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Soberbia

Catherine Brook
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo
Lujuria
Antes de empezar

Todas las autoras de este proyecto queremos darte las gracias a ti, que estás leyendo esto, y
mencionar algunos detalles que vas a necesitar para adentrarte en la lectura de Los Siete Pecados.
Esta serie, como dice el título, está formada por siete libros. En cada uno se representa un
pecado capital:
1. LA AVARICIA - Eneida Wolf
2. LA SOBERBIA - Catherine Brook
3. LA LUJURIA - Eleanor Rigby
4. LA ENVIDIA - Gretha Scolari
5. LA GULA - Eva Benavidez
6. LA PEREZA - Catherine Brook
7. LA IRA - Eneida Wolf
Pese a tratarse de una saga conjunta y ser libros que contienen personajes entrelazados,
creemos que es importante que sepáis que pueden leerse de forma independiente.
En segundo lugar, se trata de obras de ficción, por lo que nos tomamos ciertas licencias
históricas. Todos los lugares que se mencionan son inventados a excepción de algunos sitios
emblemáticos como el paseo marítimo o la iglesia de St. Nicholas. Tened en cuenta también que,
en 1817, Brighton todavía era un pequeño pueblo.
Por último, tal y como se clasifican las novelas, son de romance histórico y están ambientadas
en la regencia, pero este proyecto nace con la idea de distraer, hacer pasar un buen rato y
enamorar al lector.
Esperamos conseguirlo, y, como siempre, gracias por leer.
Capítulo 1

Necesitaba un hombro. No para llorar, que ella nunca lo hacía, sino para dormir.
¡Qué misa tan aburrida!
Harriet Broome parpadeó con rapidez con la esperanza de mantenerse despierta y, sin
disimulo, se cubrió la boca con la mano enguantada para tapar un bostezo. El quinto desde que
había comenzado el sermón. ¡Y solo habían pasado quince minutos! No estaba segura de poder
soportar las dos horas restantes. Solo de pensarlo le daban verdaderas ganas de llorar.
Entrecerró los ojos para mirar con rabia a la causante de esa tortura, pero esta estaba de
espaldas y no pudo recibir todo su odio.
Zelda, su hermana, estaba sentada al lado de su prometido, Archibald Cobyn, y no parecía
tener intención de prestar atención a Harriet, a quien habían obligado a ir al servicio porque se
haría la primera amonestación del compromiso. Harriet pensó que al menos podría haber tenido
la cortesía de sentarse a su lado para poder utilizar su hombro como almohada. Sin embargo,
prefirió ocupar asiento al lado de su prometido, la señora Corbyn y su padre, el señor Broome.
Ella había quedado relegada una fila atrás junto a la hermana menor de su próxima familia
política, Bernadette Corbyn, quien no parecía lo suficientemente amable para prestarle su
hombro y, a decir verdad, tampoco se veía más despierta que ella.
—Tus bostezos me están provocando sueño —dijo la joven con voz ahogada, mientras tapaba
su boca con una mano.
—¿También te han obligado a venir? —le preguntó, observándola.
No debía tener más de catorce años.
—Gideon no nos habría perdonado si algún integrante de la familia no hubiera asistido a este
emblemático momento —respondió sin sarcasmo.
Harriet casi había olvidado que el hombre que estaba a punto de dormirla por aburrimiento era
hermano del novio y, por ende, sería parte de su familia política. Por suerte, era un parentesco
muy lejano, porque Harriet no lo soportaba en ninguna de sus facetas. Como vicario y como
persona en general tenía muy buena reputación, no había nadie en ese dichoso pueblo que no lo
quisiera, pero ella tenía otra perspectiva del reverendo Corbyn.
Hacía un tiempo, el intachable vicario había participado en un engaño que Archibald Corbyn
había hecho a su hermana Zelda, y si a eso le sumaba que creía que aspirar a lo mejor era malo,
no le causaba ni un poco de simpatía. A decir verdad, a excepción de la joven a su lado, a quien
no conocía lo suficiente para emitir un juicio, los miembros de esa familia no le simpatizaban en
absoluto. Nunca dejaría de pensar que, si Zelda iba a abandonar su férrea decisión de no casarse,
al menos podría hacerlo con un lord. No importaba que fuera un barón o un vizconde, pero que
fuera alguien que pudiera presentarle a ella un noble importante con el que se pudiera casar.
Lamentablemente, el corazón no era sensato. Harriet toleraba la situación solo porque su
hermana estaba enamorada. Por eso y porque todavía tenía la esperanza de que los Corbyn
tuvieran algún conocido con un título nobiliario de renombre.
—Si no llego a venir, Gideon me habría dado un sermón más largo que este —continuó la
joven a su lado. Harriet agradeció tener otra cosa en la que fijar su atención—. Supongo que
imaginarás lo catastrófico que eso sería. He venido solo por eso, no porque nadie me pueda
obligar. —Por algún motivo, a la joven le pareció importante hacer esa aclaración—. Esa es mi
excusa. ¿Cuál es la tuya?
—Impulso momentáneo de amabilidad que no se volverá a repetir. ¿No consideras pecado
aburrir de esta manera a la gente?
La joven soltó una risa disimulada que resonó en el lugar porque, justo en ese momento, el
reverendo hizo una pausa. Algunas caras se giraron para buscar el origen de la interrupción, pero
solo la del vicario logró localizarlas.
Bernadette se hizo la desentendida, pero Harriet no tuvo ningún reparo en responder a la
mirada de reproche con una de desdén.
Él suspiró, como si ella fuera un alma perdida, y continuó con el sermón.
A Harriet no le importó. Era mejor ser una oveja descarriada que el hijo perdido de Hipnos.
—Es probable que de todas maneras nos toque otro sermón en la casa. ¡Qué mala suerte!
Harriet estuvo de acuerdo, pero no respondió. Optó por colocar su brazo encima del respaldo
del asiento y recostar su cabeza en la mano.
Después de unos minutos, no supo nada más.

***

—¡Harriet!
Harriet se enderezó y parpadeó con rapidez, no muy segura de quién había interrumpido su
sueño. Pronto descubrió que era su hermana.
Zelda no la miraba con reproche ni con molestia, más bien con resignación. Después de todo,
no era tampoco una devota cristiana. ¿Por qué, entonces, había interrumpido su sueño?
—La misa está a punto de terminar.
«Gracias a la gloria de Dios», pensó Harriet.
Inclinó la cabeza en agradecimiento a su hermana por el aviso y se frotó los ojos.
—Gideon no ha dejado de mirarte en todo el servicio —le informó Bernadette—. Creo que te
espera un sermón particular.
Pues se lo daría a la brisa, porque ella no pensaba escuchar ni una palabra más de ese hombre
en lo que le quedaba de vida.
La misa finalizó con la ratificación del compromiso de Archibald Corbyn y Grizelda Broome.
Entonces, como ya no estaba prohibido hablar, empezaron las murmuraciones.
Aunque a Harriet solía gustarle el chisme, no se detuvo a escuchar qué decían del
compromiso. Le hizo un gesto a Zelda para indicarle que esperaba fuera y salió de la iglesia de
tres naves que, a pesar de ser relativamente amplia, la estaba sofocando.
Cada vez había más gente en ese pueblo, y la misa de los domingos solía quedarse escasa de
asientos.
Cuando estuvo fuera agradeció la brisa invernal que le calaba los huesos. Se apretó un poco el
abrigo y respiró hondo. Esperaba que Zelda no tardara, o se iría sola.
—Harriet Broome. ¿Has disfrutado de la siesta? —preguntó una voz femenina con humor tras
ella.
Harriet se giró. Una joven de abundantes cabellos negros, sostenidos de forma precaria pero
sin perder la elegancia del peinado, la miraba con diversión y una sonrisa amable. La reconoció
de inmediato, pero no le devolvió la sonrisa. No porque le desagradase, pues difícilmente Tess
Witherow le caería mal a alguien, sino porque Harriet reservaba sus sonrisas para los caballeros
con título.
—Ha sido bastante reconfortante —respondió, altiva.
No se avergonzaba de nada.
La joven se rio.
Harriet admitía que tenía una sonrisa bonita. Bien, era bonita en general. Quizás, después de
ella, era la joven más bonita con la que contaba ese pueblo. Tenía la tez pálida, cabellos de ébano
y unos ojos verdes muy brillantes. También era muy elegante. Cómo no, si era la sobrina del
duque de Alridge, posiblemente el personaje más importante que tenía ese pueblo. Había llegado
hacía unos días de Londres y lady Marjorie se la había presentado.
La joven desprendía simpatía inmediata y parecía imposible que a alguien le desagradara.
Exudaba una energía contagiosa. Harriet había decidido que podía mantener contacto con ella de
vez en cuando, por si lo necesitaba.
Según recordaba, su hermano era marqués.
—Tendrías que haber visto cómo te miraba el reverendo. Lo siento, pero me ha causado
demasiada gracia su expresión.
Harriet la observó y evaluó mentalmente cuánta confianza podría depositar en la joven.
Estaba claro que ella no era tan recelosa y veía en Harriet a algo más que una recién conocida.
Decidió darle un voto de confianza.
Tal vez por fin alguien en ese pueblo pudiera comprenderla.
—No tiene ningún derecho a reclamarme nada —espetó con altanería. Al ver que la joven no
mostraba oposición a su afirmación, continuó—: Me parece sorprendente que no esté
acostumbrado, si todos sus sermones son tan aburridos. —Tess, que había estado sonriendo ante
el despotrique de Harriet, dejó de hacerlo de pronto, pero Harriet no lo notó, concentrada en su
queja—. Parecen diseñados para curar el insomnio.
—Harriet...
—Lo peor es la forma en que los dice —continuó, sin percatarse de que su compañera
empezaba a hacer gestos raros con la mano—. Habla como si tuviera la verdad absoluta, como si
él fuera perfecto, cuando, en realidad, es solo un mortal que peca más que nosotros. Y hablo con
base.
—Harriet...
—No tiene ningún derecho a aburrir así a la gente. Debería ser pecado. —Tess había dejado
de intentar atraer su atención. Parecía resignada, esperando con paciencia algo inevitable—. ¡Y
tres horas! ¿Cómo alguien puede hablar tanto?
—Eso podría respondérmelo usted —replicó una voz masculina a sus espaldas, con un deje de
humor en su tono.
Harriet dio un respingo porque reconoció la voz, pero antes de girarse compuso su semblante
para que expresara indiferencia, como si no hubiese estado haciendo nada malo.
—¿No era pecado escuchar conversaciones ajenas, pater?
Gideon contrajo el ceño, como hizo la última vez que la escuchó llamarlo con el tratamiento
que se les daba a los eclesiásticos católicos.
No quiso discutir el tema de momento. Ya sabía él que la joven tenía un carácter y una forma
de pensar que no sabía si llegaría a comprender.
—No es pecado, es mala educación. Catalogaría más como pecado hablar a las espaldas de
alguien —respondió con suavidad. En su tono no había reproche, más bien cierta consideración.
Los que lo conocían sabían que prefería convencer con el diálogo a utilizar amenazas.
Harriet se tomó su tiempo para responder, aunque en ningún momento demostró vergüenza o
arrepentimiento. Tess, al intuir que nadie le prestaría atención, fue a buscar con quien hablar. No
se molestó en despedirse porque parecían muy concentrados el uno en el otro para notarlo.
—¿Desde cuándo es pecado decir la verdad? Que yo sepa, es una obligación. ¿Acaso han
cambiado los mandamientos?
—Los mandamientos son los mismos, pero creo que usted le está dando una interpretación
errónea.
—Desde mi punto de vista, es muy válida. ¿Cómo es que dice? «No mentirás».
—«No testimoniarás contra tu prójimo testimonios falsos» —puntualizó él—. Lo que usted ha
dicho puede considerarse falso testimonio.
—¡Claro que no! Su sermón daba sueño.
—Usted ha sido la única que se ha dormido.
—Porque los demás no tienen el valor.
Se retaron con la mirada.
Si la intención del reverendo era que Harriet se arrepintiera de su acción, estaba perdiendo el
tiempo. Ella estaba firme en su posición y no pensaba ceder ante ese hombre que, desde su
perspectiva, no tenía autoridad para reprender.
Lo observó de arriba abajo con superioridad, y por primera vez se fijó en los detalles de su
apariencia. Tenía los ojos verdes y los cabellos rubios cenizos, más claros que los de ella, y
algunos mechones enmarcaban su rostro porque no estaban bien peinados. A decir verdad, toda
su apariencia era algo desaliñada. La sotana estaba arrugada, a sus zapatos les faltaba lustre.
Estaba claro que nadie se preocupaba por su apariencia, y a él no le importaba. De seguro se
vestía a prisa para poder llegar a tiempo y aburrir a sus feligreses.
Harriet, que apreciaba mucho la apariencia, no soportaba mirarlo por mucho tiempo.
—Harriet, es hora de marcharnos —le dijo Zelda, acercándose. Acababa de despedirse de su
prometido con un beso en un rincón oscuro de la iglesia—. Gideon, gracias por la misa. Cumplió
las expectativas.
—¿Cuáles eran? ¿Dormir a la gente? —intervino Harriet, con tono de burla.
Zelda la miró con reproche, pero ella no se inmutó.
Gideon asintió ante el cumplido de su futura cuñada y miró a Harriet, respondiéndola con su
silencio.
Una de las cosas de él que más disgustaba a la joven era que nunca parecía alterarse
demasiado, ni siquiera mostrar absoluta molestia. Siempre lo trataba todo como un debate.
Harriet había escuchado que no reprendía como solían hacerlo los vicarios, con firmeza y
severidad; más bien hablaba y hablaba con calma hasta dejar clara su postura. Quizás fuera esa
una técnica más efectiva. Las personas debían de portarse bien solo para no tener que escuchar
un sermón similar al de la iglesia.
Después de echarle una última mirada, se reunió con su hermana, que ya había empezado a
marcharse. Esperaba volver pronto a Londres y conseguirse su propia familia, porque la
posibilidad de quedarse en ese pueblo y tener que convivir con frecuencia con ese hombre le
provocaba escalofríos.
Dios no quisiera para ella un destino tan cruel.

***
Gideon las observó marcharse y se limitó a negar con la cabeza ante la actitud de la joven.
Con regularidad, no le gustaba juzgar a nadie, y siempre creía que tras una actitud hostil o
inmoral había un antecedente que, si se resolvía, podría devolver a esa persona al buen camino.
Por ejemplo, su hermano Archie era muy avaricioso, pero todo se explicaba con que su padre se
había muerto y la carga de una familia en la ruina le supuso un trabajo que no quería volver a
pasar bajo ninguna circunstancia.
Archie suponía que él no lo sabía, pero para Gideon era obvio.
Si bien no aprobaba la actitud tomada por su hermano, sí podía comprenderlo, y esperaba que,
ahora que se iba a casar, pudiera mejorar esa actitud tan poco cristiana.
La joven, en cambio, era un enigma. A Gideon le causaba mucha curiosidad saber qué había
detrás de tanta soberbia, si es que, por supuesto, había algo, pues no era tan iluso como para creer
que no hubiera personas realmente malas e incorregibles.
Analizó lo que conocía de la joven hasta el momento.
Una vez habían discutido sobre la novela Elogio a la locura, y dejó clara su postura de que
aspirar a lo mejor no era malo. En otro momento, cuando el engaño que su hermano Archie le
había hecho a las hermanas salió a la luz, la joven, furiosa, lo acusó de cómplice y le dio una
bofetada que aún escocía si la recordaba.
A decir verdad, cualquier otro la hubiera catalogado de alma perdida, pero Gideon se negaba.
Al contrario: tenía una necesidad de saber más de ella y saber si podría ayudarla que se
incrementaba en cada encuentro.
Si tan solo pudiera hacer que bajase la guardia...
—¿A qué oveja descarriada estás pensando perseguir para que regrese al buen camino? —
preguntó a su lado la voz que reconoció como la de su hermano.
—A Harriet Broome —respondió con sinceridad, todavía pensativo. Escuchó la carcajada de
su hermano y lo miró con severidad—. Estoy hablando en serio.
—Lo sé. Eso es lo que me hace gracia. No pierdas el tiempo, hermano, esa joven no tiene
salvación. Es una malcriada incorregible. ¿Acaso has olvidado la bofetada que te dio?
Gideon decidió ignorar ese detalle.
—No, pero todos pueden salvarse. Tengo que pensar en cómo ayudarla.
—Te diré en qué tienes que pensar —le dijo Archie, colocándole una mano en el hombro en
un gesto de camaradería. Echó un vistazo hacia atrás, donde estaban unas señoras hablando, y
añadió—: Madre quiere hablar contigo. Yo estoy comprometido. Tú eres el siguiente hermano.
¿Sabes lo que eso significa?
Gideon miró hacia atrás, donde estaba su madre conversando, y tragó saliva.
Por supuesto que sabía qué significaba. Su madre tenía una obsesión por que todos sus hijos
se casaran y llevaba bastante tiempo insistiéndole a Archie y a él, que eran los que estaban en
edad, para que lo hicieran.
Si Archie estaba comprometido, todos sus esfuerzos irían a él.
—Tengo que preparar el sermón de mañana. Dile que pronto pasaré a visitarla. Hasta luego.
Mientras se apresuraba a rodear la iglesia para entrar por la puerta de atrás, escuchó la
carcajada de Archie y la advertencia de que no podría escapar por mucho tiempo. Gideon no le
prestó atención. Sabía que era verdad. También era consciente de que su madre tenía razón, y,
como buen reverendo, debería buscar una esposa, pero hasta el momento no le había llamado la
atención ninguna joven y Gideon era demasiado honesto para casarse por puros fines sociales.
El matrimonio tendría que esperar hasta que apareciera la indicada.
Una vez en la sacristía, se sentó frente a la pequeña mesa donde solía escribir sus sermones e
intentó elaborar el del día siguiente, pero no logró concentrarse. Su cabeza se iba una y otra vez a
Harriet Broome y a lo mucho que necesitaba esa joven que alguien le hiciera comprender que esa
actitud sería su perdición.
Gideon sabía que no podía ser el salvador de todos, ni mucho menos, pero sentía una
necesidad insistente con ella. Estaba claro que los sermones no harían más que aburrirla, y tal
vez no funcionase ninguna técnica en general, pero Gideon tenía que intentarlo.
Solo tenía que pensar en cómo.
Si Dios lo quería, ella podría mejorar su actitud. Si no, pues sería una lástima, porque a
Gideon le parecía una joven muy bonita, con sus rizos rubios, su perfil delicado y sus ojos azules
como el del cielo. La belleza no era una virtud, pero le parecía que la vida le había dado un
regalo y que por dentro tuviera tanta soberbia solo era una forma de desaprovecharlo.
Ojalá pudiera ayudarla.
Ojalá que se dejara ayudar. Eso sería, sin duda, el mayor reto, pero él estaba dispuesto a
enfrentarlo y rezar por salir victorioso.
Capítulo 2

Harriet se miró por última vez en el espejo, se sonrió, y, con los hombros rectos, salió de la
habitación con su vestido verde esmeralda cubierto por un abrigo de lana. En la sala que había
antes del vestíbulo encontró a su hermana y a su padre. Ambos estaban echados en un sillón en
posiciones muy poco elegantes.
Se enderezaron en cuanto la vieron entrar.
—¡Al fin! —exclamó Zelda. Se levantó y se alisó la falda del vestido como si no tuviese
mucha importancia que se hubiera arrugado—. Llevamos media hora esperándote. Vamos a
llegar tarde.
—Hacerse desear es una técnica infalible para generar interés —respondió Harriet de buen
humor.
—Vámonos —le dijo Zelda a su padre, sabiendo que era inútil discutir con Harriet.
Una vez en el carruaje que los llevaría a la mansión de los Corbyn, donde se celebraría la
fiesta de compromiso de su hermana, Harriet decidió tocar el tema que le interesaba.
—La tía Helen me ha escrito. Dice que no vendrá estas Navidades ni podrá estar en la boda de
Zelda, pero que estaría encantada de recibirme en su casa para la próxima temporada. Solo sería
cuestión de que cubrieras todos mis gastos. Ni siquiera tendrías que ir.
La mueca de disgusto del señor Broome no fue muy alentadora. Aunque su padre le había
asegurado que regresarían a Londres para la temporada, cada vez se mostraba más cercano a ese
pueblucho y menos dispuesto a abandonarlo.
—No entiendo por qué quieres ir a Londres. Si Zelda ha podido conseguir marido aquí, tú
también puedes. En Londres fuisteis un fracaso y otra temporada podría ser un gasto innecesario.
—No fuimos un fracaso. Al menos, yo no lo fui —protestó Harriet, muy ofendida.
—No recuerdo tener la casa llena de pretendientes tuyos.
—Porque yo no alenté a nadie, ya que ninguno era digno de mí —respondió como si fuera
obvio—. Además, no nos colamos con lo más exquisito de Londres. La tía Helen me prometió
que esta temporada conseguiría invitaciones de las fiestas más codiciadas, aquellas donde van los
lores. Ahí sí conseguiré un esposo digno.
Zelda puso los ojos en blanco, pero Harriet la ignoró, convencida de que su predicción era
cierta.
—Aquí la nobleza es escasa. La única forma de que me case con alguien que haya conocido
en este pueblo es que sea un lord que llegue de visita —continuó—. Zelda, ¿no conocen los
Corbyn a algún lord importante? ¿No habrán invitado a alguno a la boda?
—No lo sé y no me importa —respondió su hermana sin mucho interés.
Miraba por la ventana, ansiosa por llegar.
—Debería de importarte —masculló Harriet. Después se giró hacia su padre—. ¿Me pagarás
la temporada?
—Está bien, está bien —dijo el señor Broome, harto de la conversación.
Harriet, contenta, no dijo más en el corto trayecto.
Llegaron a la fiesta de compromiso. Después de saludar al señor Corbyn y a su madre, Zelda
se quedó junto a su prometido, su padre se fue hacia la mesa de los aperitivos y Harriet se quedó
haciendo una rápida exploración del panorama.
Miró con aburrimiento de un lado a otro. Estaba el duque de Alridge hablando con otro
invitado.
A Harriet le parecía una lástima que los pocos lores que había en ese pueblo fueran tan
mayores. Que fueran feos hubiera podido pasarlo, pero la edad ya era un detalle, a su parecer,
más relevante.
Siguió buscando. Esperaba encontrar a lady Marjorie, la hermana del conde Royston, que,
dicho fuera de paso, era extraño que estuviera en esa fiesta.
A pesar de que los Cavendish eran familia de su madre, tenían una fuerte enemistad con los
Corbyn por una rencilla pasada que Harriet no conocía. Lady Marjorie debía haber asistido a la
fiesta solo por respeto a la invitación que Zelda le extendió. A Harriet no le importaba. Quería
encontrarla porque esta le había prometido conseguirle un buen partido y tenía la esperanza de
que tuviera alguna buena noticia para ella. En el pueblo todos la conocían como la mejor
casamentera del lugar. Con algo de suerte, encontraría un caballero digno de Harriet, y así no
tendría que enfrentarse a la competencia en Londres.
Mientras intentaba localizar a lady Marjorie, su vista se detuvo en el conde de Bollinger,
acompañado de su abuela. Era un caballero joven, el mejor partido de ese pueblo, al que Harriet
había sonreído dos o tres veces sin éxito. Ante su evidente desinterés, lo descartó. Si no era lo
suficientemente listo para apreciar su gran belleza, no merecía sus esfuerzos. Además, decían
que estaba interesado en la mayor de las Cavendish, lady Hailey.
Harriet no pensaba rebajarse a luchar así por un conde. Si fuera un marqués o un duque, se lo
pensaría.
—Hola, Harriet.
Reconoció la voz, pues ya la encontraba familiar, y esta vez decidió corresponder a su sonrisa.
La joven Tess llevaba un vestido blanco perla muy elegante, de seguro confeccionado por la
mejor modista de Londres.
Harriet tenía que preguntarle cuál era. Si iba a participar en una nueva temporada, tendría que
asegurarse de que todo confabulara para hacerla más irresistible de lo que ya era.
—Buenas noches, Tess —dijo con amabilidad, observándola con discreción de arriba abajo.
Ya había notado que siempre iba muy elegante y arreglada. Cada cabello estaba en su lugar, el
vestido perfectamente planchado. Verla inspiraba una calma que contrarrestaba con toda la
energía de la dama.
—¿Buscabas a alguien? He notado que hacías un recorrido visual del salón.
—A lady Marjorie. ¿La has visto?
Tess sonrió y sus ojos brillaron de picardía.
—La vi cuando llegué, pero no sé dónde está ahora. Aunque supongo que muy ocupada. —
Eso último lo dejó caer como quien lanza un pañuelo seguro de que el otro lo recogerá.
Harriet lo recogió.
—¿Qué quieres decir?
Tess se inclinó hacia ella y miró a ambos lados para añadirle suspenso a la situación. Después,
susurró:
—Estaba con lord Ridgeway. Es un caballero que lleva largo tiempo mostrando interés en
lady Marjorie. Un interés correspondido. Según he oído, esta noche se anunciará oficialmente su
compromiso. Además, es un conde muy guapo, y dicen que bastante rico. —Se encogió de
hombros, como si eso último fuera lo menos importante de toda la historia.
Para Harriet era lo más importante.
—¿Conde, has dicho? No me lo han presentado —dijo con resquemor.
Se suponía que lady Marjorie le presentaría a todos los caballeros elegibles, pero, al parecer,
se había reservado ese para sí misma.
—Dicen que quedó encantado con lady Marjorie apenas la conoció en Londres, así que luchar
por su atención habría sido trabajar en vano.
Harriet no compartía esa idea. Estaba segura de que ella hubiera podido atraer su atención.
Después de todo, era muchísimo más joven que lady Marjorie, quien ya pasaba los treinta.
Observó a Tess intentando descifrar si en el fondo estaba tan resentida como ella o de verdad
no le importaba. Hasta el momento no la había escuchado manifestar interés por ningún
caballero, algo bastante extraño en una joven de su edad. Parecía que el tema le fuera indiferente.
Si era así, mejor para Harriet. Aunque no le temía a la competencia, prefería no enemistarse con
la joven. Admitía que le agradaba.
—Tess..., tu hermano es marqués, ¿verdad? ¿Va a venir a pasar las Navidades aquí? —
preguntó con interés. Le había estado dando vueltas a la idea un tiempo y se dijo que sería
maravilloso para ella que así fuese. En el pueblo, podría monopolizar su atención.
La joven se carcajeó como si hubiera dicho algo muy cómico.
—Solo hay dos cosas que harían que Reginald pisara este pueblo: la primera es un milagro, y
la segunda soy yo. Y como no tengo ganas de escucharlo gruñir y maldecir todo el día, le di
permiso para que se quedara en Londres. Aquí en el pueblo me basta con la protección de mi tío.
Harriet se lamentó en silencio. Habría sido una oportunidad de oro.
—¡Oh, mira! —exclamó de pronto, muy emocionada. Señaló con discreción a una pareja que
resultó ser la de lady Marjorie y el famoso lord Ridgeway—. ¿Alguna vez un hombre te ha
mirado así? El día que alguien pose sus ojos en mí de esa manera, tendrá mi corazón.
Harriet entendió en ese momento por qué no parecía mostrar interés por nadie. Era una
romántica. Una lástima, pero podría perdonárselo porque todos tenían algún que otro defecto...
Excepto ella, por supuesto.
Detalló la escena que parecía haber suscitado la atención de todos los presentes. Lady
Marjorie estaba tomada de la mano de lord Ridgeway, y charlaban animadamente.
Harriet no logró ver lo que tenía a Tess tan emocionada.
—Ella no parece muy entusiasmada —comentó.
A pesar de que sonreía, no había nada genuino en la alegría de lady Marjorie. ¡Qué tonta!
Tenía a su lado a un conde muy apuesto y con dinero. ¿Cómo podía no estar exudando alegría?
—Yo creo que es por su carácter —respondió Tess—. No es una dama muy efusiva, pero
seguro está muy feliz. Me pregunto cuándo se anunciará el compromiso. No me pienso ir de este
pueblo hasta que no se realice la boda. Adoro las bodas, ¿tú no?
—La mía será posiblemente la única que me entusiasme. Y la de Zelda, claro está. —Se vio
en la obligación de añadir.
—¿Cómo te imaginas tu boda? —preguntó la joven, animada.
Harriet sonrió al pensarlo.
—Será una gran celebración. Habrá buena música, un desayuno maravilloso. Tendré un
vestido hecho por la mejor modista de Londres. Quizás lleve diamantes, o esmeraldas,
dependiendo del color del vestido. Será en primavera para obtener buenas flores. Invitaré a lo
más selecto de la sociedad.
—Con esa descripción del evento, no dudo que incluso la reina querrá asistir —dijo una voz a
sus espaldas con mucho humor.
Harriet casi gruñó por ver interrumpida su fantasía. Se giró con brusquedad.
—¿Otra vez escuchando a escondidas, pater?
—Acabo de llegar, y no parecía que estuvieran comentando un secreto.
—Buenas noches, señor Corbyn —saludó Tess, haciendo caso omiso de lo tenso que parecía
el ambiente cuando esos dos estaban juntos.
—Buenas noches, lady Therese.
—Solo Tess —corrigió sin perder la sonrisa—. Oh, necesito saber qué está pasando allí —
dijo, refiriéndose al encuentro de lady Marjorie y lord Ridgeway —. Vuelvo enseguida.
Harriet se contuvo a tiempo para no pedirle que no la dejara a solas con ese hombre. Le
dirigió al reverendo una mirada de desdén y luego dejó de prestarle atención con la esperanza de
que se marchara.
No tuvo suerte.
—Dígame, señorita Broome, ¿qué le parece la fiesta? Supongo que una persona que tiene tan
amplio conocimiento sobre cómo debe ser una buena celebración puede dar una opinión muy
sustentada al respecto.
No había sarcasmo en su voz, ni siquiera un poco de burla, lo que le pareció extraño a Harriet
porque en un principio no lo consideró un comentario de genuino interés.
Esperaba que no quisiera iniciar un sermón.
—Está bien —respondió, un tanto aburrida. Lo miró todo de reojo—. Podrían haber invertido
más en la decoración, en las flores, en la librera de los lacayos. Todos deberían tener un uniforme
especial para los eventos. Tal vez más iluminación. Espero que la cena al menos sea decente.
Gideon abrió los ojos, sorprendido por su respuesta.
Debería haber esperado algo semejante.
—Son observaciones interesantes, pero creo que Archie lo consideraría un gasto innecesario.
Harriet bufó.
—Espero que sea más generoso después del matrimonio. No hay nada peor que un marido
avaro.
—Yo creo que uno derrochador es peor.
—¿Por qué está mal gastar el dinero? Para eso está.
—Pero si se derrocha puede no estar más —respondió con una sonrisa. A Harriet se le vino el
fugaz pensamiento de que tenía una sonrisa muy bonita—. Cuestión de simple lógica.
—¿Me está llamando tonta? —increpó, molesta por esa idea intrusiva de que era atractivo.
—No, por supuesto que no —respondió rápidamente—. Solo acoto que todo extremo es malo.
Si bien ser avaro no es correcto porque va en contra de la generosidad, ser derrochador puede
traer consecuencias terribles. Estoy seguro que usted puede imaginarlas. Lo ideal sería un marido
prudente.
La expresión de Harriet dio a entender que no la había convencido con su argumento.
Gideon se dijo que sería un caso difícil.
—Prudente es sinónimo de aburrido. Como sea, mi esposo no será avaro. Me aseguraré de
ello antes del matrimonio. Además, será un lord, por lo que podrá permitirse derrochar y me
dejará derrochar a mí.
Gideon arrugó el ceño.
—¿Cómo sabe que será un lord?
—Pues porque yo no me casaré con nadie que no lo sea —respondió con sencillez—. No me
merezco menos.
—Las personas no valen más o menos solo porque ostenten un título —reprendió con
suavidad.
—Socialmente, sí.
—Pero ante Dios, no.
—Y si ante Dios no, ¿por qué ante la sociedad sí? Si para Dios no hay jerarquías y nosotros
somos su imagen y semejanza, ¿por qué nosotros sí las tenemos? De ser como usted dice, nadie
sería más privilegiado que otro.
Gideon abrió y cerró la boca. La pregunta lo cogió por sorpresa y su lógica lo sorprendió.
—Dios sabe cómo actúa —respondió, aunque no con la seguridad que debería—. Aquellos
que nacen con más dinero son los elegidos para demostrar su generosidad y nobleza, y aquellos
con menos suerte tienen predestinado demostrar su fortaleza y otras cualidades.
Harriet lo miró como si acabara de decir una tontería.
—Los que nacen con más dinero simplemente tienen más dinero porque así es la vida. Y si su
misión era demostrar generosidad, creo que Dios no lo dejó suficientemente claro. A decir
verdad, yo tampoco lo entiendo. ¿Por qué habría que apoyar a aquellos que no trabajan y solo
quieren beneficiarse del trabajo ajeno? Cada quién está en la posición que le tocó y debe
arreglárselas como pueda.
Por primera vez desde que lo conocía, él no pareció contento ni tranquilo. Parecía que su
comentario le hubiera molestado de verdad.
—Hay más factores que pueden intervenir en las circunstancias de cada quién, por lo que no
deberían ser juzgados por aquellos que, como usted, han tenido más suerte y no han pasado por
esa pena.
—¿Debo sentirme culpable, entonces, por haber sido más privilegiada?
—Debería ser más comprensiva —acotó él—, y agradecida de que su posición sea la de una
dama que no debe trabajar y a quien un padre le costea los lujos y, quizás en un futuro, lo haga
un marido.
—Espero que no me esté acusando también de eso. Si las mujeres de mi posición no trabajan,
pater, es porque su Dios no nos ve capaces de eso, ¿no es así? Al menos, eso es lo que siempre
han dicho. Bien, pues ya que ustedes mismos se han impuesto la tarea de protegernos, deberían
hacerlo bien y mantenernos como merecemos.
Gideon parpadeó sin saber qué responder. Sentía que la conversación se estaba yendo por otro
lado. A decir verdad, le sorprendía la capacidad que tenía esa joven de dar la vuelta a una
conversación. Demostraba un tipo de inteligencia que seguramente ni ella misma sabía que tenía.
O tal vez sí. Ella era muy consciente de sus virtudes.
—Está tergiversando mis palabras. Solo he mencionado la importancia de agradecer y no
derrochar cuando otros están necesitados.
—Pero no es mi culpa que estén necesitados. Es culpa de su Dios.
—No es culpa de Dios...
—No entiendo a qué viene todo este sermón —interrumpió Harriet—. ¿Sabe que su hermano
se negó a colaborar con el orfanato cuando Zelda se lo pidió? ¿Por qué no va y le da discursos de
generosidad y bondad a él?
Gideon compuso una expresión contrariada.
—Sí, lo sé. He hablado con él al respecto en varias ocasiones.
—Bien, pues vaya a recordárselo para que no se le olvide. Buenas noches.
Harriet enderezó los hombros, dispuesta a retirarse. No tenía ánimos para escuchar un sermón
de ese caballero. No quería acostarse temprano ese día.
—Espere, por favor —pidió cuando la vio dar el primer paso.
Ella se detuvo, no estaba muy segura de por qué. No tenía nada que ver con la educación.
Harriet solo recurría a ella cuando le convenía. Estaba más relacionado con el tono de su voz. Era
ridículo, pero había tal amabilidad en su tono que ni a ella le pareció correcto irse sin más.
Suspiró. Se arrepentiría, estaba segura.
Giró la cabeza.
—Me preocupa su perspectiva con respecto a los más necesitados.
Lo sabía.
—A mí no —respondió con sencillez.
—Pero...
—Mire, no me interesa nada que... —Se interrumpió al escuchar un carraspeo a su lado.
Un caballero flaco y poco agraciado, a quien Harriet reconoció como el hijo del magistrado,
estaba mirándola con una sonrisa torcida que la estremeció.
—Señorita Broome, me preguntaba si le gustaría concederme el siguiente baile.
—No —respondió sin dudarlo y volvió a dirigir su atención a Gideon.
—¿Quizás otro baile? —dijo el joven antes de que ella pudiera seguir hablando.
Ella le dirigió una mirada tan repelente que el caballero dio un paso hacia atrás.
—No.
—Pero...
—¿No ve que estoy hablando con el reverendo? Es algo importante. Déjenos, por favor.
El joven se marchó, acongojado. Gideon lo miró con compasión, aunque luego no pudo evitar
sonreír y comentar:
—Efectivamente, esto es importante.
Harriet lo miró con fastidio.
—Está bien, hable ahora que me he comprometido a quedarme un tiempo con usted. Pero no
crea que retendré demasiado tiempo sus palabras.
—¿No le agrada el señor Hudson? —preguntó en cambio.
—¿Así se llama? No, no me agrada.
—¿Por qué? Es un joven muy educado. Doy fe de que...
—No pienso alentar las atenciones de nadie que no me interese. No me puede acusar por eso.
—Pero si no lo conoce.
—No tiene título y eso me basta.
Gideon se dijo que la conversación de que las personas valían independientemente de si
tenían título o no tendría que ser retomada en otro momento.
Un paso a la vez.
—Continuando con el tema de los más desafortunados. Debemos tener mucha consideración
con ellos. Dios nos ha traído a este mundo para ayudar y apoyar...
Harriet intentó no prestarle atención y miró alrededor buscando ayuda. Observó que Zelda la
miraba a lo lejos con una sonrisa. Harriet le lanzó una mirada que pedía auxilio, pero ella se
limitó a ignorarla.
Harriet abrió la boca sorprendida por esa falta de empatía. Su hermana era la que debería
recibir un sermón de ayuda al prójimo. A la familia en concreto.
—¿Sucede algo? —preguntó el reverendo, mirando en la misma dirección que ella.
Harriet estaba a punto de cortarlo, pero su vista localizó al señor Hudson y se controló.
—No, prosiga. —Casi se atragantó con las palabras.
Se dijo que era ese era el mal menor. Era mejor que la vieran en compañía del reverendo a
recibir el acoso del señor Hudson. Daba la impresión de ser de esos caballeros intensos que no
sabían interpretar ni los rechazos más directos.
—Bien. Como le decía, las personas no son culpables de sus circunstancias. Si piden ayuda no
es por comodidad, sino por la imposibilidad de salir adelante. Por ejemplo, los niños del
orfanato, ¿cómo podrían sobrevivir en este mundo almas tan jóvenes? —Al ver que la señorita
Broome parecía considerar su argumento y no replicaba, prosiguió, alentado—: Si se les deja en
la calle, seguramente serán acogidos por delincuentes que los llenarán de antivalores y los
volverán como ellos. Así es como se corrompe un alma. Nos quejamos de esas personas cuando
jamás hicimos nada para ayudarlos.
Harriet guardó silencio por medio segundo. Lo miró, pero su rostro no delataba ninguno de
sus pensamientos. Al final se encogió de hombros.
—Insisto, ¿por qué su Dios hizo que nacieran pobres?
Gideon suspiró y se recordó, no por primera vez durante esa conversación, que la paciencia
era una virtud. Miró a la joven y no dejó de sorprenderle que su apariencia de ángel ocultara tan
poca empatía y desprecio a los que consideraba inferiores. A él no le gustaba dar a nadie por
perdido, pero empezaba a tener serias dudas con esa señorita.
A lo mejor había sido consentida demasiado, pero conocía muchas personas de igual e incluso
mayor posición que ella que se mostraban más generosas con los desafortunados. Lady Marjorie
era el mejor ejemplo. Gideon no conocía a mujer más devota o bondadosa que ella. Por eso,
hasta el momento, no podía justificar el comportamiento de Harriet Broome. ¿Sería que tenía la
semilla del mal demasiado sembrada, o simplemente él no se estaba dando a entender?
Ya sabía que sus discursos no le eran muy interesantes. Tal vez debería buscar otra manera.
Una con la que ella se percatara por sí sola de que él tenía razón.
—¿Alguna vez ha visitado a los niños del orfanato?
Ella lo miró como si hubiese perdido el juicio.
—Por supuesto que no.
Gideon se lo imaginaba. La pregunta solo tuvo como fin introducir la conversación.
—¿Por qué no acepta acompañarme mañana al orfanato? Ha llegado un nuevo niño y quiero
conocerlo.
Ella siguió mirándolo como si le hubiese salido un tercer ojo.
—¿Por qué se supone que haría eso?
«Sí, ¿por qué?», se dijo Gideon con humor. Tenía que buscar una muy buena razón para
lograr llevar a alguien como Harriet Broome al orfanato. Tenía la esperanza de que, si conseguía
convivir un poco con los niños, se le ablandara el corazón.
—A los niños siempre les ilusiona conocer gente nueva, sobre todo si son personas de tanta
clase como usted.
Gideon dejó caer el anzuelo y esperó con paciencia que lo atrapara. Ella se lo pensó. Frunció
sus delicados labios y lo miró con duda. Él dedujo que halagarla podía ser la única manera de
obtener aunque fuera un poco de su atención, y, al parecer, no se equivocaba.
—¿Por qué no lleva a lady Marjorie? Ella seguro que estará encantada —replicó. Parecía
haber concluido que era un esfuerzo demasiado grande, indigno de ella.
Gideon no se quiso dar por vencido.
—A lady Marjorie ya la conocen.
—Entonces ya han sido suficientemente afortunados.
Gideon suspiró, y mientras pensaba en qué más decir, ella se irritó e hizo ademán de irse. Él
tuvo que actuar rápido.
Si halagar funcionaba, entonces era porque la soberbia era su punto débil.
—¿Insinúa que lady Marjorie es más importante que usted y por eso ellos no tendrían ningún
interés en conocerla?
Harriet volvió a prestarle atención de inmediato. De hecho, lo miró muy ofendida.
Que Dios lo perdonase por usar la manipulación. Era por una buena causa.
—Ellos tendrían demasiada suerte de conocerme —espetó—, solo que yo no quiero
concederles ese honor.
—Ya entiendo —dijo con calma, como si de verdad lo hiciera—. Usted teme que la
consideren menos interesante, o menos hermosa. No tiene por qué sentirse mal por tener esas
inseguridades. Es mi deber decirle que para Dios no hay diferencias y...
—¡Yo soy más interesante y más hermosa que lady Marjorie! —exclamó en un tono tan alto
que algunas cabezas se giraron. Harriet fingió acomodarse un rizo suelto, aunque no dio muestras
de vergüenza—. Esos niños gritarían de emoción al verme. —Guardó silencio un momento antes
de añadir—: Está bien. Dígame la hora.
—¿Por la tarde le parece bien? ¿A las tres? La puedo esperar en el orfanato.
Harriet asintió sin mudar en ningún momento su expresión de desdén. Enderezó los hombros
y, después de verificar que ya no recibía la atención del señor Hudson, se giró.
—El colmo hubiese sido tener que levantarme temprano —masculló mientras se marchaba.
Gideon solo sonrió.
Parecía que todo iba a salir bien.
Capítulo 3

Harriet se pellizcó las mejillas para darles color y se observó en el espejo, satisfecha con el
resultado. A sus espaldas, Zelda aún la miraba con incredulidad.
—¿Estás segura de que no quieres acompañarme? —le preguntó Harriet, girándose un poco
para confirmar que el vestido se le veía bien desde todos los ángulos.
Ese día le había dedicado a su aspecto más tiempo de lo normal. Había ordenado que la
peinaran como si fuera a una velada nocturna, y el vestido que usaba era de un color azul cielo.
Lo había ordenado para la temporada en Londres y nunca se lo había puesto. En opinión de
Zelda, era más adecuado para un almuerzo al aire libre en casa de alguna lady que para la visita a
un orfanato.
—¿Estás segura de que no estás enferma? —rebatió Zelda.
Harriet se tomó un segundo para dirigirle una mirada de fastidio antes de volver su atención al
espejo.
—No sé cuál interrogante me causa más intriga, si saber por qué has decidido hacer una visita
al orfanato, o descubrir qué palabras utilizó el reverendo para convencerte.
Después de una última mirada al espejo, Harriet se giró.
—Ya te lo he dicho: voy a hacer la buena acción del día.
—Ya... —replicó, nada convencida—. ¿Qué vas a llevar?
Harriet la miró, extrañada.
—¿A qué te refieres?
—Me imagino que llevarás una canasta con galletas, o tal vez unas frutas para repartir.
Ella arrugó el ceño como si acabara de decir algo incomprensible.
—¿Por qué haría eso? Voy a ir yo, debería ser suficiente.
Zelda resopló ante la soberbia de su hermana.
—Le preguntaré a la cocinera qué puedes llevar —dijo levantándose—. Han ido al mercado
esta mañana, seguramente habrá algo.
Harriet no la detuvo. Poco le importaba si llevaba o no algo, ella volvió a mirarse al espejo
para asegurarse de que su apariencia era impoluta y que impresionaría a los huérfanos.
Al final, salió de la casa con una canasta llena de algunas galletas que la cocinera había hecho
para la hora del té. Como nadie en esa casa era muy aficionado a esa costumbre, siempre
quedaban, pero la mujer se negaba a dejarlas de hacer porque era inglesa de pies a cabeza y
estaba acostumbrada a elaborarlas para los anteriores propietarios. Con regularidad se las
preparaba al servicio, pero por insistencia de Zelda decidió donarlas a los niños del orfanato,
junto con algunas frutas para repartir igualitariamente a todos.
El orfanato quedaba en el extrarradio del casco urbano. Era una propiedad que pertenecía a
los Corbyn, y constaba de dos plantas.
Harriet se detuvo en la entrada y lo observó. No tenía la apariencia lúgubre o triste que
alguien esperaba de ese tipo de instalaciones. Al contrario, la fachada, hecha de ladrillo blanco,
le daba una imagen muy acogedora.
El reverendo no tardó en salir para recibirla. Tenía, como siempre, una sonrisa amable, y sus
ojos brillaron con asombro al verla.
Ella enderezó los hombros, orgullosa, sabedora de que estaba espectacular.
—Señorita Broome, qué... elegante se ve —halagó, sin saber muy bien cómo expresar su
incredulidad porque ella hubiera decidido vestir como si fuera a un evento muy importante.
—Gracias —respondió Harriet, solo entendiendo el halago.
Extendió la cesta y el revendo la tomó. Miró con curiosidad en su interior, sorprendido por el
detalle.
—Es un gesto muy amable de su parte haber traído estos bocadillos.
—Zelda insistió —dijo, sin desear en ningún momento que se la considerara tan generosa.
—Por supuesto —respondió Gideon.
Debió haberlo supuesto.
—¿Entraremos? Hace bastante frío aquí afuera.
Él se hizo un lado para que ella atravesara la gran entrada. Harriet miró con desdén el
vestíbulo, que estaba más descuidado que el exterior y evidenciaba que no les sobraban recursos
para la decoración.
—No es un lugar muy grande —le explicó el reverendo mientras la instaba a caminar—. Los
niños deben estar ahora en el salón donde reciben sus clases. Suelo venir una vez a la semana,
siempre a esta hora.
»Buenas tardes, señora Carter —saludó a una mujer de unos cincuenta años. Vestía unos
trapos horribles, en opinión de Harriet—. ¿Puede hacerme el favor de llevar esto a la cocina para
que le sea dado a los niños en la cena? —preguntó, tendiéndole la canasta.
La mujer solo asintió y tomó la canasta. Sin responder al saludo ni decir alguna otra palabra,
se retiró.
Parecía de bastante mal humor.
—Seguro que está cansada —justificó el reverendo, al parecer nada molesto por esa falta de
cortesía—. Es mucho trabajo para las pocas personas que hay. Vamos.
Harriet lo siguió, recelosa pero a la vez curiosa.
Llegaron pronto a un salón que estaba lleno de niños entre ocho y doce años de promedio,
aunque había algunos más pequeños.
—Este es el curso de aquellos que entienden mejor las materias, por lo que se les puede dar un
contenido más avanzado —le susurró, como si no quisiera que lo escuchara. Harriet lo veía
difícil con el silencio sepulcral que se había formado tras su entrada.
Todos se habían callado sin necesidad de pedirlo.
—Es decir, los más inteligentes —concluyó Harriet.
Él negó con firmeza.
—Nadie es más inteligente que otro. Solo que algunos tienen mayor capacidad para aprender
o ya han invertido el tiempo necesario para hacerlo.
Harriet no entendía en qué se diferenciaba eso de la definición de «inteligente», pero no
pensaba discutirlo en ese momento. Miró a los niños, orgullosa de ser el centro de atención y
porque nadie le quitara la vista de encima.
Apostaba por que era la mujer más bonita que habían visto alguna vez.
—Buenos días, niños.
—Buenos días, señor Corbyn —respondieron todos al unísono, pero sin quitarle la mirada de
encima a Harriet.
—Reverendo, no lo esperábamos hoy —comentó la que supuso que era la maestra. Una mujer
que rondaba los treinta y vestía igual de mal que la cuidadora que se habían encontrado poco
antes.
—Me dijeron que había un niño nuevo y quise venir a conocerlo.
—Oh, sí. Lo cuidaba su abuela, pero lamentablemente falleció. Tiene ocho años. Se llama
Jackson. En este momento está en las caballerizas con otro grupo de su edad.
Gideon asintió.
—Iré en un rato. Hoy quiero presentaros a la señorita Broome. Ha venido conmigo porque
estaba muy entusiasmada por conoceros.
Harriet le dirigió una mirada atónita. ¿Mentir no era pecado? Esperaba que no les diera a esos
niños los mandamientos según los entendía él, porque eran muy distorsionados.
—Buenas tardes, señorita Broome —dijeron, de nuevo, al mismo tiempo.
—Buenas tardes —respondió como una reina que se encontraba ante sus súbditos.
—Es muy bonita —exclamó una niña en una esquina. Era una joven de unos once años.
Harriet sonrió muy orgullosa.
—Gracias.
Gideon sonrió y contuvo el impulso de poner los ojos en blanco.
No era su intención aumentar su vanidad al llevarla allí.
—Niños, ¿por qué no nos decís qué estáis aprendiendo en este momento? La señorita Broome
está interesada en ver cuán aplicados sois.
El comentario le ganó otra mirada de estupefacción que Gideon fingió no ver. Sabía que, una
vez cumplido el objetivo de ser halagada por los jóvenes, a ella probablemente ya no le
interesaría estar allí, pero Gideon presentía que ni siquiera ella era tan maleducada como para
salir sin una despedida apropiada, así que se valdría de eso para presentarle a los niños.
Con suerte, entendería que eran seres humanos, como todos, solo que en circunstancias
diferentes.
—La señorita Glade nos está enseñando a dividir —respondió un niño de unos ocho años,
muy orgulloso—. Yo ya he entendido cómo se hace.
—Eso es maravilloso, Greyson. —Se giró hacia Harriet—. ¿Sabes que Greyson tiene el sueño
de ser administrador algún día?
—De una gran casa —puntualizó el niño.
Harriet solo asintió. No le interesaba en absoluto.
—Marilyn —continuó el vicario, señalando a la joven que la había halagado— quiere ser
maestra, por eso siempre pone mucha atención a sus clases.
La joven asintió enfáticamente.
—Todos aquí tienen un sueño y están haciendo, desde la oportunidad que se les ofrece, lo
posible por cumplirlo. ¿No le parece admirable, señorita Broome?
Harriet volvió a asentir, pero se mantuvo tozudamente callada, aunque ya no tan indiferente
como al principio. Miró a cada uno de los rostros que la observaban con admiración, como si ella
fuera todo lo que ellos querían lograr, y no fue capaz de mantenerse indiferente.
Una pequeña punzada le atravesó el pecho, pero le fue imposible identificar el sentimiento.
Jamás le había pasado. ¿Compasión? Imposible. ¿Empatía? Mucho menos. Nunca se había
preocupado por el destino de quienes no habían tenido la suerte de nacer en su clase. No era su
problema. Una visita no cambiaría su manera de ver la vida, pero... tenían tanta ilusión en sus
ojos. La esperanza y el anhelo brillaban en cada rostro y era imposible de disimular.
Harriet tragó saliva.
Hacía mucho calor. Probablemente todo fuera causa de eso.
—¿Sucede algo? —preguntó el párroco al verla colorada.
—Hace calor —respondió.
—¡Pero las calderas no están prendidas! —protestó.
—Bien, seguro es mi abrigo —comentó Harriet sin hacer ademán de quitárselo—. Es de
buena tela. ¿Salimos?
Quería irse. Seguramente fuera la pobreza lo que la estaba poniendo enferma.
Él no pareció muy de acuerdo, pero no se negó ni tampoco pareció desmotivado por su
actitud.
Vaya persistencia.
—Hasta pronto, niños. Nos vemos el sábado para el sermón.
—Hasta pronto, señor Corbyn. Hasta pronto, señorita Broome.
Harriet asintió con la cabeza y se marchó sin decir palabra. Gideon la siguió.
—¿Qué le han parecido los niños? —preguntó con amabilidad mientras la guiaba hacia la
parte de atrás de la casa.
—Siento compasión por ellos.
—¿De verdad? —preguntó, sorprendido y un poco animado por haber logrado inspirar ese
sentimiento en ella.
—Sí. Escuchar un sermón suyo todas las semanas no debe ser fácil. ¿No les tiene compasión
ni siquiera porque son niños?
Gideon trató de no reaccionar con molestia ante el comentario, pero esta vez le costó más que
en otras ocasiones. Que la visita no estuviera saliendo como él esperaba no lo tenía muy
conforme, y aunque la paciencia siempre había sido una de sus mejores virtudes, como todo ser
humano tenía tendencia a desesperarse.
¿Acaso esa dama estaba hecha de hielo? ¿Cómo podía ser eso lo único que dijera? Había
creído ver algo similar a la empatía cuando habían estado dentro. Sin embargo, tendría que
admitir con pesar que se había equivocado.
A lo mejor la señorita Broome era un caso perdido.
O tal vez solo necesitaba tener más paciencia.
Creería, de nuevo, que era lo segundo.
—Ser educados en la cristiandad desde jóvenes los ayuda a fomentar valores que harán que se
conviertan en buenos ciudadanos. Además, a ellos les gustan mis discursos.
Harriet lo miró con escepticismo.
—Jamás se han dormido —añadió él con un tono acusador.
—Eso solo demuestra que se les tiene prohibido expresar sus emociones. Insisto, es para
tenerles compasión.
«Tranquilo, Gideon. Tranquilo», se dijo, no por primera vez mientras se encontraba en
presencia de esa mujer.
No lograba comprender su carácter. Aunque jamás había sido partidario de la mano dura en la
educación, estaba claro que a la señorita Broome le había faltado un poco de atención extra
durante su crecimiento.
Sin duda, le faltaron valores cristianos.
Volvía a insistir en que era una lástima siendo tan bonita.
La observó.
Cada vez que la veía se le hacía más difícil ignorar ese hecho. No era lo correcto prestar tanta
atención a detalles tan superfluos, pero tampoco era algo que un hombre pudiera ignorar por
demasiado tiempo, sobre todo cuando cada parte de ella parecía diseñada para atraer la atención,
incluso su carácter. La señorita Broome se movía con una seguridad y hablaba con tanta energía
que no podía pasar desapercibida en ningún sentido. Él tenía que admitir que era una tentación
en varios aspectos. Sin embargo, debía mantener esos pensamientos bajo control porque no eran
relevantes en su objetivo.
Decidió que lo mejor era ignorar la pulla.
—Le enseñaré los establos —dijo.
Ella hizo una mueca de disgusto, pero no se negó. Gideon aprovechó y la llevó rápidamente al
gran patio trasero. Los niños jugaban allí un rato cuando no tenían otras actividades. También se
criaban unos animales y hacia el oeste estaban los establos, donde enseñaban a los niños mayores
a ocuparse de los animales.
Él la llevó hasta allí. Cuando iban llegando, ella fue aminorando el paso como si dudara.
Gideon la tomó del brazo para animarla, y ella le dirigió una mirada tan intensa que él la soltó.
Llegaron a los establos. John, el instructor, se encontraba con un grupo de unos diez niños y
les enseñaba la forma correcta de colocar una silla de montar. Todos le prestaron atención
cuando los vieron llegar, o, mejor dicho, le prestaron atención a la señorita Broome.
—Buenos días, chicos —saludó Gideon de buen humor.
—Buenos días, señor Corbyn —respondieron sin desviar la mirada de Harriet.
Él sonrió.
—Ella es la señorita Broome. Ha querido venir a conoceros.
—Buenas tardes —dijo Harriet, solo por educación.
—Buenas tardes, señorita Broome.
—Es usted una dama muy hermosa, señorita Broome —dijo un niño, de unos ocho años, que
la miraba embelesado.
Todos asintieron en conformidad, y, como supuso, ella sonrió con orgullo. Gideon se dijo con
ironía que lo único que había conseguido en esa visita había sido aumentar su vanidad.
—Tú debes ser el niño nuevo —dijo Gideon con dulzura al joven que había hablado. Lo
identificó de inmediato porque había conocido a su abuela—. Jackson, ¿no es así? Lamento lo de
tu abuela.
El niño dejó de mirar a Harriet para observarlo y asentir. Su rostro perdió todo el embeleso y
este fue sustituido por un manto tristeza.
Harriet miró al reverendo con fastidio, aunque él no se dio cuenta. Para ser un emisario de
Dios, no había sido un comentario muy acertado. Había hecho que se pusiera triste. Y había
hecho que dejara de prestarle atención.
Gideon se acercó al niño, que en ese momento jugaba moviendo la tierra con la punta de su
zapato, y se agachó frente a él.
—Estoy seguro de que aquí harás buenos amigos —le dijo—. Incluyéndome a mí. Cualquier
cosa que necesites, puedes preguntarme a mí. ¿Está bien?
Él asintió y volvió a dirigir su atención a Harriet. De nuevo, pareció fascinado por ella.
—¿También será mi amiga? —preguntó.
Entonces, todas las miradas se dirigieron a Harriet, quien estaba demasiado sorprendida para
responder rápidamente.
Miró a todos los que las observan y parecían esperar ansiosos una respuesta. Después, miró al
reverendo, quien tenía un semblante inexpresivo, y, por último, miró al niño, cuyo brillo de
ilusión en su mirada hizo morir cualquier negativa que estuviera a punto de salir por su boca.
—Por supuesto —respondió con una voz que no reconoció como suya. Sonaba muy ahogada.
El reverendo sonrió. Ella se dijo que solo lo había hecho por obligación. Habría sido muy
grosero decir que no frente a todos.
El niño recompensó su respuesta con una encantadora sonrisa y se acercó un poco a ella, pero
sin llegar a tocarla. El reverendo la miró como si esperase que hiciera o dijese algo más, pero
Harriet no se movió.
Si estaba esperando que lo abrazara o algo similar, sería mejor que se sentara.
—Señor Corbyn —dijo el hombre mayor que hacía de profesor—. Su recomendación ha sido
muy útil. Los Boyle han decidido contratar a Robert.
—Muchísimas gracias, señor, por ayudarme conseguir el trabajo —dijo un joven que estaba al
lado del profesor.
Harriet lo miró, extrañada.
—¿Trabajo? —preguntó sin poder evitarlo.
—Sí —respondió el joven.
—Pero ¿cuántos años tienes?
—Doce, señorita.
Harriet se quedó aún más asombrada.
¿Cómo iba a trabajar siendo tan joven?
—Los niños abandonan el orfanato a los doce años y las niñas a los catorce —le explicó
Gideon al percatarse del motivo de su asombro.
—Pero...
Harriet se calló antes de decir una tontería. ¿Qué esperaba? Por supuesto que estaba al tanto
que había niños que trabajaban incluso desde edades menores, no era ingenua y tampoco le había
importado nunca. Solo había creído que el orfanato, una institución que mostraba demasiado
interés en no dejar a esas criaturas en la calle, los mantendría por un poco más de tiempo.
Observó al niño, que parecía muy orgulloso de haber conseguido un trabajo. Estaba bastante
flaco. El reverendo, en lugar de invertir sus energías en convencerla de hacer visitas, debería de
convencer a su hermano y otros adinerados de donar más cantidad de dinero al orfanato. Quizás
así pudieran mantenerlos por más tiempo.
Por algún motivo, sentía inquietud al pensar en personas tan jóvenes trabajando.
«¿Por qué diablos te interesa?», le dijo una voz en su cabeza.
No, claro que no le interesaba. No le importaba en lo absoluto que esas criaturas, que
manifestaban tener grandes sueños, terminaran sirviendo a muy corta edad en una casa,
posiblemente casi esclavizados, hasta que sus energías no dieran para más y todas esas metas
infantiles no fueran más que ilusiones.
«Maldita sea».
Tal vez hacía demasiado frío ahí fuera y eso le estaba afectando.
—Tengo que irme —le informó al reverendo.
—Pero todavía falta visitar a algunas niñas en la sala de costura, y...
—Otro día será —dijo con rapidez.
No quería estar más en ese lugar.
—¿Me lo promete?
Harriet no fue tan imprudente como para decir que sí.
—¿Me acompaña, o se queda?
Empezó a caminar después de hacer una inclinación de cabeza como despedida general.
Gideon tuvo que apresurarse para alcanzarla. Entraron al edificio y ella siguió andando con
rapidez.
A él le costó seguirle el paso.
—Espero que la visita le haya sido grata —le comentó, intentando descifrar su humor.
—Supongo —respondió con indiferencia.
Llegaron a la entrada y Gideon le abrió la puerta. En ese momento, alguien casi tropezó con
ellos. Era una mujer que no debía pasar los veinticinco, tenía los cabellos castaños recogidos en
un moño mal peinado y vestía de una forma que Harriet apenas se atrevía a mirar.
—¡Señor Corbyn! —exclamó con una sonrisa tímida y los ojos verdes brillantes—. ¡Qué
placer verlo por aquí hoy!
—Lilibeth —saludó con mucha amabilidad—. El gusto es mío. He venido a acompañar a la
señorita Broome a visitar el orfanato.
Lilibeth la miró. Su semblante amable se disolvió un poco y sus ojos la examinaron con
sorpresa. Después de unos segundos en los que debió llegar a una conclusión desconocida,
volvió a sonreír.
—Un gusto conocerla, señorita Broome —dijo. Su tono era amable y agradable, pero no era
tan efusivo como el que había usado con el reverendo. Harriet arrugó el ceño ante ese hecho. Si
alguien merecía ese ánimo, era ella, no él—. Mi nombre es Lilibeth Wilson.
—Es un placer —respondió con su típica indiferencia.
Ella volvió su atención al reverendo. Su forma de mirarlo causó sospecha en Harriet.
—Reverendo, ¿se va a quedar un rato? Voy a sustituir a la señorita Glade. Me encantaría
tenerlo en la clase. Quizás pueda aportar alguno de sus increíbles conocimientos.
Harriet estuvo a punto de reírse, aunque dudaba que, de haberlo hecho, le hubieran prestado
atención. Parecían muy concentrados el uno en el otro, sobre todo ella en él. No sabía qué le
parecía más sorprendente, su evidente interés en un hombre como el reverendo o que la estuviese
ignorando como si fuera Harriet quien llevara ese horrendo vestido color marrón que dañaba la
vista.
Por otra parte, ¿por qué él la llamaba por su nombre?
—Me encantaría...
—Pero me va a acompañar a mi casa —interrumpió.
Como supuso, eso llamó la atención de ambos.
—¿Ah, sí? —preguntó ella con decepción.
—Sí —respondió antes de que el reverendo pudiera decir algo.
Harriet se dijo que le estaba haciendo un favor. Lo estaba salvando del acoso de una mujer
con muy mal gusto. No era que creyera al reverendo un partido merecedor de alguien de clase
más alta, pero sí de alguien que se vistiera de forma decente.
Además, tener el honor de acompañarla a ella no era poca cosa.
—Pues parece que la voy a acompañar a su casa —dijo con una sonrisa a la señorita Wilson.
Harriet pensó que la sonrisa se debía al honor que le concedía. Gideon, en cambio, solo se
tomaba todo con humor porque no entendía ninguno de los motivos por los que esa dama hacía
algo. Era un libro escrito en otro idioma, en uno antiguo; de esos de los que nadie tenía
referencia.
—Bien, nos vemos el sábado, reverendo —respondió, menos animada, mas no por eso dejó de
sonreír.
Harriet, sin saber por qué, sintió una antipatía inmediata hacia ella.
—¿Puedo saber a qué debo el placer de acompañarla hasta su casa? —preguntó mientras
caminaba a su lado. Intentaba averiguar un poco la forma de pensar de esa mujer.
—Ha sido un favor. De nada.
De todas las respuestas que Gideon podría haber imaginado, esa nunca pasó por su mente.
—¿Un favor?
Ella asintió, sin mirarlo.
—¿Qué favor? —insistió con cautela.
Ella lo miró entonces con fastidio, como si no comprendiera por qué tenía que explicárselo.
—Le he dado la excusa perfecta para no quedarse ahí.
—Entonces, ¿me ha hecho el favor de sacarme del orfanato? —preguntó, incrédulo.
—No, de alejarlo de la señorita Wilson.
Gideon estaba cada vez más confundido. Decían que la mente de las mujeres era complicada,
pero la de esa le daba un nuevo sentido a la palabra.
—Y... ¿por qué ha sentido la necesidad de salvarme de Lilibeth? —indagó, pronunciando
cada palabra con lentitud.
—¿Me está diciendo que le agrada? —rebatió ella.
Parecía de verdad sorprendida.
—¿A usted no? Es una joven muy simpática.
Harriet habría replicado si no se hubiera dado cuenta a tiempo de que no tenía motivo para
hacerlo. Si a él le simpatizaba la señorita Wilson, no era de su incumbencia. No era su culpa que
tuviera mal gusto. Creyó que un hombre de tan buen ver como él sería más exigente, pero debió
haber supuesto que esas cosas no le interesaban. Quizás era la única persona que se podría fijar
en la señorita Wilson y ella lo sabía. Bien, ojalá fueran felices y ella no se arrepintiera. Qué pesar
escuchar sermones todos los días. Ni que decir del carácter intenso e insistente del reverendo.
Apostaba por que era de esos hombres que se comportaban de forma demasiado atenta, siempre
pendientes de su mujer. A lo mejor incluso era cariñoso hasta rayar en lo vulgar.
«¿Para qué querría alguien así?», se dijo con un deje de amargura que no se esperaba. Supuso
que era porque tenía demasiado calor. ¡Vaya clima el de ese día! Primero frío, luego calor, luego
frío y de nuevo calor. Tenía problemas para inclinarse hacia un lado u otro y mantenerse estable.
—Supongo que puede resultar agradable —dijo, viendo que el reverendo esperaba una
respuesta. Acababan de llegar a la plaza—, aunque su aspecto es muy simple y su vestuario daña
mi vista.
No pudo evitar mencionar eso último.
A Gideon no le sorprendió el comentario. Empezaba a conocerla demasiado bien.
—Considero la apariencia algo superfluo.
—¿Cómo no lo imaginé? —replicó con sarcasmo—. La apariencia es importante, aunque las
personas que no tienen un buen aspecto se empeñen en decir lo contrario.
—¿Insinúa que no tengo un buen aspecto? —inquirió, divertido por sus argumentos.
Para su sorpresa, ella se ruborizó.
—Usted es otro caso —respondió, evasiva.
Gideon lo dejó pasar.
—Según usted, ¿qué función importante desempeña la apariencia?
—Llamar la atención, por supuesto. ¿Hay algo más importante que eso?
—Muchas cosas.
Harriet lo ignoró.
—Debió haberlo comprobado hoy. Los niños estaban encantados conmigo. Varios me han
comentado que soy muy hermosa.
Él pensó que había tardado demasiado en sacar ese tema.
—Así es, pero, además de la satisfacción de recibir un halago, ¿qué función tiene la belleza?
Harriet bufó.
—Podría mencionarle miles, pero usted insistiría en desestimarla.
—No la desestimo, solo digo que no es lo más importante en esta vida. Además, es muy
subjetiva.
—Esa es otra excusa que las personas poco agraciadas dicen para sentirse mejor.
—No es así. Puedo demostrarlo.
—Ah, ¿sí? —Se detuvo para mirarlo.
Él dio un paso hacia adelante. Su cercanía le causó un extraño cosquilleo a Harriet.
—A lo largo de los años, el concepto de belleza ha ido cambiando, y también varía de acuerdo
a las diferentes culturas. —Tenerlo tan cerca también hacía que su voz sonara particularmente
atractiva—. Usted dice ser bella, pero ¿sabía que, según los antiguos griegos, su nariz es
demasiado pequeña en proporción a sus ojos y su boca? —Le dio un toque juguetón en el puente
de la nariz que le provocó a Harriet un respingo. Él continuó sin haberse percatado de su
reacción—. Para los egipcios, quizás tenga las mejillas muy rellenas y su barbilla no esté bien
definida. —Rozó ligeramente su mejilla con el índice. Solo fue un segundo, pero a Harriet la
perturbó de una forma extraña y placentera—. Para los romanos, su cabello es muy claro. —
Deslizó por unos segundos un mechón entre sus dedos. A ella le pareció que se lo quedaba
observando más tiempo del prudente—. Y, para los orientales, tal vez es demasiado rizo. En
conclusión, no sería bonita para ninguno de ellos. Entonces, ¿es o no es subjetiva la belleza?
Ella tardó un poco en responder. De alguna forma, su cercanía le había quitado la voz, y sus
ojos verdes, brillando con buen humor, la atraparon de una forma misteriosa. Su voz resultó
hipnotizante, y las palabras iban llegando a ella con retraso porque sus oídos querían retener el
mayor tiempo posible cada sonido. Por todo eso, tardó en entender lo que quiso decirle. Cuando
lo hizo, retrocedió llena de rabia.
—No pienso discutir más con usted. De aquí en adelante continuaré sola —espetó, y se
marchó sin mirar atrás.
Harriet caminaba con paso rápido, intentando mitigar su mal humor.
¿Cómo se atrevía ese hombre a decirle que no era bonita?, pensó. Su rabia era tal que parecía
exagerada, dada la situación. Pero ahí estaba, y a Harriet se le hacía cada vez más difícil
apartarla.
Ella era bonita y él solo un pobre defensor de aquellos que no lo eran. Dios no debió darle
tanta apostura, no se la merecía, ymenos aún esa capacidad de hipnotizar a una dama y dejarla
sin palabras. Todavía no comprendía cómo había pasado, pero estaba segura que no se repetiría.
No permitiría que un hombre sin título y que se creía perfecto la perturbara de esa manera, y ni
mucho menos la hiciera dudar de su belleza.
¿Que no era bonita? Puras tonterías. Todos alababan su hermosura. Vaya, ¡ella tan bella que
sería capaz de tentar a un santo!
De pronto, se detuvo a pocos pasos de llegar a su casa. Su boca dibujó una sonrisa
calculadora.
El reverendo estaba completamente seguro de que la belleza no era importante, y a buen
seguro se creía inmune a esos detalles. Bien, ella le demostraría que no era así y que esta era un
arma muy poderosa.
La próxima vez que se vieran, Harriet se encargaría de que jamás volviera a decir que no era
bonita.
Capítulo 4

Harriet no sabía si podía considerarse ofensivo o de mala educación ir a la boda de una hermana
luciendo más bonita que ella, pero puesto que era una situación que no se podía evitar porque así
lo había querido la naturaleza, no se preocupó mucho por ello y siguió retocando los últimos
detalles de su aspecto.
Ese día, más que ningún otro, debía verse hermosa, porque era el día de su venganza.
Cualquiera diría que invertir dos semanas en pensar un plan para desquitarse por solo una
ofensa era de mentes retorcidas. Harriet, en cambio, consideraba bien empleado cada segundo.
Por un lado, no había mucho más que hacer en ese pueblo abandonado por Dios, y por otro, el
insulto merecía una acción en respuesta de su parte. El reverendo no podía andar por la vida
poniendo en duda la belleza de aquellos afortunados como ella solo para defender a los que no
corrieron con tanta suerte, como esa maestra tan mal vestida.
Tenía planeada con detalle cada acción que llevaría a cabo. Gracias a su tía Helen sabía que
los hombres tenían debilidades carnales, y también sabía que una mujer bonita podía, de formas
muy sutiles, aprovecharse de estas para conseguir el interés de un caballero. Aunque su tía no se
había explayado en promerones, pues no lo consideró oportuno, sí le había dicho cómo hacer
para atraer la atención a las partes más resaltantes de su cuerpo. Harriet pensaba valerse de eso, y
en caso de ser necesario, ser un poco más atrevida de lo conveniente. El reverendo daba la
impresión de ser una presa difícil de atrapar, por lo que no escatimaría en artimañas para
conseguirlo.
Juraba ante ese Dios que el hombre tanto alababa que, al final de esa noche, estaría elogiando
su belleza como si ella fuera una diosa griega, o se dejaría de llamar Harriet Broome.
Se pellizcó la mejilla para darse color y se arregló una horquilla para que la perla de la punta
resaltara más, así todo estaría en perfecta armonía con su vestido color marfil. Este era una
confección de la más fina seda, con un escote generoso que resaltaba sus abundantes pechos.
Quizás utilizarlo en invierno no fuera la decisión más sensata, pero Harriet se arriesgaba porque
era el ideal para su plan. Se ceñía a su cintura como un guante e insinuaba sus bien dotadas
caderas.
El reverendo no podría evitar admitir su belleza.
Tomó el abrigo que era necesario para el camino y para la misa, y bajó. Se sorprendió al
encontrar a su hermana y a su padre esperándola. Ni siquiera por ser su boda Zelda se había
demorado más arreglándose, aunque Harriet admitía que se veía muy bien con su vestido color
dorado. Estaba casi tan bonita como ella.
Casi.
Tal vez estaban demasiado felices como para perder el tiempo con minucias, porque ninguno
de los dos le reprochó su tardanza. Salieron de inmediato.
En la iglesia solo estaba la familia más cercana, como era costumbre. Los demás invitados
esperarían en la fiesta.
Harriet no se durmió durante la ceremonia por una sola razón: el reverendo la miraba de vez
en cuando. Era una oportunidad única para abrir un poco su abrigo y juguetear con el collar de
perlas que llegaba muy cerca de su escote.
Con satisfacción, notó cómo después de ese gesto la mirada de él se quedaba fija en sus
manos por más tiempo del necesario, e incluso a veces perdía el hilo de lo que decía.
«Así que el reverendo no es inmune a los encantos femeninos», pensó con regocijo. Dada la
postura de santo que siempre quería interpretar, Harriet había llegado a tener dudas al respecto.
Sobre todo teniendo en cuenta que no se había casado y ya pasaba los treinta. Por otra parte, los
motivos de su soltería le generaban curiosidad, aunque lo más probable era que ninguna mujer en
su sano juicio querría escuchar esos sermones casi todos los días.
Excepto la maestra, por supuesto. Otra muestra de su mal gusto y desesperación.
Harriet alejó el pensamiento porque le causaba una amargura inexplicable y se concentró en
su plan. Durante la hora y media que duró la ceremonia, cada vez que obtenía su atención, se
dedicó a acariciar el collar muy cerca de su pecho. También jugueteó con el mechón que le
adornaba la cara y, a veces, fingiendo calor, deslizaba el abrigo para descubrir sus hombros. Esto
último le hizo sentir un frío espantoso, pero valió la pena al recibir su mirada de admiración.
¿Por qué su hermana tenía que haberse casado en invierno? ¡Con lo hermosas que eran las
bodas en primavera!
Una vez terminada la ceremonia, se encaminaron a la mansión de los Corbyn para la
celebración. Poco a poco empezaron a llegar los invitados, y el gran salón, que estaba decorado
de forma exquisita gracias a la generosidad de su padre, empezó a llenarse de personas.
Harriet no había visto al reverendo. Supuso que se había quedado en la iglesia, cambiándose
para la fiesta.
La espera la tenía impaciente.
Decidió aprovechar el tiempo para repasar su plan. Ya la primera parte estaba hecha: atraer su
atención. Lo otro no debía ser muy difícil. Sería cuestión de hablar un poco con él, seguir con sus
insinuaciones y, cuando notara que la estaba mirando demasiado, preguntarle con inocencia qué
le pasaba. Ahí podrían surgir dos escenarios: que admitiera que estaba muy bonita o que fuera
evasivo. En el caso de que sucediera lo segundo, ella se encargaría de llevar la conversación
hasta que lo admitiera, y, una vez lo hicieran, ella estaría en paz, o, quizás, presionaría hasta que
él confesara que la belleza sí era importante.
Todo dependería de su humor.
—Señorita Broome, hacía mucho tiempo que no la veía. Me imagino que se encuentra usted
feliz por la boda de su hermana.
Harriet se giró a su derecha para prestar atención a lady Marjorie, pero no le sonrió. La dama
no era dueña de su simpatía desde que decidió no presentarle a lord Ridgeway y quedarse con él.
Ella le había prometido que le presentaría a todos los solteros elegibles y de categoría, y no
cumplió su palabra.
—¿Cómo podría no estarlo? —replicó Harriet.
—A mí las bodas me gustan mucho —comentó la dama con su tono maternal—. Me alegro
mucho por su hermana.
Posiblemente fuera una de las pocas felicitaciones sinceras que se hubieran proferido ese día.
Además de tener muy bien aprendidos los preceptos de la buena educación, como siempre se
encargaba de demostrar, lady Marjorie era noble en el sentido cristiano de la palabra. Tal era su
dedicación a los necesitados, y tan conmovedora su historia personal marcada por el sacrificio,
que no extrañaba que los escépticos dudaran de su naturaleza: ¿era así de veras, un ángel
inmaculado, o se trataba de una fachada? Harriet estaba convencida de que lady Marjorie no
aparentaba su decencia, sino que, en efecto, era digna de la cabeza a los pies... a pesar de que le
hubiera arrebatado a Ridgeway.
—¿Aunque se haya casado con un Corbyn? —pinchó Harriet.
Tal vez lady Marjorie pudiera desvelarle el motivo de esa gran enemistad cuya razón todos,
excepto los implicados, desconocían.
Lady Marjorie se inclinó hacia ella como si estuviera a punto de confesar un secreto.
—Esa enemistad me parece innecesaria. No encuentro nada favorable en guardar un rencor
durante tantos años.
Harriet debió haber esperado una respuesta similar. En ese pueblo no había dama más
dedicada a la fe cristiana que lady Marjorie. No era de extrañar que no entendiera conceptos
como el orgullo o el rencor.
Se parecía demasiado al reverendo.
Con ironía, pensó que deberían casarse y dejarle a ella el camino disponible con lord
Ridgeway. Seguramente la mujer sería la única en ese pueblo que toleraría los sermones infinitos
del caballero y apoyaría con convicción todas sus ideas moralistas.
Se detuvo un momento imaginando la posibilidad y arrugó el ceño.
No, eso no podía suceder. Qué horrible sería todo si los dos santos del lugar se unieran. Nadie
podría escapar de su determinación para volver al mundo un lugar mejor. Le daban escalofríos de
solo pensarlo. Muy a su pesar, sería mejor que continuara con lord Ridgeway.
De todas formas, Harriet podría atraer fácilmente un partido mejor.
—Señorita Broome —continuó Marjorie, sin esperar respuesta de parte de Harriet—, he
estado considerando algunos caballeros que quizás podrían interesarle...
—Dudo que en este pueblo haya alguien digno de mí —respondió con sequedad—. Según
tengo entendido, el único partido decente que ha pisado este pueblo ha sido lord Ridgeway, pero
me han informado que usted lo ha cautivado. —Harriet arqueó ligeramente una ceja—. ¿Cómo
va ese compromiso?
Lady Marjorie hizo gala de un elevado talento interpretativo disimulando su incomodidad.
Tuvo que reconocerle el esfuerzo; casi lo consiguió. Pero Harriet era observadora, y sospechó del
modo en que trató de parecer diplomática.
—Lord Ridgeway es un caballero ejemplar. Tiene todo mi respeto y el de mi familia.
A Harriet no le satisfizo la respuesta. Necesitaba sacar buena información sobre ese tema.
Con un algo de suerte, todavía podría tener una oportunidad con él.
—¿Hay fecha para la boda?
—Aún no. Considero que, en cuestiones referentes al matrimonio, hemos de ser prudentes y
valorar muy bien los tiempos antes de lanzarnos a...
Harriet dejó de prestarle atención. Su mirada se vio atraída por el caballero rubio que
conversaba en ese momento con Zelda.
—¡Oh, ha llegado el reverendo! —dijo lady Marjorie. Su voz denotaba alivio por poder
cambiar de tema. Observó a Harriet, pero esta no le devolvió la mirada. Sin que se diera cuenta,
la evaluó por unos segundos y la conclusión la hizo sonreír—. ¿Por qué no vamos a saludarlo?
Harriet asintió. Podría aprovechar a lady Marjorie para acercarse sin revelar sus intereses. Su
tía Helen siempre mencionaba que también era preciso mostrarse un poco indiferente para no
asustar al caballero antes de tiempo y obtener más de su atención.
Caminaron hacia donde se encontraba el reverendo, al que su hermana acababa de dejar solo.
A cada paso que daban, Harriet confirmaba la impresión que le había dado en un principio:
estaba bastante apuesto. Vestía un traje en blanco y negro que causaba una atracción particular,
tal vez porque jamás lo había visto tan elegante. Cuando no tenía la sotana propia de la misa,
siempre paseaba con ropa muy sencilla. Incluso se notaba muy usada. Ni siquiera en la fiesta de
compromiso había llevado un traje tan bien cuidado. Parecía un gran caballero.
—Señor Corbyn, ¡qué alegría verlo! —saludó lady Marjorie.
—El placer es mío, estimadas damas —respondió con cierta coquetería. De ninguna manera
perdía esa sonrisa tan característica suya.
El reverendo las saludó tomando sus manos y depositando un casto beso en cada una. Cuando
llegó el turno de Harriet, se la quedó mirando más segundos de los necesarios.
Harriet esperaba que soltara algo como «señorita Broome, está muy hermosa esta noche»; un
cumplido común que le habría facilitado las cosas, pues solo habría tenido que presionar un poco
para que admitiera que estaba bonita siempre. Lamentablemente, el reverendo, que parecía leer
sus pensamientos, guardó silencio.
—Imagino que respirará aliviado después de haber casado a su hermano. Resulta alentador
confirmar que toda oveja tiene su pareja —dijo lady Marjorie, iniciando la conversación. En sus
ojos había un brillo pícaro—. Quizás usted se anime pronto a seguir su ejemplo.
Involuntariamente, Gideon miró a Harriet.
—A lo mejor —respondió sin perder la sonrisa.
Ninguno de los dos se percató de que lady Marjorie tenía la sonrisa de una niña que por fin
había logrado encajar la pieza final de un rompecabezas.
Alguien anunció que era hora del desayuno y los invitados empezaron a dirigirse en parejas
hacia el comedor.
El reverendo le ofreció el brazo a lady Marjorie, pero esta se excusó.
—Le debo esa cortesía a mi prometido, me temo. ¿Por qué no escolta a la señorita Broome en
su lugar?
Sin decir más, la dama se retiró con la elegancia que siempre la caracterizaba.
Gideon miró a la señorita Broome y evaluó su reacción ante el comentario. Como pasados los
segundos la dama no musitó ninguna de sus impertinencias ni se retiró, él se arriesgó y le ofreció
el brazo.
Para su sorpresa, lo aceptó con una sonrisa traviesa.
—Considérese afortunado, reverendo. Dudo que haya otra ocasión en la que acepte ser la
segunda opción.
Gideon enrojeció. Cuando le ofreció el brazo a lady Marjorie, no pensó que la señorita
Broome se ofendería.
—No creí que usted quisiera sentarse a mi lado.
Ella encogió sus ligeramente sus hombros. No afirmó ni negó nada, aunque la sonrisa
permaneció en sus labios.
Gideon estaba intrigado por la actitud de la dama. De ser más receloso, diría que tramaba
algo. No solo no había hecho ningún comentario despectivo, sino que actuaba de manera
agradable. A lo mejor la boda de su hermana la había puesto de buen humor, aunque él no
hubiera creído que un acontecimiento que no estuviera relacionado con ella pudiera influir en su
carácter. Como fuera, no sería él quien arruinara el momento haciendo un comentario al respecto.
Quizás hubiera analizado la visita al orfanato e intentaba mejorar su personalidad.
La idea lo entusiasmó.
—Está muy elegante hoy, reverendo —comentó Harriet mientras caminaban. Se dijo que
tendría ceder un poco si quería conseguir sus objetivos.
Él se sorprendió. ¿Acababa de recibir un cumplido de esa dama? Se dijo con humor que debía
considerarse un caballero afortunado.
—Gracias, usted es...
Se interrumpió abruptamente al detectar un brillo ansioso en los ojos de ella. Había estado a
punto de decirle que estaba hermosa, y estaba seguro de que eso era lo que ella esperaba. Gideon
casi se había olvidado de su última discusión y lo mal que pareció tomarse su clase de cánones
de belleza mundial. Él no había pretendido ofenderla en ningún momento, solo darle una
pequeña lección. Debió suponer que la señorita Broome lo vería como un ataque directo.
Se preguntó si su amabilidad no tendría como único fin conseguir un halago de él y restaurar
su orgullo herido. Era una actitud un tanto extrema, pero de alguien tan soberbio como ella podía
esperar lo que fuese.
Quiso reírse, pero tuvo que conformarse con sonreír. Si ese era su juego, Gideon lo seguiría.
Quería ver hasta dónde era capaz de llegar. No le haría daño a la señorita Broome pasarse todo
un día comportándose como una persona agradable, aunque sus intenciones fueran otras.
—Es muy amable.
Harriet se contuvo para no fruncir el ceño. No era el halago que esperaba, y dudaba que fuera
siquiera sinónimo de «hermosa». Tampoco era un adjetivo que el reverendo utilizaría con ella.
Solo podía pensar que sabía lo que Harriet buscaba y hacía lo posible por no dárselo.
Bien, se dijo. El día apenas empezaba.
Se obligó a sonreír.
Los ojos de Gideon brillaron con picardía, consciente de que la dama probablemente solo
quería zarandearlo hasta que admitiera lo que quería.
Llegaron al comedor. Las personas ya se estaban acomodando. No había lugares asignados, y
cada quien se sentaba con la pareja elegida. La mesa de los novios, sin embargo, sí estaba
destinada a familiares y amigos cercanos.
Uno de los lacayos le retiró la silla a Harriet para que se sentara, y mientras Gideon la
observaba hacerlo, obtuvo una visión muy clara de sus pechos, esos que venían distrayéndolo
desde la misa. Para estar en pleno invierno, consideraba que era un vestido muy escotado, y le
causaba vergüenza no poder quitarle la vista de encima. Pero la piel se veía muy suave al tacto, y
el corsé insinuaba los pechos de una forma muy provocadora. Y ese collar... parecía un
instrumento de pecado; señalaba la raya que dividía sus pechos. ¿Sabría ella lo provocador que
era el gesto de jugar con el dije, justo como hacía en ese momento? Lo hacía de forma
indiferente, como si no se diera cuenta, pero Gideon no pondría las manos en el fuego por su
inocencia.
No después de haber llegado a conocerla.
—¿No se va a sentar, reverendo Corbyn? —preguntó Harriet.
La voz, tan suave y delicada como la seda, lo sacó de sus cavilaciones. Esperaba no haber
enrojecido por la vergüenza. ¡Se había quedado mirando sus pechos ante la presencia de todos!
Se sentó. Tardó un poco en reunir el valor para enfrentar a todos los presentes. Su hermano lo
miraba con diversión, la nueva señora Corbyn parecía intrigada; el señor Broome no le prestaba
atención, al igual que Bernadette, que discutía en voz baja con Daniel, su hermano menor. Como
no se atrevió a mirar a su madre, observó a la señorita Broome. Había un brillo pícaro y burlesco
en sus ojos. Sin temor a romper un mandamiento, podría jurar en nombre de Dios que ella sabía
muy bien el efecto que le provocaba. La pregunta era... ¿por qué? Si tras todo eso estaba la
intención obtener algo tan insignificante como un halago, la señorita Broome estaba avivando
demasiado el fuego.
Mientras comenzaban a servir el desayuno, Gideon la observó y se preguntó de dónde
provenía su necesidad de obtener de su parte esa afirmación. Ella era bonita, debía saberlo y
debían decírselo con frecuencia. De hecho, se sorprendía al saber que sus palabras habían
provocado tanto efecto en ella. Al parecer, la soberbia de la señorita Broome no era tan potente
como para no dudar de sus atributos.
Si era así, todavía tenía salvación.
En el desayuno no hubo mayor interacción. La señorita Broome se mantuvo extrañamente en
silencio mientras Gideon iniciaba una conversación banal con su hermano y la nueva señora
Corbyn. Todo parecía ir tranquilo hasta que, más o menos a mitad del desayuno, la madre de los
Corbyn intervino:
—¡Estoy tan feliz de que Archibald por fin haya sentado cabeza! Gideon, espero que Dios me
dé suficiente vida para asistir también a tu boda.
Gideon detuvo el avance de la cuchara a la boca y contuvo un suspiro. Sabía lo que se
avecinaba, y también sabía no habría manera de desviar el tema porque, desde que se anunció el
compromiso de Archie, él venía esquivando esa conversación.
—Estoy seguro de que así será, madre.
—¿En serio? —preguntó con un tono de evidente reproche—. Porque si tomamos en cuenta
cómo van las cosas, no parece ser un evento cercano.
Todos guardaron silencio. Gideon miró a su hermano, pero este negó ligeramente con la
cabeza. Opinaba igual que él: era imposible huir de ese reproche.
—El matrimonio es algo que no puede tomarse a la ligera, madre.
—Pero tampoco lo estás tomando en serio. No has iniciado nunca un cortejo formal con
alguna jovencita, y el tiempo pasa. Tienes treinta y tres años. No creas que tendrás la misma
suerte que tu hermano y encontrarás una mujer a los treinta y cinco. ¡Te estás volviendo viejo!
Algunas toses disimuladas indicaron que varios de los presentes intentaban contener la risa.
Gideon solo intentó tener paciencia.
—Madre...
—Señorita Broome —interrumpió la dama, poniendo su atención en Harriet. Esta, de
inmediato, sustituyó su sonrisa por una expresión de cautela—. ¿Usted se casaría con un hombre
que ya pasa los treinta años?
Ante la extraña pregunta, Harriet solo pudo mirar al reverendo Corbyn. Este había cerrado los
ojos y mostraba una expresión resignada, pero ni así aparentaba la edad que su madre tanto le
reprochaba. A Harriet todavía le sorprendía que un hombre que no apreciaba la belleza fuera tan
apuesto. Cada vez que lo miraba fijamente, se sentía un poco extraña. No sabía bien cómo
explicarlo, pero era algo semejante a un cosquilleo en la piel. Dudaba que la edad fuera un
inconveniente para que él consiguiera una esposa.
Ella se preocuparía más por esos sermones tan aburridos que daba.
Al advertir que todos esperaban su respuesta, se encogió de hombros para fingir desinterés.
—Me casaría mientras no pase de los cuarenta. Los treinta y tres me parece una edad
perfectamente aceptable.
Harriet no se percató de que había defendido indirectamente al reverendo. Zelda y Gideon, en
cambio, sí la miraron como si acabara de decir algo impropio de ella.
—Pero cuanto más joven, mejor, ¿verdad? —insistió la señora Corbyn.
Ella estuvo a punto de decirle que, si el individuo fuera un duque, se casaría con él aunque
rozara los cincuenta. Guardó silencio solo porque ese día se había propuesto parecer amable.
Necesitaba obtener un halago, y la amabilidad volvía más predispuestas a las personas a admitir
que estaban equivocadas.
—Supongo —respondió sin demasiada convicción.
La señora Corbyn no pareció mostrar interés por desviar la atención de ella a pesar de su
ambigua respuesta.
—Usted ha venido a Brighton a casarse, ¿no es así?
A Harriet no le gustó el rumbo que estaba tomando esa conversación.
—He venido a Brighton porque la temporada en Londres terminó. Cuando comience,
regresaré y buscaré un esposo allí.
Esperaba haber sido lo suficientemente clara.
—Pero aquí también puede conseguir buenos partidos, su hermana puede dar fe de ello. No es
porque sea su madre, pero todos mis hijos son buenos caballeros.
La indirecta era difícil de pasar por alto, pero Harriet fingió no haber entendido y le lanzó una
mirada de advertencia al reverendo.
—Madre, por favor, no atosigues a la señorita Broome.
—No entiendo por qué los jóvenes de ahora no muestran suficiente interés en el matrimonio.
A ti debería de darte vergüenza, Gideon. ¿No dijo Dios que el matrimonio es un deber?
Gideon arrugó el ceño.
—Estoy casi seguro de que no.
—Claro que sí. Efesios 5:31: «Por esto abandonará hombre a su padre y a la madre, y se
apegará a su mujer, y serán los dos para en carne una».
Gideon intentó recordad con exactitud ese versículo. Harriet se concentró en su comida, sin
querer llamar la atención de una dama que le empezaba a parecer desquiciada.
¿Quién se sabía los versículos de la Biblia?
—No creo que quiera decir exactamente que el matrimonio sea un deber. Más bien creo que...
—¿Y qué me dices de proverbios 18:22? —interrumpió. No parecía querer dejar el tema—.
«Quien halla...»
—Madre, por el amor de Dios —cortó Gideon.
—¿Has utilizado el nombre de Dios en vano?
Gideon se tensó y enrojeció.
Harriet apretó los labios para no carcajearse. No pudo, sin embargo, evitar lanzarle una
mirada de burla. Al hacerlo, su expresión se suavizó. Le causaba un poco de ternura su
incomodidad. Nunca lo había visto así.
—Respecto a lo que opina Dios sobre el deber de una mujer de formar una familia, señorita
Broome, creo recordar el versículo...
—Señora Corbyn —interrumpió Harriet con suavidad. No la miró, sino que se dedicó a cortar
con gracilidad un panecillo—. Si quisiera saber lo que dice lo que dice la Biblia, asistiría todos
los domingos al servicio. Su hijo tiende a explicar de forma larga y concisa su contenido.
La señora Broome arrugó el ceño, pero Harriet no le prestó atención ni a ella ni al resto de
miradas desaprobatorias, incluyendo la de su padre. Aunque había estado dispuesta a ser amable,
no permitiría que la dama llevara nuevamente el tema al matrimonio y que pretendiera
emparejarla con el reverendo. Todos tenían límite, y, solo de imaginarlo, a Harriet se le erizaban
los vellos.
—Un tanto impertinente su hija, señor Broome —comentó la dama en tono de reproche, pero
sus ojos miraban a Harriet con curiosidad.
El señor Broome fingió masticar para no tener que responder.
—Entonces, ¿no va los domingos al servicio?
—A la señorita Broome le aburren mis sermones, madre —contestó Gideon. Tampoco parecía
enfadado. Harriet insistía en que pocas cosas lo molestaban.
—¡¿Le aburren?! —exclamó.
—Son palabras de su hijo, no mías —respondió Harriet con inocencia.
—Señorita Broome, la última vez que fue al servicio se quedó dormida —respondió con
condescendencia.
Harriet lo miró y esbozó una sonrisa pícara.
—Miente, reverendo. La última vez fue hace unas horas, y estaba muy despierta. Usted pudo
constatarlo en varias ocasiones.
Las mejillas de Gideon enrojecieron y se dijo que, por su bien, abandonaría el tema. No podía
comprender el juego de esa mujer. ¿Sabría el efecto que causaba en él? ¿Cómo podía saberlo? Y,
en caso de que lo supiera, ¿era necesario llegar a esos extremos solo por un halago?
«Calma, Gideon», se dijo. Él era un hombre sensato, y siempre había actuado con rectitud. Si
bien era cierto que desde hacía bastantes años no sentía una atracción similar a la que la señorita
Broome le estaba provocando, estaba seguro de que podía manejarlo. Era su deber hacerlo.
El interminable desayuno llegó a su fin.
Los invitados regresaron al salón, donde la orquesta ya estaba empezando a tocar los
compases. Comenzaron con una cuadrilla, como era costumbre, y, al finalizar esta, se empezaron
a escuchar la suave melodía de un vals.
—Me gustaría bailar —comentó Harriet con desenfado.
Gideon la miró. Ella había permanecido a su lado desde que terminó el desayuno, pero no
había mencionado palabra hasta ese momento. Al parecer, decidió que ya había llegado la hora
de lanzar la poco sutil indirecta.
Él no sabía qué tan conveniente sería invitarla a bailar. Un vals, nada menos. Su presencia lo
estaba afectando más de lo que le gustaría admitir, y consideraba seriamente alejarse de la
tentación que ella representaba. Pero ¿ella lo dejaría? Esa insinuación para que la invitara a bailar
decía mucho de hasta qué punto llegaba su determinación. Gideon estaba seguro que, de no tener
un objetivo de por medio, jamás bailaría con él ni con nadie que no tuviera algún título.
—El vals es mi pieza favorita —continuó ella, esta vez mirándolo significativamente.
Gideon supo que no había escape. Si no cedía a la indirecta, ella sería capaz de preguntarle
directamente si quería bailar con ella. Que no fuera lo correcto no la detendría.
—¿Me concedería la siguiente pieza, señorita Broome? —preguntó con amabilidad,
tendiéndole una mano.
Se dijo que era solo un baile. No tenía por qué producirle sufrimiento. Las reglas para bailar
eran muy exigentes, las parejas no se podían acercar más de lo debido.
—Estaré encantada, reverendo —respondió ella, aceptando su brazo. Hablaba con
naturalidad, como si no hubiera sido ella la que lo había planeado todo.
Se posicionaron junto a las otras parejas y comenzaron a moverse al compás de la música.
Para sorpresa de Harriet, el reverendo se movía con elegancia y ligereza, algo difícil de conseguir
en un compañero de baile.
—Pido disculpas si los comentarios de mi madre la incomodaron —habló él para romper el
silencio, y para tener algo más en lo que centrar su atención que no fueran los pechos que casi se
salían del escote.
—Creo a usted lo incomodaron más.
Él sonrió.
—Ya que Archie se ha casado, ahora su energía se concentrará en mí. Me estoy resignando a
la idea desde que supe lo del compromiso de mi hermano.
Ella lo miró con curiosidad.
—¿No tiene pensando casarse?
Esa era una duda que, de vez en cuando, irrumpía en la tranquilidad de Harriet, y se había
acrecentado en la última conversación. Por las evasivas del reverendo, la boda no parecía estar
entre los planes cercanos, algo cuanto menos curioso en un hombre que debería apoyar la visión
tradicional de esposa e hijos.
—Por el momento, no.
—¿Por qué? —indagó, olvidando temporalmente su objetivo de utilizar sus encantos para
atraerlo.
Gideon pensó un momento la respuesta.
—No ha aparecido la dama indicada. Como le dije a mi madre, el matrimonio no se debe
tomar a la ligera.
—No me diga que es de los que espera enamorarse —dijo con burla.
—No me diga que tampoco cree en el amor —replicó él, arqueando una ceja.
—Para el matrimonio no siempre es necesario. Hay cosas más elementales.
—El título, por ejemplo.
—Por ejemplo —concordó Harriet.
—Su hermana se ha enamorado de Archie y ambos lucen muy felices. ¿Eso no la atrae? ¿No
la incita a buscar lo mismo?
—Zelda nunca ha tenido mayores ambiciones en su vida aparte de formar sus propias
caballerizas. Yo sí tengo prioridades.
—¿Y son esas prioridades más importantes que la felicidad?
—La felicidad es subjetiva, reverendo. Yo podría ser muy feliz siendo duquesa o marquesa, y
usted no puede comprobar lo contrario. Además, uno puede pasarse toda su vida buscando al
amor de su vida. La verdadera infelicidad llegará cuando esa persona se dé cuenta de que perdió
toda su vida y grandes oportunidades persiguiendo una fantasía.
—El amor no es una fantasía. Es real. Y nada lo puede suplantar, ni siquiera el dinero. El
afecto es esencial en la vida de todo ser humano, señorita Broome.
—Tonterías —replicó—. Se puede vivir perfectamente sin el afecto de otros. Yo, en
particular, tengo suficiente afecto para mí misma por el resto de mi vida.
—Eso no lo dudo —respondió con suavidad.
Harriet creyó entrever lástima en su tono, y eso la puso en la defensiva.
—¿Qué pasará si no encuentra al amor de su vida, reverendo? ¿Se quedará toda la vida
soltero?
—Si no encuentro al amor de mi vida, creo que podré conformarme con alguien a quien le
tenga afecto y que este sea recíproco. Lo importante es que la convivencia sea agradable para que
el ambiente familiar también lo sea.
Harriet estuvo a punto de mencionarle que, entonces, por qué no se comprometía con la
señorita Wilson. Él había dicho que ella le agradaba, y estaba más que claro que ella aspiraba a
sus afectos.
Guardó el comentario solo porque no era su trabajo hacer de casamentera.
—El secreto de una convivencia agradable, reverendo, no es el afecto, sino saber llevar una
vida separada del otro fuera del entorno social.
Él arrugó el ceño. La pieza terminó justo antes de que él pudiera comenzar un sermón sobre
los deberes de un verdadero matrimonio.
—El baile me ha dejado agotada —dijo ella, a la vez que movía delicadamente su mano
simulando echarse aire, justo encima de sus pechos—. ¿Me acompaña a la biblioteca? Quisiera
descansar.
No esperó a que él respondiera. Le enlazó el brazo y lo instó a caminar.
Gideon se preguntó si sabría dónde quedaba.
—¿No preferiría sentarse en uno de los asientos del salón que han sido dispuestos para tal fin?
Estar solo en la biblioteca con ella no era una buena idea.
—Aquí hay mucho ruido, y me duele un poco la cabeza. Solo serán unos minutos.
Él no fue capaz de replicarle. Ella, que efectivamente sabía dónde estaba la biblioteca —o
había logrado dar con ella por una cuestión de suerte—, se adentró en la gran estancia y lo
arrastró consigo.
Después, cerró la pesada puerta.
—Ha sido una mañana muy ajetreada —se quejó mientras se dirigía a uno de los sillones que
estaban cerca de la chimenea. Se dejó caer con gracilidad.
—Y eso que solo ha bailado una pieza —respondió, incapaz de creer que alguien con tanta
energía como Harriet Broome estuviera cansada.
—Es que los zapatos me molestan.
Para afianzar su declaración, se inclinó hacia delante y deslizó ligeramente el pie de su zapato.
No llegó a quitárselo por completo, pero no por eso la vista fue menos excitante, pues no
conforme con ese gesto, también se subió la falda para dejar al descubierto su tobillo y parte de
su pantorrilla.
—¿Cree que lo tengo inflamado? —preguntó con inocencia. Alzó la vista y sonrió con ternura
—. ¿No se va a sentar?
—Estoy bien así.
—Parece incómodo —insistió Harriet.
Desde luego que lo estaba. Si la visión de sus pechos era inquietante, la de sus tobillos no se
quedaba atrás. La delicada media de seda que protegía la piel de la vista solo conseguía
incrementar el deseo de pasar las manos por ahí, subir hasta llegar al final de la tela y luego
deslizarla hacia abajo, los dedos rozando la delicada piel...
—Basta —dijo en voz alta, más para frenar sus pensamientos que para que Harriet lo
escuchara.
—¿Sucede algo, reverendo? —inquirió.
Que insistiera en hacerse la ingenua molestó a Gideon. El juego ya no le causaba gracia.
Sería mejor terminar con eso de una vez por todas.
—Basta, señorita Broome. Acabe con este juego.
Harriet se calzó el zapato y se levantó. Cualquiera que mirara sus ojos azules cometería la
imprudencia de batirse en duelo para defender su inocencia.
—No entiendo de qué me habla, reverendo. —Su voz había descendido una octava. Así debía
de sonar el canto de las sirenas que envolvía a los marineros más débiles—. ¿Qué juego?
—El que ha decidido llevar a cabo esta mañana. Primero finge ser amable, después...
—¿Le molesta que sea amable con usted? —Dio un paso hacia adelante. Su sonrisa
enigmática se asemejaba a la de la Mona Lisa—. Dígame, reverendo, ¿qué le inquieta
exactamente? —Otro paso.
No los separaban más de cinco centímetros. Harriet observó su respiración acelerada y
saboreó el triunfo. Esperaba que, en respuesta a su pregunta, él dijera que le inquietaba su
belleza.
—Todo, señorita Broome. Todo sobre usted me inquieta.
Harriet se sorprendió con la respuesta, pero más asombrada la dejó el beso que él le estaba
dando segundos después.
Capítulo 5

Harriet no había imaginado ningún escenario donde sucediera eso, así que la conmoción la
mantuvo quieta varios segundos que el reverendo aprovechó para saquear su boca de una forma
que debía ser pecado. Cuando empezó a reaccionar, el instinto decidió no apartarlo, sino prestar
atención a la forma en que él movía los labios sobre los de ella y, presa de curiosidad, empezar a
responder para continuar con su estudio.
Para justificarse, se dijo que saber besar podría ser de utilidad en un futuro.
El reverendo la tomó por la cintura y la acercó lentamente hacia él. Ella estaba demasiado
atenta al beso como para notarlo. Toda su atención estaba centrada en las curiosas sensaciones
que provocaba ese juego de labios. Era un calorcillo extraño que se concentraba en la parte baja
de su estómago.
Le pasó las manos al cuello para acercarlo un poco más y ahondar en esas sensaciones.
A medida que se incrementaban los movimientos, el calor aumentaba y cierta ansiedad se
apoderó de ella. Quería algo más, pero no sabía qué, así que su cuerpo reaccionó apretándole los
hombros.
Ese gesto, al contrario de lo que ella deseaba, consiguió que él se alejara. La soltó como si el
contacto de su cuerpo le quemara y la miró completamente ruborizado.
Harriet solo estaba pasmada y, quizás, algo frustrada.
—Por Dios —musitó Gideon.
Ella, que seguía algo molesta, se limitó a repetir con desdén las palabras que le había
escuchado decir hacía rato a la señora Corbyn.
—Es pecado utilizar el nombre de Dios en vano.
El comentario lo hizo enrojecer más.
—Señorita Broome, no encuentro palabras para disculparme por este comportamiento.
—Me imagino —dijo, sarcástica.
—No sé cómo ha podido suceder.
—Ya lo creo que lo sabe —respondió, mirándolo fijamente.
—¿Cómo dice?
—Tuvo que haber algo que lo impulsara a ese comportamiento tan poco razonable e impropio
de usted, reverendo. —Dio un paso hacia él, notando con satisfacción cómo él se tensaba—.
Dígame, ¿cuál fue el detonante?
Él tardó solo un segundo en entender a dónde quería llegar.
—Harriet, déjalo ya.
Ella dio un respingo al escuchar su nombre en sus labios. De alguna manera arrojaba un
manto más de intimidad al ambiente.
—¿De qué habla?
—Sé que llevas toda la mañana intentando hacerme decir que eres bonita.
No le agradó sentirse descubierta. Debió suponer que era más listo de lo que aparentaba.
—No es verdad. Son imaginaciones suyas, reverendo.
—No, no lo son. Desde la misa estás... haciendo esfuerzos para sacar esas palabras de mi
boca.
«Provocándome», habría sido la palabra que Gideon hubiera utilizado, pero la intuición le dijo
que sería poner una acusación muy fuerte sobre el contexto.
De igual forma, su propio comportamiento era injustificable.
—Está bien —admitió Harriet sin remordimientos. Después de considerarlo, no vio razón
para seguir negándolo—. Pero aunque no las haya dicho, he probado mi teoría. Usted me
considera bonita, o no me habría besado.
Gideon tenía la impresión de que, de ahí en adelante, tendría que batallar con la vergüenza
cada vez que se hiciera mención al beso. Con la vergüenza y con algo más intenso: el recuerdo
del deseo sentido.
Quiso explicarle que la belleza y el deseo físico, si bien solían ir de la mano, no siempre
caminaban juntos. No lo hizo por dos razones: la primera, no era un tema para tratar con
señoritas y menos en esas circunstancias tan tensas; segundo, estaba seguro de que contradecirla
solo provocaría una lluvia de feroces argumentos de parte de ella.
Gideon quería centrar sus energías en otra cosa.
—¿Por qué te interesa tanto que admita que eres bonita? Existen más cualidades que esa.
Harriet lo miró con fastidio. Había esperado una réplica similar de su parte.
—Ninguna tan importante.
—Ah, ¿no? Si te digo que eres inteligente, tenaz, ¿no sentirías más satisfacción? —Él habría
querido añadir «pasional».
Harriet tardó en responder. Lo miró evaluando la veracidad de sus palabras. No quería admitir
que se le había encogido el pecho al escucharlo.
—Yo sé que soy bonita. Lo demás solo lo dices para intentar convencerme de que la belleza
no es importante.
—¿Me estás diciendo que no crees que seas ni inteligente ni tenaz? ¿Piensas de verdad que tu
única cualidad es ser bonita?
El silencio fue lo suficientemente revelador para Gideon. Olvidando el miedo a perder el
control, se volvió acercar a ella, justo a tiempo para ver el brillo fugaz de vulnerabilidad que pasó
por sus ojos antes de que disipara tan rápido como el humo en el aire.
Le causó ternura que una mujer que aseguraba ser digna de un duque y que defendía a capa y
espada su belleza, dudara de cualidades que para Gideon eran muy obvias. Los egipcios podrían
cuestionar su belleza y los griegos decir que su rostro no estaba perfectamente proporcionado,
pero estaba seguro que nadie que la conociera sería capaz de negar que fuera una mujer muy
inteligente, y ni que decir determinada.
Si participara sola en una guerra, vencería solo por su tenacidad.
—Sé que tengo muchas cualidades —dijo después de varios segundos. Su tono, sin embargo,
carecía de la seguridad de hacía unos momentos—. Sucede que no me gusta que menosprecien
ninguna, y usted insistía en desestimar mi belleza. Comprobada mi teoría, me marcho.
Ella dio media vuelta, pero él la sostuvo por el brazo. El ligero contacto la detuvo como por
arte de magia.
—Harriet, espera un momento, por favor.
—¿Cuándo le he dado permiso para utilizar mi nombre?
Él sonrió.
—Hoy nos convertimos en familia. Puedes llamarme Gideon si deseas, incluso pater. Estoy
dispuesto a tolerarlo si con eso puedo utilizar tu nombre. Me parece muy bonito.
En los labios de Harriet apareció una pequeña sonrisa involuntaria, pero se recompuso
rápidamente.
—De mi parte, continuaré con las formalidades, pero supongo que puedo concederle el favor
de llamarme por mi nombre.
Gideon contuvo una carcajada.
—Gracias. Volviendo al tema, no es mi intención desestimar tu belleza, solo dar a tus otras
cualidades la importancia que merecen, Harriet. —Deslizó la mano que tenía en su brazo hasta
sus dedos. El cosquilleo regresó—. Sé que eres más de lo que aparentas, pero como nunca has
tenido oportunidad de demostrarlo, ni siquiera tú te lo crees.
Harriet rompió el contacto apenas él terminó de hablar. No estaba segura de lo que planeaba
el reverendo, pero no le gustaba la forma en que se le aceleraba el corazón cada vez que le decía
cosas como esas. Daba la impresión de que, de alguna manera, él decía las palabras que siempre
había querido escuchar.
Era ridículo.
—¿A dónde quiere llegar, reverendo?
—Que no solo eres bonita, sino inteligente, tenaz e incluso buena persona, aunque te cause
alergia demostrarlo en público.
—¿Ha bebido y no me he dado cuenta?
Él sonrió.
—Estoy sobrio. Sé lo que digo. Me gustaría que colaboraras un tiempo en el orfanato.
Harriet bufó.
—Así que todo este discurso solo ha tenido como finalidad arrastrarme otra vez al orfanato.
Sus técnicas para conseguir voluntarios son demasiado extrañas, reverendo. Olvídelo, no soy una
huérfana para estar metida en ese lugar.
Gideon se dijo que tenía todas las características de una huérfana de afecto. Ninguna persona
que hubiera recibido suficiente cariño en su vida podría tener una visión tan fría del amor y de la
vida.
—Además, ¿qué se supone que haría yo ahí?
Que hiciera la pregunta fue para Gideon un rayo de esperanza.
—Podrías ayudar a las otras maestras. Cada vez hay más niños y no dan abasto. Quizás
enseñándolos a leer, o... —El gesto de desagrado de Harriet le indicó que debía ir por otro
camino—. A lo mejor podrías enseñar etiqueta a las niñas.
—¿De qué les serviría eso? Dudo que pisen un salón de baile en su vida.
Él ignoró la crueldad de sus palabras.
—Es probable, pero algunas tienen el deseo de ser institutrices. Cuanto mejor preparadas
estén, más posibilidades habrá de que las contraten en un buen lugar. Otras solo quieren aprender
por el placer de hacerlo. Lady Marjorie tenía un proyecto similar, pero no ha habido tiempo ni
voluntarios para comenzarlo. Tal vez tú puedas iniciarlo.
—¿Qué ganaría con eso?
Gideon optó por aferrarse al hecho de que todavía no le había dado una contundente negativa.
—La satisfacción de ayudar.
—No me interesa —respondió de inmediato.
Empezó a caminar hacia la salida. Gideon no se dio por vencido.
—¿Acaso temes no poder hacer algo tan sencillo como enseñar etiqueta a unas niñas?
Harriet, muy a su pesar, se detuvo.
—Olvídelo, reverendo. Ese tipo de manipulaciones no le servirán de nuevo.
Como ella no retomó la marcha, él aprovechó para alcanzarla. Se detuvo solo a unos pasos de
su cuerpo. Ella le daba la espalda.
—Entonces, ¿a qué le temes, Harriet? —susurró inclinándose sobre su oído, dejando que el
sonido entrara y la envolviera como si de la mejor pieza musical se tratase.
Esto, sin embargo, no bastó para apaciguarla. Ella giró bruscamente la cabeza para asesinarlo
con los ojos.
—No le temo a nada —respondió con sequedad.
—Si eso es verdad, ¿por qué te niegas? ¿Qué tienes que perder?
—El tiempo.
—Te he oído decir que en este pueblo no hay nada que hacer, así que no creo que practiques
alguna actividad productiva que se vea perjudicada por pasar unas horas a la semana en el
orfanato.
—Es mi tiempo y yo decido cómo perderlo.
—Me suena a la excusa de alguien cobarde.
—Póngase de acuerdo, reverendo. Así que pasé de ser inteligente y tenaz a ser una cobarde.
—No lo sé. ¿Qué opinas tú, Harriet? ¿Eres una cobarde?
El silencio se prolongó tanto que Gideon temió haber tirado demasiado de la cuerda. Ella
tenía los labios apretados y sus ojos brillaban con la intensidad del sol en mediodía.
—¡Oh! Está bien, acepto. Pero no como respuesta a su estúpido reto, sino porque sé que me
va a insistir hasta hartarme. Además, supongo que puedo hacer la buena acción de fin de año.
¿Cuándo tendría que ir?
Gideon sonrió.
—Voy organizarlo todo y te lo notificaré por carta. No te arrepentirás.
—Ya lo estoy haciendo —masculló mientras salía dando un portazo.
Gideon la observó marchar, y cuando dejó de escuchar sus pasos, se permitió pensar
plenamente en lo que había sucedido.
Apenas recordaba la última vez que se había dejado guiar así por los instintos más primitivos.
Posiblemente desde que estuvo en la universidad y Archie y otros compañeros insistieron en
arrastrarlo a las tabernas para beber e irse a la cama con alguna prostituta. Gideon nunca quiso ir
a la cama con ninguna de esas mujeres, pues siempre creyó que ellas no estaban allí por decisión
propia, sino porque las circunstancias lo habían decidido. Un día, sin embargo, una criatura de
rostro angelical y sonrisa coqueta se le sentó al lado. No debía tener más de veinte años, pero la
forma premeditada en que le acarició el brazo y el tono seductor evidenciaban mucho tiempo de
práctica.
—¿Por qué tan solo, guapo? ¿No has encontrado compañía que te agrade? Quizás yo pueda
ayudarte —le había dicho sin borrar la sonrisa.
Gideon se había desembarazado de su agarre para mantener las distancias, aunque el rostro de
la mujer le hubiera llamado la atención. A diferencia de las otras, no estaba excesivamente
maquillada. Era demasiado bonita, y ella debía de saberlo, por lo que solo tenía una pequeña
cantidad de carmín en esos labios en forma de corazón. El resto de su tez era de un blanco
natural, y tenía unos preciosos ojos verdes que brillaban como esmeraldas y resaltaban igual o
más que el dorado casi platino de su cabello.
—Te he visto varias veces por aquí —continuó la mujer, al parecer poco ofendida por su
rechazo—. Nunca te vas con ninguna de las chicas. Dime la verdad, ¿te gustan los hombres? Si
es así, me voy.
La mujer leyó la respuesta en los ojos de él, que se abrieron como platos.
Ella se carcajeó.
—Entiendo. Entonces solo eres tímido. —Colocó el dedo índice sobre su pecho y empezó a
bajarlo con lentitud. La tela no impidió que Gideon sintiera una ráfaga de deseo recorriéndolo—.
Yo puedo ayudarte a vencer la timidez.
Pestañeó de una forma que lo hipnotizó. Tardó un poco en volver a tomar su mano para
detener su avance, pues ya estaba llegando a las partes íntimas.
—Con todo respeto, señorita...
La carcajada de la mujer lo interrumpió.
—Llámame Astrid, por favor. No ensucies el término usándolo para referirte a mí.
Gideon no estuvo de acuerdo con eso, pero decidió centrar la discusión en el tema importante.
—Astrid, no me gusta acostarme con prostitutas.
Ella entrecerró los ojos.
—¿Por qué no? —En su voz era perceptible el desdén—. ¿Somos muy poco para ti, o crees
que estamos enfermas? Este es un lugar exclusivo, aquí todas estamos sanas. Tomamos muchas
precauciones para eso.
Como no parecía dispuesta a desistir, Gideon no tuvo más remedio que confesarle sus
verdaderas razones. Le dio un discurso de unos diez minutos en los expresó su admiración y
comprensión hacia su trabajo, asegurándole que él sabía que, posiblemente, estaban allí por
necesidad. Le dijo que no las juzgaba, pero que no le gustaba contribuir a la desdicha de una
mujer.
Para cuando terminó, el rostro de Astrid definía la estupefacción.
—Eres un hombre muy raro —musitó, pasada la sorpresa. Se puso de pie y se inclinó tanto
hacia él que sus narices estuvieron a punto de rozarse—. Y muy interesante.
La respiración de Gideon se agitó. Ella estaba tan cerca que tuvo una vista privilegiada de
unos pechos que por poco se salían del corpiño, y podía oler a la perfección el aroma a jazmín
que desprendía.
—Me agradas —afirmó segundos después—, y, solo por eso, te invitaré a mi cuarto. No te
cobraré para que sepas que lo hago por voluntad propia y así tu conciencia no sufrirá. —Se
separó abruptamente de él, tomó su brazo y tiró de él para instarlo a levantarse—. Vamos.
—No creo que sea buena idea...
—¡Chis! —lo calló. De pronto, le enlazó los brazos al cuello. Sus pechos lo rozaron y sus
labios tocaron de forma casi imperceptible su oreja—. ¿Acaso no quieres?
Él fue incapaz de decir que no.
Después de esa ocasión, Gideon la visitó algunas otras veces. Su hermano y sus amigos
bromeaban mucho al respecto, pero él no les hacía caso. Entre él y Astrid se había desarrollado
una especie de amistad. Ella siempre lo invitaba voluntariamente a su cuarto, pero no siempre se
acostaban. A veces, solo se quedaban hablando. Gideon descubrió que Astrid había nacido en
una familia humilde que lograba mantenerse con el sueldo de su padre, quien trabajaba como
administrador de una familia acomodada. Su madre había sido institutriz, pero cuando llegaron
los niños no pudo seguir ejerciendo. Cuando ella tenía catorce años, la escarlatina invadió su
casa. Su padre falleció y su hermano menor quedó con secuelas que requerían constante
medicación. Su madre intentó por todos los medios sostener a la familia, pero la situación se
volvió muy complicada.
Con quince años, Astrid decidió buscar trabajo.
Al principio, comenzó vendiendo dulces en Covent Garden, pero el dinero no era suficiente
para sostener los gastos. Un día, un señor se le acercó y le ofreció cincuenta libras por acostarse
con ella.
—Quisiera decir que pensé mucho si aceptar o no, pero lo cierto es que cedí rápidamente. Era
una buena cantidad de dinero, y hubiera sido una tonta al rechazarlo.
Y así fue como comenzó todo. Astrid seguía vendiendo dulces, pero cuando veía a un hombre
demasiado interesado en ella, se le insinuaba. Cuando su madre se enteró, reaccionó mejor de lo
que Astrid habría esperado.
—«La vida es difícil para una mujer», me dijo.
Una vez se encontró con un hombre que le ofreció un lugar donde podría ejercer mejor. Le
dijo que, allí, los clientes eran exclusivos, y que si alguno molestaba demasiado, se encargaban
de sacarlo. En pocas palabras, le garantizó la seguridad que no obtendría ofreciéndose en la calle,
y Astrid accedió.
—Pensándolo bien —le dijo aquella noche. Estaba acostaba completamente desnuda sobre la
cama—, creo que mi historia avala tu teoría de que son las circunstancias las que nos traen hasta
aquí. En mi caso fue cierto, y en muchos otros también, pero te aseguro que hay mujeres que lo
hacen simplemente porque lo disfrutan o les encanta el dinero fácil. No todos somos inocentes,
reverendo.
Para ese momento, Gideon ya le había contado que tenía pensado dedicarse a la iglesia y ella
usaba el término como broma.
—Si alguien te ofreciera la posibilidad de salir de este mundo, ¿la aceptarías?
—Si ese alguien eres tú, no. —Se rio ante su cara de asombro—. No pienso afianzarte la idea
de que puedes salvar a todo el mundo, Gideon. Sé que eres de los que va a socorrer a cualquier
animal herido o alma mal encaminada, pero no todos quieren regresar al buen camino.
—Tú quieres regresar al buen camino —aseguró él—. Lo he visto en tus ojos. Esta vida no te
llena.
Ella se encogió de hombro.
—Puede ser, pero aun así no aceptaré la ayuda que seguramente me ibas a ofrecer. —Se
incorporó y se acercó a él, que estaba recostado contra la pared, también desnudo—. Hay cosas
que simplemente no pueden ser, reverendo —susurró—, y es mejor así.
Después de ese día, no la vio más. Fue unas cuantas ocasiones, pero no la encontró. Un día,
decidió preguntarle al dueño del lugar si sabía algo de ella, pero este negó con la cabeza.
—Lo último que supe fue que su casa se incendió durante la noche y su madre y su hermano
murieron. Una vecina me dejó a mí el mensaje para que se lo diera. No puedo describir la
desolación que pintaba su rostro. Le dije que se tomara unos días, pero nunca más regresó.
Pálido como un papel, Gideon abandonó el local. Sí, había cosas que no podía ser.
Desde aquel entonces, Gideon no había experimentado atracción similar por nadie. Astrid
había sido muy especial en su vida. No se atrevería a decir que se enamoró de ella, porque era un
sentimiento que no valía la pena analizar cuando no había probabilidades de volver a verla; sin
embargo, sí hubo una conexión muy íntima y única con la joven que iba más allá de lo sexual y
de querer salvarla. Algo similar le estaba sucediendo con Harriet.
Harriet.
De todas las mujeres que había conocido después de Astrid, ninguna había vuelto a despertar
en él ese deseo. Ciertamente, de vez en cuando alguna dama se le hacía muy atractiva o en la
intimidad de su habitación lo asediaban esos deseos tan propios del instinto humano, pero jamás
perdió el control de la manera en que lo había perdido hacía unos minutos.
No se sentía tan avergonzado como intrigado por su comportamiento.
Diría que Harriet lo había tentado demasiado, pero no era de los que les echaba la culpa a los
otros. Él podría haberse contenido y no lo había hecho.
Se dijo con ironía que cualquier otro en su situación pondría distancia de por medio antes de
que las cosas se caldearan más. En cambio, él insistía en mantener su propósito. Ahí era donde
Astrid le habría recordado que no todos querían ser salvados. A pesar de tener eso muy en
cuenta, Gideon quiso apostar de nuevo por que Harriet sí tenía un lado humano y solo necesitaba
que las circunstancias le permitieran demostrarlo. Quizás pecara de prepotente al decir que pocas
veces se equivocaba mirando a través de las personas, y ella, si bien no era ni posiblemente sería
el colmo la bondad, tenía algo especial. Algo demasiado especial.
Que Dios lo ayudase.
Capítulo 6

Mientras caminaba en dirección al orfanato, Harriet se preguntó de qué manera podría informar
que había cambiado de opinión respecto a impartir las clases de etiqueta. No quería darle el gusto
al reverendo de llamarla cobarde, pero después de reflexionar un poco, concluyó que la idea era
absurda.
A lo mejor debió notificarlo hacía dos días, cuando el reverendo le mandó una nota
informándole que ya había arreglado todo y que se presentara esa mañana en el orfanato. No lo
hizo porque, para ese momento, todavía estaba convencida de que colaboraría solo para cerrarle
la boca a ese irritante vicario. Era impresionante la forma en que ese hombre lograba manipularla
para que reaccionara como él quería. Eran sorprendentes todas las emociones que despertaba en
ella en general.
Al igual que le venía sucediendo con demasiada frecuencia en los últimos siete días, Harriet
pensó en el beso.
Aunque al principio había intentado quitarle importancia diciéndose que solo había sido un
medio para conseguir su objetivo, su mente no se conformó. Seguía creando una y otra vez
pensamientos alrededor de ese suceso. El más inquietante era el relacionado con el placer
sentido. Nunca se había puesto a pensar qué se sentía al besar a una persona, pues esas eran
tonterías que la distraían de su objetivo central; sin embargo, no esperó ese cosquilleo agradable
y la necesidad de más. Para ser una persona dedicada al servicio religioso, Harriet juraba que el
reverendo sabía lo que estaba haciendo.
La irritaba rememorar demasiado ese incidente, pero cuanto más intentaba olvidarlo, con más
fuerza se colaba entre sus pensamientos. A lo mejor se debía a la intriga. Como no sabía por qué
le había gustado tanto, no podría quedarse en paz hasta descubrirlo. Cómo iba a descubrirlo era
una interrogante que estaba pendiente.
Maldito reverendo. Estaba resultando más molesto que un dolor de muelas, y, solo por eso,
Harriet no tenía intención de involucrarse más con él.
Llegó a las puertas del orfanato y utilizó la aldaba para tocar con fuerza. Pasados unos
segundos, abrieron la puerta. El reverendo apareció frente a ella acompañado de la señorita
Wilson.
Diablos. No había contado con la presencia de terceros.
—Buenos días, Harriet, me alegro de que hayas venido. ¿Ha habido algún inconveniente en el
camino?
Harriet, quien estaba mirando a la señorita Wilson preguntándose si sería buena idea
manifestar su cambio de opinión frente a ella, centró su atención en el revendo.
—No. ¿Por qué la pregunta?
—Porque se ha retrasado media hora —respondió la señorita Wilson sin mucho tacto.
Harriet volvió a mirarla. La señorita Wilson la observaba como se miraba a alguien que la
estaba haciendo perder el tiempo.
¿Cómo se atrevía esa muchacha a mirarla así? Demasiado había hecho con tomarse a la
molestia de ir hasta el orfanato.
—Lilibeth creía que no vendrías —dijo el reverendo con su característico humor—. Yo le dije
que sí. Debí haber apostado.
La señorita Wilson arqueó las cejas en forma interrogante. Parecía que supiera lo que ella
había ido a decir, y eso bastó para que Harriet se callara el discurso que había estado organizando
en el camino.
Cuando no estuvo pensando en el beso, por supuesto.
—Es que no estaban listas las galletas —dijo, extendiendo la cesta que había tenido la
previsión de llevar. Harriet pensó que eso podía compensar un poco la decepción de no tenerla a
ella como maestra.
—Gracias, es un buen detalle. —Gideon tomó la cesta—. ¿Entramos? Las niñas te están
esperando. Yo no me puedo quedar mucho tiempo, pero Lilibeth te presentará a tus alumnas y te
dirá todo lo que tienes que saber.
Harriet logró captar la mueca de desagrado que hizo la señorita Wilson ante la idea. Molesta
por el evidente desprecio, le lanzó una mirada de superioridad.
—Espero que no me vayan a obligar a vestir como ella.
El reverendo se tensó y la señorita Wilson soltó un jadeo antes de echar un rápido vistazo a su
atuendo: una falda marrón con una camisa blanca.
—¿Qué tiene de malo mi atuendo?
—Nada. Harriet está bromeando —se apresuró a decir el reverendo.
—En realidad...
—Entremos antes de que se haga más tarde —interrumpió. Le dirigió a Harriet una mirada de
advertencia que ella jamás le había visto antes y se adentró en el vestíbulo.
La señorita Wilson lo siguió, pero antes, su expresión le indicó a Harriet que eso no se
quedaría así.
Llegaron al salón que Gideon catalogó como el salón de costura. Era una estancia pequeña en
la que había dos mesas cuadradas rodeadas de sillas. Encima de las mesas todavía se podían ver
retazos de tela e hilo, posiblemente de la última clase.
Cuando Harriet entró, ocho pares de ojos se posaron en ella. Eran niñas entre los nueve y trece
años. Parecían ansiosas.
—Niñas. Tal y como os dije, ella es la señorita Broome y viene a impartir clases de etiqueta.
Estoy seguro de que os llevaréis muy bien con ella.
La señorita Wilson masculló algo en respuesta a ese comentario, pero Harriet no lo escuchó.
De todas formas, no creía que lo que hubiese dicho estuviera muy fuera de lugar. El reverendo
estaba siendo demasiado optimista.
—Pasaré por aquí al final de la clase para ver cómo te ha ido —le dijo en voz baja antes de
dirigirse a la entrada—. Lilibeth te explicará todo.
La señorita Wilson, que parecía ya resignada a su tarea, empezó a hablar con desgana.
—Como ha llegado tarde, solo podrá quedarse con ellas hora y media, porque después es la
hora del almuerzo y luego tienen otras clases. En este grupo todas saben leer y escribir.
Consideramos que eran requisitos esenciales. Los nombres de las niñas son los siguientes: ellas
son Anne y Mary. —Señaló a un par de gemelas de cabellos negros que debían tener unos doce
años—. Ella es Rachel, y ella, Marilyn —dijo mientras apuntaba primero a una joven de
aproximadamente trece años y a una niña que tenía once como mucho. Harriet identificó a esta
última como la niña que la había halagado la primera vez—. Ella es Louisa, y la que está a su
lado es su hermana menor, Jacqueline. —Harriet miró a las dos jóvenes. La primera era una
chica rubia de unos diez, y la segunda se parecía a su hermana y tendría, como mucho, unos
nueve—. Finalmente, la joven que está sentada la última es Cassandra. —Después de señalar a
una muchacha de unos diez años, se inclinó hacia Harriet y le dijo en voz baja—: Sus padres
murieron en un incendio. Fue algo traumático para ella. No le gusta hablar mucho, así que no la
presione —advirtió—. Bien, ¿cómo comenzará la clase?
Harriet se tensó. Puesto que había ido dispuesta a decirle al reverendo que no participaría, no
había planificado nada. Obviamente no pensaba admitir eso frente a la señorita Wilson, pero
tampoco se le ocurría qué podía responder.
—Planificó la clase, ¿verdad? —le preguntó.
Su tono era tan pedante que Harriet le dedicó una de sus miradas más arrogantes. Con
regularidad solían intimidar al receptor, pero la señorita Wilson parecía inmune.
—Por supuesto. Yo...
En ese momento, una niña que debía tener como trece años entró corriendo al salón.
—Perdón. Había ido un momento al baño —dijo jadeando. Daba la impresión de haber
corrido un maratón.
—Ella es Samantha —dijo la señorita Wilson.
Harriet observó a la recién llegada, quien se había sentado en el puesto disponible con la
misma gracia que un mono. Su espalda estaba encorvada, y tenía las piernas ligeramente abiertas.
De pronto, supo qué debía ir primero.
—Hoy enseñaremos cómo caminar y sentarse correctamente —anunció de tal manera que dio
la impresión de haber preparado la lección con anterioridad—. Señorita Wilson, ¿sería tan
amable de conseguirme unos libros? De lo que sea. —Contó la cantidad de alumnas mentalmente
—. Ocho, para ser exactos.
—¿Para qué? —preguntó la señorita Wilson.
—Solo consígalos —ordenó—. Ah, y necesito ayuda para mover estas mesas de forma que
quede el mayor espacio posible. Si pudiera mandar a alguien que colabore con eso. —Al ver que
la señorita Wilson iba a replicar, se adelantó—: Supongo que entenderá que necesito espacio
para impartir adecuadamente la lección.
La señorita Wilson hizo un seco asentimiento y salió.
Al quedarse sola con las niñas, Harriet se percató de que no le quitaban la vista de encima, así
que envaró los hombros con la esperanza de inspirar seguridad en sí misma. De pronto, se sintió
inquieta con tantas miradas sobre ella. No era que dudase de sus capacidades para enseñar,
estaba muy segura de que eso se le daría tan bien como cualquier otra cosa que se propusiera.
Simplemente... estaba un poco inquieta.
Una de las gemelas levantó la mano.
—Dime, Anne.
—Soy Mary —respondió la joven, sin darle importancia a la confusión. Harriet pensó que
debía estar acostumbrada, porque eran idénticas—. ¿Para qué son los libros?
Harriet esbozó una pequeña sonrisa.
—Pronto lo sabréis.
Otra mano se levantó. Era la pequeña del otro par de hermanas.
¿Cómo era que se llamaba?
—Louisa —atinó.
—Jacqueline —replicó la niña. Harriet se justificó diciendo que esas también se parecían—.
¿Por cuánto tiempo nos dará clases, señorita Broome?
Harriet no había debatido eso con el reverendo, y consideró de suma importancia hacerlo lo
más pronto posible. Él podía pensar que estaba dispuesta a quedarse mucho tiempo.
—No lo sé. Por ahora, nos veremos dos veces a la semana.
Eso sí se lo había dicho él. Clases los lunes y miércoles.
Alguien levantó otra mano.
—Cassandra.
—Rachel.
Harriet maldijo para sus adentros.
No creía que se le dieran tal mal los nombres.
—¿Por qué sus clases serán beneficiosas para nuestro futuro?
Harriet estuvo a punto de responderle que se lo preguntara al reverendo, porque ella todavía le
daba vueltas a esa pregunta. Dudaba que las clases de etiqueta fueran adecuadas para los
huérfanos, más allá de enseñarles respeto por los que serían sus superiores. Aun así, decidió ser
amable y responder.
—La última vez que vine... Marilyn. —Miró a la niña de once años, esperando no haberse
equivocado. La niña hizo un pequeño asentimiento. Harriet contuvo un suspiro de alivio. Era
probable que no hubiera olvidado su nombre porque tuvo el buen gusto de alabar su belleza—.
Ella dijo que quería ser maestra. Si aprende a comportarse, a hablar y los modales elementales,
no solo tendrá más oportunidades de conseguir un buen trabajo, sino que tendría algo más que
enseñar.
Sonó tan convincente que Harriet casi se lo creyó.
La joven, en cambio, no parecía muy segura.
—La señorita Glade no estuvo de acuerdo con estas clases —informó Rachel sin considerar lo
imprudente del comentario. Harriet tendría que enseñarles a guardarse ese tipo de información—.
Dijo que podía hacer que nos creyéramos más de lo que somos y aspiráramos demasiado alto.
Harriet abrió la boca, pero no supo qué responder. Sin duda, la señorita Glade tenía una
opinión muy parecida a la suya sobre lo innecesarias que eran esas clases. No obstante, no fue
capaz de manifestar su acuerdo, principalmente porque había una parte de esa declaración con la
que no terminaba de concordar.
Miró al grupo de jóvenes y se dio cuenta de que esperaban ansiosas una respuesta, pero no
solo era curiosidad lo que brillaba en sus ojos. Era esperanza. Tenían la ilusión de que ella dijera
algo diferente a la señorita Glade.
Ante esa presión que le impedía ser cruda y directa, Harriet solo pudo responder con la frase
que había sido una ley de vida para ella.
—Nunca estará mal aspirar demasiado alto.
El silencio envolvió la estancia. Las jóvenes se miraron entre sí, como tratando de llegar a un
consenso general sobre si creerla o no. Al final, todas tenían una pequeña sonrisa en su rostro y
Harriet sintió que el pecho se le encogía.
—Si la señorita Glade no estuvo de acuerdo, ¿cómo consiguió el reverendo el permiso para
estas clases? —preguntó.
Quería desviar un poco el tema, así ella también podría reponerse.
—La señorita Wilson apoyó la idea —respondió Marilyn.
Harriet estuvo a punto de poner los ojos en blanco. Por supuesto que estuvo de acuerdo. Esa
señorita Wilson tenía toda la intención de atrapar al reverendo, por lo que si él decía que quería
abrir una clase de tiro, ella lo apoyaría. Por alguna razón no le agradaba en lo absoluto. Harriet
tenía la impresión de que no era tan sincera como aparentaba. Esperaba que el reverendo nunca
le hiciera caso.
Él podía conseguirse algo mejor.
—Lady Marjorie también estuvo de acuerdo. Como ella es la gobernanta, tuvo la decisión
final —añadió Rachel, evitando que Harriet pudiera considerar las implicaciones de sus
pensamientos.
En ese momento, tres niños entraron en el salón. Uno de ellos era el niño que había quedado
ensimismado con ella en la última visita, Jackson, y los otros dos debían de tener doce años.
Supuso que venían a ayudar con las mesas.
Jackson, que llevaba en sus delgados brazos tres libros, se detuvo al verla y sonrió.
—Ha regresado.
Harriet solo asintió y se apresuró a quitarle el peso de los libros para dejarlos sobre una de las
mesas.
La señorita Wilson entró la última. También tenía varios libros entre las manos, y se los
entregó a Harriet sin ceremonias.
—Aún no comprendo para qué puede querer estos libros.
Harriet le hizo un recorrido rápido y se detuvo en sus brazos cruzados y en la forma en que se
le curvaba un poco la espalda.
—Si lo desea, puede quedarse y averiguarlo. Creo que no le harían mal las clases.
La señorita Wilson enderezó inmediatamente sus hombros y la miró con ira. Dio media vuelta
y se marchó sin decir palabra.
Harriet se encogió de hombros y le dio indicaciones a los dos jóvenes para que movieran las
mesas. Se percató de que Jackson no dejaba de mirarla, y mientras los otros acomodaban las
mesas, Harriet decidió ser amable con el niño.
—¿Cómo has estado?
—Bien, señorita Broome. Está tan bonita como la última vez.
Harriet sonrió, y, por instinto, le dio unas palmaditas en la cabeza.
—Tú estás más alto.
El niño sonrió. De nuevo, Harriet sintió esa extraña sensación en el pecho. ¿Ternura?
Que Dios le ayudase.
Los muchachos terminaron de pegar las mesas a la pared según las indicaciones de Harriet, y
las niñas acomodaron las sillas de espaldas a la mesa para poder dar la cara a las explicaciones.
Mientras los muchachos se marchaban, Harriet tomó uno de los libros y señaló a una de las
gemelas.
—Mary, ven aquí.
—Soy Anne —dijo la niña mientras se levantaba con resignación.
Harriet hizo un gesto con la mano para quitarle importancia.
Cuando la niña estuvo frente a ella, la instó a enderezar los hombros y le levantó la cabeza.
Entonces, le colocó el libro encima de la coronilla.
—No muevas la cabeza o se caerá —le ordenó, ignorando la mirada aterrorizada de la niña—.
La postura y la forma de caminar son elementales, por lo que es necesario que se practiquen
hasta que se den de forma natural. Si el libro se mantiene en tu cabeza mientras caminas de aquí
a la otra esquina del salón, lo estás haciendo bien. Si se cae, tendrás que comenzar el recorrido de
nuevo. Puedes comenzar, Mary.
—Anne —corrigió, aunque estaba claro que el hecho de que la profesora no se supiera su
nombre era el menor de sus problemas.
Después de respirar hondo, la joven empezó a dar unos pasos hacia adelante. Apenas había
dado tres cuando los nervios consiguieron tirar el libro.
Miró a Harriet suplicante.
—De nuevo —dijo, inflexible.
Anne lo intentó cuatro veces más hasta que Harriet decidió darle un descanso y pasar a otra.
Lamentablemente, ni esa ni las siguientes mostraron mayor habilidad para hacer el recorrido. En
su interior, Harriet se repitió que enseñar etiqueta a las niñas del orfanato había sido una idea
ridícula.
—Oh, ¡por el amor de Dios! —exclamó tras ver a otra de las niñas fracasar.
Hasta el momento habían pasado todas menos Cassandra, quien ni siquiera quiso intentarlo.
—Señorita Broome, es muy difícil —se quejó Marilyn.
—Por supuesto que no. Solo es necesario persistencia y disposición.
—Tenemos disposición y hemos persistido —se quejó Louisa—. Yo lo he intentado cinco
veces.
—Pues son necesarias más —dijo Harriet con dureza.
Algunas niñas suspiraron con cansancio y otras empezaron a mirarla con recelo, como si de
pronto se hubiera convertido en un monstruo que en cualquier momento las comería.
—Quizás la señorita Glade tiene razón y no nacimos para esto —comentó Rachel.
Harriet, sin saber por qué, se tensó ante el comentario. Era algo que ella misma había pensado
pocos minutos antes, mientras las veía caminar, pero escucharlo de boca de la joven, con ese
tono de decepción incluido, le dio otra percepción de la idea.
—No es tan difícil —insistió, esta vez de una forma más amable. Se negaba a ser incapaz de
hacerles aprender etiqueta—. Observad.
Tomó dos de los libros y los puso en equilibrio sobre su cabeza. Entonces, empezó a caminar.
Dio una vuelta, luego otra, y para la tercera, las niñas se empezaron a reír. Asombrada, se quitó
los libros de la cabeza para mirarlas con el ceño fruncido, y fue ahí cuando se dio cuenta de que
no se estaban riendo de ella. A sus espaldas, Jackson, que había salido de algún lado, tenía un
libro sobre la cabeza y caminaba haciendo movimientos graciosos con las manos. Cuando notó
que Harriet se detuvo, él retiró el libro de la cabeza e imitó la posición de Harriet, incluyendo la
frente arrugada. Ella se dio cuenta de que la estaba imitando.
—Yo no camino así —protestó, fingiéndose ofendida.
El niño sonrió, bajó la mirada en un supuesto gesto de respeto, y respondió:
—Sí lo hace.
Las niñas se volvieron a reír. Harriet, muy a su pesar, también sonrió. No debería apoyar esa
falta de respeto, pero había algo en la carita de Jackson que le hizo imposible enfadarse con él.
Tampoco se molestó con las demás. La escena había disipado el ambiente tenso de hacía unos
minutos, y Harriet recibió la intervención con agrado.
Aunque no pensaba demostrarlo.
—Si él puede hacerlo, vosotras también —indicó—. Tomad vuestros libros, vamos de nuevo.
Se oyó un coro de protestas generales. Aun así, las niñas parecieron más animadas, y
empezaron otra vez. En esta ocasión, Harriet se colocó al lado de cada una y las sostuvo mientras
lograban mantener el equilibro, a la vez que iba dando consejos para conseguirlo.
Hacia el final de la clase, había logrado resultados satisfactorios. O casi.
Harriet se acercó a Cassandra, que se había mantenido al margen, y le entregó un libro.
La niña negó con la cabeza.
Harriet insistió.
—Si ellas pueden, tú también —le dijo, y usó un tono menos brusco que el habitual.
La niña miró con cautela el libro y después a Harriet, quien mantuvo las manos extendidas
con el libro. Al final, la niña lo tomó.
—Vamos, yo te ayudaré.
Poco después, ya a punto de finalizar la clase, varias niñas tenían un libro en la cabeza y
caminaban con desenvoltura por el espacio del salón.
—¿Cree que parezco una dama, señorita Broome? —preguntó Rachel mientras daba vueltas
en círculos, todavía con el libro en la cabeza.
Harriet, recostada en la pared del fondo, se encogió de hombros.
—Quizás, con más práctica...
La niña se rio y empezó a dar vueltas más rápido, hasta que Jaqueline le tiró el libro con la
mano.
—Oye —protestó.
No obstante, apenas se detuvo para enfrentarla se mareó tanto que cayó al suelo.
Todas, incluida Rachel, empezaron a reír.
—Veo que ha sido una clase productiva —dijo la voz del reverendo desde la puerta.
De inmediato, todas las niñas se callaron.
Harriet se acercó a él con una sonrisa burlona.
—Por lo visto —le susurró con socarronería—, no solo tus sermones son capaces de acabar
con la diversión. Tu presencia también.
Gideon ignoró el comentario. Estaba muy contento por saber que la clase había ido bien y
porque las niñas estuvieran felices. Nada podría enfadarlo ese día, pues todo eso indicaba que sus
pálpitos sobre Harriet no eran erróneos, aunque ella se empeñara en mostrar lo contrario.
—Hemos aprendido a caminar como damas —informó Mary con entusiasmo, como si fuera
menester que el vicario lo supiera.
—Ya veo. Ha resultado ser buena maestra, señorita Broome.
—Soy buena en todo lo que hago, reverendo.
—¿Me permite que la acompañe a casa?
Extrañada, Harriet iba a decir que no. No lo veía conveniente después de aquel beso, y no
porque ella creyera que hubiera sido importante o porque fuera una cobarde, simplemente... no
quería que él se ilusionara.
Sí, eso era. Había que mantener las distancias.
—Reverendo, ha regresado —dijo la señorita Wilson entrando en el salón. El gesto adusto,
por lo visto, solo era reservado para Harriet, porque con él sonreía como una tonta—. Yo estaba
a punto de irme a mi casa.
No sabía si él había entendido la indirecta, pero Harriet sí, y como se había portado tan mal
con ella desde que había llegado, decidió darle una lección.
—Nosotros también nos íbamos, ¿verdad... Gideon?
El uso de su nombre fue una idea que se le ocurrió en el último momento, pero valió la pena
cuando vio que la señorita Wilson arrugaba el ceño.
Ignoró el gesto de sorpresa del reverendo.
—Sí. Hasta pronto, niñas.
—Nos vemos el miércoles —añadió Harriet.
Cuando pasó al lado de la señorita Wilson, le dedicó una sonrisa inocente y tomó el brazo del
reverendo.
Esperaba que ese paseo no fuera contraproducente.
Capítulo 7

Salió del orfanato del brazo del reverendo, y solo por mantener las apariencias, no se soltó de
inmediato.
—¿No vas a comentarme nada más acerca del día de hoy? —le preguntó él cuando iniciaron
el recorrido.
—¿Cómo qué? —respondió distraída, pensando en cómo zafarse de su brazo de forma
disimulada. Estar tan cerca de él le provocaba un cosquilleo similar a cuando la había besado, y
eso la asustaba.
—¿Te han agradado las niñas?
—Supongo.
—¿Cómo te sentiste al dar clase?
Ella lo pensó un momento.
No encontraba una palabra adecuada que expresara lo que había sentido. En ese momento, era
una mezcla de emociones. Por un lado, la típica satisfacción que llegaba cuando se hacía algo
bien o se conseguía un objetivo. Por otro, la empatía hacia las niñas y un ridículo deseo de
continuar con ese proyecto. No esperó nunca que le fuera a gustar participar en semejante idea. A
lo mejor simplemente quería seguir allí porque lo había hecho tan bien que les sería difícil
conseguir a alguien tan bueno como ella para un plan semejante.
Sí, eso debía de ser.
Decidió responderle al reverendo con un encogimiento de hombros.
—¿Podrías ser más específica?
—Tal vez no quiera compartirlo con us... contigo —respondió. Supuso que, si ya había
empezado a llamarlo por su nombre, causaría extrañeza regresar al trato formal.
—¿No quieres compartirlo conmigo, o no quieres compartirlo con nadie? ¿Hay alguna razón
por la que tu experiencia deba ser un secreto de la Corona? —preguntó con una sonrisa.
Como toda respuesta, Harriet volvió a encogerse de hombros.
Gideon se rio.
—Al menos dime si vas a volver.
—¿Por qué no lo haría? Tengo palabra. Aunque me gustaría acordar por cuánto tiempo daría
estas clases.
Ahora fue él quien se encogió de hombros, como si eso fuera irrelevante.
—Todo el que quieras. Me gustaría que fuera un tiempo largo. Y ya que pareces más
dispuesta a colaborar con los pobres, me preguntaba si...
—No —interrumpió Harriet.
—No sabes qué te voy a proponer.
—No me es difícil imaginar que se trata de otra cosa relacionada con acciones benéficas al
orfanato. Ya has conseguido que dé clases, ¿qué más quieres de mí?
Gideon contuvo la sonrisa ante su tono. Parecía una niña que acababa de terminar toda su
tarea y, de pronto, le hubieran puesto otra hoja de ejercicios frente a ella.
—Solo iba a decir que la semana que viene es Navidad. Lady Marjorie y yo tenemos la
costumbre de entregarle a los niños algunos presentes, quizás broches y lazos para las niñas y
zapatos para los niños. También hacemos un gran almuerzo. A lo mejor podrías acompañarnos.
Lentamente, Harriet se zafó se su brazo y fingió pensarlo, aunque su atención estaba centrada
en el rostro que la observaba con algo que se asemejaba a la ternura.
Nunca nadie la había mirado así, y el efecto que eso tuvo en ella la desconcentró.
—Insisto en que no entiendo tu empeño por arrastrarme a actos caritativos —dijo después de
un rato—. ¿Qué pretendes conseguir? ¿Volverme una buena persona? Pierdes el tiempo.
—¿Te consideras a ti misma una mala persona, Harriet? —preguntó con curiosidad.
Ella se tensó.
—Claro que no, pero no me interesa hacer méritos para ser ascendida a santa. Tengo una
perspectiva muy clara de la vida y las clases sociales, pater, y nada de lo que hagas me va a
hacer cambiar de opinión.
Estaba a la defensiva y Gideon lo notó, por lo que decidió ir con más cuidado.
Ella no podía engañarlo. Harriet alzaba ante todos una fachada de indiferencia y soberbia,
pero él podía observar las emociones que había tras sus ojos. Las había visto cuando le preguntó
qué había sentido al dar clases, y estaba seguro de que aparecían con frecuencia, pero, poco
alentadas, no tenían motivos para mostrarse en todo su esplendor. Gideon haría que las mostrara.
No pretendía crear una santa, pues dudaba que alguien como ella lograra tal grado de
devoción hacia los menos afortunados, pero le mostraría otra perspectiva de ella misma que, en
el fondo, estaba deseando conocer.
—Solo consideraba que sería una buena ocasión para volver a mostrarle a todos lo bonita que
eres —le dijo, esperando que esa carta surtiera efecto.
—Ya conozco ese truco, pater. No funcionará. Creo que será mejor que nos separemos aquí.
—Se detuvo en medio de la plaza, justo donde la última vez se había separado, furiosa, de él.
Él fingió que su respuesta no le afectaba.
—Como quieras. Pero si cambias de opinión, puedes pasarte alrededor de las once por el
orfanato el día de Navidad.
Harriet hizo un seco asentimiento de cabeza y empezó a caminar.
—Harriet. —La detuvo. Ella solo giró la cabeza para observarlo—. No tiene nada de especial
admitir que te ha gustado dar clases. —Le guiñó un ojo—. Te prometo que nadie te considerará
un ángel por eso, pero quizás yo empiece a ver otra Harriet igual de interesante que esta, y tú
empieces a tener una perspectiva mejor de ti misma.
Tras esa enigmática frase, él se marchó.
Harriet se negó a pensar en qué había querido decir durante el camino a casa, pero cuando
llegó a su habitación, no pudo posponer más el debate interior.
¿Mejorar su perspectiva sobre ella misma? Dudaba de que eso fuera posible. Ella tenía una
muy buena visión de sí misma y el comentario del reveren... Gideon —ahora tenía que
acostumbrarse a llamarlo así— le había parecido fuera de lugar. Por otra parte, la frase «quizás
yo empiece a ver a otra Harriet igual de interesante que esta» le causaba igual o más inquietud
que la otra. Aunque inquietud tal vez no fuera la palabra adecuada para describir lo que
experimentó cuando le escuchó decirlo, más bien... ¿regocijo?
No, eso no era posible. ¿Regocijo de qué? Ella solo se regocijaba cuando alguien le decía que
era bonita o alababa otra de sus virtudes, y estaba segura que eso no sonaba como un halago
propiamente dicho, aunque parecía que para él sí lo era.
Con un bufido, se dejó caer sobre la cama y miró al techo.
«Estúpido pater», pensó. Tenía una gran capacidad para hacerle perder el tiempo pensando en
cosas sin sentido.
«Y también para hacerte sentir cosas sin sentido», le dijo una voz en su interior.
Harriet, a regañadientes, le dio la razón a su fastidiosa mente.

***

La siguiente clase fue igual de productiva que la anterior, pero menos conflictiva. Aprender
cómo sentarse correctamente fue un reto menor que hacerlas caminar, aunque requirió su trabajo.
Algunas alumnas, como Samantha, tenían la manía de sentarse como si el respaldo de los
asientos fuera solo un ornamento, pues se inclinaban tanto hacia delante que no sabía cómo no se
caían. Por suerte, no era una costumbre difícil de erradicar: bastaron una mirada severa y
hacerles repetir el proceso de sentarse unas diez veces a cada una.
Cuando la clase estaba por terminar, todas se encontraban sentadas correctamente, a pesar de
las visibles ganas de romper con la postura.
—Esto es incómodo —protestó Samantha.
—Cuando te acostumbres, dejará de serlo —le respondió Harriet, quitándole importancia con
un gesto de manos—. Y para acostumbrarse a algo, es necesario practicarlo, así que no quiero
volver a veros sentadas de forma incorrecta.
Consideró ir al almuerzo de Navidad solo para asegurarse de que seguían sus consejos.
—Ser mujer es difícil —dijo Jackson, quien, a pesar de haber estado presente toda la clase, se
encontraba sentado de la manera más incorrecta posible. Incluso le había dado la vuelta a la silla
y estaba sentado de forma que podía apoyar la barbilla en el respaldar.
Harriet lo había reprendido en algunas ocasiones, pero el niño había asegurado que no estaba
en la obligación de aprender. Al parecer, el chico tímido que conoció el primer día había dejado
de lado la tristeza para empezar a ser un fastidioso niño normal.
—¿No tienes mejores cosas que hacer que quedarte en una clase que no piensas tomar en
cuenta para nada? —le preguntó.
Él sonrió.
—Nada es más interesante que verla a usted —le respondió con el tono típico de un
conquistador.
—¡Así que has resultado ser un bribón! —exclamó con una ceja arqueada. De inmediato, se
giró hacia las niñas, quienes habían aprovechado su distracción para encorvarse. Tuvieron que
enderezarse de inmediato—. Escuchad, niñas: si algún día os topáis con un zalamero como este,
no le aceptéis ni una salida a la plaza sin una carabina adecuada. Son de los que acaban con la
reputación de una señorita en un parpadeo. Tampoco los dejéis acercarse mucho hasta que
firmen los papeles en la vicaría.
—La señorita Glade nos dice que no somos señoritas adecuadas para el matrimonio —
comentó Louisa—. Asegura que nadie querrá a unas huérfanas que no tienen nada que ofrecer y
que a lo máximo que podemos aspirar es a algún lacayo o sirviente, y que, para eso, mejor no nos
casemos.
Aunque no tenía nada que ver con ella ni era propio de su personalidad, Harriet se sintió un
poco ofendida en nombre de las niñas. Alguien debería reconsiderar la permanencia de esa
señorita Glade en el orfanato. En lo único que podía darle la razón hasta el momento, era en que
no valía la pena casarse con alguien completamente pobre.
—Yo no tomaría demasiado en serio los consejos de la señorita Glade —respondió con un
desdén que la sorprendió.
Estaba segura de que si entraba alguien en ese momento, se armaría una gran discusión por lo
que acababa de decir. Sobre todo si la que entraba era la famosa señorita Glade, aunque había
más probabilidades de que fuera la señorita Wilson.
Por Gideon no se preocupaba. No creía que supiera de los comentarios de la maestra, o habría
tomado alguna acción al respecto.
Harriet se asombró un poco por la confianza que le tenía, pero le restó importancia. Era lógico
que no apoyaría algo así, y si lo hacía, ella se encargaría de darle un verdadero sermón.
«¿Por qué lo harías? A ti no te interesan los pobres», le recordó la parte sensata de la cabeza.
Era verdad. No era su asunto que esa profesora estuviera destrozando las ilusiones de las
niñas a tan temprana edad. Si lo pensaba con objetividad, a lo mejor tenía razón. Ningún
caballero respetable o con un mínimo de recursos se comprometería con una huérfana; menos
aún con una que trabajaban desde los catorce años, según le había dicho Gideon.
La extraña amargura que le producía ese hecho le hizo tragar saliva. Observó a Rachel, que
tenía trece, y se la imaginó en un año como doncella en alguna casa. A lo máximo que podría
aspirar sería a ascender. Eso no dejaba posibilidades para casi nada. Todas esas jóvenes, que
seguían ilusionadas sus clases, tendrían un futuro terrible.
A menos que...
De pronto, Harriet se preguntó qué pasaría si las dejaran quedarse en el orfanato unos años
más, por lo menos hasta los dieciséis o diecisiete. No serían sometidas a una vida tan dura desde
tan tierna edad, y, a lo mejor, si se las educaba mejor, podrían conseguir un buen esposo que las
liberara del terrible destino de trabajar.
La idea empezó a formarse en su cabeza. Fue imposible detenerla. De repente, su concepción
de que los pobres eran pobres por designio divino y no había nada que hacer al respecto no tuvo
suficientes bases, y se preguntó qué pasaría si se les daba la oportunidad de tener otra vida.
—La señorita Glade no lo dice con mala intención —dijo Anne. O Mary. Harriet aún no las
distinguía—.Simplemente no quiere que suframos por tener falsas expectativas. Ayer nos insistió
en que no debemos aspirar a una vida mejor de la que nos ha tocado.
—Quizás —susurró Harriet, más para sí misma que para las demás—, en lugar de matar
ilusiones, alguien debería preguntarse cómo daros una mejor vida.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Samantha.
Harriet negó con la cabeza.
—Nada —respondió.
Miró a Jackson, que estaba muy atento a la conversación, y se preguntó si no habría que hacer
algo con los niños también.
Lo pensaría luego. Por el momento, tenía una propuesta que llevarle al reverendo.
Capítulo 8

—¡¿Que quieres hacer qué?!


El grito atónito de Gideon resonó con fuerza gracias a la acústica de la iglesia.
Harriet no se inmutó.
—Quiero que dejen a las niñas en el orfanato como mínimo hasta los diecisiete años, y que se
las eduque para que su principal objetivo sea conseguir un buen marido que las libere de las
cadenas del trabajo —repitió Harriet con paciencia; al parecer, indiferente a la estupefacción de
Gideon—. También deberían despedir a la señorita Glade.
Si alguien quisiera pintar la incredulidad, el rostro de Gideon sería un buen modelo. El
reverendo tenía la mandíbula desencajada y los ojos abiertos observaban a Harriet como si fuera
un ente sobrenatural.
Si no lo era, la exigencia que le estaba haciendo sí que era de otro mundo.
—Harriet, temo que eso no...
—Con los niños también deberíamos hacer algo —interrumpió, nada dispuesta a aceptar una
negativa—. Comprendo que buscar esposa no sería lógico, pero al menos deberían mantenerlos
en el orfanato hasta los quince. A esa edad serían más capaces de ingeniárselas para salir
adelante.
—Harriet, todo lo que pides es imposible.
Ella se colocó los brazos en la cintura y lo miró con desafío.
—¿Por qué? Te has pasado las últimas semanas dándome sermones sobre los más
necesitados, que es nuestro deber ayudarlos, y me has perseguido hasta el hartazgo para que
colabore. Ahora se me ha ocurrido una buena idea ¿y dices que es imposible? No comprendo,
Gideon. ¿Dónde ha quedado tu solidaridad?
—A mí me gusta la idea —comentó una voz femenina tras ellos.
Harriet observó como lady Marjorie se acercaba. No la había visto antes porque estaba al
fondo, cerca del altar, y cuando ella había entrado su instinto la había guiado directamente a
Gideon.
El reverendo miró a una y luego a otra como si hubieran perdido la cordura.
—Lady Marjorie, comprenderá usted que no es un proyecto factible. El orfanato apenas se
mantiene con las donaciones anuales que hacen los benefactores. Sostener a los niños y niñas por
tres años más supondría un gran gasto. Además, mantendrían ocupado por más tiempo un
espacio que puede que se necesite. El orfanato casi siempre está al límite de su capacidad.
Harriet no dejó que lady Marjorie se lo pensara. Volvió a acribillar al reverendo con palabras.
—Entonces, ¿crees que es preferible lanzarlos a la calle cuando son poco más que niños? —
acusó.
—No he dicho eso. Sucede que...
—Si es por los benefactores —volvió a interrumpir Harriet—, se puede solucionar. ¿Por qué
no convences a tu hermano de dar una suma más considerada al orfanato cada año? No puede ser
tan difícil. Es solo cuestión de que prepare uno de tus infinitos sermones. Con un algo de suerte,
lo dejarás tan somnoliento que te firmará una letra de cambio solo para sacarte de su casa.
Gideon solo tuvo tiempo de arrugar el ceño con disgusto antes de que Harriet se girara hacia
lady Marjorie.
—¿Quiénes son los otros benefactores?
—El mayor benefactor es el duque de Alridge —respondió la dama, que tenía una pequeña
sonrisa bailando en los labios.
—¿El tío de Tess? Bien, yo puedo ir a hablar con él y plantearle la idea para que aumente sus
donativos. También puedo intentar convencer a mi padre de que colabore.
—El señor Broome no me dio la impresión de ser un hombre caritativo —comentó Gideon.
De hecho, el señor Broome guardaba bastante parecido con Harriet en ese aspecto. Las veces
que Gideon había conversado con él, no mostró mucho interés en los pobres ni en las obras de
caridad. Le aseguró que cada quien estaba en el lugar que merecía, y, al igual que Archie, parecía
muy precavido invirtiendo su dinero.
—No lo es —admitió ella. Parecía pensativa, como si considerara qué tan bueno sería
comprometerse a conseguir que su padre hiciera una donación. Al final debió concluir que nada
era imposible, porque, con determinación, dijo—: Pero yo soy muy persuasiva. Lo convenceré.
Gideon reemplazaría la palabra «persuasiva» por «insistente». Dudaba que su manera de
convencer implica argumentos lógicos; más bien daba la impresión de que perseguiría a su padre
hasta que le dijera que sí.
También suponía que lo perseguiría a él.
Que Dios lo ayudase.
—Sobre el espacio, seguramente se podrá solucionar. ¿Cuántos niños pueden quedar
huérfanos en un pueblo tan pequeño?
—Calculando un poco el ingreso de niños que hay cada año, no creo que el espacio sea un
problema —intervino lady Marjorie, con ese tono conciliador tan propio de ella—. Me gusta su
idea, señorita Broome. Estoy en contra del trabajo a tan temprana edad. Especialmente el de las
niñas. Al igual que las jóvenes de la nobleza, deberían poder aspirar a un buen marido.
Harriet asintió y se volvió a Gideon.
De pronto parecía muy cansado.
—¿Alguna otra objeción?
—Sí —respondió. Miró a ambas damas e intentó calmarse para poder hacerlas entrar en razón
—. Puedo apoyar lo de dejar a los niños unos años más en el orfanato, pues eso podría mejorar
su preparación, pero no creo que educar a las niñas para conseguir marido sea buena idea.
—¿Por qué no? —inquirió, enfadada. Todavía tenía los brazos en la cintura, y exudaba tanta
energía por los poros que la postura era verdaderamente amenazante viniendo de ella.
—Harriet, son huérfanas. No podemos meter en su cabeza que su único objetivo en la vida
debe ser conseguir esposo. ¿Qué sucedería si no lo hallaran?
Ella lo miró como si se sintiera traicionada.
Gideon tragó saliva. No creía haber dicho nada malo.
—Suenas como la señorita Glade —acusó. Él no pensaba preguntar todavía qué tenía que ver
la señorita Glade en esa discusión—. No entiendo para qué te has molestado en intentar
convencerme de que los pobres también tienen sueños, que merecen una oportunidad y tantas
otras cosas similares si en el fondo no tienes ninguna esperanza puesta en ellos.
Gideon palideció.
—Estás tergiversando mis palabras. Yo creo en sus capacidades, lo único es que no considero
que sea primordial inculcar la búsqueda de esposo. ¿Acaso piensas que las mujeres no pueden
trabajar?
—¡Claro que pueden! Pero los trabajos que la sociedad les ofrece a las mujeres, sobre todo a
las pobres, son indignos.
Marjorie asintió enérgicamente para mostrarse de acuerdo con su afirmación.
—No soy indignos.
—Lo son y lo sabes —insistió—. Si no pueden aspirar a mucho, mejor que se busquen a un
esposo. Uno que las mantenga —añadió, como si fuera necesario que eso quedara claro—.
Estuve pensando y creo que, si se las educa bien, podrían llegar a ser señoritas respetables que,
aunque no tuvieran dote, podrían conseguir buenos partidos. Por supuesto, para que esto suceda
habrá que empezar a fomentar el contacto con caballeros cuando cumplan los dieciséis. El
orfanato deberá organizar cada seis meses un baile en donde...
—¿Baile? —Ante cada palabra de ella, su incredulidad aumentaba.
—¿Cómo si no conocerán a caballeros respetables? —rebatió. Se giró hacia lady Marjorie
para buscar apoyo—. ¿Usted qué cree?
Lady Marjorie, quien no había intervenido porque consideraba que estaban demasiado
absortos el uno en el otro como para prestarle atención, detuvo sus pensamientos, que empezaban
a ir por otro lado.
—¡Me parece una idea maravillosa! Y a usted también debería parecérselo, reverendo. Estará
de acuerdo conmigo en que las niñas merecen abstraerse de su dura realidad. Es decir; procurar
en ellas una sensación de normalidad que les permita quitarse la etiqueta de malaventuranza.
Nada me parece más adecuado para este propósito que animarlas a preocuparse de naderías como
qué cintas usar para asistir a un baile. Con independencia del éxito o el fracaso entre los solteros
elegibles, se habrían divertido de lo lindo, y la felicidad de las muchachas en esta situación no
tiene precio. —Le sonrió satisfecha al reverendo y se giró para mirar a Harriet—. Por otro lado, y
en el caso de que un caballero sí estuviera interesado, tendríamos que escoger los días de visita y
acondicionar algunas zonas del orfanato para tal desempeño.
Harriet asintió enfáticamente, contenta porque alguien la entendiera.
—Así es.
—Es una propuesta excelente y muy generosa. E insisto en que usted, reverendo, debería no
ya estar de acuerdo, sino enorgullecerse del papel que ha desempeñado. Si es cierto lo que la
señorita Broome le achacaba hace unos minutos, usted y sus sermones inspiraron en ella esta
inquietud hacia el futuro de las niñas. Su intervención ha sido crucial, y muy de agradecer. —Le
sonrió de nuevo al reverendo, que la miraba suplicante para que no apoyara la idea—. Sin
embargo, señorita Broome, creo también que debemos ser precavidas. Todas las muchachas son
entrañables a su manera, pero los caballeros no siempre aprecian estos rasgos del carácter;
debemos pensar también en las que no serán bendecidas con una propuesta matrimonial.
Harriet asintió.
—Lo sé. Supongo que siempre habrá algunas desafortunadas que tendrán que trabajar,
después de todo. —Se encogió de hombros—. Pero al menos se podrá decir que se hizo algo para
salvarlas de ese destino.
Al ver que el reverendo iba a replicar, lady Marjorie intervino:
—Además; si pasan más años en el orfanato, estarán más preparadas y podrán conseguir un
trabajo de mayor calidad. Sería más fácil que las contrataran como maestras, damas de compañía
o doncellas. Creo, reverendo, que debería plantearse con seriedad tan estupenda propuesta antes
de rechazarla categóricamente.
«Como si ella fuera a dejar que la rechazara», pensó Gideon, deseando sentarse.
Tenía el presentimiento de que perdería el equilibrio si Harriet seguía mencionando ideas
igual de novedosas.
Estuvo a punto de reírse por el giro que había tomado la situación y lo irónica que resultaba.
Él había esperado que Harriet se volviera una persona más empática con los menos afortunados y
demostrara el lado noble de su personalidad. Sin embargo, nunca esperó un cambio de bando tan
brusco; mucho menos imaginó que saliera con una idea semejante para que los niños tuvieran
una mejor vida.
Matrimonio...
Solo ella podía darle una perspectiva tan original a la caridad.
—Tengo una lección que impartir —anunció lady Marjorie—. Si me disculpan...
Ellos asintieron, pero no le dieron una despedida formal. Estaban ocupados retándose con la
mirada, así que se marchó pasando desapercibida.
—¿Y bien? —preguntó Harriet con impaciencia—. ¿Vas a apoyar el proyecto?
—¿Qué pasaría si no lo hiciera? —replicó él, solo por provocarla.
Ella dio un paso hacia adelante que los dejó muy cerca. Tan cerca que el olor a vainilla le
inundó las fosas nasales y consiguió dejarlo incluso más mareado.
Si ella se acercaba un poco más, Gideon no dudaba que diría que sí a todo lo que le pidiera.
—Supongo que tendría que encargarme de todo con lady Marjorie. También me
decepcionarías mucho. Tus discursos sobre igualdad, caridad y todas las palabras con las que
duermes a la gente serían solo mentiras.
De todo lo que dijo, Gideon se concentró en la oración donde afirmaba que la decepcionaría.
Para que se sintiera decepcionada, primero tendría que haber desarrollado cierto respeto hacia su
persona, y eso le aceleró el pulso.
¿Harriet le tenía respeto?
No era algo que hubiera esperado de una persona que se dormía en la misa. Le sorprendía,
pero aún más le gratificaba. Muchas personas en ese pueblo lo respetaban y creían en él; sin
embargo, que Harriet lo hiciera, lo volvía todo muy especial. A lo mejor porque jamás había
esperado algo semejante de ella, y no se había preparado para el efecto que causaría en él esa
revelación indirecta.
—Voy a pensarlo —prometió, su voz llena de dulzura.
En el fondo, estaba orgulloso de ese cambio en ella. No se había equivocado. A su manera,
Harriet era buena persona.
Pero muy a su manera.
Al ver que no era una respuesta que la hubiera dejado conforme, añadió:
—Hay muchas cosas a considerar, y quizás sea necesario estructurar mejor el plan. Dame
unos días.
Ella terminó asintiendo.
—Quiero una respuesta para la cena de Nochebuena. —Apuntó su pecho con un dedo—. Si es
negativa, comenzaré yo el proyecto.
Gideon tomó la mano que lo apuntaba y la encerró entre las suyas, haciéndole una ligera
caricia sobre el dorso para tranquilizarla.
—No lo dudo. Pero respóndeme algo: ¿qué tan comprometida estás con este proyecto? Hasta
donde sé, planeas regresar a Londres en febrero para buscar a un lord que se case contigo. ¿Qué
pasará entonces? Dudo que vayas a regresar después.
Harriet se mostró sorprendida.
No lo había pensado. Y no podría pensarlo mientras él siguiera acariciando de esa manera su
mano. Su caricia ejercía sobre ella un efecto sedante, y solo sentía el lugar en el que su piel
estaba en contacto con la de él.
El recuerdo del beso llegó sin ser invocado de forma consciente, y Harriet terminó observando
sus labios.
—A lo mejor tú también deberías pensarlo —susurró él, su voz un poco más ronca que antes.
Ella apenas lo notó. Debería romper el contacto, pero no quería hacerlo. Le gustaba estar
sumergida en ese embrujo. Se sentía cómoda, segura.
—A menos que... pienses en quedarte. ¿No hay nada que pueda retenerte aquí?
La negativa murió en los labios de Harriet cuando lo miró a los ojos. Si sus manos la
calmaban, sus ojos le robaban las palabras. De alguna manera sintió que, si decía que no en ese
momento, estaría diciendo la mayor mentira de su vida.
Él se inclinó hacia ella y Harriet deseó besarlo. Quiso ponerse de puntillas y asaltar su boca,
ya que él parecía dudar. Deseó experimentar de nuevo las sensaciones sentidas en la biblioteca.
Y eso la asustó como no la había asustado nada en su vida.
—No —susurró, y rompió el contacto antes de perder la compostura.
Ambos supieron que la negativa no era una repuesta a su pregunta.
Harriet lo miró unos segundos más antes de salir de allí con la misma prisa con la que había
llegado.
Gideon se dejó caer en uno de los asientos y suspiró.
Tanto ella como él tenían muchas otras cosas en las que pensar.
Capítulo 9

La casa de los Corbyn estaba mejor decorada que las Navidades anteriores, o, mejor dicho,
estaba decorada a diferencia de los años anteriores. Árboles de hojas perennes, hiedra y
muérdago colgaban de las paredes, los techos y los marcos de las puertas, mientras que las ramas
de acebo adornaban los alfeizares de las ventanas. Gideon solo pudo sorprenderse por cómo el
matrimonio había influido positivamente en su avaro hermano.
Cuando entró al salón, toda la familia ya estaba reunida a excepción de los menores, que
debían de estar en alguna otra parte de la casa haciendo alguna travesura. Gideon saludó a todos
afectivamente, y sus ojos se detuvieron más tiempo de lo debido en Harriet, quien, sentada al
lado de su hermana. Llevaba un vestido precioso de color verde y una sonrisa calculadora.
—Reverendo, tengo buenas noticias.
Gideon se preguntó si el trato formal se debía a la presencia de todos los familiares o había
otra razón que la impulsara a mantener las distancias.
—He convencido a su hermano de hacer donativos más generosos al orfanato.
Abrió los ojos con sorpresa y se giró hacia Archie. Este no tenía una expresión muy amigable.
Parecía que todavía estuviera asimilando que lo habían obligado a dar dinero a un orfanato.
—Nunca hay que perder la fe en los milagros. ¿Puedo saber cómo lo ha convencido, señorita
Broome, o es un truco confidencial?
—Confidencial. También mi padre hará donativos anuales —informó.
Miró entonces al señor Broome, que tenía una cara igual o más enfurruñada que la de Archie.
Además, observaba a Gideon con enfado, como si él fuera el culpable de que su hija lo hubiera
involucrado en eso.
Se contuvo para no reír. Lo mejor sería no preguntar más acerca de los métodos utilizados.
Conociendo a Harriet, seguramente se hubiera valido de artimañas poco morales.
—Al único que no he logrado convencer es al señor Raven —continuó ella, señalando a un
silencioso invitado.
Apuntarlo para su presentación había estado de más, puesto que Gideon conocía a Vance
Raven desde la tierna infancia. Debido a las temporadas que pasaba en la casa de los Corbyn y a
su estrecha amistad con Archie, Raven se había convertido en un miembro más de la familia.
Gideon era el primero que le profesaba un afecto sincero. Cuando uno sabía de su buen corazón
y la brillantez con la que abordaba desde una pieza de Mozart hasta una conversación sobre un
asunto sórdido, resultaba fácil pasar por alto su implacable temperamento. Aunque al principio le
había molestado que burlara con sus indecencias el perfil de buen cristiano —y más aún sus
punzantes ironías—, Gideon había terminado apreciando su inteligente sentido del humor. Con él
había mantenido las discusiones más acaloradas sobre la religión, entre otros temas politizados,
hasta la llegada de Harriet.
—El señor Raven no me ha prestado atención en toda la noche. Creo que aún está dolido
porque rechacé sus avances de cortejo hace unos meses.
Raven, que parecía llevar toda la noche abstraído en sus pensamientos, logró escucharla por
obra de algún milagro y replicó:
—Por supuesto, querida mía. Aún la llevo en mis pensamientos.
Harriet aprovechó para insistir una vez más.
—¿Y no podría apartarme un segundo de sus pensamientos para darle una pensada a los
pobres huérfanos?
Raven no se vio remotamente tentado y contestó con una dulzura condescendiente.
—Imposible. Ha conquistado usted mi mente de tal modo que, para poder pensar en algo
distinto a sus encantos, necesitaría una nueva cabeza.
—No necesita ni una nueva cabeza ni una antigua para colaborar con el orfanato. Solo una
bolsa de monedas.
Raven le replicó con toda naturalidad.
—Claro que necesitaría una mente funcional, señorita Broome: tendría que contar las
mencionadas monedas, y yo lo único que cuento son los minutos que me quedan para volver a
verla.
Gideon frunció el ceño, un tanto molesto por su actitud durante la conversación. Estaba
familiarizado con su carácter zalamero, y, gracias a lo que se comentaba entre las mujeres que ya
lo habían conocido, también con el revuelo que causaba entre faldas. Era de esos hombres
atractivos como el demonio; tan aterradoramente atrayentes como la oscuridad. Si se lo proponía,
podría tener a cualquier dama a sus pies. Y, lo que era más, sabía que había intentado seducir a
Harriet. Solo para sacar a Archie de un apuro, sí —para que Harriet se enamorara de él y
rompiera un compromiso que el señor Broome había concertado entre su hermano y ella,
valiéndose de que su hermano estaba muy borracho la noche en que se lo propuso—, pero no
pudo evitar cuestionarse si, al final, no habría quedado encandilado de la señorita Broome.
—Esta niña es un encanto, Gideon —comentó la señora Corbyn, rompiendo el hilo de los
pensamientos de Gideon. Él supuso que había tardado demasiado en intervenir—. ¡Cómo se
preocupa por los pobres! Tiene mucho en común contigo.
A su lado, Zelda tosió. Fue evidente que quería disimular una carcajada.
Gideon también quiso sonreír, pero la vergüenza por las impertinencias de su madre fue
mayor. Volvió a mirar a Harriet, que ignoró deliberadamente el comentario; así como al parecer
tenía intención de ignorar lo sucedido en la iglesia, o quizás fuera mejor decir que tenía intención
de olvidarlo. Hasta el momento no había mostrado ninguna señal, ningún sentimiento en sus ojos
que le indicara que recordaba el momento y que le gustaría hablarlo con él.
El trato formal había sido la indirecta final. Era mejor mantener las distancias.
Lo del día anterior no había sucedido, y el beso de semanas antes, tampoco.
Quiso suspirar para mostrar su decepción. Ojalá le fuera a él igual de fácil de olvidarlo. Se
había pasado varios días reflexionando y había llegado a la conclusión de que la atracción que
ella le generaba no solo era nueva y poderosa, sino que había que llevarla con cuidado. Gideon
era sensato y realista. Ilusionarse con una mujer tan especial como Harriet no era conveniente.
Ella tenía objetivos muy claros y él no entraba en su prototipo de hombre.
«Aunque está cambiando...».
No podía dejar de recordar ese pequeño detalle, que despertaba la esperanza innata de cada
ser humano.
Aun así, iría con cuidado.
—¿Ya vamos a cenar? Tengo mucha hambre —dijo Bernadette desde la entrada.
Daniel estaba a su lado.
—Sí —respondió Archie, un poco menos malhumorado—. Vamos.
La cena transcurrió todo lo calmada que podía transcurrir con dos adolescentes de doce y
diecisiete años hablando sin parar, y con la señora Corbyn lanzando continuamente indirectas
sobre el matrimonio y lo mucho que le agradaba Harriet por haber propuesto un cambio tan
novedoso en el orfanato. La aludida sonreía a los halagos, pero se abstenía de responder porque
tenía muy claro que cualquier palabra que saliera de su boca podía ser usada en su contra.
Gideon no le quitó los ojos de encima durante la cena, y, de vez en cuando, sus miradas se
encontraban, pero Harriet la desviaba de inmediato.
Sí, lo mejor era mantener cualquier sentimiento a raya.
Después de la cena, la familia se reunió en el salón al abrigo del fuego, pero Gideon se
desplazó al salón continuo y se acercó al balcón. Abrió un poco las ventanas para que el aire frío
lo refrescara y se recostó de costado en las puertas, mirando a través del vidrio la noche oscura y
sin luna.
—Tenemos que hablar —dijo alguien tras él.
Gideon ladeó la cabeza lentamente y esbozó con esfuerzo una sonrisa para Harriet.
—Te escucho.
—¿Vas a apoyar el proyecto, Gideon?
Debió haber supuesto que no iba a querer hablar de otra cosa.
Al menos había vuelto a llamarlo por su nombre.
—¿Qué tan en serio te lo vas tomar?
—Yo siempre me tomo las cosas en serio —replicó.
—Entonces, ¿no vas a regresar a Londres?
—Claro que voy a regresar. Pero dejaré el proyecto en marcha, y cuando me consiga un
esposo rico, haré donativos al orfanato.
Las palabras se aglomeraron hasta que consiguieron asestarle en el pecho un golpe que lo dejó
sin aliento. Parecía que Dios quisiera ratificarle lo que él mismo había pensado hacía solo unos
minutos.
«No pasa nada», se dijo. Todo era confuso porque era nuevo, pero ya pasaría. Como le dijo
Astrid una vez, había cosas que simplemente no podían ser.
—Es muy generoso de tu parte.
No había sido su intención ser sarcástico, pero se había colado un poco de ironía en el
comentario. Por suerte, como Gideon no estaba acostumbrado a hacer comentarios con esa
intención, Harriet no lo notó.
—Así es. En enero me encargaré de planificar con lady Marjorie las que serían las clases que
se deben dar, desde que nivel deben impartirse y qué conocimientos deben tener las maestras que
trabajen allí. Deberíamos conseguir más maestras, por cierto. También considero que se le deben
enseñar a los niños otros oficios, y...
Ella siguió hablando, pero Gideon no la escuchaba. Solo podía mirarla y detallar sus gestos, la
forma en que se movían sus manos mientras explicaba con pasión lo que tenía planeado. Se lo
estaba tomando en serio, de eso no había duda, solo que tampoco le importaba lo suficiente para
quedarse y participar ella misma en el proyecto. Conociéndola, Gideon supuso que creía que el
solo hecho de haber propuesto un cambio tan novedoso y favorable para los niños sería
suficiente para convencerse a sí misma de que había hecho una gran acción y marcharse con la
conciencia tranquila.
«Todavía no ha comprendido que todo va un poco más allá», pensó él.
Se lo perdonó. Un cambio tan brusco no se podía dar de un día para otro.
—¿Y bien? —apuró—. ¿Vas a apoyar el proyecto?
—¿Para qué me necesitas exactamente?
Ella lo miró con impaciencia.
—Eres uno de los que se encarga de ese orfanato. Necesito que, junto con lady Marjorie,
convenzas a los que están ahí de que es una buena idea. Tu influencia en el pueblo también
podría servir de algo en algún momento. No creo que consigas convencer a la señorita Glade,
pero dile que no intervenga. Respecto a la señorita Wilson, estoy segura de que solo necesitarás
hablar con ella para que se ponga de nuestra parte.
—¿Por qué no te agrada Lilibeth? —le preguntó al notar el desdén con el que pronunciaba su
nombre.
—¿No es suficiente con que se vista horrible?
—No —dijo con seriedad—. Lilibeth es una mujer muy noble y merece respeto.
Harriet se sintió incómoda ante la mirada de él. No estaba su calidez habitual y la reprendía
por manifestarse en contra de la señorita Wilson. A Harriet le fastidió que siempre la defendiera,
pero no era solo eso. No le gustaba esa repentina distancia que se había formado entre ellos.
Distancia a la que ella había contribuido.
Desde el repentino acercamiento en la iglesia y después de analizar el deseo irrefrenable por
besarlo que se había apoderado de ella, había concluido que lo mejor sería mantener las
distancias. De esa manera no se crearían faltas expectativas, y, quizás, también desaparecerían
esos sentimientos extraños que la envolvían cuando estaban cerca.
«No es nada, Harriet, deja de pensar en eso», se dijo, tal y como se había dicho infinitas veces
en los últimos cuatro días. Estaba desesperada por recobrar el control de sus sentimientos, y cada
intento, en lugar de avanzar en el objetivo, era un paso hacia atrás.
Le aterrorizaba pensar que no pudiera conseguirlo.
Lo miró fijamente a los ojos, intentando descifrar por qué reaccionaba de esa manera a él, por
qué le molestaba que defendiera a la señorita Wilson. Aunque la última pregunta no debería ser
tan difícil. No consideraba a la señorita Wilson digna de alabanzas. Pocas veces consideraba que
alguien más que ella las mereciera, y estaba segura de que, si insistía un poco, el reverendo
tendría muchas cosas buenas que decir sobre la mal vestida señorita.
En cambio, costaba bastante que dijera algo bueno sobre Harriet.
«Yo me los merezco más», pensó. Aunque inmediatamente se reprendió por ello. ¿Por qué
habrían de interesarle sus halagos? Harriet podría conseguir elogios de quien quisiera,
simplemente porque nadie podría negar sus muchísimas virtudes. El reverendo no era
importante, por lo que no le interesaba que no hubiese vuelto a repetirle que era inteligente,
bonita y tenaz. Tampoco le importaba que no apreciara lo que estaba haciendo, y mucho menos
era relevante que pudiera sentir afecto por la señorita Wilson.
Si él tenía mal gusto, no era su culpa.
—Harriet —la llamó.
Ella parpadeó. Se dio cuenta de que había estado cavilando mucho tiempo.
—¿Sí?
—Voy a apoyarte, pero habrá ciertas condiciones.
A ella no le gustó eso.
—¿Cuáles? Mi plan es perfecto.
—No, no lo es. —Alzó la mano para que no le replicara—. No discutamos hoy, por favor. En
Nochebuena, y mañana Navidad. Después nos ponemos a pelear todo lo que quieras, pero estos
días no. —Le sonrió.
Su tono volvía a ser amable, y Harriet se relajó. Aunque le costaba admitirlo, esa parte de su
personalidad, risueña, alegre, le gustaba tanto como hacerlo rabiar. No recordaba desde cuándo,
pero las diversas facetas de su carácter habían pasado de parecerle irritables a ser poco más que
tolerables.
Se quedaron en silencio unos minutos, observando cómo la nieve dibujaba en el aire puntos
blancos que se asemejaban a las estrellas. Cuando empezó a hacer mucho frío, Gideon cerró por
completo la puerta.
Entonces, ambos se miraron.
—Tenemos un muérdago encima de nosotros —le comentó él con fingido desinterés, aunque
su sonrisa daba pie a otras insinuaciones.
Harriet se tensó, miró el muérdago e hizo ademán de alejarse como si lo que tuviera encima
de su cabeza fuera una horrible araña.
Él la tomó suavemente de la mano enguantada y la persuadió en silencio para que no se
moviera.
—Solo ha sido un comentario. No es necesario que huyas.
—No iba a huir —protestó a la defensiva.
—Entonces he malinterpretado tu movimiento apresurado por salir de debajo del muérdago
—dijo con una sonrisa—. ¿Sabes de dónde viene la tradición del beso?
Ella negó con la cabeza, considerando la mejor forma de huir sin parecer una cobarde.
—Los romanos creían que el muérdago un regalo de los dioses por la forma particular en que
colgaba de los árboles. Los griegos lo usaban en los matrimonios porque creían que era un
símbolo de fertilidad. También pensaban que era una planta de paz, por lo que la colocaban
cuando se deseaba una reconciliación entre familia. La leyenda dice que, si se conseguía dicha
reconciliación, debía haber un beso bajo el muérdago para celebrarlo.
»La historia más interesante, sin embargo, es un mito escandinavo que involucra a Baldr, el
dios de la paz y la luz. Según cuenta la leyenda, el dios amaneció un día diciendo que toda la
flora y la fauna quería matarlo. Frigg, su madre, lo adoraba tanto que utilizó su magia para
convencer a cada planta y animal de que no lo hicieran. Sin embargo, se olvidó de convencer al
muérdago. Loki, que tenía rencillas personales con Baldr, se enteró de esto y utilizó el muérdago
para asesinarlo. Dicen que las lágrimas de Frigg por la muerte de su hijo hicieron crecer las
bayas blancas en el muérdago, también que los dioses se compadecieron de su dolor y
resucitaron a Baldr. Frigg estaba tan feliz que declaró que, cada vez que las personas se
encontraran bajo un muérdago, deberían detenerse para darse un beso y abrazarse.
Él se había acercado mientras contaba el relato. A cada palabra, su voz se había ido
convirtiendo en un murmullo ronco que envolvió a Harriet hasta tenerla sometida a su presencia.
—Me sorprende que un hombre de fe como tú crea en tradiciones paganas —le dijo,
intentando disipar el nudo de nervios que se le había formado en la garganta.
—Siempre he sentido debilidad por todo aquello que suene interesante. —Se encogió de
hombros y continuó—: Hace un siglo, nuestros antepasados trasladaron esta tradición a las
épocas navideñas. Una joven soltera se colocaba bajo el muérdago a esperar que alguien se
acercara a besarla. No podía rechazar ningún beso.
—Eso es una tontería —espetó Harriet con voz estrangulada. Estaba demasiado cerca, y su
cuerpo lo reconocía. El corazón se le había acelerado y el nudo en la garganta parecía crecer—.
¿Qué pasaba si el que se acercaba a besarla no le gustaba? No podían obligarla a recibir su beso.
—A lo mejor la joven lograba espantarlo antes de que llegara poniendo una cara como la que
tienes en este momento. —Rio y puso su dedo índice sobre el entrecejo arrugado de Harriet,
intentando juguetonamente alisarlo. Lo consiguió: ella reaccionó de inmediato a su tacto—. O
quizás lo tomaba como un pequeño sacrificio para conseguir el amor verdadero.
—¿Y si nadie la besaba?
—Se decía que lograría casarse el siguiente año.
—Esa me parece una mejor opción. De Nochebuena al otro año solo hay siete días de
diferencia. A mi parecer, es mejor que un tonto beso.
—Ah, pero aunque se asegura que la joven se casará, jamás se aclara que será por amor.
—Sigue siendo mejor opción —aseguró. Cada vez se le hacía más difícil hablar. Él estaba
demasiado cerca—. ¿Quién necesita el amor?
—¿Estás segura de que no necesitas amor, Harriet? —le preguntó con suavidad.
Sus palabras la acariciaron con la delicadeza de una pluma. Harriet no pudo responder. No
solo porque él hubiera conseguido de alguna manera silenciarla, sino porque fue incapaz de
formular una respuesta negativa.
Él se inclinó un poco más hasta que su boca casi rozó su oreja.
—¿No te gustaría tener a tu lado a alguien que valorara lo especial que eres? —susurró.
Harriet se estremeció—. ¿No desearías tener un esposo que siempre te comprendiera, te apoyara
y aconsejara como solo puede hacerlo alguien que te tiene verdadero cariño? Un amante que te
complementara. Un amigo con el que hablar. ¿No te gustaría sentirte amada, Harriet?
Él movió su cara hasta que sus narices se tocaron. Harriet respiraba agitadamente. Gideon
también. Ambos sabían que debían alejarse, pero el instinto de estar cerca era demasiado fuerte
como para hacer caso al sentido común.
Gideon supo, en cuanto inclinó la cabeza para besarla, que se arrepentiría después, pero no
podía detenerse en ese momento.
Harriet recibió el beso con anhelo. Su cuerpo estaba deseándolo desde hacía días, y no puso
reparo en colocarle las manos en el cuello y recibir sus labios con apuro. Se pegó a su cuerpo, y,
por un momento, pensó que sí debía de haber algo de mágico en el muérdago, porque sentía que
no quería separarse nunca.
Gideon la atrajo hacia él y la pegó a su cuerpo. No pensó con racionalidad cuando empezó a
recorrer con sus manos la delgada cintura y llegó a la cumbre delicada de sus pechos. Quiso
maldecir la tela gruesa que le impedía tocarlos en profundidad y se limitó a apretarlos
ligeramente, creyendo que enloquecería cuando ella gimió y profundizó el beso.
Se separaron solo porque los sonidos de la sala contigua les recordaron que no estaban
completamente solos, aunque el beso los hubiera abstraído de tal manera que lo creyeron por
varios segundos.
Sus ojos se encontraron. Entonces, llegó la sorpresa, la culpa y la incertidumbre de cómo
actuar.
Harriet dio un paso atrás, luego otro y miró a la entrada como si quisiera salir corriendo.
—No te vayas —le pidió él cuando ella hizo ademán de marcharse—. Hablemos, Harriet.
Algún día tendremos que hacerlo.
—No, claro que no tenemos que hacerlo —dijo atropelladamente. Todavía tenía el pulso
acelerado, y se preguntaba cómo diablos había consentido que eso sucediera de nuevo—. Esto no
ha pasado, pater, y será mejor que, de ahora en adelante, controle mejor sus impulsos. ¿No es
pecado ceder a los deseos de la carne antes del matrimonio?
—Soy un hombre, Harriet. Por lo tanto, pecador por naturaleza.
«Y tú me haces perder muy rápido el control», quiso añadir. Nada debería justificarlo, no
cuando él sabía que eso no llegaría a ningún lado. Pero ¿cómo podía evitarlo? ¿Cómo dejaba de
reaccionar ante ella?
—Solo... olvidémoslo.
Gideon se consoló al ver que ella también estaba desconcertada. En su voz no había rastro de
la seguridad habitual, y se preguntó si eso debería alentarlo.
—¿Por cuánto tiempo? —le preguntó.
—Por el que sea necesario —respondió en voz baja.
El necesario para que ella pudiera recomponerse. El necesario para que recordara cuáles eran
sus objetivos en la vida y por qué eso no podía ir más allá. El necesario para volver a ser ella.
De alguna manera, Gideon adivinó sus pensamientos y el silencio del lugar se volvió tan tenso
que ninguno de los dos se atrevió a moverse por miedo a que cualquier acción desatara una
tragedia.
Fue Bernadette, desde la puerta, quien acabó con la incomodidad.
—Archie pregunta si pensáis volver a reuniros con la familia en el día de hoy.
Ambos se giraron hacia ella, mirándola como la tabla de salvación en una tormenta. La joven,
sin embargo, no se fijó en sus extrañas expresiones, pues sus ojos se habían quedado prendados
de algo sobre sus cabezas.
—Estáis bajo un muérdago. Supongo que os tenéis que besar —comentó como si el asunto no
fuera con ella. Pero se notó en el brillo de sus ojos que la idea la entusiasmaba.
Harriet negó con la cabeza y empezó a caminar hacia la puerta con prisas. Pasó por el lado de
Bernadette sin dedicarle ni una sola mirada. Su huida se asemejó a la de un delincuente
escapando de la escena del crimen, o, en ese caso, la de un pecador que intentaba olvidar su
pecado.
—¿Ha sucedido algo? —preguntó la joven, siguiendo con la mirada la apresurada partida de
Harriet.
Gideon esbozó una sonrisa melancólica.
—Por lo visto, nada que merezca ser recordado.
Y eso era lo único que Gideon no podía olvidar.
Capítulo 10

Mientras alzaba la aldaba para tocar las puertas del orfanato, Harriet se preguntó qué diablos
estaba haciendo ahí, por qué estaba tocando esa puerta y por qué llevaba una canasta con galletas
y frutas para contribuir al almuerzo.
«Solo estaré presente un rato para dar una buena impresión y así todos estén más dispuestos a
aceptar mi proyecto», se dijo. Esa razón se le había ocurrido esa mañana cuando tomó la
decisión, y le pareció lo suficientemente convincente para ceder al impulso de ir al famoso
almuerzo.
En realidad, ¿qué otro motivo podría tener?
Alguien le abrió la puerta y la sonrisa que había empezado a esbozar desapareció al ver que se
trataba de la señorita Wilson. Para regocijo de Harriet, ella tampoco se mostró muy contenta de
verla.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó, terminando de abrir la puerta de mala gana.
—Gideon me ha invitado —respondió Harriet, disfrutando la molestia que le provocaba la
declaración. Extendió la canasta hasta que a la señorita Wilson no lo quedó otra opción que
tomarla, y entonces empezó a caminar delante de ella, guiada por los sonidos de risas infantiles.
—¿Desde cuándo tienen la confianza de llamarse por su nombre? —le preguntó, al parecer sin
poder evitarlo.
Harriet le echó un vistazo por encima del hombro. Claramente la señorita Wilson habría
querido no hacer esa pregunta y desvelar demasiado sus sentimientos con ella, pero las personas
enfadadas no pensaban con claridad.
Esbozó una enigmática sonrisa y giró antes de que ella pudiera adivinar su diversión.
—Oh, es que ahora somos familia. Nos hemos vuelto más... íntimos.
«Demasiado íntimos», le recordó una voz en la cabeza. El recuerdo de lo sucedido en la noche
anterior logró borrar un poco de su buen ánimo, pero no fue suficiente para hacerlo desaparecer,
pues en ese momento la señorita Wilson llegó a su lado y su cara mostraba un mohín de disgusto
que consiguió ampliar su sonrisa.
No sabía por qué le complacía tanto molestarla, pero sus acciones respondían a una especie de
necesidad primaria. Por alguna razón, deseaba hacerle saber que el reverendo no se fijaría en
ella. No era una acción cruel, después de todo, eso no iba a pasar y estaba bien que alguien se lo
informara. Si el reverendo estuviera interesado en ella, no habría besado a Harriet en dos
ocasiones, ¿verdad?
«Soy un hombre, Harriet. Por lo tanto, soy pecador por naturaleza».
De pronto, Harriet pensó si esa frase no habría sido una justificación usada en otras ocasiones.
A pesar de su apariencia calmada, el reverendo había demostrado una naturaleza pasional.
Entonces, ¿podría haberla demostrado con la señorita Wilson y por eso ella estaba tan
ilusionada?
El cuerpo se le tensó de solo imaginarlo y tuvo que hacer un gran esfuerzo para sacar esa
imagen de la cabeza. No, Gideon no era así. La señorita Wilson seguramente estaba ilusionada
sin bases, y, en caso de que las tuvieran, tampoco le interesaba. El reverendo y ella no tenían ni
tendrían jamás ninguna relación; por lo tanto, no le interesaba lo que hiciera con su vida. Pero si
descubría que había besado a la señorita Wilson en alguna ocasión de las últimas dos semanas, se
vengaría. Solo por orgullo y justicia.
Un hombre de Dios no podía andar exhibiendo ese tipo de conductas.
Llegó al salón donde estaban todos reunidos. El alboroto que había dentro logró
momentáneamente alejar de su cabeza los perturbadores pensamientos. Había dos mesas: en una
estaban sentadas aproximadamente veinticinco niñas y niños de entre cinco y ocho años, y en la
otra unos veinte niños entre los nueve y los trece años. Todos hablaban entre sí mientras comían
con prisas. Harriet tomó nota mental de que, antes de irse, tendría que dar una clase sobre cómo
comportarse en la mesa.
—Señorita Broome, ¡qué bueno que ha venido! —exclamó Rachel, dando a conocer la
presencia de Harriet—. Mire, tengo un lazo nuevo. —Señaló el lazo rosa que recogía su cabello
rubio en una coleta. Por su sonrisa, cualquiera creería que hablaba de un collar de diamantes.
Hizo una rápida inspección y se percató de que la mayoría llevaban lazos o broches nuevos,
aunque poco podrían lucirlos con esos vestidos tan remendados. Tendría que hablar con lady
Marjorie para destinar una parte de las donaciones a comprar vestidos nuevos cuando llegaran a
los dieciséis años. Ninguna conseguiría un buen esposo si vestían como un espantapájaros.
La señorita Wilson era la prueba de ello.
Se fijó entonces en los niños. Tenían zapatos nuevos y parecían igual de contentos que las
niñas por los obsequios. Le causó un poco de ternura lo fáciles que eran de complacer. Solo un
poco. Tenía que añadir una clase de por qué se tenía que aspirar a lo mejor. Esperaba que el
tiempo le alcanzara.
—Harriet, no pensé que vendrías.
Ella se giró y captó de inmediato la mirada del reverendo. Este estaba en la segunda mesa y se
había levantado al verla. A pesar de su tono amable, su mirada era distante.
—Me gusta causar sorpresa. Espero no haber llegado tarde.
—Por supuesto que no. Apenas íbamos a servir el almuerzo —declaró lady Marjorie. Como
gobernanta del orfanato, estaba sentada en la primera mesa, justo en el cabezal—. Es libre de
tomar asiento donde quiera.
—Gracias.
Sin pesarlo, Harriet se sentó en el asiento vacío que había al lado del reverendo. Eligió ese
lugar simplemente porque allí estaban la mayoría de sus alumnas.
—Disculpe, señorita Broome, pero ese es mi asiento —informó la señorita Wilson con los
dientes apretados.
Harriet fingió apenarse.
—Lo siento, señorita Wilson, no lo sabía. Sucede que aquí están la mayoría de mis alumnas y
me gustaría compartir el almuerzo con ellas. —Sonrió con inocencia—. ¿Le importaría tomar
asiento en otro lado?
La señorita Wilson la miró con el ceño ligeramente arrugado, luego miró al reverendo, y al
final se resignó y fue a sentarse en el asiento libre a la derecha de lady Marjorie.
Harriet ocultó una sonrisa satisfecha. Por lo visto, la señorita Wilson no desaprovechaba
ninguna oportunidad de estar cerca de Gideon. De nuevo, la inquietante pregunta de qué habría
hecho él para generar tal interés amenazó con amargarle el día. Por suerte, se impuso el sentido
común, aunque no pudo evitar echarle un vistazo. Él estaba conversando con la que identificó
con la señorita Glade, y no parecía tener interés en prestarle atención.
«No me importa», pensó Harriet, y decidió centrar su atención en la comida que traían en ese
momento dos doncellas y una mujer regordeta que tenía la apariencia de una cocinera.
Mientras almorzaban, miró varias veces al reverendo, pero este no le devolvió la mirada. Ni
siquiera le habló. Harriet fingió que no le interesaba y entabló una conversación banal con
Rachel, quien parecía demasiado entusiasmada con su lazo nuevo.
—Señorita Broome, ¿es verdad que planea enseñarnos cómo conseguir esposo?
La pregunta tuvo en el salón el mismo efecto que habría tenido un grito pidiendo silencio.
Incluso los varones dejaron de conversar entre sí para prestar atención a la respuesta de Harriet.
—Rachel, continúa con tu comida —reprendió la señorita Glade.
—Pero...
—Eso no está decidido —cortó la mujer.
Harriet la miró con enojo por haberle robado la palabra y abrió la boca para replicar; sin
embargo, un apretón en su mano fue la señal de Gideon para pedirle discreción. Cuando Harriet
lo miró, entendió el mensaje: no era el momento para iniciar una discusión.
—Cualquier cambio que se decida, vosotros lo sabréis de inmediato —le informó Gideon a
los niños.
Harriet agradeció que él respondiera, porque ella no habría dicho nada amable. Observó el
ceño fruncido de la señorita Glade. Sin duda, su amargura y poca disposición al proyecto se
debía a su soltería cuando ya llegaba a los treinta, como si las niñas tuvieran la culpa de que ella
hubiese nacido poco agraciada y se vistiera igual de mal que la señorita Wilson.
Rachel no pareció contenta con la respuesta, pero el rostro de la señorita Glade le impidió
hacer más preguntas. En menos de diez segundos, todos estaban ya hablando de nuevo.
Cuando el almuerzo terminó, una de las cuidadoras instó a los niños a ir al patio trasero a
jugar, y todos aceptaron encantados. Por un convenio realizado con las miradas, las profesoras,
Harriet, lady Marjorie y el reverendo se quedaron en el comedor, y cuando el último niño salió,
se sentaron todos en una mesa para debatir.
—Quizás no sea un día apropiado para una reunión de este estilo, pero considero que sería
buena idea tratar el tema lo antes posible para poder dar una respuesta a los niños. Como todas
sabrán, la señorita Broome ha planteado un nuevo proyecto...
—Yo no estoy de acuerdo —interrumpió la señorita Glade—. Una idea como la que plantea la
señorita Broome implicaría un cambio radical y absoluto en la forma en que se lleva este
orfanato. Además, resulta absurdo que se eduque a las niñas con el único propósito de conseguir
esposo.
—Dice mucho de su educación que no deje hablar a los otros, señorita Glade —espetó Harriet
sin poder contenerse—. ¿Querrá usted asistir a mi próxima clase de etiqueta? Hablaremos de los
modales.
La señorita Glade jadeó. Gideon le apretó de nuevo la mano a Harriet para que mantuviera la
compostura. Harriet lo hizo, no tanto por la advertencia implícita, sino porque el contacto de su
mano lograba distraerla el tiempo suficiente para no replicar a tiempo.
—Somos conscientes de que ese no puede ser el único objetivo, señorita Glade —habló
Gideon, ejerciendo de mediador—. Con lady Marjorie hemos considerado seguir educando a las
niñas como hasta el momento, añadiendo, a medida que vayan creciendo, otras clases que les
puedan servir tanto si se casan como si no.
—Ustedes saben que yo no me sentía conforme con la idea de que los niños fueran echados a
la calle a una edad tan joven. En ese aspecto, la propuesta de la señorita Broome me parece muy
humanitaria. Soy consciente de que esto requiere mayor inversión anual, pero la señorita Broome
se ha comprometido a conseguirla.
—Ya lo he hecho —dijo Harriet con orgullo—. Mi padre hará cada año una generosa
donación, igual que el señor Corbyn. Tengo pendiente ir a hablar con el duque de Alridge para
ver si puede aumentar la cantidad anual. Estoy segura que, si se le plantea la idea, aceptará.
—¿Ha convencido a Archibald Corbyn? —preguntó lady Marjorie con tiento, gratamente
sorprendida. Miró al reverendo buscando una confirmación.
—Ha sido un milagro de Navidad —respondió este.
—A mí me gusta la idea —manifestó la señorita Wilson. Harriet se sorprendió. ¿Acaso
deducía que el reverendo estaba de acuerdo y por eso mostraba también su apoyo?—. También
estoy de acuerdo en educar a las niñas para buscar esposo. —Se encogió de hombros ante la
mirada incrédula de la señorita Glade—. No tiene nada de malo buscar esposo.
Harriet fue capaz de distinguir la sinceridad en sus palabras y se asombró, aunque no debería
sorprenderle. Estaba claro que la señorita Wilson no estaba en contra del matrimonio, bastaba
decir que ya tenía al candidato ideal para ser su esposo.
Ante ese recordatorio, Harriet no pudo alegrarse por completo ante la idea de tener otra aliada.
Observó al reverendo y notó que le estaba sonriendo a la señorita Wilson.
¿Por qué le estaba sonriendo?
«Él siempre sonríe», le recordó la voz de la razón, pero la parte irracional le dijo que a ella no
le había sonreído en todo el día.
—¡Esto es ridículo! —manifestó la señorita Glade, y se levantó abruptamente—. Las niñas no
tendrán más posibilidades de casarse solo porque se las eduque como las damas que no son. Y
tenerlos a todos tres años más en el orfanato debería ir contra las leyes. Señorita Broome, usted
es una recién llegada. No tiene ningún derecho a intentar cambiar las reglas que han venido
ejerciéndose durante casi un siglo. Hasta hace poco ni siquiera tenía interés en los huérfanos.
¿Por qué ha cambiado de opinión? ¿No será todo esto un capricho con el fin de demostrar la
superioridad de su clase? Ustedes creen que solo con abrir la boca y dar una orden pueden
transformar el mundo, y no es así.
Harriet se levantó, furiosa, pero tardó en responder porque una de las preguntas de la señorita
Glade le caló hondo. ¿Por qué había cambiado de opinión? Harriet no se había puesto a pensar
mucho en eso en los últimos, solo sintió la necesidad de un cambio y actuó. ¿Estaría empezando
a sentir más empatía con los pobres? Quizás. Pero no pensaba admitirlo en voz alta.
—El mundo puede transformarse, pero no mientras personas como usted se nieguen a los
cambios. Por otra parte, me parece más ridículo, por no decir ofensivo, que le diga a las niñas
que no aspiren nunca a lo mejor y que jamás lograrán casarse.
—¡Es la verdad! Usted las está ilusionando con ideas falsas. Son huérfanas. No tienen dote.
Nadie las querrá.
—Confía muy poco en las capacidades de sus alumnas.
—Soy realista.
—¡Basta! —gritó Gideon. Fue el primero en reaccionar, pues las otras dos mujeres estaban
pasmadas por la discusión—. Señorita Glade, me parece que está siendo grosera con la señorita
Broome.
—¿Qué le ha dado esta mujer para que la defienda tanto, reverendo? ¿No se da cuenta de que
es una bruja? Su alma no merece ser salvada.
—Ya está bien, señorita Glade. —Su voz evidenciaba una molestia que ni Harriet ni, al
parecer, ninguno de los presentes, le había visto antes—. Exijo respeto para la señorita Broome.
La señorita Glade se mordió los labios y a Harriet se le aceleró el corazón. Que él la
defendiera la emocionó de una manera inexplicable.
Nunca nadie la había defendido. Harriet siempre se defendía sola.
—Los niños ni siquiera la quieren —masculló la señorita Glade.
En ese momento, Jackson asomó la cabeza y entró antes de que alguien pudiera responder.
Tenía las manos en la espalda y una sonrisa pícara en el rostro. De pronto, extendió hacia Harriet
una caléndula.
—Una flor para otra más bella —dijo con galantería.
Todos, excepto la señorita Glade, rieron ante la ocurrencia.
—Tal y como dije, eres un bribón —declaró Harriet, aceptando la flor y lanzándole una
mirada de regocijo a la señorita Glade.
—¿Y para nosotras no hay flores? —preguntó lady Marjorie, fingiéndose ofendida.
El niño enrojeció.
—Es que esas eran las únicas que había, y solo combinaban con el vestido de la señorita
Broome —se justificó, señalando el vestido color melocotón de Harriet.
Lady Marjorie le sonrió para tranquilizarlo y el niño miró a Harriet como esperando a algo.
—Son para su cabello —explicó Jackson.
—¿Para mi cabello? —preguntó un tanto espantada. ¿Quería que se pusiera eso en su cabello?
¿Unas flores tan poco elegantes? ¡Parecería una joven de pueblo!
Iba a negarse, pero la mirada de Jackson y el recuerdo de la señorita Glade la hicieron
resignarse. Se las colocó en el pelo diciéndose que al menos sí combinaban con su vestido.
El niño asintió, satisfecho, y se marchó.
En el comedor se escucharon carcajadas por varios segundos.
—Yo diría, señorita Glade, que esto contradice su último argumento —le comentó Gideon
con amabilidad.
La mujer se cruzó de brazos y los miró con desafío.
—No pienso participar en esta locura. Busquen otra maestra que se preste a este teatro —dijo,
y con la espalda tan recta como una tabla, salió del lugar.
—De todas formas, necesitábamos otras maestras —comentó Harriet, quitándole importancia
a la situación—. Damas bien educadas que puedan enseñar a las niñas el comportamiento
adecuado.
—Dudo que consiga grandes damas en este pueblo —dijo la señorita Wilson. El desdén del
que siempre hacía gala para dirigirse a ella había regresado—. Solo podría mencionar a lady
Marjorie y sus sobrinas.
—Tanto mi sobrina Hailey como yo nos prestaríamos encantadas a dar algunas clases —
aceptó lady Marjorie—, pero necesitaremos ayuda. Propongo que ofertemos un trimestre de
formación básica a las jóvenes del pueblo. De este modo, también daremos trabajo a las
muchachas que se encuentren en una situación precaria debido a su soltería o la falta de
oportunidades laborales en la zona. Por supuesto, antes habrá que plantear en qué consistirían las
materias, tanto ahora como en el futuro, para establecer los correspondientes temarios. Así, si
alguna profesora se marcha por causa mayor, la que la sustituya podrá seguir la misma línea de
enseñanza. Calculo que en unos seis meses podríamos poner en marcha el nuevo plan de
estudios.
Harriet sintió que él la miraba, pero ella no se giró porque sabía qué encontraría en sus ojos: el
reproche por querer marcharse después de haber puesto en marcha el proyecto y no permanecer
hasta el final. Ella no pensaba dejar que le provocara remordimientos. Había dado la idea y
colaboraría en lo que pudiera. Tampoco podía sacrificar su futuro. Su destino era casarse con un
hombre rico e importante. No podía concebir otro futuro que el que siempre había imaginado.
Nada podía hacerla cambiar de opinión. No debía permitir que nadie la hiciera cambiar de
opinión.
Si no cumplía su objetivo, ¿qué sentido tendría la vida? ¿Qué sería de ella?
—Yo estoy dispuesta a aprender —dijo la señorita Wilson mirando con intensidad a Gideon,
quien le sonrió.
Harriet apretó los labios.
No le importaba. Claro que no.
—Me alegra, señorita Wilson —comentó lady Marjorie—. Bien, no creo que sea un día para
ponernos a discutir estos pormenores. Sugiero que esperemos a que pasen estas fechas y
pautemos una reunión para enero.
—Estoy de acuerdo —accedió la señorita Wilson, levantándose—. Tengo que irme. Mi tía me
espera.
—Yo también debo marcharme —se apresuró a añadir lady Marjorie, mirando
significativamente a Harriet y Gideon—. ¿Hacemos parte del trayecto juntas, señorita Wilson?
Supongo que el reverendo acompañará a la señorita Broome.
Harriet se decidió a mirarlo y se percató de que no parecía tan predispuesto a hacerlo como en
las otras ocasiones.
¿Acaso quería acompañar a la señorita Wilson?
—Si la señorita Broome está de acuerdo...
Harriet se encogió de hombros.
Lady Marjorie decidió tomarlo como una afirmación, porque se apresuró a salir arrastrando a
una renuente señorita Wilson con ella.
Gideon se levantó y ofreció la mano a Harriet, pero esta la ignoró deliberadamente.
Él no se lo tomó a mal.
—No te la quites —le pidió cuando notó que hacía ademán de deshacerse de la flor de su
cabello—. Te queda bonita.
Ella bufó.
—Tus gustos dejan mucho que desear. No sabía que preferías a las mujeres con aspecto de
pueblerinas a las de clase.
Gideon no supo cómo interpretar ese comentario. Había tanto desdén en su tono que daba la
impresión de que le estaba lanzando una indirecta indescifrable para él.
—Se puede ser hermosa de las dos maneras —dijo con tacto.
La cara de Harriet le dejó claro que no le creía.
—No es verdad, y como despreciabas la belleza, te inclinas por las mujeres con menos clase.
Él sintió que se había perdido en algún punto de la conversación. Aunque, con regularidad,
esos días festivos su paciencia era bastante grande, Gideon ya no tenía ánimos para intentar
descifrar a Harriet.
—¿Hay algo que quieras decirme, Harriet?
Ella abrió la boca, pero la cerró a tiempo para no decir una tontería. Aunque momentos antes
se había dejado guiar por la extraña e incontrolable amargura, producto de los continuos
pensamientos entre la posible relación de Gideon con la señorita Wilson, de ninguna manera
dejaría que él lo notara y cometiera el error de creer que ella estaba celosa.
No era así.
—Nada. No es necesario que me acompañes a casa. Puedo irme sola —dijo mientras se
encaminaba hacia la puerta.
Al llegar a la arcada, sin embargo, no se marchó. Miró hacia atrás, al rostro confundido del
reverendo, y con un tono de voz que no se parecía al de ella y una mirada más cálida, le dijo:
—Gracias por defenderme de la señorita Glade.
Se marchó sin esperar respuesta.
Resignado a no entenderla, Gideon sonrió.
Harriet Broome le había dado las gracias. Por lo visto, los milagros de Navidad sí existían.
Capítulo 11

El mes de enero trajo a Harriet más actividad que su primera temporada en Londres. Pasaba la
mayor parte de los días en el orfanato, dando clases, o, en gran parte, debatiendo con lady
Marjorie, la señorita Wilson y el reverendo el nuevo proyecto.
Durante las dos primeras semanas, hablaron del nuevo plan de estudios a largo plazo, cuántas
maestras debían contratar y qué características debían de tener para ser aptas. También
estudiaron el presupuesto, y aunque Harriet nunca había sido muy amiga del ahorro, ayudó a
establecer límites mensuales razonables para poder sustentarse con las escasas donaciones.
En esos días, el reverendo y ella no tuvieron ninguna conversación significativa que se alejara
de los asuntos formales del nuevo proyecto. Él seguía siendo amable y educado, y alguna que
otra vez hacía alguna broma sobre un tema, pero Harriet notaba que, en lo posible, se mantenía
distante. Ella supuso que, como ya había conseguido el objetivo de volverla un alma más
caritativa, no tenía interés en promover más acercamientos entre ellos.
«Bien», se dijo. Era lo más conveniente y ambos lo sabían. Ella debería aplaudir la sensatez
del reverendo, pero en lugar de alivio, sentía una irritación que crecía con cada día que él no le
dirigía la palabra más allá de lo obligatorio.
¿Cómo se atrevía a ignorarla?
Un día, a mediados de enero, decidió llegar temprano a la reunión porque sabía que él era
siempre el primero en llegar. La decisión de fomentar un encuentro a solas entre ambos la tomó
guiada más por el instinto que por la razón, pues no había explicación lógica para que quisiera
verlo.
Cuando llegó a la entrada del comedor, donde solían reunirse cuatro días a la semana después
del desayuno, se encontró con que el reverendo no estaba solo. La señorita Wilson estaba a su
lado riendo de un chiste desconocido. Él también sonreía.
—Lily, no sabía que tenías tan buen sentido del humor —le comentó él con los ojos brillando
de alegría.
Harriet se quedó de piedra.
¿Lily? ¿Cuándo habían pasado de «Lilibeth», que, en opinión de Harriet, ya era bastante
informal, a «Lily»?
El pensamiento que la había atormentado hacía algunas semanas sobre una posible relación
entre esos dos regresó con la fuerza de una tormenta devastadora, que arrasó con cualquier
pensamiento racional de su cabeza.
¿Por eso había decidido ignorarla? A lo mejor, como ella le había dejado claro que entre los
dos no habría nada, se había decidido a probar su segunda opción. Aunque ella hubiera dejado a
la señorita Wilson no de segunda, sino de quinta o décima.
—Buenos días —saludó con el tono más natural que salió de sus dientes apretados.
—Señorita Broome, llega temprano —dijo la señorita Wilson sin perder la sonrisa, pero
Harriet sabía reconocer el tono irónico en su voz—. Esto sí que es un milagro, reverendo, no
como el que le contaba sobre la gallina que, según mi tía, revivió esta mañana.
Gideon volvió a reírse y eso irritó más a Harriet.
—Se me ha ocurrido una nueva idea —comentó, ignorando el comentario de la señorita
Wilson—. Creo que algunas maestras deberían usar uniformes.
—¿Uniformes? —preguntaron al unísono el reverendo y la señorita Wilson.
—Sí —prosiguió Harriet, tomando asiento frente a la pareja—. Considero que el vestuario es
algo elementar para toda mujer, sobre todo para una que desea causar una buena impresión. No
pretenderemos enseñarles cómo vestirse si las maestras deciden asistir a las clases vestidas como
vendedoras de frutas de Covent Garden.
No era su insulto más discreto, y la señorita Wilson lo captó con facilidad.
—Si está insinuando que...
—Es una idea un particular, Harriet. Podría debatirse cuando hayamos terminado con los
planes iniciales. ¿Puedo hablar un momento contigo a solas? —preguntó, y después se dirigió a
la señorita Wilson—. ¿Nos regalas un momento, Lily?
¡Lily! Se preguntó si de ahí en adelante la llamaría así.
La señorita Wilson asintió con desgana y se levantó. Al salir, cerró la puerta para darles
privacidad, aunque Harriet empezó a cuestionar si no iría a escuchar a escondidas.
—¿Se puede saber qué te pasa? —le preguntó Gideon con un tono de enfado que nunca le
había escuchado.
—¿De qué hablas?
—¿Por qué estás empeñada en insultar a la señorita Wilson?
—Ella se insulta sola al llevar esa ropa —espetó Harriet—. ¿Un vestido negro cerrado al
cuello? ¿Acaso está de luto?
—Su tía es una mujer conservadora y no le gusta que use ropa que se considere llamativa,
pero aunque a ella le gustase vestirse así, no tienes ningún derecho a criticarla.
—Todos tienen derecho a dar su opinión —protestó.
—Hay una línea entre dar una opinión e insultar directamente. Se llama respeto, Harriet.
—¿Por qué la defiendes tanto? —le espetó, con tanto enfado que su cuerpo se inclinó hacia
delante como si quisiera saltarle encima.
La mesa era la única barrera.
—Defiendo lo justo. Así como consideré en aquel almuerzo que la señorita Glade estaba
siendo injusta contigo, hoy considero que no estás siendo grosera con Lily.
—¡Lily! —exclamó con una furia ya incontrolable. Harriet jamás había perdido los estribos
de esa manera, pero en ese momento se sentía incapaz de controlarse o medir sus palabras—.
¿Desde cuándo la llamas así?
Gideon evidenció su confusión ante el cambio de tema con un entrecejo fruncido.
—Su nombre es Lilibeth. «Lily» es un diminutivo —explicó, intentando ser paciente. No era
fácil. Por algún motivo, Harriet estaba muy alterada, y él sentía que empezaba a contrariarse
también.
¿Podría algún día entender a esa mujer?
—Pero ¿desde cuándo la llamas así? —exigió saber.
Harriet no pensó en ese momento que estaba siendo imprudente o que revelaba demasiado de
esos sentimientos que estaba empeñada en ocultar. Ella solo necesitaba respuestas, porque el
pensamiento de ellos dos juntos estaba tan arraigado que no podría calmarse sin una explicación.
—¿Eso qué tiene que ver con lo que estamos hablando? —preguntó, visiblemente confundido.
—Mucho. La defiendes porque te interesa. Admítelo. ¿Tienes una relación con ella? ¿La has
besado como me has besado a mí?
La última pregunta dejó un silencio tenso en el ambiente. Mientras Gideon la procesaba,
Harriet se percató de lo reveladora que esta era. No pudo, sin embargo, arrepentirse por haberla
hecho. En ese momento primaba todo menos el raciocinio.
—¿Has estado jugando con las dos al mismo tiempo y por eso ella está tan emocionada
contigo? —continuó, incapaz de contenerse. Parecía estar poseída por alguna clase de demonio
—. ¿Qué clase de hombre de Dios eres?
—Harriet... ¿Estás celosa? —inquirió.
La incredulidad estaba presente en cada palabra.
Esa interrogante sacó a Harriet de su estado de absoluta furia. Cayó en la cuenta del error que
acaba de cometer e intentó por todos los medios remediarlo.
—Por supuesto que no.
—Entonces, ¿a qué se deben estos reproches?
—A que alguien también debe hacerte saber cuándo has cometido un error. ¿No te parece
indignante coquetear con dos mujeres al mismo tiempo? Eso no lo hacen los hombres decentes,
pater.
Él miró al techo y empezó a musitar algo inaudible.
¿Estaba rezando en un momento como ese?
—Primero, jamás ha sido mi intención coquetear contigo. Cuando estoy cerca de ti,
simplemente... pierdo el control —admitió con pesar. Aparentaba estar cansado—. Segundo,
jamás he besado ni ilusionado a la señorita Wilson, porque, hasta ahora, eres la única mujer que
consigue que me olvide de lo correcto en los momentos más inoportunos. —Esta vez fue él quien
se inclinó hacia delante para que sus palabras llegaran con más énfasis al receptor—. Hasta que
llegaste tú, nunca había perdido el control de esa manera, ni me he comportado de manera
incorrecta con ninguna dama. No me siento orgulloso de lo que provocas en mí, Harriet, pero
tampoco lo niego. Me parece ridículo intentar disfrazar la verdad como intentas hacer tú.
La emoción que, involuntariamente, Harriet había empezado a sentir ante sus palabras, fue
sustituida por la alarma de peligro que generó su última declaración.
—Yo no intento disfrazar nada —protestó.
—Ah, ¿no? ¿Qué ha sido este reproche, sino una muestra de celos y orgullo herido? No
comprendo, Harriet. Lo he intentado, pero no puedo entenderte. Cuando parece que nos
acercamos, te alejas de inmediato, y cuando yo logro aceptar que esto no va a ir a ningún lado,
me sales con una escena como la de hoy. ¡Me vas a volver loco!
Como para demostrar ese último punto, se levantó y empezó a caminar por todo el comedor.
Estaba muy inquieto. La discusión había conseguido acumular gran energía en su cuerpo que
ahora era necesario liberar.
Harriet no respondió. No se le ocurrió una réplica suficientemente válida para rebatir lo que
ella misma admitía que era la verdad. Eso era lo que había estado haciendo, y no podía hacer más
que catalogar su comportamiento como una mala gestión de la situación. Su tía Helen estaría
muy decepcionada con ella. Siempre insistía en que, cuando de los hombres se trataba, era
menester tener siempre el control, aunque ellos creyeran ser los que manejaban la situación.
Durante su primera temporada, le había enseñado cómo favorecer situaciones convenientes y
cómo desligarse de aquellas que podían representar un peligro para sus objetivos. Esa, sin duda,
pertenecía a la segunda categoría, y aun así Harriet no encontraba manera de resolverla.
Presentía que ya estaba demasiado involucrada.
Desde fuera se empezaron a escuchar voces conversando, y ambos supieron que ya no podrían
seguir hablando. Pero Gideon no pensaba darse por vencido tan rápido.
Se acercó a ella y se inclinó hasta que sus labios rozaron su oreja.
—Esta conversación continuará después.
—No —respondió ella, estremeciéndose por el sonido de su voz tan cerca.
—Sí —dijo con firmeza e inflexión.
Habían pospuesto demasiado tiempo esa conversación, y no podía esperar mucho tiempo más.
Gideon sentía que se volvería loco si no encontraba de pronto una base donde asentar sus
sentimientos. Quizás ella le diría que no estaba interesada, o a lo mejor obtendría una confesión
sorprendente y optimista, pero como fuera, necesitaba saber si olvidarla para siempre o alimentar
la ilusión. No podía estar cambiar de bando a cada rato.
Lady Marjorie entró en el comedor seguida de la señorita Wilson, pero ninguno de los dos
prestó demasiada atención a lo dicho, y ni siquiera se percataron del rostro melancólico y
pensativo de esta última. Se pasaron gran parte de la conversación retándose con la mirada, y a
pesar de que Harriet intentaba convencerse de que no habría ninguna otra conversación
incómoda entre ellos, los ojos del reverendo le advirtieron que no saldría fácilmente de ese
problema.
Por primera vez, Harriet se preguntó si de verdad quería salir.
Capítulo 12

«No es cobardía, es evitar una discusión innecesaria», se dijo Harriet en cada ocasión que evadió
deliberadamente los intentos del reverendo por instar una conversación a solas. No veía el
sentido de prologar la disputa acontecida hacía tres días. Ya había pasado suficiente vergüenza
exponiendo de aquella forma sus opiniones sobre el trato que le daba a la señorita Wilson para
tener que volver a enfrentarse al hombre que la hacía perder el control sin ni siquiera intentarlo.
Cada vez que lo recordaba, Harriet se sentía avergonzada de sí misma, y aunque intentaba
llevarlo con el orgullo típico de su personalidad, no podía evitar reprocharse haber sido tan
obvia. ¿Qué le habría pasado por la cabeza para hacerle un reproche como una mujer celosa?
¿Por qué diablos se habría sentido celosa? No negaría más que era ese espantoso sentimiento el
que se había apoderado de ella esa mañana, y eso era, quizás, lo más perturbador. Ella no tenía
por qué sentirse celosa de nadie, y menos de una mujer como la señorita Wilson, que no se le
comparaba en ningún sentido. Se comportó de forma insensata y tonta, como nunca en su vida.
Pero no se volvería a repetir, y, para asegurarse de ello, se mantendría alejada del reverendo y de
sus declaraciones que le hacían dar un salto al corazón.
«Eres la única mujer que consigue que me olvide de lo que es correcto en los momentos más
inoportunos», le había dicho él, y aunque ella era una mujer acostumbrada a los halagos, ninguno
le había calado tan hondo como ese, hasta el punto de que su corazón se aceleró y el estómago se
le revolvió como si tuviera una indigestión.
Era consciente de que la intención de Gideon no había sido alabarla, pero aun así sus palabras
hicieron que su cuerpo reaccionara como si hubiera estado esperando escuchar algo semejante
toda su vida.
¡Toda esa situación era una absoluta locura!
—Señorita Broome, ¿se encuentra bien?
Harriet parpadeó para despejarse y se encontró con nueve pares de ojos mirándola
preocupados.
—Sí... Bueno, no. Me duele un poco la cabeza.
No era una mentira. Pensar mucho era agotador, y tener las preguntas sin respuestas cansaba
aún más.
—Será mejor que terminemos la clase por hoy —les dijo mientras se levantaba—. Hasta el
miércoles, niñas.
—Hasta el miércoles, señorita Broome —respondieron en coro.
Harriet casi no las escuchó. Sus pasos la dirigían a la entrada con tal rapidez que cualquiera
que la viera creería que tenía mucha prisa por alejarse del orfanato, cuando, en realidad, solo
deseaba alejarse de sus pensamientos. Estaba a punto de llegar a la puerta cuando lo vio. Él se
encontraba justo en la entrada, hablando con una de las cuidadoras. Todavía no la había visto, y
ese fue el único incentivo que Harriet necesitó para girar sobre sus talones y volver sobre sus
pasos.
«No es cobardía, es evitar una discusión innecesaria», volvió a decirse antes de detenerse un
segundo para pensar qué dirección tomar. No podía volver al salón, pues no solo causaría intriga
a las niñas, sino que sería el primer lugar donde él la buscaría.
Tenía que buscar otra salida.
Decidida, se dirigió al patio de atrás. Seguramente habría otra salida por ahí que alguien le
indicaría amablemente, de preferencia Jackson, para no tener que dar muchas explicaciones.
Llegó al jardín trasero y se detuvo un momento a hacer un recorrido visual. Una valla
delimitaba el perímetro, pero no se notaba ninguna puerta para salir. Al fondo, a la izquierda,
estaban los establos. Decidió ir a preguntar.
Un muchacho de unos once años le respondió señalando hacia atrás.
—La única salida es la que está en el granero. Tiene que atravesarlo y al fondo encontrará una
puerta.
—¿Granero? —chilló Harriet, mirando por encima de la estructura de los establos para ver si
podía distinguir esa edificación. Ni siquiera sabía que hubiera un granero.
—Sí.
—¿Por qué podrían una puerta en un granero?
El chico se encogió de hombros.
—Normalmente la puerta de este patio solo se usa cuando se van a traer animales. No sé si
estará abierta, pero puede intentarlo.
—¿Animales? ¿Hay animales ahí? —preguntó con voz ahogada.
El joven la miró como si estuviese loca.
—Gallinas, sobre todo. Y una vaca que nos da leche. No hay muchos.
Eso era suficiente para que Harriet decidiera no entrar. Agradeció al chico en voz baja y se
dio la vuelta para regresar. Sin embargo, la visión del reverendo a unos diez metros de allí le dio
un valor desconocido. Decidida, empezó a rodear el establo. Escuchó que él la llamaba, pero
fingió no oír.
Efectivamente, unos metros detrás de los establos había una pequeña construcción que parecía
más una caja gigante que un granero. Tomó una respiración profunda y se apresuró a entrar antes
de perder el valor. Una vez dentro, Harriet solo pudo dar tres pasos antes de quedarse paralizada.
Frente a ella, tres gallinas también detuvieron lo que estaban haciendo para mirarla; al fondo, se
oyó el mugir de una vaca. Ella localizó la entrada, pero no estaba segura de llegar allí con vida.
Los tres animales le bloqueaban el paso, y cuando se atrevió a dar un paso, ellos empezaron a
chillar y a acercase.
Harriet emitió un grito que bien pudo haberse escuchado en los salones de clases y retrocedió.
Cuando su espalada chocó con la pared, empezó a caminar hacia un lado y pensó rápidamente en
cómo podría llegar hasta la salida sin ser herida. Quizás pudiera salir si lograba rodear el sitio.
Intentó hacerlo sin quitarle la vista encima a las gallinas que caminaban hacia ella, pero cuando
pasaba por unas de las paredes laterales, algo la tiró del vestido.
Sobresaltada, Harriet vio que la vaca encerraba en su boca un pedazo de su falda.
Volvió a gritar.
En esta ocasión, el grito espantó a las gallinas, que empezaron a moverse como locas antes de
decidirse a ir por ella.
—¡Auxilio! —gritó, presa del pánico.
Entonces, la puerta principal se abrió.
—Harriet, ¿qué...?
—¡No dejes que me toquen! —rogó ella mientras peleaba con la vaca para que soltara su
vestido—. ¡Estúpido animal, este pedazo de tela vale más que tú!
—Harriet, cálmate. No te harán nada.
—¡No dejes que me toquen! —volvió a pedir al borde de la histeria. Al fin, consiguió que la
vaca soltara su vestido y, sin pensarlo, corrió hacia el revendo, quien ya se había adentrado en el
lugar lo suficiente para que Harriet pudiera alcanzarlo y colocarse detrás de él como escudo.
Las gallinas los rodearon y empezaron a caminar en círculos frente a ellos.
Ella volvió a gritar.
—¡Tranquilízate! —le pidió.
Harriet no le prestó atención. Miraba a los animales como si estuvieran a punto de matarlos.
Gideon se giró para observarla, pero ella no lo miró. Sin embargo, en cuanto notó que una gallina
se acercaba, le echó los brazos sobre los hombros y se los apretó.
—¡No dejes que me toquen!
Gideon supo que sería imposible calmarla en ese momento, así que, aprovechando que ella se
aferraba a sus hombros como si de una tabla de salvación se tratara, le pasó las manos por las
rodillas y la cargó. Con ese gesto, por fin consiguió que lo mirara.
—Así no te tocarán —dijo con dulzura mientras se dirigía a la puerta trasera del granero.
Harriet estaba demasiado concentrada en los animales para protestar, así que dejó que la
sacara de allí en brazos. Solo respiró aliviada cuando el aire cálido del mediodía le rozó a piel.
En ese momento cuando fue consciente de la posición tan íntima en la que se encontraban, y aún
así no tuvo el valor para pedirle que la soltara.
Había algo agradable en encontrarse entre sus brazos de esa manera.
—No puedo creer que hayas entrado al granero solo por evitarme —le dijo él, caminando
hacia delante.
—No intentaba evitarte, pater —replicó, mirando a su alrededor. Estaban en un camino de
tierra y a lo lejos se veían un pequeño bosque. No parecía que el pueblo estuviera cerca.
—Ah, ¿no? Entonces, ¿qué hacías en el granero, si no era intentar salir del orfanato por ahí?
Por tu reacción ante las gallinas, dudo que hayas ido a recoger huevos.
La vergüenza no era un sentimiento que Harriet experimentara con frecuencia, y, sin
embargo, en ese momento la invadió hasta hacerla enrojecer.
Incapaz de rebatir su argumento, optó por otra técnica.
—Bájame —exigió, dándole un golpe en el hombro.
Él se detuvo un momento y Harriet creyó que la obedecería; en cambio, sonrió con picardía.
—Todavía no.
Y siguió caminando.
Harriet empezó a revolverse. Él, en un movimiento ágil, consiguió echársela sobre el hombro.
—¡¿Qué diablos estás haciendo?! —gritó, intentando patearlo, pero él sostenía firmemente
sus piernas. Decidió golpearlo en la espalda, pero tampoco reaccionó. Para ser un hombre de
complexión más bien delgada, tenía mucha fuerza—. ¡Estás loco!
—Es posible que lo esté, y, con seguridad, es tu culpa. Te bajaré cuando consiga un lugar en
donde podamos hablar.
Harriet vio cómo se acercaba al bosque y entró en pánico, y no precisamente porque temiera
que le hiciese algo.
—No tenemos nada de qué hablar —replicó. Detuvo los golpes sobre su espalda porque creía
necesario ahorrar energías—. ¡Esto es un secuestro!
Él no respondió y siguió caminando. Cuando llegaron al inicio del bosque, Gideon la bajó y la
sentó en el suelo como si fuera una muñeca.
Los ojos de Harriet ardían de ira.
—¡Se me va a ensuciar el vestido! —gritó, haciendo amago de levantarse, pero él le colocó
las manos sobre los hombros e hizo una ligera presión para que se mantuviera quieta—. ¿Qué
clase de comportamiento es este, pater?Te aseguro que no es honorable ni digno de un hombre
de Dios.
—Hubo un tiempo en que raptar mujeres era una costumbre socialmente aceptada —comentó
él como si no tuviera importancia.
Harriet bien pudo haberlo asesinado con la mirada. Intentó levantarse de nuevo, pero él volvió
a instarla a sentarse. Ella se rindió temporalmente.
—¿Dónde estamos? ¿No se supone que esa puerta era una salida del orfanato?
—Lo es —confirmó él. Al ver que ella desistía de huir, se sentó a su lado—. Pero no da al
pueblo, sino a la propiedad de los Corbyn. El terreno donde se construyó el orfanato es de la
familia. Si caminamos unos cuantos metros, podremos ver la casa principal.
Harriet bufó. Dudaba haber reconocido la propiedad de haber salido sola. Con toda
probabilidad, se habría perdido, e incluso eso parecía un escenario menos inquietante que estar
allí, sentada a su lado, y a punto de tener una conversación que amenazaba con volverla a
desquiciar.
—Ahora, ¿podemos hablar como gente civilizada, o tendré que atarte al árbol?
Harriet enderezó los hombros, molesta porque él insinuara que su comportamiento era
infantil.
—Está bien. Terminemos con este absurdo. ¿Qué quieres decirme?
Él sonrió. Esa actitud de niña caprichosa que siempre lograba que todo girara alrededor de
ella, que fingía desinterés para preservar su orgullo, le fascinaba de una manera inexplicable.
—Más bien quiero preguntarte algo. ¿Qué planes tienes para el futuro, Harriet?
Ella lo miró como si no hubiera entendido bien la pregunta.
—¿Has armado todo este teatro para preguntarme eso? —No sabía si sentirse aliviada o
decepcionada.
—Si no me hubieras evitado estos tres días, no habría sido necesario.
—Yo no te evitaba —protestó, orgullosa—. Respecto a la pregunta, tú sabes cuáles son mis
planes. Regresaré a Londres en febrero y me casaré con un lord. Un marqués o un duque, de
preferencia. ¿Acaso lo habías olvidado?
Gideon no evidenció su decepción porque se había esperado una respuesta semejante. Con
calma, se recostó contra el tronco del árbol y la miró.
—No lo he olvidado. Sin embargo, nunca debatimos por qué querías casarte con alguien rico
y con título. ¿Por qué es tan importante eso para ti, Harriet?
—Eso también lo respondí en su momento —dijo con exasperación—. Me quiero casar con
alguien con título porque no merezco menos.
—¿Y no has pensado que, quizás, al casarte por interés, obtengas menos de lo que mereces?
—No entiendo qué quieres decir —respondió pasados unos segundos. Sus ojos revelaban su
confusión.
Él se inclinó un poco hacia ella.
—El dinero o el estatus no define el carácter de una persona, Harriet. Elegir a alguien por su
posición y no por su corazón puede traerte muchas desdichas.
—El dinero jamás trae desdichas —rebatió ella, pero su voz sonó temblorosa—. No tenerlo sí
las trae.
—Ah, ¿sí? ¿Dirías, entonces, que los niños del orfanato son desdichados? ¿Alguna vez los has
escuchado quejarse o lamentar su suerte?
Ella no pudo responder, porque de haber dicho lo que quería decir, habría mentido.
Jamás los había visto desdichados. A su manera, siempre buscaban la forma de ser felices con
sus circunstancias.
Gideon sonrió ante su silencio.
—Es verdad que la comodidad que proporciona el dinero no debería ser despreciada —
admitió él, cediendo un poco—, pero ¿por qué buscar solo eso? ¿Por qué no buscar amor?
—Ya debatimos una vez sobre el amor y dejé clara mi opinión —espetó ella—. ¿Por qué
estamos discutiendo esto de nuevo? Si lo que quieres saber es si he cambiado mis objetivos en la
vida, la respuesta es no. Si eso es todo, me marcho.
Hizo amago de levantarse, pero Gideon capturó su brazo con suavidad para impedirlo. De
haberlo querido, Harriet se habría zafado, y, sin embargo, no lo hizo. Nunca podía desprenderse
de su contacto. Tal parecía que su cuerpo era feliz cada vez que él la tocaba y se negaba a
desprenderse de su tacto.
—Solo intento entenderte, Harriet. ¿Por qué te crees merecedora de dinero y no de afecto?
¿Crees que nadie te podrá querer? ¿Es esa la razón por la que todas tus expectativas van al
dinero, para demostrarte a ti misma que eres digna y capaz de conseguir algo importante?
La única respuesta que Gideon recibió fue el silencio.
No le sorprendió. Era consciente de que acababa de lanzar una hipótesis bastante delicada, así
que esperó con paciencia que ella la analizara, tal y como la había analizado él en los últimos
días, cuando estaba desesperado buscando una razón para su comportamiento.
—Lees mucha filosofía, pater. Que una persona quiera lo mejor no siempre tiene una
explicación profunda de fondo —respondió. No había, sin embargo, ni un rastro de seguridad en
su tono. Cualquiera que la mirara a los ojos en ese momento, ni siquiera se atrevería a decir que
era Harriet, pues parecía demasiado vulnerable.
Y se sentía así. Harriet jamás se había sentido tan expuesta en toda su vida. Era como si él
hubiera liberado un monstruo que ella había tenido encerrado bajo llave por años, y ahora volvía
a atacarla.
—Es verdad —admitió, con tanta dulzura que ella tuvo ganas de recostarse junto a él para que
su ternura la envolviera—. Pero no has respondido a mi pregunta. ¿No crees que nadie pueda
quererte?
Harriet tragó saliva. Su corazón se aceleró en un intento del cuerpo por controlar el torbellino
causado por las emociones.
—Como le dije una vez, se puede perder toda una vida buscando el amor. Simplemente no
deseo perder mi tiempo en esa misión.
Utilizó cada gramo de energía para no echarse a temblar mientras respondía y sonar segura.
Por eso, cuando él le colocó una mano en su mejilla, ya no tuvo fuerzas para seguir sosteniendo
la barrera de la indiferencia.
Cerró los ojos y absorbió su contacto como una mártir necesitada de consuelo.
—El amor, en general, es más fácil de encontrar de lo que se cree. Por ejemplo, tu padre te
ama, ¿no es así?
Harriet abrió los ojos y lo miró confundida. Para poder responder, se alejó a regañadientes de
su contacto.
—Supongo —dijo después de unos segundos.
—¿Supones? —preguntó, extrañado.
Ella se encogió de hombros.
—Siempre me da lo que pido.
—¿Su tiempo también?
Harriet bufó.
—Es un hombre de negocios muy ocupado. No podía perder mucho tiempo con nosotras.
—Entiendo. Y tu hermana, ¿no crees que te ama?
Harriet lo pensó. Para Gideon, que lo pensara era ya preocupante.
—Zelda y yo siempre hemos tenido ideales diferentes. Nunca estuvimos demasiado unidas.
Yo no diría que nos amamos, pero actualmente creo que nos llevamos mejor. ¿A qué vienen
todas estas preguntas?
Gideon esperaba que su rostro no mostrara ninguno de sus pensamientos. Estaba seguro de
que, si ella atisbaba en su cara algún rastro de compasión, se iría y nada la detendría.
—Respóndeme algo —pidió él con cautela. Podía escuchar el latido de su propio corazón,
pero estaba decidido a enfrentar la situación—. Si yo te dijera que hay un hombre que te quiere
por como eres (y no solo porque eres bonita); te quiere porque eres inteligente, tenaz y le fascina
la forma en que afrontas los retos, y aunque tu forma de ser pueda resultarle incomprensible por
momentos, no deja de fascinarle, ¿qué dirías?
Harriet sintió la boca demasiado seca para responder al momento, y su cuerpo se vio ocupado
intentando regular su respiración como para preocuparse por su mudez. Así pues, pasó casi un
minuto hasta que consiguió organizar unas cuantas palabras y pronunciarlas.
—Diría que es un hombre con buenos gustos. —Pese a sus esfuerzos, su voz sonó ahogada.
A su pesar, Gideon sonrió.
—¿Eso es todo? —Se acercó a ella hasta que sus narices casi se rozaron. Su voz se convirtió
en un murmullo—. Dime, ¿lo aceptarías, aunque no cumpliera con tus expectativas? ¿Le darías
una oportunidad?
Harriet sentía que en cualquier momento se iba a desmayar. Su corazón latía como si
quisiera salirse del pecho. Apenas podía respirar, y su cerebro parecía haberse apagado. Lo único
que Harriet percibía era a él. Sus ojos brillantes y ansiosos. Su piel suave. Sus labios.
«Respóndele que no», le dijo una voz en algún lugar de su cabeza, posiblemente la del sentido
común. Él acababa de hacerle una confesión nada discreta, y ella podría finalizar todo ese
problema con una simple respuesta negativa.
Debería de hacerlo para continuar su vida en paz.
Sin embargo, lo único que se ocurrió fue besarlo.
Apenas rozó sus labios, Harriet sintió que estaba en el lugar donde siempre había querido
estar. Un lugar donde no tenía que tomar decisiones. Un lugar donde era feliz.
Pero ¿qué tanto duraba la felicidad?
Se separó antes de que él pudiera empezar a corresponderla. Apresurada, se levantó y se alejó
unos pasos, con la esperanza que la distancia física también representara el distanciamiento
sentimental que ella no se atrevía a realizar.
—¿Sí o no, Harriet? —preguntó él con la voz ronca.
«No», se dijo. El dinero era más importante y útil que lo demás. No podía olvidarlo. Tenía
que acabar con eso. Tenía que decir no.
—No... —dijo, pero no pudo detenerse ahí. Antes de que él tuviera tiempo de mostrar su
decepción, ella continuó—: No lo sé.
Y huyó diciéndose que no era cobardía, era evitar desmoronarse innecesariamente.
Capítulo 13

Cada veinte de enero el orfanato organizaba una excursión a la playa, pues para esas fechas el
clima era más agradable, pero Harriet no se enteró de eso hasta que llegó ese miércoles para su
clase habitual y se encontró con todos a punto de salir. Las niñas llevaban vestidos muy similares
y sombreros algo viejos, y los niños usaban pantalones cortos y los zapatos nuevos de Navidad.
—Ha llegado justo a tiempo, señorita Broome —dijo Samantha con alegría—. Estábamos a
punto de irnos.
A Harriet le fue imposible negarse porque todas dieron por hecho que ella también iba a ir.
Tampoco vio motivos para hacerlo. Al menos, hasta que, a mitad de camino, se enteró por
Jackson de que el reverendo también los encontraría allí. Para entonces, habría sido demasiado
extraño poner una excusa para marcharse. Y esta vez no quería comportarse como una cobarde,
aunque Dios sabía que tenía más motivos para huir que la última vez.
Como ya venía siendo frecuente, Harriet había pasado los últimos dos días pensando en
Gideon y en la confesión que le había hecho, que no había contribuido en lo absoluto para
alejarlo de su cabeza. De hecho, dudaba que le fuera fácil sacarlo de ahí en los próximos días, o
semanas, tal vez incluso meses. La conversación había sido demasiado intensa para ignorarla,
pero solo porque se trataba de él.
Harriet jamás había creído verse en una encrucijada semejante. Tanto en América como en su
primera temporada, había rechazado sin remordimientos avances y declaraciones de
pretendientes que no consideraba dignos. Nunca había alentado romances que no le convenían.
Sin embargo, con él era diferente, porque le fue imposible cortar todo de raíz cuando se le
presentó la oportunidad. Ella podría haberle dicho que no estaba interesada, pero había sido
incapaz. Su boca se negó a pronunciar las palabras porque él le inspiraba sentimientos que antes
no había sentido. Con él se sentía diferente. Y, aunque le costara admitirlo, todo lo que le había
confesado que veía en ella le había provocado un vuelco al corazón. Ella estaba acostumbrada a
ser halagada por su belleza, pero él no se había detenido ahí y había alabado una parte de ella
que, en el fondo, siempre esperó que alguien viera.
¡En qué problema estaba metida! Hacía unas semanas ni siquiera se habría cuestionado sus
objetivos. Tenía una visión muy clara de su futuro.
En ese momento, en cambio, Harriet ni siquiera sabía quién era.
—¿Se encuentra bien, señorita Broome?
Ella inclinó la cabeza para observar a Jackson. El niño había decidido hacer el camino junto a
ella en lugar de ir junto a los otros chicos del grupo. No le extrañaba. Él siempre quería estar
junto a ella y, sorprendentemente, a Harriet no le molestaba. Se dijo con ironía que hacía unas
semanas tampoco le habría dirigido la palabra a un huérfano. Todo parecía haber cambiado
demasiado en muy poco tiempo.
—Sí. Hace un día agradable, ¿no crees?
El niño asintió, al parecer, conforme con esa respuesta. Cuando ya llegaron a las famosas
playas de Brighton, él, en lugar de ir a echarse sobre la arena como los demás, se detuvo para
mirarla. Harriet arqueó una ceja esperando que hablara, un tanto intrigada por su semblante serio,
poco habitual en él.
—Señorita Broome, hace tiempo que le quiero hacer una pregunta. Cuando sea grande, ¿me
puedo casar con usted?
Harriet se quedó tan asombrada, como si la propuesta de matrimonio hubiera sido real.
Aunque, por la expresión de Jackson, para él sí lo era.
Ella contuvo una carcajada.
—Para cuando tú seas mayor, ya yo estaré vieja.
—Pero seguro que seguirá igual de bonita.
En esta ocasión no pudo evitar sonreír.
—Es posible —admitió—, aunque también es posible que ya esté casada.
Él pareció decepcionado, aunque no derrotado.
—Si no está casada para entonces, ¿se casará conmigo?
Harriet fingió considerarlo.
—¿Qué tendrías tú para ofrecerme?
El niño lo pensó un momento.
—La querría mucho. ¿Es suficiente?
Harriet sintió que le daban un golpe invisible al pecho. Cuando respondió, ni siquiera miró a
Jackson, sino que sus ojos estaban perdidos en el horizonte.
—Tal vez.
—Entonces, ¿me promete que, si sigue soltera para cuando yo crezca, se casará conmigo?
Harriet asintió solo para que la dejara en paz y él corrió feliz hacia el resto del grupo. Ella
decidió quedarse un poco rezagada y se recostó en un uno de los árboles que separaban el
camino al pueblo de la arena. Desde allí tenía una vista perfecta de todas las personas que, o bien
jugaban con la arena o remojaban sus pies en las aguas del mar. Sin embargo, ella no les prestó
mucha atención. Se quedó observando el calmado vaivén de las olas, esperando poder despejar
un poco su mente, que, a diferencia de ese día cálido, estaba llena de nubes que le impedían
tomar una decisión clara.
La inesperada propuesta de Jackson solo había conseguido ponerla otra vez a divagar.
«¿No es suficiente?».
En otros tiempos, Harriet no hubiera dudado en responder que no, pero el hecho de que
estuviera dudando ya le decía qué tanto había cambiado su manera de pensar desde aquel
momento. Ya no sabía si el dinero y la posición le bastaban; no cuando su corazón se había
agitado, emocionado, al saberse querida por alguien.
—Maldito seas, Gideon —musitó para sí—. Estaba perfectamente bien sin tu intromisión en
mi vida.
—¿Estás segura?
Harriet se sobresaltó. Él estaba a su lado.
¿Cuándo había llegado, que ella no se había percatado?
—Completamente —respondió, mirándolo a los ojos.
Él no pareció ofendido. Sus ojos eran igual de cálidos y agradables que siempre.
—Me han dicho que te acabas de comprometer. He de admitir que me ha sorprendido.
Ella hizo una mueca de disgusto.
—No me digas que se lo está diciendo a todo el mundo.
—Está muy emocionado como para ocultarlo.
—Debí haberle dicho que no.
—Has hecho feliz a un niño, Harriet. ¿No podrá tolerar eso tu conciencia?
Harriet no respondió. Observó con inquietud cómo él se recostaba a su lado cómodamente,
evidenciando pocas intenciones de dejarla sola. A decir verdad, Harriet no había imaginado
cómo reaccionaría ante él cuando se volvieran a ver, y tampoco había pensado cómo se sentiría
él, pero tampoco había esperado notarlo tan contento, y mucho menos sentirse cómoda en su
compañía.
—Pareces muy feliz —le comentó como si no fuera nada importante, aunque en el fondo
sentía curiosidad por saber cómo se sentía y por qué.
—Lo estoy.
—¿Por qué?
Él le sonrió.
—No es por la señorita Wilson, si es lo que te atormenta.
Ella bufó y giró la cara para no mirarlo. Él se mordió el labio para no carcajearse.
Gideon no pensaba decirle los verdaderos motivos por los que estaba contento. En realidad, ni
siquiera estaba seguro de que su alegría estuviera justificada, pero desde su última conversación
había estado de un particular buen humor, y todo debido a que ella no lo había rechazado
categóricamente. Aunque podría ser algo estúpido si se consideraba que aún no tenía una
respuesta clara, la falta de una negativa era suficiente para animarlo. Si ella dudaba, era que aún
había esperanzas, y estas tenían la particular característica de causar ánimo en las personas. En su
caso, estaba un poco más que animado, a lo mejor porque aceptar lo que sentía lo había liberado
de un gran peso. Que ella tuviera ahora el poder de destrozarlo carecía de importancia. Gideon
no pensaba luchar más, cuestionarse por qué. Ya había pasado demasiadas noches en vela
analizando lo que ella le provocaba y había llegado a la única conclusión posible.
Por algún misterio del señor, se había enamorado de Harriet Broome.
Solo quedaba esperar a saber qué decía ella.
—Hace un día precioso. ¿No te parece que es normal estar contento? —le dijo para volver a
atraer su atención. Ella solo lo miró de reojo, sin responder. Él no se rindió—. Mira hacia la
playa. Todos están felices.
Harriet lo hizo. Tuvo que admitir que la escena que encontró llenaba el aire de buenas
energías. Los niños corrían, reían y jugaban con el agua como si no hubiera nada más importante
que hacer en ese momento. Irradiaban una alegría de la que ella se contagiaría fácilmente si
bajara un poco las defensas.
—Apuesto a que en Londres no podrán encontrar nunca una imagen similar.
Ella por fin lo miró.
—No. Pero las fiestas tienen también su encanto.
—Ah, ¿sí?
—Claro. Para eso las planean, para entretener a las personas.
—La única diferencia es que, en este caso, no es necesario gastarse miles de libras en una
organización, ni otras tantas en un vestido para salir. —Le tomó la barbilla con los dedos para
que no dejara de mirarlo, y la acarició de esa forma que solo él parecía saber—. La felicidad
también puede ser gratis, Harriet. Es una decisión.
Ella tragó saliva y, por un momento, se perdió en esos ojos verdes que tenían la capacidad de
embrujarla hasta borrarle de la cabeza cualquier pensamiento que no estuviera relacionado con
él. Cada vez que Harriet lo miraba, sentía que era ese rostro el que había estado buscando entre
tantos caballeros durante las fiestas en Londres. En su primera temporada nadie le interesó, nadie
le pareció suficiente. En ese momento, sentía que su rechazo se debía a que ninguno de esos
hombres era él.
«Me estoy volviendo loca», pensó, todavía sin poder apartarle la mirada.
Por supuesto que ninguno de esos caballeros era él. Ellos tenían clase, fortuna. Ellos podrían
darle la vida a la que siempre había estado acostumbrada y la importancia que siempre deseó.
Ellos podrían convertirla en una lady, admirada y respetada por todos. Él no podía ofrecerle más
que una vida en ese pueblo alejado de todo. A lo mejor allí la conocerían y le guardarían cariño,
pero no sería nadie verdaderamente importante. Él no podía ofrecerle nada y, aun así, ella ya no
sentía que esa razón tuviera demasiado peso como para atreverse a alejarse para siempre.
Eso la molestaba. Muchísimo.
—Debería odiarte —musitó, tomándolo por sorpresa—. Te has entrometido en mi vida sin
permiso, me has convertido en una maestra de pueblo, y, no conforme con eso, me haces dudar
de qué es lo que me merezco.
—Harriet —dijo con ternura. Empezó a acariciarle una mejilla, pero ella se zafó de su
contacto.
—Maldita sea la hora en que decidiste acercarte a mí. ¿Por qué no pudiste simplemente
dejarme en paz? ¿Por qué tienes que ser tan bueno y creer que todos tienen salvación, o, peor
aún, que todos quieren ser salvados? Hay personas que no son tan perfectas como tú y están bien
con ello. Hay gente como yo que vive feliz con sus egoístas ambiciones para el futuro. No tienes
derecho a meterte en la vida de ellos e intentar volverlos un ser humano ideal.
Después de ese exabrupto, Harriet se sintió demasiado cansada para permanecer de pie. Sintió
cómo su cuerpo, sin fuerzas, se iba deslizando por el tronco del árbol hasta quedar sentada sobre
la cálida arena. A lo lejos, las risas infantiles apenas se escuchaban, pero estaba demasiado
sumida en la confusión para dejarse llevar y obtener refugio en la alegría. No se percató de
cuando él se sentó a su lado hasta que sintió que le empujaba suavemente la barbilla para instarla
a mirarlo.
Harriet lo hizo. Sus ojos azules evidenciaron su vulnerabilidad.
—No planeaba volverte un ser humano ideal, eso sería imposible, y admito que tus defectos
tienen cierto encanto. Yo tampoco soy perfecto, jamás he planeado serlo.
Por alguna razón, esa última declaración consiguió encender de nuevo la chispa de la ira.
—¿Que no eres perfecto? Casi nunca te enfadas, eres amigable, generoso con los pobres, les
agradas a todos y estás dispuesto a hacer de este mundo un mejor lugar. No tienes ni un maldito
defecto.
—Creo recordar que mis sermones causan sueño, y, además, al parecer tengo la manía de
meterme en las vidas de los demás y ponérselas de cabeza. —Retiró la mano de su cara para
darle espacio, y mientras pensaba en sus próximas palabras, su rostro se volvió ciego—. Es
posible que tengas razón en lo último, no debí haberme metido en tu vida. No debí haber forzado
las cosas ni manipular situaciones para conseguir llevarte por el camino que yo consideraba
bueno. Pero eso es lo que se supone que debe hacer un buen vicario, ¿no? O, al menos, es lo que
siempre creí que debía hacer, por eso decidí dedicar mi vida a la iglesia. Es verdad, soy de los
que piensan que todos somos buenos y merecemos una oportunidad, e intento en lo posible que
los demás lo entiendan. A lo mejor por eso mis sermones son largos. Me inspiro un poco.
—Demasiado, diría yo —replicó con sequedad.
Él sonrió.
—También es verdad que no puedo salvar a todos, y que no todos quieren ser salvados. Sin
embargo, con intentarlo no pierdo nada. ¿Sabes? Ya me había dicho eso alguien. Si le hubiera
hecho caso, tal vez hoy no estaríamos así. Pero no pude hacerle caso, sobre todo cuando se quedó
en mi conciencia el peso de no haberla salvado a ella.
Tal y como él había supuesto, apenas terminó de pronunciar esa frase, Harriet le prestó toda
su atención.
—¿A qué te refieres?
Como no consideraba que se tratase de algún secreto, le contó toda la historia con Astrid,
desde cómo se conocieron hasta su desaparición. Aunque, en lo referente a detalles íntimos, se
guardó muchos detalles.
—¿Me estás diciendo que te tuviste una aventura con una prostituta?
Como Harriet solía ser una persona que manejaba muy bien sus emociones y la mayor parte
de las veces las cosas no le importaban en lo absoluto, a Gideon le divirtió verla estupefacta.
—Sí. Pero no me gusta ese término. Se le ha dado una connotación demasiado despectiva.
—¿Y cómo se supone que debo llamarla?
—Astrid. Independientemente de su profesión, es una mujer como cualquier otra.
Harriet decidió no replicar. De todas formas, eso era lo que menos le importaba en ese
momento. Todavía estaba procesando esa parte de su pasado. Gideon se había relacionado con
una prostituta. Jamás lo habría imaginado, quizás porque la imagen de un hombre como él jamás
se asociaría con un burdel. Por otra parte, eso explicaba la experiencia que demostraba dando
besos.
Quizás, después de todo, el reverendo no fuera un santo.
—No entiendo por qué te culpas de no haberla salvado. No podrías predecir lo que le
sucedería a su familia, y tampoco sabes si está mal o no. A lo mejor consiguió un esposo rico que
la mantuviera.
—Me gusta pensar que, ya que no tenía que mantener a su familia, cambió de trabajo y vive
tranquila.
La expresión de Harriet dejó claro que ella prefería su propia versión.
Gideon sonrió.
—¿Sigues, entonces, con tu visión de que un esposo rico es igual a felicidad?
A pesar de que su tono contenía humor, ambos sabían que el tema al que estaban a punto de
entrar era muy serio. Harriet hubiera querido ignorar esa pregunta tan directa.
Le desvió la mirada.
—No lo sé.
En esta ocasión le costó menos pronunciar esas palabras, pero eso no significaba que tuviera
más manejo de la situación. Se sentía igual de perdida que hacía dos días.
—Harriet, mírame.
Ella no obedeció. No podía arriesgarse a observarlo. Tenía el presentimiento de que ese error
le costaría lo poco que le quedaba de determinación.
—El hecho de estar dudando, ¿no te dice ya algo?
Ella no respondió, pero sabía que él tenía razón. Cuando había duda, era porque las bases
sobre las que se alzaba una determinación ya no eran sólidas. Algo, o, en este caso, alguien las
había hecho tambalear. Él la hacía tambalearse. Le había propuesto un nuevo camino igual o
más tentador que el planeado. Le había ofrecido aquello que ella jamás creyó que desearía.
—¿A qué le tienes miedo? —le susurró en el oído.
—A nada —respondió su orgullo.
Al menos, ese todavía no la abandonaba.
—Harriet...
Ella gruñó y por fin se atrevió a mirarlo, confiando en que el enfado mantuviera su
determinación.
—Yo quiero ser alguien importante, Gideon. Quiero una buena vida. Me lo merezco. ¿Por qué
estas empeñado en convencerme de que es malo?
—No quiero convencerte de que es malo. Solo te muestro otra perspectiva. —Señaló a los
niños—. Te lo repito: la felicidad es gratis, y, a veces, es suficiente con ser importante solo para
aquellas personas a las que de verdad les importas.
Esa frase logró desarmarla. De pronto, sintió que los ojos le picaban.
Supuso que la arena le estaba causando alergia.
Sin ser consciente de por qué lo hacía, Harriet inclinó su cabeza hasta que quedó recostada en
el hombro de Gideon. Si él se sorprendió, no lo mencionó. Se limitó a acariciarle los cabellos con
dulzura mientras ella se refugiaba en su cuerpo. Su cabeza podía estar hecha un lío, pero nada
podría convencerla de separarse, no en ese momento. Poco importaba que pudieran ser vistos o
que la situación se malinterpretara. Ninguno de los dos pensaba en eso, solo en retener la débil
paz que se formaba cuando, silenciosamente, sus cuerpos se aceptaban.
—¿De verdad quieres regresar a Londres? —preguntó en un susurro, después de un tiempo
indefinido.
—Creo que no —admitió con sinceridad, cansada de luchar con la mente—. Tengo que
pensarlo.
Para Gideon esa seguía siendo una respuesta alentadora.
—Ven —dijo, incorporándose lentamente.
Ella quiso gruñir por verse obligada a separarse.
—¿A dónde?
—A la playa. No nos quedaremos aquí toda la mañana.
Antes de que ella pudiera responder, ya la estaba llevando con los demás. El ambiente festivo
los envolvió en todo su esplendor y el ánimo de Harriet mejoró solo por estar rodeada de tanta
alegría.
—¡Señorita Broome! —gritó una de las niñas desde el agua. Aunque sus faldas eran cortas,
tenía el borde mojado—. Venga aquí, el agua está muy agradable.
Harriet negó con cabeza.
—Se me mojarán las medias y el vestido.
—No te morirás por eso —le dijo Gideon, muy cerca de ella.
—Verse desaliñada es algo igual de peligroso —replicó.
—Vamos —dijo, tomándola de la mano—. Estoy seguro de que te verás igual de bonita.
Harriet no tuvo oportunidad de oponerse. Él la arrastró hacia la orilla, y apenas pudo sacarse
los zapatos y levantarse la falda con una mano antes de que sus pies rozaran el agua de la orilla.
Una vez allí, Gideon también se quitó los zapatos y el borde le los pantalones se humedecieron
de inmediato. Cerca de ellos se oyó un grito. Jackson estaba recogiendo agua con las manos y se
las lanzaba a las niñas que gritaban escandalizadas.
Cuando los vio, se acercó a ellos.
—Ni se te ocurra —le advirtió Harriet con su tono más amenazante.
Él, como era costumbre, no le hizo caso, y en unos segundos Harriet se vio salpicada por
pequeñas gotas de agua. Había soltado el vestido para protegerse con las manos y el borde estaba
completamente empapado.
—¿No te vas a vengar? —le susurró la voz de sus tormentos.
—¿La venganza no era pecado, pater? —preguntó, irritada.
Él se encogió de hombros con inocencia.
—Si quieres, llámalo justicia.
Entonces, él también se inclinó e imitó la acción de Jackson. Para ese momento, Harriet no
sabía si gritar, iracunda, o dejarse llevar por las carcajadas que provenían de todas partes. Al
final, algún efecto mágico debían de tener estas, porque cuando Gideon se despistó, ella también
lo mojó. La sorpresa solo duró un segundo. Él se giró, la observó y se echó a reír como nunca
antes. Harriet también rio. Y aunque tenía mucho en lo que pensar, decidió que no sería en ese
momento. Por primera vez, quería experimentar esa felicidad que el dinero no compraba y ver
qué tan agradable era.
Capítulo 14

Cuando el grupo decidió regresar al orfanato, rondaban las dos de la tarde. Para entonces, Harriet
todavía tenía parte de las medias y el borde del vestido mojados, así como unas salpicaduras de
agua en el resto de su atuendo que, junto con unos mechones de pelo suelto, la hacían verse casi
tan desaliñada como la señorita Wilson. No estaba orgullosa de su aspecto, pero, extrañamente,
tampoco se sentía mal por ello. Admitía que se había divertido, y todo había sido tan agradable
que, solo por ese día, decidiría olvidar que su rato de diversión la había transformado en un
esperpento.
Estaba a punto de entrar al orfanato cuando alguien la tomó ligeramente del brazo.
—Señorita Broome, me gustaría hablar un momento con usted.
Harriet se giró hacia la señorita Wilson, que se encontraba justo tras ella. Curiosamente, no
estaba tan desarreglada ese día, o a lo mejor daba esa impresión porque ella no estaba empapada
de pies a cabeza como Harriet. A su alrededor, los niños seguían entrando al orfanato. El
reverendo se había marchado en el camino y lady Marjorie ya había entrado.
Curiosa, aceptó la silenciosa sugerencia de alejarse un poco y ambas se detuvieron a unos
metros de la entrada, lo suficientemente distantes para que nadie las escuchara.
—¿Qué es lo que pretende? —increpó la señorita Wilson con los brazos cruzados y el ceño
arrugado.
—¿De qué está hablado?
—¿Qué es lo que pretende con el reverendo? Hace días escuché su conversación. Hablaron
sobre besos. Hoy los he visto muy íntimos en la playa.
Harriet dio un respingo.
—Para ser una mujer que pretendía casarse con un hombre de Dios, tiene usted muy malas
costumbres, señorita Wilson.
Lilibeth se sonrojó, pero ese fue su único gesto de vergüenza.
—No me ha respondido.
—Ni pienso hacerlo. No es un asunto de su incumbencia.
—Yo le tengo mucho aprecio al señor Corbyn.
—De eso ya me he dado cuenta —dijo Harriet con desdén—. No es usted el colmo de la
discreción, señorita Wilson. Lamento decirle que el reverendo no está interesado en usted.
Lilibeth apretó los labios.
—Ya lo sé. Está interesado en usted. Solo Dios sabrá por qué.
Harriet se crispó.
—Puedo mencionar al menos una docena de razones por las que soy mejor partido que una
maestra de pueblo como usted.
Lilibeth sonrió con ironía.
—No olvide que ahora usted también es una maestra de pueblo, señorita Broome.
—Es diferente —dijo con los dientes apretados.
—¿Qué más da? No es ese el tema a debatir. El señor Corbyn me importa, y por eso quiero
saber qué pretende. Una mujer como usted solo puede causarle daño.
—¿Por qué está tan segura de eso?
Ella le echó una mirada de arriba abajo como si eso bastara para argumentar su punto.
—Usted no es la clase de mujer que se conformaría con un reverendo. Todos saben que desea
casarse con alguien perteneciente a la alta nobleza. Solo puedo pensar que está jugando con él. El
reverendo es demasiado noble para darse cuenta, pero yo sé reconocer a alguien despreciable
cuando lo veo.
Harriet pocas veces se enojaba lo suficiente para demostrarlo, pero en ese momento sus puños
se cerraron como un acto reflejo para canalizar la ira.
—Le recomiendo que agudice sus instintos, señorita Wilson. Yo no estoy jugando con nadie.
No me gusta perder el tiempo en eso.
—¿Me está diciendo que de verdad está interesada en él?
Harriet no respondió de inmediato, y su silencio le generó dudas a Lilibeth.
—Está interesada en él —concluyó Lily, sorprendida, cuando la miró a los ojos.
Ellos decían la verdad que ella no decía.
—Ya le he dicho que no le incumbe.
—Entonces, ¿no se va a ir a Londres? ¿Se va a casar con él?
—¿Acaso se ha autodenominado usted su madre para velar por sus intereses? Creo que
Gideon es lo suficientemente mayor para saber decidir sobre su vida.
—Respóndame —insistió—. Si voy a abandonar la lucha, tiene que ser por algo que valga la
pena.
Harriet la miró con incredulidad.
—Ha dicho que sabe que no está interesado en usted, ¿y aún pensaba seguir intentándolo?
Lilibeth se encogió de hombros.
—Quiero casarme, y el reverendo me parece un gran partido. Es amable, generoso. Sería un
gran esposo y un gran padre.
—No tiene dinero —musitó Harriet, más para ella que para su acompañante.
Lily se volvió a encoger de hombros.
—Tiene cualidades más importantes. Un hombre como él no se consigue en cualquier lado.
Además, nunca me ha interesado el dinero. No vengo de una familia acaudalada, así que una
vida modesta no me parece un castigo. —La miró con seriedad—. No me ha respondido. ¿Se va
a casar con él?
—No recuerdo haber recibido ninguna propuesta de matrimonio de su parte, así que no —
respondió, evasiva. Había recibido una declaración, pero no era lo mismo.
En el rostro de Lily empezó a evidenciarse la exasperación.
—Pero, si él se lo pidiera, ¿se casaría con él?
Harriet también empezó a irritarse.
—Independientemente de mi respuesta, usted debería de dejar de perseguirlo. Tenga un poco
de orgullo, señorita Wilson. Búsquese a otro.
Ella sonrió con melancolía.
—Su respuesta no ha sido muy alentadora, señorita Broome. No sabe si podría casarse con él,
así que yo no tengo por qué abandonar la batalla.
Harriet se sintió extrañamente amenazada, y quiso quitarle la idea de la cabeza.
—¿De verdad quiere casarse con un hombre que da sermones tan largos y tediosos? ¿Cómo es
posible que eso le guste?
—No me gustan —admitió con una sinceridad que dejó a Harriet estupefacta—. Dudo que a
alguien le gusten sus sermones. Son muy largos, apenas puedo mantenerme despierta.
—Si no los tolera, ¿por qué se quiere casar con él?
—En el amor hay que hacer sacrificios —dijo, como si esa fuera la respuesta más lógica—.
No siempre una persona tendrá todo lo que se desea. Su tendencia a hablar demasiado en el
servicio es un pequeño defecto en contraposición a todas sus virtudes. Usted está dispuesta a
casarse con un lord solo por el dinero y la posición sin importarle nada más. ¿Por qué yo no
podría casarme con un hombre tan bueno como él a pesar de eso?
Su respuesta dejó a Harriet muda. Toda la seguridad que exhibía desapareció.
—Si ustedes deciden ser felices, yo no me interpondré —dijo, aparentemente ajena al estado
en el que había quedado Harriet—. Pero si usted no se decide, yo continuaré intentando que se
fije en mí hasta que él decida apartarme. Yo sí aprecio las cosas que son más importantes que el
dinero y la posición, señorita Broome. Usted debería de hacer lo mismo.
Sin decir más ni esperar a que Harriet respondiera, Lilibeth se encaminó al orfanato.
Después de recuperarse un poco del impacto que le habían causado sus palabras, Harriet
decidió regresar a su casa. Durante todo el camino estuvo absorta en sus pensamientos, y aunque
le costaba admitirlo, las palabras de la señorita Wilson habían tenido varios efectos sobre ella.
Primero, habían despertado un instinto de competencia. No deseaba que siguiera insistiendo
en conquistar al reverendo, y la idea de marcharse a Londres y dejarle el camino libre le
provocaba un nudo gigante en la garganta. Por otra parte, su visión sobre la situación la había
dejado reflexionando. A la maestra no le interesaban los lujos ni nada semejante. Parecía
convencida de que podía ser feliz solo con un hombre bueno, y Harriet no pudo evitar
cuestionarse si ella también podría serlo.
«En el amor hay que hacer sacrificios», había dicho. Nunca unas palabras le habían parecido
tan reveladoras y aterradoras al mismo tiempo.
Llegó a su casa, y cuando caminaba por el vestíbulo, casi tropezó con la mujer que venía en
sentido contrario.
Era Zelda.
—¡Dios mío! —exclamó su hermana cuando la vio—. ¿Quién eres y qué has hecho con la
siempre bien arreglada Harriet?
Harriet nunca estaba de humor para burlas, y en ese momento menos que nunca.
—¿Qué haces aquí?
—Quería venir a hablar contigo, pero como no estabas me marchaba. ¿A dónde habías ido?
—Estábamos en una excursión en la playa —respondió, distraída.
—Ya veo. —Zelda le echó una mirada de arriba abajo, como si todavía no se lo creyera—.
Bien, ya que has llegado, podemos hablar.
—¿No puedes volver otro día? —preguntó Harriet. En ese momento no tenía ganas de hablar
con nadie. Solo quería pensar.
—No. Es importante.
Harriet se resignó.
—Iré a cambiarme...
—No, no. Si vas a cambiarte, me tocará esperar otra hora como mínimo, te conozco
demasiado y, hasta que no estés perfecta, no vas a salir. No soy muy exigente respecto al
protocolo y lo sabes. Vamos al salón.
Harriet la siguió de mala gana. Cuando llegaron al salón, Zelda tomó asiento. No se molestó
en llamar a nadie para que trajera el té porque ninguna de las dos era aficionada a esa costumbre.
—¿Y bien? —la urgió Harriet, queriendo terminar cuanto antes con esa conversación—. ¿Qué
ha sucedido? ¿Tu esposo te ha hecho algo? Déjame adivinar: insiste con eso de no hacer gastos
innecesarios. Si quieres que hable con él y lo convenza...
—Harriet —la cortó—. No he venido a hablar de mí, sino de ti.
—¿De mí? No tengo nada relevante que contar.
Al menos, nada que quisiera compartir por el momento.
—Ah, ¿no? Te has pasado el último mes con lady Marjorie y el reverendo impulsando un
proyecto para mejorar la vida de unos niños pobres que antes no te interesaban en lo absoluto.
Das clase en un orfanato por voluntad propia. No te pareces en lo absoluto a la Harriet de hace
unos meses. A mí me parece que sí hay mucho que contar.
—¿Por qué te importa lo que esté haciendo con mi vida en este momento? No te afecta en
nada.
—No —admitió Zelda—, pero me genera mucha curiosidad conocer tus motivos. Además,
también me gustaría saber qué relación llevas con el señor Corbyn.
Harriet se tensó y miró a su hermana con cautela.
—No sé a qué te refieres.
—En la fiesta de Navidad os besasteis. Te estaba buscando y os vi, pero no quise interrumpir.
Hace días que quiero hablar contigo sobre eso, pero nunca te encuentro. Siempre estás en el
orfanato.
Harriet esperaba no haber enrojecido.
—Estábamos bajo un muérdago —protestó, como si esa fuera la excusa ideal.
—Por supuesto —respondió Zelda con ironía—. Y tú eres de las que besa a alguien solo por
seguir una tradición. ¿Qué sucede, Harriet? —preguntó con dulzura—. ¿Tienes una relación con
el reverendo y no lo quieres admitir?
—No es una relación —replicó—. Es... complicado.
A Harriet le tomó solo dos segundos decidir contárselo a su hermana. Era lo más cercano a
una amiga íntima que tenía, y Zelda solía ser discreta.
—Nos hemos besado en un par de ocasiones —confesó sin prestarle atención a la
estupefacción de su hermana—. Y me dijo que me quería. Quiere... quiere que me quede con él.
Zelda se quedó muda, incapaz de creer lo que había escuchado.
—Y, hasta el momento, ¿no le has dicho que no piensas casarte con alguien cuyo trato no sea
de lord?
—Me valdría cualquier barón, y creo que los llaman señores —protestó—. No he sido capaz
de hacerlo —admitió, dejando entrever toda su confusión.
Zelda estaba igual de desconcertada. Harriet no era de las que solían tener tacto para rechazar
a un pretendiente indeseado. Si alguien no le interesaba, ese alguien se enteraba con rapidez y sin
tacto alguno. Detestaba que las insistencias de otros le hicieran perder el tiempo.
Si no le había dicho que no al reverendo, era porque...
—¡No puede ser! —exclamó—. ¡Él te gusta!
Era la segunda vez en el día que alguien hacía esa afirmación, y Harriet se preguntó por qué
otras personas parecían estar seguras de eso y ella no.
—Es complicado —insistió—. No sé lo que siento por él.
Para Zelda eso era suficiente viniendo de su hermana, para quien casi todo el mundo tenía
notables defectos que los hacían indignos de ser tratados por ella.
—Harriet, no besarías a alguien que no te interesa.
—Podría simplemente querer experimentar un poco.
—No —insistió Zelda—. Nunca alientas las intenciones de alguien que te da igual o
consideras inferior.
—Tampoco me interesaban los pobres y ya ves. Las personas cambian, Zelda.
—Lo de los pobres es otro asunto que debatiremos luego. Continuemos con tus sentimientos
respecto a Gideon. ¿De verdad no sabes lo que sientes por él, o simplemente no quieres dejar a
un lado esa tonta idea de casarte con un lord?
—No es tonta —protestó Harriet—. Es asegurar mi futuro.
—Tu futuro ya está asegurado —dijo Zelda—. Padre jamás dejará que pasar estrecheses, ni
aunque estés casada. Tu dote es suficiente para mantener todos tus lujos por el resto de tu vida.
Estoy segura de que al reverendo no le importará que te la quedes. No es un hombre ambicioso.
Ni siquiera creo que piense en tu dote, cosa que seguro que no aprecias, pero créeme, es un punto
muy a su favor. Me apuesto la mano derecha a que más de la mitad de tus pretendientes en
Londres estaban más interesados en tu apellido Broome que en lo que había debajo de tu ropa.
—Tampoco es un hombre importante. Yo me merezco ser importante. Dios, Zelda, desde que
te has casado que te has vuelto una deslenguada.
—No te equivoques, antes ya lo era pero lo disimulaba. ¿Por qué quieres ser importante? —
preguntó con verdadero interés.
Zelda jamás había comprendido esa obsesión de su hermana por conseguir un lord.
—Pues...
Harriet se percató con horror de que ya ni siquiera estaba convencida de sus razones.
—Mereces ser feliz, Harriet —dijo Zelda con dulzura mientras le tomaba las manos—. Te
puedo asegurar que no hay dinero ni posición que compre eso. Yo me hubiera casado con Archie
aunque no hubiera tenido un centavo, como pensé en un principio, porque lo amo. Inclinarse
hacia el amor siempre será la mejor decisión. Y otra cosa voy a decirte: puede que Gideon sea un
vicario, pero sigue siendo un Corbyn y tiene un buen pellizco de dinero que seguro que no va a
usar a menos que tú lo hagas.
Como Harriet no respondió, Zelda le dio una palmaditas en las manos a modo de ánimo y se
levantó.
—Me voy, pero te pido que lo pienses. Gideon es un buen hombre, y si te quiere y está
dispuesto a pasar el resto de su vida contigo, ya se ha ganado el cielo. Te aseguro que querer a
alguien como tú no es tarea fácil. —Sonrió ante la mirada asesina de su hermana—. Hasta
pronto.
Zelda ya se dirigía hacia la entrada cuando un alboroto proveniente de fuera las distrajo. Poco
antes había escuchado llegar un carruaje, pero había supuesto que sería su padre. No obstante,
era la voz de una mujer la que se oía. Como desde esa ventana no había una buena vista,
decidieron salir para investigar mejor, pero apenas estaban en el vestíbulo cuando localizaron a la
causante de tanta agitación.
—Cuidado con ese baúl. Las cosas que hay ahí dentro valen más que el salario de toda su vida
—dijo con autoridad la dama de cabellos marrones a los dos pobres lacayos que cargaban un
baúl gigante. Luego se dirigió al mayordomo—: Asegúrese de que la habitación de huéspedes
esté muy bien limpia, porque soy sensible al polvo. Y dígale a la cocinera que me prepare algún
bocadillo. Tengo mucha hambre.
Cuando vio que todos se apresuraban a acatar sus órdenes, la dama por fin las miró y esbozó
una sonrisa torcida.
—Mis queridas sobrinas —les dijo, acercándose para darles un fuerte abrazo a cada una.
Pareció asombrada por el aspecto de Harriet, pero no comentó nada—. Qué gusto veros.
Lamento no haber venido a tu boda, Zelda, pero ya tenía planes importantes para esa fecha. Me
alegra que te hayas casado, aunque si hubieras esperado un poco, quizás habrías conseguido un
partido mejor. No importa, Harriet todavía puede remediar con un buen matrimonio esa mancha
que el linaje americano de su padre os dejó, ¿no es así, querida?
Harriet, asombrada como estaba, apenas fue capaz de hablar.
—Hola, tía Helen —musitó.
Ahora todo sería más complicado.
De reojo, vio que Zelda fruncía el ceño y se mordía la lengua. Tía Helen y ella no se
soportaban, y supuso que su hermana se estaba aguantando las ganas de decirle cuatro frescas
para no iniciar una discusión.
Desvió la mirada hacia Harriet, le apretó la mano y le dejó un beso en la mejilla mientras le
susurraba una frase corta en el oído:
—Haz lo que te pida el corazón.
Capítulo 15

—Sé que no me esperabais —comentó Lady Helen tranquilamente—, pero consideré que sería
oportuno visitar a Harriet y prepararla para la temporada antes de llegar a Londres, pues una vez
estemos allí, las salidas comenzarán de inmediato. He hablado con unas conocidas y me he
asegurado invitaciones. También tengo los nombres de los mejores partidos y los de aquellas
señoritas debutantes que pueden resultar una competencia. Estoy convencida de que antes de que
termine esta temporada, estarás casada con un lord.
La única respuesta que obtuvo lady Helen ante las optimistas expectativas fue un tenso
silencio. Podía entenderlo por parte de Grizelda, porque ya estaba casada y nunca fue una mujer
ambiciosa, pero le resultaba extraña la falta de respuesta de Harriet.
—Ha sido un gusto verte, tía Helen, pero yo me tengo que ir —dijo Zelda para romper el
silencio que se había formado—. Hasta pronto, Harriet. Piensa en lo que hemos hablado —le dijo
con una mirada tan significativa que fue imposible no darse cuenta de que estaba recibiendo una
advertencia.
Zelda se marchó, y apenas unos segundos después el mayordomo volvió a aparecer en escena.
—Lady Helen, ya están acondicionando la habitación de invitados. Si es tan amable de
esperar en el salón, enseguida se le servirá un té y unos bocadillos.
Lady Helen asintió.
—¿Me acompañas, Harriet? Tengo mucho que hablar contigo.
Harriet asintió con desgana. Le hubiera gustado librarse, aunque fuera para irse a cambiar,
pero el destino ese día no estaba siendo benevolente con ella.
Lady Helen se instaló en una de las butacas del salón con la elegancia propia de las damas
refinadas: las piernas juntas, la espalda recta y las manos sobre el regazo, una encima de otra.
Harriet se sentó enfrente de ella imitando su posición, pero su desaliño la hacía parecer una
vulgar pueblerina intentando actuar como una dama.
—Querida, siento mucha curiosidad por saber por qué estas despeinada y tu vestido está
húmedo en algunas partes. Espero que no sea una moda típica de este pueblo, y que no hayas
decidido adoptarla.
—Estaba en la playa —dijo como quien confiesa algo que tarde o temprano tendría que
saberse—. En una excursión con los niños del orfanato —confesó.
—¿Y tú estabas ahí porque...?
Ella se preparó para contarlo todo. No veía el sentido a ocultarlo, y, por extraño que sonase,
tampoco quería hacerlo.
—Soy temporalmente una de las maestras.
Lady Helen no se movió, pero su cuerpo se tensó por un momento.
—Entiendo... Es una broma —concluyó, con el tono de que se usaba cuando se trataba de
autoconvencerse de algo.
—No lo es.
Esa respuesta sí que consiguió alterar la postura. La dama se inclinó ligeramente hacia delante
y clavó en Harriet unos ojos verdes llenos de incredulidad y decepción.
—¿Qué haces dando clases en un orfanato? Puedo comprender que en este pueblo no haya
mucho que hacer, pero el aburrimiento es preferible a rebajarse de ese modo. Juntarte con gente
tan pobre... ¿Y si te han contagiado alguna enfermedad? Esos niños deben tener liendres y toda
clase de enfermedades.
Harriet jamás habría imaginado que escuchar a alguien decir lo mismo que ella hubiera
afirmado hacía unos meses le causaría tanta indignación. El comentario logró encender la chispa
de su fuerte carácter, pero se contuvo para no soltar un comentario impertinente del que después
se arrepintiera.
—Son buenos niños, y están sanos. En el orfanato los cuidan bien.
Lady Helen la miró como si no creyera que fuera Harriet quien hablaba. Al final, decidió
hacer el gran esfuerzo de pasar eso por alto.
—Bien. Pero no menciones ni una sola palabra de esto en Londres. Solo oír hablar de gente
pobre causa alergia, a menos que el tema específico sea la caridad. Centrémonos mejor en cómo
vas a conseguir un buen esposo, porque sigues con ese objetivo en mente, ¿no?
El silencio de Harriet debió ser más revelador de lo que ella había esperado, porque lady
Helen soltó un jadeo.
—Harriet, todavía quieres casarte con un lord rico, ¿no es así? —insistió.
—Sí... Bueno, es que han sucedido cosas...
—¡¿Qué te ha hecho este pueblo?! —exclamó, levantándose—. Primero, te encuentro
desaliñada. Ha resultado que das clases a unos huérfanos y ahora ni siquiera estás segura de
querer casarte con un lord. ¿Se puede saber qué ha pasado para que cambies de opinión?
Harriet no estaba muy convencida de revelarlo. A decir verdad, ella tampoco tenía clara la
razón de su duda. Es decir: sabía por qué dudaba, pero le era difícil describir qué la había llevado
a eso.
—Es por un hombre, ¿no es así?
Harriet se tensó, y eso fue toda respuesta.
—¿Quién? —preguntó lady Helen.
—Estoy segura de que no te agradará escucharlo —respondió Harriet.
Lady Helen empezó a pasear de un lado a otro, moviendo los brazos como si quisiera
estrangular a alguien pero no se atreviera.
—Harriet —dijo, deteniéndose un momento. En sus ojos brillaba una determinación
intimidante—. Eres una mujer hermosa, podrías tener a quien quieras a tus pies. No sigas el
ejemplo de tu madre, por favor.
—A madre no le fue tan mal —protestó—. Mi padre es un hombre acaudalado.
—¡Es un americano! —gritó de tal forma que bien pudo haber dicho que era un delincuente
—. Es dinero no es despreciable, pero la posición lo es todo en esta vida. —Se inclinó hacia ella
y colocó las manos sobre los reposabrazos de las butacas, apresándola—. El nombre que ostentes
es el que decidirá tu furo. Mientras más importante sea, más gente te idolatrará. ¿No es lo que
deseas? Si quisieras, todas te envidiarían, querrían ser como tú. Nadie se atreverá a despreciarte y
obtendrás lo que quieras con solo mover un dedo. Eso es lo que mereces, Harriet: es tu
recompensa por haber nacido con una belleza extraordinaria.
Harriet procesó lentamente sus palabras. El futuro que su tía Helen describía era muy
tentador, era el que Harriet siempre había soñado. Una persona importante, respetada. Todos le
prestarían atención, todos la admirarían, como siempre había creído que se merecía.
Pero ¿la querrían de verdad? No pudo evitar hacerse esa pregunta. Él se había encargado de
que cuestionase qué era más importante, y la duda no era fácil de quitar.
Lady Helen, al notar que ella lo pensaba, prosiguió:
—Podrías ser tratada igual que una reina el resto de tu vida, solo hay que tomar buenas
decisiones. No dudes del valor de un título y una buena posición social, Harriet.
—Tú no te casaste con un noble, pero aun así tienes una buena posición —replicó. Harriet
estaba en un estado en el que ya no podía evitar cuestionarse todo lo que le decían.
Lady Helen hizo una mueca de disgusto.
—Pero me costó mucho conseguirlo, y aun así hay círculos que no me aceptan. Si me hubiera
casado con un lord, habría sido más fácil. De no haber sido por tu madre...
Harriet no necesitó que terminara. Se sabía la historia. Su tía se había encargado de contársela
en su primera temporada.
Al parecer, cuando tenía quince años, su tía había conseguido llamar la atención de un joven
lord, un futuro marqués, quien había prometido pedir su mano apenas la hermana mayor se
casase, pues no era adecuado que la menor consiguiera esposo antes que la mayor.
Lamentablemente, la madre de Harriet, Hope, era demasiado intrépida para conformarse con la
tranquila vida de casada de una dama inglesa, por lo que a los diecisiete años huyó a América en
busca de aventuras, dejando a su familia en boca de la sociedad. Después de ese escándalo, el
pretendiente de lady Helen desapareció, y la búsqueda de un esposo respetable resultó toda una
odisea. Ni siquiera por ser hija de un conde pudo conseguir algo mejor que el hijo segundo de un
lord.
Nunca se lo había perdonado a su madre.
Aunque Harriet podía entender a su tía, no podía odiar a su madre por lo acontecido, ya que,
si las cosas se hubieran dado de otra manera, ella no estaría allí. Eso sí: durante mucho tiempo
creyó que había sido muy tonta por no haber aprovechado la oportunidad que la vida le brindó.
Había sido huérfana, pues su abuelo murió antes de que ella naciera. Después de eso, su abuela
tuvo la fortuna de casarse con un conde, que, si bien por ley no le podía dar su apellido, sí le dio
su protección. Eso habría bastado para un conseguir buen partido si Hope no hubiera sido tan
aventurera.
—Si consigues un marqués o un duque no tendrás que luchar por que te acepten, ya lo verás.
Piénsalo, Harriet, ¿qué te ofrece este pueblo? ¿Qué te ofrece ese hombre? Una vida en el
anonimato y seguramente ni siquiera es rico, o ya lo hubieras mencionado. Un partido como ese
pudo ser adecuado para Zelda, pero no para ti.
Lady Helen le tendió una mano y Harriet la tomó. Ella la instó a levantarse y la llevó a la otra
esquina del salón, donde un pequeño espejo cuadrado colgaba de una de las paredes.
—Mírate, cariño. Eres hermosa —le susurró cerca del oído—. ¿Crees que en este pueblo
alguien podría apreciarte como te mereces? Para ellos solo serás una mujer común, poco
importante. Todo tu potencial se marchitará, y después será demasiado tarde. ¿Eso es lo que
deseas? Dime, ¿acaso ha habido alguien en este lugar que te haya dado el lugar que te
corresponde? ¿Alguien te ha tratado como la reina que eres?
Harriet negó con la cabeza sin dejar de observar su rostro confundido en el espejo.
Exceptuando unos cuantos halagos la primera vez que había ido al orfanato —y a Jackson, que la
adoraba de una forma muy particular—, nadie le había mostrado especial reverencia. Todos la
trataban con normalidad, como si no poseyera ninguna cualidad importante, e incluso algunos la
despreciaban por ser consciente de su valor, como la señorita Glade y la señorita Wilson. Gideon
le había dicho que era importante para él, pero ¿acaso se lo había demostrado de alguna manera
extraordinaria? No. Porque nadie allí creía que lo fuera, ni siquiera después de la gran idea que
tuvo para mejorar la vida de esos niños.
—Piénsalo un poco, querida. Todavía hay tiempo. Yo iré a descansar un rato.
Lady Helen se marchó, pero Harriet apenas se percató de ello. Observó su imagen en el
espejo. El rostro angelical, la piel de porcelana, los cabellos brillantes. La vida no podía haberla
hecho así de bonita para que se quedara toda su vida encerrada en un pueblo, dando clases y
oyendo unos sermones que le causaban sueño, ¿verdad? Allí nadie sabría apreciarla como se
merecía.
A lo mejor, había pensado demasiado las cosas cuando no era necesario.

***

El día amaneció nublado. Los truenos advertían a todos de que se avecinaba una gran tormenta,
por lo que la mayoría se había encerrado en su casa. El pueblo estaba desierto, pero Harriet no
detuvo su avance hacia la iglesia.
Tenía que terminar con eso lo antes posible, o no podría hacerlo después.
Mientras caminaba, se negó a pensar en la conversación que estaba por llegar. Centró su
mente en respirar hondo para calmar su acelerando corazón y dio pasos cada vez más rápidos; no
porque le temiera a la lluvia. Más bien se temía a sí misma.
La iglesia parecía desierta esa mañana. A su alrededor no había ni un solo feligrés, y desde
lejos daba la impresión de estar cerrada. Harriet no se amedrentó y siguió hacia delante. Cuando
llegó a la entrada, notó que no estaba cerrada. Un pequeño resquicio le hacía una tímida
invitación para pasar, y Harriet la aceptó antes de perder el valor. Una vez dentro, el silencio que
llenaba el ambiente junto con la tenue luz proveniente del altar le dieron a la escena una especie
de visión trágica, como si todo estuviera perfectamente organizado para ser el escenario ideal de
la obra que estaba a punto de acontecer.
—¿Harriet? —musitó alguien al fondo.
Ella tardó unos treinta segundos en verle bien la cara, pues fue el tiempo que él se tomó para
acercarse lo suficiente a ella.
—Vengo a decirte que en una semana regreso a Londres con mi tía Helen —soltó de pronto.
Si las palabras no hubiesen salido justo en ese momento, posiblemente no habrían podido ser
pronunciadas después.
A pesar de la escasa iluminación, el semblante de él fue perfectamente visible. Tenía la
expresión de alguien que había sido golpeado de imprevisto.
—¿Esa ha sido tu decisión? —preguntó en voz baja—. ¿Por qué?
—Nadie en este pueblo me aprecia lo suficiente —respondió con todo el orgullo que pudo
recoger.
Había pensado que sería más fácil, pero se estaba dando cuenta de él la había hecho dudar
demasiado y ya nada resultaría sencillo.
No importaba. Estaba convencida de que unos meses en Londres serían un remedio eficaz. Su
lugar estaba allí, no en Brighton.
—¿Por qué dices eso? Claro que te apreciamos. Si no lo hiciéramos, no habríamos apoyado tu
idea. Si no lo hiciéramos...
—Basta —cortó. No quería seguir escuchando. No permitiría que nada hiciera flaquear su
decisión—. Vosotros me tratáis como si fuera una igual, no me alabáis, y... algunos incluso me
desprecian por valorarme. En Londres, cuando me case con un lord, sí me respetarán.
Gideon se sintió mareado.
Estaba muy confundido. No podía comprender qué podía haber sucedido para que ella
cambiara tan abruptamente. Él estaba escuchando de nuevo a la Harriet soberbia de hacía unos
meses, la que estaba convencida de que todos debían rendirle pleitesía. Él había creído que esa
Harriet se había transformado, e incluso llegó a creer que podría decidir quedarse.
Algunos milagros, simplemente, no se daban.
—¿Eso crees? Yo diría más bien que fingirán que te respetan. No es lo mismo, Harriet.
Intentó acercarse más, pero ella alzó una mano para detenerlo.
—No vas a volver a hacerme dudar, pater. La decisión está tomada.
—¿Y el orfanato?
—Ya dije una vez que eso no era ningún impedimento. Cuando logre conseguir un esposo
rico, le hará donaciones.
Gideon empezó a sentir náuseas.
—Y lo nuestro, ¿no significó nada para ti? —dijo en voz alta.
Estaba perdiendo el control, pero supuso que eso era lo que pasaba cuando la desilusión, la
rabia y la impotencia formaban equipo.
—Nunca tuvimos nada —dijo con frialdad. Le costó mucho que su voz no temblara—.
Admítelo, Gideon, esto no iba a funcionar jamás. Yo no me adaptaría a una vida en este pueblo,
y tú no puedes tener como esposa a una mujer como yo. Necesitas a una verdadera devota a la
que le gusten tus sermones y se sienta comprometida con este lugar. Estaba condenado al fracaso
antes de iniciar.
—No, Harriet —susurró, ya más calmado. Caminó hacia un lado para poder sentarse en uno
de los bancos, pero no dejó de mirarla—. Tú eres la que lo está condenando al fracaso. Será
mejor que te vayas.
Harriet se sintió un poco amedrentada ante su tono. No era duro ni grosero, pero estaba lleno
de decepción, y eso le provocó un dolor en el pecho nunca antes sentido.
—Consideré que era necesario dejar las cosas claras...
—Ya han quedado claras. Vete, por favor.
Ella asintió, enderezó los hombros y se marchó. Una vez fuera de la iglesia, su cuerpo empezó
a temblar, pero decidió echarle la culpa al frío.
Era lo mejor.
Después de que ella saliera, él echó la cabeza hacia atrás y pidió a Dios resignación.
La desilusión dolía más de los esperado, pero tendría que tolerarla. Ese era el castigo por
haberse aferrado a las esperanzas. No sabía qué había pasado; sin embargo, carecía de
importancia. Él había visto en sus ojos que estaba decidida y sería inútil hacerla cambiar de
opinión.
Si ese era el destino, habría que aceptarlo, aunque posiblemente le tomara mucho tiempo.
Ojalá le hubiera hecho caso a Astrid cuando le dijo que habían cosas que no podían ser.
No volvería a ignorar ese consejo.
Capítulo 16

Los días que siguieron después de la conversación y antes de su partida, Harriet procuró no salir
de casa. Se quedó escuchando atentamente todo lo que su tía tenía que informar, sintiéndose un
poco más animada, aunque no tanto como le habría gustado. La única vez que escapó de su
encierro fue el día de su clase para notificar a los niños de su partida.
No fue una experiencia agradable.
Al contrario de lo que había pensado, las niñas sí parecieron decepcionadas con su partida, y
preguntaron varias veces si iba a regresar. Harriet no quiso dar una negativa rotunda, así que dejó
la respuesta en el aire. Jackson, por el contrario, no se mostró tan desilusionado. Cuando Harriet,
picada por el orgullo, le preguntó si no la extrañaría, él respondió:
—Sé que regresará. Estamos comprometidos.
Ella no pudo sacarlo de su error.
Llegado el día de la marcha, Harriet hizo gala de una mala educación y se despidió de su
hermana con una corta y precisa nota. Sabía que ir a ver a Zelda significaría una discusión
imposible de evitar, y ella no necesitaba que nadie la reprendiera.
Había tomado la mejor decisión.
Una vez en Londres, todo empezó a tomar el rumbo adecuado.
O al menos, eso esperaba Harriet.
Tal y como su tía le había prometido, les abrieron las puertas a eventos muy selectos, de esos
donde en cada esquina había un personaje importante. Durante su primera temporada, Harriet
apenas había podido disimular su emoción por encontrarse en el mismo lugar que la alta
sociedad; sin embargo, en esos primeros dos meses, pocas veces estuvo verdaderamente
animada. Por alguna razón, las fiestas ya no le parecían tan entretenidas como antes, e incluso
algunas la sofocaban. «A lo mejor estuve demasiado tiempo en el campo y necesito un tiempo
para acostumbrarme», se dijo varias veces, pero ya iba para tres meses en Londres y no parecía
que se estuviera adaptando.
Respecto a los pretendientes, hubo algunos más que en la temporada anterior. Podía no sentir
el mismo entusiasmo que antes, pero Harriet se había propuesto firmemente conseguir a alguien
digno de ella y olvidar al hombre que le provocaba unas cuantas noches de insomnio. Fue esa
determinación y seguridad en sí misma lo que atrajo la curiosidad de unos cuantos nobles de
buena cuna, en especial, el marqués de Somerset, quien la cortejaba desde hacía casi un mes y
aparentaba tener todos los requisitos ideales para ser un buen esposo.
El marqués tenía treinta y cinco años, era viudo, apuesto y andaba en busca de una esposa que
pudiera darle el heredero que la primera no había conseguido. Era un hombre afable, de carácter
bromista y muy respetuoso. Harriet lo había conocido gracias a Tess, o, mejor dicho, gracias al
hermano de esta, el marqués de Slayter. Se había encontrado con ambos en un par de eventos.
Slayter le había presentado a Somerset en un intento desesperado por deshacerse de Harriet. De
no haber sido porque Tess ya le había advertido que su hermano no andaba interesado en el
matrimonio por el momento, Harriet se habría enfadado mucho por su evidente rechazo.
Rápidamente, el marqués se mostró bastante interesado en Harriet, lo que despertó la envidia
de todas las debutantes, quienes no podían comprender cómo una americana sin título había
acaparado a uno de los mejores partidos de la temporada. Harriet admitía que se sentía orgullosa
de ser el centro de atención, pero había algo que le impedía estar completamente satisfecha, no
sabía bien qué.
Esa noche, en la velada de losPreston, el marqués le hizo una propuesta inesperada.
—Quisiera hablar con usted a solas, señorita Broome.
Harriet sabía que no sería una propuesta de matrimonio sobre lo que querría conversar, pues
aunque llevaba cortejándola más o menos un mes, el marqués no era del tipo apasionado que
tomaba una decisión sin pensarla unas cuantas veces. Intrigada, quiso aceptar de inmediato, pero
el protocolo la obligaba a hacerse del rogar.
—Eso es incorrecto, milord, usted lo sabe —dijo con el tono coqueto que usaba con
frecuencia para mantener a sus compañeros atentos.
—Y a usted no le importa, señorita Broome, y usted lo sabe —dijo con una sonrisa lobuna.
Harriet no pudo hacer menos que sorprenderse—. Disculpe si sueno grosero, pero hoy no tengo
muchos ánimos para seguir los protocolos. Comportarse correctamente todos los días es
agotador, y alguna que otra vez se debe descansar. Por favor, acompáñeme. Le doy mi palabra de
que solo quiero hablar con usted sin tantos oídos curiosos alrededor.
Harriet terminó por asentir. El marqués, que parecía conocer bien esa casa, le pidió que se
encontrara con él en diez minutos en el salón que la familia solía usar para los desayunos, y le
indicó como podía llegar.
Ella decidió arriesgarse.
Cuando llegó, él había abierto un poco el gran ventanal que daba a un jardín y fumaba un
puro. Lo apagó en cuanto la vio.
—¿A qué se debe esto, milord? —preguntó con igual sinceridad que él. Algo le decía que eso
era lo que esperaba de ella—. Estoy segura de que no se trata de una propuesta de matrimonio.
Él enarcó una ceja y se acercó a donde ella estaba.
—¿Cómo puede saberlo?
—Nos conocemos desde hace un mes. Usted no de esos locos apasionados que están
convencidos de haber encontrado al amor de su vida en tan poco tiempo. Es sensato.
—Ya sabía yo que además de bonita era inteligente, señorita Broome. —Intentó acariciarle la
mejilla, pero Harriet se alejó. No era su intención rechazarlo, simplemente había sido un
impulso. Por suerte, el marqués no pareció tomárselo mal y dio un paso atrás para respetar su
espacio—. Efectivamente, no he venido a proponerle matrimonio, pero quería conversar con
usted para saber si este cortejo tiene o no futuro.
La única muestra que Harriet dio de haberlo escuchado fue entrecerrar los ojos. Prefirió
guardar silencio para evitar decir algo que no correspondía. Era mejor escuchar toda su
explicación y decidir cómo actuar en consecuencia.
—¿Sabe qué me gusta de usted, señorita Broome? ¿Tiene alguna idea de por qué estoy
interesado en una americana sin linaje noble, cuando podría tener a cualquier lady inglesa?
—Porque soy más bonita e interesante que ellas —afirmó con seguridad.
Él se rio.
—Efectivamente, es usted más bonita que ellas. Pero no es solo eso. —Se inclinó un poco
hacia su cara, pero no lo suficiente para incomodarla—. La primera vez que la vi, noté una
chispa en sus ojos. No sabría cómo explicarlo, pero quedé fascinado. No es usted como ellas,
señorita Broome, tiene carácter, aunque parece que lo disimula bien, supongo que por
conveniencia.
Harriet lo miró con curiosidad y se tomó un tiempo para decidir cómo responder. Nunca había
escuchado al marqués hablar con tanta sinceridad, así que decidió comportarse de igual modo.
—Usted lo ha dicho, milord. Hay que comportarse correctamente, aunque pueda resultar
agotador.
Él se volvió a reír.
—¡Lo ve! Ahí está. Casi nunca me equivoco juzgando a las personas, y aunque no soy un loco
apasionado, podría perfectamente proponerle matrimonio ahora. Pero hay un problema.
Harriet arqueó las cejas en una pregunta silenciosa. El gesto la hacía ver menos desesperada
que formular la pregunta directamente.
—Usted solo busca mi dinero, y en eso sí es igual a las demás. No me quiere a mí.
Harriet empezó a ponerse nerviosa. En ninguna de las lecciones impartidas por la tía Helen se
dijo cómo reaccionar ante una sinceridad tan brutal. Se suponía que la alta sociedad se manejaba
mediante acuerdos de conveniencia que no se decían en voz alta por educación, si bien ambas
partes sabían que participaban en ellos. Él ya le había advertido que su respuesta determinaría el
futuro de esa relación. Si lo perdía como pretendiente, no podía afirmar que conseguiría otro
igual de bueno, y no porque dudara de sus capacidades, sino porque ya hacía días que dudaba de
la conveniencia de esa decisión. Se sentía hastiada y un poco fuera de lugar.
A lo mejor ya había actuado demasiado.
—¿Y usted busca a alguien que lo quiera?
Él pareció enorgullecerse de que no lo negara.
—Es una pequeña fantasía, sí. Estuve ocho años casado con una mujer que apenas me miraba,
y me hablaba solo cuando necesitaba que le ampliara algún crédito. Aparte de eso, no tenía
personalidad propia, parecía una muerta en vida y era más aburrida que los sermones del servicio
del domingo.
Harriet dio un respingo ante la mención de los sermones.
Malditos recuerdos inevitables.
—¿No hay respeto a los muertos, milord?
—Mi respeto lo tienen quienes se lo hayan ganado, señorita Broome. Volviendo al tema, sí,
me gustaría que me quisieran, o por lo menos que no quisieran a nadie más.
Harriet no pudo identificar si era o no una indirecta. Él no podía saber lo del reverendo, era
imposible, y ella no había demostrado interés por ningún otro caballero desde que habían
empezado a salir.
Entonces, ¿de qué diablos estaba hablando?
—A veces la observo sin que usted se dé cuenta. Me gusta observar a las personas que me
generan interés. Me he percatado de que se pierde mucho en sus pensamientos, y cuando está
conmigo, me mira como si quisiera estar viendo a otra persona. Antes de que lo pregunte, sé cuál
es esa mirada. Ella siempre me miraba así —dijo con cierta melancolía, pero no permitió que el
sentimiento aflorara demasiado y se recompuso con rapidez, sustituyendo la tristeza por
indiferencia—. Consecuencias de un matrimonio de conveniencia, supongo. Nuestros padres lo
arreglaron.
Harriet sintió que la única base estable que había logrado conseguir en esos meses se
tambaleaba, y evaluó mentalmente sus opciones. El marqués era demasiado listo como para
intentar convencerlo de que no quería a nadie más, y Harriet, por primera vez, no se veía capaz
de conseguir su objetivo, principalmente porque ni siquiera había sido capaz de convencerse a sí
misma.
Durante esos meses, había hecho lo posible por sacarlo de su cabeza y de su corazón,
convencida de que el tiempo borraría el sonido de su voz, el sabor de sus besos y el calor de su
tacto.
Fue imposible. Por el contrario, estaban cada vez más presentes, como si por no tenerlo cerca
los recuerdos se incrementaran con el fin de consolar al alma por su ausencia.
Hacía varios días había empezado a cuestionarse de nuevo la decisión tomada, y era verdad
que cada vez que lo miraba a él, quería estar viendo el rostro de Gideon y su sonrisa simpática.
El marqués representaba todo lo que ella siempre había querido, pero a la vez, parecía faltarle
todo lo que ella necesitaba.
El marqués, que ya había demostrado poseer una gran perspicacia, tomó su silencio como una
respuesta afirmativa.
—Dime, cariño, ¿quién es? ¿Por qué estás aquí conmigo y no con él?
Harriet decidió sentarse en una de las sillas acomodadas alrededor de la mesa. No podía creer
que estuviera teniendo esa conversación y que estuviera a punto de confesarle al hombre que
quería llevar al altar que estaba enamorada de otro.
—Es el vicario de la iglesia de Brighton —dijo en voz baja.
Por la expresión del marqués, no se lo habría imaginado nunca.
—Entiendo. No es necesario que respondas a la segunda pregunta.
Harriet lo miró con ironía antes de proseguir.
—Siempre he tenido gustos caros, milord, y el convencimiento de que merezco lo mejor.
Jamás había puesto en duda mis ideales hasta que llegó él —dijo con rencor—. Él me hizo sentir
empatía por los pobres, me convenció de trabajar como maestra de un orfanato y se metió en mi
vida de tal manera que ahora no puedo sacarlo de la cabeza. Siempre creí que la felicidad la daba
el dinero y la posición, pero en este momento no estoy segura de nada —refunfuñó con el tono
de una niña a la que le habían arruinado todos sus planes.
El marqués tuvo que morderse el labio para no reír.
—Bien, vuelvo a repetirle lo desastroso que fue mi matrimonio solo por mantener la posición.
Quizás eso le aporte alguna idea de que no siempre se puede tener todo en esta vida, señorita
Broome. Por otra parte, creo que no me equivoqué en pesar que usted vaciaría mis cuentas del
banco.
—Cualquier dama que se encuentre en estos salones vaciará su cuenta de banco, milord. No
me diga que es avaro.
—Me gusta cuidar mis intereses.
—Entonces espero que tenga suerte buscando otra mujer. Supongo que ya no querrá casarse
conmigo. ¿Y si le digo que puedo quererlo algún día?
Él se carcajeó.
—Una posibilidad demasiado incierta como para arriesgarme.
Harriet se levantó resignada.
—A lo mejor puede intentarlo con Tess. Si busca a alguien con personalidad, creo que ella
tiene mucha.
Él se volvió a reír.
—Lo intenté con ella la temporada pasada, pero a las semanas me dijo: «Lo siento milord,
pero no estoy enamorada de usted y no creo que vaya a suceder. Estoy segura de que encontrará
a alguien más». En el fondo, le agradecí su sinceridad.
Antes, Harriet habría dicho que Tess era una insensata demasiado soñadora.
En ese momento se abstenía de dar opiniones.
—Parece que no tiene mucha suerte con esto de buscar una nueva esposa.
—Tengo paciencia. Entonces, ¿qué hará, señorita Broome? ¿Regresará a buscar a su amado?
Yo no lo pensaría mucho. Mi abuela solía decir que el verdadero amor solo se encuentra una vez
en la vida.
Harriet guardó silencio mientras lo pensaba, aunque, ¿qué tenía que
pensar? El hombre que siempre había deseado como esposo le acababa de decir que no pensaba
casarse con ella porque no había amor de por medio, y ella, en lugar de sentirse desesperada y
tratar de convencerlo para que se quedase, lo estaba aceptando todo con un sentimiento de
ridículo alivio. No había nada que pensar. El reverendo había conseguido un gran cambio en ella,
uno irreversible.
Con inquietud, se preguntó si él todavía estaría interesado en ella o habría cedido a la
insistencia de la señorita Wilson.
La sola idea la hizo enrojecer de rabia.
No, ella no era fácil de olvidar, y se lo iba a demostrar.
—Mañana me devuelvo a Brighton —declaró con decisión, y se levantó con ánimo. Le sonrió
al marqués—. Un gusto haberlo conocido, milord. Si me acepta un consejo, la próxima vez que
le interese una dama, si ella no lo quiere, inténtelo un poco para que lo haga. No se rinda tan fácil
ni las someta a estas conversaciones tan incómodas. —Empezó a caminar hacia la puerta. Se
movía con la ligereza de quien ya no tiene encima un gran peso. Antes de salir, sin embargo, giró
la cabeza hacia él—. Por cierto, ¿no estará interesado en hacer una donación a un orfanato?

***

—Señor Corbyn, ¿se encuentra usted bien? —le preguntó lady Marjorie.
Gideon parpadeó para volver a la realidad. Miró a lady Marjorie, que estaba sentada en la
cabecera de la mesa, como siempre hacía en cada reunión que se realizaba en el comedor del
orfanato. Parecía preocupada, y Gideon se preguntó si él tendría tan mal aspecto.
—Disculpe, lady Marjorie. ¿Qué me decía?
—Hablaba sobre la distribución de las donaciones recibidas este año: qué tanto destinar a la
formación del personal, remodelaciones del edificio, nuevos materiales escolares... —Le
observaba de hito en hito, sin perder la expresión amable—, pero quizás sea un poco tarde. Será
mejor que continuemos mañana.
Él asintió, echándole un vistazo al reloj que marcaba ya las seis de la tarde. Se levantó para
dirigirse a su casa, pero lady Marjorie colocó una mano sobre la de él para detenerlo.
—Disculpe que me entrometa, señor Corbyn, pero de un tiempo a esta parte ha empezado a
turbarme su extraño comportamiento. Desde que la señorita Broome se marchó, su estado de
ánimo no ha sido el mismo, y estos últimos días parece que haya empeorado incluso su salud.
¿Ha caído usted enfermo? ¿Hay algo en lo que pueda ayudarle?
Gideon esbozó una sonrisa, pero en esta no había ni un poco de la alegría de antaño.
—Estoy bien, lady Marjorie. —La dama arqueó una ceja para demostrar su escepticismo—.
Tal vez lo estaré pronto. Solo necesito tiempo.
—Permítame decirle algo, aunque solo sea para devolverle el favor que usted me hizo una
vez.
Compartieron una mirada cómplice. Gideon posó la mano sobre la de ella y le sonrió.
—No fue nada, milady. Pero puede confiar en que escucharé lo que quiera decirme.
—Cuando los sentimientos son verdaderos, no se puede huir de ellos —le advirtió—. Con el
tiempo todo parece mejorar, pero es una sensación engañosa. El corazón no se cura; se entumece.
Solo así podemos seguir adelante. En el fondo, sigue atesorando en un rincón gran parte de ese
amor, y, apenas tiene la oportunidad de liberarlo de nuevo, lo hace. Siempre en el momento más
inesperado.
Gideon sabía que lady Marjorie lo decía por experiencia propia.
En los últimos meses, el mayor escándalo del pueblo había sido la ruptura del compromiso
entre lord Ridgeway y ella. Tras despacharlo, había corrido a los brazos de otro hombre, con el
que se había prometido en matrimonio casi en el acto. Aunque se rumoreaba que la pareja ya
había tenido contacto antes, pues solo eso justificaría que una dama tan correcta hiciera algo así,
solo Gideon sabía con certeza que, efectivamente, así era. No había podido casarse con el conde
porque en su corazón aún habitaba ese viejo amor.
Había insinuado a Gideon cuán impaciente estaba por casarse en más ocasiones de lo que era
respetable. Y, en un principio, su desesperación por haber exigido un compromiso largo —solo
así mitigaría un tanto los rumores— le había divertido de lo lindo. Era refrescante ver a una
mujer comedida a punto de tirarse del pelo. Sin embargo, Gideon empezaba a apiadarse de ella.
Sobre todo cuando coincidía con la pareja durante sus paseos y veía en sus expresiones
insatisfechas que, como no disfrutaran de la intimidad de un matrimonio de una vez por todas,
correría la sangre.
—Cuando se trata del corazón, no se puede nadar contracorriente —dijo con una tímida
sonrisa—. Acepte que el amor le ha derrotado, reverendo; solo así podrá empezar a ganar. Pero
no estará ni remotamente cerca de la línea de meta si no sale a buscarla.
Gideon se permitió mostrar sus verdaderos sentimientos ante la dama. Era una amiga cercana
para él, y tenía la capacidad de conseguir que los otros le tuvieran confianza. Era la combinación
perfecta entre empatía, discreción y solidaridad.
—Ya lo intenté y no funcionó. Ella estaba decidida.
—A lo mejor solo quiso convencerse de que lo estaba. Tal vez, ahora que se ha alejado, se
sienta igual de mal que usted.
Él negó con la cabeza.
—Si fuera así, habría regresado.
—La señorita Broome es una persona obstinada y, a mi parecer, tremendamente influenciable
debido a una inseguridad que ella misma desconoce. O que quiere desconocer. Quizás le
acompañe en el sentimiento y trate de convencerse de que pronto lo olvidará para ser fiel a sus
propósitos. Tal vez otros intenten convencerla. No obstante, nada de esto quiere decir que el
corazón no la traicione. No podrá saberlo con seguridad hasta que vuelva a hablar con ella,
reverendo, pero rara vez me equivoco. No me equivoqué cuando los vi juntos la primera vez y
supe que algo había nacido entre los dos.
Gideon lo pensó. Lady Marjorie le hablaba con una convicción que era imposible no
detenerse a analizar sus palabras.
—Supongo que tiene razón.
Gideon sintió cómo volvía a nacer la esperanza, y, al igual que la vez anterior, no pudo
contenerla.
Esos meses habían sido terribles para él. Cada día se preguntaba cómo estaría ella, si habría
conseguido a alguien, y no se atrevía a preguntarle a su hermano o a su cuñada por temor a la
respuesta. Creyó que con los días llegaría la resignación, pero no había sido así. Por el contrario,
se abstraía más tiempo en sus pensamientos y la desolación por no tenerla era cada vez mayor.
«Un intento más», se dijo.
—No pierda tiempo, reverendo —dijo ella con una intensidad que pocas veces manifestaba—.
Vaya a buscarla cuanto antes. Mañana mismo si es posible.
—Sí —dijo él, contagiado por su confianza—. Mañana iré a buscarla.
Solo esperaba que esa conversación tuviera un final mejor que la anterior.
Capítulo 17

Cuando Harriet llegó a Londres al día siguiente, la tarde estaba cayendo y el cielo prometía una
fuerte tormenta, pero eso no la detuvo. Apenas pisó su casa para saludar a su sorprendido padre y
cambiarse de vestido antes de volver a salir. Después, se dirigió a caballo a la mansión de los
Corbyn para llegar más rápido. Tampoco se entretuvo allí mucho tiempo, solo el necesario para
preguntarle a Zelda dónde vivía Gideon. Zelda le respondió tartamudeando por la sorpresa.
Quiso decirle algo más, pero Harriet se marchó sin escucharla.
Mientras iba camino a su objetivo, las primeras gotas de lluvia empezaron a caer. Ella apenas
las notó, concentrada como estaba en pensar la forma de llevar la futura conversación. Esperaba
que el reverendo no fuera un hombre rencoroso, o en ese caso ella tendría que recordarle los
mandamientos.
La lluvia continuó cayendo, cada vez con más fuerza. Harriet azuzó el caballo sin mucho
éxito. Para cuando llegó a la dirección que Zelda le había dado, estaba empapada.
Sorprendentemente, no le importó. Ató a su caballo a una columna bajo el porche, tocó a la
puerta con apuro y esperó con impaciencia. No recordaba haber estado así de nerviosa ni una vez
en su vida.
Ni siquiera se fijó en el aspecto que tenía su futuro hogar.
La puerta fue abierta por una señora regordeta de unos cincuenta años y con sonrisa amable.
Harriet esperaba que fuera el ama de llaves o la cocinera, así ella no tendría que ocuparse de esas
labores.
—¿Puedo ayudarla en algo, señorita? —preguntó con voz dulce, sin mostrar ninguna
expresión por su aspecto.
—Necesito hablar con el reverendo.
—El señor Corbyn no está.
Harriet se sintió frustrada.
¿En dónde podría estar a esas horas?
—Lo esperaré —declaró e hizo ademán de entrar, pero la mujer no se movió.
—No me he explicado bien. El reverendo ya no se encuentra en el pueblo. Se marchó a
Londres hace unas tres horas. No sé cuándo volverá.
Harriet sintió el vestido diez veces más pesado, y presintió que en algún momento terminaría
en el suelo. ¿Sería ese el peso de la desilusión? No podía creerlo. En Londres. ¿Qué diablos
había ido a hacer él a Londres justo ese día? ¡Con lo que le había costado tomar la decisión de ir
a buscarlo! ¿Acaso el destino intentaba decirle que había tomado la decisión equivocada, o
simplemente la estaba castigando un poco?
—Señorita, ¿quiere pasar? No creo que sea conveniente que regrese a su casa con esta lluvia.
Podría enfermar. Puedo decirle a mi esposo que coloque el caballo en el pequeño establo que hay
en el patio de atrás.
Harriet negó con la cabeza. No le importaba regresar con lluvia a su casa. En ese momento no
le importaba nada. El objetivo que la había mantenido animada no podía ser realizado y eso era
suficiente para que todo lo demás careciera de importancia.
La mujer pareció preocupada.
—Pero señorita, estoy segura que al reverendo no le molestará que usted entre un momento
y...
Harriet volvió a negar con la cabeza. Ante la negativa, la mujer asintió y cerró la puerta. Ella
no se dirigió de inmediato hacia el caballo, sino que se recostó en la pared y, resguardada
momentáneamente bajo el porche, observó las gotas de agua caer. Lentamente, se fue deslizando
hasta que quedó sentada en el suelo. Recordó su apresurada partida de Londres, la fuerte
discusión con su tía Helen la noche anterior, y la desolación fue dando paso al enfado.
¿Por qué se había tenido que ir justo en ese momento?
Su caballo relinchó. Ella se dijo que en un momento se iría, pero sus ojos se estancaron en el
vacío y se quedó ahí, quieta, por un tiempo indefinido.
En el fondo se oía el golpeteo de la lluvia y los sonidos de su caballo.
—¿Harriet?
Reconoció de inmediato el sonido de su voz y alzó la cabeza tan rápido que bien podría
haberse torcido el cuello. Al principio creyó que era una ilusión, pero dudaba que una imagen
formada por su cabeza estuviera igual de empapada que ella, así que, por primera vez en su vida,
dio gracias a Dios.
—Me dijeron que habías partido a Londres —acusó.
Él parecía bastante confundido.
—Era el plan, pero hubo un problema con la diligencia cuando iba a partir y se retrasó unas
horas. Cuando pudieron arreglarlo, ya era muy tarde, y como había amenaza de lluvia,
cancelaron el viaje de hoy. ¿Qué haces aquí?
Harriet se levantó.
—He regresado, ¿no es obvio?
—¿Por qué?
Harriet se había preparado para ese momento, pero llegados a ese punto se le había olvidado
todo.
—Bien... Digamos que Londres no resultó tan interesante como yo esperaba.
—¿No conseguiste atrapar a un lord?
Harriet envaró los hombros y lo miró, soberbia.
—En realidad, sí. El marqués de Somerset se mostró muy interesado en mí, y de haber
querido convencerlo de que lo quería, posiblemente habríamos llegado al matrimonio. Pero...
—Pero... —insistió él, emocionado.
—No eras tú —admitió por fin, dejando caer los hombros y mirándolo con timidez solo por
un instante antes de regresar a su tono autoritario—. Estuviste en mi cabeza todo este tiempo, tú,
el pueblo, el dichoso orfanato y los niños. Entonces, decidí regresar para que me digan que te has
ido a Londres. ¿Tienes idea de cuánto me costó tomar esta decisión para que tú decidieras irte a
Londres justo en este momento? Mejor ni hablar de la discusión con la tía Helen, que provocó...
Se calló cuando él la atrajo a su cuerpo para besarla. Harriet no supo cuánto había extrañado
sus besos hasta que el contacto familiar volvió a envolverla.
—Iba a ir a Londres para buscarte —informó él con voz ronca—. Quería convencerte de
pensar bien las cosas.
—Oh... —Se sintió regocijada—. Bien, te he ahorrado el viaje. De nada.
Gideon se rio y volvió a besarla. Harriet le colocó las manos sobre los hombros. Estuvieron
besándose un rato hasta que el calor de sus cuerpos no pudo seguir disimulando el frío causado
por la lluvia y la ropa mojada.
—Será mejor que entremos o nos dará una pulmonía —sugirió él.
Ella asintió y, tomados de la mano, entraron en la casa. Harriet entonces se permitió analizar
con ojo crítico todo a su alrededor. No le sorprendió que la casa se pareciera a él, sencilla en todo
el sentido de la palabra. Las paredes carecían de adornos o decoraciones, la piedra estaba
desnuda, sin ningún tapizado, y el pequeño vestíbulo carecía de muebles, al igual que el salón
principal al que entraron poco después.
Había mucho trabajo por hacer.
Gideon se fijó en el análisis completo que Harriet le estaba haciendo a su casa, pero decidió
no preocuparse por eso de momento. En el salón, encendió el fuego de la chimenea para que el
calor se esparciera poco a poco por la habitación.
—Señor Corbyn, ¿es usted? —preguntó a lo lejos la voz de la mujer que había atendido a
Harriet hacía un momento.
—Sí, señora Rogers. Se canceló en viaje por el mal clima, entre otros contratiempos.
—Oh —dijo la mujer. Sus pasos indicaron que se acercaba—. Una señorita ha venido a
buscarlo. Insistí en que entrara, pero no quiso y... —La señora Roger llegó a la entrada del salón
y cuando vio a Harriet se calló. Después miró al reverendo—. ¡Están empapados! Van a
enfermar.
—Iré a cambiarme en un momento, señora Rogers.
—Ella también debe cambiarse —dijo la mujer con autoridad—. El vestido le causará una
pulmonía si no se lo quita. Niña, ven, acércate al fuego —ordenó. Como Harriet no se movía, fue
a buscarla y la empujó hasta que estuvo cerca de la chimenea, al lado de Gideon—. En mi casa
debo de tener algún vestido de una de mis hijas que le pueda servir mientras el suyo se seca un
poco. Mi esposo y yo ya nos marchábamos, pero puedo ir a buscarlo y...
—Señora Rogers, ¿cómo se va a marchar con esta lluvia para después regresar? —dijo
Gideon con desaprobación—. Espere a que la lluvia amaine.
—La casa queda a solo unos metros de aquí, llegaremos bien, se lo aseguro. Y en cuanto a
regresar, ¿no pretenderá que esta pobre criatura se quede con ese vestido mojado? Tampoco creo
que sea su intención tenerla vagando desnuda por la casa.
Gideon se ruborizó. Harriet también.
La mujer no notó la incomodidad de ambos.
—A lo mejor debería quedarme aquí con ustedes hasta que la lluvia baje y ella pueda regresar
a su casa, para resguardar la reputación de la señorita.
Gideon pareció pensarlo, pero Harriet no había ido hasta allí para tener toda la noche a una
mujer de mediana edad a su lado.
—El reverendo y yo estamos comprometidos —soltó de pronto, dejando asombrados a los
presentes—, y mi familia sabe que estoy aquí. Seguramente mandarán dentro de poco un carruaje
techado para buscarme. No me gustaría hacerle perder su tiempo, señora Rogers. Debe estar muy
cansada.
La mujer no pareció convencida.
—Pero la ropa...
—Estaré bien —aseguró Harriet, con tanta seguridad que nadie se hubiera atrevido a
contradecirla—. Vaya a su casa. Estoy segura de que el reverendo se comportará como todo un
caballero. ¿No es así, reverendo?
Gideon seguía demasiado asombrado para responder, pero la mención a la honorabilidad del
reverendo tranquilizó a la señora Rogers, porque asintió.
—Bien. Buenas noches. Volveré mañana temprano,.
Ninguno de los dos volvió a hablar hasta que escucharon la puerta cerrarse.
—Así que tu prometido —comentó con humor—. No recuerdo cuándo hice la propuesta.
Harriet lo miró irritada.
—No creo que seas la clase de hombre que besa varias veces a una mujer y no tiene intención
de casarse con ella, ¿verdad? De ser así, tendrías que vértelas con mi padre.
Gideon se rio y se acercó a ella. Le colocó las manos sobre los hombros desnudos.
Harriet sintió inmediatamente su calor.
—Supongo que, dada esa advertencia, acepto. —Le dio un corto beso en los labios para evitar
cualquier réplica—. Voy a buscarte una manta para que no te congeles. Dame un minuto.
Él se fue y regresó al poco rato con una gruesa manta que debía de usar en las noches de
invierno. Se la colocó sobre los hombros y la instó a sentarse en la silla que había cerca del
fuego.
—Voy a cambiarme, ya regreso —le susurró en el oído antes de volver a salir.
Harriet lo observó marchar, y cuando estuvo fuera de su vista, se quitó la manta y la dejó
sobre el reposabrazos. Después, procedió a quitarse primero los zapatos, luego las medias, y al
final decidió deshacerse también del vestido, que cayó al suelo en un sonido sordo. Las enaguas
no estaban tan húmedas y el corsé tampoco, pero resultaba una incomodidad de la que Harriet no
pudo deshacerse, porque le resultó complicado desatar los lazos. Así pues, con esa precaria
cantidad de ropa, se acercó al fuego y estiró su vestido sobre una silla para que se secara.
Todavía frente a las llamas, procedió a quitarse las horquillas del empapado cabello.
—Por cierto, Harriet...
Gideon se quedó estático a pocos pasos de la entrada. La imagen de la mujer en ropa interior
consiguió también quitarle el habla.
Aunque Harriet se ruborizó, no se apresuró a cubrirse. Él también se había quitado parte de su
ropa, y aunque difícilmente la falta de chaleco y del lazo lo hacían verse menos presentable que
ella, la camisa mojada se ceñía a su cuerpo de una manera provocadora, y los pantalones también
se ajustaban de una forma indecente.
—No parará de llover pronto, y no tengo la intención de agarrar una pulmonía. ¿Qué venías a
decirme?
Él solo fue capaz de responder cuando sus ojos terminaron de escrutarla de arriba abajo.
—¿Es verdad que te vendrán a buscar pronto? —preguntó casi con súplica, como si fuera
necesario que eso de verdad pasara.
Harriet destrozó sus esperanzas negando con la cabeza.
—Mi padre cree que estoy en casa de Zelda, y mi hermana posiblemente piense que, como no
te iba a encontrar, volví a mi casa.
Gideon tragó saliva.
—¿Me puedes ayudar a quitarme el corsé? Mi doncella lo apretó demasiado y apenas puedo
respirar.
Él no se movió. No parecía creer que fuera buena idea.
—Eso significa que probablemente te quedarás aquí toda la noche —musitó.
Harriet asintió mientras se acercaba a él.
—Es de almas generosas dar asilo a quien lo necesita, pater. Ahora, ¿me puedes ayudar con el
corsé? —Le dio la espalda antes de que él pudiera negarse.
Gideon llevó los dedos a los lazos y empezó a desatarlos con mucha lentitud, evaluando a
cada paso el complejo sistema utilizado para ajustar la prenda. Las manos le temblaban un poco,
pero nada tenía que ver con el frío.
Cuando terminó, se alejó de ella como si así pudiera espantar la tentación de hacer un
recorrido por sus hombros desnudos. Por suerte, Harriet no decidió sacarse el corsé en ese mismo
momento, pero no por eso su imagen resultaba menos provocadora. Había muchas cosas
fascinantes en su rostro, enmarcado por un cabello húmedo que empezaba a rizarse en las puntas;
en su piel de porcelana, libre de telas gruesas, y las piernas esbeltas que se vislumbraban a través
de la tela mojada de las enaguas.
—Gideon... —Su tono carente de autoridad atrajo la atención de él a sus ojos. Ella tenía los
ojos entornados y su voz era muy baja—. Lamento haberte hecho sufrir con mi indecisión. —
Alzó la vista—. Si sirve como consuelo, he conseguido una nueva donación al orfanato.
Gideon no supo si sentir ternura o reírse de la maravillosa táctica de ella para quitarle
importancia a una disculpa que podía conseguir que los otros la vieran como un ser humano
capaz de admitir sus errores.
Olvidándose por un momento de su falta de ropa, se volvió a acercar para acariciarle una
mejilla.
—¿No te vas a arrepentir, Harriet? ¿De verdad te vas a casar conmigo?
—Te doy mi palabra —susurró ella, recibiendo su caricia como un gatito mimado—. ¿Quieres
que te lo demuestre en este momento?
Él la miró con curiosidad.
—No veo cómo podrías hacerlo.
Harriet sonrió con picardía y dejó caer los brazos que sostenían su corsé, dejando una final
camisola como única barrera entre sus pechos y la vista de él. Antes de perder el valor, se llevó la
mano a la atadura de las enaguas, pero él la detuvo en un movimiento rápido.
—Confío en tu palabra —musitó con voz la voz ronca y la respiración acelerada.
—No deberías. ¿Por qué no aseguras el compromiso?
Él negó con la cabeza, o al menos lo intentó. Daba la impresión de que la negativa se negaba a
manifestarse.
—Porque no es la forma correcta de hacerlo.
—Cuando me besas, siento que mi cuerpo pide a gritos ser tocado por ti —confesó, un poco
nerviosa—. Quiero saber qué se siente cuándo lo tocas. Ya no quiero seguir fingiendo que no me
sucede nada.
Sus palabras consiguieron que parte de la voluntad de Gideon cediera. Su brazo se alzó para
capturar uno de los pechos a través de la tela. Harriet contuvo la respiración y se mantuvo quieta,
sintiendo cómo empezaba a sentir la punzada familiar bajo su vientre.
—No creo que pueda hacerlo sin llegar hasta el final, Harriet.
Quiso retirar la mano, pero ella no lo dejó.
—Lleguemos hasta el final. Sé que también quieres hacerlo.
La determinación de Gideon no pudo resistir más. El instinto animal se liberó y la atrajo hacia
él para apoderarse de sus labios. Cuando sus cuerpos se pegaron, Harriet supo que necesitaba
estar allí y no separarse nunca.
Las manos de él empezaron a bajar, inquietas, por todo su cuerpo, sin despegar ni por un
momento los labios de los de ella. Pasaron su espalda, por el lateral de sus pechos, e incluso
apretaron y empujaron su trasero, haciendo que Harriet notara una dureza presionando entre sus
piernas. Ella conocía lo suficiente la anatomía masculina para saber qué era.
—Si estás segura, vamos a la habitación.
Ella supo que le estaba dando la oportunidad de retractarse, cosa que no veía posible de
ninguna manera.
Asintió.
No tardaron en llegar, pues la casa no tenía ni siquiera una segunda planta, así que solo fue
atravesar unos cuantos salones y pasillos. La habitación estaba un poco más decorada que el
resto, con paredes forradas en damasco gris y algún que otro mueble cerca de la cama.
Harriet solo notó un lugar perfecto colocar un tocador.
Mientras inspeccionaba con curiosidad el espacio de unos dieciséis metros cuadrados, Gideon
se quitó la camisa sin dejar de observarla. Parecía que Dios hubiera colocado a uno de sus
ángeles en su habitación, aunque ese ángel en particular tuviera el carácter de un demonio.
Se sentó en la cama para quitarse los zapatos y la llamó. Harriet dejó de hacer cálculos
mentales sobre lo que faltaba y volvió a centrar su atención en él. Verlo sin camisa le provocó un
efecto similar al que había tenido Gideon cuando la miró. Aunque el reverendo no era atlético, a
Harriet le resultó fascinante. Partes del torso brillaban por la humedad que le había dejado la
camisa, y eso pareció ser el detonante para que ella no pudiera apartar la vista ni moverse de
donde estaba.
—¿Harriet?
Ella se acercó con lentitud hasta quedar entre las piernas abiertas de él, que seguía sentado en
la cama. Con más agilidad que la usada para desatarle el corsé, le quitó las enaguas y ella quedó
solamente en una camisola que le llegaba hasta la rodilla. Él se deleitó observándola unos
segundos antes de atraerla hacia él para volver a besarla. Harriet terminó sentada a horcajadas
sobre él para recibir mejor su beso, que después de dejar sus labios hinchados, se trasladó hacia
el cuello. Cuando las manos de él empezaron a subir por los muslos desnudos, ella sintió que la
presión en la parte baja de su vientre aumentaba hasta un punto insoportable.
—Mi cuerpo arde como si estuviera en el infierno —susurró ella.
—Entonces permíteme llevarte al cielo —susurró entre besos.
Y fue una promesa cumplida.

***

Cuando Harriet despertó, tardó un poco en orientarse. Tenía parte de su cabello dentro de la boca
y estaba recostada sobre algo que no era una almohada. Se percató a los segundos que era el
pecho de él, pero no vio razón para moverse. Estaba cómoda, y su cuerpo, más relajado que
nunca. Él tenía una mano en su cintura desnuda, y Harriet se sintió más segura en ese abrazo que
jamás en su vida. No había dudas que entorpecieran el momento, ni siquiera una pizca de
arrepentimiento.
Estaba en casa... aunque fuera una casa muy pequeña.
Empezó a acariciar con el dedo índice la línea por donde pasaba un delgado vello rubio que
desaparecía bajo la manta. Alzó la cabeza para observarlo, y, al verificar que seguía dormido,
continuó con lo suyo mientras pensaba en la ironía de la situación.
—No sé cómo ni por qué me enamoré de ti —susurró para sí, pero sintiendo la necesidad de
ponerle voz a sus pensamientos—. Tal vez porque descubriste una parte de mí que yo no
conocía, o porque fuiste capaz de quererme a pesar de todos mis defectos. A lo mejor porque el
mundo que me ofrecías era mejor que el que yo había creado en mi mente.
»Londres no resultó como yo esperaba. Estaba igual que la temporada anterior, pero ya no era
lo mismo. Nadie era sincero, ¿sabes? Todas las palabras eran fríamente calculadas, incluso las
corteses. Yo creía desenvolverme con naturalidad, pero pronto me di cuenta de que solo fingía y
que me estaba cansando de hacerlo. —Suspiró—. Estúpido pater, bajo de la excusa de querer
salvar mi alma, te has quedado con ella.
—Tú también te has quedado con la mía. Me parece un intercambio justo.
Harriet detuvo sus caricias y se incorporó para mirarlo.
—¿Desde cuándo estás despierto?
—Poco antes de que iniciaras a hablar. Me pareció de mala educación interrumpirte.
Harriet lo miró enfurruñada y quiso alejarse, pero él la retuvo entre sus brazos.
—Te prometo que no le contaré a nadie que te ha gustado más este lugar que Londres. —Le
dio un beso en la mejilla—. Yo también te amo, y tampoco sé cómo pasó. Sin embargo, los
porqués no importan a estas alturas, ¿no crees?
Harriet asintió y se volvió a recostar en su pecho.
Se quedaron así unos segundos, dejando que sus almas disfrutaran la una de la otra en
silencio. Lamentablemente, el tiempo no se detenía.
—Mandaré llamar a tu hermana. Debo sacarte de aquí antes de que regrese la señora Rogers,
o se formará un escándalo.
—¿Cuándo nos casaremos? —preguntó, ignorándolo.
—Decídelo tú.
—Todavía quiero mi gran boda —informó—. Necesito al menos dos meses para planearla.
Gideon se rio.
—¿Estará invitada la reina y todo su séquito o podemos ser solo simples mortales?
Ella tardó un segundo en responder.
—Lo pensaré.

***

Aunque Zelda se parecía a ella en no asombrarse con facilidad, no pudo ocultar su sorpresa
cuando llegó a la casa del reverendo y los encontró juntos, solos y con Harriet más desaliñada de
lo que jamás la hubiera visto. Por suerte, su hermana era demasiado educada para hacer
preguntas incómodas, y tampoco tenía la moral de reclamar una unión carnal antes del
matrimonio porque ella había hecho lo mismo.
Zelda siempre había sido muy poco convencional, así que se limitó a sacar a Harriet de ahí.
Durante todo el camino solo hablaron de la futura boda, que terminó realizándose tres meses
después.
Como la fiesta era financiada siempre por la novia, no escatimaron en gastos para hacer una
gran celebración. Harriet se dijo que sería la única de la que podría disfrutar en mucho tiempo,
pero no estaba triste por ello. En esos meses de compromiso se sintió como nunca se había
sentido, y reafirmó su decisión de que, a veces, la felicidad se podía conseguir de varias formas.
—¿Quién es ese que está con lady Therese? —le preguntó Gideon en la celebración,
señalando con la vista a un caballero muy bien vestido que hablaba en ese momento con Tess.
Harriet no necesitó mirarlo para saber su identidad.
—Es el marqués de Somerset. Admito que no pensé que vendría, pero qué bien que lo ha
hecho, porque aún no ha realizado la donación que me prometió y debería recordárselo.
Ella hizo además de acercase, pero Gideon la retuvo.
—¿De verdad has rechazado a ese hombre para estar conmigo?
—Bueno, digamos que él buscaba a alguien que lo quisiera, y es demasiado inteligente como
para que yo pudiera convencerlo de que así era. —Calló un momento antes de añadir—: No
habría podido fingir que amaba a alguien más cuando no era así.
—Y si él no te hubiese dado el ultimátum, ¿habrías regresado igual o habrías aceptado el
matrimonio por conveniencia?
—Habría regresado —dijo con seguridad—, porque nunca me habría podido sentir a su lado
como me siento contigo. ¿Qué me has hecho, pater?
Él le tomó las manos entre las suyas.
—Yo creo que fue un milagro.
—¿Acaso le pediste a Dios que me fijara en ti?
El negó con la cabeza.
—El amor por sí solo es un milagro, ¿no lo crees?
—Visto de ese modo —dijo con picardía—, creo que me volveré creyente.
Y se besaron, ambos convencidos de que ese milagro duraría toda la vida.
Epílogo

El proyecto en el orfanato avanzó de la manera esperada. Durante los meses que Harriet estuvo
fuera, se inició la capacitación de nuevas maestras, y para el mes de junio ya había más clases
que permitirían a las niñas ser educadas para conseguir un buen esposo. O, en caso de que no lo
consiguieran o desearan otra cosa, la educación que se les daría les abriría un poco más las
puertas.
Al menos, se había acordado que nadie sería arrojado de allí antes de los quince años. Ni
siquiera lo niños.
Ese día, Harriet regresó a casa después de haber dado su primera clase de etiqueta a un nuevo
grupo de niñas, un poco más pequeñas que las anteriores, pero igual de entusiastas y listas.
—Entonces, ¿cree que conseguiremos a un esposo rico? —preguntó una de las niñas, de
apenas siete años.
—Tal vez, pero con un poco de suerte, conseguirán a uno que las ame.
Las niñas se mostraron ilusionadas, e incluso la señorita Wilson, en una esquina del salón,
sonrió con añoranza. Esta asistía a todas las clases relacionadas con cómo aprender a buscar un
esposo con la excusa de capacitarse para enseñar, pero Harriet sabía que solo tomaba nota para
usar ella misma todas las tácticas expuestas. Debido a que dejó de coquetear con el reverendo
desde que se enteró de su compromiso, a Harriet ya no le caía tan mal como antes, aunque no
diría jamás que eran amigas.
Harriet se negaba a que la asociaran con alguien que vestía tan mal.
Cuando llegó a su casa, observó con satisfacción el trabajo de redecoración. Tal y como había
supuesto Zelda, a Gideon no le interesó dinero de su dote y lo dejó a su cargo, aunque le suplicó
que lo utilizara con prudencia. Harriet estuvo de acuerdo, pero, a su parecer, la decoración de la
casa entraba en la categoría de emergencia, así que poco después de la boda se puso a planearlo
todo. El vestíbulo fue forrado en damasco azul, y colgaban algunos cuadros de las paredes. Algo
similar había sucedido con otras habitaciones hasta que Harriet quedó satisfecha. También había
comprado algunos muebles y se había deshecho de otros.
Al final, podía decir con orgullo que era su hogar.
Cuando iba camino a la habitación, escuchó el sonido de algo romperse proveniente del salón
principal. Imaginó qué había pasado y enfureció.
Lo iba a matar.
Fue a pasos rápidos hacia el lugar de los hechos y se detuvo en el marco de la puerta con los
brazos cruzados y la mirada amenazante.
El niño sintió su presencia, pero tardó un poco en alzar la cabeza. En cuanto lo hizo, Harriet
supo por qué.
Había preparado una de sus sonrisas de disculpa.
—Lo siento, Harriet. Ha sido un accidente.
—¡Era porcelana china! —se quejó Harriet, viendo en el suelo el exquisito florero que había
mandado traer de Londres.
—Cuando sea mayor te compraré uno más bonito. Te lo prometo.
Harriet tenía ya, al menos, cinco de esas promesas, y eso que el niño llevaba apenas dos
meses con ellos. Presentía que durante los años que faltaban para que Jackson creciera, obtendría
al menos otras cien. El niño no tendría vidas suficientes para pagarle todos sus objetos.
—¿No tenías clases hoy?
—La profesora se sintió mal y nos dio el día libre. Me quedé un rato con mis amigos y
después me volví.
Harriet suspiró. A pesar de que habían decidido adoptarlo porque Harriet le tenía demasiado
cariño como para dejarlo allí, el niño seguía dando clases en el orfanato mientras llegaban las
próximas vacaciones. Después de todo, allí tenía a sus amigos, y cambiarlo abruptamente de
ambiente no les pareció conveniente.
—Si hubiera sabido que ibas a destrozar el último florero que me quedaba, te habría
mantenido recluido en las clases de etiqueta mientras regresaba.
—Ya te he prometido que lo pagaré —protestó el niño, cansado del regaño.
—¿Qué se ha sumado a la cuenta esta vez? —preguntó una voz nueva.
Gideon acababa de llegar del pueblo. Estaba recostado en la arcada de la entrada, conteniendo
a duras penas una sonrisa para no evidenciar ante el niño su diversión por la travesura.
—Mi florero de porcelana china —refunfuñó Harriet.
—Lo pagaré —insistió Jackson.
—¿Cómo lo has roto? —le preguntó Gideon con ternura.
—Estaba practicando esgrima. —Señaló una vara de madera tirada en el suelo—. Así sabré
batirme a duelo para defender el honor de las señoritas.
—¿Para defender el honor de las señoritas, o para defenderte cuando alguien te rete por haber
mancillado a una? —replicó Harriet.
El niño pareció pensarlo.
—¿Qué es «mancillar»?
—No importa —interrumpió Gideon—. Queda prohibido practicar esgrima dentro de la casa.
A la próxima, en el patio.
—Y todo juego que involucre mucho movimiento, también —añadió Harriet.
El niño asintió, obediente. Parecía querer decir algo más, pero no se atrevía.
—¿Jackson? —lo instó Harriet.
—Algunos niños en el orfanato dicen que os cansaréis de mí y me devolveréis porque soy
muy inquieto.
Harriet y Gideon intercambiaron una mirada perpleja. El rostro de Jackson mostraba su
aflicción, así que Gideon decidió agacharse frente a él y tomarle las manos.
—Eso no sucederá. Esta es tu casa y lo será para siempre. ¿Verdad, Harriet?
Ella asintió.
—Ya te lo dije cuando te pregunté si querías venir con nosotros. Seríamos una familia.
Aunque no nos hayamos podido casar —bromeó—, jamás te devolveremos.
—¿Ni siquiera porque te he roto seis jarrones?
Harriet arrugó el ceño.
—Tenía entendido que eran cinco. —El niño bajó la vista, avergonzado, y ella suspiró con
resignación—. Bueno, no importa. Me los pagarás, ¿no es así?
El niño sonrió, le dio un corto abrazo a Gideon y procedió a hacer lo mismo con Harriet.
—Os quiero —declaró, antes de tomar su vara y correr al patio trasero.
—¿Cuál sería el sexto jarrón? —preguntó Harriet con preocupación.
Gideon, mientras, cerraba la puerta para que no los interrumpieran.
—¿Importa? Yo recomiendo que no los reemplaces más al menos hasta que cumpla quince
años.
—Pero hacen que la casa se vea bonita —protestó Harriet.
Él le colocó la mano sobre los hombros y le sonrió.
—Tú haces que la casa se vea bonita solo con tu presencia.
—¿Por fin admites que soy hermosa sin tener que coaccionarte o sin que tengas un proyecto
caritativo para el que me quieras convencer?
—Nunca he negado que seas hermosa. Solo quería que notaras que tienes otras cualidades
igual de importantes.
Harriet pegó su cuerpo al de él.
—Hizo muy bien su trabajo, reverendo. ¿Ves que no necesitas sermones infinitos para salvar
un alma perdida?
—Ya no te aburren tanto, o al menos ya no te quedas dormida.
—En el amor hay que hacer sacrificios —dijo, citando las palabras de la señorita Wilson—.
Además, los has mejorado un poco. Si sigue así, reverendo Corbyn, la gente le prestará más
atención y más almas serán salvadas —comentó, juguetona, y posó sus labios sobre el lóbulo de
su oreja.
—Nunca te comenté que el trato correcto para un vicario no es reverendo, sino señor —
explicó con voz ronca.
Ella bufó.
—Mejor te sigo llamando pater.
Él la besó cerca de la nuca antes de responder, provocando en Harriet un estremecimiento.
—¿Qué tal un apelativo más cariñoso?
—¿Y si en lugar de demostrarlo con apelativos lo demostramos de otra manera? —rebatió
ella, abrazándolo con fuerza.
—Me parece buena idea.
Por suerte para ambos, había toda una vida para demostrarlo.
En la próxima entrega...
La Lujuria
Eleanor Rigby
Capítulo 1

Brighton, Inglaterra
Invierno de 1817

—Mírela —le habría dicho Raven a su acompañante—. Mírela, si es que no estaba mirándola ya.
Que no le engañe su vestido blanco, sus modales delicados; la chispa de bonanza que aclara sus
ojos de cristal. No es un ángel lo que está viendo, amigo mío. Lo que tiene ante sí es un demonio
enmascarado.
Pero no lo dijo porque no había conseguido tragar saliva desde que la había visto en el salón.
A ella, al presunto demonio enmascarado. Y porque «su acompañante» no le hacía compañía en
realidad, claro. Se trataba de un pobre desgraciado que estaba demasiado borracho para tenerse
en pie. Se había arrastrado, aturullado, al rincón desde donde Raven dominaba el espacio. Ahí se
había dejado caer contra la columna, harto de vino pero no de la voluntad de beberlo.
Desde su fuerte improvisado y ya a resguardo de juicio ajeno, el desconocido había estado
admirando, prendado, la figura del alma de la fiesta.
Lady Marjorie Cavendish.
Era la misma figura que Raven fulminaba con un desprecio que no le cabía en el cuerpo.
—No me lo puedo creer —mascullaba entre dientes, sin apenas mover los labios—. No me
puedo creer que aquí vaya a celebrarse el reencuentro. ¡Aquí! ¡En una ridícula gala benéfica!
Estaría siendo muy generoso si dijera que el borracho se giró hacia él. Más bien la cabeza se
le cayó hacia un lado, incapaz de sostener su peso. Bizqueaba en su dirección, por lo que supuso
que se dirigía a él al balbucear con voz nasal:
—No la llame ridícula, señor. Es inapropiado e injusto. Se trata de una gala benéfica a favor
de los niños necesitados.
—Algunos las llamamos por su nombre, y otros las insultan indirectamente presentándose en
ellas como una cuba. ¿Qué comportamiento le parece a usted más inapropiado?
El desconocido miró a un lado y a otro, de pronto perturbado.
—¿Quién está como una cuba?
Raven devolvió su mirada abrasadora al punto problemático y su vestido de seda.
—Sospecho que lo estaré yo cuando ya no lo soporte más.
El tipo se mostró sorprendentemente avispado. Incluso comprensivo.
—¿Una mujer? —adivinó.
—¿Qué, si no? Esto es lamentable. En mi imaginación había reproducido miles de maneras
distintas de propiciar un cruce casual, estas cien veces más impactantes que la que acabará
teniendo lugar. En todos mis planes me aseguraba el papel dominante, ¿sabe? El de villano con
la sartén por el mango. Pero ahora me arrebatará el derecho a sorprenderla, la muy arpía. Me
asegura la infelicidad incluso sin saberlo.
Se tensó al reparar en que había soltado todo aquello a viva voz, pero apenas se reencontró
con el rostro congestionado de su acompañante, se olvidó de desdecirse. ¿Qué importaba si se
desahogaba con un beodo? Nadie se había creído nunca ese dicho popular de que los borrachos
decían la verdad, y ¿quién lo creería si iba por ahí contando que Vance Raven tenía el corazón
roto? Todos sabían que le partieron la nariz en un par de ocasiones, que le gustaba partirse de
risa y que su carácter dominante le aseguraba en las reuniones el papel del que partía el bacalao,
pero ¿el alma partida? Eso no se lo tragaría nadie.
—No sea negativo, señor. Podría esconderse en alguna sala anexa, esperar a su llegada y,
entonces, saltar con los brazos en alto. Sin lugar a dudas, eso la sorprendería.
—No, maldita sea. No me refiero a ese tipo de sorpresa. Tendría que haberla encontrado en
una noche de lluvia, yo a lomos de un semental y ella tiritando por el frío, perdida en el camino.
Tendría que haberla avergonzado en público con mi indiferencia, que habría blandido contra ella
para hacerle saber a todos sus allegados quién es en realidad. Tendría que haberle dado una
lección apareciendo con una dama del brazo; una duquesa con el árbol de Midas en el jardín o
una bellísima debutante que le recordara los dos atributos de los que carece: riqueza y juventud.
El borracho lanzó una exclamación ahogada.
—¡Será posible, señor! ¡Burlarse de una dama por su edad o su apariencia! ¿Qué clase de
caballero es usted?
Raven estrechó la mirada, dos franjas negras como la nada infinita. Filtró entre su sonrisa
crispada el resto de licor que quedaba en la copa. Hasta el momento, la había estado sosteniendo
a riesgo de quebrarla en mil pedazos. O de arrojarla contra la pared.
—La clase de caballero que no se imparte en las escuelas, mi querido amigo. —Le palmeó la
espalda, con la suerte de que a su acompañante le gustó la respuesta y se echó a reír.
Qué engañosas eran las expectativas, y qué decepcionante resultaba siempre la realidad en
comparación con la fantasía. En su fantasía, lady Marjorie Cavendish no sonreía del modo en
que lo estaba haciendo al saberlo acechando en las cercanías. Aunque, por supuesto, ella todavía
no se había dado cuenta de que estaba allí. Vivía sumida en su burbuja de privilegios.
No podía soportar su situación de inferioridad, saber que Marjorie podría utilizar su belleza
para desconcertarle. Pero en el fondo de su corazón sabía que, independientemente del escenario
en el que se hubiera dado el temido reencuentro, su reacción habría sido la misma: echar raíces
en el suelo y perseguirla con una mirada hambrienta por todo el recinto. Había recobrado el
habla, pero no terminaba de reponerse a la bofetada de realidad.
Contaba una década castigado sin la sobrecogedora contemplación de su rostro. Era como si,
de pronto, le hubieran caído los años encima.
—Oiga —lo llamó el borracho—, y si no quiere que le vea, si quiere cruzársela en plena
ventisca o con una fulana de la mano, cosa que yo no juzgo, ¿por qué no se esconde antes de que
repare en su presencia? O, mejor dicho, ¿por qué no se marcha a casa? Lo mismo allí se inspira y
se le ocurre una manera de cazarla con la guardia baja.
—Esa es una fantástica idea.
El tipo le sonrió con suficiencia al fondo de su copa vacía, que meneó como un experto
jugador de casino.
—El alcohol siempre me ha inspirado. Mi mujer no lo comprende, ¿sabe? Dice que me vuelvo
un lunático, pero yo considero que me eleva espiritualmente.
Raven estaba de acuerdo con la parienta del pobre desgraciado, pero tuvo el detalle de no
mencionarlo. Le había ofrecido un subterfugio, lo que era de agradecer, y Raven daba las gracias
de un modo muy curioso: reprimiendo sus punzantes ironías.
Lo dejó hablando solo para reclinarse a la zona menos iluminada del salón.
Marcharse sería lo más adecuado. La aglomeración de levitas y tafetanes solo le haría pasar
desapercibido si no gozara de una altura desproporcionada. Pero ese era justo el caso. Situado
como una estatua de sal en pleno salón, destacaba igual que un tiburón en los arrecifes.
Tenía las horas contadas. Había llegado el momento de desvanecerse. Se disponía a ello
cuando una voz infantil le increpó:
—¿A dónde vas?
«Tarde».
Raven se giró despacio, como si a la espalda le esperase una bestia y no una jovencita de trece
años.
La desgarbada hermana de su mejor amigo censuraba su estampida con las cejas curvadas. La
del momento no era una expresión poco habitual. Bernadette Corbyn llevaba la mueca de
sabionda allá donde fuera, incluso a las lecciones con su institutriz, que por supuesto la
adelantaba en conocimientos. Se habían detenido más en asignaturas como Historia o Geografía
que con los modales, o de lo contrario no se habría cruzado de brazos en pleno salón de baile.
—Iba a... a...
—Ibas a abandonarme en este lugar infernal.
—En absoluto. Solo quería tomar el aire.
—Oh, tomar el aire. Y también respirar unas agradables sales para prevenir vahídos, ¿no? —
replicó, exagerando su siempre falsa amabilidad—. No hace falta que me mientas. He oído tu
conversación con el «elevado espiritual». Charlar con el borracho de Brighton no ha sido tu idea
más brillante, pero claro, no te has quedado con él lo suficiente para que te contagie su... ¿cómo
era? ¿Inspiradora sabiduría?
A su pesar, Raven tuvo que reírse. Tomó del hombro a Bernie y la arrastró a la sombra de una
columna.
—Verás, tengo un asunto que...
—Un asunto que explicarle a Bernie. Es lo que ibas a decir, ¿no? Porque tengo muchas
preguntas. La primera de todas es que no me puedo creer que se trate de Marjorie Cavendish.
—Eso no es una pregunta. ¿Y el qué se trata de...?
Bernie no le dio pie a fingirse inocente.
—¿Cómo es posible que la misteriosa mujer que te rompió el corazón sea una dama cultivada
de modales refinados y exquisita belleza? ¿Acaso no tienes buen gusto?
—¿Con qué clase de mujer ratificaría mi buen gusto?
—Con una que no se apellidara Cavendish, el que es su único defecto aparente.
Raven esbozó una sonrisa gélida.
—Créeme, Bernie. Ese no es su único defecto.
—Todos los miembros de esa detestable familia han cometido delitos imperdonables. Son una
fábrica de defectos. Pero vas tú, idiota, y te obsesionas con la única a la que no se le puede hacer
un solo reproche. ¿Cuál es tu problema? ¿Cómo se supone que la he de vilipendiar ahora?
—A mí se me ocurren unas cuantas causas por las que podrías insultarla a gusto.
—Pues, ya que estás, ve y enuméraselas. Una a una.
—No.
—Entonces nómbrame a mí dichas causas y yo me encargaré de humillarla como la sucia
Cavendish que juras que es.
Raven logró emerger temporalmente de su oasis de veneno para mirar a Bernie.
Había pasado por alto la imperecedera enemistad entre los Corbyn y los Cavendish,
equiparable en desplantes y desgracias a la de los italianos de Shakespeare. Aunque ambas
familias debían llevar la educación por delante, no desaprovechaban una sola oportunidad para
avergonzar a su contrario, fuera en público o en privado.
Excepto por lady Majorie, por supuesto. No había criatura caminando por Brighton que no
agachara la cabeza ante la dama. Sus virtudes cristianas deslumbraban a los admiradores y a los
rivales de su apellido por igual.
Raven sentía náuseas al pensarlo.
—Eres un cobarde —le reprochó Bernie—. Debes enfrentarla, o, como mínimo, ignorar que
existe. ¿Qué vas a hacer? ¿Cubrirte la cara cuando pase por tu lado?
—Ahora llevo barba. Tal vez no me reconozca.
—Si te abofeteo, te florecerá un morado que tal vez te ayude a quedar irreconocible.
¿Necesitas de mi colaboración?
—Por inestimable que sea tu ayuda, esta vez prescindiré de ella. Puedo manejar yo solo mis
asuntos.
El problema era que Bernie no consideraba que los manejara correctamente, y todo porque no
los llevaba tal y como ella lo haría en su lugar.
No se rindió, como era natural. A Bernadette no le conjuntaba la bandera blanca con ninguno
de sus vestidos de niña. Todos ellos le quedaban demasiado cortos porque crecía y crecía y no
había manera de que los trajes de noche le siguieran el ritmo. Su hermano, un rácano de padre y
muy señor mío, se negaba a gastar en vestidos nuevos hasta que Bernie pudiera comprometerse a
llevarlos más de dos veces.
—Ven a bailar conmigo —propuso de pronto—. En el ojo del huracán pasarás más
desapercibido.
—¿Eso crees? No he oído refrán más estúpido.
—Debe ser porque no es un refrán, sino algo que me acabo de inventar. Sácame a bailar,
Raven. Nadie lo ha hecho aún y no me he puesto estos ridículos zapatitos para quedarme sentada
en un rincón.
—No es nada personal, Bernie. No te han pedido un baile porque ni siquiera deberías estar
aquí. Tienes trece años.
—Con trece años, Mozart ya había compuesto unas cuantas obras musicales.
—Pero tú no eres Mozart.
—Ni tú tampoco. Mi excusa para no serlo es no haber aprendido a tocar ningún instrumento,
pero tú no tienes ni ese consuelo, pianista frustrado.
Raven lanzó una mirada de auxilio al techo.
—¿Algún día me perdonarás mi mediocridad? —ironizó.
—Solo si bailas conmigo.
—De acuerdo. Pero será una cuadrilla —advirtió—, y solo porque te obligará a mantener el
pico cerrado.
—Yo no apostaría por eso. ¡Y por supuesto que será una cuadrilla! ¿Qué te crees, que me
interesa estrenar contigo mi primer vals?
—No osaría robarle tu primer vals a Thomas Mansfield, quien tengo entendido que es su
legítimo propietario, como lo es de tu cora... ¡Ay! —masculló por lo bajini al recibir un buen
sopapo—. Por Dios, Bernie, ¿qué clase de ayuda es esta? Ni siquiera me has dado en la cara. Un
cabestrillo en el brazo no me ayudaría a disimular mi identidad.
Bernie se había ruborizado con la mención al señor Mansfield, un viejo amigo de la familia y,
según Raven había descubierto, el beneficiario de sus más secretas pasiones.
Todo lo secreto y pasional que podía ser el amor para una indiscreta muchacha de su edad.
—Pero verte el brazo inutilizado te enseñará a callar cuando debas.
Tomó la mano que Bernie le había ofrecido airadamente y la escoltó a la fila de los bailarines.
Una sonrisa afloraba en sus labios. Desinflada, sí, y le sudaban las manos como si supiera que su
final era inminente, pero sonreía gracias a Bernie.
Le lanzó una mirada agradecida por haberlo alejado de la desesperación, un poder que solo
aquella chiquilla huesuda y temperamental tenía sobre él.
Todo el mundo la miraba con curiosidad. Le sacaba una cabeza a los hombres resignados con
su estatura, algo que resultaba en un contraste de lo más cómico. Sobre todo porque, lejos de
avergonzarse de su superioridad física —como era tendencia entre las jóvenes de su altura—,
alzaba la barbilla con orgullo.
«Desde aquí le veo la calva al señor Rogers», había dicho en una ocasión.
—¿Hace cuánto que no bailas? —le preguntó Bernie, posicionada frente a él.
—Treinta y seis años. ¿Y tú?
—Trece.
—Buena suerte, entonces.
El inicio de la música enterró la respuesta de Bernadette.
En realidad, Raven había recibido de parte de su madrastra unas cuantas lecciones de baile.
Aún recordaba cómo debía colocar los pies para no tropezarse, pero la destreza brillaba por su
ausencia. No pretendía destacar, solo evadirse. Sin embargo, esta tarea resultó imposible cuando
se dio el tercer cambio de pareja.
La cuadrilla consistía, grosso modo, en unas cuantas vueltas con los bailarines de la fila
contraria. Y en la fila contraria, compuesta solo por mujeres, se había infiltrado el diablo de
blanco.
Raven frenó abruptamente cuando llegó el momento de entrelazarse con ella. Ella. ¡Ella!
Tocó su brazo y la resistencia se vino abajo. Los labios femeninos, entreabiertos por el asombro
y rosados por el embrujo de las ninfas, quedaron a un beso imaginario de distancia; idea de beso
que contaminó los pensamientos de Raven en cuanto asimiló su cercanía.
Lady Marjorie.
Ella tampoco fue inmune al momento en que giraron abrazados. La vio trastabillar, presa de
una adorable confusión que a él no consiguió engañarle del todo. Sin embargo, un ramalazo de
ternura hacia su torpeza borró el cinismo de su expresión.
El tiempo se había congelado el día que la conoció, porque no había un solo rasgo surcado por
la edad. Era, como había sido antaño, un ángel inmaculado.
Raven tuvo que agarrarla de la cintura para que no cayera con estrépito. Sin saberlo, o
sabiéndolo pero queriendo ignorarlo, la acercó a su costado.
—Tranquila, milady, no se va caer —susurró contra su sien—. La tengo bien atrapada.
«Y no la pienso soltar».

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