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Ur, Ciudad de los Caldeos, Leonard Woolley, 1929.

Capítulo 1. Los orígenes de Ur, y el diluvio.

LA HISTORIA de Ur se pierde en aquellos confusos tiempos, muy anteriores al Diluvio,


cuando el valle del Éufrates, por lo menos en su curso inferior, era todavía un gran
pantano a través del cual las aguas de los dos ríos seguían perezosamente su camino
hacia el mar. Poco a poco, a medida que los ríos fueron depositando sedimentos
arrastrados del norte, los terrenos pantanosos empezaron a menguar: "Las aguas se
juntaron en un lugar y apareció la tierra seca". De las tierras altas de Arabia y de las
regiones elevadas del Éufrates medio fueron bajando pobladores para ocupar aquellas
islas que ofreciesen al hombre la oportunidad de vivir y cultivar las tierras, esas ricas
tierras aluviales en las que, tan pronto como quedaban libres del agua, "podía crecer
la hierba, la hierba que daba semillas, y el árbol frutal que daba frutos según su
especie, con las semillas encerradas en su seno."

Una de estas islas fue Ur. Nuestras excavaciones no han sido todavía lo bastante
profundas y sólo han descubierto unas cuantas reliquias dispersas de los tiempos más
remotos; pero en al Ubaid, a unos seis kilómetros de Ur, hemos desenterrado parte de
un poblado de aquella época primitiva. Aquí, una pequeña loma, que por fortuna
nunca fue cubierta posteriormente con edificaciones, conservó los restos de chozas
construidas de barro y zarzo o de un endeble armazón de tablas con esteras de juncos.
Los pisos eran de barro apisonado y los hogares de barro o de ladrillo. Las puertas, de
madera, giraban sobre goznes con los extremos insertados en quicios labrados en
piedras.

En las ruinas encontramos gran cantidad de objetos de alfarería fina hechos a mano y
pintados, semejantes a los encontrados en los niveles inferiores de las excavaciones en
Ur (Lámina 1a), utensilios caseros, más toscos, para cocinar y guardar alimentos,
azadones y azuelas de piedra tallada y pulimentada, fragmentos de pedernal con
dientes de sierra, laminillas de obsidiana importada y hoces hechas de arcilla muy
cocida (Lámina 1b), todo ello testimonio de una cultura rudimentaria.

Era evidente que estas gentes cultivaban la tierra y recogían su cosecha de grano,
tenían ganado vacuno domesticado, ovejas y cabras; pescaban en los pantanos (pues
hemos encontrado anzuelos y modelos de barcos), y, a juzgar por los fragmentos de
figuras de terracota pintada representando hombres y mujeres, se pintaban o
tatuaban el cuerpo.

Las pesas de piedra encontradas demuestran que se conocía el telar, de lo que se


desprende que habían avanzado más allá de la etapa en que los hombres sólo se
cubrían con las pieles de animales (aunque por tradición estas vestiduras de pieles de
oveja persistieron hasta épocas muy posteriores). Como lujo tenían cuentas recortadas
de concha o toscamente talladas de cuarzo blanco transparente, cornalina y
obsidiana.

No hay nada que indique a qué raza pertenecieron estos primeros habitantes de
Mesopotamia, cuyas reliquias se encuentran no sólo en el delta meridional, sino
también mucho más lejos hacia el norte y también hacia el oeste. Podemos descubrir
en la cultura ya desarrollada de épocas posteriores, cuando el país de Sumeria ya
había recibido su nombre, cuando ya existían crónicas escritas y la civilización había
avanzado bastante, la profunda influencia que ejercieron las artes de los pobladores
primitivos. Pero, aunque esta relación sea indudable, no basta para justificar el que
llamemos súmeros a estos primeros pobladores, como tampoco podemos afirmar que
fueron "los únicos creadores" del arte súmero. Es más prudente reservar el nombre de
"súmero" para el período posterior, cuando otros habían aportado también su
contribución al progreso común de lo que había llegado a ser una raza híbrida, y
referirnos a los primeros habitantes de este país como "el pueblo de al Ubaid".

La existencia del poblado de al Ubaid debió de ser relativamente breve. Ur, poblado
semejante, aunque mucho mayor en tamaño, perduró mucho más. A medida que se
iban desintegrando las frágiles chozas de barro, sobre cuyas ruinas se construían
nuevas chozas, que a su vez se desmoronaban y volvían a ser reconstruidas, fue
subiendo el nivel del suelo, como ahora ocurre en cualquier aldea contemporánea de
construcciones de barro en el Cercano Oriente, y lo que había sido una isla se
convirtió poco a poco en una colina achatada. Se sucedieron las generaciones y la
acrópolis de Ur fue elevándose cada vez más, conforme los desechos de las casas se
apilaban en las calles y se descargaban fuera de las murallas... y entonces vino el
Diluvio.

Se acepta ya desde tiempo que la historia del Diluvio, tal como se relata en el Génesis,
está inspirada en la leyenda súmera. Las versiones escritas más antiguas que
poseemos de esta leyenda datan de hace más de dos mil años antes de Cristo y son,
por lo tanto, algunos siglos anteriores a Abraham; pero son muchas las autoridades
que ponen en duda el que tanto una como otra estén basadas en hechos históricos.

Pero es indudable que los súmeros no tenían semejantes dudas, pues aparte de la
leyenda, sobrecargada como está de mitología y milagros, los cronistas, en sus sobrios
cuadros de los reinados de los reyes, hacen mención del Diluvio como un
acontecimiento que interrumpió la marcha de la historia.

No nos dan detalles acerca de esto (después vino el Diluvio y después del Diluvio la
realeza descendió de nuevo de los cielos); pero puesto que afirman que existieron dos o
tres ciudades súmeras tanto antes como después del Diluvio, podemos aceptar que la
interrupción de la historia no fue definitiva, y que a pesar del desastre universal
sobrevivieron por lo menos algunos de los centros locales de civilización.

Es posible que se descubran referencias más extensas respecto al Diluvio en las


tablillas enterradas en el fértil suelo de Mesopotamia, pero aun así habrá quien opine
que sólo sirven para amplificar una mera leyenda: el historiador tiende a pedir una
prueba material, y una prueba material de un acontecimiento de este tipo es muy
difícil de encontrar.

Durante las temporadas de 1927-1928 y de 1918-1919 nuestro trabajo en el


cementerio prehistórico consistió en la excavación de un inmenso hoyo de unos 60
metros de longitud y de 9 a 12 metros de profundidad. Casi todo el suelo que
habíamos removido estaba formado por residuos domésticos: las cenizas grises de
fuegos de hogares, hollín negro y maderos medio quemados, adobes grisáceos,
descompuestos y convertidos de nuevo en la arcilla de que fueron fabricados
originalmente, ladrillos quemados, rotos o reducidos por la acción de sales orgánicas a
polvo rojo y amarillo, y montones de fragmentos de objetos de alfarería, todo ello en
capas bien definidas y acentuadamente inclinadas en una misma dirección, con
agujeros y cavidades aquí y allá que apenas interrumpian la notable uniformidad de
los estratos en general.

En el extremo sudoeste, donde el terreno se eleva hasta formar un alto montículo, la


pendiente de las capas de residuos era más pronunciada, aumentando cuanto más
hondo cavábamos; hacia el nordeste, donde la pendiente era más suave, los estratos
aumentaban de grosor con la profundidad, y en la parte más baja eran horizontales,
mientras que los fragmentos de cacharros de barro, que en los demás lugares se
habían encontrado en cualquier posición, aquí estaban aplanados y acumulados en el
fondo de cada capa, y la tierra donde estaban enterrados era suave, como si hubiera
sido depositada por el agua, variando de tono hasta alcanzar un negro turbio en la
parte superior de cada estrato. Las tumbas reales y otras fueron cavadas en estos
residuos, que continuaban a profundidades aún mayores.

Sólo había una explicación que correspondiese a estos hechos. Los residuos eran
desde luego más antiguos, probablemente mucho más antiguos, que las tumbas reales
encontradas en ellos, con ser éstas tan antiguas. La pendiente de los estratos indicaba
que no se trataba de los residuos que se acumulan en un lugar habitado, porque en
tal caso las capas habrían quedado en posición horizontal, sino de materiales de
desecho arrojados desde una altura situada en el extremo sudoeste de nuestra
excavación. La única altura desde la cual podrían haber sido arrojados materiales de
desecho era la muralla y los edificios de la ciudad primitiva. En tal caso, los primeros
residuos se habrían amontonado junto a la muralla; los que se descargaron sobre
éstos se habrían derramado formando un talud de pendiente cada vez menor a medida
que las orillas del montón se extendían más lejos; al elevarse el nivel de la ciudad
misma, el montículo también se habría elevado, extendiéndose cada vez más al mismo
tiempo, y, al fin, la gente habría acabado por no poder arrojar los materiales de
desecho desde la muralla, porque la pendiente del montículo se habría hecho
demasiado suave para que resbalaran, viéndose obligados a llevarlos fuera para
verterlos sobre la superficie del montículo. Esto explicaría las capas aplastadas del
extremo del nordeste; y los estratos de fango con los fragmentos de cacharros en
posición horizontal demuestran que el montículo de residuos terminaba en un canal
que corría paralelamente a las murallas de la ciudad.

De acuerdo con esto, hicimos sondeos más allá del extremo sudoeste de nuestro hoyo
y encontramos las murallas y los pavimentos de la ciudad primitiva. Un montículo de
residuos de 12 metros de altura representa un largo período de tiempo, un período
que puede muy bien calcularse en siglos, y con la excavación de las tumbas más
profundas aún no llegábamos al fondo de los residuos.

A principios de la primavera de 1929, con la esperanza de obtener testimonios


cronológicos, empezamos a abrir pozos hasta más abajo del nivel de las tumbas más
profundas. Casi inmediatamente se hicieron descubrimientos que confirmaron
nuestras opiniones previas, si tal confirmación hubiera sido necesaria. Justamente
debajo del piso de una de las tumbas reales, dentro de una capa de cenizas de madera
quemada, se encontró un gran número de tablillas de arcilla en las que había,
grabados, caracteres de un tipo mucho más arcaico que los de las inscripciones de las
tumbas. El descubrimiento se hizo en el extremo nordeste de la zona excavada, donde
incluso los residuos más profundos debían de pertenecer a un período relativamente
reciente de la formación del montículo; pero como las tablillas, en virtud de las
características de las inscripciones grabadas en ellas, podían con certeza considerarse
más antiguas que las tumbas en dos o trescientos años, la cronología de este estrato
particular quedó fijada satisfactoriamente, y desde luego cuanto más cavásemos al
mismo nivel y hacia el sudoeste, más antiguo sería el material que encontráramos.

Hubo un hecho que nos pareció de máxima importancia. Por mucho que
profundizásemos en los residuos y por mucho que nuestro trabajo nos llevase a
tiempos anteriores al de las tumbas reales, los objetos encontrados en estos residuos,
tales como objetos de alfarería y cosas semejantes, eran exactamente iguales a los que
se encontraban en las tumbas. En otras palabras, durante todo el período
representado por el crecimiento de los montones de desechos (hasta donde nosotros
habíamos penetrado) y por el cementerio primitivo, la civilización material del pueblo,
por lo menos en su aspecto doméstico, había cambiado notablemente poco.

Variaciones tales como las que encontramos en la escritura, por ejemplo,


representaban sólo la evolución que es de esperar en el curso de siglos, pero efectuada
según directrices uniformes por gentes de la misma raza. La asombrosa civilización
revelada por los contenidos de las tumbas, que describiré más adelante, siempre había
parecido implicar la existencia de un largo pasado; ahora teníamos la prueba
indudable del desarrollo constante y gradual que habíamos supuesto.

Se dio más profundidad a los pozos y de pronto cambió el carácter del terreno. En
lugar de los restos de objetos de alfarería estratificados y de los materiales de desecho,
nos encontramos con arcilla perfectamente limpia y uniforme, cuya contextura
indicaba que había sido depositada allí por el agua. Los trabajadores afirmaron que
habíamos llegado al fondo de todo, a los sedimentos fluviales de que estaba formado el
delta original, y al pronto, al examinar los lados del pozo, me sentí inclinado a darles
la razón; pero en seguida me di cuenta de que nos encontrábamos demasiado alto. No
era concebible que la isla sobre la cual se había edificado la primera población se
encontrara a un nivel tan alto respecto a lo que debió de haber sido el nivel del
pantano, y después de determinar las medidas hice que los obreros reanudasen el
trabajo de profundizar el hoyo. La arcilla limpia continuó igual (el único objeto
encontrado en ésta fue un fragmento de hueso fosilizado que debió de haber sido
arrastrado con la arcilla desde el curso superior del rio) hasta alcanzar un espesor de
unos dos metros y medio. Entonces, tan repentinamente como había empezado, se
acabó esta arcilla limpia, y de nuevo nos encontramos con capas de residuos
mezclados con utensilios de piedra, trozos del pedernal del cual se labraban las
herramientas, y objetos de alfarería.

Pero aquí hubo un cambio notable. En lugar de los cacharros que habíamos
encontrado encima de la arcilla y las tumbas, aparecían ahora fragmentos de los
objetos hechos y pintados a mano característicos de la aldea pre súmera de al Ubaid; y
por otra parte los numerosos utensilios de pedernal, que evidentemente fueron
fabricados en lugar, eran semejantes a los de al Ubaid, contribuyendo esto también a
diferenciar este estrato de los otros estratos superiores en los que raramente se
encontraban pedernales. El gran lecho de arcilla marcaba, si es que no había sido su
causa, una interrupción en la continuidad de la historia.

Un objeto enterrado entre los pedernales y los fragmentos de cacharros bajo la arcilla
resultó de importancia fundamental. Se trataba de un ladrillo de arcilla cocida. Las
ruinas que habíamos excavado anteriormente en Ur abarcan un período de más de
dos mil quinientos años, y en toda época en que la actividad constructiva haya sido
grande el tipo de ladrillo empleado muestra alguna modificación; cambian las medidas
y las proporciones relativas de los ladrillos, a menudo se emplean arcillas diferentes, y
por lo general es posible reconocer a primera vista la fecha de cualquier muro o
ladrillo aislado, confirmándola casi siempre las medidas tomadas con el metro. Pero
este ladrillo era diferente de todos los que hasta entonces habíamos visto. Era
indudable que pertenecía a un período entonces desconocido para nosotros, y, en una
forma inexplicable, daba la impresión de ser más antiguo que cualquiera de los
ladrillos que habíamos visto antes; pero lo que quedaba definitivamente demostrado
era que en esta época de mezcolanza de culturas Ur no era, como al Ubaid, una aldea
de casuchas de barro y chozas de cañas, sino una ciudad con edificios permanentes
sólidamente construidos, centro de un pueblo civilizado.

Mucho antes de esto ya habíamos comprendido el significado de nuestro


descubrimiento. El lecho de arcilla depositado por las aguas sobre la pendiente del
montículo, que se extendía desde la ciudad hasta el arroyo o canal en el extremo
nordeste, sólo podía ser el resultado de una inundación. Ningún otro agente podía
explicar esto.

En la Baja Mesopotamia las inundaciones son frecuentes, pero ningún crecimiento


ordinario de los ríos habría dejado tras si un volumen semejante al de este banco de
arcilla. Dos metros y medio de sedimentos significan una profundidad del agua muy
grande, y la inundación que los depositó debió de ser de una magnitud sin paralelo en
la historia local. Que así fue lo demuestra el hecho de que el banco de arcilla marca
una interrupción claramente definida en la continuidad de la cultura local; sobre él
falta toda una civilización que existió anteriormente y que al parecer fue sumergida
por las aguas.

Tomando en consideración todos los hechos, no cabía duda de que la inundación, de


cuya existencia habíamos encontrado las únicas pruebas posibles, correspondía al
Diluvio de la historia y las leyendas súmeras, el Diluvio en el que está basada la
historia de Noé. Un pozo abierto a 275 metros hacia el noroeste nos reveló el mismo
lecho de arcilla depositada por las aguas, y bajo éste los mismos pedernales y
cacharros de barro pintados del pueblo pre-súmero. El paso siguiente consistió en
examinar la parte más alta del montículo de la antigua población, más arriba del nivel
alcanzado por la arcilla depositada sobre las faldas al retroceder las aguas.

El tiempo apremiaba y no era posible excavar más que una pequeña zona, y ésta no
hasta una profundidad en la que pudieran encontrarse restos culturales del tipo al
Ubaid no mezclados con los de los habitantes posteriores. Pero descendiendo a través
de niveles sucesivos de ocupación definidos por pisos de ladrillos o de barro apisonado
descansando uno sobre el otro, y por las ruinas de los muros de las casas, pasamos
bruscamente de estratos que contenían estos súmeros únicamente a otros en los que
junto a éstos encontraban los familiares cacharros de arcilla pintados los utensilios de
pedernal y de obsidiana.

Siguiendo cuesta abajo las capas inclinadas de los residuos nos fue posible probar que
estos niveles mixtos en las ruinas de la población correspondían a las capas de
residuos situadas bajo el banco de arcilla. Unos cinco metros más abajo de un
pavimento de ladrillo al que podíamos asignar, con bastante certeza, una fecha
correspondiente a una época no posterior a las Tumbas Reales, nos encontramos con
las ruinas de la Ur que existió antes del Diluvio.

Eso en cuanto a los hechos. ¿Qué conclusiones nos es licito derivar de ellos?
El descubrimiento de la existencia de una inundación real que dio origen a las dos
leyendas del Diluvio, la súmera y la hebrea, no confirma desde luego ni un solo detalle
de ninguna de ellas. Este diluvio fue universal, sino simplemente un desastre local
restringido al valle inferior del Tigris y el Éufrates, que afecta una superficie de unos
650 kilómetros de largo y 150 kilómetros de ancho; más para los habitantes del valle
esto era todo el universo.

La devastación que causó fue inmensa. Una inundación lo bastante grande para dejar
tras sí un banco de arcilla de dos metros y medio debió de ser de profundidad
suficiente para sumergir todas las aldeas de chozas de barro esparcidas sobre la
llanura del delta. Algunas de las ciudades, encaramadas en lo alto de sus montículos
y protegidas por murallas, quizás subsistieran; pero la mayor parte de los habitantes
de la región sin duda pereció. Según los anales súmeros, algunas de las ciudades
debieron de sobrevivir, y aunque en ellos no se menciona Ur, ésta fue indudablemente
una de ellas. Pero, aunque quedó algo, fue poco y pobre. Cuando las aguas del Diluvio
descendieron, el fértil delta fue una vez más una tierra virtualmente vacía, lista para
ser colonizada por cualquiera que quisiera apoderarse de ella. Atraída por su
fertilidad, una nueva ola de emigrantes tomó posesión de la herencia del pueblo de al
Ubaid, se mezcló con los sobrevivientes de la antigua raza y adoptó todos aquellos
elementos de su cultura más apropiados a las condiciones de vida en el delta, al
mismo tiempo que trajo consigo de su patria, allá en algún lugar del norte, nuevas
artes y nuevas modas, en especial el uso de la rueda.

Más tarde vendría otra raza que finalmente dominaría la región, esta vez, si podemos
dar crédito a las leyendas, quizás de marinos del Golfo Pérsico; y de la unión de estos
tres pueblos nació la raza súmera cuyo arte y cuya civilización constituyen una de las
glorias de la antigüedad.

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