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Leyendas

Sinuanas
POR

Manuel Mendoza Mendoza


Título: Leyendas Sinuanas (1949).
Autor: Manuel Mendoza Mendoza.

© 2019, de esta edición, Carlos Alberto Mendoza Vélez.


© 2019, del prólogo, Jorge Mendoza Diago.
© 2019, del epílogo, Zulma Mendoza Diago.

Primera edición en esta presentación: Noviembre, 2019.


ISBN 978-958-48-8016-1

Diseño de portada: Andrés Felipe Mendoza Vélez.


Edición de fotografía: Andrés Felipe Mendoza Vélez.
Diagramación: John Jairo Martínez
Impresión y encuadernación: John Jairo Martínez

La presente edición no podrá ser reproducida, ni total ni par-


cialmente, por cualquier medio o procedimiento, sea físico o
electrónico, sin el consentimiento previo y por escrito de los
titulares del copyright.
A la

Intelectualidad Sinuana

con toda efusión

Dedica

El Autor
INDICE

Prólogo a la nueva edición 11


Prefacio 19
Murucucú, montaña legendaria 23
Betancí, laguna divina de los Zenúes 27
Tofeme, sucesor de Cereté 32
Colosiná 36
Venganza de una zenú 40
El tesoro de Jaraguay 44
La tradición de un nombre 48
Mocarí y Mariguá 51
La muerte gloriosa de Tucurá 57
La piedra de los sacrificios 61
Nay, la princesa de la desgracia 64
El hijo de Onomá 68
Las capturas de Amador y de Ribón 72
Cachichí, rey del hato 75
El castigo de un malvado 79
Pánfila y sus novillos gordos 83
El gallo bola tuerto de Lora 88
Lo que conviene a casa viene 94
Resucitado 99
Cosme Damián 104
La casa solariega de ñor Pacho 109
Malagana y Berástegui 114
La república de Montería 117
Las tres cabezas particulares 121
La acción de San Carlos 125
Un rasgo del temple del Tío Jesu 129
Mundo Rebulio 133
La risa macabra del indio Vera 137
Una salida hábil y gloriosa 141
Documento inédito interesante 145
Teguas rivales 149
El capitán Padilla 153
Los hermanos Torralbo 156
Las travesuras de don Chepe 159
El parricida de El Bálsamo 163
Prohombres sinuanos 167
Magín, el matarife 171
Reliquias históricas 175
La casa de las balas 178
El título de un acuerdo 182
Santa Cruz y San Antero 186
El caso de Juan Pantoja 190
Ingratitudes 194
El naufragio del “Cristóbal Colón” 198
El que tiene es el que pierde 201
Singulares apuestas 205
El negro Sáez 208
Los empautos de don Wenceslao 212
El coronel Tresjotas 217
Blanca Flohr 221
Nuestra señora de los billetes 224
Patadas de ahogado 228
Un Zoilo muy Franco 232
Un juez desgañitado 235
El general Obando y el cólera morbo 238
Un idilio que termina en quijotada 241
Honradez torcida 244
Criminalista por fuerza 247
Lección de honradez 250
¡Ya lo ves Vicente…! 253
El humorismo de Abelote 256
Manuel Mendoza Mendoza 260
Tradición de la casa de mampostería 271
Memorial 272
Ley 13 de 1878 del Estado Soberano de Bolívar 274
Contribución de guerra impuesta a Manuel
Antonio Mendoza Espinosa 276
Epílogo a la nueva edición 277
Prólogo a la nueva edición

Antonio Juan Mendoza Coronado, el primero de nuestra


familia nacido en Colombia, en Cartagena, en los albores de
la lucha independentista, y quien desde muy joven abrazó
la causa patriota por lo que fue abandonado por sus padres
españoles que se trasladaron a Cuba, casó con la distin-
guida dama Teresa De La Paz, hija del coronel de milicias
españolas, Manuel Basilio De La Paz, mujer valiente y de-
cidida como lo demostró en varios pasajes de su vida. Los
padres de Antonio Juan habían llegado a Cartagena desde
Cádiz a finales del siglo XVIII. Entre la numerosa descen-
dencia de Antonio Juan se encontraban Rafael y Manuel
Antonio Mendoza De La Paz, abuelo materno de nuestra
abuela el primero y paterno de nuestro abuelo el segundo.
Además, la madre de nuestro abuelo y la de nuestra abuela
eran hermanas, hijas de Rafael. En términos de grado de
consanguinidad nuestros abuelos paternos eran entonces
parientes en cuarto grado por una vía, o sea primos herma-
nos y en sexto grado, comúnmente se dice primos segun-
dos, por otra vía.

Antonio Juan fue fusilado en la plaza de Corozal por razo-


nes políticas, con ocasión de la denominada guerra de los
Supremos en 1842, siendo presidente de la Nueva Granada

-11-
LEYENDAS SINUANAS

Pedro Alcántara Herrán Martínez De Zaldúa, del partido


conservador. Las diferentes provincias en que se dividía
la república de la Nueva Granada, como se llamaba enton-
ces, querían tener todas autonomía y expansión, de ahí el
nombre de la guerra, y la provincia de Cartagena no era
la excepción. Antonio Juan se unió al coronel antioqueño
Manuel Ortiz y Sarasti, un error histórico que le costó la
vida. En su completa obra sobre la historia de Cartagena,
Eduardo Lemaitre Román narra ese luctuoso hecho así:

“En aquella región, como ya se dijo, el coronel revolucio-


nario Manuel Ortiz Sarasti había venido haciendo de las su-
yas; y entre otras maldades y violencias había hecho fusilar
sin razón ninguna, ni fórmula de juicio, a varios oficiales,
entre estos a uno de origen inglés, de apellido Gregg, que
servía en las filas del gobierno. Pues bien, al conocer Or-
tiz la aproximación de las fuerzas legitimistas, se retiró a
Ovejas, donde se hizo fuerte, aunque sin fortuna para sus
armas, porque allí fue totalmente vencido por el coronel
Gómez en un largo combate que comenzó el día 3 y con-
cluyó el 5 de enero de 1842, en cuya noche se completó
la destrucción de los facciosos. De estos quedaron prisio-
neros cerca de doscientos, entre ellos el propio Ortiz, el
cual fue fusilado poco después en la misma plaza de Ovejas
(sic), junto con su secretario, el doctor Mendoza, “a peti-
ción de un número considerable de vecinos de los pueblos
de Sabanas”, dice el historiador Corrales, y añade este au-
tor: “Tal sería el odio que la conducta de Ortiz engendraría
en dicha comarca… (pero) a muchas personas hemos oído
referir que Ortiz se portó con extraordinario valor hasta
llegar al cadalso”. Por otro lado, Posada Gutiérrez critica el
fusilamiento del doctor Mendoza, hecho este al que se re-
fiere en los siguientes términos: “Mendoza… no era militar,
pero tenía numerosos amigos en su calidad de defensor de
pleitos, sin título de abogado. Aparte de sus compromisos
en la revolución, era el doctor Mendoza hombre inofensivo
y padre de numerosa y respetable familia, por lo que, con

-12-
Manuel Mendoza Mendoza

este acto de rigor innecesario, sus hijos todos y muchos de


sus numerosos parientes vinieron a ser nuestros enemigos
políticos”.”

Los Mendoza De La Paz, por su parte, eran de Chinú, en el


actual departamento de Córdoba creado en 1952, a donde
sus padres se habían trasladado, según nuestros cálculos a
finales del segundo decenio del Siglo XIX, o comienzos del
tercero. Por razones de trabajo y de actividades políticas
frecuentaban la ciudad de Cartagena. Rafael Mendoza De
La Paz nació en Chinú en 1822; desde los 18 años incursio-
nó en política en el partido liberal y participó activamente
en varios conflictos bélicos tan frecuentes en ese siglo, fue
general del ejército colombiano, alcalde y gobernador de
la provincia de Sincelejo, diputado del Estado Soberano de
Bolívar, representante a la Cámara y senador de la Unión.
Manuel Antonio Mendoza De La Paz, nombre que se ha re-
petido con frecuencia en la familia, también nació en esa
población. Fue jefe político de toda la región con epicentro
en Sincelejo. Como su hermano, fue diputado a la asamblea
del estado, representante y senador.

A raíz del golpe de estado asestado por Melo contra Obando


como presidente de la Nueva Granada en 1854, Juan José
Nieto, caudillo costeño nacido en Baranoa, se vio obligado
a dejar el cargo de gobernador de la provincia de Cartage-
na. Luego, en 1859 Nieto dio un golpe de cuartel al gober-
nador de entonces Juan Antonio Calvo. En un folleto que
publicó Nieto en 1862, dijo entre otras cosas:

“Un poco antes había salido para las sabanas de Corozal


Juan Antonio De La Espriella (Juan Antonio De La Espriella
Díaz, nuestro tatarabuelo por la línea de nuestra abuela Ana
Josefa), a quien recomendé se avistase con el coronel Ma-
nuel Pereira Plata en Chinú, dándole yo una carta de reco-
mendación, para que conferenciase con él sobre el proyec-
to de revolución, pues hacía algún tiempo que me entendía
sobre esto con aquel jefe. La conferencia dio resultados
favorables.”
-13-
LEYENDAS SINUANAS

Más adelante Nieto dijo en el mismo folleto:

“En Chinú se constituyó una junta revolucionaria con los


jóvenes Manuel Mendoza (Manuel Mendoza De La Paz,
nuestro tatarabuelo), Antonio Castillo (Antonio Castillo Chi-
rino, esposo de nuestra tía tatarabuela Magdalena Mendoza
De La Paz) y otros. Encontrábase a la sazón en Cartagena
el joven Ramón Santodomingo Vila, e impuesto de los pla-
nes, se adhirió a la revolución, con todo el ardor de su fe y
de su edad, tomando parte en las deliberaciones de la Junta
Directiva. En los días próximos salieron Santodomingo y
Mendoza para Chinú, a esperar allí su turno. Los primos
Santodomingo, Ramón y Andrés, suministraban fondos.”

Luego dijo:

“El acto estaba consumado y entrábamos en las grandes di-


ficultades de sostenerlo. El partido conservador despertó
ese día espantado de aquello que jamás había soñado fuese
posible. El mismo día 26 se reunió e hizo su pronuncia-
miento el pueblo, el cual me confirió el gobierno proviso-
rio del Estado, que confirmaron los demás, obedeciendo
mi autoridad. Entonces empezó mi faena especial, en cuyos
primeros días trabajaba enfermo. Nombré de secretario al
inteligente e infatigable patriota Juan Antonio De La Es-
priella.”

Coincidencialmente participaron en esa revolución, a favor


ambos de Nieto y tal vez unidos por la masonería, nuestros
antepasados por dos líneas, Juan Antonio De La Espriella
Díaz y Manuel Mendoza De La Paz junto con su cuñado
Antonio Castillo Chirino, antes de haber emparentado por
el matrimonio del hijo de Juan Antonio, Hermógenes De
La Espriella Anzoátegui con Carmen Mendoza Hernández
primero, y a la muerte de esta, con su hermana Ladislao,
hijas del general Rafael Mendoza De La Paz, más de veinte
años después de estos sucesos.

-14-
Manuel Mendoza Mendoza

Fueron muy afines ambos Mendoza De La Paz con la fac-


ción del partido liberal denominada “gólgotas” o radicales,
en contraposición a los “draconianos” o independientes,
división de ese partido desde 1849; Rafael fue amigo entra-
ñable del presidente radical Aquileo Parra que gobernó al
país, entonces federalista, llamado Estados Unidos de Co-
lombia, entre 1876 y 1878. Manuel Antonio por su parte,
quien murió en Chinú en 1878 o 1879, de un poco más de
50 años, había sido designado por el presidente Julián Tru-
jillo, gólgota también, como secretario de Estado, lo que
hoy es ministro, en la cartera de Gobierno, cargo en el que
no alcanzó a posesionarse por su repentino fallecimiento.

Los gólgotas o radicales gobernaron entre 1864 y 1880


cuando fueron derrotados por Núñez, a quien se habían
opuesto con extrema dureza, en unión con los indepen-
dientes o draconianos y el partido Conservador. Entonces
había ideologías marcadamente diferentes. Los radicales,
por ejemplo, proclamaban la supresión de resguardos, eji-
dos y barreras proteccionistas para dar paso al libre cambio
y los draconianos que eran principalmente artesanos, de-
fendían el proteccionismo.

En línea directa familiar siguieron los Mendoza Espinosa,


hijos de Manuel Antonio Mendoza De La Paz y los Mendo-
za Hernández, hijos del general Rafael Mendoza De La Paz.
Manuel Antonio Mendoza Espinosa, nuestro bisabuelo,
también chinuano, fue juez municipal en su pueblo, secre-
tario de la gobernación de Bolívar y diputado. Debió nacer
en la década de los 1850s o a finales de los 1840s. Participó
activamente en la guerra civil de 1885 contra Núñez, en las
huestes de Gaitán Obeso, en donde triunfaron las fuerzas
gobiernistas y cuando hubo otro sitio a Cartagena. Tam-
bién incursionó en la guerra civil de los Mil Días cuando ya
nuestro abuelo Manuel Mendoza Mendoza, aún mozalbete
(había nacido en 1884, también en Chinú) tenía escarceos
políticos como ferviente seguidor del general Uribe Uribe.

-15-
LEYENDAS SINUANAS

En algunas correrías por el Sinú del héroe de Peralonso, el


abuelo lo acompañó y tuvo la oportunidad de intercambiar
conversaciones con el general. Ramón J. Mendoza Espino-
sa, médico, hermano de Manuel Antonio, era el padre de
Reginaldo Mendoza Pantoja, que se desempeñó como con-
tralor general de la república entre 1966 y 1967. A Ramón
J., le sobrevive en Cartagena su hija Mireya Mendoza Vás-
quez, quien casó con Víctor Pretelt Martínez.

Terminada la guerra de los Mil Días en 1902 en la que salie-


ron derrotados los liberales pues el gobierno siguió en ma-
nos de los conservadores, el bisabuelo Mendoza Espinosa
fue obligado a hacer una contribución de guerra impuesta
con el propósito de recuperar las finanzas del Estado. Su
aporte ascendió a diez mil pesos oro legal de la época (con-
servamos en archivo personal el respectivo recibo). Esa
cifra, aplicándole las sucesivas inflaciones desde entonces,
equivale hoy aproximadamente a un millón de dólares. Sin
duda fue un duro golpe a sus finanzas personales y familia-
res que debió haber gravitado negativamente para siempre.
Contrajo nupcias con su prima hermana Victoria Mendoza
Hernández, hija del general Rafael y entre sus hijos esta-
ba nuestro abuelo Manuel Mendoza Mendoza que nació en
Chinú en 1884. La familia Mendoza Mendoza se trasladó
de Chinú, inicialmente a Mateo Gómez, jurisdicción de Ce-
reté, hoy Córdoba, donde al parecer nació una de sus hijas,
Belén Mendoza Mendoza, luego se fueron para Montería y
un poco más tarde para Ciénaga de Oro, adonde debieron
arribar en los últimos años del siglo XIX, entre 1893 y 1900
aproximadamente.

Por su parte la familia Mendoza Hernández al parecer se


ubicó en Sincelejo, donde nació nuestra abuela Ana Josefa
De La Espriella Mendoza en 1886, hija de Hermógenes De
La Espriella Anzoátegui y Carmen Mendoza Hernández.
Este era consanguíneo directo de José Antonio Anzoátegui,
uno de los más importantes oficiales del ejército de la Nue-
va Granada en la guerra de Independencia; De La Espriella

-16-
Manuel Mendoza Mendoza

era hijo de Juan Antonio De La Espriella Díaz, secretario


del general Juan José Nieto Gil en la presidencia del Estado
Soberano de Bolívar, de la que también estuvo encargado
un largo tiempo. Manuel Mendoza Mendoza casó entonces
con su prima Ana Josefa hacia 1905 o 1906 y se residencia-
ron en Ciénaga de Oro.

Mendoza Mendoza hizo sus estudios primarios en el fa-


moso Instituto Puche de Cereté y el bachillerato en el co-
legio Heredia de Cartagena de Don Eduardo Gutiérrez de
Piñeres. Fue autodidacta y como tal, adquirió profundos
conocimientos de Farmacia, a tal punto que la Universidad
de Cartagena, previo examen, le otorgó el título en 1926 y
luego se lo refrendó el ministerio de Higiene en 1945. Fue
diputado a la asamblea del departamento de Bolívar por el
partido Liberal en representación de la región del Sinú en
dos ocasiones, de 1913 a 1914 y luego de 1935 a 1936. Al-
gunas publicaciones dicen que también fue representante
a la Cámara suplente. Recopiló, investigó y editó una co-
lección de interesantes pasajes sinuanos que recogió en la
obra “Leyendas Sinuanas”, Lito Editora Sinú, Cereté, 1949.
Miembro de la Academia de Historia de Cartagena y de las
correspondientes de Montería y Sincelejo.

Fue jefe político de la región en el partido liberal y como


tal, en el año 1930, con ocasión del triunfo del candidato
liberal a la presidencia de la república, Enrique Olaya He-
rrera, después de cincuenta años de hegemonía conserva-
dora, ejerció claro dominio político en la zona. Entonces las
rencillas políticas de los dos partidos tradicionales llegaban
a niveles aberrantes, lo que motivó un atentado con arma
de fuego del ciudadano conservador Reginaldo Pretelt con-
tra Mendoza. Cuando se conoció la victoria liberal frente
a los dos candidatos conservadores, el maestro Guillermo
Valencia y el militar Alfredo Vásquez Cobo, apostado Pre-
telt en el atrio de la iglesia hizo un disparo de rifle hacia la
humanidad de Mendoza, quien había salido al corredor de

-17-
LEYENDAS SINUANAS

su casa con los brazos en alto vitoreando a su partido, que


milagrosamente y por la mala puntería del disparador falló
en el blanco situado a unas tres cuadras.

Manuel Mendoza Mendoza murió en Ciénaga de Oro el 15


de agosto de 1962.

Jorge Mendoza Diago


Cartagena, 24 de noviembre de 2019

-18-
PREFACIO

Tenemos a la vista la colección de “LEYENDAS SINUA-


NAS”, epígrafe con el cual ha dado a la publicidad don Ma-
nuel Mendoza Mendoza unas crónicas reminiscentes de su-
cesos de distintas datas, las que en su sencillez, amenidad
y galanura, al servicio de un estilo correcto, sin pretensión
de purismo, exento de hinchazón, amaneramiento y otros
defectos, despiertan interés y agrado. Emplease la voz LE-
YENDA en su acepción de LECTURA, no en el de “relatos
de sucesos que tiene más de fabulosos que de verídicos”. Se
trata pues de narraciones históricas, de rigurosa veracidad.
Son, como dice el autor, “remembranzas de los hechos me-
nudos de cada época, hojas dispersas recogidas, que ayu-
dan a formar el interesante libro de la historia”. En ellas se
revela el autor como algo más que aficionado (AMATEUR
según dicen los franceses y acaso más expresivamente por
recordar esa palabra la castellana de AMADOR, amante)
a las labores históricas: lo cual —dicho sea de paso— le ha
merecido el honor de los nombramientos de miembro de la
Academia de la Historia de Cartagena y de los Centros de
la misma índole de Montería y Sincelejo.

En nuestro sincero y desautorizado concepto, estas leyen-


das unen a su modesto mérito intrínseco, literario, otros,
pues no son elaboradas por diletante, sino por laborador
LEYENDAS SINUANAS

de los llamados de acción, para quienes el tiempo es oro,


sobre todo en estos tiempos y en “ESTE PAÍS”, como decía
el gran Fígaro, honra y gloria de la España de la época de
los Fray Gerundios, los Quevedos, y demás ingenios litera-
rios, clásicos. El tiempo es oro, decimos, a más de no ser
Cresos, tienen pluralidad de ocupaciones y preocupacio-
nes miscelánicas a que atender en la brega cotidiana. Estas
esporádicas gimnásticas intelectivas de que tratamos, son
por sí mismas, cada una, mudo y elocuente (permítasenos
la paradoja) ejemplo de cómo hay placeres espirituales que
ofrecen, sobre todo a las juventudes, la manera de premu-
nirse, cuando menos, contra la tentación de malgastar el
tiempo en expansiones sin provecho alguno y sin inocui-
dad, o más claramente, dilapidan el “DIVINO TESORO” —
la juventud— de que en su divino lenguaje habló el gran
Rubén Darío.

Al respecto de lo que acabamos de exponer, MUTATIS MU-


TANDUMM, nos parece pertinente citar lo que, don José
María Samper Agudelo, ilustre literato, dice en su “Historia
de una alma”, su autobiografía, refiriéndose a su primera
juventud: “extraordinaria fue mi actividad y variedad en
el trabajo durante los primeros años, después de la termi-
nación de mis estudios. Jamás me fatigaba, o mejor dicho,
descansaba siempre de un trabajo con otro. Como no tenía
pereza para nada, me alcanzaba el tiempo para todo. Si un
trabajo físico me fatigaba un poco, tomaba el libro y me
sentaba a leer: y si al cabo sentía los efectos de la monoto-
nía de la lectura, pues: pluma y papel; ¡y a escribir! Jamás
he descansado de un trabajo con la ociosidad, sino con un
trabajo distinto; ni mucho menos expansiones cuyos place-
res son cantos de sirenas mitológicas.”

Las Leyendas Sinuanas, unas son serias, y otras humorísti-


cas y satíricas: las primeras en su mayor parte, lo cual con-
tribuye, con la variedad, a producir el agrado de los lectores
u oyentes. Fueron dichas crónicas muy bien acogidas por

-20-
Manuel Mendoza Mendoza

“El Cenit” y “Noticia”, importantes periódicos de las cultas


y progresistas ciudades de Sincelejo y Montería. Ahora su
autor, alentado sin duda por el buen éxito que han tenido
las ha hecho editar en forma de libro.

Las Leyendas humorísticas son dignas del Anecdotario del


ya célebre cronista Julio Vives Guerra. Nosotros, asocian-
do ideas, recordamos al autor de las humorísticas el tema
que para una Leyenda que consideramos DECANA, si la
produce, será la mejor entre todas; ¡¡el tema de PASCUAL
BAILÓN!! (1)

Septiembre de 1948

José A. Laza Burgos


LABURGUÍN

(1)Se refiere el prologuista a una célebre humorada del general


Rafael Mendoza, abuelo materno del autor de las “Leyendas Sinuanas”,
con doña Soledad Román

-21-
Murucucú, montaña
legendaria

A unas veinte leguas al sur de la floreciente ciudad de


Montería, a quince kilómetros de la banda oriental
del río Sinú, se levanta altanera la célebre y empinada emi-
nencia que ostenta el nombre de uno de nuestros primiti-
vos y más notables caciques: Murucucú.

Esta montaña aunque de poca elevación, quinientos metros


más o menos sobre el nivel del mar, presenta un aspecto
escarpado que hace casi inaccesible el ascenso a su cumbre.
Por sus faldas extensos y pantanosos terrenos baldíos po-
blados de alta vegetación, bajan bulliciosas innumerables
quebradas y riachuelos, entre estos últimos el “Manso” que
recorriendo un gran trecho hacia el sur y luego al norte,
viene como aquellas a tributar sus impetuosas aguas al cau-
daloso Sinú.

En lo alto y en derredor de esta montaña virgen aún, la llu-


via y el trueno en constante estrépito se enseñorean, nubes
de zancudos, comparsas de jaguares y toda una fauna de
reptiles atemorizan a quien osa visitar esos contornos.

Afirma una leyenda que en la cúspide de esta montaña ha-


bía una gran cueva que servía al súper cacique sinuano de

-23-
LEYENDAS SINUANAS

adoratorio a la vez que de depósito para sus inmensos teso-


ros. Allí estaba representado el dios del Sinú por una gran
estatua de oro macizo, la cual despedía destellos luminosos
que casi cegaba a quien la miraba de frente. Allá concurría
todo el séquito de Murucucú a excepción de los elementos
perversos que el cacique como buen psiquiatra, después de
un minucioso examen, sabía distinguir, y a quienes prohi-
bía la entrada, y de estos el que llegaba a infringir esta dis-
posición, era condenado irremisiblemente a la muerte. Allí
a la sombra cavernosa en donde se respiraba un aire tibio
y nauseabundo, vieron con sus propios ojos muchos espec-
tadores, monstruosas serpientes que vomitaban fuego cus-
todiando a aquel ídolo. Allí en fin, era el lugar del sacrificio
de vidas humanas en honor a aquella divinidad.

En épocas en que las guerras entre las tribus del Sinú y las
circunvecinas, hacían estragos, nunca llegó a las inmedia-
ciones de Murucucú tal flagelo, ya que el valor indomable
del indio sinuano llegado hasta la temeridad, mantenía a
raya a sus adversarios, pero no fue así en adelante, pues
con la invasión de los bárbaros hijos de Castilla, quienes
poseídos del demonio, llegaron a las vecindades de la mon-
taña privilegiada, y con sus arcabuces impusieron el terror
haciendo huir a otras tierras a los pobres aborígenes.

El cacique Misígua, hermano de Murucucú, y a quién éste


había negado el favor de presentarse al sagrado recinto del
dios del Sinú, por ser Misígua de malos instintos, lo que no
compaginaba con las sanas prácticas de la religión domi-
nante, no perdía ocasión en buscar los medios para pene-
trar en aquel recóndito secreto. Cierto día acompañado de
cuatro desalmados, decidió ascender a la montaña sagrada
por senderos distintos de los que usaba cautelosamente el
gran cacique, y cuando Misígua hacía sobrehumanos es-
fuerzos por dominar las alturas, venciendo toda clase de
obstáculos, la montaña se estremeció produciéndose un
deslizamiento que sepultó para siempre en las entrañas de

-24-
Manuel Mendoza Mendoza

la tierra a tan atrevidos aventureros. Tal cataclismo fue cau-


sa de que en adelante la montaña en cuestión fuera mirada
con cierto temor por los que aún de lejos la contemplaban.

Una noche de crudo invierno la obscuridad cubría densa-


mente el horizonte, los sapos y las ranas entonaban sus mo-
nótonos croaquidos, los grillos chirriaban aguda y fastidio-
samente, las aves agoreras lanzaban graznidos aterradores,
el alma acongojada por lúgubre presentimiento se mante-
nía en largo y pesado insomnio, la Naturaleza toda presa-
giaba algo funesto: era la última noche del dios del Sinú.

Repentinamente una intensa claridad desde lo más alto


de la montaña y por pocos instantes ilumina el panorama,
luego un ruido subterráneo seguido de gran conmoción es-
tremece a la tierra… Horas después de un quieto y triste
amanecer revelan la amarga realidad; el dios del Sinú había
desaparecido.

A la llegada del alba ya los indios habían emprendido su


ascenso a la montaña a indagar los efectos del fenómeno
observado la noche anterior y les sorprendió sobremane-
ra no encontrar señales del camino que los condujera a la
cumbre. Al fin de rama en rama como los simios lograron
ascender y mayor fue su sorpresa al no encontrar vestigio
alguno ni de la cueva, ni del ídolo, ni de los tesoros. Todo
había desaparecido a causa de un derrumbe interior de la
montaña, quedando la cima compacta y sana, como si nada
hubiera ocurrido.

Desde entonces se acabó la fama del dios de la región, pero


quedó la tradición y en honor de ese dios, se le dio su nom-
bre al gran río que atraviesa y hace fértil a uno de los valles
más hermosos, ricos y pintorescos del país.

Según varias versiones, individuos que han llegado a la


cima de este monte, se han visto en apuros para bajar, pues

-25-
LEYENDAS SINUANAS

ciertos misterios que todavía él encierra les han obligado


a detenerse allí. Parece como que la nerviosidad en grado
máximo se desarrolla en esas alturas y hace que la imagina-
ción vea cosas fantásticas como rimeros de barras y bolas
de oro que al cargarlas y tomarlas para sí en viaje de regre-
so, entorpecen el camino formando laberintos, y cansados
de tanto caminar tienen que abandonar tan preciosa carga
encontrando entonces vía franca y libre.

Valdría la pena ya por ambición, ya por estudio, ya por re-


creo, emprender una exploración al atalaya sinuano y pal-
par lo que conservan aún sus cálidas y enhiestas sienes.

-26-
Betancí, laguna divina de
los Zenúes

B eber las aguas de la gran laguna, así como bañar-


se en ellas era para los primitivos habitantes del
Sinú algo como un purificador del alma o como un bálsa-
mo curativo. Cuando las periódicas epidemias que diezma-
ban nuestra población indígena hacían irrupción en ella,
las tribus de la región buscaban amparo en las orillas de
esta ciénaga y allí hacían sacrificios hasta de vidas humanas
como ofrenda a su dios para que cesara el mal. De estos
sacrificios el principal era el de las doncellas jóvenes que
obedientes se aprestaban a una muerte honrosa y necesa-
ria para el bien común. La ciénaga de Betancí se purificaba
pues con vidas en flor, que a la postre hacían de aquellos lu-
gares sitios de recogimientos por los que el pueblo indígena
tenía adoración, y los consideraba santos.

Esta ciénaga estaba plagada de saurios de gran tamaño en


los que el hombre prehistórico encontraba su sustento co-
tidiano, poblada en sus alrededores de una rarísima vegeta-
ción de la que ese mismo hombre extraía sustancias secre-
tas para herbolar sus flechas y cerbatanas mortíferas, para
curar sus ligeras dolencias físicas y para amasar el oro en

-27-
LEYENDAS SINUANAS

frío, sustancias hoy absolutamente desconocidas y que son


motivo de grandes y eternos comentarios que despiertan
dudas; en las aguas de esta gran ciénaga vinieron al mundo
casi todos los moradores de nuestra vieja comarca, pues
bien sabemos que madres indígenas tenían la original cos-
tumbre de dar a luz sus hijos en el agua, y como la laguna de
Betancí era un lugar santo, la preferían para que sus hijos
fueran protegidos por su poder divino.

Ciénaga cuyas aguas insondables son menos tempestuosas


que las cóleras humanas y que vienen a dar al padre río su
mayor caudal; ciénaga que como enorme caja de caudales
guarda en su vientre parte de los fabulosos tesoros de nues-
tros caciques para librarlos de la codicia humana.

Cierto día al levantarse radiante el sol, un toque de alarma


vino a turbar la característica tranquilidad de los morado-
res de la región: la peste negra, como un fantasma enor-
me, había venido a flagelar a los taciturnos habitantes del
Sinú. De la intrincada manigua surgían como bandadas de
hormigas los aborígenes, dejando a su paso a individuos ya
muertos, ya moribundos infectados por el mal. Todos pre-
surosos acudían a la gran laguna en demanda de lenitivo
para sus agobiadoras penas.

El hálito de ese lugar saturado de brisas aromáticas, casi


siempre era preventivo para la epidemia, pero cuando esto
no resultaba, entonces acudían a verificar sacrificios de
vidas humanas en las doncellas de las tribus, y como por
encanto el mal se extinguía. En estos sacrificios no había
excepción, lo mismo era escogida la hija del más humilde,
como la hija de un miembro de la clase rica o como la hija
del principal cacique. El hecho no consistía sino en que se
inmolaran jóvenes impúberes, y después de algunas ofren-
das de esta naturaleza, el resultado era efectivo. Al despun-
tar el alba la víctima era conducida en una rústica piragua
por dos hechiceros al centro de la laguna, y ya en medio de

-28-
Manuel Mendoza Mendoza

ella, consumaban el sacrifico lanzándola al agua y era pas-


to de enormes caimanes que se la disputaban. Tal escena
horriblemente escalofriante, los hechiceros la presencia-
ban batiendo acompasadamente unos tambores sin dejar
de apercibir el lúgubre traqueo de huesos cuando aquellos
bichos ponían sus mandíbulas en acción; después de esto,
los hechiceros regresaban a todo escape a la orilla, pues los
monstruos acuáticos estimulados por el sabor de la carne
humana volvían sus furias sobre la endeble piragua, la que
en ocasiones sucumbía con los hechiceros, pero la genera-
lidad de las veces y debido a la práctica de los indios en el
manejo del canalete y la palanca, llegaban sanos y salvos al
puerto.

En una de las veces en que la gran epidemia castigaba con


implacable violencia a nuestros indios, en que los preven-
tivos fracasaron por completo, hubo que recurrir a la más
terrible de las pruebas: la muerte de doncellas.

La peste con su negro cortejo de infamias segaba vidas sin


dar la más insignificante muestra de clemencia.

Ya habían sido sacrificadas más de veinte muchachas perte-


necientes a lo más distinguido de las tribus y al día siguien-
te le tocaba en suerte a Juy, la más bella de las mujeres del
Sinú, hija única del cacique Xaraquiel, la cual frisaba en los
diez y ocho abriles.

Esta linda muchacha era el encanto de sus padres, pero ante


la ley inmutable del destino ellos se inclinaban reverentes y
de modo inflexible le daban cumplimiento a dicha ley.

Angustiosas e interminables horas pasó aquella tribu so-


lemnizando tristemente la última noche de la más intere-
sante de sus princesas.

Noche llena de congojas y de tedio que trasmitía su frialdad

-29-
LEYENDAS SINUANAS

al corazón más endurecido, noche que como inmensa mor-


taja cubría todo con sus tétricas sombras.

Y llegó el alba fatal, y los grandes hechiceros entonaron sus


fúnebres salmos en alabanza a la que iba a desaparecer. ¡Y
la india Juy más bella aún al ceñirse estoicamente la coro-
na del martirio, demostraba tranquilidad de ánimo despi-
diéndose de sus familiares y amigos con vocablos claros y
sonoros!...

El frágil botecillo zarpó en medio de la vocinglería de los


indios que despedían cantando a la que no debía volver.

Ya en el lugar señalado para el sacrificio y cuando los he-


chiceros iban a lanzar al agua tan preciosa carga repentina-
mente el barquichuelo sufre brusco balanceo, los tripulan-
tes pierden el equilibrio y ¡todos a una naufragan!...

Juy resignada a la muerte no tuvo siquiera el instinto de


conservación y se abandonó al destino siendo presa de
una fuerza misteriosa que la atrapó, cayendo a la vez en un
prolongado letargo. Los hechiceros fueron despedazados y
luego engullidos por los monstruos…

¿Qué había pasado?

Un vigoroso nadador desde lejana orilla había seguido a la


pequeña embarcación dando grandes zambullidas, hasta
que sin ser advertido llegó a ella impulsándola al balanceo
consiguiendo su objetivo, y mientras las fieras se disputa-
ban a sus nuevas víctimas el nadador agarró a la muchacha
y ganando la piragua se alejó prontamente de aquel sitio y
buscó lugar solitario para librarse de las iras de las tribus,
que no habrían soportado aquel acto sacrílego.

La beldad sinuana fue salvada por un muchacho humilde,


pero valiente que la amaba en silencio y luego la hizo su

-30-
Manuel Mendoza Mendoza

consorte habiendo tenido que emigrar por largo tiempo a


lejanas tierras. Este indio se llamó Quimarí y sucedió más
tarde a Xaraquiel, su padre político en el gobierno de una
de las tribus.

La ciénaga de Betancí está situada en una extensa, hermosa


y fertilísima llanura en la que están ubicadas muchas ha-
ciendas, las cuales pastan a millares de reses vacunas que
contribuyen al acervo de riquezas de la región sinuana.

-31-
Tofeme, sucesor de
Cereté

Y a sabemos que la primera excursión que los con-


quistadores hicieron al río Sinú, fue dirigida por el
Bachiller Martín Fernández de Enciso en 1511, poco des-
pués de fundada por Alonso de Ojeda la primera población
de Colombia, que tuvo vida efímera: San Sebastián de Ura-
bá. Entre los excursionistas se encontraba también Fran-
cisco Pizarro, a quien la conquista del Perú debía dar gran
celebridad.

Enciso con sed de riquezas y halagado por los grandes te-


soros, que según supo en Calamary (Cartagena) había en
el Zenú, penetró en la región y después de haber acudido
a una arenga en la que exhortaba a los indios para que se
sometieran al cristianismo bajo la potestad de su rey que
era el representante de Dios en el nuevo mundo y que si
no obedecían serían exterminados, tomándoles todo su
oro y vendidas sus mujeres como esclavas etc., lo que les
fue traducido por un intérprete y a lo que enfáticamente
contestaron: “que quizás era verdad que había sólo un Dios
en el nuevo mundo, pero que ese Dios no debía estar loco
ni borracho para tomar lo que era de otro”, con lo cual y
agotadas las medidas de paz, Enciso decidió atacarlos cre-
yendo vencerlos, más fue tan grande la arremetida y resis-
tencia de los nativos, que Enciso se vio obligado a retirarse

-32-
Manuel Mendoza Mendoza

dejando en el campo algunos muertos y heridos, entre és-


tos últimos, un modesto oficial de baja graduación llamado
Juan Velásquez de Santa Cruz.

En el Zenú, como en todos los países salvajes, existía la


antropofagia, de ahí que después de rematar a los heridos,
fueron comidos por la chusma ebria, a excepción de Santa
Cruz, quien quizá por su bien enflaquecida humanidad, fue
por entonces objeto de clemencia por parte de los indios
que prefirieron engordarlo para luego hacer de él un boca-
do suculento.

El herido, hechas las primeras curas con ciertas plantas


aromáticas, fue conducido en hombros por un camino tor-
tuoso e interminable a presencia del jefe de la tribu, quien
lo recibió con demostraciones de alegría, pues desde el pri-
mer momento, el español inspiró profunda simpatía a Ce-
reté y a Tay, grandes soberanos de la comarca.

La mansión señorial estaba situada en una planicie pobla-


da de palmeras y cultivos de maíz que hacían un paisaje
hermoso y pintoresco. Los aposentos, estaban cubiertos de
fino esparto y matizadas plumas; se pisaba sobre alfombras
entretejidas de amarillentas pajas. La soberana ostentaba el
lujo oriental de esclavos y doncellas, y dormía en una ha-
maca bien tejida y extravagantemente coloreada, a la cual
subía apoyando sus desnudos pies en las espaldas lustrosas
de dos hermosas doncellas.

Santa Cruz fue internado en uno de los aposentos traseros


en el cual se conservaban los cadáveres momificados de los
ascendientes del cacique, que como es sabido, los naturales
preparaban extrayéndoles las vísceras y untándoles luego
una sustancia que los petrificaba.

El hijo de Castilla ya convaleciente de sus heridas se fami-


liarizó tanto con los soberanos, que cada día más le agra-

-33-
LEYENDAS SINUANAS

daba aquella compañía, se hizo al lenguaje aprendiéndolo


correctamente y como era inteligente acabó por granjearse
todo el aprecio de los soberanos.

Para definir la pena de ser pasto de caníbales, que según


la ley india pesaba sobre el español prisionero, el cacique
reunió un día a sus consejeros y les advirtió que era ya época
de que el “mohán”, (hechicero) de la tribu, le consultara a
Buziraco (demonio) si debía ser sacrificado el aventurero.

Por la noche el olor fastidiante que despedían resinas y


yerbas aromáticas quemadas, que venía de la campiña in-
dicaron que el mohán se entendía con el rey de los infier-
nos. Bien pronto se supo el resultado: “vivirá CAPUNIA (el
blanco) para bien de nuestro pueblo”.

Santa Cruz fue condenado por el consejo de la corte a in-


gresar en la tribu con el carácter de consultor del soberano,
por tanto en adelante adoptó sus costumbres, como buen
observador estudió y aprendió muy bien su historia y a
la trágica muerte de Cereté, ocurrida tiempos después, se
desposó con Tay, heredando el poder de aquel, habiéndose
trasladado más tarde a vivir al alto Sinú, lugar donde enton-
ces, según decían, el oro brotaba como arenas.

El nuevo cacique tomó el nombre de Tofeme, esforzándose


desde un principio en introducir mejoras a su pueblo; im-
portó semillas de lejanas tierras y la agricultura comenzó a
dar mejores rendimientos; contribuyó a que los naturales
se alimentaran mejor prescindiendo en algo de repugnan-
tes manjares como zorras, caimanes, sabandijas y otros bi-
chos; suprimió absolutamente el uso de carne humana. No
pocos indios aprendieron a machacar el castellano y a ves-
tir sus desnudeces, pero no pudo conseguir que los indios
dejaran de adorar a algunos animales como al sapo, al tigre
y a otros a quienes les habían erigido templos consistentes
en cuevas que decoraban y aunque no les rendían culto di-
rectamente, sí a sus imágenes de oro, madera y barro.
-34-
Manuel Mendoza Mendoza

Pero en aquel aislamiento de la civilización, viviendo vein-


te y pico de años entre salvajes, aunque rico y querido por
ellos, muerta su querida Tay, su ánimo decayó al extremo
que resolvió retirarse de aquella vida de ostracismo, y con
su hijo Crucy, fruto que le había dado Tay en un caluroso
día de invierno en que el río desbordado anegaba viviendas,
cultivos y llanuras, se embarcó en una rústica champa y ha-
ciendo caso omiso de riquezas y ofreciendo volver pronto,
a merced de impetuosa corriente se alejó para siempre de
esta tierra todavía virgen.

Después de algunos días, caminando a pie por selvas y


montañas, llegó Tofeme a Cartagena, ciudad que ya había
fundado don Pedro de Heredia a quien no quiso presentar-
se temeroso de que éste lo tomara como guía para la con-
quista del Zenú, pues no quería delatar a los nativos, que
tan bien se habían manejado con él. Allí vivió algún tiempo
enfermo, ignorado de todos y en sus ratos de mejoría escri-
bía la reseña de los Zenúes, la cual dejó en unas cuartillas y
próxima su muerte, las entregó a su hijo advirtiéndole que
las conservara inéditas y las entregara a sus descendientes.
Estos datos mal escritos y peormente copiados pasaron de
padres a hijos en varias generaciones, hasta que llegaron a
manos del doctor Manuel Ezequiel Corrales, quien les dio
debida forma, haciéndolos pasar luego a Lorica al presbíte-
ro José María Lugo para que éste hiciera alguna averigua-
ción de interés que se necesitaba para su publicación, más
en este lapso murió el doctor Corrales y el manuscrito que-
dó en poder del padre Lugo, quien no le dio importancia. A
la muerte de éste, su hijo el general Jesús María, encontró
en el archivo del sacerdote el manuscrito en cuestión en
estado lamentable debido a la polilla y el comején, y así lo
mantuvo el general en sus papeles. Más tarde el expresado
general Lugo en peor estado aún y casi ilegible, nos lo obse-
quió, habiendo podido nosotros interpretar muchas cosas
que nos están sirviendo hoy para la confección de la serie
de leyendas que estamos dando a la publicidad.

-35-
Colosiná

A primera vista este nombre parece derivarse del vo-


cablo golosina, ya que el protagonista de esta narra-
ción fue el cacique más glotón de cuantos dominaron en
América; sin embargo, COLOSINÁ es palabra originaria del
dialecto guajiba que hablaban los zenúes y cuya significa-
ción es riqueza.

La tosca vivienda de este aborigen tenía ubicación en un


pequeño valle circundado de colinas, rodeada de caracolíes
milenarios y frondosos bajo la calidez de un cielo tropical
y susurrada por las turbias aguas del arroyo de Cocolina,
que la selva agreste se tragaba a trechos. Gozaba Colosiná
de una paz octaviana casi sin pensar en otra cosa más que
en deglutir sus apetitosos manjares. En aquel lugar apaci-
ble y casi solitario se reunían una vez por semana los su-
balternos del cacique a deliberar y recibir las órdenes que
debían cumplirse en su tribu. Cada cual para saciar la vora-
cidad del jefe venía conduciendo una gran presa de monte
consistente en cuartos de jaguar, boa, cocodrilo, manado,
simios, cacoes, etc., que el soberano recibía placentero y
sonriente, las cuales iban de una vez al asador que se man-

-36-
Manuel Mendoza Mendoza

tenía perennemente encendido. La vieja Napí, india obesa


y sata, madre adoptiva del cacique, se preocupaba por tener
constantemente merienda a la orden de su hijo. Esta mujer
aunque anciana, no tenía reposo en sus faenas culinarias y
siempre se le veía con su piel lustrosa debido al contacto
con la grasa animal, así como también despedía un tufillo
maloliente, que mareaba. Esta madre se complacía en fin,
en tener satisfecho el estómago de su hijo.

Colosiná era valeroso, como lo demostraba el número de


cicatrices, por heridas causadas por flechas en su cuer-
po, obtenidas en mil combates en lucha con sus enemigos
allende el monte, no obstante le tenía un miedo cerval a los
muertos y ello fue causa de su temprano fin.

Entre las tribus de Colosiná y Tacasuán, surgió una rivali-


dad que muy pronto tuvo fatalísimas consecuencias. Uno
de los palaciegos de la primera sedujo a una noble de la
última, por lo que vinieron reclamaciones que se hicieron
inaceptables, hasta que al fin estalló entre ambos una pug-
na enconadísima, que los llevó a las manos. Tacasuán des-
pachó un ejército numeroso al mando de Chinú, uno de sus
tenientes más denodados con la orden terminante de no
regresar ante él, si no le llevaba las cabezas del osado raptor
y del cacique encubridor.

Por el momento en la corte de Colosiná hubo gran confu-


sión, poco después una ola de indignación invadió a todos
los espíritus, luego los tamboriles de guerra con precipita-
dos redobles invitaban a la contienda y trasmitían la orden
de movilización. Y el cacique a la cabeza de sus huestes
marchó ufano a combatir a su adversario.

Este ejército que más tenía de monos que de humanos,


pudo salvar brevemente la distancia habida con el enemi-
go, más la necesidad de no ser sorprendido, de detectivar y
sorprender él, lo mantuvo alejado relativamente, hasta que

-37-
LEYENDAS SINUANAS

llegó el momento de dar el golpe, como así lo dio con ente-


reza y con valor.

Cuando el enemigo acampó en el llano del Macuá, hoy Bajo


Grande, que ya los soldados zenúes habían rodeado, fueron
atacados por todos los flancos trabándose una recia batalla
en la que triunfaron gloriosamente los colosiná.

Allí la sutil cerbatana con su ponzoña envenenada segó


vidas a montón, la imperceptible y certera flecha con su
débil silbido se cebó desgarrando miembros, a la vez que
destrozaba entrañas, y la macana, la pesada macana con su
golpe seco reventó cráneos como simples cáscaras de nuez;
después, ¡las aves de rapiña hicieron su festín!

A la caída de la noche cuando los combatientes victoriosos


saludaban su triunfo, uno de los soldados presentó a su jefe
una cabeza chorreando sangre; era la de Chinú arrancada
de su cuerpo, y al claror de una luna llena pudo vérsele
la desfiguración del rostro. Colosiná fijó su mirada en tan
lúgubre trofeo observando en él una mueca horripilante
que lo malimpresionó de por vida. Desde ese día su ánimo
decayó y no tuvo más tranquilidad. En la obscuridad de las
noches veía surgir con frecuencia como una amenaza terri-
ble la mueca grotesca y trágica de Chinú que le perseguía.

Cuántas noches de larguísimos desvelos, cuántas noches


de innúmeras angustias soportó con pasividad el pobre ca-
cique, hasta que una tarde después de haber ingerido una
gran dosis de huevos de saurio y en que paseaba con uno
de sus guerreros por la ribera del arroyo buscando aire li-
bre para calmar sus tormentos, cuando miraba extasiado la
impetuosa corriente, notó que parte de las aguas se abrían
y de ella salía la enorme cabeza de Chinú con su mueca más
horripilante aún. Su cuerpo tembló, sus piernas tambalea-
ron y cayó de bruces para no levantarse más; su compañero

-38-
Manuel Mendoza Mendoza

en vez de socorrerle no hizo otra cosa más que poner los


pies en polvorosa y dar aviso a la tribu de lo que acababa
de presenciar.

Lo acontecido fue causa poderosa para que los nativos


abandonaran definitivamente aquellos lares, a los que la
tradición dio más tarde el nombre de San Carlos de Colo-
siná.

-39-
Venganza de una
zenú

L os primeros pobladores de nuestras antiquísimas


tierras tenían como demonios o representantes del
genio infernal en la comarca, a los caciques Finzenú, Pan-
zenú y Zenufana, los cuales se valían de la supina ignoran-
cia de sus vasallos para imponerles la ceguedad de su culto.
Estos personajes, según la leyenda, estaban en comunica-
ción permanente con el diablo, pues por las noches se les
veía y oía en lugares apartados en conversaciones con un
ser misterioso e invisible, que a cada momento despedía
cierta fosforescencia impregnada de sustancias malolien-
tes, que producían náuseas. Estos espectáculos eran el te-
rror de quien los presenciaba, y así la infalibilidad de estos
zenúes como hechiceros, cundió por todas partes y eran
señalados como hijos auténticos de Lucifer.

El cacique Zenufana era el principal actor de este trío satá-


nico por su marrullería y magnífica posición. Estos super-
caciques tenían dividida la porción de terreno que domina-
ban, comprendida entre una parte del hoy departamento
de Bolívar, y otra del de Antioquía, en tres latifundios, los
cuales tomaron respectivamente los nombres de los tres
caciques en referencia. Zenufana constituía las tierras de

-40-
Manuel Mendoza Mendoza

Zaragoza, Remedios, Guamoco y Cáceres hasta limitar con


las sabanas de Aburrá; Panzenú las extensas de Simití y San
Jorge, y Finzenú desde Tolú, Sincé y Tacasuán, Ayapel y
toda la hoya hidrográfica del Sinú. El demonio que domi-
naba a Finzenú era una hermana de Zenufana, a quien éste
estaba aficionado por amor. Era tal la predilección de este
cacique por su hermana, que obligaba a las tribus de sus
grandes dominios y hasta a las del Panzenú a que enterra-
ran a sus muertos con todo el oro que hubiesen dejado, en
las tierras del Finzenú, en cementerios que eran santuarios
y que custodiaba el genio maléfico de la cacica. Quien no
se sometía a enterrar a sus deudos en esta tierra, tenía por
obligación que mandar la mitad del oro dejado por el di-
funto y se le daba sepultura en Finzenú, como si se tratara
del mismo muerto. No se ha llegado a saber qué fin busca-
ba con tan raro mandato Zenufana, quizá enriquecer más a
su favorita hermana, lo efectivo fue que los conquistadores
encontraron campos sembrados de oro y huesos humanos
mezclados en grandes cantidades y que desde esa época
prevalece la fama de encontrarse en nuestras tierras el Do-
rado ambicionado. Los indios no eran avaros con ese metal,
pues como no tenían comercio, se contentaban con ateso-
rarlo, elaborar una parte y el resto enterrarlo en la forma
en que ya sabemos.

Los indios del Finzenú eran a su modo expertos elaborado-


res de oro y por ello las tribus distantes les hacían grandes
pagas. El pueblo del Finzenú era ordenado y el más popu-
loso y lúcido de cuantos había a doscientas leguas a la re-
donda, su metrópoli era un pueblo del mismo nombre si-
tuado en inmediaciones de lo que hoy se llama San Andrés
de Sotavento, aunque algunos afirman que lo era en lo que
hoy se llama San Benito Abad. La Finzenú tenía su marido
legítimo, que como príncipe consorte estaba sometido ri-
gurosamente a las leyes emanadas del ángel malo, las cuales
eran bien duras comparadas con las costumbres de hoy. El
marido hacía las veces de la mujer en sus tareas domésticas
y en nada tenía que intervenir en los negocios del Estado.
-41-
LEYENDAS SINUANAS

Del maridaje habido entre la Finzenú y Coguala, indio re-


gordete y chiquitín y de abdomen desarrollado, nació Noní,
aunque dice la tradición que esta princesa vino al mundo
por obra y gracia de un incesto.

Noní creció al amparo y cuidados del inmenso cariño que


le profesaba el perezoso panzudo; era arrogante, de mirada
altiva, inquieta y por atavismo de carácter levantisco. Sus
padres jamás la contrariaron, motivo por el cual ella hacía
lo que le venía en gana.

Quiso la casualidad que una noche lóbrega, cuando la tri-


bu dormía, Coguala insomne y con su ojo de Argos escu-
driñó en la tiniebla a Zenufana que sigilosamente trataba
de penetrar en el dormitorio de su hija; el indio veloz se
hizo sentir del intruso obligándolo a retirarse. Hacía mu-
cho tiempo que estas intentonas se repetían y fracasaban,
ya que el viejo Coguala estorbaba los planes malévolos del
otro, quien por fin resolvió deshacerse de aquél, pero cuan-
do ya la princesa estaba advertida de las bastardas inten-
ciones de Zenufana y cuando ya en el pecho virginal de la
india había germinado la semilla del odio contra el zenú,
que a la postre dio óptimo fruto.

Era costumbre diaria del consorte de la Finzenú salir con


su hija al despuntar el alba a aspirar el perfume mañanero
del boscaje y cazar algunas presas para su frugal desayuno.
La superstición es ingénita en los indios, cualquier insigni-
ficante contrariedad la toman como de mal augurio, sobre
todo, cuando salen a caza o emprenden algún viaje.

Una fría mañana de invierno bajo diminuta llovizna em-


prendían su paseo favorito Coguala y Noní, a tiempo en
que al viejo se le caía de las manos el carcaj y exclamaba:
“Noní, mala señal la muerte anda por el monte”. La india se
encogió de hombros e invitó a su padre a no hacer caso de
aquel pronóstico y proseguir el camino.

-42-
Manuel Mendoza Mendoza

Apenas se había internado en la espesura cuando el ca-


racterístico silbido de una flecha y un espantoso alarido
se confunden. Coguala traspasado por traidora saeta, con
los ojos terriblemente desorbitados, cae para no levantarse
más, señalando con su mano temblorosa el lugar por donde
había venido aquel dardo envenenado. La muchacha ciega
de ira y de dolor sigue el rastro del malvado, le da alcance y
con certera puntería destroza de un flechazo el corazón del
asesino, que no era otro más que Zenufana. La india satisfe-
cha por tan temprana venganza sonríe; había acabado con
su constante perseguidor, con el matador de Coguala, y por
ironías del destino con el autor de sus días. Luego vuelve al
lugar donde había dejado al inanimado cuerpo de su viejo
protector, lo levanta y al oído le dice: “te he vengado”.

Noní temerosa de represalias por parte de su madre, re-


suelve abandonar para siempre la tierra endemoniada de su
tribu, da una mirada compasiva al inerte cuerpo de Coguala
y corriendo se lanza al interior del monte en busca de otros
lares.

Desorientada anduvo errante varios días de selva en selva,


hasta que exhausta de fuerzas y cuando ya su ánimo empe-
zaba a decaer, llega a las riberas del Sinú, donde encuentra
grata hospitalidad, se suma a la tribu de Tuminá y este so-
berano la hace más tarde una de sus esposas.

-43-
El tesoro de Jaraguay

A severan viejos relatos que en Moeri, Cobra y Cuda,


lugares situados en las cabeceras del río Sinú, inme-
diatos a Náin, se encuentra oro en abundancia del más alto
quilate. Allí la superficie del terreno es arenosa y el subsue-
lo de color rojizo. Los aborígenes hacían buena recolección
de tan apreciado metal valiéndose de tupidas redes (tras-
mallos) que atravesaban en las vertientes de los arroyos y
quebradas. El oro era pescado, digámoslo así, en gruesos
granos y en forma de huevos y cuando los primitivos ha-
bitantes de nuestras selvas hacían sus provisiones, bajaban
el río en pequeñas balsas y rústicas barquetas, llevándolo a
las tribus, donde era elaborado en grotescos artefactos me-
diante una sustancia líquida extraída de vegetales, que el
hombre moderno desconoce aún. Con esa sustancia el oro
se ponía a consistencia de barro y en frío era amasado con
las manos, de ahí que muchos hayan observado en algunos
ídolos o figuras de oro de procedencia indígena, impresio-
nes de dedos humanos, que no dejan lugar a dudas.

Jaraguay, el cacique más ambicioso de las tribus sinuanas,


se especializó en la búsqueda de filones auríferos, y logró a
costa de muchas vicisitudes sufriendo las inclemencias de

-44-
Manuel Mendoza Mendoza

la selva virgen, atesorar una fortuna soberbia, que lo hizo


el más pujante de los príncipes de la comarca. Este sobera-
no se preocupó muy poco de sus gobernados, y la vida se
la pasó de cumbre en cumbre y de bajo en bajo de nues-
tras colinas y planicies, buscando el amarillo metal, que en
poco tiempo lo hizo el más célebre potentado de nuestras
cálidas tierras.

Jaraguay era individuo de pocos amigos, poco comunicati-


vo y de carácter irascible, amaba la soledad, que casi siem-
pre era su inseparable compañera. Ni sus mujeres ni sus
hijos fueron capaces de hacerlo familiar, y su gobierno con
el transcurso de los años, tomó un giro intolerable y cruel,
que lo condujo a su perdición.

Cuando esto acontecía, la honradez en los habitantes de la


región era innata, proverbial; nadie se atrevía a tomar lo
más insignificante sin la expresa voluntad de su dueño en
la tribu, que era su cacique, razón por la cual las reservas
de oro, comestibles, etc., que los jefes acumulaban, estaban
siempre a la intemperie, sin que nadie osara tocarlas.

Así pasaba el tiempo a la vez que germinaban el descon-


tento y la indignación en los súbditos de tan opulento so-
berano, y cuando menos se esperaba, estalló ruidosamente
la revolución dando en tierra con el infeliz tirano que por
muchos años los subyugó. También como en nuestros días
en el Sinú en épocas pretéritas se vieron rasgos de libertad.

Alegres acordes de tamboriles y de gaitas por todos los


contornos de la sede de Jaraguay, anunciaban grandes fes-
tivales en honor a la estación primaveral que ya se aproxi-
maba. De las tribus vecinas acudían indios de ambos sexos
llevando en mochilas espalderas ricos presentes consisten-
tes en chimillas, mandiocas y algarrobas, bangaños repletos
de miel de moscas, leche vegetal y sabrosa cajina, para ob-
sequiar al soberano. (Chimilla, mandioca y cajina, vocablos

-45-
LEYENDAS SINUANAS

del dialecto guajiba, lenguaje de nuestros indios significan:


batatas, yucas y guarapo fermentado).

En medio de la mayor animación proporcionada por el bre-


baje espirituoso, se celebraban las fiestas, cuando un hecho
insólito, trascendental, vino a perturbarlas. No se sabe qué
motivo poderoso e imprescindible influyó en el ánimo de
Jaraguay, quizá la neurosis que sufría, tal vez una venganza,
lo cierto fue que intempestivamente ordenó a los verdugos
de su corte que dieran muerte a Cafié, el gran sacerdote
de la tribu, lanzándolo en una gran fogata, de las que ilu-
minaban las fiestas, escena horripilante que se realizó en
presencia de millares de espectadores enmudecidos de es-
panto.

Los grandes regocijos bruscamente suspendidos, se convir-


tieron en brotes de odiosidad contra el soberano, y el pue-
blo vilipendiado y ofendido, grito estentóreamente: ¡muera
Jaraguay!...

El desatinado como inicuo sacrificio precipitó los aconte-


cimientos que llevaron al pueblo a rebelarse contra su amo
y señor, a quien le amarraron, golpearon y luego hicieron
purgar sus culpas de la misma manera como este había he-
cho eliminar a su confidente y consultor Cafié.

Al disiparse el humo pestilente de la pira que consumió la


vida extravagante de Jaraguay, los enfurecidos indios trans-
portaron muy lejos el cadáver carbonizado del cacique, sus
cuantiosos tesoros y en plena selva le dieron profunda se-
pultura, formando sobre ésta una pirámide de tierra que
el tiempo se encargó de destruir, nivelándose el terreno y
desapareciendo así todo vestigio de aquella tumba execra-
ble.

¡La planta indígena no volvió a posar en aquel lugar maldi-


to!...

-46-
Manuel Mendoza Mendoza

Así quedó perdida en las vastas soledades del Sinú, quien


sabe por cuantos lustros o siglos, la riqueza más grande que
registran los anales de nuestra historia lugareña.

¿En qué parte de las alturas o llanos de la región está escon-


dida tan preciada riqueza?

¿Quién será el mortal afortunado que logre algún día loca-


lizarla?

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La tradición de un nombre

B osqueja la tradición al cacique Panaguá como un


hombre pérfido y astuto, un político indígena que
sin conocerlos siquiera, aplicaba los principios de Maquia-
velo al acrecentamiento de sus dominios; no obstante su
malicia y perspicacidad muy notorias, no pudo escapar-
se de las manos traidoras y asesinas de su sobrino Solipá,
quien ambicioso de lo que le correspondía por herencia,
tendió una celada a su tío acabando con él del modo más
cobarde y miserable.

Era ley del imperio indígena del Sinú, que cuando un sobe-
rano no tenía descendencia, le sucedía en el trono el hijo
primogénito de sus hermanas por orden descendente, y
Solipá poseedor de estas condiciones, aspiraba a reempla-
zar, aunque de modo violento, a su tío paterno, uno de los
soberanos zenúes más acaudalados del imperio.

Panaguá entre sus valiosas alhajas de oro, era dueño abso-


luto por herencia de sus mayores, de una inmensa cadena
de ese mismo metal considerada de un valor altísimo, ya
que ella por extensión era capaz de darle vuelta al poblado
donde residía el magnate, y además poseía cierta importan-

-48-
Manuel Mendoza Mendoza

cia sagrada, de ahí que todo individuo que nacía en el te-


rreno abarcado por la tribu, inmediatamente era atado con
ella como para ingresar a una sociedad secreta y este acto
le daba derecho al recién iniciado a ser protegido siempre
por el poder misterioso que ella tenía. Cuando la cadena
periódicamente salía a la luz por medio de los grandes sa-
cerdotes a exhibirse a los ojos de los indígenas, era objeto
de curiosas ceremonias y bailes que demostraban inmen-
sa veneración. Terminadas estas ritualidades la cadena era
colocada nuevamente en una cueva existente en los cerros
que circundaban la parcela ocupada por la metrópoli de la
tribu, la que a su vez estaba ubicada en las orillas de una
pequeña laguna tupida siempre de lechugas y miosotis.

En esos cerros a la vez que se adoraban fetiches tenían los


indios sus laboratorios en los que amasaban el oro y el ba-
rro arcilloso elaborando figuras de ambas sustancias. En
nuestros días, haciendo excavaciones en algunos patios de
la localidad se han encontrado objetos curiosos de oro tales
como platos, tazas y otros utensilios. También trabajaban
rudimentariamente cerámica de la que aún se encuentran
vestigios a flor de tierra.

Las aguas de la lluvia que como en tiempos remotos des-


cienden de esas lomas e invaden la pequeña llanura que
ocupó antaño la ciénaga y que después cedió su lugar a una
ciudad, corren por esta arrastrando residuos auríferos que
mujeres y niños recogen satisfechos. En las vísceras de al-
gunas aves de corral que se crían en este paraje también
se encuentran diminutas partículas de metal precioso. La
afluencia de ese metal en este lugar fue lo que le dio su
nombre a Ciénaga de Oro.

Panaguá gozaba la plenitud de su edad y como esto estor-


baba el objetivo de Solipá, que era de adueñarse del trono,
siendo cada día mayor la ambición de éste, se propuso eli-
minarlo madurando su inicuo plan, que más tarde lo puso

-49-
LEYENDAS SINUANAS

en ejecución, no contando con que la balanza de la justicia


es a veces niveladora. Asesinado como fue a mansalva el
cacique y culpado clara y razonablemente Solipá, los súb-
ditos de aquél en un arranque de venganza feroz, muy dis-
culpado por cierto, en pocos momentos dieron fin a éste, a
golpes de macana no dejándole hueso sano.

Desaparecido del escenario de la vida Panaguá, quedó rei-


nando por mucho tiempo y a contentamiento general, su
legítima esposa Filox. Mujer hermosísima y de grandes
prendas morales la que no quiso poner reemplazo a su ma-
rido muerto, no obstante que varios caciques de renombre
la requirieron por esposa.

Acostumbraron también los primitivos sinuanos que cuan-


do un cacique tenía muerte natural, su legítima esposa era
enterrada con él y con sus riquezas todas, más no sucedía
lo mismo cuando el soberano moría por accidente; enton-
ces era liberada su consorte de tal sacrificio y sus riquezas
pasaban a poder de quien lo sucedía.

Tiempos más tarde desaparecieron repentinamente la Fi-


lox y la gran cadena causando perplejidad e indignación en
los indígenas. Por más que buscaron con interés por todas
partes, no pudieron aún averiguar nunca el paradero de tan
preciosa joya, aunque no faltó quien asegurara que la so-
berana a quien la idolatría había hecho paranoica, hastia-
da también de la vida terrenal, se había enterrado con sus
riquezas en una de las varias cavernas que existían en las
colinas, esas colinas testigos presenciales y mudos de gene-
raciones muertas, erguidas aún como alertas centinelas del
pasado, continúan impertérritas custodiando a un conglo-
merado humano más robusto, más consciente y más ávido
de progreso que aquel precolombino de los zenúes.

-50-
Mocarí y Mariguá

E n épocas en que posó sus plantas el conquistador


español en esta ubérrima región sinuana, hacía go-
bierno en el contorno que hoy forma el dilatado Municipio
de Montería el célebre cacique Mocarí, quien compartía
su trono con la bella, encantadora y joven cacica Mariguá,
cuya hermosura y atractivos hicieron la infelicidad o des-
gracia de aquel pujante soberano.

No existía entonces Montería en el lugar en que hoy está


majestuosamente ubicada y esta pareja real tenía su sede
en Yatapán, paraje ribereño que hoy ocupa el caserío de
Mocarí y que a la sazón estaba circundando por las linfas
turbulentas del río y por la selva enmarañada y bravía. Allí
a un lado del poblado, bajo la fronda de ceibos y robles
milenarios se levantaba airosa la rústica cabaña mansión
real, allí se destacaba con singular arrogancia el paisaje au-
tóctono digno de pinceles urbinenses. Sobre las extensas
y arenosas playas el negro y aurífero cieno, revelador del
amarillo metal —que tanto codicia el mundo— señalaba a
los aborígenes la existencia de ingentes riquezas, hasta hoy
inexplotadas. En esta región la sabia Naturaleza ha derra-
mado a manos llenas sus preciosos dones haciéndola una

-51-
LEYENDAS SINUANAS

tierra exuberante y fértil, propicia a un risueño porvenir


preñado de esperanzas.

En el alto Sinú no encontraron los conquistadores las fa-


mosas campanillas de oro colgadas a los árboles que les dio
una población del norte del Finzenú, pero sí toparon las
ricas guacas que le proporcionaron las magníficas figuritas
o monicongos del mismo metal que tanto apreciaron y que
muchas se encuentran hoy enriqueciendo museos mundia-
les, atestiguando así la cultura de nuestros indios. Habla la
tradición de la opulenta cantidad de oro que ellos amasa-
ban con sus propias manos, haciendo grotescos objetos, en
los que dejaban las impresiones de sus dedos.

Dos robustos y hermosos vástagos habían venido a dar es-


peranzas y luz a aquel trono sumido en la dicha y la alegría:
Betancí y Tucará. A estos indiecitos, una vieja hechicera
que había descendido de las abruptas breñas de Abibe, les
había presagiado que en no lejano día serían robados del
hogar paterno por un audaz advenedizo venido de la leja-
nía. Mocarí soberbio, leal y franco —como eran todos los
de su estirpe— miró con desprecio a aquel embrujo, a quien
mandó sacar con presteza de sus dominios. Fueron vanas
las súplicas de la linda Mariguá ante su esposo a favor de la
pitonisa anciana, la cual se alejó dejando caer su maldición
sobre aquel hogar hasta entonces repleto de tranquilidad y
de gozo.

Pasaron muchos días.

Una tarde gris precursora de tormenta y de lluvia, Mari-


guá acompañada de sus hijos se bañaba en las tranquilas
y frescas aguas del río, mitigando así el sofocante calor
tropical que mantenía tibio e intolerable el ambiente. De
repente y como si una señal llamara su atención, la india
voltea hacía el centro del río y ve ya muy cerca de ella y
de sus hijos un gran caimán que con sus fauces abiertas se

-52-
Manuel Mendoza Mendoza

apresta a atraparlos. Mariguá con la agilidad de su juventud


y del medio en que vivía en pocos saltos gana tierra po-
niéndose a salvo con sus pequeños. Llega a su casa y cuenta
a su marido el incidente y éste por toda respuesta baja la
cabeza demostrando gran contrariedad. Horas después, un
horroroso huracán se desata, derriba grandes árboles a la
vez que arrasa la tosca vivienda real y deja a sus moradores
a la intemperie. Al día siguiente el Sinú acometido por una
avenida nunca vista que se salió de madre, obligó a todo ser
viviente a buscar refugio en partes altas.

Tales incidentes para los indios demasiado supersticiosos,


eran indicios de una calamidad cercana.

Ya seco el terreno de la gran inundación, la tribu de Yata-


pán reconstruye el poblado y vuelve a la vida normal, dán-
dole gracias al dios del Sinú por haberlos salvado de aquella
avalancha de aguas.

Procedente de las tierras del Panzenú vino a Yatapán un


arrogante mancebo indio experto en la caza del tigre y del
caimán, lo cual verificaba con secretos y añade la tradición
que este raro espécimen de la superchería extendía su caza
hasta las mujeres, pues a la que le ponía el ojo, era con se-
guridad que no se le escapaba. La habilidad de Nepá en sus
efectivos de caza era tal, que tanto al tigre como al caimán,
montaba como a caballos. Esto inspiraba admiración y a la
vez temor a los hijos de la región que consideraban al indio
como un elemento sobrenatural.

La fama de este intrépido cazador se extendió por los ám-


bitos del reino de Mocarí y muy pronto las habitaciones de
la metrópoli altosinuana estuvieron decoradas con cabezas
de estos cuadrúpedos y reptiles.

Mocarí y Mariguá aumentaron los adornos de sus reales


personas con brazaletes y collares tupidos de dientes de

-53-
LEYENDAS SINUANAS

estos animales. La soberana con sus nuevos atavíos se re-


presentaba como una belleza deslumbradora que hacía en-
loquecer hasta el más humilde de sus súbditos. A Nepá con
su ojo de Argos no le pasó desapercibida la hermosura de
la india, lo que dio lugar a que fijara toda su atención en
ella, quien a su vez sintió como si un dardo envenenado le
tocara la fibra más sensible.

Cierto día bajo la luz matutina de un crepúsculo estival,


Mariguá seguida de sus hijos se internó en el bosque en
busca del cotidiano desayuno de ellos: leche vegetal que
extraía de un bejuco. Cuando verificaba esta operación, un
ruido extraño observó en la espesura seguido de un grito
infernal que la puso a temblar. Miró hacia el lugar en que
salía el ruido en momentos en que la vegetación se abría
para dar paso a un hombre en el que reconoció a Nepá,
quien fuera de la oscuridad se paró y fijó su penetrante mi-
rada en Mariguá; ésta fascinada por los ojos encendidos del
mancebo quedó como paralizada dejando caer el calabazo
con el alimento de sus hijos, que se hizo mil pedazos. Nepá
fue acercándose sin dejar de mirar fijamente a la soberana
hasta llegar a ella y estrecharla entre sus brazos. La india
maquinalmente hizo lo mismo confundiéndose sus almas
en un éxtasis de amor. El mancebo ciñó con su vigoroso
brazo la flexible cintura de la india y bajo el influjo de una
fuerza oculta, ella y sus hijos fueron arrastrados y se per-
dieron en la selva umbría.

Llegada la hora de la merienda y no habiendo regresado


Mariguá; el soberano mandó al campo a dos de sus fieles
servidores a inquirir su tardanza; estos regresaron en la
tarde sin traer ninguna noticia, a tiempo en que el cacique
salía con su séquito en busca de sus seres más queridos.

La comitiva buscó y llamó por todos los rincones de la selva


inmediata, luego se internó en la espesa montaña en donde
la sorprendió la noche. No obstante la oscuridad, los in-

-54-
Manuel Mendoza Mendoza

dios acostumbrados a estos ejercicios siguieron la búsque-


da, sin lograr su objeto. Vino la aurora con sus hermosos
destellos y palpó la misma situación. El ánimo del cacique,
abrumado con tristes presentimientos comenzaba a decaer
y cuando a lo lejos se palparon los llantos entristecidos de
los pequeños príncipes, Mocarí despierta de su abatimiento
y se precipita al lugar de donde salían los gritos lastimeros
de sus hijos. Llega y ¡oh, fatalidad! En un claro de monte
vio a su esposa confundida en un abrazo con el dominador
de fieras y a sus hijos llorándole a sus pies. El cacique cie-
go de ira blandió su pesada y lustrosa macana lanzándose
sobre su rival, quien ya se había puesto a la defensiva y se
trabó entre los dos, cuerpo a cuerpo, un furioso combate
que duró pocos instantes. Mocarí con su agilidad poco co-
mún avanzó esquivando los golpes de su contendor y ata-
có con valor y denuedo, propios de su raza. Su adversario
no menos valiente, sostenía con audacia el duelo, cuando
uno de sus pies, enredados en la maleza, le faltó. El cacique
aprovechó esta circunstancia y le asestó un tremendo gol-
pe en la cabeza, haciéndole caer de espaldas, y ya en tierra
se cebó en él hasta ultimarlo. Mientras, la india perseguida
por algunos de la comitiva y avergonzada por la iniquidad
de su falta, huyó hacia el río lanzándose en él, con lo que
pagó muy caro su adulterio.

Mocarí acosado sin piedad por el triste recuerdo de Mari-


guá y por la aproximación de los españoles que ya habían
invadido la región, trasladó su sede a la gran laguna que hoy
lleva el nombre del mayor de sus hijos. Se asegura que en
el centro de esa inmensa ciénaga vació la mayor parte de
sus tesoros consistentes en muchas cargas de oro en polvo
y gran cantidad de artefactos del mismo metal, y tiempos
después, lo que le quedaba lo sepultó en la undosa angostu-
ra para que la codicia española no las tocara.

Más tarde y a su muerte, a Mocarí le sucedió su hijo Betan-


cí, a éste Tucurá, a este otro Timiná y luego fueron desfi-

-55-
LEYENDAS SINUANAS

lando por el trono altosinuano: Quimarí, Jaraguay, Cereté,


la bella Juy, Panaguá, Xaraquiel, Pirú, Murucucú, Chuchu-
rubí, Colosiná, Tofeme y por último Cachichí, padre de la
interesante princesa Onomá, quien conquistó el endureci-
do corazón de don Luis Striffler.

A nuestros caciques, la gratitud regional ha consagrado en


las páginas de la historia, honrando con sus nombres a mu-
chos pueblos y lugares de importancia en la comarca.

-56-
La muerte gloriosa
de Tucurá

D espués de la muerte de Bentancí en la flor de su ju-


ventud, quedó reinando Tucurá, el ultimo hijo del
cacique Mocarí ya muy reducidos sus dominios debido a la
invasión que hicieron de esta tierra los españoles sedientos
del oro de nuestros indios. Tucurá combatió muchas veces
a estos blancos, habiendo tenido la fatalidad de ser siempre
derrotado, pero en cambio hizo a sus enemigos enormes
daños sorprendiéndolos en emboscadas en pleno día y en
audaces ataques nocturnos.

Los españoles estaban seguros de la gran cantidad de oro


que tenía este soberano, razón por la cual se esmeraban en
cogerlo vivo para obligarlo a que les entregara sus riquezas,
las que conservaba, pues bien sabemos que su padre Mo-
carí las había sepultado en la Angostura para librarlas de la
ambición española, y los hijos de aquel no se preocuparon
por seguir atesorando más oro temerosos de que se les des-
pojara de él. Los “cappuniá”, como los indígenas del Sinú
llamaban a los blancos, después de haber ejercido las ma-
yores crueldades con los casi indefensos indios matándolos
como a animales salvajes y cometiéndoles hechos bochor-

-57-
LEYENDAS SINUANAS

nosos a sus infortunadas compañeras, decidieron atraerlos


ofreciéndoles baratijas y alimentos, con lo que consiguie-
ron muy poco, pues ya se habían hecho acreedores de la
mala voluntad de los indígenas, sin embargo, el indio Ma-
coca cambió unos pocos castellanos de oro por una bue-
na cantidad de vidrios de colores, saliendo contentísimo
y fue a las tribus vecinas a solazarse del gran negocio, más
sus compañeros temerosos siempre, hicieron caso omiso a
esto, no teniendo más contacto con sus enemigos.

Cierto día conducidos los castellanos por un estrecho sen-


dero que los llevó hacia el mar a través de una llanura ri-
sueña y tapizada de hermoso musgo, en el confín de dicho
llano dieron con su población abandonada por sus morado-
res, y como allí había vestigios de una civilización alfarera,
se detuvieron, estudiaron el terreno haciendo excavacio-
nes, no obteniendo más que una tierra arcillosa, de la que
sin duda se valían los nativos para hacer sus artefactos.

Admira la facilidad con que los indios del Sinú mudaban de


viviendas. Hay pueblos en nuestra región que en menos de
medio siglo de existencia trasladaron su masa a otro sitio;
Montería y Lorica son vivos ejemplos de esta tesis. El indí-
gena se hallaba ligado por tan laxos vínculos al suelo que
habitaba, que le era indiferente demoler su casa y recons-
truirla en otra parte. Se vio pues, que un pueblo cambia de
asiento con la misma facilidad que si fuera un campamento.

Como lo que interesaba a los españoles era el oro, prosi-


guieron el camino, cubierto generalmente por plantas sar-
mentosas que mecidas por el viento entretejían curiosísi-
mos festones. Esta tropa constante de muchas plazas, había
andado muchas leguas por terrenos sinuosos y llenos de
abrojos y como consecuencia estaba rendida por el hambre
y el cansancio. Los soldados hicieron alto a la orilla de un
riachuelo en donde contemplaron cuadros variados, atra-
yentes y armoniosos que hacían bellísimo e interesante el
paisaje; estaban a orillas del río Manso que tributa sus aguas
-58-
Manuel Mendoza Mendoza

al Sinú. Por la noche esta soldadesca, vencida por el sueño


y la fatiga, fue asaltada de manera habilísima por las hues-
tes de Tucurá, quien en persona dirigió la operación. Casi
medio centenar de españoles quedó tendido en el campo,
pero como eran tantos y llevaban buenas armas, los que no
sufrieron en aquella embestida contraatacaron poniendo
en polvorosa a los sinuanos que huyeron despavoridos en
todas direcciones. Los vencedores irritados en grado sumo
siguieron la persecución de los derrotados hasta sitiar en
un cerro pedregoso a un pequeño grupo, en el cual estaba
Tucurá. Poco a poco fueron estrechando el sitio haciendo
certeros blancos con sus disparos a los pobres indios has-
ta quedar reducidos solo a la persona de Tucurá. Viéndose
este cacique en tan crítica situación y no teniendo idea de
lo que era una capitulación o juzgando que ella no favo-
recía en nada a la salvación de su vida resolvió darle cara
al sol, corriendo el todo por el todo. Quiso demostrarle al
enemigo inactividad, no haciéndose sentir, pero en silen-
cio socavaba rocas que cayeran al más mínimo movimiento
sobre sus adversarios. Los asaltantes animados por la elimi-
nación del grupo sitiado, comenzaron el ascenso a la cum-
bre, mientras Tucurá desarrollaba la actividad de 20 hom-
bres excavando una gran piedra que debía desplomarse por
donde precisamente subía un grupo considerable de sol-
dados y la que desprendida de su base rodó con estruendo
aplastando al grupo en referencia. Esta operación repetida
varias veces dio a Tucurá magnífico resultado, pero al fin el
crecido número de enemigos le acorraló de tal manera, que
herido cayó exánime en manos de los vencedores. Como
estos hombres sedientos de oro no pudieron sacar nada de
aquel moribundo, se contentaron con hacerle más breve su
agonía degollándole y luego haciéndole picadillo en el mis-
mo lugar en que le tomaron prisionero.

Triste pero heroico fin tuvo el cacique Tucurá, quien poco


antes de morir y con su propia mano había dado muerte en
desigual combate a más de cien de sus temibles adversarios.

-59-
LEYENDAS SINUANAS

Tal hazaña ennoblece esta tierra sinuana tan fecunda, tan


hospitalaria, tan ubérrima y tan llena de interesantes y her-
mosas tradiciones.

-60-
La piedra de los sacrificios

A sí como en las civilizaciones azteca e incaica se


acostumbraba a tener cada pueblo una piedra que
sirviera para consumar los sacrificios humanos, en nues-
tra prehistoria sinuana se usaban también tales monolitos,
aunque aquí en nuestra tierra no fueron artísticamente de-
corados como los había en las culturas expresadas. Como
nuestros indios no eran ni por asomo artistas consumados,
los tales monumentos dedicados a la muerte eran adorna-
dos lo mejor posible. Existían pues, esas piedras situadas en
la plaza principal de cada pueblo las que eran adornadas y
respetadas como acostumbraban también con los fetiches,
sin que a los indios les infundiera temor tener contacto con
ellas, como dicen que sucede en nuestros días cuando nos
acercamos a una guillotina, a una horca o a una silla eléc-
trica, etc.

Cuentan que la piedra que había situada en la antiquísima


sede sinuana o sea en Yatapán, como se denominaba antes
la población de Mocarí, era de mayores dimensiones que
las demás de la comarca y que su forma era un poco irre-
gular imitando a un paralelogramo, su color era amarilloso

-61-
LEYENDAS SINUANAS

y su bruñimiento era perfecto. Esta piedra era de más de


tres metros cuadrados y no podía moverla menos de una
veintena de hombres; su material era muy fino y de una re-
sistencia que desafiaba a los siglos. No se sabe en qué época
fue traída a Yatapán, ni mucho menos su origen pues en
verdad en el centro del Sinú, que sepamos, no se encuentra
material semejante. El uso de ese cadalso, digámoslo así, se
abolió definitivamente poco antes de la llegada de los espa-
ñoles debido a una revolución habida ante los moradores
de las selvas sinuanas, a consecuencia de haber decapitado
las autoridades a uno de los grandes sacerdotes, acusado de
traer a los nativos una gran epidemia. En efecto, la peste
hacia estragos en la población india Sinú, que no había ni
medicinas ni médicos, ni aun los mismos dioses adorados
por ella eran capaces para acabarla ni aún siquiera dete-
nerla. En resumen: era una verdadera calamidad la que se
había cernido sobre la población aborigen de esta impor-
tante región. No faltó quien acusara a Cúcaro, jefe de los
grandes sacerdotes de ser el responsable de la expresada
enfermedad y como en el consejo directivo del cacicazgo
se resolvió castigar eliminando a Cúcaro, acto que tuvo ve-
rificativo en la gran piedra de Yatapán, la población india
al ver correr la generosa sangre de su orientador espiritual
que amaba con locura, quizá en más alto grado que a su
mismo soberano, se rebeló enfureciéndose al extremo que
seguidamente hizo estallar un movimiento armado, como
jamás se había visto en los pueblos de la región. La sede de
Yatapán tembló y expuesta a derrumbarse como un débil
castillo de naipes, resolvió en momentos de desesperación
reconocer su error y solidarizarse con las masas desafectas.

Parece como que los hados de Cúcaro terriblemente resen-


tidos por tan tamaña iniquidad realizada, se enfurecieron
también por tan inútil como estéril sacrificio y contribuye-
ron entonces al flagelo, y la epidemia creció en grado máxi-
mo haciendo un gran número de víctimas de las cuales se

-62-
Manuel Mendoza Mendoza

ocuparon de dar fin las aves de rapiña en sus opíparos y


nauseabundos banquetes.

No obstante la humillación del cacique y su corte, el pueblo


no confiaba en ellos y si por tal sometimiento los dejó con
vida después de la indigna acción para con su padre espiri-
tual, disfrutando de un régimen abominable, en cambio no
lo determinaron en adelante y ese régimen cayó consumido
por su propia culpa; fue el reinado del cacique Chuchurubí.

El pueblo tomó la revancha con las piedras de los sacri-


ficios, las que en todas partes fueron destruidas, unas
echándolas al río, otras rompiéndolas, otras haciéndoles
en rededor grandes excavaciones para que luego rodaran
y quedaran sepultadas. La piedra de Yatapán fue sepultada
de este modo y con el transcurso de los siglos jamás se ha
podido saber en qué lugar de este antiguo pueblo está en-
terrada, pues ni el desgaste del terreno ni el socavamiento
que cada día hace el río señalan hasta ahora el lugar donde
se encuentra. Esta piedra miserable avergonzada sin duda
de su triste historia, duerme el sueño eterno hasta que nue-
vas generaciones de quién sabe qué año o qué siglo vengan
a descubrirla.

-63-
Nay, la princesa de la
desgracia

E n los matorrales más espesos y sombríos de una me-


seta del alto Sinú, había anidado, digámoslo así, el
cacique Carepa, descendiente de la vieja estirpe de Aburrá,
con su arisca y belicosa tribu en donde había echado raíces.
En el mundo indígena de la comarca se le llamaba “Mambí”
que en el dialecto guajiba significaba águila. Allí en medio
de una naturaleza agreste por decir lo menos, arrullado por
el constante bramido del jaguar, el agudo silbido del crótalo
temible y de una atmósfera saturada de olores aromáticos,
vivía este señor de las selvas, vida de patriarca, respetado
y querido de sus huestes, así como adorado por los de su
casta.

En aquellas alturas se contemplaba a un lado, el suave des-


lizamiento de las quebradas que forman el río. ¡Qué por-
tento de paisaje! Al otro lado, el interminable y pintoresco
valle, valle de ensueño que por sus senderos perfumados y
escondidos transitó un día aquella raza vencida. ¡Qué ve-
getación, qué tierra tan exuberante! Todo parecía dormir
allí enervado bajo la influencia del calor asfixiante y del
chirrido metálico de la cigarra que trae a la cabeza desfalle-

-64-
Manuel Mendoza Mendoza

cimientos de somnolencia como atrofiamiento del espíritu.


Y sin embargo la vida humana en esas selvas se había hecho
sentir y se multiplicaba con la fertilidad del suelo virgen
aún.

Del enlace habido entre Carepa y Caigua, princesa ascen-


diente de Jaraguay, una tibia mañana de invierno nació Nay,
quien al venir al mundo en las frescas aguas de una quebra-
da inmediata, casi se ahoga si no es por los oportunos cui-
dados de la anciana Cachimé que hizo volver en sí al regio
vástago absorbiéndole las nasales. Otra anciana presente,
Urutá, que se decía pitonisa auguró que la recién nacida
sería portadora desde cierta edad de males y desgracias que
más tarde afectarían grandemente a la tribu, profecía que
fue acogida con disgusto por los allí presentes que arreme-
tieron contra aquella infeliz mujer hasta ponerla fuera de
los límites del imperio carepeño.

Entre blandos y afectuosos mimos pasaron los primeros


años de aquella hermosa chicuela destinada a ser portado-
ra de calamidades. Cierto día su padre llamó al brujo de
la tribu para que examinara a su hija a ver si se cumpliría
la profecía de Urutá. El sacerdote vino, hizo examen de la
muchacha moviéndole a un lado y a otro la cabeza, luego le
dio de comer unas pequeñas nueces llamadas “tonkas” que
la muchacha comió con avidez. Pasados pocos momentos
Nay cayó en un profundo sueño que la rindió. Entonces, el
sacerdote le habló palabras incomprensibles que la mucha-
cha contestó en igual sentido. Pasada una hora se levantó
diciendo que el sueño le había sido del todo placentero por-
que había oído música deliciosa. El sacerdote manifestó al
cacique que había algo de lo profetizado, lo cual sería por
poco tiempo.

Cuando Nay se acercaba a la pubertad cierto día a sus oídos


llegó de muy lejos el ritmo de cantos y sonidos musicales
que despertaron todo su interés. Horas más tarde llegaba a

-65-
LEYENDAS SINUANAS

la real cabaña un modesto muchacho acompañado de cua-


tro colegas más que portaban gaitas y tambores. Este pe-
queño grupo de artistas era lo que constituía en aquellas
soledades el folklore zenuano. Maguarí que así se llamaba
el mancebo, era técnico en el manejo del “yuruparí”, ins-
trumento musical fabricado de bambú o guadua, que era el
instrumento sagrado de los indios del Zenú, el cual tenía
la misma estructura del flautón. Los misterios relaciona-
dos con este artefacto se fundan evidentemente en una re-
mota tradición de antecesores prehistóricos de los indios.
Yuruparí que emitía un sonido suave y agradable, aunque
instrumento sagrado, su uso era profano y era preferido
en un baile clásico que llevaba el mismo nombre. Además,
Yuruparí significaba demonio y todavía en muchas tribus
de América prevalecen las costumbres y creencias en ho-
nor a este dios.

Los recién llegados dispersaron sus ricas y matizadas to-


nalidades que Nay jamás en su vida había escuchado, pa-
reciéndole encontrarse en regiones jamás soñadas donde
todo le parecía encanto, experimentando un goce inefable.
El casto y enternecido corazón de la india palpitó frené-
ticamente, ya que Maguarí le había inspirado una pasión
imposible de sosegar. El indio absorto por las quemantes
miradas de Nay correspondió a aquel amor y muy pronto
esta pareja se unió en indisolubles lazos, y cuando se efec-
tuaba este enlace en medio de cánticos y sonidos armonio-
sos alusivos al ritmo indígena, a distancia se oía el fatídico
canto del “yacabó”, ave agorera de la región, que entonaba
su lúgubre canción, la cual Mambí escuchó mordiéndose
los labios de contrariedad por el fatal augurio que el paja-
rraco hacía a su morada.

Llegada la tarde, cuando todavía los indios festinaban la


boda, cuando apenas iniciaba sus efectos la cajina o gua-
rapo fermentado, el día que había sido reluciente cambió
repentinamente enluteciendo sus galas. Una terrible tem-

-66-
Manuel Mendoza Mendoza

pestad se desató en todos los dominios de Carepa hacien-


do temblar los más templados espíritus. El relámpago sin
interrupción casi cegaba, el trueno retumbaba sin cesar de
modo aterrador. Los efectos de la bebida embriagante no
fueron capaces de hacer soportar el pavor indescriptible
de aquellos seres no acostumbrados a esta clase de fiestas
y unos se agruparon a los otros para protegerse, cuando
un fluido eléctrico de más potencia que los anteriores in-
cendió la humilde cabaña dejando a todos atónitos y como
aletargados. La furia pasó dejando un silencio sepulcral.
El cacique fue el primero en volver a la realidad abriendo
desmesuradamente los ojos al observar los efectos del rayo
que había terminado con Caiga su mujer y Chama su hijo
menor reduciéndolos a masas informes. Tal acontecimien-
to dejó por mucho tiempo casi loco a Mambí que quedó de
por vida neurótico al extremo de que por esta ocurrencia
despidió a su hija de sus dominios culpándola de su des-
gracia.

La novel pareja contritada emigró a otras tribus buscando


la tranquilidad que su solar nativo le había negado pero en
vano, la negra suerte la perseguía. A los seis años de casada
Nay perdió a su consorte a manos de un rival que quiso
hacerla suya. Después de este acontecimiento que dejó a la
india sumida en el más profundo dolor, desamparada y sola
sufriendo las inclemencias de la pobreza, joven y de des-
lumbradora belleza supo mantener puro su honor e infor-
mada de que su padre y su único hermano habían pasado a
mejor vida, volvió al hogar solariego encontrándolo triste y
desierto, más teniendo plena fe en que sus sufrimientos ha-
bían terminado, rodeada de los súbditos de su padre, ocupó
el trono de aquel engrandeciéndolo. Poco después se unió
al príncipe Caré y en adelante este reinado gozó de tranqui-
lidad y bienestar.

-67-
El hijo de Onomá

C achichí, el último soberano de los zenúes reinaba


por obra y gracia de sus súbditos allá por los años
de 1844, a tiempo en que la compañía francesa presidida
por Víctor Dujardín había venido a explotar el oro del Sinú.
Apenas los explotadores establecieron su campamento al
lado del cerro de Higuerón, el cacique sinuano que tenía su
residencia un poco más arriba de Tucurá, bajó presuroso
a congraciarse con los extranjeros viniendo con él toda su
familia y parte de su séquito. Ya estos indígenas algo civili-
zados, vestían la original paruma, se pintaban de achiote el
rostro y las manos, los hombres se adornaban de largos co-
llares de piedras de colores y usaban el pelo largo, mientras
que las mujeres lo usaban corto. En los tiempos a que nos
referimos los indios de Sinú hacían casi vida nómade bus-
cando su alimentación donde creían encontrarla. Sus ins-
trumentos de trabajo consistían en un cuchillo, un machete
y un hacha rudimentarios y había tribus que no tenían tales
utensilios.

Desde la llegada de Cachichí al campamento de Higuerón,


su hija la princesa Onomá, muchacha de quince años, her-
mosísima y vivaracha, la cual era preferida en cariño por su

-68-
Manuel Mendoza Mendoza

padre, fijó su dulce mirada en el naturalista de la compañía


joven Striffler, a quien no le fue indiferente la tenaz aten-
ción de la enamorada india, y parece que estas miradas se
comprendieron…

Las visitas del soberano al campamento de explotación eran


muy frecuentes, no solo porque le agradaba en alto grado
saborear el aguardiente que tenían los forasteros, sino que
también satisfacía su glotonería con la alimentación que le
proporcionaban los extranjeros. Onomá no faltaba nunca
a estas visitas habiéndose familiarizado tanto con el man-
cebo francés, que al poco tiempo el dardo emponzoñado
de cupido había flechado ambos corazones. Cachichí, fus-
tigado por la gran sed de licor que a cada momento le aco-
saba, no se dio cuenta de este idilio, que al fin y al cabo se
desarrolló sin que nadie lo hubiera evitado. Día hubo en
el que señor Striffler, seducido más bien por el amor que
por las investigaciones científicas que dijo iba a hacer en
las tierras de Tucurá, fue en compañía de los indios a sus
propias viviendas, pasándose allí varios días, imitando las
costumbres de estos, y dicen que allí pasó la luna de miel
con la regia Onomá.

Pasados varios meses, el campamento de Higuerón sufrió


el mayor de sus fracasos, una gran avenida del río arrastró
totalmente llevándose las máquinas de lavar el oro, que im-
prudentemente habían montado en una de las playas inme-
diatas, y la empresa tuvo que suspender definitivamente
sus trabajos y levantar sus toldas para otro campamento
establecido en el alto Magdalena. Con esto quedó aplazado
de manera total la explotación de oro en el Sinú.

Al señor Striffler le causó profundísimo pesar dejar a Hi-


guerón y principalmente a aquella dulce indiecita que ha-
bía ablandado su duro corazón y quien había hecho muy
gratas sus horas en las soledades del Sinú. Y se alejó de por

-69-
LEYENDAS SINUANAS

vida de la tierra que le había hecho concebir tan halagado-


ras y hermosas esperanzas.

Onomá por su parte, a más de su estado interesante, que-


dó sucumbida por largo tiempo en horrible congoja que la
hizo sufrir lo indecible. Al poco tiempo su padre la repudió
y la pobre princesa se vio obligada a buscar refugio en la
tribu de Caré, implacable enemigo de su padre, expuesta
a todas las contingencias. Allí tuvo a su hijo y amargada
por una vida de verdadero sufrimiento, murió dejando a su
pequeño heredero en manos de una amiga, que por su in-
mensa pobreza, no pudo prestarle al hijo del señor Striffler,
los cuidados que merecía y necesitaba.

El citado señor Striffler esperanzado sin duda por el oro


que encierra también el San Jorge, se estableció en San
Marcos, donde residió más de veinte años. Su casa de ha-
bitación la construyó en la cúspide de una pequeña colina,
desde la cual se domina el poblado y una gran porción del
llano y del río, en la que se contempla un panorama majes-
tuoso. Allí, gozando de una gran tranquilidad y entregado
a la lectura de sus buenos libros vivió el ilustre naturalista
una vida patriarcal dando ejemplo.

El señor Striffler tenía por costumbre bañarse diariamente


en las frías aguas del San Jorge y un día en que tomaba este
refrescante, cuando nadaba contra la corriente buscando la
orilla, una especie de desmayo se apoderó de él y comenzó
a ahogarse, haciendo sobrehumanos esfuerzos por ganar
tierra y cuando ya abandonaba la vida, un robusto mozo
que por casualidad por allí pasaba, se precipitó al río y lo
pescó por los cabellos llevándolo a tierra casi moribundo.
El bravo muchacho no perdió la serenidad un momento, lo
volteó boca abajo para que botara el agua que había tragado
y con fuertes masajes logró volverle la vida.

Algún interesado en saber quién había sido ese abnegado

-70-
Manuel Mendoza Mendoza

y desconocido salvador, siguió sus pasos hasta encontrarlo


lejos del poblado, pero no pudo saber más que su nombre,
se llamaba Luis, hijo de una mujer de la tribu de Caré, en el
Alto Sinú que apodaban Luca, y que venía de las montañas
de Uré en busca de trabajo.

Tiempos después esta misma persona, un señor Garizado,


interesada en saber quién había sido el salvador del señor
Striffler, la casualidad lo llevó por los lados de Naín, en el
alto Sinú y al entenderse con los antiguos súbditos de Caré,
sacó en claro que el salvador de don Luis Striffler había
sido nada más que su propio hijo, el hijo de Onomá, quien
como su madre vivió una vida pobre y de miseria.

-71-
Las capturas de Amador
y de Ribón

L os coroneles Martin Amador y Pantaleón German


Ribón, ilustres próceres de nuestra independencia,
quienes quedaron fuera del sitio que en 1815 impuso el
pacificador Morillo a la ciudad de Cartagena y que se de-
dicaron a combatir en forma de guerrilla a los españoles,
procurándoles toda clase de provisiones a los sitiados, en-
traron por las bocas del Sinú, en donde se encontraron con
el Champón que conducía el gran Situado de $ 80.000,oo
que Santa Fe había enviado para socorro de Cartagena y
que no pudo entrar a dicha ciudad. Siguieron con él intro-
duciéndose al corazón de la región que por esos tiempos
estaba casi deshabitada. Lograron levantar un pie de fuer-
zas de alguna consideración, pero desprovistas completa-
mente de armas de fuego, principalmente de municiones,
y como previeran que las tropas enemigas que tenían es-
tablecido su cuartel general en las sabanas de Corozal, pu-
dieran en un momento dado sorprenderlos con un ataque,
acamparon en Chimá, población enclavada en las orillas de
una ciénaga inmediata a la montaña. Juzgando que los espa-
ñoles tuvieran un gran número de hombres al que no le era
factible resistir, buscaron medios para evitar una sorpresa.

Con ese fin hicieron una gran tala de árboles en el cami-


no Chimá a San Andrés obstruyéndolo completamente con
-72-
Manuel Mendoza Mendoza

grandes, gruesos y pesados troncos atravesados en dicho


camino, que aparentemente impedían el paso de una caba-
llería, pero no así de una infantería. Alertas habían estado
varios días no temiendo más que de ese lado, pues por vía
del caño del Floral, brazo del Sinú, ni por Lorica había pe-
ligro. Cuando menos lo esperaban, los españoles en escaso
número de cien plazas, cuarenta de a caballo y sesenta de
a pie muy bien armados y equipados al mando del coman-
dante de la columna volante del Sinú don Jaime Bayer, pro-
cedente de Corozal, después de salvar los parapetos y obs-
táculos que los patriotas habían puesto para vigilancia de
ese lado, atacaron sorpresivamente a éstos no dándoles lu-
gar para hacerles frente. Aquello fue una confusión, los pa-
triotas corrían por todos los lados de la población habiendo
dejado en el campo veinticinco muertos, muchos heridos y
prisioneros. Los jefes Amador y Ribón se internaron en la
montaña en donde pasaron grandes penalidades con la pla-
ga, pues nubes de mosquitos cubrían el ambiente teniendo
que pasar lodazales y pantanos expuestos a toda clase de
peligros. A los dos días lograron salir a Cereté en donde
se les añadieron otros patriotas y las señoras doña Josefa
Colorete y Concepción Milian, mujeres que preferían pe-
recer en las selvas inclementes antes que ser víctimas de la
canalla española que las perseguía.

Dice un historiador que causaba profunda tristeza ver el as-


pecto de los doctores Amador y Ribón, dos hombres blan-
cos delicados, cubiertos de harapos, descalzos, enfermos,
buscando por valles y montañas el modo de escapar de la
implacable persecución de que eran objeto, pues bien sa-
bían que sus capturas eran la eliminación de sus preciadas
vidas. Caminaban a trechos, se reponían y volvían con el
mismo brío por montañas enmarañadas cruzando escar-
padas quebradas. Si grave era la situación que atravesaban
muertos de hambre y de fatiga a toda intemperie, más grave
aún era la que se les esperaba, pues tenían la seguridad de
que los españoles no les darían cuartel. Cuentan que en una

-73-
LEYENDAS SINUANAS

de las tantas malas noches que padecían, el doctor Amador


acosado por una fuerte fiebre deliraba y se le oyó decir:
“don Pablo Morillo: si para el triunfo de mi causa, que es
causa muy noble, necesita usted de mi pobre y miserable
vida, gustosamente se la entrego”.

A la noche siguiente, 23 de septiembre de 1815, rendidos


de cansancio y de fatiga fueron rodeados por todas partes
y capturados por las tropas del Capitán Vicente Sánchez
Lima en medio del rio Sinú, un poco arriba de Montería los
doctores Amador y Ribón, así como el general Rafael Car-
dile, el doctor José Trujillo, el diácono Braulio José Tirado,
las señoras Josefa Colorete y Concepción Miliar, y como
en estas capturas hubo lucha, murieron en ella el tenien-
te coronel Feliciano Otero, capitanes Felipe Madrid y Juan
N. Jugo, el teniente José Aguirre y heridos de gravedad los
tenientes coroneles Antonio Guevara y Manuel Basilio de
la Paz, éste último nuestro tatarabuelo. Con ellos quedó en
poder del enemigo todo el dinero del situado. Así lo dice
textualmente el parte oficial del mismo Sánchez Lima, fe-
chado en Ciénaga de Oro el 27 de septiembre de 1815.

Tanto prisioneros y heridos como el oro del situado fueron


remitidos a Torrecilla, en donde tenía establecido el Pacifi-
cador su cuartel general.

Y los bogas que conducían el Champón, humildes gentes,


carne de cañón, para que no sirvieran de estorbo ni pro-
porcionaran gastos, dice la tradición que en Montería el
acero Castellano dio fin a ellos en la orilla del rio al pie
de los hermosos bongos, y desplazados, los lanzaron a la
corriente para que sirvieran de pasto a los habitantes de
aquella mansión.

Ya sabemos que los próceres Amador y Ribón fueron deca-


pitados en Cartagena con siete ilustres compañeros más el
día 24 de febrero de 1816 por orden de don Pablo Morillo.

-74-
Cachichí, rey del hato

L o que hoy vamos a narrar no es un cuento de esos


en que representa principal papel la fantasía, no, es
un episodio veraz que nos tocó casi presenciar, desde pa-
rajes cercanos al lugar donde aconteció, hace ya algunos
años.

“La China”, hacienda entonces del hoy difunto don Julio Es-
pinosa, situada en la parte más central de los picachos que
deja la ramificación occidental de la gran cordillera andi-
na, es uno de los lugares más hermosos que nosotros haya-
mos visto hasta ahora creados por la naturaleza. La manera
como está allí distribuida la vegetación, el clima tan delicio-
so y saludable, la multitud de cosas que hay en que recrear
el espíritu, hace de este sitio una vivienda verdaderamente
admirable. La casa de la hacienda en esa época era un gran
techo construido de palmas de corozo y cercado muy bien
con venas de la misma palma, lo que daba un aspecto artís-
tico muy agradable. Alrededor de la casa había otros techos
del mismo material que servían de cocina, gallinero, pañol,
quesera, caballeriza, despensa y tres más para dormitorio
de los jornaleros. A pocos metros de distancia de las casas
un inmenso corral para ganados se extendía, entrando has-

-75-
LEYENDAS SINUANAS

ta una charca de agua. Diariamente, por la mañana y por


la tarde, gran número de reses de cría ocupaban el corral.
Eran aquellas horas a tiempo en que entraban y salían las
reses, horas de algazara, con los bramidos largos y cortos,
claros y roncos de aquel rebaño vacuno. El grito prepotente
del vaquero repercutía a intervalos ya haciendo entrar, ya
haciendo salir los ganados.

Todo en la hacienda era delicia, desde la alimentación en la


que entraba la sabrosa mazamorra y el no menos estupen-
do sancocho de guartinaja, hasta el baño en el arroyo, el
delicioso baño frio que tanto abría el apetito.

Lo único que perturbaba constantemente a los que no esta-


ban hechos a la vida montañera era el recuerdo de los tigres
y demás fieras, culebras, mosquitos, etc., que allí eran en
esa época muy abundantes. Lo probaba el depósito que don
Julio conservaba de pieles de todos los tamaños, de tigres,
leones, BARRETEADOS y culebras BOBAS. Entre las pieles
de esta especie de serpiente las había que median seis y
ocho metros, las pieles chicas de estos reptiles eran usadas
con predilección por los chalanes de la montaña como cin-
chas para sus monturas, no sólo por los raros dibujos que
ostentaban sino por la durabilidad del cuero.

Con mucha frecuencia faltaba en la hacienda un ternero,


un lechón, un perro, era que los tigres en animada compar-
sa hacían con ellos sus sancochos nocturnos. Esto acompa-
ñado de las historietas que sobre estas terribles fieras con-
taban los moradores de la montaña, sobrecogía de espanto
a los que por primera vez visitaban aquellos lugares.

Era una opaca tarde de agosto. Inmensos nubarrones pre-


ñados de electricidad y de agua se aglomeraban con estré-
pito sobre la parte más elevada de la montaña, a una legua
de la hacienda. El aspecto del cielo era precursor de una
lluvia torrencial acompañada de tormenta, el ganado, ya

-76-
Manuel Mendoza Mendoza

encerrado, daba muestras de inquietud con sus desespe-


rados bramidos, y los cerdos y los monos silvestres, y aun
los mismos seres humanos pobladores de la hacienda y ha-
bituados a las iras de la naturaleza, daban todos señales de
temor.

Cuando la noche cubrió con su negro manto el horizonte, la


lluvia en grado máximo se desató e inundó los alrededores
de “La China”.

Gracias al constante relampagueo, pudieron los habitantes


de la hacienda ver que el ganado, obedeciendo las ordenes
que con sus cuernos les daba Cachichí, toro padre que ra-
yaba ya en sus quince años, —se reunía en un ángulo del
corral mientras que aquel amenazante permanecía frente a
ellos, metido en una charca de agua que había en dicho co-
rral. Aquello era indicio seguro de que los tigres atacarían
aquella noche el rebaño.

Hombre y mujeres buscaron temprano sus lechos, no sin


haber tenido en cuenta la advertencia que les hizo el vie-
jo Germán, capataz de la hacienda de que “ATRENCARAN
BIEN LAJ PUETTAJ POCQUE LA NOCHE ERA E TIGRE Y
PODIA ACGUNO DE EJTOJ CONDENAOJ METESE Y LLE-
VASE ACGUNA CRATURA”.

Después de dos horas de copiosa lluvia, ésta se moderó,


quedando reducida a un menudo sereno que duró hasta
el amanecer. En el transcurso de la noche, los aullidos de
los tigres que rondaban las casas hicieron temblar muchas
veces a los durmientes. Los perros gruñían de manera tan
lúgubre, que, en vez de alentar, desanimaban.

Eran las cinco de la mañana. Una alarmante voz, la del viejo


Germán, gritaba:

—¡LEVÁNTENSE! ¡LEVÁNTENSE Y TRAIGAN LAJ EJCO-


PETAJ, QUE ETTIGRE SE COME A CACHICHÍ! ¡CORRAN,

-77-
LEYENDAS SINUANAS

CORRAN LIGERO!

No hubo quien no se levantara y echara mano a los viejos


CHOPOS, que por fortuna no faltaban en buen número en
la hacienda, por haber sido el dueño de ella militar triun-
fante. En pelotón corren todos al corral, y ¡oh, sorpresa!,
Cachichí exhibía gallardamente el cadáver de un gran tigre,
que traspasaban sus afilados cachos, lo que le impedía casi
levantar la cabeza. ¿Como explicarnos esto?, decían unos y
otros. Nada más natural que lo siguiente: el felino, trepado
en las puntas del corral, aguardaba el momento propicio
para caer sobre los lomos del toro y matarlo a zarpazos.
Aquella maniobra fue vista sin duda por Cachichí en el cla-
ro espejo que formaba el agua de la charca, y llevado por su
instinto de defensa, levantó la cabeza y hundió sus cuernos
en el vientre del carnívoro, desgarrándole la vida.

Desde aquel día Don Julio tuvo toda clase de miradas con
el toro prieto Cachichí, que fue dispensado de ser pasado a
cuchillo, —como son todos los de su raza— y pudimos ver
morir de puro viejo.

-78-
El castigo de un
malvado

A gonizaba el año de 1899 y el ambiente patrio era


infectado por asquerosa guerra civil que trajo como
consecuencia la ruina y en gran parte la desmoralización
del país. Los denominados rojos de Colombia se habían lan-
zado a la rebelión en vista de que sus derechos habían sido
conculcados, en pos de conseguir, si no el triunfo del ideal
al menos el respeto a la ciudadanía y a la propiedad. En
ese lapso sangriento, el salvajismo llegó a un grado superior
como para recordar los tiempos coloniales, como para pro-
bar que todavía circula en nuestras venas el rojo licor ibé-
rico que nos hace revoltosos unas veces, cómicos, toreros y
galleros en otras. Las odiosidades entre azules, sostenedo-
res del gobierno, y los rojos rebeldes, se acentuaron del tal
modo, que aun contrita el espíritu recordar aquella época
calamitosa y de duelo. Afortunadamente como que ya he-
mos entrado en una era de paz y de trabajo, que nos hará
olvidar poco a poco los viejos resabios partidistas, ingrata
herencia por cierto de nuestros antepasados.

En un apartado y miserable villorio, vivía modestamente


Miguel Ángel Morales, individuo que con su trabajo hon-
rado y tenaz logró obtener una mediana fortuna, que sin

-79-
LEYENDAS SINUANAS

duda fue codiciada por algún envidioso, por lo que vamos a


narrar. Morales a más de ser honrado era un buen hombre
serio y de conducta irreprochable, servicial, buen amigo,
etc. Cualidades que le hicieron captarse la estimación de
todos los habitantes del pueblo y de muchas personas fue-
ra de él. Sólo había en ese hombre un defecto capital, una
sombra casi lo eclipsaba, digámoslo así, y esto fue la causa
de tormentos para él, y fue su ruina material; pertenecía
al partido de los rojos, lo que entonces era considerado
como crimen de lesa humanidad. Morales, dijimos, vivía
modestamente en el villorio alejado absolutamente de toda
injerencia política, y a su hacienda le concretaba todas sus
horas y todas sus energías. Miró con suma indiferencia los
progresos de la revuelta armada porque ello no era su ele-
mento y en su casa, sin distingos políticos e inocentemen-
te albergaba tropas de uno y otro bando. Él no confundió
nunca la política con la amistad; sin embargo, de esto y a
principios de la revolución, Morales fue condenado por el
gobierno y por el solo hecho de ser rojo a pagar contribu-
ciones de guerra, que en nada le afectaron por haber sido
ellas relativamente insignificantes. Así transcurrió algún
tiempo y a medida que la revolución se prolongaba Mora-
les al igual de los demás rojos que se habían mezclado en
el conflicto era obligado a pagar empréstitos de guerra que
cada vez eran mayores en cuantía, y no obstante que ellas
no eran ya insignificantes, jamás se le oyó proferir una pro-
testa.

En la comarca imperaba un sargento orgulloso, altanero e


imbécil, un Kaiser sin bigotes, que era dueño de vidas y
haciendas de los rojos; era el terror de los pueblos, pues
disponía a su antojo de los bienes de sus enemigos políti-
cos sin tener en cuenta que lo “mal avenido se lo lleva el
diablo”. Este brusco e ignorante militarzuelo desde el co-
mienzo de la guerra demostró profunda y gratuita antipa-
tía por Morales y se cebó sobre este inocente llevándolo a
fuertes e inmundas prisiones, despojándolo de sus ganados

-80-
Manuel Mendoza Mendoza

y haciéndole pagar no ya contribuciones pequeñas sino de


mucha consideración. Tiempo llegó en que el pobre Mo-
rales, se resistiera a pagar uno de los últimos empréstitos,
que no le era posible efectuar sin que tuviera que desha-
cerse de su hacienda, tan hermosa y tan bien organizada a
costas de muchos días de ayunos y sudores causados por el
trabajo que ennoblece y dignifica. Fue preso y sometido a
grandes torturas, a la privación de agua y alimentos, hasta
que al fin no pudiendo soportar tanto martirio, accedió a lo
que anhelaba aquel ser inhumano salido del averno. Ni las
lágrimas de la esposa y de los hijos de Morales ablandaron
el corazón de aquel que había tomado la determinación de
acabar con todos los rojos.

Más tarde la importante hacienda de Morales había pasado


a poder de un político rico, y el humilde y honrado ganade-
ro que la había fundado, sufría resignado el desfavor de la
fortuna. Cuando la revuelta armada tocaba a su fin, Morales
fue condenado a pagar la última contribución de guerra en
lo que consumió el último centavo que le quedaba de su
hacienda.

Convertido en un asqueroso y miserable bohío, en donde


las enfermedades y el hambre vapuleaban inmisericorde
a una familia, así encontraron los albores de la paz el ho-
gar de Morales, aquel esclavo de trabajo que antes estuvo
gozando de tranquilidad y comodidades, y el del altanero
militarzuelo, convertido por artes de birlibirloque, ¡en una
suntuosa mansión!...

Transcurridos diez años y en una hermosa y fresca mañana


primaveral, una anciana, haraposa mujer de aspecto poco
agradable, triste y sombría como un crepúsculo de invier-
no, llego a la casa de un respetable y acomodado caballero
implorando un auxilio para su desventurado hijo Daniel
que agonizaba bajo los sufrimientos más horribles causa-
dos por una asquerosa enfermedad, rodeado de pobreza y
miseria.
-81-
LEYENDAS SINUANAS

De aquella casa en donde reinaba el bien y la tranquilidad,


salió la infeliz mujer satisfecha y presurosa escondiendo
maliciosamente en sus sucias vestiduras un puñado de mo-
nedas que aliviarían en mucho los aciagos y largos días que
le faltaban por pasar al lado del infortunado ser que había
llevado en sus entrañas.

¡Oh, Destino!, ¡oh, ley!, ¡gran ley de las compasiones! Ese


hijo que moría con las carnes podridas por el terrible mal
de San Lázaro y el caballero amable que tendió su mano
para socorrer a la anciana haraposa, eran el militarzuelo
infatuado, terror en otros tiempos de la comarca en nuestra
última guerra civil, y su víctima, el honorable Miguel Ángel
Morales.

Al uno sus malas acciones le hacían purgar muy caro su


enorme deuda, y al otro, lo favorecía pródigamente la for-
tuna y gozaba satisfactoriamente el futuro de su trabajo.

-82-
Pánfila y sus novillos
gordos

A llá en un pueblucho en donde el bravo sol de nues-


tros trópicos derrama con furia sus quemantes ra-
yos, y cuyo nombre, que coincide con el de los primeros
pobladores de América, que no queremos denunciar por
ser discretos, vivía la protagonista de esta narración.

Era ella a pesar de sus cuarenta y cinco marzos, una solte-


rona esbelta y ágil, buena y hermosa, aunque de semblante
pálido y de marchito rostro, agradable para los que la trata-
ban, empeñada al trabajo y, en fin, toda una señora de casa.
Era el encanto de su padre, el acomodado don Indalecio
Sevilla, quien se dedicaba a la ganadería, a la cual debía la
posición que disfrutaba.

Pánfila no obstante sus buenas cualidades y a los dólares


que poseía de dote, estaba como predestinada a VESTIR
SANTOS, pues no obstante los varios matrimonios que
tuvo arreglados, a más de los muchos pretendientes que se
le presentaron, no se sabía por qué causa no había podido
casarse, así era que el correr del tiempo, plateaba su escasa
cabellera y surcaba de arrugas su redondo rostro.

-83-
LEYENDAS SINUANAS

Por ese entonces, como pasaba ahora, venían con alguna


frecuencia a estos lugares los chistosos GUATAS o sea, los
humoristas antioqueños, a comprar novillos gordos para
proveer sus mercados. Por lo general la casa de don Inda-
lecio servía de alojamiento a los guatas, y éste ganaba mu-
cho con ellos, pues lograba siempre vender sus novillos a
mejores precios que nadie. Entre estos huéspedes, con mu-
cha regularidad venia uno de aspecto poco agradable, por
parecer un socarrón y por añadidura mascaba mucho el
castellano pues era gago, y para complemento, su habla na-
sal. Este guata hablaba poco, o para mejor decir, no hablaba
sino cuando lo interrogaban. Don Ángel Gaviria, como así
se llamaba, parecía preocupado siempre que llegaba a casa
de don Indalecio, como si alguna hoguera se escondiese en
su pecho; rara vez salía de la posada, y fijaba con mucha
frecuencia sus miradas de víbora en la doncella Pánfila, por
lo que ella y su padre llegaron a maliciar que aquel hijo de
la montaña había sido herido por el dardo certero y em-
ponzoñado de Cupido.

El padre de Pánfila —viejo, marrullero— daba lugar a que el


enamorado galán tuviera ocasión de declararle a su hija su
amor; así era que salía largos ratos de la casa, no sin haberle
dado lecciones sobre la materia a la CACHIFA, a fin de que
aquel ratón cayera en la trampa, pero esto fue lo que no
sucedió, porque don Ángel, como hemos dicho, se quería
comer la tórtola con los ojos y jamás sus labios se movieron
para decirle nada de amores; fuera que esperara que aque-
lla lo enamorara, o fuera que le tenía pena de hacerlo, el
hecho fue que en eso se pasó el tiempo.

Era una tarde primaveral, con un crepúsculo hermosísimo,


como son todos los del trópico; la fresca brisa jugueteaba
con los follajes verdes de la selva; bandadas de aves cruza-
ban el espacio azul lanzando sus alegres cantos; el ganado
vacuno —privilegiado en nuestra tierra— daba continuos
bramidos, buscando su rodeo-corral, empujado por el cla-

-84-
Manuel Mendoza Mendoza

ro y alegre grito del vaquiano. Don Indalecio y don Ángel


habían ido al potrero del primero a ver un lote de ganado
gordo que el último debía comprar.

Después de estar encerradas las mejores doscientas reses


gordas, don Ángel se dirige al dueño: aaaa ver do…doninda-
lencio, ¿a…a…a…cómo dá el ga…ganaoen…encerraó?

Que le parece, don Ángel —contesto el otro— que dado la


gran casualidad que la novillada que se ha encerrado per-
tenece TODITA a Pánfila y yo sin su consentimiento no le
doy precio. Ya usted vio el GANAITO, ¿le gusta?

Pu…pues mucho, do…donindalecio.

Entonces Pánfila le dirá el precio de sus novillos, repuso el


viejo, yo he venido a cumplir con mi deber mostrándose-
los; ahora que ella cumpla el suyo diciéndole el precio.

Y convenido esto, nuestros ganaderos emprendieron el ca-


mino del pueblucho, al que llegaron ya de noche.

Por esos tiempos, el ganado de cinco para seis años, gordo,


se vendía como muy bien pagado a cincuenta pesos oro le-
gal, y el astuto de don Indalecio había aleccionado a su hija
para que le pidiera a su pretendiente diez pesos más de lo
que valía realmente cada cabeza; quería a todo trance ex-
plotar al muy zoquete del guata, y así lo logró por una sola
vez.

Cuando el suegro y el pretendido yerno tornaron a la casa,


ya encontraron servida una abundante y suculenta comida,
que en pocos momentos se engulleron. Pasada media hora,
don Ángel se dirigió a Pánfila en estos términos:

Pu…pues se…señorita, do…donindalecio me…me dice que…


que el mejor ga…ganaito es su…suyo. ¿A a… co…cómo me…
me lo dá? Yo… yo se…se lo compro.
-85-
LEYENDAS SINUANAS

A lo que contesta la hipocritona:

Don Ángel, no había pensado todavía vender mis novillos,


pero tratándose de usted, persona a quien de veras estimo,
no vacilo en complacerle, advirtiéndole que con otro no
lo haría, se los doy a sesenta pesos. Y se quedó tan fresca
como si se hubiera tomado un vaso de agua.

Don Ángel no titubeó y al instante le dice:

Tra…trato he…hecho y en el acto sacó de sus alforjas una


libreta de la que extrajo dos esqueletos y extendió sendos
giros por valor de seis mil pesos.

No hay para que decir la alegría que invadió a don Indale-


cio, quien no hallaba a donde colocar a su deseado yerno,
el que, al día siguiente emprendió su regreso a Antioquia,
después de los más grandes agasajos por parte del viejo y
de la CHICA, a quienes prometió volver muy pronto.

No transcurrió mucho tiempo sin que el bueno de don Án-


gel regresara a seguir comprando y a ver a su Pánfila, a la
que tal vez conquistaría según sus pensamientos. La encon-
tró más amante, y cuando se informó que tenía trecientos
novillos gordos más, le dijo: Se…señorita ¿y… y… a co…
como me… me dá ahora el ga…ganaito?

Y ella contesto con todo desparpajo:

Para otro a ningún precio; para Ud. a ochenta pesos.

El guata guardó silencio y a paso precipitado se dirigió al


establo, montó su gigantesca mula prieta y, al despedirse de
don Indalecio, que estaba espiando sus pasos, le dijo:

A…adiós, do…donindalecio, qué…quédese con… con sus


no…novillos y… y su…su Pán…Pánfila que… que son mu…
muy ca…caros.

-86-
Manuel Mendoza Mendoza

Y se alejó clavando en los ijares de la bestia sus grandes


espolines.

Don Indalecio en el acto se entera con su hija de lo ocurri-


do y al ver derrumbado el palacio de sus ilusiones, exclama:

¡Qué baile Pánfila! Se nos fue el ratón después de encerra-


do.

Y hay quien asegura que, después de este fracaso, no se


atrevió don Indalecio a poner en cabeza de su hija sus no-
villos gordos.

-87-
El gallo bola tuerto de
Lora

N ada es más fastidioso en los campos como un me-


dio día acariciado por el sol canicular, y más aún, si
de ribete cacarean en coro las gallinas.

Muchos años ha, saboreaban varios amigos un medio día


de esos que envejigan la piel, no muy raros en esta parte
de la zona tropical, en la hacienda “Buenavista”, propiedad
de don Elías Sánchez, a donde fueron de paseo. Después
de haber almorzado y echado la siesta, mataban el tiempo
estos amigos con chanzonetas y cuentecillos que aburrían
y ponían de mal humor al más correteado. Solo no departía
en la charla el famoso humorista Toño Lora, quien no sa-
bían los paseantes en que se ocupaba. Curiosos todos por
saber el paradero, acudieron en su busca por todos los rin-
cones de la hacienda, y dieron al fin con su escuálida figu-
ra debajo de un pañol, buscando huevos de gallinas finas,
para sacar pollos de pelea, que eran su diversión favorita.
Desgraciadamente solo había conseguido dos huevos a pe-
sar de tanto buscar, pero estaba satisfecho por ello y volvía
contento a la casa.

Toño Lora tenía fama de ser el gallero más audaz de Mon-

-88-
Manuel Mendoza Mendoza

tería, y por eso entre sus congéneres se le admiraba y ve-


neraba.

Donde él se encontraba, no se hablaba más que del gallo


tal, del pollo cual y lindezas por ese estilo. Los gallos que él
solía preparar para la pelea era una rareza que perdieran, a
no ser que fueran bastos; en resumen, era un “cuida-gallos”
sin tacha.

De los huevos conseguidos por Lora en la hacienda de Sán-


chez logró aquel sacar dos hermosos pollos uno bola giro
y otro cenizo con cola, en los que tenía fincadas sus espe-
ranzas.

La época de las riñas de gallos se aproximaba, y ya Lora


había probado varias veces en topa embotados y a espuelas
descubiertas sus queridos gallos, los que, según él, maravi-
llaban por sus destrezas en herir a los contrarios a diestra y
siniestra que era un primor.

Llegó por fin el tan deseado día para Lora de pelear públi-
camente sus gallos, y sin haber tomado reposo del opíparo
almuerzo que acababa de darse, salió presuroso llevándose-
los a la gallera, a donde los de su cuerda, ansiosos lo espe-
raban. En dos por tres llega a la cita; se abre paso por entre
la multitud, entra a la valla y pide gallo a sus contendores,
a quienes muestra sus magníficos ejemplares. En un santia-
mén le presentan parejas, quedan casadas las peleas y a la
lucha.

Ha transcurrido una hora y hay dos gallos fuera de comba-


te. Lora no cabe de gozo, pero lamenta intensamente la pér-
dida de un ojo del gallo bola. Para él, esto es una verdadera
¡desgracia! Sale de la gallera echando pestes, y se dirige a su
casa no sin haber abrigado bien a sus gallos, no sea que un
rayo de sol vaya a provocarles irritación.

-89-
LEYENDAS SINUANAS

Pasados quince días, ya los gallos de Lora estaban en bue-


na disposición para la pelea, sólo que el bola tuerto había
rebajado ocho onzas de su conveniente peso; pero esto en
manera alguna impresionaba a su dueño, quien, por lo tan-
to, esperó el domingo con impaciencia. Llegó este día, y
los gallos volvieron al lugar de las riñas. Fueron nuevamen-
te casados, y a los pocos momentos, los gallos contrarios,
el uno había sido muerto y el otro huyó cacareando con
tremenda MORCILLERA. Los vencedores salieron ilesos,
por lo que a los ocho días volvieron a luchar obteniendo
otro ruidoso triunfo. Día hubo en que el gallo bola tuerto
luchara contra dos enemigos y brevemente los venciera.
Tenía fama ya dicho bola por su manera de combatir, pues
triunfaba dándole al contrario “golpe-cielo”. La manera de
vencer el cenizo era tumbando a patadas.

El primer año de riña, hizo el bola tuerto siete peleas, y el


cenizo cinco, sin que ninguno de los dos flaqueara en las
luchas ni se demoraran en concluir con los adversarios, por
lo que el público se mostraba satisfecho.

En las cantinas y demás reuniones no se oía en ese tiempo


más que hablar de los gallos de Lora, lo que enorgullecía
sobre manera a éste.

Llegó la época en que la vegetación brota, y luce sus tiernos


y verdes follajes, en que los campos despiden deliciosos
efluvios, en que los pajarillos entonan sus dulces y suaves
canciones, y en que los labriegos se preparan a cultivar sus
mieses; es el tiempo lluvioso o tiempo invernal. Los gallos
han terminado sus batallas y no sirven ya de tonta diver-
sión a los hombres; han sido puestos en libertad en grandes
patios, donde se revisten poco a poco de nuevos plumajes y
producen combatientes para las riñas venideras.

Las continuas ráfagas de frescas brisas, saturadas de selvá-


tico perfume, el prolongado y agudo chillido de la cigarra

-90-
Manuel Mendoza Mendoza

y la limpidez de un cielo azul anuncian la proximidad de la


estación veraniega.

Los pobres gallos han sido reclutados, llevados a su común


cautiverio y despojados, en parte de sus plumas. Los bri-
llantes gallos de Lora entraron en “cuido” y diariamente
después del “correteo” eran untados de ardiente frota que
los vigorizaba. Llegó el día de las peleas y sus gallos comba-
tieron con furor y triunfaron.

Las estrellas despedían su mortecina luz a los destellos de


una hermosa aurora, en el momento que Toño Lora salía a
paso moderado en su viejo alazán a una aldea cercana, en
busca de gallos que parar a sus adversarios, pues fuera de
los suyos, que ya eran invencibles, no tenía confianza en
los demás.

Había dejado cerrado el apartamento en donde habitaban


sus gallos, lo mismo que su tétrica morada, la que solo aban-
donaba por escasas horas; dos horas que empleara en ida y
vuelta, y dos que permaneciera en la aldea, en solicitud de
lo que lo llevó a ella, era en efecto escaso tiempo.

Se demoró más de lo que pensaba, y esto le pesó una y mil


veces después de haber regresado; si había traído cuatro
gallos que le aseguraron eran notables, en cambio encontró
en su casa un incidente que lo desagradó en extremo. A sus
dos gallos favoritos los encontró, el uno —el cenizo— ten-
dido para no levantarse más, y al bola tuerto, que era una
furia dando repelos al aire, casi ciego. Los dos gallos, por
una coincidencia, se vieron sueltos y guiados por sus ins-
tintos bélicos, se lanzaron a pico y espuela como si no hu-
bieran sido hermanos. ¡Qué escena tan desagradable aque-
lla para Lora! Si le hubieran cortado al tronco un brazo, no
lo hubiera sentido tanto. Una especie de hidrofobia trató
de adueñarse de él, pues se arrancó parte de sus lacios ca-
bellos. Se mordió furiosamente los labios, y quiso arrojarse

-91-
LEYENDAS SINUANAS

sobre el bola tuerto y estrangularlo, y lo hubiera hecho, si


un amigo que tenía a su lado no se lo hubiera impedido…
Pasaron unos momentos, en los cuales Lora se deshizo de
tan tremenda ira y recogió al pobre gallo, que no cesaba de
picar al vacío, lo roció varias veces con agua fresca, chupó
con sus propios labios las heridas que el infeliz tenía en el
cuello y la cabeza, y con gran cuidado lo llevó a un cuarto
oscuro.

Pasaron quince días, los cuales bastaron para la completa


reposición del gallo bola tuerto, el que volvió a la gallera
muchas veces venciendo siempre a sus contrarios.

Los nítidos y hermosos fulgores de una luna llena bañaban


mansamente la fresca noche del 31 de octubre de 1893.
Acariciados por esa vívida claridad, caminaban satisfechos
charlando amistosamente, varios amigos, entre ellos Toño
Lora, hacia una vetusta casa del pintoresco barrio de la
“Chivera”. Habían sido invitados por el apreciable don Juan
Gómez a participar de un bien condimentado sancocho,
que ofreció en honor al mejor gallero de la región.

Y las dispersas y lúgubres notas del concierto perruno en-


sordecían los contornos de aquel arrabal, casi entregado a
las delicias de Morfeo.

Y don Juan Gómez esperaba con impaciencia a sus convi-


dados, los que a poco se presentaron, encontrado ya ser-
vida la mesa que despedía olores provocativos, en la que
resaltaba un bien asado pollo que despertaba una buena
dosis de apetito.

Antes de abrir operaciones sobre la mesa, fueron obsequia-


dos los comensales con una copa de ron “Inglés”, brindada
por los fuertes lazos de amistas que los unía. Al cuarto de
hora no quedaban en aquella mesa más que las migajas des-
preciables de aquellos manjares. Toño Lora quedó lamién-

-92-
Manuel Mendoza Mendoza

dose los dedos, después de haber arrojado con mala gana el


hueso de un muslo de aquel pollo asado, que tanto, tanto le
había gustado.

Para dar termino a aquella cena don Juan Gómez llenó nue-
vamente de vino las copas y con palabra enérgica, aunque
nasal, dijo: brindo esta copa por la salud de nuestro mejor
gallero Toño Lora, y por la memoria de su gallo “bola tuer-
to”. Y terminó con una estentórea carcajada.

Lora, a quien cayeron aquellas últimas palabras como un


rayo, quedó anonadado. Había comprendido la burla de
que había sido víctima, pero recordando el delicioso pollo
que acababa de saborear, y la buena amistad que le unía a
Gómez, hizo de tripas corazón y le acompaño a festejar tan
amarga ocurrencia. El apetitoso pollo que tanto gustara a
Lora, no había sido otro más que su propio gallo bola tuer-
to…

Desde entonces, Toño Lora no gustó ni del canto de los


gallos.

Ni ha habido en la región un gallo de las condiciones del


bola tuerto de Lora.

-93-
Lo que conviene a casa
viene

N o hay cosa más positiva que la verdad que encierra


este popularísimo proverbio, díjome en una oca-
sión mi anciano amigo Fausto Garzón a tiempo en que yo
le exigí me explicara los motivos que él tenía para afirmar
tal aseveración.

Oiga, —me dijo— pero antes cuidemos de que nadie más


que usted me escuche; quiero que usted conozca el secreto
que durante treinta y dos años hemos guardado mi difunta
esposa y yo, secreto que me hizo el más feliz de los morta-
les y que me hará morir, con el favor de Dios, en medio de
las mayores comodidades, legándole a mis queridos hijos
dinero suficiente para que pasen sin privaciones el tiempo
que han de estar en vida.

El viejo se levantó del lujoso y cómodo sofá que ocupaba,


y con gran cuidado junto a la puerta que de su oficina va al
salón, pasándole el cerrojo; miró por la reja que va al jardín
y, como viera que no había señales de personas por allí,
volvió a tomar asiento, suspiró largamente, me hizo señales
para que acercara mi asiento al suyo y poniendo su mano
en mi hombro derecho comenzó: soy descendiente del más
humilde y pobre linaje y pasé mi adolescencia con la más

-94-
Manuel Mendoza Mendoza

infame de las compañeras: con la pobreza. No obstante, mis


inolvidables padres, para quienes fui excelente hijo, se des-
velaron porque yo aprendiera cualquier cosa y heme aquí,
gracias a sus esfuerzos, apto para haber sido su apoyo, aun-
que hubiera sido en sus últimos años, y para haber ocupa-
do la respetable posición que hoy ocupo. Mediante rudos
trabajos, la pubertad me encontró con recursos para hacer
frente a la vida conyugal, que me atraía no por amor, sino
por necesidad. Celebré mis esponsales y llevé a mi consorte
a la casa paterna, en donde viví con los autores de mis días
hasta que ellos se alejaron de mí para siempre. Allí, a fuerza
de sudores y acostumbrado a los rudos golpes del martillo,
pues era mi profesión la herrería, conseguía el sustento de
mi corta familia. Así, con aquella trabajosa vida, pasaron
los mejores años de mi juventud, hasta que un día aburrido
de tanto golpe seco y viendo que aquel constante trabajo
no me daba sino para vivir recortadamente, decidí dejar
el martillo y la fragua para dedicarme a otra cosa, que no
solo me hiciera dejar de pasar tanto trabajo, sino que me
dejara mayor remuneración. Dejé, pues mi oficio y me lan-
cé a la aventura, sin más recurso que mi entusiasmo y la
aspiración por llevar de la mano a ese señor tan codiciado
por todo el mundo, llamado dinero. Pero ¿cómo conseguir-
lo, si mis parrandas con malas compañías me lo impedían?
Errante anduve varios días de pueblo en pueblo sin con-
seguir ganar más que el sustento diario, y al fin, también
cansado de llevar vida de vagabundo, retorné a mi hogar, y
si lo encontré más lleno de miseria que lo había dejado, al
menos tuve el calor confortativo de familia que me volvió
a la vida.

El anciano hizo una pausa, forzado por un gran acceso de


tos… Cobra aliento, se incorpora y me hace señal de que lo
espere mientras toma unos tragos de agua de la alcarraza
colocada elegantemente sobre un estante.

Aquellos momentos, que para el anciano fueron una tre-


gua de descanso en su agotado organismo, para nosotros,

-95-
LEYENDAS SINUANAS

de temperamento altivo, —característica de la juventud —,


fueron un fastidioso y considerado lapso.

El señor Garzón, hombre avanzado por los años, pero toda-


vía conservado vuelve a su puesto con las mismas ganas del
principio y continúa su relación.

—En mi hogar solo encontré miseria, pues mi atribulada


mujer, combatida por el hambre, vendió la mayor parte de
mis utensilios de herrería, y aun debía sumas, que, si pe-
queñas, en conjunto formaban cantidad no despreciable.
Mi primer paso fue abrirle venta a la casa, único haber que
me quedaba, y salvar así, aunque quedara en la calle, lo que
siempre estime más que mi vida y única herencia que con-
servaba de mi caro padre: la honradez.

Con el producto de la venta de la casa, pagué mis deudas y


arrendé otra muy reducida, pero sí suficiente para mi fami-
lia. Esta casa a la cual debo mi fortuna, había sido recons-
truida por aquellos días, y por no haber sido destinada a sus
dueños, no tropezaron ellos con la dicha que la suerte me
reservaba.

Desde que comencé a vivir en la casa, noté que al pisar el


punto céntrico del pavimento de la recamara sonaba hueco,
y en más de una ocasión dije a mi esposa: Juana, aquí hay un
entierro. A lo que ella contestaba burlonamente: sácatelo.

El tiempo, padre de los años, rápidamente pasaba. Yo, en-


tretanto, esclavo del trabajo, luchaba en vano por sostener
a mí ya crecida familia, que carecía de lo más necesario.

Era una noche, sí, la recuerdo, una noche hermosísima de


luna, de ese astro opaco, testigo mudo de tantas cosas. Yo,
recluido en mi aposento y anegado en tristeza sin límites,
pensaba en el obscuro porvenir que se les reservaba a mis
queridos hijos. Mi cabeza, a momentos, era un volcán en
que los varios pensamientos bullían precipitadamente,

-96-
Manuel Mendoza Mendoza

atormentándome. Mi corazón a intervalos se comprimía,


cortándome repentinamente la respiración. En una palabra:
mi alma, forjada para el sufrimiento se sentía acongojada.

Así pasaba aquella noche, noche cruel, pero sublime, sen-


tado, pero con la cabeza reclinada en las rodillas y con las
manos agarradas fuertemente a mis desgreñados cabellos,
en una hamaca, que dividía en dos partes iguales la recama-
ra, y que estaba precisamente sobre la parte del suelo que
sonaba a hueco. Mi esposa al darse cuenta de mi estado se
acerca a consolarme, y cuando trató de compartir mi asien-
to, una de las cuerdas que sostenía la hamaca, se rompió
y nuestros pobres cuerpos cayeron pesadamente al suelo,
causando un ligero ruido cavernoso. Al principio creí que
se trataba de algún fenómeno sísmico, pues con mi cuerpo
se hundía la tierra ¿Qué había pasado?

Con nuestra caída se desplomaron algunos ladrillos del


pavimento, mostrando una honda cavidad. De pronto mi
humor cambia; la curiosidad y el presentimiento de algo
muy grande me hacen cobrar ánimo. Hago luz, tembloro-
so de emoción, y comienzo a examinar la causa de aquel
desplome. Me introduje en el hueco que medía más de un
metro de profundidad, y estaba limpiando de escombros el
fondo cuando mis manos tropezaron con los bordes de una
olla, que, por las dimensiones de su circunferencia, daba a
conocer su regular tamaño. La ambición trató de adueñarse
de mí, más temiendo un desengaño, serené mi excitación y
esperé con paciencia el resultado. Busqué precipitadamen-
te un cavador, que por fortuna tenia, aunque en mal esta-
do, y con sumo tiento fui sacándole a la vasija la tierra que
tenía en su derredor. Apenas tenía la mitad visible, quise
levantarla, pero no pude; el temor de romperla, haciéndole
fuerza mayor me contuvo. Seguí la excavación, aunque el
cansancio y el sudor me lo impedían. Ya estaba la olla a
descubierto y quise alzarla; tampoco me fue posible, pues
su peso me puso obstáculo, y no viendo otra manera por
lo pronto para ver su contenido fuera del hoyo, opté por

-97-
LEYENDAS SINUANAS

averiguarlo, aunque trabajosamente, dentro de él. Mi espo-


sa que me alumbraba con una bujía, me dijo: “cuidado, el
contenido de la olla no va a ser sino restos humanos, lo que
me daría mucho terror; deja eso para cuando sea de día”.

Imposible; mi ambición y mi curiosidad, que no podía ya


dominar, llegaban al colmo. Yo estaba seguro de que aque-
lla vasija contenía un tesoro. Poco a poco fui quitándole lo
que constituía la tapa; una capa de tierra de un espesor de
más de tres pulgadas, luego otra capa de arenilla negra, y
enseguida, aquello me pareció un ¡sueño! ¡Oh, fortuna! El
tesoro más grande que en la vida habían visto mis ojos…

Allí encontré joyas de inestimable valor, muchos soles y,


lo que es más, ¡oro en barras, en polvo y amonedado…! La
satisfacción me hacía estrujar las manos, y el temor de que
alguien reclamara aquel tesoro me hacía llevar la mirada a
todas partes.

Ya verá, pues, amigo, que nací pobre, me acosté pelado


como el ojo de un mico, y amanecí repleto, y más que sa-
tisfecho, rico…

Lo demás el público lo sabe. Me alcé como espuma, y mis


negocios, impulsados por mi escaso talento, se multiplica-
ron dándome pingües ganancias, que me han hecho quien
soy…

Espero que usted quede convencido de la verdad que en-


cierra el proverbio.

El anciano calló…

Yo por mi parte, le tendí mi diestra en señal de asentimien-


to, y le ofrecí lo que hoy cumplo: narrar su aventura, po-
niéndome de manifiesto que, “lo que conviene a casa vie-
ne”.

-98-
Resucitado

A la radiante luz de un hermoso día invernal, diez vi-


gorosos peones trabajaban empeñadamente en dar
término a sus tareas de “macaneo” en la ubérrima hacienda
denominada “El Juncal”, propiedad de un honrado agricul-
tor, la que estaba aislada en lo más intrincado de la selva y
que distaba del más cercano pueblo algo más de veintidós
leguas. Eran las cinco de la tarde cuando algunos de estos
peones, después de haber dado fin a sus tareas, ayudaban
a sus compañeros que no las habían concluido aún. Los
alegres cantos, silbidos, charlas y risas de unos y otros de-
mostraban la satisfacción con que daban fin a su cometido,
cuando un accidente desgraciado vino a turbar sus adelan-
tados trabajos. Juan Díaz, uno de los peones, por cierto, el
que aventajaba a sus compañeros en opulencia y robustez,
acababa de lanzar un fuerte “¡ay!” en los precisos momen-
tos en que caía pesadamente al suelo, privado de todo co-
nocimiento. Los compañeros alarmados se precipitaron a
su lado y a la vez retrocedieron espantados. Avanzaron de
nuevo empuñando fuertemente sus relucientes machetes,
gritando: allá va, atájala, dale… ya ejjtá…

¿Qué había pasado? Cuando los peones vieron caer a su


compañero y se acercaron a él, una enorme, “mapaná” salía

-99-
LEYENDAS SINUANAS

de los pies de la víctima, después de haberle hincado sus


frágiles y agudos colmillos en diferentes partes del cuerpo.
La víbora trató de escapar, pero no le fue posible porque
pocos momentos después fue ultimada a lomos de mache-
tes por los peones, quienes lo hicieron con gran satisfac-
ción por vengar en algo a su camarada. El terrible reptil
medía más de metro y medio de longitud y acababa de mu-
dar la epidermis, lo que influía en que su veneno fuera más
mortífero.

Juan fue trasladado acto seguido a la casa de la hacienda y


transcurrió largo tiempo sin dar señales de vida, no obstan-
te que sus compañeros le chuparon las heridas, pusieron en
ellas cataplasmas de contras, le aplicaron sobijos por todo
el cuerpo, baños generales y otras cosas más que aconseja
la ciencia de la ponzoña. Al fin cuando las sombras de la
noche comenzaron a cubrir el horizonte, el enfermo hizo
ligeros movimientos y paulatinamente fue aliviándose has-
ta que quedó en su cabal conocimiento. Siendo la media
noche el paciente volvió a caer en un gran sopor, y com-
plicaba más su estado de gravedad la secreción de sangre
por toda la porosidad de su cuerpo; la calentura en grado
máximo le subió y se mantenía en un delirio inarticulado.
Ya estaban agotados los específicos que en la hacienda te-
nían y por aquellas inmediaciones no había especialista al-
guno en esta clase de novedades, más que en un pueblito a
treinta leguas de distancia, al que habían mandado buscar
momentos después de haber ocurrido el accidente.

Apenas los primeros destellos de la aurora se esparcieron,


el dueño de la hacienda dio órdenes a sus peones para que
tomaran en hombros una improvisada camilla de ligeras
caña flecha, en la que conducían al moribundo al puebleci-
llo más inmediato en el que éste tenía sus deudos, y el que
no distaba menos de veintidós leguas. Mucha jornada por
cierto para que aquella afectada comitiva pudiera salvar en
menos tiempo del necesario, aunque así lo requería el esta-

-100-
Manuel Mendoza Mendoza

do agónico del enfermo: pero al menos tenían la esperanza


de encontrar al curandero y que este le prestara su asisten-
cia lo más pronto posible al paciente.

La pequeña y silenciosa turba devoraba con ansia la jor-


nada que la separaba de la aldea a la que se dirigía, sin dar
tregua de descanso. Son las diez del día y han andado siete
leguas, son las doce y han adelantado dos más, pero ya sus
piernas se resisten a continuar tan pesada marcha; además
sus estómagos vacíos solicitaban combustible.

—Un esfuerzo más— dice Martínez, dueño de la hacienda,


que capitaneaba la patrulla, pues a una legua de aquí está
“El Abandono” y allí tomaremos alimento y un poquito de
descanso, si es que nos lo permite el estado del enfermo,
que iba sumido en prolongado letargo.

La patrulla más que caminaba corría, pero sus sobrehuma-


nos esfuerzos se disipaban al pensar en la enormidad de la
distancia a la aldea.

Cuarenta y cinco minutos y se encontraban en “El Abando-


no”, lugar en que sólo había una choza, ya derruida por el
tiempo y la soledad. Martínez ordena hacer alto y la camilla
es bajada con esmerado cuidado y colocada en el centro de
la rancha. Los mozos apenas dejan la carga, se dirigen a sus
mochilas en busca de alimentos que engullir, sin cuidarse
del enfermo que ni siquiera daba muestras de vitalidad.

Una vez que estuvieron los estómagos repletos, Martínez


se acercó al lecho del enfermo y con sumo cuidado levantó
la manta que aquél tenía encima cobijándolo. El paciente
continuaba en la misma posición en que le habían puesto,
lo que dio sospechas a Martínez; éste lo examinó detenida-
mente, tomándole el pulso, poniéndole su oído en el cora-
zón, y como notara que el cuerpo estaba helado, exclamó:
—¡Juan está muerto! No tiene pulso ni le palpita el cora-
zón.
-101-
LEYENDAS SINUANAS

Los peones rodearon el lecho, y al ver la triste realidad de


la muerte en uno de sus compañeros, no pudieron menos
que verter lágrimas.

Después de unos momentos de descanso Martínez dispone


la marcha para llegar siquiera al amanecer al pueblito. Con
los mismos bríos los peones se ponen en camino, pero no
ya con el paso suave que requiere un enfermo, sino con el
fuerte paso —trote que resiste un muerto—. Así van trotan-
do, van trotando hasta más no poder, y pasadas dos horas
van ya extenuados de fatiga, de cansancio; el muerto cada
vez se les hace más pesado y el tiempo lluvioso que amena-
za y la noche obscura que se aproxima, todo influye en el
ánimo de los cargadores para negarse a seguir tan fúnebre
procesión, llevando tan pesada carga.

Martínez y sus compañeros acuerdan y proceden a dar se-


pultura al infortunado Juan al pie de un frondoso higuerón
plantado majestuosamente a la vera del camino. Allí apar-
tando el verde musgo, hacen el trazado de la fosa y ponen
manos a la obra. Cuando daban fin a su laboriosa ocupa-
ción, el día, que había sido radioso cambió de pronto sus
diafanidades tersas por el enlutamiento de una soberbia
tempestad. En menos tiempo del que se calculaba y sin que
los operarios dieran término a su obra, un horroroso hura-
cán se desata con todas las iras de la naturaleza y deja ate-
rrados a los conductores del muerto, que creyeron llegada
su última hora. Presurosos y sin darse cuenta de lo que ha-
cían, cogen al muerto por sus extremidades y lo precipitan
al foso, le ponen como tapa unas palmeras y despavoridos
huyen al pueblo.

La noche fue una serie inacabable de aguaceros que hizo


llegar a nuestros “héroes” a la aldea con los huesos calados
y un hambre de canes.

A los próximos albores del día, aunque todavía lloviznaba,


un pelotón de hombres entre ellos Martínez y algunos de
-102-
Manuel Mendoza Mendoza

sus peones, volvían presurosos al lugar a donde habían de-


jado a medio enterrar el cadáver de Juan, para darle com-
pleta sepultura. A medida que iban avanzando encontraban
en el camino, ya una mochila, una cubierta de machete, una
abarca, ya una camiseta, un pantalón o alguna otra prenda
de vestir: despojos de los derrotados la noche anterior por
el huracán. La nueva comitiva iba festejando con chírigas y
risas los aprietos en que se vieron la tarde anterior los de la
fúnebre procesión, en tanto que un acontecimiento inespe-
rado les hacía poner los pelos de punta. Al voltear una de
las curvas del camino, del que ya habían andado un consi-
derable trayecto, Juan Díaz, demacrado y con una palidez
transparente, ¡se les presenta! Unos retroceden temerosos
y otros emprenden vertiginosa fuga…

Juan les grita: —¡No juigan, que ejttoy vivo!

Los que solo habían retrocedido cobran ánimo y se acercan


a Juan, que venía con una debilidad extrema, y el que en
pocas palabras les enteró de cómo había vuelto a la vida.

Se ha probado ya que el agua es uno de los mejores antído-


tos contra las picaduras de las culebras y a no ser porque la
lluvia en aquella noche de borrasca penetró en la sepultura
de Juan, cubriendo su cuerpo algunos minutos, éste no es-
taría hoy contando su historia.

Desde entonces para acá, a Juan Díaz y al lugar donde éste


se salvó, se les llama el “Resucitado”.

-103-
Cosme Damián

E n el invierno que viene, según asevera él mismo,


cumplirá 82 abriles de existencia, o por decir mejor,
70 años de puro trabajo material a sol y agua, blandiendo su
lustroso machete y su pesada hacha, ya en los macaneos y
desmontes, ya en el derrumbe de árboles centenarios.

Es por su gran talla y temperamento humorístico, el ejem-


plar más interesante de la raza negra; sobre su arrogante
cabeza, la nieve de los años forma copa; su ancho rostro,
sinnúmero de arrugas lo marchitan; sus callosas manos, a la
par de sus monstruosos pies, son espejo fiel del cañongo o
verdadero hombre de trabajo.

Cosme Damián desde edad temprana unió su suerte a la


sencilla Maruja, india regordeta y chiquitina, que forma
contraste con la estatura de aquél y que ha llegado a ser su
felicidad, pues se quisieron y se quieren más que dos palo-
mas caseras, según expresión de ellos mismos. Retoños de
ese amor son: Moisés, Pedro, Conce, y Margarita, honrados
campesinos que viven fuera del hogar paterno, entregados
como sus progenitores, a rudos trabajos para ganarse dia-
riamente la manutención.

-104-
Manuel Mendoza Mendoza

Cosme Damián, después de larga vida de trabajos penosos,


consiguió tener una casita y levantar una buena cría de cer-
dos, destinada a aliviar la incurable enfermedad llamada
vejez, por lo que se preocupaba en conservarla y hacerla
producir.

Cierto día Cosme Damián enfermó de calenturas con fríos,


y en el corto tiempo que estuvo en cama se languideció en
extremo. Su médico, el tegua Anselmo, le recetó que to-
mara, como aperitivo, vino de San Rafael y buen caldo de
gallina. Cuando pudo levantarse vino al sitio, como llaman
los montunos a los pueblos; se llegó a una tienda y compró
una botella del recetado vino y tornó a su casa. El día en
que volvió Anselmo a verlo, se enteró de que había mejo-
rado, pero muy poquita cosa; le preguntó si tomaba el vino
y contestó: “jesso no sibbe, me tumé dende aquén dia la
butella en lammueso y naitiquita me alentao”.

—Jesso no se toma asina —respondió el tegua—; se toma


poccopita alora de laj comiaj. Compra otra butella y siguilo
tumando.

—¡Pouto!... —contestó Cosme—, jesso ej muy caro… Recé-


tame una cosita que sea barata.

—Toma puej dijo Anselmo, trej cogolloj erúa, con doj cua-
ttiya de arbaca menúa, en un pocillo e agua gervía, cuando
sean laj doce der dia.

Cosme Damián no se hizo esperar y se lanzó el mismo


fuera de su casa para conseguir las hierbas, más cuando
arrancaba las hojas de los consabidos remedios, un pano-
co atrevido le mordió furiosamente en un dedo. Llega a su
casa sin aliento y en los precisos momentos en que Maruja
desfallecía a consecuencia de una hemorragia, causada por
una cortadura con el hacha al hender un palo de leña. A
los gritos de Cosme, acuden, Pedro y Moisés en precipitada

-105-
LEYENDAS SINUANAS

carrera; pero sucedió que al entrar en casa, el uno cayó de


bruces sobre una cochinata y el otro se llevó por delante
una tinajera.

Cosme Damián, repuesto de sus achaques, un día de ferias,


acude al poblado. En la aglomeración de gentes es fácil re-
conocerle a distancia, pues su estatura sobresale a la or-
dinaria. Allí bebe vino hasta más no poder, pero a costa
de sus amigos, a quienes no invita cuando él se pone las
mañanas. Medio alzado se llega a una tienda que adminis-
tra un joven amigo suyo, con quien tiene mucha confianza.
Observando todo lo que en la tienda había, sus ladinos ojos
se detuvieron en un hermoso frasco que contenía cigarri-
llos y preguntó:

—¿Qué son jesoj alimalitoj que tiene ettarro?


—Son cigarrillos, viejo, ¿quiere comprar? Repuso el ven-
tero
—Si siñó, quieru prubá a que saben; ¿a como luj dá?
—Vale una cajetilla doce centavos, ¿quiere?
—Si, sinó pero ej fá, pocque ni truje eb venganó.
—No le hace, tome, agrega el ventero.

El viejo tomó el paquete de los deseados cigarrillos y trató


de abrirlo, más como sus ordinarios dedos, llenos de callos,
solo lograban destruirlo, el ventero amigo se vio precisado
a pedírselo y le saco un cigarrillo, que le dobló, le encendió
y le puso en los labios. A la primera chupada, el viejo en un
tris se lleva el cigarrillo, y como no le sintiera gusto, optó
a las muelas llevarlo, y como allí tampoco encontró sabor,
tiró la cajetilla en el mostrador, exclamando en altavoz:

—Yo no compro jeso pocque jetá amaggo y jecho cocá…


—¡Cómo Cosme! —dice el ventero—, no la recibo; lo ven-
dido vendido está.

Después de una breve discusión entre ventero y compra-


dor vio éste que era mejor no discutir y marcharse con los
-106-
Manuel Mendoza Mendoza

cigarrillos, y en efecto, se calla, pero al salir de la tienda


exclama malhumorado:
—¡maddita gata caraj! ¡Ej ubedda que la ejpirencia cuejta
plata!

Una madrugada Cosme Damián, después de tomar su tinto


bien mezclado con ron caña, orondo monta el pollino y se
dirige a la roza en busca de unos ñames y yucas y a espantar
la langosta que en grandes manchas había visto pasar, es-
tando la tarde anterior bañándose en una poza. Y caminan-
do iba pensando en la ruina que tendría si aquella maléfica
plaga su sementara destruía. Y con el embriagador perfume
de las mañaneras flores que a su paso iba aspirando poco
a poco fue olvidando aquellos mil sinsabores que su ima-
ginación por un momento creó, cuando el pollino tropezó
con una raíz y el pobre Cosme cayó, descomponiéndose un
brazo, achatándose la nariz, hiriéndose con un vidrio en la
frente, más un gran porrazo que su pobre pecho sufrió. En
este estado, resolvió darle de palos al burro, y como éste
le comprendiera, enseguida se le escapó. El viejo terco y
taimado, prosiguió su camino al maizal, y allí encontró ¡oh,
sorpresa!, lo que no es para narrar, el grillo, el cerdo y el
ganado en cantidad tal que dejaron mondo y pelado todo lo
que Cosme con ayunos y sudores había sembrado.

Y el mohíno Cosme Damián alza las manos al cielo y ex-


clama:

—¡Siñó, jagase tu voluntad!

En otra infeliz ocasión, Cosme Damián sufrió severísima


lección yendo a montear las sabrosas hicoteas, para la se-
mana santa pasar. Allí cogió garapachos, tortuguines, gran-
des hicoteas y cuando volvía con pesada carga a casa, sintió
a su espalda pisadas que no le inspiraron confianza; voltea,
mira bien y descubre, ¡oh, Señor omnipotente!, una vaca
flaca y muy valiente que se adelanta a embestirle. Cosme

-107-
LEYENDAS SINUANAS

corre, y sin advertirlo cae a un zanjón, donde la vaca le dio


cacho hasta rendirlo.

Los vecinos encontraron allí más tarde al pobre viejo y al


verlo en tan deplorable estado, imploraron la protección al
cielo para que le salvara la vida, que el demonio en forma
de vaca le había maltratado. El enfermo fue llevado a su
hogar en hamaca y allí le vimos llegar, sin hicoteas, sin tor-
tuguines y en medio de un gentío tal que dijimos: ¡ahora sí
que el pobre Cosme al infierno va a parar!

Más no fue así, porque al poco tiempo hemos visto aún al


viejo magullado, con su buen humor, su pachocha, su mal
hablar y sus andares de mono prieto que nos hace a todos
reír.

-108-
La casa solariega de ñor
Pacho

A la orilla de una pintoresca y tersa laguna, a la entra-


da de un espeso y escabroso bosque, se descubre el
espléndido paisaje de la aldea de Corozalito, aldea que no
obstante su aspecto melancólico, la grotesca construcción
de sus viviendas y el incómodo tránsito de sus calles, se
hace simpática al viajero por el trato afable de sus pacíficos
y hospitalarios moradores.

Allá en el extremo solitario del poblado, circundada por


el follaje de fragantes limoneros y frondosos y milenarios
guayacanes, muestra su ridícula faz la casa solariega y des-
habitada de ñor Pacho. Fue ñor Pacho cabeza y alma del
pueblo en un tiempo, es hoy, por el peso de sus noventa
primaveras, veneración de los aldeanos.

Con paso temeroso y a la luz crepuscular de aquella tarde


estival, dirigíanse hacia la casa aislada doce doncellas in-
dias llevando unas en sus brazos, pequeñas plantas de aro-
máticas, otras resinas y bujías.

¿Qué era aquello? ¿Algún sagrado festival muy común en-


tre nosotros? No, iban por mandato de ñor Pacho a incine-

-109-
LEYENDAS SINUANAS

rar esas sustancias para que el humo que ellas despidieran


retirara a los aterradores espectros que hacía algún tiempo
se habían apoderado de su vieja morada, produciendo des-
de entonces gran espanto en la pequeña población.

Cierto día un viajero curioso que se había informado desde


otro caserío inmediato del pánico que reinaba en la aldea,
llegó a la posada del viejo Pacho, a enterarse de la verdad
de lo que se decía. Ñor Pacho, sobrecogido de un gran te-
mor y tartamudeando por el miedo que le inspiraba delatar
a los espectros, en pocos instantes contó lo que había visto
y oído, y prolongó la relación con lo que a él le habían ma-
nifestado los que también habían sido atacados por aquel
misterio.

Ñor Pacho habitaba felizmente en su casa en compañía de


dos nietecillos suyos, y una noche en que hacia un tem-
poral fuertísimo, cuando la lluvia caía a torrentes, sintió
que manos extrañas le ataban de pies y manos. En vano
hizo grandes esfuerzos para desembarazarse, en vano dio
grandes gritos, pues el temporal no dejaba oír más que sus
prolongadas descargas de electricidad y la furiosa caída de
las aguas.

Cuando cesó la lluvia estaba el infortunado Pacho yerto y


lívido, tendido y clavado fuertemente en unión de sus nie-
tos en el húmedo suelo con cuatro cirios ardiendo en su
derredor. No se dieron cuenta mis hombres de quiénes los
habían burlado de manera tan desagradable, pero si esta-
ban seguros de haber visto dos figuras vaporosas que, al
hablarles en tonos discordantes, les erizaron más de una
vez sus cabellos.

Vino la aurora con sus hermosos fulgores y encontró a ñor


Pacho y compañeros en estado tan infeliz que las gentes de
la aldea acudieron a ponerlos en libertad.

-110-
Manuel Mendoza Mendoza

La noche siguiente ñor Pacho llevó a su lado a varios miem-


bros de su familia armados de lanzas, sables y palos. A me-
dia noche, cuando todos dormían a pierna suelta, uno des-
pertó azorado diciendo que unas manos yertas le habían
tocado los pies; otro también sintiendo que le tiraban de los
cabellos, a la vez que otro que fue maltratado con una agu-
ja, dejaban escapar desaforados gritos. A los cinco minutos
todo era confusión y espanto. Unos buscaban sus armas,
otros con qué hacer lumbre; pero ni las armas, ni las ceri-
llas, ni las bujías aparecían; se las habían llevado aquellos
GENIOS MISTERIOSOS. Siendo el pánico cada momento
mayor, decidieron escapar al poblado dando gritos espan-
tosos. El pobre Pacho a quien las fuerzas habían abandona-
do, quedó medio muerto por el estropicio que le produjo el
paso de sus semejantes por encima de su gastado cuerpo, y
quedó a merced de los espectros.

Al regresar los compañeros del desdichado viejo con casi


todos los habitantes del consternado pueblecillo, encontra-
ron a aquél en la misma posición que la vez anterior. No
dejaron parte que no buscaron donde sospechaban que po-
dían estar aquellos maléficos espíritus, y cansados de bus-
car, se reunieron en la vieja casa, encendiendo alrededor
grandes hogueras, y vino el día sin que los espíritus dieran
señales de existencia.

La noche siguiente ocurrió la misma escena y siguieron


consecutivamente repitiéndose, hasta que los moradores,
asaltados de un pavor indescriptible, resolvieron abando-
nar la casa por algún tiempo a fin de que desapareciera
aquel misterio.

Había transcurrido algún tiempo, y no habiendo dado más


señales de vida aquellos fantasmas, resolvió el confiado Pa-
cho trasladarse a su antiguo domicilio, no sin llevar algunos
compañeros. A la hora señalada y temida de la media no-
che se sintieron sacudidos en sus lechos, oyeron voces pro-

-111-
LEYENDAS SINUANAS

fundas que salían del fondo de la tierra, como de personas


que carecieran de narices, y de pronto se armó vocinglería
espantosa. Esto bastó para que ñor Pacho y los suyos resol-
vieran definitivamente abandonar la antigua morada.

Desde entonces la fama de espanto de que era víctima la


casa del viejo Pacho, se extendió por los contornos vecinos
y cada día era más temida. Según pasaban los días se propa-
gaba en la aldea que los genios querían extender sus domi-
nios hasta el poblado, pues a la hora acostumbrada sentían
en él ruidos extraños.

Los habitantes de la infortunada aldea, para aplacar las iras


de los espectros hacían que sus doncellas fueran los sába-
dos a quemar yerbas y sustancias aromáticas en la casa he-
chizada.

¡Oh, lo que puede la ignorancia!

El curioso viajero —quien no era otro que el acaudalado


don Juan Vargas— escuchó sin perder sílaba la relación que
le hizo el famoso ñor Pacho, y prometió a este y a los aldea-
nos, librarles de lo que para ellos era un tormento.

Don Juan iba con una docena de viriles peones en busca de


unos ganados que tenía paciendo en lugar cercano al pue-
blecillo de nuestro relato, y se propuso descubrir la causa
que producía tanto terror. Al efecto acuarteló con sus peo-
nes en la malhadada casa, no obstante que los moradores
de la aldea, le suplicaron que no se expusiera, pues los es-
pectros cada día eran más temibles. Vino la noche a cu-
brirlo todo con sus espesas sombras y pasó con vertiginosa
rapidez. Amaneció luego el día con resplandecientes clari-
dades para solucionar el enigma de la casa de ñor Pacho.

¿Qué había sido de don Juan y compañeros? Esta era la pre-


gunta de los vecinos de la aldea y presurosos corrieron en

-112-
Manuel Mendoza Mendoza

montón a ver cuál había sido el fin de aquellos temerarios.

Llegan cerca de la casa; se detienen… avanzan con preo-


cupación; retroceden un poco… vuelven a avanzar y al fin
descubren a don Juan impávido fumándose un grueso ci-
garro. Llegan… le preguntan con avidez el resultado de sus
pesquisas y por toda respuesta, levantándose del burdo
banco donde reposaba, les hace ademán de que le sigan.
Los aldeanos se precipitan tras él; este empuja la primera
puerta que encuentra y con tono sarcástico exclama: “Mi-
rad los espectros; son bandidos”.

¡Oh, hermosa realidad! Los que por tanto tiempo habían


sido para los aldeanos seres del otro mundo, ¡eran una par-
tida de ladrones! ¡La casa había sido madriguera de foraji-
dos! Don Juan y sus peones descubrieron una cueva donde
encontraron toda clase de mercadería y nueve malhecho-
res, que fueron seguidamente puestos en manos de la auto-
ridad de la población cercana.

Este fue el fin de los temidos espectros de la casa solariega


de ñor Pacho, los cuales asaltaban y mataban a los despre-
venidos viajeros, desvalijándolos de cuanto llevaban.

-113-
Malagana y Berástegui

E n épocas ya bien remotas, allá por el año de 1734,


un súbdito español de los Bajos Pirineos, Don Luis
Gómez y Barragán obtuvo de su rey Felipe V la donación de
un lote de terrenos cenagosos en esta comarca sinuana, los
cuales se denominaban “Zapalería de Bugre”.

Más tarde el expresado señor Gómez y Barragán vendió a


Don Manuel Berástegui, súbdito español también oriundo
de Vitoria y casado con la señora Petrona Gómez y Barra-
gán, hermana de aquel, las expresadas tierras enlodazadas,
que con el correr del tiempo se han convertido en un im-
portante centro industrial que hoy por hoy constituye una
de las riquezas más efectivas del Sinú. El mencionado señor
Berástegui a fuerza de constancia y de trabajo fomentó en
lo más prominente de dichas tierras un hato habiendo vi-
vido en él con su familia en algunas ocasiones y alternado
en otras en Lorica, en donde tuvo a la mayor parte de sus
hijos. Parece que sus hijos fueron cinco, tres varones y dos
mujeres. Este señor siendo como era un ferviente católico
se propuso y lo consiguió, darles una educación teológica a
sus hijos, de ahí que formara tres sacerdotes y dos monjas.

-114-
Manuel Mendoza Mendoza

Los sacerdotes fueron: don Miguel, que fue Párroco de San


Jerónimo de Montería, don Pedro, que lo fue de la Santa
Cruz de Lorica, y don José María, de San José de Ciénaga
de Oro.

Como al presbítero doctor José María Berástegui le domi-


naban más que todo las faenas campestres, se hizo cargo
después de la desaparición de su progenitor del hato en
cuestión y deseoso de acrecentar más sus terrenos le pro-
puso a un terrateniente vecino que vendiera una gran faja
del que éste encerraba; a lo que en principio se opuso el
colindante que era un señor de apellido Martínez, a quien
apodaban el “Cacique Maya”. Al fin las influencias que in-
terpuso el sacerdote vencieron a Martínez y de mala gana
le vendió al presbítero doctor Berástegui, quien por esta
circunstancia le puso al hato, cuya extensión era ya un la-
tifundio y el que había deslindado judicialmente con inter-
vención de vecinos, el nombre “Malagana”.

A la muerte del presbítero doctor Berástegui acaecida el 9


de febrero de 1863, su hijo el doctor Manuel Burgos, se hizo
cargo de la heredad habiendo fundado en un lugar cercano,
muy seleccionado, por cierto, quizá con previsión del gran
ingenio azucarero que hoy ocupa la mayor parte de la zona
de Bugre, otro hato que en principio llamo “Hatonuevo”, y
que después de algún tiempo y memoria de sus antepasa-
dos le dio el nombre de “Berástegui”. Allí en aquella pobla-
ción en estado embrionario, que él fundó, plantó en 1872
una fábrica de azúcar centrifugada, la primera que vino al
Estado Soberano de Bolívar, con lo que inició su videncia.
El doctor Burgos se desvivió por hacer de su latifundio tie-
rras adaptables para grandes dehesas y lo logró haciendo
las albarradas del caño de “Bugre” desde el villorio de San
Antonio hasta la boca del caño de “Palmito” primero y lue-
go introduciendo la hierba del Pará, hoy “admirable”, que
se ha extendido con profusión en todos los contornos del

-115-
LEYENDAS SINUANAS

país. En 1884, año que murió el doctor Burgos la hacienda


apacentaba 14.000 reses vacunas.

Con la desviación de Sinú por la boca de “Vilches” princi-


pal causa por la cual se obstruyeron y luego perdieron los
caños de “Martínez y de “Bugre”, la “Hacienda Berástegui”
ganó no solo en terrenos, sino en fertilidad con lo cual tuvo
en adelante mayor capacidad para apastar ganados. Las
pérdidas de los brazos ya citados fueron pronosticadas por
el doctor Burgos en un artículo publicado en “El Heraldo”
de Cartagena, con lo que siguió probando su videncia.

Después de transcurrir un largo lapso las tenaces gestio-


nes del general Francisco Burgos Rubio por la fundación de
algo grande que no fuera la hacienda, triunfaron a ojos vis-
tas, y la mayor porción de la “Hacienda Berástegui” cedió
su puesto a la empresa azucarera del mismo nombre, ha-
biéndose parcelado el resto de aquella constituyendo ahora
pequeñas haciendas que cada vez y debido a sus magníficas
condiciones de insuperables terrenos, se valorizan.

Está demostrada la clarividencia del doctor Manuel Burgos


con el cambio que últimamente ha tenido el antiguo hato,
habiéndose convertido en el transcurso de los años en lo
que actualmente es.

¿Y Malagana?

El sitio en que estuvo la cabecera de este hato, al pie de


una montaña, lo ocupa hoy un incipiente poblado, a quien
el señor general Francisco Burgos Rubio, descendiente de
aquellos fundadores de la gran hacienda, ha bautizado con
el opulento nombre de “Montecristo”, pero como la tradi-
ción prevalece, las gentes no han dejado de llamar a este
paraje a usanza antigua, y aún el mismo don Francisco en
ocasiones al referirse al actual Caserío, no lo nombra sino
por su primitivo nombre: MALAGANA.

-116-
La república de Montería

A llá por el año de 1878 vivía en Montería don Ma-


nuel Lucío De Gomar, quien había tenido la suerte
de hacerse a una buena posición pecuniaria con el constan-
te bregar de cada día luchando con todo obstáculo que se le
oponía a sus proyectos honrados de hacer capital.

Esta posición le daba perfectamente para vivir con toda


holgura, pero el señor De Gomar como buen profesor de
economía, se impuso recortes y privaciones afrontando
una vida miserable para que su fortuna creciera, como en
efecto creció. Los principales negocios de este señor con-
sistían en extensos potreros ubicados en las márgenes del
Sinú y un incontable número de ganado vacuno y caballar,
de razas seleccionadas que tenían fama en la región, unos
por los grandes rendimientos de leche que daban sus vacas
y otros por ser corceles de pasos naturales, cómodos, bue-
nos bríos, rareza de colores, etc., etc.

La familia de este hacendado se componía de su mujer y


cuatro hijos, el último de éstos era varón, que el padre ado-
raba con preferencia, no sólo por ser el último, sino porque
era un chiquillo, parlanchín, de inteligencia precoz que do-
minaba absolutamente a su padre.
-117-
LEYENDAS SINUANAS

Las primeras letras y deletreo los aprendió Marianito, que


así se llamaba el párvulo, con la señora Micaela, y los estu-
dios primarios con el maestro Ruíz, que por cierto distin-
guía mucho a su educando.

Don Manuel como nacido y levantado en una ciudad, era


un hombre de muy regular cultura y sobre todo, de un mag-
nifico criterio, por lo que desde un principio pensó educar
a su hijo lo mejor posible.

Marianito ya de edad de trece años era un muchacho des-


pierto, jovial con todo el mundo, por lo que generalmente
se le tenía gran cariño y estimación.

Don Manuel, amigo íntimo del cónsul de Norte América en


Cartagena, e instado por éste, resolvió mandar a su hijo a la
gran nación americana y para esto aprovechó un viaje del
expresado cónsul a Estados Unidos, y Marianito fue llevado
e internado en la Universidad de Filadelfia, gran instituto
entonces, para estudiar comercio.

Es una gran verdad que el medio ambiente hace al indivi-


duo, pero el caso de Marianito fue una excepción. A los
ocho años de estar en Norte América, el muchacho en vez
de progresar intelectualmente, retrogradó; no otra cosa fue
el atrofiamiento de su espíritu que lo volvió un ente des-
graciado, pues aunque al parecer no era vicioso ni de malas
costumbres, lo dominó la idiotez; sin embargo a los diez
años justos de estar ausente de su patria chica, el Colegio
Universitario de Filadelfia le expidió el cartón que lo licen-
ciaba en comercio y ciencias económicas refrendado por
las universidades de Indianápolis, Trenton, Boston y Rich-
mond, y después de un largo paseo ordenado por su padre
como premio a su aprovechamiento, por varios estados de
la Unión Americana, regreso Marianito a sus viejos lares.

Eran los últimos días de Diciembre de 1887. En Montería


tenían verificativo grandes festividades de Pascuas, en que
-118-
Manuel Mendoza Mendoza

los barrios de Chuchurubí y La Ceiba, se disputaban los ma-


yores gastos por el lujo que ostentaban los carros alegóri-
cos que exhibían en sus fandangos, en los cuales quemaban
inmensas cantidades de bujías esteáricas, preciosas bande-
ras de raso estampadas de papel moneda, se regaba entre la
multitud, cantidades no despreciables de plata amonedada
y muchísima agua de Kananga. Estas diversiones tuvieron
que suspenderlas más tarde, por el encono que suscitó en-
tre ambos barrios que en ocasiones llegaron a irse a las ma-
nos a puños, piedra y garrote, resultando muchas personas
lesionadas.

El barrio de Chuchurubí llevó su fandango a dar la bien-


venida al joven De Gomar y comisionó para que le ofre-
ciera su saludo al poeta Gollito Aguirre, quien en una muy
feliz improvisación en que exaltaba los méritos del recién
llegado, le ofreció la manifestación y le dio el más cordial
saludo a nombre de la “Perla Sinuana”. Marianito un poco
perezoso aceptó un taburete que le brindaron y subió a él a
corresponder al agasajo.

Muchos dijeron: ¡Marianito De Gomar en la tribuna!...

El novel profesional con bastante timidez puesto que nun-


ca se había visto en semejante trance después de hacerse
presente medio en inglés y medio en castellano su agrade-
cimiento por aquel acto espontaneo de deferencia, terminó
con estas palabras: “¡Monterianos! ¡Monterianos! ¡Monte-
rianos!... Dentro de cien años nosotros estaremos vueltos
tierra y… y… y… ¡Montería será una gran república!...

Y mil voces se levantaron para vivar el tribuno, que bajó en


medio de una ovación en brazos de la muchedumbre.

Transcurridos algunos días el señor De Gomar invitó a


su hijo para ir a su hacienda “El Trébol”, en donde estaba
edificando una hermosa casaquinta, para que este le diera

-119-
LEYENDAS SINUANAS

luces sobre algunas mejoras que quería hacerle a la cons-


trucción, ya que el joven traía ideas nuevas de tanto mundo
como había recorrido. La casa era muy grande, de balcón y
techo pajizo.

A la llegada a la hacienda, Marianito anduvo con su padre


por todas partes y por una escalera improvisada colocada
casi perpendicularmente subieron al balcón en donde esta-
ban amontonadas partes del material para el embarre de las
paredes compuesto principalmente de estiércol de vacas y
arenas, en lo que el muchacho fijó mucho su atención sin
decir palabra.

Llegada la hora del almuerzo el joven permaneció silencio-


so, lo que su padre tomó como parte de su cansancio. En el
resto del día volvió Marianito varias veces a subir y bajar
del alto sin argüir palabra, y siendo la hora de la comida,
se arrimó a la mesa y comió con la misma preocupación,
por lo que su padre ya no pudo guardar más silencio y le
preguntó que qué tenía que estaba tan apesadumbrado que
si no le había gustado la casa. El muchacho con una lenti-
tud marcadísima contestó: “No alcanzo a explicarme papá,
como pudieron esas vacas subirse y defecarse en lo alto”.

¡El pobre padre presa de un desencanto enorme, no pudo


menos que verter lagrimas!...

Este fue su manjar de sobremesa al convencerse del POR-


TENTO de su hijo Marianito.

-120-
Las tres cabezas
particulares

E l señor doctor Diógenes Domiciano Zárate, per-


sonalidad distinguida de Santander, se presentó a
estos pueblos de Dios a principios del año de 1884 con el
sólo pretexto de dar espectaculares proyecciones con una
linterna mágica que llevaba, pero en realidad su propósito
no fue otro que cumplir una misión de la directiva liberal
nacional, para ponerse en contacto y poder conferenciar
con los liberales principales de cada localidad en el Depar-
tamento de Bolívar para preparar así la revuelta armada
que estalló a principios del año siguiente, la cual tuvo tan
triste fin y que vino a poner en peores condiciones de atro-
pellos a los defensores del partido caído en esa época.

Entre las exhibiciones que hacía el doctor Zárate citado,


que en la guerra que hablamos obtuvo las presillas de coro-
nel efectivo, había una muy humorística y muy particular,
que a todo mundo llamaba la atención, denominada “Las
tres cabezas particulares”, que generalmente en cada pue-
blo dedicaba el empresario a los liberales más visibles quie-
nes por lo regular correspondían con dádivas grandes y
pequeñas, según la condición económica de cada uno. Esto

-121-
LEYENDAS SINUANAS

que parecía un pingüe negocio del doctor Zárate, era nada


menos que una propaganda política y un medio velado para
acopiar recursos monetarios para ayudar a la guerra civil en
embrión. Consistía la mencionada proyección en tres gran-
des cabezas de caballos en colores vivos, una seguida de la
otra, pero casi pegadas, las cuales una reía, otra estaba muy
seria y la otra lloraba. Estas cabezas a un mismo tiempo da-
ban sobre si mismas una vuelta semicircular, quedando las
bocas de los animales hacia arriba y apareciendo entonces
abajo otras tres grandes cabezas humanas, en la que el pue-
blo reconocía enseguida a las de los doctores Rafael Núñez,
Carlos Holguín y Miguel Antonio Caro, actores principales
de la imperante regeneración. Invertidas como aparecían
las cabezas de los caballos, le correspondía a la del doctor
Núñez llorar, a la del doctor Holguín estar muy serio y a
la del doctor Caro reír, lo que nosotros siendo niños in-
terpretábamos así: el doctor Núñez lloraba sus desgracias
políticas viéndose abandonado de aquellos que él mismo
levantó e hizo grandes, el doctor Holguín muy serio, con
seriedad de senador romano, pensaba en algo mejor para
él, que no logró conseguir, y el doctor Caro como hombre
ducho y político de fibra, reía a mandíbula batiente al ver
los progresos de su obra regeneradora, siendo como fue el
autor intelectual de tan hábil estatuto legislativo, obra tan
discutida por unos y otros. Este ingenio de la crítica de esa
época, (la proyección) era repetido profusamente en cada
espectáculo a petición del público.

Cuando llegó el doctor Zárate a Cereté, con su música can-


tando como anota el refrán, se relacionó muchísimo con la
parte principal de la sociedad, que por cierto ha sido siem-
pre muy culta, con razón que se ha dicho de la población
que es el “Cerebro del Sinú”, y anunció su debut. Al verifi-
carse éste salió a relucir galas, como era natural, “Las tres
cabezas particulares”, que como en otras partes fue repeti-
da y estruendosamente aplaudida. Nada anormal pasó allí,
fuera de dos o tres vivas al partido conservador, dados por

-122-
Manuel Mendoza Mendoza

individuos intoxicados por el alcohol, lo que demostraba


que “había moros en la costa”.

Al día siguiente en casa de don Gabriel Espinosa, una reu-


nión de varios amigos íntimos, formada por don Gabriel,
el doctor Francisco Padrón, don Carlos Vellojín, Demetrio
Álvarez, Antonio Angulo, el doctor Zárate, Adriano Santos,
Manuel Flórez Piedrahita y Basilio Hernández, libando una
que otra copa festejaban algún nacimiento onomástico en-
tusiastamente, cuando de improviso se llegó a la reunión
don Santos Rodríguez, quien desempeñaba entonces algún
cargo oficial en la Instrucción Pública. Al ver al doctor Zá-
rate, se le fue la sangre a la cabeza y de buenas a primeras
se dirigió agresivamente a él diciéndole: “ese mochoroco
es un bandido, porque con sus imbéciles funciones irres-
peta la majestad de la nación, simbolizada en los tres más
grandes regeneradores del país”. Zárate que era un cora-
judo en verdad al verse insultado de aquella manera tan
brusca, se irguió, y arremetiéndole de frente a Rodríguez,
le tiro una trompada, que si no es porque de refilón la apara
en su rostro Manuel Flórez, quien quiso que no se consu-
mara el lance habiendo quedado de hecho privado de todo
conocimiento, Rodríguez hubiera muerto desde el primer
round. Los presentes mediaron a tiempo habiendo evitado
una desgracia. Don Gabriel y don Carlos Vellojín se lleva-
ron a Zárate para el interior de la casa, y el doctor Padrón
y Basilio Hernández alejaron de allí a Rodríguez que era un
toro contra el santandereano y con lo que quedó terminada
aquella tempestad en un plato de agua. Luego el doctor Pa-
drón el inolvidable Pacho, quien tenía el don caballeresco
de apaciguar y de llevar a todas partes la conciliación, amis-
tó a los contendores que volvieron a beber en el mismo
vaso.

A esto el pobre Manuel Flórez con la cara bien soplada y


algo amoratada seguía alegre la parranda.

-123-
LEYENDAS SINUANAS

Don Gabriel Espinosa, quien detrás de su ceguera física es-


condía algún numen poético, compuso seguidamente este
chispazo:

Un Santo con faz de diablo


a un Zárate provocó…
y un Manuel Flórez pagó
el mal uso del vocablo…

-124-
La acción de San
Carlos

E l revolucionario liberal coronel Julio Gutiérrez,


procedente del Alto Sinú, ocupó a Montería en la
guerra civil de 1895. Ya los conservadores de esa pobla-
ción, que entonces eran los más, habían dejado sola esa lo-
calidad y se habían ido a Lorica a ingresar al ejército que
comandaba el general Milcíades Rodríguez, para “defender
el hogar”, según propias palabras de algunos a quienes se
les creyó liberales, y que resultaron más godos que Fernan-
do VII. Propagaron por todas partes los conservadores e hi-
cieron aparecer al coronel Gutiérrez, ciudadano antioque-
ño, como un ogro, cuando en verdad era todo un caballero
distinguido.

Muy pocos días después el ejército del gobierno acampa-


do en Cereté se proponía a atacar a Gutiérrez en Montería,
pero a esto se opusieron los monterianos enrolados ya en
el ejército, temerosos de que la población sufriera con un
combate en sus calles y plazas, un incendio o alguna otra
calamidad. El general Milciades Rodríguez, jefe del ejército
del gobierno atendió esa petición y nombró entonces una
comisión compuesta de dos liberales para que fueran al
campamento de Gutiérrez y consiguieran la evacuación de

-125-
LEYENDAS SINUANAS

la plaza dicha. Para desempeñar tal comisión fueron esco-


gidos los señores don Manuel A. Mendoza E. y don Miguel
Gómez Patrón, quienes cumplieron a cabalidad tan arries-
gada empresa, ya que desconocían completamente al jefe
revolucionario, quien los recibió de modo correctísimo y
los colmó de atenciones, demostrando con esto una buena
cultura, muy lejos de como lo hacían aparecer sus enemi-
gos. Los comisionados solicitaron a Gutiérrez que se aleja-
ra de la población, puesto que ella no era terreno propicio
para combatir, pues no había ningún lugar estratégico para
su defensa y además le informaron que el ejército del go-
bierno era numeroso y estaba muy bien armado y que el
de él dejaba mucho qué desear. Gutiérrez agradeció mucho
estas observaciones y prometió a los comisionados desocu-
par inmediatamente a condición de que le informaran al
jefe conservador que hasta al día siguiente en la noche no
lo haría, para tener tiempo suficiente a prepararse en San
Carlos, de donde tenía información que allí el terreno era
adecuado para hacerle daño al enemigo, lo cual era el pro-
pósito del jefe liberal, ya que no podía vencer. Los comi-
sionados regresaron y dieron cuenta al jefe del ejército del
gobierno del propósito de Gutiérrez, esperó hasta la hora
indicada y marchó a Montería habiendo encontrado a dicha
población desierta. A esto, de Berástegui habían enviado
los conservadores a alguna persona que se apellidaba libe-
ral, de San Carlos varias cargas de ron para que emborra-
chara a los soldados de Gutiérrez, lo que según dicen, aquel
cumplió al pie de la letra.

No obstante que las fuerzas del gobierno eran infinitamen-


te superiores, no se atrevieron a atacar a los revoluciona-
rios, sino valiéndose del factor alcohol. Convencidos, se-
gún avisos que recibieron que el ron burguero hacía sus
efectos, se lanzaron sobre la pequeña fuerza de Gutiérrez,
que no pudo defenderse. Muy pocos revolucionarios les hi-
cieron frente, trabándose una lucha de pocos momentos.
Allí cayó para no levantarse más el bravo Eurípides Gál-

-126-
Manuel Mendoza Mendoza

ves Soñert, joven liberal de lo más distinguido de Monte-


ría, quien peleó con denuedo extraordinario. Este hecho de
armas, aunque pequeño, no dejó de tener su importancia
por las muertes de Gálvez y del capitán Vicente Torres,
oficial del gobierno que mandaba una compañía, y algunos
heridos, entre ellos el coronel M. Méndez, a quienes tras-
ladaron seguidamente en hamaca a Montería. Por informes
de algunos conservadores, que estuvieron en esa acción,
hemos sabido que cuando trasladaban al coronel Méndez
a Montería, su pueblo, al colocársele en la hamaca, reco-
mendó a los que lo iban a cargar, que siempre que llegaran
a un caserío, le dieran vivas, así fue que cuando llegaron al
Sabanal gritaron: “Viva el coronel Méndez”, y éste desde su
lecho ambulante con aquella vocecita que le era peculiar
gritaba también: “¡Viva! ¡Viva!”

Cuando después de una batalla en que el número de muer-


tos es de alguna consideración, el jefe victorioso hace que-
mar a los occisos, por no ser posible hacer grandes exca-
vaciones, y enterrarlos no siendo así cuando el número de
bajas es exiguo. En el combate de San Carlos hubo muy po-
cos muertos, y a excepción del capitán Torres, único con-
servador que murió, a los demás se le condenó a la hoguera
sin contemplaciones. El cuerpo del valeroso Gálvez, quedó
a medio quemar y a la intemperie, hasta que manos carita-
tivas le dieron humilde sepultura, y no así aconteció con el
de Torres que fue trasladado a Ciénaga de Oro y enterrado
con los honores del caso.

Terminada esta corta contienda civil, el coronel Gutiérrez


con su salvoconducto se estableció como agricultor en el
Alto Sinú; allí fomentaba una pequeña finca muy lejos de
estorbar a nadie, trabajando honradamente de sol a sol
acompañado de su mujer y de sus hijos, cuando la parca
con sus brazos descarnados y férreos vino a estrangularle
el corazón. Una tarde después del rudo batallar del día en
que volvía a su casa, manos avezadas en el crimen dispa-

-127-
LEYENDAS SINUANAS

raron a quemarropa y sobre seguro a su espalda un fusil


cortándole el hilo de la existencia.

Así pagó este preclaro soldado de la democracia el gran cri-


men de haber ocupado con su fuerza militar a la “Sultana
del Sinú”.

-128-
Un rasgo del temple del
Tío Jesu

C on el apodo familiar de Tío Jesu, ricos y pobres,


blancos y negros trataban en Lorica al general don
Jesús María Lugo, personaje de gratísima recordación.

Cultivamos por mucho tiempo una íntima amistad con este


dilecto amigo y por ello nos convencimos de las magníficas
prendas morales que le adornaban condensadas en estas
pocas palabras: caballero por excelencia; amigo sin doble-
ces; humanitario sin limitaciones; patriota hasta el sacri-
ficio. Poseía otros atributos a más de ser un liberal en el
sentido genérico del vocablo; era la virtud hecha hombre.

De temperamento afable, trato exquisito, charla amena y


campechana, se gozaba muchísimo con su conversación.

Desde joven fue adicto a la carrera militar, se abrazó a ella


y ascendió por rigurosa escala por sus dotes de estratega y
experiencia en el ramo, hasta merecer las charreteras de
general de división, cargo de gran responsabilidad desde el
cual hizo grandes servicios a su patria y a su partido.

-129-
LEYENDAS SINUANAS

Adquirió enorme prestigio, no sólo en su pueblo, sino en


todo el departamento y sólo le bastaba dar un grito para
verse rodeado de gentes de todas las capas sociales, dis-
puestas a seguirlo adonde fuera.

Desinteresado, murió pobre, y le sirvió al país y a la causa


de sus convicciones sin haber merecido de ellos más que el
honor de sus ascensos militares y una que otra representa-
ción en los comicios.

Tío Jesu así como era humilde en la vida privada, en el com-


bate se transformaba tomando los ímpetus del león: el sitio
de Cartagena en 1885, las batallas de Barranquilla, Agua-
dulce y la Humareda, tumba esta última del liberalismo,
que conocieron de sus arrestos, prueban nuestro aserto.

Individuo de costumbres austeras, hizo de su hogar un san-


tuario, que fue todo un ejemplo y que muchos envidiaron.

Dueño de un valor civil que rayaba en temeridad; por eso


se le temía y por eso lo respetaban sus adversarios.

El siguiente rasgo político dice mucho de su temple y de su


serenidad.

Era el día 26 de enero de 1895. Por todas partes cundía


la noticia de los pronunciamientos liberales de Boyacá y
Santander, copartidarios que ocurrían a la dolorosa carrera
de las armas en vista de que un régimen autoritario les ne-
gaba las garantías individuales considerando como parias a
los que profesaban ideas libres. Los gobiernistas de Lorica
sabedores de lo que era capaz el Tío Jesu cuando se trata-
ba de algo contra las instituciones imperantes, acordaron
mandarlo capturar, pero para efectuar esa detención nadie
quería afrontar la dirección del grupo que debía cumplir
tal procedimiento. Después de muchas excusas de unos y
otros resolvieron enviar al menos adecuado, por cierto, al

-130-
Manuel Mendoza Mendoza

juez del circuito señor Máximo Martelo, hombre entrado


ya en años y de una obesidad bien desarrollada, al secreta-
rio de dicho juzgado señor Santos Rodríguez, quien enton-
ces era conservador, a un señor Vélez, a un joven Casas y a
dos agentes de policía. Ya habían sido reducidos a quienes
el general Lugo había visto pasar camino a la cárcel desde
las ventanas de su casa.

La comisión no se hizo esperar, don Máximo con ínfulas


de altanero sargentón y aires de triunfo, marchó a cumplir
su deber como verdadero defensor del orden social; sube
al corredor de la casa del general y con la dorada cacha de
su bastón que ostentaba borlas negras, distintivo entonces
del cargo que ejercía, don Máximo golpeó repetidas veces
la puerta, hasta presentarse el general, quien salió de su re-
cámara sonriente, y saludando cortésmente a los presentes,
les brindó asiento, y sentados que fueron, don Máximo con
voz algo agitada intimó prisión al general y le exigió que lo
siguiera, a lo que éste protestó, pues nada pendiente tenía
con el juez para que lo llevara a la cárcel sin ser vencido en
juicio. Martelo al ver la actitud sulfurada de Lugo, se dirigió
a su secretario diciéndole: ¡Santos saca el revólver…! Al oír
esto el Tío Jesu, rabió como fiera herida y gritó: ¿revólver
para mí…? ¡Ahora verá usted.…! y pidió a su hermano Adán
que le trajera la carabina, que poco antes había mandado
cargar… Fue tal el movimiento de don Máximo al escuchar
aquellas palabras, que cuando trató de levantarse de don-
de estaba sentado, el mueble presionado sin duda por el
gran peso de aquel se rompió rodando al suelo el señor juez
mientras que sus compañeros en vez de levantarlo se vol-
vieron precipitados por donde habían venido. El general
Lugo, noble siempre, dio su mano ¡y ayudó a parar a su ad-
versario…! ¡Cuánta gentileza…! Don Máximo medio amos-
tazado por la pena de verse abandonado de los suyos, como
por la magulladura de su caída, salió a la calle y se dirigió
a su casa, en tanto que oía dos vigorosos vivas al partido
liberal en las espaldas del juez como dos disciplinazos de
fuego.
-131-
LEYENDAS SINUANAS

Transcurridos pocos momentos habían acudido a la casa


del general y lo rodeaban más de cincuenta liberales y a las
dos horas el movimiento revolucionario era extraordina-
rio, y el general Lugo imitando a sus amigos políticos del
interior, se levantó en armas contra la opresión que enton-
ces reinaba en Colombia.

-132-
Mundo Rebulio

N o dejan de ser un borrón para la historia de Ciénaga


de Oro los hechos singularmente bárbaros de este
personaje siniestro, nacido para el crimen: De talla diminu-
ta, cuerpo enflaquecido, color moreno oscuro, rostro file-
ño, ojos ladinos e inquietos, ademanes breves, andar lento,
parco en el hablar; tal era la filiación de este individuo que
guardaba un corazón depravado, capaz de poner en prác-
tica todos los males de la tierra. Nadie que lo viera, podía
imaginarse que era la maldad comprimida. Hijo del pueblo,
se complacía molestando a sus propios paisanos y llevó a
cabo acciones detestables que quizá no las superan hoy los
más temibles gangsters.

En su juventud tuvo la suerte de ser agraciado por las bon-


dades de un sinnúmero de Evas quinceañeras, a quienes
engañó y luego burló.

Un día invitado insistentemente por amigos probó licor


embriagante, y su razón de hecho obnubilada, le hizo es-
trenarse en el crimen eliminando por causa baladí, a su
compañera. Y de la prueba pasó al vicio, y de éste a su

-133-
LEYENDAS SINUANAS

perdición. Este delito no mereció sanción porque no faltó


quien lo encubriera e hiciera aparecer el uxoricidio como
accidente común.

Raymundo Ibañez, que era su propio nombre, se lanzó por


el despeñadero del apachismo no atendiendo más consejo
que el filo de su machete, el que tinto en sangre, no sirvió
nunca para otra cosa más que para destrozar miembros hu-
manos.

Hábil en la industria de tejer sombreros, no permitía que


nadie le aventajara en el arte. Discutiendo un día su supe-
rioridad en el ramo con sus amigos íntimos Manuel y Juan
Tarrá, que lo contrariaron, se fue de bruces y ciego de ira
los acabó a machete en un instante, y perseguido por la
justicia, huyó a los montes y se dedicó completamente al
vandalaje.

Por prurito de maldad asaltaba a los transeúntes en los ca-


minos quitándoles lo que conducían para dejar abandona-
do luego el producto de sus fechorías, pues no hacía uso
de ello. Si encontraba a un anciano a caballo, lo hacía bajar
tomando él la cabalgadura para dejarla más adelante sin go-
bierno. Con las mujeres en los caminos hizo su agosto.

En poco tiempo el nombre de Mundo Rebulio sonaba del


uno al otro confín de la comarca, siendo objeto de pánico
para todos. El aspaviento y el miedo eran plato del día.

Quien se aventuraba a viajar tenía que ir muy bien armado


y mejor confesado, pues el peligro estaba en todas partes.
Los caseríos y aún la misma cabecera del cantón eran asal-
tados con frecuencia, produciéndose grandes alarmas que
mantenían a los habitantes en constante desasosiego. Aun-
que la autoridad se esmeraba en capturar al delincuente, no
era fácil conseguirlo, pues generalmente Rebulio burlaba
a sus perseguidores y ocasión hubo en que cuando éstos

-134-
Manuel Mendoza Mendoza

acampaban en algún lugar, aquél los seguía de cerca y cuan-


do no eran orejas, eran colas que cortaba a sus brigadas. Día
hubo en que el salteador emboscado matara a más de uno
de sus perseguidores.

Informado de estas ocurrencias el gobernador de la pro-


vincia, envió desde Lorica unos pocos soldados para que
el alcalde procediera sin pérdida de tiempo a la captura de
Mundo, y sabiendo la autoridad que el expresado sujeto
dormía por esos días en la casa de su finca el “Bobo”, hizo
los preparativos para llevar su cometido, así fue que siendo
ya de noche se encaminó a aquél lugar con los soldados
y la policía. Habiendo llegado con la mayor precaución,
rodearon la casa y luego llamaron. Desde el interior de
la casa contestó la voz de un hombre preguntando: “¿Qué
quieren?” El alcalde con tono enérgico agregó: “La justicia
pide que abra la puerta seguidamente y se dé preso Mun-
do Rebulio”. La voz de adentro volvió a oírse amenazante:
“A Mundo Rebulio no lo cogerán vivo, ¡prepárense!...” Era
el mismo criminal quien preparaba el terreno, pues ya ha-
bía tomado su determinación de correr el todo por el todo.
Transcurridos algunos minutos y como no abría, la auto-
ridad con más energía pidió de nuevo puerta franca ame-
nazando con echarla abajo si no se cumplía la orden en el
acto, y como tampoco se obedecía la autoridad procedió a
tumbarla. Inmediatamente las culatas de los fusiles golpea-
ron con furia sonando a la vez un disparo hecho del interior
de la casa hiriendo a un soldado. En esto se produjo gran
confusión, que Rebulio aprovechó, pues se abrió paso por
la puerta caída matando con su machete a dos soldados y
emprendió carrera precipitada hacia el monte, y aunque los
soldados le hicieron varias descargas, no lograron herirle,
pues la oscuridad de la noche lo protegió.

Tal acontecimiento sirvió para tejer nuevas leyendas alre-


dedor del bandido como que estaba CERRADO Y NO LE
ENTRABA BALA, que era BRUJO, puesto que se le iba de

-135-
LEYENDAS SINUANAS

las manos a la autoridad. A todo esto, el peligro crecía nadie


se consideraba seguro ni en su propia casa, por lo que va-
rias familias salieron de la población para otros municipios.

Hondamente preocupado el gobierno del Estado por es-


tos brotes que en suma perjudicaban tanto el orden social,
despachó un piquete de soldados con orden terminante de
aprehender vivo o muerto al autor de tanta criminalidad.

Después de infructuosas pesquisas verificadas en más de


dos meses por la fuerza armada, la fiera humana optó por
no hacerse sentir; generalmente se creyó que había huido
a otras selvas. Cuando todos los espíritus tendían a tran-
quilizarse, un día tuvo informe la autoridad de que Rebulio
venía de noche a casa de una favorita que tenía en la pobla-
ción. Se tomaron las providencias del caso y sin ostenta-
ción ni aparataje de la fuerza pública, el alcalde de acuerdo
con la concubina de Rebulio, apostó de modo velado a dos
agentes vestidos de civiles para que cazaran al delincuente
tan pronto apareciera por la casa señalada.

Esto ocurría el 23 de diciembre de 1883. A las diez de la


noche de ese día se oyó un disparo de arma de fuego a dos
cuadras y media de la plaza principal y un hombre herido
por la espalda en momentos en que bebía agua, se desplo-
mó sin vida.

¡Mundo Rebulio había muerto!...

La noticia circuló con rapidez del rayo y bien pronto el


pueblo en masa acudió al lugar de la tragedia. Entre tanto
se organizaron fandangos y otros festivales y el tigre fue
paseado por las calles arrastrado en el cuero mortecino de
una res.

-136-
La risa macabra del indio
Vera

C orría el año de 1900: la guerra civil con su manto de


infamia y de baldón había cubierto los horizontes
de la patria. Por los ámbitos del país las lágrimas, esas gran-
des mensajeras de las grandes penalidades y de los grandes
infortunios invadían muchos ojos. Por todas partes el ham-
bre, la muerte y la miseria reinaban por doquier.

La guerrilla del revolucionario coronel Juan Alberto Ramos


ocupó sin lucha alguna a Montería, población que desde sus
albores ha sufrido grandes calamidades. Poco después lle-
gaban pequeños núcleos de hombres capitaneados por los
generales Vargas, Pupo, Vera, Díaz Granados, Hernández
y otros. De todos los rincones del departamento acudían
ciudadanos liberales a ingresar en aquel conglomerado que
ya formaba un ejército de más de tres mil hombres sin más
armas que machetes, unas pocas escopetas y principalmen-
te gran entusiasmo y avidez por un posible cambio de régi-
men, y como consecuencia un cambio de vida, ya que por
entonces se había tratado al liberalismo con disciplina de
fuego.

Este grupo de hombres sin recursos y sin ninguna organiza-


ción militar tuvo la osadía de retar al veterano ejército del

-137-
LEYENDAS SINUANAS

gobierno, muy bien equipado al mando del aguerrido ge-


neral Milciades Rodríguez, que contaba por lo menos con
mil quinientas plazas, las cuales se reunían en el bajo Sinú.

Un oficial de la tropa de Ramos tuvo la humorada de cons-


truir con cañas de guadua y alambre un cañón como ardid
de guerra. Tal espantajo causó gran pánico en los gobier-
nistas por lo que en el ataque que éstos hicieron a los revo-
lucionarios, obraron con cautela, hasta el convencimiento
de la realidad. Esta pieza al usarla, disparó a la inversa ma-
tando a su propio artillero.

Las fuerzas de Rodríguez después de varios días de vaci-


lación tomaron la ofensiva lanzándose sobre Montería por
dos caminos distintos. El choque a primera vista fue te-
rrible y a la postre resultó lo que tenía que suceder: ¡una
inmensa hecatombe…! Después de grandes descargas ce-
rradas de parte de los atacantes los revolucionarios terri-
blemente escarmentados, retrocedieron a la plaza principal
en donde el general Manuel Vera, se plantó como un león
enfurecido y quien no pudo sobrevivir a tan desventajosa
lucha cayendo como bueno acribillado a balazos. Vera, el
indio Vera como familiarmente se le llamaba, era oriundo
de Anorí (Antioquia) hombre de distinguida familia, hono-
rable, generalmente un magnifico sujeto, quien a comienzo
de la revolución salió de su casa a defender su ideal, ideal
que consideró lo más grande de su vida y a quien debía
ofrendar su existencia.

La desbandada de aquella masa de hombres no se hizo es-


perar; se patentizó, y de aquel mal llamado ejército, no que-
daron más que los tendidos en el campo y los prisioneros,
que en suma fueron muchos. Triste jornada en la que pere-
cieron más de doscientos liberales, cuyos cuerpos, fueron
unos destinados a la hoguera, y la mayor parte, a las aguas
del río, que les sirvieron de vehículo para ir a pregonar a
ultramar cómo se luchaba en Colombia por la libertad.

-138-
Manuel Mendoza Mendoza

¡Aquella hermosa ciudad por ironía del destino convertida


en un campo de muerte…! ¡Qué desatino! Cómo afectaba y
crispaba los nervios ver el triste espectáculo de las calles
regadas de cadáveres ensangrentados.

Suspendidos los fuegos los vencedores ocuparon varias


casas de familias ausentes, una de éstas la tomó para alo-
jamiento el general David Gómez, y al recorrer las pie-
zas interiores encontró a dos revolucionarios escondidos,
quienes inmediatamente se le postraron de hinojos pidién-
dole protección de sus vidas. En estos momentos un infa-
me soldado, bruto como una bestia y sanguinario como un
felino, con bayoneta calada traspasa el cuerpo de uno de
los rendidos.

Gómez protestó airadamente por tan villana acción y se le


encaró al asesino a tiempo en que iba a repetir su hazaña
con el otro rendido.

Los gobiernistas para justificar sus desmanes propagaron


que los revolucionarios habían profanado el templo y sus
imágenes, lo que en verdad no aconteció.

El jefe de la plaza ordenó recoger los cadáveres y llevar-


los al cementerio para allí incinerarlos. Una carreta con-
dujo estos fúnebres despojos al lugar mencionado y sólo el
cadáver del indio Vera, para saciar venganzas, fue llevado
atravesado boca arriba en un borrico, escena horripilante y
conmovedora. En el lugar donde cayó este ciudadano dejó
el ligero calzado de casa que usaba y allí permanecieron
estos zapatos mucho tiempo como exhibiendo la rareza del
trofeo.

Los muertos fueron agrupados frente a la puerta del ce-


menterio en una hondonada que había, formando un pro-
montorio y en su cúspide parapetaron los encargados de
alimentar la hoguera, el cadáver de Vera parado en actitud

-139-
LEYENDAS SINUANAS

ofensiva con un viejo fusil en las manos apuntando hacia la


población. Aquella basura humana saturada de petróleo fue
incendiada apareciendo primero un espeso y nauseabundo
humo negro, luego una llamarada rojiza, después el cadáver
de Vera que podía verse libre de todo estorbo, dilatado por
la acción del calor, levantó sus brazos amenazadores: abrió
desmesuradamente los ojos y la boca, los labios desapareci-
dos mostraban una risa macabra que horrorizaba.

A la vez los silbidos y el chisporroteo que el fuego hace sa-


lir de la carne hirviente, produjo tal pavor en los fogoneros
que huyeron espantados dejando inconclusa su tarea.

En las obscuras noches de aquellos tiempos, mentes alu-


cinadas de personas timoratas, creyeron ver al pasar por
el cementerio al indio Vera entre llamas, ¡exhibiendo sus
brazos crispados y su risa trágica!

Pasados varios meses de haberse verificado estos hechos,


pudimos palpar con propios ojos restos todavía insepultos
de aquellos muertos que el fuego no llegó a consumir.

Enturbia la memoria y apoca el espíritu el recuerdo de es-


tas escenas de horror.

Quieran los hados de la buena suerte librar a nuestro país


de la repetición de hechos tan bárbaros que avergüenzan.

-140-
Una salida hábil y gloriosa

H acer remembranza de los hechos menudos de cada


época, es recoger las hojas dispersas y ayudar a for-
mar el interesante libro de la historia. Eso nos guía en la
labor de estas leyendas.

Después de la rendición de Corozal, “la plaza más fuerte de


Bolívar, después de Cartagena” en la guerra de los Mil Días,
del ejército del general Rafael Uribe Uribe, este jefe salió en
gira de inspección por toda la región del Sinú a prepararle
sus sorpresas al enemigo. Llegó a Ciénaga de Oro, exami-
nó muy bien su estratégica posición topográfica que anotó
en su cartera y pasó directamente a Montería por la vía de
San Carlos. Dejó instalada en aquella población una fábrica
para rellenar cartuchos dirigida por el general Pablo Emilio
Obregón, la que dio algún resultado, y bajó al río en una
pequeña canoa acompañado de sus ayudantes coroneles
doctor Carlos Adolfo Urueta y Saúl Zuleta. Al llegar al co-
rregimiento de Mateo Gómez, lugar donde atracó la embar-
cación, al salir el invicto caudillo de la tolda en que venía
abrigado fue ovacionado con sendos vivas a él y al partido
liberal por un grupo de copartidarios que salió a recibir-
lo. El Cabo, como familiarmente se le llamaba, con aquella

-141-
LEYENDAS SINUANAS

voz elocuente que repercutió tantas veces en el parlamento


colombiano dijo: “Agradezco a los copartidarios que esos
vivas no me los sigan dando aquí, sino en los campos de
batalla”. Sin saltar estuvo hablando pocos momentos algo
reservado con algunos de los más importantes liberales del
corregimiento y después de tomarse un vaso de leche que
le brindaron, ordenó la partida, en momentos en que los
coroneles Urueta y Zuleta descorchaban botellas de cerve-
za, que también les habían brindado, lo cual hacían en el
extremo contrario de la tolda sin que el general se aperci-
biera, pues no gustaba de esas cosas. La canoa se dirigió a
Cereté habiendo acompañado a tan ilustres viajeros varios
de los liberales del pueblito; entre ellos el autor de esta cró-
nica, siendo aún un niño.

En Cereté se le recibió con esplendidez, ya que estaba con-


siderado como un mesías. Al llegar a la casa donde se le
alojó, se suscitó una gran riña de canes, que por más palo
y canto que se les dio a los contendores no dejaron la pe-
lea sino cuando alguien les echó encima una porcelana de
agua. Al observar el general Uribe este detalle, se llevó la
mano a su negra barba y exclamó “¡Conque para acabar con
las peleas hay que echarles agua a los contendores! Segui-
damente el general se sentó a escribir y cuando hubo ter-
minado llamó al alcalde que era entonces don Camilo Padi-
lla, quien ya tenía lista una canoa con bogas para llevar una
correspondencia a Chimá. Los bogas fueron despachados
por el mismo general. Poco después se le llamó a almor-
zar con muchísimos copartidarios, señoras y señoritas que
lo homenajeaban. Terminado el almuerzo, el Cabo pasó a
hacer la siesta, y una hora después estaba en pie para pro-
seguir su camino de inspección a Lorica. Cuando llegaba al
puerto de embarque de Cereté, notó movimiento en una
canoa distinta a la de él y en actitud de viaje, se acercó a
preguntarles a los bogas que si ellos eran los de la comisión
a Chimá, y como le contestaron afirmativamente, el gene-
ral se indignó y les gritó haciendo ademán de desenvainar

-142-
Manuel Mendoza Mendoza

el machete de Maceo, que llevaba al cinto: “Hijos de treinta,


hace dos horas que los despaché y todavía están aquí”. Los
bogas se echaron seguidamente a todo remo aguas abajo. El
general después de despedirse, dando la mano a casi todos
los que habían ido a despedirlo, gritó: “¡Vivan los liberales
de Cereté!”

De Lorica, en donde también se le hizo un gran recibimien-


to, tomó el general al día siguiente el camino que conduce
a San Andrés, volviendo luego a Corozal.

Cuando el general Uribe fue atacado en Sabanas por la divi-


sión Ospina, comenzó a hacer resistencia en retirada orga-
nizada haciendo gran daño al enemigo en los puntos que ya
conocía. En Ciénaga de Oro, principalmente, que si hubiera
tenido allí la cuarta parte de municiones de Ospina, este
jefe conservador no habría salido vencedor, sin embargo
en este combate le hizo un daño considerable haciéndole
perder altos oficiales y gran número de soldados. Se retiró
a Cereté después de dejar cubierta la retaguardia con rete-
nes capaces de resistir largo tiempo, y cosa extraña, el ge-
neral Ospina en vez de seguir persiguiendo a Uribe, se pasó
a Montería por la vía de San Carlos. Parece como que el jefe
gobiernista temió otro escarmiento como el de Ciénaga de
Oro. Al llegar el Cabo Uribe a Cereté, para no desalentar
a los suyos, sobre todo, para no darle a comprender a los
conservadores de esa población que iba en derrota, habló
en la plaza del triunfo que acaba de obtener en Ciénaga de
Oro, luego se retiró a su alojamiento, comió con la mayor
tranquilidad y siendo ya de noche, dijo que se iba a descan-
sar de la gran faena del día, habiéndose salido por la puerta
falsa y embarcado aguas abajo hacia Lorica. En la encañada
de San Pelayo estuvo a punto de perecer pues los conserva-
dores de allí, ya enterados de la derrota liberal, cuando vie-
ron la embarcación, en que iba el jefe, le dieron el “quien
vive”, a lo que Uribe no hizo caso, como tampoco obedeció
la orden de atracar, habiéndole hecho desde tierra varias

-143-
LEYENDAS SINUANAS

descargas de fusiles que por fortuna los proyectiles pasaron


muy lejos de su cabeza.

No supieron nunca los pelayeros que en aquella pequeña


champa iba nada menos que el alma de la guerra. Al ama-
necer llegó a Lorica en donde estuvo unos cuatro días or-
denándolo todo y esperando un buque que le enviaban de
Venezuela con elementos de guerra y, ¡oh, desilusión!, los
buques que habían llegado a Cispatá y remontaban ya el
Sinú, eran los del gobierno, con lo que el general Uribe se
vio completamente acorralado. Era innegable que las fuer-
zas revolucionarias que ocupaban a Lorica y con ellas su
jefe máximo, estaban en peligro de ser atrapados, ya que
por todas partes estaban rodeadas de enemigos formándo-
les un círculo de hierro. El general Ospina tenía la seguri-
dad de que Uribe estaba ya en sus manos, pues no demo-
raría en rendírsele, al extremo de que llegó a propagar que
Uribe estaba preso. Las tropas gobiernistas estrecharon de
tal modo el sitio, que llegaron a romperse el fuego sobre sí
mismas. La situación de Uribe y sus huestes no podía ser
más desesperante y así lo habían comprendido jefes y ofi-
ciales, solo Uribe con su ojo de Argos, que miraba a todas
partes, dio con una salida de él solo conocida por una tro-
cha, y en las horas de una noche tempestuosa y obscura se
salió con su ejército, mientras que una compañía sostenía
el fuego que ya el enemigo había abierto sobre las fuerzas
liberales.

Fue tan extraño para todo mundo este deslizamiento del


jefe y sus soldados, que muchos creyeron que aquello había
sido favorecido por Ospina, lo que no fue así, ya que nada
más honroso para el jefe conservador hubiera sido aprisio-
nar al jefe de la revolución.

Este hecho que parece insignificante, es una de las mejores


proezas de la vida militar del ilustre mártir del Capitolio.

-144-
Documento inédito
interesante

C uando el general Rafael Uribe Uribe, después de


la sangrienta y catastrófica batalla de “Palonegro”
irrumpió por la “La Cansona” en las Sabanas de Bolívar, en
los pueblos del Alto Sinú nadie daba crédito a tal aconte-
cimiento juzgando que no era el caudillo de “Peralonso”
el que había aparecido en esa parte del departamento de
Bolívar y que si en verdad lo era, debía venir en muy ma-
las condiciones, con lo que innegablemente complicaría la
situación de los liberales de esta sección del país. General-
mente en el Alto Sinú a nuestro modo de ver, no se le dio
mucha importancia a este hecho que parecía inverosímil.

Vivía en esa época en el corregimiento de Mateo Gómez


don Miguel Gómez Patrón con su señora doña Rita Navarro
de Gómez, él, hombre de trabajo, pero de contextura liberal
tan arraigada y tan apasionada que el hombre era a modo
de esos cañones Bhertas usados en la actual guerra mun-
dial. Ella, una mujer sumamente inteligente, ardorosamen-
te entusiasta por las ideas de su marido, no obstante que
era descendiente de un conservador abnegado a quien el
grillete de una prisión en el Morro de Santa Marta, le había

-145-
LEYENDAS SINUANAS

dejado seca una de sus piernas en los tiempos de don Bar-


tolomé Calvo por sus ideas obcecadamente conservadoras.
Doña Rita interesada en saber la verdad sobre la llegada del
general Uribe Uribe a Sincelejo, procedió a escribirle una
carta a doña Ana Josefa Madrid de Martínez, correspon-
dencia que fue enviada con expreso ocupando para ello a
una mujer, a quien le metió en los dobleces de la falda la
correspondencia en cuestión para que el enemigo no fuera
a interceptarla.

Doña Rita a más de solicitarle a la amiga informes sobre la


llegada del caudillo comentaba mal su llegada, y considera-
ba perdida la revolución. La dama sincelejana impuesta de
la carta, se la entregó a su hermano don Cristóbal Madrid,
uno de los dirigentes liberales de esa población, y este ca-
ballero a su vez la puso en manos del general Uribe Uri-
be, quien seguidamente y por el mismo conducto dirigió la
siguiente misiva, documento absolutamente desconocido
hasta ahora y que hemos obtenido debido a la galantería
de don Jorge Navarro Patrón viejo amigo nuestro, actual
alcalde de Arjona y hermano de doña Rita, quien hizo para
él veces de madre.

He aquí el documento:

“Sincelejo, Septiembre 17 de 1900.

Señor don Miguel Gómez Patrón — Mateo Gómez.

Estimado amigo:

Por cartas venidas de esos lugares he visto que se duda de


mi permanencia aquí y que ella se interpreta mal.

Estoy por no comprender a los liberales de Bolívar, pri-


mero no tomaron parte en la revolución porque no había
jefe, segundo porque el jefe que vino no les gustó, y hoy

-146-
Manuel Mendoza Mendoza

que el jefe ha venido lo dejan solo; esto no parece sino ex-


cusas o pretextos de la abstención. El 4 de octubre salí de
casa y todo ese tiempo lo llevo de ruda campaña con sus
alternativas de victorias y reveses. Los liberales de Bolívar
se cansan con quince días de campaña y luego se retiran
a sus cuarteles de invierno. No habré de informar bien al
país de ellos cuando haga la historia de la guerra. Es falso
que Vargas Santos y Soto hayan capitulado, afirmo que la
revolución está en pie; en suma, no hay por qué perder la
esperanza. No soy un loco ni aventurero para venirles a so-
licitar si viera todo perdido, más bien me hubiera deslizado
al exterior, que bien pude hacerlo, lo que el patriota busca
no son las probabilidades del buen éxito, sino la satisfac-
ción del deber cumplido.

De usted atto. Amigo y copartidario,

Rafael Uribe Uribe”.

Nosotros opinamos que el ilustre Uribe Uribe se equivo-


có en su apreciación sobre los liberales de Bolívar, o quiso
estimularlos con la carta insertada, que no llegó a tener la
circulación que su autor sin duda se propuso.

En la campaña de Bolívar el año de 1900 acompañaron


al general Uribe los siguientes jefes sinuanos: Teófilo I.
López, José Dolores Zarante, Honorio Ayazo, Juan Alberto
Ramos, Aníbal Gracia, los Gómez Fernández, Miguel Gó-
mez Patrón, José María Padilla y otros, así como también
jefes y oficiales del departamento de Bolívar como Simón
Bossa, F. Castro Rodríguez, César Díaz Granados, Julio E.
Vargas, los Pupo, J. Mercado Robles, M. de J. Álvarez. Da-
niel Llerena, los Juliao, Medardo Villacob, Molinares, Del-
valle, Servando y Domingo V. de la Espriella, Juan Verdugo,
los Valverde, Adriano Arrázola, Bula, Benedetti, Vanegas
Lascarro, Rives de Borja, Llanos, Maduro, Solano, Pareja,
Piñeres, Jiménez, Jaraba, Vicente Carlos Urueta, los Tous,

-147-
LEYENDAS SINUANAS

Martínez Angulo, Aristides Ariza, Julián Llinás, Camacho,


Juan Pablo Ceballos, Pinedo, Manuel A. Mercado, Manuel
A Pineda, y mil más que sostuvieron la campaña hasta el
tratado de Neerlandia, habiendo sido en esta negociación
comprendidas todas las fuerzas de Bolívar por el querer
del jefe. En el Sinú se contempló este caso: Aquellos libera-
les que no pudieron mezclarse en el conflicto armado, por
cualquier circunstancia, fueron castigados implacablemen-
te por el gobierno con mano de hierro llevándolos a prisio-
nes inmundas y torturantes, y a muchos hasta dejarlos en
la ruina material con excesivos empréstitos de guerra que
se les hizo pagar.

Es evidente que la carta citada fue puro estímulo, ya que


como historiador el general Uribe Uribe en sus célebres
“Documentos Militares y Políticos” sobre la guerra de los
Mil Días, trata con deferencia a los liberales de Bolívar,
obra publicada después de la guerra mencionada.

-148-
Teguas rivales

A l Final del mes de Septiembre de 1895 en Montería


se hacían los últimos preparativos para las fiestas
de San Jerónimo, patrón de la ciudad, en donde también se
verificaban grandes ferias. Con tales motivos acudían hasta
de los más apartados rincones de la región gentes a pie, de
a caballo y embarcadas en las pequeñas chalupas o canoas
que aún hoy se acostumbran para el tráfico general en el
río. Nosotros presenciamos a la orilla de éste en un caserío
inmediato a Cereté la constante romería que acudía presu-
rosa a aquellos festivales.

El río con una gran avenida daba paso a sus turbias aguas
que a la vez arrastraban grandes palizadas, plantas acuáti-
cas y enormes cantidades de amarillenta espuma.

Una canoa llena de ollas y otros artefactos de barro que-


mado atracó en el puerto. Su dueño en tono guasón des-
pués de haber saludado desde su embarcación a don Miguel
Marzola, quien vivía en el mismo puerto, le gritó: “Don
Miguel, ¿Quiere comprarme una gallina fina?” Don Miguel
adicto como era a los gallos, inmediatamente miró hacia la

-149-
LEYENDAS SINUANAS

canoa en momentos en que Manuel Gaviria mostraba le-


vantándola con sus dos manos una culebra mapaná de más
de dos varas de dimensión hecha una rosca. Como es natu-
ral, todo los que miraron aquella escena por el momento se
llenaron de terror, pero por pura curiosidad y precaución
se acercaron armados de palos al borde del río a ver la cu-
lebra. Gaviria que era un consumado curador de picadas de
culebra, tenía gran fama en la región y como experto en el
ramo iba también para Montería a exhibir sus destrezas en
la profesión, así como vender un especifico que preparaba,
el cual denominaba “Culebrina”, que según dicen los que
la usaron, era un magnífico “curalotodo”. Cuando trató de
guardar la culebra en la caja en que la había conducido, el
animal se reveló no aceptando estar más encerrada y por
más que su domador quiso obligarla al encierro no lo acep-
tó el reptil saliéndose de la canoa y ganando tierra, y ya
en medio de la calle le tiró su dueño un fique con el que el
ofidio se cubrió. A esto comenzaron a llegar curiosos hasta
formarse un gran grupo, pues Gaviria lucía sus habilidades
tomando en sus manos la culebra, llevándosela al cuello, a
la cabeza, se la enrollaba en el cuerpo y mil cabriolas con
las que llamaba la atención a los pacíficos habitantes del
lugar. Había ocasiones en que el reptil lanzaba chirridos
penetrantes demostrando irritabilidad, pero seguramente
el curandero tenía sus manos impregnadas de alguna sus-
tancia que impedía al reptil hacer uso de sus armas. El do-
mador seguía manoseándole con lo que la culebra parecía
atontarse y luego la volvía a poner debajo del fique.

Entre los que habían acudido a ver estas pantomimas estaba


Santiago Pérez, indio negro, chiquitín, que aunque dado al
oficio de curar picaduras de culebra también, no demostra-
ba ser un docto en tal ciencia, pues era demasiado modera-
do. Al verlo llegar Gaviria en vez de saludarlo le gritó con
altanería: “A ver Santiago, aquí te he traído esta culebrita
para que la cojas” y acto seguido levantó el fique, llamó al
reptil que se le enrolló incontinenti en un brazo, luego le

-150-
Manuel Mendoza Mendoza

pasó la mano derecha desde la cabeza hasta el rabo del ani-


mal poniéndola en el suelo a la vez que le repetía a Santiago:
“Cógela”. El indio no se hizo esperar, se agachó, tendió uno
de sus brazos hacia el ofidio y lo llamó habiéndosele ido el
animal al pescuezo y enrollándosele en él. Santiago tomó
nuevamente por la cabeza y el centro del cuerpo al reptil
despreciándolo y volvió a colocarlo en su sitio diciéndole a
Gaviria: “Ahora te toca a ti cogerlo” y cuando el dueño de la
expresada culebra se agachó para hacer lo mismo que había
hecho Santiago, la culebra le tiró hincando sus agudos col-
millos en uno de los dedos de la diestra de su propio dueño,
quien no atendiendo más a su “cara prenda”, se fue a una
tienda compró quinina, que tomó y se puso en la herida
junto con unas raíces pulverizadas que sacó de su bolsillo.
Media hora después Gaviria padecía síncopes y su estado
fue agravándose al extremo que tuvieron que llevárselo a
casa de un amigo. Fue lastimoso ver a la esposa de Gaviria
rogándole a Santiago para que curara a su marido y hasta
el mismo don Miguel viendo la gravedad del enfermo, y
amigo íntimo de Santiago intervino para que éste salvara
a Gaviria, lo que tampoco pudo conseguir, pues el indio
Santiago no accedía diciendo: “Ya que él me provocó, que
se cure él mismo si puede, yo no lo curo.”

Tanto en los médicos laureados, como en los teguas cura-


dores de picaduras de culebra existe cierta rivalidad, so-
bre todo en los de la ciencia de la ponzoña, rivalidades que
traen odios profundos, inextinguibles. No es raro ver pues,
que un tegua de estos por hacerle mal a su rival, hace rabiar
al enfermo que éste tiene a su cargo y en ocasiones llega a
matarlo valiéndose de plantas que hace poner cerca de la
cama del paciente de ahí pues, por lo general hoy se ignore
quién está picado de culebra y sólo viene a saberse cuando
ya el enfermo está de alta.

La gravedad de Gaviria aumentaba al caer la tarde. Fueron


vanos todos los esfuerzos hechos por varias personas ante

-151-
LEYENDAS SINUANAS

el indio Santiago para que lo salvara, pero éste reacio, terco


y saturado de odio contestaba con jactancia: “El me provo-
có, que se cure si puede”.

Gaviria dejo de existir a las primeras luces del alba del día
siguiente y aquel crimen, porque esto no fue más que un
crimen, quedó impune. Varias personas acudieron a la al-
caldía de Cereté en demanda de justicia y como no se podía
probar el expresado crimen, Santiago Pérez, quedó ileso y
Gaviria enterrado.

Con este caso la popularidad del indio Santiago Pérez cre-


ció e invadió la región y después de haber explotado su ne-
gocio por más de cuarenta años, murió longevo rodeado de
más de veinte hijos y cuarenta y pico de sus nietos.

-152-
El capitán Padilla

E n el año de 1900 era un mozo apuesto, de contextu-


ra atlética, gallarda presencia, apenas frisaba en los
diez y ocho abriles y con el impetuoso ardor que trae la ju-
ventud y a escondidas de sus padres, José María Padilla fue
a enrolarse en el ejército liberal que en Lorica organizaba
el célebre general Adán Franco, de ingrata recordación. Allí
sentó plaza de soldado habiéndose entrenado por más de
un mes, y luego salió a campaña encontrándose en la bata-
lla de Toluviejo, donde peleó con la tenacidad y bravura de
un soldado aguerrido y ducho, recibiendo el bautismo de
sangre: un balazo que le atravesó de parte a parte el pulmón
derecho dejándolo tendido y privado de conocimiento por
varias horas.

En tan crítico estado y en medio de un charco de sangre


lo encontraron el capellán y un médico del ejército ven-
cedor que andaban reconociendo el campo de batalla. Al
examinarlo notaron que todavía había un hilo de vida en su
férreo organismo, lo levantaron a la vez que le volvía el co-
nocimiento, abría los ojos, y balbuceaba muy quedo: “tengo
sed…” el capellán vació en un vaso vino de una garrafa por-

-153-
LEYENDAS SINUANAS

tátil que llevaba y acercándoselo a los labios le dijo: “toma


y muere en gracia de Dios”. El herido bebió con ansia la
sangre de Cristo y habiéndole dado el sacerdote la absolu-
ción, se retiró con sus compañeros, quien murmuró: “po-
bre joven, pocos momentos le quedan ya de vida”. Padilla
volvió a caer en terrible sopor siendo presa de una fiebre
que le hacía hablar locuras. Así transcurriendo minutos,
horas, en tanto que las aves negras agoreras del mal, símbo-
lo de los hombres fatídicos, revoloteaban sobre el presunto
cadáver, y cuando tales pajarracos comenzaban a picotear
aquel cuerpo casi inerte, Padilla volvió en sí haciendo so-
brehumanos esfuerzos con el brazo izquierdo para alejar
a los gallinazos. Minutos después pasó por allí una varonil
mujer de Sincelejo con el encargo de descubrir heridos y
reconocer muertos, se acercó a él diciéndole: “¿eres vivo o
muerto?” y como observara que el herido abría los ojos y
en voz muy baja pedía agua, le dice: “¿eres liberal?” y como
el moribundo le afirmara, corrió a unirse a sus compañeras
mandadas por una sociedad liberal de damas de Sincelejo
para socorrer a los heridos. Transcurrida una hora se pre-
sentaron varias mujeres más y transportaron al herido así
como a otros a Sincelejo a un hospital que dicha sociedad
había fomentado debido a los esfuerzos de la patriota ma-
trona doña Enriqueta Arrázola viuda de Navas. De manera
especial atendía a los heridos el distinguido facultativo doc-
tor Manuel Prados O… y Padilla fue salvado de una muerte
segura y en poco tiempo y debido a su recio organismo,
pudo levantarse y volver al seno de sus padres que ansiosos
y con los brazos abiertos lo recibieron.

Restablecido completamente Padilla vivió algún tiempo


esquivo por los montes para no verse en la cárcel, como
otros revolucionarios quienes padecían grandes martirios
privados de su libertad.

El clarín de guerra anunció la llegada del general Uribe Uri-


be a las sabanas de Bolívar, y Padilla con el gran entusias-

-154-
Manuel Mendoza Mendoza

mo de siempre vuelve a enrolarse en las filas liberales para


luego volver a ser pasto de la adversidad. Después de cien
o más peligrosas comisiones que le confiaron sus jefes las
que desempeñó a cabalidad y con presteza, después de vol-
ver a exponer su vida en las acciones de Corozal, Carranzó
y Ciénaga de Oro como un titán, Padilla sigue el rastro del
gran jefe, y es de las unidades que sostienen el combate
protegiendo la gloriosa salida del Cabo por los dos lados de
Lorica, y de nuevo acribillado a balazos, perdiendo parte
de sus costillas y casi un brazo en la refriega, es ascendido
a capitán por el propio general Uribe Uribe, “quedara vivo
o muerto”.

Este brioso soldado del liberalismo padeció las inclemen-


cias proporcionadas por el adversario, que se preciaba de
inhumano, y rodando de pueblo en pueblo y en la mayor
miseria, vuelve al lado de los suyos casi inválido en donde
prontamente se restablece, habiendo tenido que pasar es-
condido un gran lapso mientras vino el tratado de Neerlan-
dia al que gustosamente se sometió.

Hoy el invicto Capitán Padilla prematuramente envejecido,


que representa a un hombre nonagenario debido sin duda a
los sufrimientos tenidos en la campaña en que derramó su
preciosa sangre en plena juventud y en aras de la causa de
sus convicciones, trabaja de sol a sol para ganarse el susten-
to diario de los suyos sin merecer del partido liberal el más
insignificante honor ni mucho menos se ha pensado para él
en una ínfima recompensa que venga a aliviar sus últimos
días. En el puerto de “El Plátano” en Cereté, es curioso ver-
lo aspirando el aire mañanero de su platanal cargando sus
canoas que llevan a Lorica la rica e indispensable vitualla
que él mismo cosecha y que le da para vivir.

-155-
Los hermanos Torralbo

O riundos de Lorica fueron los hermanos general don


Miguel Mariano, y doctor don José Torralbo, perso-
najes que políticamente escalaron encumbradas posiciones
y que murieron no hace muchos años, dejando familias ho-
norables que le hacen honor a la sociedad.

Desde edad temprana se suscitó entre estos dos herma-


nos cierta pugna debido a la ortografía que cada uno de los
mencionados debía aplicarle a su apellido. El general sos-
tenía, aunque sin base ninguna, que su patronímico no se
escribía sino con V suave, mientras que don José lo escribía
con B fuerte alegando tradiciones y reglas gramaticales. En
eso de los patronímicos es bien sabido que no hay regla or-
tográfica alguna, pues cada cual escribe su apellido como le
viene en ganas, pero en el caso que nos ocupa hay algo que
hace fuerza para poder apreciar lo que más se ajuste a las
reglas de lo correcto y es el hecho que don Pepe, según nos
informan, era académico de la lengua, por lo que juzgamos
que la razón estaba de su parte. Hay en esta familia otro
individuo que escribe el expresado apellido de modo dis-
tinto sin perder la ortografía de don Pepe, pero en cambio

-156-
Manuel Mendoza Mendoza

lo feminiza llamándolo Torrealba, porque dizque se deriva


del título de nobleza TORRE-ALBA, resabio aristocrático
por cierto muy baladí. Tenemos, pues, que en Lorica apare-
cen tres familias distintas así: la de los Torrealba, la de los
Torralvo y la de los Torralbo, cuando en resumidas cuentas
no es más que una sola familia.

Don Miguel Mariano ostentaba ser un hombre de mundo y


con derecho propio, pues lo era ya que los viajes al extran-
jero le habían dado regular ilustración. Era además muy in-
teligente, muy locuaz, sobre todo muy campechano y de
una franqueza que le era ingénita. Como le gustaba apa-
sionadamente la milicia, en la guerra de los Mil Días optó
el generalato y ganó distinguidas posiciones en el régimen
conservador. En el campo del trabajo como hacendado que
era, se le vio a la par del vaquero rústico contribuyendo a
su acervo rentístico que fue de alguna consideración. Ocu-
pó asiento, casi sin interrupción en las cámaras legislativas.

Fue gobernador de Bolívar durante el Quinquenio. Con


motivo de este último cargo, hay gentes que aseguran que
ese nombramiento dizque fue hecho y dirigido al general
Torralbo, y como don José no era general, don Miguel Ma-
riano lo reclamó para él apropiándoselo, pero en resumen
no hubo tal cosa, el dictador Reyes sabía muy bien que don
Pepe no podía ser su agente en Bolívar, ya que tenía ideas
muy avanzadas contrarias a las de él, de modo pues que
don Miguel Mariano fue en verdad el nombrado. En esa go-
bernación el general fue un leal servidor de Reyes, pues le
vimos realizar obras pesadas contra sus propios copartida-
rios como fue la captura de su conmilitón el general Burgos
Rubio, a quien la dictadura confinó a Campoalegre y luego
deportar a Eugenio Quintero Acosta porque escribió un so-
neto contra uno de los tenientes de Torralbo.

No sabemos qué móviles influyeron para que la pluma en-


venenada de Laureano Gómez dijera del general Torralbo,

-157-
LEYENDAS SINUANAS

quien entonces ocupaba la presidencia del Senado, que:


“era fachada de catedral, con interior de pesebrera”.

Don Miguel Mariano nunca sufrió eclipse político, y con la


caída de su partido se afectó tanto que no pudo sobrevivir
por mucho tiempo al nuevo régimen.

Don José fue un hombre jovial, atractivo; amante de empre-


sas agrícolas, por las que se desvivía. Sus principales y más
frecuentes amigos eran los libros, a los que les dedicaba la
mayor parte de sus horas. Gastaba una seriedad de patriar-
ca, rebelándose en él el hombre de ciencia. Fue un hombre
absolutamente civil que supo interpretar y respetar el es-
píritu de las leyes a lo Santander, mostrándose como un re-
publicano de fibra. Desempeñó cargos importantes en los
cuales dejó luminosa huella, ya como Juez de Circuito, ya
como prefecto de la provincia del Sinú en repetidas oca-
siones, ya como gobernador del efímero departamento de
Sincelejo, ya como cónsul en el Brasil, y cuando se dirigía
de Manaos a los límites de Bolivia a explorar detenidamen-
te aquellas extensas selvas vírgenes para acometer una em-
presa de gran magnitud, la muerte le sorprende lejos de los
suyos y lejos del terruño que le vio nacer.

La temprana desaparición de estos representativos de la


alta sociedad sinuana, dejó al terruño sin acción, puede de-
cirse, para proseguir las mejoras de progreso y bienestar
que ellos ambicionaron.

-158-
Las travesuras de don
Chepe

J osé María Padrón, a quien sus compañeros de in-


fancia y de colegio llamábamos don Chepe, era el
muchacho más burlón, locuaz y bromista del inolvidable
“Instituto Puche”, establecimiento de segunda enseñanza
que funcionó en Cereté de 1895 a 1902, bajo la experta di-
rección de don José de la Cruz Puche, y que no obstante
que manos criminales por puro egoísmo según se dice por
detrás de bastidores, quemaron el edificio en que estaba
instalado, un vetusto, altísimo y hermoso caserón pajizo,
no ha tenido par hasta ahora en la región. Allí se prepara-
ron individuos que hoy son honra y prez de aquella culta
sociedad.

Don Chepe poseía una inteligencia precoz de ahí que a la


corta edad de doce años fundara “El Filántropo”, publica-
ción local manuscrita en la que su principal redactor se
perfiló como un buen literato, a más de ser un garrapatea-
dor ático en que hacía jugar el humorismo su principal pa-
pel. En ese órgano de publicidad dieron sus primeros pasos
también en el campo literario Nabonasar Rodríguez, Pío
Padrón D., José G. Dueñas, Vicente Guerra, Eustorgio Sie-

-159-
LEYENDAS SINUANAS

rra, el tuerto Calonje, Amadeo Puche y otros desaparecidos


ya casi todos del escenario de la vida. A don Chepe nada le
agradaba tanto como oir vocear a su periódico, para lo cual
se situaba en una esquina de la calle principal, sin que el
negrito voceador lo viera, cortándole luego por un callejón
la retirada a otra calle, hasta agotarse la escasa cantidad de
ejemplares que se copiaban. Cuando “Filántropo”, nombre
que el público le había dado al muchacho voceador llegaba
y entregaba sus cuentas, don Chepe se estrujaba las manos
de satisfacción, no sólo por el rendimiento material, sino
por el triunfo moral de su semanario.

Un día don Chepe discutía algún tópico para su periódico


con su corredactor Amadeo Puche, discusión que fue to-
mando calor y llegó a tanto, que Padrón, le lanzó a Puche el
insulto más grande que podía hacérsele, le dijo: FENELON,
sobrenombre que a Amadeo le habían puesto sus condis-
cípulos, no porque se pareciera intelectualmente al ilustre
prelado y escritor francés Francisco de Solignac, señor de
La Mothe, sino porque físicamente se daba un aire a un po-
bre diablo del pueblo que se llamaba así. Puche no admitía
este remoquete y lo consideraba lesivo a su dignidad, de
ahí que la contestación a don Chepe fuera una tremenda
bofetada que le saltó uno de los incisivos de la mandíbula
inferior. A Puche le costó muy caro este estreno PUGILA-
TERIL, pues su hermano don José de la Cruz le aplicó se-
guidamente fuertes ferulazos que le hincharon las manos y
le prohibió un mes de salida. Al ver don Chepe que la justi-
cia entraba por la casa, puso pies en polvorosa del colegio,
aunque lamentando el triste caso de su diente.

Lo acontecido no fue óbice para que don Chepe se mode-


rara y continuara su serie de travesuras, que llegaron a los
linderos de lo inesperado. Otro día con su hecho muy bien
pensado fue a la oficina telegráfica, y sin que el empleado,
amigo suyo, lo notara, se sustrajo dos esqueletos de telegra-
mas que llevó a su casa. Allí imitando la letra del telegra-

-160-
Manuel Mendoza Mendoza

fista escribió sendos telegramas a don Josué Gracia y don


Roque Pérez apareciendo como que el ministro de Gobier-
no nombraba al primero gobernador de Bolívar, y el gober-
nador del departamento nombraba al último prefecto de la
provincia de Lorica y con alguna astucia los hizo llegar a
manos de los NOMBRADOS. La noticia en pocos momen-
tos corrió de boca en boca, por lo que los amigos de uno y
otro felicitaron a los agraciados. Nadie dudaba de tal acon-
tecimiento, sin embargo don Josué con aquella perspicacia
que lo distingue, extrañó el nombramiento, más viendo la
firma auténtica del empleado receptor se convenció y dejó
para el día siguiente su contestación agradeciendo y acep-
tando el honroso cargo. Esa noche estuvieron tanto Gracia
como Pérez de francachela, habiendo estado por allí don
Chepe, quien se solazaba por el gran efecto de su audacia,
sin sospechar un solo momento las fatales consecuencias
que se le esperaban después de descubierta su tramoya.

Al día siguiente tanto don Josué como el señor Pérez prepa-


raban sus maletas para ir a ocupar sus puestos, más al ir el
primero a dar su respuesta al ministro aceptando la desig-
nación y al citar el telegrama nombramiento del día ante-
rior, el telegrafista le preguntó que si tal despacho lo había
recibido por la oficina de Montería o de Lorica, ya que por
su oficina no había pasado. Don Josué en seguida malició
sacando de su cartera el telegrama en cuestión que exami-
nado por el empleado del ramo, resultó ser apócrifo. Don
Josué con aquella impetuosidad que de joven se gastaba, sa-
lió hecho un energúmeno en busca del atrevido que de él se
había burlado. Como primera providencia solicitó y encon-
tró al muchacho que le llevó el parte, lo puso en confesión
y el muchacho le declaró que quien le dio “esas cartas fue
el niño José María”. Don Josué ensoberbecido al extremo
se hizo a un foete que mantuvo en sus manos varios días
hasta que encontrara al “mocoso” que sangrientamente lo
había burlado. Mientras, don Chepe viéndose descubierto,
se encerró en su casa en donde pasó varios días no aso-

-161-
LEYENDAS SINUANAS

mando siquiera la nariz a las ventanas. A “Oque”, como él


llamaba a don Roque, no le temía, pues era por demás paci-
fico, pero al pedagogo Gracia tenía que tenerle miedo tanto
más, cuanto a que no aflojaba el zurriago que haría zumbar
despiadadamente sobre su descarnada espalda.

El doctor Francisco Padrón, hermano mayor de don Chepe,


y quien hizo veces de padre de éste, tenía muchos días de
estar ausente. Apenas llegó e informado de lo que pasaba se
presentó a casa de don Josué a pedirle disculpas por la con-
ducta de José María y como don Josué apreciaba tantísimo
a Pacho, ya que éste era una magnifica persona, sobre todo
un médico que no ejercía la profesión por lucro aceptó la
disculpa diciéndole: “sálvese don Chepe” y terminó aquello
con un estrecho abrazo y algunas copas de “Ron Cristóbal”
que el doctor Padrón preparaba a lo divino. Don Chepe a
pesar de esto, por ese tiempo no confió mucho en el peda-
gogo a quien miraba de soslayo.

José María Padrón, hizo armas en la guerra de los Mil Días,


habiendo tenido la suerte de no encontrarse en ninguna
escaramuza, aunque sufrió una leve herida de bala en el
cuartel sin culpa. Ha sido alcalde, personero y concejal en
su pueblo natal, secretario privado del gobernador de Ho-
yos en el extinto departamento de Sincelejo, diputado a la
Asamblea de Bolívar, representante al Congreso Nacional y
es a la vez un famoso sujeto por su hombría de bien y quien
se desvive por la patria chica, atributos éstos que le hacen
harto honor.

-162-
El parricida de El Bálsamo

E l antiguo caño de los “Manatíes”, hoy exhausto, na-


cía y desaguaba en el de “Aguas Negras”, bañando
y fertilizando una gran porción de tierra. En las frondosas
orillas de aquél está enclavada la pintoresca aldea de “El
Bálsamo”, población pequeña en extensión y de triste im-
portancia histórica por haber sido teatro de crímenes espe-
luznantes, que no tienen par en nuestra historia pueblerina.

Allí un padre abusó deshonestamente de su hija, un marido


dio cruelmente muerte a su mujer ahogándola en un pozo.
En esa aldea vivía un campesino que había hecho econo-
mías en lucha abierta con una naturaleza bravía y agresiva.

Tal sujeto tenía una larga familia compuesta de muchos hi-


jos cuya mayoría era de varones. Uno de estos muchachos
desde pequeño fue hosco, grosero, amigo de reyertas y de
hacer su gusto sin atender absolutamente los reparos de sus
padres. Desde muy temprana edad mostró sus malos instin-
tos acometiéndole e hiriéndole con un cuchillo a una de sus
hermanas porque ésta no satisfizo sus deseos, negándole
una golosina. Llegado a la pubertad este individuo comenzó
a gastar dinero a manos llenas, por lo que su padre le llamó

-163-
LEYENDAS SINUANAS

fuertemente la atención, pues le estaba menoscabando sus


bienes. Tiempo después este mozalbete se desposó con una
joven que heredó de sus padres algunos bienes de fortuna,
los que en poco tiempo desaparecieron debido a que Pauli-
no, nombre de pila del famoso rapazuelo, los había disipa-
do en las mujeres, el vino y el juego.

Cierto día con un humor satánico porque carecía de dinero,


Paulino solicitó a su madre alguna suma, a lo que la mamita
señora no convino por más que el tunante le rogó y se le
humilló, y como se convenció de que no sacaba nada de lo
que perseguía, se irritó de tal manera que le habló a su ma-
dre en tono amenazante y altanero y como estos bruscos
ademanes no le surtieron efecto, arremetió contra la pobre
anciana dándole de patadas y haciéndola rodar por el sue-
lo. Desde entonces esa señora no gozó más de buena salud
quedando inválida de por vida.

Otro día en que el ardoroso sol de nuestros trópicos de-


clinaba con pereza, Paulino se dirigía al cercano predio de
uno de sus hermanos, recién casado aún, en busca del con-
sabido elemento para proseguir su andanada de desatinos y
errores. José había salido momentos antes al pueblo vecino
a participar de las tradicionales fiestas que al día siguiente
se celebraran y había dejado sola a su consorte. Aparente-
mente contrariado Paulino por la ausencia de su herma-
no, intentó regresarse, más su enturbiado cerebro concibió
una idea aberrante que la puso seguidamente en ejecución.
Desenfundó un viejo revólver y amenazando con él a su
hermana política si no accedía a sus deseos y deshonrán-
dola de hecho, luego la obligó a que le entregara sus pocas
alhajas de oro y el dinero que poseía.

Después de haber hecho su agosto con la infeliz mujer,


desapareció de aquel lugar donde había sembrado la
ignominia.

-164-
Manuel Mendoza Mendoza

El criminal se solazaba sabiendo que era objeto de pavor


por parte de sus familiares y aún del pueblo en que vivía y
de esto se valía para seguir ejerciendo libremente su vil y
degradante oficio.

Tenía acosado y en repetidas ocasiones amenazó a un la-


briego para que efectuara el asesinato de su padre y en
repetidas ocasiones se frustró tan abominable crimen por
falta de valor del presunto cómplice, sin que de tales tenta-
tivas conociera su familia.

Era costumbre del viejo Martín, padre de Paulino, encerrar


diariamente sus vacas de leche para el día siguiente orde-
ñarlas y hacer sus quesos, con lo que tenía asegurada la dia-
ria manutención de su familia.

Una tarde sombría de agosto en que a menudo tronaba y


caía ligera llovizna, el viejo Martín envuelto en mohoso ca-
pote, ufano encaminaba sus vacas al corral. Algún becerro
imprudente queriendo burlar al vaquero se internó en la
ceja, éste iba a cortarle la retirada por una trocha angosta
y sucia, cuando un disparo hecho a quemarropa hizo blan-
co en él, hiriéndole en la cabeza, el pecho y el abdomen,
dejándolo sin vida. A pocos pasos de aquella terrible y es-
pantosa escena un hombre con rodilla en tierra cubierto de
harapos bajaba su humeante escopeta y se cercioraba de
la muerte de su víctima exclamando: ¡perdóname Dios…!
Otro hombre a su lado temblaba, presa de un miedo excesi-
vo, obligadamente se hacía cómplice de tan villana acción.
Momentos después estos individuos desaparecían en el
bosque umbrío sin dejar huellas de su culpabilidad.

La noche tan breve en imponer su imperio de sombras, se


había adueñado de todo. El cuerpo del occiso se encontra-
ba en cámara ardiente en su propio hogar y Paulino muy
campante había ido a dar noticia de la tragedia a la cabece-
ra del municipio, donde relataba con desparpajo inaudito

-165-
LEYENDAS SINUANAS

el asesinato de su padre como cosa natural culpando a un


sabanero.

La autoridad como primera medida ordenó la autopsia del


cadáver y cosa muy singular, Paulino se oponía porque “era
muy doloroso ver descuartizar a su padre”.

Los malos antecedentes de Paulino contribuyeron a que la


autoridad desconfiara de él y lo detuviera preventivamen-
te. Seguida la investigación del delito aquel individuo que
acompañaba al asesino en momentos de consumarse el cri-
men y a quien éste obligaba a que eliminara al viejo Martín,
y que por miedo no lo verificó, delató a Paulino y probado
en efecto el parricidio en todos sus pormenores, la justicia
condenó al delincuente a la pena de veinte años de presi-
dio en el panóptico de Tunja. De esta penitenciaría lo sacó
el gobierno diez y ocho años después, lo hizo soldado y
como para que sufriera castigo mayor pereciendo en tie-
rras insalubres o muriera en la guerra, lo llevó a la Amazo-
nía colombiana cuando el conflicto con el Perú, en donde
peleó como bueno en las jornadas de Tarapacá y Güepí, y
cuando después de estas peripecias que lo dejaban LIBRE
DE TODO PECADO, volvió a los nativos lares, un día en
que se bañaba mitad fuera, mitad dentro de una de las cha-
lupas del barco en que regresaba, un saurio hambriento lo
atrapó por las piernas y se lo llevó engulléndoselo, sin que
sus compañeros que presenciaron la tragedia, le hubieran
podido prestar inmediato auxilio.

-166-
Prohombres sinuanos

C iénaga de Oro cuenta entre sus propios y beneméri-


tos hijos a los doctores Manuel Laza Grau y Manuel
Amador Fierro, personalidades cartageneras que formaron
hogares con las distinguidas damas doña Petrona Burgos y
doña Estebana Salcedo, hijas nativas de esta ciudad. Aquí
vivieron muchos años y aquí tuvieron a la mayor parte de
sus hijos. El doctor Laza Grau, como socio de la casa Ma-
nuel Burgos y Cía., vivió mucho tiempo en la entonces ha-
cienda “Berástegui”, pero ejercía su profesión en esta ciu-
dad y contornos. El doctor Amador Fierro se radicó aquí
habiendo construido la mejor casa de habitación, un edifi-
cio de mampostería con techo de piedra pizarra que duró
hasta hace unos cuatro años. Después de más de ochenta
años de existencia un comerciante sirio la compró habién-
dola destruido para levantar después un moderno edificio
de comercio que le hace honor a la población.

Estos dos caballeros fueron elementos de valía en la políti-


ca nacional y como profesionales, cada uno en su campo, el
uno como médico eminente hizo incalculables servicios a
la humanidad enferma, y el otro como abogado de nota, de-

-167-
LEYENDAS SINUANAS

fendió en más de una ocasión al débil atacado por el fuer-


te, factores esenciales que a ambos personajes les dieron
una buena cauda de adeptos. Ambos fueron presidentes
del Estado Soberano de Bolívar y ambos fueron caudillos
liberales y gobernaron con toda cordura y con lujo de co-
nocimientos.

Cuentan bellezas de la generosidad y hombría de bien de


estos prototipos de caballerosidad, almas nobles nacidas
para prodigar el bien a manos llenas.

Nuestro buen amigo de vieja data don José Antonio Laza


Burgos, conocido en el campo literario con el pseudónimo
de Laburguín, vástago legítimo del doctor Laza Grau, nos
ha referido la siguiente humorada oída por él de propios
labios de don Luis Patrón Rosano, ilustre y modestísimo
educador de varias generaciones, oriundo de Tolú, en clase
de latín, en que era profundo en la Universidad de Bolívar,
cuando Laza Burgos estudiaba. Don Luis criticando, como
acostumbraba, la desaplicación de algunos alumnos, a quie-
nes, al tomarles la lección, los sorprendía pícaramente con
el “machete” del libro abierto a espalda de su condiscípulo
vecino en la banca para contestar lo que se le preguntaba.

Fue el doctor Laza Grau uno de los hombres públicos más


notables de un áureo pretérito en Colombia. Ostentaba en-
tre sus distinguidas dotes espirituales, la de ser un orador
elocuente, muy notable por el don de la verdadera impro-
visación. Uno de sus íntimos amigos personales y políticos
fue el doctor Manuel Amador Fierro, también magnífico
orador, pero carecía de ese don tan necesario a los políti-
cos de elevada categoría, la improvisación. No sabemos con
qué motivo, ni si el caso ocurrió en Bogotá o en Cartagena,
más bien fue en esta urbe. Una Sociedad Republicana Li-
beral hizo a dichos prominentes hombres públicos objeto
de una gran manifestación pública, política de simpatía y
adhesión. Los componentes de dicho mitin procuraron no

-168-
Manuel Mendoza Mendoza

hacer saber su propósito para sorprender con ese acto a


dichos doctores.

Sucede sin embargo que eso no puede lograrse del todo, y


sin dudad alguna la noticia llegó a conocimiento de aque-
llos tal propósito.

Con una nutrida concurrencia llegaron los estudiantes al


lugar en que se hallaban los mencionados personajes. El
presidente de la Sociedad pronunció un efusivo y vibran-
te discurso y terminado éste, el doctor Laza Grau contestó
con una improvisación extensa y entusiástica, habló con tal
y tanta facilidad, que hizo recordar uno de los rasgos elo-
giosos del célebre autor de “Los Camafeos”, al gran César
Conto como improvisador en verso:

“Habla como de memoria


cual si estuviera leyendo”.

Bien, es el caso que cuando el doctor Laza Grau terminó de


hablar y se extinguió el ruido de la ovación popular de que
fue objeto, todas las miradas de los manifestantes conver-
gieron en la persona del doctor Amador Fierro en espera
de su respuesta, y entonces éste llevando su diestra a uno
de los bolsillos de su levita, sacó un papel en el cual tenía
escrito su discurso, por lo cual el doctor Laza Grau, al des-
doblar el doctor Amador fierro dicho papel en actitud de
leerlo, le dijo sonriente en alta voz: ¡Ah! ¡Pícaro, con que
tenías ahí tu machete…!

Ocurrencia tan oportuna causó mucha risa a los espectado-


res que ovacionaron nuevamente al doctor Laza Grau y el
mismo doctor Amador Fierro aplaudió con calor.

¡Cómo cambian los tiempos! Hoy está casi implantada la


costumbre de que la mayor parte de los oradores leen sus
discursos, aunque no dejan de emplear la elocuencia de
que están dotados.

-169-
LEYENDAS SINUANAS

La ruin política lugareña que en Ciénaga de Oro ha sido


siempre tan nociva, contribuyó a que los personajes de que
nos hemos ocupado se desalentaran y levantaran toldas
para no volver a vivir jamás en esta población. El doctor
Laza Grau se radicó en San Carlos y el doctor Amador Fie-
rro en Cartagena, su tierra natal; ambos murieron después
de brillantísimas actuaciones en la vida política, cargados
de merecimientos. El corazón de este último está conser-
vado en una urna de plata encerrada en la pared frontal
de la secretaría de gobierno del departamento de Bolívar
por voluntad expresa de la asamblea legislativa del Estado
Soberano.

-170-
Magín, el matarife

P edro Pablo Pitaluga, el viejito erecto y nonageria-


no de temple altivo y de carácter siempre alegre, a
quien todos llamamos no sé por qué circunstancia “El Cla-
vo”, nos ha contado muchas veces en su lenguaje refinado,
campechano y rural, la siguiente historia acaecida cuando
él estaba al llegar a la pubertad. “Recueldo, como si fuera
agora”, nos dice, el caso de Troconis, y según cuentas bien
sacadas, eso ocurrió hace nada menos que la friolera de
ochenta años.

Buscando el modo de ganarse honradamente el sustento de


cada día, llegó a Ciénaga de Oro procedente de Lorica, en la
época en que nos hemos referido, el matrimonio Troconis
López del que eran retoños dos robustos muchachos uno
de cinco, y otro de seis y medio años. El expresado matri-
monio arrendó casa en la que puso un ventorrillo mezcla-
do con una venta de aguardiente, que atendía la señora. El
marido se dedicó a viajar por la vía de Aguasprietas, fre-
cuentando las poblaciones principales de esa vía que en-
tonces como ahora, eran Punta de Yanes, Arache, Chimá y

-171-
LEYENDAS SINUANAS

Momil y llegaba hasta Lorica, haciendo comercio de venta


de artículos que llevaba de aquí como maíz, ñame, jabón,
bollos, manteca, cabullas, etc., etc., y de regreso traía otros
artículos de primera necesidad, que vendía aquí y en San
Carlos. En estos viajes redondos demoraba por lo regular
quince días, pero estaba conforme porque el negocio le re-
portaba muy buenas utilidades. Este señor tenía muy pocas
amistades en el pueblo, pues como frecuentemente estaba
viajando demoraba a lo sumo dos días en su casa y volvía a
su agitada vida de vivandero.

Una serena mañana de invierno, cuando la señora de Tro-


conis acababa de abrir la puerta de su ventorrillo, se pre-
sentó a él el negro Magín, quien ejercía el oficio de ma-
tarife. Después del riguroso “buenos días”, que la señora
contestó con agrado, el visitante propuso a la ventera que
le obsequiara “las mañanas”, a lo que la López contestó que
no podía acceder, pues su negocio no le daba para esas co-
sas y además no sólo no podía comenzar la venta del día
con obsequios, sino que su marido le había prohibido el
fiado y los obsequios, pues ellos eran muy pobres y vivían
de eso. Magín insistió varias veces, pero la señora se negó
con buenos modos a acceder, a lo que el otro solicitaba con
empeño y como el solicitante se convenció de que a la bue-
na no conseguía nada, se acercó a la señora dándole una
fuerte pescozada en la cara que la tiró de espaldas e inme-
diatamente se fue al botellero, saco una botella y empren-
dió vertiginosa fuga. A los gritos de los cachifos hijos de la
señora acudieron algunos vecinos encontrando a la pobre
madre tendida en el suelo sin conocimiento y con el rostro
vertiéndole sangre. Auxiliada la paciente por sus vecinos
pudo hablar muy acongojada por el incidente que acababa
de pasar. Algunas personas le recomendaron que pusiera la
respectiva queja ante la primera autoridad y siguiendo este
consejo, después de haber reposado el golpe se encaminó
a la alcaldía en donde dio el denuncio del caso y regresó a
su casa. Y cuando creyó que el caso sería sancionado ejem-

-172-
Manuel Mendoza Mendoza

plarmente, todo el mundo quedo sorprendido porque el se-


ñor alcalde que era entonces un señor de apellido Duarte,
puso oídos de mercader a esta cuestión, quedando el delito
impune.

La señora de Troconis, sabiendo lo que era su marido, que


demostraba ser un tonto, cuando no era sino un hombre de
mucho carácter, enfermó y llegó a acobardarse tanto que
dejó de tomar alimentos y antes de ocho días entrego su
alma al Creador. Avisado de esta inesperada muerte el ma-
rido, regresó encontrando a su consorte ya enterrada. Fue
informado minuciosamente por varios vecinos y aun por
sus mismos hijitos de la infame acción del negro Magín, sin
que de su boca se escapara una sola palabra sobre ese he-
cho. A los dos días, sin informar a nadie de lo que pensaba
hacer, recoge todos sus muebles y demás artículos y en dos
grandes barquetas se embarca con sus hijos rumbo a Lorica
ocultando su profundo dolor y gran indignación, más al lle-
gar a la “Boca del Muerto” ordena a la canoa donde iba que
atracara a la orilla, salta y recomienda a los bogas cuidarle
a sus niños y aguardarlo mientras volvía al pueblo a buscar
algo que se le había quedado.

En poco tiempo y ya casi de noche llega a una casucha de


mal aspecto, situada en una callejuela solitaria y sombría,
no hace caso de los ladridos de un viejo can que le sale al
encuentro y pistola en mano intimida al viejo Magín que
muellemente descansa en una pequeña y mal oliente chin-
chorra, lo amarra muy bien sin que el negro objetara con
las mismas cabullas de su burda hamaca y como buen ciru-
jano le amputa las manos con una pacora que el matarife
había dejado horas antes en una troja. Al terminar esta ope-
ración Troconis dice a Magín: “Creo que con esto te basta
para acordarte siempre de la mujer de Troconis”.

No contento con esto, Troconis vuela a la casa del alcal-


de para completar su venganza y como encontrara cerrada

-173-
LEYENDAS SINUANAS

esta habitación, se contentó con disparar la carga de su pis-


tola sobre la puerta principal de dicha casa y regresó a la
canoa embarcándose para no volver más a la tierra donde
dejaba la mitad de su alma.

-174-
Reliquias históricas

H asta hace poco tiempo mantuvo en su casa de San


Carlos nuestro dilecto amigo don José A. Laza Bur-
gos, algunas reliquias históricas entre éstas, dos hermosos
bastones de carey con sendas y macizas empuñaduras de
oro de altísimos quilates. Tales empuñaduras están deco-
radas con artísticos dibujos que son una verdadera filigra-
na, el uno con esta leyenda grabada en la cacha: “El pueblo
de Cartagena a Juan José Nieto” y el otro con estas senci-
llas y escuetas letras también grabadas en la empuñadura:
“R.N.” Cuando por primera vez nosotros contemplábamos
estas ricas piezas, sin sospechar siquiera el nombre que en-
cerraban las tales iniciales “R.N.”, al rompe se nos vino a
la memoria estas palabras: REGENERACIÓN NEFANDA,
habiendo sabido instantes después por el amigo a que nos
hemos referido, que pertenecían al padre putativo del régi-
men gubernativo que nació en nuestro país el año de 1885.

Inquirimos del amigo mencionado cómo llegaron a su po-


der tan interesantes como raros objetos y seguidamente
nos dio a conocer su procedencia. Habían pertenecido a
su padre el doctor Manuel Laza Grau por obsequios que de

-175-
LEYENDAS SINUANAS

ellos hicieron, el uno, la viuda del general Juan José Nieto,


y el otro el doctor Rafael Núñez. El amigo Laza Burgos nos
presentó a la vez un hermoso álbum de recortes de perió-
dicos confeccionado por su progenitor. Allí en ese libro es-
taban los motivos de tales obsequios: La viuda del general
Juan José Nieto cuando el doctor Laza Grau ocupaba la pre-
sidencia del Estado Soberano de Bolívar, quiso testimoniar
a éste con la insignia que distinguió como buen magistrado
a su ilustre esposo el general, obsequio que hizo por me-
diación del presidente de la Sociedad Republicana de Car-
tagena, doctor De Ávila. Allí tuvimos la satisfacción de leer
la famosa pieza literaria con que el doctor De Ávila hizo
entrega del rico presente, discurso efusivo y vibrante a que
el doctor Laza Grau contestó con una improvisación sober-
bia en la que destacó sus ideales democráticos y de la que
transcribimos este párrafo: “Y para alentar más y más mi
espíritu republicano y democrático, y mi lealtad a la causa
de mis convicciones, me bastará llevar mi diestra al puño
de este bastón que tanta gloria simboliza al recuerdo de
este denodado campeón de las libertades públicas”. El otro
se lo obsequió también al doctor Laza Grau, el doctor Ra-
fael Núñez con una carta hermosísima que le hace mucho
honor a aquél y la cual figura también en el expresado li-
bro. Esto tuvo lugar en épocas en que el doctor Núñez per-
tenecía al partido liberal y a tiempo en que se expresaba así
ante los despojos mortales del gran Murillo Toro: “Duran-
te un cuarto de siglo, el hombre cuya pérdida deploramos
fue el heroico conductor de un generoso partido político
cuya luminosa huella no alcanzará a borrar de las páginas
de nuestra historia sus necesarios errores por grandes que
hayan sido algunas veces”. Y este doctor Núñez solo por
ambición de mando pocos años después, traicionó al par-
tido “generoso” que lo llevó a la más encumbrada posición
política sucumbiéndolo por más de nueve lustros.

Sabemos que Laburguín para dar mayor mérito a estos ob-


jetos de valor inestimable, hizo donación de ellos al Museo

-176-
Manuel Mendoza Mendoza

Histórico de Cartagena con una nota alusiva a su historia y


aprovechó la buena oportunidad de una visita oficial que
hizo a San Carlos el gobernador de entonces don Carlos
del Castillo, para que él fuera portador de ellos, lo que sa-
tisfizo mucho a don Carlos, según manifestó públicamente.
Este recomendado, no sabemos si por olvido o por ocupa-
ción, no entregó al Museo sino pasados muchos meses los
objetos citados y eso porque el donante hizo reclamo de
la entrega. Tales prendas se exhibieron desde entonces en
esa institución, pero sin la nota explicativa, es decir fueron
objetos históricos sin historia, debido a que el museo en
referencia ha tenido en su organización muchas deficien-
cias que ya deben haber desaparecido. Informado de esto
Laburguín volvió a repetir la nota explicando el origen de
estas prendas que hoy lucen satisfactoriamente para el pú-
blico en las vitrinas de aquel Instituto.

En la guerra que generalmente se ha denominado de los


Mil Días como los hermanos Laza Burgos (Pedro y José An-
tonio) tomaron parte en ella y dejaron su casa al cuidado
de una criada de la familia; esta se preocupó por salvar las
reliquias mencionadas, así como otras cosas de valor, ha-
biéndolas puesto en lugar seguro con lo que pudo librarlas
de la soldadesca que no respeta hogares ni respeta nada.

-177-
La casa de las balas

D e propiedad de la familia Franco Marzola es el edi-


ficio a estilo colonial que está ubicado en la plaza
principal de Ciénaga de Oro, y que algunas personas de-
nominan “La casa de las Balas”, debido a que en muchas
ocasiones dicho edificio ha sido pasto del plomo fratricida,
principalmente en nuestras contiendas civiles.

Recién construida esta casa, nos cuentan personas que tie-


nen por qué saberlo, se batieron frente a su ancho portal
dos compadres por asuntos pueriles y los cuales no llegaron
a matarse, ni siquiera a herirse, debido a la mala puntería
que tenían aunque se hicieron muchos disparos de pistola.

En la guerra de 1.876 que denominaron de Parra, por ser


presidente de la republica entonces el célebre hombre de
estado doctor Aquileo Parra, las fuerzas gobiernistas al
mando del coronel Jesús María Lugo, atacaron a las revolu-
cionarias que habían ocupado a Ciénaga de Oro al mando
de los coroneles Juan Garcés y Encarnación Polo. Don Ma-
nuel Burgos era también Jefe influyente de estas tropas. Los
atacados hicieron resistencias desde las gruesas columnas

-178-
Manuel Mendoza Mendoza

de la casa mencionada, las que después de furiosa y cruenta


lucha fueron derrotadas, siendo entonces presa la pobla-
ción de voraz incendio que destruyó gran parte de ella.

Cuando las fuerzas conservadoras expresadas, ocuparon


a Ciénaga de Oro, el doctor Manuel Burgos, que era parte
integrante de ellas, compuso una décima, la que puso en
cabeza del doctor Manuel Laza Grau, quien era gran influ-
yente en la política, en la que alertaba a sus amigos Juan
Burgos V., Tadeo y Pacho Padrón, decima de la que recor-
damos este estribillo:

“Juan, Tadeo, Pacho Padrón!


el que no huya víctima es!
se mete por el panteón
el coronel Juan Garcés!”

A tal décima contestó parodiando el doctor Laza, ponién-


dola en cabeza del doctor Burgos, cuando él y sus amigos
don Pablo García y Coronel Encarnación Polo fueron des-
alojados con sus tropas de Ciénaga de Oro, por las gobier-
nistas de los coroneles Lugo y Cabeza:

“Primo Pablo, Encarnación!


que nos reimponen el yugo!
se mete por el panteón
el Coronel Jesús Lugo!”

En el pequeño hecho de armas a que nos hemos referido


se observó un milagro digámoslo así, según nos cuentan
viejas leyendas. El señor Mateo Franco, dueño de la casa
que ya hemos citado y quien dormía en una hamaca en su
recámara, estuvo a punto de perder la vida, pues una bala
que entró perforando la puerta principal de la casa, pasó
también la puerta de la recámara así como la hamaca donde
dormía el señor Franco sin hacer daño a éste, pasó además
la puerta que de la recámara va al patio, y la puerta del lo-

-179-
LEYENDAS SINUANAS

cutorio habiéndose incrustado precisamente en la parte en


que una imagen de San Roque tenía la tradicional úlcera.
De este fenómeno vino a enterarse la familia de la casa al
día siguiente y aseguran que de la herida del santo mana-
ba humedad. El no haber tocado la bala al señor Franco y
haberse alojado precisamente en la llaga de la imagen, fue
considerado como un milagro.

En la guerra civil de 1899 a 1902, a esta casa le tocó re-


presentar el papel de trinchera, pues como defensa inex-
pugnable, la tomó el gobierno de entonces de cuartel por
muchísimo tiempo, principalmente por ser dueño liberal.
En varias ocasiones fue acribillada a balas: todas sus puer-
tas, paredes y ventanas están horadadas por proyectiles de
grass. En esta casa se mantuvieron mucho tiempo presos
a varios liberales y delante de la puerta de la sala que da a
la calle en el mismo altozano del portal, fue muerto por la
descarga de una guerrilla que tomó la plaza el 6 de agosto
de 1902, el jefe de la guarnición acantonada en la población
señor Segundo Oyola. Ese mismo día fue muerto también
en la plaza el señor Eusebio Lambraño, alias Chéchere,
quien atravesaba la plaza portando una botella de ron en la
mano derecha. Tal vez quienes dispararon creyeron que lo
que llevaba era un revólver, el hecho fue que lo mataron sus
mismos copartidarios, pues Chéchere era liberal.

Poco tiempo después y en este edificio tantas veces men-


cionado en uno de los cuartos interiores, uno pequeño que
servía de despensa, fue destinado a servir de capilla. Allí
fueron encerrados después de sentenciados Pedro Jeremías
Sierra y Estanislao Sánchez, victimas del sectarismo políti-
co. En una de las paredes de la capilla en cuestión dejaron
escritos sus nombres en claros y grandes caracteres al car-
bón y debajo de ellos estas sencillas palabras con las que
se despidieron del mundo: “Adiós mundo engañador”. Esta
inscripción se ha conservado intacta debido a que la familia
propietaria casi no ocupaba este pequeño cuarto. Los dos

-180-
Manuel Mendoza Mendoza

sentenciados fueron pasados por las armas por el delito de


ser liberales.

Un incendio habido en 1902 que acabó entre otros edifi-


cios, con la iglesia, fue motivo para que la familia propie-
taria ofreciera como ermita una de las piezas inferiores del
edificio.

Tanto don Mateo Franco como su señora no tuvieron la


suerte de morir en su recámara hecha por ellos para sus co-
modidades, murieron en las piezas que están en el interior
ya que la casa principal estaba de cuartel.

A nosotros nos tocó presenciar el año de 1923 los disparos


de revólver que se cruzaron dos individuos de la localidad
en el mismo portal de la casa, por asuntos personales. Se
incrustaron entonces varias balas en la pared de la calle y
una que casi nos hiere pasándonos por entre las piernas,
después de pasar el mostrador y la cual se incrustó en el
asiento de la caja de caudales que había en el local que ser-
vía de tienda.

En esta casa ha servido además para salvar en los incendios


habidos en el pueblo, intereses, muebles, etc., etc., de dam-
nificados y en ella se ha velado siempre el Santo Sepulcro
en época de la Semana Mayor y en ella tuvo la suerte de ve-
nir al mundo en una noche de hermosa luna el distinguido
educador e inspirado poeta don Manuel Heriberto Pretelt.

-181-
El título de un acuerdo

N i más ni menos, como le aconteciera al gran Murillo


Toro, que al dejar la presidencia de la república fue
a ocupar la alcaldía de Chaparral, cierto político encum-
brado de Bolívar que ocupaba una curul en el senado de la
república, vino en días de desgracia a raíz de la gran heca-
tombe producida por unas elecciones, a presidir la admi-
nistración pública de uno de los principales municipios de
la región.

Ese personaje político trajo de Cartagena para oficial mayor


de su oficina o para secretario privado suyo a un joven ju-
rista, de color trigueño, cuerpo enteco y en estado precario
de pobreza. Tal joven hijo de una familia tradicionalmente
conservadora sentaba plaza de liberal.

Retirado de la alcaldía por su propia voluntad el personaje


a que nos hemos referido, ya que sólo aceptó ese empleo
por complacer al jefe de Estado que se lo exigió, habiendo
hecho para ello grandes sacrificios, quedó el joven jurista
sin empleo y desamparado, pues no se aventuraba a plantar
su bufete en un ambiente cálido, como era entonces el de
la población a que nos referimos, por temor a fracasar, más

-182-
Manuel Mendoza Mendoza

teniendo latente cierta idea en que podía triunfar, tuvo el


buen tacto de conquistar el amor y luego formar hogar con
una apreciable dama, hija de una de las familias más adine-
radas de la localidad. Con su nuevo estado el joven legista
cambió como por encanto, de modesto y humilde que era,
se volvió un hombre vanidoso que causó disgusto a quienes
íntimamente lo conocían. Quiso hacerse jefe político del
municipio y no faltó quien obstinadamente se le opusiera,
pero al fin y al cabo logró conseguirse una representación
efectiva en el cabildo, en donde lo dejamos para atender a
otro personaje que ocupa hoy una posición política desta-
cada en el municipio.

Supongamos un gran recipiente de esos que usan las em-


presas vinateras para macerar el vino, pues bien, este otro
sujeto representa un gran tonel de pura grasa que causa te-
mor al pararse junto a él porque da la idea de que puede
reventarse y bañar al que lo tropiece. Este señor de humil-
dísimo linaje en todos sus aspectos se ha transformado de
pronto en un LORD INGLES, aunque sin ninguna preten-
sión que sepamos, puesto que conoce el lugar que ocupa.
Ha tenido la feliz idea de ilustrarse leyendo, y de crasa-
mente ignorante que era, es hoy un hombre de buen sen-
tido, audaz y despierto. Debido a sus esfuerzos tiene hoy
dinero, y es capaz por su prestigio lugareño bien adquirido
y cimentado, pues cuenta con masas populares que lo ro-
dean de enfrentarse y vencer a los políticos más hábiles
de su terruño adoptivo. Últimamente lo ha probado y ha
dejado admirado a todo mundo por su política maquiavé-
lica, la cual lo mantendrá firme y recio como un guayacán
del trópico, como generalmente acontece a todo político.
En casi todos los últimos periodos legislativos del munici-
pio se ha hecho elegir cabildante aportando por cierto en
las deliberaciones de ese cuerpo argumentos de peso para
defender lo que más conviene al municipio y adelantar la
obra reconstructiva de que carecen casi todos los munici-
pios de esta sección del país.

-183-
LEYENDAS SINUANAS

Un día en el parlamento criollo de la población a la que nos


estamos refiriendo, se encontraron los dos individuos pro-
tagonistas de esta leyenda, se miraron, midieron su fuerza,
se sonrieron y se hicieron una burda expresión de despre-
cio y desde entonces se enfrentaron. Allí nació la pugna
que se hizo constante, y escándalo sobre escándalo fueron
las siguientes sesiones de la corporación, que aquello en
vez de ser torneos cívicos, más bien era una gallera. El le-
trado desde que llegaba a la sesión mantenía una risita bur-
lona, con que trataba de chocar a su colega.

Cierto día hubo una sesión más que acalorada en la cual


casi van a las manos estos dos representantes del pueblo,
pero Dios libró al abogado de un buen manotazo del gordo
que lo hubiera tendido en la lona para siempre. El escánda-
lo llego al colmo, lo que obligó al presidente de la corpora-
ción a levantar la sesión, habiendo quedado con derecho a
la palabra el lord, que hacía uso de ella.

Días después se anunció otra sesión y como el público es-


taba deseoso de sesiones espectaculares, invadió el lugar de
la barra y parte del recinto. La lluvia menuda e insistente
que caía no fue capaz de evitar la presencia de la muche-
dumbre, se abrió la sesión y comenzó el gran debate alre-
dedor de un proyecto heroico sobre salubridad pública. En
uso de la palabra el lord hacía presente las grandes conve-
niencias del proyecto, mientras que el jurisconsulto salía
irónicamente a la palestra, no por hacerle mal al proyecto
sino por llevarle la contraria a su contendor. Después de
mucho discutir el proyecto o su parte sustantiva, fue apro-
bado, y al entrar en discusión el título, el lord intervino
nuevamente diciendo que le sonaba muy mal el mote que
se le había puesto. A esto el abogado que estaba pendiente
de rebatirle a su enemigo a quien consideraba como un de-
testable ignorante, le interpeló: “¿Qué entiende el honora-
ble concejal por mote?” El lord comprendiendo la burla que
su colega trataba de hacerle y dando un tremendo suspiro

-184-
Manuel Mendoza Mendoza

que formó un ciclón en el hemiciclo el cual echó a rodar


sombreros y papeles, y casi ahogándose respondió: “Hono-
rable, mote… mote es aquello que usted comía antes de ser
marido de su esposa”. La ovación en las barras fue tal, que
quisieron sacar en brazos al lord, pero al intentarlo les pesó
muchísimo y se contentaron con halarlo, y ya en la puerta
de la calle, le levantaron el brazo derecho como se hace con
el campeón de boxeo cuando triunfa.

-185-
Santa Cruz y San Antero

L a revolución armada de 1885, denominada entre


nosotros la “Guerra de Lugo”, fue como todos sa-
bemos de muy corta duración pues sólo tuvo dos meses de
vida. El aguerrido y valiente general don Jesús María Lugo,
no obstante sus actividades y pericia militares, no pudo or-
ganizar en ese breve lapso, un buen ejército, y resultó que
en dos pequeños hechos de armas, quedó fuera de comba-
te. Lugo no contó en esa época desgraciada ni con dinero,
ni con armas, de ahí su fracaso.

Sabiendo este distinguido jefe que las fuerzas contrarías se


proponían acorralarlo en donde estaba, que era en el bajo
Sinú, combinó un plan que si se hubiera realizado, segura-
mente que habría obtenido éxito notable, pues como era
audaz y atrevido en el combate, hubiera logrado su propósi-
to. Lugo pensó dar un asalto y tomar por sorpresa el vapor-
cito que el gobierno tenía amarrado en “La Doctrina”, un
poco abajo de Lorica, buque que tenía muchos elementos
de guerra, que eran de gran necesidad para el jefe revolu-
cionario, pero el diablo que está en todas partes deshizo el
hermoso plan, en el que el general tenía halagadoras espe-

-186-
Manuel Mendoza Mendoza

ranzas. Desde el cuartel general establecido en San Antero,


Lugo dispuso que uno de sus principales conmilitones, el
coronel Tomás Blanco con una compañía de cien hombres,
marchara por caminos extraviados atravesando montañas
para que fuera a salir a un lugar inmediato al caserío en re-
ferencia, mientras que él, Lugo, con otro grupo del ejército
se encaminaba por la parte de arriba para obrar de común
acuerdo y atacar el buque entre fuegos. El coronel Blanco,
hombre de un valor llevado hasta la temeridad, y quien ha-
bía libado algunas copas, salió a cumplir con su deber más
por una desgraciada equivocación, tomó un sendero distin-
to del señalado. Impuesto Lugo rato después del mal rumbo
que llevaba Blanco, mandó devolverle, pero este jefe en el
estado en que iba, no tuvo en mientes otra cosa más que
encontrar al enemigo y combatir, no quiso obedecer, ha-
biendo salido horas después a Santa Cruz en donde se en-
contró con tropas del gobierno comandadas por el general
Bernardo González Franco y como no podía ya evadir el
encuentro, afrontó la situación rompiendo fuegos y empe-
ñando un combate que duró más de una hora y en el que
hizo voltear grupas al enemigo, pero a costa de su propia
vida, pues al finalizar la lucha y cuando perseguía al ene-
migo con desmedido arrojo fue muerto. Con esta calami-
dad sus compañeros en desorden completo se vieron pre-
cisados a volver al campamento de San Antero. Informado
Lugo de esta desgracia y siendo como era Blanco uno de
sus inseparables compañeros, manifestó gran contrariedad
y deseo de vengar la generosa sangre de aquel mártir. Lugo
tuvo necesidad de mandar inspeccionar al enemigo y dis-
puso una comisión, seguidamente el corneta Temístocles
Rodríguez, el alférez Camilo Benedetti y el teniente Adel
Vallejo Franco, ofrecieron desempeñar tal inspección y el
general les ordenó partir cuando eran las ocho de la noche.
Adel Vallejo había sido hasta ese día ayudante de Blanco y
estuvo a su lado hasta cuando éste fue ultimado por las ba-
las. La comisión expresada cumplió a cabalidad la orden de
su jefe y regresó a altas horas de la noche dando al general

-187-
LEYENDAS SINUANAS

los datos deseados. Vallejo vino trayendo del campamento


enemigo un brioso caballo blanco que pudo quitar casi cara
a cara al enemigo.

Siendo ya de día el General Lugo dio las últimas órdenes


para la defensa, pues bien sabía que el enemigo lo atacaría
esa mañana, como así sucedió, pues a los pocos momen-
tos era batido por el camino de Lorica por las fuerzas del
general Ignacio Foliaco, y lo hubiera sido también por el
otro lado por González Franco, si no hubiera sido por la
chamusquina del día anterior en Santa Cruz, en que el jefe
conservador quedó escarmentado. Después de una lucha
de tres escasas horas en que quedaron tendidos en el cam-
po el coronel Ferro, el capitán Correa y otros, y después de
agotar todas las municiones, Lugo se retiró hacia el camino
de “El Aserradero”. En esta retirada se verificó este peque-
ño episodio que relatamos no sólo por su valor histórico,
sino por el curioso ardid de guerra que el general Lugo usó
como buen estratega.

A la salida del campo de batalla, en un recodo del camino, y


sin que nadie la condujera, había una mula cargada con dos
pesadas cajas que aparentaban ser de municiones. Detrás
del general Lugo iba a pie el teniente Adel Vallejo, pues el
caballo que había logrado del enemigo en Santa Cruz la no-
che anterior, se lo habían muerto en el combate de San An-
tero. El general Lugo le ordenó: “Vallejito, monta esa mula
y salva del modo que se pueda ese parque”. Vallejito no se
hizo esperar y montó la bestia que iba un tanto rendida de
cansancio. Caminó todo el medio día después del combate,
sin probar ni agua, pues Vallejo ha sido siempre un cumpli-
dor de su deber. Muerto de hambre y de cansancio, solo,
por un camino desconocido y casi sin rumbo y siendo ya
de noche y ésta muy obscura, resolvió apearse, descargar la
mula y descansar un poco mientras salía la luna lo cual se
verificaría a las dos de la mañana. Largo rato estuvo vigilan-
te el teniente Vallejo al lado de su parque y de su mula, que

-188-
Manuel Mendoza Mendoza

había amarrado cerca en un sabanal. Muy pronto el fastidio


de oír el constante chillido de los grillos alternado con el
croar de las ranas y el deseo de dormir que lo aguijoneaba,
le sumieron en profundo sueño, del que vino a deshacerse,
no en la madrugada como había pensado, sino cuando el
sol ya asomaba por el lomo encorvado de la sierra vecina.
Seguidamente coge la mula, la ensilla, la carga, la monta y
trocha tras trocha sigue el camino encontrándose no muy
lejos al pueblito de “El Aserradero”. Allí le informan que el
general Lugo había salido horas antes para Sabaneta y con
el ánimo abatido por el cansancio y el hambre, sigue el ca-
mino que le indican y por más que arrea a su cabalgadura,
ésta se resiste a seguir ligero y hubo momentos en que se
plantó encabritándose y echándose luego a tierra lanzó a
un lado carga y jinete. Vallejo se levantó algo magullado y
pudo observar con sorpresa y con disgusto que las cajas al
caer se habían roto y derramado su contenido que no eran
los pertrechos que con tanto afán y cuidados había defendi-
do, sino una buena cantidad de miserables piedras.

-189-
El caso de Juan Pantoja

D esde la cruenta guerra civil de 1885 en que se im-


plantó en Colombia el gobierno del doctor Rafael
Núñez, en Ciénaga de Oro se arraigó también un gamona-
lismo de la peor laya, sistema de gobierno en que proba-
blemente se inspiró Juan Vicente Gómez. Aquí no había
seguridades para nada ni para nadie: un brusco tiranuelo
era dueño absoluto de vidas y haciendas de los liberales, y
para demostrar nuestro aserto basta decir que cuando al-
gún transeúnte pasaba fumando por delante de la casa de
este mandarín, era conducido irremisiblemente a la cárcel
y luego era sacado de la prisión para ir a bañarle el caballo,
a acarrearle leña, yerba o agua a este hombre sin entrañas.
Nadie podía levantar la voz cerca de su casa y quien osara
tal cosa, iba como los venezolanos a parar a “La Rotunda
Lorana”, sin que nadie pudiera contrariar los singulares ca-
prichos de este déspota vulgar.

Cierto día fue herido en una reunión uno de los de la cauda


de este jefecillo sin saberse por quién, y el dictador pro-
testó que había sido Francisco Pantoja, para poder llevar
a este señor a la cárcel, y dispuso su detención. Fue no-

-190-
Manuel Mendoza Mendoza

tificado Pantoja en su casa para concurrir ante la autori-


dad y como sabía muy bien lo que era de perverso aquel
señor, y siendo como era Pantoja hombre de carácter que
no permitía un vejamen, resolvió no atender la notificación
manteniéndose esquivo y sin salir a la calle muchos días.
Tiempo después creyendo Pantoja que el asunto se había
olvidado o quizá confiado en sus buenas muñecas y valor,
pues en verdad era hombre de pelo en pecho, salió a la calle
y seguidamente fue rodeado de la policía, más como Panto-
ja trató de defenderse rechazando a varios policiales, estos
que eran muchos y bien armados, no logró aquél otra cosa
más que recibir un balazo en una pierna que lo mantuvo en
el lecho varios meses.

Una noche de furioso invierno en que la lluvia caía a to-


rrentes, el tiranuelo escribía en la sala de su casa rodeado
de sus aúlicos. Inesperadamente un certero disparo de es-
copeta hecho desde una de las ventanas de la calle le des-
trozó el corazón e inclinado sobre la mesa dejó de existir.
En un principio los compañeros creyendo que se trataba
de una descarga eléctrica, se hicieron a un lado, pero al
convencerse de que una bala asesina había acabado con
el amo, se alarmaron y corrieron buscando salvación, más
comprendiendo lo mal que hacían, volvieron al lugar de la
tragedia y luego emprendieron persecución al asesino que
ya había tenido tiempo sobrado para huir. Seguidamente
cundió alarma por todas partes y el mismo asesino que ha-
bía tenido tiempo para cambiar de indumentaria para que
no sospecharan de él, tenía la audacia de acompañar a la
persecución. Siendo como era este hombre de la plena con-
fianza de la casa, nadie desconfió nunca de él, de ahí que
lo mandaran los familiares del muerto a San Carlos a avi-
sarles a otros miembros de la familia que estaban allá. Este
acontecimiento tuvo lugar a las diez de la noche y desde
entonces los esbirros del tirano estuvieron dedicados a la
búsqueda del delincuente. Al día siguiente la cárcel ama-
neció llena de presos y entre ellos algunas mujeres, para

-191-
LEYENDAS SINUANAS

ellos hubo cepo de campaña, a varios se les guindó por los


pies y se les mantuvo largo tiempo en tal posición para que
declararan que Juan Pantoja, hermano de Francisco, era el
asesino. De estas horribles torturas dieron fe Manuel A.
Villadiego, Manuel J. Causil y Ascensión Mestra, quienes
llevaron de por vida cicatrices en las manos y los pies como
para que el caso no se les olvidara nunca.

Entre tanto Juan Pantoja, quien huyó desde un principio


cuando los suplicios que imponían a su hermano y parien-
tes sindicándosele del delito por creérsele vengador de su
hermano Francisco, se le perseguía encarnizadamente por
todas partes. La hacienda “Chupa Chupa”, residencia de
aquél fue varias veces requisada por la soldadesca y hubo
ocasión en que trajeran a pie y presa a una de sus hermanas
y se les hizo presión para que declarara contra sus herma-
nos.

Pasados algunos días en que los desmanes se habían apaci-


guado, Juan Pantoja se entregó a las autoridades de Lorica
y con su hermano Francisco, todavía inválido, se les envío
inmediatamente a Cartagena con unas sumarias confeccio-
nadas apasionadamente para que resultara de por vida se-
pultado en el presidio.

En Cartagena se les hizo con brevedad el juicio correspon-


diente y sin razones de peso en absoluto, se les condenó a
muchos años de prisión. Su defensor apeló la sentencia tan
absurda ante el alto Tribunal de Bogotá y en esta capital el
asunto fue otra cosa, pues los doctores Santiago Ospina y
Miguel S. Solano encargados de la defensa, pusieron puntos
sobre las íes y ese Tribunal los declaró absueltos. Tal proce-
so hizo bulla en el país y cuando esto sucedía, en Cartagena
moría en la prisión Francisco Pantoja, todavía inválido, y
según aseguran, víctima de criminal envenenamiento.

Años después fue enviado a Cartagena sindicado de un


delito distinto el señor Pedro Pacheco, quien llegó a dicha

-192-
Manuel Mendoza Mendoza

ciudad muy enfermo, se agravó en la prisión y próximo a la


muerte, llamó confesor y testigo ante quienes se acusó que
él por ganarse unos pesos, había matado al amo de Ciéna-
ga de Oro, y que Juan Pantoja y su hermano eran del todo
inocentes en tal crimen. Ya en alguna ocasión este señor
Pacheco había hecho esta misma revelación un día en el
cementerio de Ciénaga de Oro en momentos en que ente-
rraban un cadáver, pero como tal cosa lo dijo en estado de
beodez, nadie le creyó ni le dio importancia.

-193-
Ingratitudes

E n varias ocasiones hemos oído decir a algunos mé-


dicos doctorados que su profesión es la más pro-
pensa a cosechar ingratitudes, y a la verdad, no se han equi-
vocado. A nosotros nos ha tocado presenciar muchos casos
en que ha jugado principal papel el desagradecimiento que
hoy, como gran cultivo de microbios, pulula en nuestro am-
biente. Se necesita tener una gran dosis de tolerancia para
no demostrar disgusto por un mal pago de estos, pero hay
personas como nacidas para sufrir estos reveses, que ni si-
quiera se dan por resentidas cuando se les hace desconsi-
deraciones semejantes.

El doctor Manuel Laza Grau era no solo un eminente y pro-


bo hombre público, sino un famoso médico, con la circuns-
tancia que tenía tan frecuentes aciertos mediante el diag-
nóstico y tratamiento de las enfermedades de sus clientes,
que se cuenta que algunos de estos mejoraban o se restable-
cían con solo su presencia, coadyuvada por sus inextingui-
bles amabilidad y generosidad.

-194-
Manuel Mendoza Mendoza

Casó el doctor Laza muy joven con doña Petrona Burgos,


uno de los cinco hermanos carnales que constituyeron la
primera generación de la familia Burgos de “Berástegui” y
Ciénaga de Oro, de los cuales el principal y mayor fue el
doctor Manuel Burgos, jurisconsulto y agricultor notable,
jefe de extensa familia y fundador de la hacienda Beráste-
gui.

El doctor Burgos era conservador militante, como militan-


te liberal era su cuñado, pero durante algún tiempo, la di-
vergencia de opinión política no fue parte para obstaculizar
la convivencia de ellos en la hacienda. Más tarde el asunto
fue distinto, y el doctor Laza se separó con su esposa de la
hacienda y se estableció en San Carlos, y de aquí regresaba
periódicamente a Cartagena y Bogotá, en donde desempe-
ñaba elevados cargos públicos.

Hecho este preámbulo, vamos a narrar una anécdota del


filántropo galeno.

Cierta vez el hijo menor del doctor Laza Grau enfermó gra-
vemente, hallándose el doctor Laza en Bogotá de ministro
de Fomento de la administración Otálora. Mejorado el niño,
fue sometido a una dieta en que se necesitaba diariamente
“un pollito tierno”. Doña Petrona tenía una buena cría de
gallinas, pero a la sazón no había en esta ni un solo animali-
to de los que se necesitaban. Muy cerca de la propiedad de
doña Petrona vivía la señora Rosalía Sánchez de Jaramillo,
la cual tenía una enorme cría de gallinas y gran número de
pollitos como los que se buscaban. Doña Petrona le había
comprado a dicha señora varias avecillas de éstas y un día
en que necesitaba otra, mandó a una sirvienta a comprarla
a la señora expresada, pero ésta ignorante en grado sumo
debiéndole innumerables servicios médicos y el obsequio
hasta de medicinas de un botiquín que el doctor Laza for-
mó para regalarlas, contestó a la sirvienta textualmente:
“Ay! ¡prendecita! Ya no puedo vender más pollitos, le he

-195-
LEYENDAS SINUANAS

vendido a la niña Petrona tres y se me han descompletado


los cien que tenía para la cría”. “Pero señora Rosa, dice la
sirvienta, venda hoy uno y no venda más porque no se en-
cuentran en el pueblo”. “Ay! ¡prendecita! Cuánto lo siento,
pero no puedo”. La sirvienta echó a caminar por toda la
población y al final encontró un pollo.

Algún tiempo después vino el doctor Laza y doña Petrona


le refirió lo acontecido. El doctor Laza dijo: “Silencio, no
digan nada”. No se pasaron muchos días cuando enfermó
“Leonorcita”, hija muy querida de doña Rosalía y ésta muy
campante fue personalmente a solicitarle al doctor Laza su
asistencia y éste fue enseguida. Era un paludismo con se-
rias complicaciones y doña Rosalía le decía al doctor: “Ay
prendecita mía! Usted es la salvación de mi hija”. Después
de algún tiempo Leonorcita estaba bien, y doña Rosalía
acostumbrada a que al preguntarle al doctor lo que valía la
asistencia, este contestaba “Nada” y le daba un fuerte abra-
zo; al decirle el doctor muy serio: “doscientos pesos” eso
fue como si le cayera un rayo a sus pies, pues era avarísima,
tenía una muy buena finca rural y se aseguraba que tenía
mucho oro guardado. Y dice entonces al doctor Laza: “¡Ay!
¡prendecita mía! ¡¿de dónde saco yo no digo doscientos pe-
sos, pero ni mucho menos?! Mire, eso que dicen que yo
tengo oro guardado es mentira. Y ágora que Jorián (Julián)
es tan liberal. Mire dígame usted qué quiere de nosotros,
lo que sea, usted sabe que tenemos mando en el sitio (se
refería sin duda a servicios políticos). Dígame, dígame qué
desea de nosotros.” Pues bien, repuso el doctor Laza, lo que
necesito son CIEN POLLITOS”. “Ay prendecita, pues ágora
mismo se los mando”, Pero el doctor Laza que era todo un
corazón, comprendiendo que como dijo el doctor Núñez
en una de sus rimas: “No hay flaqueza mayor que la igno-
rancia” se desentendió de eso y así se lo hizo conocer a la
vieja dándole un fuerte abrazo, pues además era seguro que
a pesar de su ignorancia aprendería la lección y no volvería
a ser ingrata.

-196-
Manuel Mendoza Mendoza

EPÍLOGO

Ni durante cuarenta y cinco años de dominación conser-


vadora, con la circunstancia de haber sido San Carlos en
todo ese tiempo hasta 1912 corregimiento de Ciénaga de
Oro, pudo ser conservatizado a causa de la tradición liberal
no solo del doctor Laza Grau, sino de su otro cuñado, don
Francisco Antonio Burgos, único de la numerosa familia
Burgos que fue liberal y liberal auténtico por lo generoso y
de tuerca y tornillo.

-197-
El naufragio del “Cristóbal
Colón”

C ierto día de junio de 1937 en la ciudad de Heredia


caía menudo, tenaz e imprudente sereno. El peque-
ño motovelero “Cristóbal Colón”, vehículo viejo y en pési-
mas condiciones para la navegación, se aprestaba a zarpar
en viaje para el Sinú. A más del exceso de carga los agentes
de la empresa dueña del buque, recibían numeroso pasaje,
y sin tener en cuenta intereses ajenos ni vidas humanas, el
pequeño barco se hizo a la mar. No había andado mucho
trecho cuando su motor se paró, y la embarcación tuvo que
detenerse más de cuatro horas para reparar la máquina.
Después de muchísimos trabajos el motor vuelve a funcio-
nar y la nave sigue su ruta, pero todavía no había andado
más de dos horas, cuando nueva avería vuelve a interrum-
pir su marcha. ¡Parece como que la naturaleza retardara la
tragedia que sobre esta nave se cernía! La reparación se
hace a medias y el pobre barco, como gaviota herida dando
tumbo tras tumbo, llega al remanso de las aguas de Cispatá
y trabajosamente entra a las bocas del Sinú cuando ya el sol
con su luz moribunda se ocultaba. Un tripulante informa al
capitán que el barco va haciéndose agua, y éste ordena po-
ner las bombas en acción y así en estado lamentable sigue la

-198-
Manuel Mendoza Mendoza

infeliz embarcación difícilmente su camino en medio de la


mayor obscuridad y presintiendo acontecimientos desgra-
ciados. Pasaron algunas horas y un ruido indeterminable
que cada vez fue haciéndose más fuerte y que no es el ca-
racterístico del mar que en aquellos parajes se percibe cla-
ramente, anuncia la llegada de una enorme tempestad. El
capitán da la orden de atracar y amarrar a la orilla izquierda
del río lo que enseguida verifican los marinos, pero el ama-
rre lo hacen con débiles cables, incapaces de soportar la
fuerza del vendaval. Nadie advirtió tan peligrosa maniobra,
pues la humedad de la noche convidaba a dormir y tripula-
ción y pasaje se rindieron confiada y profundamente.

¡Y la espantosa tragedia llega!...

El individuo encargado de la vigilancia en el barco, medio


adormitado ve el peligro cuando el buque comenzaba a
hundirse y lanza el grito de alarma. El capitán en pie, lo
mismo que otros marinos dan fuertes golpes en las puertas
de los camarotes despertando a los pasajeros. Seguidamen-
te el barco se ladea hacia la orilla en que estaba amarrado
y los camarotes de esa banda con tal inclinación se abren
saliendo de ellos los pasajeros que se salvan, en cambio los
camarotes del lado contrario se aprietan fuertemente no
dando salida a los que en ellos dormían, y el pequeño mo-
tovelero se hunde vertiginosamente sin más ruido que el
chisporroteo al apagarse el motor, el de la corriente del río
al ser ligeramente detenida por la embarcación y el brusco
y seco de la ruptura del cable.

¡Todo ha terminado! ¡La frágil embarcación en medio de


suaves remolinos de espumosas aguas desaparece con in-
creíble rapidez!...

¡Quien lo creyera! ¡Debajo de aquella gran masa de aguas


tranquilas y sucias desaparecen pasivamente catorce vidas!
El vago recuerdo de esta hora supremamente triste, hora de

-199-
LEYENDAS SINUANAS

profunda y terrible oscuridad en que no se veía más que a


intervalos mediante el resplandor producido por el rayo de
la tempestad, trae a la mente la dantesca lucha de aquellos
seres infortunados que se debatían con la muerte en sus
camarotes fuertemente cerrados.

Así se consumó la tragedia más grande que registran los


anales de la navegación sinuana. Resultado de tal accidente
catorce muertos y pérdida total del cargamento que valía
no despreciable suma de dinero.

Todo mundo creyó que la empresa procedería a poner a


flote el barco y salvar algunas mercancías que la humedad
no afectaba en pocos días, pero no fue así, no obstante que
hubo ofertas de otras empresas que sí lo habrían verifica-
do, no se les atendió, aunque se hizo el simulacro de salva-
mento.

Veinte días después siendo inútil la restauración de la nave


perdida, los deudos de la familia Saker de nacionalidad si-
ria, tragada por las aguas íntegramente sin que se hubiera
salvado ningún miembro de los que viajaban, procedió a la
recuperación de los cadáveres. ¡Dolorosa y triste a la vez
que ardua faena! ¡Un buzo con su escafandra y mediante
crecida suma de dinero por sus servicios, exploró camarote
por camarote hasta encontrar los cuerpos ya convertidos
en mucilaginosos esqueletos!

Después, pequeñas barquetas conducen a Cereté cuatro


ataúdes en los que van mezclados los despojos de siete de
las víctimas sacrificadas por el insaciable interés del mer-
cantilismo.

-200-
El que tiene es el que
pierde

V amos hoy a trazar un rasgo de la vida de don Láza-


ro María Pérez U., distinguido cartagenero que vi-
vió la mayor parte de su tiempo en Montería, y que tuvo la
suerte de amasar una de las mejores fortunas económicas
del Sinú.

Todo mundo sabe que don Lázaro llegó pobre al Sinú y que,
con su perseverancia, inteligencia y amor al trabajo, consi-
guió colocarse en la elevada posición financiera que disfru-
tó y que legó a su amada descendencia.

Don Lázaro fue por mucho tiempo alto empleado de la casa


norteamericana Geo D, Emery, establecida en Montería, la
cual puede decirse que descuajó de maderas de construc-
ción y ebanistería los bosques del alto Sinú para luego ex-
portarlas, casa que liquidó sus negocios a la muerte de su
administrador don Luis Courtney Sliger en 1922. El Sr. Sli-
ger fue individuo caballeroso y repleto de bondades, por lo
que casi todo mundo le recuerda con gratitud.

-201-
LEYENDAS SINUANAS

En una de las giras de don Lázaro por la comarca en asun-


tos de la casa americana dicha, se relacionó con un indivi-
duo del pueblo que le inspiró mucho cariño, así como éste
a aquél, al extremo que don Lázaro consiguió llevárselo
como sirviente para su casa particular. Largos años pasó
Juan Madera, como así se llamaba, al lado de su protec-
tor, ya como criado doméstico, ya como mozo ordenanza,
quien seguía a su patrón a todas partes, llegando a obtener
la plena confianza de éste.

Separado el señor Pérez de la casa extranjera de que hemos


hablado, Madera era en casa de don Lázaro su segunda per-
sona en cuanto a administración de las fincas que el Sr. Pé-
rez con sus ahorros había comprado y principió a negociar
con tan buena suerte que en poco tiempo duplicó, triplicó
y algo más su capital, hasta llegar a ser lo que últimamente
fue.

En cierta ocasión el señor Pérez envió a Santander un buen


viaje de ganado gordo, que allí se vendía a buen precio,
habiendo perdido la oportunidad de realizar su venta en
sus propios corrales sin mover dicho ganado, ya que se los
pagaban muy bien, pero esperanzado en colocarlo en me-
jores condiciones, lo encaminó al mercado santandereano,
el ganado llegó tardíamente y en pésimas condiciones a su
destino y su llegada concordó con una gran baja del artí-
culo, al extremo que hubo que proceder a venderlo a me-
nos precio de a cómo le habían ofrecido a su dueño en su
misma hacienda. Don Lázaro se lamentaba amargamente
de esta pérdida a la vez que se presentaba de una de sus
fincas su criado favorito al cual puso en sus autos de esta
contrariedad y quien como para contentar a su patrón le
dijo: “No se aflija don Lázaro, que el que tiene es el que
pierde”. Aquellas palabras cayeron sobre el rico ganadero
haciéndole un efecto peor que el de la pérdida que acaba de
sufrir. Sus ojos acostumbrados a un pestañeo interrumpido
duplicaron sus movimientos y quiso estallar de cólera, más

-202-
Manuel Mendoza Mendoza

queriendo en extremo al criado se contuvo, agachó la cabe-


za y dejó pasar la tempestad.

Don Lázaro como hacendado que era, tenía en servicio un


buen número de sirvientes (concertados entonces). En ese
tiempo los sirvientes estaban asimilados a esclavos. Cuan-
do uno de estos individuos entraba a casa de un pudiente,
era matriculado, acto oficial que se verificaba en la alcaldía
del lugar y en el que el individuo que tomaba algún dinero
por trabajo, era mediante un jornal muy bajo, ínfimo, y no
era ya dinero lo que debía devolver a su acreedor, sino tra-
bajo y se comprometía a que cualquier día que perdiera se
lo sumaban en su débito por el doble de lo que ganaba, de
ahí que estos sirvientes se puede decir que lo eran de por
vida.

En una gran fiesta verificada en Montería al terminarse


ésta se fugaron juntos seis sirvientes de la casa de don Lá-
zaro, a quien le debían fuertes sumas de dinero y como era
muy natural, este señor deploraba este acontecimiento que
le acarreaba grandes pérdidas. Otra vez volvió a decirle
Madera: “Don Lázaro, no se aflija, que el que tiene es el
que pierde” y otra vez el señor Pérez, aunque de mala gana
soportó a su criado porque sabía que este no lo hacía con
malicia.

En un año de verdadera calamidad para el Sinú, se presen-


tó una inmensa epidemia en los ganados, que muchos ha-
cendados quedaron arruinados. Don Lázaro perdió más de
trecientas reses grandes y con justicia sentía tal quebranto
en sus bienes. Una noche en una de sus haciendas rodeado
de sus sirvientes comentaba muy compungido la pérdida
de sus ganados. Madera que estaba presente, casi no lo deja
terminar su lamento diciéndole: “Don Lázaro, el que tiene
es el que pierde”. El señor Pérez no pudo aguantar su mal
humor y reventó diciéndole al sirviente: “No le acepto más
burlas y desde estos momentos queda usted suspendido del

-203-
LEYENDAS SINUANAS

servicio”. Al día siguiente Juan Madera cariacontecido con


su petate a cuestas, se encaminaba a la aventura al alto Sinú.
El señor Pérez Ucrós preparaba sus maletas para ir a encar-
garse de la gobernación de Bolívar, puesto de honor con
que le había distinguido su íntimo amigo el general Pedro
Nel Ospina. Una tarde en que el señor Pérez comía se pre-
sentó a su casa un individuo casi anciano, flaco, de color
cobrizo saludándolo con mucha flequetería; era Juan Made-
ra quien después de muchos años volvía a donde su antiguo
patrón algo magullado por los reveses de fortuna. Al pre-
guntarle don Lázaro como le iba, aquél le contestó: “Muy
mal, tenía grandes esperanzas en muy buenas cosechas de
maíz y arroz, las que ya comenzaba a empeñolar cuando
una gran avenida del río me las arrasó, y cuando venía para
ésta trayendo en dos barquetas lo que había salvado de la
creciente, al pasar por “La Angostura” las barquetas se me
volcaron pudiendo salvarme con las bogas. Don Lázaro
acto seguido se levantó de la mesa y abrazando a Madera
le dijo: “No te aflijas hijo mío que el que tiene es el que
pierde”. El antiguo criado entre palabras lloricosas contes-
tó: “Blanco, a usted le tocó ahora la tara” e inclinó la cabeza
vertiendo gruesas lágrimas.

Don Lázaro siempre generoso sacó de su casa algún dinero


y se lo dio a aquel infeliz para que comenzara a trabajar.

-204-
Singulares apuestas

D on José Electo Giraldo y don Joaquín Vallejo Vello-


jín, ambos vinculados estrechamente a esta región,
fueron elementos muy conocidos, distinguidos e igualmen-
te apreciados por toda la sociedad de esta sección del país.

El primero, oriundo del famoso Valle de Aburrá, zapador


insigne del trabajo, hombre correcto y caballero a carta ca-
bal, formó su hogar en tierras aledañas al Sinú, habiendo
dado excelentes frutos, entre otros, su descendiente el in-
olvidable galeno doctor Alejandro Giraldo. Don José Electo
poseía un carácter bien festivo, era un humorista consuma-
do y un gran observador. Dado a la lectura cultivó cierto
roce que lo hizo simpático por su trato ameno y campecha-
no y como legítimo hijo de Antioquia, hablaba por cuatro.
Su recuerdo perdura en muchos corazones.

El segundo, de un temperamento retraído, tenía un talento


prodigioso, obtuvo con su propio esfuerzo una buena y va-
riada ilustración la que no explotó viviendo constantemen-
te en el anonimato. Cuando pudo escalar posiciones políti-
cas envidiables no lo hizo, pues primaba en él la gran virtud

-205-
LEYENDAS SINUANAS

de ser modesto. En sus mocedades, como su orientador y


guía el doctor Rafael Núñez, por quien tuvo fervorosa ad-
miración, fue un liberal radical recalcitrante, habiendo más
tarde cambiado esas ideas por otras del todo contrarias que
lo hicieron convertirse en un conservador ultramontano;
sin embargo Vallejo era un enamorado de la democracia y
tenía verdadera devoción por los hombres del Olimpo Ra-
dical colombiano como Santiago Pérez, Murillo Toro, Rojas
Garrido, Eustorgio Salgar, y en nuestros tiempos por Rafael
Uribe Uribe, Pérez Triana y otros.

Vallejo ya muy cargado de años, como lo era también don


José Electo, después de haber vivido largo tiempo en el bajo
Sinú, volvió a Ciénaga de Oro, su pueblo natal, acompañado
de la numerosa prole obtenida en sus segundas nupcias.

En cierta mañana de invierno, cuando el astro rey esparcía


sus ardorosos rayos, Don José Electo cabalgando trotona-
mente en su “Niña”, alta, hermosa y briosa mula de color
azabache, se aprestaba a viajar de regreso a “Santiago”, su
finca y su residencia habitual.

Don José Electo antes de emprender camino acostumbraba


a dar un ligero paseo por el poblado arrimando de casa en
casa de cada uno de sus amigos donde tomaba tinto BAU-
TIZADO y luego se alejaba satisfecho. En esta vez al pasar
por la casa de Vallejo, su viejo camarada, quien estaba muy
arrellenado en la puerta, le dice: Joaquín, a que no haces
esto, a la vez que clavaba sus espuelas en los ijares de la
bestia, la que dio un gran salto lanzando al aire dos fuertes
disparos que levantaron el polvo de la calle.

Vallejo un poco picado por la burla quiso lanzarle a su ami-


go una piedra que encontró a la mano, más pasándole en
el acto la mala impresión optó por preparar su desquite en
forma menos violenta, pero si más convincente.

-206-
Manuel Mendoza Mendoza

Giraldo antes de tomar en definitiva el camino para su viaje


tenía que volver a pasar por el frente de la casa de Vallejo, y
cuando esto ocurría ya éste tenía en el corredor a sus ocho
pequeños hijos reunidos, y al acercarse, con una sorna le
dice: Electo, yo no soy chalán ni cosa que lo parezca, por
tanto no puedo hacer cabriolas en una bestia, mientras que
tú que todavía te consideras hombre, no haces esto: seña-
lándole el no despreciable grupo de sus hijos.

Don Electo como tragando grueso orgullo: Tienes razón


Vallejo, muchísima razón, y se alejó con una sonrisa de-
mostrativa de contrariedad.

-207-
El negro Sáez

Q uién en la región no conoció al maestro José María


Fortunato Sáez de Ciénaga de Oro, a quien fami-
liarmente se le llamaba el Negro? De cincuenta años atrás
no hay pueblo chico ni grande en el Sinú que no hubiera
conocido al popular director de la filarmónica del “ORO”,
pues no había fiesta en la comarca a que no concurriera la
banda “Lorana”, que era entonces la mejor de las murgas de
esta tierra.

Cuando en tiempos ya muy lejanos, en la provincia del Sinú


se celebraban los grandes festivales de pascuas, con la de-
bida anticipación ya la banda del Negro Sáez estaba con-
tratada para el barrio de “Rabiza” en Cereté o para el de
“Chuchurubí” en Montería, donde nuestra música sostenía
grandes piquerías con sus congéneres de Tolú, la “Cócora”
de Lorica, la “Peor es nada” de San Antero o la “Fucú” de
San Pelayo, que tenían fama para toques de resistencia. Se
cuenta que en alguno de estos brotes de entusiasmo que
duraban por lo general nueve y diez días, sin lugar a des-
canso, el Negro Sáez hizo vómitos de sangre debido al es-
fuerzo que hacía por sostener la piquería y en este estado

-208-
Manuel Mendoza Mendoza

seguía tocando alternando el cornetín con el requinto, en


los que era perito, y siempre vencía a sus contendores.

El Negro Sáez fue una magnífica persona, buen amigo ja-


más se le vieron intenciones de hacer un mal a nadie. En
la época de la vieja hegemonía fue sempiterno secretario
de la Alcaldía de Ciénaga de Oro, fue liberal de un carácter
apacible, y a él le daba lo mismo tratar con los liberales
como con los conservadores, llamando a todos simple-
mente “mis amigos”, sin embargo, en su vida sólo tuvo una
actuación política: la de haber seguido, no sabemos si por
fuerza o por voluntad propia, a las huestes derrotadas del
general Uribe Uribe en la guerra civil última, con su banda.
Nos figuramos que esta campaña la hizo el Negro Sáez, más
bien a la fuerza, el hecho fue que anduvo todo el Sinú y lue-
go quedó “desbandado” de modo miserable en las sabanas
de Bolívar en donde perdió a uno de sus mejores colegas: a
Desiderio Dorado.

Puede decirse que fue el perpetuo sacristán de la parroquia


de San José de Ciénaga de Oro, de ahí que de memoria se
supiera la edad de todo el mundo, ya que manoseaba cons-
tantemente voluminoso libro de registros parroquiales.

Como maestro compositor se distinguió escribiendo valses


marciales, habiendo sobresalido en sus clásicos “Déjame
llorar”, “Tres Palos” y “Sueño eterno”, que hicieron verda-
dera bulla en su época y que todavía muchas gentes recuer-
dan con placer.

En su casa todos fueron músicos, sus hermanos, su hijo,


sus nietos, sus sobrinos. Seguramente su profesión fue la
causa de la lesión cardíaca que últimamente se le desarrolló
y que en poco tiempo se lo llevó al viaje de donde nunca
se regresa sin haber tenido la satisfacción de que a su sepe-
lio lo acompañara una de las sentimentales marchas que él
compuso y que tocó en muchos entierros y procesiones de

-209-
LEYENDAS SINUANAS

Semana Santa cuando aquí se acostumbraba a llevar al ce-


menterio a los que morían, al ruido acompasado de tambo-
res, clarines y cornetas, que el honorable cabildo en buena
hora prohibió so pena de fuertes impuestos.

Siendo secretario de la alcaldía, un día por ausencia del al-


calde titular, quedó frente a la oficina en calidad de interi-
no, habiéndole tocado dirimir una demanda policiva. Dos
mujeres habían reñido e ido a las manos, tirándose de los
cabellos y mordiéndose hasta sangrarse. La policía condujo
a las contendoras a presencia del alcalde y éste se aperso-
nó del negocio pidiendo a una y otra la respectiva declara-
ción. Enterado de todos los pormenores y conociéndolas
a fondo pues la una era su comadre y la otra una amiga
íntima, a quien visitaba con frecuencia y en donde encon-
traba siempre su traguito mañanero y su taza de tinto, se
encontró muy perplejo para resolver. En ese interín alguien
para algún asunto urgente llamó al señor alcalde a la pieza
vecina, contigua a la oficina, habiéndose ido detrás de él la
comadre y al oído le dijo: “Compa: tenga en cuenta que soy
su comadre, no me desampare…”. La otra mujer creyendo
tener derecho a ser atendida, se fue a una ventana trasera
de la oficina y llamando al Negro le dijo: “Cuenta que, si no
me ayudas, no soy más tu amiga y a mi casa no vuelves”.
Estas circunstancias pusieron en grandes apuros al buen
Negro que no hallaba qué hacer. Unas veces pensaba en su
comadre y otras en su buena amiga María Beatriz, total que
la indecisión embargaba su espíritu, ajeno a tales luchas. Al
fin después de alguna tregua, dice a las contendoras: “Si us-
tedes se comprometen a no pelear más hoy, dejo el asunto
para definirlo mañana en la mañana”. Las mujeres convi-
nieron y fueron puestas en libertad, más todavía no habían
andado dos cuadras, cuando dieron aviso a la policía que las
mujeres estaban peleando otra vez, y la policía, en medio
de la mayor algazara de parte de las peleadoras, las condujo
otra vez a presencia del señor alcalde. A esto el expresado
empleado dio orden a la policía que las condujeran a la reja,

-210-
Manuel Mendoza Mendoza

y cuando iban a verificarlo el alcalde arrepentido dio con-


traorden, disponiendo que las mujeres fueran detenidas en
su oficina. Cuando ya era casi de noche y se habían retirado
todos los empleados de la alcaldía, el Negro llamo a solas a
la comadre y le hizo ver el gran error que había cometido
faltando a su palabra y que si dejaba él, el Negro, para que
el Alcalde titular resolviera el asunto, seguramente les apli-
caría una fuerte sanción que no bajaría de veinte pesos de
multa a cada una y si ella le prometía formalmente no re-
ñir más con la otra, la pondría en libertad seguidamente, e
igual hizo con la otra, lo cual convinieron habiendo logrado
el Negro, que fue a acompañarlas a sus casas, reconciliarlas,
con lo que dejó zanjada la cuestión.

Así eran todas las cosas del Negro, quien no quiso nunca
estar metido en nada que causara incomodidad, y por eso
fue amigo de todos.

-211-
Los empautos de don
Wenceslao

E n la ribera derecha del Sinú, distanciada un


poco y abajo de Cereté, tenía su residencia hace
más de setenta años don Wenceslao Velilla, individuo
entrado en años y poseedor de una respetable fortu-
na consistente en varias y grandes fincas de potreros
y considerable número de ganados vacuno y caballar.
Cada año don Wenceslao contribuía a solemnizar en
Cereté las célebres fiestas de Nuestra Señora del Car-
men, de que era su más ferviente devoto, cediendo
para las grandes corridas cien toros de lidia de color
barcino escogidos en sus dehesas, bichos que resulta-
ban de lidia. También solía mandar a las grandes fies-
tas de San Pedro en Montería, donde el numero prin-
cipal del programa era carreras de caballos, a cuarenta
de sus mejores jinetes en brigadas de su cría, todas de
color alazán y perfectamente enjaezadas, que dejaban
muy bien sentado el nombre de su propietario.

Subsistía generalmente en el público la creencia que


Don Wenceslao era hechicero o que tenía sus empau-

-212-
Manuel Mendoza Mendoza

tos con el diablo; por eso muchas gentes lo miraban


con recelo. Corroboraba esta creencia los siguientes
hechos: Si alguna persona al pasar por una de las fin-
cas de este magnate criollo, que casi siempre estaban
deshabilitadas, y tomaba el fruto de un cocotero, una
cabeza de corozo, un mango o siquiera un palo de
leña, u otro insignificante objeto, seguidamente lo sa-
bía Don Wenceslao aunque fuera en la más lejana de
sus haciendas, la cual distaba de su residencia más de
diez leguas y acto seguido lo llamaba ante la autoridad
y le hacía pagar por lo que valía, lo que tomaba sin su
consentimiento.

Los familiares de Don Wenceslao comentaban mucho


que éste se iba muy temprano para sus montes y re-
gresaba ya entrada la noche. Jamás quiso que le acom-
pañara ninguno de sus hijos, solamente aceptaba la
compañía de su gran dogo negro, llamado “Otto”, que
no le perdía pisada. En alguna ocasión dos de sus hijos
fueron sigilosamente al monte en las horas de la tarde
a averiguar qué hacía su taita, y regresaron poco antes
que él manifestándole a su madre que su papá sostenía
conversación animada con alguna persona invisible,
pues por más que habían tratado de averiguar, sin que
su padre los hubiera descubierto, con quién hablaba,
no lo habían logrado, e inmediatamente que el viejo
regresó a la casa quiso castigarlos por haber ido a vi-
gilarlo, esto sin que nadie hubiera informado al viejo
que sus hijos habían estado averiguando qué hacía.

Otro episodio que patentizó más la creencia de que el


señor Velilla era brujo, fue el siguiente: En una gran
fiesta en Cereté de nuestra Señora del Carmen en que
se lidiaban sus feroces toros, hubo momento en que los

-213-
LEYENDAS SINUANAS

manteros no se atrevían a jugar un hermoso ejemplar


de cinco años, el cual mostraba brillantes ojos, cuer-
nos muy agudos y deseos vehementes de acabar con el
primero que se le presentara delante. Los garrocheros
no habían podido tampoco lucir sus habilidades, pues
el animal se situó en un rincón de la corraleja sin de-
jarse garrochar. Entonces don Wenceslao se bajó del
palco donde estaba, se quitó su sombrero y avanzó a
paso lento hacia el toro que en un principio se pre-
paró para acometerle. En estos momentos el público
lanzó atronadoras voces temeroso de que el animal
matara a su propio dueño, el cual no se impresionó en
ningún instante llamando al toro: “Vente zambo”. Y
cosa sorprendente, el bicho al hacer nueva intentona
de barajustar a su dueño, lanzó un largo mugido y fue
acercándose a él resoplando fuertemente sus narices,
olfateándolo y lamiéndole luego las manos y terminó
por inclinar su erguida cabeza cuando el amo puso so-
bre ella su sombrero. Entonces salió de todas las bocas
una estentórea exclamación y fue mayor aún, cuando
don Wenceslao tomó el toro por uno de los cuernos y
lo paseó en señal de triunfo en derredor del circo, que
temblaba de emoción.

Vuelto a su palco el señor Velilla, los garrocheros y


manteros trataron de jugar el “Zambo”, pero al verle
su nueva actitud se arrepintieron. Nuevamente volvió
Velilla a descender al circo, acarició al toro, y dijo en
alta voz: “Muchachos, pueden ustedes jugar con toda
confianza al “Zambo” sin garrocharlo”, y así fue enton-
ces como los manteros le sacaron varios lances a sus
gustos hasta cansar al animal: y cuando se proponían
tumbarlo para descornarlo, el viejo Wenceslao bajó al
ruedo evitándolo.

-214-
Manuel Mendoza Mendoza

También los caballos de carrera del señor Velilla de-


jaban fama en las fiestas a que concurrían y fuera de
sus propios jinetes, ninguno que no fuera de la casa
velillera lograba montarlos porque estos animales se
encabritaban y echaban a rodar por los suelos al que
osara montarlos.

En una calurosa noche de julio cuando todos dormían


en la mansión de don Wenceslao, unos aullidos ho-
rrorosos, largos y profundos que hacían como temblar
la casa, despertaron con sobresaltos a la familia. To-
dos eran presas de un indescriptible pavor y el mis-
mo don Wenceslao no acertaba a abrir la puerta para
averiguar cuál era el motivo de aquello que les ponía
los pelos de punta. Al fin destranca, abre la puerta en
momentos en que otro aullido, más penetrante que los
primeros invadían aquel lugar hasta entonces repleto
de tranquilidad y de dicha. Don Wenceslao no pudo
descubrir la causa de tales espantajos, sólo percibió
un ambiente saturado de esperma quemada y azufre y
preocupado entró cerrando bien la puerta y diciendo
a su señora: “Estamos amenazados de desgracia, esos
aullidos no son sino de la muerte que ronda en nues-
tra casa”. La señora trató de consolarlo y volvieron to-
dos a sus lechos, pero don Wenceslao no pegó más sus
ojos, así como tampoco su señora.

Después del desayuno a la mañana siguiente el señor


Velilla bastante preocupado, tomó su machete y como
de costumbre llamó a su fiel “Otto” y se puso en mar-
cha para el monte.

Siendo ya las 9 de la noche y como don Wenceslao no


había regresado a su casa, cuando tenía costumbre de

-215-
LEYENDAS SINUANAS

hacerlo a las siete precisamente, la señora justamente


alarmada por esa demora empezó a impacientarse y
aumentaron sus penas cuando vio venir a “Otto”, el
compañero inseparable de su marido, dando saltos y
fuertes ladridos como invitando a que lo siguieran. La
señora y los hijos de Don Wenceslao siguieron al ani-
mal, que no se cansaba de correr, yendo y viniendo
por un camino amplio y limpio. Cuando habían anda-
do unos dos kilómetros se asombraron al encontrar un
cuerpo tendido e inanimado en el suelo; era el cadáver
de Don Wenceslao y a pocos pasos de él una enorme
culebra mapaná que medía casi dos metros, muerta
también. ¿Qué había pasado? A don Wenceslao, sin
duda lo había muerto la culebra, pues su cuerpo es-
taba lleno de picaduras del ofidio, ¿pero a éste qué le
había ocurrido? Ni contusiones ni heridas presentaba
su cuerpo y varios teguas curadores de picaduras de
ofidio que se les llamó para que dijeran qué había pa-
sado, ninguno fue capaz de descifrar aquel misterio.

De este caso se valió el vulgo para seguir creyendo en


los empautos de don Wenceslao.

-216-
El coronel Tresjotas

L a guerra de 1885 había terminado, y la Regenera-


ción dueña absoluta del poder público, comenzaba
a hacer su agosto con los vencidos. Vivía entonces en Chinú
de donde era oriundo nuestro progenitor, y como había he-
cho armas contra el gobierno del “Tigre del Cabrero”, fue
perseguido hasta mucho después de finalizado ese conflic-
to de ingrata recordación. Había llegado a esa población,
procedente de Sabanas de Ayapel un piquete de soldados
al mando del coronel “Tresjotas”, hombre que demostraba
a ojos vistas, cierta altanería y cierto orgullo muy mal fun-
dados, que causaba disgusto hasta mirarlo. Llegado que fue
tal militarzuelo a Chinú, sembró intranquilidad llevando a
la cárcel a los principales radicales de esa localidad quizá
para darse el tono de mandatario, pues a nada conducía la
prisión ya que todo estaba normalizado, no obstante, Tres-
jotas quiso distinguirse haciéndose sentir. Varios conserva-
dores protestaron por estos actos arbitrarios, de los que no
había ninguna necesidad, pero Tresjotas no cedió y mantu-
vo presos varios días a algunos liberales, entre ellos nuestro
padre. Cuando el Coronel se cansó y satisfizo plenamente
sus deseos, dispuso que los detenidos saldrían de la prisión,
aquellos que le hicieron entrega de dos fusiles por cabeza.

-217-
LEYENDAS SINUANAS

Aquello era como para no dejarlos jamás en libertad, pues


no era posible que terminada una revolución armada, los
vencidos tuvieran armas. Informado de este mal proceder
don Ramón Bárcenas, distinguido caballero conservador,
hombre bondadoso, y amigo íntimo del autor de nuestros
días, fue a presencia del inflexible sargentón y trató con él
la entrega de diez fusiles Remington, como rescate de los
cinco detenidos. Ya don Ramón había comprado a unos, y
robado a otros conservadores, los diez fusiles expresados, y
los detenidos fueron puestos en libertad, y el jefe Tresjotas
se marchó con todo el aparataje militar de su tropa para
Cartagena. Nosotros no hemos olvidado nunca esta noble
acción de don Ramón Bárcenas, la que nos fue contada va-
rias veces por nuestro padre y otras personas.

Andando el tiempo, en 1915, después de transcurridos


treinta años, se presentó a Ciénaga de Oro, ya bien cargado
de años y desempeñando las funciones oficiales de Inspec-
tor Seccional de Educación Pública, el célebre Tresjotas; a
quien nosotros apenas conocíamos de nombre, y como si
antes no hubiera pasado nada muy campante se fue a casa
de nuestro padre a visitarlo, habiendo sido atendido, cor-
dial y afablemente. Al día siguiente de su llegada Tresjotas
se presentó a nuestro almacén en solicitud de calzado, y
habiéndolo atendido, se nos dio a conocer y sabiendo él
por nuestra información quiénes éramos, tomó el asiento
que le brindamos y charlamos largo rato. Luego tratamos
de la venta de los zapatos y habiendo regateado el precio
apartó seis pares, cuatro de zapatillas de mujer, y dos de
botas para hombre, ofreciendo volver, pues iba a buscar el
dinero que había en su posada.

Al día siguiente se presentó nuestro hombre apadrinado de


un familiar nuestro a manifestarnos que había tenido ne-
cesidad de gastar lo que había traído, y que se encontraba
sin dinero, que le hiciéramos el favor de acreditarle los seis
pares de calzado, que apenas regresara a Cereté, nos envia-

-218-
Manuel Mendoza Mendoza

ría su valor. Nosotros ya sabedores de que este señor era


incumplido, que no le gustaba pagar las deudas que con-
traía se nos ocurrió decirle que el negocio no era nuestro,
sino de nuestro padre, por tanto, no podíamos abrirle el
crédito que nos solicitaba. Tresjotas se volvió entonces a
nuestro familiar para que él interviniera en que le conce-
diéramos el favor que solicitaba, y nuestro familiar le dijo
que nosotros teníamos sobrada razón, que era bueno que
él solicitara el servicio directamente a nuestro principal,
por lo que nuestro presunto cliente dijo que iría enseguida
donde su viejo amigo Manuel, teniendo la seguridad de que
no le negaría el servicio.

Como nosotros muy bien sabíamos que a nuestro padre le


caracterizaba la bondad, juzgamos que le abriría las puer-
tas a Tresjotas y que éste volvería con la orden para que le
entregáramos la mercancía, nos preparamos para pararle
el golpe. Rato después volvió el viejo con un papelito en
que nos decía nuestro papá que complaciéramos a Tresjo-
tas hasta donde fuera posible. En guarda de nuestros in-
tereses, se nos ocurrió tomar este partido, y al rompe le
dijimos: Señor Tresjotas: con franqueza le informamos que
no podemos acceder a su deseo debido a que resentimos
muchísimo de usted. “Y en qué sentido y por qué causa
joven, nos dice el señor de las Jotas, yo no le he hecho nada
a usted, más bien lo estimo por ser usted hijo de mi buen
amigo Manuel.” Nosotros le respondimos: evidentemente
a nosotros no nos ha hecho nada pero sí a nuestro padre;
¿recuerda usted que ya terminada la guerra de Gaitán, us-
ted puso preso a ese su amigo Manuel sin motivo alguno
y sin consideraciones de ninguna clase habiéndolo puesto
en libertad mediante el rescate de dos fusiles que entregó
por él don Ramón Bárcenas en Chinú? El viejo quedó algo
turulato como recordando una época lejana, y al fin para
disimular la pena que le causaba nuestra negativa soltó una
brusca carcajada y luego dijo: “¿Usted ejerce una vengan-
za?” Muy claro que sí, respondimos, y ese es el motivo de

-219-
LEYENDAS SINUANAS

no fiarle los zapatos. El viejo continuó riéndose y a la vez


decía: “Ahora voy a referir a Manuel este pasaje”, y se largó
dejando en el mostrador el calzado que deseaba.

Por nuestra parte nos libramos de un PLOMO o de un GRI-


LLO como dicen algunos.

-220-
Blanca Flohr

S u nombre correspondía exactamente con el color


de su bruñida piel, la cual era de suprema albura,
y su apellido venía a complementar lo que en realidad re-
presentaba: una bella y galana azucena de nuestro variado
y florido jardín tropical.

Cierto enamorado galán tronchó esa flor del vecino huer-


to y la trajo al suyo en la seguridad de tener un ejemplar
mejor, pero la rudeza de la mano tronchadora así como el
cálido ambiente de la nueva parcela reseca y estéril, contri-
buyeron a que esa flor se marchitara y luego se deshojara.
Y esa flor con el transcurso del tiempo cambió sus buenas
cualidades, de hermosa y alabastrina que era se tornó en
flor amarillenta perdiendo a la vez su fragancia, su gracia
y su tersura. Se convirtió en la flor venenosa del pantano.

Sí señores, Blanca Flohr, muchacha candorosa y de magní-


ficos atractivos, humilde y buena, blanca y sonrosada con
ojos y cabellos negros como las interesantes mujeres del
Rímac, cambió como por encanto sus bondades por gran-
des desvaríos que la hicieron odiosa para la generalidad

-221-
LEYENDAS SINUANAS

de los que la trataban. A más de convertirse en una Mag-


dalena, ejerció el detestable oficio del chisme y el enredo
y aprendió a calumniar. En escaso tiempo los vicios de la
carne, el juego, el tabaco y el alcohol hicieron estragos en
aquel organismo joven y vigoroso, haciéndolo infinitamen-
te repugnante para las miradas de todos.

Y este ente satánico, nacido para la desgracia tuvo que so-


meterse a vivir aislado, pues hasta los animales huían de
él. Y su depravación llegaba a lo indecible. Si algún vecino
pasaba por la puerta de su casa distraídamente, aquel ogro
horripilante estaba expedito a la injuria y a lanzarle en el
rostro agua hirviente. Muy en breve fue cambiado por los
habitantes del pueblito el dulce nombre de Blanca por el
burdo de “La Perra”, que aquella merecía.

Tuvo un hijo que seguramente no fue de su matrimonio,


muchacho que con el correr de los años imitó el agresivo
carácter de su madre. El infeliz esposo idiotizado por el
vino se convirtió en un guiñapo. De tal palo, tal astilla; de
tal matrimonio no podría resultar hijo bueno.

Uno de los tantos y fastidiosos días de su agitada y azaro-


sa vida, enfermó gravemente “La Perra”, y como no tenía
amigos, nadie acudió a darle ni agua. Muy pocos de sus fa-
miliares se acercaron aunque de mal grado a asistirla, no
obstante que en su estado de moribunda profería maldicio-
nes y obscenidades. Tal era su carácter diabólico que ni en
las últimas horas de su vida se reprimía. Y entró en estado
comatoso después de lanzarle un salivazo a una imagen del
Crucificado que alguna persona acercó a sus labios para que
la besara. Siendo las tres de la tarde del día 25 de agosto de
1905, dejo de existir. Sus grandes ojos negros, que hechi-
zaron a muchos enamorados, quedaron desmesuradamen-
te abiertos como queriendo escrutar el gran misterio de la
muerte. Su boca contraída, desfigurada por los espasmos
de la muerte, parecía en actitud de morder sus labios. Sus

-222-
Manuel Mendoza Mendoza

manos crispadas demostraban querer arrancarse sus frági-


les mortajas. Entrada la noche fue colocada en el ataúd, el
que dejaron sin tapar hasta la hora del sepelio que debía ser
en las primeras horas de la mañana siguiente.

Poca concurrencia asistía a la velación del cadáver, más


bien sus familiares por una obra de caridad. A eso de las
dos de la madrugada un escandaloso cacareo de gallinas
vino a despertar a algunos acompañantes que estaban ador-
mitados. Y en la cámara mortuoria se desarrollaba un es-
pectáculo espeluznante que hizo huir despavoridamente a
algunos circunstantes: “La Perra”, víctima de un ataque de
catalepsia volvía en sí, se había sentado en el ataúd y con
furia destruía velas, sábanas y cuanto alcanzaban sus ma-
nos, a la vez que lanzaba horrorosas imprecaciones.

Aquel miserable escarabajo volvió a vivir y vivió dos meses


más.

Al fin, como todo en esta vida tiene su delimite fijado, “La


Perra” volvió a caer presa de grandes convulsiones y murió
definitivamente, según afirmaron sus deudos, y cuando los
sepultureros en una mañana invernal conducían el féretro
a su última morada, al llegar a este lugar, de la caja fúnebre
salían lamentos y súplicas a la vez que sentían los movi-
mientos de aquel cuerpo que se creyó inerte, más aque-
llos hombres sabiendo los trabajos que en vida hacía pasar
aquel monstruo de mujer, tuvieron en común la idea de
darle sepultura aunque aquello fuera un homicidio, y así lo
hicieron, bajaron incontinenti el ataúd a la fosa, le echaron
tierra y pisaron para que aquella pecadora acabara con sus
penas corporales.

Así acabó su enloquecida existencia aquella mujer fatal.


-223-
Nuestra señora de los
billetes

C uentan las malas lenguas que en años ya bastante


atrás, había en uno de los pueblos de más importan-
cia del Sinú un señor que pasando un trance bien terrible
ofreció una manda, la cual consistía en darse a la tarea, algo
escabrosa, de colectar dineros para comprar y traer del ex-
tranjero una suntuosa imagen de Nuestra Señora de los Re-
fugios. Nuestro protagonista, a quien para salvar aparien-
cias llamaremos don Tadeo, era un consumado y ferviente
católico, buena persona, regularmente letrado, pero poseía
un defecto capital; era avaro en el sentido lato de la palabra.

Don Tadeo con una labia desbordante con que Dios lo había
premiado, caminó de pueblo en pueblo, como estos agentes
viajeros de hoy, derramando su verbosidad para solicitar y
obtener dádivas, hasta conseguir una crecida suma con la
que no sólo obtuvo el valor de la imagen que había ofreci-
do a su pueblo, sino que le alcanzó para financiar un via-
je a Barcelona (España) para obtenerla, pues allí entonces
como hoy, se han fabricado bonitas y baratas imágenes de
santos.

-224-
Manuel Mendoza Mendoza

Meses después el presunto comprador de imágenes llegó a


Cartagena, arregló sus papeles ya que entonces no costaba
gran trabajo realizar un viaje al exterior, redujo el dinero
a letras de cambio en pesetas españolas y se hizo a la mar
en un paquebote francés que hacía la travesía en más de
treinta días. Esta larga navegación no agradó mucho a don
Tadeo, pues eso de pasar tantos días no viendo más que
cielo y agua y una que otra vez una nave a larga distancia
que desaparecía sin darse cuenta y el tener que estar oyen-
do lengua enrevesada, como la que predomina en el barco,
y más que todo, el mareo constante que sufría, no era muy
agradable, más bien era un martirio. Al fin se acabaron las
penas y el novel comerciante respiró plenamente teniendo
a la vista el puerto de la capital de Cataluña.

Don Tadeo al pisar la tierra de las iglesias y de la clásica


mantilla española, lanzó un suspiro de satisfacción, tal tie-
rra debía darle en no lejano día lo que él tanto ambicionaba:
verse repleto de “morrocotas” y consecuencialmente ser
dueño de extensas dehesas y de buen número de bovinos.

En poco tiempo se hizo a una hermosísima imagen, pero


la necesidad de resolver otro negocio, para él de más im-
portancia, le hizo demorar más tiempo, y después de tres
meses largos en que gastó más de dos pares de calzado am-
bulando sin cesar de calle en calle, nuestro hombre volvió
a embarcarse de regreso a Cartagena trayendo a su imagen
y donde llegó pletórico de gozo. Allí tuvo que demorarse
un poco más esperando que le llegara el turno para que en
la Aduana le hicieran el reconocimiento de rigor a la caja
donde traía la santa. Después de idas y venidas, de vueltas
y revueltas, la Aduana le despachó su encomienda y Don
Tadeo se embarcó para el Sinú en el vapor “José Manuel
Goenaga” llegando felizmente a su destino.

Una banda de música alegraba con sus acordes el puerto


de la población, las campanas de la Iglesia tocadas a vuelo,

-225-
LEYENDAS SINUANAS

anunciaban a los habitantes que el vapor “Goenaga” llegaba


trayendo a don Tadeo y a su hermosa carga, por lo que todo
mundo se apresuraba ir al puerto a recibirlos.

El barco atraca y el primero en poner pie en tierra es don


Tadeo que es estrechado por mil brazos y acompañado a su
casa por gran número de amigos.

Horas después una gran caja en la que venía la virgen, era


conducida por la multitud a casa de don Tadeo y como el
pueblo estaba deseoso de ver su imagen, aquel se vio en la
precisión de hablar a la muchedumbre para decirle que has-
ta el día siguiente que era precisamente el día de su cum-
pleaños, no presentaría en público la santa, además, ella ve-
nía muy bien atornillada y había que sacarla de su embalaje
con muchísimo cuidado, que en la mañana siguiente todo
el mundo la vería.

Cuando fue de noche y se había dispersado completamente


la legión de curiosos, don Tadeo se encerró con su señora,
después de negarse a aceptar con excusas el contingente
que insistentemente le ofrecieron algunos íntimos para
desclavar la caja que contenía la imagen. Esta negativa de
don Tadeo dio motivo a muchos comentarios desfavorables
y a que se desconfiara de él.

Al otro día el pueblo acudió a ver a su santa, la que gene-


ralmente gustó muchísimo, aunque algunos observadores
pretendieron que el tamaño de la caja tan desarrollada no
guardaba proporción con el de la santa, lo que dio lugar a
que los comentarios siguieran.

La imagen fue entregada a la iglesia en donde se celebraron


grandes fiestas en su honor, pero en el pueblo quedó algo
así como una sospecha en desfavor de don Tadeo, quien
desde ese tiempo comenzó a prosperar comercialmente
hasta llegar a ser un hacendado en debida forma; dueño de
inmensa fortuna.
-226-
Manuel Mendoza Mendoza

Dicen que la imagen vino montada en un zócalo falso, den-


tro de éste un contrabando de billetes que no fue advertido
por la Aduana precisamente por la apariencia tan real que
tenía el pedestal, y de este modo el dueño logro su objeto
pasándolo fácilmente.

Por tales circunstancias hubo muchos zoilos que a la san-


ta no la llamaron por su verdadero nombre sino por el de
Nuestra Señora de los Billetes.

Y parece que los hechos demostraron más tarde hasta la


saciedad, lo efectivo de este episodio.

-227-
Patadas de ahogado

A raíz de la última hecatombe en Montería el 1º de


febrero de 1931, con motivo de unas elecciones, las
últimas que presenciara el agonizante régimen conservador
de Bolívar, y decimos agonizante régimen conservador por-
que aunque el doctor Olaya Herrera estaba ya presidiendo
los destinos del país acá en Bolívar teníamos de gobernador
al doctor Luis Felipe Angulo, conservador genuino, quien
a su vez mantenía en la mayoría de los municipios de Bolí-
var alcaldes de su misma filiación política. Nos trasladamos
a aquella población martirizada a hacer acto de presencia
como buenos liberales en el escrutinio que se verificaba
el jueves cinco del expresado mes. Allí se percibía aún el
penetrante olor a pólvora de las tantas descargas de fusiles
hechas a quemarropa sobre masas ignaras; allí la tragedia
todavía parecía cernirse sobre la desvalida población; allí
en fin, las aves de rapiña pendientes de su presa husmeaban
el horizonte. Media ciudad era ocupada por uno y la otra
media por otro de los bandos beligerantes. La situación era
tan peligrosa y delicada que el motivo más insignificante
podía lanzar la chispa y producir otro incendio peor que el

-228-
Manuel Mendoza Mendoza

del día anterior. A esto a la ciudad habían llegado liberales


distinguidos hasta de los lugares más distantes del departa-
mento, gentes unas que ya conocían el plomo conservador,
otras que deseaban ser bautizadas por él.

Como la noche anterior habían llegado los escrutado-


res nombrados por el presidente Olaya Herrera, doctores
Eduardo Santos, Jorge Gatner, Uribe Missas, y Roberto
Goenaga, un amigo galantemente nos invitó para ir a co-
nocerlos, a lo que gustosamente accedimos. El alojamiento
de estos caballeros estaba situado en el puerto, lugar a don-
de nos dirigimos. El edificio estaba cerrado y guardaban
la puerta principal dos policiales a quienes les solicitamos
nos permitiera la entrada, pero como éstos tenían orden de
no dejar pasar a nadie al interior de la casa, nos dirigimos a
Aníbal Badel, que en esos momentos se asomaba a una de
las tribunas y quien seguidamente habló con los escrutado-
res para que nos permitieran la entrada e inmediatamente
se nos franqueó el paso. El salón principal estaba solo y
allí tomamos asiento. Poco después salió de su aposento
el doctor Santos sonriente y con su rostro tostado por el
sol del trópico, nos tendió su diestra e inmediatamente se
presentó el doctor Gatner sumándose al diálogo que había-
mos emprendido con el primero. Pasado algunos minutos
se abrió otro aposento de donde salieron los doctores Uri-
be Missas, Goenaga y Aníbal Badel, quien nos presentó a
los anteriores. El doctor Goenaga se dirigió a Badel solici-
tándole un cigarro y como éste por el momento no tenía,
ni tampoco ninguno de los presentes, nos ofrecimos salir
a conseguírselo y cuando nos disponíamos a bajar, se nos
acercó el doctor Santos a suplicarnos que le consiguiéra-
mos un botón de cuello, pues había perdido el suyo, lo que
atendimos satisfactoriamente. El amigo que nos acompa-
ñaba y nosotros, nos dirigimos a la cantina más inmediata
perteneciente al señor Tito Cabrales. Entramos al estable-
cimiento, tocamos el mostrador habiendo sacado apenas el
busto una persona desde la trastienda que tenía el rostro

-229-
LEYENDAS SINUANAS

lleno de cicatrices y congestionado como a individuo que


le hacen efectos licores espirituosos y al que preguntamos
si tenía cigarrillos. “Balas para los mochorocos es lo que
tenemos”, contestó con voz altanera el sujeto que no era
otro más que el propio dueño del establecimiento. Noso-
tros en el acto contestamos: “En buena hora señor, puede
comenzar”. Seguidamente asomó por la misma puerta de
la trastienda otro rostro también trasnochado y congestio-
nado que dijo: “Y es guapo el mocho”, a lo que respondi-
mos: “Cuando se ofrece”. Esta segunda persona era Rafael
Cabrales Peña, con quien si teníamos relaciones amistosas.
Ambos señores se metieron nuevamente en la trastienda
y nosotros nos quedamos diez minutos más en el corre-
dor esperando las “balas” que no aparecieron por ningún
lado. De allí nos retiramos a conseguir lo que nos habían
encargado, y satisfecho esto, volvimos a casa entregando
a los doctores Santos y Goenaga lo que nos habían enco-
mendado.

Nuestro acompañante refirió al doctor Goenaga lo que nos


acababa de suceder y éste se indignó tanto que hizo llamar
al alcalde señor O’ Byrne para que inmediatamente impu-
siera sanción a los provocadores. El doctor Santos al ver-
nos sulfurados se acercó a nosotros y casi al oído nos dijo:
“Amigo: hay que tener mucha tolerancia. Esas son patadas
de ahogado. Nuestro es el porvenir”, a lo cual nosotros
asentimos llenos de satisfacción.

Horas más tarde y después del escrutinio que fue desfa-


vorable a los “mochorocos” por haber accedido el gobier-
no a aceptarle a los contrarios los grandes fraudes de San
Pelayo y Cereté, y con nuestra alma transida por grandes
sufrimientos por tal fracaso, nos pusimos en marcha para
nuestro pueblo tomando la vía de San Carlos para evitar-
nos la rechifla y burlas que en Berástegui por esos tiempos
acostumbraban las gentes de allí con los transeúntes libera-
les. Llegamos a nuestra casa en las últimas horas de la tarde

-230-
Manuel Mendoza Mendoza

a tiempo en que llegaba también la noticia de que con el


triunfo que acababa de darse en Mompós, nos daba a la vez
mayoría en la Asamblea del Departamento.

-231-
Un Zoilo muy Franco

N atural y vecino de Ciénaga de Oro fue don Zoilo


Franco, sujeto en quien se reunían muchas y her-
mosas cualidades que lo hicieron estimado para tirios y tro-
yanos. Poseía el señor Franco un carácter afable y tolerante
que lo hacía simpático para quien lo trataba. Servicial en
alto grado al extremo de que era capaz, si era el caso, de dar
su camisa a quien se la pidiera. Magnífico padre de familia,
esposo ejemplar y amigo en toda la extensión de la palabra.
Hombre trabajador y adicto a todo lo bueno, se satisfacía
plenamente con los progresos de su patria chica, a la que
amaba con verdadero afecto. Jamás dejamos de ver a don
Zoilo en iniciativa de alguna buena obra de progreso. Con
el sudor de su frente, pues trabajaba de sol a sol y hasta ofi-
cios materiales, logró una muy regular posición económica,
que si no hubiera sido porque en la guerra civil de 1899 a
1902 el gobierno le impuso fuertes contribuciones de gue-
rra, su capital hubiera sido de muchísima consideración.

Pasado el conflicto armado y este pobre hombre vencido


ya por los años, no le fue posible progresar, y puede decirse
que murió pobre.

-232-
Manuel Mendoza Mendoza

Iniciado el régimen republicano en el país presidido por


el doctor Carlos E. Restrepo, el año de 1910, fue nombra-
do gobernador del departamento de Bolívar el doctor Juan
Antonio Gómez Recuero, oriundo de Ciénaga de Oro. Mo-
tivado por esta simpática e interesante designación don
Zoilo Franco, íntimo amigo de los progenitores del doctor
Gómez Recuero y coterráneo suyo, le paso el siguiente te-
legrama de felicitación: “Dr. Gómez Recuero — Cartagena.
Lleváis carga pesada. Conocéis camino. Sin duda vuestra
administración será fecunda departamento. Felicítolo. Zoi-
lo Franco”.

Por ese tiempo encabezaba en Cartagena la oposición al


nuevo gobierno el bisemanario de combate denominado
“El Caribe”, que era órgano del directorio conservador del
departamento dirigido por los doctores Antonio J. de Iri-
sarri y José de la Vega, quienes buscaban insistentemente
por todas partes algún motivo para combatir al goberna-
dor doctor Gómez Recuero. Enterados por publicaciones
oficiales de todas las felicitaciones recibidas por el nuevo
mandatario escogieron entre otros el telegrama de don
Zoilo Franco para hacerle un jocoso y picante comentario,
que en aquellos días causó risas y satisfacción a muchas
personas, y que no dejó de amostazar la piel del joven y
recto gobernador, pues nada menos que escogieron una de
las felicitaciones de su tierra natal para que más le pudiera
al atacado, y sobre todo la felicitación del bueno de don
Zoilo, magnifico amigo del doctor Gómez Recuero, que ja-
más sospechó que su telegrama sirviera de arma de com-
bate al enemigo. El expresado periódico comentó así: “Dr.
Gómez Recuero, Cartagena Lleváis carga pesada (sin duda
las ciento ochenta libras del doctor Simón Bossa). Cono-
céis camino (todos sabemos, el del liberalismo). Vuestra
administración será fecunda departamento (será fecunda
en males para el departamento)” y terminaba con estas pa-
labras: “No hay duda que este zoilo es muy franco y este
franco es muy zoilo”.

-233-
LEYENDAS SINUANAS

Al leer don Zoilo Franco el expresado periódico que le fa-


cilitara un amigo, demostró mucho disgusto, pues sin que-
rerlo ni siquiera pensarlo había hecho pasar al mandatario
seccional malos ratos con la feliz interpretación que el pe-
riódico en cuestión había dado a su más sincera felicita-
ción, e inmediatamente le pasó al doctor Gómez Recuero
otro despacho telegráfico pidiéndole excusas por haberle
causado sin advertirlo sinsabores. No obstante que el go-
bernador le contestó por escrito a don Zoilo manifestán-
dole que nada tenía que excusarse, pues sus enemigos se
valían de minucias para atacarlo, que él lo conocía bastante
para sospechar que su telegrama fuera irónico.

Poco tiempo después el gobernador Gómez Recuero nom-


bró a don Zoilo Alcalde de Ciénaga de Oro, quien se negó
a aceptar tal designación, pues no era hombre de esos aje-
treos, pero ante la tenaz insistencia del jefe del departa-
mento, no pudo seguir excusándose, y por pura compla-
cencia y por pocos días se encargó de un empleo que no era
para él, pues como hemos dicho, era individuo distanciado
de semejantes actividades.

No obstante todo eso, don Zoilo, individuo incapaz de


proporcionarle a nadie molestias de ningún género, vivió
siempre mortificado con el asunto del telegrama y aun des-
pués de muchos años de haber tenido lugar esa polvareda
formada por los émulos del doctor Gómez Recuero alrede-
dor de este asunto, todavía lamentaba haber sido causa de
disgusto para su amigo el doctor Gómez Recuero.

-234-
Un juez desgañitado

E l año de 1845 Ciénaga de Oro ocupaba el primer


lugar entre las poblaciones del Sinú, ya que su vía
principal, el caño del Floral - Aguas Prietas, en completo
auge, la ponía en constante comunicación con las demás
poblaciones ribereñas manteniendo un intercambio de
productos y sosteniendo así un magnífico comercio que la
hacía progresar a ojos vistas. Entonces las llamadas barque-
tonas surcaban las aguas de este brazo que en mala hora
fue a obstruirse y luego a perderse definitivamente por cri-
minal abandono de las autoridades obligadas a velar por el
adelanto de los pueblos. La pérdida de esta arteria del Sinú
ha privado a una extensa parte de la región de verse favore-
cida por el progreso que es el alma de los pueblos. Esa parte
de la región que entraña poblaciones industriales, terrenos
feracísimos factibles a toda clase de cultivos de la zona tro-
pical, sobre todo a la procreación del ganado vacuno, está
hoy más que abandonada, ignorada, sufriendo un dilatado
marasmo que la consume.

En el atardecer de un día de verano de ese año, cuando una


multitud de personas salía medio entusiasmada por el alco-

-235-
LEYENDAS SINUANAS

hol de un lugar en que se habían verificado riñas de gallos,


se suscitó un disgusto entre dos individuos del pueblo por
asunto pueril yéndose a las manos a puro puño. El único
agente del orden que por allí había, armado de vetusta en-
mohecida y larga chafarota a la que más tarde reemplazó
el bolillo, les intimó prisión a los contendores, más uno de
ellos tomó las de Villadiego y el otro de apellido González,
que no pudo soltarse de la férrea mano del agente, entró
en lucha con éste para no dejarse conducir a chirona. En
este momento llegó al lugar de los acontecimientos el señor
Patricio Sáez, individuo que ejercía el cargo de juez muni-
cipal y prestó al policial la ayuda conveniente pero en una
actitud que más bien fue amistosa para que el apresado no
sufriera vejamen o estropeo por parte del agente, hacién-
dole presente a aquél lo mal que resultaba no acatar a la
autoridad, demostrándole en fin, que siguiendo a la buena
donde lo llevaban, saldría bien, pues Sáez le ofrecía ayudar-
lo arreglándole el asunto con la primera autoridad y echán-
dole el brazo en actitud de conducir no a un preso sino a
un amigo a su casa. González aparentemente se dejaba con-
ducir, y cuando ya habían caminado un regular trecho, con
mucho disimulo sacó de sus bolsillos una navaja y en un
santiamén se la pasó por la garganta cortándole la yugular
al pobre Juez Sáez, quien acto seguido cayó en tierra per-
diendo cuanta sangre tenía. El policial perplejo con lo que
acababa de presenciar y quizá por instinto de conservación
soltó al peleador y se hizo a un lado, momentos que el ase-
sino aprovechó para emprender la huida. Cuando el poli-
cial vino a darse cuenta, ya González había atravesado el
caño y ganado la orilla contraria internándose en el bosque
inmediato. De nada valió la activa persecución que horas
después le hizo la autoridad, el homicida bien convencido
del crimen que acababa de cometer, crimen horrendo co-
metido a sangre fría, no se quedó muy cerca: siguió camino
a otras tierras.

-236-
Manuel Mendoza Mendoza

Mientras el cadáver del Juez, que reclamaba venganza, fue


llevado a su casa en donde se le puso en capilla ardiente y
se le hicieron los honores del caso.

Por aquellas épocas sin comunicación telegráfica y casi


sin buenos caminos, lo que impedía a las autoridades per-
seguir a tiempo a los delincuentes, la justicia humana era
casi siempre burlada, pero había otra justicia y la hay aún,
porque ella no envejece, de quien la humanidad no puede
burlarse nunca: la justicia de Dios y esa es la que cae con
todo su peso como maldición eterna. El asesino González
aparentemente favorecido en su huida logro internarse
en la montaña y caminando sin descanso tierra adentro y
haciendo caso omiso al hambre que le atormentaba, logró
salir a una de las poblaciones del San Jorge en donde se
estableció. Allí formó hogar sin revelar a nadie las cuentas
que había dejado pendientes con la justicia de su pueblo,
vivió siempre mal, atormentado por la sombra de aquel a
quien había enviado a mejor vida, y luego atacado por una
enfermedad asquerosa, repugnante, que todo mundo huía
de él y que lo puso a caminar sentado arrastrándose con
un pedazo de cuero por asiento. Así vivió este desgracia-
do muchos años, hasta que la muerte que todo lo iguala se
apiadó de él y se lo llevó, no sabemos si para el lado de los
justos ya que en vida había sufrido lo indecible, o para el
lado de los condenados como bien lo merecía.

-237-
El general Obando y el
cólera morbo

E n 1849 en que ejercía por segunda vez en propie-


dad la presidencia del entonces Estado Soberano de
Bolívar el general José María Obando, prócer de nuestra in-
dependencia, líder liberal y político combatido hasta el ex-
tremo de que por odiosidades partidistas lo complicaran en
el siempre abominable crimen de Berruecos, en el que se-
gún autorizados historiadores, no tuvo la más insignificante
participación, al ser atacado por el mortífero cólera morbo
que a la sazón reinaba en Cartagena, su médico entre otras
prescripciones, le aconsejó que se cuidara mucho, a lo cual
contestó el general Obando: “Doctor, no se preocupe, pues
no me mató Mosquera, menos puede hacerlo esta peste”.
Días después, ya restablecido, el general Obando en corre-
ría oficial por el territorio del Estado, llegó al Sinú entrando
en Ciénaga de Oro por vía de las sabanas.

Como militar, como liberal y como gobernante el general


Obando despertó gran simpatía y entusiasmo en todas par-
tes, de ahí que en los pueblos del Sinú lo recibieran con una
verdadera apoteosis.

-238-
Manuel Mendoza Mendoza

Nos decía Manuel Aureliano Villadiego: Tuve la suerte de


conocer a Obando. ¡Qué hombre! ¡Parece que lo veo apear-
se de su hermosa mula con sus lustrosas botas de campaña,
sus doradas y grandes espuelas, su donairoso andar, su her-
moso y poblado mostacho, sus finas “facciones”!

Entre los agasajos que en Ciénaga de oro se le hicieron fi-


gura el pequeño discurso en verso de una niñita de seis
años de edad de la familia Jiménez, llamada Anacleta, la
cual era un pimpollo además de ser muy graciosa. Cuando
terminó de hablar, el general Obando la tomó en sus brazos
y la llenó de besos, sacando del bolsillo de su chaleco un
reluciente doble cóndor, que puso en las delicadas manos
de la niña. Cleta, roja como una amapola, empuñó la mo-
neda diciéndole con desparpajo: “Gracias general” a lo que
Obando correspondió con otros besos.

A la llegada a Cereté, uno de los números del programa de


recepción fue el discurso del alcalde señor Cirilo Flórez, un
mocetón de color moreno que se refinaba exageradamente.
Subió al parapeto que tenían de tribuna y muy campante
dijo: “EL ARCARDE de Cereté se ha montado en esta tribu-
na para dar a usted su buen saludo a nombre de toditos los
que aquí estamos y los que no han podido venir”, y siguió
con lindezas mayores al extremo que el ilustre huésped se
llevó su pañuelo a la boca para evitar que le saliera una car-
cajada.

En la recepción de Montería al caudillo, una nota más dis-


cordante aun que la de Cereté, vino a imprimir cierto sello
de desagrado, que por mucho tiempo fue objeto de pena
para la junta encargada del recibimiento. Un maestro de
escuela llamado Remigio Gómez, quien había ingerido una
gran dosis de aguardiente, al ir a saludar a Obando abra-
zándole, quiso estamparle un beso en la frente, lo que este
impidió indignado, dándole, muy a su pesar, al osado edu-
cador un empujón, que lo hizo retroceder algunos pasos.

-239-
LEYENDAS SINUANAS

Este incidente causó mucho disgusto al general que suplicó


a la primera autoridad de la localidad para que lo llevara
seguidamente al alojamiento que le tenían preparado. Si lo
ocurrido causó gran malestar al general los de la junta de
recepción sufrieron más, ya que de la vergüenza que pasa-
ron no sabían cómo pedir excusas al distinguido visitante.

Pocos días después de la ida del general Obando, el cólera


tocaba a nuestras puertas. Una de las primeras víctimas fue
la linda niñita Anacleta Jiménez y luego se generalizó la
epidemia haciendo verdadero estrago, pasando de Ciénaga
de Oro a San Carlos, luego a Cereté en donde hizo también
víctima al célebre ARCARDE Cirilo Flórez.

Por esos tiempos en Montería en festivales de pascuas se


cantaban coplas como ésta:

¡El cólera! ¡El cólera!


¡Gran señor! Virgen María
¡San Jerónimo bendito!
Que no venga a Montería…

Y el cólera también llegó a Montería, no obstante que para


evitarlo el gobierno envió allí una gran cantidad de barriles
de una sustancia negra parecida a la brea, que quemaban
para que el humo desinfectara al ambiente.

El general Obando no tuvo siquiera tiempo de destituir al


célebre maestro de escuela Remigio Gómez como fue su
propósito por imprudencia, pues también cayó víctima del
implacable flagelo.

Y después de estas ocurrencias, no es imposible creer, que


vencedor en Palmira, trajo al Sinú, sin advertirlo, la con-
taminación de la peste asiática que tanto, tantísimo daño
causó a la región.

-240-
Un idilio que termina
en quijotada

V amos a trazar ahora un cuadro de costumbre sui ge-


neris, que parece una exageración, pero que es tan
real y patente, garantizamos su veracidad, ya que lo presen-
ciamos. En esta población de Ciénaga de Oro en donde co-
rre el oro por las calles cuando llueve, han sucedido cosas
que en realidad ponen a uno perplejo, y para creerlo, sería
necesario ser como Santo Tomás, que para estar poseído
de una cosa tenía que verla, pero como todas las cosas no
se pueden ver, habiendo quien garantice haberlas visto, no
hay por qué tener presente el aforismo del santo.

Corría el año de gracia de 1895. En un baile popular por


cierto muy animado, Pedro Lambraño se enamoró perdi-
damente de su pareja, la señorita Inés Caraballo, casi todo
el baile lo gozó con ella sintiendo mucho desagrado cuando
otro bailador le pedía barato, lo que accedía con malísima
gana y por muy escasos minutos.

A esto otro caballero que también galanteaba a Inés, no ha-


bía podido desquitarse bailando con la que creía su futura,

-241-
LEYENDAS SINUANAS

por el aferramiento de Pedro que era un loco enamorado y


la pobre muchacha por pura pena y complacencia se aguan-
tó toda la noche bailando polkas con su nuevo adorador
que no le daba tregua de descanso. Pedro le había hecho a
Inés declaración de amor, a la que ésta correspondió con
un no rotundo que hizo tragar gordo a su pretendiente,
pero este alentado por la esperanza, siguió haciendo des-
cargas de amor a Inés, y la noche siguiente con su vieja y
desencordada guitarra le cantó a su adorada estas trovas:

Cuando en el baile
te conocí,
un fuego ardiente
sentí por ti…
El baile se terminó
las luces se apagaron
y solo me quedaron
recuerdos de tu amor…

Desde entonces Pedro emprendió una serie de visitas dia-


rias a su amada y las mantuvo mucho tiempo, hasta que al
fin, no obstante el disgusto del padre de Inés, aquel enfure-
cido corazón herido por los continuos y certeros flechazos
de Cupido, le dio rienda suelta a unos amores que duraron
años. ¡Cómo llegaron a quererse! Se juraron amor eterno,
pero nunca fijaron fecha para realizar su más caro ideal y
el tiempo corrió haciéndolos viejos y así los encontró el
año de 1903. Un día cualquiera por celos mal fundados de
ambos, surgió desavenencia en ellos y lo que en comien-
zo parecía muy infantil, a la postre resultó fatal. La infeliz
pareja rompió todos sus nexos devolviéndose epistolario,
pañuelos, anillos, etc., y aquel casto, inocente y profundo
amor nacido en buena hora, se convirtió de pronto en un
odio profundo que acabó no sólo con toda noción de cari-
ño, sino también de amistad. Pero ante las preguntas calle-
jeras a Pedro, de por qué había roto con su amada, contes-
taba: “Prefiero someterme a usar toda la vida arregazada la

-242-
Manuel Mendoza Mendoza

pierna derecha del pantalón, antes que ella sea mi mujer”.


Y cuando Inés supo tal expresión se enardeció y dijo: “Juro
por Dios y sus santos que antes de tener ningún nexo con
ese perro sarnoso, prefiero vestirme una sola vez al año,
lo mismo que no salir a la calle”. Y cosa extraña, cuando
todo el mundo creyó que esos juramentos hechos al calor
del despecho no se cumplirían, resultó lo contrario. Pedro
Lambraño vivió siempre con la pierna derecha de su pan-
talón arregazada habiendo condenado a la hoguera a su
vieja y destemplada guitarra, no volviendo más a entonar
sus tristes canciones, e Inés, considerándose acreedora a
mayor suplicio, se castigó vistiéndose solamente una vez
al año, lo que tenía verificativo al día primero de enero de
todos los años, imponiéndose además el castigo de no salir
a la calle sino el día en que se vestía.

Así pasaron los años ignorando la mayor parte de las gentes


que aquellos juramentos se cumplían estrictamente. Pedro
vivió el resto de su vida con la flor de la pureza de un San
Luis Gonzaga, e Inés, dedicada a la perpetua oración vivía
en un recogimiento místico añorando de cuando en vez sus
pasados tiempos.

Un día Pedro atacado de terrible mal, conociéndose sus úl-


timos momentos y haciendo esfuerzos supremos recomen-
dó que cuando muriera se le dejara el pantalón arregazado,
tal como lo había usado veinte y tantos años, habiéndose
cumplido su última voluntad.

Inés ya cercana a sus últimos instantes, pidió también que


cuando muriera se le pusiera el vestido que ella misma ha-
bía confeccionado para su frustrada boda, que tantos años
había guardado, pues ya que no se había unido en la tierra
al hombre que había querido, se uniría a él allá en el cielo.

-243-
Honradez torcida

S an Pelayo, la cabecera del municipio que cuenta


con una extensa propiedad rural y un gran número
de bovinos, la tierra del buen queso y la única población del
Sinú y quizá del departamento que festeja con grandes co-
rridas de toros, pero no toros simulados ni disfrazados, sino
toros de carne y hueso y pura raza, la fiesta del carnaval, es
la patria chica de dos prohombres de aquella localidad: Juan
B. Ortega y Ángel María Durango.

Quiso la mala suerte, o la fatalidad diremos, que estos dos


personajes hubieran venido al mundo con grandes defectos
físicos, siendo como son, hombres íntegros, pues aunque
a primera vista resulten torcidos, sus acciones son vivos
ejemplos que deben aprovechar sus coterráneos.

Durante la vieja hegemonía ambos fueron jefes políticos y


ambos ocuparon con mucha frecuencia, el uno a la vez, tres
cargos entonces compatibles: La presidencia del Directo-
rio Conservador, la presidencia del Concejo Municipal y la
presidencia del Jurado Electoral.

San Pelayo tenía fama de cometer grandes fraudes en to-


das las elecciones que anualmente se verificaban en el mu-

-244-
Manuel Mendoza Mendoza

nicipio, por tanto los señores Ortega y Durango tenían su


buena parte en tales “torneos”, pero como entonces no era
pecado atropellar ni echar por tierra la ley, los expresados
caballeros no dejaron por eso de ser hombres honrados.
Casi aseguramos que el “chocorazo”, provincialismo que
ha quedado infiltrado en el argot electoral, tuvo su origen
en San Pelayo y que su creador fue el señor Ángel María
Durango, pues se cuenta que en unas elecciones cuando
fueron a darlas por hechas, al confeccionar el “paquete chi-
leno” el expresado señor Durango, llevó al lugar en don-
de hacían el simulacro, un pequeño catabre que en el Sinú
usan los agricultores para llevar el maíz ya preparado al
campo cuando van a sembrarlo denominado “choco”, lleno
de papeletas electorales diciendo: “Aquí está el choco raso”
y de ahí partió en extravagante vocablo que se ha generali-
zado y que hoy ocupa sin lugar a duda su lugar en algunas
enciclopedias.

Oriundo de San Pelayo era también un joven mulato que


se las daba de médico y de abogado y como tal, no había
enfermo que no asistiera, ni pleito en que no estuviera me-
tido. Como los dos personajes ya descritos usufructuó por
muchos bienios una plaza de principal en el Jurado Electo-
ral por la entonces minoría liberal. Este señor llegó a espe-
cializarse tanto en el fraude electoral por lo que era bien
temido de sus adversarios, y como se prestaba a toda clase
de maquinaciones, sus enemigos políticos formaron cama-
radería con él al extremo que nada hacían sin consultarle.

En las elecciones para elegir presidente de la república en


1918 el joven especialista en fraudes tuvo serias divergen-
cias con los amigos de la mayoría y resolvió hacerles pasar
un mal rato dándoles motivos para que les anularan la elec-
ción, lo que consiguió fácilmente, pues este tío se esmera-
ba y devanaba los sesos pendiente del modo de echar por
tierra los trabajos electorales de la mayoría.

En San Pelayo era frecuentísimo un inmenso número de

-245-
LEYENDAS SINUANAS

votos sin que los sufragantes se acercaran a las urnas y ge-


neralmente votaban siempre los nombres de los muertos.
Como ya los de la mayoría habían ofrecido a sus jefes de
Cartagena poner un número subido de votos, que superaba
a los de las elecciones anteriores y llegado esto a oídos del
negrito electorero, éste se preparó para pararles el golpe.

Llegó el día de las elecciones, las que resultaron una co-


pia de las anteriores de soledad en las urnas y de fraude.
Cuando los pliegos comenzaron a insacularse el negrito de
marras, aparentemente de acuerdo con la actuación de los
de las mayorías, sin que nadie lo advirtiera echó en la urna
una papeleta conteniendo comejenes y se despreocupó por
lo demás, habiéndose sellado la urna triclave, y cerrado el
jurado para abrirse nuevamente el jueves siguiente.

Y llegó el día del escrutinio.

Como era natural el negrito electorero llevó al jurado un


buen número de adictos para que constataran el resultado
de los votos emitidos.

Abiertos los tres candados y la urna, los paquetes mostra-


ban estar sucios de barro, más al ir a sacarlos uno de los
escrutadores, resultó lo que no esperaban los de la mayoría:
los pliegos habían sido atacados y destruidos por el terrible
insecto. Los miembros de la mayoría se miraron las caras
sin decir una palabra y el negrito electorero gritó: “el co-
mején ha anulado la elección”, y como nada podían hacer
ya los de la mayoría tuvieron que aceptar el resultado del
comején.

Así se burló el ladino negrito, quien más tarde pasó al cam-


po conservador, de don Juan B. Ortega y de Don Ángel
María Durango, hijos de la tierra que en una ocasión dijo
gráficamente don Henrique Gómez Pérez, que: “En Pelayo
hasta la honradez es torcida”.

-246-
Criminalista por fuerza

E l doctor Emeterio Nates, abogado distinguido del


interior de la república, ejerció por algún tiempo su
profesión en Montería con algún éxito, mientras los seño-
res dominantes en aquella población, entonces cabecera de
provincia por allá por los años de 1912, no supieron que él
era liberal.

Hay que saber que en Montería por aquellos tiempos cuan-


do cualquier individuo de apariencia llegaba a la población,
lo primero que averiguaban estos dómines era su filiación
política. Si el recién llegado manifestaba que era liberal, le
negaban hasta el agua y le hacían salir por cualquier cir-
cunstancia de la población, en cambio sí hacia demostra-
ciones de ser conservador, la cosa variaba de aspecto, pues
le prodigaban toda clase de atenciones sociales, le propor-
cionaban trabajo si era pobre, en una palabra: le daban mu-
chísima importancia. ¡Qué contrastes, qué cambios tiene el
mundo…! Montería en épocas de setenta u ochenta años
atrás era una población netamente liberal, el elemento ex-
traño que entonces ingresó en la población también lo era,
de consiguiente pues, la mayoría de las familias del lugar
son de origen liberal.

-247-
LEYENDAS SINUANAS

El doctor Nates, quizá sabedor de esto, y como hombre de


una gran perspicacia, cuando alguien solicitó su opinión
política, aparentó ser conservador, por lo que fue acatado
y atendido como profesional, pero cuando el mencionado
abogado por circunstancias en que lo necesitaba, se declaró
liberal, sufrió toda clase de decepciones al extremo que se
vio sitiado por hambre y bien pronto tuvo que abandonar
la población en peores condiciones que como había entra-
do a ella y un día cualquiera anocheció y no amaneció en
la “perla sinuana”, y en lamentabilísimo estado de miseria
deambuló de pueblo en pueblo en la región llevando sola-
mente sus alforjas la triste añoranza que como una tupida
nube de nostalgia envolvía continuamente su alma noble.

Así se despidió de esta hospitalaria comarca sinuana, tierra


en que sus horas de hábil y galano garrapateador comentó
de modo favorable y honroso como un país de ensueño.

Y llegó a Cartagena, en donde tuvo acogida como elemento


serio, modesto y de buena educación y como bien prepa-
rado que era obtuvo poco tiempo después en propiedad la
Fiscalía del Tribunal Superior, empleo en donde dejó lumi-
nosa huella. Terminado el período para el que había sido
elegido, nuestro jurista plantó su bufete en la ciudad de He-
redia creyendo hacer carrera profesional, más, ¡oh, destino
adverso! Bien pronto sufrió mayor desilusión, pues como
es sabido en Cartagena ha habido siempre un buen número
de abogados de bien cimentado prestigio, sus actuaciones
profesionales fueron de segundo orden y habiéndosele re-
tirado la clientela y gastado sus ahorros, luchaba con traba-
jo por el sustento diario que se ganaba escasamente.

Hubo día en que después de dar vueltas y revueltas y para


acometer cierta especialización en el ramo de la jurispru-
dencia, la cual le disgustaba, se dedicó con repugnancia
al penalismo y comenzaba a dar pasos en él augurándole
buen éxito, y metido de lleno en este asunto aceptó defen-
der muchos negocios que le encomendaron.
-248-
Manuel Mendoza Mendoza

Cierto día en que apasionada y tesoneramente defendía


ante los tribunales de justicia a cierto individuo del Sinú,
autor del monstruoso delito de parricidio definido y clara-
mente comprobado, uno de sus íntimos amigos se le acercó
y le censuró de modo cordial pero enérgico la intervención
que había tomado en ese negocio, ya que pugnaba mucho
que siendo liberal, defendiera una mala causa. El doctor
Nates con el rostro más pálido que lo que le era peculiar,
con aquel reproche en un principio trató de reventar en
soberbia, más su educación hizo serenar su espíritu y con-
testó con cierta sorna: “Qué quieres, ¿que me muera de
necesidad? Me he especializado contra mi voluntad en la
criminología porque materialmente no encuentro nada que
hacer y me estoy muriendo de hambre”.

Lo que acababa de pasar influyó muchísimo en el ánimo


del abogado para que seguidamente se abstuviera de seguir
atendiendo aquella mala causa que la justicia se encargó
infaliblemente de sancionar habiendo condenado al delin-
cuente a la pena máxima que fue a cumplir al Panóptico de
Tunja.

-249-
Lección de honradez

A gobiado por los años, abatido terriblemente por la


reciente y segunda viudez, por quebrantos corpo-
rales y por mala situación económica, vive aún Francisco
Barón, individuo que en días ya muy lejanos presentó ante
el mundo cienagadorense en acción ejemplar que no sólo le
hizo honor a su persona, sino también a su terruño, acción
que ha pasado a la historia y que hoy es muy raro ver casos
similares.

La guerra civil llamada de los Mil Días estaba en su más cul-


minante apogeo, espeso ropaje de calamidades y desventu-
ras envolvía al país, por todas partes se vivía azarosamente,
las malas impresiones causadas por actos de bandolerismo
y piratería eran muy frecuentes. No había ser humano que
durmiera tranquilo sus horas de descanso. Todo era espan-
to, angustia y ruina. Nuestros nervios se crispan al recuerdo
de aquellas escenas de horror que siendo niños presencia-
mos. Nosotros que vimos bajar arrastrados por las turbias y
apacibles aguas del Sinú después del combate de Montería,
cadáveres humanos en descomposición que eran pasto de
las aves de rapiña; nosotros que presenciamos un asesinato
a mansalva y sangre fría como lo fue el del negro Corpas,
campesino que regresaba a su rústica cabaña después de

-250-
Manuel Mendoza Mendoza

un día de rudo trabajo a pleno sol de marzo, eliminado por


las alas alevosas de dos pretorianos por el puro placer de
entrenarse en ese deporte macabro; nosotros que fuimos
encarcelados a deshoras de una noche obscura para que sa-
liera de su escondite y se entregara nuestro padre, que huía
para excusarse de pagar grandes contribuciones de guerra
que le impusieron los gobiernistas, con lo que lo arruina-
ron, y a quienes vimos poco después cómo lo torturaban
en un cepo y a la vez lo privaban de alimentación; nosotros
en fin, que saboreábamos el amargo pan del sufrimiento
causado por largas horas de vigilia al lado de nuestra inolvi-
dable madre de esas noches de ingrata recordación.

Quiera Dios misericordioso que no volvamos a presenciar


en la vida tales hechos de barbarie que conturban la memo-
ria y entristecen el recuerdo de esa malhadada revolución,
revolución armada que hizo retrogradar cincuenta años a
Colombia por sus funestas consecuencias de hambre, de
exterminio y de miseria.

Francisco Barón venía ejerciendo hacía mucho tiempo y a


contentamiento general las funciones de tesorero munici-
pal, y aunque era lego en cuestiones de contabilidad, pues
el manejo de la oficina lo hacía a base de un rimero de pa-
pelitos o vales, jamás le fueron observadas ni glosadas sus
cuentas por falta de dinero, como hoy es muy frecuente.
Los fondos de dicha oficina, en una palabra, los guardaba
como en “casa de cristal”.

Frecuentemente las arcas de la tesorería estaban repletas


de dinero contante y sonante, pues entonces el erario mu-
nicipal de Ciénaga de Oro gozaba de magníficas entradas
porque el municipio tenía vida propia.

Un día muy nublado por cierto, en que hacía un calor so-


focante: 6 de agosto de 1902, una guerrilla comandada por
los señores Mogollón y Puente, irrumpió en la población.
Hubo resistencia armada de parte de una escasa tropa que
-251-
LEYENDAS SINUANAS

el gobierno tenía acuartelada y se trabó un ligero tiroteo en


que resultaron algunos muertos y heridos, habiendo salido
en fuga los partidarios del gobierno. Dueños de la plaza los
guerrilleros, que no atendían a ningún jefe de importancia,
cometieron actos de injusticia y de crueldad innecesarios.
Entre los primeros que huyeron estaba Francisco Barón el
que llevaba a cuestas un saco que nadie imaginó nunca su
contenido, y con él recorrió largas distancias descansando
brevemente a trechos hasta internarse en el boscaje. Allí
paso varios días con sus noches velando sobre su fardo, el
que no confiaba ni a sus propios familiares, y en ocasiones
lo aprovechaba como almohada. Al fin supo que la guerrilla
se había retirado de la población el mismo día en que la ha-
bían invadido y fue entonces cuando nuestro hombre vol-
vió aunque algo temeroso a su casa, trayendo en hombros
el saco, objeto de angustias, que sólo contenía los dineros
del tesoro municipal. Barón cuando supo que la guerrilla
había entrado en la población se echó encima el saco en
que anteladamente había colocado los dineros que tenía
en su poder, habiéndolos librado de la guerrilla. Este se-
ñor pudo haber dicho que los guerrilleros se habían llevado
esos fondos, pues su casa fue repetidas veces requisada por
todas partes por los guerrilleros, lo que sin duda todo el
mundo hubiera creído, sin que nadie hubiera sospechado
de su honradez, pero fue muy franco diciendo la verdad de
lo ocurrido y prefirió vivir siempre pobre.

Poco tiempo después y no teniendo caja de seguridad y te-


meroso de que le robaran esos dineros y de acuerdo con
algunos dirigentes del municipio, depositó en manos de un
comerciante de la localidad una fuerte suma que manejó
mucho tiempo el expresado comerciante habiéndola de-
vuelto en época en que la moneda había sufrido gran de-
presión.

Francisco Barón, quien ya pisa los umbrales de la longevi-


dad, en estado valetudinario, es la reliquia de un pasado de
buena fe, de sinceridad y de honradez nada común.
-252-
¡Ya lo ves Vicente…!

E ra el año de 1885. El general Ricardo Gaitán Obeso,


prototipo del caballero y el primero de los caudillos
liberales de esa época, le había impuesto sitio a la “Ciudad
Heroica”. A tan bizarro jefe lo acompañaba una pléyade de
valientes como Manuel Cabeza, Rives de Miranda, Acevedo,
Rafael Mendoza, Colina, los Navas y muchos más. Cuando el
sitio se estrechaba tomando mejores posiciones el ejército de
Gaitán, llegó a éste la noticia de que el general Manuel Brice-
ño amenazaba invadir a las sabanas de Bolívar, procedente de
Antioquía por las llanuras de Ayapel. Gaitán llama entonces al
general Rafael Mendoza y le dice: “He decidido que usted, en
quien tengo absoluta confianza y por ser conocedor de todas
las provincias de las sabanas, siga inmediatamente a ellas con
un cuadro de oficiales y una base de tropa a organizar allí fuer-
zas y vigilar la frontera de Antioquía seriamente amenazada”.
La contestación de Mendoza fue: “que estaba presto a cumplir
sus órdenes”. Seis horas después este jefe se embarcaba y per-
noctaba en Pasacaballos llevando como parque cinco fusiles
“Remington” en mal estado y como base de tropa treinta y
cinco hombres que componían el batallón “Mompox”. ¡Qué
adefesio!

¡Tan malos y escasos elementos para contener un ejército


veterano y bien equipado! De Pasacaballos después de haber

-253-
LEYENDAS SINUANAS

reparado varios botes salió en dirección a Tolú, donde llegó


al día siguiente en la noche. En Buenavista el coronel Navas
había auxiliado a aquella expedición con cuatro fusiles más,
también en mal estado, dos cajas de cápsulas que no eran de
los mismos fusiles y con nuevos individuos de tropa que se
le habían insubordinado. En Tolú, se añadió a esa tropa el
Resguardo y algunos copartidarios armados de escopetas y
machetes, en total ya la fuerza contaba con cincuenta y ocho
plazas pésimamente armados. Estos pocos hombres y el con-
tingente que el general Gaitán había ofrecido enviar por Ma-
gangué, eran los que debían contener la invasión de Briceño,
que ya había ocupado a Ayapel.

En las sabanas por esas épocas, eran muy contados los libera-
les que se sometían a la disciplina militar, de ahí a que aquella
pequeña tropa no aumentara en número. El gobernador de la
provincia de Lorica envió un contingente de cuarenta y cinco
hombres al mando del capitán Tadeo Padrón, con lo que el nú-
mero de esta fuerza se aumentó a 113 unidades, en el que fi-
guraban oficiales y soldados. La idea del general Mendoza fue
situarse a pocas jornadas del enemigo e irlo batiendo en reti-
rada y apoyado en la retaguardia por el contingente que venía
por Magangué, era muy posible la derrota de Briceño, pues
sus tropas, según se sabía, venían diezmadas por cansancio y
las enfermedades a más de la continua deserción después de
una marcha desde muy lejanas tierras. Cuando esto tenía veri-
ficativo, el gobernador de Lorica le avisaba al general Mendo-
za que por Cispatá habían desembarcado y estaban ya en San
Antero las fuerzas del gobierno derrotadas en Barú, al mando
del general Ramón Santodomingo Vila, y le aconsejaba que se
viniera a Lorica con su fuerza para que unida a la poca que él
tenía allí, acabar con Santodomingo. Si indispensable era eli-
minar a Santodomingo también era imprescindible no dejarle
el paso libre a Briceño, y como era más inmediato lo primero,
Mendoza marchó sobre Momil habiendo invitado al goberna-
dor de Lorica a encontrarse el día siguiente en esta población,
en la que sólo encontró una comisión del gobernador anun-
ciándole que “seguía a encontrarlo” lo que no sucedió, pues
allá ni en Purísima fue posible encontrarlo. Mendoza organi-

-254-
Manuel Mendoza Mendoza

zó en esta última población su escasa tropa avanzando sobre


Santodomingo. Dos guerrillas debían obrar por los flancos
habiendo dejado en el pueblo los cuarenta y cinco hombres
que le habían venido de Lorica, que luego debían avanzar de
frente. Inmediatamente se rompieron los fuegos, más obser-
vando Mendoza que la guerrilla que debía atacar de frente no
llegaba, mandó requerirla, más el comisionado encontró que
estas gentes al mando del capitán Padrón se habían ido sin
hacer acto de presencia. El combate se intensificó y habiendo
caído muerto el jefe de una de las guerrillas y herido grave-
mente el de la otra, ambos cuerpos se desbandaron dejando a
Mendoza sólo con diez compañeros que atacaban por el frente
y quienes no pudieron resistir, tuvieron que retirarse.

El corneta a órdenes del general era el alférez Felipe Vicente


Pérez, oriundo de Lorica, quien en la desbandada se introdu-
jo en un potrero, pero con tan mala suerte que apenas había
penetrado en él, una vaca valiente le acometió habiéndosele
ocurrido al corneta subirse en un árbol en donde pudo salvar-
se. La res se mantuvo debajo de dicho árbol por largas horas
y Pérez desesperado imploró protección tocando a intervalos
su instrumento con el que emitía una nota larga y lúgubre.
El capataz de la finca sorprendido por tan triste toque que le
parecía venir de las regiones celestes se acercó con cautela
a inmediaciones del árbol hasta descubrir a un hombre. Se-
guidamente corrió al pueblo informando a las autoridades de
que en su predio había un hombre subido en un árbol que
con una trompeta decía: “¡¡¡Ya lo ves Vicente!!!” “¡¡¡Ya lo ves
Vicente!!!”.

Allí Vicente Felipe Pérez fue preso por los soldados de Santo-
domingo entre tanto que también era capturado en Sabaneta
el general Mendoza, quien era conducido amarrado y de pie a
Sincelejo en donde para colmo de males encontró en capilla
ardiente a su más cara mitad.

-255-
El humorismo de
Abelote

A bel M. De Irisarri V., el distinguido Abelote, como


cariñosamente se le llamaba, cartagenero que se
encariñó tanto con esta tierra sinuana, a la que le rindió
por desgracia su existencia hace pocos años, fue por ex-
celencia el prototipo del humorismo. En su temperamento
de trashumancia vagó por todos los pueblos de la región
en busca de algo que le proporcionara emociones nuevas
y sui generis, que no había podido obtener en los cafés y
cabarets de ciudades portuguesas, españolas y francesas,
pues han de saber ustedes, mis estimados lectores que este
hijo de la bohemia paseó su incipiente calva por algunas
ciudades europeas.

Oír hablar a Abelote de los toros y de la Semana Santa de


Sevilla, de los vinos de Oporto, de Jerez y de Burdeos, era
cosa que enamoraba, le daba tantísima expresión a la pala-
bra y se hacía tan elocuente que a quien le escuchaba le pa-
recía ser transportado a aquellos centros y estar saborean-
do el espumeante néctar que “lleva a regiones excelsas”,
según afirmaba él mismo.

-256-
Manuel Mendoza Mendoza

Irisarri tenía mucho en su favor, poseía una particularidad


que lo hacía sumamente interesante en los momentos des-
pejados y serenos de su vida; era muy franco, pero no de
esa franqueza insustancial, irónica y chocante que ridiculi-
za, sino de una franqueza ingénita y leal que satisface; era
un verdadero GENTLEMAN sin haber recibido lección al-
guna en la tierra de John Bull.

Tenía una portentosa intelectualidad que cultivó con esme-


ro y si no hubiera sido por el terrible mal que temprana-
mente le atrofió, innegablemente hubiera sido un hombre
mejor preparado en la ciencia de Justiniano, que le domina-
ba y se hubiera hecho digno émulo de su hermano el erudi-
to Antonio José, ilustre educador que dejó su nombre bien
sentado para la posteridad.

Cuando le conocimos allá por los años de 1904, trabajaba


seria y cumplidamente como corresponsal de la casa Pom-
bo Hermanos de Cartagena, frisaba entonces en los veinti-
trés años. Era un mozo bien parecido, arrogante y de con-
figuración hercúlea, Baco apenas le galanteaba. Años más
tarde abandonó legítimas y merecidas aspiraciones se des-
vío del sendero y con pérfidas comparsas que le seducían,
se hundió de por vida en el proceloso mar que arruinó el
recio organismo de Edgar Poe.

La dictadura de Reyes estaba en su más culminante apogeo.


Sus enemigos fraguaban conspiraciones en las principales
ciudades del país que debían estallar en un momento dado.
En Cartagena funcionaba una sociedad secreta compuesta
de un lúcido grupo de jóvenes sin distinción de divisas po-
líticas encabezada por Alejandro Amador y Cortés, Carlos
Manuel Hernández, Luis A. Galofre, José de la Vega, Jorge
Núñez Zubiría, Abel M. de Irisarri y otros más. Cierto día
reunidos en el Pie de la Popa (camino arriba) en el extenso
patio de la casa de don Manuel Núñez Ripoll, deliberaban
formalmente sobre la manera de derrocar al régimen en

-257-
LEYENDAS SINUANAS

la ciudad, para ello contaban con apresar a los más altos


funcionarios del gobierno, de la Policía y de la guarnición
militar, como si aquello fuera un caramelo. Discutido y
acordado el plan se hizo el reparto de lo que cada uno de
los dirigentes debía realizar, habiéndole tocado a Abelito
Irisarri detener al jefe de la Policía coronel Galindo. Alejo
Amador previno a sus amigos y compañeros que la empre-
sa en que se iban a empeñar podía costarles la vida si no
obraban con decisión implacable; por lo cual era indispen-
sable ir a ella con ánimo resuelto a morir, pero también a
matar a la menor resistencia formal que se les hiciera por
parte de uno o más de aquellos a quienes iban a apresar.
Esto dicho en tono enérgico y firme, como acostumbraba
Alejo, impresionó a algunos de los conjurados sin que al
instante ninguno manifestara vacilación. Irisarri después
de meditar un momento ante la posibilidad de que se viera
en la necesidad de matar al coronel Galindo, lanzó esta fra-
se: “Hombre Alejo yo soy civil, ¡a Galindo lo mata otro…!”

Estas palabras produjeron una carcajada general y allí ter-


minó el proyecto de conspiración en esa forma.

Y se vino al Sinú y contagiado con el cálido y hospitalario


ambiente de este valle acogedor, plantó lo que él llamaba su
“querida covacha” pedazo de hogar que quiso tanto como a
su propia existencia. Y se hizo sinuano de corazón.

La pobreza, su compañera inseparable le hizo ser empeder-


nido burócrata de ahí que se le viera ambular por las ofici-
nas como secretario en ocasiones, en otras desempeñando
con lucidez alcaldías, juzgados, personerías, visitadurías de
educación, etc., etc.

Cierta vez sirviendo las funciones de alcalde del pequeño


municipio de San Carlos, llegó a la localidad, después de
larga ausencia un coterráneo suyo: Abel Núñez Pereira,
quien le saludó cariñosamente e ignorando qué hacía en

-258-
Manuel Mendoza Mendoza

la mencionada población, le interrogó: “qué busca por aquí


tocayo?” A lo que socarronamente contestó: “tocayo aquí
me tiene usted gobernando a seis mil jipatos”.

Pero en donde más reveló Irisarri sus cualidades humorís-


ticas fue en la siguiente anécdota, todavía al servicio de la
alcaldía de San Carlos: un día en que el calor sofocante le
acosaba, rodeado de gente del campo que querellaban, reci-
bió amonestaciones telegráficas del secretario de gobierno,
que a la sazón era su pariente el doctor Fulgencio Lequerica
Vélez, por quejas aparentemente fundadas que ciudadanos
de San Carlos habían elevado a la gobernación contra aquél.
Acto seguido se va él mismo a la oficina telegráfica y pasa
un mensaje urgente a la misma entidad preguntándole que
“si los tales denuncios habían sido puestos verbalmente o
por escrito” y al contestarle el premier departamental que
era de denuncios escritos, Irisarri vuelve muy campante a
dirigirse al secretario de gobierno en estos rotundos térmi-
nos: “denuncios contra mi persona son apócrifos, pues aquí
nadie sabe escribir”.

-259-
Manuel Mendoza
Mendoza

N ació en Chinú en el año 1884. Hizo sus estudios pri-


marios en el renombrado Instituto Puche de Cereté
y cursó estudios secundarios en Cartagena en el Colegio de
Heredia de don Eduardo Gutiérrez de Piñeres. Diplomado
en Farmacología por la Facultad de Medicina de la Univer-
sidad de Cartagena en el año de 1926, ratificado por el mi-
nisterio de Higiene en 1945, se distinguió como hombre de
gran conocimiento y dinamismo en esa profesión.

Desde muy joven se dedicó al comercio y tuvo una libre-


ría bien acondicionada, con agentes en varias poblaciones,
que recibía libros directamente de las mejores editoriales
de España y otras naciones. Poseía una biblioteca de más de
cinco mil volúmenes, con especialidad en obras de historia
de los países americanos. Cultivó el estudio de la historia y
escribió varios ensayos de índole folclórica en periódicos
y revistas. Fue colaborador de la prestigiosa revista “Dos
Américas”, de gran circulación, que se editaba en Estados
Unidos, así como corresponsal de varias revistas españolas.
También, fue miembro de la Academia de la Historia de
Cartagena de Indias y de los Centros de Historia de Mon-
tería y Sincelejo, miembro de la Fundación Internacional

-260-
Manuel Mendoza Mendoza

“Eloy Alfaro” de Panamá, institución de carácter cultural,


y de la Sociedad Bolivariana de Caracas. Fue autor de la
obra “Leyendas Sinuanas”, publicada en 1949 en la Editora
Sinú de Cereté, cuya segunda edición fue autorizada por la
Asamblea Departamental de Córdoba en sus sesiones de
1959.

Desde 1910 actuó en política, destacándose como un líder


muy respetado. Fue Diputado principal de la Asamblea de
Bolívar, en los períodos de 1913 a 1914 y de 1935 a 1936.
Mantuvo correspondencia con el general Rafael Uribe
Uribe, los doctores Santiago Pérez Triana, Enrique Olaya
Herrera, Simón Bossa y otros prestantes jefes políticos del
partido liberal.

Murió en Ciénaga de Oro el 15 de agosto de 1962.

-261-
Árbol genealógico

-262-
Manuel Mendoza Mendoza

Manuel Mendoza Mendoza, diputado a


la asamblea de Bolívar en dos períodos

-263-
LEYENDAS SINUANAS

Manuel Mendoza Mendoza y su esposa


Ana Josefa de la Espriella Mendoza

-264-
Manuel Mendoza Mendoza

Familia Mendoza de la Espriella, padres


Manuel y Ana Josefa, hijos Antonio,
Carmen, Guillermo, Manuel Antonio (en
brazos) e Ignacio

-265-
LEYENDAS SINUANAS

Fotomontaje alusivo a las


actividades del diputado Manuel
Mendoza Mendoza

-266-
Manuel Mendoza Mendoza

Validación del título de farmaceuta de


Manuel Mendoza Mendoza

-267-
LEYENDAS SINUANAS

Dedicatoria del ejemplar de la primera


edición de “Leyendas Sinuanas” del autor
al célebre hombre público Alfonso Romero
Aguirre

-268-
Manuel Mendoza Mendoza

Manuel Mendoza Mendoza, en su


segundo período en la Asamblea de
Bolívar

-269-
LEYENDAS SINUANAS

Honras
fúnebres
de Manuel
Mendoza
Mendoza.
Ciénaga
de Oro, 15
de agosto
de 1962

-270-
Manuel Mendoza Mendoza

Tradición de la casa de mampostería que fue de Don


Mateo Franco, luego de Manuel Mendoza Mendoza

La casa en cuestión fue de doña Josefa Vellojín de Burgos,


suegra de don David A. Gómez, era de palma y bahareque y
estaba situada en el callejón frente a lo que hoy es un club,
casa de Carlos Arturo pinedo. Compró el solar don Mateo
Franco y construyó la casa de mampostería. Quien da esta
información es Manuel Coronado Pantoja, individuo, que
según la partida de bautismo que hemos visto, tiene actual-
mente ochenta y nueve años. Coronado dice que cuando se
construía la casa de mampostería de don Mateo tendría él
seis años, de manera que la casa citada tiene hoy ochenta
y tres años.

Ciénaga de Oro, agosto 26 de 1955.

-271-
LEYENDAS SINUANAS

Memorial
Sr. Gobernador de la Provincia.
Presente.

Teresa de Paz de Mendoza, viuda, ante usted ocurro pidiendo ga-


rantías para mi hijo Manuel de Mendoza, que se halla hoy encar-
celado a consecuencia de los incalificables abusos cometidos por
el jefe político de Chinú el día 4 del presente.

Yo no conozco bien la historia de esos acontecimientos, no sé


qué ha motivado esas prisiones oprobiosas que el agente de usted
en aquel cantón ha cometido; pero sí puedo asegurar que he visto
prender a mi hijo, allanando mi casa sin que él haya delinquido,
sin que la autoridad que le ha arrebatado su libertad le haya for-
mulado cargo.

He sabido de referencia que en la noche del 3 al 4, el jefe político


de Chinú redujo a la cárcel poniéndolos en un cepo a siete ciuda-
danos con el carácter de reclutas, que ellos huyeron esa misma
noche de la cárcel, y que el agente de la gobernación resolvió
prender por eso a todos los individuos de cierto color político,
sin respetar sus empleos, sin respetar nada, despedazando la
Constitución y las leyes para vejar a los ciudadanos a nombre del
gobierno.

Y efectivamente así lo verificó, incluyendo en ellos a mi hijo que


ignoraba la prisión y soltura de aquellos hombres, pues que había
pasado la noche en mi casa como que vive a mi lado.

En el momento en que el jefe político llegó a mi casa auxiliado


por la fuerza pública (creada para sostener las garantías de los
ciudadanos y hacer respetar la ley) solicitando a mi hijo, ocurrí
como era natural a informarme de todo. Lo vi sacar de mi casa
sin practicar las fórmulas de la ley, y lo seguí porque quería co-
nocer su suerte…

El recuerdo de la muerte de mi pobre marido, asesinado a nom-


bre de la ley, vino a herir mi imaginación y quise seguir a mi

-272-
Manuel Mendoza Mendoza

hijo… ¡Imposible! El imperio de la ley había terminado, la fuerza


brutal se había sustituido a ella y yo sentí sobre mi cuerpo el
frío de las bayonetas, y los sarcasmos y los groseros insultos de
la soldadesca beoda, que apoyaba el señor jefe político en aquel
momento de espanto, en que, como celoso defensor de los fueros
republicanos, ultrajaba a la santidad de las leyes y faltaba a la fe
que usted depositó en él, cuando usted lo hizo su agente.

Un día entero ha estado mi hijo con los otros presos privado de


comunicación, y como sesenta y dos horas ha estado con ellos
preso en el cepo y barra a nombre de la Constitución y del go-
bierno. De ahí resolvieron conducirlos a Corozal, y los trajeron, y
aquí estamos; ellos presos, yo buscando a mi hijo, último recuer-
do de su padre.

Aquí se continúa la privación de la libertad, pero no hay cepos,


ni barras, ni insultos, ni la brutalidad execrable de los agentes del
gobierno en Chinú.

Tan amarga, señor, fue la situación de mi pobre hijo, que ha en-


contrado un alivio en el cambio de prisión a pesar de que aquí en
donde está, tiene continuamente ante sus ojos, el lugar en que su
padre fue sacrificado en otros tiempos, por terroristas de enton-
ces; por los mismos que usted escoge hoy para agentes suyos, y
que hoy como ayer, son arbitrarios y opresores.

Confío señor en que no han muerto para siempre las leyes; en


que usted no permitiría que sus agentes violen impunemente la
Constitución por la cual se derrama tanta sangre heroica en los
campos de batalla; confío en que usted no mirará impasible que
se desacredite al gobierno ejecutando tanta iniquidad por los que
se titulan sus defensores, y en que los que abusan de sus funcio-
nes empleando en sus venganzas la fuerza pública, sostenedora
de la ley, se les aplicará su castigo y bajará humillados por el bra-
zo de la justicia del puesto que han envilecido con sus hechos.

Corozal, diciembre. 1854.


Teresa de Paz de Mendoza.

-273-
LEYENDAS SINUANAS

LEY 13 DE 1878 DEL ESTADO SOBERANO DE BOLÍVAR


QUE HONRA LA MEMORIA DEL CIUDADANO MANUEL
ANTONIO MENDOZA DE LA PAZ

La Asamblea Legislativa del Estado Soberano de Bolívar


Considerando

1º. Que el ciudadano Manuel Antonio Mendoza De La Paz


fue un ardiente defensor de la República bajo cuya bandera
sirvió con abnegación y decidido patriotismo desde el año
de 1854 hasta su muerte;
2º. Que el ciudadano Mendoza expuso su vida siempre que
estuvieron en peligro las instituciones patrias;
3º. Que ocupó varias veces ya como senador, ya como re-
presentante, asiento en las cámaras legislativas nacionales;
4º. Que en el período actual era diputado principal de este
cuerpo por la provincia de Chinú;
5º. Que pocos días antes de su muerte fue llamado por el
excelentísimo señor presidente de la república a ocupar el
elevado cargo de ministro de gobierno;
6º. Que ha dejado una numerosa familia en la orfandad
contándose en ella hijos de menor edad;
7º. Que es deber del Estado reconocer el mérito de los ser-
vicios prestados por sus leales ciudadanos y demostrar de
algún modo su agradecimiento;

DISPONE:

Artículo 1º. En la Universidad Nacional o en el colegio del


Estado y a costas del tesoro de este se dará educación a uno
de los hijos del finado patriota Manuel Antonio Mendoza;
y para ayudar a la subsistencia y educación de los demás se
abonará del mismo tesoro a la señora Concepción Espinosa
de Mendoza, legítima viuda de aquel la suma de $500.oo
por décimas partes desde enero de 1879.

-274-
Manuel Mendoza Mendoza

Artículo 2º. Un ejemplar auténtico de la presente ley se re-


mitirá por el presidente de la Asamblea con mensaje espe-
cial a la viuda del ciudadano Manuel A. Mendoza, como la
más elocuente expresión del dolor que el pueblo del Estado
ha experimentado por tan irreparable desgracia.

Dada en Cartagena a 15 de octubre de 1878.

El presidente.

José Antonio Valverde Fuerte.

El secretario.

Miguel De La Espriella.

Despacho del presidente del Estado.

Cartagena, octubre 16 de 1878.

Publíquese y ejecútese,

(L. S.) RAFAEL NÚÑEZ.

El Secretario General del Estado,

F. Angulo.

-275-
LEYENDAS SINUANAS

Contribución de guerra impuesta a Manuel Antonio


Mendoza Espinosa por el valor de diez mil pesos
oro terminada la guerra de los Mil Días

-276-
Epílogo a la nueva
edición

E l abuelo, a quien todos sus nietos llamábamos Papá


Mane, además de sus habilidades farmacológicas
validadas por la Universidad de Cartagena y el Ministerio
de la Higiene, era un lector de veinticuatro horas como se
dice. Tenía una voluminosa biblioteca con reconocidos tra-
tados de historia, astronomía, geografía y literatura, enci-
clopedias, revistas internacionales, sobre todo “LIFE” en
español, y siempre trató de inculcarnos la lectura a sus nie-
tos permanentes, de los cuales yo era la mayor, única mujer
y más comedida, al menos cuando sentía que nos contro-
laba.

Tenía un laboratorio para hacer sus remedios, reconocidos


por su efectividad, en donde había pipetas, retortas, tubos
de ensayo, centrífugas, matraces, embudos, gradillas, cube-
tas y todo un arsenal de objetos para su industria casera.
Naturalmente que esos aparatos vidriosos, de porcelana y
otros materiales, nos llamaban la atención a nosotros que
entonces éramos unos infantes entre los ocho y los doce

-277-
LEYENDAS SINUANAS

años, pero solo mi hermano Guillermo, como más osado,


a veces los alcanzaba e incluso imitaba las operaciones del
abuelo, e increíblemente fabricaba pólvora y hasta castillos
de fuegos artificiales.

Con las etiquetas marcadas con sus apellidos “Mendoza y


Mendoza”, que usaba para identificar sus productos, éra-
mos todos más atrevidos, y no solo las cogíamos en puña-
dos sino también las usábamos para pintar los íconos de la
plaza principal de Ciénaga de Oro, la iglesia vieja, la nueva,
los edificios de Juan Cuéter y de los hermanos Francis, que
entonces eran Calume, y por supuesto el Palacio Consisto-
rial y la escuela pública, hoy Casa de la Cultura.

Nuestro caballete de pintores era el mostrador de la botica,


enchapado en zinc bien liso, aunque a veces se levantaba
zafando las puntillas para convertirse en un arma filuda
que con frecuencia nos hacía sangrar. Ahí desfogábamos
nuestras urgencias lúdicas, y hasta en cierta ocasión pin-
tamos un esqueleto humano para fregarle la paciencia a
nuestra buena amiga Glena Yabrudy, con varias reproduc-
ciones que llegaron a su padre, el rígido y culto don Nicolás
Yabrudy, cuando Guillermo las arrojó por la ventana de su
casa y fueron a parar exactamente en la cama matrimonial,
y bueno, tuvimos nuestro condigno castigo consistente en
sentarnos sin movernos en la silla de la botica. Ella, que
también se las traía, para desquitarse le dijo a otra amiga,
Tina De León, que pintara un gato angora, y ésta hizo un
pájaro volando y dijo que eso era un gato angora, apodo
con el que se conocía a mi hermano Jorge por el color de
sus ojos.

Recuerdo que Papá Mane nos arreglaba las muñecas cuan-


do se reventaba los brazos y las piernas, porque en esa épo-
ca iban sostenidas con un caucho, también recuerdo que
nos hacía títeres y que preparaba esencias de vainilla, uva,
kola, banana, que vendía a quienes hacían frescos.

-278-
Manuel Mendoza Mendoza

Cuando llegaban nuestros primos en vacaciones, la farma-


cia del abuelo descansaba de nuestras pilatunas, pues estos
que vivían en “ciudad” y con edades diversas, venían con
planes de otra envergadura. Entonces, el abuelo se dedica-
ba a producir sus remedios variados, el aceite de ricino y
el jarabe de rábano yodado, para citar solo dos ejemplos.
El abuelo fue político, liberal de pura cepa, como se decía
y como tal asistió en dos períodos a la asamblea del de-
partamento de Bolívar. Escribió la colección de leyendas
del Sinú que hoy estamos reeditando. Cuando murió, aún
éramos pequeños y eso nos privó de haber aprovechado
mucho más sus enseñanzas.

Zulma Mendoza Diago


Barranquilla, 11 de Noviembre de 2019.

-279-
Leyendas Sinuanas por Manuel Mendoza
Mendoza se terminó de imprimir en
Diciembre de 2019 en los talleres de
John Martínez, en Bogotá, Colombia.
Para esta nueva edición se
utilizaron las fuentes
Gandhi Serif de once puntos y Floral
Capitals para las capitulares, sobre Earth
Pact de 75 gr.

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