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Escarabajos

Sara Mesa

Claro que esa teoría ya la había oído antes, lo de la dulzura de la sangre, pero nunca había
sido tan turbadora como ahora, cuando él le sostiene la pierna estirada –ella sentada, él
agachado– para extenderle bien la pomada en todas las picaduras, y le susurra es porque
tienes la sangre muy dulce, y a ella le parece una suerte que sea así, y baja la mirada otra
vez hacia el suelo, se encoge de hombros, deja de rascarse, mientras él continúa
apretando el tubo y deposita con cuidado, en cada una de las diminutas ronchas, una
pizquita de esa pomada tan suave que casi le hace cosquillas, hermanándolos, de pronto
ambos al mismo nivel, como si no hubiese ninguna diferencia entre ellos. Los mosquitos
saben mucho, añade él después con un guiño, saben demasiado. Se incorpora y la mira
ahora desde arriba, el chico –para ella, un hombre– frente a la niña –para él, una niña–;
ella que sigue con los ojos bajos y una leve sonrisa complaciente, él repitiéndole, con la
voz rasposa, que su sangre debe de ser azúcar puro para que la hayan puesto como la han
puesto, sembrada de picaduras, devorada entera, dice, mientras los demás niños del
campamento apenas tienen una o dos como mucho, no hay duda de que, entre todos,
eres la preferida. Luego, perdiendo súbitamente el interés por ella, consulta su reloj, le da
una palmadita en el hombro y comenta que es hora de que se vaya. No te olvides del
Aután esta noche, le dice ya desde la puerta, y la niña se vuelve para asentir, lo mira
enmarcado en la entrada del dispensario, veteado por los rayos que se filtran a través del
cañizo. Nos vemos luego, Eva. Y Eva se va, alegre, acelerada. La ha nombrado, ha dicho
su nombre, su voz le bombea todavía en los oídos cuando llega a las tiendas de campaña
–Eva, Eva…–. Tengo la sangre dulce, piensa, soy la preferida, la preferida de los
mosquitos o a lo mejor de él, su preferida, estoy enamorada, ¿me querrá él a mí?, es tan
guapo, es el monitor más guapo de todo el campamento.
Se lo cuenta a la China, que al principio le dice mira que eres teatrera, fijo que estás
exagerando, pero luego le pide que se lo cuente todo otra vez, con más detalles, venga,
por dónde te cogió la pierna, de verdad te echó él mismo la pomada, por qué no te dio el
tubo para que te la echaras tú solita, no me estarás tangando, y ríen, ríen juntas, la China
achicando los ojos –de donde nace el mote– y ella encantada. Es la casualidad de tener tú
la sangre dulce, no te me pongas estupenda, si me picasen a mí lo habría hecho igual
conmigo, qué carota, me voy a revolcar por un hormiguero a ver si me acribillan las
hormigas por todos lados, y cuando dice por todos lados, la China se refriega los pechos,
y Eva pierde rápidamente la sonrisa.
– ¿Qué? ¿Estás celosa?
No sabe qué le pasa con la China. A veces sí, a veces no. Los años de diferencia, quizá.
La China se burla de ella, Eva se da perfecta cuenta, pero cómo renunciar a la amistad de
una de las mayores, una además como la China, con su cuerpo espigado, sus vestidos
cortos, las pulseras de colores y los enormes aros de plata en las orejas. Eva la mira con
fascinación cuando se maquilla, con qué soltura maneja los pincelitos, qué preciso su
pulso para el lápiz de ojos. Intenta imitarla, finge saber para qué vale cada botecito. Me
olvidé el neceser en casa, dice, ¿me prestas tus cosas? Hay una extraña sensación de
libertad en maquillarse juntas, llevar los labios pegajosos, el olorcillo a fresa del gloss que
en esos días –ese paréntesis del tiempo– no tiene que ocultar ante nadie. Su amistad con
la China sube su cotización en el grupo, aunque bien pensado no están en ningún grupo:
son ellas dos solas, la mayor y la pequeña, el cisne y el pato feo, la atrevida y la que aspira
al atrevimiento, las solitarias, las malas.
–Con dieciséis ya puedes acostarte con uno mayor sin que te pase nada.
Eva traga saliva. Pero tú no tienes dieciséis, le dice. Bueno, los cumplo dentro de tres
meses, responde la China, ya casi–casi sí, qué más da. Pero no los tienes, insiste Eva. Pues
más te queda a ti, se ríe la China. Para acostarte con él vas a tener que esperar tres años,
se habrá olvidado de ti, pero a mí me basta sólo con aguantar un poco, puedo llamarlo si
quiero dentro de tres meses y verás cómo acepta quedar conmigo, siempre pasa, nunca
ninguno me dijo que no. Pero qué es acostarse con alguien, piensa Eva, tumbarse y luego
qué, algo ha oído antes, vaya asco. Ella sólo querría tener más picaduras, la piel entera
llena de picaduras para que él le unte más pomada, y eso lo tiene garantizado gracias a la
dulzura de su sangre, ella es la preferida aunque sólo tenga trece años, pero ya no se
siente tan contenta como antes, no mientras la China sigue hablando, explicándole que si
las autoridades se enteran de que eso pasa antes de los dieciséis te pueden mandar a la
cárcel, no sólo a él, al monitor o a quien sea el adulto que lo haga contigo, sino también a
la niña, a un centro de menores, y ya no te dejan salir nunca a la calle, sólo al instituto, y
además vigilada, te llevan y te recogen todo el tiempo, jamás te dejan sola, y Eva piensa
que así es como es su vida cada día, salvo en el campamento, salvo ese maravilloso desliz
del campamento que le colaron a sus padres sin que ellos pudieran sospechar que en ese
sitio hay gente como la China o como el guapo monitor del que se han enamorado las
dos hasta las trancas.
Eva mete las manos en la arena y saca un pequeño escarabajo que agita las patitas. La
China sigue hablando pero Eva ha dejado de escucharla. Piensa en que los escarabajos
grandes se hacen los muertos cuando los atrapan, pero los pequeños no, aún no han
aprendido el truco que les puede salvar la vida. Cada vez que ve uno por la arena –y hay
muchos por allí, tan cerca de las dunas–, hace la prueba y nunca falla: los grandes se
quedan inmóviles, como petrificados; los pequeños se revuelven entre sus dedos,
haciéndole cosquillas. La China dice que no hay necesidad de coger todos los bichos que
ve, pero Eva va a estudiar zoología, lo tiene clarísimo, lo sabrá todo de los animales y
viajará por África y Asia, y también por América, y hará documentales que saldrán en la
televisión mostrando especies que todo el mundo pensaba que se habían extinguido, pero
no, o especies que ella descubrirá y que nadie podía imaginar que existían, pero sí. La
China le está contando ahora que conoció a una chica que se escapó de un centro de
menores y estuvo diez días sola, andando por las carreteras, hasta que la encontraron, y
Eva piensa en que en cuanto vea al monitor podrá exponerle su teoría de los escarabajos,
cómo las crías aún no saben que hay que disimular para sobrevivir, porque ése es el tipo
de cosas de las que suelen hablarles los monitores en las excursiones, y aunque él es el
encargado del dispensario médico y no participa en las actividades en la misma medida
que los otros, seguro que también entiende de animales, y que apreciará que Eva se fije en
los bichos, da igual que tenga sólo trece años, le gustará porque es lista y observadora, y
aunque no se ponga vestidos bonitos como los de la China –sólo camisetas grandotas y
pantalones de deporte, la ropa espantosa que hereda de sus primos–, tiene la sangre
dulce, cosa que la China no, cosa que los demás niños seguro que no.
Eva sonríe.

POR SUPUESTO, al caer la tarde no se echa el Aután –huele fatal, dice–, y aunque se
mete en el saco de dormir con la cremallera hasta arriba, siente toda la noche el zumbar
de los mosquitos merodeando. Adormecida, olvida que se prometió a sí misma no dar
palmetazos para espantarlos. Se despierta intranquila, cansada, cuando el monitor
encargado de su tienda –uno simpático y gordito que le cae bien, pero que por supuesto
no es lo mismo– mete la cabeza por la lona y vocea la hora, vamos, arriba, hoy iremos
bien temprano a la playa. Se mira los brazos y las piernas y comprueba con disgusto que
sólo tiene un par de picaduras nuevas, nada que justifique otra visita al dispensario. Ojalá
le pique en el agua una medusa, se dice, ojalá a ellas también les atraiga la sangre dulce.
La China va a buscarla después del desayuno. Se acerca cojeando. ¿Qué te ha pasado?,
pregunta Eva, aunque ya se está temiendo lo peor. La China le habla de la tarima sobre
las que se elevan las tiendas de campaña. Al despertarse, metió el pie por uno de los
huecos y se torció el tobillo. Ahora debe de tener un esguince, si es que no se ha roto
algo incluso, no podrá ir a la playa con ella, se quedará en el campamento, descansando.
Eva siente un estremecimiento en el estómago. No es sólo por imaginar lo que ni siquiera
se atreve a imaginar; es que verdaderamente le angustia ir a la playa sin su protección.
Asiente y mira a lo lejos la línea de las dunas, que se extienden suaves y blancas bajo el
cielo sin nubes, cegador. Sin la China se encuentra demasiado sola, muere la Eva del
campamento y revive la otra, la del resto de los días.
Eva vuelve a su tienda, prepara la mochila con desgana. Una de sus compañeras se queda
fuera para vigilar que ningún chico entre mientras ellas se cambian. Aunque las demás
niñas se desnudan delante de las otras sin pudor, Eva se tapa con una toalla para ponerse
el bañador. Su bañador horrible, que le queda horrible, y que intentará ocultar todo el
tiempo, también más tarde, cuando tras subir y bajar la duna bajo el sol despiadado
–sudará y estará sola–, se metan en el agua punzante, en las olas heladas que esta vez no
consiguen que se sienta ni ligera ni libre. Salir del agua, ir corriendo hasta su toalla,
ponerse la camiseta enorme que aún puede dejar la posibilidad de imaginar que lo que
hay debajo es un bonito bikini fluorescente, como los que llevan las otras. La arena se le
pega en la ropa mojada, le roza en la piel irritada. Eva tiene ganas de llorar.
Un niño se sienta a su lado, uno de su edad, delgado, rubio hasta las pestañas. Le
pregunta por la China, pero sin interés, como si lo único que de verdad quisiera fuera
empezar una conversación, y señala el montoncito de conchas que ella ha reunido entre
sus pies, para qué las coges, le dice, se las vas a llevar a tu madre o qué. No hay
agresividad en sus palabras, simplemente curiosidad, y Eva cree que quizá pueda hablar
con ese niño, explicarle, mira, las que son así como caracolitos, retorcidas, son de
gasterópodos, éstas tan pequeñas son coquinas, y esto creo que es un pedazo de ostra, las
que más me gustan son las que tienen brillo, dice el niño, y ella está de acuerdo, quieres
una, le ofrece, y él acepta. Luego cavan en la arena hasta meter los codos, buscando agua
en el fondo, sin hablar. Hay algo triste en ese niño que la reconforta, pero es algo
transitorio, muy quebradizo, que dura apenas lo que dura el tiempo en que se acercan los
otros y los ven, el tiempo en que lo llaman y él se levanta sacudiéndose la arena del
bañador, un poco avergonzado, alejándose corriendo y sin despedirse. Eva oye después
algunas risas, no sabe si es por ella o por cualquier otro motivo, pero en cualquier caso no
son risas para ella, sí para las otras, las demás chicas, juguetonas, insinuantes, seguras y
frescas ante los chicos, que se estiran, dan vueltas, inflan el pecho con firmeza: así son los
mayores, mientras que los pequeños son pequeños y Eva tampoco quiere estar con ellos.
Incómoda, con la camiseta húmeda sobre su bañador horrible, se abraza las rodillas
mirando el mar picado, el grupo de monitores allá a lo lejos –sin él, sin él–, las gaviotas
chillonas y tan grandes que parecen irreales, como fabricadas con corcho blanco, los
dedos de sus pies ennegrecidos, la tobillera que se compró a escondidas porque a su
madre no le gustan las tobilleras, y que ahora lleva puesta aunque él no pueda vérsela, una
lástima.

VUELVEN TAN TARDE que no les da tiempo a cambiarse para la comida, macarrones
con pollo, ensalada, melón, casi ninguno toma ensalada, Eva en realidad no toma casi
nada, más preocupada en mirar alrededor y buscar a la China, aunque sólo está el hueco
en la mesa donde suele sentarse, un vacío lleno de presagios y de inquietud. ¿Tan mal se
encuentra como para saltarse el almuerzo?, piensa. Luego corre a buscarla a su tienda, la
de las mayores, y un par de chicas la miran con desdén desde dentro, yo qué sé dónde
está, dice una, ¿no eres tú su amiga?, dice la otra. Eva ya sabía que la China no encaja
bien con sus compañeras de tienda –la envidia, le había explicado ella–, pero no se
esperaba ese odio tan fuerte, que se extiende hacia ella, en la mirada de las chicas hacia
ella, déjanos en paz, estábamos durmiendo, le dicen, aunque no es verdad que estuvieran
durmiendo, porque Eva ha notado ya desde que se asomó el olor a tabaco, y eso que está
rotundamente prohibido, sobre todo por el riesgo de incendio, advierten constantemente
los monitores. A ella no le importa que fumen. Ella sólo necesita saber dónde se ha
metido la China.
Y va al dispensario.
A la hora de la siesta, el calor golpea fuerte sobre la cabaña, mucho más fuerte de lo que
Eva se atreve a golpear la puerta, en realidad son tan sólo dos toquecitos los que da,
tímidos pero desesperados, y luego se queda escrutando el silencio, las voces de los
chicos ablandadas por la distancia al igual que se ablandan el cielo y los pinares con el aire
caliente, pues son justo las cuatro de la tarde y es posible que no haya nadie dentro.
Aguza los oídos, pega los ojos a la ventana cerrada, le parece ver una sombra cruzar ante
las lamas, pero puede ser su imaginación, si hubiese alguien, se dice, le abrirían la puerta.
Baja la vista y ve un pequeño escarabajo acercándose, se agacha y lo coge, el escarabajo
agita las patas con nerviosismo, nunca falla la regla, se repite a sí misma, pero a quién
contárselo si él no está, o está pero no quiere abrir la puerta. La tierra arde y Eva se está
quemando, allí parada al sol, todavía con su horrible bañador bajo la ropa y el escarabajo
en la mano. Se da la vuelta, se marcha.

ESTUVE POR AHÍ, dice la China mascando chicle, y ella sabe que no va a darle más
explicaciones, se enfadará incluso si trata de indagar, así que sólo le queda el alivio
innegable de tenerla otra vez a su lado, intenta conformarse con eso, ¿y tu tobillo?,
pregunta, y la China responde sin mirarla que él le dio un masaje con un gel frío, casi
helado, se le curó al instante, tiene manos de Dios, es milagroso. Me dijo que pasáramos
mañana a verlo, dice también. Las dos, añade. Eva levanta las cejas, le bate el corazón, se
le suaviza de pronto el ardor que le estaba oprimiendo la garganta. ¿También yo? Sí,
claro, me preguntó por ti, por tus picaduras, me contó la teoría de la sangre dulce. Ella, la
China, debe de tenerla más bien salada, ríe, porque por más que quiera no le pica ni un
bicho, pero se le torció el tobillo y también tuvo su ración de pomada al fin y al cabo. Eva
oscila entre la alegría y el vértigo. Él quiere verla. Quiere supervisar cómo van las
picaduras, quiere cuidarla, estar con ella un rato, quizás hablarle. ¿A qué hora tengo que
ir?, le pregunta a la China. Ella hace un gesto de indeterminación. Por la tarde, supongo.
Tenemos que ir juntas. Juntas, piensa Eva. Se quedan en silencio. Sentadas junto a la
explanada de la pista deportiva, miran las estrellas sin verlas, el cielo perforado en el que
Eva busca constelaciones cada noche, pero no esta vez. El rumor de la carretera, a lo
lejos, forma parte también de esa naturaleza tan ajena. Se oyen las chicharras y el ulular
de un ave, Eva no sabe cuál, porque a ella lo que se le dan bien son los insectos. Juntas,
piensa, pero decide que le da igual, le contará lo mismo lo de los escarabajos aunque la
China esté delante y se ría de ella o trate de ridiculizarla ante él. En eso, Eva siempre
llevará ventaja. Quizá no en los vestidos, ni en la soltura, ni en el cuerpo esbelto ni en la
voz áspera de chica ya mayor, pero sí en eso, al menos.

LA TARDE QUIERE decir en realidad la hora de la siesta, y cuando la China la recoge


para ir juntas al dispensario –la misma luz, el mismo calor, el mismo adormecimiento del
paisaje disolviéndose en la calima de las cuatro– y, sobre todo, cuando él echa el cerrojo y
comienza a hablar en susurros, Eva recuerda el día anterior, y la puerta cerrada, y la
ventana cerrada, y la sombra que cruzó tras las lamas. Se sienta en la camilla confundida,
mientras él le inspecciona las piernas agachado frente a ella, rozando levemente las
ronchas, esto va mucho mejor, se te están curando todas muy rápido, ésta en cambio va
más despacio, matiza al subir su dedo por el muslo, ésta debió de hacértela una arañita
que tenía más veneno. Levanta los ojos, se miran. La China se ha sentado a su lado,
paciente, esperando su turno. Ahora él le está palpando el tobillo, ya no está nada
hinchado, dice, pero le unta un poco más de ese gel que la China dice, con un gritito, que
está tan frío. Las dos os habéis recuperado muy bien, da gusto tener pacientes como
vosotras. Desde arriba, Eva ve que le clarea el pelo en la mitad del cráneo, como si justo
allí le hubiese aterrizado un ovni, piensa, y hay una especie de rechazo al pensarlo. De
repente, encuentra algo ahí inadecuado y desconcertante.
–¿Tú eres médico? –pregunta.
Claro que sí, responde él de inmediato, vaya pregunta. Se ha levantado y hay ahora un
brillo distinto en su mirada, cuando la enfoca desde arriba, las manos colgando a la altura
de la cara de Eva, unas manos con vello muy oscuro en los dedos, la parte superior de los
dedos, las falanges, piensa Eva, que es buena alumna y se estudió bien todos los huesos
del esqueleto humano, sin entender aún que ésa es otra señal para el rechazo. Él le
pregunta si acaso no se fía. ¿Está enfadado? ¿Se hace el enfadado para divertirse con ella?
Le explica que en todos los campamentos, por ley, debe haber un médico o un
enfermero, y recalca lo de la ley, y Eva siente que la está regañando. Las dos deberíais
darme un beso por haberos curado, dice luego, en vez de andar dudando de mis títulos.
La China palmotea, claro que sí, dice levantándose también. Lo abraza, le estampa un
beso sonoro en la mejilla. Él la rodea por la cintura, casi la levanta en brazos, porque la
China es ligera y él –Eva toma conciencia– más bien corpulento. Eva siente un ramalazo
de celos, que se mezclan y chocan con la inquietud inicial, aturdiéndola. No quiere quedar
fuera, no otra vez repudiada, excluida, eliminada de la competición sin haberlo intentado
siquiera, así que también se levanta, se les acerca con rapidez, abre los brazos y cuando él
se agacha para estar a su altura, soltando ya a la China, Eva posa directamente los labios
en los suyos, los aprieta contra los suyos, cierra los ojos fuerte, y él se deja apretar unos
segundos hasta que tienen que separarse para coger aire. Vaya, vaya, vaya, murmura
después. Se está riendo, la mira y se ríe, Eva no sabe qué le hace tanta gracia, pero nota
que lo ha sorprendido, y ella también ríe, mirando de reojo a la China, que ríe pero
menos, más suavito, pasándose la lengua por los labios brillantes, sabiendo que es un
juego y que ahora le toca a ella mover ficha. Así que se abalanza, lo besa también en los
labios y Eva se queda fascinada ante el movimiento no sólo de las bocas, sino también de
las manos y de los cuerpos, que se buscan encajándose el uno contra el otro. Mira
hipnotizada, hasta que el dolor es demasiado fuerte y la garganta le empieza a arder de
nuevo, las lágrimas calientes agolpadas tras los ojos, y se le forma un hueco en el pecho,
como si el espacio interior de la caja torácica se estuviese ensanchando para explotar y
reventarle las costillas. Como otras veces, sabe que hay que aguantar las ganas de llorar,
porque si llora, reconoce; si llora, admite; si llora, pierde. Se muerde los labios, tose un
par de veces, desvía la mirada para luego volver a clavarla en la pareja, que ya se está
separando. La China la contempla triunfante –se ha despeinado un poco, está preciosa– y
él con preocupación, el ceño fruncido, Evita, dice, qué te pasa, no hay nada malo en
esto. Evita. No entiende por qué utiliza ahora el diminutivo. ¿Para acercarse o para
alejarla? Ve cómo le hace un gesto a la China, un gesto apaciguador con la mano, el
mismo gesto que se le haría a un perrito ansioso por salir a la calle, mientras se aproxima
a Eva repitiendo que no hay nada malo en abrazarse. Le besa el pelo, le acaricia los
hombros. Tú eres la más bonita, le susurra después al oído. Tú eres la más bonita. El eco
retumba en su cabeza. ¿Ha dicho eso en serio? ¿Lo ha oído la China? ¿Lo ha dicho tan
bajito porque no quiere que la China lo oiga? Y si es así, ¿por qué no quiere? ¿Porque es
mentira, ya que la más bonita es la China, y sólo lo está diciendo para consolarla a ella?
¿O porque es verdad y no quiere enfadar a la China, pero necesita que ella, Eva, la más
bonita, lo sepa? Espera a crecer un poco, dice luego, y esto le gusta porque su voz es
cálida y sentirla en su oído vale tanto como ser acariciada, pero a la vez no entiende a qué
hay que esperar, ni qué quiere decir con crecer, si ella no es una niña como las pequeñas,
si ella está más cercana a la China aunque nadie lo sepa, aunque él no lo sepa, ni sus
padres –menos mal– lo sepan, y ni siquiera la China –que continúa mirando sonriente– lo
sepa. Y en realidad, rectifica, tampoco es como la China, porque ella sabe muchas cosas
que a la China no le interesan lo más mínimo, aunque seguro que a él sí le interesan,
como lo de los escarabajos, que sólo se fingen muertos cuando son adultos pero de
chiquitos patalean si los coges, y decide contarlo, ahora o nunca, intuyendo en el fondo
que no es el momento, pero a la vez sabiendo que ha de hacerlo, que si ya ha empezado
tiene que terminar de contarlo, a pesar de la expresión de ambos, de él y de la China, que
no muestran sorpresa ni rechazo, pero tampoco curiosidad, sólo esa especie de dulzura
paciente que los mayores despliegan a veces ante los pequeños. Eva habla
atropelladamente, ha probado mil veces, afirma, cada vez que ve un escarabajo lo
comprueba, lo que no sabe es a qué edad aprenden a fingir, y tampoco sabe si aprenden
el truco por sí mismos o si son los mayores los que se lo enseñan. Son animales listos,
concluye él, pero tú lo eres más, y Eva sabe ya con certeza que ha hecho el ridículo.
Por eso, ahora quisiera besarlo del mismo modo que la China lo besó antes.
Tiene que besarlo así, corregir ese error, su paso atrás.
Y se muere de ganas, pero cómo hacerlo.
Se acerca. Él la espera. ¿Él la espera? Sí, la está esperando, y también la China espera, Eva
la nota a un lado, expectante, tensa, y ella sigue acercándose aunque él no se mueve lo
más mínimo, la que se mueve es justamente quien no debe, la inesperada, interceptando
el paso, gatuna, lenta, su calor ya cercano, la cabaña en sombras, el tiempo suspendido o
agolpado, en punto muerto, la mano que la toma del brazo y que le hace cambiar de
dirección, el giro de la cabeza, y una boca –otra boca– en la suya, blanda, mucho más
blanda que la de él, suave, mucho más suave que la de él, cercana, muchísimo más
cercana que ninguna, femenina. Eva se retira espantada. Los tres quedan inmóviles, sin
saber bien cuál es ahora el siguiente paso, los tres empatados de pronto, igual de incluidos
o de excluidos, la balanza en equilibrio, compensada, besos en las tres direcciones
posibles, y continúan así unos instantes, unos segundos que parecen mucho más largos
de lo que realmente son, segundos que tienen peso, que son densos, que caen uno tras
otro, o uno sobre otro, y que casi sin transición inclinan la balanza hacia uno de los lados
sin que Eva comprenda cómo ni por qué se decide este cambio, ni quién lo decide y,
sobre todo, sin que comprenda en qué consiste exactamente el cambio. Pero hay un
cambio, sin duda, y de eso hasta ella es capaz de darse cuenta.
–Eva –dice él finalmente–, ¿podrías ir a por unos helados? ¿No te apetece que tomemos
algo fresquito los tres juntos?
Sin esperar respuesta ya está cogiendo su cartera, rebuscando en ella. Le tiende un billete.
Un cornetto de nata, dice. ¿Tú también?, pregunta a la China, que asiente sin despegar los
labios. Y lo que tú quieras, claro, pero date prisa, que lo estamos pasando muy bien
juntos. Eva piensa que si ha dicho helados, y no cualquier otra chuchería, es porque no
quiere que tarde mucho, y el pensamiento la tranquiliza. Él descorre el cerrojo y al abrir la
puerta el sol inunda el interior de la cabaña, formando un triángulo de luz, con la China
situada exactamente en el vértice más profundo. Eva la mira por última vez, coge el
dinero y se va todo lo rápido que puede, que no es mucho, porque lleva chanclas y la
arena ardiente se le cuela al avanzar, quemándole las plantas de los pies. El kiosco está a
cinco minutos, junto al comedor, pero la dueña, que es también la cocinera del
campamento, está liada fregando una olla gigantesca y tarda en atenderla. Cuando por fin
pide los helados, Eva paladea el encanto de la trasgresión, porque la cocinera ha de
pensar que son cosas de niños, para niños, mientras ella está pagando con el dinero de un
adulto, por mandato de un adulto, y de un adulto además al que acaba de besar, y ante
quien se ha besado con otra de las niñas, pero los helados son idénticos los tres, uno para
cada uno, mayores y pequeños igualados. Regresa apresurada con los cucuruchos en la
mano, los envoltorios brillan bajo el sol, nata y chocolate, lee, corazón de avellana,
disfruta del verano.
Corazón de avellana, repite entre dientes.
Disfruta del verano, canturrea.
Pero cuando llega y llama a la puerta, sólo encuentra silencio. Silencio, decepción y
sorpresa. ¿De verdad no se enteran? ¿Puede ser que no quieran abrirle? ¿O han querido
gastarle una broma y se han ido a otro lado? Llama más fuerte, aunque mucho menos de
lo que quisiera, porque en realidad le gustaría aporrear en la madera, patearla. ¡Los
helados!, grita. Y después, más flojito: se van a derretir. Se sienta en el escaloncito de la
puerta, extiende las piernas, tiembla de rabia. El calor es infame y le sudan las corvas,
entre la humillación y la vergüenza. No puede ser que eso esté pasando, qué están
haciendo dentro, y si no están dentro adónde han ido, no se dan cuenta de que van a
quedarse sin helados, toda esa cantidad de besos sin ella, por qué otra vez estar fuera de
todo, por qué otra vez la sensación de haber sido excluida, de no pertenecer a nadie, de
ser siempre unidad y nunca grupo. Aguanta las lágrimas, rasga el papel de su helado, se lo
come a bocados, ya demasiado blando, dejando los otros dos en el suelo, pensando que
se vayan a la mierda, no se merecen que llore por ellos. Cuando acabe de comérmelo, se
dice, vuelvo a llamar y si no me abren me voy y no les dirijo la palabra en la vida. Pero
vuelve a llamar, no le abren, no se va. Se queda allí, mirando los helados derretirse,
derramándose un poco por los pliegues del papel, ya inservibles, completamente líquidos,
por qué me han hecho esto, ¿así era el juego? Ahora está sudando también por la espalda,
por la frente y el cuello, los ojos le pican, tiene sed y el corazón le va a reventar de rencor,
pero permanece paralizada bajo el sol, pensando que ella también es un helado que
terminará derritiéndose y fundiéndose en la tierra, y que cuando abran la puerta no
quedará nada de ella, sólo la ropa, esa ropa tan fea que tanto odia, y se sentirán culpables
por haberla dejado fuera, por haberle gastado una broma tan pesada.
Oye un ruido dentro. Un ruido que no entiende. ¿Algo arrastrándose? Se tapa con fuerza
las orejas. No sabe si quiere o no escuchar.
Se levanta para irse, pero no se va.
Y es entonces cuando se abre la puerta. Él, sonriente, apurado, no te habíamos oído, por
qué no has llamado más fuerte. La China, recortada por la luz que entra de lleno en la
cabaña, al fondo, otra vez en el vértice exacto del triángulo, también sonriente, respirando
agitada, mirándola con fijeza, pidiéndole que entre, vamos entra, cuánto calor ahí fuera,
entra. ¿Y los helados? Eva se agacha, los coge, se los muestra. El envoltorio ya no
sostiene el peso de ese relleno blando que se escapa por cada abertura. Eva pone las
manos debajo para sostenerlos, pero el helado resbala por los dedos, gotea hasta el suelo.
Oh, vamos, entra, después compramos otros, no pasa nada, dice él, perdónanos, estamos
tontos. Eva entra, se encamina hacia la papelera, tratando de creer que es verdad la
mentira, mientras la China sigue sonriendo, de pie, completamente quieta en su sitio. Eva
la mira de reojo al tirar los helados, pero luego se siente abochornada y esquiva sus ojos,
enfocando a cambio el interior de la papelera, donde hay, además de los helados
derretidos, unos kleenex usados, un blíster de pastillas vacío, y también una goma
arrugada y amarillenta con algo dentro que también parece derretirse, algo así como un
trozo de guante de limpieza, o un guante médico, o un globito, pero lleno de algo, algo
blanquecino, fluido y asqueroso, como moco.
Eva sabe lo que es, pero quisiera al mismo tiempo no saberlo.
–Qué calor– dice él–. Vaya solana fuera. Quedaos aquí conmigo un rato más.
Y cierra la puerta.

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