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Capítulo 3

Jesucristo: Mi
Salvador, mi
Señor
Jesucristo es el Hijo de Dios y el
Salvador de la humanidad, y
nosotros podemos obtener todas
las bendiciones por las que Él, a
fin de dárnoslas, vivió y murió.

De la vida de
Spencer W. Kimball
Al principio de su servicio
como Apóstol, el élder Spen‐
cer W. Kimball sufrió tres
ataques al corazón en un
período de aproximadamente
dos semanas. Después de casi
siete semanas de estar recupe‐
rándose en su casa, “empezó a
buscar un escape a su monó‐
tona confinación”; con ese fin,
hizo arreglos para terminar
de recuperarse entre sus
queridos amigos navajos, en
el estado de Nuevo México 1.

“Yo sé que Jesús es el Cristo, el Hijo


del Dios viviente”.

“Durante ese tiempo de recu‐


peración, una mañana encon‐
traron que su cama estaba
vacía, y, pensando que habría
salido a caminar un rato y
que volvería a tiempo para el
desayuno, los que lo atendían
se pusieron a hacer otras
tareas. Pero cuando llegaron
las diez de la mañana y no
había regresado, empezaron a
preocuparse y fueron a
buscarlo.

“Al fin lo encontraron, a
varios kilómetros de distan‐
cia, sentado bajo un pino; a
su lado estaba la Biblia,
abierta en el último capítulo
del Evangelio de Juan; tenía
los ojos cerrados, y al acer‐
carse el grupo que lo busca‐
ba, permaneció inmóvil como
estaba cuando al principio lo
divisaron.

“Al oír sus voces agitadas,


abrió los ojos y cuando
levantó la cabeza, notaron
vestigios de lágrimas en sus
mejillas. Para contestar a sus
preguntas, les dijo: ‘Hace
[cinco] años me llamaron
para ser Apóstol del Señor
Jesucristo y simplemente
deseaba pasar un día con Él,
cuyo testigo soy’ ” 2.

El presidente Kimball dio


testimonio de la divinidad del
Salvador “una y otra y otra
vez” 3; y declaró: “No
importa cuánto hablemos de
Él, nunca es bastante” 4. El
élder Neal A. Maxwell, que
era miembro del Quórum de
los Doce Apóstoles, comentó:
“El presidente Kimball era un
hombre del Señor y de nadie
más. Sus deseos más profun‐
dos eran servir al Señor y
rehusaba dejarse llevar por
cualquier otra consideración”
5.

Enseñanzas de
Spencer W. Kimball
Más allá de ser
simplemente un gran
maestro, Jesucristo es el
Hijo del Dios viviente y el
Salvador de la
humanidad.
En un número reciente de la
revista Time, se citan las
extensas declaraciones de un
profesor emérito de una de
nuestras universidades más
grandes tratando de explicar
a Jesús de Nazaret: le concede
calidez humana, una gran
capacidad para amar, una
comprensión fuera de lo
común. Lo considera un gran
humanitario, un gran maes‐
tro; uno capaz de interesar y
conmover vivamente. Como
raciocinio típico, explica que
Lázaro no había muerto sino
que Jesús “…sólo le ‘devolvió
la salud’ por poder mental y
de conocimiento y ‘por la
terapia de su extraordinaria
vitalidad’ ”.

Hoy quiero dar testimonio de


que Jesús no sólo es un gran‐
dioso maestro, un gran huma‐
nitario y un gran intelectual,
sino que ciertamente es el
Hijo del Dios viviente, el
Creador, el Redentor del
mundo, el Salvador de la
humanidad 6.

Sé que Jesús es el Cristo, el


Hijo del Dios viviente. Lo sé
7.

Cristo mismo declaró ser el


Señor Dios Todopoderoso,
Cristo el Señor, el principio y
el fin, el Redentor del mundo,
Jesús el Cristo, el Fuerte de
Israel, el Creador, el Hijo del
Dios viviente y Jehová.

El Padre Elohim declara que


Jesús es mi Hijo Unigénito, la
palabra de mi poder. Y por lo
menos dos veces, en la
ocasión de Su bautismo en el
Jordán y después en el Monte
de la Transfiguración, dijo:

“Tú eres mi Hijo amado; en ti


tengo complacencia” (Marcos
1:11; Lucas 3:22), y dijo que
“Los mundos por él fueron
hechos, y por él los hombres
fueron hechos; todas las cosas
fueron hechas por él, mediante él
y de él” [véase D. y C. 93:10] 8.

Testificamos con Juan el


Bautista, que, al ver que el
Señor se le acercaba, dijo: “…
He aquí el Cordero de Dios,
que quita el pecado del
mundo” ( Juan 1:29). No era
tan sólo un hombre de cali‐
dez humana, sino el Cordero
de Dios.

Damos testimonio con Nata‐


nael, un israelita en quien no
había engaño: “…Rabí, tú
eres el Hijo de Dios; tú eres el
Rey de Israel” ( Juan 1:49).
No sólo un gran maestro, sino
en verdad el Hijo de Dios.

Y testificamos con Juan el


Amado, que, viendo a Jesús
en la costa, dijo con certeza:
“¡Es el Señor!”. [Véase Juan
21:7]. No sólo un gran huma‐
nitario, sino el Señor Dios del
cielo.

Y con Simón Pedro que,


cuando el Señor le preguntó:
“…Y vosotros, ¿quién decís
que soy yo?”, le contestó: “…
Tú eres el Cristo, el Hijo del
Dios viviente” (Mateo 16:15,
16), y recibió esta afirmación
del Salvador: “…Bienaventu‐
rado eres, Simón, hijo de
Jonás, porque no te lo reveló
carne ni sangre, sino mi Padre
que está en los cielos” (Mateo
16:17).

Finalmente, damos testimonio


con el profeta José Smith, que
estuvo dispuesto a dar su vida
por su testimonio 9.

Yo sé que Jesucristo es el Hijo


del Dios viviente y que fue
crucificado por los pecados
del mundo. Él es mi Amigo,
mi Salvador, mi Señor y mi
10.
Dios

El ministerio del
Salvador se extiende a
través de las
eternidades pasadas,
presentes y futuras.
Quiero… testificar que Jesu‐
cristo no sólo vivió unos
treinta y tres años en el meri‐
diano de los tiempos, sino
que había vivido previamente
durante eternidades y que
seguirá viviendo por toda la
eternidad; y doy testimonio
de que Él no solamente fue el
organizador del reino de Dios
en la tierra, sino también el
Creador de este mundo, el
11.
Redentor de la humanidad

Jesucristo era el Dios del Anti‐


guo Testamento y fue Él
quien habló con Abraham y
con Moisés; fue Él quien
inspiró a Isaías y a Jeremías;
fue Él quien predijo los suce‐
sos futuros por medio de
aquellos hombres escogidos,
aun hasta el último día y hora
12.

Fue Él, Jesucristo, nuestro


Salvador, quien fue presen‐
tado ante la sorprendida
multitud junto al Jordán
(véase Mateo 3:13–17), en el
santo Monte de la Transfigu‐
ración (véase Mateo 17:1–9),
en el templo de los nefitas
(véase 3 Nefi 11–26), y en la
arboleda de Palmyra, Nueva
York [véase José Smith—
Historia 1:17–25]; y la
persona que lo presentó no
era otro que Su propio Padre,
el santo Elohim, cuya imagen
Él es y cuya voluntad siempre
13.
llevó a cabo

Sé que el Señor vive y sé que


nos está revelando Su volun‐
tad diariamente a fin de inspi‐
rarnos en cuanto a la direc‐
14.
ción que debemos seguir

Él es la principal piedra del


ángulo; es la cabeza del reino
y éstos son Sus seguidores,
ésta es Su Iglesia, éstas son
Sus doctrinas y ordenanzas,
éstos son Sus mandamientos
15.

Estamos ahora esperando


ansiosamente Su segunda
venida, como Él lo prometió.
Esa promesa se cumplirá lite‐
ralmente, como se han
cumplido ya muchas de Sus
otras promesas; y mientras
esperamos, alabamos Su
santo nombre y lo servimos, y
damos testimonio de la divini‐
dad de Su misión junto con
los profetas a través de las
generaciones…

Sé que, a lo largo de eternida‐


des pasadas y futuras, Jesús es
el Creador, el Redentor, el
16.
Salvador, el Hijo de Dios

Por medio de la
Expiación, Jesucristo
salva a todo el género
humano de los efectos
de la Caída y salva de sus
pecados al alma
arrepentida.
Mis amados hermanos y
hermanas, Dios vive y doy
testimonio de ello. Jesucristo
vive, y es el Autor del verda‐
dero camino de la vida y la
salvación.

Ése es el mensaje de La Igle‐


sia de Jesucristo de los Santos
de los Últimos Días, el
mensaje más importante para
el mundo actualmente. Jesu‐
cristo es el Hijo de Dios; Él
fue elegido por el Padre para
ser el Salvador de este mundo
17.

Cuando Adán comió intencio‐


nal y sabiamente el fruto
prohibido en el jardín de
Edén, trajo dos muertes sobre
todos nosotros, sus descen‐
dientes: la física o “muerte
terrenal”; y la muerte espiri‐
tual, o sea, la de ser cortados
18.
de la presencia del Señor

En el plan divino de Dios, se


proveyó un Redentor que
rompiera los lazos de la
muerte y que, por la resurrec‐
ción, hiciera posible que
volvieran a reunirse el cuerpo
y el espíritu de todos los que
moraran en la tierra.

Jesús de Nazaret fue el escogi‐


do, antes de la creación del
mundo, para venir a la tierra
a llevar a efecto ese servicio,
para conquistar la muerte físi‐
ca. Esa acción voluntaria
expiaría la caída de Adán y
Eva y permitiría al espíritu
del hombre recobrar su cuer‐
po, uniendo otra vez el
19.
cuerpo con el espíritu

Esta resurrección a la que nos


referimos es la obra de Jesu‐
cristo, el Salvador, que, por
ser al mismo tiempo de condi‐
ción mortal (hijo de María) y
divina (Hijo de Dios), tenía la
capacidad de vencer los pode‐
res que gobiernan la carne.
En verdad Él dio Su vida y
literalmente la tomó de nuevo
como “las primicias”, para
que lo siguiera toda alma que
haya vivido en la tierra [véase
1 Corintios 15:22–23]. Por ser
un Dios, Él entregó Su vida;
nadie podía arrebatársela. Y,
por medio de Su perfección
para vencer todas las cosas,
había desarrollado la potes‐
tad de volver a tomarla. La
muerte fue Su último enemi‐
go, y Él venció incluso eso y
20.
estableció la resurrección

Debido a la dádiva de Su Hijo


que nos ofreció nuestro Padre
Celestial es que toda persona
—del pasado, presente y futu‐
ro— puede regresar a vivir
con Él, que es el Padre de
nuestros espíritus. Pero a fin
de que eso sucediera, era
necesario que Jesús viniera a
la tierra en la carne para ense‐
ñar al hombre, por medio de
Su ejemplo, la manera
correcta de vivir; y que volun‐
tariamente diera Su vida y, de
un modo milagroso, aceptara
la carga de los pecados de
21.
toda la humanidad

La purificación del pecado


sería imposible si no fuera
por el arrepentimiento total
de la persona y la amorosa
misericordia del Señor Jesu‐
cristo en Su sacrificio expiato‐
rio. Sólo por estos medios
puede el hombre recuperarse,
ser sanado, lavado y depura‐
do, y así ser considerado
digno de las glorias de la eter‐
nidad. En cuanto a la impor‐
tante función que el Salvador
desempeña en esto, Helamán
recordó a sus hijos las pala‐
bras del rey Benjamín:

“…no hay otra manera ni


medio por los cuales el
hombre pueda ser salvo, sino
por la sangre expiatoria de
Jesucristo, que ha de venir; sí,
recordad que él viene para
redimir al mundo” (Helamán
5:9).

Y al evocar las palabras que


Amulek habló a Zeezrom,
Helamán recalcó la parte que
corresponde al hombre para
lograr el perdón, a saber,
arrepentirse de sus pecados:

“…le dijo que el Señor de


cierto vendría para redimir a
su pueblo; pero que no
vendría para redimirlos en sus
pecados, sino para redimirlos
de sus pecados.

“Y ha recibido poder, que le


ha sido dado del Padre, para
redimir a los hombres de sus
pecados por motivo del arrepen‐
timiento…” (Helamán 5:10,
22.
11; cursiva agregada)

El Salvador murió en sacrifi‐


cio propiciatorio por nuestros
pecados, para abrirnos la
puerta a la resurrección, para
indicarnos el camino hacia la
vida perfecta, para mostrar‐
nos la vía hacia la exaltación.
Murió con un propósito y
voluntariamente. Su naci‐
miento fue humilde, Su vida
perfecta, Su ejemplo motiva‐
dor; Su muerte abrió puertas
y se ofreció al hombre toda
23.
buena dádiva y bendición

A fin de recibir todas las


bendiciones de la
Expiación, debemos unir
nuestros esfuerzos a los
del Salvador.
Toda alma tiene su albedrío, y
puede obtener todas las
bendiciones por las que Cris‐
to, a fin de dárselas, vivió y
murió. Pero la muerte y el
plan de Cristo son vanos, e
incluso más que inútiles, si no
los aprovechamos: “Porque
he aquí, yo, Dios, he padecido
estas cosas por todos, para
que no padezcan, si se arre‐
pienten” (D. y C. 19:16).

El Salvador vino para “llevar


a cabo la inmortalidad y la
vida eterna del hombre”
(Moisés 1:39). Su nacimiento,
muerte y resurrección llevan a
efecto lo primero; pero, para
lograr lo segundo, la vida
eterna, tenemos que unir
nuestros esfuerzos a los Suyos
24.

Cuando pensamos en el gran


sacrificio de nuestro Señor
Jesucristo y en los sufrimien‐
tos que padeció por nosotros,
seríamos muy ingratos si no
lo apreciáramos hasta donde
nuestras fuerzas nos lo permi‐
tieran. Él sufrió y murió por
nosotros; sin embargo, si no
nos arrepentimos, toda Su
angustia y dolor por nosotros
25.
son en vano

A menos que obedezcamos


Sus mandamientos, Su sufri‐
miento antes de la cruz y
mientras estaba en ella, así
como Su gran sacrificio,
tendrán escaso o ningún
significado para nosotros. Él
mismo dice:

“¿Por qué me llamáis, Señor,


Señor, y no hacéis lo que yo
digo?” (Lucas 6:46).

“Si me amáis, guardad mis


mandamientos” ( Juan
14:15) 26.

Las personas que conocen a


Dios, lo aman y guardan Sus
mandamientos y obedecen
Sus ordenanzas verdaderas
pueden, ya sea en esta vida o
en la venidera, ver Su faz y
saber que Él vive y que
entrará en comunión con ellas
27.

Nosotros creemos y es nuestro


testimonio, y lo proclamamos
al mundo, que “no se dará
otro nombre, ni otra senda ni
medio, por el cual la salva‐
ción llegue a los hijos de los
hombres, sino en el nombre
de Cristo, el Señor Omnipo‐
tente, y por medio de ese
nombre” (Mosíah 3:17).

Nosotros Creemos y es nuestro


testimonio y también lo
proclamamos al mundo que,
a fin de salvarse, el hombre
debe creer “que la salvación
fue, y es, y ha de venir en la
sangre expiatoria de Cristo, el
Señor Omnipotente, y por
medio de ella” (Mosíah 3:18).

Por eso, con Nefi, “trabaja‐


mos diligentemente para
escribir, a fin de persuadir a
nuestros hijos, así como a
nuestros hermanos, a creer en
Cristo y a reconciliarse con
Dios; pues sabemos que es
por la gracia por la que nos
salvamos, después de hacer
cuanto podamos…

“Y hablamos de Cristo, nos


regocijamos en Cristo, predi‐
camos de Cristo, profetiza‐
mos de Cristo y escribimos
según nuestras profecías, para
que nuestros hijos sepan a
qué fuente han de acudir para
la remisión de sus pecados” (2
Nefi 25:23, 26; cursiva agrega‐
28.
da)

Cuando vivimos el
Evangelio, complacemos
al Señor.
Puedo imaginar al Señor
Jesucristo [en Su ministerio
terrenal] sonriendo al
contemplar a Su pueblo devo‐
to…

…Pienso que el Señor Jesu‐


cristo estará sonriendo
cuando observa los hogares
de los de este pueblo y los ve
arrodillados en sus oraciones
familiares de noche y de
mañana, y a los niños que
participan en ellas. Pienso
que Él sonríe cuando ve a
marido y mujer, tanto jóvenes
como viejos que, con
profundo afecto continúan su
romance… continúan amán‐
dose el uno al otro con toda
su alma hasta el día de la
muerte, y luego siguen incre‐
mentando ese amor a lo largo
de la eternidad.

Pienso que está complacido


con las familias que se sacrifi‐
can y son generosas… Creo
que el Señor Jesucristo sonríe
cuando mira y ve que hay
[miles] de personas que,
habiendo sido inactivas hace
un año, están actualmente
felices en el reino, muchas de
las cuales han entrado al
santo templo de Dios, donde
han recibido su investidura y
sellamientos, y con lágrimas
de gratitud agradecen al
Señor Su programa.

Creo que veo lágrimas de gozo en


Sus ojos y una sonrisa en Sus
labios al ver… las nuevas almas
que han venido a Él este año,
que han confesado Su nombre y
han entrado en las aguas del
bautismo; y creo que Él ama
también a los que hayan
ayudado en su conversión.

Lo veo sonreír al contemplar


a Sus numerosos seguidores,
arrodillados en medio de su
arrepentimiento, cambiando
su vida y haciéndola más
clara y limpia, y más parecida
a la de su Padre Celestial y a
la de su Hermano Jesucristo.

Pienso que está complacido y


sonríe al ver a los jóvenes
organizar su vida, protegerse
y fortalecerse para no caer en
los errores de la actualidad.
Creo que estaría al principio
triste, y después complacido,
al ver, como debe de haber
visto hace unos días en mi
oficina, a una pareja joven
que había cometido un grave
error y se hallaban arrodilla‐
dos juntos, con las manos
entrelazadas; debe de haber
habido gozo en Su sonrisa al
mirar dentro de sus almas y
ver que estaban poniendo su
vida en orden, mientras sus
lágrimas me bañaban la mano
que había puesto cariñosa‐
mente sobre las suyas.

¡Ah, cuánto amo al Señor


Jesucristo! Espero poder
demostrarle y manifestarle mi
sinceridad y devoción. Quiero
vivir cerca de Él. Quiero ser
como Él y ruego que el Señor
nos ayude a todos para que
podamos ser, como Él dijo a
Sus discípulos nefitas: “…Por
lo tanto, ¿qué clase de
hombres habéis de ser? En
verdad os digo, aun como yo
29.
soy” (3 Nefi 27:27)

La Expiación nos da
esperanza en esta vida y
para la eternidad que
tenemos por delante.
Tenemos nuestra esperanza
puesta en Cristo aquí y ahora.
Él murió por nuestros peca‐
dos. Por causa de Él y de Su
Evangelio, nuestros pecados
quedan lavados en las aguas
del bautismo; el pecado y la
iniquidad se consumen y
abandonan nuestra alma
como si fuera por el fuego; y
nos volvemos limpios, con
consciencia clara, y obtene‐
mos esa paz que sobrepasa
todo entendimiento (véase
Filipenses 4:7).

Por vivir según las leyes de Su


Evangelio, obtenemos prospe‐
ridad temporal y mantenemos
la salud corporal y la forta‐
leza mental. El Evangelio nos
bendice en el día de hoy.

Pero hoy es apenas como un


grano de arena en el Sahara
de la eternidad. Además,
también tenemos una espe‐
ranza en Cristo para lo eterno
que nos espera; de otro
modo, como dijo Pablo, sería‐
mos “los más dignos de
conmiseración de todos los
hombres” (1 Corintios 15:19).

¡Cuán enorme sería nuestro


dolor —y muy justificado— si
no existiera la resurrección!
¡Qué desgraciados seríamos
si no tuviéramos la esperanza
de la vida eterna! Si se desva‐
neciera nuestra esperanza de
salvación y de una recom‐
pensa eterna, seríamos cierta‐
mente más desgraciados que
aquellos que nunca hayan
tenido esa esperanza.

“Mas ahora Cristo ha resuci‐


tado de los muertos; primicias
de los que durmieron es
hecho” (1 Corintios 15:20).

Ahora, los efectos de Su resu‐


rrección pasarán a todos los
hombres, “porque así como
en Adán todos mueren,
también en Cristo todos serán
vivificados” (1 Corintios
15:22).

Ahora, “así como hemos


traído la imagen del terrenal,
traeremos también la imagen
del celestial” (1 Corintios
15:49).

Ahora se ha hecho lo necesa‐


rio para que “cuando esto
corruptible se haya vestido de
incorrupción, y esto mortal se
haya vestido de inmortalidad,
entonces se cumplirá la pala‐
bra que está escrita: Sorbida
es la muerte en victoria” (1
Corintios 15:53–53)…

Tenemos una esperanza


eterna en Cristo. Sabemos
que se nos da esta vida a fin
de prepararnos para la eterni‐
dad, y que “la misma sociabi‐
lidad que existe entre noso‐
tros aquí, existirá entre noso‐
tros allá; pero la acompañará
una gloria eterna que ahora
no conocemos” (D. y C.
130:2) 30.

Sugerencias para el
estudio y la
enseñanza
Al estudiar el capítulo o al
prepararse para enseñar su
contenido, tenga en cuenta
estos conceptos. Para ver
ayuda adicional, vea las pági‐
nas V–X.

Lea el relato de la página


25. ¿De qué modo pode‐
mos nosotros acercarnos al
Señor y “pasar el día” con
Él, como lo hizo el presi‐
dente Kimball?

Repase las páginas 27–28


fijándose en los nombres y
en los títulos que el presi‐
dente Kimball empleó para
referirse a Jesucristo. ¿Cuá‐
les tienen para usted un
significado especial? ¿Por
qué? ¿Qué respondería a
una persona que le dijera
que Jesús no fue más que
un gran maestro?

Reflexione sobre el testimo‐


nio que da el presidente
Kimball del ministerio
preterrenal y terrenal del
Salvador, así como el que
llevó a cabo después de Su
muerte (págs. 28–29).
Piense en lo que usted debe
hacer para que su testimo‐
nio de la misión del Salva‐
dor sea más profundo.

Estudie las páginas 29–32,


fijándose en las razones por
las cuales necesitamos tener
un Salvador. ¿La expiación
de Jesucristo ha influido en
la vida de usted ? ¿Por
qué?

En las páginas 27–31, el


presidente Kimball testifica
de lo que el Salvador ha
hecho por nosotros. En las
páginas 32–36, aprendemos
lo que nosotros debemos
hacer para recibir todas las
bendiciones de la Expia‐
ción. ¿Qué siente al compa‐
rar lo que el Salvador hizo
por nosotros con lo que Él
nos pide que hagamos?

Repase las ideas del presi‐


dente Kimball sobre las
formas en que podemos
complacer al Señor (págs.
33–34). Piense en lo que
siente cuando sabe que el
Señor está complacido con
usted.

El presidente Kimball
enseñó que podemos tener
una esperanza en Cristo,
tanto ahora como para la
eternidad que nos espera
(págs. 35–36). ¿Cómo
cambia la vida de la gente
cuando tiene esa esperanza
en Cristo?

Pasajes relacionados: Juan 14:6,


21–23; 2 Nefi 9:5–13, 21–23;
Moroni 7:41; 10:32–33; D. y
C. 19:15–19.

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