Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Primera parte
El hombre de la cicatriz
La flor de la pereza
Una vida circense
Un triunfo
Puercos
La zona abisal de los sin alma
Gruñidos
Ángel de la guarda
Un majadero con dinero
De andamios y casamientos
Odiar con el corazón
Agridulce fragancia protectora
De ricos con dinero
Segunda parte
El Gallo frente al Pasmo de Triana
Un baile lento
Un trotamundos
Un príncipe azul
Ariete
Muertos anónimos
Tercera parte
El que algo quiere
Resistir
Algo le cuesta
Resistir (segundo intento)
Desaparecer
Una corazonada
Cuarta parte
Pura sangre
El renacido
Animal
Un espíritu
Un impulso cerril
La dama de la guadaña
Un segundo impulso cerril
Opio y escudo
Nota
Agradecimientos
Créditos
Gracias por adquirir este eBook
Odisea,
HOMERO
El hombre de la cicatriz
Calles de Almendralejo
Provincia de Badajoz
Algunos días antes
Sala de interrogatorios
Cuartel de la Guardia Civil de Zafra
19 de abril de 1917, a las 9.41
Rayuela,
JULIO CORTÁZAR
El Gallo frente al Pasmo
de Triana
El paraíso perdido,
JOHN MILTON
El que algo quiere
Hacienda Monterroso
Término municipal de El Raposo (Badajoz)
Un año antes
Hacienda Monterroso
Término municipal de El Raposo (Badajoz)
Un año antes
Todo discurría por los cauces previstos hasta que una tarde
de finales de agosto Antonia echó en falta a Clara sobre la
hora de cenar, indisciplina nada habitual en ella, y menos
aún desde que le había hablado del internado y, al parecer,
había dejado de ver a Jere. No le dio demasiada
importancia, porque la niña se pasaba las horas encerrada
en su cuarto y apenas salía, solo para ir al baño y
alimentarse de vez en cuando. Quedaban menos de dos
semanas para emprender el viaje a Galicia con Clara,
trayecto en el que tenía previsto apuntalar los cimientos de
una relación que Antonia pretendía estrechar con el tiempo.
Sin duda era lo mejor para las dos. Por una parte, la niña
accedía a una educación privilegiada mediante la cual
podría abrir las puertas de un futuro distinto del que
aguardaba al resto de las mujeres. Por otra, le facilitaba la
intimidad que necesitaba ella en la casa para llevar su plan
a buen término. Antonia estaba convencida de que Clara se
lo sabría agradecer en cuanto lo entendiera y asumiera que
una guerra no se gana sin armas y que, para la que ella la
estaba preparando, el conocimiento era la artillería pesada.
Si Jacinto hubiera estado en la hacienda, le habría
mandado a buscarla, pero se hallaba en una feria de
ganado, por lo que no le quedó más remedio que, después
de no dar con Clara en su habitación, recorrer ella misma la
hacienda antes de que anocheciera. Superadas dos horas
infructuosas, se le ocurrió regresar al cuarto de la niña para
comprobar si había cogido calzado cómodo, lo que le
hubiera llevado a pensar que había decidido dar un paseo
nocturno. Le decepcionó encontrarse esos zapatos en su
sitio, y, al echar un último vistazo en derredor, su mirada se
detuvo en un cuaderno que, solitario, descansaba encima
del escritorio. Como un insecto atraído por la luz de una
bombilla, Antonia se acercó y, después de hojearlo,
comprendió que se trataba de un diario. De hecho, los
últimos párrafos correspondían a ese mismo día: 28 de
agosto de 1916.
Hoy es el cumpleaños de Jere. Cumple dieciséis. Hace catorce días que se
fue del pueblo y no lo he vuelto a ver. Desde entonces mi corazón se ha ido
apagando hasta que esta mañana ha dejado de latir en mi pecho. Lo he
notado nada más despertar. Está muerto. Sigue bombeando sangre, pero ya
no late. Es normal. No se lo puedo reprochar.
Quedan pocos días para marcharme de aquí y me resulta extraño darme
cuenta de que cuanto más se acerca el momento de dejar atrás esta tierra
más triste estoy. Hoy ni siquiera sé si estoy triste o puede que, como le pasa
a mi corazón, yo también esté muerta. Puede ser. Pensar que no voy a volver
a ver a Jere nunca más me mata. Estoy muerta como esos árboles que
siguen en pie a pesar de que hace tiempo que ya están secos por dentro. Sí.
Soy un árbol seco. Es normal. Desde que han apartado mis raíces de la única
persona que me daba de beber me he ido muriendo poco a poco sin darme
cuenta.
¿Y ahora qué?
No quiero ser un árbol seco y ver la vida pasar por delante de mis ojos
tristes, vacíos. Antonia tiene razón: no tengo luz en la mirada. Pertenezco a
la oscuridad y allí es donde tengo que estar. Allí abajo es donde tengo que ir.
A lo más profundo. Allí abajo dejaré de secarme por dentro. Allí abajo no hay
nada más que oscuridad y silencio. Allí abajo encontraré la paz que necesito.
Así que aquí nos separamos, querido diario. Gracias por acompañarme
estos dos años.
Adiós.
La Galatea,
MIGUEL DE CERVANTES
Pura sangre
Hacienda Monterroso
Término municipal de El Raposo (Badajoz)
Unos meses antes
Tren Badajoz-Zafra
A 37 kilómetros de Zafra
Algunas semanas antes
Hacienda Monterroso
Término municipal de El Raposo (Badajoz)
Algunos días antes
Siente algo por él, eso es un hecho, pero no sabe qué. Diría
que algo puro pero inestable, aunque bien podría ser algo
adulterado pero constante. Lo que sea, poco importa ya. No
obstante, si hay algo incuestionable es que Jacinto Padilla
ha sido su compañero de viaje los últimos años, su capataz,
su amante, su cómplice, y es posible que sea la persona que
mejor la conoce. Incluso mejor que el hombre con quien ha
decidido empezar una nueva vida. Y contemplarlo ahora
hundido en el fango de la confusión, incrédulo,
conmocionado al descubrir que ha sido manipulado desde el
principio, despierta en ella un sentimiento de lástima que no
le resulta nada agradable gestionar. Quizá por eso considera
que una buena forma de saldar la deuda con él sería poner
todas las cartas boca arriba.
—Ven, siéntate conmigo. Vamos a hablar.
Con delicadeza casi maternal, Antonia le ayuda a
levantarse del suelo y le acomoda en una silla de madera
que está a punto de sucumbir a la carcoma. Delante, una
jarra de vino y dos vasos vacíos descansan sobre una mesa.
Pasados unos instantes de reflexión, Antonia inspira por la
nariz, se sienta frente a Padilla y, haciendo alarde de
coquetería, se coloca detrás de la oreja un molesto mechón
de pelo que le tapaba parte del rostro.
—Tenemos muy poco tiempo —le recuerda Sebastián
Costa.
—Lo sé. Será cuestión de minutos. Dime, Jacinto, ¿qué
piensas?
—¿Qué pienso? Mejor no quieras saberlo. Pero lo que yo sí
quiero saber es por qué me denunciaste a la Guardia Civil —
balbucea—. Tú y yo teníamos un plan.
—Era necesario. Ese hombre, Pablo Berrocal, no iba a
detenerse hasta verme colgada del cuello por lo que le
hicimos a su hermano, y era solo...
—¡¿Hicimos?! ¡A esos desgraciados los mataste tú! ¡Yo
solo me deshice de los cadáveres!
—Pues lo que te digo, yo hacía una parte y tú la otra.
Indignado, Padilla estalla:
—¡Yo solo quería ayudarte! Tú decidiste cargártelos
porque eres una loca asesi...
Con las manos esposadas, Jacinto no puede evitar la
bofetada que a punto está de tirarlo de la silla. Como un
riachuelo que nace de forma espontánea en un manantial,
un fino hilo de sangre empieza a manar del labio y discurre
por la barbilla dejándose llevar por la gravedad.
—Si me vuelves a levantar la voz no sales vivo de esta
cabaña —le advierte ella endureciendo el tono—. Todos los
que acabaron en el pozo merecían morir. Acudieron muchos,
y tú lo sabes bien, y la mayoría se fueron por donde vinieron
porque eran buenos hombres. Hombres que respetaban a
las mujeres, hombres que me respetaron a mí. Ninguno de
esos buenos hombres corrió ningún riesgo por mucho dinero
que tuvieran en el bolsillo. Todos los que acabaron en el
pozo solo me consideraban una sombra. Merecían morir —
insiste.
—¿Los que fueron tus maridos también merecían morir?
—se atreve Padilla.
—Ellos sobre todo. Gregorio solo me veía por fuera, nunca
se interesó en conocerme por dentro. Era humillante. Yo
para él no era más que un nuevo negocio, un trofeo, una
gran conquista con la que hacer crecer su escasa
autoestima. Y sí, reconozco que no me trataba mal, pero
valía más muerto que vivo. En cuanto a Domingo..., para
ese viejo cabrón yo solo era una cabeza de ganado con la
que procrear. Su mejor cerda, eso sí. Mucho me duró.
—¿Y Clara? ¿Clara qué te hizo para...?
—¡No! —le corta amenazándole con otro bofetón—. ¡Clara
no, condenado estúpido! Clara se suicidó por lo del
internado. No soportaba la idea de dejar de ver a ese
muerto de hambre de Jere. Yo solo quería que ella estudiara
lejos de aquí para que tuviera una oportunidad en la vida.
Cuando murió, sabía que nadie me iba a creer, así que no
me quedó otra opción que fingir que estaba en el colegio de
Santiago.
Jacinto Padilla nunca ha sabido si Antonia le miente a
medias o le miente por completo, pero sí sabe cuándo dice
la verdad.
—Lo de Clara me afectó mucho —reconoce—. Te aseguro
que aunque al principio no soportara su presencia,
terminé... En fin, no quiero hablar más de ello.
—Está bien.
—Como iba a decirte antes, solo era cuestión de tiempo
que llegaran hasta ti a través del comprador de ganado al
que vendiste los caballos. Eras tú o yo, y, bueno, ya sabes
por quién suelo decantarme en estos casos.
—Sí, ya sé que entre tú y el resto del mundo lo primero
eres tú. La verdad es que, al final, sea como sea y cueste lo
que cueste, siempre consigues lo que quieres.
—Pues sí. Mira, desde que los vi en Sevilla por primera
vez he querido tener un automóvil, y zas —chasquea los
dedos—, ahí está, aparcado fuera.
Antonia aprovecha el momento jocoso para servir vino en
los dos vasos. Al verlo, Padilla compone un mohín y señala
la jarra.
—¿Así es como piensas acabar conmigo? ¿Yo también me
lo merezco?
Sosteniéndole la mirada, ella agarra el suyo y se lo bebe
de un trago.
—Eres muy desconfiado.
—Eso es mentira. Confié en ti y me obligaste a asesinar a
un hombre inocente haciéndome creer que era ese hijo de
puta que me ha traído hasta aquí.
El aludido, que vigila el exterior a través de una pequeña
ventana con los cristales rotos, no interviene.
—Sixto Simón de inocente tenía poco, pero no tenemos
tiempo para aclarar esa historia. Y ese hijo de puta al que te
refieres te acaba de salvar el pellejo, no lo olvides.
—Pero... ¿por qué él? Casi no lo conoces. Y él tampoco a
ti.
—Te equivocas, me conoce muy bien. Además, ha
recuperado mi dentadura. No te imaginas cuánto la he
echado de menos estos días.
Padilla toma aire y se muerde el interior de los carrillos.
—Terminaréis matándoos.
Antonia se encoge de hombros.
—Puede, quién sabe. Pero es el único hombre que he
conocido que considero que está a mi altura. Y me respeta.
—Yo siempre te he respetado, Antonia. Siempre.
—Tú siempre has estado enamorado de mí; o, mejor
dicho, de lo que tengo entre las piernas. Hemos pasado
buenos momentos juntos, sí, pero nada más.
A Jacinto Padilla se le humedecen los ojos.
—¡¿Nada más?! Me lo he jugado todo por estar contigo.
Todo.
—¿Qué es todo? ¿Cuándo has tenido tú algo que perder?
—Podría haber tenido una vida normal —reflexiona para
sí.
—Te recuerdo que fuiste tú quien tocó a mi puerta, y no
paraste hasta que conseguiste lo que querías. Pudiste
marcharte. De hecho lo hiciste, pero regresaste. Y además
quisiste aprovecharte de la situación, ¿recuerdas? —añade
al tiempo que alarga la mano para recorrer con el índice la
cicatriz que Padilla tiene en la cara—. Estás en esta
situación porque tú has querido.
—¡Antonia, nos tenemos que marchar ya! —insiste Costa
alzando la voz.
—Ya termino —contesta ella mientras se vuelve a llenar el
vaso.
—¿Qué vais a hacer conmigo? —quiere saber Padilla.
—¿Qué crees que deberíamos hacer, querido?
Antonia se ríe.
—Te vienes con nosotros. No pienso dejarte aquí para que
te atrapen los guardias.
Padilla eleva las cejas sorprendido.
—Hasta que estés a salvo —le aclara—. Luego nuestros
caminos se separarán para siempre. ¿Te parece bien?
Transcurren unos instantes hasta que asiente sin
convicción alguna.
—Brindemos entonces.
Jacinto Padilla agarra su vaso con ambas manos y muy
despacio se lo lleva a la boca. Cuando se dispone a beber,
Antonia le tira el vaso de un manotazo. Alertado al
romperse el vidrio contra el suelo, Sebastián Costa la mira
con auténtica fiereza.
—No —dice ella—. Así no.
—Pero tú... ¡Tú has bebido! —exclama Padilla.
Antonia niega con la cabeza.
—No lo entiendes. Soy inmune a la estricnina. Llevo años
administrándome pequeñas dosis a diario. Años. Beber de la
misma botella era la única forma de ganarme la confianza
de esos indeseables. Y este es el precio que tuve que pagar
—desvela señalándose la dentadura—. Además de los
constantes dolores de estómago que ya conoces. Todo lo
que merece la pena cuesta.
—¡Lo habíamos acordado! —interviene Costa—. Sabe
demasiado. Te lo he traído porque me dijiste que debías
hacerlo tú, pero si no vas a ser capaz, yo me encargo.
Costa saca el revólver que lleva por dentro del pantalón y
apoya el cañón en el pecho de Padilla. Este aprieta los
párpados con fuerza.
—¡No! —grita ella—. ¡Te lo suplico! ¡No lo hagas, por
favor!
—¡Sabe demasiado! —repite Costa—. No podemos dejar
que vuelvan a detenerlo.
—Por eso se viene con nosotros, y en cuanto estemos
fuera de peligro, te juro por lo más sagrado que no lo
volveremos a ver. ¡Por favor! Sabes que se lo debo. Se lo
debemos.
—Yo no le debo nada a nadie.
Bajo tierra seca ha obtenido el 80.º Premio Nadal de Novela 2024, otorgado por
un jurado compuesto por Inés Martín Rodrigo, Care Santos, Lorenzo Silva, Andrés
Trapiello y Emili Rosales.
¡Síguenos en redes
sociales!