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TOD OS LOS CUEN TOS – GABRI EL GARCÍ A M ÁRQUEZ

4ª . Edición Colom biana


Enero de 1073

Publicado Por Edit orial La Ovej a Negra

Í ndice

LA TERCERA RESI GNACI ÓN - 1947


LA OTRA COSTI LLA DE LA MUERTE - 1948
EVA ESTÁ DENTRO DE SU GATO - 1948
AMARGURA PARA TRES SONÁMBULOS - 1949
DI ÁLOGO DEL ESPEJO - 1949
OJOS DE PERRO AZUL - 1950
LA MUJER QUE LLEGABA A LAS SEI S - 1950
NABO, EL NEGRO QUE HI ZO ESPERAR A LOS ÁNGELES - 1951
ALGUI EN DESORDENA ESTAS ROSAS - 1952
LA NOCHE DE LOS ALCARAVANES - 1953
MONÓLOGO DE I SABEL VI ENDO LLOVER EN MACONDO ( 1955)
LA SI ESTA DEL MARTES - 1962
UN DÍ A DE ESTOS - 1962
EN ESTE PUEBLO NO HAY LADRONES - 1962
LA PRODI GI OSA TARDE DE BALTASAR – 1962
LA VI UDA DE MONTI EL - 1962
UN DÍ A DESPUÉS DEL SÁBADO - 1962
ROSAS ARTI FI CI ALES - 1962
LOS FUNERALES DE LA MAMÁ GRANDE – 1962
UN SEÑOR MUY VI EJO CON UNAS ALAS ENORMES – 1968
EL MAR DEL TI EMPO PERDI DO - 1961
EL AHOGADO MÁS HERMOSO DEL MUNDO – 1968
MUERTE CONSTANTE MÁS ALLÁ DEL AMOR - 1970
EL ÚLTI MO VI AJE DEL BUQUE FANTASMA - 1968
BLACAMÁN EL NUEVO VENDEDOR DE MI LAGROS - 1968
LA I NCREI BLE HI STORI A DE LA CÁNDI DA HERÉNDI RA Y SU ABUELA
DESALMADA - 1972

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LA TERCERA RESI GN ACI ÓN - 1 9 4 7

Allí est aba ot ra vez ese ruido. Aquel ruido frío, cort ant e, vert ical, que ya
t ant o conocía pero que ahora se le present aba agudo y doloroso, com o si de
un día a ot ro se hubiera desacost um brado a él.
Le giraba dent ro del cráneo vacío, sordo y punzant e. Un panal se había le-
vant ado en las cuat ro paredes de su calavera. Se agrandaba cada vez m ás
en espirales sucesivas, y le golpeaba por dent ro haciendo vibrar su t allo de
vért ebras con una vibración dest em plada, desent onada, con el rit m o seguro
de su cuerpo. Algo se había desadapt ado en su est ruct ura m at erial de hom -
bre firm e; algo que las ot ras veces había funcionado norm alm ent e y que
ahora le est aba m art illando la cabeza por dent ro con un golpe seco y dur o
dado por unos huesos de m ano descarnada, esquelét ica, y le hacía recordar
t odas las sensaciones am argas de la vida. Tuvo el im pulso anim al de cerrar
los puños y apret arse la sien brot ada de art erias azules, m oradas, con la
firm e presión de su dolor desesperado. Hubiera querido localizar ent re las
palm as de sus dos m anos sensit ivas el ruido que le est aba t aladrando el
m om ent o con su aguda punt a de diam ant e. Un gest o de gat o dom ést ico
cont raj o sus m úsculos cuando lo im aginó perseguido por los rincones at or-
m ent ados de su cabeza calient e, desgarrada por la fiebre. Ya iba a alcan-
zarlo. No. El ruido t enía la piel resbaladiza, int angible casi. Pero él est aba
dispuest o a alcanzarlo con su est rat egia bien aprendida y apret arlo larga y
definit ivam ent e con t oda la fuerza de su desesperación. No perm it iría que
penet rara ot ra vez por su oído; que saliera por su boca, por cada uno de
sus poros o por sus oj os que se desorbit arían a su paso y se quedarían cie-
gos m irando la huida del ruido desde el fondo de su desgarrada oscuridad.
No perm it iría que le est ruj ara m ás sus crist ales m olidos, sus est rellas de
hielo, cont ra las paredes int eriores del cráneo. Así era el ruido aquel: int er-
m inable com o el golpear de la cabeza de un niño cont ra un m uro de concre-
t o. Com o t odos los golpes duros dados cont ra las cosas firm es de la nat ura-
leza. Pero ya no le at orm ent aría m ás si pudiera cercarlo, aislarlo. I r cort an-
do cont ra su propia som bra la figura variable. Y agarrarlo. Apret arlo ahora
sí definit ivam ent e, arroj arlo con t odas sus fuerzas cont ra el pavim ent o y pi-
sot earlo con ferocidad hast a cuando ya no pudiera m overse verdaderam en-
t e, hast a cuando pudiera decir, j adeant e, que había dado m uert e al ruido
que lo at orm ent aba, que lo enloquecía y que ahora est aba t irado en el suelo
com o cualquier cosa com ún convert ido en un m uert o int egral.
Pero le era im posible apret arse las sienes. Sus brazos se habían reducido y
eran ahora los brazos de un enano; unos brazos pequeños, regordet es, adi-
posos. Trat ó de sacudir la cabeza. La sacudió. El ruido apareció ent onces
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con m ayor fuerza dent ro del cráneo que se había endurecido, agrandado y
que se sent ía at raído con m ayor fuerza por la gravedad. Est aba pesado y
duro aquel ruido. Tan pesado y duro que de haberlo alcanzado y dest ruido
habría t enido la im presión de est ar deshoj ando una flor de plom o.
Había sent ido ese ruido “ las ot ras veces” , con la m ism a insist encia. Lo había
sent ido, por ej em plo, el día en que m urió por prim era vez. Cuando - ant e la
vist a de un cadáver- se dio cuent a de que era su propio cadáver. Lo m iró y
se palpó. Se sint ió int angible, inespacial, inexist ent e. Él era verdaderam en-
t e un cadáver y est aba sint iendo ya, sobre su cuerpo j oven y enferm izo, el
t ránsit o de la m uert e. La at m ósfera se había endurecido en t oda la casa
com o si hubiera sido rellena de cem ent o, y en m edio de aquel bloque - en el
que había dej ado los obj et os com o cuando era una at m ósfera de aire- est a-
ba él, cuidadosam ent e colocado dent ro del at aúd, de un cem ent o duro pero
t ransparent e. Aquella vez, en su cabeza est aba t am bién “ ese ruido” . Qué
lej anas y qué frías sent ía las plant as de sus pies, allá, en el ot ro ext rem o
del at aúd, donde habían puest o una alm ohada, porque la caj a le quedaría
aún dem asiado grande y hubo que aj ust arlo, adapt ar el cuerpo m uert o a su
nuevo y últ im o vest ido. Lo cubrieron de blanco y alrededor de su m andíbula
apret aron un pañuelo. Se sint ió bello envuelt o en su m ort aj a; m ort alm ent e
bello.
Est aba en su at aúd, list o a ser ent errado, y sin em bargo, él sabía que no
est aba m uert o. Que si hubiera t rat ado de levant arse lo hubiera hecho con
t oda facilidad. Al m enos “ espirit ualm ent e” . Pero no valía la pena. Era m ej or
dej arse m orir allí; m orirse de m uert e que era su enferm edad. Hacía t iem po
que el m édico había dicho a su m adre, secam ent e:
- Señora, su niño t iene una enferm edad grave: est á m uert o. Sin em bargo -
prosiguió- harem os t odo lo posible por conservarle la vida m ás allá de su
m uert e. Lograrem os que cont inúen sus funciones orgánicas por un com ple-
j o sist em a de aut onut rición. Sólo variarán las funciones m ot rices, los m ovi-
m ient os espont áneos. Sabrem os de su vida por el crecim ient o que cont i-
nuará t am bién norm alm ent e. Es sim plem ent e “ una m uert e viva” . Una real y
verdadera m uert e...
Recordaba las palabras pero confundidas. Tal vez no las oyó nunca y fue
creación de su cerebro cuando subía la t em perat ura en las crisis de la fiebre
t ifoidea.
Cuando se sum ergía en el delirio. Cuando leía la hist oria de los faraones
em balsam ados. Al subir la fiebre, él m ism o se sent ía prot agonist a de ella.
Allí había em pezado una especie de vacío en su vida. Desde ent onces no
podía dist inguir, recordar, cuáles acont ecim ient os eran part e de su delirio y
cuáles de su vida real. Por lo t ant o, ahora dudaba. Tal vez el m édico nunca
habló de esa ext raña “ m uert e viva” . Es ilógica, paradoj al, sencillam ent e
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cont radict oria. Y eso lo hacía sospechar ahora que, efect ivam ent e, est aba
m uert o de verdad. Que hacía dieciocho años que lo est aba.
Desde ent onces - en el t iem po de su m uert e t enía siet e años- su m adre le
m andó hacer un at aúd pequeño, de m adera verde, un at aúd para un niño,
pero el m édico ordenó que le hicieran una caj a m ás grande, una caj a para
un adult o norm al, pues aquélla, pequeña, podría at rofiar el crecim ient o y
llegaría a ser un m uert o deform e o un vivo anorm al. O la det ención del cre-
cim ient o im pediría darse cuent a de la m ej oría. En vist a de aquella adver-
t encia, su m adre le hizo const ruir un at aúd grande, para un cadáver adult o,
y le colocó t res alm ohadas a los pies, con el fin de aj ust arlo.
Pront o em pezó a crecer dent ro de la caj a, de t al m anera que cada año po-
dían sacarle un poco de lana a la alm ohada ext rem a para darle m argen al
crecim ient o. Había pasado así m edia vida. Dieciocho años. ( Ahora t enía
veint icinco.) Y había llegado a su est at ura definit iva, norm al. El carpint ero y
el m édico se equivocaron en el cálculo e hicieron el at aúd m edio m et ro m ás
grande. Supusieron que él t endría la est at ura de su padre, que era un gi-
gant e sem ibárbaro. Pero no fue así. Lo único que de él heredó fue la barba
poblada. Una barba azul, espesa, que su m adre acost um braba arreglar para
verlo decent em ent e dent ro de su at aúd. Esa barba le m olest aba t errible-
m ent e en los días de calor.
¡Pero había algo que le preocupaba m ás que “ ese ruido” ! Eran los rat ones.
Precisam ent e, cuando niño, nada había en el m undo que le preocupara
m ás, que le produj era m ás t error, que los rat ones. Y eran precisam ent e
esos anim ales asquerosos los que habían acudido al olor de las buj ías que
ardían a sus pies. Ya habían roído sus ropas y sabía que m uy pront o em pe-
zarían a roerlo a él, a com erse su cuerpo. Un día pudo verlos: eran cinco
rat ones lucios, resbaladizos, que subían a la caj a por la pat a de la m esa y lo
est aban devorando. Cuando su m adre lo advirt iera, no quedaría ya de él si-
no los escom bros, los huesos duros y fríos. Lo que m ás horror le producía
no era exact am ent e que se lo com ieran los rat ones. Al fin y al cabo podría
seguir viviendo con su esquelet o. Lo que lo at orm ent aba era el t error innat o
que sent ía hacía esos anim alit os. Se le erizaba la piel con sólo pensar en
esos seres velludos que recorrían t odo su cuerpo, que penet raban por los
pliegues de su piel y le rozaban los labios con sus pat as heladas. Uno de
ellos subió hast a sus párpados y t rat ó de roer su córnea. Le vio grande,
m onst ruoso, en su lucha desesperada por t aladrarle la ret ina. Creyó ent on-
ces una nueva m uert e y se ent regó, t odo ent ero, a la inm inencia del vért i-
go.
Recordó que había llegado a la m ayor edad. Tenía veint icinco años y eso
significaba que no crecería ya m ás. Sus facciones se volverían firm es, se-
rias. Pero cuando est uviera sano no podría hablar de su infancia. No la
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había t enido. La pasó m uert o.
Su m adre había t enido m et iculosos cuidados durant e el t iem po que duró la
t ransición de la infancia a la pubert ad. Se preocupó por la higiene perfect a
del at aúd y de la habit ación en general. Cam biaba frecuent em ent e las flores
de los j arrones y abría las vent anas t odos los días para que penet rara el ai-
re fresco. ¡Con qué sat isfacción m iró la cint a m ét rica en aquel t iem po cuan-
do, después de m edirlo, com probaba que había crecido varios cent ím et ros!
Tenía la m at ernal sat isfacción de verlo vivo. Cuidó asim ism o de evit ar la
presencia de ext raños en la casa. Al fin y al cabo era desagradable y m ist e-
riosa la exist encia de un m uert o por largos años en una habit ación fam iliar.
Fue una m uj er abnegada. Pero m uy pront o em pezó a decaer su opt im ism o.
En los últ im os años la vio m irar con t rist eza la cint a m ét rica. Su niño no
crecía ya m ás. En los m eses pasados no progresó el crecim ient o un m ilím e-
t ro siquiera. Su m adre sabía que iba a ser difícil ahora encont rar la m anera
de advert ir la presencia de la vida en su m uert o querido. Tenía el t em or de
que una m añana am aneciera “ realm ent e” m uert o y t al vez por eso aquel
día él pudo observar que se acercaba a su caj a discret am ent e, y olfat eaba
su cuerpo. Había caído en una crisis de pesim ism o. Últ im am ent e descuidó
las at enciones y ya ni siquiera t enía la precaución de llevar la cint a m ét rica.
Sabía que ya no crecería m ás.
Y él sabía que ahora est aba “ realm ent e” m uert o. Lo sabía por aquella apa-
cible t ranquilidad con que su organism o se dej aba llevar. Todo había cam -
biado int em pest ivam ent e. Los lat idos im percept ibles que sólo él podía per-
cibir se habían desvanecido ahora de su pulso. Se sent ía pesado, at raído
por una fuerza reclam adora y pot ent e hacia la prim it iva sust ancia de la t ie-
rra. La fuerza de gravedad parecía at raerlo ahora con un poder irrevocable.
Est aba pesado com o un cadáver posit ivo, innegable. Pero est aba m ás des-
cansado así. Ni siquiera t enía que respirar para vivir su m uert e.
I m aginariam ent e, sin t ocarse, recorrió uno a uno cada uno de sus m iem -
bros. Allí sobre una alm ohada dura, est aba su cabeza levem ent e vuelt a
hacia la izquierda. I m aginó su boca ent reabiert a por la delgada orilla de frío
que le llenaba la gargant a de granizo. Est aba t ronchado com o un árbol de
veint icinco años. Quizá t rat ó de cerrar la boca. El pañuelo que había apre-
t ado a su quij ada est aba floj o. No pudo colocarse, com ponerse, t om ar una
“ pose” siquiera para parecer un m uert o decent e. Ya los m úsculos, los
m iem bros, no acudían com o ant es, punt uales al llam ado de su sist em a ner-
vioso. Ya no era el de dieciocho años at rás, un niño norm al que podía m o-
verse a gust o. Sint ió sus brazos caídos, t um bados para siem pre, apret ados
cont ra las paredes acoj inadas del at aúd. Su vient re duro com o una cort eza
de nogal. Y m ás allá las piernas ínt egras, exact as, com plem ent ando su per-
fect a anat om ía de adult o. Su cuerpo reposaba con pesadez pero apacible-
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m ent e, sin m alest ar alguno, com o si el m undo se hubiera det enido de re-
pent e y nadie int errum piera el silencio; com o si t odos los pulm ones de la
t ierra hubieran dej ado de respirar para no int errum pir la liviana quiet ud del
aire. Se sent ía feliz com o un niño bocarriba sobre la hierba fresca y apret a-
da cont em plando una nube alt a que se alej a por el cielo de la t arde. Era fe-
liz aunque sabía que est aba m uert o, que reposaba para siem pre en la caj a
recubiert a de seda art ificial. Tenía una gran lucidez. No era com o ant es,
después de su prim era m uert e, en que se sint ió em bot ado, brut o. Las cua-
t ro buj ías que habían puest o en derredor suyo y que eran renovadas cada
t res m eses, em pezaban a agot arse nuevam ent e; precisam ent e cuando iban
a ser indispensables. Sint ió la vecindad de la frescura en las violet as húm e-
das que su m adre había llevado aquella m añana. La sint ió en las azucenas,
en las rosas. Pero t oda aquella t errible realidad no le causaba ninguna in-
quiet ud; al cont rario, era feliz allí, solo con su soledad. ¿Sent iría m iedo
después?
Quién sabe. Era duro pensar en el m om ent o en que el m art illo golpeara los
clavos sobre la m adera verde y cruj iera el at aúd baj o la esperanza segura
de volver a ser árbol. Su cuerpo, at raído ahora con m ayor fuerza por el im -
perat ivo de la t ierra, quedaría ladeado en un fondo húm edo, arcilloso y
blando, y allá arriba, sobre cuat ro m et ros cúbicos, se irían apagando los úl-
t im os golpes de los sepult ureros. No. Allí t am poco sent iría m iedo. Eso sería
la prolongación de su m uert e, la prolongación m ás nat ural de su nuevo es-
t ado.
No quedaría ya ni un grado de calor en su cuerpo, su m édula se habría en-
friado para siem pre y unas est rellit as de hielo penet rarían hast a el t uét ano
de sus huesos. ¡Qué bien se acost um braría a su nueva vida de m uert o! Un
día - sin em bargo- sent irá que se derrum ba su arm adura sólida; y cuando
t rat e de cit ar, de repasar cada uno de sus m iem bros, no los encont rará.
Sent irá que no t iene form a exact a definida, y sabrá resignadam ent e que ha
perdido su perfect a anat om ía de veint icinco años y que se ha convert ido en
un puñado de polvo sin form a, sin definición geom ét rica.
En el polvillo bíblico de la m uert e. Acaso sient a ent onces una ligera nost al-
gia; nost algia de no ser un cadáver form al, anat óm ico, sino un cadáver
im aginario, abst ract o, arm ado únicam ent e en el recuerdo borroso de sus
parient es. Sabrá ent onces que va a subir por los vasos capilares de un
m anzano y a despert arse m ordido por el ham bre de un niño en una m añana
ot oñal. Sabrá ent onces - y eso sí le ent rist ecía- que ha perdido su unidad;
que ya no es - siquiera- un m uert o ordinario, un cadáver com ún.
La últ im a noche la había pasado feliz, en la solit aria com pañía de su propio
cadáver.
Pero al nuevo día, al penet rar los prim eros rayos de sol t ibio por la vent ana
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abiert a, sint ió que su piel se había reblandecido. Observó un m om ent o.
Quiet o, rígido. Dej ó que el aire corriera sobre su cuerpo. No pudo dudarlo:
allí est aba el “ olor” . Durant e la noche la cadaverina había em pezado a hacer
sus efect os. Su organism o había em pezado a descom ponerse, a pudrirse,
com o el cuerpo de t odos los m uert os. El “ olor” era, indudablem ent e, un olor
inconfundible a carne m anida, que desaparecía y reaparecía después m ás
penet rant e. Su cuerpo se había descom puest o con el calor de la noche an-
t erior. Sí. Se est aba pudriendo. Dent ro de pocas horas vendría su m adre a
cam biar las flores y desde el um bral la azot aría el t ufo de la carne descom -
puest a. Ent onces sí lo llevarían a dorm ir su segunda m uert e ent re los ot ros
m uert os.
Pero de pront o el m iedo le dio una puñalada por la espalda. ¡El m iedo! ¡Qué
palabra t an honda, t an significat iva! Ahora t enía m iedo, un m iedo “ físico” ,
verdadero. ¿A qué se debía? Él lo com prendía perfect am ent e y se le est re-
m ecía la carne: probablem ent e no est aba m uert o. Lo habían m et ido allí, en
esa caj a que ahora sent ía perfect am ent e, blanda, acolchonada, t erriblem en-
t e cóm oda: y el fant asm a del m iedo le abrió la vent ana de la realidad: ¡Lo
iban a ent errar vivo!
No podía est ar m uert o, porque se daba cuent a exact a de t odo; de la vida
que giraba en t orno suyo, m urm urant e. Del olor t ibio de los heliot ropos que
penet raba por la vent ana abiert a y se confundía con el ot ro “ olor” . Se daba
perfect a cuent a del lent o caer del agua en el est anque. Del grillo que se
había quedado en el rincón y seguía cant ando, creyendo que aún duraba la
m adrugada.
Todo le negaba su m uert e. Todo m enos el “ olor” . Pero, ¿cóm o podía saber
que ese olor era suyo? Tal vez su m adre había olvidado el día ant erior cam -
biar el agua de los j arrones, y los t allos est aban pudriéndose. O t al vez el
rat ón que el gat o había arrast rado hast a su pieza se descom puso con el ca-
lor. No. El “ olor” no podía ser de su cuerpo.
Hacía unos m om ent os est aba feliz con su m uert e, porque creía est ar m uer-
t o. Porque un m uert o puede ser feliz con su sit uación irrem ediable. Pero un
vivo no puede resignarse a ser ent errado vivo. Sin em bargo, sus m iem bros
no respondían a su llam ado. No podía expresarse y era eso lo que le causa-
ba t error; el m ayor t error de su vida y de su m uert e. Lo ent errarían vivo.
Podría sent ir. Darse cuent a del m om ent o en que clavaran la caj a. Sent iría el
vacío del cuerpo suspendido en hom bros de los am igos, m ient ras su angus-
t ia y su desesperación se irían agrandando a cada paso de la procesión.
I nút ilm ent e t rat ará de levant arse, de llam ar con t odas sus fuerzas desfalle-
cidas, de golpear por dent ro del at aúd oscuro y est recho para que supieran
que aún vivía, que iban a ent errarlo vivo. Sería inút il; allí t am poco respon-
derían sus m iem bros al urgent e y últ im o llam ado de su sist em a nervioso.
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Oyó ruidos en la pieza cont igua. ¿Est aría dorm ido? ¿Habría sido una pesadi-
lla t oda esa vida de m uert o? Pero el ruido de la vaj illa no cont inuó. Se puso
t rist e y quizá t uvo disgust o por ello. Hubiera querido que t odas las vaj illas
de la t ierra se quebraran de un solo golpe, allí a su lado, para despert ar por
una causa ext erior, ya que su volunt ad había fracasado.

Pero no. No era un sueño. Est aba seguro de que de haber sido un sueño no
habría fallado el últ im o int ent o de volver a la realidad. Él no despert aría ya
m ás. Sent ía la blandura del at aúd y el “ olor” había vuelt o ahora con m ayor
fuerza; con t ant a fuerza que ya dudaba de que era su propio olor. Hubiera
querido ver allí a sus parient es ant es de que com enzara a deshacerse y el
espect áculo de la carne put refact a les produj era asco. Los vecinos huirían
espant ados del féret ro con un pañuelo en la boca. Escupirían. No. Eso no.
Era m ej or que lo ent erraran. Era preferible salir de “ eso” cuant o ant es. Él
m ism o quería ahora deshacerse de su propio cadáver. Ahora sabía que es-
t aba verdaderam ent e m uert o o al m enos inapreciablem ent e vivo. Daba lo
m ism o. De t odos m odos persist ía el “ olor” .
Resignado oiría las últ im as oraciones, los últ im os lat inaj os m al respondidos
por los acólit os. El frío lleno de polvo y de huesos del cem ent erio penet rará
hast a sus huesos y t al vez disipe un poco ese “ olor” . Tal vez - ¡quién sabe! -
la inm inencia del m om ent o le haga salir de ese let argo. Cuando se sient a
nadando en su propio sudor, en una agua viscosa, espesa, com o est uvo na-
dando ant es de nacer en el út ero de su m adre. Tal vez ent onces est é vivo.
Pero est ará ya t an resignado a m orir, que acaso m uera de resignación.

LA OTRA COSTI LLA D E LA M UERTE - 1 9 4 8

Sin saber por qué, despert ó sobresalt ado. Un acre olor a violet a y a form al-
dehído venía, robust o y ancho, desde la ot ra habit ación a confundirse con el
arom a de flores recién abiert as que m andaba el j ardín am anecient e. Trat ó
de serenarse, de recobrar ese ánim o que bruscam ent e había perdido en el
sueño. Debía de ser ya la m adrugada porque afuera, en el huert o, había
em pezado a cant ar el chorro ent re las legum bres y el cielo era azul por la
vent ana abiert a. Repasó la som bría habit ación t rat ando de explicarse aquel
despert ar brusco, inesperado. Tenía la im presión, la cert idum bre física de
que alguien había ent rado m ient ras él dorm ía. Sin em bargo est aba solo, y
la puert a, cerrada por dent ro, no daba m uest ra alguna de violencia. Sobre
el aire de la vent ana despert aba un lucero. Quedó quiet o un m om ent o com o
t rat ando de afloj ar la t ensión nerviosa que lo había em puj ado hacia la su-
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perficie del sueño, y cerrando los oj os, bocarriba, em pezó a buscar nueva-
m ent e el hilo de la serenidad. La sangre, arracim ada, se le desgaj ó en la
gargant a en t ant o que m ás allá, en el pecho, se le desesperaba el corazón
robust am ent e m arcando, m arcando un rit m o acent uado y ligero com o si vi-
niera de una carrera desbocada. Repasó m ent alm ent e los m inut os ant erio-
res. Tal vez t uvo un sueño ext raño. Pudo ser una pesadilla. No. No había
nada de part icular, ningún m ot ivo de sobresalt o en “ eso” .
I ba en un t ren ( ahora puedo recordarlo) a t ravés de un paisaj e ( est e sueño
lo he t enido frecuent em ent e) de nat uralezas m uert as, sem brado de árboles
art ificiales, falsos, frut ecidos de navaj as, t ij eras y ot ros diversos ( ahora re-
cuerdo que debo hacerm e arreglar el cabello) inst rum ent os de barbería. Es-
t e sueño lo había t enido frecuent em ent e pero nunca le produj o ese sobre-
salt o. Det rás de un árbol est aba su herm ano, el ot ro, su gem elo, el que
había sido ent errado aquella t arde, gest iculando ( est o m e ha sucedido al-
guna vez en la vida real) para que hiciera det ener el t ren. Convencido de la
inut ilidad de su m ensaj e com enzó a correr det rás del vagón hast a cuando
se derrum bó, j adeant e, con la boca llena de espum a. Ciert am ent e era su
sueño absurdo, irracional, pero que no m ot ivaba en m odo alguno ese des-
pert ar desasosegado. Cerró los oj os nuevam ent e con las sienes golpeadas
aún por la corrient e de sangre que le subía firm e com o un puño cerrado. El
t ren penet ró a una geografía árida, est éril, aburrida, y un dolor que sint ió
en la pierna izquierda le hizo desviar la at ención del paisaj e. Observó que
t enía ( no debo seguir usando est os zapat os apret ados) un t um or en el dedo
cent ral del pie. De m anera nat ural, y com o si est uviera acost um brado a
ello, sacó del bolsillo un dest ornillador con el que ext raj o la cabeza del t u-
m or. La deposit ó cuidadosam ent e en una caj it a azul ( ¿se ven los colores en
el sueño?) y por la cicat riz vio asom arse el ext rem o de un cordón grasient o
y am arillo. Sin alt erarse, com o si hubiera esperado la presencia de ese cor-
dón, t iró de él lent am ent e, con cuidadosa exact it ud. Fue una cint a larga,
larguísim a, que surgía espont áneam ent e, sin m olest ias ni dolor. Un segun-
do después levant ó la vist a y vio que el vagón había sido desocupado y que
solo, en ot ro com part im ient o del t ren, est aba su herm ano vest ido de m uj er
frent e a un espej o, t rat ando de ext raerse el oj o izquierdo con unas t ij eras.
En efect o, le disgust aba aquel sueño, pero no podía explicarse por qué le
alt eraba la circulación si las veces ant eriores, cuando las pesadillas eran
horripilant es, había logrado m ant ener la serenidad. Sint ió las m anos frías.
El olor a violet as y form aldehído persist ía y se t ornaba desagradable, casi
agresivo. Con los oj os cerrados, t rat ando de quebrar el t ono alzado de la
respiración, int ent ó buscar un t em a t rivial para hundirse ot ra vez en el sue-
ño que se había int errum pido m inut os ant es. Podía pensar, por ej em plo,
que dent ro de t res horas t engo que ir a la agencia funeraria a cancelar los
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gast os. En el rincón un grillo t rasnochado levant ó su cascabel y llenó la
habit ación con su gargant a aguda, cort ant e. La t ensión nerviosa em pezó a
ceder lent a pero eficazm ent e y advirt ió, ot ra vez, la floj edad, la laxit ud de
los m úsculos; se sint ió t um bado sobre la colcha blanda y espesa m ient ras el
cuerpo, liviano, ingrávido, t raspasado por una dulce sensación de beat it ud y
cansancio iba perdiendo conciencia de su propia est ruct ura m at erial, de esa
sust ancia t errena, pesada, que lo definía, que lo sit uaba en una zona incon-
fundible y exact a de la escala zoológica, y soport aba en su difícil arquit ect u-
ra t oda una sum a de sist em as, de órganos definidos geom ét ricam ent e que
le elevaban a la arbit raria j erarquía de los anim ales racionales. Los párpa-
dos, dóciles ahora, caían sobre la córnea con la m ism a nat uralidad
con que los brazos y las piernas se confundían en un conj unt o de m iem bros
que, lent am ent e, fueron perdiendo independencia; com o si t odo el orga-
nism o se hubiera revuelt o en un solo órgano grande, t ot al, y él - el hom bre-
hubiera dej ado sus raíces m ort ales para penet rar en ot ras raíces m ás hon-
das y firm es, en las raíces et ernas de un sueño int egral y definit ivo. Oyó
que afuera, del ot ro lado del m undo, el cant o del grillo se iba debilit ando
hast a desaparecer de sus sent idos que se habían vuelt o hacia adent ro, su-
m ergiéndolo a él en una nueva y descom plicada noción de t iem po y espa-
cio; borrando la presencia de ese m undo m at erial; físico y doloroso, lleno
de insect os y de acres olores de violet as y form aldehídos.
Apaciblem ent e, envuelt o en el t ibio clim a de serenidad codiciada sint ió la li-
viandad de su m uert e art ificial y diaria. Se hundió en una am able geografía,
en un m undo fácil, ideal; un m undo com o diseñado por un niño, sin ecua-
ciones algebraicas, sin despedidas am orosas y sin fuerzas de gravedad.
No podía precisar cuánt o t iem po est uvo así, ent re esa noble superficie de
sueños y realidades; pero sí recordaba que bruscam ent e, com o si le hubiera
sido cort ada la gargant a por una cuchillada, dio un salt o en el lecho y sint ió
que su herm ano gem elo, su herm ano m uert o, est aba sent ado al borde de la
cam a.
Ot ra vez, com o ant es, el corazón fue un puño que le vino a la boca y lo em -
puj ó a salt ar. La luz nacient e, el grillo que seguía m oliendo la soledad con
su organillo dest em plado, el aire fresco que subía del universo del j ardín,
t odo cont ribuyó a hacerlo volver nuevam ent e al m undo real; pero est a vez
podía com prender a qué se debía su sobresalt o. Durant e los breves m inut os
de som nolencia y ( ahora m e doy cuent a) , durant e t oda la noche en que
creyó t ener un sueño apacible, sencillo, sin pensam ient os, su m em oria
había est ado fij a en una sola im agen, const ant e, invariable; en una im agen
aut ónom a que se im ponía a su pensam ient o a pesar de la volunt ad y de la
resist encia del pensam ient o m ism o. Sí. Casi sin que él lo advirt iera “ ese”
pensam ient o se había ido apoderando de él, llenándolo, habit ándolo ent ero,
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convirt iéndose en un t elón de fondo que perm anecía fij o det rás de los ot ros
pensam ient os, const it uyendo el soport e, la vért ebra definit iva en el dram a
m ent al de su día y de su noche. La idea del cadáver de su herm ano gem elo
se le había clavado en t odo el cent ro de la vida. Y ahora, cuando ya lo había
dej ado allá, en su parcela de t ierra, con los párpados est rem ecidos de llu-
via, ahora t enía m iedo de él.
Nunca creyó que el golpe sería t an fuert e. Por la vent ana ent reabiert a
volvió a ent rar el olor confundido ya con ot ro olor a t ierra húm eda, a hue-
sos sum ergidos, y su olfat o le salió al encuent ro regocij ado, con una t re-
m enda alegría de hom bre best ial. Habían pasado ya m uchas horas desde el
m om ent o en que lo vio ret orcerse com o un perro m alherido debaj o de las
sábanas, aullando, m ordiendo ese grit o últ im o que le llenaba la gargant a de
sal; t rat ando de rom per con las uñas el dolor que se le t repaba por la es-
palda hast a las raíces del t um or. No podía olvidar sus m acet eros de anim al
agonizant e, rebelde ant e la verdad que se le había parado enfrent e, que se
había am arrado a su cuerpo con t enacidad, con una const ancia im pert urba-
ble, definit ivam ent e com o la m uert e m ism a. Él lo vio com o en los últ im os
m om ent os de su agonía bárbara. Cuando se rom pió las uñas cont ra las pa-
redes, rasguñando ese últ im o pedazo de vida que se le iba por ent re los
dedos, que se le desangraba, m ient ras la gangrena se le m et ía por el cos-
t ado com o una m uj er im placable. Después lo vio t um barse sobre el lecho
revuelt o, con un m ínim o de cansancio resignado, sudoroso, cuando los
dient es llenos de espum a le t iraron al m undo una sonrisa horrible, m ons-
t ruosa, y la m uert e em pezó a correrle por los huesos com o un río de ceni-
zas.
Fue ent onces cuando pensé en el t um or que había dej ado de dolerle en el
vient re. Lo im aginé redondo ( ahora sint ió él la m ism a sensación) , hinchado
com o un sol int erior, insoport able com o un insect o am arillo que alargaba
sus filam ent os viciosos hacia el fondo de los int est inos. ( Sint ió que las vís-
ceras se le desaj ust aron com o ant e la inm inencia de una necesidad fisioló-
gica.) Tal vez yo t enga alguna vez un t um or com o el suyo. Al principio será
una esfera pequeña pero crecient e que se irá ram ificando, agrandándose
dent ro de m i vient re com o un fet o. Probablem ent e lo sient a cuando em pie-
ce a m overse, a desplazarse hacia adent ro con una furia de niño sonám bu-
lo, t ransit ando por m is int est inos, ciego ( se llevó las m anos al est óm ago pa-
ra cont ener el dolor agudo) , con las m anos ansiosas t endidas hacia la som -
bra, buscando la m at riz t ibia, el út ero hospit alario que no ha de encont rar
nunca; en t ant o que sus cien pat as de anim al fant ást ico se irán enredando
en un largo y am arillo cordón um bilical. Sí. Quizás yo ( ¡el est óm ago! ) , com o
est e herm ano que acaba de m orir, t enga un t um or en la raíz de las vísce-
ras. El olor que había m andado el j ardín regresaba ahora fuert e, repugnan-
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t e, envuelt o en una t ufarada nauseabunda. El t iem po parecía haberse det e-
nido al borde de la m adrugada. Cont ra el crist al el lucero est aba cuaj ado,
en t ant o que la pieza vecina, en donde t oda la noche ant erior est uvo el ca-
dáver, seguía em puj ando su fuert e m ensaj e de form aldehído. Era, ciert a-
m ent e, un olor dist int o al del j ardín. Ést e era un olor m ás angust ioso, m ás
específico que ese confundido olor de las flores desiguales. Un olor que
siem pre, después de conocido, relacionó con los cadáveres. Era el olor gla-
cial y exuberant e que le dej ó el aldehído fórm ico de los anfit eat ros. Pensó
en el laborat orio. Recordó las vísceras conservadas en alcohol absolut o; en
las aves disecadas. A un conej o sat urado de form ol se le vuelve dura la
carne, se deshidrat a y pierde su dócil elast icidad hast a convert irse en un
conej o perpet uo, et ernizado. Form aldehído. ¿De dónde saldrá ese olor? La
única m anera de cont ener la podredum bre. Si los hom bres t uviéram os for-
m ol ent re las venas seríam os com o las piezas anat óm icas sum ergidas en
alcohol absolut o.
Oyó, allá afuera, el golpet eo de la lluvia crecient e que se venía m art illando
los crist ales de la vent ana ent reabiert a. Un aire fresco, regocij ado y nuevo
ent ró cargado de hum edad. El frío de las m anos se int ensificó haciéndole
sent ir la presencia del form ol en las art erias; com o si la hum edad del pat io
hubiese ent rado hast a sus huesos. Hum edad. “ Allá” hay m ucha hum edad.
Pensó con ciert o disgust o en las noches de invierno en que la lluvia t raspa-
sará la hierba y la hum edad irá a dorm ir sobre el cost ado de su herm ano, a
circularle por el cuerpo com o una corrient e concret a. Le parecía que los
m uert os t uvieran necesidad de ot ro sist em a circulat orio que los fuera preci-
pit ando hacia ot ra m uert e irrem ediable y últ im a. En ese m om ent o deseaba
que no lloviera m ás, que el verano fuera una est ación et erna y dom inant e.
Por lo que est aba pensando le disgust aba la persist encia de ese t ablet eo
húm edo sobre los crist ales. Quería que la arcilla de los cem ent erios fuera
seca, siem pre seca, porque lo inquiet aba pensar que pasados quince días,
cuando la hum edad em piece a correrle por el t uét ano, ya no habrá ot ro
hom bre igual, exact am ent e igual a él debaj o de la t ierra.
Sí. Ellos eran dos herm anos gem elos, exact os, que a prim era vist a nadie
podía diferenciar. Ant es, cuando est uvieron los dos viviendo sus vidas sepa-
radas no eran sino dos herm anos gem elos, sim ples y apart ados com o dos
hom bres diferent es. Espirit ualm ent e no había ningún fact or com ún ent re
ellos. Pero ahora, cuando la rigidez, la t errible realidad que se le t repaba
por la espalda com o un anim al invert ebrado: algo se había disuelt o en su
at m ósfera int egral, algo que se pronunciaba com o un vacío, com o si a su
cost ado se hubiera abiert o un precipicio, o com o si, bruscam ent e, le hubiera
sido cercenada de un hachazo la m it ad de su cuerpo; no de ese cuerpo
exact o, anat óm ico, som et ido a una perfect a definición geom ét rica; no de
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ese cuerpo físico que ahora sent ía m iedo, sino de ot ro cuerpo que venía
m ás allá del suyo, que había est ado con él hundido en la noche líquida del
vient re m at erno y se rem ont aba con él por las ram as de una genealogía an-
t igua; que est uvo con él en la sangre de sus cuat ro pares de bisabuelos y
vino desde el at rás, desde el principio del m undo, sost eniendo con su peso,
con su m ist eriosa presencia, t odo el equilibrio universal. Podía ser que él
est uviera con la sangre de I saac y Rebeca, que fuera su ot ro herm ano el
que nació t rabado en su calcañal y que vino dando t um bos de generación
en generación, noche a noche, de beso en beso, de am or en am or, descen-
diendo por art erias y t est ículos hast a llegar, com o en un viaj e noct urno, a la
m at riz de su m adre recient e. El m ist erioso it inerario ancest ral se le presen-
t aba ahora doloroso y verdadero, ahora que había sido rot o el equilibrio y la
ecuación resuelt a definit ivam ent e. Sabía que algo falt aba a su arm onía per-
sonal, a su int egridad form al y cot idiana: ¡Jacob se había libert ado irrem e-
diablem ent e de sus t obillos!
Durant e los días en que su herm ano est uvo enferm o no t uvo est a sensación
porque el rost ro dem acrado, t ransfigurado por la fiebre y el dolor, con la
barba crecida, se había diferenciado alt am ent e del suyo.
Pero una vez que est uvo inm óvil, t endido sobre su m uert e t ot al se llam ó a
un barbero para que “ arreglara” el cadáver. Él est uvo present e, pegado co-
nt ra el m uro, cuando llegó el hom bre vest ido de blanco y arm ado con el
lim pio inst rum ent al de su profesión... Con la precisión de un m aest ro cubrió
de espum a la barba del m uert o ( la boca espum osa. Así lo vi ant es de m orir)
y, lent am ent e, com o quien va revelando un secret o t rem endo, em pezó a
rasurarlo. Fue ent onces cuando lo asalt ó “ esa” idea horrible. A m edida que,
al paso de la navaj a, iba surgiendo el rost ro pálido y t erroso del herm ano
gem elo, él iba sint iendo que aquel cadáver no era una cosa ext raña a él, si-
no que est aba fabricado de su m ism a sust ancia t errena, que era su propia
repet ición... Sent ía la ext raña sensación de que sus parient es habían ex-
t raído del espej o la im agen suya, la que él veía reflej ada en el crist al cuan-
do se afeit aba. Ahora que esa im agen respondía a cada uno de sus m ovi-
m ient os había t om ado independencia. Él la había vist o afeit arse ot ras ve-
ces, t odas las m añanas. Pero asist ía a la dram át ica experiencia de que ot ro
hom bre est uviera quit ándole la barba a la im agen de su espej o, prescin-
diendo de su propia presencia física. Tuvo la cert eza, la seguridad de que si
en aquel m om ent o se hubiera acercado a un crist al lo habría encont rado en
blanco aunque la física no t uviera una explicación exact a para aquel fenó-
m eno. ¡Era la conciencia del desdoblam ient o! ¡Su doble era un cadáver!
Desesperado, t rat ando de reaccionar, palpó el m uro firm e que le subió por
el t act o com o una corrient e de seguridad. El barbero t erm inó su labor y con
la punt a de las t ij eras cerró los párpados del cadáver. La noche le quedó
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t em blando adent ro, en la irrevocable soledad del cuerpo desgaj ado. Así
eran exact os. Dos herm anos idént icos, inquiet am ent e repet idos.
Fue ent onces, al observar lo ínt im am ent e ligadas que est aban esas dos na-
t uralezas, cuando se le ocurrió que algo ext raordinario, inesperado, iba a
acont ecer. I m aginó que la separación de los dos cuerpos en el espacio no
era m ás que aparent e cuando, en realidad, am bos t enían una nat uraleza
única, t ot al. Tal vez cuando llegue hast a el m uert o la descom posición orgá-
nica, él, el vivo, em piece a podrirse t am bién dent ro del m undo anim ado.
Oyó que la lluvia em pezó a got ear con m ayor fuerza sobre los crist ales y
que el grillo revent ó su cuerda de repent e. Sus m anos est aban ahora int en-
sam ent e frías con una larga frialdad deshum anizada. El olor a form aldehído,
acent uado, le hizo pensar en la posibilidad de t raerse a la podredum bre que
le est aba com unicando su herm ano gem elo desde allá, desde su helado
hueco de t ierra. ¡Eso es absurdo! Tal vez el fenóm eno sea inverso: la in-
fluencia debía ej ercerla él que perm anecía con vida, con su energía, con su
célula vit al. Quizás - en est e plano- t ant o él com o su herm ano perm anezcan
int act os, sost eniendo un equilibrio ent re la vida y la m uert e para defenderse
de la put refacción. ¿Pero quién podía asegurarlo? ¿No era posible asim ism o
que el herm ano sepult ado cont inuara incorrupt ible en t ant o que la podre-
dum bre invadía al vivo con sus pulpos azules?
Pensó que la últ im a hipót esis era la m ás probable y se resignó a esperar la
llegada de su hora t rem enda. La carne se le había puest o suave, adiposa, y
creyó sent ir que una sust ancia azul lo cubría por ent ero. Olfat eó hacia abaj o
la llegada de sus propios olores corporales, pero sólo el form ol de la pieza
vecina le agit ó las m em branas olfat ivas con un est rem ecim ient o helado, in-
confundible. Nada le preocupó después. En su rincón el grillo t rat ó de reini-
ciar la cant ilena m ient ras una got a gruesa y exact a em pezó a colarse por el
cielo raso en t odo el cent ro de la habit ación. La oyó caer sin sorpresa por-
que sabía que en ese sit io la m adera est aba envej ecida, pero se im aginó
aquella got a form ada por una agua fresca, buena y am iga que venía del
cielo, de una vida m ej or, m ás ancha y m enos llena de fenóm enos idiot as
com o el am or o com o la digest ión y la gem elidad. Tal vez esa got a iba a
llenar la habit ación dent ro de una hora o dent ro de m il años y a disolver esa
arm adura m ort al, esa sust ancia vana que t al vez - ¿por qué no?- dent ro de
breves inst ant es no sería ya sino una past osa m ezcla de albúm ina y de sue-
ro. Ahora t odo era igual. Ent re él y su t um ba sólo se int erponía su propia
m uert e. Resignado, oyó la got a, gruesa, pesada, exact a, que golpeaba en el
ot ro m undo, en el m undo equivocado y absurdo de los anim ales racionales.

EVA ESTÁ D EN TRO D E SU GATO - 1 9 4 8


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De pront o not ó que se le había derrum bado su belleza que llegó a dolerle
físicam ent e com o un t um or o com o un cáncer. Todavía recordaba el peso
de ese privilegio que llevó sobre su cuerpo durant e la adolescencia y que
ahora había dej ado caer - ¡quién sabe dónde! - con un cansancio resignado,
con un últ im o gest o de anim al decadent e. Era im posible seguir soport ando
esa carga por m ás t iem po. Había que dej ar en cualquier part e ese inút il ad-
j et ivo de su personalidad; ese pedazo de su propio nom bre que a la fuerza
de acent uarse había llegado a sobrar. Sí; había que abandonar la belleza en
cualquier part e; a la vuelt a de una esquina, en un rincón suburbano. O de-
j arla olvidada en el ropero de un rest aurant e de segunda clase com o un vie-
j o abrigo inservible. Est aba cansada de ser el cent ro de t odas las at encio-
nes, de vivir asediada por los oj os largos de los hom bres. En la noche,
cuando clavaba en sus párpados los alfileres del insom nio, hubiera deseado
ser m uj er ordinaria, sin at ract ivos. Dent ro de las cuat ro paredes de su habi-
t ación t odo le era host il. Desesperada, sent ía prolongarse la vigilia por de-
baj o de su piel, por su cabeza, em puj ando la fiebre hacia arriba, hacia la ra-
íz de su cabello. Era com o si sus art erias se hubieran poblado de unos in-
sect os dim inut os y calient es que con la cercanía de la m adrugada, diaria-
m ent e, se despert aban y recorrían con sus pat as m ovedizas, en una desga-
rradora avent ura subcut ánea, ese pedazo de barro frut ecido donde se había
localizado su belleza anat óm ica. En vano luchaba por ahuyent ar aquellos
anim ales t erribles. No podía. Eran part e de su propio organism o. Habían es-
t ado allí, vivos, desde m ucho ant es de su exist encia física. Venían desde el
corazón de su padre que los había alim ent ado dolorosam ent e en sus noches
de soledad desesperada. O t al vez habían desem bocado a sus art erias por
el cordón que la llevó at ada a su m adre desde el principio del m undo. Era
indudable que esos insect os no habían nacido espont áneam ent e dent ro de
su cuerpo. Ella sabía que venían de at rás, que t odos los que llevaron su
apellido t uvieron que soport arlos, que t uvieron que sufrirlos com o ella
cuando el insom nio se hacía invencible hast a la m adrugada. Eran esos in-
sect os los m ism os que pint aban ese gest o am argo, esa t rist eza inconsolable
en el rost ro de sus ant epasados. Ella los había vist o m irar desde su apaga-
da exist encia, desde su ret rat o, ant iguo, víct im as de esa m ism a angust ia.
Todavía recordaba el rost ro inquiet ant e de la bisabuela que desde su lienzo
envej ecido pedía un m inut o de descanso, un segundo de paz a esos insec-
t os que allá, en los canales de su sangre, seguían m art irizándola y em belle-
ciéndola despiadadam ent e. No; esos insect os no eran suyos. Venían t rans-
m it iéndose de generación a generación sost eniendo con su dim inut a arm a-
dura t odo el prest igio de una cast a select a; dolorosam ent e select a. Esos in-
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sect os habían nacido en el vient re de la prim era m adre que t uvo una hij a
bella. Pero era necesario, urgent e, det ener esa herencia. Alguien t enía que
renunciar a seguir t ransm it iendo esa belleza art ificial. De nada valía a las
m uj eres de su est irpe adm irarse de sí m ism as al regresar del espej o, si du-
rant e las noches esos anim ales hacían su labor lent a y eficaz, sin descanso,
con una const ancia de siglos. Ya no era una belleza, era una enferm edad
que había que det ener, que había que cort ar en form a enérgica y radical.
Todavía recordaba las horas int erm inables en aquel lecho sem brado de agu-
j as calient es. Aquellas noches en que ella t rat aba de em puj ar el t iem po pa-
ra que con la llegada del día esas best ias dej aran de doler. ¿De qué servía
una belleza así? Noche a noche, hundida en su desesperación, pensaba que
m ás le hubiera valido ser una m uj er vulgar, o ser hom bre; pero no t ener
esa virt ud inút il, alim ent ada por insect os de rem ot os orígenes que le est a-
ban precipit ando la llegada irrevocable de la m uert e. Tal vez sería feliz si
t uviera el m ism o desgarbo, esa m ism a fealdad desolada de su am iga che-
coslovaca que t enía nom bre de perro. Más le hubiera valido ser fea, para
t ener un sueño apacible com o el de cualquier crist iano.
Maldij o a sus ant epasados. Ellos t enían la culpa de su vigilia. Ellos, que
habían t ransm it ido esa belleza invariable, exact a, com o si después de
m uert as las m adres sacudieran y renovaran las cabezas para inj ert arlas en
los t roncos de las hij as. Era com o si la m ism a cabeza, una cabeza sola,
hubiera venido t ransm it iéndose, con unas m ism as orej as, con igual nariz,
con idént ica boca, con su pesada int eligencia, en t odas las m uj eres, quienes
t enían que recibirla irrem ediablem ent e com o un doloroso pat rim onio de be-
lleza. Era allí, en la t ransm isión de la cabeza, donde venía ese m icrobio
et erno que a t ravés de las generaciones se había acent uado, había t om ado
personalidad, fuerza, hast a convert irse en un ser invencible, en una enfer-
m edad incurable que al llegar a ella, después de haber pasado por un com -
plicado proceso de censuración, ya ni podía soport arse y era am arga y dolo-
rosa... Exact am ent e com o un t um or o com o un cáncer.
En esas horas de desvelo era cuando se acordaba de las cosas desagrada-
bles a su fina sensibilidad. Recordaba esos obj et os que const it uían el uni-
verso sent im ent al donde se habían cult ivado, com o en un caldo quím ico,
aquellos m icrobios desesperant es. En esas noches, con los redondos oj os
abiert os y asom brados, soport aba el peso de la oscuridad que caía sobre
sus sienes com o un plom o derret ido. En derredor suyo dorm ían t odas las
cosas. Y desde su rincón, ella t rat aba de repasar, para dist raer su sueño,
sus recuerdos infant iles.
Pero siem pre esa recordación t erm inaba con un t error por lo desconocido.
Siem pre su pensam ient o, después de vagar por los oscuros rincones de la
casa, se encont raba frent e a frent e con el m iedo. Ent onces em pezaba la lu-
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cha. La verdadera lucha cont ra t res enem igos inconm ovibles. No podría - no,
no podría j am ás- sacudir el m iedo de su cabeza. Tenía que soport arlo apre-
t ado a su gargant a. Y t odo por vivir en ese caserón ant iguo, por dorm ir sola
en aquel rincón, apart ada del rest o del m undo.
Siem pre su pensam ient o se iba por los húm edos pasadizos oscuros sacu-
diendo de los ret rat os el polvo seco cubiert o de t elarañas. Ese polvo inquie-
t ant e y t rem endo que caía de arriba, desde ese sit io en que se est aban
deshaciendo los huesos de sus ant epasados. I nvariablem ent e se acordaba
de “ el niño” . Allá lo im aginaba, sonám bulo, debaj o de la hierba, en el pat io,
j unt o al naranj o con un puñado de t ierra m oj ada dent ro de la boca. Le pa-
recía verlo en su fondo arcilloso, cavando hacia arriba con las uñas, con los
dient es, huyéndole al frío que le m ordía la espalda; buscando la salida al
pat io por ese pequeño t únel donde lo habían m et ido con los caracoles. En el
invierno lo oía llorar con su llant o chiquit o, sucio de barro, t raspasado por la
lluvia. Lo im aginaba com plet o. Tal com o lo habían dej ado cinco años at rás,
en aquel hueco lleno de agua. No podía pensar que se hubiera descom pues-
t o. Al cont rario, debía de ser bellísim o navegando en esa agua espesa com o
en un viaj e sin salida. O lo veía vivo pero asust ado, m iedoso de sent irse so-
lo, ent errado en un pat io t an som brío. Ella m ism a se había opuest o a que lo
dej aran allí, debaj o del naranj o, t an cercano a la casa. Le t enía m iedo. Sa-
bía que en las noches en que la persiguiera la vigilia él lo adivinaría. Regre-
saría por los anchos corredores a pedirle que lo acom pañara, a pedirle que
lo defendiera de esos ot ros insect os que se est aban com iendo la raíz de sus
violet as. Volvería a que lo dej ara dorm ir a su lado com o cuando era vivo.
Ella t enía m iedo de sent irlo de nuevo a su lado después de haber salt ado el
m uro de la m uert e. Tenía m iedo de robar esas m anos que “ el niño” t raería
siem pre cerradas para calent ar su pedacit o de hielo. Ella quería, después de
que lo vio convert ido en cem ent o com o la est at ua del m iedo t um bada sobre
el lino, quería que se lo llevaran lej os para no recordarlo en la noche. Y sin
em bargo lo habían dej ado allí donde ahora est aba im pert urbable, ast roso,
alim ent ando su sangre con el barro de las lom brices. Y ella t enía que resig-
narse a verlo regresar desde su fondo de t inieblas. Porque siem pre invaria-
blem ent e, cuando se desvelaba se ponía a pensar en “ el niño” que debía es-
t ar llam ándola desde su pedazo de t ierra para que lo ayudara a fugarse de
esa m uert e absurda.
Pero ahora, en su nueva vida int em poral, inespacial, est aba m ás t ranquila.
Sabía que allá, fuera de su m undo, t odo seguía m archando con el m ism o
rit m o de ant es; que su habit ación debía de est ar aún sum ida en la m adru-
gada y que sus cosas, sus m uebles, sus t rece libros favorit os, perm anecían
en su puest o. Y que en su lecho, desocupado, apenas em pezaba a desvane-
cerse el arom a corpóreo que ocupaba ahora su vacío de m uj er ent era. Pero,
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¿cóm o pudo suceder “ eso” ? ¿Cóm o ella, después de ser una m uj er bella,
con la sangre poblada de insect os, perseguida por el m iedo en la noche t o-
t al, había dej ado la pesadilla inm ensa, insom ne, para ingresar ahora a un
m undo ext raño, desconocido, en donde habían sido elim inadas t odas las
dim ensiones? Recordó. Aquella noche - la de su t ránsit o- hacía m ás frío que
de cost um bre y ella est aba sola en la casa, m art irizada por el insom nio.
Nadie pert urbaba el silencio, y el olor que subía del j ardín, era un olor a
m iedo. El sudor brot aba de su cuerpo com o si la sangre de sus art erias se
est uviera derram ando con su carga de insect os. Deseaba que alguien pasa-
ra por la calle, alguien que grit ara, que rom piera aquella at m ósfera det eni-
da. Que se m oviera algo en la nat uraleza, que volviera la t ierra a girar alre-
dedor del sol. Pero fue inút il. Ni siquiera despert arían esos hom bres im béci-
les que se habían quedado dorm idos debaj o de su orej a, dent ro de la alm o-
hada. Ella t am bién est aba inm óvil. Las paredes m anaban un fuert e olor a
pint ura fresca, ese olor espeso, grande, que no se sient e con el olfat o sino
con el est óm ago. Y sobre la m esa el reloj único, golpeando el silencio con
su m áquina m ort al. “ ¡El t iem po... oh, el t iem po...! ” , suspiró ella recordando
a la m uert e. Y allá, en el pat io, debaj o del naranj o, seguía llorando “ el niño”
con su llant o chiquit o desde el ot ro m undo.
Acudió a t odas sus creencias. ¿Por qué no am anecía en aquel m om ent o o se
m oría de una vez? Nunca creyó que la belleza fuera a cost arle t ant os sacri-
ficios. En aquel m om ent o - com o de cost um bre- seguía doliéndole por enci-
m a del m iedo. Y por debaj o del m iedo seguían m art irizándola esos im placa-
bles insect os. La m uert e se le había apret ado a la vida com o una araña que
la m ordía rabiosam ent e, dispuest a a hacerla sucum bir. Pero est aba dem o-
rando el últ im o inst ant e. Sus m anos, esas m anos que los hom bres apret a-
ban im bécilm ent e, con m anifiest a nerviosidad anim al, est aban inm óviles,
paralizadas por el m iedo, por ese t error irracional que venía de adent ro, sin
ningún m ot ivo, sólo por saberse abandonada en aquella casa ant igua. Trat ó
de reaccionar y no pudo. El m iedo la había absorbido t ot alm ent e y cont i-
nuaba allí, fij o, t enaz, casi corpóreo; com o si fuera una persona invisible
que se había propuest o no salir de su habit ación. Y lo que m ás la int ranqui-
lizaba era que ese m iedo no t uviera j ust ificación alguna, que fuera un m ie-
do único, sin razón; un m iedo porque sí.
La saliva se había vuelt o espesa en su lengua. Era m ort ificant e ent re sus
dient es esa gom a dura que se le pegaba al paladar y fluía sin que ella pu-
diera cont enerla. Era un deseo dist int o a la sed. Un deseo superior que es-
t aba experim ent ando por prim era vez en su vida. Por un m om ent o se olvidó
de su belleza, de su insom nio y de su m iedo irracional. Se desconoció a sí
m ism a. Por un inst ant e creyó que habían salido los m icrobios de su cuerpo.
Sent ía que se habían venido pegados a su saliva. Sí; t odo eso est aba m uy
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bien. Bien que los insect os la hubieran despoblado y que ahora pudiera
dorm ir. Pero era necesario encont rar un m edio para disolver aquella resina
que le em bot aba la lengua. Si pudiera llegar hast a la despensa y... ¿Pero en
qué est aba pensando? Tuvo un golpe de sorpresa. Nunca había sent ido “ ese
deseo” . La urgencia de la acidez la había debilit ado, volviendo inút il la disci-
plina que había seguido fielm ent e durant e t ant os años, desde el día en que
sepult aron a “ el niño” . Era una t ont ería, pero sent ía asco de com erse una
naranj a. Sabía que “ el niño” había subido hast a los azahares y que las fru-
t as del próxim o ot oño est arían hinchadas de su carne, refrescadas con la
t rem enda frescura de su m uert e. No. No podía com erlas. Sabía que debaj o
de cada naranj o, en t odo el m undo, había un niño ent errado que endulzaba
las frut as con la cal de sus huesos. Sin em bargo ahora t enía que com erse
una naranj a. Era el único rem edio para esa gom a que la est aba ahogando.
Era una t ont ería pensar que “ el niño” est aba dent ro de una frut a. Aprove-
charía ese m om ent o en que la belleza había dej ado de dolerle para llegar
hast a la despensa. Pero... ¿no era raro aquello? Era la prim era vez en su
vida que sent ía verdaderos deseos de com erse una naranj a. Se puso ale-
gre, alegre. ¡Ah, qué placer! ¡Com erse una naranj a! No sabía por qué, per o
nunca t uvo un deseo m ás im perat ivo. Se levant aría. feliz de ser ot ra vez
una m uj er norm al; cant ando alegrem ent e llegaría hast a la despensa; can-
t ando alegrem ent e, com o una m uj er nueva, recién nacida. Llegaría inclusi-
ve hast a el pat io y...
Su recuerdo se t ronchaba de pront o. Recordaba que había t rat ado de levan-
t arse y que ya no est aba en su cam a, que había desaparecido su cuerpo,
que no est aban allí sus t rece libros favorit os y que ella no era ya ella. Ahora
est aba incorpórea, flot ando, vagando sobre una nada absolut a, convert ida
en un punt o am orfo, pequeñísim o, sin dirección. No podía precisar lo suce-
dido. Est aba confundida. Sólo t enía la sensación de que alguien la había
em puj ado al vacío desde lo alt o de un precipicio. Y nada m ás. Pero ahora no
sent ía ninguna reacción. Se sent ía convert ida en un ser abst ract o, im agina-
rio. Se sent ía convert ida en una m uj er incorpórea; algo com o si de pront o
hubiera ingresado en ese alt o y desconocido m undo de los espírit us puros.
Volvió a t ener m iedo. Pero era un m iedo dist int o al del m om ent o ant erior.
Ya no era el m iedo al llant o de “ el niño” . Era un t error por lo ext raño, por lo
m ist erioso y desconocido de su nuevo m undo. ¡Y pensar que después t odo
eso había sucedido t an inocent em ent e, con t ant a ingenuidad de su part e!
¿Qué iba a decir a su m adre cuando al llegar a la casa se iba a ent erar de lo
acont ecido? Em pezó a pensar en la alarm a que se produciría en los vecinos
cuando abrieran la puert a de su habit ación y descubrieran que el lecho es-
t aba vacío, que las cerraduras no habían sido t ocadas, que nadie había po-
dido ent rar o salir y que sin em bargo ella no est aba allí. I m aginó el gest o
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desesperado de su m adre buscándola por t oda la habit ación, haciendo con-
j et uras, pregunt ándose a sí m ism a “ qué habría sido de esa niña” . La escena
se le present aba clara. Acudirían los vecinos y em pezarían a t ej er com ent a-
rios - algunos m aliciosos- sobre su desaparición. Cada cual pensaría según
su propio y part icular m odo de pensar. Cada cual t rat aría de dar la explica-
ción m ás lógica, la m ás acept able al m enos, en t ant o que su m adre correría
por los pasadizos del caserón, desesperada, llam ándola por su nom bre.
Y ella est aría allí. Cont em plaría el m om ent o det alle a det alle desde su rin-
cón, desde el t echo, desde las hendiduras del m uro, desde cualquier part e;
desde el ángulo m ás propicio, escudada en su est ado incorpóreo, en su
inespacialidad. La int ranquilizaba pensarlo. Ahora se daba cuent a de su
error. No podría dar ninguna explicación, aclarar nada, consolar a nadie.
Ningún ser vivo podría ser inform ado de su t ransform ación. Ahora - quizás
la única vez que los necesit aba- no t endría una boca, unos brazos, para que
t odos supieran que ella est aba allí, en su rincón, separada del m undo t ridi-
m ensional por una dist ancia insalvable. En su nueva vida est aba aislada, t o-
t alm ent e im pedida de capt ar sensaciones. Pero a cada m om ent o algo vibra-
ba en ella, un est rem ecim ient o que la recorría, inundándola, la hacía saber
de ese ot ro universo físico que se m ovía fuera de su m undo. No oía, no ve-
ía, pero sabía de ese sonido y de esa visión. Y allá, en la alt ura de su m un-
do superior, em pezó a saber que un am bient e de angust ia la rodeaba.
Hacía apenas un segundo - de acuerdo con nuest ro m undo t em poral- que se
había realizado el t ránsit o, de m anera que sólo ahora em pezaba ella a co-
nocer las m odalidades, las caract eríst icas de su nuevo m undo. En t orno su-
yo giraba una oscuridad absolut a, radical. ¿Hast a cuándo durarían esas t i-
nieblas? ¿Tendría que acost um brarse a ellas et ernam ent e? Su angust ia au-
m ent ó de concent ración al saberse hundida en esa niebla espesa, im pene-
t rable: ¿est aría en el lim bo? Se est rem eció. Recordó t odo lo que había oído
decir alguna vez sobre el lim bo. Si en verdad est aba allí, a su lado flot aban
ot ros espírit us puros de niños que m urieron sin baut ism o, que habían est a-
do m uriendo durant e m il años. Trat ó de buscar en la som bra la vecindad de
esos seres que debían de ser m ucho m ás puros, m ucho m ás sim ples que
ella. Aislados por com plet o del m undo físico, condenados a una vida so-
nám bula y et erna. Tal vez est aba “ el niño” persiguiendo una salida para lle-
gar hast a su cuerpo.
Pero no. ¿Por qué t endría que est ar en el lim bo? ¿Acaso había m uert o? No.
Sim plem ent e fue un cam bio de est ado, un t ránsit o norm al del m undo físico
a un m undo m ás fácil, descom plicado, en el que habían sido elim inadas t o-
das las dim ensiones.
Ahora no t enía que sufrir esos insect os subcut áneos. Su belleza se había
derrum bado. Ahora, en esa sit uación elem ent al, podía ser feliz. Aunque... -
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¡oh! - no com plet am ent e feliz porque ahora su m ás grande deseo, el deseo
de com erse una naranj a, se había hecho irrealizable. Era por lo único que
hubiera querido est ar t odavía en su prim era vida. Para poder sat isfacer la
urgencia de la acidez que persist ía aún después del t ránsit o. Trat ó de orien-
t arse a fin de llegar hast a la despensa y sent ir, siquiera, la fresca y agria
com pañía de las naranj as. Fue ent onces cuando descubrió una nueva m o-
dalidad de su m undo: est aba en t odas part es de la casa, en el pat io, en el
t echo, hast a en el propio naranj o de “ el niño” . Est aba en t odo el m undo físi-
co m ás allá. ¡Y sin em bargo no est aba en ninguna part e! De nuevo se in-
t ranquilizó. Había perdido el cont rol sobre sí m ism a. Ahora est aba som et ida
a una volunt ad superior, era un ser inút il, absurdo, inservible. Sin saber por
qué em pezó a ponerse t rist e. Casi com enzó a sent ir nost algia por su belle-
za: por esa belleza que ella había desperdiciado t ont am ent e.
Pero una idea suprem a la reanim ó. ¿No había oído decir acaso que los espí-
rit us puros pueden penet rar a volunt ad en cualquier cuerpo? Después de
t odo, ¿qué perdía con int ent arlo? Trat ó de recordar cuál de los habit ant es
de la casa podría ser som et ido a la prueba. Si lograba realizar su propósit o
quedaría sat isfecha: podría com erse la naranj a. Recordó. A esa hora la gen-
t e del servicio no acost um braba est ar allí. Su m adre no había llegado t oda-
vía. Pero la necesidad de com erse una naranj a unida ahora a la curiosidad
de verse encarnada en un cuerpo dist int o al suyo, la obligaba a act uar
cuant o ant es. Pero no había allí nadie en quien encarnarse. Era una razón
desoladora: no había nadie en la casa. Tendría que vivir et ernam ent e aisla-
da del m undo ext erior, en su m undo adim ensional, sin poder com erse la
prim era naranj a. Y t odo por una t ont ería. Hubiera sido m ej or seguir sopor-
t ando unos años m ás esa belleza host il y no anularse para siem pre, inut ili-
zarse com o una best ia vencida. Pero ya era dem asiado t arde.
I ba a ret irarse, decepcionada, a una región dist ant e del universo, a una
com arca donde pudiera olvidarse de t odos sus pasados deseos t errenos. Pe-
ro algo la hizo desist ir bruscam ent e. En su com arca desconocida se abrió la
prom esa de un fut uro m ej or. Sí: había alguien en la casa en quien podría
reencarnarse: ¡en el gat o! Vaciló luego. Era difícil resignarse a vivir dent r o
de un anim al. Tendría una piel suave, blanca, y habría en sus m úsculos
concent rada una gran energía para el salt o. En la noche sent iría brillar sus
oj os en la som bra com o dos brasas verdes. Y t endría unos dient es blancos,
agudos, para sonreírle a su m adre desde su corazón felino con una ancha y
buena sonrisa anim al. ¡Pero no...! No podía ser. Se im aginó de pront o m e-
t ida dent ro del cuerpo del gat o, recorriendo ot ra vez los pasadizos de la ca-
sa, m anej ando cuat ro pat as incóm odas y aquella cola se m overía suelt a, sin
rit m o, aj ena a su volunt ad. ¿Cóm o sería la vida desde esos oj os verdes y
lum inosos? En la noche se iría a m aullarle al cielo para que no derram ara su
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cem ent o enlunado sobre el rost ro de “ el niño” que est aría bocarriba bebién-
dose el rocío. Tal vez en su sit uación de gat o t am bién sient a m iedo. Y t al
vez, al fin de t odo no podría com erse la naranj a con esa boca carnívora. Un
frío venido de allí m ism o, nacido en la propia raíz de su espírit u t em bló en
su recuerdo. No. No era posible encarnarse en el gat o. Tenía m iedo de sen-
t ir un día en su paladar, en su gargant a, en t odo su organism o cuadrúpedo,
el deseo irrevocable de com erse un rat ón. Probablem ent e cuando su espíri-
t u em piece a poblar el cuerpo del gat o ya no sent iría deseos de com erse
una naranj a sino el repugnant e y vivo deseo de com erse un rat ón. Se es-
t rem eció al im aginarlo preso ent re sus dient es después de la cacería. Lo
sint ió debat irse en sus últ im os int ent os de fuga, t rat ando de liberarse para
llegar ot ra vez hast a su cueva. No. Todo m enos eso. Era preferible seguir
allí et ernam ent e, en ese m undo lej ano y m ist erioso de los espírit us puros.
Pero era difícil resignarse a vivir olvidada para siem pre. ¿Por qué t enía que
sent ir deseos de com erse un rat ón? ¿Quién prim aría en esa sínt esis de m u-
j er y gat o? ¿Prim aría el inst int o anim al, prim it ivo, del cuerpo, o la volunt ad
pura de m uj er? La respuest a fue clara, crist alina. Nada había que t em er. Se
encarnaría en el gat o y se com ería su deseada naranj a. Adem ás sería un
ser ext raño, un gat o con int eligencia de m uj er bella. Volvería a ser el cent ro
de t odas las at enciones... Fue ent onces, por prim era vez, cuando com pren-
dió que por sobre t odas sus virt udes est aba im perando su vanidad de m uj er
m et afísica.
Com o un insect o cuando pone en guardia sus ant enas así orient ó ella su
energía por t oda la casa en busca del gat o. A esa hora debía de est ar aún
sobre la est ufa soñando que despert ará con un t allo de valeriana ent re los
dient es. Pero no est aba allí. Volvió a buscarlo, pero ya no encont ró la est u-
fa. La cocina no era la m ism a. Los rincones de la casa le eran ext raños; ya
no eran aquellos oscuros rincones llenos de t elaraña. El gat o no est aba en
ninguna part e. Buscó por los t ej ados, en los árboles, en los canales, debaj o
de la cam a, en la despensa. Todo lo encont ró confundido. Donde creyó en-
cont rar, ot ra vez, los ret rat os de sus ant epasados, no encont ró sino un
frasco con arsénico. De allí en adelant e encont ró arsénico en t oda la casa,
pero el gat o había desaparecido. La casa no era ya la m ism a de ant es. ¿Qué
había sido de sus cosas? ¿Por qué sus t rece libros favorit os est aban cubier-
t os ahora de una espesa capa de arsénico? Recordó el naranj o del pat io. Lo
buscó y t rat ó de encont rar ot ra vez “ el niño’’ en su hueco de agua. Pero no
est aba el naranj o en su sit io y “ el niño” no era ya sino un puño de arsénico
con ceniza baj o una pesada plat aform a de concret o. Ahora sí dorm ía defini-
t ivam ent e. Todo era dist int o. Y la casa t enía un fuert e olor arsenical que
golpeaba el olfat o com o desde el fondo de una droguería.
Sólo ent onces com prendió ella que habían pasado ya t res m il años desde el
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día en que t uvo deseos de com erse la prim er naranj a.

AM ARGURA PARA TRES SON ÁM BULOS - 1 9 4 9

Ahora la t eníam os allí, abandonada en un rincón de la casa. Alguien nos di-


j o, ant es de que t raj éram os sus cosas - su ropa olorosa a m adera recient e,
sus zapat os sin peso para el barro- que no podía acost um brarse a aquella
vida lent a, sin sabores dulces, sin ot ro at ract ivo que esa dura soledad de cal
y cant o, siem pre apret ada a sus espaldas. Alguien nos dij o - y había pasado
m ucho t iem po ant es de que lo recordáram os- que ella t am bién había t enido
una infancia. Quizás no lo creím os, ent onces. Pero ahora, viéndola sent ada
en el rincón, con los oj os asom brados, y un dedo puest o sobre los labios,
t al vez acept ábam os que una vez t uvo una infancia, que alguna vez t uvo el
t act o sensible a la frescura ant icipada de la lluvia, y que soport ó siem pre de
perfil a su cuerpo, una som bra inesperada.
Todo eso - y m ucho m ás- lo habíam os creído aquella t arde en que nos dim os
cuent a de que, por encim a de su subm undo t rem endo, era com plet am ent e
hum ana. Lo supim os, cuando de pront o, com o si adent ro se hubiera rot o un
crist al, em pezó a dar grit os angust iados; em pezó a llam arnos a cada uno
por su nom bre, hablando ent re lágrim as hast a cuando nos sent am os j unt o
a ella, nos pusim os a cant ar y a bat ir palm as, com o si nuest ra grit ería pu-
diera soldar los crist ales esparcidos. Sólo ent onces pudim os creer que algu-
na vez t uvo una infancia. Fue com o si sus grit os se parecieran en algo a
una revelación; com o si t uvieran m ucho de árbol recordado y río profundo,
cuando se incorporó, se inclinó un poco hacia adelant e, y t odavía sin cubrir-
se la cara con el delant al, t odavía sin sonarse la nariz y t odavía con lágri-
m as, nos dij o: “ No volveré a sonreír” .
Salim os al pat io, los t res, sin hablar, acaso creíam os llevar pensam ient os
com unes. Tal vez pensam os que no sería lo m ej or encender las luces de la
casa. Ella deseaba est ar sola - quizás- , sent ada en el rincón som brío, t ej ién-
dose la t renza final, que parecía ser lo único que sobreviviría de su t ránsit o
hacia la best ia.
Afuera, en el pat io, sum ergidos en el profundo vaho de los insect os, nos
sent am os a pensar en ella. Lo habíam os hecho ot ras veces. Podíam os haber
dicho que est ábam os haciendo lo que habíam os hecho t odos los días de
nuest ras vidas.
Sin em bargo, aquella noche era dist int o; ella había dicho que no volvería a
sonreír, y nosot ros que t ant o la conocíam os, t eníam os la cert idum bre de
que la pesadilla se había vuelt o verdad. Sent ados en un t riángulo la im agi-
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nábam os allá adent ro, abst ract a, incapacit ada, hast a para escuchar los in-
num erables reloj es que m edían el rit m o, m arcado y m inucioso, en que se
iba convirt iendo en polvo: “ Si por lo m enos t uviéram os valor para desear su
m uert e” , pensábam os a coro.
Pero la queríam os así, fea y glacial com o una m ezquina cont ribución a
nuest ros ocult os defect os.
Éram os adult os desde ant es, desde m ucho t iem po at rás. Ella era, sin em -
bargo, la m ayor de la casa. Esa m ism a noche habría podido est ar allí, sen-
t ada con nosot ros, sint iendo el t em plado pulso de las est rellas, rodeada de
hij os sanos. Habría sido la señora respet able de la casa si hubiera sido la
esposa de un buen burgués o concubina de un hom bre punt ual. Pero se
acost um bró a vivir en una sola dim ensión, com o la línea rect a, acaso por-
que sus vicios o sus virt udes no pudieran conocerse de perfil. Desde varios
años at rás ya lo sabíam os t odo. Ni siquiera nos sorprendim os una m añana,
después de levant ados, cuando la encont ram os boca abaj o en el pat io,
m ordiendo la t ierra en una dura act it ud est át ica. Ent onces sonrió, volvió a
m irarnos, que había caído desde la vent ana del segundo piso hast a la dura
arcilla del pat io y había quedado allí, t iesa y concret a, de bruces al barro
húm edo. Pero después supim os que lo único que conservaba int act o era el
m iedo a las dist ancias, el nat ural espant o frent e al vacío. La levant am os por
los hom bros. No est aba dura com o nos pareció al principio. Al cont rario, t e-
nía los órganos suelt os, desasidos de la volunt ad, com o un m uert o t ibio que
no hubiera em pezado a endurecerse.
Tenía los oj os abiert os, sucia la boca de esa t ierra que debía saberle ya a
sedim ent o sepulcral, cuando la pusim os de cara al sol y fue com o si la
hubiéram os puest o frent e a un espej o. Nos m iró a t odos con una apagada
expresión sin sexo, que nos dio - t eniéndola ya ent re m is brazos- la m edida
de su ausencia. Alguien nos dij o que est aba m uert a; y se quedó después
sonriendo con esa sonrisa fría y quiet a que t enía durant e las noches cuando
t ransit aba despiert a por la casa. Dij o que no sabía cóm o llegó hast a el pa-
t io. Dij o que había sent ido m ucho calor, que est uvo oyendo un grillo pene-
t rant e, agudo, que parecía ( así lo dij o) dispuest o a t um bar la pared de su
cuart o, y que ella se había puest o a recordar las oraciones del dom ingo, con
la m ej illa apret ada al piso de cem ent o.
Sabíam os, sin em bargo, que no podía recordar ninguna oración, com o su-
pim os después que había perdido la noción del t iem po cuando dij o que se
había dorm ido sost eniendo por dent ro la pared que el grillo est aba em pu-
j ando desde afuera, y que est aba com plet am ent e dorm ida cuando alguien
cogiéndola por los hom bros, apart ó la pared y la puso a ella de cara al sol.
Aquella noche sabíam os, sent ados en el pat io, que no volvería a sonreír.
Quizá nos dolió ant icipadam ent e su seriedad inexpresiva, su oscuro y vo-
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lunt arioso vivir arrinconado. Nos dolía hondam ent e, com o nos dolía el día
que la vim os sent arse en el rincón adonde ahora est aba; y le oím os decir
que no volvería a deam bular por la casa. Al principio no pudim os creerle. La
habíam os vist o durant e m eses ent eros t ransit ando por los cuart os a cual-
quier hora, con la cabeza dura y los hom bros caídos, sin det enerse, sin fat i-
garse nunca. De noche oíam os su rum or corporal, denso, m oviéndose ent re
dos oscuridades, y quizás nos quedam os m uchas veces, despiert os en la ca-
m a, oyendo su sigiloso andar, siguiéndola con el oído por t oda la casa. Una
vez nos dij o que había vist o el grillo dent ro de la luna del espej o, hundido,
sum ergido en la sólida t ransparencia y que había at ravesado la superficie
de crist al para alcanzarlo. No supim os, en realidad, lo que quería decirnos,
pero t odos pudim os com probar que t enía la ropa m oj ada, pegada al cuerpo,
com o si acabara de salir de un est anque. Sin pret ender explicarnos el fe-
nóm eno resolvim os acabar con los insect os de la casa; dest ruir los obj et os
que la obsesionaban. Hicim os lim piar las paredes, ordenam os cort ar los ar-
bust os del pat io, y fue com o si hubiéram os lim piado de pequeñas basuras el
silencio de la noche. Pero ya no la oíam os cam inar, ni la oíam os hablar de
grillos, hast a el día en que, después de la últ im a com ida, se quedó m irán-
donos, se sent ó en el suelo de cem ento t odavía sin dej ar de m irarnos, y nos
dij o: “ Me quedaré aquí, sent ada” ; y nos est rem ecim os, porque pudim os ver
que había em pezado a parecerse a algo que era ya casi com plet am ent e
com o la m uert e.
De eso hacía ya m ucho t iem po y hast a nos habíam os acost um brado a verla
allí, sent ada, con la t renza siem pre a m edio t ej er, com o si se hubiera di-
suelt o en su soledad y hubiera perdido, aunque se le est uviera viendo, la
facult ad nat ural de est ar present e. Por eso ahora sabíam os que no volvería
a sonreír; porque lo había dicho en la m ism a form a convencida y segura en
que una vez nos dij o que no volvería a cam inar. Era com o si t uviéram os la
cert idum bre de que m ás t arde nos diría: “ No volveré a ver” o quizá: “ No
volveré a oír” y supiéram os que era lo suficient em ent e hum ana para ir eli-
m inando a volunt ad sus funciones vit ales, y que, espont áneam ent e, se iría
acabando sent ido a sent ido, hast a el día en que la encont ráram os recost ada
a la pared, com o si se hubiera dorm ido por prim era vez en su vida. Quizás
falt aba m ucho t iem po para eso, pero los t res, sent ados en el pat io, habría-
m os deseado aquella noche sent ir su llant o afilado y repent ino, de crist al
rot o, al m enos para hacernos la ilusión de que habría nacido un ( una) niña
dent ro de la casa. Para creer que había nacido nueva.

D I ÁLOGO D EL ESPEJO - 1 9 4 9

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El hom bre de la est ancia ant erior después de haber dorm ido largas horas
com o un sant o, olvidado de las preocupaciones y desasosiegos de la m a-
drugada recient e, despert ó cuando el día era alt o y el rum or de la ciudad
invadía - t ot al- el aire de la habit ación ent reabiert a. Debió pensar - de no
habit arlo ot ro est ado de alm a- en la espesa preocupación de la m uert e, en
su m iedo redondo, en el pedazo de barro - arcilla de sí m ism o- que t endría
su herm ano debaj o de la lengua. Pero el sol regocij ado que clarificaba el
j ardín le desvió la at ención hacia ot ra vida m ás ordinaria, m ás t errenal y
acaso m enos verdadera que su t rem enda exist encia int erior. Hacía su vida
de hom bre corrient e, de anim al cot idiano, que le hizo recordar - sin cont ar
para ello con su sist em a nervioso, con su hígado alt erable- la irrem ediable
im posibilidad de dorm ir com o un burgués. Pensó - y había allí, por ciert o,
algo de m at em át ica burguesa- en el t rabalenguas de cifras, en los rom pe-
cabezas financieros de la oficina.
Las ocho y doce. Definit ivam ent e llegaré t arde. Paseó la yem a de los dedos
por la m ej illa. La piel áspera, sem brada de t roncos ret oñados, le dej ó la im -
presión del pelo duro por las ant enas digit ales. Después, con la palm a de la
m ano ent reabiert a, se palpó el rost ro dist raído, cuidadosam ent e, con la se-
rena t ranquilidad del ciruj ano que conoce el núcleo del t um or; y de la su-
perficie blanda fue surgiendo hacia adent ro, la dura sust ancia de una ver-
dad que, en ocasiones, le había blanqueado la angust ia. Allí, baj o las yem as
- y después de las yem as, hueso cont ra hueso- su irrevocable condición
anat óm ica había sepult ado un orden de com puest os, un apret ado universo
de t ej idos, de m undos m enores, que lo venían soport ando, levant ando su
arm adura carnal hacia una alt ura m enos duradera que la nat ural y últ im a
posición de sus huesos.
Sí. Cont ra la alm ohada, hundida la cabeza en la blanda m at eria, t um bando
el cuerpo sobre el reposo de sus órganos, la vida t enía un sabor horizont al,
un m ej or acom odam ient o a sus propios principios. Sabía que, con el esfuer-
zo m ínim o de cerrar los párpados, esa larga, esa fat igant e t area que le
aguardaba em pezaría a resolverse en un clim a descom plicado, sin com pro-
m isos con el t iem po ni con el espacio: sin necesidad de que, al realizarla,
esa avent ura quím ica que const it uía su cuerpo sufriera el m ás ligero m e-
noscabo. Por el cont rario, así, con los párpados cerrados, había una econo-
m ía t ot al de recursos vit ales, una ausencia absolut a de orgánicos desgas-
t es. Su cuerpo, hundido en el agua de los sueños, podría m overse, vivir,
evolucionar hacia ot ras form as exist enciales en las que su m undo real t en-
dría, para su necesidad ínt im a, una idént ica densidad de em ociones - si no
m ayor- con las que la necesidad de vivir quedaría com plet am ent e sat isfe-
cha sin det rim ent o de su int egridad física. Sería - ent onces- m ucho m ás fácil
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la t area de convivir con los seres y las cosas, act uando, sin em bargo, en
igual form a que en el m undo real. La t area de rasurarse, de t om ar el óm ni-
bus, de resolver las ecuaciones de la oficina, sería sim ple y descom plicada
en su sueño, y le produciría, a la post re, la m ism a sat isfacción int erior.
Sí. Era m ej or hacerlo en esa form a art ificial, com o lo est aba haciendo ya;
buscando en la habit ación ilum inada el rum bo del espej o. Com o lo hubiera
seguido haciendo si, en aquel inst ant e, una pesada m áquina, brut al y ab-
surda, no hubiera deshecho la t ibia sust ancia de su sueño incipient e. Ahora,
regresando al m undo convencional, el problem a revest ía ciert am ent e m ayo-
res caract eres de gravedad. Sin em bargo, la curiosa t eoría que acababa de
inspirarle su m olicie, lo había desviado hacia una com arca de com prensión
y desde adent ro de su hom bre sint ió el desplazam ient o de la boca hacia los
lados, en un gest o que debió ser una sonrisa involunt aria. Fast idioso. ( En el
fondo cont inuaba sonriendo.) Tener que afeit arm e cuando debo est ar sobre
los libros en veint e m inut os. Baño ocho rápidam ent e cinco desayuno siet e.
Salchichas viej as desagradables alm acén de Mabel salsam ent aria t ornillos
drogas licores eso es com o una caj a de qué sé yo quién se m e olvidó la pa-
labra. ( El óm nibus se daña los m art es y dem ora siet e.) Pendora. No: Peldo-
ra. No es así. Tot al m edia hora. No hay t iem po. Se m e olvidó la palabra,
una caj a donde hay de t odo. Pedora. Em pieza con pe.
Con la bat a puest a, ya frent e al lavabo, un rost ro som nolient o, desgreñado
y sin afeit ar, le echó una m irada aburrida desde el espej o. Un ligero sobre-
salt o le subió, com o un hilillo frío, al descubrir en aquella im agen a su pro-
pio herm ano m uert o cuando acababa de levant arse. El m ism o rost ro cansa-
do, la m ism a m irada que no t erm inaba aún de despert ar.
Un nuevo m ovim ient o envió al espej o una cant idad de luz dest inada a con-
ducir un gest o agradable, pero el regreso sim ult áneo de aquella luz le t raj o
- cont rariando sus propósit os- una m ueca grot esca. Agua. El chorro calient e
se ha abiert o t orrencial, exuberant e y la oleada de vapor blanco y espeso
est á int erpuest a ent re él y el crist al. Así - aprovechando la int e-
rrupción con un rápido m ovim ient o- logra ponerse de acuerdo con su propio
t iem po y con el t iem po int erior del azogue.
Sobre la cint a de cuero se levant ó llenando de cort ant es orillas, de helados
m et ales; y la nube - desvanecida ya- le m ost ró de nuevo la ot ra cara, t urbia
de com plicaciones físicas, de leyes m at em át icas, en las que la geom et ría in-
t ent aba una nueva m anera de volum en, una form a concret a de la luz. Allí,
frent e a él, est aba el rost ro, con pulso, con lat idos de su propia presencia,
t ransfigurado en un gest o, que era sim ult áneam ent e, una seriedad son-
rient e y burlona, asom ada al ot ro crist al húm edo que había dej ado la con-
densación del vapor.
Sonrió. ( Sonrió.) Most ró - a sí m ism o- la lengua. ( Most ró - al de la realidad-
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la lengua.) El del espej o la t enía past osa, am arilla: “ Andas m al del est óm a-
go” , diagnost icó ( gest o sin palabras) con una m ueca. Volvió a sonreír. ( Vol-
vió a sonreír.) Pero ahora él pudo observar que había algo de est úpido, de
art ificial y de falso en esa sonrisa que se le devolvía. Se alisó el cabello ( .)
( Se alisó el cabello) con la m ano derecha ( izquierda) , para, inm ediat am en-
t e, volver la m irada avergonzado ( y desaparecer) . Ext rañaba su propia con-
duct a de pararse frent e al espej o a hacer gest os com o un cret ino. Sin em -
bargo, pensó que t odo el m undo observaba frent e al espej o idént ica con-
duct a y su indignación fue ent onces m ayor, ant e la cert eza de que, siendo
t odo el m undo cret ino, él no est aba sino rindiéndole t ribut o a la vulgaridad.
Ocho y diecisiet e.
Sabía que era necesario apresurarse si no quería ser despedido de la agen-
cia. De esa agencia que se había convert ido, desde hacía algún t iem po, en
el sit io de part ida de sus propios funerales diarios.
El j abón, al cont act o con la brocha, había levant ado ya una blancura azul li-
viana que lo recuperaba de sus preocupaciones. Era el m om ent o en que la
past a j abonosa se subía por el cuerpo, por la red de las art erias, y le facili-
t aba el funcionam ient o de t oda la m aquinaria vit al... Así, regresado a la
norm alidad, le pareció m ás cóm odo buscar en el cerebro saponificado la pa-
labra con que quería com parar el alm acén de Mabel. Peldora. La cacharrería
de Mabel. Paldora. La salsam ent aria o droguería. O t odo a la vez: Pendora.
Sobre la j abonería hervía la espum a suficient e. Pero siguió frot ando la bro-
cha, casi con pasión. El espect áculo pueril de las burbuj as le daba una clara
alegría de niño grande que se le t repara al corazón pesada y dura, com o un
licor barat o. Un nuevo esfuerzo en persecución de la sílaba habría sido en-
t onces suficient e para que la palabra revent ara, m adura y frut al; para que
saliera a flot e en aquella agua espesa, t urbia, de su esquiva m em oria. Per o
est a vez, com o las ant eriores, las piececillas dispersas, desarm adas, de un
m ism o sist em a, no aj ust arán con exact it ud para lograr la t ot alidad orgánica
y él se dispuso a desist ir para siem pre de la palabra. ¡Pendora!
Y era ya t iem po de que desist iera de aquella búsqueda inút il, porque ( am -
bos alzaron la vist a y se encont raron en los oj os) su herm ano gem elo, con
la brocha espum eant e, había em pezado a cubrirse el m ent ón de frescura
blancurazul, dej ando correr la m ano izquierda ( él lo im it ó con la derecha)
con suavidad y precisión, hast a cubrir la zona abrupt a. Desvió la vist a y la
geom et ría de las m anecillas se le present ó em peñada en la solución de un
nuevo t eorem a de angust ia: ocho y dieciocho. Lo est aba haciendo m uy len-
t am ent e. Así que, con el firm e propósit o de t erm inar pront o, afirm ó la na-
vaj a de cuerno obedient e a la m ovilidad del m eñique.
Calculando que en t res m inut os est aría t erm inado el t rabaj o, levant ó el bra-
zo derecho ( izquierdo) hast a la alt ura de la orej a derecha ( izquierda) ,
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haciendo de paso la observación de que nada debía result ar t an difícil com o
afeit arse en la form a en que lo est aba haciendo la im agen del espej o. Había
derivado de allí t oda una serie de cálculos com plicadísim os con el propósit o
de averiguar la velocidad de la luz que, CASI sim ult áneam ent e, realizaba el
viaj e de ida y regreso para reproducir cada m ovim ient o. Pero el est et a que
lo habit aba, t ras una lucha aproxim adam ent e igual a la raíz cuadrada de la
velocidad que hubiera podido averiguar, venció al m at em át ico, y el pensa-
m ient o del art ist a se fue hacia los m ovim ient os de la hoj a que verdeazul
blanqueaba con los diferent es golpes de luz. Rápidam ent e - y el m at em át ico
y est et a est aban ahora en paz- baj ó el filo por la m ej illa derecha ( izquierda)
hast a el m eridiano del labio, y observó con sat isfacción que la m ej illa iz-
quierda de la im agen aparecía lim pia ent re sus bordes de espum a.
No acababa aún de sacudir la hoj a cuando, de la cocina, em pezó a llegar el
hum o cargado con un acre olor a carne guisada. Sint ió el est rem ecim ient o
debaj o de la lengua, y el t orrent e de saliva fácil, delgada, que le llenó la bo-
ca con el sabor enérgico de la m ant eca calient e. Riñones guisados. Por fin
hubo un cam bio en la condenada t ienda de Mabel. Pendora. Tam poco. El
ruido de la glándula ent re la salsa le revent ó en el oído, con un recuerdo de
lluvia m art illeant e, que era, en efect o, el m ism o de la m adrugada recient e.
Por t ant o, no debía olvidar los zapat ones y el im perm eable. Riñones en sal-
sa. No hay duda.
De t odos sus sent idos ninguno le m erecía t ant a desconfianza com o el del
olfat o. Pero, aun por encim a de sus cinco sent idos y aun cuando aquella
fiest a no fuera m ás que un opt im ism o de su pit uit aria, la necesidad de t er-
m inar cuant o ant es era, en aquel m om ent o, la m ás urgent e necesidad de
sus cinco sent idos. Con precisión y ligereza ( el m at em át ico y el art ist a se
m ost raron los dient es) subió la hoj a de adelant e ( at rás) hacia at rás ( ade-
lant e) hast a la com isura ( derecha) izquierda, m ient ras con la m ano izquier-
da ( derecha) se alisaba la piel, facilit ando así el paso de la orilla m et álica,
de adelant e ( at rás) hacia ( adelant e) at rás, y de arriba ( arriba) hacia abaj o,
t erm inando ( am bos j adeant es) el t rabaj o sim ult áneo.
Pero, ya al finalizar, y cuando daba los últ im os t oques a la m ej illa izquierda
con la m ano derecha, alcanzó a ver su propio codo cont ra el espej o. Lo vio,
grande, ext raño, desconocido, y observó con sobresalt o que, por encim a del
codo, ot ros oj os igualm ent e grandes e igualm ent e desconocidos, buscaban
desorbit ados la dirección del acero. Alguien est á t rat ando de ahorcar a m i
herm ano. Un brazo poderoso. ¡Sangre! Siem pre sucede lo m ism o cuando lo
hago de prisa.
Buscó, en su rost ro, el sit io correspondient e; pero su dedo quedó lim pio y
no denunció el t act o solución alguna de cont inuidad. Se sobresalt ó. No
había heridas en su piel, pero allá, en el espej o, el ot ro est aba sangrando
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ligeram ent e. Y en su int erior volvió a ser verdad el fast idio de que se repi-
t ieran las inquiet udes de la noche ant erior. De que ahora, frent e al espej o,
fuera a t ener ot ra vez la sensación, la conciencia del desdoblam ient o. Pero
allí est aba ya el m ent ón ( redondo: caras iguales) . Esos pelos en el hoyuelo
necesit an una navaj a en punt a.
Creyó observar que una nube de desconciert o velaba el gest o apresurado
de su im agen. ¿Sería posible que, debido a la gran rapidez con que se est a-
ba rasurando ( y el m at em át ico se adueñó por ent ero de la sit uación) la ve-
locidad de la luz no alcance a cubrir la dist ancia para regist rar t odos los
m ovim ient os? ¿Podría él, en su prem ura, adelant arse a la im agen del espe-
j o y t erm inar la t area un m ovim ient o ant es que ella? ¿O sería posible ( y el
art ist a t ras una breve lucha, logró desaloj ar al m at em át ico) que la im agen
hubiera t om ado vida propia y resuelt o - por vivir en un t iem po descom plica-
do- t erm inar con m ayor lent it ud que su suj et o ext erno?
Visiblem ent e preocupado abrió el grifo del agua calient e y sint ió la subida
del vapor t ibio y espeso, m ient ras el chapot eo de su rost ro ent re el agua
nueva le llenaba los oídos de un rum or gut ural. Sobre la piel, la am able as-
pereza de la t oalla recién lavada le hizo respirar una honda sat isfacción de
anim al higiénico. ¡Pandora! Ésa es la palabra: Pandora.
Miró la t oalla con sorpresa y cerró los oj os, desconcert ado, m ient ras allá, en
el espej o, un rost ro igual al suyo lo cont em plaba con unos grandes oj os es-
t úpidos y el rost ro cruzado por un hilo cárdeno.
Abrió los oj os y sonrió ( sonrió) . Ya nada le im port aba. ¡El alm acén de Mabel
es una caj a de Pandora!
El olor calient e de los riñones en salsa le agasaj ó el olfat o, ahora con m ayor
urgencia. Y sint ió sat isfacción - con posit iva sat isfacción- que dent ro de su
alm a un perro grande se había puest o a m enear la cola.

OJOS D E PERRO AZUL - 1 9 5 0

Ent onces m e m iró. Yo creía que m e m iraba por prim era vez. Pero luego,
cuando dio la vuelt a por det rás del velador y yo seguía sint iendo sobre el
hom bro, a m is espaldas, su resbaladiza y oleosa m irada, com prendí que era
yo quien la m iraba por prim era vez. Encendí un cigarrillo. Tragué el hum o
áspero y fuert e, ant es de hacer girar el asient o, equilibrándolo sobre una de
las pat as post eriores. Después de eso la vi ahí, com o había est ado t odas las
noches, parada j unt o al velador, m irándom e. Durant e breves m inut os est u-
vim os haciendo nada m ás que eso: m irándonos. Yo m irándola desde el
asient o, haciendo equilibrio en una de sus pat as post eriores. Ella de pie,
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con una m ano larga y quiet a sobre el velador, m irándom e. Le veía los pár-
pados ilum inados com o t odas las noches. Fue ent onces cuando recordé lo
de siem pre, cuando le dij e: “ Oj os de perro azul” . Ella m e dij o, sin ret irar la
m ano del velador: “ Eso. Ya no lo olvidarem os nunca” . Salió de la órbit a,
suspirando: “ Oj os de perro azul. He escrit o eso por t odas part es” .
La vi cam inar hacia el t ocador. La vi aparecer en la luna circular del espej o
m irándom e ahora al final de una ida y vuelt a de luz m at em át ica. La vi se-
guir m irándom e con sus grandes oj os de ceniza encendida: m irándom e
m ient ras abría la caj it a enchapada de nácar rosado. La vi em polvarse la na-
riz. Cuando acabó de hacerlo, cerró la caj it a y volvió a ponerse en pie y
cam inó de nuevo hacia el velador, diciendo: “ Tem o que alguien sueñe con
est a habit ación y m e revuelva m is cosas” ; y t endió sobre la llam a la m ism a
m ano larga y t rém ula que había est ado calent ando ant es de sent arse al es-
pej o. Y dij o: “ No sient es el frío” . Y yo le dij e: “ A veces” . Y ella m e dij o:
“ Debes sent irlo ahora” . Y ent onces com prendí por qué no había podido es-
t ar solo en el asient o. Era el frío lo que m e daba la cert eza de m i soledad.
“ Ahora lo sient o” , dij e. “ Y es raro, porque la noche est á quiet a. Tal vez se
m e ha rodado la sábana.” Ella no respondió. Em pezó ot ra vez a m overse
hacia el espej o y volví a ella. Sin verla, sabía lo que est aba haciendo. Sabía
que est aba ot ra vez sent ada frent e al espej o, viendo m is espaldas que
habían t enido t iem po para llegar hast a el fondo del espej o y ser encont ra-
das por la m irada de ella que t am bién había t enido el t iem po j ust o para lle-
gar hast a el fondo y regresar ( ant es de que la m ano t uviera t iem po de ini-
ciar la segunda vuelt a) hast a los labios que est aban ahora unt ados de car-
m ín, desde la prim era vuelt a de la m ano frent e al espej o. Yo veía, frent e a
m í, la pared lisa que era com o ot ro espej o ciego donde yo no la veía a ella -
sent ada a m is espaldas- pero im aginándola dónde est aría si en lugar de la
pared hubiera sido puest o un espej o. “ Te veo” , le dij e. Y vi en la pared co-
m o si ella hubiera levant ado los oj os y m e hubiera vist o de espaldas en el
asient o, al fondo del espej o, con la cara vuelt a hacia la pared. Después la vi
baj ar los párpados, ot ra vez, y quedarse con los oj os quiet os en su corpiño;
sin hablar. Y yo volví a decirle: “ Te veo” . Y ella volvió a levant ar los oj os
desde su corpiño. “ Es im posible” , dij o. Yo pregunt é por qué. Y ella, con los
oj os ot ra vez quiet os en el corpiño: “ Porque t ienes la cara vuelt a hacia la
pared” . Ent onces yo hice girar el asient o. Tenía el cigarrillo apret ado en la
boca. Cuando quedé frent e al espej o ella est aba ot ra vez j unt o al velador.
Ahora t enía las m anos abiert as sobre la llam a, com o dos abiert as alas de
gallina, asándose y con el rost ro som breado por sus propios dedos. “ Creo
que m e voy a enfriar” , dij o. “ Ést a debe ser una ciudad helada.” Volvió el
rost ro de perfil y su piel de cobre al roj o se volvió repent inam ent e t rist e.
“ Haz algo cont ra eso” , dij e. Y ella em pezó a desvest irse, pieza por pieza,
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em pezando por arriba; por el corpiño. Le dij e: “ Voy a volt earm e cont ra la
pared” . Ella dij o: “ No. De t odos m odos m e verás com o m e vist e cuando es-
t aba de espaldas” . Y no había acabado de decirlo cuando ya est aba desves-
t ida casi por com plet o, con la llam a lam iéndole la larga piel de cobre.
“ Siem pre había querido vert e así, con el cuero de la barriga lleno de hondos
aguj eros, com o si t e hubieran hecho a palos.” Y ant es de que yo cayera en
la cuent a de que m is palabras se habían vuelt o t orpes frent e a su desnudez,
ella se quedó inm óvil, calent ándose en la órbit a del velador y dij o: “ A veces
creo que soy m et álica” . Guardó silencio un inst ant e. La posición de las m a-
nos sobre la llam a varió levem ent e. Yo dij e: “ A veces, en ot ros sueños, he
creído que no eres sino una est at uilla de bronce en el rincón de algún m u-
seo. Tal vez por eso sient es frío” . Y ella dij o: “ A veces, cuando m e duerm o
sobre el corazón, sient o que el cuerpo se m e vuelve hueco y la piel com o
una lám ina. Ent onces, cuando la sangre m e golpea por dent ro, es com o si
alguien m e est uviera llam ando con los nudillos en el vient re y sient o m i
propio sonido de cobre en la cam a. Es com o si fuera así com o t ú dices: de
m et al lam inado” . Se acercó m ás al velador. “ Me habría gust ado oírt e” , dij e.
Y ella dij o: “ Si alguna vez nos encont ram os pon el oído en m is cost illas,
cuando m e duerm a sobre el lado izquierdo, y m e oirás resonar. Siem pre he
deseado que lo hagas alguna vez” . La oí respirar hondo m ient ras hablaba. Y
dij o que durant e años no había hecho nada dist int o de eso. Su vida est aba
dedicada a encont rarm e en la realidad, a t ravés de esa frase ident ificadora:
“ Oj os de perro azul” . Y en la calle iba diciendo, en voz alt a, que era una
m anera de decirle a la única persona que habría podido ent enderle:
“ Yo soy la que llega a t us sueños t odas las noches y t e dice est o: Oj os de
perro azul” . Y dij o que iba a los rest aurant es y les decía a los m ozos, ant es
de ordenar el pedido: “ Oj os de perro azul” . Pero los m ozos le hacían
una respet uosa reverencia, sin que hubieran recordado nunca haber dicho
eso en sus sueños. Después escribía en las servillet as y rayaba con el cuchi-
llo el barniz de las m esas: “ Oj os de perro azul” . Y en los crist ales em -
pañados de los hot eles, de las est aciones, de t odos los edificios públicos,
escribía con el índice: “ Oj os de perro azul” . Dij o que una vez llegó a una
droguería y advirt ió el m ism o olor que había sent ido en su habit ación una
noche, después de haber soñado conm igo. “ Debe est ar cerca” , pensó, vien-
do el em baldosado lim pio y nuevo de la droguería. Ent onces se acercó al
dependient e y le dij o: “ Siem pre sueño con un hom bre que m e dice: ‘Oj os
de perro azul’ ” . Y dij o que el vendedor le había m irado a los oj os y le dij o:
“ En realidad, señorit a, ust ed t iene los oj os así” . Y ella le dij o: “ Necesit o en-
cont rar al hom bre que m e dij o en sueños eso m ism o” . Y el vendedor se
echó a reír y se m ovió hacia el ot ro lado del m ost rador. Ella siguió viendo el
em baldosado lim pio y sint iendo el olor. Y abrió la cart era y se arrodilló y es-
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cribió sobre el em baldosado, a grandes let ras roj as, con la barrit a de carm ín
para labios: “ Oj os de perro azul” . El vendedor regresó de donde est aba. Le
dij o: “ Señorit a, ust ed ha m anchado el em baldosado” . Le ent regó un t rapo
húm edo, diciendo: “ Lím pielo” . Y ella dij o, t odavía j unt o al velador, que pasó
t oda la t arde a gat as, lavando el em baldosado y diciendo “ Oj os de perro
azul” hast a cuando la gent e se congregó en la puert a y dij o que est aba lo-
ca.
Ahora, cuando acabó de hablar, yo seguía en el rincón, sent ado, haciendo
equilibrio en la silla. “ Yo t rat o de acordarm e t odos los días la frase con que
debo encont rart e” , dij e. “ Ahora creo que m añana no lo olvidaré. Sin em bar-
go siem pre he dicho lo m ism o y siem pre he olvidado al despert ar cuáles son
las palabras con que puedo encont rart e.” Y ella dij o: “ Tú m ism o las inven-
t ast e desde el prim er día” . Y yo le dij e: “ Las invent é porque t e vi los oj os de
ceniza. Pero nunca las recuerdo a la m añana siguient e” . Y ella, con los pu-
ños cerrados j unt o al velador, respiró hondo: “ Si por lo m enos pudiera re-
cordar ahora en qué ciudad lo he est ado escribiendo” .
Sus dient es apret ados relum braron sobre la llam a. “ Me gust aría t ocart e
ahora” , dij e. Ella levant ó el rost ro que había est ado m irando la lum bre: le-
vant ó la m irada ardiendo, asándose t am bién com o ella, com o sus m anos; y
yo sent í que m e vio, en el rincón, donde seguía sent ado, m eciéndom e en el
asient o. “ Nunca m e habías dicho eso” , dij o. “ Ahora lo digo y es verdad” , di-
j e. Al ot ro lado del velador ella pidió un cigarrillo. La colilla había des-
aparecido de ent re m is dedos. Había olvidado que est aba fum ando. Dij o:
“ No sé por qué no puedo recordar dónde lo he escrit o” . Y yo le dij e: “ Por lo
m ism o que yo no podré recordar m añana las palabras” . Y ella dij o, t rist e:
“ No. Es que a veces creo que eso t am bién lo he soñado” . Me puse en pie y
cam iné hacia el velador. Ella est aba un poco m ás allá, y yo sabía cam inan-
do, con los cigarrillos y los fósforos en la m ano, que no pasaría el velador.
Le t endí el cigarrillo. Ella lo apret ó ent re los labios y se inclinó para alcanzar
la llam a, ant es de que yo t uviera el t iem po de encender el fósforo: “ En al-
guna ciudad del m undo, en t odas las paredes, t ienen que est ar escrit as
esas palabras: ‘Oj os de perro azul’ ” , dij e. “ Si m añana las recordara iría a
buscart e.” Ella levant ó ot ra vez la cabeza y t enía ya la brasa encendida en
los labios. “ Oj os de perro azul” , sugirió, recordando, con el cigarrillo caído
sobre la barba y un oj o a m edio cerrar. Aspiró después el hum o, con el ci-
garrillo ent re los dedos, y exclam ó: “ Ya est o es ot ra cosa. Est oy ent rando
en calor” . Y lo dij o con la voz un poco t ibia y huidiza, com o si no lo hubiera
dicho realm ent e sino com o si lo hubiera escrit o en un papel y hubiera acer-
cado el papel a la llam a m ient ras yo leía: “ Est oy ent rando” , y ella hubier a
seguido con el papelit o ent re el pulgar y el índice, dándole vuelt as, m ient ras
se iba consum iendo y yo acababa de leer: “ ... en calor” , ant es de que el
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papelit o se consum iera por com plet o y cayera al suelo arrugado, dism inui-
do, convert ido en un liviano polvo de ceniza: “ Así es m ej or” , dij e. “ A veces
m e da m iedo vert e así. Tem blando j unt o al velador.”
Nos veíam os desde hacía varios años. A veces, cuando ya est ábam os j un-
t os, alguien dej aba caer afuera un cucharit a y despert ábam os. Poco a poco
habíam os ido com prendiendo que nuest ra am ist ad est aba subordinada a las
cosas, a los acont ecim ient os m ás sim ples. Nuest ros encuent ros t erm inaban
siem pre así, con el caer de una cucharit a en la m adrugada.
Ahora, j unt o al velador, m e est aba m irando. Yo recordaba que ant es t am -
bién m e había m irado así, desde aquel rem ot o sueño en que hice girar el
asient o sobre sus pat as post eriores y quedé frent e a una desconocida de
oj os cenicient os. Fue en ese sueño en el que le pregunt é por prim era vez:
“ ¿Quién es ust ed?” Y ella m e dij o: “ No lo recuerdo” . Yo le dij e: “ Pero creo
que nos hem os vist o ant es” . Y ella dij o, indiferent e: “ Creo que alguna vez
soñé con ust ed, con est e m ism o cuart o” . Y yo le dij e: “ Eso es. Ya em pieza a
recordarlo” . Y ella dij o: “ Qué curioso. Es ciert o que nos hem os encont rado
en ot ros sueños” .
Dio dos chupadas al cigarrillo. Yo est aba t odavía parado frent e al velador
cuando m e quedé m irándola de pront o. La m iré de arriba abaj o y t odavía
era de cobre; pero no ya de m et al duro y frío, sino de cobre am arillo, blan-
do, m aleable. “ Me gust aría t ocart e” , volví a decir. Y ella dij o: “ Lo echarías
t odo a perder” . Yo dij e: “ Ahora no im port a. Bast ará con que dem os vuelt a a
la alm ohada para que volvam os a encont rarnos” . Y t endí la m ano por enci-
m a del velador. Ella no se m ovió. “ Lo echarías t odo a perder” , volvió a de-
cir, ant es de que yo pudiera t ocarla. “ Tal vez, si das la vuelt a por det rás del
velador, despert aríam os sobresalt ados quién sabe en qué part e del m undo” .
Pero yo insist í: “ No im port a” . Y ella dij o: “ Si diéram os vuelt a a la alm ohada
volveríam os a encont rarnos. Pero t ú, cuando despiert es, lo habrás olvida-
do” . Em pecé a m overm e hacia el rincón. Ella quedó at rás, calent ándose las
m anos sobre la llam a. Y t odavía no est aba yo j unt o al asient o cuando le oí
decir a m is espaldas: “ Cuando despiert o a m edia noche, m e quedo dando
vuelt as en la cam a, con los hilos de la alm ohada ardiéndom e en la rodilla y
repit iendo hast a el am anecer: Oj os de perro azul” .
Ent onces yo m e quedé con la cara cont ra la pared. “ Ya est á am ane-
ciendo” , dij e sin m irarla. “ Cuando dieron las dos est aba despiert o y de eso
hace m ucho rat o.” Yo m e dirigí hacia la puert a. Cuando t enía agarrada la
m anivela, oí ot ra vez su voz igual, invariable: “ No abras esa puert a” , dij o.
“ El corredor est á lleno de sueños difíciles” . Y yo le dij e: “ ¿Cóm o lo sabes?” Y
ella m e dij o: “ Porque hace un m om ent o est uve allí y t uve que regresar
cuando descubrí que est aba dorm ida sobre el corazón” . Yo t enía la puert a
ent reabiert a. Moví un poco la hoj a y un airecillo frío y t enue m e t raj o un
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fresco olor a t ierra veget al, a cam po húm edo. Ella habló ot ra vez. Yo di la
vuelt a, m oviendo t odavía la hoj a m ont ada en goznes silenciosos, y le dij e:
“ Creo que no hay ningún corredor aquí afuera. Sient o el olor del cam po” . Y
ella, un poco lej ana ya, m e dij o: “ Conozco est o m ás que t ú. Lo que pasa es
que allá afuera est á una m uj er soñando con el cam po” . Se cruzó de brazos
sobre la llam a. Siguió hablando: “ Es esa m uj er que siem pre ha deseado
t ener una casa en el cam po y nunca ha podido salir de la ciudad” . Yo recor-
daba haber vist o la m uj er en algún sueño ant erior, pero sabía, ya con la
puert a ent reabiert a, que dent ro de m edia hora debía baj ar al desayuno. Y
dij e: “ De t odos m odos, t engo que salir de aquí para despert ar” .
Afuera el vient o alet eó un inst ant e, se quedó quiet o después y se oyó la
respiración de un durm ient e que acababa de darse vuelt a en la cam a. El
vient o del cam po se suspendió. Ya no hubo m ás olores. “ Mañana t e recono-
ceré por eso” , dij e. “ Te reconoceré cuando vea en la calle una m uj er que
escriba en las paredes: ‘Oj os de perro azul’ ” . Y ella, con una sonrisa t rist e -
que era ya una sonrisa de ent rega a lo im posible, a lo inalcanzable- , dij o:
“ Sin em bargo no recordarás nada durant e el día” . Y volvió a poner las m a-
nos sobre el velador, con el sem blant e oscurecido por una niebla am arga:
“ Eres el único hom bre que, al despert ar, no recuerda nada de lo que ha so-
ñado” .

LA M UJER QUE LLEGABA A LAS SEI S - 1 9 5 0

La puert a oscilant e se abrió. A esa hora no había nadie en el rest aurant e de


José. Acababan de dar las seis y el hom bre sabía que sólo a las seis y m e-
dia em pezarían a llegar los parroquianos habit uales. Tan conservadora y
regular era su client ela, que no había acabado el reloj de dar la sext a cam -
panada cuando una m uj er ent ró, com o t odos los días a esa hora, y se sent ó
sin decir nada en la alt a silla girat oria. Traía un cigarrillo sin encender,
apret ado ent re los labios.
- Hola, reina - dij o José cuando la vio sent arse. Luego cam inó hacia el ot ro
ext rem o del m ost rador, lim piando con un t rapo seco la superficie vidriada.
Siem pre que ent raba alguien al rest aurant e José hacía lo m ism o. Hast a con
la m uj er con quien había llegado a adquirir un grado de casi int im idad, el
gordo y rubicundo m esonero represent aba su diaria com edia de hom bre di-
ligent e. Habló desde el ot ro ext rem o del m ost rador.
- ¿Qué quieres hoy? - dij o.
- Prim ero que t odo quiero enseñart e a ser caballero - dij o la m uj er. Est aba
sent ada al final de la hilera de sillas girat orias, de codos en el m ost rador,
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con el cigarrillo apagado en los labios. Cuando habló apret ó la boca para
que José advirt iera el cigarrillo sin encender.
- No m e había dado cuent a - dij o José.
- Todavía no t e has dado cuent a de nada - dij o la m uj er.
El hom bre dej ó el t rapo en el m ost rador, cam inó hacia los arm arios oscuros
y olorosos a alquit rán y a m adera polvorient a, y regresó luego con los fós-
foros. La m uj er se inclinó para alcanzar la lum bre que ardía ent re las m anos
rúst icas y velludas del hom bre; José vio el abundant e cabello de la m uj er,
em pavonado de vaselina gruesa y barat a. Vio su hom bro descubiert o, por
encim a del corpiño floreado. Vio el nacim ient o del seno crepuscular, cuando
la m uj er levant ó la cabeza, ya con la brasa ent re los labios.
- Est ás herm osa hoy, reina - dij o José.
- Déj at e de t ont erías - dij o la m uj er- . No creas que eso m e va a servir para
pagart e.
- No quise decir eso, reina - dij o José- . Apuest o a que hoy t e hizo daño el
alm uerzo.
La m uj er t ragó la prim era bocanada de hum o denso, se cruzó de brazos t o-
davía con los codos apoyados en el m ost rador, y se quedó m irando hacia la
calle, a t ravés del am plio crist al del rest aurant e. Tenía una expresión m e-
lancólica. De una m elancolía hast iada y vulgar.
- Te voy a preparar un buen bist ec - dij o José.
- Todavía no t engo plat a - dij o la m uj er.
- Hace t res m eses que no t ienes plat a y siem pre t e preparo algo bueno - dij o
José.
- Hoy es dist int o - dij o la m uj er, som bríam ent e, t odavía m irando hacia la ca-
lle.
- Todos los días son iguales - dij o José- . Todos los días el reloj m arca las
seis, ent onces ent ras y dices que t ienes un ham bre de perro y ent onces yo
t e preparo algo bueno. La única diferencia es ésa, que hoy no dices que t ie-
nes un ham bre de perro, sino que el día es dist int o.
- Y es verdad - dij o la m uj er. Se volvió a m irar al hom bre que est aba al ot r o
lado del m ost rador, regist rando la nevera. Est uvo cont em plándolo durant e
dos, t res segundos. Luego m iró el reloj , arriba del arm ario. Eran las seis y
t res m inut os. “ Es verdad, José. Hoy es dist int o” , dij o. Expulsó el hum o y si-
guió hablando con palabras cort as, apasionadas: “ Hoy no vine a las seis,
por eso es dist int o, José” .
El hom bre m iró el reloj .
- Me cort o el brazo si ese reloj se at rasa un m inut o - dij o.
- No es eso, José. Es que hoy no vine a las seis - dij o la m uj er- . Vine a las
seis m enos cuart o.
- Acaban de dar las seis, reina - dij o José- . Cuando t ú ent rast e acababan de
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darlas.
- Tengo un cuart o de hora de est ar aquí - dij o la m uj er.
José se dirigió hacia donde ella est aba. Acercó a la m uj er su enorm e cara
congest ionada, m ient ras t iraba con el índice de uno de sus párpados.
- Sóplam e aquí - dij o.
La m uj er echó la cabeza hacia at rás. Est aba seria, fast idiosa, blanda; em be-
llecida por una nube de t rist eza y cansancio.
- Déj at e de t ont erías, José. Tú sabes que hace m ás de seis m eses que no
bebo.
- Eso se lo vas a decir a ot ro - dij o- . A m í no. Te apuest o a que por lo m enos
se han t om ado un lit ro ent re dos.
- Me t om é dos t ragos con un am igo - dij o la m uj er.
- Ah; ent onces ahora m e explico - dij o José.
- Nada t ienes que explicart e - dij o la m uj er- . Tengo un cuart o de hora de es-
t ar aquí.
El hom bre se encogió de hom bros.
- Bueno, si así lo quieres, t ienes un cuart o de hora de est ar aquí - dij o- . Des-
pués de t odo a nadie le im port a nada diez m inut os m ás o diez m inut os m e-
nos.
- Sí im port an, José - dij o la m uj er. Y est iró los brazos por encim a del m os-
t rador, sobre la superficie vidriada, con un aire de negligent e abandono- . Y
no es que yo lo quiera: es que hace un cuart o de hora que est oy aquí. -
Volvió a m irar el reloj y rect ificó:
- Qué digo: ya t engo veint e m inut os.
- Est á bien, reina - dij o el hom bre- . Un día ent ero con su noche t e regalaría
yo para vert e cont ent a.
Durant e t odo est e t iem po José había est ado m oviéndose det rás del m ost ra-
dor, rem oviendo obj et os, quit ando una cosa de un lugar para ponerla en
ot ro. Est aba en su papel.
- Quiero vert e cont ent a - repit ió. Se det uvo bruscam ent e, volviéndose hacia
donde est aba la m uj er.
- ¿Tú sabes que t e quiero m ucho? - dij o.
La m uj er lo m iró con frialdad.
- ¿Síii...? Qué descubrim ient o, José. ¿Crees que m e quedaría cont igo por un
m illón de pesos?
- No he querido decir eso, reina - dij o José- . Vuelvo a apost ar a que t e hizo
daño el alm uerzo.
- No t e lo digo por eso - dij o la m uj er. Y su voz se volvió m enos indolent e- .
Es que ninguna m uj er soport aría una carga com o la t uya por un m illón de
pesos.
José se ruborizó. Le dio la espalda a la m uj er y se puso a sacudir el polvo
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en las bot ellas del arm ario. Habló sin volver la cara.
- Est ás insoport able hoy, reina. Creo que lo m ej or es que t e com as el bist ec
y t e vayas a acost ar.
- No t engo ham bre - dij o la m uj er. Se quedó m irando ot ra vez la calle, vien-
do los t ranseúnt es t urbios de la ciudad at ardecida. Durant e un inst ant e
hubo un silencio t urbio en el rest aurant e. Una quiet ud int errum pida apenas
por el t rast eo de José en el arm ario. De pront o la m uj er dej ó de m irar hacia
la calle y habló con la voz apagada, t ierna, diferent e.
- ¿Es verdad que m e quieres, Pepillo?
- Es verdad - dij o José, en seco, sin m irarla.
- ¿A pesar de lo que t e dij e? - dij o la m uj er.
- ¿Qué m e dij ist e? - dij o José, t odavía sin inflexiones en la voz, t odavía sin
m irarla.
- Lo del m illón de pesos - - dij o la m uj er.
- Ya lo había olvidado - dij o José.
- Ent onces, ¿m e quieres? - dij o la m uj er.
- Sí - dij o José.
Hubo una pausa. José siguió m oviéndose con la cara revuelt a hacia los ar-
m arios, t odavía sin m irar a la m uj er. Ella expulsó una nueva bocanada de
hum o, apoyó el bust o cont ra el m ost rador y luego, con caut ela y picardía,
m ordiéndose la lengua ant es de decirlo, com o si hablara en punt illas:
- ¿Aunque no m e acuest e cont igo? - dij o.
Y sólo ent onces José volvió a m irarla:
- Te quiero t ant o que no m e acost aría cont igo - dij o. Luego cam inó hacia
donde ella est aba. Se quedó m irándola de frent e, los poderosos brazos
apoyados en el m ost rador, delant e de ella, m irándola a los oj os. Dij o- : Te
quiero t ant o que t odas las t ardes m at aría al hom bre que se va cont igo.
En el prim er inst ant e la m uj er pareció perplej a. Después m iró al hom bre
con at ención, con una ondulant e expresión de com pasión y burla. Después
guardó un breve silencio, desconcert ada. Y después rió, est repit osam ent e.
- Est ás celoso, José. ¡Qué rico, est ás celoso!
José volvió a sonroj arse con una t im idez franca, casi desvergonzada, com o
le habría ocurrido a un niño a quien le hubieran revelado de golpe t odos los
secret os. Dij o:
- Est a t arde no ent iendes nada, reina. - Y se lim pió el sudor con el t rapo.
Dij o: - La m ala vida t e est á em brut eciendo.
Pero ahora la m uj er había cam biado de expresión. “ Ent onces no” , dij o. Y
volvió a m irarlo a los oj os, con un ext raño esplendor en la m irada, a un
t iem po acongoj ada y desafiant e:
- Ent onces, no est ás celoso.
- En ciert o m odo, sí - dij o José- . Pero no es com o t ú dices.
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Se afloj ó el cuello y siguió lim piándose, secándose la gargant a con el t rapo.
- ¿Ent onces? - dij o la m uj er.
- Lo que pasa es que t e quiero t ant o que no m e gust a que hagas eso - dij o
José.
- ¿Qué? - dij o la m uj er.
- Eso de irt e con un hom bre dist int o t odos los días - dij o José.
- ¿Es verdad que lo m at arías para que no se fuera conm igo? - dij o la m uj er.
- Para que no se fuera, no - dij o José- . Lo m at aría porque se fue cont igo.
- Es lo m ism o - dij o la m uj er.
La conversación había llegado a densidad excit ant e. La m uj er hablaba en
voz baj a, suave, fascinada. Tenía la cara casi pegada al rost ro saludable y
pacífico del hom bre, que perm anecía inm óvil, com o hechizado por el vapor
de las palabras.
- Todo eso es verdad - dij o José.
- Ent onces - dij o la m uj er, y ext endió la m ano para acariciar el áspero brazo
del hom bre. Con la ot ra arroj ó la colilla- , ¿t ú eres capaz de m at ar a un
hom bre?
- Por lo que t e dij e, sí - dij o José. Y su voz t om ó una acent uación casi dram á-
t ica.
La m uj er se echó a reír convulsivam ent e, con una abiert a int ención de bur-
la.
- Qué horror, José. Qué horror - dij o, t odavía riendo- , José m at ando a un
hom bre. ¡Quién hubiera dicho que det rás del señor gordo y sant urrón que
nunca m e cobra, que t odos los días m e prepara un bist ec y que se dist rae
hablando conm igo hast a cuando encuent ro un hom bre, hay un asesino!
¡Qué horror, José! ¡Me das m iedo!
José est aba confundido. Tal vez sint ió un poco de indignación. Tal vez,
cuando la m uj er se echó a reír, se sint ió defraudado.
- Est ás borracha, t ont a - dij o- . Vet e a dorm ir. Ni siquiera t endrás ganas de
com er.
Pero la m uj er ahora había dej ado de reír y est aba ot ra vez seria, pensat iva,
apoyada en el m ost rador. Vio alej arse al hom bre. Lo vio abrir la nevera y
cerrarla ot ra vez, sin ext raer nada de ella. Lo vio m overse después hacia el
ext rem o opuest o del m ost rador. Lo vio frot ar el vidrio relucient e, com o al
principio. Ent onces la m uj er habló de nuevo, con el t ono ent ernecedor y
suave de cuando dij o: ¿Es verdad que m e quieres, Pepillo?
- José - dij o.
El hom bre no la m iró.
- ¡José!
- Vet e a dorm ir - dij o José- . Y m ét et e un baño ant es de acost art e para que
se t e serene la borrachera.
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- En serio, José - dij o la m uj er- . No est oy borracha.
- Ent onces t e has vuelt o brut a - dij o José.
- Ven acá, t engo que hablar cont igo - dij o la m uj er.
El hom bre se acercó t am baleando ent re la com placencia y la desconfianza.
- ¡Acércat e!
El hom bre volvió a pararse frent e a la m uj er. Ella se inclinó hacia adelant e,
lo asió fuert em ent e por el cabello, pero con un gest o de evident e t ernura.
- Repít em e lo que m e dij ist e al principio - dij o.
- ¿Qué? - dij o José. Trat aba de m irarla con la cabeza agachada, asido por el
cabello.
- Que m at arías a un hom bre que se acost ara conm igo - dij o la m uj er.
- Mat aría a un hom bre que se hubiera acost ado cont igo, reina. Es verdad -
dij o José.
La m uj er lo solt ó.
- ¿Ent onces m e defenderías si yo lo m at ara? - dij o, afirm at ivam ent e, em pu-
j ando con un m ovim ient o de brut al coquet ería la enorm e cabeza de cerdo
de José. El hom bre no respondió nada; sonrió.
- Cont ést am e, José - dij o la m uj er- . ¿Me defenderías si yo lo m at ara?
- Eso depende - dij o José- . Tú sabes que eso no es t an fácil com o decirlo.
- A nadie le cree m ás la policía que a t i - dij o la m uj er.
José sonrió, digno, sat isfecho. La m uj er se inclinó de nuevo hacia él, por
encim a del m ost rador.
- Es verdad, José. Me at revería a apost ar que nunca has dicho una m ent ira -
dij o.
- No se saca nada con eso - dij o José.
- Por lo m ism o - dij o la m uj er- . La policía lo sabe y t e cree cualquier cosa sin
pregunt árt elo dos veces.
José se puso a dar golpecit os en el m ost rador, frent e a ella, sin saber qué
decir. La m uj er m iró nuevam ent e hacia la calle. Miró luego el reloj y m odifi-
có el t ono de la voz, com o si t uviera int erés en concluir el diálogo ant es de
que llegaran los prim eros parroquianos.
- ¿Por m í dirías una m ent ira, José? - dij o- . En serio.
Y ent onces José se volvió a m irarla, bruscam ent e, a fondo, com o si una
idea t rem enda se le hubiera agolpado dent ro de la cabeza. Una idea que
ent ró por un oído, giró por un m om ent o, vaga, confusa, y salió luego por el
ot ro, dej ando apenas un cálido vest igio de pavor.
- ¿En qué lío t e has m et ido, reina? - dij o José. Se inclinó hacia adelant e, los
brazos ot ra vez cruzados sobre el m ost rador. La m uj er sint ió el vaho fuert e
y un poco am oniacal de su respiración, que se hacía difícil por la presión
que ej ercía el m ost rador cont ra el est óm ago del hom bre.
- Est o sí es en serio, reina. ¿En qué lío t e has m et ido? - dij o.
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La m uj er hizo girar la cabeza hacia el ot ro lado.
- En nada - dij o- . Sólo est aba hablando por ent ret enerm e.
Luego volvió a m irarlo.
- ¿Sabes que quizás no t engas que m at ar a nadie?
- Nunca he pensado m at ar a nadie - dij o José desconcert ado.
- No, hom bre - dij o la m uj er- . Digo que a nadie que se acuest e conm igo.
- ¡Ah! - dij o José- . Ahora sí que est ás hablando claro. Siem pre he creído que
no t ienes necesidad de andar en esa vida. Te apuest o a que si t e dej as de
eso t e doy el bist ec m ás grande t odos los días, sin cobrart e nada.
- Gracias, José. Pero no es por eso. Es que ya no podré acost arm e con na-
die.
- Ya vuelves a enredar las cosas - dij o José. Em pezaba a parecer im pacient e.
- No enredo nada - dij o la m uj er. Se est iró en el asient o y José vio sus senos
aplanados y t rist es debaj o del corpiño.
- Mañana m e voy y t e prom et o que no volveré a m olest art e nunca. Te pro-
m et o que no volveré a acost arm e con nadie.
- ¿Y de dónde t e salió esa fiebre? - dij o José.
- Lo resolví hace un rat o - dij o la m uj er- . Sólo hace un m om ent o que m e di
cuent a de que eso es una porquería.
José agarró ot ra vez el t rapo y se puso a frot ar el vidrio, cerca de ella.
Habló sin m irarla. Dij o:
- Claro que com o t ú lo haces es una porquería. Hace t iem po que debist e
dart e cuent a.
- Hace t iem po m e est aba dando cuent a - dij o la m uj er- . Pero sólo hace un
rat o acabé de convencerm e. Les t engo asco a los hom bres.
José sonrió. Levant ó la cabeza para m irar, t odavía sonriendo, pero la vio
concent rada, perplej a, hablando, y con los hom bros levant ados; balanceán-
dose en la silla girat oria, con una expresión t acit urna, el rost ro dorado por
una prem at ura harina ot oñal.
- ¿No t e parece que deben dej ar t ranquila a una m uj er que m at e a un hom -
bre porque después de haber est ado con él sient e asco de ése y de t odos
los que han est ado con ella?
- No hay para qué ir t an lej os - dij o José, conm ovido, con un hilo de lást im a
en la voz.
- ¿Y si la m uj er le dice al hom bre que le t iene asco cuando lo ve vist iéndose,
porque se acuerda de que ha est ado revolcándose con él t oda la t arde y
sient e que ni el j abón ni el est ropaj o podrán quit arle su olor?
- Eso pasa, reina - dij o José, ahora un poco indiferent e, frot ando el m ost ra-
dor- . No hay necesidad de m at arlo. Sim plem ent e dej arlo que se vaya.
Pero la m uj er seguía hablando y su voz era una corrient e uniform e, suelt a,
apasionada.
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- ¿Y si cuando la m uj er le dice que le t iene asco, el hom bre dej a de vest irse
y corre ot ra vez para donde ella, a besarla ot ra vez, a...?
- Eso no lo hace ningún hom bre decent e - dij o José.
- ¿Pero, y si lo hace? - dij o la m uj er, con exasperant e ansiedad- . ¿Si el hom -
bre no es decent e y lo hace y ent onces la m uj er sient e que le t iene t ant o
asco que se puede m orir, y sabe que la única m anera de acabar con t odo
eso es dándole una cuchillada por debaj o?
- Est o es una barbaridad. Por fort una no hay hom bre que haga lo que t ú di-
ces.
- Bueno - dij o la m uj er, ahora com plet am ent e exasperada- . ¿Y si lo hace?
Supont e que lo hace.
- De t odos m odos no es para t ant o - dij o José. Seguía lim piando el m ost ra-
dor, sin cam biar de lugar, ahora m enos at ent o a la conversación.
La m uj er golpeó el vidrio con los nudillos. Se volvió afirm at iva, enfát ica.
- Eres un salvaj e, José - dij o- . No ent iendes nada. - Lo agarró con fuerza por
la m anga.- Anda, di que sí debía m at arlo la m uj er.
- Est á bien - dij o José, con un sesgo conciliat orio- . Todo será com o t ú dices.
- ¿Eso no es defensa propia? - dij o la m uj er, sacudiéndole por la m anga.
José le echó ent onces una m irada t ibia y com placient e. “ Casi, casi” , dij o. Y
le guiñó un oj o, en un gest o que era al m ism o t iem po una com prensión
cordial y un pavoroso com prom iso de com plicidad. Pero la m uj er siguió se-
ria; lo solt ó.
- ¿Echarías una m ent ira para defender a una m uj er que haga eso? - dij o.
- Depende - dij o José.
- ¿Depende de qué? - dij o la m uj er.
- Depende de la m uj er - dij o José.
- Supont e que es una m uj er que quieres m ucho - dij o la m uj er- . No para es-
t ar con ella, ¿sabes?, sino com o t ú dices que la quieres m ucho.
- Bueno, com o t ú quieras, reina - dij o José, laxo, fast idiado.
Ot ra vez se alej ó. Había m irado el reloj . Había vist o que iban a ser las seis y
m edia. Había pensado que dent ro de unos m inut os el rest aurant e em peza-
ría a llenarse de gent e y t al vez por eso se puso a frot ar el vidrio con m ayor
fuerza, m irando hacia la calle a t ravés del crist al de la vent ana. La m uj er
perm anecía en la silla, silenciosa, concent rada, m irando con un aire de de-
clinant e t rist eza los m ovim ient os del hom bre. Viéndolo, com o podría ver a
un hom bre una lám para que ha em pezado a apagarse. De pront o, sin reac-
cionar, habló de nuevo, con la voz unt uosa de m ansedum bre.
- ¡José!
El hom bre la m iró con una t ernura densa y t rist e, com o un buey m at ernal.
No la m iró para escucharla; apenas para verla, para saber que est aba ahí,
esperando una m irada que no t enía por qué ser de prot ección o de solidari-
43
dad. Apenas una m irada de j uguet e.
- Te dij e que m añana m e voy y no m e has dicho nada - dij o la m uj er.
- Sí - dij o José- . Lo que no m e has dicho es para dónde.
- Por ahí - dij o la m uj er- . Para donde no haya hom bres que quieran acost arse
con una.
José volvió a sonreír.
- ¿En serio t e vas? - pregunt ó, com o dándose cuent a de la vida, m odificando
repent inam ent e la expresión del rost ro.
- Eso depende de t i - dij o la m uj er- . Si sabes decir a qué hora vine, m añana
m e iré y nunca m ás m e pondré en est as cosas. ¿Te gust a eso?
José hizo un gest o afirm at ivo con la cabeza, sonrient e y concret o. La m uj er
se inclinó hacia donde él est aba.
- Si algún día vuelvo por aquí, m e pondré celosa cuando encuent re ot ra m u-
j er hablando cont igo, a est a hora y en esa m ism a silla.
- Si vuelves por aquí debes t raerm e algo.
- Te prom et o buscar por t odas part es el osit o de cuerda, para t raért elo - dij o
ella.
José sonrió y pasó el t rapo por el aire que se int erponía ent re él y la m uj er,
com o si est uviera lim piando un crist al invisible. La m uj er t am bién sonrió,
ahora con un gest o de cordialidad y coquet ería. Luego el hom bre se alej ó,
frot ando el vidrio hacia el ot ro ext rem o del m ost rador.
- ¿Qué? - dij o José, sin m irarla.
- ¿Verdad que a cualquiera que t e pregunt e a qué hora vine le dirás que a
las seis m enos cuart o? - dij o la m uj er.
- ¿Para qué? - dij o José, t odavía sin m irarla y ahora com o si apenas la hubie-
ra oído.
- Eso no im port a - dij o la m uj er- . La cosa es que lo hagas.
José vio ent onces al prim er parroquiano que penet ró por la puert a oscilant e
y cam inó hast a una m esa del rincón. Miró el reloj . Eran las seis y m edia en
punt o.
- Est á bien, reina - dij o dist raídam ent e- . Com o t ú quieras. Siem pre hago las
cosas com o t ú quieras.
- Bueno - dij o la m uj er- . Ent onces, prepáram e el bist ec.
El hom bre se dirigió a la nevera, sacó un plat o con carne y lo dej ó en la
m esa. Luego encendió la est ufa.
- Te voy a preparar un buen bist ec de despedida, reina - dij o.
- Gracias, Pepillo - dij o la m uj er.
Se quedó pensat iva com o si de repent e se hubiera sum ergido en un sub-
m undo ext raño, poblado de form as t urbias, desconocidas. No se oyó, del
ot ro lado del m ost rador, el ruido que hizo la carne fresca al caer en la m an-
t eca hirvient e. No oyó, después, la crepit ación seca y burbuj eant e cuando
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José dio vuelt a al lom illo en el caldero y el olor suculent o de la carne sazo-
nada fue sat urando, a espacios m edidos, el aire del rest aurant e. Se quedó
así, concent rada, reconcent rada, hast a cuando volvió a levant ar la cabeza,
pest añeando, com o si regresara de una m uert e m om ent ánea. Ent onces vio
al hom bre que est aba j unt o a la est ufa, ilum inado por el alegre fuego as-
cendent e.
- Pepillo.
- Ah.
- ¿En qué piensas? - dij o la m uj er.
- Est aba pensando si podrás encont rar en alguna part e el osit o de cuerda -
dij o José.
- Claro que sí - dij o la m uj er- . Pero lo que quiero que m e digas es si m e da-
rás t odo lo que t e pidiera de despedida.
José la m iró desde la est ufa.
- ¿Hast a cuándo t e lo voy a decir? - dij o- . ¿Quieres algo m ás que el m ej or
bist ec?
- Sí - dij o la m uj er.
- ¿Qué? - dij o José.
- Quiero ot ro cuart o de hora.
José echó el cuerpo hacia at rás, para m irar el reloj . Miró luego al parroquia-
no que seguía silencioso, aguardando en el rincón, y finalm ent e a la carne,
dorada en el caldero. Sólo ent onces habló.
- En serio que no ent iendo, reina - dij o.
- No seas t ont o, José - dij o la m uj er- . Acuérdat e que est oy aquí desde las
cinco y m edia.

N ABO, EL N EGRO QUE H I ZO ESPERAR A LOS ÁN GELES - 1 9 5 1

Nabo est aba de bruces sobre la hierba m uert a. Sent ía el olor a est ablo ori-
nado est regándose en el cuerpo. Sent ía en la piel gris y brillant e el rescoldo
t ibio de los últ im os caballos, pero no sent ía la piel. Nabo no sent ía nada.
Era com o si se hubiera quedado dorm ido con el últ im o golpe de la herradu-
ra en la frent e y ahora no t uviera m ás que ese solo sent ido. Un doble sent i-
do que le indicaba a la vez el olor a est ablo húm edo y el innum erable cosi-
t eo de los insect os invisibles en la hierba. Abrió los párpados. Volvió a ce-
rrarlos y perm aneció quiet o después, est irado, duro, com o había est ado t o-
da la t arde, sint iéndose crecer sin t iem po, hast a cuando alguien dij o a sus
espaldas: “ Anda, Nabo. Ya dorm ist e bast ant e” . Se volt eó y no vio los caba-
llos, pero la puert a est aba cerrada. Nabo debió im aginar que las best ias es-
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t aban en algún lugar de la oscuridad, a pesar de que no oía su im pacient e
cocear. I m aginaba que quien le hablaba lo hacía desde afuera de la caballe-
riza, porque la puert a est aba cerrada por dent ro y la t ranca corrida. Ot ra
vez dij o la voz a sus espaldas: “ Es ciert o, Nabo, ya dorm ist e bast ant e. Tie-
nes com o t res días de est ar durm iendo...” Sólo ent onces Nabo abrió los
oj os por com plet o y recordó: “ Est oy aquí porque m e pat eó un caballo” .
No sabía en qué hora est aba viviendo. Ahora los días habían quedado at rás.
Era com o si alguien hubiera pasado una esponj a húm eda sobre aquellos
rem ot os sábados en la noche en que iba a la plaza del pueblo. Se olvidó de
la cam isa blanca. Se olvidó de que t enía un som brero verde, de paj a verde,
y un pant alón oscuro. Se olvidó de que no t enía zapat os. Nabo iba a la pla-
za los sábados en la noche, se sent aba en un rincón, callado, pero no para
oír la m úsica sino para ver al negro. Todos los sábados lo veía. El negro
usaba ant eoj os de carey am arrados a las orej as y t ocaba el saxofón en uno
de los at riles post eriores. Nabo veía al negro, pero el negro no veía a Nabo.
Por lo m enos, si alguien hubiera vist o seguido que Nabo iba a la plaza los
sábados por la noche para ver al negro y le hubiera pregunt ado ( no ahora
porque no podría recordarlo) si el negro lo había vist o alguna vez, Nabo
habría dicho que no. Era lo único que hacía después de cepillar los caballos:
ver al negro.
Un sábado el negro no est uvo en su puest o de la banda. Nabo debió pensar
al principio que no volvería a t ocar en los conciert os populares, a pesar de
que el at ril est aba allí. Aunque precisam ent e por eso, porque el at ril est aba
allí, fue por lo que m ás t arde pensó que el negro volvería el sábado siguien-
t e. Pero el sábado siguient e no volvió ni est aba el at ril en su puest o.
Nabo se volt eó sobre un cost ado y vio al hom bre que le hablaba. Al princi-
pio no lo reconoció, borrado por la oscuridad de la caballeriza. El hom -
bre est aba sent ado en una salient e del ent ablado, hablando y dándose gol-
pecit os en las rodillas. “ Me pat eó un caballo” , volvió a decir Nabo, t rat ando
de reconocer al hom bre. “ Es verdad” , dij o el hom bre. “ Ahora los caballos no
est án aquí y t e est am os esperando en el coro.” Nabo sacudió la cabeza. To-
davía no había em pezado a pensar. Pero ya creía haber vist o al hom bre en
alguna part e. El hom bre decía que a Nabo lo est aban esperando en el coro.
Nabo no ent endía, pero t am poco ext rañaba que alguien le dij era eso, por-
que t odos los días, m ient ras cepillaba los caballos, invent aba canciones pa-
ra dist raerlos. Después cant aba en la sala para dist raer a la niña m uda, con
las m ism as canciones de los caballos. Pero la niña est aba en ot ro m undo,
en el m undo de la sala, sent ada, con los oj os fij os en la pared. Si cuando
cant aba alguien le hubiera dicho que lo llevaría a un coro, no se habría sor-
prendido. Ahora se sorprendía m enos porque no ent endía. Est aba fat igado,
em bot ado, brut o. “ Quiero saber dónde est án los caballos” , dij o. Y el hom bre
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dij o: “ Ya t e dij e que los caballos no est án aquí. Sólo nos int eresaba t raer
una voz com o la t uya” . Y quizás, boca abaj o sobre la hierba, Nabo oía, pero
no podía diferenciar el dolor que había dej ado la herradura en la frent e, de
las ot ras sensaciones desordenadas. Volvió la cabeza en la hierba y se que-
dó dorm ido.
Nabo fue t odavía durant e dos o t res sem anas a la plaza, a pesar de que el
negro ya no est aba en la banda. Tal vez alguien le habría respondido si Na-
bo hubiera pregunt ado qué había sucedido con el negro. Pero no lo pre-
gunt ó, sino que siguió asist iendo a los conciert os hast a cuando ot ro hom -
bre, con ot ro saxófono, vino a ocupar el puest o del negro. Ent onces Nabo
se convenció de que el negro no volvería m ás y resolvió no volver él m ism o
a la plaza. Cuando despert ó creía haber dorm ido m uy poco t iem po. Todavía
le ardía en la nariz el olor a hierba húm eda. Todavía perm anecía la oscuri-
dad, delant e de sus oj os, rodeándolo. Pero t odavía el hom bre est aba en el
rincón. La voz oscura y pacífica del hom bre que se golpeaba las rodillas, di-
ciendo: “ Te est am os esperando, Nabo. Tienes com o dos años de est ar dur-
m iendo y no has querido levant art e” . Ent onces Nabo volvió a cerrar los
oj os. Los abrió luego. Se quedó m irando hacia el rincón y vio ot ra vez al
hom bre, desorient ado, perplej o. Sólo ent onces lo reconoció.
Si los de la casa hubiéram os sabido qué hacía Nabo en la plaza los sábados
en la noche habríam os pensado que cuando dej ó de ir lo hizo porque ya t e-
nía m úsica en la casa. Est o fue cuando llevam os la ort ofónica para dist raer
a la niña. Cuando se necesit aba una persona que le diera cuerda durant e
t odo el día, parecía lo m ás nat ural que esa persona fuera Nabo. Podría
hacerlo cuando no t uviera que at ender a los caballos. La niña perm anecía
sent ada, oyendo los discos. A veces, cuando la m úsica est aba sonando, la
niña baj aba del asient o, t odavía sin dej ar de m irar la pared, babeando, y se
arrast raba hast a el com edor. Nabo levant aba la aguj a y em pezaba a cant ar.
Al principio, cuando llegó a la casa y le pregunt am os qué sabía hacer, Nabo
dij o que sabía cant ar. Pero eso no le int eresaba a nadie. Lo que se necesi-
t aba era un m uchacho que cepillara los caballos. Nabo se quedó, pero si-
guió cant ando, com o si lo hubiéram os acept ado para que cant ara y eso de
cepillar los caballos no fuera sino una dist racción que hacía m ás liviano el
t rabaj o. Eso duró m ás de un año, hast a cuando los dos de la casa nos acos-
t um bram os a la idea de que la niña no podría cam inar, no reconocería a
nadie, no dej aría de ser la niña m uert a y sola que oía la ort ofónica, m irando
la pared fríam ent e, hast a cuando la levant ábam os del asient o y la condu-
cíam os al cuart o. Ent onces dej ó de dolernos, pero Nabo siguió fiel, punt ual,
dándole cuerda a la ort ofónica. Eso fue por los días en que Nabo no había
dej ado de asist ir a la plaza los sábados en la noche. Un día, cuando el m u-
chacho est aba en la caballeriza, alguien dij o j unt o a la ort ofónica: “ Nabo” .
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Est ábam os en el corredor, sin preocuparnos de lo que nadie hubiera podido
decir. Pero cuando oím os por segunda vez “ Nabo” , levant am os la cabeza y
pregunt am os: ¿Quién est á con la niña? Y alguien dij o: “ No he vist o ent rar a
nadie” . Y ot ro dij o: “ Est oy seguro de haber oído una voz que dij o: ¡Nabo! ”
Pero cuando fuim os a ver sólo encont ram os a la niña en el suelo, recost ada
cont ra la pared.
Nabo regresó t em prano y se acost ó. Fue el sábado siguient e que no volvió a
la plaza porque el negro ya había sido reem plazado y t res sem anas des-
pués, un lunes, la ort ofónica em pezó a sonar m ient ras Nabo se encont raba
en la caballeriza. Nadie se preocupó al principio. Sólo después, cuando vi-
m os venir al negrit o, cant ando y chorreando t odavía el agua de los caballos,
le dij im os: “ ¿Por dónde salist e?” Él dij o: “ Por la puert a. Est aba en la caba-
lleriza desde el m ediodía” . “ La ort ofónica est á sonando. ¿No la oyes?” , le di-
j im os. Y Nabo dij o que sí. Y nosot ros le dij im os: “ ¿Quién le dio cuerda?” Y
él, encogiéndose de hom bros: “ La niña. Hace t iem po es ella la que le da
cuerda” .
Así est uvieron las cosas hast a el día en que lo encont ram os de bruces en la
hierba, encerrado en la caballeriza y con la orilla de la herradura incrust ada
en la frent e. Cuando lo levant am os por los hom bros, Nabo dij o: “ Est oy aquí
porque m e pat eó un caballo” . Pero nadie se int eresó por lo que él pudiera
decir. Nos int eresaban los oj os fríos y m uert os y la boca llena de espum ara-
j os verdes. Pasó t oda la noche llorando, ardido por la fiebre, delirando,
hablando del peine que se perdió en los yerbales de la caballeriza. Est o fue
el prim er día. Al siguient e, cuando abrió los oj os y dij o: “ Tengo sed” y le
llevam os agua y se la bebió t oda de un sorbo y pidió un poco m ás dos ve-
ces, le pregunt am os cóm o se sent ía y él dij o: “ Me sient o com o si m e hubie-
ra pat eado un caballo” . Y siguió hablando durant e t odo el día y t oda la no-
che. Y finalm ent e se sent ó en la cam a, señaló hacia arriba, con el índice, y
dij o que el galope de los caballos no lo había dej ado dorm ir en t oda la no-
che. Pero desde la noche ant erior no t enía fiebre. Ya no deliraba, pero si-
guió hablando hast a cuando le int roduj eron un pañuelo en la boca. Ent on-
ces Nabo em pezó a cant ar por det rás del pañuelo: a decir que oía, j unt o a
la orej a, la respiración de los caballos, buscando el agua por encim a de la
puert a cerrada. Cuando le quit am os el pañuelo para que com iera algo, se
volt eó cont ra la pared y t odos creím os que se había dorm ido y hast a es po-
sible que hubiera dorm ido un poco. Pero cuando despert ó ya no est aba en
la cam a. Tenía los pies at ados y las m anos at adas a un horcón del cuart o.
Am arrado, Nabo em pezó a cant ar.
Cuando lo reconoció Nabo le dij o al hom bre: “ Yo lo he vist o ant es” . Y el
hom bre dij o: “ Todos los sábados m e veías en la plaza” , y Nabo dij o: “ Es
verdad, pero yo creía que yo lo veía a ust ed y ust ed no m e veía” . Y el hom -
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bre dij o: “ Nunca t e vi, pero después, cuando dej é de ir, sent í com o si al-
guien hubiera dej ado de verm e los sábados” . Y Nabo dij o: “ Ust ed no volvió
m ás pero yo seguí yendo durant e t res o cuat ro sem anas” . Y el hom bre, t o-
davía sin m overse, dándose golpecit os en las rodillas, “ Yo no podía volver a
la plaza, a pesar de que era lo único que valía la pena” . Nabo t rat ó de in-
corporarse, sacudió la cabeza en la hierba y siguió oyendo la fría voz obst i-
nada, hast a cuando ya no t uvo t iem po ni siquiera para saber que ot ra vez
se est aba quedando dorm ido. Siem pre, desde cuando lo pat eó el caballo, le
sucedía eso. Y siem pre oía la voz “ Te est am os esperando, Nabo. Ya no hay
m anera de m edir el t iem po que llevas de est ar dorm ido” .
Cuat ro sem anas después de que el negro volvió a la banda, Nabo le est aba
peinando la cola a uno de los caballos. Nunca lo había hecho. Sim plem ent e
los cepillaba y se ponía a cant ar m ient ras t ant o. Pero el m iércoles había ido
al m ercado y había vist o un peine y se había dicho: “ Est e peine para pei-
narle la cola a los caballos” . Ent onces fue cuando sucedió lo del caballo que
le dio la pat ada y lo dej ó at olondrado para t oda la vida, diez o quince años
ant es. Alguien dij o en la casa: “ Era preferible que se hubiera m uert o aquel
día y no que siguiera así, rem at ado, hablando disparat es para t oda la vida” .
Pero nadie había vuelt o a verlo desde el día en que lo encerram os. Sólo sa-
bíam os que est aba allí, encerrado en el cuart o, y que desde ent onces la ni-
ña no había vuelt o a m over la ort ofónica. Pero en la casa apenas t eníam os
int erés en saberlo. Lo habíam os encerrado com o si fuera un caballo, com o
si la pat ada le hubiera com unicado la t orpeza y se le hubiera incrust ado en
la frent e t oda la est upidez de los caballos; la anim alidad. Y lo dej am os ais-
lado en cuat ro paredes, com o si hubiéram os resuelt o que se m uriera de en-
cierro porque no habíam os t enido la suficient e sangre fría para m at arlo de
ot ra m anera. Así pasaron cat orce años, hast a cuando uno de los niños cre-
ció y dij o que t enía deseos de verle la cara. Y abrió la puert a.
Nabo volvió a m irar al hom bre. “ Me pat eó un caballo” , dij o. Y el hom bre di-
j o: “ Hace siglos que est ás diciendo eso y m ient ras t ant o, t e est am os aguar-
dando en el coro” . Nabo volvió a sacudir la cabeza, volvió a hundir la frent e
herida en la hierba y creyó recordar, de pront o, cóm o habían sucedido las
cosas. “ Era la prim era vez que le peinaba la cola a un caballo” , dij o. Y el
hom bre dij o: “ Nosot ros lo quisim os así, para que vinieras a cant ar en el co-
ro” . Y Nabo dij o: “ No he debido com prar el peine” . Y el hom bre dij o: “ De
t odos m odos lo habrías encont rado. Nosot ros habíam os resuelt o que encon-
t raras el peine y le peinaras la cola a los caballos” . Y Nabo dij o: “ Nunca m e
había parado det rás” . Y el hom bre, t odavía t ranquilo, t odavía sin parecer
im pacient e: “ Pero t e parast e y el caballo t e pat eó. Era la única m anera de
que vinieras al coro” . Y la conversación, im placable, diaria, cont inuó hast a
cuando alguien dij o en la casa: “ Hacía com o quince años que nadie abría
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esa puert a” . La niña ( no había crecido. Había pasado de los t reint a años y
em pezaba a ent rist ecer en los párpados) est aba sent ada, m irando la pared,
cuando abrieron la puert a. Ella volt eó el rost ro, olfat eando, hacia el ot ro la-
do. Y cuando cerraron la puert a, volvieron a decir: “ Nabo est á t ranquilo. Ya
no se m ueve adent ro. Un día de esos se m orirá y no lo sabrem os sino por el
olor” . Y alguien dij o: “ Lo sabrem os por la com ida. Nunca ha dej ado de co-
m er. Est á bien así, encerrado, sin que nadie lo m olest e. Por el lado de at rás
le ent ra buena luz” . Y las cosas se quedaron de ese m odo; sólo que la niña
siguió m irando hacia la puert a, olfat eando el vaho calient e que se filt raba
por la hendidura. Est uvo así hast a la m adrugada, cuando oím os un ruido
m et álico en la sala y recordam os que era el m ism o ruido que se oía quince
años at rás, cuando Nabo le daba cuerda a la ort ofónica. Nos levant am os,
encendim os la lám para y oím os los prim eros com pases de la canción olvi-
dada; de la canción t rist e que se había m uert o en los discos desde hacía
t ant o t iem po. El ruido siguió sonando cada vez m ás forzado, hast a cuando
se oyó un golpe seco, en el inst ant e en que llegam os a la sala y sent im os
que t odavía el disco seguía sonando y vim os a la niña en el rincón j unt o a la
ort ofónica, m irando a la pared y con la m anivela levant ada, desprendida de
la caj a sonora. No nos m ovim os. La niña no se m ovió sino que siguió allí,
quiet a, endurecida, m irando la pared y con la m anivela levant ada. Nosot ros
no dij im os nada, sino que regresam os al cuart o, recordando que alguien
nos había dicho alguna vez que la niña sabía darle cuerda a la ort ofónica.
Pensándolo nos quedam os sin dorm ir, oyendo la m usiquit a gast ada del dis-
co que seguía girando con el exceso de la cuerda rot a.
El día ant erior, cuando abrieron la puert a, olía adent ro a desperdicios bioló-
gicos, a cuerpo m uert o. El que había abiert o grit ó: “ ¡Nabo! ¡Nabo! ” Pero
nadie respondió desde adent ro. Junt o a la hendij a est aba el plat o vacío.
Tres veces al día se int roducía el plat o por debaj o de la puert a y t res veces
el plat o volvía a salir, sin com ida. Por eso sabíam os que Nabo est aba vivo.
Pero nada m ás que por eso.
Ya no se m ovía adent ro, ya no cant aba. Y debió ser después que cerraron la
puert a cuando Nabo dij o al hom bre: “ No puedo ir al coro” . Y el hom bre pre-
gunt ó: “ ¿Por qué?” Y Nabo dij o: “ Porque no t engo zapat os” . Y el hom bre,
levant ando los pies, dij o: “ Eso no im port a. Aquí nadie usa zapat os” . Y Nabo
vio la plant a am arilla y dura de los pies descalzos que el hom bre t enía le-
vant ados. “ Hace una et ernidad que est oy aquí” , dij o el hom bre. “ Hace ape-
nas un m om ent o que m e pat eó el caballo” , dij o Nabo. “ Ahora m e echaré un
poco de agua en la cabeza y los llevaré a dar una vuelt a.” Y el hom bre dij o:
“ Ya los caballos no necesit an de t i. Ya no hay caballos. Eres t ú quien debe
venir con nosot ros” . Y Nabo dij o: “ Los caballos deberían de est ar aquí” . Se
incorporó un poco, hundió las m anos ent re la hierba m ient ras el hom bre
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decía: “ Hace quince años que no t ienen quien los cuide” . Pero Nabo rasgu-
ñaba el suelo debaj o de la hierba, diciendo: “ Todavía debe est ar el peine
por aquí” . Y el hom bre decía: “ La caballeriza la clausuraron hace quince
años. Ahora est á llena de escom bros” . Y Nabo decía: “ No hay escom bros
que se form en en una t arde. Hast a que no encuent re el peine no m e m ove-
ré de aquí” .
Al día siguient e, después de que volvieron a asegurar la puert a, fue cuando
volvieron a oírse los t rabaj osos m ovim ient os int eriores. Nadie se m ovió
después. Nadie volvió a decir nada cuando se oyeron los prim eros cruj idos y
la puert a em pezó a ceder, presionada por una fuerza descom unal. Se oía,
adent ro, com o el j adeo de una best ia acorralada. Finalm ent e se oyó el
chasquido de los goznes oxidados al rom perse, cuando Nabo volvió a sacu-
dir la cabeza. “ Mient ras no encuent re el peine no iré al coro” , dij o. “ Debe
est ar por aquí.” Y escarbó la hierba, rom piéndola, arañando el suelo, hast a
cuando el hom bre dij o: “ Est á bien, Nabo. Si lo único que esperas para venir
al coro es encont rar el peine, anda a buscarlo” . Se inclinó hacia adelant e,
oscurecido el rost ro por una pacient e soberbia. Apoyó las m anos cont ra la
t alanquera y dij o: “ Anda, Nabo. Yo m e encargaré de que nadie pueda det e-
nert e” .
Y ent onces la puert a cedió y el enorm e negro best ial, con la áspera cicat riz
m arcada en la frent e ( a pesar de que habían t ranscurrido quince años) salió
at ropellándose por encim a de los m uebles, t ropezando con las cosas, levan-
t ados y am enazant es los puños, que aún t enían la cuerda con que lo am a-
rraron quince años ant es ( cuando era un m uchachit o negro que cuidaba los
caballos) ; vociferando por los corredores, después de haber em puj ado con
el hom bro la puert a de una t em pest ad, y pasó ( ant es de llegar al pat io)
j unt o a la niña, que perm anecía sent ada t odavía con la m anivela de la ort o-
fónica en la m ano desde la noche ant erior ( ella al ver la negra fuerza des-
encadenada, recordó algo que en un t iem po debió ser palabra) y llegó al
pat io ( ant es de encont rar la caballeriza) , después de haberse llevado con el
hom bro el espej o de la sala, pero sin ver a la niña ( ni j unt o a la ort ofónica
ni el espej o) y se puso de cara al sol, con los oj os cerrados, ciego ( cuando
t odavía no cesaba adent ro el est répit o de los espej os rot os) y corrió sin di-
rección com o un caballo vendado, buscando inst int ivam ent e la puert a de la
caballeriza que quince años de encierro habían borrado de su m em oria pero
no de sus inst int os ( desde aquel rem ot o día en que le peinó la cola al caba-
llo y quedó at olondrado para t oda la vida) y dej ando at rás la cat ást rofe, la
disolución, el caos, com o un t oro vendado en un cuart o lleno de lám paras,
hast a cuando llegó al pat io de at rás ( t odavía sin encont rar la caballeriza) y
escarbó el suelo con esa furiosa t em pest uosidad con que se había llevado el
espej o, pensando quizás que al escarbar la hierba se levant aría de nuevo el
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olor a orín de yegua, ant es de llegar por com plet o a las puert as de la caba-
lleriza ( y ahora m ás fuert e él m ism o que su propia fuerza t urbulent a) y em -
puj arla ant es de t iem po y caer adent ro, de bruces, agonizant e quizás, pero
t odavía ofuscado por esa feroz anim alidad que m edio segundo ant es no le
perm it ió oír a la niña que levant ó la m anivela, cuando lo vio pasar, y recor-
dó babeando, pero sin m overse de la silla, sin m over la boca sino haciendo
girar la m anivela de la ort ofónica en el aire, recordó la única palabra que
había aprendido a decir en su vida y la grit ó desde la sala: “ ¡Nabo! ¡Nabo! ”

ALGUI EN D ESORD EN A ESTAS ROSAS - 1 9 5 2

Com o es dom ingo y ha dej ado de llover, pienso llevar un ram o de rosas a
m i t um ba. Rosas roj as y blancas, de las que ella cult iva para hacer alt ares y
coronas. La m añana est uvo ent rist ecida por est e invierno t acit urno y sobre-
cogedor que m e ha puest o a recordar la colina donde la gent e del pueblo
abandona sus m uert os. Es un sit io pelado, sin árboles, barrido apenas por
las m igaj as providenciales que regresan después de que el vient o ha pasa-
do. Ahora que dej ó de llover y que el sol de m ediodía debe haber endureci-
do el j abón de la cuest a, podría llegar hast a el t úm ulo en cuyo fondo reposa
m i cuerpo de niño, ahora confundido, desm enuzado ent re caracoles y raí-
ces.
Ella est á prost ernada frent e a sus sant os. Perm anece abst raída desde cuan-
do dej é de m overm e en la habit ación, después de haber fracasado en el
prim er int ent o de llegar hast a el alt ar para coger las rosas m ás encendidas
y frescas. Tal vez hoy hubiera podido hacerlo; pero la lam parit a pest añeó, y
ella, recobrada del éxt asis, levant ó la cabeza y m iró hacia el rincón donde
est á la silla. Debió pensar: “ Es ot ra vez el vient o” , porque es verdad que al-
go cruj ió j unt o al alt ar y la habit ación onduló un inst ant e, com o si hubiera
sido rem ovido el nivel de los recuerdos est ancados en ella desde hace t ant o
t iem po. Ent onces com prendí que debía aguardar una nueva ocasión para
coger las rosas, porque ella cont inuaba despiert a, m irando la silla, y habría
podido sent ir j unt o a su rost ro el rum or de m is m anos. Ahora debo esperar
a que ella abandone la habit ación, dent ro de un m om ent o, y vaya a la pieza
vecina a dorm ir la siest a m edida e invariable del dom ingo. Es posible que
ent onces pueda yo salir con las rosas para est ar de regreso ant es de que
ella vuelva a est a habit ación y se quede m irando la silla.
El dom ingo pasado fue m ás difícil. Tuve que esperar casi dos horas a que
ella cayera en el éxt asis. Parecía int ranquila, preocupada, com o si la hubie-
ra at orm ent ado la cert idum bre de que súbit am ent e su soledad en la casa se
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había vuelt o m enos int ensa. Dio varias vuelt as por el cuart o con el ram o de
rosas, ant es de abandonarlo en el alt ar. Luego salió al pasadizo, m iró aden-
t ro y se dirigió a la pieza vecina. Yo sabía que est aba buscando la lám para.
Y después cuando volvió a pasar frent e a la puert a y la vi en la claridad del
corredor con el saquit o oscuro y las m edias rosadas, m e pareció que era t o-
davía igual a la niña que hace cuarent a años se inclinó sobre m i cam a, en
est e m ism o cuart o, y dij o: “ Ahora que le han puest o los palillos, t iene los
oj os abiert os y duros” . Era igual, com o si no hubiera t ranscurrido el t iem po
desde aquella rem ot a t arde de agost o en que las m uj eres la t raj eron al
cuart o y le m ost raron el cadáver y le dij eron: “ Llora. Era com o un herm ano
t uyo” ; y ella se recost ó cont ra la pared, llorando, obedeciendo, t odavía en-
sopada por la lluvia.
Desde hace t res o cuat ro dom ingos est oy t rat ando de llegar hast a las rosas,
pero ella ha perm anecido vigilant e frent e al alt ar; vigilando las rosas con
una sobresalt ada diligencia que no le había conocido en los veint e años que
lleva de vivir en la casa. El dom ingo pasado, cuando salió a buscar la lám -
para, logré com poner un ram o con las m ej ores rosas. En ningún m om ent o
he est ado m ás cerca de realizar m i deseo. Pero cuando m e disponía a re-
gresar a la silla oí de nuevo las pisadas en el pasadizo, ordené brevem ent e
las rosas en el alt ar; y ent onces la vi aparecer en el vano de la puert a con
la lám para en alt o.
Tenía puest o el saquit o oscuro y las m edías rosadas, pero había en su ros-
t ro algo com o la fosforescencia de una revelación. No parecía ent onces la
m uj er que desde hace veint e años cult iva rosas en el huert o, sino la m ism a
niña que en aquella t arde de agost o t raj eron a la pieza vecina para que se
cam biara de ropa y que regresaba ahora con una lám para, gorda y envej e-
cida, cuarent a años después.
Mis zapat os t ienen t odavía la dura cost ra de barro que se les form ó aquella
t arde, a pesar de que perm anecieron secándose durant e veint e años j unt o
al fogón apagado. Un día fui a buscarlos. Est o fue después que clausuraron
las puert as, descolgaron del um bral el pan y el ram o de sábila, y se llevaron
los m uebles. Todos los m uebles, m enos la silla del rincón que m e ha servido
para est ar durant e t odo est e t iem po. Yo sabía que los zapat os habían sido
puest os a secar y que ni siquiera se acordaron de ellos cuando abandonaron
la casa. Por eso fui a buscarlos.
Ella volvió m uchos años después. Había t ranscurrido t ant o t iem po, que el
olor a alm izcle del cuart o se había confundido con el olor del polvo, con el
seco y m inúsculo t ufo de los insect os. Yo est aba solo en la casa, sent ado en
el rincón; esperando. Y había aprendido a dist inguir el rum or de la m adera
en descom posición, el alet eo del aire volviéndose viej o en las alcobas ce-
rradas. Ent onces fue cuando ella vino. Se había parado en la puert a con
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una m alet a en la m ano, un som brero verde y el m ism o saquit o de algodón
que no se ha quit ado desde ent onces. Era t odavía una m uchacha. No había
em pezado a engordar ni los t obillos le abult aban baj o las m edias, com o
ahora. Yo est aba cubiert o de polvo y t elaraña cuando ella abrió la puert a y
en alguna part e de la habit ación guardó silencio el grillo que había est ado
cant ando durant e veint e años. Pero a pesar de eso, a pesar de la t elaraña y
el polvo, del brusco arrepent im ient o del grillo y de la nueva edad de la re-
cién llegada, yo reconocí en ella a la niña que en aquella t orm ent osa t arde
de agost o m e acom pañó a coger nidos en el est ablo. Así com o est aba, pa-
rada en la puert a con la m alet a en la m ano y el som brero verde, parecía
com o si de pront o fuera a ponerse a grit ar, a decir lo m ism o que dij o cuan-
do m e encont raron bocarriba ent re la hierba del est ablo t odavía aferrado al
t ravesaño de la escalera rot a. Cuando ella abrió la puert a por com plet o, los
goznes cruj ieron y el polvillo del t echo se derrum bó a golpes, com o si al-
guien se hubiera puest o a m art illar en el caballet e; ent onces ella vaciló en
el m arco de claridad, int roduciendo después m edio cuerpo en la habit ación,
y dij o con la voz de quien est á llam ando a una persona dorm ida: “ ¡Niño!
¡Niño! ” Y yo perm anecí quiet o en la silla, rígido, con los pies est irados.
Creía que sólo venía a ver el cuart o pero siguió viviendo en la casa. Aireó la
habit ación y fue com o si hubiera abiert o la m alet a y de ella hubiera salido
su ant iguo olor a alm izcle. Los ot ros se llevaron los m uebles y la ropa en los
baúles. Ella sólo se había llevado los olores del cuart o, y veint e años des-
pués los t raj o de nuevo, los colocó en su lugar y reconst ruyó el alt arcillo;
igual que ant es. Su sola presencia bast ó para rest aurar lo que la im placable
laboriosidad del t iem po había dest ruido. Desde ent onces com e y duerm e en
la pieza de al lado, pero se pasa los días en ést a, conversando en silencio
con los sant os. Durant e la t arde se sient a en el m ecedor, j unt o a la puert a,
y zurce la ropa m ient ras at iende a quienes vienen a com prarle flores. Ella
se m ece siem pre m ient ras zurce la ropa. Y cuando viene alguien por un ra-
m o de rosas, guarda la m oneda en la esquina del pañuelo que se anuda a la
cint ura y dice invariablem ent e: “ Coge las de la derecha, que las de la iz-
quierda son para los sant os” .
Así ha est ado en el m ecedor durant e veint e años, zurciendo sus cosit as,
m eciéndose, m irando hacia la silla, com o si por ahora no cuidara del niño
que com part ió con ella las t ardes de la infancia, sino del niet o inválido que
est á aquí, sent ado en el rincón desde cuando la abuela t enía cinco años.
Es posible que ahora, cuando vuelva a baj ar la cabeza, pueda acercarm e a
las rosas. Si logro hacerlo iré hast a la colina, las pondré sobre el t úm ulo y
regresaré a m i silla, a esperar el día en que ella no vuelva al cuart o y cesen
los ruidos en las piezas de al lado.
Est e día habrá una t ransform ación en t odo est o, porque yo t endré que salir
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ot ra vez de la casa para avisarle a alguien que la m uj er de las rosas, la que
vive sola en la casa arruinada, est á necesit ando cuat ro hom bres que la
conduzcan a la colina. Ent onces quedaré definit ivam ent e solo en el cuart o.
Pero en cam bio ella est ará sat isfecha. Porque ese día sabrá que no era el
vient o invisible lo que t odos los dom ingos llegaba a su alt ar y le desorde-
naba las rosas.

LA N OCH E D E LOS ALCARAVAN ES - 1 9 5 3

Est ábam os sent ados, los t res, en t orno a la m esa, cuando alguien int roduj o
una m oneda en la ranura y el Wurlit zer volvió a iniciar el disco de t oda la
noche. Lo dem ás no t uvim os t iem po de pensarlo. Sucedió ant es de que re-
cordáram os dónde nos encont rábam os: ant es de que hubiéram os recobrado
el sent ido de la orient ación. Uno de nosot ros ext endió la m ano por encim a
del m ost rador, rast reando ( nosot ros no veíam os la m ano. La oíam os) , t ro-
pezó con un vaso y se quedó quiet o después, con las dos m anos descan-
sando sobre la dura superficie. Ent onces los t res nos buscam os en la som -
bra y nos encont ram os allí, en las coyunt uras de los t reint a dedos que se
am ont onaban sobre el m ost rador. Uno dij o:
- Vam os.
Y nos pusim os en pie, com o si nada hubiera sucedido. Todavía no habíam os
t enido t iem po para desconcert arnos.
En el corredor, al pasar, oím os la m úsica cercana, girando cont ra nosot ros.
Sent im os el olor a m uj eres t rist es, sent adas y esperando. Sent im os el pro-
longado vacío del corredor delant e de nosot ros, m ient ras cam inábam os
hacia la puert a, ant es de que saliera a recibirnos el ot ro olor agrio de la m u-
j er que se sent aba j unt o a la puert a. Nosot ros dij im os:
- Nos vam os.
La m uj er no respondió nada. Sent im os el cruj ido de un m ecedor, cediendo
hacia arriba, cuando ella se puso en pie. Sent im os las pisadas en la m adera
suelt a y ot ra vez el ret orno de la m uj er, cuando volvieron a cruj ir los goz-
nes y la puert a se aj ust ó a nuest ras espaldas.
Nos dim os vuelt a. Allí m ism o, det rás, había un duro aire cort ant e de m a-
drugada invisible y una voz que decía:
- Apárt ense de ahí, voy a pasar con est o.
Nos echam os hacia at rás. Y la voz volvió a decir:
- Todavía est án cont ra la puert a.
Y sólo ent onces, cuando nos habíam os m ovido hacia t odos lados y había-
m os encont rado la voz por t odas part es, dij im os:
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- No podem os salir de aquí. Los alcaravanes nos sacaron los oj os.
Después oím os abrirse varias puert as. Uno de nosot ros se solt ó de las ot ras
m anos y lo oím os arrast rarse en la som bra, vacilando, t ropezando con los
obj et os que nos rodeaban. Habló desde algún sit io de la oscuridad:
- Ya debem os est ar cerca - dij o- . Por aquí hay un olor a baúles am ont onados.
Sent im os ot ra vez el cont act o de sus m anos; nos recost am os cont ra la pa-
red y ot ra voz pasó ent onces pero en dirección cont raria.
- Pueden ser at aúdes - dij o uno de nosot ros.
El que se había arrast rado hast a el rincón y respiraba ahora a nuest ro lado
dij o:
- Son baúles. Desde pequeño aprendí a dist inguir el olor de la ropa guarda-
da.
Ent onces nos m ovim os hacia allá. El suelo era blando y liso, com o de t ierra
pisada. Alguien ext endió una m ano. Sent im os un cont act o de piel larga y
viva, pero ya no sent im os la pared del ot ro lado.
- Est o es una m uj er - dij im os.
El ot ro, el que había hablado de los baúles, dij o:
- Creo que est á durm iendo.
El cuerpo se sacudió baj o nuest ras m anos; t em bló; lo sent im os escurrirse,
pero no com o si se hubiera puest o fuera de nuest ro alcance, sino com o si
hubiera dej ado de exist ir. Sin em bargo, después de un inst ant e en que per-
m anecim os quiet os, endurecidos, recost ados hom bro cont ra hom bro, oím os
su voz.
- ¿Quién anda por ahí? - dij o.
- Som os nosot ros - respondim os sin m overnos.
Se oyó el m ovim ient o en la cam a; el cruj ir y el rast ro de los pies buscando
las pant uflas en la oscuridad. Ent onces im aginam os a la m uj er sent ada, m i-
rándonos cuando t odavía no acababa de despert ar.
- ¿Qué hacen aquí? - dij o.
Y nosot ros dij im os:
- No lo sabem os. Los alcaravanes nos sacaron los oj os.
La voz dij o que había oído algo de eso. Que los periódicos habían dicho que
t res hom bres est aban t om ando cerveza en un pat io donde había cinco o
seis alcaravanes. Siet e alcaravanes. Uno de los hom bres se puso a cant ar
com o un alcaraván, im it ándolos.
- Lo m alo fue que dio una hora ret rasada - dij o- . Fue ent onces cuando los
páj aros salt aron a la m esa y les sacaron los oj os.
Dij o que eso habían dicho los periódicos, pero que nadie les había creído.
Nosot ros dij im os:
- Si la gent e fue allá debieron ver los alcaravanes.
Y la m uj er dij o:
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- Fueron. El pat io est aba lleno de gent e, al ot ro día, pero la m uj er ya se
había llevado los alcaravanes a ot ra part e.
Cuando nos dim os la vuelt a, la m uj er dej ó de hablar. Allí est aba ot ra vez la
pared. Con sólo dar vuelt as encont rábam os la pared. En t orno a nosot ros,
cercándonos, est aba siem pre una pared. Uno volvió a solt arse de nuest ras
m anos. Lo oím os rast rear ot ra vez, olfat eando el suelo, diciendo:
- Ahora no sé por dónde andan los baúles. Creo que ya andam os por ot ra
part e.
Y nosot ros dij im os:
- Ven acá. Alguien est á aquí, j unt o a nosot ros.
Lo oím os acercarse. Lo sent im os levant arse a nuest ro lado y ot ra vez nos
golpeó su alient o t ibio en el rost ro.
- Est ira las m anos hacia allá - le dij im os- . Allí hay alguien que nos conoce.
Él debió ext ender la m ano; debió m overse hacia donde le indicam os, por-
que un inst ant e después regresó para decirnos:
- Creo que es un m uchacho.
Y le dij im os:
- Est á bien, pregúnt ale si nos conoce.
Él hizo la pregunt a. Oím os la voz apát ica y sim ple del m uchacho que decía:
- Sí los conozco. Son los t res hom bres a quienes los alcaravanes les sacaron
los oj os.
Ent onces habló una voz adult a. Una voz de m uj er que parecía est ar det rás
de una puert a cerrada, diciendo:
- Ya est ás hablando solo.
Y la voz infant il dij o despreocupadam ent e:
- No. Es que aquí est án los hom bres a quienes los alcaravanes les sacaron
los oj os.
Se oyó un ruido de goznes y luego la voz adult a, m ás cercana que la prim e-
ra vez.
- Llévalos a su casa - dij o.
Y el m uchacho dij o:
- No sé dónde viven.
Y la voz adult a dij o:
- No seas de m ala índole. Todo el m undo sabe dónde viven desde la noche
en que los alcaravanes les sacaron los oj os.
Luego siguió hablando en ot ro t ono, com o si se dirigiera a nosot ros:
- Lo que pasa es que nadie ha querido creerlo y dicen que fue una falsa not i-
cia de los periódicos para aum ent ar las vent as. Nadie ha vist o los alcarava-
nes.
Y nosot ros dij im os:
- Pero nadie m e creería si los llevo por la calle.
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Nosot ros no nos m ovíam os; est ábam os quiet os, recost ados cont ra la pared,
oyéndola. Y la m uj er dij o:
- Si ést e quiere llevarlos es dist int o. Después de t odo, nadie daría im port an-
cia a lo que dij era un m uchacho.
La voz infant il int ervino:
- Si salgo a la calle con ellos y digo que son los hom bres a quienes los alca-
ravanes les sacaron los oj os, los m uchachos m e t irarían piedras. Todo el
m undo dice por la calle que eso no puede suceder.
Hubo un inst ant e de silencio. Luego la puert a volvió a cerrarse, y el m ucha-
cho volvió a hablar:
- Adem ás, ahora est oy leyendo a Terry y los Pirat as.
Alguien nos dij o al oído:
- Voy a convencerlo.
Se arrast ró hacia donde est aba la voz.
- Eso m e gust a - dij o- . Por lo m enos, dinos qué le pasó a Terry est a sem ana.
Est á t rat ando de hacerse a su confianza, pensam os. Pero el m uchacho dij o:
- Eso no m e int eresa. Lo único que m e gust a son los colores.
- Terry est aba en un laberint o - dij im os. Y el m uchacho dij o:
- Eso fue el viernes. Hoy es dom ingo y lo que m e int eresa son los colores - y
lo dij o con la voz fría, desapasionada, indiferent e.
Cuando el ot ro regresó, dij im os:
- Llevam os com o t res días de est ar perdidos y no hem os descansado una so-
la vez.
Y uno dij o:
- Est á bien. Vam os a descansar un rat o, pero sin solt arnos de las m anos.
Nos sent am os. Un invisible sol t ibio em pezó a calent arnos en los hom bros.
Pero ni siquiera la presencia del sol nos int eresaba. La sent íam os ahí, en
cualquier part e, habiendo perdido ya la noción de las dist ancias, de la hora,
de las direcciones. Pasaron varias voces.
- Los alcaravanes nos sacaron los oj os - dij im os.
Y una de las voces dij o:
- Ést os t om aron en serio a los periódicos.
Las voces desaparecieron. Y seguim os sent ados así, hom bro cont ra hom -
bro, esperando a que en aquel pasar de voces, en aquel de im ágenes pasa-
ra un olor o una voz conocidos. El sol siguió calent ando sobre nuest ras ca-
bezas. Ent onces alguien dij o:
- Vam os ot ra vez hacia la pared.
Y los ot ros, inm óviles, con la cabeza levant ada hacia la claridad invisible:
- Todavía no. Esperem os siquiera a que el sol em piece a ardernos en la cara.

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M ON ÓLOGO D E I SABEL VI EN D O LLOVER EN M ACON D O ( 1 9 5 5 )

El invierno se precipit ó un dom ingo a la salida de m isa. La noche del sábado


había sido sofocant e. Pero aún en la m añana del dom ingo no se pensaba
que pudiera llover. Después de m isa, ant es de que las m uj eres t uviéram os
t iem po de encont rar el broche de las som brillas, sopló un vient o espeso y
oscuro que barrió en una am plia vuelt a redonda el polvo y la dura yesca de
m ayo. Alguien dij o j unt o a m í: «Es vient o de agua». Y yo lo sabía desde an-
t es. Desde cuando salim os al at rio y m e sent í est rem ecida por la viscosa
sensación en el vient re. Los hom bres corrieron hacia las casas vecinas con
una m ano en el som brero y un pañuelo en la ot ra, prot egiéndose del vient o
y la polvareda. Ent onces llovió. Y el cielo fue una sust ancia gelat inosa y gris
que alet eó a una cuart a de nuest ras cabezas.
Durant e el rest o de la m añana m i m adrast ra y yo est uvim os sent adas j unt o
al pasam ano, alegres de que la lluvia revit alizara el rom ero y el nardo se-
dient os en las m acet as después de siet e m eses de verano int enso, de polvo
abrasant e. Al m ediodía cesó la reverberación de la t ierra y un olor a suelo
rem ovido, a despiert a y renovada veget ación, se confundió con el fresco y
saludable olor de la lluvia con el rom ero. Mi padre dij o a la hora del alm uer-
zo: «Cuando llueve en m ayo es señal de que habrá buenas aguas». Son-
rient e, at ravesada por el hilo lum inoso de la nueva est ación, m i m adrast ra
le dij o: «Eso lo oíst e en el serm ón». Y m i padre sonrió. Y alm orzó con buen
apet it o y hast a t uvo una ent ret enida digest ión j unt o al pasam ano, silencio-
so, con los oj os cerrados pero sin dorm ir, com o para creer que soñaba des-
piert o.
Llovió durant e t oda la t arde en un solo t ono. En la int ensidad uniform e y
apacible se oía caer el agua com o cuando se viaj a t oda la t arde en un t ren.
Pero sin que lo advirt iéram os, la lluvia est aba penet rando dem asiado hondo
en nuest ros sent idos. En la m adrugada del lunes, cuando cerram os la puer-
t a para evit ar el vient ecillo cort ant e y helado que soplaba del pat io, nues-
t ros sent idos habían sido colm ados por la lluvia. Y en la m añana del lunes
los había rebasado. Mi m adrast ra y yo volvim os a cont em plar el j ardín. La
t ierra áspera y parda de m ayo se había convert ido durant e la noche en una
sust ancia oscura y past osa, parecida al j abón ordinario. Un chorro de agua
com enzaba a correr por ent re las m acet as. «Creo que en t oda la noche han
t enido agua de sobra», dij o m i m adrast ra. Y yo advert í que había dej ado de
sonreír y que su regocij o del día ant erior se había t ransform ado en una se-
riedad laxa y t ediosa. «Creo que sí - dij e- . Será m ej or que los guaj iros las
pongan en el corredor m ient ras escam pa». Y así lo hicieron, m ient ras la llu-
via crecía com o un árbol inm enso sobre los árboles. Mi padre ocupó el m is-
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m o sit io en que est uvo la t arde del dom ingo, pero no habló de la lluvia. Di-
j o: «Debe ser que anoche dorm í m al, porque m e ha am anecido doliendo el
espinazo». Y est uvo allí sent ado cont ra el pasam ano, con los pies en una si-
lla y la cabeza vuelt a hacia el j ardín vacío. Sólo al at ardecer, después que
se negó a alm orzar, dij o: «Es com o si no fuera a escam par nunca». Y yo m e
acordé de los m eses de calor. Me acordé de agost o, de esas siest as largas y
pasm adas en que nos echábam os a m orir baj o el peso de la hora, con la ro-
pa pegada al cuerpo por el sudor, oyendo afuera el zum bido insist ent e y
sordo de la hora sin t ranscurso. Vi las paredes lavadas, las j unt uras de la
m adera ensanchadas por el agua. Vi el j ardincillo, vacío por prim era vez, y
el j azm inero cont ra el m uro, fiel al recuerdo de m i m adre. Vi a m i padre
sent ado en el m ecedor, recost adas en una alm ohada las vért ebras dolori-
das, y los oj os t rist es, perdidos en el laberint o de la lluvia. Me acordé dé las
noches de agost o, en cuyo silencio m aravillado no se oye nada m ás que el
ruido m ilenario que hace la Tierra girando en el ej e oxidado y sin aceit ar.
Súbit am ent e m e sent í sobrecogida por una agobiadora t rist eza.
Llovió durant e t odo el lunes, com o el dom ingo. Pero ent onces parecía com o
si est uviera lloviendo de ot ro m odo, porque algo dist int o y am argo ocurría
en m i corazón. Al at ardecer dij o una voz j unt o a m i asient o: «Es aburridora
est a lluvia». Sin que m e volviera a m irar, reconocí la voz de Mart ín. Sabía
que él est aba hablando en el asient o del lado, con la m ism a expresión fría y
pasm ada que no había variado ni siquiera después de esa som bría m adru-
gada de diciem bre en que em pezó a ser m i esposo. Habían t ranscurrido cin-
co m eses desde ent onces. Ahora yo iba a t ener un hij o. Y Mart ín est aba allí,
a m i lado, diciendo que le aburría la lluvia. «Aburridora no - dij e- . Lo que m e
parece dem asiado t rist e es el j ardín vacío y esos pobres árboles que no
pueden quit arse del pat io». Ent onces m e volví a m irarlo, y ya Mart ín no es-
t aba allí. Era apenas una voz que m e decía: «Por lo vist o no piensa escam -
par nunca», y cuando m iré hacia la voz sólo encont ré la silla vacía.
El m art es am aneció una vaca en el j ardín. Parecía un prom ont orio de arcilla
en su inm ovilidad dura y rebelde, hundidas las pezuñas en el barro y la ca-
beza doblegada. Durant e la m añana los guaj iros t rat aron de ahuyent arla
con palos y ladrillos. Pero la vaca perm aneció im pert urbable, en el j ardín,
dura, inviolable, t odavía las pezuñas hundidas en el barro y la enorm e ca-
beza hum illada por la lluvia. Los guaj iros la acosaron hast a cuando la pa-
cient e t olerancia de m i padre vino en defensa suya: «Déj enla t ranquila -
dij o- . Ella se irá com o vino».
Al at ardecer del m art es el agua apret aba y dolía com o una m ort aj a en el
corazón. El fresco de la prim era m añana em pezó a convert irse en una
hum edad calient e y past osa. La t em perat ura no era fría ni calient e; era una
t em perat ura de escalofrío. Los pies sudaban dent ro de los zapat os. No se
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sabía qué era m ás desagradable, si la piel al descubiert o o el cont act o de la
ropa en la piel. En la casa había cesado t oda act ividad. Nos sent am os en el
corredor, pero ya no cont em plábam os la lluvia com o el prim er día. Ya no la
sent íam os caer. Ya no veíam os sino el cont orno de los árboles en la niebla,
en un at ardecer t rist e y desolado que dej aba en los labios el m ism o sabor
con que se despiert a después de haber soñado con una persona desconoci-
da. Yo sabía que era m art es y m e acordaba de las m ellizas de San Jeróni-
m o, de las niñas ciegas que t odas las sem anas vienen a la casa a decirnos
canciones sim ples, ent rist ecidas por el am argo y desam parado prodigio de
sus voces. Por encim a de la lluvia yo oía la cancioncilla de las m ellizas cie-
gas y las im aginaba en su casa, acuclilladas, aguardando a que cesara la
lluvia para salir a cant ar. Aquel día no llegarían las m ellizas de San Jeróni-
m o, pensaba yo, ni la pordiosera est aría en el corredor después de la sies-
t a, pidiendo, com o t odos los m art es, la et erna ram it a de t oronj il.
Ese día perdim os el orden de las com idas. Mi m adrast ra sirvió a la hora de
la siest a un plat o de sopa sim ple y un pedazo de pan rancio. Pero en reali-
dad no com íam os desde el at ardecer del lunes y creo que desde ent onces
dej am os de pensar. Est ábam os paralizados, narcot izados por la lluvia, en-
t regados al derrum bam ient o de la nat uraleza en una act it ud pacífica y re-
signada. Sólo la vaca se m ovió en la t arde. De pront o, un profundo rum or
sacudió sus ent rañas y las pezuñas se hundieron en el barro con m ayor
fuerza. Luego perm aneció inm óvil durant e m edia hora, com o si ya est uviera
m uert a, pero no pudiera caer porque se lo im pedía la cost um bre de est ar
viva, el hábit o de est ar en una m ism a posición baj o la lluvia, hast a cuando
la cost um bre fue m ás débil que el cuerpo. Ent onces dobló las pat as delant e-
ras ( levant adas t odavía en un últ im o esfuerzo agónico las ancas brillant es y
oscuras) , hundió el babeant e hocico en el lodazal y se rindió por. fin al peso
de su propia m at eria en una silenciosa, gradual y digna cerem onia de t ot al
derrum bam ient o. «Hast a ahí llegó», dij o alguien a m is espaldas. Y yo m e
volví a m irar y vi en el um bral a la pordiosera de los m art es que venía a
t ravés de la t orm ent a a pedir la ram it a de t oronj il.
Tal vez el m iércoles m e habría acost um brado a ese am bient e sobrecogedor
si al llegar a la sala no hubiera encont rado la m esa recost ada cont ra la pa-
red, los m uebles am ont onados encim a de ella, y del ot ro lado, en un para-
pet o im provisado durant e la noche, los baúles y las caj as con los ut ensilios
dom ést icos. El espect áculo m e produj o una t errible sensación de vacío. Algo
había sucedido durant e la noche. La casa est aba en desorden; los guaj iros
sin cam isa y descalzos, con los pant alones enrollados hast a las rodillas,
t ransport aban los m uebles al com edor. En la expresión de los hom bres, en
la m ism a diligencia con que t rabaj aban se advert ía la crueldad de la frus-
t rada rebeldía, de la forzosa y hum illant e inferioridad baj o la lluvia. Yo m e
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m ovía sin dirección, sin volunt ad. Me sent ía convert ida en una pradera de-
solada, sem brada de algas y líquenes, de hongos viscosos y blandos, fecun-
dada por la repugnant e flora de la hum edad y las t inieblas. Yo est aba en la
sala cont em plando el desiert o espect áculo de los m uebles am ont onados
cuando oí la voz de m i m adrast ra en el cuart o advirt iéndom e que podía
cont raer t ina pulm onía. Sólo ent onces caí en la cuent a de que el agua m e
daba a los t obillos, de que la casa est aba inundada, cubiert o el piso por una
gruesa superficie de agua viscosa y m uert a.
Al m ediodía del m iércoles no había acabado de am anecer. Y ant es de las
t res de la t arde la noche había ent rado de lleno, ant icipada y enferm iza, con
el m ism o lent o y m onót ono y despiadado rit m o de la lluvia en el pat io. Fue
un crepúsculo prem at uro, suave y lúgubre, que creció en m edio del silencio
de los guaj iros, que se acuclillaron en las sillas, cont ra las paredes, rendidos
e im pot ent es ant e el dist urbio de la nat uraleza. Ent onces fue cuando em pe-
zaron a llegar not icias de la calle. Nadie las t raía a la casa. Sim plem ent e
llegaban, precisas, individualizadas, com o conducidas por el barro líquido
que corría por las calles y arrast raba obj et os dom ést icos, cosas y cosas,
dest rozos de una rem ot a cat ást rofe, escom bros y anim ales m uert os.
Hechos ocurridos el dom ingo, cuando t odavía la lluvia era el anuncio de una
est ación providencial, t ardaron dos días en conocerse en la casa. Y el m iér-
coles llegaron las not icias, com o em puj adas por el propio dinam ism o int er-
ior de la t orm ent a. Se supo ent onces que la iglesia est aba inundada y se
esperaba su derrum bam ient o. Alguien que no t enía por qué saberlo, dij o
esa noche: «El t ren no puede pasar el puent e desde el lunes. Parece que el
río se llevó los rieles». Y se supo que una m uj er enferm a había desapareci-
do de su lecho y había sido encont rada esa t arde flot ando en el pat io.
At errorizada, poseída por el espant o y el diluvio, m e sent é en el m ecedor
con las piernas encogidas y los oj os fij os en la oscuridad húm eda y llena de
t urbios present im ient os. Mi m adrast ra apareció en el vano de la puert a, con
la lám para en alt o y la cabeza erguida. Parecía un fant asm a fam iliar ant e el
cual yo no sent ía sobresalt o alguno porque yo m ism a part icipaba de su
condición sobrenat ural. Vino hast a donde yo est aba. Aún m ant enía la cabe-
za erguida y la lám para en alt o, y chapaleaba en el agua del corredor.
«Ahora t enem os que rezar», dij o. Y yo vi su rost ro seco y agriet ado, com o
si acabara de abandonar una sepult ura o com o si est uviera fabricada en
una sust ancia dist int a de la hum ana. Est aba frent e a m í, con el rosario en la
m ano, diciendo: «Ahora t enem os que rezar. El agua rom pió las sepult uras y
los pobrecit os m uert os est án flot ando en el cem ent erio».
Tal vez había dorm ido un poco esa noche cuando despert é sobresalt ada por
un olor agrio y penet rant e com o el de los cuerpos en descom posición. Sa-
cudí con fuerza a Mart ín, que roncaba a m i lado. «¿No lo sient es?», le dij e.
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Y él dij o: «¿Qué?». Y yo dij e: «El olor. Deben ser los m uert os que est án flo-
t ando por las calles». Yo m e sent ía at errorizada por aquella idea, pero Mar-
t ín se volt eó cont ra la pared y dij o con la voz ronca y dorm ida: «Son cosas
t uyas. Las m uj eres em barazadas siem pre est án con im aginaciones».
Al am anecer del j ueves cesaron los olores, se perdió el sent ido de las dis-
t ancias. La noción del t iem po, t rast ornada desde el día ant erior, desapare-
ció por com plet o. Ent onces no hubo j ueves. Lo que debía serlo fue una cosa
física y gelat inosa que habría podido apart arse con las m anos para asom ar-
se al viernes. Allí no había hom bres ni m uj eres. Mi m adrast ra, m i padre, los
guaj iros eran cuerpos adiposos e im probables que se m ovían en el t rem edal
del invierno. Mi padre m e dij o: «No se m ueva de aquí hast a cuando no le
diga qué se hace», y su voz era lej ana e indirect a y no parecía percibirse
con los oídos sino con el t act o, que era el único sent ido que perm anecía en
act ividad.
Pero m i padre no volvió: se ext ravió en el t iem po. Así que cuando llegó la
noche llam é a m i m adrast ra para decirle que m e acom pañara al dorm it orio.
Tuve un sueño pacífico, sereno, que se prolongó a lo largo de t oda la noche.
Al día siguient e la at m ósfera seguía igual, sin color, sin olor, sin t em perat u-
ra. Tan pront o com o despert é salt é a un asient o y perm anecí inm óvil, por-
que algo m e indicaba que t odavía una zona de m i conciencia no había des-
pert ado por com plet o.
Ent onces oí el pit o del t ren. El pit o prolongado y t rist e del t ren fugándose
de la t ram ont ana. «Debe haber escam pado en alguna part e», pensé, y una
voz a m is espaldas pareció responder a m i pensam ient o: «Dónde...», dij o.
«¿Quién est á ahí?», dij e yo, m irando. Y vi a m i m adrast ra con un brazo lar-
go y escuálido hacia la pared. «Soy yo», dij o. Y yo le dij e: «¿Los oyes?». Y
ella dij o que sí, que t al vez habría escam pado en los alrededores y habían
reparado las líneas. Luego m e ent regó una bandej a con el desayuno
hum eant e. Aquello olía a salsa de aj o y a m ant eca hervida. Era un plat o de
sopa. Desconcert ada le pregunt é a m i m adrast ra por la hora. Y ella, calm a-
dam ent e, con una voz que sabía a post rada resignación, dij o: «Deben ser
las dos y m edia, m ás o m enos. El t ren no lleva ret raso después de t odo».
Yo dij e: «¡Las dos y m edia! ¡Cóm o hice para dorm ir t ant o! ». Y ella dij o: «No
has dorm ido m ucho. A lo sum o serán las t res». Y yo, t em blando, sint iendo
resbalar el plat o ent re m is m anos: «Las dos y m edia del viernes...», dij e. Y
ella, m onst ruosam ent e t ranquila: «Las dos y m edia del j ueves, hij a. Toda-
vía las dos y m edia del j ueves».
No sé cuánt o t iem po est uve hundida en aquel sonam bulism o en que los
sent idos perdieron su valor. Sólo sé que después de m uchas horas incont a-
bles oí una voz en la pieza vecina. Una voz que decía: «Ahora puedes rodar
la cam a para ese lado». Era una voz fat igada, pero no voz de enferm o, sino
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de convalecient e. Después oí el ruido de los ladrillos en el agua. Perm anecí
rígida ant es de darm e cuent a de que m e encont raba en posición horizont al.
Ent onces sent í el vacío inm enso. Sent í el t repidant e y violent o silencio de la
casa, la inm ovilidad increíble que afect aba t odas las cosas. Y súbit am ent e
sent í el corazón convert ido en una piedra helada. «Est oy m uert a - pensé- .
Dios. Est oy m uert a». Di un salt o en la cam a. Grit é: « ¡Ada, Ada! ». La voz
desabrida de Mart ín m e respondió desde del ot ro lado: «No pueden oírt e
porque ya est án afuera». Sólo ent onces m e di cuent a de que había escam -
pado y de que en t orno a nosot ros se ext endía un silencio, una t ranquilidad,
una beat it ud m ist eriosa y profunda, un est ado perfect o que debía ser m uy
parecido a la m uert e. Después se oyeron pisadas en el corredor. Se oyó una
voz clara y com plet am ent e viva. Luego un vient ecit o fresco sacudió la hoj a
de la puert a, hizo cruj ir la cerradura, y un cuerpo sólido y m om ent áneo,
com o una frut a m adura, cayó profundam ent e en la alberca del pat io. Algo
en el aire denunciaba la presencia de una persona invisible que sonreía en
la oscuridad. «Dios m ío - pensé ent onces, confundida por el t rast orno del
t iem po- . Ahora no m e sorprendería de que m e llam aran para asist ir a la m i-
sa del dom ingo pasado».

LA SI ESTA D EL M ARTES - 1 9 6 2

El t ren salió del t repidant e corredor de rocas berm ej as, penet ró en las plan-
t aciones de banano, sim ét ricas e int erm inables, y el aire se hizo húm edo y
no se volvió a sent ir la brisa del m ar. Una hum areda sofocant e ent ró por la
vent anilla del vagón. En el est recho cam ino paralelo a la vía férrea había
carret as de bueyes cargadas de racim os verdes. Al ot ro lado del cam ino, en
int em pest ivos espacios sin sem brar, había oficinas con vent iladores eléct ri-
cos, cam pam ent os de ladrillos roj os y residencias con sillas y m esit as blan-
cas en las t errazas, ent re palm eras y rosales polvorient os. Eran las once de
la m añana y aún no había em pezado el calor.
- Es m ej or que subas el vidrio - dij o la m uj er- . El pelo se t e va a llenar de
carbón.
La niña t rat ó de hacerlo pero la persiana est aba bloqueada por óxido.
Eran los únicos pasaj eros en el escuet o vagón de t ercera clase. Com o el
hum o de la locom ot ora siguió ent rando por la vent anilla, la niña abandonó
el puest o y puso en su lugar los únicos obj et os que llevaban: una bolsa de
m at erial plást ico con cosas de com er y un ram o de flores envuelt o en papel
de periódicos. Se sent ó en el asient o opuest o, alej ada de la vent anilla, de
frent e a su m adre. Am bas guardaban un lut o riguroso y pobre.
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La niña t enía doce años y era la prim era vez que viaj aba. La m uj er parecía
dem asiado viej a para ser su m adre, a causa de las venas azules en los pár-
pados y del cuerpo pequeño, blando y sin form as, en un t raj e cort ado com o
una sot ana. Viaj aba con la colum na vert ebral firm em ent e apoyada cont ra el
espaldar del asient o, sost eniendo en el regazo con am bas m anos una cart e-
ra de charol desconchado. Tenía la serenidad escrupulosa de la gent e acos-
t um brada a la pobreza.
A las doce había em pezado el calor. El t ren se det uvo diez m inut os en una
est ación sin pueblo para abast ecerse de agua. Afuera, en el m ist erioso si-
lencio de las plant aciones, la som bra t enía un aspect o lim pio. Pero el aire
est ancado dent ro del vagón olía a cuero sin curt ir. El t ren no volvió a acele-
rar. Se det uvo en dos pueblos iguales, con casas de m adera pint adas de co-
lores vivos. La m uj er inclinó la cabeza y se hundió en el sopor. La niña se
quit ó los zapat os. Después fue a los servicios sanit arios a poner en agua el
ram o de flores m uert as.
Cuando volvió al asient o la m adre la esperaba para com er. Le dio un peda-
zo de queso, m edio bollo de m aíz y una gallet a dulce, y sacó para ella de la
bolsa de m at erial plást ico una ración igual. Mient ras com ían, el t ren at rave-
só m uy despacio un puent e de hierro y pasó de largo por un pueblo igual a
los ant eriores, sólo que en ést e había una m ult it ud en la plaza. Una banda
de m úsicos t ocaba una pieza alegre baj o el sol aplast ant e. Al ot ro lado del
pueblo, en una llanura cuart eada por la aridez, t erm inaban las plant aciones.
La m uj er dej ó de com er.
- Pont e los zapat os - dij o.
La niña m iró hacia el ext erior. No vio nada m ás que la llanura desiert a por
donde el t ren em pezaba a correr de nuevo, pero m et ió en la bolsa el últ im o
pedazo de gallet a y se puso rápidam ent e los zapat os. La m uj er le dio la
peinet a.
- Péinat e - dij o.
El t ren em pezó a pit ar m ient ras la niña se peinaba. La m uj er se secó el su-
dor del cuello y se lim pió la grasa de la cara con los dedos. Cuando la niña
acabó de peinarse el t ren pasó frent e a las prim eras casas de un pueblo
m ás grande pero m ás t rist e que los ant eriores.
- Si t ienes ganas de hacer algo, hazlo ahora - dij o la m uj er- . Después, aun-
que t e est és m uriendo de sed no t om es agua en ninguna part e. Sobre t odo,
no vayas a llorar.
La niña aprobó con la cabeza. Por la vent anilla ent raba un vient o ardient e y
seco, m ezclado con el pit o de la locom ot ora y el est répit o de los viej os va-
gones. La m uj er enrolló la bolsa con el rest o de los alim ent os y la m et ió en
la cart era. Por un inst ant e, la im agen t ot al del pueblo, en el lum inoso m ar-
t es de agost o, resplandeció en la vent anilla. La niña envolvió las flores en
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los periódicos em papados, se apart ó un poco m ás de la vent anilla y m iró fi-
j am ent e a su m adre. Ella le devolvió una expresión apacible. El t ren acabó
de pit ar y dism inuyó la m archa. Un m om ent o después se det uvo.
No había nadie en la est ación. Del ot ro lado de la calle, en la acera som -
breada por los alm endros, sólo est aba abiert o el salón de billar. El pueblo
flot aba en el calor. La m uj er y la niña descendieron del t ren, at ravesaron la
est ación abandonada cuyas baldosas em pezaban a cuart earse por la pre-
sión de la hierba, y cruzaron la calle hast a la acera de som bra.
Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la sies-
t a. Los alm acenes, las oficinas públicas, la escuela m unicipal, se cerraban
desde las once y no volvían a abrirse hast a un poco ant es de las cuat ro,
cuando pasaba el t ren de regreso. Sólo perm anecían abiert os el hot el frent e
a la est ación, su cant ina y su salón de billar, y la oficina del t elégrafo a un
lado de la plaza. Las casas, en su m ayoría const ruidas sobre el m odelo de la
com pañía bananera, t enían las puert as cerradas por dent ro y las persianas
baj as. En algunas hacía t ant o calor que sus habit ant es alm orzaban en el pa-
t io. Ot ros recost aban un asient o a la som bra de los alm endros y hacían la
siest a en plena calle.
Buscando siem pre la prot ección de los alm endros la m uj er y la niña pene-
t raron en el pueblo sin pert urbar la siest a. Fueron direct am ent e a la casa
cural. La m uj er raspó con la uña la red m et álica de la puert a, esperó un ins-
t ant e y volvió a llam ar. En el int erior zum baba un vent ilador eléct rico. No se
oyeron los pasos. Se oyó apenas el leve cruj ido de una puert a y en seguida
una voz caut elosa m uy cerca de la red m et álica: “ ¿Quién es?” La m uj er t ra-
t ó de ver a t ravés de la red m et álica.
- Necesit o al padre - dij o.
- Ahora est á durm iendo.
- Es urgent e - insist ió la m uj er.
Su voz t enía una t enacidad reposada.
La puert a se ent reabrió sin ruido y apareció una m uj er m adura y regordet a,
de cut is m uy pálido y cabellos color de hierro. Los oj os parecían dem asiado
pequeños det rás de los gruesos crist ales de los lent es.
- Sigan - dij o, y acabó de abrir la puert a.
Ent raron en una sala im pregnada de un viej o olor de flores. La m uj er de la
casa las conduj o hast a un escaño de m adera y les hizo señas de que se
sent aran. La niña lo hizo, pero su m adre perm aneció de pie, absort a, con la
cart era apret ada en las dos m anos. No se percibía ningún ruido det rás del
vent ilador eléct rico.
La m uj er de la casa apareció en la puert a del fondo.
- Dice que vuelvan después de las t res - dij o en voz m uy baj a- . Se acost ó
hace cinco m inut os.
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- El t ren se va a las t res y m edia - dij o la m uj er.
Fue una réplica breve y segura, pero la voz seguía siendo apacible, con m u-
chos m at ices. La m uj er de la casa sonrió por prim era vez.
- Bueno - dij o.
Cuando la puert a del fondo volvió a cerrarse la m uj er se sent ó j unt o a su
hij a. La angost a sala de espera era pobre, ordenada y lim pia. Al ot ro lado
de una baranda de m adera que dividía la habit ación había una m esa de t ra-
baj o, sencilla, con un t apet e de hule, y encim a de la m esa una m áquina de
escribir prim it iva j unt o a un vaso con flores. Det rás est aban los archivos pa-
rroquiales. Se not aba que era un despacho arreglado por una m uj er solt era.
La puert a del fondo se abrió y est a vez apareció el sacerdot e lim piando los
lent es con un pañuelo. Sólo cuando se los puso pareció evident e que era
herm ano de la m uj er que había abiert o la puert a.
- ¿Qué se le ofrece? - pregunt ó.
- Las llaves del cem ent erio - dij o la m uj er.
La niña est aba sent ada con las flores en el regazo y los pies cruzados baj o
el escaño. El sacerdot e la m iró, después m iró a la m uj er y después, a t ra-
vés de la red m et álica de la vent ana, el cielo brillant e y sin nubes.
- Con est e calor… - dij o- . Han podido esperar a que baj ara el sol.
La m uj er m ovió la cabeza en silencio. El sacerdot e pasó del ot ro lado de la
baranda, ext raj o del arm ario un cuaderno forrado de hule, un plum ero de
palo y un t int ero, y se sent ó a la m esa. El pelo que le falt aba en la cabeza
le sobraba en las m anos.
- ¿Qué t um ba van a visit ar? - pregunt ó.
- La de Carlos Cent eno - dij o la m uj er.
- ¿Quién?
- Carlos Cent eno - repit ió la m uj er.
El padre siguió sin ent ender.
- Es el ladrón que m at aron aquí la sem ana pasada - dij o la m uj er en el m is-
m o t ono- . Yo soy su m adre.
El sacerdot e la escrut ó. Ella lo m iró fij am ent e, con un dom inio reposado, y
el padre se ruborizó. Baj ó la cabeza para escribir. A m edida que llenaba la
hoj a pedía a la m uj er los dat os de su ident idad, y ella respondía sin vacila-
ción, con det alles precisos, com o si est uviera leyendo. El padre em pezó a
sudar. La niña se desabot onó la t rabilla del zapat o izquierdo, se descalzó el
t alón y lo apoyó en el cont rafuert e. Hizo lo m ism o con el derecho.
Todo había em pezado el lunes de la sem ana ant erior, a las t res de la m a-
drugada y a pocas cuadras de allí. La señora Rebeca, una viuda solit aria
que vivía en una casa llena de cachivaches, sint ió a t ravés del rum or de la
llovizna que alguien t rat aba de forzar desde afuera la puert a de la calle. Se
levant ó, buscó a t ient as en el ropero un revólver arcaico que nadie había
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disparado desde los t iem pos del coronel Aureliano Buendía, y fue a la sala
sin encender las luces. Orient ándose no t ant o por el ruido de la cerradura
com o por un t error desarrollado en ella por veint iocho años de soledad, lo-
calizó en la im aginación no sólo el sit io donde est aba la puert a sino la alt ura
exact a de la cerradura. Agarró el arm a con las dos m anos, cerró los oj os y
apret ó el gat illo. Era la prim era vez en su vida que disparaba un revólver.
I nm ediat am ent e después de la det onación no sint ió nada m ás que el m ur-
m ullo de la llovizna en el t echo de cinc. Después percibió un golpecit o m e-
t álico en el andén de cem ent o y una voz m uy baj a, apacible, pero t errible-
m ent e fat igada: “ Ay, m i m adre” . El hom bre que am aneció m uert o frent e a
la casa, con la nariz despedazada, vest ía una franela a rayas de colores, un
pant alón ordinario con una soga en lugar de cint urón, y est aba descalzo.
Nadie lo conocía en el pueblo.
- De m anera que se llam aba Carlos Cent eno - m urm uró el padre cuando aca-
bó de escribir.
- Cent eno Ayala - dij o la m uj er- . Era el único varón.
El sacerdot e volvió al arm ario. Colgadas de un clavo en el int erior de la
puert a había dos llaves grandes y oxidadas, com o la niña im aginaba y com o
im aginaba la m adre cuando era niña y com o debió im aginar el propio sa-
cerdot e alguna vez que eran las llaves de San Pedro. Las descolgó, las puso
en el cuaderno abiert o sobre la baranda y m ost ró con el índice un lugar en
la página escrit a, m irando a la m uj er.
- Firm e aquí.
La m uj er garabat eó su nom bre, sost eniendo la cart era baj o la axila. La niña
recogió las flores, se dirigió a la baranda arrast rando los zapat os y observó
at ent am ent e a su m adre.
El párroco suspiró.
- ¿Nunca t rat ó de hacerlo ent rar por el buen cam ino?
La m uj er cont est ó cuando acabó de firm ar:
- Era un hom bre m uy bueno.
El sacerdot e m iró alt ernat ivam ent e a la m uj er y a la niña y com probó con
una especie de piadoso est upor que no est aban a punt o de llorar. La m uj er
cont inuó inalt erable:
- Yo le decía que nunca robara nada que le hiciera falt a a alguien para co-
m er, y él m e hacía caso. En cam bio, ant es, cuando boxeaba, pasaba hast a
t res días en la cam a post rado por los golpes.
- Se t uvo que sacar t odos los dient es - int ervino la niña.
- Así es - confirm ó la m uj er- . Cada bocado que m e com ía en ese t iem po m e
sabía a los porrazos que le daban a m i hij o los sábados a la noche.
- La volunt ad de Dios es inescrut able - dij o el padre.
Pero lo dij o sin m ucha convicción, en part e porque la experiencia lo había
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vuelt o un poco escépt ico, y en part e por el calor. Les recom endó que se
prot egieran la cabeza para evit ar la insolación. Les indicó bost ezando y ya
casi com plet am ent e dorm ido, cóm o debían hacer para encont rar la t um ba
de Carlos Cent eno. Al regreso no t enían que t ocar. Debían m et er la llave
por debaj o de la puert a, y poner allí m ism o, si t enían, una lim osna para la
iglesia. La m uj er escuchó las explicaciones con at ención, pero dio las gra-
cias sin sonreír.
Desde ant es de abrir la puert a de la calle el padre se dio cuent a de que
había alguien m irando hacia adent ro, las narices aplast adas cont ra la red
m et álica. Era un grupo de niños. Cuando la puert a se abrió por com plet o los
niños se dispersaron. A esa hora, de ordinario, no había nadie en la calle.
Ahora no sólo est aban los niños. Había grupos baj o los alm endros. El padre
exam inó la calle dist orsionada por la reverberación, y ent onces com prendió.
Suavem ent e volvió a cerrar la puert a.
- Esperen un m inut o - dij o, sin m irar a la m uj er.
Su herm ana apareció en la puert a del fondo, con una chaquet a negra sobre
la cam isa de dorm ir y el cabello suelt o en los hom bros. Miró al padre en si-
lencio.
- ¿Qué fue? - pregunt ó él.
- La gent e se ha dado cuent a.
- Es m ej or que salgan por la puert a del pat io - dij o el padre.
- Es lo m ism o - dij o su herm ana- . Todo el m undo est á en las vent anas.
La m uj er parecía no haber com prendido hast a ent onces. Trat ó de ver la ca-
lle a t ravés de la red m et álica. Luego le quit ó el ram o de flores a la niña y
em pezó a m overse hacia la puert a. La niña la siguió.
- Esperen a que baj e el sol - dij o el padre.
- Se van a derret ir - dij o su herm ana, inm óvil en el fondo de la sala- . Espé-
rense y les prest o una som brilla.
- Gracias - replicó la m uj er- . Así vam os bien.
Tom ó a la niña de la m ano y salió a la calle.

UN D Í A D E ESTOS - 1 9 6 2

El lunes am aneció t ibio y sin lluvia. Don Aurelio Escobar, dent ist a sin t ít ulo
y buen m adrugador, abrió su gabinet e a las seis. Sacó de la vidriera una
dent adura post iza m ont ada aún en el m olde de yeso y puso sobre la m esa
un puñado de inst rum ent os que ordenó de m ayor a m enor, com o en una
exposición. Llevaba una cam isa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un
bot ón dorado, y los pant alones sost enidos con cargadores elást icos. Era rí-
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gido, enj ut o, con una m irada que raras veces correspondía a la sit uación,
com o la m irada de los sordos.
Cuando t uvo las cosas dispuest as sobre la m esa, rodó la fresa hacia el sillón
de resort es y se sent ó a pulir la dent adura post iza. Parecía no pensar en lo
que hacía, pero t rabaj aba con obst inación, pedaleando en la fresa incluso
cuando no se servía de ella.
Después de las ocho hizo una pausa para m irar el cielo por la vent ana y vio
dos gallinazos pensat ivos que se secaban al sol en el caballet e de la casa
vecina. Siguió t rabaj ando con la idea de que ant es del alm uerzo volvería a
llover. La voz dest em plada de su hij o de once años lo sacó de su abst rac-
ción.
- Papá.
- Qué.
- Dice el alcalde que si le sacas una m uela.
- Dile que no est oy aquí.
Est aba puliendo un dient e de oro. Lo ret iró a la dist ancia del brazo y lo
exam inó con los oj os a m edio cerrar. En la salit a de espera volvió a grit ar
su hij o.
- Dice que sí est ás porque t e est á oyendo.
El dent ist a siguió exam inando el dient e. Sólo cuando lo puso en la m esa con
los t rabaj os t erm inados, dij o:
- Mej or.
Volvió a operar la fresa. De una caj it a de cart ón donde guardaba las cosas
por hacer, sacó un puent e de varias piezas y em pezó a pulir el oro.
- Papá.
- Qué.
Aún no había cam biado de expresión.
- Dice que si no le sacas la m uela t e pega un t iro.
Sin apresurarse, con un m ovim ient o ext rem adam ent e t ranquilo, dej ó de
pedalear en la fresa, la ret iró del sillón y abrió por com plet o la gavet a infe-
rior de la m esa. Allí est aba el revólver.
- Bueno - dij o- . Dile que venga a pegárm elo.
Hizo girar el sillón hast a quedar de frent e a la puert a, la m ano apoyada en
el borde de la gavet a. El alcalde apareció en el um bral. Se había afeit ado la
m ej illa izquierda, pero en la ot ra, hinchada y dolorida, t enía una barba de
cinco días. El dent ist a vio en sus oj os m archit os m uchas noches de deses-
peración. Cerró la gavet a con la punt a de los dedos y dij o suavem ent e:
- Siént ese.
- Buenos días - dij o el alcalde.
- Buenos - dij o el dent ist a.
Mient ras hervían los inst rum ent os, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal
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de la silla y se sint ió m ej or. Respiraba un olor glacial. Era un gabinet e po-
bre: una viej a silla de m adera, la fresa de pedal, y una vidriera con pom os
de loza. Frent e a la silla, una vent ana con un cancel de t ela hast a la alt ura
de un hom bre. Cuando sint ió que el dent ist a se acercaba, afirm ó los t alones
y abrió la boca.
Don Aurelio Escobar le m ovió la cara hacia la luz. Después de observar la
m uela dañada, aj ust ó la m andíbula con una caut elosa presión de los dedos.
- Tiene que ser sin anest esia - dij o.
- ¿Por qué?
- Porque t iene un absceso.
El alcalde lo m iró en los oj os.
- Est á bien - dij o, y t rat ó de sonreír. El dent ist a no le correspondió. Llevó a la
m esa de t rabaj o la cacerola con los inst rum ent os hervidos y los sacó del
agua con unas pinzas frías, t odavía sin apresurarse. Después rodó la escu-
pidera con la punt a del zapat o y fue a lavarse las m anos en el aguam anil.
Hizo t odo sin m irar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vist a.
Era una cordal inferior. El dent ist a abrió las piernas y apret ó la m uela con el
gat illo calient e. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó t oda su
fuerza en los pies y sint ió un vacío helado en los riñones, pero no solt ó un
suspiro. El dent ist a sólo m ovió la m uñeca. Sin rencor, m ás bien con una
am arga t ernura, dij o:
- Aquí nos paga veint e m uert os, t enient e.
El alcalde sint ió un cruj ido de huesos en la m andíbula y sus oj os se llenaron
de lágrim as. Pero no suspiró hast a que no sint ió salir la m uela. Ent onces la
vio a t ravés de las lágrim as. Le pareció t an ext raña a su dolor, que no pudo
ent ender la t ort ura de sus cinco noches ant eriores. I nclinado sobre la escu-
pidera, sudoroso, j adeant e, se desabot onó la guerrera y buscó a t ient as el
pañuelo en el bolsillo del pant alón. El dent ist a le dio un t rapo lim pio.
- Séquese las lágrim as - dij o.
El alcalde lo hizo. Est aba t em blando. Mient ras el dent ist a se lavaba las m a-
nos, vio el cielo raso desfondado y una t elaraña polvorient a con huevos de
araña e insect os m uert os. El dent ist a regresó secándose las m anos.
- Acuést ese - dij o- y haga buches de agua de sal. - El alcalde se puso de pie,
se despidió con un displicent e saludo m ilit ar y se dirigió a la puert a est iran-
do las piernas, sin abot onarse la guerrera.
- Me pasa la cuent a - dij o.
- ¿A ust ed o al m unicipio?
El alcalde no lo m iró. Cerró la puert a, y dij o, a t ravés de la red m et álica:
- Es la m ism a vaina.

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EN ESTE PUEBLO N O H AY LAD RON ES - 1 9 6 2

Dám aso regresó al cuart o con los prim eros gallos. Ana, su m uj er, encint a
de seis m eses, lo esperaba sent ada en la cam a, vest ida y con zapat os. La
lám para de pet róleo em pezaba a ext inguirse. Dám aso com prendió que su
m uj er no había dej ado de esperarlo un segundo en t oda la noche, y que
aún en ese m om ent o, viéndolo frent e a ella, cont inuaba esperando. Le hizo
un gest o t ranquilizador que ella no respondió. Fij ó los oj os asust ados en el
bult o de t ela roj a que él llevaba en la m ano, apret ó los labios y se puso a
t em blar. Dám aso la asió por el corpiño con una violencia silenciosa. Exhala-
ba un t ufo agrio.
Ana se dej ó levant ar casi en vilo. Luego descargó t odo el peso del cuerpo
hacia adelant e, llorando cont ra la franela a rayas coloradas de su m arido, y
lo t uvo abrazado por los riñones hast a cuando logró dom inar la crisis.
- Me dorm í sent ada - dij o- , de pront o abrieron la puert a y t e em puj aron de-
nt ro del cuart o, bañado en sangre.
Dám aso la separó sin decir nada. La volvió a sent ar en la cam a. Después le
puso el envolt orio en el regazo y salió a orinar al pat io. Ent onces ella solt ó
los nudos y vio: eran t res bolas de billar, dos blancas y una roj a, sin brillo,
est ropeadas por los golpes.
Cuando volvió al cuart o, Dám aso la encont ró en una cont em plación int riga-
da.
- ¿Y est o para qué sirve? - pregunt ó Ana.
Él se encogió de hom bros.
- Para j ugar billar.
Volvió a hacer los nudos y guardó el envolt orio con la ganzúa im provisada,
la lint erna de pilas y el cuchillo, en el fondo del baúl. Ana se acost ó de cara
a la pared sin quit arse la ropa. Dám aso se quit ó sólo los pant alones. Est ira-
do en la cam a, fum ando en la oscuridad, t rat ó de ident ificar algún rast ro de
su avent ura en los susurros dispersos de la m adrugada, hast a que se dio
cuent a de que su m uj er est aba despiert a.
- ¿En qué piensas?
- En nada - dij o ella.
La voz, de ordinario m at izada de regist ros barit onales, parecía m ás densa
por el rencor. Dám aso dio una últ im a chupada al cigarrillo y aplast ó la coli-
lla en el piso de t ierra.
- No había nada m ás - suspiró- . Est uve adent ro com o una hora.
- Han debido pegart e un t iro - dij o ella.
Dám aso se est rem eció. - Maldit a sea - dij o, golpeando con los nudillos
el m arco de m adera de la cam a. Buscó a t ient as, en el suelo, los cigarrillos
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y los fósforos.
- Tienes ent rañas de burro - dij o Ana- . Has debido t ener en cuent a que yo
est aba aquí sin poder dorm ir, creyendo que t e t raían m uert o cada vez que
había un ruido en la calle. - Y agregó con un suspiro- : Y t odo eso para salir
con t res bolas de billar.
- En la gavet a no había sino veint icinco cent avos.
- Ent onces no has debido t raer nada.
- El problem a era ent rar - dij o Dám aso- . No podía venirm e con las m anos
vacías.
- Hubieras cogido cualquier ot ra cosa.
- No había nada m ás - dij o Dám aso.
- En ninguna part e hay t ant as cosas com o en el salón de billar.
- Así parece - dij o Dám aso- . Pero después, cuando uno est á allá adent ro, se
pone a m irar las cosas y a regist rar por t odos lados y se da cuent a de que
no hay nada que sirva.
Ella hizo un largo silencio. Dám aso la im aginó con los oj os abiert os, t rat an-
do de encont rar algún obj et o de valor en la oscuridad de la m em oria.
- Tal vez - dij o.
Dám aso volvió a fum ar. El alcohol lo abandonaba en ondas concént ricas y él
asum ía de nuevo el peso, el volum en y la responsabilidad de su cuerpo.
- Había un gat o allá adent ro - dij o- . Un enorm e gat o blanco.
Ana se volt eó, apoyó el vient re abult ado cont ra el vient re de su m arido, y le
m et ió la pierna ent re las rodillas. Olía a cebolla.
- ¿Est abas m uy asust ado?
- ¿Yo?
- Tú - dij o Ana- . Dicen que los hom bres t am bién se asust an.
Él la sint ió sonreír, y sonrió.
- Un poco - dij o- . No podía aguant ar las ganas de orinar.
Se dej ó besar sin corresponder. Luego, conscient e de los riesgos pero sin
arrepent im ient o, com o evocando los recuerdos de un viaj e, le cont ó los
porm enores de su avent ura.
Ella habló después de un largo silencio.
- Fue una locura.
- Todo es cuest ión de em pezar - dij o Dám aso, cerrando los oj os- . Adem ás,
para ser la prim era vez la cosa no salió t an m al.

El sol calent ó t arde. Cuando Dám aso despert ó, hacía rat o que su m uj er es-
t aba levant ada. Met ió la cabeza en el chorro del pat io y la t uvo allí varios
m inut os, hast a que acabó de despert ar. El cuart o form aba part e de una ga-
lería de habit aciones iguales e independient es, con un pat io com ún at rave-
sado por alam bres de secar ropa. Cont ra la pared post erior, separados del
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pat io por un t abique de lat a, Ana había inst alado un anafe para cocinar y
calent ar las planchas, y una m esit a para com er y planchar. Cuando vio
acercarse a su m arido puso a un lado la ropa planchada y quit ó las planchas
de hierro del anafe para calent ar el café. Era m ayor que él, de piel m uy pá-
lida, y sus m ovim ient os t enían esa suave eficacia de la gent e acost um brada
a la realidad.
Desde la niebla de su dolor de cabeza, Dám aso com prendió que su m uj er
quería decirle algo con la m irada. Hast a ent onces no había puest o at ención
a las voces del pat io.
- No han hablado de ot ra cosa en t oda la m añana - m urm uró Ana, sirviéndo-
se el café- . Los hom bres se fueron para allá desde hace rat o.
Dám aso com probó que los hom bres y los niños habían desaparecido del pa-
t io. Mient ras t om aba el café, siguió en silencio la conversación de las m uj e-
res que colgaban la ropa al sol. Al final encendió un cigarrillo y salió de la
cocina.
- Teresa - llam ó.
Una m uchacha con la ropa m oj ada, adherida al cuerpo, respondió al llam a-
do.
- Ten cuidado - dij o Ana. La m uchacha se acercó.
- ¿Qué es lo que pasa? - pregunt ó Dám aso.
- Que se m et ieron en el salón de billar y cargaron con t odo - dij o la m ucha-
cha.
Parecía m inuciosam ent e inform ada. Explicó cóm o desm ant elaron el est able-
cim ient o, pieza por pieza, hast a llevarse la m esa de billar. Hablaba con t an-
t a convicción que Dám aso no pudo creer que no fuera ciert o.
- Mierda - dij o, de regreso a la cocina.
Ana se puso a cant ar ent re dient es. Dám aso recost ó un asient o cont ra la
pared del pat io, procurando reprim ir la ansiedad. Tres m eses ant es, cuando
cum plió 20 años, el bigot e lineal, cult ivado no sólo con un secret o espírit u
de sacrificio sino t am bién con ciert a t ernura, puso un t oque de m adurez en
su rost ro pet rificado por la viruela. Desde ent onces se sint ió adult o. Pero
aquella m añana, con los recuerdos de la noche ant erior flot ando en la cié-
naga de su dolor de cabeza, no encont raba por dónde em pezar a vivir.
Cuando acabó de planchar, Ana repart ió la ropa lim pia en dos bult os iguales
y se dispuso a salir a la calle.
- No t e dem ores - dij o Dám aso.
- Com o siem pre.
La siguió hast a el cuart o.
- Ahí t e dej o la cam isa de cuadros - dij o Ana- . Es m ej or que no t e vuelvas a
poner la franela. - Se enfrent ó a los diáfanos oj os de gat o de su m arido- . No
sabem os si alguien t e vio.
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Dám aso se secó en el pant alón el sudor de las m anos.
- No m e vio nadie.
- No sabem os - repit ió Ana. Cargaba un bult o de ropa en cada brazo- . Ade-
m ás, es m ej or que no salgas. Espera prim ero que yo dé una vuelt ecit a por
allá, com o quien no quiere la cosa.
No se hablaba de nada dist int o en el pueblo. Ana t uvo que escuchar varias
veces, en versiones diferent es y cont radict orias, los porm enores del m ism o
episodio. Cuando acabó de repart ir la ropa, en vez de ir al m ercado com o
t odos los sábados, fue direct am ent e a la plaza.
No encont ró frent e al salón de billar t ant a gent e com o im aginaba. Algunos
hom bres conversaban a la som bra de los alm endros. Los sirios habían
guardado sus t rapos de colores para alm orzar, y los alm acenes parecían
cabecear baj o los t oldos de lona. Un hom bre dorm ía desparram ado en un
m ecedor, con la boca y las piernas y los brazos abiert os, en la sala del
hot el. Todo est aba paralizado en el calor de las doce.
Ana siguió de largo por el salón de billar, y al pasar por el solar baldío si-
t uado frent e al puert o se encont ró con la m ult it ud. Ent onces recordó algo
que Dám aso le había cont ado, que t odo el m undo sabía pero que sólo los
client es del est ablecim ient o podían t ener present e: la puert a post erior del
salón de billar daba al solar baldío. Un m om ent o después, prot egiéndose el
vient re con los brazos, se encont ró confundida con la m ult it ud, los oj os fij os
en la puert a violada. El candado est aba int act o, pero una de las argollas
había sido arrancada com o una m uela. Ana cont em pló por un m om ent o los
est ragos de aquel t rabaj o solit ario y m odest o, y pensó en su m arido con un
sent im ient o de piedad.
- ¿Quién fue?
No se at revió a m irar en t orno suyo.
- No se sabe - le respondieron- . Dicen que fue un forast ero.
- Tuvo que ser - dij o una m uj er a sus espaldas- . En est e pueblo no hay la-
drones. Todo el m undo conoce a t odo el m undo.
Ana volvió la cabeza.
- Así es - dij o sonriendo. Est aba em papada en sudor. A su lado había un
hom bre m uy viej o con arrugas profundas en la nuca.
- ¿Cargaron con t odo? - pregunt ó ella.
- Doscient os pesos y las bolas de billar - dij o el viej o. La exam inó con una
at ención fuera de lugar- . Dent ro de poco habrá que dorm ir con los oj os
abiert os.
Ana apart ó la m irada.
- Así es - volvió a decir. Se puso un t rapo en la cabeza, alej ándose, sin poder
sort ear la im presión de que el viej o la seguía m irando.
Durant e un cuart o de hora, la m ult it ud bloqueada en el solar observó una
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conduct a respet uosa, com o si hubiera un m uert o det rás de la puert a viola-
da. Después se agit ó, giró sobre sí m ism a, y desem bocó en la plaza.
El propiet ario del salón de billar est aba en la puert a, con el alcalde y dos
agent es de la policía. Baj o y redondo, los pant alones sost enidos por la sola
presión del est óm ago y con unos ant eoj os com o los que hacen los niños,
parecía invest ido de una dignidad ext enuant e.
La m ult it ud lo rodeó. Apoyada cont ra la pared, Ana escuchó sus inform acio-
nes hast a que la m ult it ud em pezó a dispersarse. Después regresó al cuart o,
congest ionada por la sofocación, en m edio de una bulliciosa m anifest ación
de vecinos.
Est irado en la cam a, Dám aso se había pregunt ado m uchas veces cóm o hizo
Ana la noche ant erior para esperarlo sin fum ar. Cuando la vio ent rar, son-
rient e, quit ándose de la cabeza el t rapo em papado en sudor, aplast ó el ci-
garrillo casi ent ero en el piso de t ierra, en m edio de un reguero de colillas,
y esperó con m ayor ansiedad.
- ¿Ent onces?
Ana se arrodilló frent e a la cam a.
- Que adem ás de ladrón eres em bust ero - dij o.
- ¿Por qué?
- Porque m e dij ist e que no había nada en la gavet a.
Dám aso frunció las cej as.
- No había nada.
- Había doscient os pesos - dij o Ana.
- Es m ent ira - replicó él, levant ando la voz. Sent ado en la cam a recobró el
t ono confidencial- . Sólo había veint icinco cent avos.
La convenció.
- Es un viej o bandido - dij o Dám aso, apret ando los puños- . Se est á buscando
que le desbarat e la cara.
Ana rió con franqueza.
- No seas brut o.
Tam bién él acabó por reír. Mient ras se afeit aba, su m uj er lo inform ó de lo
que había logrado averiguar. La policía buscaba a un forast ero.
- Dicen que llegó el j ueves y que anoche lo vieron dando vuelt as por el puer-
t o - dij o- . Dicen que no han podido encont rarlo por ninguna part e. - Dám aso
pensó en el forast ero que no había vist o nunca y por un inst ant e sospechó
de él con una convicción sincera.
- Puede ser que se haya ido - dij o Ana.
Com o siem pre, Dám aso necesit ó t res horas para arreglarse. Prim ero fue la
t alla m ilim ét rica del bigot e. Después el baño en el chorro del pat io. Ana si-
guió paso a paso, con un fervor que nada había quebrant ado desde la no-
che en que lo vio por prim era vez, el laborioso proceso de su peinado.
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Cuando lo vio m irándose al espej o para salir, con la cam isa de cuadros ro-
j os, Ana se encont ró m adura y desarreglada. Dám aso ej ecut ó frent e a ella
un paso de boxeo con la elast icidad de un profesional. Ella lo agarró por las
m uñecas.
- ¿Tienes m oneda?
- Soy rico - cont est ó Dám aso de buen hum or- . Tengo los doscient os pesos.
Ana se volt eó hacia la pared, sacó del seno un rollo de billet es, y le dio un
peso a su m arido, diciendo:
- Tom a, Jorge Negret e.
Aquella noche, Dám aso est uvo en la plaza con el grupo de sus am igos. La
gent e que llegaba del cam po con product os para vender en el m ercado del
dom ingo, colgaba t oldos en m edio de los puest os de frit uras y las m esas de
lot ería, y desde la prim a noche se les oía roncar. Los am igos de Dám aso no
parecían m ás int eresados por el robo del salón de billar que por la t ransm i-
sión radial del cam peonat o de béisbol, que no podrían escuchar esa noche
por est ar cerrado el est ablecim ient o. Hablando de béisbol, sin ponerse de
acuerdo ni ent erarse previam ent e del program a, ent raron al cine.
Daban una película de Cant inflas. En la prim era fila de la galería, Dám aso
rió sin rem ordim ient os. Se sent ía convalecient e de sus em ociones. Era una
buena noche de j unio, y en los inst ant es vacíos en que sólo se percibía la
llovizna del proyect or, pesaba sobre el cine sin t echo el silencio de las es-
t rellas.
De pront o, las im ágenes de la pant alla palidecieron y hubo un est répit o en
el fondo de la plat ea. En la claridad repent ina, Dám aso se sint ió descubiert o
y señalado, y t rat ó de correr. Pero en seguida vio al público de la plat ea,
paralizado, y a un agent e de la policía, el cint urón enrollado en la m ano,
que golpeaba rabiosam ent e a un hom bre con la pesada hebilla de cobre.
Era un negro m onum ent al. Las m uj eres em pezaron a grit ar, y el agent e que
golpeaba al negro em pezó a grit ar por encim a de los grit os de las m uj eres:
“ ¡Rat ero! ¡Rat ero! ” El negro se rodó por ent re el reguero de sillas, persegui-
do por dos agent es que lo golpearon en los riñones hast a que pudieron t ra-
barlo por la espalda. Luego el que lo había azot ado le am arró los codos por
det rás con la correa y los t res lo em puj aron hacia la puert a. Las cosas su-
cedieron con t ant a rapidez, que Dám aso sólo com prendió lo ocurrido cuan-
do el negro pasó j unt o a él, con la cam isa rot a y la cara em badurnada de
un am asij o de polvo, sudor y sangre, sollozando: “ Asesinos, asesinos.”
Después encendieron las luces y se reanudó la película.
Dám aso no volvió a reír. Vio ret azos de una hist oria descosida, fum ando sin
pausas hast a que se encendió la luz y los espect adores se m iraron ent re sí,
com o asust ados de la realidad. “ Qué buena” , exclam ó alguien a su lado.
Dám aso no lo m iró.
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- Cant inflas es m uy bueno - dij o.
La corrient e lo llevó hast a la puert a. Las vendedoras de com ida, cargadas
de t rast os, regresaban a casa. Eran m ás de las once, pero había m ucha
gent e en la calle esperando a que salieran del cine para inform arse de la
capt ura del negro.
Aquella noche Dám aso ent ró al cuart o con t ant a caut ela que cuando Ana lo
advirt ió ent re sueños fum aba el segundo cigarrillo, est irado en la cam a.
- La com ida est á en el rescoldo - dij o ella.
- No t engo ham bre - dij o Dám aso.
Ana suspiró.
- Soñé que Nora est aba haciendo m uñecos de m ant equilla - dij o, t odavía sin
despert ar. De pront o cayó en la cuent a de que había dorm ido sin quererlo y
se volvió hacia Dám aso, ofuscada, frot ándose los oj os.
- Cogieron al forast ero - dij o.
Dám aso se dem oró para hablar.
- ¿Quién dij o?
- Lo cogieron en el cine - dij o Ana- . Todo el m undo est á por aquellos lados.
Cont ó una versión desfigurada de la capt ura. Dám aso no la rect ificó.
- Pobre hom bre - suspiró Ana.
- Pobre por qué - prot est ó Dám aso, excit ado- . ¿Quisieras ent onces que fuera
yo el que est uviera en el cepo?
Ella lo conocía dem asiado para replicar. Lo sint ió fum ar, respirando com o
un asm át ico, hast a que cant aron los prim eros gallos. Después lo sint ió le-
vant ado, t rasegando por el cuart o en un t rabaj o oscuro que parecía m ás del
t act o que de la vist a. Después lo sint ió raspar el suelo debaj o de la cam a
por m ás de un cuart o de hora, y después lo sint ió desvest irse en la oscuri-
dad, t rat ando de no hacer ruido, sin saber que ella no había dej ado de ayu-
darlo un inst ant e al hacerle creer que est aba dorm ida. Algo se m ovió en lo
m ás prim it ivo de sus inst int os. Ana supo ent onces que Dám aso había est a-
do en el cine, y com prendió por qué acababa de ent errar las bolas de billar
debaj o de la cam a.
El salón se abrió el lunes y fue invadido por una client ela exalt ada. La m esa
de billar había sido cubiert a con un paño m orado que le im prim ió al est able-
cim ient o un caráct er funerario. Pusieron un let rero en la pared: “ No hay
servicio por falt a de bolas.” La gent e ent raba a leer el let rero com o si fuera
una novedad. Algunos perm anecían frent e a él, releyéndolo con una devo-
ción indescifrable.
Dám aso est uvo ent re los prim eros client es. Había pasado una part e de su
vida en los escaños dest inados a los espect adores del billar y allí est uvo
desde que volvieron a abrirse las puert as. Fue algo t an difícil pero t an m o-
m ent áneo com o un pésam e. Le dio una palm adit a en el hom bro al propiet a-
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rio por encim a del m ost rador, y le dij o:
- Qué vaina, don Roque.
El propiet ario sacudió la cabeza con una sonrisit a de aflicción, suspirando:
“ Ya ves.” Y siguió at endiendo a la client ela, m ient ras Dám aso, inst alado en
uno de los t aburet es del m ost rador, cont em plaba la m esa espect ral baj o el
sudario m orado.
- Qué raro - dij o.
- Es verdad - confirm ó un hom bre en el t aburet e vecino- . Parece que est uvié-
ram os en sem ana sant a.
Cuando la m ayoría de los client es se fue a alm orzar, Dám aso m et ió una
m oneda en el t ocadiscos aut om át ico y seleccionó un corrido m exicano cuya
colocación en el t ablero conocía de m em oria. Don Roque t rasladaba m esit as
y sillet as al fondo del salón.
- ¿Qué hace? - le pregunt ó Dám aso.
- Voy a poner baraj as - cont est ó don Roque- . Hay que hacer algo m ient ras
llegan las bolas.
Moviéndose casi a t ient as, con una silla en cada brazo, parecía un viudo re-
cient e.
- ¿Cuándo llegan? - pregunt ó Dám aso.
- Ant es de un m es, espero.
- Para ent onces habrán aparecido las ot ras - dij o Dám aso.
Don Roque observó sat isfecho la hilera de m esit as.
- No aparecerán - dij o, secándose la frent e con la m anga- . Tienen al negro
sin com er desde el sábado y no ha querido decir dónde est án. - Midió a Dá-
m aso a t ravés de los crist ales em pañados por el sudor.- Est oy seguro de
que las echó al río.
Dám aso se m ordisqueó los labios.
- ¿Y los doscient os pesos?
- Tam poco - dij o don Roque- . Sólo le encont raron t reint a.
Se m iraron a los oj os. Dám aso no habría podido explicar su im presión de
que aquella m irada est ablecía ent re él y don Roque una relación de com pli-
cidad. Esa t arde, desde el lavadero, Ana lo vio llegar dando salt it os de
boxeador. Lo siguió hast a el cuart o.
- List o - dij o Dám aso- . El viej o est á t an resignado que encargó bolas nuevas.
Ahora es cuest ión de esperar que nadie se acuerde.
- ¿Y el negro?
- No es nada - dij o Dám aso, alzándose de hom bros- . Si no le encuent ran las
bolas t ienen que solt arlo.
Después de la com ida, se sent aron a la puert a de la calle y est uvieron con-
versando con los vecinos hast a que se apagó el parlant e del cine. A la hora
de acost arse Dám aso est aba excit ado.
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- Se m e ha ocurrido el m ej or negocio del m undo - dij o.
Ana com prendió que él había m olido un m ism o pensam ient o desde el at ar-
decer.
- Me voy de pueblo en pueblo - cont inuó Dám aso- . Me robo las bolas de billar
en uno y las vendo en el ot ro. En t odos los pueblos hay un salón de billar.
- Hast a que t e peguen un t iro.
- Qué t iro ni qué t iro - dij o él- . Eso no se ve sino en las películas. - Plant ado
en la m it ad del cuart o se ahogaba en su propio ent usiasm o. Ana em pezó a
desvest irse, en apariencia indiferent e, pero en realidad oyéndolo con una
at ención com pasiva.
- Me voy a com prar una hilera de vest idos - dij o Dám aso, y señaló con el ín-
dice un ropero im aginario del t am año de la pared- . Desde aquí hast a allí. Y
adem ás cincuent a pares de zapat os.
- Dios t e oiga - dij o Ana.
Dám aso fij ó en ella una m irada seria.
- No t e int eresan m is cosas - dij o.
- Est án m uy lej os para m í - dij o Ana. Apagó la lám para, se acost ó cont ra la
pared, y agregó con una am argura ciert a- : Cuando t ú t engas t reint a años
yo t endré cuarent a y siet e.
- No seas boba - dij o Dám aso.
Se palpó los bolsillos en busca de los fósforos.
- Tú t am poco t endrás que aporrear m ás ropa - dij o, un poco desconcert ado.
Ana le dio fuego. Miró la llam a hast a que el fósforo se ext inguió, y t iró la
ceniza. Est irado en la cam a, Dám aso siguió hablando.
- ¿Sabes de qué hacen las bolas de billar?
Ana no respondió.
- De colm illos de elefant es - prosiguió él- . Son t an difíciles de encont rar que
se necesit a un m es para que vengan. ¿Te das cuent a?
- Duérm et e - lo int errum pió Ana- . Tengo que levant arm e a las cinco.
Dám aso había vuelt o a su est ado nat ural. Pasaba la m añana en la cam a,
fum ando, y después de la siest a em pezaba a arreglarse para salir. Por la
noche escuchaba en el salón de billar la t ransm isión radial del cam peonat o
de béisbol. Tenía la virt ud de olvidar sus proyect os con t ant o ent usiasm o
com o necesit aba para concebirlos.
- ¿Tienes plat a? - pregunt ó el sábado a su m uj er.
- Once pesos - respondió ella. Y agregó suavem ent e- : Es la plat a del cuart o.
- Te propongo un negocio.
- ¿Qué?
- Prést am elos.
- Hay que pagar el cuart o.
- Se paga después.
80
Ana sacudió la cabeza. Dám aso la agarró por la m uñeca y le im pidió que se
levant ara de la m esa, donde acababan de desayunar.
- Es por pocos días - dij o acariciándole el brazo con una t ernura dist raída- .
Cuando venda las bolas t endrem os plat a para t odo.
Ana no cedió. Esa noche, en el cine, Dám aso no le quit ó la m ano del hom -
bro ni siquiera cuando conversó con sus am igos en el int erm edio. Vieron la
película a ret azos. Al final, Dám aso est aba im pacient e.
- Ent onces t endré que robarm e la plat a - dij o.
Ana se encogió de hom bros.
- Le daré un garrot azo al prim ero que encuent re - dij o Dám aso em puj ándola
por ent re la m ult it ud que abandonaba el cine- . Así m e llevarán a la cárcel
por asesino.
Ana sonrió en su int erior. Pero cont inuó inflexible. A la m añana siguient e,
después de una noche t orm ent osa, Dám aso se vist ió con una urgencia os-
t ensible y am enazant e. Pasó j unt o a su m uj er, gruñendo:
- No vuelvo m ás nunca.
Ana no pudo reprim ir un ligero t em blor.
- Feliz viaj e - grit ó.
Después del port azo em pezó para Dám aso un dom ingo vacío e int erm ina-
ble. La vist osa cacharrería del m ercado público y las m uj eres vest idas de
colores brillant es que salían con sus niños de la m isa de ocho, ponían t o-
ques alegres en la plaza, pero el aire em pezaba a endurecerse de calor.
Pasó el día en el salón de billar. Un grupo de hom bres j ugó a las cart as en
la m añana y ant es del alm uerzo hubo una afluencia m om ent ánea. Pero era
evident e que el est ablecim ient o había perdido su at ract ivo. Sólo al anoche-
cer, cuando em pezaba la t ransm isión del béisbol, recobraba un poco de su
ant igua anim ación.
Después de que cerraron el salón, Dám aso se encont ró sin rum bo en una
plaza que parecía desangrarse. Descendió por la calle paralela al puert o, si-
guiendo el rast ro de una m úsica alegre y rem ot a. Al final de la calle había
una sala de baile enorm e y escuet a, adornada con guirnaldas de papel des-
colorido y al fondo de la sala una banda de m úsicos sobre una t arim a de
m adera. Adent ro flot aba un sofocant e olor a carm ín de labios.
Dám aso se inst aló en el m ost rador. Cuando t erm inó la pieza, el m uchacho
que t ocaba los plat illos en la banda recogió m onedas ent re los hom bres que
habían bailado. Una m uchacha abandonó su parej a en el cent ro del salón y
se acercó a Dám aso.
- Qué hubo, Jorge Negret e.
Dám aso la sent ó a su lado. El cant inero, em polvado y con un clavel en la
orej a, pregunt ó en falset e:
- ¿Qué t om an?
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La m uchacha se dirigió a Dám aso.
- ¿Qué t om am os?
- Nada.
- Es por cuent a m ía.
- No es eso - dij o Dám aso- . Tengo ham bre.
- Lást im a - suspiró el cant inero- . Con esos oj os.
Pasaron al com edor en el fondo de la sala. Por la form a del cuerpo la m u-
chacha parecía excesivam ent e j oven, pero la cost ra de polvo y coloret e y el
barniz de los labios im pedían conocer su verdadera edad. Después de co-
m er, Dám aso la siguió al cuart o, al fondo de un pat io oscuro donde se sen-
t ía la respiración de los anim ales dorm idos. La cam a est aba ocupada por un
niño de pocos m eses envuelt o en t rapos de colores. La m uchacha puso los
t rapos en una caj a de m adera, acost ó al niño dent ro, y luego puso la caj a
en el suelo.
- Se lo van a com er los rat ones - dij o Dám aso.
- No se lo com en - dij o ella.
Se cam bió el t raj e roj o por ot ro m ás descot ado con grandes flores am ari-
llas.
- ¿Quién es el papá? - pregunt ó Dám aso.
- No t engo la m enor idea - dij o ella. Y después, desde la puert a- : Vuelvo en
seguida.
La oyó cerrar el candado. Fum ó varios cigarrillos, t endido boca arriba y con
la ropa puest a. El lienzo de la cam a vibraba al com pás del bam bo. No supo
en qué m om ent o se durm ió. Al despert ar, el cuart o parecía m ás grande en
el vacío de la m úsica.
La m uchacha se est aba desvist iendo frent e a la cam a.
- ¿Qué hora es?
- Com o las cuat ro - dij o ella- . ¿No ha llorado el niño?
- Creo que no - dij o Dám aso.
La m uchacha se acost ó m uy cerca de él, escrut ándolo con los oj os ligera-
m ent e desviados m ient ras le desabot onaba la cam isa. Dám aso com prendió
que ella había est ado bebiendo en serio. Trat ó de apagar la lám para.
- Déj ala así - dij o ella- . Me encant a m irart e los oj os.
El cuart o se llenó de ruidos rurales desde el am anecer. El niño lloró. La m u-
chacha lo llevó a la cam a y le dio de m am ar, cant ando ent re dient es una
canción de t res not as, hast a que t odos se durm ieron. Dám aso no se dio
cuent a de que la m uchacha despert ó hacia las siet e, salió del cuart o y re-
gresó sin el niño.
- Todo el m undo se va para el puert o - dij o.
Dám aso t uvo la sensación de no haber dorm ido m ás de una hora en t oda la
noche.
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- ¿A qué?
- A ver al negro que se robó las bolas - dij o ella- . Hoy se lo llevan.
Dám aso encendió un cigarrillo.
- Pobre hom bre - suspiró la m uchacha.
- Pobre por qué - dij o Dám aso- . Nadie lo obligó a ser rat ero.
La m uchacha pensó un m om ent o con la cabeza apoyada en su pecho. Dij o
en voz m uy baj a:
- No fue él.
- Quién dij o.
- Yo lo sé - dij o ella- . La noche que se m et ieron en el salón de billar el negro
est aba con Gloria, y pasó t odo el día siguient e en su cuart o hast a por la no-
che. Después vinieron diciendo que lo habían cogido en el cine.
- Gloria se lo puede decir a la policía.
- El negro se lo dij o - dij o ella- . El alcalde vino donde Gloria, volt eó el cuart o
al derecho y al revés, y dij o que la iba a llevar a la cárcel por cóm plice. Al
fin se arregló por veint e pesos.
Dám aso se levant ó ant es de las ocho.
- Quédat e - le dij o la m uchacha- . Voy a m at ar una gallina para el alm uerzo.
Dám aso sacudió la peinilla en la palm a de la m ano ant es de guardársela en
el bolsillo post erior del pant alón.
- No puedo - dij o, at rayendo a la m uchacha por las m uñecas. Ella se había
lavado la cara, y era en verdad m uy j oven, con unos oj os grandes y negros
que le daban un aire desam parado. Lo abrazó por la cint ura.
- Quédat e - insist ió.
- ¿Para siem pre?
Ella se ruborizó ligeram ent e, y lo separó.
- Em bust ero - dij o.

Ana se sent ía agot ada aquella m añana. Pero se cont agió de la excit ación del
pueblo. Recogió m ás a prisa que de cost um bre la ropa para lavar esa se-
m ana, y se fue al puert o a presenciar el em barque del negro. Una m ult it ud
im pacient e esperaba frent e a las lanchas list as para zarpar. Allí est aba Dá-
m aso.
Ana lo hurgó con los índices por los riñones.
- ¿Qué haces aquí? - pregunt ó Dám aso dando un salt o.
- Vine a despedirt e - dij o Ana.
Dám aso golpeó con los nudillos un post e del alum brado público.
- Maldit a sea - dij o.
Después de encender el cigarrillo arroj ó al río la caj et illa vacía. Ana sacó
ot ra del corpiño y se la m et ió en el bolsillo de la cam isa. Dám aso sonrió por
prim era vez.
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- Eres burra - dij o.
- Ja, j a - hizo Ana.
Poco después em barcaron al negro. Lo llevaron por el m edio de la plaza, las
m uñecas am arradas a la espalda con una soga t irada por un agent e de la
policía. Ot ros dos agent es arm ados de fusiles cam inaban a su lado. Est aba
sin cam isa, el labio inferior part ido y una cej a hinchada, com o un boxeador.
Esquivaba las m iradas de la m ult it ud con una dignidad pasiva. En la puert a
del salón de billar, donde se había concent rado la m ayor cant idad de públi-
co para part icipar de los dos ext rem os del espect áculo, el propiet ario lo vio
pasar m oviendo la cabeza. El rest o de la gent e lo observó con una especie
de fervor.
La lancha zarpó en seguida. El negro iba en el t echo, am arrado de pies y
m anos a un t am bor de pet róleo. Cuando la lancha dio la vuelt a en la m it ad
del río y pit ó por últ im a vez, la espalda del negro lanzó un dest ello.
- Pobre hom bre - m urm uró Ana.
- Crim inales - dij o alguien cerca de ella- . Un ser hum ano no puede aguant ar
t ant o sol.
Dám aso localizó la voz en una m uj er ext raordinariam ent e gorda, y em pezó
a m overse hacia la plaza.
- Hablas m ucho - susurró al oído de Ana- . Lo único que falt a es que t e pon-
gas a grit ar el cuent o.
Ella lo acom pañó hast a la puert a del billar.
- Por lo m enos anda a cam biart e - le dij o al abandonarlo- . Pareces un pordio-
sero.
La novedad había llevado al salón una client ela alborot ada. Trat ando de
at ender a t odos, don Roque servía a varias m esas al m ism o t iem po. Dám a-
so esperó a que pasara j unt o a él.
- ¿Quiere que lo ayude?
Don Roque le puso enfrent e m edia docena de bot ellas de cerveza con los
vasos em bocados en el cuello.
- Gracias, hij o.
Dám aso llevó las bot ellas a la m esa. Tom ó varios pedidos, y siguió t rayendo
y llevando bot ellas, hast a que la client ela se fue a alm orzar. Por la m adru-
gada, cuando volvió al cuart o, Ana com prendió que había est ado bebiendo.
Le cogió la m ano y se la puso en el vient re de ella.
- Tient a aquí - le dij o- . ¿No sient es?
Dám aso no dio ninguna m uest ra de ent usiasm o.
- Ya est á vivo - dij o Ana- . Se pasa la noche dándom e pat adit as por dent ro.
Pero él no reaccionó. Concent rado en sí m ism o, salió al día siguient e m uy
t em prano y no volvió hast a la m edianoche. Así t ranscurrió la sem ana. En
los escasos m om ent os que pasaba en la casa, fum ando acost ado, esquivaba
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la conversación. Ana ext rem ó su solicit ud. En ciert a ocasión, al principio de
su vida en com ún, él se había com port ado de igual m odo, y ent onces ella
no lo conocía t ant o com o para no int ervenir. Acaballado sobre ella en la
cam a, Dám aso la había golpeado hast a hacerla sangrar.
Est a vez esperó. Por la noche ponía j unt o a la lám para una caj et illa de ciga-
rrillos, sabiendo que él era capaz de soport ar el ham bre y la sed, pero no la
necesidad de fum ar. Por fin, a m ediados de j ulio, Dám aso regresó al cuart o
al at ardecer. Ana se inquiet ó, pensando que él debía est ar m uy at urdido
cuando venía a buscarla a esa hora. Com ieron sin hablar. Pero ant es de
acost arse, Dám aso est aba ofuscado y blando, y dij o espont áneam ent e:
- Me quiero ir.
- ¿Para dónde?
- Para cualquier part e.
Ana exam inó el cuart o. Las carát ulas de revist as que ella m ism a había re-
cort ado y pegado en las paredes hast a em papelarlas por com plet o con lit o-
grafías de act ores de cine, est aban gast adas y sin color. Había perdido la
cuent a de los hom bres que paulat inam ent e, de t ant o m irarlos desde la ca-
m a, se habían ido llevando esos colores.
- Est ás aburrido conm igo - dij o.
- No es eso - dij o Dám aso- . Es est e pueblo.
- Es un pueblo com o t odos.
- No se pueden vender las bolas.
- Dej a esas bolas t ranquilas - dij o Ana- . Mient ras Dios m e dé fuerzas para
aporrear ropa no t endrás que andar avent urando. - Y agregó suavem ent e
después de una pausa- : No sé cóm o se t e ocurrió m et ert e en eso.
Dám aso t erm inó el cigarrillo ant es de hablar.
- Era t an fácil que no m e explico cóm o no se le ocurrió a nadie - dij o.
- Por la plat a - adm it ió Ana- . Pero nadie hubiera sido t an brut o de t raerse las
bolas.
- Fue sin pensarlo - dij o Dám aso- . Ya m e venía cuando las vi det rás del m os-
t rador, m et idas en su caj it a, y pensé que era m ucho t rabaj o para venirm e
con las m anos vacías.
- La m ala hora - dij o Ana.
Dám aso experim ent aba una sensación de alivio.
- Y m ient ras t ant o no llegan las nuevas - dij o- . Mandaron decir que ahora son
m ás caras y don Roque dice que así no es negocio. - Encendió ot ro cigarrillo,
y m ient ras hablaba sent ía que su corazón se iba desocupando de una m at e-
ria oscura.
Cont ó que el propiet ario había decidido vender la m esa de billar. No valía
m ucho. El paño rot o por las audacias de los aprendices había sido rem en-
dado con cuadros de diferent es colores y era necesario cam biarlo por com -
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plet o. Mient ras t ant o, los client es del salón, que habían envej ecido en t orno
al billar, no t enían ahora m ás diversión que las t ransm isiones del cam peo-
nat o de béisbol.
- Tot al - concluyó Dám aso- , que sin quererlo nos t iram os al pueblo.
- Sin ninguna gracia - dij o Ana.
- La sem ana ent rant e se acaba el cam peonat o - dij o Dám aso.
- Y eso no es lo peor. Lo peor es el negro.
Acost ada en su hom bro, com o en los prim eros t iem pos, sabía en qué est aba
pensando su m arido. Esperó a que t erm inara el cigarrillo. Después, con voz
caut elosa, dij o:
- Dám aso.
- ¿Qué pasa?
- Devuélvelas.
Él encendió ot ro cigarrillo.
- Eso es lo que est oy pensando hace días - dij o- . Pero la vaina es que no en-
cuent ro cóm o.
Así que decidieron abandonar las bolas en un lugar público. Ana pensó lue-
go que eso resolvía el problem a del salón de billar, pero dej aba pendient e el
del negro. La policía habría podido int erpret ar el hallazgo de m uchos m odos
sin absolverlo. No descart aba t am poco el riesgo de que las bolas fueran en-
cont radas por alguien que en vez de devolverlas se quedara con ellas para
negociarlas.
- Ya que se van a hacer las cosas - concluyó Ana- , es m ej or hacerlas bien
hechas.
Desent erraron las bolas. Ana las envolvió en periódicos, cuidando de que el
envolt orio no revelara la form a del cont enido, y las guardó en el baúl.
- Es cosa de esperar una ocasión - dij o.
Pero en espera de la ocasión t ranscurrieron dos sem anas. La noche del 20
de agost o - dos m eses después del asalt o- Dám aso encont ró a don Roque
sent ado det rás del m ost rador, sacudiéndose los zancudos con un abanico
de palm a. Su soledad parecía m ás int ensa con la radio apagada.
- Te lo dij e - exclam ó don Roque con un ciert o alborozo por el pronóst ico
cum plido- . Est o se fue al caraj o.
Dám aso puso una m oneda en el t ocadiscos aut om át ico. El volum en de la
m úsica y el sist em a de colores del aparat o le parecieron una ruidosa prueba
de su lealt ad. Pero t uvo la im presión de que don Roque no lo advirt ió. En-
t onces acercó un asient o y t rat ó de consolarlo con argum ent os ofuscados
que el propiet ario t rit uraba sin em oción, al com pás negligent e de su abani-
co.
- No hay nada que hacer - decía- . El cam peonat o de béisbol no podía durar
t oda la vida.
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- Pero pueden aparecer las bolas.
- No aparecerán.
- El negro no pudo habérselas com ido.
- La policía buscó por t odas part es - dij o don Roque con una cert idum bre de-
sesperant e- . Las echó al río.
- Puede suceder un m ilagro.
- Déj at e de ilusiones, hij o - replicó don Roque- . Las desgracias son com o un
caracol. ¿Tú crees en los m ilagros?
- A veces - dij o Dám aso.
Cuando abandonó el est ablecim ient o aún no habían salido del cine. Los diá-
logos enorm es y rot os del parlant e resonaban en el pueblo apagado, y en
las pocas casas que perm anecían abiert as había algo de provisional. Dám a-
so erró un m om ent o por los lados del cine. Después fue al salón de baile.
La banda t ocaba por un solo client e que bailaba con dos m uj eres al t iem po.
Las ot ras, j uiciosam ent e sent adas cont ra la pared, parecían a la espera de
una cart a. Dám aso ocupó una m esa, hizo señal al cant inero de que le sir-
viera una cerveza, y la bebió en la bot ella con breves pausas para respirar,
observando com o a t ravés de un vidrio al hom bre que bailaba con las dos
m uj eres. Era m ás pequeño que ellas.
A la m edianoche llegaron las m uj eres que est aban en el cine, perseguidas
por un grupo de hom bres. La am iga de Dám aso, que hacía part e del grupo,
abandonó a los ot ros y se sent ó a su m esa.
Dám aso no la m iró. Se había t om ado m edia docena de cervezas y cont i-
nuaba con la vist a fij a en el hom bre que ahora bailaba con t res m uj eres,
pero sin ocuparse de ellas, divert ido con las filigranas de sus propios pies.
Parecía feliz, y era evident e que habría sido aun m ás feliz si adem ás de las
piernas y los brazos hubiera t enido una cola.
- No m e gust a ese t ipo - dij o Dám aso.
- Ent onces no lo m ires - dij o la m uchacha.
Pidió un t rago al cant inero. La pist a em pezó a llenarse de parej as, pero el
hom bre de las t res m uj eres siguió sint iéndose solo en el salón. En una vuel-
t a se encont ró con la m irada de Dám aso, im prim ió m ayor dinam ism o a su
baile, y le m ost ró en una sonrisa sus dient ecillos de conej o. Dám aso sost u-
vo la m irada sin parpadear, hast a que el hom bre se puso serio y le volvió la
espalda.
- Se cree m uy alegre - dij o Dám aso.
- Es m uy alegre - dij o la m uchacha- . Siem pre que viene al pueblo coge la
m úsica por su cuent a, com o t odos los agent es viaj eros.
Dám aso volvió hacia ella los oj os desviados.
- Ent onces vét e con él - dij o- . Donde com en t res com en cuat ro.
Sin replicar, ella apart ó la cara hacia la pist a de baile, t om ando el t rago a
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sorbos lent os. El t raj e am arillo pálido acent uaba su t im idez.
Bailaron la t anda siguient e. Al final, Dám aso est aba denso.
- Me est oy m uriendo de ham bre - dij o la m uchacha, llevándolo por el brazo
hacia el m ost rador- . Tú t am bién t ienes que com er. - El hom bre alegre venía
con las t res m uj eres en sent ido cont rario.
- Oiga - le dij o Dám aso.
El hom bre le sonrió sin det enerse. Dám aso se solt ó del brazo de su com pa-
ñera y le cerró el paso.
- No m e gust an sus dient es.
El hom bre palideció, pero seguía sonriendo.
- A m í t am poco - dij o.
Ant es de que la m uchacha pudiera im pedirlo, Dám aso le descargó un puñe-
t azo en la cara y el hom bre cayó sent ado en el cent ro de la pist a. Ningún
client e int ervino. Las t res m uj eres abrazaron a Dám aso por la cint ura, gri-
t ando, m ient ras su com pañera lo em puj aba hacia el fondo del salón. El
hom bre se incorporaba con la cara descom puest a por la im presión. Salt ó
com o un m ono en el cent ro de la pist a y grit ó:
- ¡Que siga la m úsica!
Hacia las dos, el salón est aba casi vacío, y las m uj eres sin client es em peza-
ron a com er. Hacía calor. La m uchacha llevó a la m esa un plat o de arroz
con frij oles y carne frit a, y com ió t odo con una cuchara. Dám aso la m iraba
con una especie de est upor. Ella t endió hacia él una cucharada de arroz.
- Abre la boca.
Dám aso apoyó el m ent ón en el pecho y sacudió la cabeza.
- Eso es para las m uj eres - dij o- . Los m achos no com em os.
Tuvo que apoyar las m anos en la m esa para levant arse. Cuando recobró el
equilibrio, el cant inero est aba cruzado de brazos frent e a él.
- Son nueve con ochent a - dij o- . Est e convent o no es del gobierno.
Dám aso lo apart ó.
- No m e gust an los m aricas - dij o.
El cant inero lo agarró por la m anga, pero a una señal de la m uchacha lo de-
j ó pasar, diciendo:
- Pues no sabes lo que t e pierdes.
Dám aso salió dando t um bos. El brillo m ist erioso del río baj o la luna abrió
una hendij a de lucidez en su cerebro. Pero se cerró en seguida. Cuando vio
la puert a de su cuart o, al ot ro lado del pueblo, Dám aso t uvo la cert idum bre
de haber dorm ido cam inando. Sacudió la cabeza. De un m odo confuso pero
urgent e se dio cuent a de que a part ir de ese inst ant e t enía que vigilar cada
uno de sus m ovim ient os. Em puj ó la puert a con cuidado para im pedir que
cruj ieran los goznes.
Ana lo sint ió regist rando el baúl. Se volt eó cont ra la pared para evit ar la luz
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de la lám para, pero luego se dio cuent a de que su m arido no se est aba des-
vist iendo. Un golpe de clarividencia la sent ó en la cam a. Dám aso est aba
j unt o al baúl, con el envolt orio de las bolas y la lint erna en la m ano.
Se puso el índice en los labios.
Ana salt ó de la cam a. - Est as loco - susurró corriendo hacia la puert a. Rápi-
dam ent e pasó la t ranca. Dám aso se guardó la lint erna en el bolsillo del pan-
t alón j unt o con el cuchillit o y la lim a afilada, y avanzó hacia ella con el en-
volt orio apret ado baj o el brazo. Ana apoyó la espalda cont ra la puert a.
- De aquí no sales m ient ras yo est é viva - m urm uró.
Dám aso t rat ó de apart arla.
- Quít at e - dij o.
Ana se agarró con las dos m anos al m arco de la puert a. Se m iraron a los
oj os sin parpadear.
- Eres un burro - m urm uró Ana- . Lo que Dios t e dio en oj os t e lo quit ó en se-
sos.
Dám aso la agarró por el cabello, t orció la m uñeca y le hizo baj ar la cabeza,
diciendo con los dient es apret ados:
- Te dij e que t e quit aras.
Ana lo m iró de lado con el oj o t orcido com o el de un buey baj o el yugo. Por
un m om ent o se sint ió invulnerable al dolor, y m ás fuert e que su m arido,
pero él siguió t orciéndole el cabello hast a que se le at ragant aron las lágri-
m as.
- Me vas a m at ar el m uchacho en la barriga - dij o.
Dám aso la llevó casi en vilo hast a la cam a. Al sent irse libre, ella le salt ó por
la espalda, lo t rabó con las piernas y los brazos, y am bos cayeron en la ca-
m a. Habían em pezado a perder fuerzas por la sofocación.
- Grit o - susurró Ana cont ra su oído- . Si t e m ueves m e pongo a grit ar.
Dám aso bufó en una cólera sorda, golpeándole las rodillas con el envolt orio
de las bolas. Ana lanzó un quej ido y afloj ó las piernas pero volvió a abra-
zarse a su cint ura para im pedirle que llegara a la puert a. Ent onces em pezó
a suplicar.
- Te prom et o que yo m ism a las llevo m añana - decía- . Las pondré sin que
nadie se dé cuent a.
Cada vez m ás cerca de la puert a, Dám aso le golpeaba las m anos con las
bolas. Ella lo solt aba por m om ent os m ient ras pasaba el dolor. Después lo
abrazaba de nuevo y seguía suplicando.
- Puedo decir que fui yo - decía- . Así com o est oy no pueden m et erm e en el
cepo.
Dám aso se liberó.
- Te va a ver t odo el pueblo - dij o Ana- . Eres t an brut o que no t e das cuent a
de que hay luna clara. - Volvió a abrazarlo ant es de que acabara de quit ar la
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t ranca. Ent onces, con los oj os cerrados, lo golpeó en el cuello y en la cara,
casi grit ando- : Anim al, anim al. - Dám aso t rat ó de prot egerse, y ella se abra-
zó a la t ranca y se la arrebat ó de las m anos. Le lanzó un golpe a la cabeza.
Dám aso lo esquivó, y la t ranca sonó en el hueso de su hom bro com o un
crist al.
- Put a - grit ó.
En ese m om ent o no se preocupaba por no hacer ruido. La golpeó en la ore-
j a con el revés del puño, y sint ió el quej ido profundo y el denso im pact o del
cuerpo cont ra la pared, pero no m iró. Salió del cuart o sin cerrar la puert a.
Ana perm aneció en el suelo, at urdida por el dolor, y esperó que algo ocu-
rriera en su vient re. Del ot ro lado de la pared la llam aron con una voz que
parecía de una persona ent errada. Se m ordió los labios para no llorar. Des-
pués se puso en pie y se vist ió. No pensó - com o no lo había pensado la
prim era vez- que Dám aso est aba aún frent e al cuart o, diciéndole que el
plan había fracasado, y en espera de que ella saliera dando grit os. Pero Ana
com et ió el m ism o error por segunda vez: en lugar de perseguir a su m ari-
do, se puso los zapat os, aj ust ó la puert a y se sent ó en la cam a a esperar.
Sólo cuando se aj ust ó la puert a com prendió Dám aso que no podía ret roce-
der. Un alborot o de perros lo persiguió hast a el final de la calle, pero des-
pués hubo un silencio espect ral. Eludió los andenes, t rat ando de escapar a
sus propios pasos, que sonaban grandes y aj enos en el pueblo dorm ido. No
t uvo ninguna precaución m ient ras no est uvo en el solar baldío, frent e a la
puert a falsa del salón de billar.
Est a vez no t uvo que servirse de la lint erna. La puert a sólo había sido refor-
zada en el sit io de la argolla violada. Habían sacado un pedazo de m adera
del t am año y la form a de un ladrillo, lo habían reem plazado por m adera
nueva, y habían vuelt o a poner la m ism a argolla. El rest o era igual. Dám aso
t iró del candado con la m ano izquierda, m et ió el cabo de la lim a en la raíz
de la argolla que no había sido reforzada, y m ovió la lim a varias veces co-
m o una barra de aut om óvil, con fuerza pero sin violencia, hast a cuando la
m adera cedió en una quej um brosa explosión de m igaj as podridas. Ant es de
em puj ar la puert a levant ó la hoj a desnivelada para am ort iguar el rozam ien-
t o en los ladrillos del piso. La ent reabrió apenas. Por últ im o se quit ó los za-
pat os, los deslizó en el int erior j unt o con el paquet e de las bolas, y ent ró
sant iguándose en el salón anegado de luna.
En prim er t érm ino había un callej ón oscuro at iborrado de bot ellas y caj ones
vacíos. Más allá, baj o el chorro de luna de la claraboya vidriada, est aba la
m esa de billar, y luego el revés de los arm arios, y al final las m esit as y las
sillas parapet adas cont ra el revés de la puert a principal. Todo era igual a la
prim era vez, salvo el chorro de luna y la nit idez del silencio. Dám aso, que
hast a ese m om ent o había t enido que sobreponerse a la t ensión de los ner-
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vios, experim ent ó una rara fascinación.
Est a vez no se cuidó de los ladrillos suelt os. Aj ust ó la puert a con los zapat os
y después de at ravesar el chorro de luna encendió la lint erna para buscar la
caj it a de las bolas det rás del m ost rador. Act uaba sin prevención. Moviendo
la lint erna de izquierda a derecha vio un m ont ón de frascos polvorient os, un
par de est ribos con espuelas, una cam isa enrollada y sucia de aceit e de m o-
t or, y luego la caj it a de las bolas en el m ism o lugar en que la había dej ado.
Pero no det uvo el haz de luz hast a el final. Allí est aba el gat o.
El anim al lo m iró sin m ist erio a t ravés de la luz. Dám aso lo siguió enfocando
hast a que recordó con ligero escalofrío que nunca lo había vist o en el salón
durant e el día. Movió la lint erna hacia adelant e, diciendo: “ Zape” , pero el
anim al perm aneció im pasible. Ent onces hubo una especie de det onación si-
lenciosa dent ro de su cabeza y el gat o desapareció por com plet o de su m e-
m oria. Cuando com prendió lo que est aba pasando, ya había solt ado la lin-
t erna y apret aba el paquet e de las bolas cont ra el pecho. El salón est aba
ilum inado.
- ¡Epa!
Reconoció la voz de don Roque. Se enderezó lent am ent e, sint iendo un can-
sancio t errible en los riñones. Don Roque avanzaba desde el fondo del sa-
lón, en calzoncillos y con una barra de hierro en la m ano, t odavía ofuscado
por la claridad. Había una ham aca colgada det rás de las bot ellas y los caj o-
nes vacíos, m uy cerca de donde había pasado Dám aso al ent rar. Tam bién
eso era dist int o a la prim era vez.
Cuando est uvo a m enos de diez m et ros, don Roque dio un salt it o y se puso
en guardia. Dám aso escondió la m ano con el paquet e. Don Roque frunció la
nariz, avanzando la cabeza, para reconocerlo sin los ant eoj os.
- Muchacho - exclam ó.
Dám aso sint ió com o si algo infinit o hubiera por fin t erm inado. Don Roque
baj ó la barra y se acercó con la boca abiert a. Sin lent es y sin la dent adura
post iza parecía una m uj er.
- ¿Qué haces aquí?
- Nada - dij o Dám aso.
Cam bió de posición con un im percept ible m ovim ient o del cuerpo.
- ¿Qué llevas ahí? - pregunt ó don Roque.
Dám aso ret rocedió.
- Nada - dij o.
Don Roque se puso roj o y em pezó a t em blar.
- Qué llevas ahí - grit ó, dando un paso hacia adelant e con la barra levant ada.
Dám aso le dio el paquet e. Don Roque lo recibió con la m ano izquierda, sin
descuidar la guardia, y lo exam inó con los dedos. Sólo ent onces com pren-
dió.
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- No puede ser - dij o.
Est aba t an perplej o, que puso la barra sobre el m ost rador y pareció olvidar-
se de Dám aso m ient ras abría el paquet e. Cont em pló las bolas en silencio.
- Venía a ponerlas ot ra vez - dij o Dám aso.
- Por supuest o - dij o don Roque.
Dám aso est aba lívido. El alcohol lo había abandonado por com plet o, y sólo
le quedaba un sedim ent o t erroso en la lengua y una confusa sensación de
soledad.
- Así que ést e era el m ilagro - dij o don Roque, cerrando el paquet e- . No pue-
do creer que seas t an brut o. - Cuando levant ó la cabeza había cam biado de
expresión- . ¿Y los doscient os pesos?
- No había nada en la gavet a - dij o Dám aso.
Don Roque lo m iró pensat ivo, m ast icando en el vacío, y después sonrió.
- No había nada - repit ió varias veces- . De m anera que no había nada. -
Volvió a agarrar la barra, diciendo:
- Pues ahora m ism o le vam os a echar ese cuent o al alcalde.
Dám aso se secó en los pant alones el sudor de las m anos.
- Ust ed sabe que no había nada.
Don Roque siguió sonriendo.
- Había doscient os pesos - dij o- . Y ahora t e los van a sacar del pellej o, no
t ant o por rat ero com o por brut o.

LA PROD I GI OSA TARD E D E BALTASAR – 1 9 6 2

La j aula est aba t erm inada. Balt asar la colgó en el alero, por la fuerza de la
cost um bre, y cuando acabó de alm orzar ya se decía por t odos lados que era
la j aula m ás bella del m undo. Tant a gent e vino a verla, que se form ó un
t um ult o frent e a la casa, y Balt asar t uvo que descolgarla y cerrar la carpin-
t ería.
- Tienes que afeit art e - le dij o Úrsula, su m uj er- . Pareces un capuchino.
- Es m alo afeit arse después del alm uerzo - dij o Balt asar.
Tenía una barba de dos sem anas, un cabello cort o, duro y parado com o las
crines de un m ulo, y una expresión general de m uchacho asust ado. Pero
era una expresión falsa. En febrero había cum plido 30 años, vivía con Úrsu-
la desde hacía cuat ro, sin casarse y sin t ener hij os, y la vida le había dado
m uchos m ot ivos para est ar alert a, pero ninguno para est ar asust ado. Ni si-
quiera sabía que para algunas personas, la j aula que acababa de hacer era
la m ás bella del m undo. Para él, acost um brado a hacer j aulas desde niño,
aquél había sido apenas un t rabaj o m ás arduo que los ot ros.
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- Ent onces repósat e un rat o - dij o la m uj er- . Con esa barba no puedes pre-
sent art e en ninguna part e.
Mient ras reposaba t uvo que abandonar la ham aca varias veces para m os-
t rar la j aula a los vecinos. Úrsula no le había prest ado at ención hast a en-
t onces. Est aba disgust ada porque su m arido había descuidado el t rabaj o de
la carpint ería para dedicarse por ent ero a la j aula, y durant e dos sem anas
había dorm ido m al, dando t um bos y hablando disparat es, y no había vuelt o
a pensar en afeit arse. Pero el disgust o se disipó ant e la j aula t erm inada.
Cuando Balt asar despert ó de la siest a, ella le había planchado los pant alo-
nes y una cam isa, los había puest o en un asient o j unt o a la ham aca, y
había llevado la j aula a la m esa del com edor. La cont em plaba en silencio.
- ¿Cuánt o vas a cobrar? - pregunt ó.
- No sé - cont est ó Balt asar- . Voy a pedir t reint a pesos para ver si m e dan
veint e.
- Pide cincuent a - dij o Úrsula- . Te has t rasnochado m ucho en est os quince
días. Adem ás, es bien grande. Creo que es la j aula m ás grande que he vist o
en m i vida.
Balt asar em pezó a afeit arse.
- ¿Crees que m e darán los cincuent a pesos?
- Eso no es nada para don Chepe Mont iel, y la j aula los vale - dij o Úrsula- .
Deberías pedir sesent a.
La casa yacía en una penum bra sofocant e. Era la prim era sem ana de abril y
el calor parecía m enos soport able por el pit o de las chicharras. Cuando aca-
bó de vest irse, Balt asar abrió la puert a del pat io para refrescar la casa, y un
grupo de niños ent ró en el com edor.
La not icia se había ext endido. El doct or Oct avio Giraldo, un m édico viej o,
cont ent o de la vida pero cansado de la profesión, pensaba en la j aula de
Balt asar m ient ras alm orzaba con su esposa inválida. En la t erraza int erior
donde ponían la m esa en los días de calor, había m uchas m acet as con flo-
res y dos j aulas con canarios. A su esposa le gust aban los páj aros, y le gus-
t aban t ant o que odiaba a los gat os porque eran capaces de com érselos.
Pensando en ella, el doct or Giraldo fue esa t arde a visit ar a un enferm o, y al
regreso pasó por la casa de Balt asar a conocer la j aula.
Había m ucha gent e en el com edor. Puest a en exhibición sobre la m esa, la
enorm e cúpula de alam bre con t res pisos int eriores, con pasadizos y com -
part im ient os especiales para com er y dorm ir, y t rapecios en el espacio re-
servado al recreo de los páj aros, parecía el m odelo reducido de una gigan-
t esca fábrica de hielo. El m édico la exam inó cuidadosam ent e, sin t ocarla,
pensando que en efect o aquella j aula era superior a su propio prest igio, y
m ucho m ás bella de lo que había soñado j am ás para su m uj er.
- Est o es una avent ura de la im aginación - dij o. Buscó a Balt asar en el grupo,
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y agregó, fij os en él sus oj os m at ernales- : Hubieras sido un ext raordinario
arquit ect o.
Balt asar se ruborizó.
- Gracias - dij o.
- Es verdad - dij o el m édico. Tenía una gordura lisa y t ierna com o la de una
m uj er que fue herm osa en su j uvent ud, y unas m anos delicadas. Su voz pa-
recía la de un cura hablando en lat ín- . Ni siquiera será necesario ponerle
páj aros - dij o, haciendo girar la j aula frent e a los oj os del público, com o si la
est uviera vendiendo- . Bast ará con colgarla ent re los árboles para que cant e
sola. - Volvió a ponerla en la m esa, pensó un m om ent o, m irando la j aula, y
dij o: - Bueno, pues m e la llevo.
- Est á vendida - dij o Úrsula.
- Es del hij o de don Chepe Mont iel - dij o Balt asar- . La m andó a hacer expre-
sam ent e.
El m édico asum ió una act it ud respet able.
- ¿Te dio el m odelo?
- No - dij o Balt asar- . Dij o que quería una j aula grande, com o ésa, para una
parej a de t urpiales.
El m édico m iró la j aula.
- Pero ést a no es para t urpiales.
- Claro que sí, doct or - dij o Balt asar, acercándose a la m esa. Los niños lo ro-
dearon- . Las m edidas est án bien calculadas - dij o, señalando con el índice
los diferent es com part im ient os. Luego golpeó la cúpula con los nudillos, y la
j aula se llenó de acordes profundos- . Es el alam bre m ás resist ent e que se
puede encont rar, y cada j unt ura est á soldada por dent ro y por fuera - dij o.
- Sirve hast a para un loro - int ervino uno de los niños.
- Así es - dij o Balt asar.
El m édico m ovió la cabeza.
- Bueno, pero no t e dio el m odelo - dij o- . No t e hizo ningún encargo preciso,
apart e de que fuera una j aula grande para t urpiales. ¿No es así?
- Así es - dij o Balt asar.
- Ent onces no hay problem a - dij o el m édico- . Una cosa es una j aula grande
para t urpiales y ot ra cosa es est a j aula. No hay pruebas de que sea ést a la
que t e m andaron hacer.
- Es est a m ism a - dij o Balt asar, ofuscado- . Por eso la hice.
El m édico hizo un gest o de im paciencia.
- Podrías hacer ot ra - dij o Úrsula, m irando a su m arido. Y después, hacia el
m édico- : Ust ed no t iene apuro.
- Se la prom et í a m i m uj er para est a t arde - dij o el m édico.
- Lo sient o m ucho, doct or - dij o Balt asar- , pero no se puede vender una cosa
que ya est á vendida.
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El m édico se encogió de hom bros. Secándose el sudor del cuello con un pa-
ñuelo, cont em pló la j aula en silencio, sin m over la m irada de un m ism o
punt o indefinido, com o se m ira un barco que se va.
- ¿Cuánt o t e dieron por ella?
Balt asar buscó a Úrsula sin responder.
- Sesent a pesos - dij o ella.
El m édico siguió m irando la j aula.
- Es m uy bonit a - suspiró- . Sum am ent e bonit a. - Luego, m oviéndose hacia la
puert a, em pezó a abanicarse con energía, sonrient e, y el recuerdo de aquel
episodio desapareció para siem pre de su m em oria.
- Mont iel es m uy rico - dij o.
En verdad, José Mont iel no era t an rico com o parecía, pero había sido capaz
de t odo por llegar a serlo. A pocas cuadras de allí, en una casa at iborrada
de arneses donde nunca se había sent ido un olor que no se pudiera vender,
perm anecía indiferent e a la novedad de la j aula. Su esposa, t ort urada por la
obsesión de la m uert e, cerró puert as y vent anas después del alm uerzo y
yació dos horas con los oj os abiert os en la penum bra del cuart o, m ient ras
José Mont iel hacía la siest a. Así la sorprendió un alborot o de m uchas voces.
Ent onces abrió la puert a de la sala y vio un t um ult o frent e a la casa, y a
Balt asar con la j aula en m edio del t um ult o, vest ido de blanco y acabado de
afeit ar, con esa expresión de decoroso candor con que los pobres llegan a la
casa de los ricos.
- Qué cosa t an m aravillosa - exclam ó la esposa de José Mont iel, con una ex-
presión radiant e, conduciendo a Balt asar hacia el int erior- . No había vist o
nada igual en m i vida - dij o, y agregó, indignada con la m ult it ud que se
agolpaba en la puert a- : Pero llévesela para adent ro que nos van a convert ir
la sala en una gallera.
Balt asar no era un ext raño en la casa de José Mont iel. En dist int as ocasio-
nes, por su eficacia y buen cum plim ient o, había sido llam ado para hacer
t rabaj os de carpint ería m enor. Pero nunca se sint ió bien ent re los ricos. So-
lía pensar en ellos, en sus m uj eres feas y conflict ivas, en sus t rem endas
operaciones quirúrgicas, y experim ent aba siem pre un sent im ient o de pie-
dad. Cuando ent raba en sus casas no podía m overse sin arrast rar los pies.
- ¿Est á Pepe? - pregunt ó.
Había puest o la j aula en la m esa del com edor.
- Est á en la escuela - dij o la m uj er de José Mont iel- . Pero ya no debe dem o-
rar. - Y agregó- : Mont iel se est á bañando.
En realidad José Mont iel no había t enido t iem po de bañarse. Se est aba dan-
do una urgent e fricción de alcohol alcanforado para salir a ver lo que pasa-
ba. Era un hom bre t an prevenido, que dorm ía sin vent ilador eléct rico para
vigilar durant e el sueño los rum ores de la casa.
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- Adelaida - grit ó- . ¿Qué es lo que pasa?
- Ven a ver qué cosa m aravillosa - grit ó su m uj er.
José Mont iel - corpulent o y peludo, la t oalla colgada en la nuca- se asom ó
por la vent ana del dorm it orio.
- ¿Qué es eso?
- La j aula de Pepe - dij o Balt asar.
La m uj er lo m iró perplej a.
- ¿De quién?
- De Pepe - confirm ó Balt asar. Y después dirigiéndose a José Mont iel- : Pepe
m e la m andó a hacer.
Nada ocurrió en aquel inst ant e, pero Balt asar se sint ió com o si le hubieran
abiert o la puert a del baño. José Mont iel salió en calzoncillos del dorm it orio.
- Pepe - grit ó.
- No ha llegado - m urm uró su esposa, inm óvil.
Pepe apareció en el vano de la puert a. Tenía unos doce años y las m ism as
pest añas rizadas y el quiet o pat et ism o de su m adre.
- Ven acá - le dij o José Mont iel- . ¿Tú m andast e a hacer est o?
El niño baj ó la cabeza. Agarrándolo por el cabello, José Mont iel lo obligó a
m irarlo a los oj os.
- Cont est a.
El niño se m ordió los labios sin responder.
- Mont iel - susurró la esposa.
José Mont iel solt ó al niño y se volvió hacia Balt asar con una expresión exal-
t ada.
- Lo sient o m ucho, Balt asar - dij o- . Pero has debido consult arlo conm igo an-
t es de proceder. Sólo a t i se t e ocurre cont rat ar con un m enor. - A m edida
que hablaba, su rost ro fue recobrando la serenidad. Levant ó la j aula sin m i-
rarla y se la dio a Balt asar- . Llévat ela en seguida y t rat a de vendérsela a
quien puedas - dij o- . Sobre t odo, t e ruego que no m e discut as. - Le dio una
palm adit a en la espalda, y explicó: - El m édico m e ha prohibido coger rabia.
El niño había perm anecido inm óvil, sin parpadear, hast a que Balt asar lo m i-
ró perplej o con la j aula en la m ano. Ent onces em it ió un sonido gut ural, co-
m o el ronquido de un perro, y se lanzó al suelo dando grit os.
José Mont iel lo m iraba im pasible, m ient ras la m adre t rat aba de apaciguarlo.
- No lo levant es - dij o- . Déj alo que se rom pa la cabeza cont ra el suelo y des-
pués le echas sal y lim ón para que rabie con gust o.
El niño chillaba sin lágrim as, m ient ras su m adre lo sost enía por las m uñe-
cas.
- Déj alo - insist ió José Mont iel.
Balt asar observó al niño com o hubiera observado la agonía de un anim al
cont agioso. Eran casi las cuat ro. A esa hora, en su casa, Úrsula cant aba una
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canción m uy ant igua, m ient ras cort aba rebanadas de cebolla.
- Pepe - dij o Balt asar.
Se acercó al niño, sonriendo, y le t endió la j aula. El niño se incorporó de un
salt o, abrazó la j aula, que era casi t an grande com o él, y se quedó m irando
a Balt asar a t ravés del t ej ido m et álico, sin saber qué decir. No había derra-
m ado una lágrim a.
- Balt asar - dij o Mont iel, suavem ent e- , ya t e dij e que t e la lleves.
- Devuélvela - ordenó la m uj er al niño.
- Quédat e con ella - dij o Balt asar. Y luego, a José Mont iel- : Al fin y al cabo,
para eso la hice.
José Mont iel lo persiguió hast a la sala.
- No seas t ont o, Balt asar - decía, cerrándole el paso- . Llévat e t u t rast o para
la casa y no hagas m ás t ont erías. No pienso pagart e ni un cent avo.
- No im port a - dij o Balt asar- . La hice expresam ent e para regalársela a Pepe.
No pensaba cobrar nada.
Cuando Balt asar se abrió paso a t ravés de los curiosos que bloqueaban la
puert a, José Mont iel daba grit os en el cent ro de la sala. Est aba m uy pálido y
sus oj os em pezaban a enroj ecer.
- Est úpido - grit aba- . Llévat e t u cacharro. Lo últ im o que falt aba es que un
cualquiera venga a dar órdenes en m i casa. ¡Caraj o!
En el salón de billar recibieron a Balt asar con una ovación. Hast a ese m o-
m ent o, pensaba que había hecho una j aula m ej or que las ot ras, que había
t enido que regalársela al hij o de José Mont iel para que no siguiera llorando,
y que ninguna de esas cosas t enía nada de part icular. Pero luego se dio
cuent a de que t odo eso t enía una ciert a im port ancia para m uchas personas,
y se sint ió un poco excit ado.
- De m anera que t e dieron cincuent a pesos por la j aula.
- Sesent a - dij o Balt asar.
- Hay que hacer una raya en el cielo - dij o alguien- . Eres el único que ha lo-
grado sacarle ese m ont ón de plat a a don Chepe Mont iel. Est o hay que cele-
brarlo.
Le ofrecieron una cerveza, y Balt asar correspondió con una t anda para t o-
dos. Com o era la prim era vez que bebía, al anochecer est aba com plet am en-
t e borracho, y hablaba de un fabuloso proyect o de m il j aulas de a sesent a
pesos, y después, de un m illón de j aulas hast a com plet ar sesent a m illones
de pesos.
- Hay que hacer m uchas cosas para vendérselas a los ricos ant es que se
m ueran - decía, ciego de la borrachera- . Todos est án enferm os y se van
a m orir. Cóm o est arán de j odidos que ya ni siquiera pueden coger bien.
Durant e dos horas el t ocadiscos aut om át ico est uvo por su cuent a t ocando
sin parar. Todos brindaron por la salud de Balt asar, por su suert e y su for-
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t una, y por la m uert e de los ricos, pero a la hora de la com ida lo dej aron
solo en el salón.
Úrsula lo había esperado hast a las ocho, con un plat o de carne frit a cubiert o
de rebanadas de cebolla. Alguien le dij o que su m arido est aba en el salón
de billar, loco de felicidad, brindando cerveza a t odo el m undo, pero no lo
creyó porque Balt asar no se había em borrachado j am ás. Cuando se acost ó,
casi a la m edianoche, Balt asar est aba en un salón ilum inado, donde había
m esit as de cuat ro puest os con sillas alrededor, y una pist a de baile al aire
libre, por donde se paseaban los alcaravanes. Tenía la cara em badurnada
de coloret e, y com o no podía dar un paso m ás, pensaba que quería acost ar-
se con dos m uj eres en la m ism a cam a. Había gast ado t ant o, que t uvo que
dej ar el reloj com o garant ía, con el com prom iso de pagar al día siguient e.
Un m om ent o después, despat arrado por la calle, se dio cuent a de que le es-
t aban quit ando los zapat os, pero no quiso abandonar el sueño m ás feliz de
su vida. Las m uj eres que pasaron para la m isa de cinco no se at revieron a
m irarlo, creyendo que est aba m uert o.

LA VI UD A D E M ON TI EL - 1 9 6 2

Cuando m urió don José Mont iel, t odo el m undo se sint ió vengado, m enos su
viuda; pero se necesit aron varias horas para que t odo el m undo creyera
que en verdad había m uert o. Muchos lo seguían poniendo en duda después
de ver el cadáver en cám ara ardient e, em but ido con alm ohadas y sábanas
de lino dent ro de una caj a am arilla y abom bada com o un m elón. Est aba
m uy bien afeit ado, vest ido de blanco y con bot as de charol, y t enía t an
buen sem blant e que nunca pareció t an vivo com o ent onces. Era el m ism o
don Chepe Mont iel de los dom ingos, oyendo m isa de ocho, sólo que en lu-
gar de la fust a t enía un crucifij o ent re las m anos. Fue preciso que at ornilla-
ran la t apa del at aúd y que lo em paredaran en el aparat oso m ausoleo fam i-
liar, para que el pueblo ent ero se convenciera de que no se est aba haciendo
el m uert o.
Después del ent ierro, lo único que a t odos pareció increíble, m enos a su
viuda, fue que José Mont iel hubiera m uert o de m uert e nat ural. Mient ras t o-
do el m undo esperaba que lo acribillaran por la espalda en una em boscada,
su viuda est aba segura de verlo m orir de viej o en su cam a, confesado y sin
agonía, com o un sant o m oderno. Se equivocó apenas en algunos det alles.
José Mont iel m urió en su ham aca, un m iércoles a las dos de la t arde, a con-
secuencia de la rabiet a que el m édico le había prohibido. Pero su esposa
esperaba t am bién que t odo el pueblo asist iera al ent ierro y que la casa fue-
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ra pequeña para recibir t ant as flores. Sin em bargo sólo asist ieron sus co-
part idarios y las congregaciones religiosas, y no se recibieron m ás coronas
que las de la adm inist ración m unicipal. Su hij o - desde su puest o consular
de Alem ania- y sus dos hij as, desde París, m andaron t elegram as de t res
páginas. Se veía que los habían redact ado de pie, con la t int a m ult it udinaria
de la oficina de correos, y que habían rot o m uchos form ularios ant es de en-
cont rar 20 dólares de palabras. Ninguno prom et ía regresar. Aquella noche,
a los 62 años, m ient ras lloraba cont ra la alm ohada en que recost ó la cabeza
el hom bre que la había hecho feliz, la viuda de Mont iel conoció por prim era
vez el sabor de un resent im ient o. “ Me encerraré para siem pre” , pensaba.
“ Para m í, es com o si m e hubieran m et ido en el m ism o caj ón de José Mon-
t iel. No quiero saber nada m ás de est e m undo.” Era sincera.
Aquella m uj er frágil, lacerada por la superst ición, casada a los 20 años por
volunt ad de sus padres con el único pret endient e que le perm it ieron ver a
m enos de diez m et ros de dist ancia, no había est ado nunca en cont act o di-
rect o con la realidad. Tres días después de que sacaron de la casa el cadá-
ver de su m arido, com prendió a t ravés de las lágrim as que debía reaccio-
nar, pero no pudo encont rar el rum bo de su nueva vida. Era necesario em -
pezar por el principio.
Ent re los innum erables secret os que José Mont iel se había llevado a la t um -
ba, se fue enredada la com binación de la caj a fuert e. El alcalde se ocupó del
problem a. Hizo poner la caj a en el pat io, apoyada al paredón, y dos agent es
de la policía dispararon sus fusiles cont ra la cerradura. Durant e t oda una
m añana, la viuda oyó desde el dorm it orio las descargas cerradas y sucesi-
vas, ordenadas a grit os por el alcalde. “ Est o era lo últ im o que falt aba” , pen-
só. “ Cinco años rogando a Dios que se acaben los t iros, y ahora t engo que
agradecer que disparen dent ro de m i casa.” Aquel día hizo un esfuerzo de
concent ración llam ando a la m uert e, pero nadie le respondió. Em pezaba a
dorm irse cuando una t rem enda explosión sacudió los cim ient os de la casa.
Habían t enido que dinam it ar la caj a fuert e.
La viuda de Mont iel lanzó un suspiro. Oct ubre se et ernizaba con sus lluvias
pant anosas y ella se sent ía perdida, navegando sin rum bo en la desordena-
da y fabulosa hacienda de José Mont iel. El señor Carm ichael, ant iguo y dili-
gent e servidor de la fam ilia, se había encargado de la adm inist ración.
Cuando por fin se enfrent ó al hecho concret o de que su m arido había m uer-
t o, la viuda de Mont iel salió del dorm it orio para ocuparse de la casa. La
despoj ó de t odo ornam ent o, hizo forrar los m uebles en colores luct uosos, y
puso lazos fúnebres en los ret rat os del m uert o que colgaban de las paredes.
En dos m eses de encierro había adquirido la cost um bre de m orderse las
uñas. Un día - los oj os enroj ecidos e hinchados de t ant o llorar- se dio cuent a
de que el señor Carm ichael ent raba en la casa con el paraguas abiert o.
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- Cierre ese paraguas, señor Carm ichael - le dij o- . Después de t odas las des-
gracias que t enem os, sólo nos falt aba que ust ed ent rara a la casa con el pa-
raguas abiert o.
El señor Carm ichael puso el paraguas en el rincón. Era un negro viej o, de
piel lust rosa, vest ido de blanco y con pequeñas abert uras hechas a navaj a
en los zapat os para aliviar la presión de los callos.
- Es sólo m ient ras se seca.
Por prim era vez desde que m urió su esposo, la viuda abrió la vent ana.
- Tant as desgracias, y adem ás est e invierno - m urm uró, m ordiéndose las
uñas- . Parece que no va a escam par nunca.
- No escam pará ni hoy ni m añana - dij o el adm inist rador- . Anoche no m e de-
j aron dorm ir los callos.
Ella confiaba en las predicciones at m osféricas de los callos del señor Carm i-
chael. Cont em pló la placit a desolada, las casas silenciosas cuyas puert as no
se abrieron para ver el ent ierro de José Mont iel, y ent onces se sint ió deses-
perada con sus uñas, con sus t ierras sin lím it es, y con los infinit os com pro-
m isos que heredara y que nunca lograría com prender.
- El m undo est á m al hecho - sollozó.
Quienes la visit aron por esos días t uvieron m ot ivos para pensar que había
perdido el j uicio. Pero nunca fue m ás lúcida que ent onces. Desde ant es de
que em pezara la m at anza polít ica ella pasaba las lúgubres m añanas de oc-
t ubre frent e a la vent ana de su cuart o, com padeciendo a los m uert os y
pensando que si Dios no hubiera descansado el dom ingo habría t enido
t iem po de t erm inar el m undo.
- Ha debido aprovechar ese día para que no le quedaran t ant as cosas m al
hechas - decía- . Al fin y al cabo, le quedaba t oda la et ernidad para des-
cansar.
La única diferencia, después de la m uert e de su esposo, era que ent onces
t enía un m ot ivo concret o para concebir pensam ient os som bríos.
Así, m ient ras la viuda de Mont iel se consum ía en la desesperación, el señor
Carm ichael t rat aba de im pedir el naufragio. Las cosas no m archaban bien.
Libre de la am enaza de José Mont iel, que m onopolizaba el com ercio local
por el t error, el pueblo t om aba represalias. En espera de client es que no
llegaron, la leche se cort ó en los cánt aros am ont onados en el pat io, y se
ferm ent ó la m iel en sus cueros, y el queso engordó gusanos en los oscuros
arm arios del depósit o. En su m ausoleo adornado con bom billas eléct ricas y
arcángeles en im it ación de m árm ol, José Mont iel pagaba seis años de ase-
sinat os y t ropelías. Nadie en la hist oria del país se había enriquecido t ant o
en t an poco t iem po. Cuando llegó al pueblo el prim er alcalde de la dict adu-
ra, José Mont iel era un discret o part idario de t odos los regím enes, que se
había pasado la m it ad de la vida en calzoncillos sent ado a la puert a de su
100
piladora de arroz. En un t iem po disfrut ó de una ciert a reput ación de afort u-
nado y buen creyent e, porque prom et ió en voz alt a regalar al t em plo un
San José de t am año nat ural si se ganaba la lot ería, y dos sem anas después
se ganó seis fracciones y cum plió su prom esa. La prim era vez que se le vio
usar zapat os fue cuando llegó el nuevo alcalde, un sargent o de la policía,
zurdo y m ont araz, que t enía órdenes expresas de liquidar la oposición. José
Mont iel em pezó por ser su inform ador confidencial. Aquel com erciant e m o-
dest o cuyo t ranquilo hum or de hom bre gordo no despert aba la m enor in-
quiet ud, discrim inó a sus adversarios polít icos en ricos y pobres. A los po-
bres los acribilló la policía en la plaza pública. A los ricos les dieron un plazo
de veint icuat ro horas para abandonar el pueblo. Planificando la m asacre,
José Mont iel se encerraba días ent eros con el alcalde en su oficina sofocan-
t e, m ient ras su esposa se com padecía de los m uert os. Cuando el alcalde
abandonaba la oficina, ella le cerraba el paso a su m arido.
- Ese hom bre es un crim inal - le decía- . Aprovecha t us influencias en el go-
bierno para que se lleven a esa best ia que no va a dej ar un ser hum ano en
el pueblo.
Y José Mont iel, t an at areado en esos días, la apart aba sin m irarla, diciendo:
“ No seas pendej a” . En realidad, su negocio no era la m uert e de los pobres,
sino la expulsión de los ricos. Después de que el alcalde les perforaba las
puert as a t iros y les ponía el plazo para abandonar el pueblo, José Mont iel
les com praba sus t ierras y ganados por un precio que él m ism o se encarga-
ba de fij ar.
- No seas t ont o - le decía su m uj er- . Te arruinarás ayudándolos para que no
se m ueran de ham bre en ot ra part e, y ellos no t e lo agradecerán nunca.
Y José Mont iel, que ya ni siquiera t enía t iem po de sonreír, la apart aba de su
cam ino, diciendo:
- Vét e para t u cocina y no m e friegues t ant o.
A ese rit m o, en m enos de un año est aba liquidada la oposición, y José Mon-
t iel era el hom bre m ás rico y poderoso del pueblo. Mandó a sus hij as para
París, consiguió a su hij o un puest o consular en Alem ania, y se dedicó a
consolidar su im perio. Pero no alcanzó a disfrut ar seis años de su desafora-
da riqueza.
Después de que se cum plió el prim er aniversario de su m uert e, la viuda no
oyó cruj ir la escalera sino baj o el peso de una m ala not icia. Alguien llegaba
siem pre al at ardecer. “ Ot ra vez los bandoleros” , decían. “ Ayer cargaron con
un lot e de 50 novillos.” I nm óvil en el m ecedor, m ordiéndose las uñas, la
viuda de Mont iel sólo se alim ent aba de su resent im ient o.
- Yo t e lo decía José Mont iel - decía, hablando sola- . Ést e es un pueblo des-
agradecido. Aún est ás calient e en t u t um ba y ya t odo el m undo nos volt eó
la espalda.
101
Nadie volvió a la casa. El único ser hum ano que vio en aquellos m eses in-
t erm inables en que no dej ó de llover, fue el perseverant e señor Carm ichael,
que nunca ent ró a la casa con el paraguas cerrado. Las cosas no m archaban
m ej or. El señor Carm ichael había escrit o varias cart as al hij o de José Mon-
t iel. Le sugería la conveniencia de que viniera a ponerse al frent e de los ne-
gocios, y hast a se perm it ió hacer algunas consideraciones personales sobre
la salud de la viuda. Siem pre recibió respuest as evasivas. Por últ im o, el hij o
de José Mont iel cont est ó francam ent e que no se at revía a regresar por t e-
m or de que le dieran un t iro. Ent onces el señor Carm ichael subió al dorm i-
t orio de la viuda y se vio precisado a confesarle que se est aba quedando en
la ruina.
- Mej or - dij o ella- . Est oy hast a la coronilla de quesos y de m oscas. Si ust ed
quiere, llévese lo que le haga falt a y déj em e m orir t ranquila.
Su único cont act o con el m undo, a part ir de ent onces, fueron las cart as que
escribía a sus hij as a fines de cada m es. “ Ést e es un pueblo m aldit o” , les
decía. “ Quédense allá para siem pre y no se preocupen por m í. Yo soy feliz
sabiendo que ust edes son felices.” Sus hij as se t urnaban para cont est arle.
Sus cart as eran siem pre alegres, y se veía que habían sido escrit as en luga-
res t ibios y bien ilum inados y que las m uchachas se veían repet idas en m u-
chos espej os cuando se det enían a pensar. Tam poco ellas querían volver.
“ Est o es la civilización” , decían. “ Allá, en cam bio, no es un buen m edio para
nosot ras. Es im posible vivir en un país t an salvaj e donde asesinan a la gen-
t e por cuest iones polít icas.” Leyendo las cart as, la viuda de Mont iel se sen-
t ía m ej or y aprobaba cada frase con la cabeza.
En ciert a ocasión, sus hij as le hablaron de los m ercados de carne de París.
Le decían que m at aban unos cerdos rosados y los colgaban ent eros en la
puert a adornados con coronas y guirnaldas de flores. Al final, una let ra dife-
rent e a la de sus hij as había agregado: “ I m agínat e que el clavel m ás gran-
de y m ás bonit o se lo ponen al cerdo en el culo” . Leyendo aquella frase, por
prim era vez en dos años, la viuda de Mont iel sonrió. Subió a su dorm it orio
sin apagar las luces de la casa, y ant es de acost arse volt eó el vent ilador
eléct rico cont ra la pared. Después ext raj o de la gavet a de la m esa de noche
unas t ij eras, un cilindro de esparadrapo y el rosario, y se vendó la uña del
pulgar derecho, irrit ada por los m ordiscos. Luego em pezó a rezar, pero al
segundo m ist erio cam bió el rosario a la m ano izquierda, pues no sent ía las
cuent as a t ravés del esparadrapo. Por un m om ent o oyó la t repidación de los
t ruenos rem ot os. Luego se quedó dorm ida con la cabeza doblada en el pe-
cho. La m ano con el rosario rodó por su cost ado, y ent onces vio a la Mam á
Grande en el pat io con una sábana blanca y un peine en el regazo, dest ri-
pando pioj os con los pulgares. Le pregunt ó:
- ¿Cuándo m e voy a m orir?
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La Mam á Grande levant ó la cabeza.
- Cuando t e em piece el cansancio del brazo.

UN D Í A D ESPUÉS D EL SÁBAD O - 1 9 6 2

La inquiet ud em pezó en j ulio, cuando la señora Rebeca, una viuda am arga-


da que vivía en una inm ensa casa de dos corredores y nueve alcobas, des-
cubrió que sus alam breras est aban rot as com o si hubieran sido apedreadas
desde la calle. El prim er descubrim ient o lo hizo en su dorm it orio y pensó
que debía hablar de eso con Argénida, su sirvient e y confident e desde que
m urió su esposo. Después, rem oviendo cachivaches ( pues desde hacía
t iem po la señora Rebeca no hacía nada dist int o que rem over cachivaches)
advirt ió que no sólo las alam breras de su dorm it orio, sino t odas las de la
casa est aban det erioradas. La viuda t enía un sent ido académ ico de la aut o-
ridad, heredado t al vez de su bisabuelo pat erno, un criollo que en la guerra
de I ndependencia peleó al lado de los realist as e hizo después un penoso
viaj e a España con el propósit o exclusivo de visit ar el palacio que const ruyó
Carlos I I I en San I ldefonso. De m anera que cuando descubrió el est ado de
las ot ras alam breras, no pensó ya en hablar con Argénida sino que se puso
el som brero de paj a con m inúsculas flores de t erciopelo y se dirigió a la al-
caldía a dar cuent a del at ent ado. Pero al llegar allí, vio que el m ism o alcal-
de, sin cam isa, peludo y con una solidez que a ella le pareció best ial, se
ocupaba de reparar las alam bradas m unicipales, det erioradas com o las su-
yas.
La señora Rebeca irrum pió en la sórdida y revuelt a oficina y lo prim ero que
vio fue un m ont ón de páj aros m uert os sobre el escrit orio. Pero est aba ofus-
cada, en part e por el calor y en part e por la indignación que le produj o la
ruina de sus alam breras. De m anera que no t uvo t iem po de est rem ecerse
ant e el inusit ado espect áculo de los páj aros m uert os sobre el escrit orio. Ni
siquiera le escandalizó la evidencia de la aut oridad degradada a lo alt o de
una escalera, reparando las redes m et álicas de la vent ana con un rollo de
alam bre y un dest ornillador. Ella no pensaba ahora en ot ra dignidad que en
la suya propia, escarnecida en sus alam breras, y su ofuscación le im pidió
incluso relacionar las vent anas de su casa con las de la alcaldía. Se plant ó
con discret a solem nidad a dos pasos de la puert a, en el int erior de la ofici-
na, y apoyada en el largo y guarnecido m ango de su som brilla, dij o:
- Necesit o poner una quej a.
Desde el t ope de la escalera, el alcalde volvió el rost ro congest ionado por el
calor. No m anifest ó em oción alguna ant e la presencia insólit a de la viuda en
103
su despacho. Con som bría negligencia siguió desprendiendo la red est ro-
peada y pregunt ó desde arriba:
- ¿Qué es la cosa?
- Que los m uchachos del vecindario rom pieron las alam breras.
Ent onces el alcalde volvió a m irarla. La exam inó laboriosam ent e desde las
prim orosas florecillas de t erciopelo hast a los zapat os color de plat a ant igua,
y fue com o si la hubiera vist o por prim era vez en su vida. Descendió parsi-
m oniosam ent e, sin dej ar de m irarla, y cuando pisó t ierra firm e apoyó una
m ano en la cint ura y m ovió el dest ornillador hast a el escrit orio. Dij o:
- No son los m uchachos, señora. Son los páj aros.
Y ent onces fue cuando ella relacionó los páj aros m uert os sobre el escrit orio
con el hom bre subido a la escalera y con las est ropeadas redes de sus alco-
bas. Se est rem eció, al im aginar que t odos los dorm it orios de su casa est a-
ban llenos de páj aros m uert os.
- Los páj aros - exclam ó.
- Los páj aros - confirm ó el alcalde- . Es ext raño que no se haya dado cuent a
si hace t res días que est am os con est e problem a de los páj aros rom piendo
vent anas para m orirse dent ro de las casas.
Cuando abandonó la alcaldía, la señora Rebeca se sent ía avergonzada. Y un
poco resent ida con Argénida que arrast raba hast a su casa t odos los rum o-
res del pueblo y que sin em bargo no le había hablado de los páj aros. Des-
plegó la som brilla, deslum brada por el brillo de un agost o inm inent e, y
m ient ras cam inaba por la calle abrasant e y desiert a t uvo la im presión de
que las alcobas de t odas las casas exhalaban un fuert e y penet rant e t ufo de
páj aros m uert os.
Est o era en los últ im os días de j ulio, y nunca en la vida del pueblo había
hecho t ant o calor. Pero sus habit ant es no se dieron cuent a de eso, im pre-
sionados por la m ort andad de los páj aros. Aunque el ext raño fenóm eno no
había influido seriam ent e en las act ividades del pueblo, la m ayoría est aba
pendient e de él a principios de agost o. Una m ayoría en la que no se cont a-
ba su reverencia, Ant onio I sabel del Sant ísim o Sacram ent o del Alt ar Cast a-
ñeda y Mont ero, el m anso past or de la parroquia que a los novent a y cuat ro
años de edad aseguraba haber vist o al diablo en t res ocasiones, y que sin
em bargo sólo había vist o dos páj aros m uert os sin at ribuirles la m enor im -
port ancia. El prim ero lo encont ró un m art es en la sacrist ía, después de la
m isa, y pensó que había llegado hast a ese lugar arrast rado por algún gat o
del vecindario. El ot ro lo encont ró el m iércoles en el corredor de la casa cu-
ral y lo em puj ó con la punt a de la bot a hast a la calle, pensando: No debían
exist ir los gat os.
Pero el viernes, al llegar a la est ación del ferrocarril, encont ró un t ercer pá-
j aro m uert o en el escaño que eligió para sent arse. Fue com o un relám pago
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en su int erior, cuando agarró el cadáver por las pat it as, lo alzó hast a el ni-
vel de sus oj os, lo volt eó, lo exam inó, y pensó sobresalt ado: Caram ba, es el
t ercero que encuent ro en est a sem ana. Desde ese inst ant e em pezó a darse
cuent a de lo que est aba ocurriendo en el pueblo, pero de una m anera m uy
im precisa, pues el padre Ant onio I sabel, en part e por la edad y en part e
t am bién porque aseguraba haber vist o al diablo en t res ocasiones ( cosa que
al pueblo le parecía un t ant o dislocada) , era considerado por sus feligreses
com o un buen hom bre, pacífico y servicial, pero que andaba habit ualm ent e
por las nebulosas. Pues se dio cuent a de que algo ocurría a los páj aros, pe-
ro incluso ent onces no creyó que aquello fuera t an im port ant e com o para
que m ereciera un serm ón. Él fue el prim ero que sint ió el olor. Lo sint ió en la
noche del viernes, cuando despert ó alarm ado, int errum pido su liviano sue-
ño por una t ufarada nauseabunda, pero no supo si at ribuirlo a una pesadilla
o a un nuevo y original recurso sat ánico para pert urbar su sueño. Olfat eó a
su alrededor y se dio vuelt a en la cam a, pensando que aquella experiencia
podría servirle para un serm ón. Podría ser, pensó, un dram át ico serm ón so-
bre la habilidad de Sat án para filt rarse en el corazón hum ano por cualquiera
de los cinco sent idos.
Cuando se paseaba por el at rio al día siguient e ant es de la m isa, oyó hablar
por prim era vez de los páj aros m uert os. Est aba pensando en el serm ón, en
Sat anás y en los pecados que pueden com et erse por el sent ido del olfat o,
cuando oyó decir que el m al olor noct urno era de los páj aros recolect ados
durant e la sem ana; y se le form ó en la cabeza un confuso revolt ij o de pre-
venciones evangélicas, de m alos olores y de páj aros m uert os. De m anera
que el dom ingo t uvo que im provisar sobre la caridad una parrafada que él
m ism o no ent endió m uy a las claras, y se olvidó para siem pre de las rela-
ciones ent re el diablo y los cinco sent idos.
Sin em bargo, en algún sit io m uy rem ot o de su pensam ient o debieron de
quedar agazapadas aquellas experiencias. Eso le ocurría siem pre, no sólo
en el sem inario hacía ya m ás de 70 años, sino de m anera m uy part icular
después de que cum plió los 90. En el sem inario, una t arde m uy clara en
que caía un fuert e aguacero sin t orm ent a, él leía un t rozo de Sófocles en su
idiom a original. Cuando acabó de llover m iró a t ravés de la vent ana el cam -
po fat igado, la t arde lavada y nueva, y se olvidó ent eram ent e del t eat ro
griego y de los clásicos que él no diferenciaba sino que llam aba, de m anera
general, “ los ancianit os de ant es” . Una t arde sin lluvia, acaso t reint a, cua-
rent a años después, at ravesaba la plaza em pedrada de un pueblo, al que
había ido de visit a, y sin proponérselo recit ó la est rofa de Sófocles que leía
en el sem inario. Esa m ism a sem ana, conversó largam ent e sobre “ los ancia-
nit os de ant es” con el vicario apost ólico, un anciano locuaz e im presionable,
aficionado a unos com plej os acert ij os para erudit os que él decía haber in-
105
vent ado y que se popularizaron años después con el nom bre de crucigra-
m as.
Aquella ent revist a le perm it ió recoger de un golpe t odo su viej o y ent raña-
ble am or por los clásicos griegos. En la Navidad de ese año recibió una car-
t a. Y de no haber sido porque ya para esa época había adquirido el sólido
prest igio de ser exageradam ent e im aginat ivo, int répido para la int erpret a-
ción y un poco disparat ado en sus serm ones, en esa ocasión lo habrían
hecho obispo.
Pero se ent erró en el pueblo, desde m ucho ant es de la guerra del 85, y en
la época en que los páj aros venían a m orir en los dorm it orios, hacía años
que habían pedido su reem plazo por un sacerdot e m ás j oven, especialm en-
t e cuando dij o haber vist o al diablo. Desde ent onces com enzaron a no t e-
nerlo en cuent a, cosa que él no advirt ió de una m anera m uy clara a pesar
de que t odavía podía descifrar los m enudos caract eres de su breviario sin
necesidad de ant eoj os.
Siem pre había sido un hom bre de cost um bres regulares. Pequeño, insignifi-
cant e, de huesos pronunciados y sólidos y adem anes reposados y una voz
sedant e para la conversación pero dem asiado sedant e para el púlpit o. Per-
m anecía hast a la hora del alm uerzo echando globos en su alcoba, t irado a
la bart ola en una silla de lona y sin ot ras prendas de vest ir que unos largos
pant aloncillos de sarga con las bocapiernas am arradas a los t obillos.
No hacía nada, salvo decir la m isa. Dos veces a la sem ana se sent aba en el
confesionario, pero hacía años que no se confesaba nadie. Él creía sencilla-
m ent e que sus feligreses est aban perdiendo la fe a causa de las cost um bres
m odernas, de ahí que hubiera considerado com o un acont ecim ient o m uy
oport uno haber vist o al diablo en t res ocasiones, aunque sabía que la gent e
daba m uy poco crédit o a sus palabras a pesar de que t enía conciencia de no
ser m uy convincent e cuando hablaba de esas experiencias. Para él m ism o
no habría sido una sorpresa descubrir que est aba m uert o, no sólo a lo largo
de los últ im os cinco años, sino t am bién en esos m om ent os ext raordinarios
en que encont ró los dos prim eros páj aros. Cuando encont ró el t ercero, sin
em bargo, se asom ó un poco a la vida, de m anera que en los últ im os días
est uvo pensando con apreciable frecuencia en el páj aro m uert o sobre el es-
caño de la est ación.
Vivía a diez pasos del t em plo, en una casa pequeña, sin alam breras, con un
corredor hacia la calle y dos cuart os que le servían de despacho y dorm it o-
rio. Consideraba, t al vez en sus m om ent os de m enor lucidez, que es posible
lograr la felicidad en la t ierra cuando no hace m ucho calor, y esa idea le
producía un poco de desconciert o. Le gust aba ext raviarse por vericuet os
m et afísicos. Era eso lo que hacía cuando se sent aba en el corredor t odas las
m añanas, con la puert a ent reabiert a, cerrados los oj os y los m úsculos dis-
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t endidos. Sin em bargo, él m ism o no cayó en la cuent a de que se había
vuelt o t an sut il en sus pensam ient os, que hacía por lo m enos t res años que
en sus m om ent os de m edit ación ya no pensaba en nada.
A las doce en punt o, un m uchacho at ravesaba el corredor con un port aco-
m idas de cuat ro secciones que cont enía lo m ism o t odos los días: sopa de
hueso con un pedazo de yuca, arroz blanco, carne guisada sin cebolla, plá-
t ano frit o o bollo de m aíz y un poco de lent ej as que el padre Ant onio I sabel
del Sant ísim o Sacram ent o del Alt ar no había probado j am ás.
El m uchacho ponía el port acom idas j unt o a la silla donde yacía el sacerdot e,
pero ést e no abría los oj os m ient ras no escuchaba ot ra vez las pisadas en el
corredor. Por eso en el pueblo creían que el padre dorm ía la siest a ant es del
alm uerzo ( cosa que parecía igualm ent e dislocada) cuando la verdad era que
ni siquiera de noche dorm ía norm alm ent e. Para esa época sus hábit os se
habían descom plicado hast a el prim it ivism o. Alm orzaba sin m overse de su
silla de lona, sin sacar los alim ent os del port acom idas, sin usar los plat os ni
el t enedor ni el cuchillo, sino apenas la m ism a cuchara con que t om aba la
sopa. Después se levant aba, se echaba un poco de agua en la cabeza, se
ponía la sot ana blanca y averaguada con grandes rem iendos cuadrados, y
se dirigía a la est ación del ferrocarril, precisam ent e a la hora en que el rest o
del pueblo se acost aba a dorm ir la siest a. Desde hacía varios m eses recorría
ese t rayect o m urm urando la oración que él m ism o invent ó la últ im a vez que
se le apareció el diablo.
Un sábado - nueve días después de que em pezaron a caer páj aros m uert os-
el padre Ant onio I sabel del Sant ísim o Sacram ent o del Alt ar se dirigía a la
est ación cuando cayó un páj aro agonizant e a sus pies, precisam ent e frent e
a la casa de la señora Rebeca. Un resplandor de lucidez est alló en su cabe-
za y se dio cuent a de que aquel páj aro, a diferencia de los ot ros, podía ser
salvado. Lo t om ó en sus m anos y llam ó a la puert a de la señora Rebeca, en
el inst ant e en que ella se desabrochaba el corpiño para dorm ir la siest a.
En su alcoba, la viuda oyó los golpes e inst int ivam ent e desvió la vist a hacia
las alam breras. No había penet rado ningún páj aro a esa alcoba desde hacía
dos días. Pero la red cont inuaba desflecada. Había considerado un gast o in-
út il hacerla reparar m ient ras no cesara aquella invasión de páj aros que la
m ant enía con los nervios irrit ados. Por encim a del zum bido del vent ilador
eléct rico, oyó los golpes a la puert a y recordó con im paciencia que Argénida
hacía la siest a en la últ im a alcoba del corredor. Ni siquiera se le ocurrió
pregunt arse quién podía im port unarla a esas horas. Volvió a abot onarse el
corpiño, t raspuso la puert a alam brada, cam inó derecho y afect ada a lo lar-
go del corredor, at ravesó la sala recargada de m uebles y obj et os decorat i-
vos, y ant es de abrir la puert a vio a t ravés de la red m et álica que allí est aba
el padre Ant onio I sabel, t acit urno, con los oj os apagados y un páj aro en las
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m anos ( ant es de que ella abriera la puert a) diciendo: “ Si le echam os un po-
co de agua y después lo m et em os debaj o de una t ot um a, est oy seguro de
que se pondrá bien” . Y al abrir la puert a, la señora Rebeca sint ió que desfa-
llecía de t error.
No perm aneció allí m ás de cinco m inut os. La señora Rebeca creía que era
ella quien había abreviado el incident e. Pero en realidad había sido el padre.
Si la viuda hubiera reflexionado en ese inst ant e, se habría dado cuent a de
que el sacerdot e, en los t reint a años que llevaba de vivir en el pueblo, no
había perm anecido nunca m ás de cinco m inut os en su casa. Le parecía que
en la profusa ut ilería de la sala se m anifest aba claram ent e el espírit u con-
cupiscent e de la dueña, a pesar de su parent esco con el Obispo, m uy rem o-
t o, pero reconocido. Adem ás, había una leyenda ( o una hist oria) sobre la
fam ilia de la señora Rebeca, que seguram ent e, pensaba el padre, no había
llegado hast a el palacio episcopal, con t odo y que el coronel Aureliano
Buendía, prim o herm ano de la viuda a quien ella consideraba un descast a-
do, aseguró alguna vez que el Obispo no había visit ado el pueblo en el nue-
vo siglo por eludir la visit a a su parient a. De cualquier m odo, fuera aquello
hist oria o leyenda, la verdad era que el padre Ant onio I sabel del Sant ísim o
Sacram ent o del Alt ar no se sent ía bien en esa casa, cuyo único habit ant e no
había dado nunca m uest ras de piedad y sólo se confesaba una vez al año,
pero respondiendo con evasivas cuando él t rat aba de concret arla acerca de
la oscura m uert e de su esposo. Si ahora había est ado allí, aguardando a
que ella t raj era un vaso de agua para bañar un páj aro agonizant e, era por
det erm inación de una circunst ancia que él no hubiera provocado j am ás.
Mient ras regresaba la viuda, el sacerdot e, sent ado en un sunt uoso m ecedor
de m adera labrada, sent ía la ext raña hum edad de esa casa que no había
vuelt o a sosegarse desde cuando sonó un pist olet azo, hacía m ás de cuaren-
t a años, y José Arcadio Buendía, herm ano del coronel, cayó de bruces ent re
un ruido de hebillas y espuelas sobre las polainas aún calient es que se aca-
baba de quit ar.
Cuando la señora Rebeca irrum pió de nuevo en la sala, vio al padre Ant onio
I sabel sent ado en el m ecedor y con ese aire de nebulosidad que a ella le
producía t error.
- La vida de un anim al - dij o el padre- es t an grat a a Nuest ro Señor com o la
de un hom bre.
Al decirlo, no se acordó de José Arcadio Buendía. Tam poco lo recordó la
viuda. Pero ella est aba acost um brada a no dar crédit o a las palabras del
padre, desde cuando habló en el púlpit o de las t res veces en que se le apa-
reció el diablo. Sin prest arle at ención t om ó el páj aro ent re las m anos, lo
sum ergió en el vaso y lo sacudió después. El padre observó que había im -
piedad y negligencia en su m anera de act uar, una absolut a falt a de conside-
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ración por la vida del anim al.
- No le gust an los páj aros - dij o, de m anera suave pero afirm at iva.
La viuda levant ó los párpados en un gest o de im paciencia y host ilidad.
- Aunque m e hubieran gust ado alguna vez - dij o- los aborrecería ahora que
les ha dado por m orirse dent ro de las casas.
- Han m uert o m uchos - dij o él, im placable. Habría podido pensarse que había
m ucho de ast ucia en la uniform idad de su voz.
- Todos - dij o la viuda. Y agregó, m ient ras exprim ía el anim al con repugnan-
cia y lo colocaba debaj o de una t ot um a- : Y eso no m e im port aría, si no m e
hubieran rot o las alam breras.
Y a él le pareció que nunca había conocido t ant a dureza de corazón. Un ins-
t ant e después, t eniéndole en su propia m ano, el sacerdot e se dio cuent a de
que aquel cuerpo m inúsculo e indefenso había dej ado de lat ir. Ent onces se
olvidó de t odo: de la hum edad de la casa, de la concupiscencia, del insopor-
t able olor a pólvora en el cadáver de José Arcadio Buendía, y se dio cuent a
de la prodigiosa verdad que lo rodeaba desde el principio de la sem ana. Allí
m ism o, m ient ras la viuda lo veía abandonar la casa con el páj aro m uert o
ent re las m anos y una expresión am enazant e, él asist ió a la m aravillosa re-
velación de que sobre el pueblo est aba cayendo una lluvia de páj aros m uer-
t os y de que él, el m inist ro de Dios, el predest inado que había conocido la
felicidad cuando no hacía calor, había olvidado ent eram ent e el Apocalipsis.
Ese día fue a la est ación, com o siem pre, pero no se dio cuent a cabal de sus
act os. Sabía confusam ent e que algo est aba ocurriendo en el m undo, pero
se sent ía em bot ado, brut o, indigno del inst ant e. Sent ado en el escaño de la
est ación t rat aba de recordar si había lluvia de páj aros m uert os en el Apoca-
lipsis, pero lo había olvidado por com plet o. De pront o pensó que el ret raso
en casa de la señora Rebeca le había hecho perder el t ren y est iró la cabeza
por encim a de los vidrios polvorient os y rot os y vio en el reloj de la adm i-
nist ración que aún falt aban doce m inut os para la una. Cuando regresó al
escaño sint ió que se asfixiaba. En ese m om ent o se acordó de que era sába-
do. Movió por un inst ant e su abanico de palm a t renzada, perdido en sus os-
curas nebulosas int eriores. Y después se desesperó de los bot ones de su so-
t ana y de los bot ones de sus bot as y de sus largos y aj ust ados pant alonci-
llos de sarga y se dio cuent a, alarm ado, de que nunca en su vida había sen-
t ido t ant o calor.
Sin m overse del escaño se desabot onó el cuello de la sot ana, ext raj o de la
m anga el pañuelo y se enj ugó el rost ro congest ionado, pensando en un ins-
t ant e de ilum inado pat et ism o que t al vez est aba asist iendo a la elaboración
de un t errem ot o. Había leído eso en alguna part e. Sin em bargo, el cielo es-
t aba despej ado; un cielo t ransparent e y azul del que m ist eriosam ent e habí-
an desaparecido t odos los páj aros. Él se dio cuent a del color y de la t rans-
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parencia, pero m om ent áneam ent e se olvidó de los páj aros m uert os. Ahora
pensaba en ot ra cosa, en la posibilidad de que se desat ara una t orm ent a.
Sin em bargo, el cielo est aba diáfano y t ranquilo, com o si fuera el cielo de
ot ro pueblo rem ot o y diferent e, donde nunca había sent ido calor, y com o si
no fueran los suyos sino ot ros los oj os que est uvieran cont em plándolo.
Después m iró hacia el nort e, por encim a de los t echos de palm a y cinc oxi-
dado, y vio la lent a, la silenciosa, la equilibrada m ancha de gallinazos sobre
el m uladar.
Por alguna razón m ist eriosa sint ió que en ese inst ant e revivían en él las
em ociones que experim ent ó un dom ingo en el sem inario, poco ant es de re-
cibir las órdenes m enores. El rect or lo había aut orizado para hacer uso de
su bibliot eca part icular y él perm anecía durant e horas y horas ( especial-
m ent e los dom ingos) sum ergido en la lect ura de unos libros am arillos, olo-
rosos a m adera envej ecida, y con anot aciones en lat ín hechas con los gara-
bat os m inúsculos y erizados del rect or. Un dom ingo, después de que había
leído durant e t odo el día, ent ró el rect or a la habit ación y se apresuró, azo-
rado, a recoger una t arj et a que evident em ent e se había caído de ent re las
páginas del libro que él leía. Presenció la ofuscación de su superior con dis-
cret a indiferencia, pero alcanzó a leer la t arj et a. Sólo había una frase, escri-
t a a t int a m orada con let ra nít ida y rect a: Madam e I vet t e est m ort e cet t e
nuit . Más de m edio siglo después, viendo una m ancha de gallinazos sobr e
un pueblo olvidado, se acordó de la expresión t acit urna del rect or, sent ado
frent e a él, m alva al crepúsculo y con la respiración im percept iblem ent e al-
t erada.
I m presionado por aquella asociación, no sint ió ent onces calor sino precisa-
m ent e t odo lo cont rario, un m ordisco de hielo en las ingles y la plant a de
los pies. Sint ió pavor, sin saber cuál era la causa precisa de ese pavor, en-
redado en una m araña de ideas confusas, ent re las que era im posible dife-
renciar una sensación nauseabunda y la pezuña de Sat anás at ascada en el
barro y un t ropel de páj aros m uert os cayendo sobre el m undo m ient ras él,
Ant onio I sabel del Sant ísim o Sacram ent o del Alt ar, perm anecía indiferent e
a ese acont ecim ient o. Ent onces se irguió, levant ó una m ano asom brada
com o para iniciar un saludo que se perdió en el vacío, y exclam ó at erroriza-
do: “ El Judío Errant e” .
En ese m om ent o pit ó el t ren. Por prim era vez en m uchos años él no lo oyó.
Lo vio ent rar en la est ación, envuelt o en una densa hum areda, y oyó la
granizada de cisco cont ra las lám inas de cinc oxidado. Pero eso fue com o un
sueño rem ot o e indescifrable, del cual no despert ó por com plet o hast a esa
t arde, un poco después de las cuat ro, cuando dio los últ im os t oques al for-
m idable serm ón que pronunciaría el dom ingo. Ocho horas después, fueron
a buscarlo para que adm inist rara la ext rem aunción a una m uj er.
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De m anera que el padre no supo quién llegó esa t arde en el t ren. Durant e
m ucho t iem po había vist o pasar los cuat ro vagones desvencij ados y desco-
loridos, y no recordaba que alguien hubiera descendido de ellos para que-
darse, al m enos en los últ im os años. Ant es era dist int o, cuando podía est ar
una t arde ent era viendo pasar un t ren cargado de banano; cient o cuarent a
vagones cargados de frut as, pasando sin pasar, hast a cuando pasaba, ya
ent rada la noche, el últ im o vagón con un hom bre colgando una lám para
verde. Ent onces veía el pueblo al ot ro lado de la línea - ya encendidas las lu-
ces- y le parecía que, con sólo verlo pasar, el t ren lo había llevado a ot ro
pueblo. Tal vez de ahí vino su cost um bre de asist ir t odos los días a la est a-
ción, incluso después de que am et rallaron a los t rabaj adores y se acabaron
las plant aciones de bananos y con ellas los t renes de cient o cuarent a vago-
nes, y quedó apenas ese t ren am arillo y polvorient o que no t raía ni se lle-
vaba a nadie.
Pero ese sábado llegó alguien. Cuando el padre Ant onio I sabel del Sant ísi-
m o Sacram ent o del Alt ar se alej ó de la est ación, un m uchacho apacible, con
nada de part icular apart e de su ham bre, lo vio desde la vent ana del últ im o
vagón en el preciso inst ant e en que se acordó de que no com ía desde el día
ant erior. Pensó: Si hay un cura debe haber un hot el. Y descendió del vagón
y at ravesó la calle abrasada por el m et álico sol de agost o y penet ró en la
fresca penum bra de una casa sit uada frent e a la est ación donde sonaba el
disco gast ado de un gram ófono. El olfat o agudizado por el ham bre de dos
días le indicó que ése era el hot el. Y ahí penet ró, sin ver la t ablilla: Hot el
Macondo, un let rero que él no había de leer en su vida.
La propiet aria est aba encint a con m ás de cinco m eses. Tenía color de m os-
t aza y la apariencia de ser idént ica a su m adre cuando su m adre est aba en-
cint a de ella. Él pidió “ un alm uerzo lo m ás rápido que pueda” y ella, sin t ra-
t ar de apresurarse, le sirvió un plat o de sopa con un hueso pelado y picadi-
llo de plát ano verde. En ese inst ant e pit ó el t ren. Envuelt o en el vapor cáli-
do y saludable de la sopa, él calculó la dist ancia que lo separaba de la est a-
ción e inm ediat am ent e después se sint ió invadido por esa confusa sensa-
ción de pánico que produce la pérdida de un t ren.
Trat ó de correr. Llegó hast a la puert a, angust iado, pero aún no había dado
un paso fuera del um bral cuando se dio cuent a de que no t enía t iem po de
alcanzar el t ren. Cuando volvió a la m esa se había olvidado de su ham bre;
vio, j unt o al gram ófono, a una m uchacha que lo m iraba sin piedad, con una
horrible expresión de perro m eneando la cola. Por prim era vez en t odo el
día se quit ó ent onces el som brero que le había regalado su m adre dos m e-
ses ant es, y lo aprisionó ent re las rodillas m ient ras acababa de com er.
Cuando se levant ó de la m esa no parecía preocupado por la pérdida del t ren
ni por la perspect iva de pasar un fin de sem ana en un pueblo cuyo nom bre
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no se ocuparía de averiguar. Se sent ó en un rincón de la sala, con los hue-
sos de la espalda apoyados en una silla dura y rect a, y perm aneció allí largo
rat o sin escuchar los discos, hast a que la m uchacha que los seleccionaba di-
j o:
- En el corredor hay m ás fresco.
Él se sint ió m al. Le cost aba t rabaj o iniciarse con los desconocidos. Le an-
gust iaba m irar a la gent e a la cara y cuando no le quedaba ot ro recurso que
hablar, las palabras le salían diferent es a com o las pensaba. “ Sí” , respon-
dió. Y sint ió un ligero escalofrío. Trat ó de m ecerse, olvidado de que no es-
t aba en una m ecedora.
- Los que vienen aquí ruedan una silla para el corredor que es m ás fresco -
dij o la m uchacha. Y él, oyéndola, se dio cuent a con angust ia de que ella t e-
nía deseos de conversar. Se arriesgó a m irarla, en el inst ant e en que le da-
ba cuerda al gram ófono. Parecía est ar sent ada allí desde hacía m eses, años
quizás, y no m anifest aba el m enor int erés en m overse de ese lugar. Le da-
ba cuerda al gram ófono, pero su vida est aba fij a en él. Est aba sonriendo.
- Gracias - dij o él, t rat ando de levant arse, de dar espont aneidad a sus m ovi-
m ient os.
La m uchacha no dej ó de m irarlo; dij o: - Tam bién dej an el som brero en el
percherit o.
Est a vez sint ió una brasa en las orej as. Se est rem eció pensando en aquella
m anera de sugerir las cosas. Se sent ía incóm odo, acorralado, y ot ra vez
sint ió el pánico por la pérdida del t ren. Pero en ese inst ant e penet ró a la sa-
la la propiet aria.
- ¿Qué hace? - pregunt ó.
- Est á rodando la silla para el corredor, com o lo hacen t odos - dij o la m ucha-
cha.
Él creyó advert ir un acent o de burla en sus palabras.
- No se preocupe - dij o la propiet aria- . Yo le t raeré un t aburet e.
La m uchacha se rió y él se sint ió desconcert ado. Hacía calor, un calor seco
y plano. Y est aba sudando. La propiet aria rodó hast a el corredor un t abure-
t e de m adera con fondos de cuero. Se disponía a seguirla cuando la m ucha-
cha volvió a hablar.
- Lo m alo es que lo van a asust ar los páj aros - dij o.
Él alcanzó a ver la m irada dura cuando la propiet aria volvió los oj os hacia la
m uchacha. Fue una m irada rápida pero int ensa.
- Lo que debes hacer es callart e - dij o, y se volvió sonrient e hacia él. Ent on-
ces se sint ió m enos solo y t uvo deseos de hablar.
- ¿Qué es lo que dice? - pregunt ó.
- Que a est a hora caen páj aros m uert os en el corredor - dij o la m uchacha.
- Son cosas de ella - dij o la propiet aria. Se inclinó a arreglar un ram o de flo-
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res art ificiales en la m esit a de cent ro. Había un t em blor nervioso en sus de-
dos.
- Cosas m ías, no - dij o la m uchacha- . Tú m ism a barrist e dos ant ier.
La propiet aria la m iró exasperada. Tenía una expresión last im osa y eviden-
t es deseos de explicarlo t odo, hast a cuando no quedara el m enor rast ro de
duda.
- Lo que ocurre, señor, es que ant ier los m uchachos dej aron dos páj aros
m uert os en el corredor para m olest arla, y después le dij eron que est aban
cayendo páj aros m uert os del cielo. Ella se t raga t odo lo que le dicen.
Él sonrió. Le parecía m uy divert ida aquella explicación: se frot ó las m anos y
se volvió a m irar a la m uchacha que lo cont em plaba angust iada. El gram ó-
fono había dej ado de sonar. La propiet aria se ret iró a la ot ra pieza y cuando
él se dirigía al corredor la m uchacha insist ió en voz baj a:
- Yo los he vist o caer. Créam elo. Todo el m undo los ha vist o.
Y él creyó com prender ent onces su apego al gram ófono y la exasperación
de la propiet aria.
- Sí - dij o com pasivam ent e. Y después, m oviéndose hacia el corredor- : Yo
t am bién los he vist o.
Hacía m enos calor afuera, a la som bra de los alm endros. Recost ó el t abure-
t e cont ra el m arco de la puert a, echó la cabeza hacia at rás y pensó en su
m adre; su m adre post rada en el m ecedor, espant ando las gallinas con un
largo palo de escoba, m ient ras sent ía que por prim era vez él no est aba en
la casa.
La sem ana ant erior habría podido pensar que su vida era una cuerda lisa y
rect a, t endida desde la lluviosa m adrugada de la últ im a guerra civil en que
vino al m undo ent re las cuat ro paredes de barro y cañabrava de una escue-
la rural, hast a esa m añana de j unio en que cum plió 22 años y su m adre lle-
gó hast a su chinchorro para regalarle un som brero con una t arj et a: “ A m i
querido hij o, en su día” . En ocasiones se sacudía la herrum bre de la ociosi-
dad y sent ía nost algia de la escuela, del pizarrón y del m apa de un país su-
perpoblado por los excrem ent os de las m oscas, y de la larga fila de j arros
colgados en la pared debaj o del nom bre de cada niño. Allí no hacía calor.
Era un pueblo verde y plácido, con unas gallinas de largas pat as cenicient as
que at ravesaban el salón de clases para echarse a poner debaj o del t inaj e-
ro. Su m adre era ent onces una m uj er t rist e y herm ét ica. Se sent aba al
at ardecer a recibir el vient o acabado de filt rar en los cafet ales, y decía:
“ Manaure es el pueblo m ás bello del m undo” ; y luego, volviéndose hacia él,
viéndolo crecer sordam ent e en el chinchorro: “ Cuando est és grande t e da-
rás cuent a de eso” . Pero no se dio cuent a de nada. No se dio cuent a a los
15 años, siendo ya dem asiado grande para su edad, rebosant e de esa salud
insolent e y at olondrada que da la ociosidad. Hast a cuando cum plió los 20
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años su vida no fue nada esencialm ent e dist int a de unos cam bios de posi-
ción en el chinchorro. Pero para esa época su m adre, obligada por el reu-
m at ism o, abandonó la escuela que había at endido durant e 18 años, de m a-
nera que se fueron a vivir a una casa de dos cuart os con un pat io enorm e,
donde criaron gallinas de pat as cenicient as com o las que at ravesaban el sa-
lón de clases.
El cuidado de las gallinas fue su prim er cont act o con la realidad. Y había si-
do el único hast a el m es de j ulio, en que su m adre pensó en la j ubilación y
consideró que ya el hij o t enía suficient e sagacidad para gest ionarla. Él cola-
boró de m anera eficaz en la preparación de los docum ent os, y hast a t uvo el
t act o necesario para convencer al párroco de que alt erara en seis años la
part ida de baut ism o de su m adre, que aún no t enía edad para la j ubilación.
El j ueves recibió las últ im as inst rucciones escrupulosam ent e porm enoriza-
das por la experiencia pedagógica de su m adre, e inició el viaj e hacia la
ciudad con doce pesos, una m uda de ropa, el legaj o de docum ent os y una
idea ent eram ent e rudim ent aria de la palabra “ j ubilación” , que él int erpret a-
ba en brut o com o una det erm inada cant idad de dinero que debía ent regarle
el gobierno para poner una cría de cerdos.
Adorm ilado en el corredor del hot el, ent orpecido por el bochorno, no se
había det enido a pensar en la gravedad de su sit uación. Suponía que el
percance quedaría resuelt o al día siguient e con el regreso del t ren, de suer-
t e que ahora su única preocupación era esperar el dom ingo para reanudar
el viaj e y no acordarse j am ás de ese pueblo donde hacía un calor insopor-
t able. Un poco ant es de las cuat ro cayó en un sueño incóm odo y pegaj oso,
pensando, m ient ras dorm ía, que era una lást im a no haber t raído el chincho-
rro. Ent onces fue cuando se dio cuent a de que había olvidado en el t ren el
envolt orio de la ropa y los docum ent os de la j ubilación. Despert ó abrupt a-
m ent e, sobresalt ado, pensando en su m adre y ot ra vez acorralado por el
pánico.
Cuando rodó el asient o hast a la sala se habían encendido las luces del pue-
blo. No conocía el alum brado eléct rico, de m anera que experim ent ó una
fuert e im presión al ver las bom billas pobres y m anchadas del hot el. Luego
recordó que su m adre le había hablado de eso y siguió rodando el asient o
hast a el com edor t rat ando de evit ar los m oscardones que est rellaban com o
proyect iles en los espej os. Com ió sin apet it o, ofuscado por la clara eviden-
cia de su sit uación, por el calor int enso, por la am argura de aquella soledad
que padecía por prim era vez en su vida. Después de las nueve fue conduci-
do al fondo de la casa, a un cuart o de m adera em papelado con periódicos y
revist as. A la m edianoche se hallaba sum ergido en un sueño pant anoso y
febril, m ient ras a cinco cuadras de allí el padre Ant onio I sabel del Sant ísim o
Sacram ent o del Alt ar, t endido boca arriba en su cat re, pensaba que las ex-
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periencias de esa noche reforzaban el serm ón que t enía preparado para las
siet e de la m añana. El padre reposaba con sus largos y aj ust ados pant alon-
cillos de sarga, ent re el denso rum or de los zancudos. Un poco ant es de las
doce había at ravesado el pueblo para adm inist rar la ext rem aunción a una
m uj er y se sent ía exalt ado y nervioso, de m anera que puso los elem ent os
sacram ent ales j unt o al cat re y se acost ó a repasar el serm ón. Perm aneció
así varias horas, t endido boca arriba en el cat re hast a cuando oyó el horario
rem ot o de un alcaraván en la m adrugada. Ent onces t rat ó de levant arse, se
incorporó penosam ent e y pisó la cam panilla y se fue de bruces cont ra el
suelo áspero y sólido de la habit ación.
Apenas se dio cuent a de sí m ism o cuando experim ent ó la sensación t ere-
brant e que le subió por el cost ado. En ese m om ent o t uvo conciencia de su
peso t ot al: j unt os el peso de su cuerpo, de sus culpas y de su edad. Sint ió
cont ra la m ej illa la solidez del suelo pedregoso que t ant as veces, al prepa-
rar sus serm ones, le había servido para form arse una idea precisa del ca-
m ino que conduce al infierno. “ Crist o” , m urm uró asust ado, pensando: “ Se-
guro que nunca m ás podré ponerm e en pie.”
No supo cuánt o t iem po perm aneció post rado en el suelo, sin pensar en na-
da, sin acordarse siquiera de im plorar una buena m uert e. Fue com o si, en
realidad, hubiera est ado m uert o por un inst ant e. Pero cuando recobró el
conocim ient o ya no sent ía dolor ni espant o. Vio la raya lívida debaj o de la
puert a; oyó, rem ot o y t rist e, el clam or de los gallos, y se dio cuent a de que
est aba vivo y de que recordaba perfect am ent e las palabras del serm ón.
Cuando descorrió la t ranca de la puert a est aba am aneciendo. Había dej ado
de sent ir dolor y hast a le parecía que el golpe lo había descargado de su
ancianidad. Toda la bondad, los ext ravíos y los padecim ient os del pueblo
penet raron hast a su corazón cuando t ragó la prim era bocanada de aquel ai-
re que era una hum edad azul llena de gallos. Luego m iró en t orno suyo co-
m o para reconciliarse con la soledad, y vio a la t ranquila penum bra del
am anecer, uno, dos, t res páj aros m uert os en el corredor.
Durant e nueve m inut os cont em pló los t res cadáveres, pensando, de acuer-
do con el serm ón previst o, que aquella m uert e colect iva de los páj aros ne-
cesit aba una expiación. Luego cam inó hast a el ot ro ext rem o del corredor,
recogió los t res páj aros m uert os y regresó a la t inaj a y la dest apó y uno
t ras ot ro echó los páj aros en el agua verde y dorm ida sin conocer exact a-
m ent e el obj et ivo de aquella acción. Tres y t res hacen m edia docena en una
sem ana, pensó, y un prodigioso relám pago de lucidez le indicó que había
em pezado a padecer el gran día de su vida.
A las siet e había em pezado el calor. En el hot el, el único com ensal aguarda-
ba el desayuno. La m uchacha del gram ófono no se había levant ado aún. La
propiet aria se acercó y en ese inst ant e parecía com o si est uvieran sonando
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dent ro de su vient re abult ado las siet e cam panadas del reloj .
- Siem pre fue que lo dej ó el t ren - dij o con un acent o de t ardía conm isera-
ción. Y luego t raj o el desayuno: café con leche, un huevo frit o y t aj adas de
plát ano verde.
Él t rat ó de com er, pero no sent ía ham bre. Se sent ía alarm ado de que
hubiera em pezado el calor. Sudaba a chorros. Se asfixiaba. Había dorm ido
m al, con la ropa puest a, y ahora t enía un poco de fiebre. Sent ía ot ra vez el
pánico y se acordaba de su m adre, en el inst ant e en que la propiet aria se
acercó a recoger los plat os, radiant e dent ro de su t raj e nuevo de grandes
flores verdes. El t raj e de la propiet aria le hizo recordar que era dom ingo.
- ¿Hay m isa? - pregunt ó.
- Sí hay - dij o la m uj er- . Pero es com o si no hubiera porque no va casi nadie.
Es que no han querido m andar un padre nuevo.
- ¿Y qué pasa con el de ahora?
- Que t iene com o cien años y est á m edio chiflado - dij o la m uj er, y perm ane-
ció inm óvil, pensat iva, con t odos los plat os en una m ano. Luego dij o:
- El ot ro día j uró en el púlpit o que había vist o al diablo y desde ent onces casi
nadie volvió a la m isa.
De m anera que fue a la iglesia, en part e por su desesperación y en part e
por la curiosidad de conocer a una persona de cien años. Advirt ió que era
un pueblo m uert o, con calles int erm inables y polvorient as y som brías casas
de m adera con t echos de cinc, que parecían deshabit adas. Eso era el pueblo
en dom ingo: calles sin hierba, casas con alam breras y un cielo profundo y
m aravilloso sobre un calor asfixiant e. Pensó que no había ahí ninguna señal
que perm it iera dist inguir el dom ingo de ot ro día cualquiera, y m ient ras ca-
m inaba por la calle desiert a se acordó de su m adre: “ Todas las calles de t o-
dos los pueblos conducen inexorablem ent e a la iglesia o al cem ent erio.” En
est e inst ant e desem bocó en una pequeña plaza em pedrada con un edificio
de cal con una t orre y un gallo de m adera en la cúspide y un reloj parado
en las cuat ro y diez.
Sin apresurarse at ravesó la plaza, subió por los t res escalones del at rio e
inm ediat am ent e sint ió el olor del envej ecido sudor hum ano revuelt o con el
olor del incienso, y penet ró en la t ibia penum bra de la iglesia casi vacía.
El padre Ant onio I sabel del Sant ísim o Sacram ent o del Alt ar acababa de su-
bir al púlpit o. I ba a iniciar el serm ón cuando vio ent rar a un m uchacho con
el som brero puest o. Lo vio exam inar con sus grandes oj os serenos y t rans-
parent es el t em plo casi vacío. Lo vio sent arse en el últ im o escaño, la cabeza
ladeada y las m anos sobre las rodillas. Se dio cuent a de que era un forast e-
ro. Tenía m ás de 20 años de est ar en el pueblo y habría podido reconocer a
cualquiera de sus habit ant es hast a por el olor. Por eso sabía que el m ucha-
cho que acababa de llegar era un forast ero. En una m irada breve e int ensa
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observó que era un ser t acit urno y un poco t rist e y que t enía la ropa sucia y
arrugada. Es com o si t uviera m ucho t iem po de est ar durm iendo con ella,
pensó, con un sent im ient o que era una m ezcolanza de repugnancia y pie-
dad. Pero después, viéndolo en el escaño, sint ió que su alm a desbordaba
grat it ud y se dispuso a pronunciar para él el gran serm ón de su vida. Crist o
- pensaba m ient ras t ant o- , perm it e que recuerde el som brero para que no
t enga que echarlo del t em plo.
Y com enzó el serm ón.
Al principio habló sin darse cuent a de sus palabras. Ni siquiera se escucha-
ba a sí m ism o. Oía apenas la m elodía definida y suelt a que fluía de un m a-
nant ial dorm ido en su alm a desde el principio del m undo. Tenía la confusa
cert idum bre de que las palabras est aban brot ando precisas, oport unas,
exact as, en el orden y la ocasión previst os. Sent ía que un vapor calient e le
presionaba las ent rañas. Pero sabía t am bién que su espírit u est aba lim pio
de vanidad y que la sensación de placer que le em bargaba los sent idos no
era soberbia, ni rebeldía, ni vanidad, sino el puro regocij o de su espírit u en
Nuest ro Señor.
En su alcoba, la señora Rebeca se sent ía desfallecer, com prendiendo que
dent ro de un m om ent o el calor se volvería im posible. Si no se hubiera sen-
t ido arraigada al pueblo por un oscuro t em or a la novedad, habría m et ido
sus cachivaches en un baúl con naft alina y se hubiera ido a rodar por el
m undo, com o lo hizo su bisabuelo, según le habían cont ado. Pero ínt im a-
m ent e sabía que est aba dest inada a m orir en el pueblo, ent re aquellos in-
t erm inables corredores y las nueve alcobas cuyas alam breras, pensaba,
haría reem plazar por vidrios erizados, cuando cesara el calor. De m anera
que se quedaría allí, decidió ( y ésa era una decisión que t om aba siem pr e
que ordenaba la ropa en el arm ario) , y decidió t am bién escribirle a “ m i ilus-
t rísim o prim o” para que m andara un padre j oven y poder asist ir de nuevo a
la iglesia con su som brero de m inúsculas flores de t erciopelo y oír ot ra vez
una m isa ordenada y serm ones sensat os y edificant es.
Mañana es lunes, pensó, em pezando a pensar de una vez en el encabeza-
m ient o de la cart a para el Obispo ( encabezam ient o que el coronel Buendía
había calificado de frívolo e irrespet uoso) , cuando Argénida abrió brusca-
m ent e la puert a alam brada y exclam ó:
- Señora, dicen que el padre se volvió loco en el púlpit o.
La viuda volvió hacia la puert a un rost ro ot oñal y am argo, ent eram ent e su-
yo.
- Hace por lo m enos cinco años que est á loco - dij o. Y siguió aplicada a la
clasificación de su ropa, diciendo- : Debe ser que volvió a ver al diablo.
- Ahora no fue el diablo - dij o Argénida.
- ¿Y ent onces a quién? - pregunt ó la señora Rebeca, est irada, indiferent e.
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- Ahora dice que vio al Judío Errant e.
La viuda sint ió que se le crispaba la piel. Un t ropel de revuelt as ideas ent re
las cuales no podía diferenciar sus alam breras rot as, el calor, los páj aros
m uert os y la pest e, pasó por su cabeza al escuchar esas palabras que no
recordaba desde las t ardes de su infancia rem ot a: “ El Judío Errant e.” Y en-
t onces com enzó a m overse, lívida, helada, hacia donde Argénida la con-
t em plaba con la boca abiert a.
- Es verdad - dij o, con una voz que se le subió de las ent rañas- . Ahora m e
explico por qué se est án m uriendo los páj aros.
I m pulsada por el t error, se t ocó con una negra m ant illa bordada y at ravesó
com o una exhalación el largo corredor y la sala recargada de obj et os deco-
rat ivos y la puert a de la calle y las dos cuadras que la separaban de la igle-
sia, en donde el padre Ant onio I sabel del Sant ísim o Sacram ent o del Alt ar,
t ransfigurado, decía: “ …Os j uro que lo vi. Os j uro que se at ravesó en m i
cam ino est a m adrugada, cuando regresaba de adm inist rar los sant os óleos
a la m uj er de Jonás, el carpint ero. Os j uro que t enía el rost ro em bet unado
con la m aldición del Señor y que dej aba a su paso una huella de ceniza ar-
dient e.”
La palabra quedó t runca, flot ando en el aire. Se dio cuent a de que no podía
cont ener el t em blor de las m anos, de que t odo su cuerpo t em blaba y de
que por su colum na vert ebral descendía lent am ent e un hilo de sudor hela-
do. Se sent ía m al, sint iendo el t em blor y sint iendo la sed y una fuert e t or-
cedura en las t ripas y un rum or que resonó com o la profunda not a de un
órgano en sus ent rañas. Ent onces se dio cuent a de la verdad.
Vio que había gent e en la iglesia y que por la nave cent ral avanzaba la se-
ñora Rebeca, pat ét ica, espect acular, con los brazos abiert os y el rost ro
am argo y frío vuelt o hacia las alt uras. Confusam ent e com prendió lo que es-
t aba ocurriendo y hast a t uvo la lucidez suficient e para com prender que
habría sido vanidad creer que est aba pat rocinando un m ilagro. Hum ilde-
m ent e apoyó las m anos t em blorosas en el borde de m adera y reanudó el
discurso.
- Ent onces cam inó hacia m í - dij o. Y est a vez escuchó su propia voz convin-
cent e, apasionada- . Cam inó hacia m í y t enía los oj os de esm eralda y la ás-
pera pelam bre y el olor de un m acho cabrío. Y yo levant é la m ano para re-
crim inarlo en el nom bre de Nuest ro Señor, y le dij e: “ Det ént e. Nunca ha si-
do el dom ingo buen día para sacrificar un cordero.”
Cuando t erm inó había em pezado el calor. Ese calor int enso, sólido y abra-
sant e de aquel agost o inolvidable. Pero el padre Ant onio I sabel ya no se
daba cuent a del calor. Sabía que ahí, a sus espaldas, est aba el pueblo ot ra
vez post rado, sobrecogido por el serm ón, pero ni siquiera se alegraba de
eso. Ni siquiera se alegraba con la perspect iva inm ediat a de que el vino le
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aliviara la gargant a est ragada. Se sent ía incóm odo y desadapt ado. Se sen-
t ía at urdido y no pudo concent rarse en el m om ent o suprem o del sacrificio.
Desde hacía algún t iem po le ocurría lo m ism o, pero ahora fue una dist rac-
ción diferent e porque su pensam ient o est aba colm ado por una inquiet ud
definida. Por prim era vez en su vida conoció ent onces la soberbia. Y t al co-
m o lo había im aginado y definido en sus serm ones, sint ió que la soberbia
era un aprem io igual a la sed. Cerró con energía el t abernáculo, y dij o:
- Pit ágoras.
El acólit o, un niño de cabeza rapada y lust rosa, ahij ado del padre Ant onio
I sabel y a quien ést e había puest o nom bre, se acercó al alt ar.
- Recoge la lim osna - dij o el sacerdot e.
El niño pest añeó, dio una vuelt a com plet a y luego dij o con una voz casi im -
percept ible:
- No sé dónde est á el plat illo.
Era ciert o. Hacía m eses que no se recogía la lim osna.
- Ent onces busca una bolsa grande en la sacrist ía y recoge lo m ás que pue-
das - dij o el padre.
- ¿Y qué digo? - dij o el m uchacho.
El padre cont em pló pensat ivo el cráneo pelado y azul, las art iculaciones
pronunciadas. Ahora fue él quien pest añeó:
- Di que es para dest errar al Judío Errant e - dij o y sint ió que al decirlo sopor-
t aba un gran peso en su corazón. Por un inst ant e no escuchó nada m ás que
el chisporrot eo de los cirios en el t em plo silencioso, y su propia respiración
excit ada y difícil. Luego, poniendo la m ano en el hom bro del acólit o que lo
m iraba con los redondos oj os espant ados, dij o:
- Después coges la plat a y se la llevas al m uchacho que est aba solo al prin-
cipio y le dices que ahí le m anda el padre para que se com pre un som brero
nuevo.

ROSAS ARTI FI CI ALES - 1 9 6 2

Moviéndose a t ient as en la penum bra del am anecer, Mina se puso el vest ido
sin m angas que la noche ant erior había colgado j unt o a la cam a, y revolvió
el baúl en busca de las m angas post izas. Las buscó después en los clavos
de las paredes y det rás de las puert as, procurando no hacer ruido para no
despert ar a la abuela ciega que dorm ía en el m ism o cuart o. Pero cuando se
acost um bró a la oscuridad, se dio cuent a de que la abuela se había levan-
t ado y fue a la cocina a pregunt arle por las m angas.
- Est án en el baño - dij o la ciega- . Las lavé ayer t arde.
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Allí est aban, colgadas de un alam bre con dos prendedores de m adera. To-
davía est aban húm edas. Mina volvió a la cocina y ext endió las m angas so-
bre las piedras de la hornilla. Frent e a ella, la ciega revolvía el café, fij as las
pupilas m uert as en el reborde de ladrillos del corredor, donde había una
hilera de t iest os con hierbas m edicinales.
- No vuelvas a coger m is cosas - dij o Mina- . En est os días no se puede cont ar
con el sol.
La ciega m ovió el rost ro hacia la voz.
- Se m e había olvidado que era el prim er viernes - dij o.
Después de com probar con una aspiración profunda que ya est aba el café,
ret iró la olla del fogón.
- Pon un papel debaj o, porque esas piedras est án sucias - dij o.
Mina rest regó el índice cont ra las piedras de la hornilla. Est aban sucias, pe-
ro de una cost ra de hollín apelm azado que no ensuciaría las m angas si no
se frot aban cont ra las piedras.
- Si se ensucian t ú eres la responsable - dij o.
La ciega se había servido una t aza de café.
- Tienes rabia - dij o, rodando un asient o hacia el corredor- . Es sacrilegio co-
m ulgar cuando se t iene rabia. - Se sent ó a t om ar el café frent e a las rosas
del pat io. Cuando sonó el t ercer t oque para m isa, Mina ret iró las m angas de
la hornilla, y t odavía est aban húm edas. Pero se las puso. El padre Ángel no
le daría la com unión con un vest ido de hom bros descubiert os. No se lavó la
cara. Se quit ó con una t oalla los rest os del coloret e, recogió en el cuart o el
libro de oraciones y la m ant illa, y salió a la calle. Un cuart o de hora después
est aba de regreso.
- Vas a llegar después del Evangelio - dij o la ciega, sent ada frent e a las rosas
del pat io.
Mina pasó direct am ent e hacia el excusado.
- No puedo ir a m isa - dij o- . Las m angas est án m oj adas y t oda m i ropa sin
planchar. - Se sint ió perseguida por una m irada clarivident e.
- Prim er viernes y no vas a m isa - dij o la ciega.
De vuelt a del excusado, Mina se sirvió una t aza de café y se sent ó cont ra el
quicio de cal, j unt o a la ciega. Pero no pudo t om ar el café.
- Tú t ienes la culpa - m urm uró, con un rencor sordo, sint iendo que se ahoga-
ba en lágrim as.
- Est ás llorando - exclam ó la ciega.
Puso el t arro de regar j unt o a las m acet as de orégano y salió al pat io, repi-
t iendo:
- Est ás llorando.
Mina puso la t aza en el suelo ant es de incorporarse.
- Lloro de rabia - dij o. Y agregó al pasar j unt o a la abuela- : Tienes que con-
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fesart e, porque m e hicist e perder la com unión del prim er viernes.
La ciega perm aneció inm óvil esperando que Mina cerrara la puert a del dor-
m it orio. Luego cam inó hast a el ext rem o del corredor. Se inclinó, t ant eando,
hast a encont rar en el suelo la t aza int act a. Mient ras vert ía el café en la olla
de barro, siguió diciendo:
- Dios sabe que t engo la conciencia t ranquila.
La m adre de Mina salió del dorm it orio.
- ¿Con quién hablas? - pregunt ó.
- Con nadie - dij o la ciega- . Ya t e he dicho que m e est oy volviendo loca.
Encerrada en su cuart o, Mina se desabot onó el corpiño y sacó t res llavecit as
que llevaba prendidas con un alfiler de nodriza. Con una de las llaves abrió
la gavet a inferior del arm ario y ext raj o un baúl de m adera en m iniat ura. Lo
abrió con la ot ra llave. Adent ro había un paquet e de cart as en papeles de
color, at adas con una cint a elást ica. Se las guardó en el corpiño, puso el
baulit o en su puest o y volvió a cerrar la gavet a con llave. Después fue al
excusado y echó las cart as en el fondo.
- Te hacía en m isa - le dij o la m adre.
- No pudo ir - int ervino la ciega- . Se m e olvidó que era prim er viernes y lavé
las m angas ayer t arde.
- Todavía est án húm edas - m urm uró Mina.
- Ha t enido que t rabaj ar m ucho en est os días - dij o la ciega.
- Son cient o cincuent a docenas de rosas que t engo que ent regar en la Pas-
cua - dij o Mina.
El sol calent ó t em prano. Ant es de las siet e, Mina inst aló en la sala su t aller
de rosas art ificiales: una cest a llena de pét alos y alam bres, un caj ón de pa-
pel elást ico, dos pares de t ij eras, un rollo de hilo y un frasco de gom a. Un
m om ent o después llegó Trinidad con su caj a de cart ón baj o el brazo, a pre-
gunt arle por qué no había ido a m isa.
- No t enía m angas - dij o Mina.
- Cualquiera hubiera podido prest árt elas - dij o Trinidad.
Rodó una silla para sent arse j unt o al canast o de pét alos.
- Se m e hizo t arde - dij o Mina.
Term inó una rosa. Después acercó el canast o para rizar pét alos con las t ij e-
ras. Trinidad puso la caj a de cart ón en el suelo e int ervino en la labor.
Mina observó la caj a.
- ¿Com prast e zapat os? - pregunt ó.
- Son rat ones m uert os - dij o Trinidad.
Com o Trinidad era expert a en el rizado de pét alos, Mina se dedicó a fabricar
t allos de alam bre forrados en papel verde. Trabaj aron en silencio sin adver-
t ir el sol que avanzaba en la sala decorada con cuadros idílicos y fot ografías
fam iliares. Cuando t erm inó los t allos, Mina volvió hacia Trinidad un rost ro
121
que parecía acabado en algo inm at erial. Trinidad rizaba con adm irable pul-
crit ud, m oviendo apenas la punt a de los dedos, las piernas m uy j unt as. Mi-
na observó sus zapat os m asculinos. Trinidad eludió la m irada, sin levant ar
la cabeza, apenas arrast rando los pies hacia at rás, e int errum pió el t rabaj o.
- ¿Qué pasó? - dij o.
Mina se inclinó hacia ella.
- Que se fue - dij o.
Trinidad solt ó las t ij eras en el regazo.
- No.
- Se fue - repit ió Mina.
Trinidad la m iró sin parpadear. Una arruga vert ical dividió sus cej as encon-
t radas.
- ¿Y ahora? - pregunt ó.
Mina respondió sin t em blor en la voz.
- Ahora, nada.
Trinidad se despidió ant es de las diez.
Liberada del peso de su int im idad, Mina la ret uvo un m om ent o, para echar
los rat ones m uert os en el excusado. La ciega est aba podando el rosal.
- A que no sabes qué llevo en est a caj a - le dij o Mina al pasar.
Hizo sonar los rat ones.
La ciega puso at ención.
- Muévela ot ra vez - dij o.
Mina repit ió el m ovim ient o, pero la ciega no pudo ident ificar los obj et os,
después de escuchar por t ercera vez con el índice apoyado en el lóbulo de
la orej a.
- Son los rat ones que cayeron anoche en la t ram pa de la iglesia - dij o Mina.
Al regreso pasó j unt o a la ciega sin hablar. Pero la ciega la siguió. Cuando
llegó a la sala, Mina est aba sola j unt o a la vent ana cerrada, t erm inando las
rosas art ificiales.
- Mina - dij o la ciega- . Si quieres ser feliz, no t e confieses con ext raños.
Mina la m iró sin hablar. La ciega ocupó la silla frent e a ella e int ent ó int er-
venir en el t rabaj o. Pero Mina se lo im pidió.
- Est ás nerviosa - dij o la ciega.
- Por t u culpa - dij o Mina.
- ¿Por qué no fuist e a m isa?
- Tú lo sabes m ej or que nadie.
- Si hubiera sido por las m angas no t e hubieras t om ado el t rabaj o de salir de
la casa - dij o la ciega- . En el cam ino t e esperaba alguien que t e ocasionó
una cont rariedad.
Mina pasó las m anos frent e a los oj os de la abuela, com o lim piando un cris-
t al invisible.
122
- Eres adivina - dij o.
- Has ido al excusado dos veces est a m añana - dij o la ciega- . Nunca vas m ás
de una vez.
Mina siguió haciendo rosas.
- ¿Serías capaz de m ost rarm e lo que guardas en la gavet a del arm ario? -
pregunt ó la ciega.
Sin apresurarse Mina clavó la rosa en el m arco de la vent ana, se sacó las
t res llavecit as del corpiño y se las puso a la ciega en la m ano. Ella m ism a le
cerró los dedos.
- Anda a verlo con t us propios oj os - dij o.
La ciega exam inó las llavecit as con las punt as de los dedos.
- Mis oj os no pueden ver en el fondo del excusado.
Mina levant ó la cabeza y ent onces experim ent ó una sensación diferent e:
sint ió que la ciega sabía que la est aba m irando.
- Tírat e al fondo del excusado si t e int eresan t ant o m is cosas - dij o.
La ciega evadió la int errupción.
- Siem pre escribes en la cam a hast a la m adrugada - dij o.
- Tú m ism a apagas la luz - dij o Mina.
- Y en seguida t ú enciendes la lint erna de m ano - dij o la ciega- . Por t u respi-
ración podría decirt e ent onces lo que est ás escribiendo.
Mina hizo un esfuerzo para no alt erarse.
- Bueno - dij o sin levant ar la cabeza- . Y suponiendo que así sea: ¿qué t iene
eso de part icular?
- Nada - respondió la ciega- . Sólo que t e hizo perder la com unión del prim er
viernes.
Mina recogió con las dos m anos el rollo de hilo, las t ij eras, y un puñado de
t allos y rosas sin t erm inar. Puso t odo dent ro de la canast a y encaró a la
ciega.
- ¿Quieres ent onces que t e diga qué fui a hacer al excusado? - pregunt ó. Las
dos perm anecieron en suspenso, hast a cuando Mina respondió a su propia
pregunt a- : Fui a cagar.
La abuela t iró en el canast o las t res llavecit as.
- Sería una buena excusa - m urm uró, dirigiéndose a la cocina- . Me habrías
convencido si no fuera la prim era vez en t u vida que t e oigo decir una vul-
garidad.
La m adre de Mina venía por el corredor en sent ido cont rario, cargada de
ram os espinosos.
- ¿Qué es lo que pasa? - pregunt ó.
- Que est oy loca - dij o la ciega- . Pero por lo vist o no piensan m andarm e para
el m anicom io m ient ras no em piece a t irar piedras.

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LOS FUN ERALES D E LA M AM Á GRAN D E – 1 9 6 2

Ést a es, incrédulos del m undo ent ero, la verídica hist oria de la Mam á Gran-
de, soberana absolut a del reino de Macondo, que vivió en función de dom i-
nio durant e 92 años y m urió en olor de sant idad un m art es del set iem bre
pasado, y a cuyos funerales vino el Sum o Pont ífice.
Ahora que la nación sacudida en sus ent rañas ha recobrado el equilibrio;
ahora que los gait eros de San Jacint o, los cont rabandist as de la Guaj ira, los
arroceros del Sinú, las prost it ut as de Guacam ayal, los hechiceros de la
Sierpe y los bananeros de Aracat aca han colgado sus t oldos para rest able-
cerse de la ext enuant e vigilia, y que han recuperado la serenidad y vuelt o a
t om ar posesión de sus est ados el president e de la república y sus m inist ros
y t odos aquellos que represent aron al poder público y a las pot encias so-
brenat urales en la m ás espléndida ocasión funeraria que regist ren los ana-
les hist óricos; ahora que el Sum o Pont ífice ha subido a los Cielos en cuerpo
y alm a, y que es im posible t ransit ar en Macondo a causa de las bot ellas va-
cías, las colillas de cigarrillos, los huesos roídos, las lat as y t rapos y excre-
m ent os que dej ó la m uchedum bre que vino al ent ierro, ahora es la hora de
recost ar un t aburet e a la puert a de la calle y em pezar a cont ar desde el
principio los porm enores de est a conm oción nacional, ant es de que t engan
t iem po de llegar los hist oriadores.
Hace cat orce sem anas, después de int erm inables noches de cat aplasm as,
sinapism os y vent osas, dem olida por la delirant e agonía, la Mam á Grande
ordenó que la sent aran en su viej o m ecedor de bej uco para expresar su úl-
t im a volunt ad. Era el único requisit o que le hacía falt a para m orir. Aquella
m añana, por int erm edio del padre Ant onio I sabel, había arreglado los nego-
cios de su alm a, y sólo le falt aba arreglar los de sus arcas con los nueve so-
brinos, sus herederos universales, que velaban en t orno al lecho. El párro-
co, hablando solo y a punt o de cum plir cien años, perm anecía en el cuart o.
Se habían necesit ado diez hom bres para subirlo hast a la alcoba de la Mam á
Grande, y se había decidido que allí perm aneciera para no t ener que baj arlo
y volverlo a subir en el m inut o final.
Nicanor, el sobrino m ayor, t it ánico y m ont araz, vest ido de caqui, bot as con
espuelas y un revólver calibre 38, cañón largo, aj ust ado baj o la cam isa, fue
en busca del not ario. La enorm e m ansión de dos plant as, olorosa a m elaza
y a orégano, con sus oscuros aposent os at iborrados de arcones y cachiva-
ches de cuat ro generaciones convert idas en polvo, se había paralizado des-
de la sem ana ant erior a la expect at iva de aquel m om ent o. En el profundo
corredor cent ral, con garfios en las paredes donde en ot ro t iem po se colga-
124
ron cerdos desollados y se desangraban venados en los soñolient os dom in-
gos de agost o, los peones dorm ían am ont onados sobre sacos de sal y út iles
de labranza, esperando la orden de ensillar las best ias para divulgar la m ala
not icia en el ám bit o de la hacienda desm edida. El rest o de la fam ilia est aba
en la sala. Las m uj eres lívidas, desangradas por la herencia y la vigilia,
guardaban un lut o cerrado que era una sum a de incont ables lut os super-
puest os. La rigidez m at riarcal de la Mam á Grande había cercado su fort una
y su apellido con una alam brada sacram ent al, dent ro de la cual los t íos se
casaban con las hij as de las sobrinas, y los prim os con las t ías, y los her-
m anos con las cuñadas, hast a form ar una int rincada m araña de consangui-
nidad que convirt ió la procreación en un círculo vicioso. Sólo Magdalena, la
m enor de las sobrinas, logró escapar al cerco; at errorizada por las alucina-
ciones se hizo exorcizar por el padre Ant onio I sabel, se rapó la cabeza y re-
nunció a las glorias y vanidades del m undo en el noviciado de la Prefect ura
Apost ólica. Al m argen de la fam ilia oficial y en ej ercicio del derecho de per-
nada, los varones habían fecundado hat os, veredas y caseríos con t oda una
descendencia bast arda, que circulaba ent re la servidum bre sin apellidos a
t ít ulo de ahij ados, dependient es, favorit os y prot egidos de la Mam á Grande.
La inm inencia de la m uert e rem ovió la ext enuant e expect at iva. La voz de la
m oribunda, acost um brada al hom enaj e y a la obediencia, no fue m ás sono-
ra que un baj o de órgano en la pieza cerrada, pero resonó en los m ás apar-
t ados rincones de la hacienda. Nadie era indiferent e a esa m uert e. Durant e
el present e siglo, la Mam á Grande había sido el cent ro de gravedad de Ma-
condo, com o sus herm anos, sus padres y los padres de sus padres lo fueron
en el pasado, en una hegem onía que colm aba dos siglos. La aldea se fundó
alrededor de su apellido. Nadie conocía el origen, ni los lím it es ni el valor
real del pat rim onio, pero t odo el m undo se había acost um brado a creer que
la Mam á Grande era dueña de las aguas corrient es y est ancadas, llovidas y
por llover, y de los cam inos vecinales, los post es del t elégrafo, los años bi-
siest os y el calor, y que t enía adem ás un derecho heredado sobre vida y
haciendas. Cuando se sent aba a t om ar el fresco de la t arde en el balcón de
su casa, con t odo el peso de sus vísceras y su aut oridad aplast ado en su
viej o m ecedor de bej uco, parecía en verdad infinit am ent e rica y poderosa,
la m at rona m ás rica y poderosa del m undo.
A nadie se le había ocurrido pensar que la Mam á Grande fuera m ort al, salvo
a los m iem bros de su t ribu, y a ella m ism a, aguij oneada por las prem oni-
ciones seniles del padre Ant onio I sabel. Pero ella confiaba en que viviría
m ás de 100 años, com o su abuela m at erna, que en la guerra de 1875 se
enfrent ó a una pat rulla del coronel Aureliano Buendía, at rincherada en la
cocina de la hacienda. Sólo en abril de est e año com prendió la Mam á Gran-
de que Dios no le concedería el privilegio de liquidar personalm ent e, en
125
franca refriega, a una horda de m asones federalist as.
En la prim era sem ana de dolores el m édico de la fam ilia la ent ret uvo con
cat aplasm as de m ost aza y calcet ines de lana. Era un m édico heredit ario,
laureado en Mont pellier, cont rario por convicción filosófica a los progresos
de su ciencia, a quien la Mam á Grande había concedido la prebenda de que
se im pidiera en Macondo el est ablecim ient o de ot ros m édicos. En un t iem po
recorría el pueblo a caballo, visit ando a los lúgubres enferm os del at arde-
cer, y la nat uraleza le concedió el privilegio de ser padre de num erosos
hij os aj enos. Pero la art rit is le anquilosó en un chinchorro, y t erm inó por
at ender a sus pacient es sin visit arlos, por m edio de suposiciones, correvei-
diles y recados. Requerido por la Mam á Grande at ravesó la plaza en pij am a,
apoyado en dos bast ones, y se inst aló en la alcoba de la enferm a. Sólo
cuando com prendió que la Mam á Grande agonizaba, hizo llevar un arca con
pom os de porcelana m arcados en lat ín y durant e t res sem anas em badurnó
a la m oribunda por dent ro y por fuera con t oda suert e de em plast os aca-
dém icos, j ulepes m agníficos y suposit orios m agist rales. Después le aplicó
sapos ahum ados en el sit io del dolor y sanguij uelas en los riñones, hast a la
m adrugada de ese día en que t uvo que enfrent arse a la disyunt iva de
hacerla sangrar por el barbero o exorcizar por el padre Ant onio I sabel.
Nicanor m andó a buscar al párroco. Sus diez hom bres m ej ores lo llevaron
desde la casa cural hast a el dorm it orio de la Mam á Grande, sent ado en su
cruj ient e m ecedor de m im bre baj o el m ohoso palio de las grandes ocasio-
nes. La cam panilla del Viát ico en el t ibio am anecer de set iem bre fue la pri-
m era not ificación a los habit ant es de Macondo. Cuando salió el sol, la placi-
t a frent e a la casa de la Mam á Grande parecía una feria rural.
Era com o el recuerdo de ot ra época. Hast a cuando cum plió los 70, la Mam á
Grande celebró su cum pleaños con las ferias m ás prolongadas y t um ult uo-
sas de que se t enga m em oria. Se ponían dam aj uanas de aguardient e a dis-
posición del pueblo, se sacrificaban reses en la plaza pública, y una banda
de m úsicos inst alada sobre una m esa t ocaba sin t regua durant e t res días.
Baj o los alm endros polvorient os donde la prim era sem ana del siglo acam pa-
ron las legiones del coronel Aureliano Buendía, se ponían vent as de m asat o,
bollos, m orcillas, chicharrones, em panadas, but ifarras, caribañolas, pande-
yuca, alm oj ábanas, buñuelos, arepuelas, hoj aldres, longanizas, m ondongos,
cocadas, guarapo, ent re t odo género de m enudencias, chucherías, barat ij as
y cacharros, y peleas de gallos y j uegos de lot ería. En m edio de la confusión
de la m uchedum bre alborot ada, se vendían est am pas y escapularios con la
im agen de la Mam á Grande.
Las fest ividades com enzaban la ant evíspera y t erm inaban el día del cum -
pleaños, con un est ruendo de fuegos art ificiales y un baile fam iliar en la ca-
sa de la Mam á Grande. Los select os invit ados y los m iem bros legít im os de
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la fam ilia, generosam ent e servidos por la bast ardía, bailaban al com pás de
la viej a pianola equipada con rollos de m oda. La Mam á Grande presidía la
fiest a desde el fondo del salón, en una polt rona con alm ohadas de lino, im -
part iendo discret as inst rucciones con su diest ra adornada de anillos en t o-
dos los dedos. A veces en com plicidad con los enam orados pero casi siem -
pre aconsej ada por su propia inspiración, aquella noche concert aba los m a-
t rim onios del año ent rant e. Para clausurar el j ubileo, la Mam á Grande salía
al balcón adornado con diadem as y faroles de papel, y arroj aba m onedas a
la m uchedum bre.
Aquella t radición se había int errum pido, en part e por los duelos sucesivos
de la fam ilia, y en part e por la incert idum bre polít ica de los últ im os t iem -
pos. Las nuevas generaciones no asist ieron sino de oídas a aquellas m ani-
fest aciones de esplendor. No alcanzaron a ver a la Mam á Grande en la m isa
m ayor, abanicada por algún m iem bro de la aut oridad civil, disfrut ando del
privilegio de no arrodillarse ni en el inst ant e de la elevación para no est ro-
pear su saya de volant es holandeses y sus alm idonados pollerines de olán.
Los ancianos recordaban com o una alucinación de la j uvent ud los doscien-
t os m et ros de est eras que se t endieron desde la casa solariega hast a el al-
t ar m ayor, la t arde en que María del Rosario Cast añeda y Mont ero asist ió a
los funerales de su padre, y regresó por la calle est erada invest ida de su
nueva e irradiant e dignidad, a los 22 años, convert ida en la Mam á Grande.
Aquella visión m edieval pert enecía ent onces no sólo al pasado de la fam ilia,
sino al pasado de la nación. Cada vez m ás im precisa y rem ot a, visible ape-
nas en su balcón sofocado ent onces por los geranios en las t ardes de calor,
la Mam á Grande se esfum aba en su propia leyenda. Su aut oridad se ej ercía
a t ravés de Nicanor. Exist ía la prom esa t ácit a, form ulada por la t radición, de
que el día en que la Mam á Grande lacrara su t est am ent o, los herederos de-
cret arían t res noches de j olgorios públicos. Pero se sabía asim ism o que ella
había decidido no expresar su volunt ad últ im a hast a pocas horas ant es de
m orir, y nadie pensaba seriam ent e en la posibilidad de que la Mam á Grande
fuera m ort al. Sólo esa m adrugada, despert ados por los cencerros del Viát i-
co, los habit ant es de Macondo se convencieron de que la Mam á Grande no
sólo era m ort al, sino que se est aba m uriendo.
Su hora era llegada. En su cam a de lienzo, em badurnada de áloes hast a las
orej as, baj o la m arquesina de polvorient a espum illa, apenas se adivinaba la
vida en la t enue respiración de sus t et as m at riarcales. La Mam á Grande,
que hast a los cincuent a años rechazó a los m ás apasionados pret endient es,
y que fue dot ada por la nat uraleza para am am ant ar ella sola a t oda su es-
pecie, agonizaba virgen y sin hij os. En el m om ent o de la ext rem aunción, el
padre Ant onio I sabel t uvo que pedir ayuda para aplicarle los óleos en la
palm a de las m anos, pues desde el principio de su agonía la Mam á Grande
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t enía los puños cerrados. De nada valió el concurso de las sobrinas. En el
forcej eo, por prim era vez en una sem ana, la m oribunda apret ó cont ra su
pecho la m ano const elada de piedras preciosas, y fij ó en las sobrinas su m i-
rada sin color, diciendo: “ Salt eadoras.” Luego vio al padre Ant onio I sabel en
indum ent aria lit úrgica y al m onaguillo con los inst rum ent os sacram ent ales,
y m urm uró con una convicción apacible: “ Me est oy m uriendo.” Ent onces se
quit ó el anillo con el Diam ant e Mayor y se lo dio a Magdalena, la novicia, a
quien correspondía por ser la heredera m enor. Aquél era el final de una t ra-
dición: Magdalena había renunciado a su herencia en favor de la I glesia.
Al am anecer, la Mam á Grande pidió que la dej aran a solas con Nicanor para
im part ir sus últ im as inst rucciones. Durant e m edia hora, con perfect o dom i-
nio de sus facult ades, se inform ó de la m archa de los negocios. Hizo form u-
laciones especiales sobre el dest ino de su cadáver, y se ocupó por últ im o de
las velaciones. “ Tienes que est ar con los oj os abiert os” , dij o. “ Guarda baj o
llave t odas las cosas de valor, pues m ucha gent e no viene a los velorios si-
no a robar.” Un m om ent o después, a solas con el párroco, hizo una confe-
sión dispendiosa, sincera y det allada, y com ulgó m ás t arde en presencia de
los sobrinos. Ent onces fue cuando pidió que la sent aran en el m ecedor de
bej uco para expresar su últ im a volunt ad.
Nicanor había preparado, en veint icuat ro folios escrit os con let ra m uy clara,
una escrupulosa relación de sus bienes. Respirando apaciblem ent e, con el
m édico y el padre Ant onio I sabel por t est igos, la Mam á Grande dict ó al no-
t ario la list a de sus propiedades, fuent e suprem a y única de su grandeza y
aut oridad. Reducido a sus proporciones reales, el pat rim onio físico se redu-
cía a t res encom iendas adj udicadas por Cédula Real durant e la Colonia, y
que con el t ranscurso del t iem po, en virt ud de int rincados m at rim onios de
conveniencia, se habían acum ulado baj o el dom inio de la Mam á Grande. En
ese t errit orio ocioso, sin lím it es definidos, que abarcaba cinco m unicipios y
en el cual no se sem bró nunca un solo grano por cuent a de los propiet arios,
vivían a t ít ulo de arrendat arias 352 fam ilias. Todos los años, en vísperas de
su onom ást ico, la Mam á Grande ej ercía el único act o de dom inio que había
im pedido el regreso de las t ierras al est ado: el cobro de los arrendam ient os.
Sent ada en el corredor int erior de su casa, ella recibía personalm ent e el pa-
go del derecho de habit ar en sus t ierras, com o durant e m ás de un siglo lo
recibieron sus ant epasados de los ant epasados de los arrendat arios. Pasa-
dos los t res días de la recolección, el pat io est aba at iborrado de cerdos, pa-
vos y gallinas, y de los diezm os y prim icias sobre los frut os de la t ierra que
se deposit aban allí en calidad de regalo. En realidad, ésa era la única cose-
cha que j am ás recogió la fam ilia de un t errit orio m uert o desde sus orígenes,
calculado a prim era vist a en 100.000 hect áreas. Pero las circunst ancias his-
t óricas habían dispuest o que dent ro de esos lím it es crecieran y prosperaran
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las seis poblaciones del dist rit o de Macondo, incluso la cabecera del m unici-
pio, de m anera que t odo el que habit ara una casa no t enía m ás derecho de
propiedad del que le correspondía sobre los m at eriales, pues la t ierra pert e-
necía a la Mam á Grande y a ella se pagaba el alquiler, com o t enía que pa-
garlo el gobierno por el uso que los ciudadanos hacían en las calles.
En los alrededores de los caseríos, m erodeaba un núm ero nunca cont ado y
m enos at endido de anim ales herrados en los cuart os t raseros con la form a
de un candado. Ese hierro heredit ario, que m ás por el desorden que por la
cant idad se había hecho fam iliar en rem ot os depart am ent os donde llegaban
en verano, m uert as de sed, las reses desperdigadas, era uno de los m ás só-
lidos soport es de la leyenda. Por razones que nadie se había det enido a ex-
plicar, las ext ensas caballerizas de la casa se habían vaciado progresiva-
m ent e desde la últ im a guerra civil, y en los últ im os t iem pos se habían ins-
t alado en ellas t rapiches de caña, corrales de ordeño, y una piladora de
arroz.
Apart e de lo enum erado, se hacía const ar en el t est am ent o la exist encia de
t res vasij as de m orrocot as ent erradas en algún lugar de la casa durant e la
guerra de I ndependencia, que no habían sido halladas en periódicas y labo-
riosas excavaciones. Con el derecho de cont inuar la explot ación de la t ierra
arrendada y de percibir los diezm os y prim icias y t oda clase de dádivas ex-
t raordinarias, los herederos recibían un plano levant ado de generación en
generación, y por cada generación perfeccionado, que facilit aba el hallazgo
del t esoro ent errado.
La Mam á Grande necesit ó t res horas para enum erar sus asunt os t errenales.
En la sofocación de la alcoba, la voz de la m oribunda parecía dignificar en
su sit io cada cosa enum erada. Cuando est am pó su firm a, balbucient e, y de-
baj o est am paron la suya los t est igos, un t em blor secret o sacudió el corazón
de las m uchedum bres que em pezaban a concent rarse frent e a la casa, a la
som bra de los alm endros polvorient os.
Sólo falt aba ent onces la enum eración m inuciosa de los bienes m orales.
Haciendo un esfuerzo suprem o - el m ism o que hicieron sus ant epasados an-
t es de m orir para asegurar el predom inio de su especie- la Mam á Grande se
irguió sobre sus nalgas m onum ent ales, y con voz dom inant e y sincera,
abandonada a su m em oria, dict ó al not ario la list a de su pat rim onio invisi-
ble:
La riqueza del subsuelo, las aguas t errit oriales, los colores de la bandera, la
soberanía nacional, los part idos t radicionales, los derechos del hom bre, las
libert ades ciudadanas, el prim er m agist rado, la segunda inst ancia, el t ercer
debat e, las cart as de recom endación, las const ancias hist óricas, las eleccio-
nes libres, las reinas de la belleza, los discursos t rascendent ales, las gran-
diosas m anifest aciones, las dist inguidas señorit as, los correct os caballeros,
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los pundonorosos m ilit ares, su señoría ilust rísim a, la cort e suprem a de j us-
t icia, los art ículos de prohibida im port ación, las dam as liberales, el proble-
m a de la carne, la pureza del lenguaj e, los ej em plos para el m undo, el or-
den j urídico, la prensa libre pero responsable, la At enas sudam ericana, la
opinión pública, las lecciones dem ocrát icas, la m oral crist iana, la escasez de
divisas, el derecho de asilo, el peligro com unist a, la nave del est ado, la ca-
rest ía de la vida, las t radiciones republicanas, las clases desfavorecidas, los
m ensaj es de adhesión.
No alcanzó a t erm inar. La laboriosa enum eración t ronchó su últ im o viaj e.
Ahogándose en el m arem agnum de fórm ulas abst ract as que durant e dos si-
glos const it uyeron la j ust ificación m oral del poderío de la fam ilia, la Mam á
Grande em it ió un sonoro eruct o, y expiró.
Los habit ant es de la capit al rem ot a y som bría vieron esa t arde el ret rat o de
una m uj er de veint e años en la prim era página de las ediciones ext raordi-
narias, y pensaron que era una nueva reina de la belleza. La Mam á Grande
vivía ot ra vez la m om ent ánea j uvent ud de su fot ografía, am pliada a cuat ro
colum nas y con ret oques urgent es, su abundant e cabellera recogida a lo al-
t o del cráneo con un peine de m arfil, y una diadem a sobre la gola de enca-
j es. Aquella im agen, capt ada por un fot ógrafo am bulant e que pasó por Ma-
condo a principios de siglo y archivada por los periódicos durant e m uchos
años en la división de personaj es desconocidos, est aba dest inada a perdu-
rar en la m em oria de las generaciones fut uras. En los aut obuses decrépit os,
en los ascensores de los m inist erios, en los lúgubres salones de t é forrados
de pálidas colgaduras, se susurró con veneración y respet o de la aut oridad
m uert a en su dist rit o de calor y m alaria, cuyo nom bre se ignoraba en el re-
st o del país hacía pocas horas, ant es de ser consagrado por la palabra im -
presa. Una llovizna m enuda cubría de recelo y de verdín a los t ranseúnt es.
Las cam panas de t odas las iglesias t ocaban a m uert o. El president e de la
república, sorprendido por la not icia cuando se dirigía al act o de graduación
de los nuevos cadet es, sugirió al m inist ro de la guerra, en una not a escrit a
de su puño y let ra en el revés del t elegram a, que concluyera su discurso
con un m inut o de silencio en hom enaj e a la Mam á Grande.
El orden social había sido rozado por la m uert e. El propio president e de la
república, a quien los sent im ient os urbanos llegaban com o a t ravés de un
filt ro de purificación, alcanzó a percibir desde su aut om óvil en una visión
inst ant ánea pero hast a un ciert o punt o brut al, la silenciosa const ernación de
la ciudad. Sólo perm anecían abiert os algunos cafet ines de m ala m uert e, y la
Cat edral Met ropolit ana, dispuest a para nueve días de honras fúnebres. En
el Capit olio Nacional, donde los m endigos envuelt os en papeles dorm ían al
am paro de colum nas dóricas y t acit urnas est at uas de president es m uert os,
las luces del Congreso est aban encendidas. Cuando el prim er m andat ario
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ent ró a su despacho, conm ovido por la visión de la capit al enlut ada, sus
m inist ros lo esperaban vest idos de t afet án funerario, de pie, m ás solem nes
y pálidos que de cost um bre.
Los acont ecim ient os de aquella noche y las siguient es serían m ás t arde de-
finidos com o una lección hist órica. No sólo por el espírit u crist iano que ins-
piró a los m ás elevados personeros del poder público, sino por la abnega-
ción con que se conciliaron int ereses disím iles y crit erios cont rapuest os, en
el propósit o com ún de ent errar un cadáver ilust re. Durant e m uchos años la
Mam á Grande había garant izado la paz social y la concordia polít ica de su
im perio, en virt ud de los t res baúles de cédulas elect orales falsas que for-
m aban part e de su pat rim onio secret o. Los varones de la servidum bre, sus
prot egidos y arrendat arios, m ayores y m enores de edad, ej ercit aban no só-
lo su propio derecho de sufragio, sino t am bién el de los elect ores m uert os
en un siglo. Ella era la prioridad del poder t radicional sobre la aut oridad
t ransit oria, el predom inio de la clase sobre la plebe, la t rascendencia de la
sabiduría divina sobre la im provisación m ort al. En t iem pos pacíficos, su vo-
lunt ad hegem ónica acordaba y desacordaba canonj ías, prebendas y sinecu-
ras, y velaba por el bienest ar de los asociados así t uviera para lograrlo que
recurrir a la t rapisonda o al fraude elect oral. En t iem pos t orm ent osos, la
Mam á Grande cont ribuyó en secret o para arm ar a sus part idarios, y soco-
rrió en público a sus víct im as. Aquel celo pat riót ico la acredit aba para los
m ás alt os honores.
El president e de la república no había t enido necesidad de recurrir a sus
consej eros para m edir el peso de su responsabilidad. Ent re la sala de au-
diencias de Palacio y el pat iecit o adoquinado que sirvió de cochera a los vi-
rreyes, m ediaba un j ardín int erior de cipreses oscuros donde un fraile por-
t ugués se ahorcó por am or en las post rim erías de la Colonia. A pesar de su
ruidoso aparat o de oficiales condecorados, el president e no podía reprim ir
un ligero t em blor de incert idum bre cuando pasaba por ese lugar después
del crepúsculo. Pero aquella noche, el est rem ecim ient o t uvo la fuerza de
una prem onición. Ent onces adquirió plena conciencia de su dest ino hist óri-
co, y decret ó nueve días de duelo nacional, y honores póst um os a la Mam á
Grande en la cat egoría de heroína m uert a por la pat ria en el cam po de ba-
t alla. Com o lo expresó en la dram át ica alocución que aquella m adrugada di-
rigió a sus com pat riot as a t ravés de la cadena nacional de radio y t elevi-
sión, el prim er m agist rado de la nación confiaba en que los funerales de la
Mam á Grande const it uyeran un nuevo ej em plo para el m undo.
Tan alt os propósit os debían t ropezar sin em bargo con graves inconvenien-
t es. La est ruct ura j urídica del país, const ruida por rem ot os ascendient es de
la Mam á Grande, no est aba preparada para acont ecim ient os com o los que
em pezaban a producirse. Sabios doct ores de la ley, probados alquim ist as
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del derecho ahondaron en herm enéut icas y silogism os, en busca de la fór-
m ula que perm it iera al president e de la república asist ir a los funerales. Se
vivieron días de sobresalt o en las alt as esferas de la polít ica, el clero y las
finanzas. En el vast o hem iciclo del Congreso, enrarecido por un siglo de le-
gislación abst ract a, ent re óleos de próceres nacionales y bust os de pensa-
dores griegos, la evocación de la Mam á Grande alcanzó proporciones insos-
pechables, m ient ras su cadáver se llenaba de burbuj as en el duro set iem bre
de Macondo. Por prim era vez se habló de ella y se la concibió sin su m ece-
dor de bej uco, sus sopores a las dos de la t arde y sus cat aplasm as de m os-
t aza, y se la vio pura y sin edad, dest ilada por la leyenda.
Horas int erm inables se llenaron de palabras, palabras, palabras que reper-
cut ían en el ám bit o de la república, aprest igiadas por los alt avoces de la le-
t ra im presa. Hast a que alguien dot ado de sent ido de la realidad en aquella
asam blea de j urisconsult os asépt icos, int errum pió el blablablá hist órico para
recordar que el cadáver de la Mam á Grande esperaba la decisión a 40 gra-
dos a la som bra. Nadie se inm ut ó frent e a aquella irrupción del sent ido co-
m ún en la at m ósfera pura de la ley escrit a. Se im part ieron órdenes para
que fuera em balsam ado el cadáver, m ient ras se encont raban fórm ulas, se
conciliaban pareceres o se hacían enm iendas const it ucionales que perm it ie-
ran al president e de la república asist ir al ent ierro.
Tant o se había parlado, que los parlot eos t ranspusieron las front eras,
t ranspasaron el océano y at ravesaron com o un present im ient o las habit a-
ciones pont ificias de Cast elgandolfo. Repuest o de la m odorra del ferragost o
recient e, el Sum o Pont ífice est aba en la vent ana, viendo en el lago sum er-
girse los buzos que buscaban la cabeza de la doncella decapit ada. En las úl-
t im as sem anas los periódicos de la t arde no se habían ocupado de ot ra co-
sa, y el Sum o Pont ífice no podía ser indiferent e a un enigm a plant eado a
t an cort a dist ancia de su residencia de verano. Pero aquella t arde, en una
sust it ución im previst a, los periódicos cam biaron las fot ografías de las posi-
bles víct im as, por la de una sola m uj er de veint e años, señalada con una
blonda de lut o. “ La Mam á Grande” , exclam ó el Sum o Pont ífice, reconocien-
do al inst ant e el borroso daguerrot ipo que m uchos años ant es le había sido
ofrendado con ocasión de su ascenso a la Silla de San Pedro. “ La Mam á
Grande” , exclam aron a coro en sus habit aciones privadas los m iem bros del
Colegio Cardenalicio, y por t ercera vez en veint e siglos hubo una hora de
desconciert os, sofoquines y correndillas en el im perio sin lím it es de la cris-
t iandad, hast a que el Sum o Pont ífice est uvo inst alado en su larga góndola
negra, rum bo a los fant ást icos y rem ot os funerales de la Mam á Grande.
Det rás quedaron los lum inosos sem brados de m elocot ones, la Vía Apia Ant i-
ca con t ibias act rices de cine dorándose en las t errazas sin t odavía t ener
not icias de la conm oción, y después el som brío prom ont orio del Cast elsan-
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t angelo en el horizont e del Tíber. Al crepúsculo los profundos dobles de la
Basílica de San Pedro se ent reveraron con los bronces cuart eados de Ma-
condo. Desde su t oldo sofocant e, a t ravés de los caños int rincados y las
ciénagas sigilosas que m arcaban el lím it e del I m perio Rom ano y los hat os
de la Mam á Grande, el Sum o Pont ífice oyó t oda la noche la bullaranga de
los m onos alborot ados por el paso de las m uchedum bres. En su it inerario
noct urno la canoa pont ificia se había ido llenando de cost ales de yuca, ra-
cim os de plát anos verdes y huacales de gallina, y de hom bres y m uj eres
que abandonaban sus ocupaciones habit uales para t ent ar fort una con cosas
de vender en los funerales de la Mam á Grande. Su Sant idad padeció esa
noche, por prim era vez en la hist oria de la I glesia, la fiebre de la vigilia y el
t orm ent o de los zancudos. Pero el prodigioso am anecer sobre los dom inios
de la Gran Viej a, la visión prim igenia del reino de la balsam ina y de la igua-
na, borraron de su m em oria los padecim ient os del viaj e y lo com pensaron
del sacrificio.
Nicanor había sido despert ado por t res golpes en la puert a que anunciaban
el arribo inm inent e de Su Sant idad. La m uert e había t om ado posesión de la
casa. I nspirados por sucesivas y aprem iant es alocuciones presidenciales,
por las febriles cont roversias de los parlam ent arios que habían perdido la
voz y cont inuaban ent endiéndose por m edio de signos convencionales,
hom bres y congregaciones de t odo el m undo se desent endieron de sus
asunt os y colm aron con su presencia los oscuros corredores, los at iborrados
pasadizos, las asfixiant es buhardas, y quienes llegaron con ret ardo se t re-
paron y acom odaron del m ej or m odo en barbacanas, palenques, at alayas,
m aderám enes y m at acanes. En el salón cent ral, m om ificándose en espera
de las grandes decisiones, yacía el cadáver de la Mam á Grande, baj o un es-
t rem ecido prom ont orio de t elegram as. Ext enuados por las lágrim as, los
nueve sobrinos velaban el cuerpo en un éxt asis de vigilancia recíproca.
Aún debió el universo prolongar el acecho durant e m uchos días. En el salón
del consej o m unicipal, acondicionado con cuat ro t aburet es de cuero, una t i-
naj a de agua filt rada y una ham aca de lam pazo, el Sum o Pont ífice padeció
un insom nio sudoroso, ent ret eniéndose con la lect ura de m em oriales y dis-
posiciones adm inist rat ivas en las dilat adas noches sofocant es. Durant e el
día, repart ía caram elos it alianos a los niños que se acercaban a verlo por la
vent ana, y alm orzaba baj o la pérgola de ast rom elias con el padre Ant onio
I sabel, y ocasionalm ent e con Nicanor. Así vivió sem anas int erm inables y
m eses alargados por la expect at iva y el calor, hast a que Past or Past rana se
plant ó con su redoblant e en el cent ro de la plaza y leyó el bando de la deci-
sión. Se declaraba t urbado el orden público, t arrat aplán, y el president e de
la república, t arrat aplán, disponía de las facult ades ext raordinarias, t arrat a-
plán, que le perm it ían asist ir a los funerales de la Mam á Grande, t arrat a-
133
plán, rat aplán, plan, plan.
El gran día era venido. En las calles congest ionadas de rulet as, frit angas y
m esas de lot ería, y hom bres con culebras enrolladas en el cuello que pre-
gonaban el bálsam o definit ivo para curar la erisipela y asegurar la vida
et erna; en la placit a abigarrada donde las m uchedum bres habían colgado
sus t oldos y desenrollado sus pet at es, apuest os ballest eros despej aron el
paso a la aut oridad. Allí est aban, en espera del m om ent o suprem o, las la-
vanderas del San Jorge, los pescadores de perla del Cabo de Vela, los at a-
rrayeros de Ciénega, los cam aroneros de Tasaj era, los bruj os de la Moj ana,
los salineros de Manaure, los acordeoneros de Valledupar, los chalanes de
Ayapel, los papayeros de San Pelayo, los m am adores de gallo de La Cueva,
los im provisadores de las Sabanas de Bolívar, los cam aj anes de Rebolo, los
bogas del Magdalena, los t int erillos de Mom pox, adem ás de los que se
enum eran al principio de est a crónica, y m uchos ot ros. Hast a los vet eranos
del coronel Aureliano Buendía - el duque de Marlborough a la cabeza, con su
at uendo de pieles y uñas y dient es de t igre- se sobrepusieron a su rencor
cent enario por la Mam á Grande y los de su especie, y vinieron a los funera-
les, para solicit ar del president e de la república el pago de las pensiones de
guerra que esperaban desde hacía sesent a años.
Poco ant es de las once, la m uchedum bre delirant e que se asfixiaba al sol,
cont enida por una élit e im pert urbable de guerreros uniform ados de dorm a-
nes guarnecidos y espum osos m orriones, lanzó un poderoso rugido de j úbi-
lo. Dignos, solem nes en sus sacolevas y chist eras, el president e de la repú-
blica y sus m inist ros, las com isiones del parlam ent o, la cort e suprem a de
j ust icia, el consej o de est ado, los part idos t radicionales y el clero, y los re-
present ant es de la banca, el com ercio y la indust ria, hicieron su aparición
por la esquina de la t elegrafía. Calvo y rechoncho, el anciano y enferm o
president e de la república desfiló frent e a los oj os at ónit os de las m uche-
dum bres que lo habían invest ido sin conocerlo y que sólo ahora podían dar
un t est im onio verídico de su exist encia. Ent re los arzobispos ext enuados por
la gravedad de su m inist erio y los m ilit ares de robust o t órax acorazado de
insignias, el prim er m agist rado de la nación t ranspiraba el hálit o inconfun-
dible del poder.
En segundo t érm ino, en un sereno t ranscurso de crespones luct uosos, des-
filaban las reinas nacionales de t odas las cosas habidas y por haber. Por
prim era vez desprovist as del esplendor t errenal, allí pasaron, precedidas de
la reina universal, la reina del m ango de hilacha, la reina de la ahuyam a
verde, la reina del guineo m anzano, la reina de la yuca harinosa, la reina de
la guayaba perulera, la reina del coco de agua, la reina del frij ol de cabecit a
negra, la reina de 426 kilóm et ros de sart ales de huevos de iguana, y t odas
las que se om it en por no hacer int erm inables est as crónicas.
134
En su féret ro con vuelt as de púrpura, separada de la realidad por ocho t or-
niquet es de cobre, la Mam á Grande est aba ent onces dem asiado em bebida
en su et ernidad de form aldehído para darse cuent a de la m agnit ud de su
grandeza. Todo el esplendor con que ella había soñado en el balcón de su
casa durant e las vigilias del calor, se cum plió con aquellas cuarent a y ocho
gloriosas en que t odos los sím bolos de la época rindieron hom enaj e a su
m em oria. El propio Sum o Pont ífice, a quien ella im aginó en sus delirios sus-
pendido en una carroza resplandecient e sobre los j ardines del Vat icano, se
sobrepuso al calor con un abanico de palm a t renzada y honró con su digni-
dad suprem a los funerales m ás grandes del m undo.
Obnubilado por el espect áculo del poder, el populacho no det erm inó el ávi-
do alet eo que ocurrió en el caballet e de la casa cuando se im puso el acuer-
do en la disput a de los ilust res, y se sacó el cat afalco a la calle en hom bros
de los m ás ilust res. Nadie vio la vigilant e som bra de gallinazos que siguió al
cort ej o por las ardient es callecit as de Macondo, ni reparó que al paso de los
ilust res ést as se iban cubriendo de un pest ilent e rast ro de desperdicios. Na-
die advirt ió que los sobrinos, ahij ados, sirvient es y prot egidos de la Mam á
Grande cerraron las puert as t an pront o com o sacaron el cadáver, y des-
m ont aron las puert as, desenclavaron las t ablas y desent erraron los cim ien-
t os para repart irse la casa. Lo único que para nadie pasó inadvert ido en el
fragor de aquel ent ierro, fue el est ruendoso suspiro de descanso que ex-
halaron las m uchedum bres cuando se cum plieron los cat orce días de plega-
rias, exalt aciones y dit iram bos, y la t um ba fue sellada con una plat aform a
de plom o. Algunos de los allí present es dispusieron de la suficient e clarivi-
dencia para com prender que est aban asist iendo al nacim ient o de una nueva
época. Ahora podía el Sum o Pont ífice subir al Cielo en cuerpo y alm a, cum -
plida su m isión en la t ierra, y podía el president e de la república sent arse a
gobernar según su buen crit erio, y podían las reinas de t odo lo habido y por
haber casarse y ser felices y engendrar y parir m uchos hij os, y podían las
m uchedum bres colgar sus t oldos según su leal m odo de saber y ent ender
en los desm esurados dom inios de la Mam á Grande, porque la única que po-
día oponerse a ello y t enía suficient e poder para hacerlo había em pezado a
pudrirse baj o una plat aform a de plom o. Sólo falt aba ent onces que alguien
recost ara un t aburet e en la puert a para cont ar est a hist oria, lección y es-
carm ient o de las generaciones fut uras, y que ninguno de los incrédulos del
m undo se quedara sin conocer la not icia de la Mam á Grande, que m añana
m iércoles vendrán los barrenderos y barrerán la basura de sus funerales,
por t odos los siglos de los siglos.

UN SEÑ OR M UY VI EJO CON UN AS ALAS EN ORM ES – 1 9 6 8


135
Al t ercer día de lluvia habían m at ado t ant os cangrej os dent ro de la casa,
que Pelayo t uvo que at ravesar su pat io anegado para t irarlos en el m ar,
pues el niño recién nacido había pasado la noche con calent uras y se pen-
saba que era a causa de la pest ilencia. El m undo est aba t rist e desde el
m art es. El cielo y el m ar eran una m ism a cosa de ceniza, y las arenas de la
playa, que en m arzo fulguraban com o polvo de lum bre, se habían convert i-
do en un caldo de lodo y m ariscos podridos. La luz era t an m ansa al m edio-
día, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber t irado los
cangrej os, le cost ó t rabaj o ver qué era lo que se m ovía y se quej aba en el
fondo del pat io. Tuvo que acercarse m ucho para descubrir que era un hom -
bre viej o, que est aba t um bado boca abaj o en el lodazal, y a pesar de sus
grandes esfuerzos no podía levant arse, porque se lo im pedían sus enorm es
alas.
Asust ado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su m u-
j er, que est aba poniéndole com presas al niño enferm o, y la llevó hast a el
fondo del pat io. Am bos observaron el cuerpo caído con un callado est upor.
Est aba vest ido com o un t rapero. Le quedaban apenas unas hilachas desco-
loridas en el cráneo pelado y m uy pocos dient es en la boca, y su last im osa
condición de bisabuelo ensopado lo había desprovist o de t oda grandeza.
Sus alas de gallinazo grande, sucias y m edio desplum adas, est aban enca-
lladas para siem pre en el lodazal. Tant o lo observaron, y con t ant a at en-
ción, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron m uy pront o del asom bro y
acabaron por encont rarlo fam iliar. Ent onces se at revieron a hablarle, y él
les cont est ó en un dialect o incom prensible, pero con una voz de navegant e.
Fue así com o pasaron por alt o el inconvenient e de las alas, y concluyeron
con m uy buen j uicio que era un náufrago solit ario de alguna nave ext ranj e-
ra abat ida por el t em poral. Sin em bargo, llam aron para que lo viera a una
vecina que sabía t odas las cosas de la vida y la m uert e, y a ella le bast ó con
una m irada para sacarlos del error.
- Es un ángel - les dij o- . Seguro que venía por el niño, pero el pobre est á t an
viej o que lo ha t um bado la lluvia.
Al día siguient e t odo el m undo sabía que en casa de Pelayo t enían caut ivo
un ángel de carne y hueso. Cont ra el crit erio de la vecina sabia, para quien
los ángeles de est os t iem pos eran sobrevivient es fugit ivos de una conspira-
ción celest ial, no habían t enido corazón para m at arlo a palos. Pelayo est uvo
vigilándolo t oda la t arde desde la cocina, arm ado con su garrot e de alguacil,
y ant es de acost arse lo sacó a rast ras del lodazal y lo encerró con las galli-
nas en el gallinero alam brado. A m edia noche, cuando t erm inó la lluvia, Pe-
layo y Elisenda seguían m at ando cangrej os. Poco después el niño despert ó
136
sin fiebre y con deseos de com er. Ent onces se sint ieron m agnánim os y de-
cidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para t res
días, y abandonarlo a su suert e en alt a m ar. Pero cuando salieron al pat io
con las prim eras luces, encont raron a t odo el vecindario frent e al gallinero,
ret ozando con el ángel sin la m enor devoción y echándole cosas de com er
por los huecos de las alam bradas, com o si no fuera una criat ura sobrenat u-
ral sino un anim al de circo.
El padre Gonzaga llegó ant es de las siet e alarm ado por la desproporción de
la not icia. A esa hora ya habían acudido curiosos m enos frívolos que los del
am anecer, y habían hecho t oda clase de conj et uras sobre el porvenir del
caut ivo. Los m ás sim ples pensaban que sería nom brado alcalde del m undo.
Ot ros, de espírit u m ás áspero, suponían que sería ascendido a general de
cinco est rellas para que ganara t odas las guerras. Algunos visionarios espe-
raban que fuera conservado com o sem ent al para im plant ar en la Tierra una
est irpe de hom bres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero
el padre Gonzaga, ant es de ser cura, había sido leñador m acizo. Asom ado a
las alam bradas repasó en un inst ant e su cat ecism o, y t odavía pidió que le
abrieran la puert a para exam inar de cerca aquel varón de lást im a que m ás
bien parecía una enorm e gallina decrépit a ent re las gallinas absort as. Est a-
ba echado en un rincón, secándose al sol las alas ext endidas, ent re las cás-
caras de frut as y las sobras de desayunos que le habían t irado los m adr u-
gadores. Aj eno a las im pert inencias del m undo, apenas si levant ó sus oj os
de ant icuario y m urm uró algo en su dialect o cuando el padre Gonzaga ent ró
en el gallinero y le dio los buenos días en lat ín. El párroco t uvo la prim era
sospecha de su im post ura al com probar que no ent endía la lengua de Dios
ni sabía saludar a sus m inist ros. Luego observó que vist o de cerca result aba
dem asiado hum ano: t enía un insoport able olor de int em perie, el revés de
las alas sem brado de algas parasit arias y las plum as m ayores m alt rat adas
por vient os t errest res, y nada de su nat uraleza m iserable est aba de acuerdo
con la egregia dignidad de los ángeles. Ent onces abandonó el gallinero, y
con un breve serm ón previno a los curiosos cont ra los riesgos de la inge-
nuidad. Les recordó que el dem onio t enía la m ala cost um bre de recurrir a
art ificios de carnaval para confundir a los incaut os. Argum ent ó que si las
alas no eran el elem ent o esencial para det erm inar las diferencias ent re un
gavilán y un aeroplano, m ucho m enos podían serlo para reconocer a los án-
geles. Sin em bargo, prom et ió escribir una cart a a su obispo, para que ést e
escribiera ot ra a su prim ado y para que ést e escribiera ot ra al Sum o Pont ífi-
ce, de m odo que el veredict o final viniera de los t ribunales m ás alt os.
Su prudencia cayó en corazones est ériles. La not icia del ángel caut ivo se di-
vulgó con t ant a rapidez, que al cabo de pocas horas había en el pat io un al-
borot o de m ercado, y t uvieron que llevar la t ropa con bayonet as para es-
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pant ar el t um ult o que ya est aba a punt o de t um bar la casa. Elisenda, con el
espinazo t orcido de t ant o barrer basura de feria, t uvo ent onces la buena
idea de t apiar el pat io y cobrar cinco cent avos por la ent rada para ver al
ángel.
Vinieron curiosos hast a de la Mart inica. Vino una feria am bulant e con un
acróbat a volador, que pasó zum bando varias veces por encim a de la m u-
chedum bre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino
de m urciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enferm os m ás desdi-
chados del Caribe: una pobre m uj er que desde niña est aba cont ando los la-
t idos de su corazón y ya no le alcanzaban los núm eros, un j am aiquino que
no podía dorm ir porque lo at orm ent aba el ruido de las est rellas, un sonám -
bulo que se levant aba de noche a deshacer dorm ido las cosas que había
hecho despiert o, y m uchos ot ros de m enor gravedad. En m edio de aquel
desorden de naufragio que hacía t em blar la t ierra, Pelayo y Elisenda est a-
ban felices de cansancio, porque en m enos de una sem ana at iborraron de
plat a los dorm it orios, y t odavía la fila de peregrinos que esperaban t urno
para ent rar llegaba hast a el ot ro lado del horizont e.
El ángel era el único que no part icipaba de su propio acont ecim ient o. El
t iem po se le iba en buscar acom odo en su nido prest ado, at urdido por el ca-
lor de infierno de las lám paras de aceit e y las velas de sacrificio que le
arrim aban a las alam bradas. Al principio t rat aron que com iera crist ales de
alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alim en-
t o específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, com o despreció sin
probarlos los alm uerzos papales que le llevaban los penit ent es, y nunca se
supo si fue por ángel o por viej o que t erm inó com iendo nada m ás que papi-
llas de berenj ena. Su única virt ud sobrenat ural parecía ser la paciencia. So-
bre t odo en los prim eros t iem pos, cuando lo picot eaban las gallinas en bus-
ca de los parásit os est elares que profilaban en sus alas, y los baldados le
arrancaban plum as para t ocarse con ellas sus defect os, y hast a los m ás
piadosos le t iraban piedras t rat ando que se levant ara para verlo de cuerpo
ent ero. La única vez que consiguieron alt erarlo fue cuando le abrasaron el
cost ado con un hierro de m arcar novillos, porque llevaba t ant as horas de
est ar inm óvil que lo creyeron m uert o. Despert ó sobresalt ado, despot ricando
en lengua herm ét ica y con los oj os en lágrim as, y dio un par de alet azos
que provocaron un rem olino de est iércol de gallinero y polvo lunar, y un
vent arrón de pánico que no parecía de est e m undo. Aunque m uchos creye-
ron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde ent onces se
cuidaron de no m olest arlo, porque la m ayoría ent endió que su pasividad no
era la de un héroe en uso de buen ret iro sino la de un cat aclism o en reposo.
El padre Gonzaga se enfrent ó a la frivolidad de la m uchedum bre con fórm u-
las de inspiración dom ést ica, m ient ras le llegaba un j uicio t erm inant e sobre
138
la nat uraleza del caut ivo. Pero el correo de Rom a había perdido la noción de
la urgencia. El t iem po se les iba en averiguar si el convict o t enía om bligo, si
su dialect o t enía algo que ver con el aram eo, si podía caber m uchas veces
en la punt a de un alfiler, o si no sería sim plem ent e un noruego con alas.
Aquellas cart as de parsim onia habrían ido y venido hast a el fin de los siglos,
si un acont ecim ient o providencial no hubiera puest o t érm ino a las t ribula-
ciones del párroco.
Sucedió que por esos días, ent re m uchas ot ras at racciones de las ferias
errant es del Caribe, llevaron al pueblo el espect áculo t rist e de la m uj er que
se había convert ido en araña por desobedecer a sus padres. La ent rada pa-
ra verla no sólo cost aba m enos que la ent rada para ver al ángel, sino que
perm it ían hacerle t oda clase de pregunt as sobre su absurda condición, y
exam inarla al derecho y al revés, de m odo que nadie pusiera en duda la
verdad del horror. Era una t aránt ula espant osa del t am año de un carnero y
con la cabeza de una doncella t rist e. Pero lo m ás desgarrador no era su fi-
gura de disparat e, sino la sincera aflicción con que cont aba los porm enores
de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus
padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de
haber bailado t oda la noche sin perm iso, un t rueno pavoroso abrió el cielo
en dos m it ades, y por aquella griet a salió el relám pago de azufre que la
convirt ió en araña. Su único alim ent o eran las bolit as de carne m olida que
las alm as carit at ivas quisieran echarle en la boca. Sem ej ant e espect áculo,
cargado de t ant a verdad hum ana y de t an t em ible escarm ient o, t enía que
derrot ar sin proponérselo al de un ángel despect ivo que apenas si se digna-
ba m irar a los m ort ales. Adem ás los escasos m ilagros que se le at ribuían al
ángel revelaban un ciert o desorden m ent al, com o el del ciego que no reco-
bró la visión pero le salieron t res dient es nuevos, y del paralít ico que no
pudo andar pero est uvo a punt o de ganarse la lot ería, y la del leproso a
quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos m ilagros de consolación
que m ás bien parecían ent ret enim ient os de burla, habían quebrant ado ya la
reput ación del ángel cuando la m uj er convert ida en araña t erm inó de ani-
quilarla. Fue así com o el padre Gonzaga se curó para siem pre del insom nio,
y el pat io de Pelayo volvió a quedar t an solit ario com o en los t iem pos en
que llovió t res días y los cangrej os cam inaban por los dorm it orios.
Los dueños de la casa no t uvieron nada que lam ent ar. Con el dinero recau-
dado const ruyeron una m ansión de dos plant as, con balcones y j ardines, y
con sardineles m uy alt os para que no se m et ieran los cangrej os del invier-
no, y con barras de hierro en las vent anas para que no se m et ieran los án-
geles. Pelayo est ableció adem ás un criadero de conej os m uy cerca del pue-
blo y renunció para siem pre a su m al em pleo de alguacil, y Elisenda se
com pró unas zapat illas sat inadas de t acones alt os y m uchos vest idos de se-
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da t ornasol, de los que usaban las señoras m ás codiciadas en los dom ingos
de aquellos t iem pos. El gallinero fue lo único que no m ereció at ención. Si
alguna vez lo lavaron con creolina y quem aron las lágrim as de m irra en su
int erior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conj urar la pest ilencia
de m uladar que ya andaba com o un fant asm a por t odas part es y est aba
volviendo viej a la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a cam i-
nar, se cuidaron que no est uviera m uy cerca del gallinero. Pero luego se
fueron olvidando del t em or y acost um brándose a la pest e, y ant es que el
niño m udara los dient es se había m et ido a j ugar dent ro del gallinero, cuyas
alam bradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue m enos displicent e
con él que con el rest o de los m ort ales, pero soport aba las infam ias m ás in-
geniosas con una m ansedum bre de perro sin ilusiones. Am bos cont raj eron
la varicela al m ism o t iem po. El m édico que at endió al niño no resist ió a la
t ent ación de auscult ar al ángel, y le encont ró t ant os soplos en el corazón y
t ant os ruidos en los riñones, que no le pareció posible que est uviera vivo.
Lo que m ás le asom bró, sin em bargo, fue la lógica de sus alas. Result aban
t an nat urales en aquel organism o com plet am ent e hum ano, que no podía
ent enderse por qué no las t enían t am bién los ot ros hom bres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía m ucho t iem po que el sol y la lluvia
habían desbarat ado el gallinero. El ángel andaba arrast rándose por acá y
por allá com o un m oribundo sin sueño. Lo sacaban a escobazos de un dor-
m it orio y un m om ent o después lo encont raban en la cocina. Parecía est ar
en t ant os lugares al m ism o t iem po, que llegaron a pensar que se desdobla-
ba, que se repet ía a sí m ism o por t oda la casa, y la exasperada Elisenda
grit aba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de
ángeles. Apenas si podía com er, sus oj os de ant icuario se le habían vuelt o
t an t urbios que andaba t ropezando con los horcones, y ya no le quedaban
sino las cánulas peladas de las últ im as plum as. Pelayo le echó encim a una
m ant a y le hizo la caridad de dej arlo dorm ir en el cobert izo, y sólo ent onces
advirt ieron que pasaba la noche con calent uras delirando en t rabalenguas
de noruego viej o. Fue ésa una de las pocas veces en que se alarm aron,
porque pensaban que se iba a m orir, y ni siquiera la vecina sabia había po-
dido decirles qué se hacía con los ángeles m uert os.
Sin em bargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció m ej or
en los prim eros soles. Se quedó inm óvil m uchos días en el rincón m ás apar-
t ado del pat io, donde nadie lo viera, y a principios de diciem bre em pezaron
a nacerle en las alas unas plum as grandes y duras, plum as de paj arraco
viej o, que m ás bien parecían un nuevo percance de la decrepit ud. Pero él
debía conocer la razón de esos cam bios, porque se cuidaba m uy bien para
que nadie los not ara, y para que nadie oyera las canciones de navegant e
que a veces cant aba baj o las est rellas. Una m añana, Elisenda est aba cor-
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t ando rebanadas de cebolla para el alm uerzo, cuando un vient o que parecía
de alt a m ar se m et ió en la cocina. Ent onces se asom ó a la vent ana, y sor-
prendió al ángel en las prim eras t ent at ivas de vuelo. Eran t an t orpes, que
abrió con las uñas un surco de arado en las hort alizas y est uvo a punt o de
desbarat ar el cobert izo con aquellos alet azos indignos que resbalaban en la
luz y no encont raban asidero en el aire. Pero logró ganar alt ura. Elisenda
exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por
encim a de las últ im as casas, sust ent ándose de cualquier m odo con un aza-
roso alet eo de buit re senil. Siguió viéndolo hast a cuando acabó de cort ar la
cebolla, y siguió viéndolo hast a cuando ya no era posible que lo pudiera
ver, porque ent onces ya no era un est orbo en su vida, sino un punt o im agi-
nario en el horizont e del m ar.

EL M AR D EL TI EM PO PERD I D O - 1 9 6 1

Hacia el final de enero el m ar se iba volviendo áspero, em pezaba a vaciar


sobre el pueblo una basura espesa, y pocas sem anas después t odo est aba
cont am inado de su hum or insoport able. Desde ent onces el m undo no valía
la pena, al m enos hast a el ot ro diciem bre, y nadie se quedaba despiert o
después de las ocho. Pero el año en que vino el señor Herbert el m ar no se
alt eró, ni siquiera en febrero. Al contrario, se hizo cada vez m ás liso y fosfo-
rescent e, y en las prim eras noches de m arzo exhaló una fragancia de rosas.
Tobías la sint ió. Tenía la sangre dulce para los cangrej os y se pasaba la
m ayor part e de la noche espant ándolos de la cam a, hast a que volt eaba la
brisa y conseguía dorm ir. En sus largos insom nios había aprendido a dist in-
guir t odo cam bio del aire. De m odo que cuando sint ió un olor de rosas no
t uvo que abrir la puert a para saber que era un olor del m ar.
Se levant ó t arde. Clot ilde est aba prendiendo fuego en el pat io. La brisa era
fresca y t odas las est rellas est aban en su puest o, pero cost aba t rabaj o con-
t arlas hast a el horizont e a causa de las luces del m ar. Después de t om ar
café, Tobías sint ió un rast ro de la noche en el paladar.
- Anoche - recordó- sucedió algo m uy raro.
Clot ilde, por supuest o, no lo había sent ido. Dorm ía de un m odo t an pesado
que ni siquiera recordaba los sueños.
- Era un olor de rosas - dij o Tobías- , y est oy seguro que venía del m ar.
- No sé a qué huelen las rosas - dij o Clot ilde.
Tal vez fuera ciert o. El pueblo era árido, con un suelo duro, cuart eado por el
salit re, y sólo de vez en cuando alguien t raía de ot ra part e un ram o de flo-
res para arroj arlo al m ar en el sit io donde se echaban los m uert os.
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- Es el m ism o olor que t enía el ahogado de Guacam ayal - dij o Tobías.
- Bueno - sonrió Clot ilde- , pues si era un buen olor, puedes est ar seguro que
no venía de est e m ar.
Era, en efect o, un m ar cruel. En ciert as épocas, m ient ras las redes no
arrast raban sino basura en suspensión, las calles del pueblo quedaban lle-
nas de pescados m uert os cuando se ret iraba la m area. La dinam it a sólo sa-
caba a flot e los rest os de ant iguos naufragios.
Las escasas m uj eres que quedaban en el pueblo, com o Clot ilde, se cocina-
ban en el rencor. Y com o ella, la esposa del viej o Jacob, que aquella m aña-
na se levant ó m ás t em prano que de cost um bre, puso la casa en orden, y
llegó al desayuno con una expresión de adversidad.
- Mi últ im a volunt ad - dij o a su esposo- es que m e ent ierren viva.
Lo dij o com o si est uviera en su lecho de agonizant e, pero est aba sent ada al
ext rem o de la m esa, en un com edor con grandes vent anas por donde en-
t raba a chorros y se m et ía por t oda la casa la claridad de m arzo. Frent e a
ella, apacent ando su ham bre reposada, est aba el viej o Jacob, un hom bre
que la quería t ant o y desde hacía t ant o t iem po, que ya no podía concebir
ningún sufrim ient o que no t uviera origen en su m uj er.
- Quiero m orirm e con la seguridad que m e pondrán baj o t ierra, com o a la
gent e decent e - prosiguió ella- . Y la única m anera de saberlo es yéndom e a
ot ra part e a rogar la caridad para que m e ent ierren viva.
- No t ienes que rogárselo a nadie - dij o con m ucha calm a el viej o Jacob- . Te
llevaré yo m ism o.
- Ent onces nos vam os - dij o ella- , porque voy a m orirm e m uy pront o.
El viej o Jacob la exam inó a fondo. Sólo sus oj os perm anecían j óvenes. Los
huesos se le habían hecho nudos en las art iculaciones y t enía el m ism o as-
pect o de t ierra arrasada que al fin y al cabo había t enido siem pre.
- Est ás m ej or que nunca - le dij o.
- Anoche - suspiró ella- sent í un olor de rosas.
- No t e preocupes - la t ranquilizó el viej o Jacob- . Esas son cosas que nos su-
ceden a los pobres.
- Nada de eso - dij o ella- . Siem pre he rogado que se m e anuncie la m uert e
con la debida ant icipación, para m orirm e lej os de est e m ar. Un olor de ro-
sas, en est e pueblo, no puede ser sino un aviso de Dios.
Al viej o Jacob no se le ocurrió nada m ás que pedirle un poco de t iem po para
arreglar las cosas. Había oído decir que la gent e no se m uere cuando debe,
sino cuando quiere, y est aba seriam ent e preocupado por la prem onición de
su m uj er. Hast a se pregunt ó si llegado el m om ent o t endría valor para ent e-
rrarla viva.
A las nueve abrió el local donde hubo ant es una t ienda. Puso en la puert a
dos sillas y una m esit a con el t ablero de dam as, y est uvo t oda la m añana
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j ugando con adversarios ocasionales. Desde su puest o veía el pueblo en
ruinas, las casas desport illadas con rast ros de ant iguos colores carcom idos
por el sol, y un pedazo de m ar al final de la calle.
Ant es del alm uerzo, com o siem pre, j ugó con don Máxim o Góm ez. El viej o
Jacob no podía im aginar un adversario m ás hum ano que un hom bre que
había sobrevivido int act o a dos guerras civiles y sólo había dej ado un oj o en
la t ercera. Después de perder adrede una part ida, lo ret uvo para ot ra.
- Dígam e una cosa, don Máxim o - le pregunt ó ent onces- : ¿Ust ed sería capaz
de ent errar viva a su esposa?
- Seguro - dij o don Máxim o Góm ez- . Créam e ust ed que no m e t em blaría la
m ano.
El viej o Jacob hizo un silencio asom brado. Luego, habiéndose dej ado despo-
j ar de sus m ej ores fichas, suspiró:
- Es que, según parece, Pet ra se va a m orir.
Don Máxim o Góm ez no se inm ut ó. «En ese caso - dij o- no t iene necesidad
de ent errarla viva». Com ió dos fichas y coronó una dam a. Después fij ó en
su adversario un oj o hum edecido por un agua t rist e.
- ¿Qué le pasa?
- Anoche - explicó el viej o Jacob- sint ió un olor de rosas.
- Ent onces se va a m orir m edio pueblo - dij o don Máxim o Góm ez- . Est a m a-
ñana no se oyó hablar de ot ra cosa.
El viej o Jacob t uvo que hacer un grande esfuerzo para perder de nuevo sin
ofenderlo. Guardó la m esa y las sillas, cerró la t ienda, y anduvo por t odas
part es en busca de alguien que hubiera sent ido el olor. Al final, sólo Tobías
est aba seguro. De m odo que le pidió el favor de pasar por su casa, com o
haciéndose el encont radizo, y de cont arle t odo a su m uj er.
Tobías cum plió. A las cuat ro, arreglado com o para hacer una visit a, apare-
ció en el corredor donde la esposa había pasado la t arde com poniéndole al
viej o Jacob su ropa de viudo.
Hizo una ent rada t an sigilosa que la m uj er se sobresalt ó.
- Dios Sant o - exclam ó- , creí que era el arcángel Gabriel.
- Pues fíj ese que no - dij o Tobías- . Soy yo, y vengo a cont arle una cosa.
Ella se acom odó los lent es y volvió al t rabaj o.
- Ya sé que es - dij o.
- A que no - dij o Tobías.
- Que anoche sent ist e un olor de rosas.
- ¿Cóm o lo supo? - pregunt ó Tobías, desolado.
- A m i edad - dij o la m uj er- se t iene t ant o t iem po para pensar, que uno t er-
m ina por volverse adivino.
El viej o Jacob, que t enía la orej a puest a cont ra el t abique de la t rast ienda,
se enderezó avergonzado.
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- Cóm o t e parece, m uj er - grit ó a t ravés del t abique. Dio la vuelt a y apareció
en el corredor- . Ent onces no era lo que t ú creías.
- Son m ent iras de est e m uchacho - dij o ella sin levant ar la cabeza- . No sint ió
nada.
- Fue com o a las once - dij o Tobías- , y yo est aba espant ando cangrej os.
La m uj er t erm inó de rem endar un cuello.
- Ment iras - insist ió- . Todo el m undo sabe que eres un em bust ero. - Cort ó el
hilo con los dient es y m iró a Tobías por encim a de los ant eoj os.
- Lo que no ent iendo es que t e hayas t om ado el t rabaj o de unt art e vaselina
en el pelo, y de lust rar los zapat os, nada m ás que para venir a falt arm e al
respet o.
Desde ent onces em pezó Tobías a vigilar el m ar. Colgaba la ham aca en el
corredor del pat io y se pasaba la noche esperando, asom brado de las cosas
que ocurren en el m undo m ient ras la gent e duerm e. Durant e m uchas no-
ches oyó el garrapat eo desesperado de los cangrej os t rat ando de subirse
por los horcones, hast a que pasaron t ant as noches que se cansaron de in-
sist ir. Conoció el m odo de dorm ir de Clot ilde. Descubrió cóm o sus ronquidos
de flaut a se fueron haciendo m ás agudos a m edida que aum ent aba el calor,
hast a convert irse en una sola not a lánguida en el sopor de j ulio.
Al principio Tobías vigiló el m ar com o lo hacen quienes lo conocen bien, con
la m irada fij a en un solo punt o del horizont e. Lo vio cam biar de color. Lo vio
apagarse y volverse espum oso y sucio, y lanzar sus eruct os cargados de
desperdicios cuando las grandes lluvias revolvieron su digest ión t orm ent o-
sa. Poco a poco fue aprendiendo a vigilarlo com o lo hacen quienes lo cono-
cen m ej or, sin m irarlo siquiera pero sin poder olvidarlo ni siquiera en el
sueño.
En agost o m urió la esposa del viej o Jacob. Am aneció m uert a en la cam a y
t uvieron que echarla com o a t odo el m undo en un m ar sin flores. Tobías si-
guió esperando. Había esperado t ant o, que aquello se convirt ió en su m a-
nera de ser. Una noche, m ient ras dorm it aba en la ham aca, se dio cuent a
que algo había cam biado en el aire. Fue una ráfaga int erm it ent e, com o en
los t iem pos en que el barco j aponés vació a la ent rada del puert o un car-
gam ent o de cebollas podridas. Luego el olor se consolidó y no volvió a m o-
verse hast a el am anecer. Sólo cuando t uvo la im presión que podría asirlo
con las m anos para m ost rarlo, Tobías salt ó de la ham aca y ent ró en el cuar-
t o de Clot ilde. La sacudió varias veces.
- Ahí est á - le dij o.
Clot ilde t uvo que apart ar el olor con los dedos com o una t elaraña para po-
der incorporarse. Luego volvió a derrum barse en el lienzo t em plado.
- Maldit a sea - dij o.
Tobías dio un salt o hast a la puert a, salió a la m it ad de la calle y em pezó a
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grit ar. Grit ó con t odas sus fuerzas, respiró hondo y volvió a grit ar, y luego
hizo un silencio y respiró m ás hondo, y t odavía el olor est aba en el m ar. Pe-
ro nadie respondió. Ent onces se fue golpeando de casa en casa, inclusive en
las casas de nadie, hast a que su alborot o se enredó con el de los perros y
despert ó a t odo el m undo.
Muchos no lo sint ieron. Pero ot ros, y en especial los viej os, baj aron a gozar-
lo en la playa. Era una fragancia com pact a que no dej aba resquicio para
ningún olor del pasado. Algunos, agot ados de t ant o sent ir, regresaron a ca-
sa. La m ayoría se quedó a t erm inar el sueño en la playa. Al am anecer el
olor era t an puro que daba lást im a respirar.
Tobías durm ió casi t odo el día. Clot ilde lo alcanzó en la siest a y pasaron la
t arde ret ozando en la cam a sin cerrar la puert a del pat io. Hicieron prim ero
com o las lom brices, después com o los conej os y por últ im o com o las t ort u-
gas, hast a que el m undo se puso t rist e y volvió a oscurecer. Todavía que-
daban rast ros de rosas en el aire. A veces llegaba hast a el cuart o una onda
de m úsica.
- Es donde Cat arino - dij o Clot ilde- . Debe haber venido alguien.
Habían venido t res hom bres y una m uj er. Cat arino pensó que m ás t arde
podían venir ot ros y t rat ó de com poner la ort ofónica. Com o no pudo, le pi-
dió el favor a Pancho Aparecido, que hacía t oda clase de cosas porque nun-
ca t enía nada que hacer y adem ás t enía una caj a de herram ient as y unas
m anos int eligent es.
La t ienda de Cat arino era una apart ada casa de m adera frent e al m ar. Tenía
un salón grande con asient os y m esit as, y varios cuart os al fondo. Mient ras
observaban el t rabaj o de Pancho Aparecido, los t res hom bres y la m uj er
bebían en silencio sent ados en el m ost rador, y bost ezaban por t urnos.
La ort ofónica funcionó bien después de m uchas pruebas. Al oír la m úsica,
rem ot a pero definida, la gent e dej ó de conversar. Se m iraron unos a ot ros y
por un m om ent o no t uvieron nada que decir, porque sólo ent onces se die-
ron cuent a de cuánt o habían envej ecido desde la últ im a vez en que oyeron
m úsica.
Tobías encont ró a t odo el m undo despiert o después de las nueve. Est aban
sent ados a la puert a, escuchando los viej os discos de Cat arino, en la m ism a
act it ud de fat alism o pueril con que se cont em pla un eclipse. Cada disco les
recordaba a alguien que había m uert o, el sabor que t enían los alim ent os
después de una larga enferm edad, o algo que debían hacer al día siguient e,
m uchos años ant es, y que nunca hicieron por olvido.
La m úsica se acabó hacia las once. Muchos se acost aron, creyendo que iba
a llover, porque había una nube oscura sobre el m ar. Pero la nube baj ó, es-
t uvo flot ando un rat o en la superficie, y luego se hundió en el agua. Arriba
sólo quedaron las est rellas. Poco después, la brisa del pueblo fue hast a el
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cent ro del m ar y t raj o de regreso una fragancia de rosas.
- Yo se lo dij e, Jacob - exclam ó don Máxim o Góm ez- . Aquí lo t enem os ot ra
vez. Est oy seguro que ahora lo sent irem os t odas las noches.
- Ni Dios lo quiera - dij o el viej o Jacob- . Est e olor es la única cosa en la vida
que m e ha llegado dem asiado t arde.
Habían j ugado a las dam as en la t ienda vacía sin prest ar at ención a los dis-
cos. Sus recuerdos eran t an ant iguos, que no exist ían discos suficient em en-
t e viej os para rem overlos.
- Yo, por m i part e, no creo m ucho en nada de est o - dij o don Máxim o Gó-
m ez- . Después de t ant os años com iendo t ierra, con t ant as m uj eres desean-
do un pat iecit o donde sem brar sus flores, no es raro que uno t erm ine por
sent ir est as cosas, y hast a por creer que son ciert as.
- Pero lo est am os sint iendo con nuest ras propias narices - dij o el viej o Jacob.
- No im port a - dij o don Máxim o Góm ez- . Durant e la guerra, cuando ya la re-
volución est aba perdida, habíam os deseado t ant o un general, que vim os
aparecer al duque de Marlborough, en carne y hueso. Yo lo vi con m is pro-
pios oj os, Jacob.
Eran m ás de las doce. Cuando quedó solo, el viej o Jacob cerró la t ienda y
llevó la luz al dorm it orio. A t ravés de la vent ana, recort ada en la fosfores-
cencia del m ar, veía la roca desde donde bot aban los m uert os.
- Pet ra - llam ó en voz baj a.
Ella no pudo oírlo. En aquel m om ent o navegaba casi a flor de agua en un
m ediodía radiant e del Golfo de Bengala. Había levant ado la cabeza para ver
a t ravés del agua, com o en una vidriera ilum inada, un t rasat lánt ico enorm e.
Pero no podía ver a su esposo, que en ese inst ant e em pezaba a oír de nue-
vo la ort ofónica de Cat arino, al ot ro lado del m undo.
- Dat e cuent a - dij o el viej o Jacob- . Hace apenas seis m eses t e creyeron loca,
y ahora ellos m ism os hacen fiest a con el olor que t e causó la m uert e.
Apagó la luz y se m et ió en la cam a. Lloró despacio, con el llant it o sin gracia
de los viej os, pero m uy pront o se quedó dorm ido.
- Me largaría de est e pueblo si pudiera - sollozó ent re sueños- . Me iría al puro
caraj o si por lo m enos t uviera veint e pesos j unt os.
Desde aquella noche, y por varias sem anas, el olor perm aneció en el m ar.
I m pregnó la m adera de las casas, los alim ent os y el agua de beber, y ya no
hubo dónde est ar sin sent irlo. Muchos se asust aron de encont rarlo en el va-
por de su propia cagada. Los hom bres y la m uj er que vinieron en la t ienda
de Cat arino se fueron un viernes, pero regresaron el sábado con un t um ul-
t o. El dom ingo vinieron m ás. Horm iguearon por t odas part es, buscando qué
com er y dónde dorm ir, hast a que no se pudo cam inar por la calle.
Vinieron m ás. Las m uj eres que se habían ido cuando se m urió el pueblo,
volvieron a la t ienda de Cat arino. Est aban m ás gordas y m ás pint adas, y
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t raj eron discos de m oda que no le recordaban nada a nadie. Vinieron algu-
nos de los ant iguos habit ant es del pueblo. Habían ido a pudrirse de plat a en
ot ra part e, y regresaban hablando de su fort una, pero con la m ism a ropa
que se llevaron puest a. Vinieron m úsicas y t óm bolas, m esas de lot ería, adi-
vinas y pist oleros y hom bres con una culebra enrollada en el cuello que
vendían el elixir de la vida et erna. Siguieron viniendo durant e varias sem a-
nas, aún después que cayeron las prim eras lluvias y el m ar se volvió t urbio
y desapareció el olor.
Ent re los últ im os llegó un cura. Andaba por t odas part es, com iendo pan
m oj ado en un t azón de café con leche, y poco a poco iba prohibiendo t odo
lo que le había precedido: los j uegos de lot ería, la m úsica nueva y el m odo
de bailarla, y hast a la recient e cost um bre de dorm ir en la playa. Una t arde,
en casa de Melchor, pronunció un serm ón sobre el olor del m ar.
- Den gracias al cielo, hij os m íos - dij o- , porque ést e es el olor de Dios.
Alguien lo int errum pió.
- Cóm o puede saberlo, padre, si t odavía no lo ha sent ido.
- Las Sagradas Escrit uras - dij o él- son explícit as respect o a est e olor. Est a-
m os en un pueblo elegido.
Tobías andaba com o un sonám bulo, de un lado a ot ro, en m edio de la fies-
t a. Llevó a Clot ilde a conocer el dinero. I m aginaron que j ugaban sum as
enorm es en la rulet a, y luego hicieron las cuent as y se sint ieron inm ensa-
m ent e ricos con la plat a que hubieran podido ganar. Pero una noche, no só-
lo ellos, sino la m uchedum bre que ocupaba el pueblo, vieron m ucho m ás
dinero j unt o del que hubiera podido caberles en la im aginación.
Esa fue la noche en que vino el señor Herbert . Apareció de pront o, puso
una m esa en la m it ad de la calle, y encim a de la m esa dos grandes baúles
llenos de billet es hast a los bordes. Había t ant o dinero, que al principio nadie
lo advirt ió, porque no podían creer que fuera ciert o. Pero com o el señor
Herbert se puso a t ocar una cam panilla, la gent e t erm inó por creerle, y se
acercó a escuchar.
- Soy el hom bre m ás rico de la Tierra - dij o- . Tengo t ant o dinero que ya no
encuent ro dónde m et erlo. Y com o adem ás t engo un corazón t an grande que
ya no m e cabe dent ro del pecho, he t om ado la det erm inación de recorrer el
m undo resolviendo los problem as del género hum ano.
Era grande y colorado. Hablaba alt o y sin pausas, y m ovía al m ism o t iem po
unas m anos t ibias y lánguidas que siem pre parecían acabadas de afeit ar.
Habló durant e un cuart o de hora, y descansó. Luego volvió a sacudir la
cam panilla y em pezó a hablar de nuevo. A m it ad del discurso, alguien agit ó
un som brero ent re la m uchedum bre y lo int errum pió.
- Bueno, m ist er, no hable t ant o y em piece a repart ir la plat a.
- Así no - replicó el señor Herbert - . Repart ir el dinero, sin son ni t on, adem ás
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de ser un m ét odo inj ust o, no t endría ningún sent ido.
Localizó con la vist a al que lo había int errum pido y le indicó que se acerca-
ra. La m ult it ud le abrió paso.
- En cam bio - prosiguió el señor Herbert - , est e im pacient e am igo nos va a
perm it ir ahora que expliquem os el m ás equit at ivo sist em a de dist ribución
de la riqueza. - Ext endió una m ano y lo ayudó a subir.
- ¿Cóm o t e llam as?
- Pat ricio.
- Muy bien Pat ricio - dij o el señor Herbert - . Com o t odo el m undo, t ú t ienes
desde hace t iem po un problem a que no puedes resolver.
Pat ricio se quit ó el som brero y confirm ó con la cabeza.
- ¿Cuál es?
- Pues m i problem a es ése - dij o Pat ricio- : que no t engo plat a.
- ¿Y cuánt o necesit as?
- Cuarent a y ocho pesos.
El señor Herbert lanzó una exclam ación de t riunfo. «Cuarent a y ocho pe-
sos», repit ió. La m ult it ud lo acom pañó en un aplauso.
- Muy bien Pat ricio - prosiguió el señor Herbert - . Ahora dinos una cosa: ¿qué
sabes hacer?
- Muchas cosas.
- Decídet e por una - dij o el señor Herbert - . La que hagas m ej or.
- Bueno - dij o Pat ricio- . Sé hacer com o los páj aros.
Ot ra vez aplaudiendo, el señor Herbert se dirigió a la m ult it ud.
- Ent onces, señoras y señores, nuest ro am igo Pat ricio, que im it a ext raordi-
nariam ent e bien a los páj aros, va a im it ar a cuarent a y ocho páj aros dife-
rent es, y a resolver en esa form a el gran problem a de su vida.
En m edio del silencio asom brado de la m ult it ud, Pat ricio hizo ent onces co-
m o los páj aros. A veces silbando, a veces con la gargant a, hizo com o t odos
los páj aros conocidos, y com plet ó la cifra con ot ros que nadie logró iden-
t ificar. Al final, el señor Herbert pidió un aplauso y le ent regó cuarent a y
ocho pesos.
- Y ahora - dij o- vayan pasando uno por uno. Hast a m añana a est a m ism a
hora est oy aquí para resolver problem as.
El viej o Jacob est uvo ent erado del revuelo por los com ent arios de la gent e
que pasaba frent e su casa. A cada nueva not icia el corazón se le iba po-
niendo grande, cada vez m ás grande, hast a que lo sint ió revent ar.
- ¿Qué opina ust ed de est e gringo? - pregunt ó.
Don Máxim o Góm ez se encogió de hom bros.
- Debe ser un filánt ropo.
- Si yo supiera hacer algo - dij o el viej o Jacob- ahora podría resolver m i pro-
blem it a. Es cosa de poca m ont a: veint e pesos.
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- Ust ed j uega m uy bien a las dam as - dij o don Máxim o Góm ez.
El viej o Jacob no pareció prest arle at ención. Pero cuando quedó solo, envol-
vió el t ablero y la caj a de fichas en un periódico, y se fue a desafiar al señor
Herbert . Esperó su t urno hast a la m edia noche. Por últ im o, el señor Herbert
hizo cargar los baúles, y se despidió hast a la m añana siguient e.
No fue a acost arse. Apareció en la t ienda de Cat arino, con los hom bres que
llevaban los baúles, y hast a allá lo persiguió la m ult it ud con sus problem as.
Poco a poco los fue resolviendo, y resolvió t ant os que por fin sólo quedaron
en la t ienda las m uj eres y algunos hom bres con sus problem as resuelt os. Y
al fondo del salón, una m uj er solit aria que se abanicaba m uy despacio con
un cart ón de propaganda.
- Y t ú - le grit ó el señor Herbert - , ¿cuál es t u problem a?
La m uj er dej ó de abanicarse.
- A m í no m e m et a en su fiest a, m ist er - grit ó a t ravés del salón- - Yo no t engo
problem as de ninguna clase, y soy put a porque m e sale de los coj ones.
El señor Herbert se encogió de hom bros. Siguió bebiendo cerveza helada,
j unt o a los baúles abiert os, en espera de ot ros problem as. Sudaba. Poco
después, una m uj er se separó del grupo que la acom pañaba en la m esa, y
le habló en voz m uy baj a. Tenía un problem a de quinient os pesos.
- ¿A cóm o est ás? - le pregunt ó el señor Herbert .
- A cinco.
- I m agínat e - dij o el señor Herbert - . Son cien hom bres.
- No im port a - dij o ella- . Si consigo t oda esa plat a j unt a, ést os serán los úl-
t im os cien hom bres de m i vida.
La exam inó. Era m uy j oven, de huesos frágiles, pero sus oj os expresaban
una decisión sim ple.
- Est á bien - dij o el señor Herbert - . Vet e para el cuart o, que allá t e los voy
m andando, cada uno con sus cinco pesos.
Salió a la puert a de la calle y agit ó la cam panilla. A las siet e de la m añana,
Tobías encont ró abiert a la t ienda de Cat arino. Todo est aba apagado. Medio
dorm ido, e hinchado de cerveza, el señor Herbert cont rolaba el ingreso de
hom bres al cuart o de la m uchacha.
Tobías t am bién ent ró. La m uchacha lo conocía y se sorprendió de verlo en
su cuart o.
- ¿Tú t am bién?
- Me dij eron que ent rara - dij o Tobías- . Me dieron cinco pesos y m e dij eron:
no t e dem ores.
Ella quit ó de la cam a la sábana em papada y le pidió a Tobías que la t uviera
de un lado. Pesaba com o un lienzo. La exprim ieron, t orciéndola por los ex-
t rem os, hast a que recobró su peso nat ural. Volt earon el colchón, y el sudor
salía del ot ro lado. Tobías hizo las cosas de cualquier m odo. Ant es de salir
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puso los cinco pesos en el m ont ón de billet es que iba creciendo j unt o a la
cam a.
- Manda t oda la gent e que puedas - le recom endó el señor Herbert - , a ver si
salim os de est o ant es del m ediodía.
La m uchacha ent reabrió la puert a y pidió una cerveza helada. Había varios
hom bres esperando.
- ¿Cuánt os falt an? - pregunt ó.
- Sesent a y t res - cont est ó el señor Herbert .
El viej o Jacob pasó t odo el día persiguiéndolo con el t ablero. Al anochecer
alcanzó su t urno, plant eó su problem a, y el señor Herbert acept ó. Pusieron
dos sillas y la m esit a sobre la m esa grande, en plena calle, y el viej o Jacob
abrió la part ida. Fue la últ im a j ugada que logró prem edit ar. Perdió.
- Cuarent a pesos - dij o el señor Herbert - , y le doy dos fichas de vent aj a.
Volvió a ganar. Sus m anos apenas t ocaban las fichas. Jugó vendado, adivi-
nando la posición del adversario, y siem pre ganó. La m ult it ud se cansó de
verlos. Cuando el viej o Jacob decidió rendirse, est aba debiendo cinco m il
set ecient os cuarent a y dos pesos con veint it rés cent avos.
No se alt eró. Apunt ó la cifra en un papel que se guardó en el bolsillo. Luego
dobló el t ablero, m et ió las fichas en la caj a, y envolvió t odo en el periódico.
- Haga de m í lo que quiera - dij o- , pero déj em e est as cosas. Le prom et o que
pasaré j ugando el rest o de m i vida hast a reunirle est a plat a.
El señor Herbert m iró el reloj .
- Lo sient o en el alm a - dij o- . El plazo vence dent ro de veint e m inut os. -
Esperó hast a convencerse del hecho que el adversario no encont raría la so-
lución- . ¿No t iene nada m ás?
- El honor.
- Quiero decir - explicó el señor Herbert - algo que cam bie de color cuando se
le pase por encim a una brocha sucia de pint ura.
- La casa - dij o el viej o Jacob com o si descifrara una adivinanza- . No vale
nada, pero es una casa.
Fue así com o el señor Herbert se quedó con la casa del viej o Jacob. Se que-
dó, adem ás, con las casas y propiedades de ot ros que t am poco pudieron
cum plir, pero ordenó una sem ana de m úsicas, cohet es y m arom eros y él
m ism o dirigió la fiest a.
Fue una sem ana m em orable. El señor Herbert habló del m aravilloso dest ino
del pueblo, y hast a dibuj ó la ciudad del fut uro, con inm ensos edificios de vi-
drio y pist as de baile en las azot eas. La m ost ró a la m ult it ud. Miraron
asom brados, t rat ando de encont rarse en los t ranseúnt es de colores pint a-
dos por el señor Herbert , pero est aban t an bien vest idos que no lograron
reconocerse. Les dolió el corazón de t ant o usarlo. Se rieron de las ganas de
llorar que sent ían en oct ubre, y vivieron en las nebulosas de la esperanza,
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hast a que el señor Herbert sacudió la cam panilla y proclam ó el t érm ino de
la fiest a. Sólo ent onces descansó.
- Se va a m orir con esa vida que lleva - dij o el viej o Jacob.
- Tengo t ant o dinero - dij o el señor Herbert - que no hay ninguna razón para
que m e m uera.
Se derrum bó en la cam a. Durm ió días y días, roncando com o un león, y pa-
saron t ant os días que la gent e se cansó de esperarlo. Tuvieron que desen-
t errar cangrej os para com er. Los nuevos discos de Cat arino se volvieron t an
viej os, que ya nadie pudo escucharlos sin lágrim as, y hubo que cerrar la
t ienda.
Mucho t iem po después que el señor Herbert em pezó a dorm ir, el padre lla-
m ó a la puert a del viej o Jacob. La casa est aba cerrada por dent ro. A m edida
que la respiración del dorm ido había ido gast ando el aire, las cosas habían
ido perdiendo su peso, y algunas em pezaban a flot ar.
- Quiero hablar con él - dij o el padre.
- Hay que esperar - dij o el viej o Jacob.
- No dispongo de m ucho t iem po.
- Siént ese, padre, y espere - insist ió el viej o Jacob- . Y m ient ras t ant o, hága-
m e el favor de hablar conm igo. Hace m ucho que no sé nada del m undo.
- La gent e est á en desbandada - dij o el padre- . Dent ro de poco, el pueblo se-
rá el m ism o de ant es. Eso es lo único nuevo.
- Volverán - dij o el viej o Jacob- cuando el m ar vuelva a oler a rosas.
- Pero m ient ras t ant o, hay que sost ener con algo la ilusión de los que se
quedan - dij o el padre- . Es urgent e em pezar la const rucción del t em plo.
- Por eso ha venido a buscar a Mr. Herbert - dij o el viej o Jacob.
- Eso es - dij o el padre- . Los gringos son m uy carit at ivos.
- Ent onces, espere, padre - dij o el viej o Jacob- . Puede que despiert e.
Jugaron a las dam as. Fue una part ida larga y difícil, de m uchos días, pero el
señor Herbert no despert ó.
El padre se dej ó confundir por la desesperación. Anduvo por t odas part es,
con un plat illo de cobre, pidiendo lim osnas para const ruir el t em plo, pero
fue m uy poco lo que consiguió. De t ant o suplicar se fue haciendo cada vez
m ás diáfano, sus huesos em pezaron a llenarse de ruidos, y un dom ingo se
elevó a dos cuart as sobre el nivel del suelo, pero nadie lo supo. Ent onces
puso la ropa en una m alet a, y en ot ra el dinero recogido y se despidió para
siem pre.
- No volverá el olor - dij o a quienes t rat aron de disuadirlo- . Hay que afront ar
la evidencia del hecho que el pueblo ha caído en pecado m ort al.
Cuando el señor Herbert despert ó, el pueblo era el m ism o de ant es. La llu-
via había ferm ent ado la basura que dej ó la m uchedum bre en las calles, y el
suelo era ot ra vez árido y duro com o un ladrillo.
151
- He dorm ido m ucho - bost ezó el señor Herbert .
- Siglos - dij o el viej o Jacob.
- Est oy m uert o de ham bre.
- Todo el m undo est á así - dij o el viej o Jacob- . No t iene ot ro rem edio que ir a
la playa a desent errar cangrej os.
Tobías lo encont ró escarbando en la arena, con la boca llena de espum a, y
se asom bró porque los ricos con ham bre se parecieran t ant o a los pobres.
El señor Herbert no encont ró suficient es cangrej os. Al at ardecer, invit ó a
Tobías a buscar algo que com er en el fondo del m ar.
- Oiga - lo previno Tobías- . Sólo los m uert os saben lo que hay allá adent ro.
- Tam bién lo saben los cient íficos - dij o el señor Herbert - . Más abaj o del m ar
de los naufragios hay t ort ugas de carne exquisit a. Desvíst ase y vám onos.
Fueron. Nadaron prim ero en línea rect a, y luego hacia abaj o, m uy hondo,
hast a donde se acabó la luz del sol, y luego la del m ar, y las cosas eran sólo
visibles por su propia luz. Pasaron frent e a un pueblo sum ergido, con hom -
bres y m uj eres de a caballo, que giraban en t orno al quiosco de la m úsica.
Era un día espléndido y había flores de colores vivos en las t errazas.
- Se hundió un dom ingo, com o a las once de la m añana - dij o el señor Her-
bert - . Debió ser un cat aclism o.
Tobías se desvió hacia el pueblo, pero el señor Herbert le hizo señas de se-
guirlo hast a el fondo.
- Allí hay rosas - dij o Tobías- . Quiero que Clot ilde las conozca.
- Ot ro día vuelves con calm a - dij o el señor Herbert - . Ahora est oy m uert o de
ham bre.
Descendía com o un pulpo, con brazadas largas y sigilosas. Tobías, que
hacía esfuerzos por no perderlo de vist a, pensó que aquel debía ser el m odo
de nadar de los ricos. Poco a poco fueron dej ando el m ar de las cat ást rofes
com unes, y ent raron en el m ar de los m uert os.
Había t ant os, que Tobías no creyó haber vist o nunca t ant a gent e en el
m undo. Flot aban inm óviles, bocarriba, a diferent es niveles, y t odos t enían
la expresión de los seres olvidados.
- Son m uert os m uy ant iguos - dij o el señor Herbert - . Han necesit ado siglos
para alcanzar est e est ado de reposo.
Más abaj o, en aguas de m uert os recient es, el señor Herbert se det uvo. To-
bías lo alcanzó en el inst ant e en que pasaba frent e a ellos una m uj er m uy
j oven. Flot aba de cost ado, con los oj os abiert os, perseguida por una co-
rrient e de flores.
El señor Herbert se puso el índice en la boca y perm aneció así hast a que
pasaron las últ im as flores.
- Es la m uj er m ás herm osa que he vist o en m i vida - dij o.
- Es la esposa del viej o Jacob - dij o Tobías- . Est á com o cincuent a años m ás
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j oven, pero es ella. Seguro.
- Ha viaj ado m ucho - dij o el señor Herbert - . Lleva det rás la flora de t odos los
m ares del m undo.
Llegaron al fondo. El señor Herbert dio varias vuelt as sobre un suelo que
parecía de pizarra labrada. Tobías lo siguió. Sólo cuando se acost um bró a la
penum bra de la profundidad, descubrió que allí est aban las t ort ugas. Había
m illares, aplanadas en el fondo, y t an inm óviles que parecían pet rificadas.
- Est án vivas - dij o el señor Herbert - , pero duerm en desde hace m illones de
años.
Volt eó una. Con un im pulso suave la em puj ó hacia arriba, y el anim al dor-
m ido se le escapó de las m anos y siguió subiendo a la deriva. Tobías la dej ó
pasar. Ent onces m iró hacia la superficie y vio t odo el m ar al revés.
- Parece un sueño - dij o.
- Por t u propio bien - le dij o el señor Herbert - no se lo cuent es a nadie. I m a-
gínat e el desorden que habría en el m undo si la gent e se ent erara de est as
cosas.
Era casi m edia noche cuando volvieron al pueblo. Despert aron a Clot ilde pa-
ra que calent ara el agua. El señor Herbert degolló la t ort uga, pero ent re los
t res t uvieron que perseguir y m at ar ot ra vez el corazón, que salió dando
salt os por el pat io cuando la descuart izaron. Com ieron hast a no poder res-
pirar.
- Bueno, Tobías - dij o ent onces el señor Herbert - , hay que afront ar la reali-
dad.
- Por supuest o.
- Y la realidad - prosiguió el señor Herbert - es que ese olor no volverá nunca.
- Volverá.
- No volverá - int ervino Clot ilde- , ent re ot ras cosas porque no ha venido nun-
ca. Fuist e t ú el que em bulló a t odo el m undo.
- Tú m ism a lo sent ist e - dij o Tobías.
- Aquella noche est aba m edio at arant ada - dij o Clot ilde- . Pero ahora no est oy
segura de nada que t enga que ver con est e m ar.
- De m odo que m e voy - dij o el señor Herbert . Y agregó, dirigiéndose a am -
bos- : Tam bién ust edes deberían irse. Hay m uchas cosas que hacer en el
m undo para que se queden pasando ham bre en est e pueblo.
Se fue. Tobías perm aneció en el pat io, cont ando las est rellas hast a el hori-
zont e, y descubrió que había t res m ás desde el diciem bre ant erior. Clot ilde
lo llam ó al cuart o, pero él no le puso at ención.
- Ven para acá, brut o - insist ió Clot ilde- . Hace siglos que no hacem os com o
los conej it os.
Tobías esperó un largo rat o. Cuando por fin ent ró, ella había vuelt o a dor-
m irse. La despert ó a m edias, pero est aba t an cansado, que am bos confun-
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dieron las cosas y en últ im as sólo pudieron hacer com o las lom brices.
- Est ás em bobado - dij o Clot ilde de m al hum or- . Trat a de pensar en ot ra co-
sa.
- Est oy pensando en ot ra cosa.
Ella quiso saber qué era, y él decidió cont arle a condición que no lo repit ie-
ra. Clot ilde lo prom et ió.
- En el fondo del m ar - dij o Tobías- hay un pueblo de casit as blancas con m i-
llones de flores en las t errazas.
Clot ilde se llevó las m anos a la cabeza.
- Ay, Tobías - exclam ó- . Ay Tobías, por el am or de Dios, no vayas a em pezar
ahora ot ra vez con est as cosas.
Tobías no volvió a hablar. Se rodó hast a la orilla de la cam a y t rat ó de dor-
m ir. No pudo hacerlo hast a el am anecer, cuando cam bió la brisa y lo dej a-
ron t ranquilo los cangrej os.

EL AH OGAD O M ÁS H ERM OSO D EL M UN D O – 1 9 6 8

Los prim eros niños que vieron el prom ont orio oscuro y sigiloso que se acer-
caba por el m ar, se hicieron la ilusión que era un barco enem igo. Después
vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ba-
llena. Pero cuando quedó varado en la playa le quit aron los m at orrales de
sargazos, los filam ent os de m edusas y los rest os de cardúm enes y naufra-
gios que llevaba encim a, y sólo ent onces descubrieron que era un ahogado.
Habían j ugado con él t oda la t arde, ent errándolo y desent errándolo en la
arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarm a en el
pueblo. Los hom bres que lo cargaron hast a la casa m ás próxim a not aron
que pesaba m ás que t odos los m uert os conocidos, casi t ant o com o un caba-
llo, y se dij eron que t al vez había est ado dem asiado t iem po a la deriva y el
agua se le había m et ido dent ro de los huesos. Cuando lo t endieron en el
suelo vieron que había sido m ucho m ás grande que t odos los hom bres,
pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que t al vez la facult ad de
seguir creciendo después de la m uert e est aba en la nat uraleza de ciert os
ahogados. Tenía el olor del m ar, y sólo la form a perm it ía suponer que era el
cadáver de un ser hum ano, porque su piel est aba revest ida de una coraza
de rém ora y de lodo.
No t uvieron que lim piarle la cara para saber que era un m uert o aj eno. El
pueblo t enía apenas unas veint e casas de t ablas, con pat ios de piedras sin
flores, desperdigadas en el ext rem o de un cabo desért ico. La t ierra era t an
escasa, que las m adres andaban siem pre con el t em or a que el vient o se
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llevara a los niños, y a los pocos m uert os que les iban causando los años
t enían que arroj arlos en los acant ilados. Pero el m ar era m anso y pródigo, y
t odos los hom bres cabían en siet e bot es. Así que cuando encont raron el
ahogado les bast ó con m irarse los unos a los ot ros para darse cuent a que
est aban com plet os.
Aquella noche no salieron a t rabaj ar en el m ar. Mient ras los hom bres averi-
guaban si no falt aba alguien en los pueblos vecinos, las m uj eres se queda-
ron cuidando al ahogado. Le quit aron el lodo con t apones de espart o, le
desenredaron del cabello los abroj os subm arinos y le rasparon la rém ora
con hierros de desescam ar pescados. A m edida que lo hacían, not aron que
su veget ación era de océanos rem ot os y de aguas profundas, y que sus ro-
pas est aban en pilt rafas, com o si hubiera navegado por ent re laberint os de
corales. Not aron t am bién que sobrellevaba la m uert e con alt ivez, pues no
t enía el sem blant e solit ario de los ot ros ahogados del m ar, ni t am poco la
cat adura sórdida y m enest erosa de los ahogados fluviales. Pero solam ent e
cuando acabaron de lim piarlo t uvieron conciencia de la clase de hom bre que
era, y ent onces se quedaron sin alient o. No sólo era el m ás alt o, el m ás
fuert e, el m ás viril y el m ej or arm ado que habían vist o j am ás, sino que t o-
davía cuando lo est aban viendo no les cabía en la im aginación.
No encont raron en el pueblo una cam a bast ant e grande para t enderlo ni
una m esa bast ant e sólida para velarlo. No le vinieron los pant alones de
fiest a de los hom bres m ás alt os, ni las cam isas dom inicales de los m ás cor-
pulent os, ni los zapat os del m ej or plant ado. Fascinadas por su despropor-
ción y su herm osura, las m uj eres decidieron ent onces hacerle unos pant a-
lones con un buen pedazo de vela cangrej a, y una cam isa de bram ant e de
novia, para que pudiera cont inuar su m uert e con dignidad. Mient ras cosían
sent adas en círculo, cont em plando el cadáver ent re punt ada y punt ada, les
parecía que el vient o no había sido nunca t an t enaz ni el Caribe había est a-
do nunca t an ansioso com o aquella noche, y suponían que esos cam bios t e-
nían algo que ver con el m uert o. Pensaban que si aquel hom bre m agnífico
hubiera vivido en el pueblo, su casa habría t enido las puert as m ás anchas,
el t echo m ás alt o y el piso m ás firm e, y el bast idor de su cam a habría sido
de cuadernas m aest ras con pernos de hierro, y su m uj er habría sido la m ás
feliz. Pensaban que habría t enido t ant a aut oridad que hubiera sacado los
peces del m ar con sólo llam arlos por sus nom bres, y habría puest o t ant o
em peño en el t rabaj o que hubiera hecho brot ar m anant iales de ent re las
piedras m ás áridas y hubiera podido sem brar flores en los acant ilados. Lo
com pararon en secret o con sus propios hom bres, pensando que no serían
capaces de hacer en t oda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una
noche, y t erm inaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones com o los
seres m ás escuálidos y m ezquinos de la Tierra. Andaban ext raviadas por
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esos dédalos de fant asía, cuando la m ás viej a de las m uj eres, que por ser la
m ás viej a había cont em plado al ahogado con m enos pasión que com pasión,
suspiró:
- Tiene cara de llam arse Est eban.
Era verdad. A la m ayoría le bast ó con m irarlo ot ra vez para com prender que
no podía t ener ot ro nom bre. Las m ás porfiadas, que eran las m ás j óvenes,
se m ant uvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, t endido ent re flores
y con unos zapat os de charol, pudiera llam arse Laut aro. Pero fue una ilu-
sión vana. El lienzo result ó escaso, los pant alones m al cort ados y peor cosi-
dos le quedaron est rechos, y las fuerzas ocult as de su corazón hacían salt ar
los bot ones de la cam isa. Después de la m edia noche se adelgazaron los
silbidos del vient o y el m ar cayó en el sopor del m iércoles. El silencio acabó
con las últ im as dudas: era Est eban. Las m uj eres que lo habían vest ido, las
que lo habían peinado, las que le habían cort ado las uñas y raspado la bar-
ba no pudieron reprim ir un est rem ecim ient o de com pasión, cuando t uvieron
que resignarse a dej arlo t irado por los suelos. Fue ent onces cuando com -
prendieron cuánt o debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descom unal,
si hast a después de m uert o le est orbaba. Lo vieron condenado en vida a
pasar de m edio lado por las puert as, a descalabrarse con los t ravesaños, a
perm anecer de pie en las visit as sin saber qué hacer con sus t iernas y rosa-
das m anos de buey de m ar, m ient ras la dueña de casa buscaba la silla m ás
resist ent e y le suplicaba m uert a de m iedo siént ese aquí Est eban, hágam e el
favor, y él recost ado cont ra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora,
así est oy bien, con los t alones en carne viva y las espaldas escaldadas de
t ant o repet ir lo m ism o en t odas las visit as, no se preocupe señora, así est oy
bien, sólo para no pasar por la vergüenza de desbarat ar la silla, y acaso sin
haber sabido nunca que quienes le decían no t e vayas Est eban, espérat e si-
quiera hast a que hierva el café, eran los m ism os que después susurraban
ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el t ont o herm oso. Est o pen-
saban las m uj eres frent e al cadáver un poco ant es del am anecer. Más t ar-
de, cuando le t aparon la cara con un pañuelo para que no le m olest ara la
luz, lo vieron t an m uert o para siem pre, t an indefenso, t an parecido a sus
hom bres, que se les abrieron las prim eras griet as de lágrim as en el cora-
zón. Fue una de las m ás j óvenes la que em pezó a sollozar. Las ot ras, alen-
t ándose ent re sí, pasaron de los suspiros a los lam ent os, y m ient ras m ás
sollozaban m ás deseos sent ían de llorar, porque el ahogado se les iba vol-
viendo cada vez m ás Est eban, hast a que lo lloraron t ant o que fue el hom bre
m ás desvalido de la Tierra, el m ás m anso y el m ás servicial, el pobre Est e-
ban. Así que cuando los hom bres volvieron con la not icia que el ahogado no
era t am poco de los pueblos vecinos, ellas sint ieron un vacío de j úbilo ent re
las lágrim as.
156
- ¡Bendit o sea Dios - suspiraron- : es nuest ro!
Los hom bres creyeron que aquellos aspavient os no eran m ás que frivolida-
des de m uj er. Cansados de las t ort uosas averiguaciones de la noche, lo úni-
co que querían era quit arse de una vez el est orbo del int ruso ant es que
prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin vient o. I m provisaron unas
angarillas con rest os de t rinquet es y bot avaras, y las am arraron con carlin-
gas de alt ura, para que resist ieran el peso del cuerpo hast a los acant ilados.
Quisieron encadenarle a los t obillos un ancla de buque m ercant e para que
fondeara sin t ropiezos en los m ares m ás profundos donde los peces son
ciegos y los buzos se m ueren de nost algia, de m anera que las m alas co-
rrient es no fueran a devolverlo a la orilla, com o había sucedido con ot ros
cuerpos. Pero m ient ras m ás se apresuraban, m ás cosas se les ocurrían a las
m uj eres para perder el t iem po. Andaban com o gallinas asust adas picot ean-
do am ulet os de m ar en los arcones, unas est orbando aquí porque querían
ponerle al ahogado los escapularios del buen vient o, ot ras est orbando allá
para abrocharle una pulsera de orient ación, y al cabo de t ant o quít at e de
ahí m uj er, pont e donde no est orbes, m ira que casi m e haces caer sobre el
difunt o, a los hom bres se les subieron al hígado las suspicacias, y em peza-
ron a rezongar que con qué obj et o t ant a ferret ería de alt ar m ayor para un
forast ero, si por m uchos est operoles y calderet as que llevara encim a se lo
iban a m ast icar los t iburones, pero ellas seguían t ripot ando sus reliquias de
pacot illa, llevando y t rayendo, t ropezando, m ient ras se les iba en suspiros
lo que no se les iba en lágrim as, así que los hom bres t erm inaron por despo-
t ricar que de cuándo acá sem ej ant e alborot o por un m uert o al garet e, un
ahogado de nadie, un fiam bre de m ierda. Una de las m uj eres, m ort ificada
por t ant a indolencia, le quit ó ent onces al cadáver el pañuelo de la cara, y
t am bién los hom bres se quedaron sin alient o.
Era Est eban. No hubo que repet irlo para que lo reconocieran. Si les hubie-
ran dicho Sir Walt er Raleigh, quizás, hast a ellos se habrían im presionado
con su acent o de gringo, con su guacam aya en el hom bro, con su arcabuz
de m at ar caníbales, pero Est eban solam ent e podía ser uno en el m undo, y
allí est aba t irado com o un sábalo, sin bot ines, con unos pant alones de sie-
t em esino y esas uñas rocallosas que sólo podían cort arse a cuchillo. Bast ó
con que le quit aran el pañuelo de la cara para darse cuent a que est aba
avergonzado, que no t enía la culpa de ser t an grande, ni t an pesado ni t an
herm oso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un
lugar m ás discret o para ahogarse, en serio, m e hubiera am arrado yo m ism o
un áncora, de galeón en el cuello y hubiera t rast abillado com o quien no
quiere la cosa en los acant ilados, para no andar ahora est orbando con est e
m uert o de m iércoles, com o ust edes dicen, para no m olest ar a nadie con es-
t a porquería de fiam bre que no t iene nada que ver conm igo. Había t ant a
157
verdad en su m odo de est ar, que hast a los hom bres m ás suspicaces, los
que sent ían am argas las m inuciosas noches del m ar t em iendo que sus m u-
j eres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hast a
ésos, y ot ros m ás duros, se est rem ecieron en los t uét anos con la sinceridad
de Est eban.
Fue así com o le hicieron los funerales m ás espléndidos que podían concebir-
se para un ahogado expósit o. Algunas m uj eres que habían ido a buscar flo-
res en los pueblos vecinos regresaron con ot ras que no creían lo que les
cont aban, y ést as se fueron por m ás flores cuando vieron al m uert o, y lle-
varon m ás y m ás, hast a que hubo t ant as flores y t ant a gent e que apenas si
se podía cam inar. A últ im a hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y
le eligieron un padre y una m adre ent re los m ej ores, y ot ros se le hicieron
herm anos, t íos y prim os, así que a t ravés de él t odos los habit ant es del
pueblo t erm inaron por ser parient es ent re sí. Algunos m arineros que oyeron
el llant o a la dist ancia perdieron la cert eza del rum bo, y se supo de uno que
se hizo am arrar al palo m ayor, recordando ant iguas fábulas de sirenas.
Mient ras se disput aban el privilegio de llevarlo en hom bros por la pendient e
escarpada de los acant ilados, hom bres y m uj eres t uvieron conciencia por
prim era vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus pat ios, la est re-
chez de sus sueños, frent e al esplendor y la herm osura de su ahogado. Lo
solt aron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y t odos
ret uvieron el alient o durant e la fracción de siglos que dem oró la caída del
cuerpo hast a el abism o. No t uvieron necesidad de m irarse los unos a los
ot ros para darse cuent a que ya no est aban com plet os, ni volverían a est arlo
j am ás. Pero t am bién sabían que t odo sería diferent e desde ent onces, que
sus casas iban a t ener las puert as m ás anchas, los t echos m ás alt os, los pi-
sos m ás firm es, para que el recuerdo de Est eban pudiera andar por t odas
part es sin t ropezar con los t ravesaños, y que nadie se at reviera a susurrar
en el fut uro ya m urió el bobo grande, qué lást im a, ya m urió el t ont o her-
m oso, porque ellos iban a pint ar las fachadas de colores alegres para et er-
nizar la m em oria de Est eban, y se iban a rom per el espinazo excavando
m anant iales en las piedras y sem brando flores en los acant ilados, para que
en los am aneceres de los años vent uros los pasaj eros de los grandes barcos
despert aran sofocados por un olor de j ardines en alt a m ar, y el capit án t u-
viera que baj ar de su alcázar con su uniform e de gala, con su ast rolabio, su
est rella polar y su rist ra de m edallas de guerra, y señalando el prom ont orio
de rosas en el horizont e del Caribe dij era en cat orce idiom as, m iren allá,
donde el vient o es ahora t an m anso que se queda a dorm ir debaj o de las
cam as, allá, donde el sol brilla t ant o que no saben hacia dónde girar los gi-
rasoles, sí, allá, es el pueblo de Est eban.

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M UERTE CON STAN TE M ÁS ALLÁ D EL AM OR - 1 9 7 0

Al senador Onésim o Sánchez le falt aban seis m eses y once días para m orir-
se cuando encont ró a la m uj er de su vida. La conoció en el Rosal del Virrey,
un pueblecit o ilusorio que de noche era una dársena furt iva para los buques
de alt ura de los cont rabandist as, y en cam bio a pleno sol parecía el recodo
m ás inút il del desiert o, frent e a un m ar árido y sin rum bos, y t an apart ado
de t odo que nadie hubiera sospechado que allí viviera alguien capaz de t or-
cer el dest ino de nadie. Hast a su nom bre parecía una burla, pues la única
rosa que se vio en aquel pueblo la llevó el propio senador Onésim o Sánchez
la m ism a t arde en que conoció a Laura Fariña.
Fue una escala ineludible en la cam paña elect oral de cada cuat ro años. Por
la m añana habían llegado los furgones de la farándula. Después llegaron los
cam iones con los indios de alquiler que llevaban por los pueblos para com -
plet ar las m ult it udes de los act os públicos. Poco ant es de las once, con la
m úsica y los cohet es y los cam peros de la com it iva, llegó el aut om óvil m i-
nist erial del color del refresco de fresa. El senador Onésim o Sánchez est aba
plácido y sin t iem po dent ro del coche refrigerado, pero t an pront o com o
abrió la puert a lo est rem eció un alient o de fuego y su cam isa de seda nat u-
ral quedó em papada de una sopa lívida, y se sint ió m uchos años m ás viej o
y m ás solo que nunca. En la vida real acababa de cum plir 42, se había gra-
duado con honores de ingeniero m et alúrgico en Got inga, y era un lect or
perseverant e aunque sin m ucha fort una de los clásicos lat inos m al t raduci-
dos. Est aba casado con una alem ana radiant e con quien t enía cinco hij os, y
t odos eran felices en su casa, y él había sido el m ás feliz de t odos hast a que
le anunciaron, t res m eses ant es, que est aría m uert o para siem pre en la
próxim a Navidad.
Mient ras se t erm inaban los preparat ivos de la m anifest ación pública, el se-
nador logró quedarse solo una hora en la casa que le habían reservado para
descansar. Ant es de acost arse puso en el agua de beber una rosa nat ural
que había conservado viva a t ravés del desiert o, alm orzó con los cereales
de régim en que llevaba consigo para eludir las repet idas frit angas de chivo
que le esperaban en el rest o del día, y se t om ó varias píldoras analgésicas
ant es de la hora previst a, de m odo que el alivio le llegara prim ero que el
dolor. Luego puso el vent ilador eléct rico m uy cerca del chinchorro y se t en-
dió desnudo durant e quince m inut os en la penum bra de la rosa, haciendo
un grande esfuerzo de dist racción m ent al para no pensar en la m uert e
m ient ras dorm it aba. Apart e de los m édicos, nadie sabía que est aba sent en-
ciado a un t érm ino fij o, pues había decidido padecer a solas su secret o, sin
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ningún cam bio de vida, y no por soberbia sino por pudor.
Se sent ía con un dom inio com plet o de su albedrío cuando volvió a aparecer
en público a las t res de la t arde, reposado y lim pio, con un pant alón de lino
crudo y una cam isa de flores pint adas, y con el alm a ent ret enida por las
píldoras para el dolor. Sin em bargo, la erosión de la m uert e era m ucho m ás
pérfida de lo que él suponía, pues al subir a la t ribuna sint ió un raro despre-
cio por quienes se disput aron la suert e de est recharle la m ano, y no se
com padeció com o en ot ros t iem pos de las recuas de indios descalzos que
apenas si podían resist ir las brasas de caliche de la placit a est éril. Acalló los
aplausos con una orden de la m ano, casi con rabia, y em pezó a hablar sin
gest os, con los oj os fij os en el m ar que suspiraba de calor. Su voz pausada
y honda t enía la calidad del agua en reposo, pero el discurso aprendido de
m em oria y t ant as veces m achacado no se le había ocurrido por decir la ver-
dad sino por oposición a una sent encia fat alist a del libro cuart o de los re-
cuerdos de Marco Aurelio.
- Est am os aquí para derrot ar a la nat uraleza - em pezó, cont ra t odas sus con-
vicciones- . Ya no serem os m ás los expósit os de la pat ria, los huérfanos de
Dios en el reino de la sed y la int em perie, los exilados en nuest ra propia t ie-
rra. Serem os ot ros, señoras y señores, serem os grandes y felices.
Eran las fórm ulas de su circo. Mient ras hablaba, sus ayudant es echaban al
aire puñados de paj arit as de papel, y los falsos anim ales cobraban vida, re-
volot eaban sobre la t ribuna de t ablas, y se iban por el m ar. Al m ism o t iem -
po, ot ros sacaban de los furgones unos árboles de t eat ro con hoj as de fiel-
t ro y los sem braban a espaldas de la m ult it ud en el suelo de salit re. Por úl-
t im o arm aron una fachada de cart ón con casas fingidas de ladrillos roj os y
vent anas de vidrio, y t aparon con ella los ranchos m iserables de la vida re-
al.
El senador prolongó el discurso, con dos cit as en lat ín, para darle t iem po a
la farsa. Prom et ió las m áquinas de llover, los criaderos port át iles de anim a-
les de m esa, los aceit es de la felicidad que harían crecer legum bres en el
caliche y colgaj os de t rinit arias en las vent anas. Cuando vio que su m undo
de ficción est aba t erm inado, lo señaló con el dedo.
- Así serem os, señoras y señores - grit ó- . Miren. Así serem os.
El público se volvió. Un t rasat lánt ico de papel pint ado pasaba por det rás de
las casas, y era m ás alt o que las casas m ás alt as de la ciudad de art ificio.
Sólo el propio senador observó que a fuerza de ser arm ado y desarm ado, y
t raído de un lugar para el ot ro, t am bién el pueblo de cart ón superpuest o es-
t aba carcom ido por la int em perie, y era casi t an pobre y polvorient o y t rist e
com o el Rosal del Virrey.
Nelson Fariña no fue a saludar al senador por prim era vez en doce años.
Escuchó el discurso desde su ham aca, ent re los ret azos de la siest a, baj o la
160
enram ada fresca de una casa de t ablas sin cepillar que se había const ruido
con las m ism as m anos de bot icario con que descuart izó a su prim era m uj er.
Se había fugado del penal de Cayena y apareció en el Rosal del Virrey en un
buque cargado de guacam ayas inocent es, con una negra herm osa y blas-
fem a que se encont ró en Param aribo, y con quien t uvo una hij a. La m uj er
m urió de m uert e nat ural poco t iem po después, y no t uvo la suert e de la
ot ra cuyos pedazos sust ent aron su propio huert o de coliflores, sino que la
ent erraron ent era y con su nom bre de holandesa en el cem ent erio local. La
hij a había heredado su color y sus t am años, y los oj os am arillos y at ónit os
del padre, y ést e t enía razones para suponer que est aba criando a la m uj er
m ás bella del m undo.
Desde que conoció al senador Onésim o Sánchez en la prim era cam paña
elect oral, Nelson Fariña había suplicado su ayuda para obt ener una falsa
cédula de ident idad que lo pusiera a salvo de la j ust icia. El senador, am able
pero firm e, se la había negado. Nelson Fariña no se rindió durant e varios
años, y cada vez que encont ró una ocasión reit eró la solicit ud con un recur-
so dist int o. Pero siem pre recibió la m ism a respuest a. De m odo que aquella
vez se quedó en el chinchorro, condenado a pudrirse vivo en aquella ardien-
t e guarida de bucaneros. Cuando oyó los aplausos finales est iró la cabeza, y
por encim a de las est acas del cercado vio el revés de la farsa: los punt ales
de los edificios, las arm azones de los árboles, los ilusionist as escondidos
que em puj aban el t rasat lánt ico. Escupió su rencor.
- Merde - dij o- , c’est le Blacam an de la polit ique.
Después del discurso, com o de cost um bre, el senador hizo una cam inat a
por las calles del pueblo, ent re la m úsica y los cohet es, y asediado por la
gent e del pueblo que le cont aba sus penas. El senador los escuchaba de
buen t alant e, y siem pre encont raba una form a de consolar a t odos sin
hacerles favores difíciles. Una m uj er encaram ada en el t echo de una casa,
ent re sus seis hij os m enores, consiguió hacerse oír por encim a de la bulla y
los t ruenos de pólvora.
- Yo no pido m ucho, senador - dij o- , no m ás que un burro para t raer agua
desde el Pozo del Ahorcado.
El senador se fij ó en los seis niños escuálidos.
- ¿Qué se hizo t u m arido? - pregunt ó.
- Se fue a buscar dest ino en la isla de Aruba - cont est ó la m uj er de buen
hum or- , y lo que se encont ró fue una forast era de las que se ponen di-
am ant es en los dient es.
La respuest a provocó un est ruendo de carcaj adas.
- Est á bien - decidió el senador- , t endrás t u burro.
Poco después, un ayudant e suyo llevó a casa de la m uj er un burro de car-
ga, en cuyos lom os habían escrit o con pint ura et erna una consigna elect oral
161
para que nadie olvidara que era un regalo del senador.
En el breve t rayect o de la calle hizo ot ros gest os m enores, y adem ás le dio
una cucharada a un enferm o que se había hecho sacar la cam a a la puert a
de la casa para verlo pasar. En la últ im a esquina, por ent re las est acas del
pat io, vio a Nelson Fariña en el chinchorro y le pareció cenicient o y m ust io,
pero lo saludó sin afect o:
- Cóm o est á.
Nelson Fariña se revolvió en el chinchorro y lo dej ó ensopado en el ám bar
t rist e de su m irada.
- Moi, vous savez - dij o.
Su hij a salió al pat io al oír el saludo. Llevaba una bat a guaj ira ordinaria y
gast ada, y t enía la cabeza guarnecida de m oños de colores y la cara pint ada
para el sol, pero aun en aquel est ado de desidia era posible suponer que no
había ot ra m ás bella en el m undo. El senador se quedó sin alient o.
- ¡Caraj o - suspiró asom brado- , las vainas que se le ocurren a Dios!
Esa noche, Nelson Fariña vist ió a la hij a con sus ropas m ej ores y se la m an-
dó al senador. Dos guardias arm ados de rifles, que cabeceaban de calor en
la casa prest ada, le ordenaron esperar en la única silla del vest íbulo.
El senador est aba en la habit ación cont igua reunido con los principales del
Rosal del Virrey, a quienes había convocado para cant arles las verdades
que ocult aba en los discursos. Eran t an parecidos a los que asist ían siem pre
en t odos los pueblos del desiert o, que el propio senador sent ía el hart azgo
de la m ism a sesión t odas las noches. Tenía la cam isa ensopada en sudor y
t rat aba de secársela sobre el cuerpo con la brisa calient e del vent ilador
eléct rico que zum baba com o un m oscardón en el sopor del cuart o.
- Nosot ros, por supuest o, no com em os paj arit os de papel - dij o- . Ust edes y
yo sabem os que el día en que haya árboles y flores en est e cagadero de
chivos, el día en que haya sábalos en vez de gusarapos en los pozos, ese
día ni ust edes ni yo t enem os nada que hacer aquí. ¿Voy bien?
Nadie cont est ó. Mient ras hablaba, el senador había arrancado un crom o del
calendario y había hecho con las m anos una m ariposa de papel. La puso en
la corrient e del vent ilador, sin ningún propósit o, y la m ariposa revolot eó
dent ro del cuart o y salió después por la puert a ent reabiert a. El senador si-
guió hablando con un dom inio sust ent ado en la com plicidad de la m uert e.
- Ent onces - dij o- no t engo que repet irles lo que ya saben de sobra: que m i
reelección es m ej or negocio para ust edes que para m í, porque yo est oy
hast a aquí de aguas podridas y sudor de indios, y en cam bio ust edes viven
de eso.
Laura Fariña vio salir la m ariposa de papel. Sólo ella la vio, porque la guar-
dia del vest íbulo se había dorm ido en los escaños con los fusiles abrazados.
Al cabo de varias vuelt as la enorm e m ariposa lit ografiada se desplegó por
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com plet o, se aplast ó cont ra el m uro, y se quedó pegada. Laura Fariña t rat ó
de arrancarla con las uñas. Uno de los guardias, que despert ó con los
aplausos en la habit ación cont igua, advirt ió su t ent at iva inút il.
- No se puede arrancar - dij o ent re sueños- . Est á pint ada en la pared.
Laura Fariña volvió a sent arse cuando em pezaron a salir los hom bres de la
reunión. El senador perm aneció en la puert a del cuart o, con la m ano en el
picaport e, y sólo descubrió a Laura Fariña cuando el vest íbulo quedó des-
ocupado.
- ¿Qué haces aquí?
- C’est de la part de m on père - dij o ella.
El senador com prendió. Escudriñó a la guardia soñolient a, escudriñó luego a
Laura Fariña cuya belleza inverosím il era m ás im periosa que su dolor, y en-
t onces resolvió que la m uert e decidiera por él.
- Ent ra - le dij o.
Laura Fariña se quedó m aravillada en la puert a de la habit ación: m iles de
billet es de banco flot aban en el aire, alet eando com o la m ariposa. Pero el
senador apagó el vent ilador, y los billet es se quedaron sin aire, y se posa-
ron sobre las cosas del cuart o.
- Ya ves - sonrió- , hast a la m ierda vuela.
Laura Fariña se sent ó com o en un t aburet e de escolar. Tenía la piel lisa y
t ensa, con el m ism o color y la m ism a densidad solar del pet róleo crudo, y
sus cabellos eran de crines de pot ranca y sus oj os inm ensos eran m ás cla-
ros que la luz. El senador siguió el hilo de su m irada y encont ró al final la
rosa percudida por el salit re.
- Es una rosa - dij o.
- Sí - dij o ella con un rast ro de perplej idad- , las conocí en Riohacha.
El senador se sent ó en un cat re de cam paña, hablando de las rosas, m ien-
t ras se desabot onaba la cam isa. Sobre el cost ado, donde él suponía que es-
t aba el corazón dent ro del pecho, t enía el t at uaj e corsario de un corazón
flechado. Tiró en el suelo la cam isa m oj ada y le pidió a Laura Fariña que lo
ayudara a quit arse las bot as.
Ella se arrodilló frent e al cat re. El senador la siguió escrut ando, pensat ivo, y
m ient ras le zafaba los cordones se pregunt ó de cuál de los dos sería la m ala
suert e de aquel encuent ro.
- Eres una criat ura - dij o.
- No crea - dij o ella- . Voy a cum plir 19 en abril.
El senador se int eresó.
- Qué día.
- El once - dij o ella.
El senador se sint ió m ej or. «Som os Aries», dij o. Y agregó sonriendo:
- Es el signo de la soledad.
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Laura Fariña no le puso at ención pues no sabía qué hacer con las bot as. El
senador, por su part e, no sabía qué hacer con Laura Fariña, porque no es-
t aba acost um brado a los am ores im previst os, y adem ás era conscient e que
aquél t enía origen en la indignidad. Sólo por ganar t iem po para pensar apri-
sionó a Laura Fariña con las rodillas, la abrazó por la cint ura y se t endió de
espaldas en el cat re. Ent onces com prendió que ella est aba desnuda debaj o
del vest ido, porque el cuerpo exhaló una fragancia oscura de anim al de
m ont e, pero t enía el corazón asust ado y la piel at urdida por un sudor gla-
cial.
- Nadie nos quiere - suspiró él.
Laura Fariña quiso decir algo, pero el aire sólo le alcanzaba para respirar.
La acost ó a su lado para ayudarla, apagó la luz, y el aposent o quedó en la
penum bra de la rosa. Ella se abandonó a la m isericordia de su dest ino. El
senador la acarició despacio, la buscó con la m ano sin t ocarla apenas, pero
donde esperaba encont rarla t ropezó con un est orbo de hierro.
- ¿Qué t ienes ahí?
- Un candado - dij o ella.
- ¡Qué disparat e! - dij o el senador, furioso, y pregunt ó lo que sabía de sobra-
: ¿Dónde est á la llave?
Laura Fariña respiró aliviada.
- La t iene m i papá - cont est ó- . Me dij o que le dij era a ust ed que la m ande a
buscar con un propio y que le m ande con él un com prom iso escrit o asegu-
rando que le va a arreglar su sit uación.
El senador se puso t enso. «Cabrón franchut e», m urm uró indignado. Luego
cerró los oj os para relaj arse, y se encont ró consigo m ism o en la oscuridad.
Recuerda - recordó- que seas t ú o sea ot ro cualquiera, est arás m uert o de-
nt ro de un t iem po m uy breve, y que poco después no quedará de ust edes
ni siquiera el nom bre. Esperó a que pasara el escalofrío.
- Dim e una cosa - pregunt ó ent onces- : ¿Qué has oído decir de m í?
- ¿La verdad de verdad?
- La verdad de verdad.
- Bueno - se at revió Laura Fariña- , dicen que ust ed es peor que los ot ros,
porque es dist int o.
El senador no se alt eró. Hizo un silencio largo, con los oj os cerrados, y
cuando volvió a abrirlos parecía de regreso de sus inst int os m ás recóndit os.
- Qué caraj o - decidió- dile al cabrón de t u padre que le voy a arreglar su
asunt o.
- Si quiere yo m ism a voy por la llave - dij o Laura Fariña.
El senador la ret uvo.
- Olvídat e de la llave - dij o- y duérm et e un rat o conm igo. Es bueno est ar con
alguien cuando uno est á solo.
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Ent onces ella lo acost ó en su hom bro con los oj os fij os en la rosa. El sena-
dor la abrazó por la cint ura, escondió la cara en su axila de anim al de m on-
t e y sucum bió al t error. Seis m eses y once días después había de m orir en
esa m ism a posición, pervert ido y repudiado por el escándalo público de
Laura Fariña, y llorando de la rabia de m orirse sin ella.

EL ÚLTI M O VI AJE D EL BUQUE FAN TASM A - 1 9 6 8

Ahora van a ver quién soy yo, se dij o, con su nuevo vozarrón de hom bre,
m uchos años después que viera por prim era vez el t rasat lánt ico inm enso,
sin luces y sin ruidos, que una noche pasó frent e al pueblo com o un gran
palacio deshabit ado, m ás largo que t odo el pueblo y m ucho m ás alt o que la
t orre de su iglesia, y siguió navegando en t inieblas hacia la ciudad colonial
fort ificada cont ra los bucaneros al ot ro lado de la bahía, con su ant iguo
puert o negrero y el faro girat orio cuyas lúgubres aspas de luz, cada quince
segundos, t ransfiguraban el pueblo en un cam pam ent o lunar de casas fos-
forescent es y calles de desiert os volcánicos, y aunque él era ent onces un
niño sin vozarrón de hom bre pero con perm iso de su m adre para escuchar
hast a m uy t arde en la playa las arpas noct urnas del vient o, aún podía re-
cordar com o si lo est uviera viendo que el t rasat lánt ico desaparecía cuando
la luz del faro le daba en el flanco y volvía a aparecer cuando la luz acababa
de pasar, de m odo que era un buque int erm it ent e que iba apareciendo y
desapareciendo hacia la ent rada de la bahía, buscando con t ant eos de so-
nám bulo las boyas que señalaban el canal del puert o, hast a que algo debió
fallar en sus aguj as de orient ación, porque derivó hacia los escollos, t rope-
zó, salt ó en pedazos y se hundió sin un solo ruido, aunque sem ej ant e en-
cont ronazo con los arrecifes era para producir un fragor de hierros y una
explosión de m áquinas que helaran de pavor a los dragones m ás dorm idos
en la selva prehist órica que em pezaba en las últ im as calles de la ciudad y
t erm inaba en el ot ro lado del m undo, así que él m ism o creyó que era un
sueño, sobre t odo al día siguient e, cuando vio el acuario radiant e de la ba-
hía, el desorden de colores de las barracas de los negros en las colinas del
puert o, las golet as de los cont rabandist as de las Guayanas recibiendo su
cargam ent o de loros inocent es con el buche lleno de diam ant es, pensó, m e
dorm í cont ando las est rellas y soñé con ese barco enorm e, claro, quedó t an
convencido que no se lo cont ó a nadie ni volvió a acordarse de la visión
hast a la m ism a noche del m arzo siguient e, cuando andaba buscando celaj es
de delfines en el m ar y lo que encont ró fue el t rasat lánt ico ilusorio, som brío,
int erm it ent e, con el m ism o dest ino equivocado de la prim era vez, sólo que
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él est aba ent onces t an seguro de est ar despiert o que corrió a cont árselo a
su m adre, y ella pasó t res sem anas gim iendo de desilusión, porque se t e
est á pudriendo el seso de t ant o andar al revés, durm iendo de día y avent u-
rando de noche com o la gent e de m ala vida, y com o t uvo que ir a la ciudad
por esos días en busca de algo cóm odo en que sent arse a pensar en el m a-
rido m uert o, pues a su m ecedor se le habían gast ado las balanzas en once
años de viudez, aprovechó la ocasión para pedirle al hom bre del bot e que
se fuera por los arrecifes de m odo que el hij o pudiera ver lo que en efect o
vio en la vidriera del m ar, los am ores de las m ant arayas en prim averas de
esponj as, los pargos rosáceos y las corvinas azules zam bulléndose en los
pozos de aguas m ás t iernas que había dent ro de las aguas, y hast a las ca-
belleras errant es de los ahogados de algún naufragio colonial, pero ni ras-
t ros de t rasat lánt icos hundidos ni qué niño m uert o, y sin em bargo, él siguió
t an em perrado que su m adre prom et ió acom pañarlo en la vigilia del m arzo
próxim o, seguro, sin saber que ya lo único seguro que había en su porvenir
era una polt rona de los t iem pos de Francis Drake que com pró en un rem at e
de t urcos, en la cual se sent ó a descansar aquella m ism a noche, suspi-
rando, m i pobre Holofernes, si vieras lo bien que se piensa en t i sobre est os
forros de t erciopelo y con est os brocados de cat afalco de reina, pero m ien-
t ras m ás evocaba al m arido m uert o m ás le borborit aba y se le volvía de
chocolat e la sangre en el corazón, com o si en vez de est ar sent ada est uvie-
ra corriendo, em papada de escalofríos y con la respiración llena de t ierra,
hast a que él volvió en la m adrugada y la encont ró m uert a en la polt rona,
t odavía calient e pero ya m edio podrida com o los picados de culebra, lo
m ism o que les ocurrió después a ot ras cuat ro señoras, ant es que t iraran en
el m ar la polt rona asesina, m uy lej os, donde no le hicieran m al a nadie,
pues la habían usado t ant o a t ravés de los siglos que se le había gast ado la
facult ad de producir descanso, de m odo que él t uvo que acost um brarse a
su m iserable rut ina de huérfano, señalado por t odos com o el hij o de la viu-
da que llevó al pueblo el t rono de la desgracia, viviendo no t ant o de la cari-
dad pública com o del pescado que se robaba en los bot es, m ient ras la voz
se le iba volviendo de bram ant e y sin acordarse m ás de sus visiones de an-
t año hast a ot ra noche de m arzo en que m iró por casualidad hacia el m ar, y
de pront o, m adre m ía, ahí est á, la descom unal ballena de am iant o, la best ia
berraca, vengan a verlo, grit aba enloquecido, vengan a verlo, prom oviendo
t al alborot o de ladridos de perros y pánicos de m uj er, que hast a los hom -
bres m ás viej os se acordaron de los espant os de sus bisabuelos y se m et ie-
ron debaj o de la cam a creyendo que había vuelt o William Dam pier, pero los
que se echaron a la calle no se t om aron el t rabaj o de ver el aparat o invero-
sím il que en aquel inst ant e volvía a perder el orient e y se desbarat aba en el
desast re anual, sino que lo cont ram at aron a golpes y lo dej aron t an m al
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t orcido que ent onces fue cuando él se dij o, babeando de rabia, ahora van a
ver quién soy yo, pero se cuidó de no com part ir con nadie su det erm inación
sino que pasó el año ent ero con la idea fij a, ahora van a ver quién soy yo,
esperando que fuera ot ra vez la víspera de las apariciones para hacer lo que
hizo, ya est á, se robó un bot e, at ravesó la bahía y pasó la t arde esperando
su hora grande en los vericuet os del puert o negrero, ent re la salsam uera
hum ana del Caribe, pero t an absort o en su avent ura que no se det uvo co-
m o siem pre frent e a las t iendas de los hindúes a ver los m andarines de
m arfil t allados en el colm illo ent ero del elefant e, ni se burló de los negr os
holandeses en sus velocípedos ort opédicos, ni se asust ó com o ot ras veces
con los m alayos de piel de cobra que le habían dado la vuelt a al m undo
caut ivados por la quim era de una fonda secret a donde vendían filet es de
brasileras al carbón, porque no se dio cuent a de nada m ient ras la noche no
se le vino encim a con t odo el peso de las est rellas y la selva exhaló una fra-
gancia dulce de gardenias y salam andras podridas, y ya est aba él rem ando
en el bot e robado hacia la ent rada de la bahía, con la lám para apagada para
no alborot ar a los policías del resguardo, idealizado cada quince segundos
por el alet azo verde del faro y ot ra vez vuelt o hum ano por la oscuridad, sa-
biendo que andaba cerca de las boyas que señalaban el canal del puert o no
sólo porque viera cada vez m ás int enso su fulgor opresivo sino porque la
respiración del agua se iba volviendo t rist e, y así rem aba t an ensim ism ado
que no supo de dónde le llegó de pront o un pavoroso alient o de t iburón ni
por qué la noche se hizo densa com o si las est rellas se hubieran m uert o de
repent e, y era que el t rasat lánt ico est aba allí con t odo su t am año inconce-
bible, m adre, m ás grande que cualquier ot ra cosa grande en el m undo y
m ás oscuro que cualquier ot ra cosa oscura de la t ierra o del agua, t rescien-
t as m il t oneladas de olor de t iburón pasando t an cerca del bot e que él podía
ver las cost uras del precipicio de acero, sin una sola luz en los infinit os oj os
de buey, sin un suspiro en las m áquinas, sin un alm a, y llevando consigo su
propio ám bit o de silencio, su propio cielo vacío, su propio aire m uert o, su
t iem po parado, su m ar errant e en el que flot aba un m undo ent ero de ani-
m ales ahogados, y de pront o t odo aquello desapareció con el lam parazo del
faro y por un inst ant e volvió a ser el Caribe diáfano, la noche de m arzo, el
aire cot idiano de los pelícanos, de m odo que él se quedó solo ent re las bo-
yas, sin saber qué hacer, pregunt ándose asom brado si de veras no est aría
soñando despiert o, no sólo ahora sino t am bién las ot ras veces, pero apenas
acababa de pregunt árselo cuando un soplo de m ist erio fue apagando las
boyas desde la prim era hast a la últ im a, así que cuando pasó la claridad del
faro el t rasat lánt ico volvió a aparecer y ya t enía las brúj ulas ext raviadas,
acaso sin saber siquiera en qué lugar de la m ar océana se encont raba, bus-
cando a t ient as el canal invisible pero en realidad derivando hacia los esco-
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llos, hast a que él t uvo la revelación abrum adora que aquel percance de las
boyas era la últ im a clave del encant am ient o, y encendió la lám para del bo-
t e, una m ínim a lucecit a roj a que no t enía por qué alarm ar a nadie en los
m inaret es del resguardo, pero que debió ser para el pilot o com o un sol
orient al, porque gracias a ella el t rasat lánt ico corrigió su horizont e y ent ró
por la puert a grande del canal en una m aniobra de resurrección feliz, y en-
t onces t odas sus luces se encendieron al m ism o t iem po, las calderas volvie-
ron a resollar, se prendieron las est rellas en su cielo y los cadáveres de los
anim ales se fueron al fondo, y había un est répit o de plat os y una fragancia
de salsa de laurel en las cocinas, y se oía el bom bardino de la orquest a en
las cubiert as de luna y el t um t um de las art erias de los enam orados de alt a
m ar en la penum bra de los cam arot es, pero él llevaba t odavía t ant a rabia
at rasada que no se dej ó at urdir por la em oción ni am edrent ar por el prodi-
gio, sino que se dij o con m ás decisión que nunca que ahora van a ver quién
soy yo, caraj o, ahora lo van a ver, y en vez de hacerse a un lado para que
no lo em bist iera aquella m áquina colosal em pezó a rem ar delant e de ella,
porque ahora sí van a saber quién soy yo, y siguió orient ando el buque con
la lám para hast a que est uvo t an seguro de su obediencia que lo obligó a
descorregir de nuevo el rum bo de los m uelles, lo sacó del canal invisible y
se lo llevó de cabest ro com o si fuera un cordero de m ar hacia las luces del
pueblo dorm ido, un barco vivo e invulnerable a los haces del faro que ahora
no lo invisibilizaban sino que lo volvían de alum inio cada quince segundos, y
allá em pezaban a definirse las cruces de la iglesia, la m iseria de las casas,
la ilusión, y t odavía el t rasat lánt ico iba det rás de él, siguiéndolo con t odo lo
que llevaba dent ro, su capit án dorm ido del lado del corazón, los t oros de li-
dia en la nieve de sus despensas, el enferm o solit ario en su hospit al, el
agua huérfana de sus cist ernas, el pilot o irredent o que debió confundir los
farallones con los m uelles porque en aquel inst ant e revent ó el bram ido des-
com unal de la sirena, una vez, y él quedó ensopado por el aguacero de va-
por que le cayó encim a, ot ra vez, y el bot e aj eno est uvo a punt o de zozo-
brar, y ot ra vez, pero ya era dem asiado t arde, porque ahí est aban los cara-
coles de la orilla, las piedras de la calle, las puert as de los incrédulos, el
pueblo ent ero ilum inado por las m ism as luces del t rasat lánt ico despavorido,
y él apenas t uvo t iem po de apart arse para darle paso al cat aclism o, grit an-
do en m edio de la conm oción, ahí lo t ienen, cabrones, un segundo ant es
que el t rem endo casco de acero descuart izara la t ierra y se oyera el est ro-
picio nít ido de las novent a m il quinient as copas de cham paña que se rom -
pieron una t ras ot ra desde la proa hast a la popa, y ent onces se hizo la luz,
y ya no fue m ás la m adrugada de m arzo sino el m edio día de un m iércoles
radiant e, y él pudo darse el gust o de ver a los incrédulos cont em plando con
la boca abiert a el t rasat lánt ico m ás grande de est e m undo y del ot ro enca-
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llado frent e a la iglesia, m ás blanco que t odo, veint e veces m ás alt o que la
t orre y com o novent a y siet e veces m ás largo que el pueblo, con el nom bre
grabado en let ras de hierro, halalcsillag, y t odavía, chorreando por sus flan-
cos las aguas ant iguas y lánguidas de los m ares de la m uert e.

BLACAM ÁN EL N UEVO VEN D ED OR D E M I LAGROS - 1 9 6 8

Desde el prim er dom ingo que lo vi m e pareció una m ula de m onosabio, con
sus t irant es de t erciopelo pespunt eados con filam ent os de oro, sus sort ij as
con pedrerías de colores en t odos los dedos y su t renza de cascabeles, t re-
pado sobre una m esa en el puert o de Sant a María del Darién, ent re los
frascos de específicos y las hierbas de consuelo que él m ism o preparaba y
vendía a grit o herido por los pueblos del Caribe, sólo que ent onces no est a-
ba t rat ando de vender nada a aquella cocham bre de indios, sino pidiendo
que le llevaran una culebra de verdad para dem ost rar en carne propia un
cont raveneno de su invención, el único indeleble, señoras y señores, cont ra
las picaduras de serpient es, t aránt ulas y escolopendras, y t oda clase de
m am íferos ponzoñosos. Alguien que parecía m uy im presionado por su de-
t erm inación consiguió nadie supo dónde y le llevó dent ro de un frasco una
m apaná de las peores, de ésas que em piezan por envenenar la respiración,
y él la dest apó con t ant as ganas que t odos creím os que se la iba a com er,
pero no bien se sint ió libre el anim al salt ó fuera del frasco y le dio un t ij ere-
t azo en el cuello que ahí m ism o lo dej ó sin aire para la orat oria, y apenas
t uvo t iem po de t om arse el ant ídot o cuando el dispensario de pacot illa se
desbarrum bó sobre la m uchedum bre y él quedó revolcándose en el suelo
con el enorm e cuerpo desbarat ado com o si no t uviera nada por dent ro, pero
sin dej arse de reír con t odos sus dient es de oro. Cóm o sería el est répit o,
que un acorazado del nort e que est aba en el m uelle desde hacía com o vein-
t e años en visit a de buena volunt ad declaró la cuarent ena para que no se
subiera a bordo el veneno de la culebra, y la gent e que est aba sant ificando
el dom ingo de ram os se salió de la m isa con sus palm as bendit as, pues na-
die quería perderse la función del em ponzoñado que ya em pezaba a inflarse
con el aire de la m uert e, y est aba dos veces m ás gordo de lo que había si-
do, echando espum a de hiel por la boca y resollando por los poros, pero t o-
davía riéndose con t ant a vida que los cascabeles le cascabeleaban por t odo
el cuerpo. La hinchazón le revent ó los cordones de las polainas y las cost u-
ras de la ropa, los dedos se le am orcillaron por la presión de las sort ij as, se
puso del color del venado en salm uera y se le salieron por la culat a unos
requiebros de post rim erías, así que t odo el que había vist o un picado de cu-
169
lebra sabía que se est aba pudriendo ant es de m orir y que iba a quedar t an
desm igaj ado que t endrían que recogerlo con una pala para echarlo dent r o
de un saco, pero t am bién pensaban que hast a en su est ado de aserrín iba a
seguirse riendo. Aquello era t an increíble que los infant es de m arina se en-
caram aron en los puent es del barco para t om arle ret rat os en colores con
aparat os de larga dist ancia, pero las m uj eres que se habían salido de m isa
les descom pusieron las int enciones, pues t aparon al m oribundo con una
m ant a y le pusieron encim a las palm as bendit as, unas porque no les gust a-
ba que la infant ería profanara el cuerpo con m áquinas de advent ist as, ot ras
porque les daba m iedo seguir viendo aquel idólat ra que era capaz de m orir-
se m uert o de risa, y ot ras por si acaso conseguían con eso que por lo m e-
nos el alm a se le desenvenenara. Todo el m undo lo daba por m uert o, cuan-
do se apart ó los ram os de una brazada, t odavía m edio at arant ado y t odo
desconvalecido por el m al rat o, pero enderezó la m esa sin ayuda de nadie,
se volvió a subir com o un cangrej o, y ya est aba ot ra vez grit ando que aquel
cont raveneno era sencillam ent e la m ano de Dios en un frasquit o, com o t o-
dos lo habíam os vist o con nuest ros propios oj os, aunque sólo cost aba dos
cuart illos porque él no lo había invent ado com o negocio, sino por el bien de
la hum anidad, y a ver quién dij o uno, señoras y señores, no m ás que por
favor no se m e am ont onen que para t odos hay.
Por supuest o que se am ont onaron, y que hicieron bien, porque al final no
hubo para t odos. Hast a el alm irant e del acorazado se llevó un frasquit o,
convencido por él que t am bién era bueno para los plom os envenenados de
los anarquist as, y los t ripulant es no se conform aron con t om arle subido en
la m esa los ret rat os en colores que no pudieron t om arle m uert o, sino que le
hicieron firm ar aut ógrafos hast a que los calam bres le t orcieron el brazo. Era
casi de noche y sólo quedábam os en el puert o los m ás perplej os, cuando él
buscó con la m irada a alguno que t uviera cara de bobo para que lo ayudara
a guardar los frascos, y por supuest o se fij ó en m í. Aquélla fue com o la m i-
rada del dest ino, no sólo del m ío, sino t am bién del suyo, pues de eso hace
m ás de un siglo y am bos nos acordam os t odavía com o si hubiera sido el
dom ingo pasado. El caso es que est ábam os m et iendo su bot ica de circo en
aquel baúl con vuelt as de púrpura que m ás bien parecía el sepulcro de un
erudit o, cuando él debió verm e por dent ro alguna luz que no m e había vist o
ant es porque m e pregunt ó de m ala índole quién eres t ú, y yo le cont est é
que era el único huérfano de padre y m adre a quien t odavía no se le había
m uert o el papá, y él solt ó unas carcaj adas m ás est repit osas que las del ve-
neno y m e pregunt ó después qué haces en la vida, y yo le cont est é que no
hacía nada m ás que est ar vivo porque t odo lo dem ás no valía la pena, y t o-
davía llorando de risa m e pregunt ó cuál es la ciencia que m ás quisiera co-
nocer en el m undo, y ésa fue la única vez en que le cont est é sin burlas de
170
verdad, que quería ser adivino, y ent onces no se volvió a reír, sino que m e
dij o com o pensando de viva voz que para eso m e falt aba poco, pues ya t e-
nía lo m ás fácil de aprender, que era m i cara de bobo. Esa m ism a noche
habló con m i padre, y por un real y dos cuart illos y una baraj a de pronost i-
car adult erios, m e com pró para siem pre.
Así era Blacam án, el m alo, porque el bueno soy yo. Era capaz de convencer
a un ast rónom o de que el m es de febrero no era m ás que un rebaño de ele-
fant es invisibles, pero cuando se le volt eaba la suert e se volvía brut o del
corazón. En sus t iem pos de gloria había sido em balsam ador de virreyes, y
dicen que les com ponía una cara de t ant a aut oridad que durant e m uchos
años seguían gobernando m ej or que cuando est aban vivos, y que nadie se
at revía a ent errarlos m ient ras él no volviera a ponerles su sem blant e de
m uert os, pero el prest igio se le descalabró con la invención de un aj edrez
de nunca acabar que volvió loco a un capellán y provocó dos suicidios ilus-
t res, y así fue decayendo de int érpret e de sueños en hipnot izador de cum -
pleaños, de sacador de m uelas por sugest ión en curandero de feria, de m o-
do que por la época en que nos conocim os ya lo m iraban de m edio lado
hast a los filibust eros. Andábam os a la deriva con nuest ro t enderet e de
chanchullos, y la vida era una et erna zozobra t rat ando de vender los supo-
sit orios de evasión que volvían t rasparent es a los cont rabandist as, las got as
furt ivas que las esposas baut izadas echaban en la sopa para infundir el t e-
m or de Dios en los m aridos holandeses, y t odo lo que ust edes quieran com -
prar por su propia volunt ad, señoras y señores, porque est o no es una or-
den, sino un consej o, y al fin y al cabo, t am poco la felicidad es una obliga-
ción. Sin em bargo, por m ucho que nos m uriéram os de risa de sus ocurren-
cias, la verdad es que a duras penas nos alcanzaban para com er, y su últ i-
m a esperanza se fundaba en m i vocación de adivino. Me encerraba en el
baúl sepulcral disfrazado de j aponés, y am arrado con cadenas de est ribor
para que t rat ara de adivinar lo que pudiera, m ient ras él dest ripaba la gra-
m át ica buscando el m ej or m odo de convencer al m undo de su nueva cien-
cia, y aquí t ienen, señoras y señores, a est a criat ura at orm ent ada por las
luciérnagas de Ezequiel, y ust ed que se ha quedado ahí con esa cara de in-
crédulo vam os a ver si se at reve a pregunt arle cuándo se va a m orir, pero
nunca conseguí adivinar ni la fecha en que est ábam os, así que él m e de-
sahució com o adivino porque el sopor de la digest ión t e t rast orna la glándu-
la de los presagios, y después de descalabrarm e de un t rancazo para com -
ponerse la buena suert e resolvió llevarm e donde m i padre para que le de-
volviera la plat a. Sin em bargo, en esos t iem pos le dio por encont rar aplica-
ciones práct icas para la elect ricidad del sufrim ient o, y se puso a fabricar
una m áquina de coser que funcionara conect ada m ediant e vent osas con la
part e del cuerpo en que se t uviera un dolor. Com o yo pasaba la noche que-
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j ándom e de las palizas que él m e daba para conj urar la desgracia, t uvo que
quedarse conm igo com o probador de su invent o, y así el regreso se nos fue
dem orando y se le fue com poniendo el hum or, hast a que la m áquina funcio-
nó t an bien que no sólo cosía m ej or que una novicia, sino que adem ás bor-
daba páj aros y ast rom elias según la posición y la int ensidad del dolor. En
ésas est ábam os, convencidos de nuest ra vict oria sobre la m ala suert e,
cuando nos alcanzó la not icia de que el com andant e del acorazado había
querido repet ir en Filadelfia la prueba del cont raveneno, y se convirt ió en
m erm elada de alm irant e en presencia de su est ado m ayor.
No se volvió a reír en m ucho t iem po. Nos fugam os por desfiladeros de indi-
os, y m ient ras m ás perdidos nos encont rábam os m ás claras nos llegaban
las voces de que los infant es de m arina habían invadido la nación con el
pret ext o de ext erm inar la fiebre am arilla, y andaban descabezando a cuant o
cacharrero invet erado o event ual encont raban a su paso, y no sólo a los na-
t ivos por precaución, sino t am bién a los chinos por dist racción, a los negros
por cost um bre y a los hindúes por encant adores de serpient es, y después
arrasaron con la fauna y la flora y con lo que pudieron del reino m ineral,
porque sus especialist as en nuest ros asunt os les habían enseñado que la
gent e del Caribe t enía la virt ud de cam biar de nat uraleza para em bolat ar a
los gringos. Yo no ent endía de dónde les había salido aquella rabia ni por
qué nosot ros t eníam os t ant o m iedo, hast a que nos hallam os a salvo en los
vient os et ernos de la Guaj ira, y sólo allí t uvo ánim os para confesarm e que
su cont raveneno no era m ás que ruibarbo con t rem ent ina, pero que le
había pagado dos cuart illos a un calanchín para que le llevara aquella m a-
paná sin ponzoña. Nos quedam os en las ruinas de una m isión colonial, en-
gañados con la esperanza de que pasaran los cont rabandist as, que eran
hom bres de fiar y los únicos capaces de avent urarse baj o el sol m ercurial
de aquellos yerm os de salit re. Al principio com íam os salam andras ahum a-
das con flores de escom bros, y aún nos quedaba espírit u para reírnos cuan-
do t rat am os de com ernos sus polainas hervidas, pero al final nos com im os
hast a las t elarañas de agua de los alj ibes, y sólo ent onces nos dim os cuent a
de la falt a que nos hacía el m undo. Com o yo no conocía en aquel t iem po
ningún recurso cont ra la m uert e, sim plem ent e m e acost é a esperarla donde
m e doliera m enos, m ient ras él deliraba con el recuerdo de una m uj er t an
t ierna que podía pasar suspirando a t ravés de las paredes, pero t am bién
aquel recuerdo invent ado era un art ificio de su ingenio para burlar a la
m uert e con lást im as de am or. Sin em bargo, a la hora en que debíam os
habernos m uert o se m e acercó m ás vivo que nunca y est uvo la noche ent e-
ra vigilándom e la agonía, pensando con t ant a fuerza que t odavía no he lo-
grado saber si lo que silbaba ent re los escom bros era el vient o o su pen-
sam ient o, y ant es de am anecer m e dij o con la m ism a voz y la m ism a de-
172
t erm inación de ot ra época que ahora conocía la verdad, y era que yo le
había vuelt o a t orcer la suert e, de m odo que am árrat e bien los pant alones
porque lo m ism o que m e la t orcist e m e la vas a enderezar.
Ahí fue donde se echó a perder el poco cariño que le t enía. Me quit ó los úl-
t im os t rapos de encim a, m e enrolló en alam bre de púas, m e rest regó pie-
dras de salit re en las m at aduras, m e puso salm uera en m is propias aguas y
m e colgó por los t obillos para m acerarm e al sol, y t odavía grit aba que
aquella m ort ificación no era bast ant e para apaciguar a sus perseguidores.
Por últ im o m e echó a pudrir en m is propias m iserias dent ro del calabozo de
penit encia donde los m isioneros coloniales regeneraban a los herej es, y con
la perfidia de vent rílocuo que t odavía le sobraba se puso a im it ar las voces
de los anim ales de com er, el rum or de las rem olachas m aduras y el ruido
de los m anant iales, para t ort urarm e con la ilusión de que m e est aba m u-
riendo de indigencia en el paraíso. Cuando por fin lo abast ecieron los con-
t rabandist as, baj aba al calabozo para darm e de com er cualquier cosa que
no m e dej ara m orir, pero luego m e hacía pagar la caridad arrancándom e las
uñas con t enazas y rebaj ándom e los dient es con piedras de m oler, y m i
único consuelo era el deseo de que la vida m e diera t iem po y fort una para
desquit arm e de t ant a infam ia con ot ros m art irios peores. Yo m ism o m e
asom braba de que pudiera resist ir la pest e de m i propia put refacción, y t o-
davía m e echaba encim a las sobras de sus alm uerzos y t iraba por los rinco-
nes pedazos de lagart os y gavilanes podridos para que el aire del calabozo
se acabara de envenenar. No sé cuánt o t iem po había pasado, cuando m e
llevó el cadáver de un conej o para m ost rarm e que prefería echarlo a pudrir
en vez de dárm elo a com er, y hast a allí m e alcanzó la paciencia y sola-
m ent e m e quedó el rencor, de m odo que agarré el cuerpo del conej o por las
orej as y lo m andé cont ra la pared con la ilusión que era él y no el anim al el
que se iba a revent ar, y ent onces fue cuando sucedió com o en un sueño,
que el conej o no sólo resucit ó con un chillido de espant o, sino que regresó a
m is m anos cam inando por el aire.
Así fue com o em pezó m i vida grande. Desde ent onces ando por el m undo
desfiebrando a los palúdicos, por dos pesos, visionando a los ciegos por
cuat ro con cincuent a, desaguando a los hidrópicos por dieciocho, com ple-
t ando a los m ut ilados por veint e pesos si lo son de nacim ient o, por veint i-
dós si lo son por accident es o pelot eras, por veint icinco si lo son por causa
de guerras, t errem ot os, desem barcos de infant es o cualquier ot ro géner o
de calam idades públicas, at endiendo a los enferm os com unes al por m ayor
m ediant e arreglo especial, a los locos según t em a, a los niños por m it ad de
precio y a los bobos por grat it ud, y a ver quien se at reve a decir que no soy
un filánt ropo, dam as y caballeros, y ahora sí, señor com andant e de la vigé-
sim a flot a, ordene a sus m uchachos que quit en las barricadas para que pa-
173
se la hum anidad dolient e, los lazarinos a la izquierda, los epilépt icos a la
derecha, los t ullidos donde no est orben y allá det rás los m enos urgent es, no
m ás que por favor no se m e apelot onen que después no respondo si se les
confunden las enferm edades y queden curados de lo que no es, y que siga
la m úsica hast a que hierva el cobre, y los cohet es hast a que se quem en los
ángeles y el aguardient e hast a m at ar la idea, y vengan las m arit ornes y los
m arom eros, los m at arifes y los fot ógrafos, y t odo eso por cuent a m ía, da-
m as y caballeros, que aquí se acabó la m ala fam a de los Blacam anes y se
arm ó el despelot e universal. Así los voy adorm eciendo, con t écnicas de di-
put ado, por si acaso m e falla el crit erio y algunos se m e quedan peor de lo
que est aban. Lo único que no hago es resucit ar a los m uert os, porque ape-
nas abren los oj os cont ram at an de rabia al pert urbador de su est ado, y a fin
de cuent as los que no se suicidan se vuelven a m orir de desilusión. Al prin-
cipio m e perseguía un séquit o de sabios para invest igar la legalidad de m i
indust ria, y cuando est uvieron convencidos m e am enazaron con el infierno
de Sim ón el Mago y m e recom endaron una vida de penit encia para que lle-
gara a ser sant o, pero yo les cont est é sin m enosprecio de su aut oridad que
era precisam ent e por ahí por donde había em pezado. La verdad es que yo
no gano nada con ser sant o después de m uert o, yo lo que soy es un art ist a,
y lo único que quiero es est ar vivo para seguir a pura de flor de burro con
est e carricoche convert ible de seis cilindros que le com pré al cónsul de los
infant es, con est e chofer t rinit ario que era barít ono de la ópera de los pira-
t as en Nueva Orleans, con m is cam isas de gusano legít im o, m is lociones de
orient e, m is dient es de t opacio, m i som brero de t art arit a y m is bot ines de
dos colores, durm iendo sin despert ador, bailando con las reinas de la belle-
za y dej ándolas com o alucinadas con m i ret órica de diccionario, y sin que
m e t iem ble la paj arilla si un m iércoles de ceniza se m e m archit an las facul-
t ades, que para seguir con est a vida de m inist ro m e bast a con m i cara de
bobo y m e sobra con el t ropel de t iendas que t engo desde aquí hast a m ás
allá del crepúsculo, donde los m ism os t urist as que nos andaban cobrando al
alm irant e t rast abillan ahora por los ret rat os con m i rúbrica, los alm anaques
con m is versos de am or, m is m edallas de perfil, m is pulgadas de ropa, y
t odo eso sin la gloriosa conduerm a de est ar t odo el día y t oda la noche es-
culpido en m árm ol ecuest re y cagado de golondrinas com o los padres de la
pat ria.
Lást im a que Blacam án el m alo no pueda repet ir est a hist oria para que vean
que no t iene nada de invención. La últ im a vez que alguien lo vio en est e
m undo había perdido hast a los est operoles de su ant iguo esplendor, y t enía
el alm a desm ant elada y los huesos en desorden por el rigor del desiert o,
pero t odavía le sobró un buen par de cascabeles para reaparecer aquel do-
m ingo en el puert o de Sant a María del Darién con el et erno baúl sepulcral,
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sólo que ent onces no est aba t rat ando de vender ningún cont raveneno, sino
pidiendo con la voz agriet ada por la em oción que los infant es de m arina lo
fusilaran en espect áculo público para dem ost rar en carne propia las facult a-
des resucit adoras de est a criat ura sobrenat ural, señoras y señores, y aun-
que a ust edes les sobra derecho para no creerm e después de haber padeci-
do durant e t ant o t iem po m is m alas m añas de em bust ero y falsificador, les
j uro por los huesos de m i m adre que est a prueba de hoy no es nada del
ot ro m undo, sino la hum ilde verdad, y por si les quedara alguna duda fíj en-
se bien que ahora no m e est oy riendo com o ant es, sino aguant ando las ga-
nas de llorar. Cóm o sería de convincent e, que se desabot onó la cam isa con
los oj os ahogados de lágrim as y se daba palm adas de m ulo en el corazón
para indicar el m ej or sit io de la m uert e, y sin em bargo los infant es de m a-
rina no se at revieron a disparar por t em or a que las m uchedum bres dom ini-
cales les conocieran el desprest igio. Alguien que quizá no olvidaba las bla-
cabunderías de ot ra época consiguió nadie supo dónde y le llevó dent ro de
una lat a unas raíces de barbasco que habrían alcanzado para sacar a flot e a
t odas las corvinas del Caribe, y él las dest apó con t ant as ganas com o si de
verdad se las fuera a com er, y en efect o se las com ió, señoras y señores,
no m ás que por favor no se m e conm uevan ni vayan a rezar por m i descan-
so, que est a m uert e no es m ás que una visit a. Aquella vez fue t an honrado
que no incurrió en est ert ores de ópera, sino que se baj ó de la m esa com o
un cangrej o, buscó en el suelo a t ravés de las prim eras dudas el lugar m ás
digno para acost arse, y desde allí m e m iró com o a una m adre y exhaló el
últ im o suspiro ent re sus propios brazos, t odavía aguant ando sus lágrim as
de hom bre y t orcido al derecho y al revés por el t ét ano de la et ernidad. Fue
ésa la única vez, por supuest o, en que m e fracasó la ciencia. Lo m et í en
aquel baúl de t am año prem onit orio donde cupo de cuerpo ent ero, le hice
cant ar una m isa de t inieblas que m e cost ó cincuent a doblones de a cuat ro
porque el oficiant e est aba vest ido de oro y había adem ás t res obispos sen-
t ados, le m andé a edificar un m ausoleo de em perador sobre una colina, ex-
puest a a los m ej ores t iem pos del m ar, con una capilla para él solo y una lá-
pida de hierro donde quedó escrit o con m ayúsculas gót icas que aquí yace
Blacam án el m uert o, m al llam ado el m alo, burlador de los infant es y víct im a
de la ciencia, y cuando est as honras m e bast aron para hacerle j ust icia por
sus virt udes em pecé a desquit arm e de sus infam ias, y ent onces lo resucit é
dent ro del sepulcro blindado, y allí lo dej é revolcándose en el horror. Eso
fue m ucho ant es que a Sant a María del Darién se la t ragara la m arabunt a,
pero el m ausoleo sigue int act o en la colina, a la som bra de los dragones
que suben a dorm ir en los vient os at lánt icos, y cada vez que paso por est os
rum bos le llevo un aut om óvil cargado de rosas y el corazón m e duele de
lást im a por sus virt udes, pero después pongo el oído en la lápida para sen-
175
t irlo llorar ent re los escom bros del baúl desbarat ado y si acaso se ha vuelt o
a m orir lo vuelvo a resucit ar, pues la gracia del escarm ient o es que siga vi-
viendo en la sepult ura m ient ras yo est é vivo, es decir, para siem pre.

LA I N CREI BLE H I STORI A D E LA CÁN D I D A H ERÉN D I RA Y SU ABUELA


D ESALM AD A - 1 9 7 2

Eréndira est aba bañando a la abuela cuando em pezó el vient o de su des-


gracia. La enorm e m ansión de argam asa lunar, ext raviada en la soledad del
desiert o, se est rem eció hast a los est ribos con la prim era em best ida. Pero
Eréndira y la abuela est aban hechas a los riesgos de aquella nat uraleza
desat inada, y apenas si not aron el calibre del vient o en el baño adornado de
pavorreales repet idos y m osaicos pueriles de t erm as rom anas.
La abuela, desnuda y grande, parecía una herm osa ballena blanca en la al-
berca de m árm ol. La niet a había cum plido apenas los cat orce años, y era
lánguida y de huesos t iernos, y dem asiado m ansa para su edad. Con una
parsim onia que t enía algo de rigor sagrado le hacía abluciones a la abuela
con un agua en la que había hervido plant as depurat ivas y hoj as de buen
olor, y ést as se quedaban pegadas en las espaldas suculent as, en los ca-
bellos m et álicos y suelt os, en el hom bro pot ent e t at uado sin piedad con un
escarnio de m arineros.
- Anoche soñé que est aba esperando una cart a - dij o la abuela.
Eréndira, que nunca hablaba si no era por m ot ivos ineludibles, pregunt ó:
- ¿Qué día era en el sueño?
- Jueves.
- Ent onces era una cart a con m alas not icias - dij o Eréndira- , pero no llegará
nunca.
Cuando acabó de bañarla, llevó a la abuela a su dorm it orio. Era t an gorda
que sólo podía cam inar apoyada en el hom bro de la niet a, o con un báculo
que parecía de obispo, pero aún en sus diligencias m ás difíciles se not aba el
dom inio de una grandeza ant icuada. En la alcoba com puest a con un crit erio
excesivo y un poco dem ent e, com o t oda la casa, Eréndira necesit ó dos
horas m ás para arreglar a la abuela. Le desenredó el cabello hebra por
hebra, se lo perfum ó y se lo peinó, le puso un vest ido de flores ecuat oria-
les, le em polvó la cara con harina de t alco, le pint ó los labios con carm ín,
las m ej illas con coloret e, los párpados con alm izcle y las uñas con esm alt e
de nácar, y cuando la t uvo em perifollada com o una m uñeca m ás grande
que el t am año hum ano la llevó a un j ardín art ificial de flores sofocant es
com o las del vest ido, la sent ó en una polt rona que t enía el fundam ent o y la
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alcurnia de un t rono, y la dej ó escuchando los discos fugaces del gram ófono
de bocina.
Mient ras la abuela navegaba por las ciénagas del pasado, Eréndira se ocupó
de barrer la casa, que era oscura y abigarrada, con m uebles frenét icos y es-
t at uas de cesares invent ados, y arañas de lágrim as y ángeles de alabast ro,
y un piano con barniz de oro, y num erosos reloj es de form as y m edidas im -
previsibles. Tenía en el pat io una cist erna para alm acenar durant e m uchos
años el agua llevada a lom o de indio desde m anant iales rem ot os, y en una
argolla de la cist erna había un avest ruz raquít ico, el único anim al de plum as
que pudo sobrevivir al t orm ent o de aquel clim a m alvado. Est aba lej os de
t odo, en el alm a del desiert o, j unt o a una ranchería de calles m iserables y
ardient es, donde los chivos se suicidaban de desolación cuando soplaba el
vient o de la desgracia.
Aquel refugio incom prensible había sido const ruido por el m arido de la
abuela, un cont rabandist a legendario que se llam aba Am adís, con quien ella
t uvo un hij o que t am bién se llam aba Am adís, y que fue el padre de Erén-
dira. Nadie conoció los orígenes ni los m ot ivos de esa fam ilia. La versión
m ás conocida en lengua de indios era que Am adís, el padre, había rescat a-
do a su herm osa m uj er de un prost íbulo de las Ant illas, donde m at ó a un
hom bre a cuchilladas, y la t raspuso para siem pre en la im punidad del de-
siert o. Cuando los Am adises m urieron, el uno de fiebres m elancólicas, y el
ot ro acribillado en un pleit o de rivales, la m uj er ent erró los cadáveres en el
pat io, despachó a las cat orce sirvient as descalzas, y siguió apacent ando sus
sueños de grandeza en la penum bra de la casa furt iva, gracias al sacrificio
de la niet a bast arda que había criado desde el nacim ient o.
Sólo para dar cuerda y concert ar a los reloj es Eréndira necesit aba seis
horas. El día en que em pezó su desgracia no t uvo que hacerlo, pues los re-
loj es t enían cuerda hast a la m añana siguient e, pero en cam bio debió bañar
y sobrevest ir a la abuela, fregar los pisos, cocinar el alm uerzo y bruñir la
crist alería. Hacia las once, cuando le cam bió el agua al cubo del avest ruz y
regó los hierbaj os desért icos de las t um bas cont iguas de los Am adises, t uvo
que cont rariar el coraj e del vient o que se había vuelt o insoport able, pero no
sint ió el m al presagio de que aquél fuera el vient o de su desgracia. A las
doce est aba puliendo las últ im as copas de cham paña, cuando percibió un
olor de caldo t ierno, y t uvo que hacer un m ilagro para llegar corriendo has-
t a la cocina sin dej ar a su paso un desast re de vidrios de Venecia.
Apenas si alcanzó a quit ar la olla que em pezaba a derram arse en la hornilla.
Luego puso al fuego un guiso que ya t enía preparado, y aprovechó la oca-
sión para sent arse a descansar en un banco de la cocina. Cerró los oj os, los
abrió después con una expresión sin cansancio, y em pezó a echar la sopa
en la sopera. Trabaj aba dorm ida.
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La abuela se había sent ado sola en el ext rem o de una m esa de banquet e
con candelabros de plat a y servicios para doce personas. Hizo sonar la
cam panilla, y casi al inst ant e acudió Eréndira con la sopera hum eant e. En el
m om ent o en que le servía la sopa, la abuela advirt ió sus m odales de so-
nám bula, y le pasó la m ano frent e a los oj os com o lim piando un crist al invi-
sible. La niña no vio la m ano. La abuela la siguió con la m irada, y cuando
Eréndira le dio la espalda para volver a la cocina, le grit ó:
- Eréndira.
Despert ada de golpe, la niña dej ó caer la sopera en la alfom bra.
- No es nada, hij a - le dij o la abuela con una t ernura ciert a- . Te volvist e a
dorm ir cam inando.
- Es la cost um bre del cuerpo - se excusó Eréndira.
Recogió la sopera, t odavía at urdida por el sueño, y t rat ó de lim piar la m an-
cha de la alfom bra.
- Déj ala así - la disuadió la abuela- , est a t arde la lavas.
De m odo que adem ás de los oficios nat urales de la t arde, Eréndira t uvo que
lavar la alfom bra del com edor, y aprovechó que est aba en el fregadero para
lavar t am bién la ropa del lunes, m ient ras el vient o daba vuelt as alrededor
de la casa buscando un hueco para m et erse. Tuvo t ant o que hacer, que la
noche se le vino encim a sin que se diera cuent a, y cuando repuso la alfom -
bra del com edor era la hora de acost arse.
La abuela había chapuceado el piano t oda la t arde, cant ando en falset e para
sí m ism a las canciones de su época, y aún le quedaban en los párpados los
lam parones del alm izcle con lágrim as. Pero cuando se t endió en la cam a
con el cam isón de m uselina se había rest ablecido de la am argura de los
buenos recuerdos.
- Aprovecha m añana para lavar t am bién la alfom bra, de la sala - le dij o a
Eréndira- , que no ha vist o el sol desde los t iem pos del ruido.
- Sí, abuela - cont est ó la niña.
Recogió un abanico de plum as y em pezó a abanicar a la m at rona im placa-
ble que le recit aba el código del orden noct urno m ient ras se hundía en el
sueño.
- Plancha t oda la ropa ant es de acost art e para que duerm as con la concien-
cia t ranquila.
- Sí, abuela.
- Revisa bien los roperos, que en las noches de vient o t ienen m ás ham bre
las polillas.
- Sí, abuela.
- Con el t iem po que t e sobre sacas las flores al pat io para que respiren.
- Sí, abuela.
- Y le pones su alim ent o al avest ruz.
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Se había dorm ido, pero siguió dando órdenes, pues de ella había heredado
la niet a la virt ud de cont inuar viviendo en el sueño. Eréndira salió del cuar t o
sin hacer ruido e hizo los últ im os oficios de la noche, cont est ando siem pre a
los m andat os de la abuela dorm ida.
- Le das de beber a las t um bas.
- Sí, abuela.
- Ant es de acost art e fíj at e que t odo quede en perfect o orden, pues las cosas
sufren m ucho cuando no se les pone a dorm ir en su puest o.
- Sí, abuela.
- Y si vienen los Am adises avísales que no ent ren - dij o la abuela- , que las
gavillas de Porfirio Galán los est án esperando para m at arlos.
Eréndira no le cont est ó m ás, pues sabía que em pezaba a ext raviarse en el
delirio, pero no se salt ó una orden. Cuando acabó de revisar las fallebas de
las vent anas y apagó las últ im as luces, t om ó un candelabro del com edor y
fue alum brando el paso hast a su dorm it orio, m ient ras las pausas del vient o
se llenaban con la respiración apacible y enorm e de la abuela dorm ida.
Su cuart o era t am bién luj oso, aunque no t ant o com o el de la abuela, y es-
t aba at iborrado de las m uñecas de t rapo y los anim ales de cuerda de su in-
fancia recient e. Vencida por los oficios bárbaros de la j ornada, Eréndira no
t uvo ánim os para desvest irse, sino que puso el candelabro en la m esa de
noche y se t um bó en la cam a. Poco después, el vient o de su desgracia se
m et ió en el dorm it orio com o una m anada de perros y volcó el candelabro
cont ra las cort inas.

Al am anecer, cuando por fin se acabó el vient o, em pezaron a caer unas go-
t as de lluvia gruesas y separadas que apagaron las últ im as brasas y endu-
recieron las cenizas hum eant es de la m ansión. La gent e del pueblo, indios
en su m ayoría, t rat aba de rescat ar los rest os del desast re: el cadáver car-
bonizado del avest ruz, el bast idor del piano dorado, el t orso de una est at ua.
La abuela cont em plaba con un abat im ient o im penet rable los residuos de su
fort una. Eréndira, sent ada ent re las dos t um bas de los Am adises, había
t erm inado de llorar. Cuando la abuela se convenció de que quedaban m uy
pocas cosas int act as ent re los escom bros, m iró a la niet a con una lást im a
sincera.
- Mi pobre niña - suspiró- . No t e alcanzará la vida para pagarm e est e percan-
ce.
Em pezó a pagárselo ese m ism o día, baj o el est ruendo de la lluvia, cuando
la llevó con el t endero del pueblo, un viudo escuálido y prem at uro que era
m uy conocido en el desiert o porque pagaba a buen precio la virginidad. An-
t e la expect at iva im pávida de la abuela el viudo exam inó a Eréndira con una
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aust eridad cient ífica: consideró la fuerza de sus m uslos, el t am año de sus
senos, el diám et ro de sus caderas. No dij o una palabra m ient ras no t uvo un
cálculo de su valor.
- Todavía est á m uy biche - dij o ent onces- , t iene t et icas de perra.
Después la hizo subir en una balanza para probar con cifras su dict am en.
Eréndira pesaba 42 kilos.
- No vale m ás de cien pesos - dij o el viudo.
La abuela se escandalizó.
- ¡Cien pesos por una criat ura com plet am ent e nueva! - casi grit ó- . No, hom -
bre, eso es m ucho falt arle el respet o a la virt ud.
- Hast a cient o cincuent a - dij o el viudo.
- La niña m e ha hecho un daño de m ás de un m illón de pesos - dij o la abue-
la- . A est e paso le harían falt a com o doscient os años para pagarm e.
- Por fort una - dij o el viudo- , lo único bueno que t iene es la edad.
La t orm ent a am enazaba con desquiciar la casa, y había t ant as got eras en el
t echo que casi llovía adent ro com o fuera. La abuela se sint ió sola en un
m undo de desast re.
- Suba siquiera hast a t rescient os - dij o.
- Doscient os cincuent a.
Al final se pusieron de acuerdo por doscient os veint e pesos en efect ivo y al-
gunas cosas de com er. La abuela le indicó ent onces a Eréndira que se fuera
con el viudo, y ést e la conduj o de la m ano hacia la t rast ienda, com o si la
llevara para la escuela.
- Aquí t e espero - dij o la abuela.
- Sí, abuela - dij o Eréndira.
La t rast ienda era una especie de cobert izo con cuat ro pilares de ladrillos, un
t echo de palm as podridas, y una barda de adobe de un m et ro de alt ura por
donde se m et ían en la casa los dist urbios de la int em perie. Puest as en el
borde de adobes había m acet as de cact os y ot ras plant as de aridez. Colga-
da ent re dos pilares, agit ándose com o la vela suelt a de un balandro al gare-
t e, había una ham aca sin color. Por encim a del silbido de la t orm ent a y los
ram alazos del agua se oían grit os lej anos, aullidos de anim ales rem ot os,
voces de naufragio.
Cuando Eréndira y el viudo ent raron en el cobert izo t uvieron que sost enerse
para que no los t um bara un golpe de lluvia que los dej ó ensopados. Sus vo-
ces no se oían y sus m ovim ient os se habían vuelt o dist int os por el fragor de
la borrasca. A la prim era t ent at iva del viudo Eréndira grit ó algo inaudible y
t rat ó de escapar. El viudo le cont est ó sin voz, le t orció el brazo por la m u-
ñeca y la arrast ró hacia la ham aca. Ella le resist ió con un arañazo en la cara
y volvió a grit ar en silencio, y él le respondió con una bofet ada solem ne que
la levant ó del suelo y la hizo flot ar un inst ant e en el aire con el largo cabello
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de m edusa ondulando en el vacío, la abrazó por la cint ura ant es que volvie-
ra a pisar la t ierra, la derribó dent ro de la ham aca con un golpe brut al, y la
inm ovilizó con las rodillas. Eréndira sucum bió ent onces al t error, perdió el
sent ido, y se quedó com o fascinada con las franj as de luna de un pescado
que pasó navegando en el aire de la t orm ent a, m ient ras el viudo la desnu-
daba desgarrándole la ropa con zarpazos espaciados, com o arrancando
hierba, desbarat ándosela en largas t iras de colores que ondulaban com o
serpent inas y se iban con el vient o.
Cuando no hubo en el pueblo ningún ot ro hom bre que pudiera pagar algo
por el am or de Eréndira, la abuela se la llevó en un cam ión de carga hacia
los rum bos del cont rabando. Hicieron el viaj e en la plat aform a descubiert a,
ent re bult os de arroz y lat as de m ant eca, y los saldos del incendio: la cabe-
cera de la cam a virreinal, un ángel de guerra, el t rono cham uscado, y ot ros
chécheres inservibles. En un baúl con dos cruces pint adas a brocha gorda
se llevaron los huesos de los Am adises.
La abuela se prot egía del sol et erno con un paraguas descosido y respiraba
m al por la t ort ura del sudor y el polvo, pero aún en aquel est ado de infort u-
nio conservaba el dom inio de su dignidad. Det rás de la pila de lat as y sacos
de arroz, Eréndira pagó el viaj e y el t ransport e de los m uebles haciendo
am ores de a veint e pesos con el carguero del cam ión. Al principio su sist e-
m a de defensa fue el m ism o con que se había opuest o a la agresión del
viudo. Pero el m ét odo del carguero fue dist int o, lent o y sabio, y t erm inó por
am ansarla con la t ernura. De m odo que cuando llegaron al prim er pueblo,
al cabo de una j ornada m ort al, Eréndira y el carguero se reposaban del
buen am or det rás del parapet o de la carga. El conduct or del cam ión le grit ó
a la abuela:
- De aquí en adelant e ya t odo es m undo.
La abuela observó con incredulidad las calles m iserables y solit arias de un
pueblo un poco m ás grande, pero t an t rist e com o el que habían abandona-
do.
- No se not a - dij o.
- Es t errit orio de m isiones - dij o el conduct or.
- A m í no m e int eresa la caridad sino el cont rabando - dij o la abuela.
Pendient e del diálogo det rás de la carga, Eréndira hurgaba con el dedo un
saco de arroz. De pront o encont ró un hilo, t iró de él, y sacó un largo collar
de perlas legít im as. Lo cont em pló asust ada, t eniéndolo ent re los dedos co-
m o una culebra m uert a, m ient ras el conduct or le replicaba a la abuela:
- No sueñe despiert a, señora. Los cont rabandist as no exist en.
- ¡Cóm o no - dij o la abuela- , dígam elo a m í!
- Búsquelos y verá - se burló el conduct or de buen hum or- . Todo el m undo
habla de ellos, pero nadie los ve.
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El carguero se dio cuent a de que Eréndira había sacado el collar, se apresu-
ró a quit árselo y lo m et ió ot ra vez en el saco de arroz. La abuela, que había
decidido quedarse a pesar de la pobreza del pueblo, llam ó ent onces a la
niet a para que la ayudara a baj ar del cam ión. Eréndira se despidió del car-
gador con un beso apresurado pero espont áneo y ciert o.
La abuela esperó sent ada en el t rono, en m edio de la calle, hast a que aca-
baron de baj ar la carga. Lo últ im o fue el baúl con los rest os de los Am adi-
ses.
- Est o pesa com o un m uert o - rió el conduct or.
- Son dos - dij o la abuela- . Así que t rát elos con el debido respet o.
- Apuest o que son est at uas de m arfil - rió el conduct or.
Puso el baúl con los huesos de cualquier m odo ent re los m uebles cham us-
cados, y ext endió la m ano abiert a frent e a la abuela.
- Cincuent a pesos - dij o.
La abuela señaló al carguero.
- Ya su esclavo se pagó por la derecha.
El conduct or m iró sorprendido al ayudant e, y ést e le hizo una señal afirm a-
t iva. Volvió a la cabina del cam ión, donde viaj aba una m uj er enlut ada con
un niño de brazos que lloraba de calor. El carguero, m uy seguro de sí m is-
m o, le dij o ent onces a la abuela:
- Eréndira se va conm igo, si ust ed no ordena ot ra cosa. Es con buenas in-
t enciones.
La niña int ervino asust ada.
- ¡Yo no he dicho nada!
- Lo digo yo que fui el de la idea - dij o el carguero.
La abuela lo exam inó de cuerpo ent ero, sin dism inuirlo, sino t rat ando de
calcular el verdadero t am año de sus agallas.
- Por m í no hay inconvenient e - le dij o- si m e pagas lo que perdí por su des-
cuido. Son ochocient os set ent a y dos m il t rescient os quince pesos, m enos
cuat rocient os veint e que ya m e ha pagado, o sea ochocient os set ent a y un
m il ochocient os novent a y cinco.
El cam ión arrancó.
- Créam e que le daría ese m ont ón de plat a si lo t uviera - dij o con seriedad el
carguero- . La niña los vale.
A la abuela le sent ó bien la decisión del m uchacho.
- Pues vuelve cuando lo t engas, hij o - le replicó en un t ono sim pát ico- , pero
ahora vet e, que si volvem os a sacar las cuent as t odavía m e est ás debiendo
diez pesos.
El carguero salt ó en la plat aform a del cam ión que se alej aba. Desde allí le
dij o adiós a Eréndira con la m ano, pero ella est aba t odavía t an asust ada
que no le correspondió.
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En el m ism o solar baldío donde las dej ó el cam ión, Eréndira y la abuela im -
provisaron un t enderet e para vivir, con lám inas de cinc y rest os de alfom -
bras asiát icas. Pusieron dos est eras en el suelo y durm ieron t an bien com o
en la m ansión, hast a que el sol abrió huecos en el t echo y les ardió en la
cara.
Al cont rario de siem pre, fue la abuela quien se ocupó aquella m añana de
arreglar a Eréndira. Le pint ó la cara con un est ilo de belleza sepulcral que
había est ado de m oda en su j uvent ud, y la rem at ó con unas pest añas post i-
zas y un lazo de organza que parecía una m ariposa en la cabeza.
- Te ves horrorosa - adm it ió- , pero así es m ej or: los hom bres son m uy bru-
t os en asunt os de m uj eres.
Am bas reconocieron, m ucho ant es de verlas, los pasos de dos m ulas en la
yesca del desiert o. A una orden de la abuela, Eréndira se acost ó en el pet a-
t e com o lo habría hecho una aprendiza de t eat ro en el m om ent o en que iba
a abrirse el t elón. Apoyada en el báculo episcopal, la abuela abandonó el
t enderet e y se sent ó en el t rono a esperar el paso de las m ulas.
Se acercaba el hom bre del correo. No t enía m ás de veint e años, aunque es-
t aba envej ecido por el oficio, y llevaba un vest ido de caqui, polainas, casco
de corcho, y una pist ola de m ilit ar en el cint urón de cart ucheras. Mont aba
una buena m ula, y llevaba ot ra de cabest ro, m enos ent era, sobre la cual se
am ont onaban los sacos de lienzo del correo.
Al pasar frent e a la abuela la saludó con la m ano y siguió de largo. Pero ella
le hizo una señal para que echara una m irada dent ro del t enderet e. El hom -
bre se det uvo, y vio a Eréndira acost ada en la est era con sus afeit es pós-
t um os y un t raj e de cenefas m oradas.
- ¿Te gust a? - pregunt ó la abuela.
El hom bre del correo no com prendió hast a ent onces lo que le est aban pro-
poniendo.
- En ayunas no est á m al - sonrió.
- Cincuent a pesos - dij o la abuela.
- ¡Hom bre, lo t endrá de oro! - dij o él- . Eso es lo que m e cuest a la com ida de
un m es.
- No seas est reñido - dij o la abuela- . El correo aéreo t iene m ej or sueldo que
un cura.
- Yo soy el correo nacional - dij o el hom bre- . El correo aéreo es ése que anda
en un cam ioncit o.
- De t odos m odos el am or es t an im port ant e com o la com ida - dij o la abuela.
- Pero no alim ent a.
La abuela com prendió que a un hom bre que vivía de las esperanzas aj enas
le sobraba dem asiado t iem po para regat ear.
- ¿Cuánt o t ienes? - le pregunt ó.
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El correo desm ont ó, sacó del bolsillo unos billet es m ast icados y se los m os-
t ró a la abuela. Ella los t om ó t odos j unt os con una m ano rapaz com o si fue-
ran una pelot a.
- Te lo rebaj o - dij o- , pero con una condición: haces correr la voz por t odas
part es.
- Hast a el ot ro lado del m undo - dij o el hom bre del correo- . Para eso sirvo.
Eréndira, que no había podido parpadear, se quit ó ent onces las pest añas
post izas y se hizo a un lado en la est era para dej arle espacio al novio ca-
sual. Tan pront o com o él ent ró en el t enderet e, la abuela cerró la ent rada
con un t irón enérgico de la cort ina corrediza.
Fue un t rat o eficaz. Caut ivados por las voces del correo, vinieron hom br es
desde m uy lej os a conocer la novedad de Eréndira. Det rás de los hom bres
vinieron m esas de lot ería y puest os de com ida, y det rás de t odos vino un
fot ógrafo en biciclet a que inst aló frent e al cam pam ent o una cám ara de ca-
ballet e con m anga de lut o, y un t elón de fondo con un lago de cisnes inváli-
dos.
La abuela, abanicándose en el t rono, parecía aj ena a su propia feria. Lo úni-
co que le int eresaba era el orden en la fila de client es que esperaban t urno,
y la exact it ud del dinero que pagaban por adelant ado para ent rar con Erén-
dira. Al principio había sido t an severa que hast a llegó a rechazar un buen
client e porque le hicieron falt a cinco pesos. Pero con el paso de los m eses
fue asim ilando las lecciones de la realidad, y t erm inó por adm it ir que com -
plet aran el pago con m edallas de sant os, reliquias de fam ilia, anillos m at ri-
m oniales, y t odo cuant o fuera capaz de dem ost rar, m ordiéndolo, que era
oro de buena ley aunque no brillara.
Al cabo de una larga est ancia en aquél prim er pueblo, la abuela t uvo sufi-
cient e dinero para com prar un burro, y se int ernó en el desiert o en busca
de ot ros lugares m ás propicios para cobrarse la deuda. Viaj aba en unas an-
garillas que habían im provisado sobre el burro, y se prot egía del sol inm óvil
con el paraguas desvarillado que Eréndira sost enía sobre su cabeza. Det rás
de ellas cam inaban cuat ro indios de carga con los pedazos del cam pa-
m ent o: los pet at es de dorm ir, el t rono rest aurado, el ángel de alabast ro y el
baúl con los rest os de los Am adises. El fot ógrafo perseguía la caravana en
su biciclet a, pero sin darle alcance, com o si fuera para ot ra fiest a.
Habían t ranscurrido seis m eses desde el incendio cuando la abuela pudo t e-
ner una visión ent era del negocio.
- Si las cosas siguen así - le dij o a Eréndira- , m e habrás pagado la deuda de-
nt ro de ocho años, siet e m eses y once días.
Volvió a repasar sus cálculos con los oj os cerrados, rum iando los granos
que sacaba de una falt riquera de j aret a donde t enía t am bién el dinero, y
precisó:
184
- Claro que t odo eso es sin cont ar el sueldo y la com ida de los indios, y ot ros
gast os m enores.
Eréndira, que cam inaba al paso del burro agobiada por el calor y el polvo,
no hizo ningún reproche a las cuent as de la abuela, pero t uvo que reprim ir-
se para no llorar.
- Tengo vidrio m olido en los huesos - dij o.
- Trat a de dorm ir.
- Sí, abuela.
Cerró los oj os, respiró a fondo una bocanada de aire abrasant e, y siguió
cam inando dorm ida.

Una cam ionet a cargada de j aulas apareció espant ando chivos ent re la pol-
vareda del horizont e, y el alborot o de los páj aros fue un chorro de agua
fresca en el sopor dom inical de San Miguel del Desiert o. Al volant e iba un
corpulent o granj ero holandés con el pellej o ast illado por la int em perie, y
unos bigot es color de ardilla que había heredado de algún bisabuelo. Su hij o
Ulises, que viaj aba en el ot ro asient o, era un adolescent e dorado, de oj os
m arít im os y solit arios, y con la ident idad de un ángel furt ivo. Al holandés le
llam ó la at ención una t ienda de cam paña frent e a la cual esperaban t urno
t odos los soldados de la guarnición local. Est aban sent ados en el suelo, be-
biendo de una m ism a bot ella que se pasaban de boca en boca, y t enían ra-
m as de alm endros en la cabeza com o si est uvieran em boscados para un
com bat e. El holandés pregunt ó en su lengua:
- ¿Qué diablos venderán ahí?
- Una m uj er - le cont est ó su hij o con t oda nat uralidad- . Se llam a Eréndira.
- ¿Cóm o lo sabes?
- Todo el m undo lo sabe en el desiert o - cont est ó Ulises.
El holandés descendió en el hot elit o del pueblo. Ulises se dem oró en la ca-
m ionet a, abrió con dedos ágiles una cart era de negocios que su padre había
dej ado en el asient o, sacó un m azo de billet es, se m et ió varios en los bolsi-
llos, y volvió a dej ar t odo com o est aba. Esa noche, m ient ras su padre dor-
m ía, se salió por la vent ana del hot el y se fue a hacer la cola frent e a la
carpa de Eréndira.
La fiest a est aba en su esplendor. Los reclut as borrachos bailaban solos para
no desperdiciar la m úsica grat is, y el fot ógrafo t om aba ret rat os noct urnos
con papeles de m agnesio. Mient ras cont rolaba el negocio, la abuela cont aba
billet es en el regazo, los repart ía en gavillas iguales y los ordenaba dent ro
de un cest o. No había ent onces m ás de doce soldados, pero la fila de la t ar-
de había crecido con client es civiles. Ulises era el últ im o.
El t urno le correspondía a un soldado de ám bit o lúgubre. La abuela no sólo
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le cerró el paso, sino que esquivó el cont act o con su dinero.
- No hij o - le dij o- , t ú no ent ras ni por t odo el oro del m oro. Eres pavoso.
El soldado, que no era de aquellas t ierras, se sorprendió.
- ¿Qué es eso?
- Que cont agias la m ala som bra - dij o la abuela- . No hay m ás que vert e la
cara.
Lo apart ó con la m ano, pero sin t ocarlo, y le dio paso al soldado siguient e.
- Ent ra t ú, dragoneant e - le dij o de buen hum or- . Y no t e dem ores, que la
pat ria t e necesit a.
El soldado ent ró, pero volvió a salir inm ediat am ent e, porque Eréndira que-
ría hablar con la abuela. Ella se colgó del brazo el cest o de dinero y ent ró
en la t ienda de cam paña, cuyo espacio era est recho, pero ordenado y lim -
pio. Al fondo, en una cam a de lienzo, Eréndira no podía reprim ir el t em blor
del cuerpo, est aba m alt rat ada y sucia de sudor de soldados.
- Abuela - sollozó- , m e est oy m uriendo.
La abuela le t ocó la frent e, y al com probar que no t enía fiebre, t rat ó de
consolarla.
- Ya no falt an m ás de diez m ilit ares - dij o.
Eréndira rom pió a llorar con unos chillidos de anim al azorado. La abuela su-
po ent onces que había t raspuest o los lím it es del horror, y acariciándole la
cabeza la ayudó a calm arse.
- Lo que pasa es que est ás débil - le dij o- . Anda, no llores m ás, báñat e con
agua de salvia para que se t e com ponga la sangre.
Salió de la t ienda cuando Eréndira em pezó a serenarse, y le devolvió el di-
nero al soldado que esperaba. «Se acabó por hoy - le dij o- . Vuelve m añana
y t e doy el prim er lugar». Luego grit ó a los de la fila:
- Se acabó, m uchachos. Hast a m añana a las nueve.
Soldados y civiles rom pieron filas con grit os de prot est a. La abuela se les
enfrent ó de buen t alant e pero blandiendo en serio el báculo devast ador.
- ¡Desconsiderados! ¡Mam polones! - grit aba- . Qué se creen, que esa criat ura
es de hierro. Ya quisiera yo verlos en su sit uación. ¡Pervert idos! ¡Apát ridas
de m ierda!
Los hom bres le replicaban con insult os m ás gruesos, pero ella t erm inó por
dom inar la revuelt a y se m ant uvo en guardia con el báculo hast a que se lle-
varon las m esas de frit anga y desm ont aron los puest os de lot ería. Se dis-
ponía a volver a la t ienda cuando vio a Ulises de cuerpo ent ero, solo, en el
espacio vacío y oscuro donde ant es est uvo la fila de hom bres. Tenía un aura
irreal y parecía visible en la penum bra por el fulgor propio de su belleza.
- Y t ú - le dij o la abuela- , ¿dónde dej ast e las alas?
- El que las t enía era m i abuelo - cont est ó Ulises con su nat uralidad- , pero
nadie lo cree.
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La abuela volvió a exam inarlo con una at ención hechizada. «Pues yo sí lo
creo - dij o- . Tráelas puest as m añana». Ent ró en la t ienda y dej ó a Ulises ar-
diendo en su sit io.
Eréndira se sint ió m ej or después del baño. Se había puest o una com bina-
ción cort a y bordada, y se est aba secando el pelo para acost arse, pero aún
hacía esfuerzos por reprim ir las lágrim as. La abuela dorm ía.
Por det rás de la cam a de Eréndira, m uy despacio, Ulises asom ó la cabeza.
Ella vio los oj os ansiosos y diáfanos, pero ant es de decir nada se frot ó la ca-
ra con la t oalla para probarse que no era una ilusión. Cuando Ulises parpa-
deó por prim era vez, Eréndira le pregunt ó en voz m uy baj a:
- Quién t ú eres.
Ulises se m ost ró hast a los hom bros. «Me llam o Ulises», dij o. Le enseñó los
billet es robados y agregó:
- Traigo la plat a.
Eréndira puso las m anos sobre la cam a, acercó su cara a la de Ulises, y si-
guió hablando con él com o en un j uego de escuela prim aria.
- Tenías que ponert e en la fila - le dij o.
- Esperé t oda la noche - dij o Ulises.
- Pues ahora t ienes que esperart e hast a m añana - dij o Eréndira- . Me sient o
com o si m e hubieran dado t rancazos en los riñones.
En ese inst ant e la abuela em pezó a hablar dorm ida.
- Van a hacer veint e años que llovió la últ im a vez - dij o- . Fue una t orm ent a
t an t errible que la lluvia vino revuelt a con agua de m ar, y la casa am aneció
llena de pescados y caracoles, y t u abuelo Am adís, que en paz descanse,
vio una m ant arraya lum inosa navegando por el aire.
Ulises se volvió a esconder det rás de la cam a. Eréndira hizo una sonrisa di-
vert ida.
- Tat e sosiego - le dij o- . Siem pre se vuelve com o loca cuando est á dorm ida,
pero no la despiert a ni un t em blor de t ierra.
Ulises se asom ó de nuevo. Eréndira lo cont em pló con una sonrisa t raviesa y
hast a un poco cariñosa, y quit ó de la est era la sábana usada.
- Ven - le dij o- , ayúdam e a cam biar la sábana.
Ent onces Ulises salió de det rás de la cam a y t om ó la sábana por un ext re-
m o. Com o era una sábana m ucho m ás grande que la est era se necesit aban
varios t iem pos para doblarla. Al final de cada doblez Ulises est aba m ás cer-
ca de Eréndira.
- Est aba loco por vert e - dij o de pront o- . Todo el m undo dice que eres m uy
bella, y es verdad.
- Pero m e voy a m orir - dij o Eréndira.
- Mi m am á dice que los que se m ueren en el desiert o no van al cielo sino al
m ar - dij o Ulises.
187
Eréndira puso apart e la sábana sucia y cubrió la est era con ot ra lim pia y
aplanchada.
- No conozco el m ar - dij o.
- Es com o el desiert o, pero con agua - dij o Ulises.
- Ent onces no se puede cam inar.
- Mi papá conoció un hom bre que sí podía - dij o Ulises- , pero hace m ucho
t iem po.
Eréndira est aba encant ada pero quería dorm ir.
- Si vienes m añana bien t em prano t e pones en el prim er puest o - dij o.
- Me voy con m i papá por la m adrugada - dij o Ulises.
- ¿Y no vuelven a pasar por aquí?
- Quién sabe cuándo - dij o Ulises- . Ahora pasam os por casualidad porque nos
perdim os en el cam ino de la front era.
Eréndira m iró pensat iva a la abuela dorm ida.
- Bueno - decidió- , dam e la plat a.
Ulises se la dio. Eréndira se acost ó en la cam a, pero él se quedó t rém ulo en
su sit io: en el inst ant e decisivo su det erm inación había flaqueado. Eréndira
le t om ó de la m ano para que se diera prisa, y sólo ent onces advirt ió su t ri-
bulación. Ella conocía ese m iedo.
- ¿Es la prim era vez? - le pregunt ó.
Ulises no cont est ó, pero hizo una sonrisa desolada. Eréndira se volvió dis-
t int a.
- Respira despacio - le dij o- . Así es siem pre al principio, y después ni t e das
cuent a.
Lo acost ó a su lado, y m ient ras le quit aba la ropa lo fue apaciguando con
recursos m at ernos.
- ¿Cóm o es que t e llam as?
- Ulises.
- Es nom bre de gringo - dij o Eréndira.
- No, de navegant e.
Eréndira le descubrió el pecho, le dio besit os huérfanos, lo olfat eó.
- Pareces t odo de oro - dij o- , pero hueles a flores.
- Debe ser a naranj as - dij o Ulises.
Ya m ás t ranquilo, hizo una sonrisa de com plicidad.
- Andam os con m uchos páj aros para despist ar - agregó- , pero lo que lleva-
m os a la front era es un cont rabando de naranj as.
- Las naranj as no son cont rabando - dij o Eréndira.
- Est as sí - dij o Ulises- . Cada una cuest a cincuent a m il pesos.
Eréndira se rió por prim era vez en m ucho t iem po.
- Lo que m ás m e gust a de t i - dij o- es la seriedad con que invent as los dispa-
rat es.
188
Se había vuelt o espont ánea y locuaz, com o si la inocencia de Ulises le
hubiera cam biado no sólo el hum or, sino t am bién la índole. La abuela, a t an
escasa dist ancia de la fat alidad, siguió hablando dorm ida.
- Por est os t iem pos, a principios de m arzo, t e t raj eron a la casa - dij o- . Pare-
cías una lagart ij a envuelt a en algodones. Am adís, t u padre, que era j oven y
guapo, est aba t an cont ent o aquella t arde que m andó a buscar com o veint e
carret as cargadas de flores, y llegó grit ando y t irando flores por la calle,
hast a que t odo el pueblo quedó dorado de flores com o el m ar.
Deliró varias horas, a grandes voces, y con una pasión obst inada. Pero Uli-
ses no la oyó, porque Eréndira lo había querido t ant o, y con t ant a verdad,
que lo volvió a querer por la m it ad de su precio m ient ras la abuela deliraba,
y lo siguió queriendo sin dinero hast a el am anecer.

Un grupo de m isioneros con los crucifij os en alt o se habían plant ado hom -
bro cont ra hom bro en m edio del desiert o. Un vient o t an bravo com o el de la
desgracia sacudía sus hábit os de cañam azo y sus barbas cerriles, y apenas
les perm it ía t enerse en pie. Det rás de ellos est aba la casa de la m isión, un
prom ont orio colonial con un cam panario m inúsculo sobre los m uros ásperos
y encalados.
El m isionero m ás j oven, que com andaba el grupo, señaló con el índice una
griet a nat ural en el suelo de arcilla vidriada.
- No pasen esa raya - grit ó.
Los cuat ro cargadores indios que t ransport aban a la abuela en un palanquín
de t ablas se det uvieron al oír el grit o. Aunque iba m al sent ada en el piso del
palanquín y t enía el ánim o ent orpecido por el polvo y el sudor del desiert o,
la abuela se m ant enía en su alt ivez. Eréndira iba a pie. Det rás del palanquín
había una fila de ocho indios de carga, y en últ im o t érm ino el fot ógrafo en
la biciclet a.
- El desiert o no es de nadie - dij o la abuela.
- Es de Dios - dij o el m isionero- , y est án violando sus sant as leyes con vues-
t ro t ráfico inm undo.
La abuela reconoció ent onces la form a y la dicción peninsulares del m isione-
ro, y eludió el encuent ro front al para no descalabrarse cont ra su int ransi-
gencia. Volvió a ser ella m ism a.
- No ent iendo t us m ist erios, hij o.
El m isionero señaló a Eréndira.
- Esa criat ura es m enor de edad.
- Pero es m i niet a.
- Tant o peor - replicó el m isionero- . Ponla baj o nuest ra cust odia, por las bue-
nas, o t endrem os que recurrir a ot ros m ét odos.
189
La abuela no esperaba que llegaran a t ant o.
- Est á bien, aríj una - cedió asust ada- . Pero t arde o t em prano pasaré, ya lo
verás.
Tres días después del encuent ro con los m isioneros, la abuela y Eréndira
dorm ían en un pueblo próxim o al convent o, cuando unos cuerpos sigilosos,
m udos, rept ando com o pat rullas de asalt o, se deslizaron en la t ienda de
cam paña. Eran seis novicias indias, fuert es y j óvenes, con los hábit os de
lienzo crudo que parecían fosforescent es en las ráfagas de luna. Sin hacer
un solo ruido cubrieron a Eréndira con un t oldo de m osquit ero, la levant a-
ron sin despert arla, y se la llevaron envuelt a com o un pescado grande y
frágil capt urado en una red lunar.
No hubo un recurso que la abuela no int ent ara para rescat ar a la niet a de la
t ut ela de los m isioneros. Sólo cuando le fallaron t odos, desde los m ás dere-
chos hast a los m ás t orcidos, recurrió a la aut oridad civil, que era ej ercida
por un m ilit ar. Lo encont ró en el pat io de su casa, con el t orso desnudo,
disparando con un rifle de guerra cont ra una nube oscura y solit aria en el
cielo ardient e. Trat aba de perforarla para que lloviera, y sus disparos eran
encarnizados e inút iles pero hizo las pausas necesarias para escuchar a la
abuela.
- Yo no puedo hacer nada - le explicó, cuando acabó de oírla- , los padrecit os,
de acuerdo con el Concordat o, t ienen derecho a quedarse con la niña hast a
que sea m ayor de edad. O hast a que se case.
- ¿Y ent onces para qué lo t ienen a ust ed de alcalde? - pregunt ó la abuela.
- Para que haga llover - dij o el alcalde.
Luego, viendo que la nube se había puest o fuera de su alcance, int errum pió
sus deberes oficiales y se ocupó por com plet o de la abuela.
- Lo que ust ed necesit a es una persona de m ucho peso que responda por
ust ed - le dij o- . Alguien que garant ice su m oralidad y sus buenas cost um -
bres con una cart a firm ada. ¿No conoce al senador Onésim o Sánchez?
Sent ada baj o el sol puro en un t aburet e dem asiado est recho para sus nal-
gas siderales, la abuela cont est ó con una rabia solem ne:
- Soy una pobre m uj er sola en la inm ensidad del desiert o.
El alcalde, con el oj o derecho t orcido por el calor, la cont em pló con lást im a.
- Ent onces no pierda m ás el t iem po, señora - dij o- . Se la llevó el caraj o.
No se la llevó, por supuest o. Plant ó la t ienda frent e al convent o de la m i-
sión, y se sent ó a pensar, com o un guerrero solit ario que m ant uviera en es-
t ado de sit io a una ciudad fort ificada. El fot ógrafo am bulant e, que la conocía
m uy bien, cargó sus bárt ulos en la parrilla de la biciclet a y se dispuso a
m archarse sólo cuando la vio a pleno sol, y con los oj os fij os en el conven-
t o.
- Vam os a ver quién se cansa prim ero - dij o la abuela- , ellos o yo.
190
- Ellos est án ahí hace 300 años, y t odavía aguant an - dij o el fot ógrafo- . Yo
m e voy.
Sólo ent onces vio la abuela la biciclet a cargada.
- Para dónde vas.
- Para donde m e lleve el vient o - dij o el fot ógrafo, y se fue- . El m undo es
grande.
La abuela suspiró.
- No t ant o com o t ú crees, desm erecido.
Pero no m ovió la cabeza a pesar del rencor, para no apart ar la vist a del
convent o. No la apart ó durant e m uchos días de calor m ineral, durant e m u-
chas noches de vient os perdidos, durant e el t iem po de la m edit ación en que
nadie salió del convent o. Los indios const ruyeron un cobert izo de palm a
j unt o a la t ienda, y allí colgaron sus chinchorros, pero la abuela velaba has-
t a m uy t arde, cabeceando en el t rono, y rum iando los cereales crudos de su
falt riquera con la desidia invencible de un buey acost ado.
Una noche pasó m uy cerca de ella una fila de cam iones t apados, lent os, cu-
yas únicas luces eran unas guirnaldas de focos de colores que les daban un
t am año espect ral de alt ares sonám bulos. La abuela los reconoció de inm e-
diat o, porque eran iguales a los cam iones de los Am adises. El últ im o del
convoy se ret rasó, se det uvo, y un hom bre baj ó de la cabina a arreglar algo
en la plat aform a de carga. Parecía una réplica de los Am adises, con una go-
rra de ala volt eada, bot as alt as, dos cananas cruzadas en el pecho, un fusil
m ilit ar y dos pist olas. Vencida por una t ent ación irresist ible, la abuela llam ó
al hom bre.
- ¿No sabes quién soy? - le pregunt ó.
El hom bre le alum bró sin piedad con una lint erna de pilas. Cont em pló un
inst ant e el rost ro est ragado por la vigilia, los oj os apagados de cansancio, el
cabello m archit o de la m uj er que aún a su edad, en su m al est ado y con
aquella luz cruda en la cara, hubiera podido decir que había sido la m ás be-
lla del m undo. Cuando la exam inó bast ant e para est ar seguro de no haberla
vist o nunca, apagó la lint erna.
- Lo único que sé con t oda seguridad - dij o- es que ust ed no es la Virgen de
los Rem edios.
- Todo lo cont rario - dij o la abuela con una voz dulce- . Soy la Dam a.
El hom bre puso la m ano en la pist ola por puro inst int o.
- ¡Cuál dam a!
- La de Am adís el grande.
- Ent onces no es de est e m undo - dij o él, t enso- . ¿Qué es lo que quiere?
- Que m e ayuden a rescat ar a m i niet a, niet a de Am adís el grande, hij a de
nuest ro Am adís, que est á presa en ese convent o.
El hom bre se sobrepuso al t em or.
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- Se equivocó de puert a - dij o- . Si cree que som os capaces de at ravesarnos
en las cosas de Dios, ust ed no es la que dice que es, ni conoció siquiera a
los Am adises, ni t iene la m ás put a idea de lo que es el m at ut e.
Esa m adrugada la abuela durm ió m enos que las ant eriores. La pasó ru-
m iando, envuelt a en una m ant a de lana, m ient ras el t iem po de la noche le
equivocaba la m em oria, y los delirios reprim idos pugnaban por salir aunque
est uviera despiert a, y t enía que apret arse el corazón con la m ano para que
no la sofocara el recuerdo de una casa de m ar con grandes flores coloradas
donde había sido feliz. Así se m ant uvo hast a que sonó la cam pana del con-
vent o, y se encendieron las prim eras luces en las vent anas y el desiert o se
sat uró del olor a pan calient e de los m ait ines. Sólo ent onces se abandonó al
cansancio, engañada por la ilusión que Eréndira se había levant ado y est aba
buscando el m odo de escaparse para volver con ella.
Eréndira, en cam bio, no perdió ni una noche de sueño desde que la llevaron
al convent o. Le habían cort ado el cabello con unas t ij eras de podar hast a
dej arse la cabeza com o un cepillo, le pusieron el rudo balandrán de lienzo
de las reclusas y le ent regaron un balde de agua de cal y una escoba para
que encalara los peldaños de las escaleras cada vez que alguien las pisara.
Era un oficio de m ula, porque había un subir y baj ar incesant e de m isio-
neros em barrados y novicias de carga, pero Eréndira lo sint ió com o un do-
m ingo de t odos los días después de la galera m ort al de la cam a. Adem ás,
no era ella la única agot ada al anochecer, pues aquel convent o no est aba
consagrado a la lucha cont ra el dem onio sino cont ra el desiert o. Eréndira
había vist o a las novicias indígenas desbravando las vacas a pescozones pa-
ra ordeñarlas en los est ablos, salt ando días ent eros sobre las t ablas para
exprim ir los quesos, asist iendo a las cabras en un m al part o. Las había vist o
sudar com o est ibadores curt idos sacando el agua del alj ibe, irrigando a pul-
so un huert o t em erario que ot ras novicias habían labrado con azadones pa-
ra plant ar legum bres en el pedernal del desiert o. Había vist o el infierno t e-
rrest re de los hornos de pan y los cuart os de plancha. Había vist o a una
m onj a persiguiendo a un cerdo por el pat io, la vio resbalar con el cerdo ci-
m arrón agarrado por las orej as y revolcarse en un barrizal sin solt arlo, has-
t a que dos novicias con delant ales de cuero la ayudaron a som et erlo, y una
de ellas lo degolló con un cuchillo de m at arife y t odas quedaron em papadas
de sangre y de lodo. Había vist o en el pabellón apart ado del hospit al a las
m onj as t ísicas con sus cam isones de m uert as, que esperaban la últ im a or-
den de Dios bordando sábanas m at rim oniales en las t errazas, m ient ras los
hom bres de la m isión predicaban en el desiert o. Eréndira vivía en su pe-
num bra, descubriendo ot ras form as de belleza y de horror que nunca había
im aginado en el m undo est recho de la cam a, pero ni las novicias m ás m on-
t araces ni las m ás persuasivas habían logrado que dij era una palabra desde
192
que la llevaron al convent o. Una m añana, cuando est aba aguando la cal en
el balde, oyó una m úsica de cuerdas que parecía una luz m ás diáfana en la
luz del desiert o. Caut ivada por el m ilagro, se asom ó a un salón inm enso y
vacío de paredes desnudas y vent anas grandes por donde ent raba a golpes
y se quedaba est ancada la claridad deslum brant e de j unio, y en el cent ro
del salón vio a una m onj a bella que no había vist o ant es, t ocando un orat o-
rio de Pascua en el clavicém balo. Eréndira escuchó la m úsica sin parpadear,
con el alm a en un hilo, hast a que sonó la cam pana para com er. Después del
alm uerzo, m ient ras blanqueaba la escalera con la brocha de espart o, esperó
a que t odas las novicias acabaran de subir y baj ar, se quedó sola, donde
nadie pudiera oírla, y ent onces habló por prim era vez desde que ent ró en el
convent o.
- Soy feliz - dij o.
De m odo que a la abuela se le acabaron las esperanzas de que Eréndida es-
capara para volver con ella, pero m ant uvo su asedio de granit o, sin t om ar
ninguna det erm inación, hast a el dom ingo de Pent ecost és. Por esa época los
m isioneros rast rillaban el desiert o persiguiendo concubinas encint a para ca-
sarlas. I ban hast a las rancherías m ás olvidadas en un cam ioncit o decrépit o,
con cuat ro hom bres de t ropa bien arm ados y un arcón de géneros de paco-
t illa. Lo m ás difícil de aquella cacería de indios era convencer a las m uj eres,
que se defendían de la gracia divina con el argum ent o verídico de que los
hom bres se sent ían con derecho a exigirles a las esposas legít im as un t ra-
baj o m ás rudo que a las concubinas, m ient ras ellos dorm ían despernanca-
dos en los chinchorros. Había que seducirlas con recursos de engaño, disol-
viéndoles la volunt ad de Dios en el j arabe de su propio idiom a para que la
sint ieran m enos áspera, pero hast a las m ás ret recheras t erm inaban con-
vencidas por unos aret es de oropel. A los hom bres, en cam bio, una vez ob-
t enida la acept ación de la m uj er, los sacaban a culat azos de los chinchorros
y se los llevaban am arrados en la plat aform a de carga, para casarlos a la
fuerza.
Durant e varios días la abuela vio pasar hacia el convent o el cam ioncit o car-
gado de indias encint a, pero no reconoció su oport unidad. La reconoció el
propio dom ingo de Pent ecost és, cuando oyó los cohet es y los repiques de
las cam panas, y vio la m uchedum bre m iserable y alegre que pasaba para la
fiest a, y vio que ent re las m uchedum bres había m uj eres encint a con velos y
coronas de novia, llevando del brazo a los m aridos de casualidad para vol-
verlos legít im os en la boda colect iva.
Ent re los últ im os del desfile pasó un m uchacho de corazón inocent e, de pelo
indio cort ado com o una t ot um a y vest ido de andraj os, que llevaba en la
m ano un cirio pascual con un lazo de seda. La abuela lo llam ó.
- Dim e una cosa, hij o - le pregunt ó con su voz m ás t ersa- . ¿Qué vas a hacer
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t ú en esa cum biam ba?
El m uchacho se sent ía int im idado con el cirio, y le cost aba t rabaj o cerrar la
boca por sus dient es de burro.
- Es que los padrecit os m e van a hacer la prim era com unión - dij o.
- ¿Cuánt o t e pagaron?
- Cinco pesos.
La abuela sacó de la falt riquera un rollo de billet es que el m uchacho m iró
asom brado.
- Yo t e voy a dar veint e - dij o la abuela- . Pero no para que hagas la prim era
com unión, sino para que t e cases.
- ¿Y eso con quién?
- Con m i niet a.
Así que Eréndira se casó en el pat io del convent o, con el balandrán de re-
clusa y una m ant illa de encaj e que le regalaron las novicias, y sin saber al
m enos cóm o se llam aba el esposo que le había com prado su abuela. Sopor-
t ó con una esperanza inciert a el t orm ent o de las rodillas en el suelo de cali-
che, la pest e de pellej o de chivo de las doscient as novias em barazadas, el
cast igo de la Epíst ola de San Pablo m art illada en lat ín baj o la canícula in-
m óvil, porque los m isioneros no encont raron recursos para oponerse a la
art im aña de la boda im previst a, pero le habían prom et ido una últ im a t ent a-
t iva para m ant enerla en el convent o. Sin em bargo, al t érm ino de la cere-
m onia, y en presencia del Prefect o Apost ólico, del alcalde m ilit ar que dispa-
raba cont ra las nubes, de su esposo recient e y de su abuela im pasible,
Eréndira se encont ró de nuevo baj o el hechizo que la había dom inado desde
su nacim ient o. Cuando le pregunt aron cuál era su volunt ad libre, verdadera
y definit iva, no t uvo ni un suspiro de vacilación.
- Me quiero ir - dij o. Y aclaró, señalando al esposo- : Pero no m e voy con él
sino con m i abuela.

Ulises había perdido la t arde t rat ando de robarse una naranj a en la plant a-
ción de su padre, pues ést e no le quit ó la vist a de encim a m ient ras podaban
los árboles enferm os, y su m adre lo vigilaba desde la casa. De m odo que
renunció a su propósit o, al m enos por aquel día, y se quedó de m ala gana
ayudando a su padre hast a que t erm inaron de podar los últ im os naranj os.
La ext ensa plant ación era callada y ocult a, y la casa de m adera con t echo
de lat ón t enía m allas de cobre en las vent anas y una t erraza grande m on-
t ada sobre pilot es, con plant as prim it ivas de flores int ensas. La m adre de
Ulises est aba en la t erraza, t um bada en un m ecedor vienes y con hoj as
ahum adas en las sienes para aliviar el dolor de cabeza, y su m irada de india
pura seguía los m ovim ient os del hij o com o un haz de luz invisible hast a los
lugares m ás esquivos del naranj al. Era m uy bella, m ucho m ás j oven que el
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m arido, y no sólo cont inuaba vest ida con el cam isón de la t ribu, sino que
conocía los secret os m ás ant iguos de su sangre.
Cuando Ulises volvió a la casa con los hierros de podar, su m adre le pidió la
m edicina de las cuat ro, que est aba en una m esit a cercana. Tan pront o co-
m o él los t ocó, el vaso y el frasco cam biaron de color. Luego t ocó por sim -
ple t ravesura una j arra de crist al que est aba en la m esa con ot ros vasos, y
t am bién la j arra se volvió azul. Su m adre lo observó m ient ras t om aba la
m edicina, y cuando est uvo segura que no era un delirio de su dolor, le pre-
gunt ó en lengua guaj ira:
- ¿Desde cuándo t e sucede?
- Desde que vinim os del desiert o - dij o Ulises, t am bién en guaj iro- . Es sólo
con las cosas de vidrio.
Para dem ost rarlo, t ocó uno t ras ot ro los vasos que est aban en la m esa, y
t odos cam biaron de colores diferent es.
- Esas cosas sólo suceden por am or - dij o la m adre- . ¿Quién es?
Ulises no cont est ó. Su padre, que no sabía la lengua guaj ira, pasaba en ese
m om ent o por la t erraza con un racim o de naranj as.
- ¿De qué hablan? - le pregunt ó a Ulises en holandés.
- De nada especial - cont est ó Ulises.
La m adre de Ulises no sabía el holandés. Cuando su m arido ent ró en la ca-
sa, le pregunt ó al hij o en guaj iro:
- ¿Qué t e dij o?
- Nada especial - dij o Ulises.
Perdió de vist a a su padre cuando ent ró en la casa, pero lo volvió a ver por
una vent ana dent ro de la oficina. La m adre esperó hast a quedarse a solas
con Ulises, y ent onces insist ió:
- Dim e quién es.
- No es nadie - dij o Ulises.
Cont est ó sin at ención, porque est aba pendient e de los m ovim ient os de su
padre dent ro de la oficina. Lo había vist o poner las naranj as sobre la caj a
de caudales para com poner la clave de la com binación. Pero m ient ras él vi-
gilaba a su padre, su m adre lo vigilaba a él.
- Hace m ucho t iem po que no com es pan - observó ella.
- No m e gust a.
El rost ro de la m adre adquirió de pront o una vivacidad insólit a. «Ment ira -
dij o- . Es porque est ás m al de am or, y los que est án así no pueden com er
pan». Su voz, com o sus oj os, había pasado de la súplica a la am enaza.
- Más vale que m e digas quién es - dij o- , o t e doy a la fuerza unos baños de
purificación.
En la oficina, el holandés abrió la caj a de caudales, puso dent ro las naran-
j as, y volvió a cerrar la puert a blindada. Ulises se apart ó ent onces de la
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vent ana y le replicó a su m adre con im paciencia.
- Ya t e dij e que no es nadie - dij o- . Si no m e crees, pregúnt aselo a m i papá.
El holandés apareció en la puert a de la oficina encendiendo la pipa de nave-
gant e, y con su Biblia descosida baj o el brazo. La m uj er le pregunt ó en cas-
t ellano:
- ¿A quién conocieron en el desiert o?
- A nadie - le cont est ó su m arido, un poco en las nubes- . Si no m e crees,
pregúnt aselo a Ulises.
Se sent ó en el fondo del corredor a chupar la pipa hast a que se le agot ó la
carga. Después abrió la Biblia al azar y recit ó fragm ent os salt eados durant e
casi dos horas en un holandés fluido y alt isonant e.
A m edia noche, Ulises seguía pensando con t ant a int ensidad que no podía
dorm ir. Se revolvió en el chinchorro una hora m ás, t rat ando de dom inar el
dolor de los recuerdos, hast a que el propio dolor le dio la fuerza que le
hacía falt a para decidir. Ent onces se puso los pant alones de vaquero, la
cam isa de cuadros escoceses y las bot as de m ont ar, y salt ó por la vent ana
y se fugó de la casa en la cam ionet a cargada de páj aros. Al pasar por la
plant ación arrancó las t res naranj as m aduras que no había podido robarse
en la t arde.
Viaj ó por el desiert o el rest o de la noche, y al am anecer pregunt ó por pue-
blos y rancherías cuál era el rum bo de Eréndira, pero nadie le daba razón.
Por fin le inform aron que andaba det rás de la com it iva elect oral del senador
Onésim o Sánchez, y que ést e debía est ar aquel día en la Nueva Cast illa. No
lo encont ró allí, sino en el pueblo siguient e, y ya Eréndira no andaba con él,
pues la abuela había conseguido que el senador avalara su m oralidad con
una cart a de su puño y let ra, y se iba abriendo con ella las puert as m ej or
t rancadas del desiert o. Al t ercer día se encont ró con el hom bre del correo
nacional, y ést e le indicó la dirección que buscaba.
- Van para el m ar - le dij o- . Y apúrat e, que la int ención de la j odida viej a es
pasarse para la isla de Aruba.
En ese rum bo, Ulises divisó al cabo de m edia j ornada la capa am plia y per-
cudida que la abuela le había com prado a un circo en derrot a. El fot ógrafo
errant e había vuelt o con ella, convencido que en efect o el m undo no era t an
grande com o pensaba, y t enía inst alados cerca de la carpa sus t elones idíli-
cos. Una banda de chupacobres caut ivaba a los client es de Eréndira con un
valse t acit urno.
Ulises esperó su t urno para ent rar, y lo prim ero que le llam ó la at ención fue
el orden y la lim pieza en el int erior de la carpa. La cam a de la abuela había
recuperado su esplendor virreinal, la est at ua del ángel est aba en su lugar
j unt o al baúl funerario de los Am adises, y había adem ás una bañera de pel-
t re con pat as de león. Acost ada en su nuevo lecho de m arquesina, Eréndira
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est aba desnuda y plácida, e irradiaba un fulgor infant il baj o la luz filt rada de
la carpa. Dorm ía con los oj os abiert os. Ulises se det uvo j unt o a ella, con las
naranj as en la m ano, y advirt ió que lo est aba m irando sin verlo. Ent onces
pasó la m ano frent e a sus oj os y la llam ó con el nom bre que había invent a-
do para pensar en ella:
- Arídnere.
Eréndira despert ó. Se sint ió desnuda frent e a Ulises, hizo un chillido sordo y
se cubrió con la sábana hast a la cabeza.
- No m e m ires - dij o- . Est oy horrible.
- Est ás t oda color de naranj a - dij o Ulises. Puso las frut as a la alt ura de sus
oj os para que ella com parara- . Mira.
Eréndira se descubrió los oj os y com probó que en efect o las naranj as t enían
su color.
- Ahora no quiero que t e quedes - dij o.
- Sólo ent ré para m ost rart e est o - dij o Ulises- . Fíj at e.
Rom pió una naranj a con las uñas, la part ió con las dos m anos, y le m ost r ó
a Eréndira el int erior: clavado en el corazón de la frut a había un diam ant e
legít im o.
- Est as son las naranj as que llevam os a la front era - dij o.
- ¡Pero son naranj as vivas! - exclam ó Eréndira.
- Claro - sonrió Ulises- . Las siem bra m i papá.
Eréndira no lo podía creer. Se descubrió la cara, t om ó el diam ant e con los
dedos y lo cont em pló asom brada.
- Con t res así le dam os la vuelt a al m undo - dij o Ulises.
Eréndira le devolvió el diam ant e con un aire de desalient o. Ulises insist ió.
- Adem ás, t engo una cam ionet a - dij o- . Y adem ás... ¡Mira!
Se sacó de debaj o de la cam isa una pist ola arcaica.
- No puedo irm e ant es de diez años - dij o Eréndira.
- Te irás - dij o Ulises- . Est a noche, cuando se duerm a la ballena blanca, yo
est aré ahí fuera, cant ando com o la lechuza.
Hizo una im it ación t an real del cant o de la lechuza, que los oj os de Eréndira
sonrieron por prim era vez.
- Es m i abuela - dij o.
- ¿La lechuza?
- La ballena.
Am bos se rieron del equívoco, pero Eréndira ret om ó el hilo.
- Nadie puede irse para ninguna part e sin perm iso de su abuela.
- No hay que decirle nada.
- De t odos m odos lo sabrá - dij o Eréndira- : ella sueña las cosas.
- Cuando em piece a soñar que t e vas, ya est arem os del ot ro lado de la fron-
t era. Pasarem os com o los cont rabandist as... - dij o Ulises.
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Em puñando la pist ola con un dom inio de at arbán de cine im it ó el sonido de
los disparos para em bullar a Eréndira con su audacia. Ella no dij o ni que sí
ni que no, pero sus oj os suspiraron, y despidió a Ulises con un beso. Ulises,
conm ovido, m urm uró:
- Mañana verem os pasar los buques.
Aquella noche, poco después de las siet e, Eréndira est aba peinando a la
abuela cuando volvió a soplar el vient o de su desgracia. Al abrigo de la car-
pa est aban los indios cargadores y el direct or de la charanga esperando el
pago de su sueldo. La abuela acabó de cont ar los billet es de un arcón que
t enía a su alcance, y después de consult ar un cuaderno de cuent as le pagó
al m ayor de los indios.
- Aquí t ienes - le dij o- : veint e pesos la sem ana, m enos ocho de la com ida,
m enos t res del agua, m enos cincuent a cent avos a buena cuent a de las ca-
m isas nuevas, son ocho con cincuent a. Cuént alos bien.
El indio m ayor cont ó el dinero, y t odos se ret iraron con una reverencia.
- Gracias, blanca.
El siguient e era el direct or de los m úsicos. La abuela consult ó el cuaderno
de cuent as, y se dirigió al fot ógrafo, que est aba t rat ando de rem endar el
fuelle de la cám ara con pegot es de gut apercha.
- En qué quedam os - le dij o- , ¿pagas o no pagas la cuart a part e de la m úsi-
ca?
El fot ógrafo ni siquiera levant ó la cabeza para cont est ar.
- La m úsica no sale en los ret rat os.
- Pero despiert a en la gent e las ganas de ret rat arse - replicó la abuela.
- Al cont rario - dij o el fot ógrafo- , les recuerda a los m uert os, y luego salen en
los ret rat os con los oj os cerrados.
El direct or de la charanga int ervino.
- Lo que hace cerrar los oj os no es la m úsica - dij o- , son los relám pagos de
ret rat ar de noche.
- Es la m úsica - insist ió el fot ógrafo.
La abuela le puso t érm ino a la disput a. «No seas t ruñuño - le dij o al fot ógra-
fo- . Fíj at e lo bien que le va al senador Onésim o Sánchez, y es gracias a los
m úsicos que lleva». Luego, de un m odo duro, concluyó:
- De m odo que pagas la part e que t e corresponde, o sigues solo con t u des-
t ino. No es j ust o que esa pobre criat ura lleve encim a t odo el peso de los
gast os.
- Sigo solo m i dest ino - dij o el fot ógrafo- . Al fin y al cabo, yo lo que soy es un
art ist a.
La abuela se encogió de hom bros y se ocupó del m úsico. Le ent regó un m a-
zo de billet es, de acuerdo con la cifra escrit a en el cuaderno.
- Doscient os cincuent a y cuat ro piezas - le dij o- a cincuent a cent avos cada
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una, m ás t reint a y dos en dom ingos y días feriados, a sesent a cent avos ca-
da una, son cient o cincuent a y seis con veint e.
El m úsico no recibió el dinero.
- Son cient o ochent a y dos con cuarent a - dij o- . Los valses son m ás caros.
- ¿Y eso por qué?
- Porque son m ás t rist es - dij o el m úsico.
La abuela lo obligó a que t om ara el dinero.
- Pues est a sem ana nos t ocas dos piezas alegres por cada valse que t e de-
bo, y quedam os en paz.
El m úsico no ent endió la lógica de la abuela, pero acept ó las cuent as m ien-
t ras desenredaba el enredo. En ese inst ant e, el vient o despavorido est uvo a
punt o de desarraigar la carpa, y en el silencio que dej ó a su paso se escu-
chó en el ext erior, nít ido y lúgubre, el cant o de la lechuza.
Eréndira no supo qué hacer para disim ular su t urbación. Cerró el arca del
dinero y la escondió debaj o de la cam a, pero la abuela le conoció el t em or
de la m ano cuando le ent regó la llave. «No t e asust es - le dij o- . Siem pre hay
lechuzas en las noches de vient o». Sin em bargo no dio m uest ras de igual
convicción cuando vio salir al fot ógrafo con la cám ara a cuest as.
- Si quieres, quédat e hast a m añana - le dij o- , la m uert e anda suelt a est a no-
che.
Tam bién el fot ógrafo percibió el cant o de la lechuza pero no cam bió de pa-
recer.
- Quédat e, hij o - insist ió la abuela- , aunque sea por el cariño que t e t engo.
- Pero no pago la m úsica - dij o el fot ógrafo.
- Ah, no - dij o la abuela- . Eso no.
- ¿Ya ve? - dij o el fot ógrafo- . Ust ed no quiere a nadie.
La abuela palideció de rabia.
- Ent onces lárgat e - dij o- . ¡Malnacido!
Se sent ía t an ult raj ada, que siguió despot ricando cont ra él m ient ras Eréndi-
ra la ayudaba a acost arse. «Hij o de m ala m adre - rezongaba- . Qué sabrá
ese bast ardo del corazón aj eno». Eréndira no le puso at ención, pues la le-
chuza la solicit aba con un aprem io t enaz en las pausas del vient o, y est aba
at orm ent ada por la incert idum bre. La abuela acabó de acost arse con el
m ism o rit ual que era de rigor en la m ansión ant igua, y m ient ras la niet a la
abanicaba se sobrepuso al rencor y volvió a respirar sus aires est ériles.
- Tienes que m adrugar - dij o ent onces- , para que m e hiervas la infusión del
baño ant es que llegue la gent e.
- Sí, abuela.
- Con el t iem po que t e sobre, lava la m uda sucia de los indios, y así t endre-
m os algo m ás que descont arles la sem ana ent rant e.
- Sí, abuela - dij o Eréndira.
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- Y duerm e despacio para que no t e canses, que m añana es j ueves, el día
m ás largo de la sem ana.
- Sí, abuela.
- Y le pones su alim ent o al avest ruz.
- Sí, abuela - dij o Eréndira.
Dej ó el abanico en la cabecera de la cam a y encendió dos velas de alt ar
frent e al arcón de sus m uert os. La abuela, ya dorm ida, le dio la orden at ra-
sada.
- No se t e olvide prender las velas de los Am adises.
- Sí, abuela.
Eréndira sabía ent onces que no despert aría, porque había em pezado a deli-
rar. Oyó los ladridos del vient o alrededor de la carpa, pero t am poco esa vez
había reconocido el soplo de su desgracia. Se asom ó a la noche hast a que
volvió a cant ar la lechuza, y su inst int o de libert ad prevaleció por fin cont ra
el hechizo de la abuela.
No había dado cinco pasos fuera de la carpa cuando encont ró al fot ógrafo
que est aba am arrando sus aparej os en la parrilla de la biciclet a. Su sonrisa
cóm plice la t ranquilizó.
- Yo no sé nada - dij o el fot ógrafo- , no he vist o nada ni pago la m úsica.
Se despidió con una bendición universal. Eréndira corrió ent onces hacia el
desiert o, decidida para siem pre, y se perdió en las t inieblas del vient o don-
de cant aba la lechuza.
Esa vez la abuela recurrió de inm ediat o a la aut oridad civil. El com andant e
del ret én local salt ó del chinchorro a las seis de la m añana, cuando ella le
puso ant e los oj os la cart a del senador. El padre de Ulises esperaba en la
puert a.
- Cóm o caraj o quiere que la lea - grit ó el com andant e- si no sé leer.
- Es una cart a de recom endación del senador Onésim o Sánchez - dij o la
abuela.
Sin m ás pregunt as, el com andant e descolgó un rifle que t enía cerca del
chinchorro y em pezó a grit ar órdenes a sus agent es. Cinco m inut os después
est aban t odos dent ro de una cam ionet a m ilit ar, volando hacia la front era,
con un vient o cont rario que borraba las huellas de los fugit ivos. En el asien-
t o delant ero, j unt o al conduct or, viaj aba el com andant e. Det rás est aba el
holandés con la abuela, y en cada est ribo iba un agent e arm ado.
Muy cerca del pueblo det uvieron una caravana de cam iones cubiert os con
lona im perm eable. Varios hom bres que viaj aban ocult os en la plat aform a de
carga levant aron la lona y apunt aron a la cam ionet a con am et ralladoras y
rifles de guerra. El com andant e le pregunt ó al conduct or del prim er cam ión
a qué dist ancia había encont rado una cam ionet a de granj a cargada de páj a-
ros.
200
El conduct or arrancó ant es de cont est ar.
- Nosot ros no som os chivat os - dij o indignado- , som os cont rabandist as.
El com andant e vio pasar m uy cerca de sus oj os los cañones ahum ados de
las am et ralladoras, alzó los brazos y sonrió.
- Por lo m enos - les grit ó- t engan la vergüenza de no circular a pleno sol.
El últ im o cam ión llevaba un let rero en la defensa post erior: Pienso en t i
Eréndira.
El vient o se iba haciendo m ás árido a m edida que avanzaban hacia el nort e,
y el sol era m ás bravo con el vient o, y cost aba t rabaj o respirar por el calor
y el polvo dent ro de la cam ionet a cerrada.
La abuela fue la prim era que divisó al fot ógrafo: pedaleaba en el m ism o
sent ido en que ellos volaban, sin m ás am paro cont ra la insolación que un
pañuelo am arrado en la cabeza.
- Ahí est á - lo señaló- ése fue el cóm plice. Malnacido.
El com andant e le ordenó a uno de los agent es del est ribo que se hiciera
cargo del fot ógrafo.
- Agárralo y nos esperas aquí - le dij o- . Ya volvem os.
El agent e salt ó del est ribo y le dio al fot ógrafo dos voces de alt o. El fot ógra-
fo no lo oyó por el vient o cont rario. Cuando la cam ionet a se le adelant ó, la
abuela le hizo un gest o enigm át ico, pero él lo confundió con un saludo, son-
rió, y le dij o adiós con la m ano. No oyó el disparo. Dio una volt eret a en el
aire y cayó m uert o sobre la biciclet a con la cabeza dest rozada por una bala
de rifle que nunca supo de dónde le vino.
Ant es del m ediodía em pezaron a ver las plum as. Pasaban en el vient o, y
eran plum as de páj aros nuevos, y el holandés las conoció porque eran las
de sus páj aros desplum ados por el vient o. El conduct or corrigió el rum bo,
hundió a fondo el pedal, y ant es de m edia hora divisaron la cam ionet a en el
horizont e.
Cuando Ulises vio aparecer el carro m ilit ar en el espej o ret rovisor, hizo un
esfuerzo por aum ent ar la dist ancia, pero el m ot or no daba para m ás. Habí-
an viaj ado sin dorm ir y est aban est ragados de cansancio y de sed. Eréndira,
que dorm it aba en el hom bro de Ulises, despert ó asust ada. Vio la cam ionet a
que est aba a punt o de alcanzarlos y con una det erm inación cándida t om ó la
pist ola de la guant era.
- No sirve - dij o Ulises- . Era de Francis Drake.
La m art illó varias veces y la t iró por la vent ana. La pat rulla m ilit ar se le
adelant ó a la dest art alada cam ionet a cargada de páj aros desplum ados por
el vient o, hizo una curva forzada, y le cerró el cam ino.

Las conocí por esa época, que fue la de m ás grande esplendor, aunque no
había de escudriñar los porm enores de su vida sino m uchos años después,
201
cuando Rafael Escalona reveló en una canción el desenlace t errible del dra-
m a y m e pareció que era bueno para cont arlo. Yo andaba vendiendo enci-
clopedias y libros de m edicina por la provincia de Riohacha. Álvaro Cepeda
Sam udio, que andaba t am bién por esos rum bos vendiendo m áquinas de
cerveza helada, m e llevó en su cam ionet a por los pueblos del desiert o con
la int ención de hablarm e de no sé qué cosa, y hablam os t ant o de nada y
t om am os t ant a cerveza que sin saber cuándo ni por dónde at ravesam os el
desiert o ent ero y llegam os hast a la front era. Allí est aba la carpa del am or
errant e, baj o los lienzos de let reros colgados: «Eréndira es m ej or» «Vaya y
vuelva Eréndira lo espera» «Est o no es vida sin Eréndira». La fila int erm i-
nable y ondulant e, com puest a por hom bres de razas y condiciones diversas,
parecía una serpient e de vért ebras hum anas que dorm it aba a t ravés de so-
lares y plazas, por ent re bazares abigarrados y m ercados ruidosos, y se sa-
lía de las calles de aquella ciudad fragorosa de t raficant es de paso. Cada ca-
lle era un garit o público, cada casa una cant ina, cada puert a un refugio de
prófugos. Las num erosas m úsicas indescifrables y los pregones grit ados
form aban un solo est ruendo de pánico en el calor alucinant e.
Ent re la m uchedum bre de apát ridas y vividores est aba Blacam án, el bueno,
t repado en una m esa, pidiendo una culebra de verdad para probar en carne
propia un ant ídot o de su invención. Est aba la m uj er que se había convert ido
en araña por desobedecer a sus padres, que por cincuent a cent avos se de-
j aba t ocar para que vieran que no había engaño y cont est aba las pregunt as
que quisieran hacerle sobre su desvent ura. Est aba un enviado de la vida
et erna que anunciaba la venida inm inent e del pavoroso m urciélago sideral,
cuyo ardient e resuello de azufre había de t rast ornar el orden de la nat urale-
za, y haría salir a flot e los m ist erios del m ar.
El único rem anso de sosiego era el barrio de t olerancia, a donde sólo llega-
ban los rescoldos del fragor urbano. Muj eres venidas de los cuat ro cuadran-
t es de la rosa náut ica bost ezaban de t edio en los abandonados salones de
baile. Habían hecho la siest a sent adas, sin que nadie las despert ara para
quererlas, y seguían esperando al m urciélago sideral baj o los vent iladores
de aspas at ornilladas en el cielo raso. De pront o, una de ellas se levant ó, y
fue a una galería de t rinit arias que daba sobre la calle. Por allí pasaba la fila
de los pret endient es de Eréndira.
- A ver - les grit ó la m uj er- . ¿Qué t iene ésa que no t enem os nosot ras?
- Una cart a de un senador - grit ó alguien.
At raídas por los grit os y las carcaj adas, ot ras m uj eres salieron a la galería.
- Hace días que esa cola est á así - dij o una de ellas- . I m agínat e, a cincuent a
pesos cada uno.
La que había salido prim ero decidió:
- Pues yo m e voy a ver qué es lo que t iene de oro esa siet em esina.
202
- Yo t am bién - dij o ot ra- . Será m ej or que est ar aquí calent ando grat is el
asient o.
En el cam ino, se incorporaron ot ras, y cuando llegaron a la t ienda de Erén-
dira habían int egrado una com parsa bulliciosa. Ent raron sin anunciarse, es-
pant aron a golpes de alm ohadas al hom bre que encont raron gast ándose lo
m ej or que podía el dinero que había pagado, y cargaron la cam a de Eréndi-
ra y la sacaron en andas a la calle.
- Est o es un at ropello - grit aba la abuela- . ¡Cáfila de desleales! ¡Mont oneras!
- Y luego, cont ra los hom bres de la fila- : y ust edes, pollerones, dónde t ienen
las criadillas que perm it en est e abuso cont ra una pobre criat ura indefensa.
¡Maricas!
Siguió grit ando hast a donde le daba la voz, repart iendo t ram oj azos de bá-
culo cont ra quienes se pusieran a su alcance, pero su cólera era inaudible
ent re los grit os y las rechiflas de burla de la m uchedum bre.
Eréndira no pudo escapar del escarnio porque se lo im pidió la cadena de pe-
rro con que la abuela la encadenaba de un t ravesaño de la cam a desde que
t rat ó de fugarse. Pero no le hicieron ningún daño. La m ost raron en su alt ar
de m arquesina por las calles de m ás est répit o, com o el paso alegórico de la
penit ent e encadenada, y al final la pusieron en cám ara ardient e en el cent ro
de la plaza m ayor. Eréndira est aba enroscada, con la cara escondida pero
sin llorar, y así perm aneció en el sol t errible de la plaza, m ordiendo de ver-
güenza y de rabia la cadena de perro de su m al dest ino, hast a que alguien
le hizo la caridad de t aparla con una cam isa.
Esa fue la única vez que las vi, pero supe que habían perm anecido en aque-
lla ciudad front eriza baj o el am paro de la fuerza pública hast a que revent a-
ron las arcas de la abuela, y que ent onces abandonaron el desiert o hacia el
rum bo del m ar. Nunca se vio t ant a opulencia j unt a por aquellos reinos de
pobres. Era un desfile de carret as t iradas por bueyes, sobre las cuales se
am ont onaban algunas réplicas de pacot illa de la parafernalia ext inguida con
el desast re de la m ansión, y no sólo los bust os im periales y los reloj es ra-
ros, sino t am bién un piano de ocasión y una vict rola de m aniguet a con los
discos de la nost algia. Una recua de indios se ocupaba de la carga, y una
banda de m úsicos anunciaba en los pueblos su llegada t riunfal.
La abuela viaj aba en un palanquín con guirnaldas de papel, rum iando los
cereales de la falt riquera, a la som bra de un palio de iglesia. Su t am año
m onum ent al había aum ent ado, porque usaba debaj o de la blusa un chaleco
de lona de velero, en el cual se m et ía los lingot es de oro com o se m et en las
balas en un cint urón de cart ucheras. Eréndira est aba j unt o a ella, vest ida
de géneros vist osos y con est operoles colgados, pero t odavía con la cadena
de perro en el t obillo.
- No t e puedes quej ar - le había dicho la abuela al salir de la ciudad front eri-
203
za- . Tienes ropas de reina, una cam a de luj o, una banda de m úsica propia,
y cat orce indios a t u servicio. ¿No t e parece espléndido?
- Sí, abuela.
- Cuando yo t e falt e - prosiguió la abuela- , no quedarás a m erced de los
hom bres, porque t endrás t u casa propia en una ciudad de im port ancia. Se-
rás libre y feliz.
Era una visión nueva e im previst a del porvenir. En cam bio no había vuelt o a
hablar de la deuda de origen, cuyos porm enores se ret orcían y cuyos plazos
aum ent aban a m edida que se hacían m ás int rincadas las cuest as del nego-
cio. Sin em bargo, Eréndira no em it ió un suspiro que perm it iera vislum brar
su pensam ient o. Se som et ió en silencio al t orm ent o de la cam a en los char-
cos de salit re, en el sopor de los pueblos lacust res, en el crát er lunar de las
m inas de t alco, m ient ras la abuela le cant aba la visión del fut uro com o si la
est uviera descifrando en las baraj as. Una t arde, al final de un desfiladero
opresivo, percibieron un vient o de laureles ant iguos, y escucharon pilt rafas
de diálogos de Jam aica, y sint ieron unas ansias de vida, y un nudo en el co-
razón, y era que habían llegado al m ar.
- Ahí lo t ienes - dij o la abuela, respirando la luz de vidrio del Caribe al cabo
de m edia vida de dest ierro- . ¿No t e gust a?
- Sí, abuela.
Allí plant aron la carpa. La abuela pasó la noche hablando sin soñar, y a ve-
ces confundía sus nost algias con la clarividencia del porvenir. Durm ió hast a
m ás t arde que de cost um bre y despert ó sosegada por el rum or del m ar. Sin
em bargo, cuando Eréndira la est aba bañando volvió a hacerle pronóst icos
sobre el fut uro, y era una clarividencia t an febril que parecía un delirio de
vigilia.
- Serás una dueña señorial - le dij o- . Una dam a de alcurnia, venerada por t us
prot egidas, y com placida y honrada por las m ás alt as aut oridades. Los capi-
t anes de los buques t e m andarán post ales desde t odos los puert os del
m undo.
Eréndira no la escuchaba. El agua t ibia perfum ada de orégano chorreaba en
la bañera por un canal alim ent ado desde el ext erior. Eréndira la recogía con
una t ot um a im penet rable, sin respirar siquiera, y se la echaba a la abuela
con una m ano m ient ras la j abonaba con la ot ra.
- El prest igio de t u casa volará de boca en boca desde el cordón de las Ant i-
llas hast a los reinos de Holanda - decía la abuela- . Y será m ás im port ant e
que la casa presidencial, porque en ella se discut irán los asunt os del go-
bierno y se arreglará el dest ino de la nación.
De pront o, el agua se ext inguió en el canal. Eréndira salió de la carpa para
averiguar qué pasaba, y vio que el indio encargado de echar el agua en el
canal est aba cort ando leña en la cocina.
204
- Se acabó - dij o el indio- . Hay que enfriar m ás agua.
Eréndira fue hast a la hornilla donde había ot ra olla grande con hoj as aro-
m át icas hervidas. Se envolvió las m anos en un t rapo, y com probó que po-
día levant ar la olla sin ayuda del indio.
- Vet e - le dij o- . Yo echo el agua.
Esperó hast a que el indio saliera de la cocina. Ent onces quit ó del fuego la
olla hirvient e, la levant ó con m ucho t rabaj o hast a la alt ura de la canal, y ya
iba a echar el agua m ort ífera en el conduct o de la bañera cuando la abuela
grit ó en el int erior de la carpa:
- ¡Eréndira!
Fue com o si la hubiera vist o. La niet a, asust ada por el grit o, se arrepint ió en
el inst ant e final.
- Ya voy, abuela - dij o- . Est oy enfriando el agua.
Aquella noche est uvo cavilando hast a m uy t arde, m ient ras la abuela cant a-
ba dorm ida con el chaleco de oro. Eréndira la cont em pló desde su cam a con
unos oj os int ensos que parecían de gat o en la penum bra. Luego se acost ó
com o un ahogado, con los brazos en el pecho y los oj os abiert os, y llam ó
con t oda la fuerza de su voz int erior:
- Ulises.
Ulises despert ó de golpe en la casa del naranj al. Había oído la voz de Erén-
dira con t ant a claridad, que la buscó en las som bras del cuart o. Al cabo de
un inst ant e de reflexión, hizo un rollo con sus ropas y sus zapat os, y aban-
donó el dorm it orio. Había at ravesado la t erraza cuando lo sorprendió la voz
de su padre:
- Para dónde vas.
Ulises lo vio ilum inado de azul por la luna.
- Para el m undo - cont est ó.
- Est a vez no t e lo voy a im pedir - dij o el holandés- . Pero t e adviert o una co-
sa: a dondequiera que vayas t e perseguirá la m aldición de t u padre.
- Así sea - dij o Ulises.
Sorprendido, y hast a un poco orgulloso por la resolución del hij o, el holan-
dés lo siguió por el naranj al enlunado con una m irada que poco a poco em -
pezaba a sonreír. Su m uj er est aba a sus espaldas con su m odo de est ar de
india herm osa. El holandés habló cuando Ulises cerró el port al.
- Ya volverá - dij o- apaleado por la vida, m ás pront o de lo que t ú crees.
- Eres m uy brut o - suspiró ella- . No volverá nunca.
En esa ocasión, Ulises no t uvo que pregunt arle a nadie por el rum bo de
Eréndira. At ravesó el desiert o escondido en cam iones de paso, robando pa-
ra com er y para dorm ir, y robando m uchas veces por el puro placer del
riesgo, hast a que encont ró la carpa en ot ro pueblo de m ar, desde el cual se
veían los edificios de vidrio de una ciudad ilum inada, y donde resonaban los
205
adioses noct urnos de los buques que zarpaban para la isla de Aruba. Erén-
dira est aba dorm ida, encadenada al t ravesaño, y en la m ism a posición de
ahogado a la deriva, en que lo había llam ado. Ulises perm aneció cont em -
plándola un largo rat o sin despert arla, pero la cont em pló con t ant a int en-
sidad que Eréndira despert ó. Ent onces se besaron en la oscuridad, se acari-
ciaron sin prisa, se desnudaron hast a la fat iga, con una t ernura callada y
una dicha recóndit a que se parecieron m ás que nunca al am or.
En el ot ro ext rem o de la carpa, la abuela dorm ida dio una vuelt a m onum en-
t al y em pezó a delirar.
- Eso fue por los t iem pos en que llegó el barco griego - dij o- . Era una t ripula-
ción de locos que hacían felices a las m uj eres y no les pagaban con dinero
sino con esponj as, unas esponj as vivas que después andaban cam inando
por dent ro de las casas, gim iendo com o enferm os de hospit al y haciendo
llorar a los niños para beberse las lágrim as.
Se incorporó con un m ovim ient o subt erráneo, y se sent ó en la cam a.
- Ent onces fue cuando llegó él, Dios m ío - grit ó- , m ás fuert e, m ás grande y
m ucho m ás hom bre que Am adís.
Ulises, que hast a ent onces no había prest ado at ención al delirio, t rat ó de
esconderse cuando vio a la abuela sent ada en la cam a. Eréndira lo t ranqui-
lizó.
- Tat e quiet o - le dij o- . Siem pre que llega a esa part e se sient a en la cam a,
pero no despiert a.
Ulises se acost ó en su hom bro.
- Yo est aba esa noche cant ando con los m arineros y pensé que era un t em -
blor de t ierra - cont inuó la abuela- . Todos debieron pensar lo m ism o, porque
huyeron dando grit os, m uert os de risa, y sólo quedó él baj o el cobert izo de
ast rom elias. Recuerdo com o si hubiera sido ayer que yo est aba cant ando la
canción que t odos cant aban en aquellos t iem pos. Hast a los loros en los pa-
t ios, cant aban.
Sin son ni t on, com o sólo es posible cant ar en los sueños, cant ó las líneas
de su am argura:

Señor, Señor, devuélvem e m i ant igua inocencia


para gozar su am or ot ra vez desde el principio.

Sólo ent onces se int eresó Ulises en la nost algia de la abuela.


- Ahí est aba él - decía- con una guacam aya en el hom bro y un t rabuco de
m at ar caníbales com o llegó Guat arral a las Guayanas, y yo sent í su alient o
de m uert e cuando se plant ó en frent e de m í, y m e dij o: le he dado m il ve-
ces la vuelt a al m undo y he vist o a t odas las m uj eres de t odas las naciones,
así que t engo aut oridad para decirt e que eres la m ás alt iva y la m ás servi-
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cial, la m ás herm osa de la Tierra.
Se acost ó de nuevo y sollozó en la alm ohada. Ulises y Eréndira perm anecie-
ron un largo rat o en silencio, m ecidos en la penum bra por la respiración
descom unal de la anciana dorm ida. De pront o, Eréndira pregunt ó sin un
quebrant o m ínim o en la voz:
- ¿Te at reverías a m at arla?
Tom ado de sorpresa, Ulises no supo qué cont est ar.
- Quién sabe - dij o- . ¿Tú t e at reves?
- Yo no puedo - dij o Eréndira- , porque es m i abuela.
Ent onces Ulises observó ot ra vez el enorm e cuerpo dorm ido, com o m idien-
do su cant idad de vida, y decidió:
- Por t i soy capaz de t odo.

Ulises com pró una libra de veneno para rat as, la revolvió con nat a de leche
y m erm elada de fram buesa, y vert ió aquella crem a m ort al dent ro de un
past el al que le había sacado su relleno de origen. Después le puso encim a
una crem a m ás densa, com poniéndolo con una cuchara hast a que no quedó
ningún rast ro de la m aniobra siniest ra, y com plet ó el engaño con set ent a y
dos velit as rosadas.
La abuela se incorporó en el t rono blandiendo el báculo am enazador cuando
lo vio ent rar en la carpa con el past el de fiest a.
- Descarado - grit ó- . ¡Cóm o t e at reves a poner los pies en est a casa!
Ulises se escondió det rás de su cara de ángel.
- Vengo a pedirle perdón - dij o- , hoy día de su cum pleaños.
Desarm ada por su m ent ira cert era, la abuela hizo poner la m esa com o para
una cena de bodas. Sent ó a Ulises a su diest ra, m ient ras Eréndira les ser-
vía, y después de apagar las velas con un soplo arrasador cort ó el past el en
part es iguales. Le sirvió a Ulises.
- Un hom bre que sabe hacerse perdonar t iene ganada la m it ad del cielo -
dij o- . Te dej o el prim er pedazo que es el de la felicidad.
- No m e gust a el dulce - dij o él- . Que le aproveche.
La abuela le ofreció a Eréndira ot ro pedazo de past el. Ella se lo llevó a la
cocina y lo t iró en la caj a de la basura.
La abuela se com ió sola t odo el rest o. Se m et ía los pedazos ent eros en la
boca y se los t ragaba sin m ast icar, gim iendo de gozo, y m irando a Ulises
desde el lim bo de su placer. Cuando no hubo m ás en su plat o se com ió
t am bién el que Ulises había despreciado. Mient ras m ast icaba el últ im o t ro-
zo, recogía con los dedos y se m et ía en la boca las m igaj as del m ant el.
Había com ido arsénico com o para ext erm inar una generación de rat as. Sin
em bargo, t ocó el piano y cant ó hast a la m edia noche, se acost ó feliz, y con-
siguió un sueño nat ural. El único signo nuevo fue un rast ro pedregoso en su
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respiración.
Eréndira y Ulises la vigilaron desde la ot ra cam a, y sólo esperaban su est er-
t or final. Pero la voz fue t an viva com o siem pre cuando em pezó a delirar.
- ¡Me volvió loca, Dios m ío, m e volvió loca! - grit ó- . Yo ponía dos t rancas en
el dorm it orio para que no ent rara, ponía el t ocador y la m esa cont ra la
puert a y las sillas sobre la m esa, y bast aba con que él diera un golpecit o
con el anillo para que los parapet os se desbarat aran, las sillas se baj aban
solas de la m esa, la m esa y el t ocador se apart aban solos, las t rancas se
salían solas de las argollas.
Eréndira y Ulises la cont em plaban con un asom bro crecient e, a m edida que
el delirio se volvía m ás profundo y dram át ico, y la voz m ás ínt im a.
- Yo sent ía que m e iba a m orir, em papada en sudor de m iedo, suplicando
por dent ro que la puert a se abriera sin abrirse, que él ent rara sin ent rar ,
que no se fuera nunca pero que t am poco volviera j am ás, para no t ener que
m at arlo.
Siguió recapit ulando su dram a durant e varias horas, hast a en sus det alles
m ás ínfim os, com o si lo hubiera vuelt o a vivir en el sueño. Poco ant es del
am anecer se revolvió en la cam a con un m ovim ient o de acom odación sísm i-
ca y la voz se le quebró con la inm inencia de los sollozos.
- Yo lo previne, y se rió - grit aba- , lo volví a prevenir y volvió a reírse, hast a
que abrió los oj os at errados, diciendo, ¡ay reina! ¡ay reina! , y la voz no le
salió por la boca sino por la cuchillada de la gargant a.
Ulises, espant ado con la t rem enda evocación de la abuela, se agarró de la
m ano de Eréndira.
- ¡Viej a asesina! - exclam ó.
Eréndira no le prest ó at ención, porque en ese inst ant e em pezó a despunt ar
el alba. Los reloj es dieron las cinco.
- ¡Vet e! - dij o Eréndira- . Ya va a despert ar.
- Est á m ás viva que un elefant e - exclam ó Ulises- . ¡No puede ser!
Eréndira lo at ravesó con una m irada m ort al.
- Lo que pasa - dij o- es que t ú no sirves ni para m at ar a nadie.
Ulises se im presionó t ant o con la crudeza del reproche, que se evadió de la
carpa. Eréndira cont inuó observando a la abuela dorm ida, con su odio se-
cret o, con la rabia de la frust ración, a m edida que se alzaba el am anecer y
se iba despert ando el aire de los páj aros. Ent onces la abuela abrió los oj os
y la m iró con una sonrisa plácida.
- Dios t e salve, hij a.
El único cam bio not able fue un principio de desorden en las norm as cot idia-
nas. Era m iércoles, pero la abuela quiso ponerse un t raj e de dom ingo, deci-
dió que Eréndira no recibiera ningún client e ant es de las once, y le pidió
que le pint ara las uñas de color granat e y le hiciera un peinado de pont ifi-
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cal.
- Nunca había t enido t ant as ganas de ret rat arm e - exclam ó.
Eréndira em pezó a peinarla, pero al pasar el peine de desenredar se quedó
ent re los dient es un m azo de cabellos. Se lo m ost ró asust ada a la abuela.
Ella lo exam inó, t rat ó de arrancarse ot ro m echón con los dedos, y ot ro ar-
bust o de pelos se le quedó en la m ano. Lo t iró al suelo y probó ot ra vez, y
se arrancó un m echón m ás grande. Ent onces em pezó a arrancarse el cabe-
llo con las dos m anos, m uert a de risa, arroj ando los puñados en el aire con
un j úbilo incom prensible, hast a que la cabeza le quedó com o un coco pela-
do.
Eréndira no volvió a t ener not icias de Ulises hast a dos sem anas m ás t arde,
cuando percibió fuera de la carpa el reclam o de la lechuza. La abuela había
em pezado a t ocar el piano, y est aba t an absort a en su nost algia que no se
daba cuent a de la realidad. Tenía en la cabeza una peluca de plum as ra-
diant es.
Eréndira acudió al llam ado y sólo ent onces descubrió la m echa de det onan-
t e que salía de la caj a del piano y se prolongaba por ent re la m aleza y se
perdía en la oscuridad. Corrió hacia donde est aba Ulises, se escondió j unt o
a él ent re los arbust os, y am bos vieron con el corazón oprim ido la llam it a
azul que se fue por la m echa del det onant e, at ravesó el espacio oscuro y
penet ró en la carpa.
- Tápat e los oídos - dij o Ulises.
Am bos lo hicieron, sin que hiciera falt a, porque no hubo explosión. La t ien-
da se ilum inó por dent ro con una deflagración radiant e, est alló en silencio,
y desapareció en una t rom ba de hum o de pólvora m oj ada. Cuando Eréndira
se at revió a ent rar, creyendo que la abuela est aba m uert a, la encont ró con
la peluca cham uscada y la cam isa en pilt rafas, pero m ás viva que nunca,
t rat ando de sofocar el fuego con una m ant a.
Ulises se escabulló al am paro de la grit ería de los indios que no sabían qué
hacer, confundidos por las órdenes cont radict orias de la abuela. Cuando lo-
graron por fin dom inar las llam as y disipar el hum o, se encont raron con una
visión de naufragio.
- Parece cosa del m aligno - dij o la abuela- . Los pianos no est allan por casua-
lidad.
Hizo t oda clase de conj et uras para est ablecer las causas del nuevo desas-
t re, pero las evasivas de Eréndira, y su act it ud im pávida, acabaron de con-
fundirla. No encont ró una m ínim a fisura en la conduct a de la niet a, ni se
acordó de la exist encia de Ulises. Est uvo despiert a hast a la m adrugada,
hilando suposiciones y haciendo cálculos de las pérdidas. Durm ió poco y
m al. A la m añana siguient e, cuando Eréndira le quit ó el chaleco de las ba-
rras de oro le encont ró am pollas de fuego en los hom bros, y el pecho en
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carne viva. «Con razón que dorm í dando vuelt as - dij o, m ient ras Eréndira le
echaba claras de huevo en las quem aduras- . Y adem ás, t uve un sueño ra-
ro». Hizo un esfuerzo de concent ración, para evocar la im agen, hast a que la
t uvo t an nít ida en la m em oria com o en el sueño.
- Era un pavorreal en una ham aca blanca - dij o.
Eréndira se sorprendió, pero rehizo de inm ediat o su expresión cot idiana.
- Es un buen anuncio - m int ió- . Los pavorreales de los sueños son anim ales
de larga vida.
- Dios t e oiga - dij o la abuela- , porque est am os ot ra vez com o al principio.
Hay que em pezar de nuevo.
Eréndira no se alt eró. Salió de la carpa con el plat ón de las com presas, y
dej ó a la abuela con el t orso em bebido de claras de huevo, y el cráneo em -
badurnado de m ost aza. Est aba echando m ás claras de huevo en el plat ón,
baj o el cobert izo de palm as que servía de cocina, cuando vio aparecer los
oj os de Ulises por det rás del fogón com o lo vio la prim era vez det rás de su
cam a. No se sorprendió, sino que le dij o con una voz de cansancio:
- Lo único que has conseguido es aum ent arm e la deuda.
Lo oj os de Ulises se t urbaron de ansiedad. Perm aneció inm óvil, m irando a
Eréndira en silencio, viéndola part ir los huevos con una expresión fij a, de
absolut o desprecio, com o si él no exist iera. Al cabo de un m om ent o, los
oj os se m ovieron, revisaron las cosas de la cocina, las ollas colgadas, las
rist ras de achiot e, los plat os, el cuchillo de dest azar. Ulises se incorporó,
siem pre sin decir nada, y ent ró baj o el cobert izo y descolgó el cuchillo.
Eréndira no se volvió a m irarlo, pero en el m om ent o en que Ulises abando-
naba el cobert izo, le dij o en voz m uy baj a:
- Ten cuidado, que ya t uvo un aviso de la m uert e. Soñó con un pavorreal en
una ham aca blanca.
La abuela vio ent rar a Ulises con el cuchillo, y haciendo un suprem o esfuer-
zo se incorporó sin ayuda del báculo y levant ó los brazos.
- ¡Muchacho! - grit ó- . Te volvist e loco.
Ulises le salt ó encim a y le dio una cuchillada cert era en el pecho desnudo.
La abuela lanzó un gem ido, se le echó encim a y t rat ó de est rangularlo con
sus pot ent es brazos de oso.
- Hij o de put a - gruñó- . Dem asiado t arde m e doy cuent a que t ienes cara de
ángel t raidor.
No pudo decir nada m ás porque Ulises logró liberar la m ano con el cuchillo
y le asest ó una segunda cuchillada en el cost ado. La abuela solt ó un gem ido
recóndit o y abrazó con m ás fuerza al agresor. Ulises asest ó un t ercer golpe,
sin piedad, y un chorro de sangre expulsada a alt a presión le salpicó la ca-
ra: era una sangre oleosa, brillant e y verde, igual que la m iel de m ent a.
Eréndira apareció en la ent rada con el plat ón en la m ano, y observó la lucha
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con una im pavidez crim inal.
Grande, m onolít ica, gruñendo de dolor y de rabia, la abuela se aferró al
cuerpo de Ulises. Sus brazos, sus piernas, hast a su cráneo pelado est aban
verdes de sangre. La enorm e respiración de fuelle, t rast ornada por los pri-
m eros est ert ores, ocupaba t odo el ám bit o. Ulises logró liberar ot ra vez el
brazo arm ado, abrió un t aj o en el vient re, y una explosión de sangre lo em -
papó de verde hast a los pies. La abuela t rat ó de alcanzar el aire que ya le
hacía falt a para vivir, y se derrum bó de bruces. Ulises se solt ó de los brazos
exhaust os y sin darse un inst ant e de t regua le asest ó al vast o cuerpo caído
la cuchillada final.
Eréndira puso ent onces el plat ón en una m esa, se inclinó sobre la abuela,
escudriñándola sin t ocarla, y cuando se convenció de que est aba m uert a su
rost ro adquirió de golpe t oda la m adurez de persona m ayor que no le habí-
an dado sus veint e años de infort unio. Con m ovim ient os rápidos y precisos,
recogió el chaleco de oro y salió de la carpa.
Ulises perm aneció sent ado j unt o al cadáver, agot ado por la lucha, y cuant o
m ás t rat aba de lim piarse la cara m ás se la em badurnaba de aquella m at eria
verde y viva que parecía fluir de sus dedos. Sólo cuando vio salir a Eréndira
con el chaleco de oro t om ó conciencia de su est ado.
La llam ó a grit os, pero no recibió ninguna respuest a. Se arrast ró hast a la
ent rada de la carpa, y vio que Eréndira em pezaba a correr por la orilla del
m ar en dirección opuest a a la de la ciudad. Ent onces hizo un últ im o es-
fuerzo para perseguirla, llam ándola con unos grit os desgarrados que ya no
eran de am ant e sino de hij o, pero lo venció el t errible agot am ient o de haber
m at ado a una m uj er sin ayuda de nadie. Los indios de la abuela lo alcanza-
ron t irado bocabaj o en la playa, llorando de soledad y de m iedo.
Eréndira no lo había oído. I ba corriendo cont ra el vient o, m ás veloz que un
venado, y ninguna voz de est e m undo la podía det ener. Pasó corriendo sin
volver la cabeza por el vapor ardient e de los charcos de salit re, por los crá-
t eres de t alco, por el sopor de los palafit os, hast a que se acabaron las cien-
cias nat urales del m ar y em pezó el desiert o, pero t odavía siguió corriendo
con el chaleco de oro m ás allá de los vient os áridos y los at ardeceres de
nunca acabar, y j am ás se volvió a t ener la m enor not icia de ella ni se en-
cont ró el vest igio m ás ínfim o de su desgracia.

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