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Evidencias del discipulado

“En esto conocerán todos que sois mis


discípulos, si tuviereis amor los unos con
los otros”. Juan 13:35
Es significativo que Jesús no ordenara a
sus seguidores que fueran e hicieran
creyentes o conversos a todas las
naciones. Su mandato claro e inequívoco
fue: “Toda potestad me es
dada en el cielo y en la tierra. Por tanto,
id, y haced discípulos a todas las
naciones” (Mt. 28:18-19, cursivas
añadidas).
Un discípulo es sencillamente “un
aprendiz”. La palabra viene de una raíz
que significa “reflexión acompañada de
esfuerzo”. Entonces, se puede definir a un
discípulo de Cristo como “un aprendiz de
Jesús que acepta la enseñanza de su
Maestro, no solo como una creencia, sino
también como un estilo de vida”. Implica
la aceptación de la creencia y las
costumbres del Maestro así como la
obediencia a sus mandatos.
Cuando J. Edgar Hoover era director del
FBI [Oficina Federal de Investigación de
los Estados Unidos] en Washington,
entrevistó a un joven comunista que dijo
lo siguiente: “Nosotros, los comunistas,
no aprendemos para mostrar qué alto es
nuestro coeficiente intelectual.
Aprendemos para poner en práctica lo que
hemos aprendido”. Esa actitud es la
esencia del verdadero discipulado.
El Partido Comunista requiere de sus
miembros un compro miso absoluto. Uno
de sus dirigentes afirmó: “En el
comunismo no tenemos espectadores”.
Lenin fue más allá y dijo que no
aceptarían entre sus miembros a alguien
que tuviera algún tipo de reservas. Solo
los miembros activos y disciplinados de
una de sus organizaciones eran elegibles.
Cuando respondemos al llamado de Cristo
al discipulado, ingresamos a su escuela y
nos ubicamos bajo su instrucción.
Originariamente, cristiano y discípulo
eran términos intercambiables, pero no
pueden usarse así hoy día. Muchos de los
que quieren estar en la categoría de
cristianos no están dispuestos a cumplir
con las estrictas condiciones de Cristo
respecto del discipulado.
Jesús nunca condujo a sus discípulos a
creer que el camino del discipulado sería
un lecho de rosas. Él ambicionaba contar
con hombres y mujeres que lo siguieran
en las buenas y en las malas. Él apuntaba
más a la calidad que a la cantidad, por lo
cual no redujo sus requerimientos para
ganar más adeptos.
En el curso de su ministerio de enseñanza,
Jesús enunció tres principios
fundamentales para guiar a sus discípulos
en su servicio:

El principio de la permanencia
“Dijo entonces Jesús a los judíos que
creían en él: Si vosotros permaneciereis
en mi palabra, seréis verdaderamente mis
discípulos; y conoceréis la verdad, y la
verdad os hará libres” (Jn. 8:31-32,
cursivas añadidas).
Esto nos da la perspectiva interna del
discipulado, la permanencia continua en
las palabras del Maestro, la actitud del
alumno con el profesor. Cuando esto está
ausente, el discipulado es no minal y
carente de realidad.
¿Cuál es la acepción de “mi palabra” en el
pasaje? En cierto sentido es indistinguible
del mismo Cristo, puesto que Él es la
Palabra viviente. Sin embargo, el sentido
que se le da aquí es el de todo el
contenido y la sustancia de sus
enseñanzas. Representa la totalidad de su
mensaje; no solo los pasajes favoritos o
las doctrinas especiales, sino todas sus
enseñanzas.
Su conversación con los dos discípulos en
el camino a Emaús es reveladora al
respecto: “Y comenzando desde Moisés, y
siguiendo por todos los profetas, les
declaraba en todas las Escrituras lo que de
él decían” (Lc. 24:27). Al permanecer en
su Palabra (o como dice la NVI “si se
man tienen fieles a mis enseñanzas”), la
convertimos en la regla práctica diaria de
nuestra vida. Nuestro discipulado
comienza con la recepción de la Palabra.
La permanencia en ella es la evidencia de
la realidad.
Columba era un evangelista que dejó su
Irlanda natal en el año 563 d.C. para
llevar el evangelio a Escocia. Él era
consciente de que iba a enfrentar grandes
dificultades y de que se sentiría tentado a
volver a su hogar. Un montículo en la
playa donde enterró su bote cuando llegó
fue el mudo testimonio ante la realidad de
su propósito de obedecer el mandato del
Señor de “hacer discípulos a todas las
naciones”. Su compromiso con el
discipulado no tuvo ninguna reserva.
En una conferencia en Ben Lippen,
Carolina del Sur, una joven mujer estaba
dando testimonio de su llamado al
servicio. Durante el transcurso de su
mensaje, sostenía una hoja en blanco, la
cual decía contener el plan de Dios para
su vida. Lo único escrito en ella era su
firma al final. Luego dijo: “He aceptado la
voluntad de Dios sin saber qué es, y estoy
dejando que Él llene los detalles”. Era una
verdadera discípula y estaba sobre terreno
firme. Con una voluntad tan entregada, el
Espíritu Santo podría guiar sus pensa
mientos mientras avanzaba por el sendero
de la vida.
Algunos deciden seguir a Cristo por un
impulso, al tomar su decisión en la cresta
de una ola de entusiasmo, que muchas
veces demuestra ser de corta vida. Fue
con tal persona en mente que nuestro
Señor acentuó la importancia de calcular
primero el costo antes de tomar una
decisión con implicaciones a tan largo
plazo. Una decisión impulsiva, por lo
general, carece del elemento de un
compromiso inteligente y, como
resultado, cuando sus implica ciones se
tornan más claras, el costo resulta
demasiado alto y no se puede
“permanecer en la palabra de Cristo”.
Otros están dispuestos a seguir al Señor...
durante un corto plazo. Sin embargo, no
hay tal cosa en el Nuevo Testamento. El
lugar donde se ejerce nuestro discipulado
puede ser por un plazo corto, pero implica
un compromiso total. El discípulo a corto
plazo no quema las naves ni entierra su
bote, como hizo Columba. Nunca se
atreve a ir tan lejos como para llegar a un
punto de no retorno.
Un joven me dijo: “Creo que viajaré a
Asia, veré cómo es y lo intentaré. Si me
siento cómodo allí, posiblemente regrese
como misionero”. Pero cuando el Señor
dio la Gran Comisión, no hizo de la
comodidad del mensajero un factor
decisivo. Alguien cuyo compromiso fuera
débil, no sería alguien valioso para la
fuerza misionera.
El gran predicador metodista, Samuel
Chadwick, expresó las implicaciones del
discipulado en términos severos que
reconocen el señorío de Cristo:
Nos mueve la obra de Dios. La
omnisciencia no da ninguna conferencia.
La autoridad infinita no deja lugar a las
componendas. El amor eterno no ofrece
explicaciones. El Señor espera que
confiemos en Él. El Señor nos interrumpe
a voluntad. Deben descartarse los arreglos
humanos, ignorarse los lazos familiares,
dejarse de lado los reclamos comerciales.
Nunca se nos pregunta si es conveniente.
Habiendo dicho esto, cabe advertir que
Dios no solo es un Señor soberano que
puede hacer lo que le plazca, sino también
un Padre amante cuya paternidad nunca
chocará con su soberanía. La verdad
tranquilizadora está claramente expresada
en las palabras de Isaías: “Ahora, pues,
Jehová, tú eres nuestro padre; nosotros
barro, y tú el que nos formaste...” (Is.
64:8). La paternidad de Dios es nuestra
garantía de que su soberanía nunca
requerirá de nosotros nada que, a largo
plazo, no pertenezca a nuestros más altos
intereses (He. 12:10).
La permanencia en la Palabra de Cristo no
es automática; es el resultado de un firme
propósito y una fuerte autodisciplina.
Exige tomarse tiempo, no solo para leer
las Escrituras sino para meditar en ellas,
al traerlas a la mente del mismo modo en
que la vaca rumia. Incluirá la
memorización, al guardar su Palabra en
nuestro corazón. Además, necesitará estar
“mezclada con fe”. Sin eso, nuestra
lectura nos dará poco beneficio. Se dijo de
los cristianos hebreos: “...no les
aprovechó el oír la palabra, por no ir
acompañada de fe en los que la oyeron”
(He. 4:2).
Hay un asombroso paralelo y una relación
vital entre Colosenses 3:16-25 y Efesios
5:18—6:8. Se advertirá que los mismos
resultados que derivan de ser llenos del
Espíritu en Efesios 5:18 se atribuyen, en
Colosenses 3:16, a dejar que la palabra de
Cristo more en abundancia en nosotros.
¿No es la conclusión evidente de que
estos dos son hermanos siameses?
Permaneceremos llenos del Espíritu
mientras tanto dejemos que la palabra de
Cristo more en abundancia en nosotros.

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