la
reunión se prolongó durante dos horas de manera que sobre las ocho y veinte llegaba el
arquitecto a las proximidades de su domicilio en la calle Alejandro Ulloa. Allí, según
manifestó más tarde, encontró a dos hombres esperándole con aspecto de trabajadores (traje
oscuro, blusa, pelliza y alpargatas). Imaginó que serían, como habitualmente, algunos albañiles
que venían a pedirle trabajo.
Se había hecho de noche en aquel momento, tal vez por eso no percibió que los dos, al
verle, enarbolaron sendos revólveres browning. Ni siquiera podía haber imaginado que algo así
pasaría. Pero la puntería de aquellos hombres, como había sucedido en el caso del contratista
Saturnino, era más que deficiente. Estaban acostumbrados a otro tipo de herramientas de
trabajo, no a empuñar un arma que seguramente les había sido entregada pocas horas antes.
Con las detonaciones no se sabe quién quedó más asustado, si la víctima o los
agresores. El que lo tuvo claro por su oficio fue Pedro Gómez, comandante de infantería y
ayudante de campo del Capitán general de la ciudad, que acertaba a pasar por el lugar en el
mismo momento. Sacando su propio revólver les gritó haciendo ademán de disparar lo que
causó el pánico a los terroristas, que emprendieron una rápida huida.
Posteriormente se sospechó de la existencia de cómplices por cuanto el comandante y
el propio arquitecto, que superada la sorpresa se unió al perseguidor, manifestaron haber visto
a varios hombres corriendo, no se sabía si asustados por el tiroteo o del mismo grupo,
encargados de proteger su huida. Alguno marchó por la calle Fernán Caballero, otro dirigió su
carrera hacia la plaza del Museo y los dos agresores originales corrieron por la calle Alfonso
XII. A estos persiguieron los dos hombres, arquitecto y comandante, pistola en mano todos
menos Aníbal González. Se intercambiaron disparos sin que ni unos ni otros acertaran en
medio de la oscuridad. Sería después cuando el arquitecto comprobara que una de las balas
había rasgado la manga de su gabán, no acertándole por cuestión de centímetros. No pudo
saber si había sucedido en la agresión original o cuando le habían disparado para proteger la
huida. Probablemente fuera al principio, en que el blanco de los disparos era más franco.
Finalmente, habían conseguido escapar y la agresión, que pudo ser muy grave, quedó
en nada. Los trabajadores sevillanos no tenían costumbre de atentar ni de matar a nadie, su
torpeza e inexperiencia salvaron la vida del afamado arquitecto, pero pudo haber sido una
tragedia, según creyeron los que fueron enterándose de la noticia.
Toda la ciudad quedó conmovida. A ese punto había llegado una situación que el
gobernador civil no había sabido atajar, que los patronos habían propiciado con su postura
intransigente, que los albañiles habían alcanzado con sus peticiones y amenazas. Aníbal
González era una figura estimada, respetada por todos. Nadie podía entender por qué había
sido objeto del atentado sin que mediase advertencia previa alguna, como sucedía con los
patronos de la construcción, los contratistas de obras. Evidentemente, había sido el objetivo
precisamente por su relevancia social. El atentado contra Amadeo Saturnino, a fin de cuentas,
solo había propiciado una actitud más cerril por parte de la patronal, apoyados en la interesada
pasividad del gobernador civil. Se hacía necesario dar un paso más en la intimidación, en la
coacción hacia esos patronos. Nada mejor para llamarles la atención y cediesen que atentar
contra Aníbal González. A fin de cuentas, si los patronos sabían que le había sucedido a figura
tan importante ¿no temerían ser cada uno de ellos la siguiente víctima de un atentado?
Aníbal González con la policía
Al día siguiente, una imponente manifestación salía a las cuatro de la tarde de la Plaza
Nueva. La integraban comerciantes, industriales, patronos, políticos, artistas pero también
muchos obreros que respetaban a un hijo de Sevilla de tanta fama y altura en su profesión.
Marcharon hacia el Gobierno civil donde depositaron sus tarjetas como muestra de
reconocimiento hacia el arquitecto. Más de tres mil se recogieron aquel día. Luego llegaron
hasta la calle Alejandro Ulloa donde les recibió un emocionado Aníbal González que
agradeció su presencia estrechando la mano de muchos.
Conspiración de albañiles
Hasta ahora hemos visto, como muestra de la actuación terrorista del anarquismo
español, dos casos distintos por muchos motivos pero con un resultado similar: las víctimas de
los atentados se salvaron, sea por resultar heridos solamente o ilesos. Sin embargo, a partir de
ahora abordaremos dos ejemplos con resultado bien distinto.
Eugenio Jenny
De manera que los tiempos parecían mostrar una agradable perspectiva de pacificación
y conformidad, al menos por una buena temporada. Mientras cenaban, probablemente
discutiendo la situación de la empresa, los ritmos de trabajo o los encargos recibidos, llamaron
a la puerta. Josefa Alos, la criada, fue a abrir. Se la ve en las fotos de la época como una
campesina de rostro duro y decidido.
Casa de los Jenny
Encontró enfrente a dos hombres que se cubrían el rostro con bufandas. Le dieron un
empujón y penetraron en el vestíbulo reclamando en voz alta la presencia de Eugenio Jenny.
Con el tumulto creado salió del comedor para ver qué pasaba Teodoro Jenny hijo. Se encontró
a los dos hombres que, sin mediar palabra, le descerrajaron un tiro. Sintiéndose herido el
hombre, que era corpulento aunque bastante mayor por su aspecto, se abalanzó sobre sus
agresores, impidiéndoles disparar de nuevo. Mientras tanto, la criada no se mantuvo apartada
sino que, agarrando una silla que se encontraba en el vestíbulo, empezó a silletazos con ellos.
La criada Josefa Alos
Al calor de la refriega llegaron el padre y hermano del agredido. Sin mediar palabra, se
unieron a la lucha. Los que habían disparado empezaron a recular, casi vencidos por los
esfuerzos combinados de las cuatro personas que defendían aquella casa. Fue entonces cuando
entró como una exhalación un tercer agresor, cuchillo en mano. Viendo lo que sucedía empezó
a apuñalar sin contemplaciones a los que tenía enfrente. Eugenio recibió una cuchillada en el
cuello que no llegó a matarlo pero su padre, más torpe o quizá con peor suerte, recibió otra
similar que le cercenó la carótida.
Se vivía por entonces en constante estado de alerta por parte de las autoridades y la
clase patronal. El 1 de marzo un tal Sr. Badrinas, socio industrial del diputado conservador
Alfonso Sala, estaba cenando en su casa cuando estuvo a punto de repetirse la trágica historia
de una semana antes. Se presentaron dos hombres a cara descubierta diciendo con ademanes
imperativos que deseaban hablar con él para presentarle una carta de recomendación. Al
escuchar la discusión que mantenía la criada con ellos y sabiéndose en peligro tras el caso
Jenny, Badrinas se dirigió a la ventana del comedor provisto de un silbato del que no se
desprendía desde que supo el suceso de Sabadell.
Al escuchar el sonido agudo del silbato, fueron corriendo a la casa varios miembros del
somatén que solían patrullar por aquella calle. Mientras tanto, los sujetos habían sacado sendas
pistolas y estaban a punto de forzar la entrada apartando a la criada. Al saberse en peligro,
trataron de huir sin que lo consiguieran, apresados por los hombres del somatén.
Miembros del Somatén, patrullando
Así vivía entonces la clase patronal de cualquier punto importante de Cataluña. Felix
Graupera, empresario tan señalado, había recibido los balazos en Barcelona; Teodoro Jenny
había sido degollado en su casa de Sabadell mientras que el Sr. Badrinas se salvó gracias a su
rápida reacción en su casa de Tarrasa. Nadie estaba a salvo de los pistoleros enviados por el
sindicato anarquista de turno.
Sin embargo, también era cierto que la policía sabía bien dónde buscar teniendo como
tenía fichados a la mayoría de los sindicalistas más violentos, también a los que eran simples
organizadores. Al día siguiente del frustrado atentado de Tarrasa, el Sr. Maestre pudo dar
cuenta de la detención de los tres agresores de los Jenny. La historia de su apresamiento tiene
un aspecto curioso y otro interesante que contaremos a continuación.
Tras la muerte de Teodoro Jenny, cuando la policía aún no tenía ninguna pista fiable de
los asesinos, salvo que deberían proceder o estar relacionados con los trabajadores de la
empresa que dirigía la víctima, se presentó en comisaría un joven de 18 años y de oficio
panadero. Dijo haber escuchado conversaciones referentes al atentado, tener posibles pistas de
los autores. Fue bien recibido y, confiando en que identificara a los intervinientes en aquellas
conversaciones, se le alimentó, alojó y hasta se hizo que acompañara a los agentes hasta
Tarrasa y Barcelona.
El chico, sin embargo, era joven y se fue de la lengua con detalles demasiado
minuciosos del atentado cometido contra Teodoro Jenny y sus hijos. Los agentes entraron en
sospecha y, finalmente, lo metieron en una habitación para que hiciera un relato detallado de
todo lo que dijo haber escuchado. Envuelto en preguntas y entrando en contradicciones,
terminó por reconocer que él fue uno de los que forcejearon con los Jenny en su casa. Se había
presentado ante la policía para estar al tanto de las pesquisas y poder alertar a los restantes
cómplices. Una maniobra arriesgada que hasta ese momento había ido bien pero que, al
fracasar en su papel, daba a la policía la completa solución del caso identificando a los
responsables del atentado.
Los tres detenidos
Así, fue localizado Martín Martí, de 27 años, un obrero del ramo del Agua residente en
Sabadell. Era el otro que se había presentado junto a Peris en la casa esgrimiendo una pistola.
El tercero y autor de la cuchillada que acabó con la vida del industrial fue Victorio Sabaté, de
23 años, conocido en los bajos fondos de Sabadell como “el Bitxo”. Tras su detención se
pudieron finalmente cotejar las huellas encontradas en el cristal del comedor y el vestíbulo con
las presentadas por Sabaté, identificándolo sin margen de error. Para completar las pruebas, la
policía llevó a los tres implicados a la clínica donde convalecían los dos hermanos heridos. No
hubo dudas por su parte: aquellos tres hombres eran los que habían intervenido en la muerte de
su padre.
Resultó extraño que, tras resolver aparentemente el caso con brillantez, el jefe de
policía de Sabadell mencionara a los periodistas sus dudas acerca de que aquel fuera un crimen
típicamente sindical. “Pudo ser obra de una banda de maleantes” añadió ante la perplejidad de
los reporteros.
Los hechos demostraron que estaba en lo cierto. Tirando del hilo y a base de
interrogatorios fue desenredándose la madeja de otros implicados. Se había comentado por
entonces que el Bitxo fue visto con un hombre de gabán marrón unos minutos antes en la
misma calle Topete, el mismo que le dio el cuchillo y una cantidad de dinero, según manifestó
el detenido. Resultó ser José Vera, un obrero de Tarrasa. Éste, a su vez, condujo hasta nuevos
implicados en aquel crimen y en otros que habían sucedido en el tejido industrial que rodeaba
Barcelona.
El 11 de marzo se detuvo a un grupo de 15 individuos que cinco días después se
ampliaría en 23 más. Todos ellos formaban una banda numerosa y especializada en atentados
terroristas. A los obreros de una determinada empresa o fábrica les bastaba contactar con ellos
para encargarles un atentado contra sus jefes, previo pago por sus servicios. La banda entonces
delegaba en los miembros locales para realizar la acción encargada. Por ello el atentado contra
los Jenny había sido protagonizado por tres obreros de la propia Sabadell. El precio de la
muerte de Teodoro Jenny fue de 2.500 pesetas. Eso valió su vida y las heridas de sus hijos.
Dato que, ante todo, era un pragmático, deseaba en ese momento dar una imagen de
moderación en la política catalana tras la represión sindical auspiciada por el lock out
empresarial y la actuación de Miláns, su sucesor el general Weyler y el propio Maestre como
gobernador civil. De manera que, dentro de la acción pendular de los breves gobiernos de la
época, tocaba contemporizar con los sindicatos, aceptando algunas de sus reclamaciones y
presionando a los patronos para que no llevaran la represión de los obreros hasta un extremo
peligroso.
De ahí que, pese a su amistad, Eduardo Dato considerara necesario sustituir a Francisco
Maestre en el Gobierno civil barcelonés por Federico Carlos Blas Vasallo, con una imagen más
conciliadora que su antecesor. Eso no quería decir que la posición del conde de Salvatierra se
alejara del poder de manera irrevocable. De hecho, Maestre estaba con sus familiares en
Valencia disfrutando de la feria de la ciudad, que se extendía desde el 16 de julio al 6 de
agosto, pero luego se proponía visitar en San Sebastián al presidente del Consejo para debatir
sobre la situación política española y, previsiblemente, aceptar algún nombramiento en otra
población que necesitara su mano decidida.
Hasta entonces, tocaba disfrutar del paso de las carrozas, de los tradicionales fuegos
artificiales y el bullicio propio de aquellas fiestas. Existe una foto tomada en aquellos días
donde se ve a los tres protagonistas de este capítulo: Maestre, su mujer y su cuñada, en el palco
que ocuparon aquel miércoles 4 de agosto para ver pasar las carrozas. En el centro, el antiguo
gobernador se cubre con un sombrero de paja mientras las dos mujeres, tocadas con la clásica
mantilla, miran hacia su derecha la condesa, cerrando los ojos deslumbrados por el sol,
mientras que la marquesa de Tejares clava una vista cansada en el fotógrafo.
En el palco
Fue probablemente la última instantánea que les tomaron. Para el diario que lo publicó
era una ilustración más, lo que se llama eco de sociedad. No podía imaginar que dos de
aquellas personas morirían poco después.
Tras contemplar aquella tarde el paso de las carrozas el conde deseaba descansar en
casa. Su mujer, mucho más animada, le dijo que era pronto aún, que acompañara a las dos
mujeres a saludar a unos amigos que vivían cerca del puerto del Grao. Maestre se resignó
dirigiéndose al “milord”, el coche alquilado para todos aquellos días de feria a Miguel Molla,
copropietario con cuatro hermanos de un establecimiento de coches de lujo.
El cochero Miguel Molla
Se sospechó que uno de los asaltantes incluso había subido a la capota para disparar al
ex gobernador porque se encontró un casquillo dentro del vehículo. Nadie lo vio, no se pudo
asegurar con certeza. En todo caso, el paso a nivel quedó atrás, así como las personas que
atentaron contra ellos. Desde la parte trasera llegaban los quejidos de dos personas, el
matrimonio, mientras la marquesa de Tejares permanecía en silencio, derrumbada junto a su
hermana.
Parece que el cochero seguía aturdido por lo sucedido y tuvo que ser el propio herido el
que indicara que buscara un medio de transporte más rápido. De manera que el primero paró
un automóvil y, tras una breve explicación, ayudó a subir a él a los tres heridos, dos de los
cuales pudieron hacerlo por su propio pie, aunque tambaleantes, mientras a la marquesa hubo
que introducirla exánime.
Se dirigieron a la casa de socorro de la Glorieta, la más cercana. Allí permanecería la
marquesa de Tejares, no se supo si fallecida en el acto o durante el camino. Le impactó una
sola bala pero, entrando por un costado y saliendo por el otro, le produjo una tremenda herida
en el vientre por la que se desangró.
El matrimonio, muy maltrecho, prefirió ser trasladado a su cercano domicilio en la calle
Ciscar número 9. Allí llegaron enseguida varios doctores que examinaron sus heridas. Mientras
tanto, la noticia corría por todo Valencia causando profunda conmoción en las autoridades.
Desde el gobernador civil de la ciudad, Sr. Souza, hasta el Capitán general de la región, Primo
de Rivera, fueron acudiendo al domicilio de los condes para interesarse por ellos.
Se dieron órdenes de trasladar el cadáver de la marquesa de Tejares a su domicilio en la
calle Miquelete número 80, para ser velado allí. Mientras tanto, se hicieron las gestiones
oportunas para avisar al marqués, su marido, que estaba en una finca que tenían en la localidad
alicantina de Alcoy.
Los doctores se mostraron muy preocupados por los heridos, particularmente por el Sr.
Maestre. Su mujer tenía una sola herida también que penetró por la espalda, interesó la zona
pleural para acabar alojada en el cuello. Aunque ella mantenía el ánimo y estaba preocupada
por su marido permaneciendo incluso de pie o sentada, los médicos pensaban que si el pulmón
resultaba afectado como parecía, la situación podía cambiar a peor en cualquier instante.
Sin embargo, el que presentaba peor diagnóstico era el conde de Salvatierra. Las dos
heridas en los brazos no eran especialmente importantes pero sí, en cambio, la que había
penetrado en su vientre. Como se vería a la mañana siguiente, cuando lo operasen con mucho
cuidado para extraerle la bala, le había causado importantes daños en el hígado y el intestino
grueso. La probable peritonitis, de muy difícil remedio en aquella época, abocaba a un triste
final.
Mientras tanto, recibía inyecciones de aceite alcanforado, un remedio frecuente por sus
características analgésicas y estimulantes, además de antisépticas. Sin embargo, el Sr. Maestre
debió recibir hasta ocho para que pudiera controlar el gran letargo que le invadía. Un juez,
trasladado de urgencia a su domicilio para emprender las primeras acciones recibió una sola
respuesta por su parte: “¡Déjeme, por Dios, ahora siento una angustia terrible!”. La condesa sí
pudo hacer una declaración breve sobre lo sucedido.
Muerte y comentarios
El estado del Sr. Maestre fue empeorando progresivamente. La devastación sufrida por
su hígado degeneró en un mal funcionamiento orgánico que provocó su fallecimiento a las 4 de
la tarde del día 5 de agosto. No alcanzó a conocer la áspera discusión que tuvo su hermano,
José Maestre, diputado a Cortes por Enguera, con el gobernador civil, tema comentadísimo en
toda la ciudad alcanzando sus ecos incluso hasta al gobierno de Dato, motivando una llamada a
consultas del Sr. Souza en Madrid.
Se supo entonces que el día 2 de agosto, el diputado de Barcelona Sr. Bertrán y Musitu,
había escrito a su amigo el marqués de Mascarell, director de la Cámara de Comercio en
Valencia, advirtiéndole que la policía tenía noticias de una reunión sindical el 30 de junio en la
que se había ratificado un plan para atentar contra la vida del antiguo gobernador Maestre.
El marqués se lo comunicó inmediatamente a José Maestre, al que le unía una estrecha
relación, entregándole la carta con la advertencia. Preocupado, el hermano del amenazado
marchó al Gobierno civil para entrevistarse con el Sr. Souza. Éste le dijo que no tenía de qué
preocuparse, noticias de ese tipo había constantemente. De hecho, mencionó, el conde de
Serrallo había recibido innumerables amenazas anónimas y había terminado por morir en su
cama sin haber recibido daño alguno.
Tras aquello se dijo que se había establecido una vigilancia discreta sobre el Sr.
Maestre. Lo cierto es que no hubo ninguna medida de protección. Intentando disculpar al
imprevisor gobernador, se mencionó el atentado contra Félix Graupera para colegir que, pese a
la protección policial, era imposible evitar las consecuencias de un atentado de esa índole.
Francisco Maestre Laborde
En todo caso, al acudir a la casa de los heridos el gobernador, José Maestre le salió al
paso reprochándole con rabia y en voz alta la indefensión de su hermano, pese a las
advertencias. La situación tomó tal cariz que el Sr. Souza optó por retirarse aquella madrugada
sin mediar casi una palabra. “Comprendo su estado de ánimo y además está usted en su casa”
contestó. “No puedo contestarle”.
Continuando con el proceso exculpatorio, tras ser llamado por Eduardo Dato a Madrid,
el gobernador recompuso su discurso para culpar de lo sucedido a la actitud de la ciudadanía
nada menos:
“A su juicio, el mal, más que en los atentados mismos, está en la ausencia cada vez
más pronunciada de falta de espíritu de ciudadanía que se observa en aquella
provincia, y mientras perdure esa apatía de la opinión frente a los crímenes
sociales, serán estériles los esfuerzos que realicen el gobierno y las autoridades.
Los criminales saben que cuentan con la más absoluta impunidad. No se pide a los
ciudadanos que expongan su vida intentando detener a los culpables; pero sí se les
puede exigir que aporten noticias y elementos que sirvan para encauzar la acción
de la justicia” (El Imparcial, 10.8.1920, p. 5).
Mientras tanto, se organizaba el entierro de las dos víctimas. Tras velar el cadáver
durante la madrugada del día 6 la familia (excepto la condesa, que debía descansar) escuchó
misa permitiendo a partir de las 9 que el público que rodeaba la casa pudiera entrar en ella para
mostrar sus respetos al difunto. La capilla ardiente se dispuso en el piso principal y hasta allí
acudieron todas las autoridades, incluyendo al general Primo de Rivera, que habría de presidir
el sepelio. Se postró de rodillas ante el féretro y rezó brevemente.
El funeral fue a las 11 en la iglesia de San Juan y San Vicente de manera que una hora
después se formó la comitiva que acompañó el cuerpo de Francisco Maestre hasta el
cementerio. Dos horas antes se había celebrado el mismo acto para la marquesa de Tejares.
Mientras tanto, la condesa de Salvatierra continuaba reponiéndose. Con el paso de los días se
comprobaría que la bala que la hirió atravesó limpiamente la caja torácica sin causar daños
irreparables.
El mismo día en que salió la editorial que hemos referido, coincidente además con el
entierro del Sr. Maestre, hubo una sesión habitual en el Ayuntamiento de Madrid. La discusión
allí habida tuvo notoriedad nacional.
Entierro de Francisco Maestre
Tras tocar diversos asuntos de trámite, tomó la palabra un concejal socialista, Sr.
Cordero. Denunció la reciente supresión del Jurado por parte del gobierno de Dato
considerando que dicho elemento judicial era un avance democrático que no debía suprimirse.
Era bien conocido por entonces que los miembros del jurado en los juicios seguidos contra
sindicalistas en Barcelona, se habían dejado intimidar por la presión ambiente e incluso
amenazas directas para dejar libres a autores de diversos atentados. Para contrarrestar esa
impunidad judicial, el gobierno suspendió la institución del Jurado el día anterior al atentado
del Sr. Maestre.
El alcalde, en un ambiente tenso, reprochó al Sr. Cordero que no alzara su voz para
condenar mejor el crimen sucedido en Valencia. Ahí se armó la marimorena por la respuesta
dada por otro concejal socialista, el Sr. Saborit:
“… diciendo que éstas son las consecuencias de los abusos por parte de los Poderes
públicos; y como dijese que ello traería como consecuencia que caigan cabezas
más altas, el señor Maura (don Manuel) le contesta que «de hombre a hombre no
hay ninguna diferencia».
Insiste el señor Saborit en que el Ayuntamiento debe consignar su protesta por la
supresión del Jurado en Barcelona, contestándole el alcalde que la consignación en
acta del sentimiento de la Corporación por el crimen sindicalista ocurrido en
Valencia es algo que está en el ánimo de todos, mientras que la protesta que
propone el señor Saborit, a más de ser asunto ajeno al Municipio, la considera
inoportuna en las actuales circunstancias” (La Acción, 6.8.1920, p. 6).
La crónica periodística no muestra plenamente lo que debió ser un tumulto originado
por las palabras de Saborit. Quizá recordasen su mención de que “caerían cabezas más altas” el
año siguiente, cuando el propio presidente del Consejo, Eduardo Dato, fuese tiroteado y
muerto junto a la Puerta de Alcalá por unos anarquistas catalanes.
En todo caso, las tensiones entre las propias editoriales de los periódicos madrileños,
según su tendencia, fueron considerables ante el crimen de Valencia. Mientras, “El País”
clamaba por una mayor justicia social en España, único remedio para evitar crímenes de este
tipo, acusando a otros periódicos de predicar la ley del Talión contra los obreros sindicalistas.
Así, un diario de inspiración católica afirmaba:
De este atentado lo único que quedó claro fue que algunos hombres habían disparado
contra el carruaje en que viajaban Francisco Maestre, su mujer y su cuñada. Todos los detalles
fueron controvertidos y conocieron opiniones dispersas.
El guardabarreras del paso de nivel en Grao escuchó todos los disparos pero creyó que
eran tracas procedentes de la festividad. No fue el único al que le sucedió tal cosa aquella
noche, de manera que nadie se levantó a ver qué pasaba ni se dirigió especialmente a indagar
en torno a lo sucedido en aquellos minutos fatales. Tan sólo la hija de ese guardabarreras se
encontraba cerca y dijo haber observado el ataque. Afirmó que lo habían perpetrado cuatro
hombres bien vestidos, “de señoritos” afirmó. La mitad llevaban sombreros de paja, los otros
dos gorra. Para ser una niña pequeña su declaración fue coherente y firme en los detalles. Así,
sostuvo que los hombres habían huido campo a través en dirección a la estación de ferrocarril
de El Cabañal. Trastabillando uno de ellos perdió el sombrero que la propia testigo recogió y
guardó con gran entereza de ánimo.
Se cifró ciertas esperanzas en identificar al propietario de aquel accesorio tras su
examen. Ni en el forro ni en parte alguna parecía tener nada que diera pistas a la policía de
dónde se había adquirido ni quién lo había llevado. De hecho, un fabricante valenciano dijo
reconocerlo como suyo pero cuando se quiso averiguar a quién se lo había entregado resultó
que lo había hecho a un señor de la aristocracia, nada sospechoso de haber llevado a cabo el
tiroteo. Fue una más de las muchas pistas que se siguieron sin que el lector de los diarios de la
época deje de tener la sensación de que los investigadores daban palos de ciego.
Puesto que habían escapado hacia el Cabañal, por donde pasaba el expreso en dirección
a Barcelona, se interrogó al revisor del tren. Afirmó que no eran cuatro sino siete las personas
de un mismo grupo que habían subido a dicho tren en los momentos posteriores al atentado.
Las señas coincidían por lo general con lo manifestado por la testigo del suceso, de manera que
se consideró fiable esa pista. No obstante, acabó como el sombrero, en un callejón sin salida.
El revisor sostuvo que aquellos hombres habían ido desapareciendo en las proximidades de
Barcelona pero se sentía incapaz de recordar dónde. Desde luego, a la capital no habían
llegado, se bajaron antes pero ¿dónde?
De nuevo empezó la discrepancia. La policía de la Ciudad Condal, efectivamente, había
tenido noticias de reuniones sindicales donde se había acordado realizar un atentado contra
Maestre. Esa fue la información manejada por el diputado Bertrán y Musitu para comunicarla a
su enlace en Valencia. Se indagó en esos datos hasta llegar a la conclusión de que el acuerdo
terrorista databa del 30 de junio pero que debía haber continuado con una reunión mantenida
entre sindicalistas barceloneses y valencianos para que fueran estos los que llevaran a cabo el
atentado. Entonces ¿qué era de los siete que subieron en el Cabañal? Los que habían disparado
finalmente ¿eran valencianos o catalanes?
La pista de los escapados a través del tren empezó a tambalearse. ¿Habría de buscarse
en los ambientes anarquistas de Barcelona o en los de Valencia? Nunca quedó claro. Por si
acaso, se empezó a detener a todo aquel que resultaba sospechoso en ambos lugares.
Los diarios empezaron a salpicar sus informaciones con referencias a sindicalistas
detenidos cuya culpabilidad se esfumaba al poco tiempo o se daba por segura unos días hasta
encontrar datos en sentido contrario. Parece que la policía estaba pendiente de todo aquel que
hiciera un movimiento mínimamente sospechoso para adjudicarle la responsabilidad de los
muertos.
El mismo día del fallecimiento de Maestre se detuvo a un albañil sindicalista nombrado
como Jabo (o Yago). Al buen señor solo se le había ocurrido acudir por la tarde al Casino
republicano dando voces y mostrando su alegría por el atentado contra el ex gobernador de
Barcelona. Naturalmente, la policía lo detuvo registrando su casa. Se le encontró una pistola
cuyo origen no pudo explicar así como la consabida propaganda sindicalista, papeles que
estaban en todas las casas obreras y que sugerían una nefanda culpabilidad e implicación en
toda clase de crímenes.
La policía llegó a manifestar que estaban ante una pista sólida pese a lo ridículo de
imaginar que el autor del atentado fuese a ir vociferando su autoría por las calles de Valencia.
Pero fue el primero al que se detenía y eso podía sugerir una eficacia policial que,
naturalmente, se desvaneció con el paso de los días. Al citado Jabo le darían una paliza, lo
encerrarían una semana y luego lo soltarían por la puerta de atrás de la comisaría.
El 12 de agosto se detuvo a dos personas en lugares bien distintos. Uno de ellos era un
obrero de 23 años, Enrique Carbonell, que viajaba sin billete hasta un pueblo de Castellón del
que era originario. Presionado para que confesase acertó a decir, no se sabe si de veras o
inventándolo, que había estado por las cercanías de El Grao en el momento del atentado. Eso
hizo que se hablara en la prensa de “una pista muy fiable para descubrir a los asesinos”.
Resultó que el citado Carbonell, presionado para que reconociera su complicidad en los
hechos, solo admitió que había escuchado el estruendo de los disparos adjudicándolo, una vez
más, a unos tracas disparadas con motivo de las fiestas.
De forma más prometedora se presentó la detención aquel mismo día de Gonzalo
Pamiro, otro obrero de la misma edad, por cierto, 23 años, que fue atrapado en Bayona. Se
afirmaba que la policía le estaba siguiendo la pista como sospechoso y que había estado
huyendo por diversos lugares hasta ser atrapado en aquella localidad. Dos días duró la ficción
de que se había dado con uno de los autores de los disparos. Pamiro resultó ser un emigrante
sin pasaporte que pretendía marchar a Francia a trabajar clandestinamente.
El 19 de agosto aún se registró la noticia de dos detenciones más en la localidad
vizcaína de Amorebieta. Se trataba de Arcadio Capella, de 19 años y Juan Poch, obreros
catalanes a los que se les aprehendió carnets de miembros del Sindicato único de la CNT.
¿Habían huido a Francia después del atentado y ahora eran detenidos cuando volvían con
nuevos propósitos de matar? Así les pintó una prensa que deseaba dar una buena noticia y una
policía que, de forma más discreta, quería ofrecer una imagen de eficacia. Curiosamente, de los
dos de Amorebieta no se volvió a saber.
La última noticia fue la de otra detención en Novelda el 24 de septiembre, mes y medio
después del crimen. Otro sindicalista, del que ni siquiera se dio el nombre, fue encontrado “con
documentación importante” que lo relacionaba con el crimen, al decir de la prensa. Pues o bien
esos documentos no eran tan importantes o todo fue un invento de alguien deseoso de dar
noticias. El caso es que del sindicalista de Novelda nunca más se supo.
A finales de agosto una condesa de Salvatierra bastante recuperada marchó hacia la
finca que poseía con su marido en Albacete acompañada por su hijo Paco. Se proponía
completar su restablecimiento descansando en aquella tierra algo alejada de la conmoción
vivida en la capital del Turia. El Presidente del Consejo, Eduardo Dato, en agradecimiento a su
marido por la labor realizada dentro de sus responsabilidades políticas, le otorgó a primeros de
noviembre la Grandeza de España.
Para entonces, ya se hablaba de una crisis de gobierno que se llevaría por delante los
intentos de Dato de aportar una cara más amable y conciliadora a la vida catalana. Reafirmado
el 8 de noviembre en la presidencia del Consejo por el rey, nombraría a continuación como
gobernador civil de Barcelona a Severiano Martínez Anido. Empezaba la cuenta atrás para la
represión más dura que habría de conocer el mundo obrero y sindical catalán, con la aplicación
frecuente de la ley de fugas a los anarquistas detenidos. De un abogado republicano que les
prestaba su ayuda contantemente, de un conocido catalanista que se oponía al giro represivo
del régimen en Barcelona, hemos de hablar ahora.
Condesa de Salvatierra
Aquella misma mañana Layret había estado en el entierro de Canela y luego, alarmado
por las noticias sobre la detención de los 36, contactó con la mujer y la hermana de su amigo
Companys. Le confiaron todas las acciones que pudiera emprender para conseguir su
liberación. Él les propuso que quedaran citados por la tarde para ver al alcalde, buen amigo
también del concejal deportado, a fin de que se realizasen todas las protestas posibles ante las
autoridades gubernamentales.
Francesc Layret
A las seis y media de la tarde esperaban en un coche de punto las dos señoras frente al
número 26 de la calle Balmes, el domicilio de Layret. Éste se había entretenido saliendo
finalmente con el ordenanza y un asistente que lo acompañaba habitualmente, dado que el
abogado necesitaba muletas para caminar.
Cuando iba hacia el coche un hombre vestido con lo que parecía un mono de mecánico
se le acercó por la espalda y, sin mediar palabra, disparó dos tiros que impactaron en él. Éste,
en un gesto instintivo, se volvió hacia el asesino quien, impertérrito, le descerrajó tres balazos
más en la cabeza a corta distancia.
La rapidez y violencia de la agresión sorprendió a todos. El asesino aún empuñaba el
arma. Ambas cosas motivaron que los dos hombres que acompañaban al agredido se quedaran
inmovilizados. El silencio de la tarde solo se vio rasgado por los gritos de las señoras. Una de
ellas gritó: “¡Ay, Layret!”. El asesino aún tuvo la presencia de ánimo de girarse hacia ellas y
decir burlón: “¡Ay, Layret!”. Luego se metió el arma en el bolsillo y se marchó con cierta
tranquilidad por la calle Diputación en dirección a su casa, en la barriada de la Torratxa. Nadie
lo siguió, ningún agente ni somatén acudió al ruido de los disparos.
Mientras tanto, todo era consternación entre los testigos del atentado. Levantaron el
cuerpo del abogado acribillado a balazos pero aún vivo, dejando un enorme charco de sangre
en el suelo, y lo subieron al coche que esperaba para llevarlo a la alcaldía. Tomaron rumbo
hacia el dispensario de la calle Sepúlveda donde los médicos le encontraron varias heridas
gravísimas: una en el lado izquierdo de la frente con orificio de salida, otra en el pómulo del
mismo lado que había afectado a la nariz, la tercera en la axila derecha, probablemente al alzar
el brazo para defenderse, las dos últimas en la espalda.
Layret en su despacho
En el dispensario hubo alguna confusión, como era natural. Alguno fue a avisar a las
autoridades que acudieron con rapidez. El paciente incluso pudo intercambiar algunas palabras
con su amigo el alcalde, además de su padre y hermano que acudieron prestos. Luego entró en
un estado de postración agudizado por la enorme pérdida de sangre que había padecido.
Los médicos, impotentes, decidieron su traslado a la clínica del doctor Gorrochán, de
mayor autoridad y preparación que ellos. El camino fue enormemente penoso en el coche de
punto donde había llegado. Hasta treinta veces tuvo que detenerse el carruaje por el
agravamiento del herido. Cuando llegó finalmente el médico lo examinó y solo pudo aconsejar
que uno de los dos hermanos presentes diera parte de su sangre para poder inyectársela. No se
pudo hacer. Cuando se le preparaba para que la recibiera, Francesc Layret falleció. Eran las
diez de la noche.
Tras el entierro de la mañana y la masiva deportación de la tarde, la muerte del
reconocido abogado cayó como una bomba entre la población obrera de Barcelona. Cuando se
supo en Sabadell, localidad donde había sido elegido y a la que había representado como
diputado en las Cortes nacionales, el impacto fue enorme. Se habló inmediatamente de realizar
una huelga general durante un día para mostrar la repulsa por ese asesinato. Con el tiempo, los
dirigentes republicanos de la ciudad escogerían como sustituto en la candidatura a Cortes a
Luis Companys, que resultaría elegido como diputado en diciembre, cuando aún permanecía
recluido en Mahón.
“Ha muerto un hombre culto, de talento, de palabra elocuente, que era estimado en
el foro como letrado y que en las últimas Cortes demostró ser un buen polemista.
Partidario del sindicalismo, defendía con frecuencia a los acusados de realizar
delitos de aquel carácter. No hace mucho, abogaba en Zaragoza por salvar de las
cadenas que se les pedían a los autores de la colocación de una bomba en el café
Royalty. En Málaga, defendió a los procesados por la explosión de un artefacto en
«La Unión Mercantil».
Como diputado, representó al distrito de Sabadell, por donde se aprestaba a luchar
en las próximas elecciones. Era republicano: militaba en el partido de Marcelino
Domingo y con éste y el concejal Company, hoy deportado a Mahón, propuso
recientemente que el partido de que formaba parte ingresara en la Tercera
Internacional de Moscú fracasando en su intento.
La muerte de Layret, a los ojos imparciales, alcanza una significación social
enorme. Hasta hoy, las víctimas casi diarias de los atentados tenían un carácter
capitalista y los obreros asesinados, lo eran sin duda por defecciones en sus ideales.
¿Estaba Layret en ese caso? Indudablemente no” (El Heraldo de Madrid,
1.12.1920, p. 1).
Aquello lo vieron los diarios de derechas como una muestra de firmeza de la que solía
estar carente el gobierno. Para los republicanos y no digamos los medios sindicalistas, las
declaraciones de Martínez Anido eran el colmo de la desfachatez y de la involución del estado
de derecho que, por otra parte, estaba conculcado en Cataluña desde que permanecían
suspendidas las garantías constitucionales.
El joven Luis Araquistáin, de 34 años por entonces, destacado político del ala izquierda
del socialismo, respondía con amarga ironía pocos días después:
“No estaría de más que algunos periódicos que se llaman demócratas y radicales y
que protestan ahora contra los atentados que se atribuyen al sindicalismo libre,
recordaran el número de víctimas que lleva hechas impunemente el sindicalismo
rojo, sin que esos diarios se conmovieran y contribuyesen a una campaña en pro de
justas y convenientes represiones” (La Acción, 2.12.1920, p. 1).
Porque el terrorismo del Sindicato Libre era simplemente una reacción ante el terror
proveniente del anarquismo, faltando muy poco para calificar de “justa” a esta reacción.
“Si los periódicos defensores del Sindicato único y los que manejaban esas
organizaciones hubieran a tiempo solicitado el castigo y las medidas gubernativas
encaminadas a extinguir la criminalidad para que no se confundiera el terror con la
actuación lícita de las clases trabajadoras, a estas fechas no tendríamos que
lamentar la lucha enconada, cruentísima, que se está produciendo en Barcelona y
que parece, por lo visto desgraciadamente, el único medio de acabar con las bandas
criminales y de restablecer la normalidad, no sólo en Cataluña, sino en el resto de
España” (Idem).
Mientras tanto, las protestas se enseñoreaban de la capital pero de un modo disperso y
desorganizado. La actuación represiva realizada tanto por el conde de Salvatierra como por
Martínez Anido habían dado al traste con la jerarquía del Sindicato único. Algunos de sus
señalados dirigentes, Ángel Pestaña o Andreu Nin, estaban huidos en el extranjero, otros
encerrados en un fuerte de Mahón, no pocos habían caído bajo las balas del terrorismo de
derechas o estaban encerrados en calabozos. Los únicos que sobrevivían a duras penas de
aquella fuerte represión eran los más exaltados, los menos partidarios de la negociación con la
patronal, los llamados “hombres de acción directa”.
Se declaró una huelga general en Barcelona empezando por el sector de los
metalúrgicos, los más activos por lo general, seguidos por los obreros del puerto, fabricantes de
pan, comercios. Algunos medios de transporte quedaron detenidos pero no todos, se rumoreó
la imposibilidad de sacar los periódicos cada mañana pero las imprentas no cesaron, el
suministro de papel no se detuvo. La situación estaba muy lejos de aquella uniformidad de
acción que año y medio antes había paralizado la Ciudad Condal por la huelga de la
Canadiense.
Se esperaba con expectación el entierro de Layret el 2 de diciembre. Desde antes de las
tres de la tarde, hora oficial del sepelio, se juntaron varios miles de personas frente al portal de
la calle Balmes donde había caído el abogado republicano. La emoción era mucha, la
indignación también pero con temor a la nutrida presencia de la Guardia civil de caballería que
rodeaba el lugar. Se suspendió el tranvía a Sarriá que pasaba habitualmente por esa misma
calle.
Cuando a las tres fue sacado el féretro para depositarlo en la carroza que esperaba, los
obreros tomaron el ataúd y, con ayuda de los hermanos del finado, caminaron por la Gran Vía
mientras en el aire temblaban los vivas a Layret. Al final de la calle vino el peor momento. La
comitiva, en vez de dirigirse a la izquierda hacia el cementerio por el camino más corto,
pretendió doblar a la derecha para marchar por la Rambla.
Entierro en la calle Balmes
Desbandada en el entierro
Dorado y Layret
(Eugenio D’Ors)
LA SINGULAR PROCESIÓN
Al punto die la media noche, en una muy lluviosa de primavera del año 1917, cierta
singular procesión desfilaba por la calle del Carmen, de Barcelona, camino a los tranvías
rambleros. Formábanla obreros y estudiantes, en grupos casi silenciosos, como trabajados
interiormente por remembradora meditación. Menudeaban entre ellos esos trajes sin color
preciso, manera de libre uniforme de la pobreza ciudadana, y, extrañamente, esos cuerpos
contrahechos o torcidos, a quien una ley oculta de compensación armoniosa parece atraer hacia
las más recogidas liturgias del espíritu —conciertos de música severa, sesiones de cultura,
conciliábulos de ensueño revolucionario...— Al frente de la oscura procesión, el poseedor de
un paraguas único esforzábase en repartir equitativamente su defensa y beneficio entre dos
claudicantes lisiados que, a izquierda y derecha suyas, avanzaban trabajosamente, con rudo
compás de muleta y bastón, golpeando el empedrado sonoro.
Era yo el del paraguas, y mis acompañantes de aquella noche, hoy entrados ya los dos
en noche eterna, D. Francisco Layret y D. Pedro Dorado Montero. El trágico maestro de
Salamanca acababa de dar en el Ateneo Enciclopédico Popular una conferencia, después de
profesar en mis «Cursos monográficos» aquel sobre «La Naturaleza y la Historia», cuyas
lecciones recogieron su testamento filosófico, hasta hoy editado únicamente en catalán; aquel
curso cuya iniciativa y realización y consecuencia, aun las más remotas y penosas para mi
sensibilidad, quisiera yo poder ostentar en el pecho como una condecoración. Y el trágico
diputado por Sabadell había acudido, como antiguo presidente de la casa, a cumplir con la
presentación del conferenciante. Religiosamente habían oficiado los dos ante el ara desnuda
del Dios sin nombre, ¡todavía sin nombre!
LA CONSECUENCIA
En el crepúsculo color de sangre avanza el ataúd, en hombros de los obreros, que con
agria veneración se disputaban el honor de llevarle. «Ahora me toca a mí. Tú ya lo has
sostenido una vez.» Otros grupos de obreros transportaban ostentosamente las grandes
coronas; y las cintas de esas coronas eran como estandartes desplegados. Seguíamos luego, en
inmensa multitud, a pie por haberse declarado en huelga los coches, a través del amplio
suburbio; a paso de carga, porque los caballos de la Guardia civil, que ya había cargado frente
a la Universidad, pisaban nuestra retaguardia inquieta... Así se había vuelto gruesa, rápida,
ciudadana, revolucionaria, la singular procesión devota de tres años ha en 1a calle del Carmen.
De repente, una tácita emoción nos detuvo a todos. Hubo un alto; y, en aquel momento,
la Guardia civil se retiró. Habíamos llegado a la vista del cementerio. El cementerio desde allí
es un jardín admirable, probablemente el único jardín bello de Barcelona. Escalónase la
profusión de los cipreses, con un aspecto muy italiano, muy Villa d'Este o Giardino Giusti…
Algo muy grande ocurría simbólicamente entonces ante nuestra detención conmovida, obra de
un imperativo escudo. Ocurrían —¡sólo los que de cerca habíamos podido seguir aquella vida
sabemos cuánto significa esto!— las primeras nupcias de Francisco Layret con la belleza.
DEMASIADO TARDE
Alguna vez he dicho cómo Dorado la había conocido, en su vida, tres veces. Layret
sólo la conoció ayer, al entrar en el jardín armonioso, cuando él ya no era, dentro de su ataúd,
sino un guiñapo sanguinolento, un espantoso residuo de ortopedia y de autopsia.
La Libertad, 9.12.1920, p. 1.