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¿Existe el arte gay?

Leo Bersani

Cuando hoy en día hablamos de cine gay –o, en términos más amplios, de arte gay– por
lo general nos referimos a películas o novelas de temática gay, usualmente filmadas o
escritas por cineastas o novelistas gays y lesbianas. Esto quiere decir que, pese a toda la
retórica antiidentitaria de la teoría queer contemporánea, aquello que denominamos arte
gay pareciera ser inseparable de las ideas de autorías, públicos y sujetos gays. Quisiera
proponer una idea de arte gay –de una homo-estética, para ser más preciso– para la cual
el deseo homosexual es esencial, pero que paradójica y precisamente por ello puede
prescindir del concepto de identidad homosexual.
El actual interés por las culturas gay y lesbiana coincidió con un sentido nuevo o renovado
de la comunidad gay, precipitado o reforzado por acontecimientos o crisis específicas
como Stonewall o el VIH. Esto plantea interesantes y difíciles preguntas: ¿está la
comunidad movilizada por una crisis específica destinada a desaparecer con el fin de
dicha crisis? ¿O es su formación históricamente específica la oportunidad de definir una
cultura gay que quizás ya estaba allí pero que podría haber permanecido invisible de no
haber existido una comunidad que la visibilizara? Y si existe una cultura, la lógica dicta
que entonces también debe existir una sensibilidad, y si existe una sensibilidad, ¿cómo
podría expresarse sino en el arte? De modo que tenemos festivales de cine gay y lésbico
y estudios culturales homosexuales. Éstos últimos toman muchas formas. Existe, por
ejemplo, una historia gay y lésbica que muchos de nosotrxs desconocíamos hasta que
estudios recientes llamaron nuestra atención sobre algunos de sus aspectos. Parte de
esta historia saca a la luz a comunidades gay europeas y estadounidenses más o menos
clandestinas de antes del periodo moderno, comunidades en las que observamos formas
rudimentarias de lo que podríamos llamar una cultura gay o lesbiana. Pasaré por alto por
ahora la relación de este campo de estudios con la afirmación de que el o la homosexual
no existían como personas –de que existía solamente el comportamiento homosexual–
antes de que él o ella fuesen inventados a mediados del siglo XIX, propuesta que
podríamos pensar que borra un área completa de los estudios gays. Éstos descubren una
cultura gay premoderna que se piensa a sí misma como dueña de una personalidad
vinculada con sus preferencias sexuales, aunque obviamente sin ajustarse a las
terminologías de la sexología moderna, la psiquiatría o el psicoanálisis. También es cierto
–y esto da cuenta de algunos de los mejores trabajos en los estudios gays y lésbicos
contemporáneos– que la “escritura gay” ha sido por lo general una función de la escritura
que oficialmente la excluyó. Se desarrolló en oposición a las ideologías textuales a su
disposición. Así es como Michael Warner (en The Letters of the Republic) y Chris Lane
(en The Ruling Passion) respectivamente han mostrado cómo cierta imaginación de las
relaciones íntimas entre hombres está codificada en ideologías oficiales tan
heterosexuales como la escritura teológica puritana en el Estados Unidos precolonial y la
literatura celebratoria del imperialismo británico a comienzos de este siglo. Sus estudios
apuntan a la especificidad histórica y el relativismo de lo que sea que podamos querer
llamar una textualidad gay: ésta resiste los códigos que la excluyen mediante distintas
maniobras que (para usar los términos desarrollados por Judith Butler) subversiva o
paródicamente resignifican sus términos. En Wilde, por ejemplo, podríamos pensar en
una sensibilidad gay codificada en una sistemática y perversa inversión de los valores
intelectuales dominantes: su célebre máxima “solo las personas superficiales no juzgan
por las apariencias” es un ejemplo paradigmático de lo que hoy llamaríamos
escritura queer, designación que eludiría las trampas esencializantes de la idea de
escritura gay al ampliar la categoría a una resistencia no sexualmente específica a la
cultura dominante. Incluso podríamos tenerlo de las dos maneras, específica y general. D.
A. Miller, por ejemplo, habla en Bringing Out Roland Barthes de que las personas gays por
largo tiempo han reconocido la homosexualidad de Roland Barthes en lo que llama la
gravitación del francés hacia “tópicos marica: la moda femenina, el travestismo, Sade, la
lucha, Proust”, así como también en un modo agresivamente amanerado de escritura que,
de manera implícita, desafía al lector heterosexual con su cultivo desvergonzado
justamente de aquellos rasgos estilísticos estigmatizados como homosexuales por buena
parte de la crítica hetero. Al mismo tiempo, Miller elogia a Barthes por una celebración
menos secreta, más explícita de lo perverso como fuente de placer, celebración que lo
distingue no solo por ser el fallido gay de closet que no podía evitar estar siempre
delatándose, sino también el héroe de lo que Michael Warner ha llamado el “pensamiento
crítico a contrapelo de lo normal”.
De modo que lo que considero la fecunda incoherencia de los estudios queer gays y
lesbianos en realidad no nos ayuda mucho a producir una definición del arte gay. Resulta
claro, por lo demás, que no necesitamos tal definición, que de hecho podría reducir el
alcance y empobrecer el contenido de unos estudios queer estimulantemente centrífugos.
Y aún así, a riesgo de parecer un villano esencialista, intentaré ahora definir una estética
gay.
En los escritores que estudio en Homos, la identidad es inseparable de ciertos
posicionamientos específicos del cuerpo deseante. El deseo es despsicologizado: como
resultado, una identidad gay –yo preferiría decir una especificidad gay– no tendría
necesariamente que ver con contenidos psíquicos tales como la diferencia entre las
formaciones hétero- y homosexuales de los apegos y conflictos edípicos, sino que sería
una inferencia directa de las imágenes del cuerpo. Obviamente estoy hablando desde la
posición de sujeto del deseo gay masculino, pero similares investigaciones podrían
realizarse desde una perspectiva lesbiana. El posicionamiento masculino es
particularmente potente en el caso de Genet. Me interesa cierto posicionamiento sexual
en su obra Pompas fúnebres, en una escena de dos hombres culiando en la que Genet
opone hacer el amor cara a cara (lo cual, según él, habría confinado a la pareja en un
óvalo privado y excluyente) a un hombre ubicado tras el compañero al que está
penetrando, ambos formando algo así como el mascarón de proa de un barco, mirando la
oscuridad como se “mira el futuro”. “[N]o se amaban uno al otro”, continúa Genet, sino que
“escapaban de sí mismos por encima del mundo, a plena vista del mundo, en un gesto de
victoria”. Victoria, quisiera sugerir, por sobre la idea del sexo como refuerzo de una
intimidad à deux, como utilización de ese óvalo para huir de la vista del mundo y del futuro
y quedar en cambio absorbido por los siempre inútiles esfuerzos por penetrar los secretos
del otro, es decir, los deseos del otro. La socialidad en Genet es algo así como una serie
de relevos eyaculatorios del self a través de otros y una visión explosivamente narcisista
de la comunidad que, no obstante, es idéntica a una generosa efusión del self. Este
homo-narcisismo derriba las barreras del yo en vez de reforzarlas. Tal vez la renuncia a la
intimidad oval de la pareja sea la precondición de una comunidad en donde la
relacionalidad sería una función de la semejanza antes que de las diferencias jerárquicas
o antagonistas, una comunidad en la que podríamos ser indiferentes a la diferencia, en la
que la diferencia, en vez de ser el término valorado, sería el suplemento no amenazante
de la semejanza.
Esto supondría una especie de apropiación oportunista por nuestra parte de algunas de
las mismas categorías que nos han sido impuestas. En específico, podríamos ver con
buenos ojos la reducción cultural un tanto abusiva de la semejanza y la diferencia a
cuestiones de elección sexual (según la cual los homosexuales buscarían lo mismo
mientras que los heterosexuales desearían y apreciarían lo diferente). Podríamos aceptar
la identificación de la homosexualidad con la semejanza al insistir en su radical potencial:
el de nuestro rol privilegiado en la demostración de cómo una suerte de narcisismo
impersonal puede derribar las formaciones defensivas del autocomplaciente yo,
demolición ineludible si es que una reestructuración fundamental del lo social ha de ocurrir
alguna vez.
Este es un rol privilegiado pero no único ni siempre garantizado. Existe mucha escritura
que se identifica a sí misma como gay en la que reina incuestionado el autocomplaciente
yo. Por el contrario, en la producción de artistas heterosexuales podríamos prestar
atención no a los impulsos homoeróticos que nos hemos vuelto adeptos a sacar a la luz
en sus obras, sino más bien a las corrientes de homo-idad [homo-ness], a esas
expansiones del self hacia el mundo que disuelven el yo, y que junto con Ulysse Dutoit
estudié en las pinturas de Rothko y las películas de Resnais en Arts of Impoverishment. El
arte, en particular el arte visual, puede manifestar lo que Greil Marcus llama “el misterio de
las conexiones espectrales” entre fenómenos separados por una sintaxis perceptiva
convencional y restrictiva. El arte en el que estoy pensando supone una enorme y doble
negatividad: la negación de la relacionalidad tal como la conocemos y un ataque al culto
de la diferencia que apuntala el modo de relaciones dominante. Puede que la negatividad
sea más marcada en autores canónicos que en el arte culturalmente marginal, que
frecuentemente celebra las culturas minoritarias y reafirma así sin quererlo las barreras
diferenciales que la cultura dominante se complace en ver reforzadas. El proceso de
canonización en nuestra cultura, por otra parte, si bien explícitamente busca inmortalizar
el arte afirmativo de la civilización occidental, frecuente y secretamente hace de las obras
y lecturas obligadas de dicha civilización monumentos de negatividad que constituyen el
reverso suicida de un yo agotadoramente defensivo y autocomplaciente. La negatividad
en el arte ataca los mitos de la cultura dominante: por ejemplo, el mito pastoral de la
sexualidad como inherentemente amorosa y edificante, de la sexualidad como continua
con la comunidad y en armonía con ella. Solo insistiendo en la desolación, en el amor al
poder, incluso en la violencia que tal vez sean inherentes a las relaciones humanas
podamos quizás comenzar a rediseñar esas relaciones de modo tal que no necesiten
recurrir a la cultura para ennoblecerlas. O planteado en otros términos: ¿cómo
controlamos los precipitados históricos de una pasión por la violencia sin negar nuestra
intratable implicación en ella? Una importante función del arte podría redefinirse como
anticomunitaria, contra las asimilaciones institucionales de obras particulares (en la
medida que esto sea posible). Beckett aquí es ejemplar, como lo son en la escritura gay
las novelas de Dennis Cooper, donde el ideal occidental de conocimiento intersubjetivo es
implacablemente desublimado y literalizado en el frío y brutal destripamiento de cuerpos
como medio para conocer al otro.
La disrupción de las relaciones diferenciales puede desde luego figurarse de maneras
menos literalmente violentas. Estoy pensando, por ejemplo, en que Mallarmé sabía que la
violencia que estaba haciendo a la sintaxis de las oraciones normales era una violencia
relacional con implicancias más allá de lo estético: una violencia al lenguaje en cuanto
instrumento de la comprensión social. En las artes visuales, por poner otro caso, cuando
pintores tan distintos como Da Vinci y Caravaggio a momentos yuxtaponen dos figuras,
una de las cuales parece salir de la parte superior de la otra en vez de estar
completamente definida y claramente separada (figuras que parecen siameses), podemos
observar una invasión bastante ominosa del campo visual por una relación de semejanza
o multiplicación del self, semejanza que al mismo tiempo extiende una figura y destruye
sus límites, su contenida integridad.
En la realización de este tipo de indagaciones, quedamos expuestos a los ataques de
quienes desean saber cuál debiera ser su agenda política inmediata, por qué debieran
luchar mañana. Puede resultar difícil reconocer que el arte interviene en la vida política a
distintas distancias de los problemas políticos particulares. Es más: puede que un intento
por reconfigurar el campo relacional sea la precondición de unas reorganizaciones
políticas y sociales duraderas. A modo de conclusión, podemos apreciar la gravedad de
esta dificultad mediante un breve examen de Caravaggio, ese forajido italiano al estilo de
Genet. En Caravaggio’s Secret, junto con Ulysse Dutoit presté especial atención a la
obsesión del pintor por la mirada: están las seductoras miradas de figuras masculinas
específicas que provocan a lxs espectadorxs con una insinuación erótica visual; está
Caravaggio pintándose a sí mismo como señuelo erótico, para poder quizás contener y
domesticar su mensaje sexual en el óvalo autoprotector e idéntico de modelo y pintor.
Encontramos, en varias pinturas, figuras espiando las enigmáticas miradas de los otros,
como si los códigos visuales ya hubieran dejado de ser útiles para el establecimiento de
relaciones. Y están, finalmente, las obras donde las miradas de las distintas figuras son
descontroladamente divergentes. Incluso cuando hay alguien que podríamos pensar que
centra la mirada –Cristo, por ejemplo–, casi todos quienes se encuentran alrededor de
esa figura “central” parecen saber, como sabía Caravaggio, que nadie tiene la autoridad
para centrar nuestra mirada, para definir su relación primaria. Que Caravaggio supiera
esto y que pintara principalmente temas religiosos en los que la primacía relacional por
definición no podía cuestionarse es increíblemente conmovedor. No había casi nada más
a su disposición, de modo que realmente fue, incluso más que Genet, un forajido, fuera de
todas las leyes relacionales que se le dieron. Desde luego que, en pintura, la
relacionalidad se trata principalmente de una cuestión de atención visual. En Caravaggio,
como las figuras proliferan, mirando frecuentemente a algún punto inidentificable más allá
de la pintura, la soledad de Caravaggio se vuelve aún más visible. Ya que sus figuras, al
igual que él, tal vez al igual que nosotrxs, saben que poco falta para que haya que
comenzar todo de nuevo, pero por el momento ellas, él, nosotrxs simplemente no
sabemos hacia dónde mirar.

* Conferencia dictada en Londres en 1996 e inédita hasta su publicación como “Is There a
Gay Art?” en la colección de ensayos Is the Rectum a Grave? and Other Essays (Chicago:
The University of Chicago Press, 2010), pp. 31-35.

Por Leo Bersani


Traducción de Rodrigo Zamorano

Revista Oropel: https://revistaoropel.cl/index.php/2022/08/29/existe-el-arte-gay-por-leo-


bersani-traduccion-de-rodrigo-zamorano/

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