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El Casino de Vetusta ocupaba un caserón solitario, de piedra ennegrecida por


los ultrajes de la humedad, en una plazuela sucia y triste cerca de San Pedro, la
iglesia antiquísima vecina de la catedral. Los socios jóvenes querían mudarse, pero el
cambio de domicilio sería la muerte de la sociedad según el elemento serio y de más
arraigo. No se mudó el Casino y siguió remendando como pudo sus goteras y demás
achaques de abolengo. Tres generaciones habían bostezado en aquellas salas
estrechas y oscuras, y esta solemnidad del aburrimiento heredado no debía trocarse
por los azares de un porvenir dudoso en la parte nueva del pueblo, en la Colonia.
Además, decían los viejos, si el Casino deja de residir en la Encimada, adiós Casino.
Era un aristócrata.

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Venían sudorosos. Las chicas traían pañuelos de colorines, como Paulina, con
los picos colgando. Ellos, camisas blancas casi todos. Uno tenía camiseta de rayas
horizontales, blanco y azul, como los marineros. Se había cubierto la cabeza con u
pañuelo de bolsillo, hecho cuatro nuditos en sus cuatro esquinas. Venía con los
pantalones metidos en los calcetines. Otros en cambio traían pinzas de andar en
bicicleta. Una alta, la última, se hacía toda remilgos por los accidentes del suelo, al
pasar las vías, maldiciendo la bici.

Y 

   

SPLASSSHF: me sumerjo en el agua porque hace calor y estoy sudando y la piel me


apesta y estoy agotado y el líquido es fresco y transparente y las gotas del splash de mi
más bien hosco contacto tripón con la superficie sensualmente oscilante y amoral del
Mediterráneo se pierden entre la espuma blanca, que cruje y se deshace, diseminada
por la arena de la playa, y doy unas brazadas, achacufa, achacufa, achacufa, y me
maravillo de mi piel copertoneada y salgo del agua, BLUP, apolo veraniego, fardando
más que Johnny Weissmuller, y doy una vuelta con intencionalidad contorneante y
exhibicionista entre la red que tricotan las miradas tediosas, odiosas, famélicas y
achicharraradas de cuatro tías nórdicas que disimulan detrás de gafas de sol
horribles, fingiendo que leen el Ñ  o el .

- Y YYY



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Carlos Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la instalación


de la luz (que, sin duda, ya conocía) y me dijo con cierta severidad:
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Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su explicación,
que las relacioné con la literatura; le dije que por qué no las escribía.
Previsiblemente respondió que ya lo había hecho.

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No estaba tan borracho como para no sentir que había hecho pedazos su casa,
que dentro de él nada estaba en su sitio pero que al mismo tiempo ²era cierto,
era maravillosamente cierto-, en el suelo o el techo, debajo de la cama o
flotando en una palangana había estrellas y pedazos de eternidad, poemas
como soles y enormes caras de mujeres y de gatos donde ardía la furia de sus
especies.

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Dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se
puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las
imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba
del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a
la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que
los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba
el aire del atardecer bajo los robles.

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Pasaron entonces por el recuerdo todos los días que siguieron al


entumecimiento del riguroso temporal, cuando el espíritu de Ana había dejado aquella
especie de vida de culebra invernante. Recordó la romería de San Blas, en la carretera
de la Fábrica Vieja, aquélla tarde de sol que era una fiesta del cielo...

  

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía


había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.

 
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Conocí a un chico que era alérgico al polen y al polvo y al serrín y
al humo provocado por combustión de carbu rantes =  las ensaladas =
 los gatos = las ballenas =  las fibras sintéticas y a uno de cada dos
medicamentos. Era uno de esos chicos que no hablan con nadie.
Parecía uno de los que viven en campan as de cristal, pero era alérgico a
las campanas de cristal, así que tenía que enfrentarse con todas sus
alergias. Llevaba sus alergias encima como un viajante de comercio lleva
sus maletas. Demostró legal mente que era alérgico a sus padres, así que
sus padres tuvieron que darle una pensión vitalicia sin disfrutar a cam -
bio del consuelo de agujerear sus zapatos con sus propias desgracias,
además él ni siquiera llevaba zapatos porque era alérgico a la piel y al
caucho. Le hicieron unos zapatos de madera pero a él le pareció que era
como andar con dos ataúdes chiquititos en los pies, así que los tiró por
la ventana. Una chica que pasaba por la calle recogió los zapa tos, y
como nunca había visto unos zapatos tan raros subió a ver de quién
eran. El chico abrió la puerta y la chica entró, los dos se miraron un
rato y los dos eran guapos, y los dos llevaban solos demasiado tiempo,
así que se abrazaron un poco a ver qué pasaba y resultó que la chica
iba vestida con fibras sintéticas y tenía ojos de gato, y estaba gorda
como una ballena = tenía polen en el pelo = serrín en el cerebro y
antibióticos en los dedos y ensaladas en la falda y un motor de explosión
que le ayudaba a subir las escaleras. El chico s e murió con una estúpida
y gigante sonrisa de felicidad en la cara.

Cuando me desperté estaba seguro de que podía apren der algo de


ese sueño, pero no sabía qué coño podría ser.

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