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Necoclí

Ana Sofía Vera

Necoclí es una sensación. La calle destapada recibe las piernas cansadas de viajar ocho
horas por vías pésimas, con las llantas invadidas de un barro que atravesó todos los niveles
de humedad. La brisa escasea y aunque el cielo lleno de nubes grises detiene el sol, el calor
golpea. La cantidad de verde en árboles, palmas y arbustos haría olvidar la cercanía de la
playa de no ser por el sonido insistente de las olas. En la calle infinita y llena de pantano no
hay nada más que los letreros de varios alojamientos y restaurantes y veinte perros que
parecen callejeros y saludan antes que cualquier anfitrión del hostal elegido: La Mariápolis.

Entre el verde y el azul de Necoclí existe un hostal. Un hostal que no es más que el sueño
de tres mujeres materializado en ladrillos pintados de blanco a la orilla del mar. Y el muro
blanco que da a la orilla del mar tiene la huella de las olas que han pasado por él durante
tres décadas: una mancha enorme de moho, porque la marea sube varios meses del año
como recuerdo de los deshielos que ocurren en otra parte del mundo y les arrebata la
playa. El recuerdo de la mancha del mar es entonces un recuerdo de la memoria del agua
también. Y un recuerdo de que algún día el agua del mar entrará al hostal.

Cuando la tarde comienza a caer ya he descansado lo suficiente para separarme del tedio.
Ya hubo una reconciliación con la cocina y los baños compartidos, con la escasez de agua y
con las habitaciones con pisos llenos de restos de arena. La ventana de mi habitación da
justo a la barra donde el bartender, que llega a las cuatro de la tarde cada día, prepara
cócteles y hace las veces de disc jockey. La salsa de Buena Vista Social Club invita a salir
de la somnolencia aunque el alto volumen evoque preocupación por el descanso de la
noche.

La revelación culinaria salta allí mismo. El restaurante a dos casas, de nombre El Solar, se
encuentra presto a servir toda clase de comida vegetariana. Una pizza margarita salta la
mesa con hojas de albahaca fresca entre los rojos vivos de la salsa napolitana, y el olor del
ajo y del orégano elegido. Las convicciones de vida se sirven en la mesa porque las tres
mujeres creen fervientemente que vivir en sintonía con el mundo conlleva no comer
animales y sembrar en lo posible el propio alimento, como si ser fieles al mar implicara
todo eso. Cuando se decide vender todo lo que se tiene en una ciudad capital para comprar
una casa en la orilla del mar y compartirla con extranjeros (y también con dos perros y tres
gatos) los principios se endurecen.

Las hamacas en el balcón están prestas para echarse a reposar la comida, divisar los
colores de los murales llenos de mujeres afro y entregarse a la música, todo antes de ser
interrumpida por tambores y cantos que provienen de la playa. A la playa se baja por unas
escaleras que tienen cada una palabras que crean una consigna
Soy momentos

al viento

Soy lugares

Soy tiempo

Esa ruta

que traza

horizonte

y sol

Soy camino

Soy vida

Soy linaje

Y mientras voy, la arena recibe descalzas a cinco mujeres con faldas largas con boleros,
turbantes y tambores en las piernas, que cantan bullerengue y cuentan historias mientras
tanto turista las escucha y graba con cara de sorpresa y alegría, porque en algún rincón del
mundo la gente vive distinto a lo que conoce. Nadie va a preferir dormir a estar ahí, entre el
sonido de las olas y la convergencia sorpresiva de objetos y personas. Por supuesto
tampoco yo. Cuando lo quiero hacer ya la música ha cesado y la gente se ha ido, entonces
el arrullo está en las olas que se sienten justo al lado de la oreja, aún más si la sábana está
llena de arena inevitable.

Los días comienzan temprano y el desayuno es autónomo. Termino comiendo vegano por
algún respeto que parece impostado pero sí me nace genuino por el lugar y las personas
que hay, algunas con las que comparto la cocina. La mayoría de los huéspedes son parejas
y de esas parejas la mayoría son lesbianas, que sin conocerse entre ellas hacen parecer
todo una coincidencia. Al final no es tan arbitrario porque el voz a voz ha llevado a que
muchas parejas sepan que se pueden quedar acá, sin miradas desagradables y sintiéndose
seguras. Otros de los huéspedes coinciden en hacer teletrabajo, pues el buen ambiente e
internet para concentrarse también ha sido motivo de reconocimiento.

El tedio del primer día no vuelve porque la comida es buena y las personas lo son tanto
más.

***

Salir a caminar Necoclí evoca extrañeza. Entre las calles destapadas y el recuerdo del
alojamiento elegido con la comodidad adicional de una playa privada, llega el desconcierto
de las playas del centro de la ciudad invadidas de migrantes como recordatorio de la
mediocridad de las autoridades locales. Varias carpas dispuestas como casas temporales
de ancianos, adultos y niños se encuentran al lado de casetas donde se viven fiestas desde
mucho antes que caiga el sol. Mientras los migrantes improvisan baños y se duchan a
baldados, los locales y turistas bailan apretados reguetón, no solo porque así sea el baile
sino también porque no caben. Quienes se asientan allí descansan algunos días —si es que
pueden con el bullicio— mientras recobran el valor para continuar su camino: Darién,
Panamá, y finalmente, Estados Unidos.

El paraíso puede ser el infierno. De vez en cuando la Policía desaloja a todos a cambio de la
nada; ninguna garantía de vida, de salud, de alimentación. Mientras tanto los turistas, como
yo, pasamos por las playas infestadas solo como parte de un recorrido que conduce a algo
mejor, con la certeza de olvidarlo un poco más adelante. Comparto con los migrantes ese
tránsito. Es el mismo en proporciones de desdicha diferentes.

Me dirijo por toda la playa hacia Urantia, otro hostal por conocer. Me llama el nombre,
porque el pedazo de tierra que mi padre cultiva pensando en su vejez también se llama así.
Viene de El libro de Urantia, una amplia obra espiritual, filosófica y teológica que intenta
definir a Dios, al hombre y al destino; en el libro, Urantia es la palabra para referirse a este
mundo. Es una suerte de biblia.

En la entrada del lugar hay un árbol sin hojas del que cuelgan chanclas y crocs que el mar
ha traído. Esta vez también me reciben perros, pero no callejeros, y seguidos de Jorge, el
dueño del lugar. Si este fuera un viaje del héroe Jorge sería mi maestro, de hecho su
aspecto físico es de la más descarada estereotipia. Estamos en el punto exacto donde el
bosque tropical converge con la playa. La arena se mezcla con ramas de árboles frutales y
mangle que emana de charcos de agua, desconozco si dulce o salada. Jorge me sirve una
tilapia frita con arroz y patacones y habla sin parar de cómo la marea ha subido y algún día
llegará a donde estamos: una sala-restaurante, donde se reciben los huéspedes y se les
asignan cabañas bosque adentro. Las paredes están llenas de pinturas que simulan el
universo entre estrellas y constelaciones, varias repisas sostienen infinidad de libros,
algunos de literatura, otros de historia. Urantia se siente como el vestigio de algo. Las sillas
crujen, solo se ven una madre y su hija en el pequeño pedazo de playa que queda y el
bosque se siente desierto.

Recorro el lugar con Jorge y solo unos pasos más adentro todo se vuelve un cielo de
árboles. Entre las cabañas hay columpios con neumáticos y juegos infantiles hechos con
tablas y cabuya. Una necrópolis simbólica aparece entre el bosque como un gran espacio
laberíntico lleno de tumbas simuladas con lápidas de madera, con epígrafes y fechas de
nacimiento y deceso de personajes reconocidos. Aquí residen desde Marie Curie hasta
Gabriela Mistral, desde Jesucristo hasta Carlos Gardel. Perderse sería posible de no ser por
el sonido del mar y los ladridos de los perros, que escarban la arena y desentierran
cangrejos para jugar con ellos hasta el cansancio. Las cabañas no han sido inmunes a la
humedad y sus colores pasteles tienen tintes verdosos, aún así son acogedoras en el
interior.

Lo único que falta son personas, pero Jorge está tan despojado de ambición que todo lo
toma con calma: sabe que llegarán después, que aquí le sobra la vida que a todos les falta
en la ciudad y por eso vendrán a buscarla.
***

De algún modo extraño tanto golpe del sol no trae sopor y las calles desconocidas de
Necoclí no se sienten ajenas. El regreso a La Mariápolis es suave porque el peso de algunos
recuerdos se aliviana casi de inmediato con la certeza de que hay gente que vive diferente.
En el hostal salido de cuento hoy no hay bullerengue sino capoeira. Dos de las tres madres
del lugar se encuentran en la ronda que está en la playa mientras todos se turnan para salir
al centro a bailar o a luchar o a moverse al ritmo de nuevos tambores. Es difícil comprender
cómo el mar más oscuro de Colombia es a su vez el más bello. La tarde cae y yo me
sorprendo de lo sin cuidado que me tiene la vida. Necoclí es la ausencia de pretensiones.

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