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Esta traducción, sin fines de lucro, no es oficial

Canciones de lo profundo
Kelly Powell
Sinopsis

El mar guarda muchos secretos.

Moira Alexander siempre ha estado fascinada por las sirenas mortales que acechan a lo largo de las
costas de su pueblo isleño. A pesar de que sus inquietantes canciones pueden atraer a cualquiera a una
tumba rápida y profunda, ella se acerca a ellas lo más que puede, tocando su violín en la orilla del mar
encantado. Cuando un niño es encontrado muerto en la playa, los isleños asumen que es una de las
víctimas de las sirenas. Moira no está tan segura.

Moira, segura de que alguien ha pintado la muerte del niño como un ataque de sirena, convence a su
amigo de la infancia, el farero Jude Osric, para que la ayude a encontrar al verdadero asesino,
reavivando su amistad en el proceso. Con la gente del pueblo ansiosa por cazar a las sirenas y sus
propios secretos amenazando con desbaratar su nueva y frágil alianza, Moira y Jude deben correr
contra el tiempo para detener al asesino antes de que sea demasiado tarde, tanto para los humanos
como para las sirenas.
Capítulo Uno

Hoy hay tres sirenas en la playa.


Las observo, tocando mi arco lentamente mientras lo hago. La marea sube, inquieta y blanca,
empujando la orilla. La hierba del acantilado pincha el fino algodón de mi vestido mientras estoy de
pie, manteniendo mis ojos fijos en la playa de abajo.
Son estatuas de mármol, distantes e impasibles que miran al mar.
Rara vez es el movimiento lo que les llama la atención. Es el sonido lo que perciben cuando cazan, lo
que esperan. Cualquier ruido les resulta diez veces más interesante que un movimiento de dedos o de
pies.
Deslizo mi arco a través del violín en una nota abierta. La canción se torna lenta y suave a medida que
me sumerjo en un tono más bajo. Cuando acelero el paso, el sonido del violín vibra en el aire y lo
siento zumbando en mi pecho, en las plantas de mis pies. La música es aguda contra la quietud del
mediodía, el único sonido en mis oídos.
Es una tarde fresca. Mi aliento se empaña frente a mí, mis dedos se mantienen rígidos en la madera
pulida del arco. A las sirenas no parece importarles el frío. Están plegadas entre una formación de
grandes rocas, de espaldas a mí (largos tramos de piel blanca pálida, cabello oscuro enredado) y una de
ellas se inclina, apoyando la cabeza en el hombro de otra.
Toco junto al borde del acantilado, permitiendo que la música caiga sobre las rocas y llegue al mar. Es
lo más cerca que me atrevo a entrar en la playa, ya que las melodías bien pueden volver los oídos y los
ojos de sirena en mi dirección. Sin embargo, no hay nada malo con un poco de peligro cuando toco las
notas. Toco mejor en días como este, con las sirenas cerca, frente al mar interminable.
Tal vez hablan entre ellas.
Sin embargo, son las canciones que cantan las que atraen a cualquiera que esté al alcance del oído y
sin protección. He visto a los rescatados llevados al hospital: ensangrentados por dientes y garras,
delirantes, demasiado ansiosos por regresar al mar, a las criaturas de las profundidades. Es un terrible
negocio para los turistas al final, y aun así vienen. Cada verano. Por el paisaje o para las sirenas, tal
vez con la esperanza de que este año sea el año en que el Consejo de Twillengyle finalmente levante la
prohibición de la caza de sirenas.
Ese es el año que temo.
Aprieto los dedos con más fuerza alrededor del violín para recuperarles algo de vida. Unos minutos
más y empacaré. Se siente solitario, tocando solo para tres sirenas, cuando he visto grupos de diez o
quince juntas en la arena al mismo tiempo. El viento se levanta, rozando mis mejillas hasta que sé que
están sonrosadas por el frío, y la sarta de cabrillas del mar ennegrece las rocas con su espuma. Salto de
una melodía a la siguiente en un intento de encontrar un ritmo.
Cada nota vuela en el viento, hacia sirenas que ni siquiera giran una oreja en reconocimiento. Toco el
arco con las cuerdas con un poco más de firmeza.
Cuando la música falla, me detengo. Una brisa atrapa el dobladillo de mi vestido, agitándolo de un
lado a otro, mientras coloco mi violín en su estuche. Es una cosita maltratada, cuero negro desteñido y
rayado. Me lo regaló mi padre hace años, con mis iniciales estampadas en el lateral.
«M. A. La música de mi corazón».
No fue una frase muy dulce, ya que su corazón dejó de latir solo dos semanas después. «No muy dulce
música», pienso, antes de guardar mi arco.
Recojo el estuche del violín y echo un último vistazo al acantilado. Las sirenas apenas se han movido.
Una se ha torcido ligeramente, por lo que puedo ver el borde afilado de su pómulo. No lo suficiente
para ver sus ojos claramente. Con un ángulo correcto y con suficiente luz, vería sus ojos grandes y
oscuros que parecen reflejar las partes más profundas del mar.
Fue mi padre quien me trajo primero a ellas, me enseñó cómo limpiar la sal de las cuerdas del violín,
dónde mirar a las sirenas sin ser vista, cómo protegerme con hierro frío y amuleto, y me mostró una
isla manchada de sangre. Me enamoré de esa isla.
En esos días, cuando el cielo aún estaba rosado por el amanecer, mi padre me contaba los cuentos
populares de la isla. Me llevó a la playa y me habló de las criaturas que albergaba el mar, de la magia
que moraba en las costas de Twillengyle. Y cuando la luna brillaba en lo alto, llena y brillante como
una moneda, me contaba historias de fantasmas: se decía que las almas de los asesinados por las
sirenas deambulaban por los acantilados, hasta el fin de los días.
Pero hoy está ventoso y húmedo, la niebla me rodea y se pega a mi vestido. Estos son los días de las
baladas y el dolor, los recuerdos de las viudas de pie en mi lugar, esperando en los acantilados, sin
saber que sus maridos ya habían sido arrastrados al mar. La playa da paso a rocas que se elevan sobre
las olas como lápidas astilladas. Es un paisaje que los turistas adoran: franjas de musgo de color verde
oscuro y hierba de color marrón rojizo, la cara escarpada del peñasco teñida de blanco sal.
No sé si las sirenas me observan mientras me alejo o si el borde del acantilado tiene fuerza propia. De
cualquier manera, mi corazón se siente pesado mientras me dirijo a casa.
Hace tiempo que me di cuenta de que una parte de mi siempre pertenecerá al mar.
Capítulo Dos

–El agua salada lo arruinará– dice mi madre, caminando en nuestra pequeña cocina. Hace pasteles y
aún encuentra tiempo para detenerse y sermonearme. A menudo no le presto atención, pero el clima
cambiante de hoy me pone en un espíritu de discusión.
–Evidentemente no, ya que todavía canta–.
Ella me mira, desaprobando que haya hablado fuera de lugar. La luz de la lámpara la hace parecer más
cansada que de costumbre. O más bien, mi presencia lo hace. Sus manos están cubiertas de harina, y
sea cual sea la tormenta que se avecina afuera, el olor a horneado la sofoca por dentro. El aire se
vuelve enfermizamente dulce por el aroma de la miel y la mantequilla derretida que se deja congelar
en uno de los tazones en el mostrador. Abriendo la estufa, mi madre raspa otra sartén llena sobre las
parrillas, antes de decir: –entonces no haría ninguna diferencia para ti tocar en el salón de baile–.
Haría un mundo de diferencia. Como ella bien sabe.
–Me gusta tocar junto al acantilado–.
–Preferiría que no lo hicieras, Moira. Es peligroso. Por no hablar de tonto además–. Ella da un
pequeño movimiento de cabeza. –Tocando música para sirenas, incluso tu padre no era tan insensato.
La astuta réplica que estaba dispuesta a ofrecer se me clava en la garganta. Tocar para las sirenas llena
un anhelo oscuro y hueco, un deseo cavernoso que no tengo otra manera de apaciguar.
Los ojos de mi madre se fijan en la estufa, brillando con el conocimiento de que ha dicho algo
perspicaz. Mi mirada se desplaza hacia la única ventana de la habitación. Sus cortinas de encaje están
abiertas, mostrando nubes de lluvia pesadas en el horizonte. El vendaval hará que la isla se vuelva
desolada y salvaje, la luz ya está fallando mientras la oscuridad se cierne sobre nosotros como un
manto de pesadilla.
Mi madre dice: –tendremos que prepararnos para la tormenta de esta noche–.
No respondo. Sus palabras, como hilo y aguja, me han cosido los labios. Me quedo allí, sintiéndome
tan tonta como ella me llamó, tan orgullosa como sé que soy, hasta que ha pasado una cantidad
adecuada de tiempo para irme con mi dignidad intacta. Camino por el pasillo hasta mi dormitorio, y
en el pequeño espacio, las palabras de mi madre se asemejan a un eco. Se arañan en la silla del
escritorio, se enroscan contra el papel tapiz floral, se deslizan entre las páginas de mis libros. «Incluso
tu padre no era tan insensato». Las paredes parecen cerrarse, casi hasta el punto de asfixiarme, y
necesito salir, aunque solo sea por un rato. Me abotono el abrigo, agarro el estuche del violín. Luego
abro el pestillo de la ventana y trepo por el alféizar manchado de pintura.
Tan pronto como me alejo del saliente, las primeras gotas de lluvia caen sobre mi cabello. Regreso en
dirección a los acantilados, los tacones de mis botas se hunden en el barro como si la isla quisiera
reclamarlos para sí misma.
Mi padre solía llevarme por este camino, cuando era pequeña y los charcos me llegaban hasta los
tobillos, sobre sus hombros, donde tenía una vista clara del horizonte, el mar y el cielo se unían para
formar una línea borrosa en la distancia. Mi madre también era más suave entonces. Me despedía de
la casa con mi pañuelo, mientras ella estaba junto a la puerta, lanzando besos al aire mientras
partíamos.
La admiración por la isla, por los peligros que encerraba, estuvo siempre presente en las historias de
mi padre.
«Twillengyle es un lugar para ser abrazado con un brazo, con una daga lista en la otra mano. No es lo
mismo dejarse hechizar por su magia que volverse su tonta, Moira. Recuérdalo».
Al doblar la esquina final, el camino se abre a la gran extensión de los páramos. A mi izquierda está el
faro, una torre azul y blanca que se aferra a las rocas, y la cabaña del guardián adosada a ella, una
estructura modesta de revestimiento de tablillas. La luz del faro dibuja círculos en un arco brillante
hacia el mar, haciendo que el cielo parezca más oscuro en lo alto. El viento trae consigo el sabor
limpio y frío del agua salada. Mis dedos se entumecen alrededor del mango de mi estuche de violín, y
sería bastante inútil sacarlo ahora. Ni siquiera puedo separar la música en mi mente del vendaval que
se aproxima.
Aunque no es un desperdicio. Necesitaba la caminata más que la música, creo. Aire fresco para
despejar mi cabeza. Desde arriba, escucho los primeros truenos, y me pregunto dónde se han
refugiado las sirenas, si llegarán a la playa devastada por la tormenta por la mañana. El amanecer será
tranquilo, pálido e incoloro, después de una noche salpicada de truenos y relámpagos. Septiembre se
ha vuelto cruel rápidamente, las hojas ya comienzan a cambiar de color y ensucian el suelo.
A medida que me acerco al borde del acantilado, capto un movimiento por el rabillo del ojo. Subiendo
por el camino desde la playa está Jude Osric, con los hombros encorvados contra el viento y la mirada
baja. Sus rizos de color marrón rojizo sobresalen debajo de su gorra de tela, alborotados y enredados.
Miro hacia el faro antes de volver mi atención a él. Jude es su único guardián y, con diecinueve años,
es dos años mayor que yo. Antes de que pueda decidir si gritar o huir hacia las sombras, mira en mi
dirección. –Moira– dice, sin aliento.
Meto mi mano libre en el bolsillo de mi abrigo. El viento aúlla a través de los páramos y mientras él
hace su camino hacia mí, me doy cuenta de que Jude parece verdaderamente aterrorizado. Sus ojos
son brillantes y están bordeados de rojo, su rostro ya pálido está descolorido.
–No puedes estar aquí– dice. –Moira, escucha, tienes que irte ahora mismo.
Esto es todo lo contrario a decirme que tiene alguna esperanza real de hacer que me vaya. Agarro la
manga de su abrigo y por un momento veo al niño con el que solía jugar, el que me perseguía en los
páramos.
–Jude–. Trago saliva. –¿Qué sucede?
Cierra los ojos, inclinando la cabeza, y susurra, tan bajo que casi se pierde en el viento: –Hay un
cuerpo. dice, y mira hacia arriba, hace un gesto hacia el camino, con la mano temblando. –Sirenas, las
sirenas deben haber...
Trato de recordar si alguien que conozco planeaba bajar a la playa hoy. Pienso en los pescadores del
puerto, en sus familias. Mis dedos se clavan en la manga del abrigo de Jude. –¿Quién es?
–Creo que es Connor– dice. –Connor Sheahan.
Miro hacia el borde del acantilado. El terror se asienta en lo más profundo de mí, abriéndose camino
desde adentro hacia afuera, llevándome a la oscuridad. No puede ser Connor, vi a Connor la semana
pasada. Le estaba enseñando a tocar su primer reel.
Tenía doce años.
–Lo siento– continúa Jude. –Sé, sé que le estabas dando lecciones– agrega.
Me encuentro con su mirada. –Muéstrame– le digo.
Jude me mira como si me hubiera vuelto loca. –¿Qué?
–Quiero ver el cuerpo–. Agarro su cuello, tirando de él cerca. –¿Dónde está él?
–Realmente no creo que eso sea inteligente, Moira. Tenemos que decírselo a la policía. Los
telegrafiaré desde la sala de vigilancia y...
La adrenalina corre por mis venas como el mercurio. Antes de que Jude pueda terminar su oración, me
alejo de él.
–Espera, ¡Moira!
Jude intenta detenerme, pero ya estoy corriendo por el camino. Debajo del peñasco, veo lo que estoy
buscando. Una mancha de rojo, un color que no tiene cabida entre las aguas oscuras y la arena mojada.
Es una fina cinta que sigo a lo largo de la playa, un carmesí que se mezcla con el borde del mar en
bandas ondulantes. Entonces veo un mechón de cabello negro, una camisa blanca empapada, piel
pálida cortada y sangrando. El cuerpo yace cerca del camino, medio enterrado en la arena empapada
de sangre.
Mis pies se vuelven lentos cuando me acerco. El olor es casi peor que la vista misma. Un olor áspero y
metálico me quema la nariz, llena mi garganta hasta que estoy a punto de tener arcadas.
Oh Dios.
Es Connor. Connor como nunca debería haber sido: abandonado, con un corte profundo en el cuello.
La sangre está por todas partes, un charco rojo, manchando la marea.
Nada tiene sentido.
Detrás de mí, Jude jadea. –Moira– susurra, y suena desesperado. –Por favor, Moira, no deberíamos
estar aquí.
Las palabras son una súplica, pero no puedo moverme. Estoy congelada en mi lugar, mis ojos fijos en
el chico que una vez conocí, el chico al que había estado dando lecciones de violín. La enfermedad me
inunda, haciéndome marear, y me clavo las uñas en la palma de la mano para amortiguarla.
Cierro mis ojos.
–¿Esto fueron sirenas?
Una ráfaga de viento viene a arrancarme las palabras del aire y me giro para encontrar a Jude de pie a
mi lado.
–Sí– dice. –Eso creo.
Niego con la cabeza, ya sea en negación o enojo o alguna combinación de los dos. –No puede ser.
–Tenemos que decírselo a la policía– vuelve a decir Jude.
–Jude, esto— esto está mal. ¿Qué estaba haciendo él aquí? ¿Cómo sucedió?
Miro al chico a nuestros pies. Hay cosas que se les enseña a los niños en esta isla para que puedan
sobrevivir. Connor sabía cómo escuchar, cómo ser cuidadoso, quedarse quieto cuando era necesario.
Había sido un buen estudiante. A veces presionaba las cuerdas con demasiada fuerza o su postura se
volvía perezosa, pero estaba dispuesto a aprender y practicaba a menudo. Llevaba un registro de sus
errores.
Ahora tengo su sangre en las suelas de mis botas.
—Las sirenas no lo habrían dejado aquí —murmuro. –¿Por qué no lo llevaron al mar? ¿Por qué tiene el
cuello cortado así? Yo no…
Se me hace un nudo en la garganta y dejo de hablar antes de que el peso de todo me aplaste.
Jude se pellizca el puente de la nariz entre el índice y el pulgar. Me pregunto si el recuerdo de su
propia familia ha logrado colarse en sus pensamientos.
–¿No te parece en absoluto extraño?
Fuerzo las palabras, pero no es la verdadera pregunta lo que quiero que responda. Lo que quiero es
saber por qué Connor estuvo aquí en primer lugar. Los latidos de mi corazón son tan rápidos como si
la valentía que tuve se filtrara en la arena como la sangre a nuestros pies.
El semblante demasiado pálido de Jude deja claro que tampoco le queda mucha valentía. –Es extraño–
dice, –y estoy seguro de que la policía y el Twillengyle Gazette indagaran en esto.
Yo trago.
–Por supuesto– respondo, pero no puedo quitarme de encima la sensación de error. He visto muertes
de sirenas antes, leí sobre ellas en el periódico, y esta no se parece a ninguna de ellas.
Jude no mira hacia atrás mientras subimos por el acantilado, pero yo hago exactamente eso. Estudio
las manchas carmesí en la arena, la forma pequeña y arrugada del cuerpo de Connor. No tengo idea de
qué hará la policía con él, pero sé que esta es la última vez que podré verlo tal como era. Solo entonces
me doy la vuelta y sigo los pasos de Jude hasta el faro.
La lluvia y el viento se levantan, haciendo imposible la conversación. Mi estuche de violín choca
contra mi pierna, un pequeño consuelo, mientras trato de no dejar que mi mente regrese al cuerpo que
hemos dejado atrás, a la familia Sheahan, quienes pronto descubrirán que les quitaron a su hijo
menor.
El camino de piedra que conduce a la cabaña del guardián está agrietado y la hierba y el musgo
suavizan los bordes. Pasamos por debajo del saliente estrecho y Jude saca una llave maestra del
bolsillo de su abrigo. La puerta es azul brillante, pero está astillada en algunos lugares, la pintura se
está desprendiendo de la madera. Me pregunto cuándo lo pintó por última vez. Juguetea con la
cerradura, apoyándose en la puerta antes de girar el pomo de latón. Cruzamos el umbral a toda prisa y
Jude cierra la puerta de par en par, impidiendo el paso de la fuerza del vendaval. Mis oídos zumban en
el repentino silencio.
Encabeza el camino a través de la cabaña, más allá de una pesada puerta de roble, y sube la escalera de
caracol hasta la sala de vigilancia. La mayor parte de su pequeño espacio está ocupado por un
escritorio cubierto de papeles, revistas, instrumentos náuticos. Un mapa de Twillengyle cuelga de una
pared, mientras que otra tiene una ventana que da al puerto cercano. No hay cama, pero la habitación
parece habitada, como si Jude se hubiera acostumbrado a dormir en su escritorio.
Se acomoda en la silla, mueve una pila de documentos para revelar un instrumento de metal equipado
con todo tipo de diales y tornillos. Jude toca con una mano la paleta en un extremo, haciendo clic para
producir una larga serie de sonidos dah. Código Morse, me doy cuenta con retraso.
De pronto, su mano se queda quieta.
–Estarán en camino– dice, mirando por la ventana en lugar de mirarme a mí.
–¿Supongo que tenemos que esperarlos?
Se da la vuelta y veo algo parecido al alivio en su expresión.
–Sí– dice. –Puedes quedarte aquí, si quieres.
Sonrío lo mejor que puedo.
–Gracias.
–Prepararé té, ¿de acuerdo?
Por la forma en que lo dice, puedo decir que está buscando algo en la rutina. Asiento de todos modos,
y juntos bajamos a la cocina.
Capítulo Tres

He estado en el faro de osrics muchas veces en mi vida. Venía con mi padre, ávida de aventuras,
escuchando historias de naufragios en la noche. Fue solo después de su muerte que mis visitas
disminuyeron. Estar de vuelta aquí ahora, mientras la sangre enrojece la costa, parece terriblemente
apropiado.
En los pocos años transcurridos desde entonces, el lugar se ve un poco diferente. El aire salado corre a
través de las grietas de las húmedas paredes blancas. Mi padre solía decir que cada grieta del faro
guardaba un secreto. Ahora hay aún más grietas, irregulares y extendidas como enredaderas. Me
pregunto cuántos secretos más se esconden en la oscuridad. Me pregunto si los míos se cuentan entre
ellos.
La cocina está situada en el primer piso de la casa. Está ordenado y bien cuidado, con un lavabo cerca
de la ventana, una lámpara de aceite encendida en la mesa. Tomo asiento en una de las sillas torcidas y
dejo mi estuche de violín sobre la mesa. Desde aquí, la tormenta es un estruendo bajo, la lluvia
constante como un hilo musical lejano. Sin embargo, me encuentro escorando desde el momento
presente como un barco desequilibrado, y cada vez que voy a la deriva, vuelvo a la playa, de pie sobre
el cuerpo de Connor, viendo cómo la lluvia lava su sangre en el mar.
Jude se para en el mostrador, llenando la tetera y encendiendo la estufa. Se ve más desaliñado sin su
abrigo y sombrero. Es una figura delgada en la penumbra, su cara teñida de rosa por el frío, el
agotamiento oscureciendo sus ojos. Desde que bajó de la sala de vigilancia, no ha dicho una palabra. A
lo largo de los años, he descubierto que Jude está predispuesto a ese comportamiento. La muerte de
sus dos padres lo hizo crecer cauteloso. Aunque mientras la tetera hierve, me ofrece una pequeña
sonrisa y dice: –Me temo que no recuerdo cómo tomas el té.
Exhalo lentamente. –Solo negro, por favor.
–Bien–. Se vuelve hacia la estufa, solo para mirar hacia atrás un segundo después. –Moira.
Lo interrumpo.
–Lamento que tuvieras que ser tú quien lo encontrara.
Jude hace una pausa, con los labios apretados. –No se puede evitar, supongo.
Froto mi pulgar sobre el rasguño más reciente en mi estuche de violín y empujo hacia atrás otra
imagen de Connor, sonriendo en nuestra última lección, complacido cuando lo felicité.
«Si lo permites, esta isla podría comerte vivo».
Jude vierte el contenido de la tetera en una taza, el vapor se eleva en espirales grises antes de
desaparecer en la luz. Él tira del puño de su suéter, mirando la lluvia.
–Te vi tocando en el acantilado antes.
Yo trago. Las palabras de mi madre sobre el asunto aún brillan como el alquitrán, cubriendo mis
pensamientos. Jude trae la tetera a la mesa y continúa. –¿Es por eso que no has estado en el salón?
Hace dos veranos que no toco en nuestro salón de baile local. Por el momento, lo único que me falta es
la paga, aunque mi tutoría ha hecho un buen trabajo al desembolsar monedas para calentarme la
palma de la mano. Rígidamente digo: –Puedo tocar donde quiera.
Sentándose frente a mí, Jude parece un poco incómodo. –Por supuesto– dice. No quise decir nada
malo con eso.
Dudo que Jude Osric le desearía el mal incluso a su peor enemigo. Envuelvo ambas manos alrededor
de mi taza de té humeante y digo: –Me resulta difícil creer que hayas asistido a muchos bailes en mi
ausencia.
Quiero ser alegre, pero Jude dice: –He ido a algunos–. Suena casi a la defensiva y yo levanto una ceja.
Él mira fijamente a su taza de té, con la cabeza gacha. El silencio se asienta entre nosotros, pero hay
un borde en él, como si ambos estuviéramos eludiendo el tema real en cuestión. La mirada de Jude
pronto regresa a la ventana. La lluvia azota el cristal, la luz tenue amarillea el alféizar.
–Esta es una noche perfecta– murmura. –Para ahogar sirenas en la tormenta.
Es solo un dicho, un adagio tan viejo como la isla, pero el comentario me retuerce el estómago. La
muerte de Connor no es todo lo que queda sin decir entre nosotros. Es probable que Jude sea
demasiado amable para preguntar directamente, pero debe preguntarse por qué no he visitado el faro
en los últimos cuatro años, por qué he ignorado todas las invitaciones que me han ofrecido. Nuestras
interacciones se han reducido a saludarnos en la ciudad, sonreírnos unos a otros al otro lado de la
calle. Somos poco más que extraños cuando alguna vez fuimos los mejores amigos, y ahora siento el
dolor de esos años perdidos, sentada en su compañía, tan profundamente como si me faltara un
miembro. Jude, me doy cuenta, debe estar peor. Sé que nuestra separación es por diseño, pero ese
diseño es obra mía. Le he ocultado secretos, secretos que soy demasiado cobarde para compartir,
demasiado egoísta para enfrentarlos directamente. Si alguna vez se entera…
Un golpe suena en la puerta. Jude se estremece, derramando té sobre la mesa.
–Deben ser ellos– dice, y agrega: –no es necesario que me acompañes– cuando me muevo para
levantarme.
Lo ignoro y juntos nos dirigimos a la entrada, Jude abre la puerta revelando a dos policías al otro lado.
Los reconozco a ambos, aunque no recuerdo el nombre del más alto. La pareja se ha puesto gruesos
abrigos de tweed para protegerse de la lluvia, sus capas de hombros oscurecidas por la humedad. El
hombre más bajo, el inspector Dale, se quita el sombrero. –Buenas tardes, Sr. Osric– dice. –Señorita
Alexander.
–Buenas tardes– dice Jude. –¿Recibieron, eh, mi telegrama?
–Es la razón por la que estamos aquí– dice el más alto. Thackery, lo recuerdo. Ese es su nombre.
–¿Encontraste al chico en la playa?
–Sí. Yo... yo lo vi desde la cubierta de la galería. Estaba haciendo observaciones. Jude traga.
–¿Necesitan que los acompañe?
–No es necesario– dice el inspector Dale. –Si nos indica la dirección correcta, lo tomaremos desde
aquí.
Jude hace un gesto hacia el borde del acantilado mientras un delgado relámpago atraviesa el cielo.
–Alrededor de media milla por la playa. Cerca del camino.
Dale vuelve a colocarse el sombrero. –Muchas gracias. ¿Y estaba usted allí también, señorita
Alexander?
–Solo estoy de visita– respondo.
Independientemente de ver a Connor, no soy un testigo de ninguna manera.
–Necesitaremos una declaración apropiada más tarde, Sr. Osric, espero lo entienda– dice Thackery.
Jude asiente. –Ciertamente.
Los dos caballeros se apartan de la entrada y avanzan por el sendero del acantilado. Jude cierra la
puerta y se gira hacia mí. –Lo arreglarán– dice, como si no hubiera estado aquí todo el tiempo. El eco
bajo de un trueno retumba a través de las paredes del faro.
–¿Estás bien?– pregunto.
–¿Tú lo estás?–. Me mira con expresión sombría. –Connor, era tu alumno.
Mi corazón se aprieta. –Sí– susurro en voz baja.
Jude se pasa una mano por el pelo. La acción solo logra que los rizos estén menos ordenados.
–No ha habido un ataque de sirena por estas partes desde el verano pasado– dice.
Muerdo mi labio. La expresión de Jude, con la mirada perdida, es clara. Sé que estará recordando lo
peor, y más que nada, deseo evitarlo.
Regresamos a la cocina y nos sentamos a la mesa, los dos mirando la lluvia afuera, sonando como si el
mar estuviera presionando contra la cabaña. Me pregunto si la luz del faro aún atraviesa la oscuridad.
–Necesito revisar la sala de las linternas– dice Jude, haciéndo eco de mis pensamientos, y mientras se
despide, miro mi estuche de violín. La idea de tocar algo para él me viene a la mente
espontáneamente. Cuando éramos niños, tocaba cualquier canción que hubiera aprendido más
recientemente, y Jude recolectaba monedas para mí en su gorra plana. Es un recuerdo que se hunde en
mi corazón como un anzuelo. Me pregunto si incluso lo recuerda.
Cuando vuelve a bajar, he encontrado una lata de galletas y me he comido tres. Jude tiene hollín en la
frente y un rubor rosado en las mejillas, pero se ve mejor por eso, menos afectado. Siento que está
contento de tener algo que hacer.
–¿Todo está bien?– pregunto.
–Lo suficientemente bien– responde. Toma un trago de té frío, haciendo una mueca por el sabor.
–Realmente debería quedarme allí arriba, con este vendaval, pero no, no esta noche, creo.
Me imagino a Jude dentro del mirador de cristal de la sala de la linterna, realizando esa vigilia
solitaria, mientras el cuerpo de Connor yace en la playa de abajo. Es algo que tendrá que anotar en su
bitácora, un registro en tinta del evento, como lo haría con un naufragio o un ahogamiento.
–La policía está tardando un buen rato.
Jude mira hacia la puerta, como si pudiera encontrar a la pareja esperando en el pasillo.
–Teniendo en cuenta cómo fue asesinado, no es sorprendente–.
Tomo un respiro con la esperanza de mantener mi nivel de voz. –Sirenas dejándolo en la playa,
cortándolo, nunca había visto algo así.
De pronto, hay otro golpe en la puerta. Jude ve a abrirla, revelando a Dale y Thackery de pie una vez
más debajo del saliente.
–Señor. Osric– dice el inspector Dale, –solo hemos venido a tomar nota de su declaración.
El detective Thackery me mira y vuelve a mirar a Jude. Si pudiéramos hablar contigo a solas.
Jude encuentra mi mirada. Doy un pequeño asentimiento. –En la sala de vigilancia– dice. –¿Puedo
traeros algo más? ¿Té?
–Solo la declaración, por favor– dice Dale.
Jude asiente, enérgico, antes de guiarlos a través de la puerta hacia la torre.
No tengo nada que hacer mientras espero. Mis dedos recorren los nudos en la mesa de la cocina
mientras Connor Sheahan se desliza al frente de mis pensamientos, y me pregunto qué lo habría
llevado a la orilla con este tipo de clima.
Las sirenas atraen a las personas con música que puede hacer que los oídos y la nariz sangren por el
sonido. Llaman a sus víctimas al océano, arrastrándolas a las profundidades. No dejarían a un niño
tirado en la orilla. No le cortarían la garganta. El encantamiento es suficiente para silenciar a
cualquiera. Las heridas de Connor estaban limpias, afiladas, diferentes al raspado irregular de dientes
y garras.
El sonido de una puerta abriéndose me saca de mis pensamientos. Jude aparece en el pasillo, junto a
Dale y Thackery.
–Moira– dice, y desearía poder aliviar de alguna manera la tristeza que nubla sus facciones.
La policía se despide. Jude comienza a limpiar la mesa, juntando nuestras tazas y limpiando el té.
Afuera, está negro como la brea, el cielo solo está delineado por ocasionales relámpagos.
–¿Te gustaría pasar la noche?
No puedo decir si pregunta por mi bien o por el suyo propio.
–Eso es muy amable– digo, pero las palabras no suenan tan agradecidas como me siento. Me he
mantenido alejada del faro durante años, y ahora que he roto el hechizo, tengo pocas ganas de volver a
casa tan pronto.
–Hice la cama en la habitación de invitados esta mañana.
–Vaya–. Junto mis manos. –¿Tuviste compañía?
–Mi tío– dice Jude brevemente.
Levanto mis cejas ante eso. Lo último que supe del tío de Jude fue que había abordado un barco
auxiliar para ayudar a administrar el faro en alta mar al otro lado de la isla. Por un momento pienso en
preguntar por él, antes de decidir lo contrario. Ha pasado mucho tiempo desde que hubo algún cariño
entre los dos; de hecho, me parece curioso que su tío viniera a visitarnos.
Terminamos de poner la cocina en orden. O mejor dicho, Jude lo hace, rechazando cada intento que
hago para ayudar. Lava las manchas de té de las tazas, las coloca una al lado de la otra en un armario,
va a buscar un candelabro y enciende una cerilla para encender la vela medio derretida. Recojo mi
estuche de violín y me apoyo contra la pared. Trazo una fina grieta en el yeso, pero no me susurra sus
secretos.
–¿Moira?
Miro por encima de mi hombro. Jude está en la puerta, esperándome. Sostiene la vela en alto, su otra
mano anudada alrededor del puño deshilachado de su suéter de lana. Juntos nos dirigimos al pasillo y
él empieza a subir las escaleras hasta el segundo piso. Estoy a punto de seguirlo cuando un golpe
sordo resuena desde el otro extremo de la cabaña. Me detengo con un pie en el escalón, mirando la
puerta, la última antes de la entrada al faro.
–Son solo las tuberías– dice Jude rápidamente. –Crujen así de feroces con este clima.
Sube las escaleras de dos en dos, y no me queda más remedio que subir tras él.
Cuatro dormitorios ocupan la mayor parte del espacio en este piso. Jude abre la puerta de la
habitación de invitados, dejándome pasar, y veo que está tan ordenada como el resto de la cabaña. Hay
una cama individual, un escritorio y un espejo junto a una ventana con cortinas de encaje que da al
acantilado. La lluvia golpea el vidrio ennegrecido en un golpeteo incesante.
Soledad. Si los sentimientos pueden ser reflejados, así es como lucen en esta habitación. Una soledad
profunda que ha olvidado cualquier otro estado.
Jude enciende una lámpara de aceite que se encuentra en la mesita de noche y limpia una traza de
polvo sobre la superficie.
–Espero que todo esté bien– dice, mirando en mi dirección. Aunque tan pronto como me encuentro
con su mirada, sus ojos marrones se apartan de los míos, luciendo tan negros como la medianoche en
la escasa luz.
–Está bien– le digo, con voz cortante. Hubo un tiempo en que suavizar mis palabras no presentaba tal
desafío. –Gracias.
Jude sonríe, con los labios cerrados. Todavía se ve tan cansado y nervioso como antes, pero ha dejado
de apretar en puños la tela de su suéter, así que eso es algo.
–Bien– dice. –Bueno, buenas noches, entonces.
–Buenas noches, Jude.
Cierro la puerta cuando sale, escuchando sus pasos mientras avanza por el pasillo hacia su propia
habitación. No mucho después, se escucha el suave clic de una puerta que se abre, luego el silencio.
Cerrando los ojos, respiro, mis entrañas se enroscan con fuerza de una manera que la música no puede
deshacer.
Me acerco a la cama para sentarme en ella. Las sábanas, blancas y rígidas como las del hospital, están
metidas en el colchón. Su pulcritud se torna desconcertante en aquella oscuridad, bajo aquella
tormenta, por la idea de sangre manchando la costa de abajo.
En tiempos pasados, el faro había sido un hogar. Libros viejos quedaron abiertos en el mostrador,
juguetes de niños en los escalones. Estas paredes habían hecho eco con la risa de mi padre; las tablas
del suelo conocían sus pasos. Él y Llyr Osric, el padre de Jude, se sentaban durante horas en la cocina,
estudiando gráficos y viejos libros encuadernados que yo aún no podía leer.
Palos de serbal colgaban sobre la ventana de la cocina, flores de color rosa mar en un jarrón en el
alféizar. Ahora parece que a Jude Osric no le preocupa en absoluto conservar la buena suerte. Las
hierbas que tiene son comunes, las habitaciones solo huelen a aire salado, humo de madera y cera para
pisos.
Dejo mi abrigo a los pies de la cama, mi estuche de violín en el piso justo debajo. A menudo, cuando
una tormenta como esta azota los acantilados, me despierto durante la noche para tocar algo bajo y
suave en la ventana. No esta noche, creo. Por mucho que le guste mi forma de tocar, no creo que Jude
Osric, con su disposición tranquila, vería con buenos ojos el canto de un violín sonando a esta hora.
Estoy mirando el techo blanco agrietado cuando mis ojos comienzan a cerrarse. Los acontecimientos
de esta tarde se arremolinan a mi alrededor como una niebla: Jude caminando por el acantilado, con
los hombros encorvados para protegerse de la lluvia; el temor como un peso en mi estómago, botas
resbalando en el barro mientras corría por la playa; Connor yacía inmóvil y frío, enterrado en arena
mojada y sangre. Un escalofrío recorre mi columna vertebral.
El sueño no viene fácil. Cada trueno resuena como un tambor. Escucho el viento silbando a través de
la noche y lo imagino barriendo los páramos como una criatura viva, un lobo aullando a la luna.
No tengo idea de la hora; tal vez ya sea cerca de la mañana. Tal vez mi madre esté muy preocupada por
mi paradero, pero esa es una posibilidad remota. Ella bien puede fingir, pero eso es todo lo que haría:
una especie de afecto fingido, intentando jugar el papel de madre preocupada. Tengo cuidado de
meter ese pensamiento en mi memoria mientras me doy la vuelta en la cama. Y a medida que caigo
más en el sueño, hay pasos, el paso familiar de Jude en las escaleras, y estoy casi segura de que lo
escucho hablar.
Susurros murmurados provenientes de la habitación de abajo.
Capítulo Cuatro

La luz del sol pinta de rojo a través de mis párpados cerrados. Los abro, parpadeando ante las sábanas
blancas y las motas de polvo que flotan sobre las tablas del piso, sintiéndome perdida y desconcertada
hasta que mi mente también se despierta. Recuerdo la tormenta y Jude Osric, una playa ensangrentada
y Connor dejado a merced de los elementos.
Mi corazón se siente pesado con un dolor al que no tengo ningún derecho real.
Repaso los asuntos de anoche una vez más antes de levantarme de la cama. Las sábanas están
retorcidas y trato de ponerlas en una apariencia de orden. No tengo el talento de Jude para doblar cada
centímetro de algo en esta vida, pero creo que es un buen intento. Afuera, el rosa tiñe el cielo de la
madrugada. El ángulo de la ventana hace que sea difícil medir las señales del paso de la tormenta, pero
sé las marcas que habrá dejado: hierba aplastada por el viento, algas esparcidas sobre la arena en la
playa, acantilados arenosos con sal.
No habrá sirenas, no tan pronto después de tal tempestad. Las imagino refugiándose en las grietas
rocosas, en los lugares más oscuros del mar.
Regreso a la cama y busco mis cosas, considero la posibilidad de que Jude esté despierto a esta hora.
Lo que es muy probable, ya que encuentro una nota escrita con su letra deslizada por debajo del borde
de la puerta.

«Buenos días, Moira. Encuentrame en la sala de las linternas o en la cubierta de la galería.


–J».

Doblo la nota con cuidado, guardándola en la seguridad del bolsillo de mi abrigo.


En el lavabo del primer piso, me lavo la cara con agua fría, me recojo el pelo castaño en un moño
prolijo y arrugo la nariz por el dobladillo de mi vestido salpicado de barro. A mi abrigo largo le va
incluso peor, pero no tengo más opción que resignarme.
Recorro el camino hacia la torre, me detengo cerca del final del pasillo. Observo la puerta cerrada de la
última habitación, más allá de la cual escuché voces anoche. Es un almacén, creo, o solía serlo antes de
la muerte de los padres de Jude. No estoy seguro de lo que podría estar guardando aquí ahora. Pruebo
el pomo y lo encuentro bloqueado. Cuando pongo mi oído en la madera, solo me encuentro con el
silencio.
Quizás no sea nada. La cabaña es una estructura antigua, después de todo, afectada por frecuentes
crujidos y gemidos, como dijo Jude. Me doy la vuelta, abro la puerta de roble y subo por la escalera de
hierro que sube, sube, sube, a lo largo de los costados del faro. Cuando llego a la cubierta de la galería,
una ráfaga de aire frío atraviesa mi abrigo.
Sin embargo, la vista bien vale la pena el frío. Me saluda un panorama del mar, el cielo y la luz del sol,
el acantilado debajo de una aguda caída oscura, otorgando una dispersión de rocas al mar. La vista es
maravillosa de una manera que me hace querer jugar algo completamente nuevo solo por este
momento y nunca más. Me agarro a la barandilla oxidada y tengo ganas de gritar porque sí, pero me
trago la sensación cuando mis ojos encuentran a Jude Osric.
Está recostado y profundamente dormido en su silla. Sin su gorra, sus rizos se enredan con el viento, la
ceniza y el aceite manchan sus manos. Debe haber visitado ya la sala de las linternas. Doy un paso
hacia él, se sobresalta y despierta, con los ojos vidriosos, sin verme todavía. Medio segundo después,
comienza el reconocimiento. Jude parpadea, se frota la cara con la mano y se le llena de hollín una
ceja.
–No era mi intención quedarme dormido– dice él.
–Claro.
Metiendo la mano en su abrigo, saca un reloj de bolsillo. El vidrio sobre la esfera del reloj está rayado
y empañado por el tiempo, pero las manecillas aún marcan el tiempo. Recién son las siete. Jude pasa el
pulgar por su cara y yo vuelvo mi mirada hacia él.
–Te ves sucio– digo.
–Gracias– dice bostezando, por lo que es posible que todavía esté medio dormido. No es difícil
adivinar que ha estado despierto toda la noche, viendo lo inyectados en sangre que están sus ojos.
Aunque si fue por sus deberes como guardián o solo por elección es otra cuestión.
Quiero preguntar por sus terrores nocturnos. Al ver a Connor en la playa, no sería una sorpresa que
las pesadillas de Jude regresaran con toda su fuerza. Sin embargo, lo que realmente sale de mi boca es
otra cosa.
–Solo quería despedirme– le digo. –Y gracias de nuevo, por dejarme pasar la noche. Fue más que
generoso de tu parte.
Eso parece despertarlo.
–¿Ya te vas?
–Estoy segura de que ya te distraje el tiempo suficiente.
Se inclina hacia adelante, sosteniendo mi mirada. –De verdad, Moira– dice, –tenerte, tener a alguien
aquí, es un cambio de rutina más que bienvenido. Sus ojos se ven honestos cuando lo dice. –Al menos
quédate a desayunar.
Mi culpa, por muy arraigada que esté, se ramifica en dos direcciones. En una rama oscura, maldigo
mis esfuerzos por drenar nuestra amistad de sangre, cuando ninguno de nosotros deseaba el hacha.
Por otro lado, me encuentro reacia a aprovechar la hospitalidad de Jude, plenamente consciente de
que no me querría en su mesa si supiera las verdades que he enterrado.
–Está bien– digo. –El té sería encantador.
Dios, soy una criatura tan miserable.
La sonrisa de Jude ilumina todo su rostro. Se limpia las palmas de las manos en las rodillas del
pantalón y se pone de pie, pasándose una mano por el pelo. Duele pensar en él pasando noche tras
noche en esta torre sin otra alma, comiendo y trabajando sin nadie más con quién hablar.
Lo que les sucedió a los Osrics es de conocimiento común en la isla. Es una historia que la mayoría
prefiere olvidar, violenta y horrible en su repentino. Hace siete veranos, Llyr Osric salió en su bote,
acompañado por la madre y la hermana mayor de Jude. Jude se quedó atrás para observar el faro, pero
terminó viendo sirenas que arrastraban a su familia al mar.
Los pedazos del bote llegaron a la orilla al día siguiente, agrietados y astillados, los cuerpos fueron
encontrados más tarde, igual de rotos. El tío de Jude estuvo a cargo del faro durante un tiempo, pero
ahora Jude se las arregla solo.
Lo observo preparar el desayuno en la cocina iluminada por el sol. Se ha cambiado y lavado para
empezar el día, con las mangas de la camisa arremangadas hasta los codos mientras saca pan de una
panera amarilla y pone a hervir la tetera. Respiro el olor a humo de leña de la estufa, la cálida
fragancia floral de las hojas secas de té. Está a un mundo de distancia de la maldad de anoche, pero no
puedo dejar de notar la repetición. Mis pensamientos vuelven a los susurros que escuché en la
oscuridad y entonces pregunto:
–¿Con quién estabas hablando anoche? ¿Regresó la policía?
Jude se gira para encontrarse con mi escrutinio.
–No estaba hablando con nadie.
–Escuché algo, como voces. Venían de ese almacén.
La incertidumbre brilla en lo profundo de sus ojos brillantes. Se ríe, alto y ligero, tan diferente a su
risa normal que me da pausa.
–Creo que podrías haber estado soñando, Moira.
La tetera canta para llamar su atención y hace un escándalo para sacarla del fuego.
Lleva la tetera a la mesa, sentándose en la silla frente a mí. Miro las bobinas de calor, pensando.
Parece que no soy la única que tiene secretos, pero como no estoy de humor para descubrir los míos,
es justo dejar que Jude retire el suyo.
Sus ojos se mueven hacia donde descansa mi estuche de violín cerca de mi codo.
–¿Volverás a tocar en el acantilado?
–¿Por qué?– pregunto, –¿Quieres venir?
Quiero tragarme las palabras en el momento en que pasan por mis labios.
Jude parece desconcertado por la pregunta. Baja los ojos a la mesa y presiona sus nudillos contra su
boca. Me imagino que sus pensamientos, como los míos, han vuelto a girar alrededor de Connor
Sheahan.
El resto de la familia Sheahan ya debe saberlo. Estarán de duelo, maldiciendo a las sirenas por su
pérdida, tal vez maldiciendo a toda la isla. A raíz de la muerte de Connor, la gente bien podría estar
abogando por la revocación de la prohibición de caza antes de que termine el mes.
–Me encantaría, Moira– dice.
Su sinceridad es casi demasiado para soportar. Toma la tetera, vierte té en mi taza y hago todo lo
posible por ignorar el nudo en la parte posterior de mi garganta.
Cuando salimos a los páramos, nos dirigimos al borde del acantilado. Un vistazo rápido sobre el
peñasco confirma una playa vacía de sirenas, dejando a Jude como mi única audiencia. Sigue mi
mirada y se vuelve, ofreciéndome una sonrisa. Ninguna sirena.
Bueno, no puedo culparlo por ser feliz por eso. Especialmente después de anoche. Las sirenas son la
causa de muchas heridas en Twillengyle, y pocas de ellas son más profundas que la de Jude Osric.
–La tormenta– murmuro, segura de que él puede sacar sus propias conclusiones.
–¿A dónde vamos?
Una buena pregunta. Realmente no hace mucha diferencia sin las sirenas como mi brújula. La hierba
de los páramos bordea toda la isla, una gran extensión de rojo y verde que cae hasta la roca y la arena
oscuras.
Por impulso, me detengo.
–Aquí.
Él observa mientras me arrodillo, liberando los cierres de mi estuche. Sostengo el violín suavemente
en mi regazo, comprobando las cuerdas antes de aflojar el arco.
–¿Crees que alguna vez volverás a tocar en los bailes?
–Estás enfermando sin mi música, ¿verdad?
Levanto la mirada hacia él, y él no aparta la mirada.
–La he echado mucho de menos, si– dice, deslizando sus manos en los bolsillos de sus pantalones, y
tengo la clara sensación de que ya no estamos hablando de música.
Aún así, no hay una parte de mí que anhele volver al salón de baile. Después de la última vez, juré que
no lo haría. Deje que Peter y Flint manejen los decorados y los enjambres de turistas, no moveré un
dedo para ayudar.
Poniéndome de pie, meto el violín debajo de mi barbilla. Toco el arco con las cuerdas en los primeros
acordes de Over the Moor and Heather, cerrando los ojos con concentración, mis dedos firmes contra
las cuerdas.
La canción cambia, crece y cambia fuera del coro, hasta que ya no es Over the Moor and Heather, sino
el murmullo de las olas contra la orilla, el viento frío en la punta de mis dedos, la hierba de los
acantilados bajo mis pies. La música está en mi aliento y canta a través de mi sangre. Me acerco al
final y todo en mí está quieto mientras deslizo mi arco a través de las cuerdas en una nota larga.
Exhalo, abro los ojos y dejo el violín a mi lado.
Miro hacia arriba para encontrar a Jude de pie como estaba, aunque un poco boquiabierto. Parece que
le toma un momento darse cuenta de que he dejado de tocar.
–Moira– dice, y su voz no suena como la suya.
Le sonrío.
–¿Te gustó?
Se frota la nuca. –Fue encantador.
Las palabras me hacen sentir cálida y agradable. Me acuerdo una vez más de cuando éramos niños,
cuando yo tocaba música en los páramos con el viento y el mar y Jude Osric de compañía. Estos
últimos años han puesto una distancia entre nosotros que nunca antes había existido. Solíamos
explorar juntos las pozas de marea, correr descalzos, tomar palos en peleas de espadas imaginarias.
Jude era ruidoso, animado y rápido para tomar mi mano.
«Ven, Moira, necesito mostrarte algo…».
Ahora contempla el horizonte, solemne.
–Debería irme– dice, en un tono triste.
–Sí–. Cambio mi agarre en el cuello de mi violín. El frío me ha puesto los dedos rígidos. –Si la policía
regresa…
Jude sonríe. –Te lo haré saber.
Él regresa hacia el faro y yo observo a lo largo de la playa hasta el trozo de arena donde encontraron a
Connor. No queda nada del incidente, la orilla quedó limpia.
Sigo pensando que es peculiar que las sirenas lo dejaran allí. Cerrando los ojos, invoco el recuerdo de
Connor como lo vi por última vez. El corte en su cuello era afilado como un cuchillo, y es muy posible
que las sirenas no fueran las que le quitaron la vida. Después de todo, hay muchas otras formas de
morir.
Es muy posible que haya sido asesinado.
Capítulo Cinco

Resulta que no necesito a Jude Osric como informante en asuntos policiales.


Encuentro lo que busco en el Gazette de la mañana siguiente, mecanografiado pulcramente en una
columna estrecha.

UNA TRISTE HISTORIA


Connor Sheahan, de doce años, fue atacado y asesinado por sirenas anteayer, en Dunmore Beach, según
confirmó la policía. Los servicios funerarios serán realizados por el Padre Teague en el cementerio de St.
Cecilia esta tarde a las cinco en punto.

Frunciendo el ceño y lanzo el periódico sobre la mesa de la cocina. Cuanto más pensaba en esto ayer,
más me convencía de que las sirenas no eran las responsables. Seguramente no puede ser tan difícil
determinar la verdadera causa de la muerte. La policía debería estar buscando pruebas del asesino de
Connor en este mismo instante.
Asesinato. Tiene que ser.
Mi madre, sentada frente a mí, levanta la vista para estudiar mi rostro.
–No dejes que eso te moleste, Moira.
Las palabras me irritan hasta cierto punto. No me gusta la idea de que mis expresiones sean tan fáciles
de leer.
–No estoy molesta.
–Sí, lo estás– responde ella. –Y tal vez no lo estarías si no estuvieras mirando las sirenas a través de
lentes color de rosa todo el tiempo.
Frunzo mis labios, mirando hacia abajo en mi taza de té. Cualquiera que sea el cariño que tengo por
las sirenas no tiene nada que ver con esto. Esto es ignorancia en su forma más elevada.
Vuelvo a mirar el Twillengyle Gazette, tomo la página y la doblo en secciones cada vez más pequeñas.
Las palabras «asesinado por sirenas» llenan mi mente, negras como la tinta de la impresora. La muerte
de Connor Sheahan había sido impresa como una formalidad gastada, encajada en una esquina de la
página. Un chico local, nada menos que el hijo de un pescador, sabría mejor que muchos como
moverse a través de estas orillas. Connor conocía los peligros. La sola tormenta debería haberlo
mantenido alejado de la playa.
Apretando la mandíbula, deslizo el artículo en el bolsillo de mi vestido. Tal vez están tratando de
mantener el asesinato fuera de los periódicos, no querrían asustar a los turistas. El peligro de las
sirenas es una cosa, pero ¿la idea de la violencia humana? Es mejor barrer debajo de la alfombra sin
que nadie se dé cuenta. Quizás el Consejo de Twillengyle espera que la ignorancia conduzca a la
felicidad.
Mi rabia silenciosa se sacude cuando mi madre empuja su silla hacia atrás. Cruza hacia el mostrador,
recogiendo dos cestas de mimbre en sus brazos. Están llenas de los pasteles que horneó antes, cada
uno cuidadosamente envuelto en tela, listos para vender en el mercado de Dunmore. Cuando deja caer
una de las canastas frente a mí, le doy una mirada sombría.
–Tómala, Moira– dice ella. –No permitiré que te sientes aquí todo el día siendo morbosa. Puedes
ayudarme en el puesto hoy.
–Preferiría no hacerlo.
–No fue una sugerencia, cariño
Ella toca con las yemas de los dedos la cesta cerrada. –Pasaste toda la noche en ese faro el otro día. Es
hora de que hagas algunos recados.
–Jude me necesitaba allí– presiono. –La policía…
No espera el resto de la excusa y va a pararse en la entrada. Aprieto los dientes, cojo la cesta y la sigo.
–Fue muy amable de su parte visitar al Sr. Osric– dice, con la mano en el pomo de la puerta. –Es un
asunto terrible, Moira, pero deberías saber mejor que nadie que no debes salir en una tormenta como
esa.
–Puedo hacerme cargo de mí misma.
La expresión de mi madre es tensa, porque sabe que es verdad. Lástima que no se pueda decir lo
mismo de Connor Sheahan.
Abre la puerta y agacho la cabeza mientras salgo a la pasarela. Mis pensamientos están llenos de cosas
horribles, mis dedos se enroscan alrededor de un mango de mimbre en lugar del cuero gastado de mi
estuche de violín. El breve obituario de Connor arde en mi bolsillo. Es un cuento falsificado, el más
fácil de contar porque todo el mundo ya se lo cree.
Les demostraré que todos están equivocados.

Dunmore es uno de los dos pueblos de la isla, en el lado este, el otro, Lochlan, esta ubicado al suroeste.
Son lugares pequeños y concentrados desde los que las casas de Twillengyle dan vueltas y se dispersan
hacia la costa. Lochlan es el más activo de los dos, con un puerto paralelo al continente. Dunmore está
más cerca de la costa y su apariencia desordenada es algo que los turistas llamarían pintoresco y la
gente del pueblo vergonzoso. En el verano, sus calles están llenas de turistas que reparan la ropa usada
durante el viaje en la sastrería y se reúnen fuera del salón de baile por las noches. Se siente agotador
solo con mirarlos.
Con las hojas otoñales cubriendo los adoquines, Dunmore está vacío de todos menos de los lugareños
que conozco de cara. Camino junto a mi madre por las calles sinuosas, que me detiene de vez en
cuando para charlar con alguna persona.
Ancianas con aretes de perlas me acarician la mejilla, me cuentan cómo han extrañado escuchar mi
violín.
–¿No vendrás a tocar al salón este fin de semana?
Sonrío, con los labios cerrados, y lo soporto, haciendo promesas huecas con los dientes apretados.
Muy pronto un alumno mío tocará finamente en el salón. Agarro mi canasta con más fuerza,
recordando cómo una vez pensé que Connor podría ocupar mi lugar, y mi estómago se contrae al
darme cuenta de que tendré que encontrar a alguien que ocupe su lugar. Sin él, me quedo con un
puñado de estudiantes.
Más amigas de mi madre se acercan.
–¿Cómo estás, Lenore? Veo que hoy tienes a Moira echando una mano– dicen, y se convierten en
sombras benévolas mientras nos siguen hasta el mercado que se curva a lo largo de la carretera
principal. El aire aquí está lleno del olor a pescado fresco y mantequilla salada. Los puestos se alinean
a ambos lados de la calle y venden de todo, desde baratijas y aparejos de pesca hasta productos
horneados y amuletos de protección. Nuestro propio puesto es pequeño y está expuesto, una tela
sencilla dispuesta sobre el mostrador. Aliso la tela y coloco mi cesta encima.
Ya escuché media docena de susurros del nombre de Connor. Rumores y curiosidades por igual.
«¿Qué estaba haciendo allí abajo?
Una buena familia, pero siempre han sido blandos con esos chicos, ¿sabes?
Sin nada de hierro, es probable que suceda otra vez».
Siento náuseas cuando manejo monedas y paso pasteles. Cualquier mención de los Sheahan me corta
como un alambre, mientras que cada juramento murmurado por las sirenas me revuelve el estómago.
Las muertes de turistas son de esperar, su sangre oscurece las aguas de Twillengyle casi todos los
veranos. La muerte de un isleño es diferente. Cuando las sirenas toman uno de los nuestros, deja a la
gente temblorosa y nerviosa, escupiendo maldiciones mientras recordamos una vez más lo cerca que
coqueteamos con la mortalidad.
Debe haber alguna forma de poner a la policía en orden. Si puedo presentar suficiente evidencia,
tendrán que admitir que las sirenas no jugaron un factor en la muerte de Connor. Enderezo el surtido
de pasteles frente a mí, mordiéndome el labio. El aire frío me pellizca los dedos, pero también ayuda a
adormecer mi ira. Me pregunto si Jude ha visto el artículo de esta mañana, qué piensa del trabajo
policial de mala calidad.
Cuando levanto la vista del puesto, veo al chico en cuestión cruzando la calle hacia mí. Se ve muy bien
con su ropa de ciudad: su saco de lana abotonado en la parte superior, su chaleco marrón a juego y
pantalones oscuros. Él sonríe, quitándose la gorra.
–Buenos días, Moira. No pensé que estarías en el mercado hoy.
–Yo tampoco– digo. Miro a mi madre, ocupada con un cliente, antes de volver a centrar mi atención en
Jude. –¿Qué estás haciendo aquí?
–Sólo quería saludar– dice, y estruja su gorra en sus manos, un rubor sube a sus mejillas. –Tengo que
comprar algunas cosas en la ferretería.
–¿Ya leíste el periódico?
Un pliegue aparece entre sus cejas.
–Lo hice– dice. –¿Qué hay con el?
Presiono mis palmas contra el mostrador. La ira regresa en una ola, rodando a través de mí como las
náuseas que sentí hace unos momentos.
–Las sirenas no mataron a Connor Sheahan.
Jude frunce el ceño. –Por supuesto que lo hicieron– dice.
–No, Jude. Piénsalo–. Bajo mi voz. –Las sirenas no le habrían cortado la garganta tan limpiamente. No
lo habrían dejado en la playa.
Me mira fijamente, con los labios entreabiertos. –No entiendo– susurra en voz baja.
–Creo– empiezo, pero me interrumpo cuando mi madre se acerca a mi codo.
Mirando entre nosotros dos, le sonríe a Jude.
–Hola, Sr. Osric.
–Buenos días, señora Alexander–. Sus ojos se deslizan lejos de los míos para encontrarse con los de
ella. –¿Cómo se encuentra hoy?
–Bien, gracias. Te agradezco por haberle dado a Moira un lugar para quedarse durante la tormenta la
otra noche.
–Vaya–. El rubor anterior de Jude regresa en un instante. –No fue ningún problema, señora. Me alegré
de la compañía–. Traga visiblemente, me mira. –Ojalá fuese en mejores circunstancias– agrega.
Bajo mi mirada a la encimera. Jude suena melancólico, amable, pero las palabras me atraviesan como
un atizador caliente. Mi madre chasquea la lengua con simpatía, empujando uno de sus pasteles en su
mano. Cuando él trata de pagarlo, ella lo despide, y yo enfurezco en silencio por todo el intercambio.
Mi madre puede ser maravillosa en las sutilezas públicas cuando lo desea.
–Jude iba de camino a la ferretería. ¿Puedo ir con él?– pregunto.
Ella se pasa los dedos por el pelo, pareciendo considerar la idea. –Muy bien– dice ella. –Pero regresa
dentro de una hora, Moira. Te necesito aquí.
No lo hace, de verdad. La mayoría de los días se las arregla para vender pasteles por su cuenta. Ella
solo quiere asegurarse que haga algo útil con mi tiempo. Salgo de detrás del mostrador y me uno a
Jude en la acera agrietada.
A la vuelta de la esquina, lo detengo. Él me mira, y sus ojos se ven preocupados, tiznados de color
negro. Tomo nota de los círculos oscuros debajo de ellos, presionados en su piel como moretones y,
manteniendo mi voz baja, digo: –creo que alguien lo asesinó, Jude. Creo que alguien lo llevó a la arena
y le clavó un cuchillo.
Jude dirige sus ojos hacia el cielo. –Eso no tiene ningún sentido.
–Tiene perfecto sentido.
Deja escapar una pequeña risa desafinada y mira en dirección a la calle.
–Alguien lo asesinó. Por supuesto. Sí. ¿En qué estaba pensando la policía? Por supuesto que lo
habían...
Le doy un fuerte tirón a su manga, levantando la barbilla.
–¿Me vas a ayudar o no?
–¿Ayudarte?
Yo trago. Mi resolución se cristaliza cuanto más tiempo mantengo la imagen en mi mente: Connor
tirado en la playa, la sangre brotando del corte en su garganta.
–Voy a averiguar qué le pasó– digo. –Voy a encontrar al asesino.
–Moira…
No me hagas Moira, Jude Osric. De hecho, olvida lo que acabo de decir. Me las arreglaré bien por mi
cuenta. Me giro en dirección al mercado, pero Jude se interpone en mi camino.
–Espera–. Levanta las manos, con las palmas hacia arriba. –No puedes decir algo así y esperar que yo…
quiero decir, realmente no puedes pensar…
–Sí, lo espero.
Bajando las manos, Jude se muerde el labio. Agacha la cabeza para estudiar el suelo y yo cruzo los
brazos, esperando su respuesta.
Sale como una pregunta.
–¿De verdad crees que fue asesinado?
La inquietud hace un hogar dentro de mi corazón. El obituario de Connor fue escrito como tantos
otros ataques, pero sé, sé, que no pertenece a ellos.
–Lo hicieron, Jude. Lo sé.
Su boca se estrecha, pero asiente.
–Está bien– dice, en voz baja. –Te ayudaré.
Suspiro con verdadero alivio. Jude me cree, y parece que el mundo seguirá. Hace que la tarea por
delante parezca posible, manejable, cualquiera que sea el peligro.
–Gracias.
Metiendo las manos en los bolsillos, comienza a bajar por los adoquines hacia la ferretería en la
esquina opuesta. Sigo su paso, mirándolo mientras caminamos. Se ve tan cansado, tan pálido. Me
pregunto qué es lo que lo mantiene despierto por las noches, poner esas sombras debajo de sus ojos.
Me doy cuenta de que tal vez no sea aconsejable pedir su ayuda. No estoy en condiciones de pedirle
nada a Jude Osric. En verdad, sería mejor que se mantuviera alejado de mí por completo. Es egoísta,
incluso cruel, pero no tengo tiempo ni ganas de buscar a nadie más. Jude es uno de los pocos en esta
isla en los que confío, uno de los pocos que todavía tengo en alta estima.
Los escaparates de la ferretería son grandes cristales empañados que nos devuelven nuestros reflejos.
Jude se ve incoloro dentro del vidrio, y por un momento cruel me gustaría saber cómo se veía su rostro
cuando encontró a Connor.
En el interior, se dirige por uno de los estrechos pasillos. Observo el espacio, las estanterías
polvorientas, las cajas de clavos, las cerraduras, los goznes de las puertas. Mi nariz se arruga ante el
fuerte olor a pintura y barniz. Jude hurga en las cajas antes de tomar una pequeña bisagra de bronce.
–Esto no se trata solo de Connor, ¿verdad?– dice, inspeccionandola.
–¿Importa?
–Sí, creo que sí– dice asintiendo. –Los Sheahan son una buena familia, merecen un cierre.
La luz de la tienda se refleja en la superficie de la bisagra, con un brillo cobrizo como el color del
cabello de Jude.
–Y eso es lo que les daremos– digo.
Una pausa. Gira la bisagra en sus manos, sin mirarme.
–También te preocupas por las sirenas– murmura.
Miro los estantes. Jude una vez también se preocupó por ellas, pero no me atrevo a mencionarlo. Ese
era otro Jude, un Jude más joven, uno que saltaba piedras a mi lado en la playa, que escuchaba las
historias que nuestros padres contaban con gran atención. Uno con el que me sentaba en los escalones
del faro, o salíamos a la cubierta de la galería, mirando al mar, atentos a las sirenas.
Poco se sabe sobre las sirenas más allá de los medios para mantenerlas alejadas, pero durante su vida,
Gavin Alexander y Llyr Osric se dieron a la tarea de aprender. Fue, en general, idea de mi padre. De la
misma manera que Jude se volvió temeroso de las sirenas después de la muerte de su padre, mi padre
quedó fascinado después de que las sirenas se apoderaron del suyo cuando era solo un niño.
Fueron sus esfuerzos los que llevaron al establecimiento de la prohibición de caza hace diez años.
–No puedo ver cómo las persiguen– digo, mirándolo. –No puedo. Mi padre… Me detengo en seco, no
sea que las palabras me desmoronen. Mi corazón golpea dentro de mi caja torácica.
La luz del sol brilla sobre el mar la primera vez que Jude se subió al bote de remos de mi padre. Yo tenía ocho
años, él diez, y se dejó caer sin gracia a mi lado, balanceando el bote mientras al hacerlo.
–Tranquilo–, dice mi padre. A menos que te apetezca ir por la borda.
Jude sonríe como si la idea lo entretuviera. –No señor.
Mi padre remó hasta que estuvimos bastante lejos de la orilla. Ha pasado una semana completa desde que se
vio por última vez una sirena alrededor de Dunmore, por lo que es probable que este viaje nos complazca, pero
observo obedientemente el horizonte, agarrando un amuleto de hierro con el puño cerrado.
Jude mira hacia atrás a la isla, a su faro encaramado en el borde. Se mueve, se vuelve hacia mí y deja escapar
un grito ahogado.
–¡Allá!– dice, poniéndose de pie de un salto.
–Jude –le espeta mi padre.
Pero es muy tarde. El barco se inclina, desequilibrándolo. Jude grita y se va directamente por la borda. Me
apresuro a mirar hacia abajo en el agua, incluso cuando mi padre lo agarra, tirando de él hacia adentro. Jude
yace en el fondo del bote, tosiendo y farfullando, empapado hasta los huesos. Le doy palmaditas sonoras en la
espalda, mientras mi padre lo ayuda.
–Al menos te las arreglaste para mantener las botas puestas– le dice.
Jude se ríe, y observa el mar.
–La vi justo después de las rompientes. Ella nos está mirando– dice.
Miro hacia arriba. La sirena permanece a sólo unas pocas esloras de distancia. Su cabello oscuro está peinado
hacia atrás desde su cara blanca como la sal, su boca es una fina barra roja. No tocó a Jude. De hecho, ella no
hace ningún movimiento hacia nosotros. Estoy fija en mi lugar, sin aliento al verla. Mi agarre en el hierro se
aprieta hasta que me corta la palma de la mano.
Cuando ella desaparece bajo las olas, me siento atrapada en el momento. Lo reproduzco como una canción,
una y otra vez, hasta que me resulta tan familiar como el latido de un corazón.
En la ferretería polvorienta, hay poco de Jude que me recuerde al niño que se cayó por la borda ese día.
Está en silencio y quieto, con la cabeza inclinada en consternación. –Entiendo– dice, pero me
pregunto si realmente lo hace.
Encontramos al Sr. Bradshaw en la parte trasera de la tienda. Viste un suéter de punto pesado, sus
manos morenas cruzadas sobre el mostrador de la tienda. Él y Jude hablan de lo terrible que ha sido el
clima últimamente y de «ese querido pobre muchacho en la playa, su padre es pescador y trabaja duro,
no sé por lo que está pasando esa familia ahora, y ¿estás bien en ese faro? Sí, señor. Bien, señor».
El Sr. Bradshaw parece satisfecho con esto. Él llama a Jude «Wick», un antiguo apodo para los fareros,
y Jude sonríe mientras le pasa unas monedas, complacido de llevar el mismo nombre que su padre.
De vuelta afuera, Jude se pone la gorra, ocultándose los ojos.
–¿Cómo vamos a hacer esto, entonces?– pregunta.
Observo la calle frente a nosotros. Los toldos descoloridos de las tiendas proyectan largas sombras
sobre los adoquines, haciendo que el camino parezca más oscuro y angosto de lo que realmente es.
Hay sillas junto a puertas con pintura descascarada, hojas secas tiradas contra los umbrales.
–Me gustaría hablar con la policía primero– digo. Jude asiente.
–¿Crees que van a escuchar?
–Vale la pena intentarlo.
Se mete las manos en los bolsillos y raspa el talón contra la acera.
–El señor Daugherty siempre parece estar a punto de cometer un asesinato cada vez que llego tarde
con el informe mensual. Si vamos a hacer una lista de sospechosos, lo anotaría.
Sonrío a mi pesar.
–Tú no eres la víctima del asesinato.
–No, pero mira aquí... si alguna vez lo soy, sabes por dónde empezar.
–Lo tendré en mente.
La luz del sol se asoma entre la fila de tiendas y marca la calle en un patrón de mosaico de luces y
sombras. Nos dirigimos al mercado, caminando uno al lado del otro, y me siento feliz de una manera
en la que no lo había sido en mucho tiempo. Mantengo el sentimiento cerca de mi corazón, seguro y
escondido del mundo.
Como un secreto.
Capítulo Seis

La tarde del funeral de Connor es fría y húmeda, todo gris por la niebla. Los marcadores de tumbas
forman contornos oscuros, las cruces de piedra más altas se ciernen sobre la niebla. Aunque el
cementerio es pequeño, decenas de personas se han congregado para el servicio.
Me dirijo más allá de las puertas, en el pequeño campo. A mi lado en el camino está mi madre y juntas
estamos vestidas de negro. Llevo un collar de cuentas de azabache, el mismo que usé en el funeral de
mi padre. También está enterrado en este cementerio, y cuando pasamos junto a su tumba, dejo que
mis dedos enguantados descansen sobre la piedra.
–Hola, papá.
Hay quienes creen que la naturaleza de esta isla es tan horrible, tan perversa, que a veces debe
robarnos lo mejor de nosotros para mantener su equilibrio. Si no fuera así, la miseria y la maldad lo
abrumarían, y el océano se levantaría, ahogándonos, para limpiar nuestros pecados. Creo que yo
también lo creo. Explica por qué sigo aquí y Connor no. Por qué mi padre no está.
Tengo innumerables recuerdos entrelazados con este cementerio, y ninguno de ellos es bueno. Están
llenos de tristeza, confusos en el dolor. Capto el olor familiar del agua salada y la salmuera, pero nunca
me había sentido tan lejos de los acantilados, de las sirenas que se deslizan por nuestras aguas,
refugiándose entre rocas irregulares.
Cuando llegamos a la reunión de los dolientes, busco entre los trajes oscuros y las cabezas inclinadas a
Jude Osric, pero no puedo encontrarlo. En cambio, veo a los miembros restantes de la familia
Sheahan, parados en la boca de la tumba abierta de Connor. Su ataúd ya ha sido bajado, fuera de la
vista, escondido en la tierra, más cerca ahora de sus antepasados que cualquiera de nosotros. Me duele
el corazón estar aquí, donde me veo obligada a recordar todas mis penas pasadas. Sabiendo que este
no será el último funeral al que asistiré.
«Tenías tantas canciones aún por tocar, Connor.
Te las hubiera enseñado todas».
Mi madre trata de poner una mano en mi hombro, para susurrarme algo al oído, pero me encojo de
hombros. Quiero silencio, que me trague la tierra. Estudio los rostros de los reunidos, preguntándome
si el asesino ha venido a ver las consecuencias de su obra. A mi izquierda, una joven con cintas
oscuras en el cabello, con las manos entrelazadas, susurra para sí misma. Si es una oración o una
bendición, no puedo decirlo.
Junto a la tumba, los Sheahan se turnan para arrodillarse y arrojan puñados de sal sobre el ataúd de
Connor. Me viene a la mente otra imagen: una Moira más joven, tirando sal en la tumba de su padre.
Casi puedo sentirla en mi palma.
El padre Teague pone fin al servicio y la marea de asistentes al funeral comienza a dispersarse. La
mayoría se marcha una vez que ha terminado, reanudando sus vidas, la muerte de Connor Sheahan es
una historia de advertencia para contar a sus propios hijos. Algunos se quedan, ofreciendo sus
condolencias, preguntando si hay algo que puedan hacer.
Me acerco y me encuentro con la mirada de la señora Sheahan. Ella me tira en un abrazo feroz, y yo
trato de devolverlo lo mejor que puedo.
–Oh, Moira– dice ella.
–Lo siento mucho, señora Sheahan– le digo, con sus brazos todavía envolviéndome. Doy un paso atrás
y me aclaro la garganta. –Él era un buen estudiante.
Se limpia las manchas de lágrimas en sus mejillas, pero sus ojos se han secado. Reconozco la mirada
de alguien que ya ha llorado hasta el agotamiento, es una actividad en la que estoy bien versada.
–Gracias, querida.
Mi madre se une a nosotras. –Fue un servicio encantador– dice, y veo que las dos también se abrazan.
Murmuran entre ellas, silenciosos y tristes; una madre que ha perdido a un hijo, una esposa que ha
perdido a un marido. Ambas circunstancias lejos de ser únicas en Twillengyle.
Miro hacia atrás en dirección a la tumba de mi padre.
«Te extraño, papá. Dios, te extraño, te extraño tanto».
–Moira.
Me giro al escuchar la voz de mi madre. Ella extiende su mano, haciéndome señas.
–Ven conmigo– dice ella.
Nos alejamos del cementerio, caminando de regreso a casa. Las casas crecen de la hierba del páramo
en hileras desiguales, formadas por revestimientos de colores brillantes. La ropa cuelga de varios
tendederos: sábanas blancas, pantalones de trabajo deshilachados, vestidos con estampados florales.
Un trío de niñas pequeñas juega en un jardín marchito. Una de ellas se para en el centro, cantando
una melodía melancólica y las otras dos corren con chillidos alegres mientras la cantante entra en
acción, tratando de atraparlas.
Lo sé, el juego de la sirena. Jude y yo solíamos jugar en los acantilados. Trabajamos valientemente
para convencer a su hermana mayor de ser la sirena.
Emmeline Osric era una cantante encantadora.
–No vi al Sr. Osric en el funeral– dice mi madre.
Bajo la mirada al camino. –Él no se lo perdería.
–Tu padre y Llyr Osric siempre fueron cercanos– dice ella, como si yo no fuera consciente del hecho.
–Sí, lo recuerdo.
–Y recuerdo que ha pasado bastante tiempo desde que fuiste a visitar el faro. No debes apartarlo de su
trabajo, Moira.
–No lo hago. Se siente solo, eso es todo– digo, patentado una piedra delante de mí.
Y se siente mejor tener a Jude Osric a mi lado otra vez. Resolveremos el asesinato de Connor juntos:
daremos un cierre real a los Sheahan, mantendremos las sirenas a salvo.
Seremos imparables.
Esa noche escribo Connor Sheahan en una hoja de papel en blanco.
Abajo, oigo a mi madre limpiando. Las puertas de los armarios rechinan al abrirse y cerrarse y los
vasos chocan entre sí. Cada pequeño sonido rompe mi concentración como un disparo. Sostengo mi
pluma un poco más fuerte, presionando hacia abajo, y la tinta borra la página. Observo, desenfocado,
cómo se extiende la negrura líquida, brillando bajo la luz de mi lámpara.
Escribo la palabra cuchillo, agregando un signo de interrogación y rodeándolo con un círculo.
Es poco para seguir. Mucha gente en esta isla sabe manejar un cuchillo, incluido yo mismo Jude Osric.
Pescadores, estibadores, carniceros. Llevo las yemas de los dedos a mis sienes y cierro los ojos.
Había sangre en el agua, acumulada alrededor del cuerpo de Connor en la oscuridad. ¿Alguien lo
había obligado a bajar a la playa? ¿Alguien que conocía, alguien en quien confiaba?
La mano de mi padre se aferra a la mía. Me duelen un poco los dedos, pero no digo nada. Lo miro a los ojos,
sin pestañear. Son azules, azul oscuro como los míos, como el océano en el crepúsculo.
Hoy, dice, bajaremos a la playa, a ver las sirenas subir a tierra.
«¿Confías en mí, Moira? ¿Confías en mí?»
Dejo a un lado el recuerdo, escribo sospechosos cerca de la mitad inferior de la página.
Connor debe haber sido asesinado justo antes de la tormenta. Fue el momento perfecto, el puerto se
vació cuando todos se dirigieron a casa. El asesino podría haber arrojado el cuerpo al mar sin que
nadie lo supiera.
¿Querían que lo encontraran? ¿Se dieron cuenta de que la policía echaría la culpa a las sirenas?
Si ese es el caso, deben odiarlas lo suficiente como para incriminarlas.
Debajo de sospechosos escribo Jude Osric.
Pero apenas he terminado cuando lo estoy tachando. Una mala sensación de temor me inunda,
filtrándose hasta las puntas de mis dedos. Tomo el papel y lo arrugo, manchas de tinta empapando mis
manos. Cruzo la habitación hacia mi cama, me entierro debajo de las sábanas, bloqueando el mundo.
El sueño tira de mis ojos y me rindo agradecidamente.
Capítulo Siete

No regreso al faro hasta el mediodía del día siguiente. Antes de irme me siento en mi cama, tratando
de no llamar mi atención en el espejo sobre mi tocador. Recojo cada pieza suelta de pelusa de mi
vestido, mis manos mucho más firmes de lo que me siento por dentro. Las palabras que escribí anoche
sangran en mi mente como veneno.
Jude Osric, Jude Osric, Jude Osric.
Sacudo la cabeza como si pudiera disipar el recuerdo.
Levantando mi mirada hacia el espejo, pellizco mis mejillas para darles un poco de color. Dormir no
me ha hecho ningún favor en términos de hacerme parecer descansada. Recojo mi largo cabello en un
moño y respiro profundamente.
Una vez que estoy fuera de casa, me permito darle la vuelta a la posibilidad de que Jude Osric, un
chico al que conozco de toda la vida, alguien a quien siempre he llamado amigo, podría ser un asesino.
Probablemente esperaba que llamara a la puerta al amanecer, y probablemente lo habría hecho, pero
ahora no tengo idea de qué decir.
Alrededor del costado de la torre, lo veo trabajando en el huerto. De rodillas en la tierra, viste un
overol, se arremanga la camisa y cava en la tierra con una paleta en la mano. Cuando me acerco,
levanta la cabeza y me ve.
Sus dientes brillan blancos en una sonrisa.
–Moira– dice, poniéndose de pie, se limpia la mano que no sostiene la paleta en su ropa. –Buenos días.
Junto mis manos frente a mí. –Tardes.
–¿Si?–. Haciéndose sombra en los ojos, mira hacia el mar. La suciedad mancha la parte inferior de su
mandíbula. Se vuelve, y hay una suavidad en la curva de su boca, las líneas cansadas alrededor de sus
ojos se suavizan. –¿Preparo té?
No digo nada. Trato de imaginarlo tomando a Connor por el hombro y abriéndolo, su mano agarrando
un cuchillo ensangrentado en lugar de su paleta. La imagen me crispa los nervios, me acelera el pulso,
hasta que todo lo que puedo oír es el ruido sordo superficial de los latidos de mi corazón.
No puede ser él. Simplemente no puede.
«Él fue quien encontró el cuerpo».
El pensamiento es un susurro bajo y letal.
«Lo viste venir de la playa».
Jude se había apresurado a criticar las sirenas, deseando que yo pensara lo mismo.
–¿Moira?
Doy un paso atrás. –¿Podemos hablar adentro?
–Sí, claro–. Él mira hacia abajo a su paleta antes de empujar la herramienta en un bolsillo profundo.
–¿Supongo que todavía estás decidida a visitar la estación de policía?
–Ese es el plan.
Caminamos desde el jardín hasta el frente de la cabaña, y Jude se quita las botas en el umbral para no
dejar barro adentro. Es un gesto tan habitual, tan sencillo, que mi corazón traicionero intenta ganarle
a la razón.
En la cocina, presiono mis dedos contra el borde de la mesa.
–No te vi en el funeral de Connor.
Su frente se arruga.
–Estuve ahí.
Asiento, mirando hacia otro lado. Siento el peso de su mirada mientras espera que diga algo. Un
escalofrío recorre mi columna vertebral, mi visión se vuelve acuosa en los bordes. Y no puedo
detenerme.
–¿Lo mataste?
Por el espacio de un respiro, no hay nada entre nosotros más que silencio.
Jude abre la boca.
–¿Perdón?
Le devuelvo la mirada, mostrando los dientes, mi voz tan feroz como puedo. –¿Tú asesinaste a
Connor?
Una luz se apaga en sus ojos, una que no me di cuenta de que estaba allí hasta que ya no veo la chispa.
Su rostro pierde color hasta que se tiñe de gris. –Moira– dice, –¿de qué estás hablando?
Mi corazón amenaza con salirse de mi pecho. El mundo se inclina debajo de mí, como la cubierta de
un barco en medio de una borrasca. Es todo lo que puedo hacer para mantenerme de pie.
–Tú eres el que lo encontró –digo.
Su cara se enrojece. –¡Bueno, alguien tenía que hacerlo!–
Clavo mis uñas en mis palmas, lo suficientemente fuerte como para saber que dejarán medias lunas a
su paso.
–Me conoces– dice Jude, casi suplicante. –¿Cómo pudiste siquiera…? Pensé que estábamos…–. Su voz
se ahoga y toma una respiración profunda, estremecedora. –¿De verdad piensas eso de mí? ¿Que
podría hacer algo tan monstruoso?
–No.
La palabra es hueca: demasiado poco, demasiado tarde. Ignoré lo que mi corazón ya sabía, y el costo es
más terrible de lo que podría haber imaginado. Parece que Jude no puede soportar verme. Es peor por
el hecho de que me lo merezco. No se me debería conceder la bondad de Jude, ni su comprensión, ni
su amistad. Me la ha dado tan libremente, y yo lo he dado todo por sentado.
–Y, sin embargo, me acusas de ello– dice.
Mi piel se siente enrojecida e incómoda, demasiado estirada sobre mis huesos.
–Fue mi error. Lo siento.
Se ríe incrédulo.
–Un gran error que cometer. Te vi allí en los acantilados, pero no me ves acusandote…–. Se lleva una
mano al pecho, a través de su corazón, con los dedos curvados hacia adentro. –Nunca, en toda mi vida,
pensaría tan mal de ti.
La vergüenza me calienta la cara. –Jude– empiezo, pero me detengo cuando algo suena al final del
pasillo. Me vuelvo hacia él. El ruido es como raspar madera, repetitivo. Jude sigue mi mirada, sus ojos
llenos de lágrimas se agrandan.
–Creo que es mejor que te vayas ahora, Moira– dice sin mirarme.
Abro la boca, luego la cierro. Su expresión herida dispersa mis pensamientos, el dolor en su voz
presiona mi corazón. Alejándome, me dirijo a la puerta antes de que pueda mostrarme la salida.
Cierro los ojos mientras paso por el camino, tomando una respiración profunda.
Sola, empiezo a cruzar los páramos en dirección a la ciudad.

La comisaría es un edificio estrecho de ladrillos en la calle principal de Dunmore. Su vestíbulo está


mal ventilado y huele a mosto y a cera para madera. Una secretaria se sienta detrás de un mostrador
de roble, sus dedos golpean una máquina de escribir. Mis tacones repiquetean contra las tablas del
suelo cuando me acerco, pero ella no levanta la vista.
–Perdóname– le digo. –Me gustaría hablar con el inspector Dale.
Ella deja de escribir. La conozco como todos se conocen en esta isla. Una cara familiar con un apellido
aún más familiar. Catriona Finley es de piel pálida, pecosa y solo un par de años mayor que Jude.
Sobre su blusa camisera, lleva un relicario de plata. La forma de lágrima es una que he visto antes, un
regalo de los marineros a sus amados antes de largos viajes.
–Él no está hoy– dice, mirándome a los ojos.
–Bueno– respondo, un poco entrecortada, –¿hay alguien más?
–El detective Thackery–. Hace un gesto por el pasillo, las puertas de las oficinas seccionadas se
alinean a ambos lados del corredor tenuemente iluminado. –Si quieres hablar con él en su lugar.
–¿Qué oficina es la suya?
–Segunda puerta a la izquierda.
Asiento con la cabeza en agradecimiento. Mientras cruzo el vestíbulo, la puerta de Thackery parece
algo siniestra. Golpeo tres veces la madera pulida.
–Adelante– dice una voz apagada.
Abro la puerta para encontrar a Thackery sentado en su escritorio, bolígrafo en mano. Su cabeza está
inclinada sobre una hoja de papel, y hay cierta urgencia en la velocidad de su escritura, la página
marcada con garabatos rápidos y puntiagudos.
–Señorita Alexander–. Me ofrece una mirada fugaz y continúa con su carta. –¿Cómo puedo ser de
utilidad para usted?
La atención indirecta es algo desagradable.
–Esperaba tener unas palabras con el inspector Dale– digo, juntando mis manos frente a mí.
–Quién está actualmente fuera– interrumpe Thackery. –Así que repito, ¿cómo puedo ser de utilidad
para usted?
–Se trata de Connor Sheahan, señor. Sobre su muerte.
Thackery se recuesta en su silla para evaluarme, dejando su pluma en el mismo movimiento. –¿Vaya?
¿Y qué es lo que te preocupa?
Cada cosa sobre esto me preocupa. El recuerdo de ese día vuelve al frente de mis pensamientos una y
otra vez, como una llama que no puedo apagar.
–Leí el artículo en la gazette. Dicen que no están investigando, que han cerrado el caso.
La boca de Thackery es una línea delgada y apretada.
–No hay mucho para una investigación– dice. –Pobre chico, asesinado por sirenas como esas. Ni el
primero ni el último, por desgracia.
Comparado con su apariencia en la puerta de Jude, se ve menos llamativo escondido en esta oficina
desordenada. Su rostro está pálido y demacrado, y su cabello no está tan pulcro, con mechones oscuros
cayendo sobre sus ojos.
Muerdo el interior de mi mejilla.
–¿Está seguro de que eran sirenas, señor?
Las líneas a través de su frente se profundizan. –¿Qué quiere decir con eso, señorita Alexander?
–Sus heridas parecen sugerir otra causa.
–¿Lo hacen?–. Thackery se inclina hacia adelante, con las manos entrelazadas sobre su escritorio.
–Tengo curiosidad de cómo llegaste a esa conclusión. Tenía la impresión de que estabas visitando al
Sr. Osric, y cuando te preguntamos, dijiste que no habías ido a la playa. ¿Ha cambiado ese hecho?
¿Debería echar otro vistazo a la declaración del Sr. Osric?
Trago saliva, atrapada en la mentira. –No señor. Tal vez me expresé mal antes. El Sr. Osric me llevó a
ver el cuerpo. Yo se lo pedí.
–Ya veo.
–Las heridas de Connor eran demasiado limpias para ser de las garras de una sirena, señor– digo, sin
inmutarme. –He visto sobrevivientes de sus ataques, los cortes son irregulares y no tan profundos.
Thackery levanta las cejas. –¿Nos considera incompetentes, señorita Alexander?–. Sin esperar mi
respuesta, continúa. –Sé que tu difunto padre era visto como una fuente de conocimiento con respecto
a las sirenas, pero todos estamos acostumbrados a sus métodos. Estoy seguro de que el Sr. Osric puede
dar fe de eso.
Mi estómago se revuelve. Thackery maneja sus palabras como si quisiera sacar sangre, y siento el
escozor de cada corte.
–Señor– le digo, –creo que haría bien en escucharme. Deberían estar buscando a un asesino. Uno
humano.
Él lanza un suspiro. Cuando se pone de pie, dando la vuelta al escritorio, me doy cuenta de que está a
punto de despedirme.
–Le aseguro– dice, abriendo la puerta, –que hemos considerado la muerte de Connor Sheahan con
tanta minuciosidad como cualquiera de nuestros otros casos. Ahora, por favor, tengo mucho trabajo
por delante.
–Detective– insisto–, si tan solo...
–Buenas tardes, señorita Alexander.
Siento los ojos de Catriona sobre mí mientras cruzo el vestíbulo. Mi mandíbula se aprieta, mis manos
se vuelven puños en mis bolsillos, y quiero abrirme paso de regreso a la oficina de Thackery y gritarle
que sí, creo que todos ellos son incompetentes.
En lugar del camino habitual de regreso a casa, tomo el camino indirecto a lo largo de los acantilados.
Veo el faro a lo lejos y rasco la hierba húmeda con la punta de la bota. Cuando mis ojos se desplazan
hacia la playa, veo una figura pálida en la orilla.
Una sirena solitaria descansa en las aguas poco profundas, su cabello oscuro anudado, brillante por
agua salada, cada ola corriendo sobre el pliegue de sus piernas antes de retirarse al océano. Mi pulso
se acelera mientras la adrenalina inunda mis venas. Siento el tirón demasiado familiar en mi corazón,
la canción del mar susurrante. Ella agarra un pez moribundo en sus manos; su sangre y aceite recorren
su piel mientras la desgarra, dientes afilados teñidos de rojo.
Se ha dicho que solo ver una sirena es suficiente para arrastrar a los hombres a una tumba de agua.
Cuentos infantiles, en su mayoría. Pero en este momento tengo pocos problemas para creerles. Me
imagino su mirada revoloteando hacia el acantilado, atenta, hambrienta y oscura como las
profundidades, para encontrarme mirando hacia atrás.
No dejaré que te culpen, le digo en silencio.
Quienquiera que haya matado a Connor, con el propósito que sea, lo localizaré yo misma.
Capítulo Ocho

Me escondo en una grieta del acantilado, oculta entre las sombras. El acantilado en sí es una pared
negra que se avecina en el crepúsculo, y la arena se mueve bajo mis pies descalzos, el mar susurra
música en mis oídos, pero no es por el mar que espero.
La mano de mi padre esta en mi brazo. «Hay que tener paciencia» dice.
Me quedo completamente quieta. Siento la arena dura del peñasco contra mi espalda, el sabor amargo
de la sal en mi lengua. Mi corazón late con fuerza en el silencio, un ritmo constante, y me pregunto si
eso es lo que llama a las sirenas a la orilla. Una composición viva, las fibras del corazón suenan como
una promesa de sangre.
En la oscuridad invasora, se eleva del agua como un fantasma. La voz de mi padre es un suspiro
silencioso en mi oído.
Vela allí, querida. Ella ha venido.
Su cara es blanca como la tiza, afilada como un cuchillo. Sus ojos son de un azul profundo como el
cielo en la última hora de la tarde. Se mueve como si todavía estuviera bajo las olas, una suave danza
sobre rocas y arena. Ella es severa y peligrosa, y es absolutamente encantadora.
Paseando a lo largo de la orilla de la playa, mantiene los pies en la marea poco profunda. No me atrevo
a parpadear mientras la observo. Esperamos en las sombras, ocultos, mucho tiempo después de que
pasa por la boca de la grieta.
A mi lado, mi padre deja escapar un suspiro silencioso. Me giro para ver su sonrisa delineada por el
sol poniente. Sus ojos brillan y siento la sonrisa que se extiende por mi rostro. La adrenalina zumba
por mis venas, la sangre canta en mis oídos, mientras los últimos rayos de sol desaparecen en el mar.

Me despierto jadeando, sacudida por el súbito roce de las ramas fuera de mi ventana. Miro fijamente
la oscuridad de mi dormitorio, respirando con dificultad, esperando que mi ritmo cardíaco disminuya.
Solo un sueño. Un recuerdo entretejido en la tela del paisaje nocturno, gastado por el polvoriento
tiempo.
Me acuesto sobre las finas sábanas que se sienten frías contra mi piel. Cuando mis ojos se cierran, las
lágrimas vienen, implacables.
No trato de detenerlas.
Capítulo Nueve

Estoy de pie en la puerta de la casa del guardián, mis nudillos tocan la madera sin llamar. Desde abajo,
distingo el rumor bajo del mar, las olas rompiendo en espuma contra la orilla. Cierro mis ojos.
«Él no te quiere aquí».
No le pediré perdón, pero debo hacer todo lo posible para disculparme. A Jude se le debe eso. Si él
desea rastrillarme sobre las brasas, para que nunca vuelva a poner un pie aquí, me lo he buscado yo
misma.
Inhalo, exhalo, sintonizando mi corazón con el flujo y reflujo de la marea. Estiro mi mano para tocar,
pero la puerta se abre al instante siguiente.
Jude se para frente a mí, vestido con su abrigo de lana y gorro. Sus ojos se posan en los míos y se quita
la gorra, sosteniéndola contra su pecho. Sospecho que lo hace sin pensar; no imagino que Jude se
sienta obligado a brindarme algún tipo de cortesía.
–Moira–. Lo dice de forma similar a como lo hizo esa tarde oscura y tormentosa. Sobresaltado, un
poco sin aliento, como si yo fuera una de las apariciones que se cree rondan los páramos. Él
entrecierra los ojos. –¿Cuánto tiempo has estado aquí?
–No importa. Veo que te atrapé cuando salías–. Retrocedo, bajando al camino. –Volveré más tarde. O
no lo haré en absoluto, si lo prefieres.
Por un momento parece dolido. Moviéndose a un lado, abre más la puerta. –Por favor entra– dice.
Cuando cruzo el umbral, coloca su gorra en un gancho vacío. –Tomaré tu abrigo, Moira– murmura
cuando extiende su mano y yo simplemente la miro.
–No es mi intención retenerte.
Sus ojos oscuros brillan. No retira la mano, así que le entrego mi abrigo. Lo observo mientras lo coloca
en el gancho junto a su gorra, algo crudo y tierno en su expresión.
–Jude– empiezo, –estoy aquí para decirte lo mucho que siento lo del otro día. Lo lamento más que
nada–.
Él agacha la cabeza. –No hay necesidad…
–Nunca creí que fueras tú. Dejé que la lógica me influyera cuando no debería haberlo hecho. No eres
un asesino, y no tenía motivos para acusarte de algo tan asqueroso.
Jude se recuesta contra la pared frente a mí. Por estrecho que sea el pasillo, permanecemos cerca. La
luz que entra por la puerta hace hilos dorados en su cabello, atrapando sus ojos marrones. –Gracias–
dice, y su boca se curva, sonando algo irónico.
–Lo que hice fue imperdonable. Lo entenderé si no lo haces…
–Te perdono, Moira– dice, y se pasa una mano por los rizos. –No debí haber actuado como lo hice.
–Tenías todo el derecho.
Él se endereza. –Bueno, estaremos de acuerdo en no estar de acuerdo con eso.
Titubeo, confundida por la incertidumbre a pesar de sus palabras. Me miro las botas, negras y rayadas
en los bordes.
–Todavía me gustaría tu ayuda– le digo.
Jude se quita el abrigo y lo cuelga, olvidando cualquier recado que pretendía hacer. Viste su chaleco
marrón, una camisa de cuello blanco y una corbata, por lo que probablemente planeaba visitar al Sr.
Daugherty.
–Lo supuse–. Él me da una sonrisa fácil. –¿Ya hablaste con la policía?
–Sí–. Frunzo el ceño, recordando mi intercambio con Thackery. –Fueron bastante inútiles.
Nos dirigimos a la cocina. Jude prepara la estufa para el té, poniendo leña fresca en la caja de fuego.
Enciende un fósforo, casi dejándolo caer, mientras alguien golpea la puerta principal.
Frunciendo el ceño, sacude la pequeña llama.
Miro hacia el pasillo. –¿Sabes quién es?
Juguetea con el puño de su camisa, frotando la tela entre el índice y el pulgar.
–Alguien del puerto, probablemente.
Tomo asiento en la mesa mientras él desaparece por el pasillo. Pasando por encima de los nudos de la
madera, escucho mientras levanta el pestillo y abre la puerta. Espero que salude a quienquiera que
esté ahí afuera, pero lo que escucho a continuación es un silencio absoluto.
Una voz, claramente masculina, pero no la de Jude, dice algo demasiado ahogado para que yo lo
interprete. Aunque escucho a Jude con bastante claridad cuando dice «¿Tienes qué?».
Estoy fuera de mi silla en un instante.
En la entrada, Jude se para con una mano agarrando el marco, como si fuera a caer sin el soporte. Miro
a su alrededor, y mi corazón comienza a acelerarse como un conejo.
Dos jóvenes oficiales se paran debajo del saliente.
–¿Qué es todo esto?– Me acerco a Jude, entrecerrando los ojos.
Los oficiales parecen inquietos por mi apariencia. Es obvio que pensaron que Jude estaba aquí solo. Se
quitan el sombrero al verme, y uno de ellos dobla un papel y lo guarda en su abrigo.
–Tenemos una orden de arresto contra él, señorita– dice.
Me dirijo a Jude. Continúa apoyado contra el marco de la puerta, su rostro blanco, sus ojos mirando al
vacío. No tengo ninguna duda de para qué es la orden, pero pregunto de todos modos.
El oficial se rasca la nuca.
–Es sospechoso de la muerte de Connor Sheahan.
Ante esto, Jude cierra los ojos con fuerza.
–Su grupo ya consideró responsables a las sirenas– digo.
–Ha habido nueva información– responde el otro oficial. –Están reabriendo el caso, echando otro
vistazo a las cosas.
–¿Y qué parte de esa orden dice que puedes llevarte a Jude Osric sin pruebas?
–Tenemos una causa probable, señorita. Tendrá que hablar con nuestros superiores.
La rabia cubre mi garganta como la bilis.
–Estuve allí ayer– gruño –y le diré que lo que está haciendo es ridículo.
–No puedo irme– susurra Jude con los ojos aún cerrados. Sale lo suficientemente bajo como para que
bien pueda estar hablando solo. –No puedo.
El copiloto chasquea la lengua.
–Vamos, Wick.
Jude mira hacia arriba, los ojos nublados. Mira a la distancia media como si viera algo diferente al
resto de nosotros.
–¿Quién se ocupará de la luz?– pregunta.
Hemos enviado un mensaje a tu tío. Debería estar aquí antes de que oscurezca.
Jude presiona el dorso de una mano contra su boca. Exhala temblorosamente.
–Jude– digo. –Jude, no te atrevas a ir con ellos. Esto no está bien.
–Estamos siguiendo la orden de la ley, señorita Alexander–. El oficial pone su mirada en Jude. –Tu tío
viene en camino. El Sr. Daugherty autorizó su transferencia esta mañana. Si no vienes de buena gana,
tendremos que esposarte y, por tu bien, prefiero no hacerlo.
Agarro a Jude por la parte de atrás de su chaleco. Estoy desesperada por que se mantenga firme, que
discuta, se quede.
Esto es mi culpa. ¿Estarían estos oficiales aquí para recoger a Jude si no hubiera visitado a Thackery?
¿Lo he persuadido para reabrir el caso de Connor?
Puse el dedo en el gatillo, pero disparé mal.
–Moira– dice Jude, con voz queda. –Déjame ir.
Él no me mira a los ojos. Su mirada está lejana, la expresión vacía. Me temo que se ha arrancado el
corazón de la manga y lo ha enterrado en algún lugar demasiado profundo para que yo lo encuentre.
Lo suelto, sintiendo como si lo hubiera empujado por el precipicio para ahogarse.
Un oficial tiene la audacia de ofrecerse a acompañarme a casa.
Presento toda la fuerza de mi mirada a cambio. –Estaré en esa estación suya mañana a primera hora–
le digo.
Arrebatando mi abrigo de la pared, empujo entre la pareja. En el camino, miro por encima del hombro
para posar mi mirada una vez más en Jude Osric. Él no se ha movido. Su sombra cae sobre la puerta
abierta, oscura y áspera como un boceto.
La enfermedad me retuerce el estómago. Se duplica cuando recuerdo mis pensamientos de ayer,
pensando en esa sirena en las aguas poco profundas.
«No dejaré que te culpen».
Envolviéndome en mi abrigo, me alejo rápidamente. Estas son las consecuencias de mis acciones, y no
puedo soportar mirarlas.

Durante el resto del día, soy incapaz de distraerme y aliviar mi mente. Tengo una sesión de tutoría, la
primera desde la muerte de Connor, pero el recuerdo de Jude parado frente a los oficiales, la
conmoción escrita tan claramente en su rostro, me deja débil y fracturada. Acorté la lección, solo para
sentirme culpable por hacerlo, y regresé a casa para escribir un volante para colocarlo en la escuela
contigua a St. Cecilia's, que es un edificio achaparrado de una sola habitación con revestimiento
blanco. Los estudiantes ya han salido y me preocupa momentáneamente que la escuela esté cerrada.
Intento abrir la puerta y me tranquilizo cuando se abre. Cerrándola detrás de mí, miro a mi alrededor
para encontrar a mi antigua maestra, Nell Bracken, todavía sentada en su escritorio frente a la clase
vacía.
–Oh, Moira– dice, mirando hacia arriba. –¿Hay algo que pueda hacer por ti?
Me acerco a ella, pasando las ordenadas filas de escritorios. Las ventanas altas dejan entrar la pálida
luz de la tarde, acentuando las marcas de rozaduras en las tablas del piso de innumerables zapatos.
Aquí, a los niños se les enseña a leer, escribir y aritmética hasta los trece años. Ese es el principio, al
menos. Muchos salen antes de tiempo porque los necesitan en casa o para trabajar. Jude no regresó
después de la muerte de su familia. Un dolor florecía en mi pecho después, cada vez que miraba hacia
su escritorio al otro lado de la habitación y recordaba de nuevo que él no estaba allí, el por qué no
estaba allí.
–Sí, solo... ¿Le importa si coloco esto?– pregunto, entregándole a Nell la hoja de papel, un anuncio de
mis lecciones de violín.
Ella lo lee. Ha cambiado poco desde mis días de escuela, vestida con su práctico camisero y falda, su
cabello castaño bien recogido. Su expresión se suaviza al encontrarse con mi mirada. –Por supuesto,
cariño– dice. –Debes estar terriblemente destrozada por eso, perder a uno de tus estudiantes– agrega
cuando cuando me giro para colgarlo en la pared.
Me detengo.
–Él también fue su alumno.
–Sí– dice Nell. –No es la primera vez que pierdo uno, pero creo que eso no alivia el dolor.
Coloco una mano en la pared porque necesito algo sólido en lo que apoyarme. Me pregunto qué diría
Nell si le dijera que Connor fue asesinado, que uno de los nuestros se lo llevó. La noticia del arresto de
Jude aún no se ha difundido. El chisme se difundirá esta noche, en una conversación informal durante
el té. Y todo el tiempo Jude...
Jude será...
Escucho más de lo que veo a Nell levantarse de su escritorio. Me apresuro a fijar mi volante,
parpadeando para contener las lágrimas. Cuando me mira a la cara, aparto mis ojos de los suyos.
–Querida, estás bastante deshecha. Deberías descansar– me dice.
Deshecha.
Sí, supongo que esa es la palabra para esto. Me siento suelta, a la deriva en aguas inciertas, sin los
medios para trazar mi camino de regreso. Juntando mis manos frente a mí, miro por una de las
ventanas.
Jude y yo salimos por la puerta, caminando uno al lado del otro. Jude llevándose la correa de mi libro al
hombro, Jude acompañándome a casa.
No debería haber venido aquí.
–Muchas gracias, señorita Bracken. Me temo que tienes razón. He estado bastante fuera de sí.
–Ve a casa y pide a tu madre que te prepare una taza de té.
Ella me conduce hacia la puerta. Cuando estoy sola en la acera, flexiono los dedos de mi mano
inclinada. Tocar ahora, en este estado de ánimo, es probable que produzca solo una cuerda rota. Las
nubes se han posado sobre los tejados de pizarra, una llovizna fría salpica los adoquines. Partiendo
hacia casa, agacho la cabeza contra la lluvia.
El frío aún se las arregla para abrirse camino hasta mis huesos.
Capítulo Diez

Hay cinco celdas separadas en la estación de policía de Dunmore que corren a lo largo de un pasillo de
baldosas blancas y tuberías de metal, hasta la parte trasera del edificio. Aliso los botones de mi abrigo
mientras entro al pasillo. Mis ojos van al techo y veo moho floreciendo en parches.
Jude pasó una noche en este lugar.
«¿Lo dejaron a oscuras?»
Tantos pensamientos apremiantes, pero ese me desconcierta hasta lo profundo. El corredor está vacío,
silencioso, y pronto se hace evidente que Jude es el único ocupante. Me detengo frente a su celda.
Tiene una pequeña ventana con barrotes, una cama de madera contra la pared y un balde debajo. En la
penumbra, me toma un momento localizar a Jude Osric. Se sienta en el suelo, encajado en un rincón.
Tiene los ojos cerrados y aprieta una rodilla contra su pecho.
La policía le ha quitado las botas. Su chaleco y su corbata están cuidadosamente doblados sobre la
cama. Viste sólo camisa y tirantes, pantalón y calcetines. Lo hace parecer más joven, aparte de las
manchas de insomnio que marcan sus ojos. Mi pecho se aprieta.
–Jude– murmuro. –Por favor mírame–.
Presiona su frente contra su rodilla, ocultando su rostro de la vista.
–Creo que le dije a la señorita Finley que no te quería aquí– dice en un tono áspero.
–Creo que ella no te ha escuchado.
Jude levanta la cabeza. Sus labios se curvan en una sonrisa sin humor. –Ella podría ser negligente en
ese sentido, pero soy yo el que está tras las rejas.
Enrollo una mano alrededor de una de las barras, el metal frío contra mi palma. El sol de la mañana
emerge de la capa de nubes, su luz brilla pura a través de la ventana para estrellarse contra el suelo.
Jude se tira del puño de la camisa, jugueteando con él.
–Dime lo que te hicieron– le digo.
Continúa jugueteando con su puño. Me preocupa, por un momento, él no dirá nada en absoluto. Traga
saliva y suavemente pregunta: –¿Crees que lo hice? ¿Realmente?
–Ya te he dicho que no.
Mi agarre en la barra me deja los nudillos blancos. Desearía que se levantara y caminara hacia mí, así
podría llevar una mano a su mejilla y mirarlo a los ojos correctamente.
En cambio, Jude apoya la cabeza contra la pared. Es una sombra envuelta en sombras. No ha
encontrado mi mirada ni una sola vez.
–Bueno, eso es un consuelo– dice, y odio lo insensible que suena, cuando está claro que debe estar
sintiendo mucho. –Creo que la policía quiere mantenerme aquí un tiempo más.
–Hablaré con ellos. Voy a sacarte.
–Bien–. Por fin sus ojos se posan en los míos. –Digamos que lo logras. ¿Qué hay de Daugherty? ¿Crees
que me permitirá regresar al faro?
Ahora me doy cuenta: esta es la raíz de lo que realmente lo atormenta.
–Ese es tu puesto, Jude– titubeo, insegura. –Una vez que tu nombre esté limpio, no tendrá otra opción
que...
–Ha sido de mi familia y nadie más trabajando en ese faro durante generaciones. Mis antepasados
caminaron por esa escalera. Recortaron las mechas y se pararon en la cubierta de la galería tal como lo
hice yo–. Se pasa una mano por los ojos. –Sentí la presión de esos años, los sentí cuidándome. Estaba
destinado a agregar mi página a ese libro, pero ahora he roto la línea. Lo he arruinado.
–Jude, detente–. Mi voz es grave, mi corazón duele como si sus palabras me hubieran atravesado. –No
has arruinado nada. No has hecho nada malo.
Pone una mano en el suelo, con los dedos abiertos.
–Debo pedirte algo, Moira–. Asiento con la cabeza. –No importa el tiempo que esté aquí– hace una
pausa, mordiéndose el labio, –no visites el faro. No hables con mi tío. Se frota la palma de la mano
contra la rodilla del pantalón, los ojos oscuros brillan. –Mantente alejada por completo. Prométemelo,
por favor.
–Lo prometo–.
De todos modos, creo que dolería demasiado volver atrás cuando el mismo Jude no es libre de hacerlo.
–Gracias.– dice él, inclinando la cabeza.
Después de que lo dejo, la tormenta dentro de mí hierve. Estoy inundada en ella, la ira hirviendo hasta
que estoy temblando. Si Jude no estuviera aquí y me dieran una cerilla, creo que tal vez quemaría todo
el lugar hasta los cimientos. Marcho por el pasillo hasta la oficina de Thackery, golpeando mi puño
contra la puerta.
–Sí, señorita Alexander, entre.
Le traigo la tempestad. Mis manos golpean su escritorio, duro como una ola rompiendo contra la isla.
–Le concedo la generosidad de pensar que ha cometido un error– le digo, –pero ha encarcelado a un
buen hombre, y exijo que lo libere de inmediato.
El detective Thackery me mira con desinterés. –Su idea de lo que constituye bueno en un hombre es
demasiado amplia, señorita Alexander. Tenemos un presunto asesino tras las rejas.
–¿Sospecha de Jude Osric porque encontró a Connor en la playa? ¿Porque lo denunció? Lo está
castigando por hacer lo que se le ha encomendado como guardián.
Hay poco en el poder de Jude para aliviar el desastre, cuando llega. Un barco de pesca puede encallar
en las rocas, un marinero sin hierro puede caer por la borda con sirenas, pero Jude no puede salvar a
todos de los peligros del mar. Tampoco se espera que lo haga. Sólo está destinado a informar de los
sucesos.
Él está destinado a cuidar desde el faro.
–No estoy obligado a presentarle nuestros hallazgos–. Thackery cruza las manos sobre su escritorio
lacado. –Señorita Alexander, me recordó que debería investigar todas las vías. Nos dijo que
buscáramos a un asesino humano. Por el momento, el Sr. Osric es nuestro principal sospechoso.
–No puede mantenerlo en esa celda para siempre. No puede.
Thackery tararea. Mira a otra parte.
–Es cierto que no podemos retenerlo indefinidamente. No sin pruebas sólidas– dice. Descruza sus
manos entrelazadas para golpear dos veces contra el borde de su escritorio. –Liberaremos al Sr. Osric
a más tardar mañana.
El alivio se precipita sobre mí, frío y limpio. Retrocedo, enderezándome.
–¿Y qué hay de su posición? Espero que la sospecha infundada no lo prive de su sustento.
La mirada de Thackery se vuelve hacia atrás. Un músculo se contrae en su mandíbula. –Hablaré con el
Sr. Daugherty– dice con cautela. –Estoy seguro de que restituirá al señor Osric como guardián.
Siempre que sea inocente, no será removido de su puesto.
–Muy bien–. Me dirijo a la puerta, pero cuando la alcanzo, me doy la vuelta. –Señor, ¿por qué lo hizo?
¿Por qué reabrir el caso? La esperanza revolotea en mi caja torácica, pero el miedo la detiene de un
solo golpe. Incluso si la policía ya no culpa a las sirenas, tienen un mal manejo de las cosas en su
primer arresto. –¿No cree que las sirenas atacaron a Connor después de todo?
–Mis pensamientos no han cambiado, señorita Alexander. Haría bien en recordar eso.
–De acuerdo–. Aprieto los dientes. –Bueno, señor, diría buenos días, pero sería una gran mentira con
Jude Osric estando en la cárcel.
–No veo cómo eso es de su incumbencia– dice, mirándome. –Esto es asunto de la policía, algo que
sugiero que tenga en cuenta.
Le devuelvo la mirada. –Señor. Osric es mi amigo. Connor Sheahan fue alumno mío. Quizá debería
tener eso en cuenta.
–Cuídese, señorita Alexander.
En los adoquines, meto las manos en los bolsillos de mi abrigo. Me dirijo hacia los páramos, hacia
casa, pero me siento sin dirección incluso cuando mis pies avanzan sobre el camino. No tengo ni idea
de cómo resolver un asesinato. No tengo idea de cómo arreglar las cosas. Un asesino camina libre,
haciendo su día, mientras que Jude Osric está bajo llave por sus crímenes.
La frustración se apodera de mí. Si el asesino pretendía incriminar a las sirenas, ¿para qué servía?
En Lochlan, lo sé, se guardan registros de ataques de sirenas en la biblioteca. Si de hecho la muerte de
Connor se hizo para aumentarlas, tal vez valga la pena echarles un vistazo.
No es mucho. Pero es un comienzo.
Capítulo Once

Examino el puerto desde debajo de la curva de mi paraguas. Ha estado lloviendo intermitentemente


toda la mañana, haciendo que los muelles estén resbaladizos. Hay un escalofrío en el aire, y mi aliento
se escapa en una niebla. Meto la mano libre en el bolsillo de mi abrigo largo. Por el amor de Dios,
septiembre no está destinado a ser tan frío.
Observo los barcos vacíos, todos ellos con pintura desconchada, nudos enredados, velas sucias. Más de
una docena de mástiles perforan el cielo gris. De los varios rostros que reconozco, es Gabriel Flint el
primero en notarme. Desde el cobertizo para botes, sonríe lo suficiente como para revelar su incisivo
astillado. No usa sombrero, y la humedad le ha dado a su cabello rubio un mechón que se riza hacia
atrás desde su frente. Clavando su cuchillo para filetear en la mesa de corte, se dirige hacia donde
estoy.
–Moira Alexander– dice. –Un placer tenerte aquí en un día tan malo.
–Alejate de mí, Flint–.
Él hace todo lo contrario, ofreciendo su brazo como si fuera lo suficientemente tonta como para
tomarlo. Bordeo a su alrededor. Se apresura a seguirme.
–No seguirás enojada conmigo todavía, ¿verdad? Vaya, sabes cómo guardar rencor, niña– dice.
Dentro del bolsillo de mi abrigo, mis dedos se contraen con el deseo de agarrarlo por el cuello y tirarlo
por el costado del muelle.
–¿Es por eso que dejaste de tocar en el salón?– pregunta. –¿Solo para fastidiarme?
Ignorándolo, continúo por el muelle, pasando botes de remos y arrastreros de pesca. Warren Knox se
endereza después de asegurar uno de los arrastreros y se dirige hacia nosotros. Parece que no soy el
único que quiere agarrar a Flint por el cuello; Warren lo hace cuando pasa junto a nosotros y lo
detiene. –¿Adónde crees que vas?– gruñe. –Todavía hay trabajo por hacer–.
Flint le da una palmadita en el hombro. –Estoy haciendo un simple acto de bondad, eso es todo.
Nuestra Moira está buscando ir a alguna parte y me he ofrecido a llevarla–. Me mira, con las cejas
levantadas. –¿No es así, Moira?
–Difícilmente esta clima para eso– dice Warren.
–¿Por qué no?–. Flint hace un gesto a las nubes de tormenta en lo alto. Se habrán ido solas antes de la
noche.
Warren gruñe y lo suelta con un empujón. Lo observo alejarse hacia el cobertizo para botes, hasta que
Flint vuelve a llamar mi atención.
–Entonces, estás buscando ir a algún lado– dice.
Hago una pausa. Vendría aquí con la mente puesta en tomar el ferry, pero es tiempo y dinero que
preferiría no gastar. Cerrando mi paraguas, lo golpeo con el extremo puntiagudo. –No voy a pagarte.
Una comisura de su boca se levanta. –No quiero tus monedas, Moira.
No me lo esperaba. Flint siempre me pide algo, pero nunca en forma de plata. Me presiona para que
lea sus composiciones, para que lo acompañe a dúo en los bailes. Es irónico, de verdad. Él es la
principal razón por la que corté lazos con el salón.
–No deberías pedirme nada– le digo. –¿Dónde está tu barco?
Flint mueve la barbilla hacia él. Terry Young está allí en el muelle, apretando nudos contra la marea
alta. Las olas azotan los postes del puerto, agitadas y cubiertas de blanco.
El clima tormentoso no es lo suficientemente feroz como para molestar a las sirenas. Me imagino
mirando por encima del borde del muelle para encontrar una allí: un destello plateado que emerge de
las aguas oscuras, sonriendo con dientes afilados. La mayoría de las veces, su disgusto por el hierro,
una parte esencial de muchos barcos de pesca, es un elemento de disuasión lo suficientemente bueno
como para mantenerlas alejadas del puerto.
La mayoría de las veces.
Terry mira a su alrededor al escuchar nuestros pasos. Como su nombre, es joven, catorce años como
máximo. También es excitable y amable, lo que hace que me preocupe por él. Sé lo que esta isla les
hace a los muchachos de buen corazón, cuánto les quita, desgastándolos como el viento y el mar que
erosionan nuestros acantilados. Quitándose la gorra, nos saluda con la mano.
–Hola, señorita Alexander. Elegiste un buen día para salir.
Flint le da una palmada en el hombro. –Desata estos nudos, Terry. La señorita Alexander tiene
negocios– me mira, –¿ a dónde?
–Lochlan– respondo.
–Lochlan. De acuerdo.
Terry se queja, pero se agacha para hacer lo que le dicen. El bote de Flint se mece de un lado a otro
con la corriente, la pintura azul del casco se está pelando y agrietando. Flint salta a bordo y extiende
una mano. Ignorándolo, bajo detrás de él.
Hay un manojo de hilo enredado en cubierta y, debajo, una caja de anzuelos y un cuchillo delgado. Me
siento y tomo el cuchillo para estudiarlo. Está manchado y bien oxidado para algo que debería usarse
solo para cortar la línea.
–Piensalo– dice Flint. –No le responderé a tu madre si te cortas el dedo.
Le frunzo el ceño y dejo caer el cuchillo en el montón de hilo de pescar.
La tormenta parece empeorar una vez que estamos en marcha. Cada ola amenaza con derramarse
sobre el casco, y Flint maldice, agarra con fuerza la caña del timón, mientras se concentra en navegar
contra el viento. Me ajusto el abrigo, parpadeando contra la lluvia.
–¿Por qué necesitas ir a Lochlan?
No había pensado que iniciaría una conversación, con el viento rugiendo en nuestros oídos, pero se las
arregla. –¿Cómo le va a Wick estos días?– pregunta antes de que siquiera me de tiempo para
responder lo primero. Y por la forma en que lo dice, puedo decir que conoce el paradero de Jude. El
chisme es superado solo por el canto de sirena en el encanto de la isla, extendiéndose como un
reguero de pólvora durante las horas del día. La noticia del arresto de Jude y su posterior
encarcelamiento habría caído como un relámpago.
–Lo van a soltar– digo brevemente.
–Está loco–. El tono de Flint es malvado. –Sentado en ese faro solo. Era cuestión de tiempo, si me
preguntas.
Le devuelvo la mirada. –No te he preguntado nada.
Él sonríe lo suficiente como para mostrar sus dientes. –Crees que es inocente.
–Por supuesto que es inocente– espeto. –Él es Jude Osric.
Flint gime. –Ahí vas, sonando como todos los demás en el puerto–. Se toma un momento para tensar
las velas, luego se toca la frente con el dorso de la mano como una doncella desmayada. –¿Nuestro
farolero? ¿acusado de asesinato? ¡Son esas sirenas las que se llevaron al querido Connor!
Aparto los ojos. Los acantilados de la isla se ciernen sobre nosotros, altos y etéreos en la niebla.
–Las sirenas siguen siendo sospechosas digo.
–Sí–. Flint cambia nuestro ángulo. El barco cabecea hacia arriba y hacia abajo sobre el oleaje
creciente. –Eso debe desgarrarte, ¿eh?
No hablo y aprieto mis dedos alrededor de la borda, miro por el costado para ver cómo el casco se
corta a través de hilos de algas marinas. Las sirenas estarán abajo en las profundidades, esperando,
nadando en la negrura silenciosa. A veces, en el fondo de mi mente, creo que deseo escucharlas cantar.
Lo quiero con un deseo que no tiene nombre y no me importa si mis oídos sangran por el sonido.
A veces las cosas que deseo me aterrorizan.
–Cerca de allí– grita Flint y ajusta las velas para mantenernos paralelos a la orilla. Miro a través de la
extensión de agua hasta que el puerto de Lochlan aparece entre la niebla. Es más grande que el de
Dunmore, con varios transbordadores anclados en el puerto. Hombres con suéteres de lana y
pantalones embutidos en pesadas botas caminan de un lado a otro de los muelles, verificando las
líneas, registrando la llegada de cada barco. Me recuerdan a Jude, de alguna manera, y niego con la
cabeza para disipar la imagen.
Flint le pasa la cuerda del bote a uno de los hombres en el borde del muelle. Tiene una mata de cabello
rojizo y una sonrisa rápida, sus manos atan el bote de pesca en su lugar con suave eficiencia. Subimos
al muelle y él anota nuestros nombres.
–Horrible clima para navegar– dice. –¿Sabes cuándo zarparás?
–Antes del nochecer– respondo. –No nos quedaremos mucho tiempo.
Nos alejamos del puerto y subimos por la escalera de madera empotrada en el costado del acantilado.
Cada paso está resbaladizo con agua de lluvia, y Flint está completamente irritado después de casi
resbalar dos veces. Un barco turístico ha desembarcado a sus pasajeros, probablemente los últimos de
la temporada, y nos sigue una estela de personas. Sus voces son altas y acentuadas, elevándose
fácilmente sobre el ruido del puerto.
Ni Flint, ni yo, ni ningún otro isleño que conozca tiene mucho cariño en su corazón por los turistas.
Incluso la buena voluntad de Jude, aparentemente ilimitada, comienza a irritarse después de una larga
exposición.
Me arriesgo a mirar por encima del hombro para observar a algunos de los recién llegados inclinados
hacia adelante en el borde del muelle, mirando el agua. Me sorprendería si alguno de ellos tuviera la
previsión de llevar hierro encima.
Flint mira a su alrededor, ve al grupo y suelta una carcajada. –Ni siquiera necesitan cantar– dice.
–Simplemente resbalaran.
Cada verano los turistas vienen como si las sirenas les hubieran cantado a nuestra orilla. No es de
extrañar que sus seres ensimismados representen la mayor parte del recuento de muertes de sirenas.
Ven a las sirenas de Twillengyle como curiosidades encantadoras en lugar de criaturas que podrían
atraerlas a una tumba marina.
Sobre el puerto, las elegantes calles empedradas de Lochlan se extienden ante nosotros.
–¿Adónde?– pregunta Flint, metiéndose ambas manos en los bolsillos.
–Bueno, yo iré a la biblioteca– le digo. –Eres libre de hacer lo que quieras.
–¿La biblioteca? Ah, claro. Un asunto muy importante, ese.
–Sí– le digo. –Aunque eso no es un asunto tuyo.
Raspa la punta de su bota en el pavimento. –Entonces, ¿qué se supone que debo hacer mientras te
espero?–. Su voz suena un poco acusadora.
–Explore, Sr. Flint– digo, inclinándome hacia nuestro acento isleño. –Ve a descubrir todas las verdades
y tesoros de Twillengyle–. Le hago una reverencia y se aparta rápido, deseándome un buen día en
forma de gruñido.
Me dirijo a la ciudad. No he estado en Lochlan desde el verano pasado, pero no ha cambiado mucho
desde entonces. El Ayuntamiento de Twillengyle ve a la ciudad como la puerta de entrada de la isla al
turismo, y eso se nota en los adoquines uniformes, las aceras limpias de hojas secas y escombros. Las
tiendas están limpias como cajas de bombones, las tabernas recién pintadas. Está a un mundo de
distancia de Dunmore, hecho bonito para los turistas, por lo que pueden pasar por alto lo antiestético.
La sangre que brota alrededor del puerto no está ilustrada en los folletos.
Me dirijo por el centro de la ciudad hasta la biblioteca, que es relativamente nueva, tiene sólo
cincuenta años más o menos. Ocupa el espacio de dos casas adosadas, el primer piso para literatura y
no ficción del continente, y el segundo piso para documentos antiguos sobre la isla.
Me registro en la recepción y subo las escaleras. La luz débil se filtra más allá de la capa de nubes y a
través de las ventanas, cruzando los escalones.
Siempre he pensado que es una especie de magia: el polvo suspendido en la luz del sol, el crujido de
las tablas del piso, el olor a cera para cuero y todas las páginas de libros amarillentas. Supongo que lo
es.
En el archivo hay estantes sobre estantes de documentos históricos: fallos del Consejo, viejos diarios,
bitácoras de faros. Los registros de sirenas llenan varias estanterías, detallando cuando los isleños y
los turistas se acercaron demasiado y fueron cautivados por su canción.
También hay registros de las cacerías. Conducidos por deporte o por venganza, dejaron una marca
larga y sangrienta en nuestra isla. La prohibición de la caza es lo que lo detuvo. Las sirenas hicieron su
hogar aquí al igual que nosotros, y al matarlas solo estábamos matando una parte de la isla, una parte
de nosotros mismos.
No fue una decisión tomada sin consecuencias.
Los registros de defunción se clasifican por año. Por un sentido perverso de curiosidad, porque nunca
he mirado antes, saco el libro que documenta a las víctimas de hace siete años. Pasando al mes de
junio, miro los nombres impresos allí.
Llyr Osric, 38 años
Pearl Osric, 38 años
Emmeline Osric, 16 años
Los tres fueron sacados de su bote frente a la costa de Dunmore. Les sobrevive Jude Osric, de doce años, quien
denunció el incidente.
Trazo las letras, un nudo formándose en mi garganta. Tres isleños capturados de un solo golpe es casi
inaudito. Nos criaron con cuentos de advertencia, nos dieron hierro frío para guardar en nuestros
bolsillos. Prestamos atención porque conocemos los peligros. Mucha gente en Dunmore conocía el
trabajo que hacía mi padre, con Llyr Osric a su lado. Supusieron que era inevitable que uno de ellos
encontrara su destino de esta manera.
Me pellizcan las entrañas. Coloco el libro en su estante, alcanzando los registros más recientes. El año
pasado, dos turistas fueron arrastrados desde el puerto de Lochlan, e Iona Knox, a quien había visto
con bastante frecuencia en el salón de baile, se perdió debido al canto de sirena mientras estaba en
alta mar, al norte de Dunmore. Me acuerdo de Warren Knox cuando lo vi en el puerto. Iona había sido
su hermana menor. Fue tomada de la misma manera que los Osrics, robada a las profundidades.
Ninguno de los informes con los que me encuentro menciona a alguien que haya quedado en la orilla
con la garganta cortada como Connor Sheahan.
En el libro actual, su entrada es solo una hoja de papel escrita a mano, adjunta a la página, esperando
ser agregada a la lista. Tengo la idea en mente de arrancarla.
Pocos isleños han sido presa de las sirenas en los últimos años. Sin embargo, la muerte de Connor se
hizo para reflejar sus ataques, seguramente su asesino debe estar resentido con ellos por algún dolor
pasado.
Cierro el libro, abruptamente inquieta. Todavía tengo que dar mucha consideración a la cercanía de
este asesinato. Quienquiera que haya cometido el acto, esa persona está ahí afuera ahora, caminando
por las mismas calles de Dunmore, una cara familiar, alguien con quien bien podría haber hablado.
Un escalofrío recorre mi columna vertebral.
Con gran prisa, salgo de la biblioteca, presa de una necesidad desesperada de estar de vuelta en
Dunmore. Salgo a la calle moteada por la lluvia, sin molestarme en abrir mi paraguas. Una manada de
turistas me empuja, y enseño los dientes en un gruñido, mi pulso se dispara incluso cuando se
estremecen. Encuentro a Flint conversando con una chica en las escaleras del hotel. Lo que sea que ve
en mi rostro lo hace interrumpir la conversación, y en el siguiente respiro está a mi lado.
–Es hora de irse– le digo.
Solo una vez que llego al puerto y estoy subiendo a su bote, miro hacia atrás a Lochlan, permitiendo
que mi mente se pregunte en qué nos he metido a Jude y a mí.
Capítulo Doce

A la mañana siguiente camino por los páramos para encontrar a Jude Osric de pie cerca del borde del
acantilado. Su gorra de tela proyecta una sombra sobre sus ojos, su cabeza inclinada mientras mira
hacia el peñasco como si contemplara la larga caída hacia el mar. Agarra una pequeña hoja de papel, y
mientras lo observo, sus labios se mueven, pronunciando palabras que no puedo escuchar.
En Twillengyle, dicen que el mar puede conceder deseos, si quieres algo con suficiente desesperación.
Si revelas tus secretos en un susurro.
Jude tira el papel por el precipicio, y me pregunto qué secretos tiene que dar.
Mis botas se hunden en la hierba húmeda y Jude se da vuelta, tomando su gorra en la mano. Todas las
cosas que pensé decir en este momento se desvanecen cuando nos miramos. El viento enreda su
cabello, tira de su suéter de lana, y ojalá pudiera borrar el recuerdo de esa celda fría y oscura, de los
barrotes que lo apartaban del mundo.
–Hola, Moira– dice él.
–Deberías habérmelo dicho, deberías haber llamado a mi puerta tan pronto como saliste de allí.
Su boca se curva en una media sonrisa. –¿Te alegras de verme, entonces?
–Mucho.
Aparta la mirada, las mejillas rosadas. Debajo de nosotros, el mar está inquieto y vivo, agitándose
contra las rocas curtidas por el clima. Estudio la espuma y el rocío de las olas, dudando en hablar de
mi visita a Lochlan. Ahora es el momento de dar un paso atrás, de alejarme de Jude Osric como me he
mantenido alejada del salón de baile, para no causar más daño, para que la culpa no me haga pedazos.
Ya le he ocultado muchas cosas.
El viento empuja mi espalda, desafiándome a seguir.
«No puedo hacer esto sola».
–Jude– digo –tengo algo que decirte.

Jude escucha mientras le cuento mi tarde en la biblioteca de Lochlan. Se recuesta contra el mostrador
de la cocina, frotándose la nuca con una mano.
–¿Has hecho una lista de sospechosos?
Coloco mi mano sobre el respaldo de una silla, y mirando hacia abajo, hago una mueca al notar una
mancha de tinta en el puño de mi vestido estampado.
–Un nombre no es una lista– digo, levantando mis ojos hacia los de Jude. –Warren Knox.
Su ceño se arruga mientras cambia su mirada.
–He destripado pescado junto a él. No puedo imaginar que mataría a nadie, y mucho menos a
Connor–.
–Bueno– le respondo, un poco irritable, –me disculpo, si es de su agrado...
Un zumbido repentino atraviesa el aire, y los dos nos congelamos. Ambos reconocemos el sonido. Las
campanas de alarma suenan solo cuando se detectan sirenas cerca del puerto. Corro hacia la ventana,
pero al nivel del suelo, el acantilado es demasiado escarpado para ver lo que está pasando. Cuando me
doy la vuelta, Jude está justo detrás de mí, mordiéndose el labio mientras intenta mirar hacia los
muelles.
El timbre continúa, una y otra vez, terriblemente fuerte. Encuentro la mirada de Jude.
–Necesito ver qué está pasando.
Él no discute. Quizás se dé cuenta de que sería inútil. Salimos corriendo, y más allá de los muros de la
cabaña del guardián, la alarma suena como una clara advertencia.
Manténgase alejado. Abandone el área. Peligro.
Continúo a pesar de ello, acercándome al borde del precipicio. Junto a la playa, el frente del puerto es
un borrón de movimiento, pero cuando recorro el agua, no hay destellos de piel blanca plateada, ni
sombras dando vueltas bajo las olas. Me acerco.
–Moira– dice Jude, –no lo hagas. Ellos saben lo que están haciendo. Las sirenas…
–Se han ido– digo brevemente.
–¿Cómo lo sabes?
–Solamente lo hago.
Él se queda en silencio con eso. Como tantos isleños, Jude piensa que todo lo que necesita saber es
mantener hechizos de protección en su persona y una distancia segura si puede evitarlo.
La alarma se corta tan repentinamente como comenzó. Le doy a Jude una sonrisa irónica. –Vamos.
Nos dirigimos por el camino sinuoso del peñasco hacia el puerto. Hay silencio aparte del suave
susurro de las olas, mi aliento empañando el aire, los pasos de Jude detrás de mí. Hay un grupo de
hombres acurrucados, sus expresiones agudas y furiosas, pero sus voces son demasiado bajas para que
pueda captar algo de la conversación. Frunzo el ceño al ver varias latas oxidadas a lo largo de un
muelle.
Agarrando a uno de los trabajadores portuarios más cercanos, pregunto: –¿Qué ha pasado? ¿Alguien
fue atacado?
El chico sonríe. Es joven, quince o dieciséis años, el chaleco desabrochado y deshilachado sobre una
camisa arrugada. –No debería estar aquí abajo, señorita. ¿No oíste las alarmas?
Miro de nuevo a la multitud acurrucada, antes de nivelar al chico con mi mejor mirada. –Respóndeme.
Se inclina y escupe en el muelle. –Nah, no hay ataques– dice. –No tuvieron la oportunidad, ya ves. Con
lo que Russell vertió en el agua, creo que mató a una pareja.
Mis dedos se aflojan en el cuello de su camisa. –¿Qué?
–Alguien les dio latas del viejo veneno. Cuando aparecieron las sirenas, lo volcó justo sobre el muelle.
Mire… Señala al grupo, y esta vez, cuando realmente los miro, veo que no están reunidos, sino reunidos
alrededor de algo. Dejo que mi mano caiga del cuello del chico, y Jude agarra mi muñeca.
–Moira–. Su voz es tentativa, casi un susurro. No sabe cuál es la mejor opción: tirar de mí hacia atrás o
dejarme caminar en la oscuridad. Me alejo de él.
Mis piernas se sienten inestables, hormigueo entumecido, y el latido de mi corazón es más fuerte que
cualquier alarma mientras me abro paso entre la masa de personas. «Es mentira», pienso salvajemente,
porque está prohibido matar sirenas; hay una prohibición en el lugar. Están destinadas a ser protegidas.
Los encuentro dispuestas en el muelle.
Dos de ellas, inmóviles y blancas, con las extremidades extendidas sobre la madera. Un brillo
grasiento tiñe el agua que lame el borde del muelle. Todas las piezas están ahí, pero mi mente no
puede entenderlas. Estoy temblando mucho; envuelvo mis brazos alrededor de mi cintura, con la
esperanza de mantenerme unida. Esto no está bien. Esto no se supone que suceda.
–¿Dónde está Russell?– pregunto. –¿¡Dónde está Russell!?– insisto.
Es fácil de detectar al final, porque él es el que está siendo regañado. Uno de los pescadores mayores
tiene un agarre firme en su brazo, pero eso no impide que me acerque y lo abofetee.
–¿Qué has hecho?– gruño.
Muestra sus dientes. No es mucho mayor que yo, pero ahora lo parece. Hay una marca roja
formándose en su mejilla donde lo golpeé, y las venas trazan el blanco de sus ojos. La prisión lo
envejecerá aún más.
–¿Le importan un par de monstruos, señorita Alexander?
–Acabas de convertirte en un criminal–. La rabia arde en mi pecho, lo suficiente como para querer
golpearlo por segunda vez. –Me parece que eres el único monstruo aquí.
–Mataron a Connor Sheahan– dice Russell. Se encoge de hombros, descuidado, como si esto fuera una
victoria. –Probablemente se habría llevado a uno de nosotros aquí. Estaba recuperando lo nuestro.
–¿De dónde sacaste las latas?
El veneno de sirena es difícil de encontrar en estos días. La mayoría de las latas se desecharon después
de que se promulgó la prohibición de caza, el resto se mantuvo en posesión de la policía. Sin embargo,
algunos, lo sé, todavía están escondidos en los hogares.
«Por si acaso», dicen. «Solo una precaución».
La sonrisa de Russell es despreciable. –¿Te gustaría saberlo?
Los pensamientos del asesino de Connor se desangran en el momento. Si quieren culpar a las sirenas,
esta es la forma de hacerlo. Incluso cuando la policía se encargó de reabrir el caso y arrestar a Jude
Osric, nadie en el puerto cree que Connor fue asesinado por manos humanas.
Se me acelera el pulso. –¿Quién te los dio, Russell?– pregunto.
Sin dejar de sonreír, niega con la cabeza. –No es asunto tuyo.
No puedo seguir interrogándolo por la llegada del detective Thackery y dos oficiales. Los oficiales
manejan a Russell bruscamente, esposándolo, mientras Thackery inspecciona los muelles como si
estuviera contando a todos los presentes. Sus ojos se encuentran con los míos, y trato de hacer que mi
mirada sea lo más feroz posible. La policía debería haber sido capaz de detener esto. Este es su
trabajo. Hacer cumplir la prohibición, proteger las sirenas, eso es lo que deben hacer.
Thackery y sus hombres sacan a Russell del puerto y los pescadores comienzan a discutir cómo
limpiarán el agua contaminada. Me doy vuelta para ver dónde ha desaparecido Jude. Todavía está de
pie junto a las sirenas muertas, su piel casi tan pálida como la de ellas. Mientras me dirijo hacia él,
tropieza un poco y se engancha el talón en una madera inclinada hacia arriba. Luego se arrodilla y
vomita por el costado del muelle. Warren Knox se inclina y pregunta si se encuentra bien.
Una parte de mí se pregunta por la intensidad de esta reacción, la misma parte que sabe del disgusto
de Jude por las sirenas. Russell no es la única persona que los considera monstruos. No habría
imaginado que Jude Osric estaría enfermo al ver sus cadáveres. Tal vez sea más la violencia de la
situación lo que le revuelve el estómago.
Apoya la frente en las rodillas. –Estoy bien– dice en voz baja.
Warren niega con la cabeza. –Es algo terrible–. Su voz es áspera, sus ojos fijos en los escalones del
puerto donde la policía y Russell están subiendo. Cuando me ve, se toca la gorra antes de emprender el
regreso hacia los otros pescadores.
Me siento entumecida incluso cuando el viento frío sopla desde el mar. No puedo pensar en otra cosa
que no sea Russell arrojando veneno al agua, las campanas de alarma sonando, las sirenas ahogándose,
muriendo, sus cuerpos arrastrados por las olas. Jude se endereza y pone una mano plana sobre su
suéter.
–Tenemos que visitar a los Sheahan– le digo.
Si Russell mató a esas sirenas en nombre de Connor, ya es hora de que les hagamos una visita.
Tan cerca de la playa, todo parece descolorido y húmedo. El acantilado se eleva sobre nosotros, una
pared de rocas sobresalientes y afloramientos cubiertos de musgo. También hay grietas, buenas para
esconderse, para ver las sirenas sin ser vistos. La impetuosidad de Russell me recuerda cómo los
humanos pueden ser igual de peligrosos.
A veces me imagino a Twillengyle como el flujo y reflujo del mar. Mantenido en un patrón de
derramamiento de sangre y continuando a pesar de él, limpiando sus heridas con cada marea que
llega. No todas las heridas se curan prolijamente o se curan por completo, pero las tradiciones
continúan, los isleños continúan y Twillengyle sobrevive.
–¿Ahora mismo?– pregunta Jude.
Observo el mar, una extensión gris que se extiende hacia el horizonte. –Límpiate– le digo. –Luego nos
vamos.
Capítulo Trece

Los Sheahans son una de las familias que viven al otro lado de Dunmore, lejos del puerto y los
acantilados, así que hay que caminar un poco para llegar allí. Estamos en silencio durante la mayor
parte del camino, los dos todavía obsesionados con los eventos de esta mañana. Puedo verlo en la
expresión de Jude, harapiento y demacrado, y lo encuentro extrañamente tranquilizador. No creo que
pudiera soportar que Jude aprobara las acciones de Russell. Se concentra en el camino, tarareando una
vieja melodía isleña. El ritmo se me queda grabado en la cabeza, hasta que él pisa un charco y el
zumbido se interrumpe.
–No recuerdo que su casa estuviera tan lejos– dice.
–Está justo aquí arriba.
–¿Y qué les vamos a decir, Moira? ¿Quieres hablarles de Russell?
–Están obligados a escucharlo de alguien más si no es de nosotros.
Jude frunce el ceño, bajando la mirada. –No puedo creer que lo haya hecho– susurra.
En mi mente veo la sonrisa maliciosa de Russell una vez más.
No puedo recordar la última vez que alguien violó la prohibición. Es una pena de prisión garantizada;
siempre que haya testigos, la parte culpable casi siempre es condenada. Matar a dos sirenas, junto con
su posesión de veneno de sirena, pondrá a Russell tras las rejas durante bastante tiempo.
«¿Le importan un par de monstruos, señorita Alexander?»
La pregunta importante es: ¿Hasta cuándo le importará al Consejo? Si un trabajador portuario sin
vínculos estrechos con los Sheahan sintió la necesidad de atacar a las sirenas, ¿qué estará pensando el
resto de la isla? Solía tener mucha fe en la prohibición. Fue el empeño de mi padre, y una vez en su
lugar, pensé que era inquebrantable.
Ahora temo que incluso esas promesas ganadas con tanto esfuerzo puedan arruinarse.
–¿Qué pasa si quien mató a Connor le dio a Russell esas latas?– pregunto.
Jude se rasca una ceja, luciendo desconcertado. –¿Por qué harían eso? Russell podría haber
conseguido esas cosas en cualquier parte.
–No en cualquier parte–. Muerdo mi labio inferior. –Ese veneno debería estar encerrado en las
comisarías, el ayuntamiento, enterrado bajo las tablas del suelo. No hay razón para que la gente lo
tenga con la prohibición.
–Hay latas en el faro– dice Jude. Cuando lo miro, se apresura a agregar: –No he tenido la oportunidad
de deshacerme de ellos. Mi tío…
Frunzo el ceño. –Esas sirenas pagaron por una muerte en la que no participaron.
–Lo sé–. Suena honesto, pero agotado, y recuerdo la forma en que miró hacia las sirenas muertas,
tembloroso y con el rostro pálido.
El camino de tierra se curva delante de nosotros, los destellos de la luz del sol se reflejan en las hojas
caídas a nuestros pies.
–Tendremos que preguntarle al Sr. Sheahan sobre ese día– digo con un suspiro.
–Moira– dice Jude, dudando antes de continuar. –Recuerda ser amable con ellos. Todavía tienen la
impresión de que Connor se perdió debido a las sirenas.
–Excepto que no lo hizo.
–Piensa en mí, entonces– dice, mirándome a los ojos. Aprieta la mandíbula, hasta que baja la mirada,
frotándose la parte posterior de su cuello, y odio cómo su tristeza expresada en tan pocas palabras
puede cavar y cortar mi corazón.
El camino nos lleva a la casa de revestimiento amarillo pálido de los Sheahan. En sus jardineras, las
campanillas se han secado y dorado, enroscándose sobre sí mismas. Las persianas de arriba están
cerradas con pestillo, y pienso en una de las habitaciones de más allá vacía, acumulando polvo año tras
año. La habitación de un fantasma.
Jude se quita la gorra y se acerca para llamar a la puerta. Me paro un poco más erguida, pasando una
mano por mi abrigo. Me da una mirada de soslayo, como si estuviera a punto de decir algo, cuando la
puerta se abre.
El Sr. Sheahan está de pie ante nosotros, parpadeando a la luz del sol. Viste solo una camisa y
pantalones de algodón, sus ojos están enrojecidos y cansados. Mira a Jude, perplejo. –¿Jude?
¿Moira?–. Nuestros nombres son preguntas en su boca, como si se preguntara si somos reales.
Asiento con la cabeza hacia ella. –Buenas tardes, Sr. Sheahan.
–¿Qué están haciendo aquí?
Parece que podría desmoronarse donde está, así que me apresuro a pronunciar mis palabras.
–Ha ocurrido algo en el puerto. Con Russel Hendry. Nos preguntábamos si podría…
–Es decir– interviene Jude suavemente, –Moira y yo hemos venido a expresar nuestras condolencias.
Entiendo lo difícil que debe ser para usted este momento.
Sheahan murmura algo así como una afirmación. Parece un poco perdido, apretando las manos antes
de meterlas en los bolsillos. –¿Les gustaría pasar? Puedo poner la tetera al fuego.
–Muchas gracias– responde Jude. –No es nuestra intención molestarlo.
Sheahan se hace a un lado y pasamos a la entrada. Dejo que tome mi abrigo, estudiándolo mientras lo
hace: el brillo pesado en sus ojos, el de una persona que ha pasado varias horas llorando y planea hacer
otra ronda más tarde en la noche.
«Recuerda ser amable con ellos».
Lo seguimos hasta el salón. Las cortinas están corridas como las persianas delanteras, cerradas con
pestillo; un sofá y sillones que no combinan están frente a la chimenea, y en ella, un fuego arde bajo,
dando largas sombras a los muebles, oscureciendo la expresión de Sheahan. Me siento en el sofá, Jude
toma asiento en el cojín a mi lado. Los pensamientos sobre el té se olvidan cuando Sheahan se
acomoda en un sillón, considerando a Jude.
–Lo que te hicieron fue una estupidez, Wick– dice con una mueca. –Arrestarte a ti de todas las
personas por lo que hizo una sirena. Deberían saberlo mejor.
Jude agacha la cabeza, sin decir nada.
–Debe haber sido difícil para ti– continúa Sheahan. –Encontrarlo.
Mis ojos revolotean hacia Jude, pero su expresión no cambia. Se frota las palmas de las manos, su voz
es suave cuando responde: –Ojalá lo hubiera encontrado antes.
Sheahan se pasa una mano por la cara. –No pienses en eso, Wick. Yo mismo lo he hecho suficientes
veces en los últimos días–. Se aclara la garganta. –Sé que hiciste todo lo que pudiste.
–Acabamos de llegar del puerto– le digo. –Russell Hendry, envenenó dos sirenas esta mañana.
Sheahan hace un sonido de decepción en lugar de sorpresa.
–No debería haber hecho eso–. Mueve su mirada al suelo. –¿Y si el muchacho está bajo custodia
ahora?
–Dijo que lo hizo por Connor. Para proteger a todos los demás en los muelles.
«Estaba recuperando lo nuestro», había dicho. Russell sonrió mientras los cadáveres de las sirenas yacían
a solo unos metros de distancia. Los llamó monstruos, como si él mismo no lo fuera.
El Sr. Sheahan solo me mira fijamente. Sus ojos se ven vacíos, y no veo respuestas en ellos.
–¿Tiene alguna idea de por qué Connor estaba en la playa ese día?– pregunto.
–No–. Se encoge de hombros. –No lo sé.
–Es un poco extraño, ¿no? ¿Por qué saldría con la tormenta?
–¿Qué pasa con George y Brendan?– pregunta Jude, refiriéndose a los hijos mayores de los Sheahan.
–¿Tal vez podrían haber estado con Connor?
Lentamente, el Sr. Sheahan niega con la cabeza. –No. No, estaban en el puerto conmigo. Asegurando
botes para el clima, ya ves.
Jude me mira a los ojos y la expresión que tiene refleja mis propios pensamientos. No estamos
llegando a ninguna parte.
–¿Estaba Connor en el puerto también? ¿Recuerda quién lo vio por última vez?– pregunto,
inclinándome hacia delante.
–Él…–. Sheahan traga. –Me estaba ayudando a quitar velas. Yo le dije que llegara a casa antes de que
llegara la tormenta. Warren Knox se ofreció a acompañarlo de regreso. Un poco extraño, eso, en
realidad. Él nunca se había ofrecido antes, pero sabes que es muy cuidadoso ahora que murió Iona,
que descanse en paz. Le dije que Connor conocía el camino, que podía llegar solo.
El dolor pesa en cada palabra, oírlo es peor que cualquier posibilidad de verlo llorar.
–¿Así que Connor volvió solo?– pregunto en voz baja.
Mira al techo, cierra los ojos. –Warren se fue un poco después que él, pero todos nos dirigimos a casa
lo suficientemente pronto. Pensé que nos encontraríamos con Connor en el camino–. Hace una pausa,
exhalando. –Dios, estaba seguro de que tenía hierro sobre él esa mañana. Estaba seguro de eso.
–¿Quién más estaba en el puerto esa tarde?
La pregunta parece agudizar la confusión de Sheahan. Su ceño se frunce. –¿Por qué preguntas?
Desde el final del pasillo, hay un suave movimiento de pies. Los tres miramos cuando la Sra. Sheahan
aparece en la puerta. Viste una bata oscura, su cabello cae suelto sobre sus hombros. Ella sonríe al
vernos.
–Creo que escuché compañía. Haré té, ¿de acuerdo?– dice.
Jude, habiéndose puesto de pie a su llegada, da un paso adelante.
–Si me muestra dónde está todo, señora Sheahan, estaré feliz de ayudar.
Frunzo mis labios. Intento sin palabras ordenarle que se quede quieto mientras cruza la habitación.
En la puerta, mira a su alrededor y mi irritación disminuye. Sus manos están temblando, solo un poco,
pero me hace pensar que podría necesitar escapar. Asiento con la cabeza hacia él y se ha ido.
–Todavía tenemos su violín– dice el Sr. Sheahan.
Miro hacia atrás. –¿Perdón?
–El violín de Connor. Todavía está guardado en su habitación.
–Era un aprendiz rápido–. Una sonrisa tira de mi boca. –Tenía buen oído para la música. Habría
estado tocando en el salón muy pronto.
–Los bailes eran sus favoritos–. Sheahan se frota los ojos, pero no antes de que vea la melancolía en
ellos. –Nunca, nunca tuve que arrastrarlo cuando sabía que estabas tocando.
–Lo recuerdo–. Junto mis manos, inclinándome. –Señor. Sheahan, ¿dijo que Warren se ofreció a
acompañar a Connor a casa? ¿Puede pensar en otros que estuvieron allí? ¿En el camino? ¿Quizás
yendo hacia la playa?
Lanza un suspiro, el dolor supera cualquier curiosidad persistente.
–No lo sé– dice de nuevo. –Tenía mucha prisa. Vi a las hermanas Bracken de camino a casa. Dylan
Osric estaba en el puerto. Creo que tratando de localizar la luz en alta mar antes de que llegara la
tormenta.
Trago. Había visto a Nell Bracken el otro día. Ella había mencionado perder estudiantes por culpa de
las sirenas, pero ¿asesinaría a uno de sus propios alumnos? Quizás su hermana, Imogen, podría estar
involucrada.
Y Dylan Osric.
Esa misma tarde Jude me había hablado de la visita de su tío. Solo ahora me doy cuenta de que el
momento lo convierte en sospechoso. Su mala voluntad hacia las sirenas también es algo a lo que estoy
muy acostumbrada. En los años que transcurrieron entre la muerte de Llyr y la de mi padre, cuando
Dylan Osric actuó como tutor de Jude, hubo muchas ocasiones en las que expresó sus quejas. Había
odiado a mi padre, y mi padre lo había odiado a él a su vez.
Vuelvo mi atención al Sr. Sheahan y lo encuentro mirándose las manos.
–Si no te importa que pregunte, Moira– dice en voz baja, –nada de esto importa, ¿verdad?
No deseo abrumarlo con el conocimiento de nuestra investigación. Miro hacia la chimenea, pero el
fuego se ha consumido, las brasas enrojecidas y la madera blanca como la ceniza se enfrían en la
parrilla. Ahora la habitación se siente más fría.
¿Y dónde está Jude? Él y la Sra. Sheahan no pueden estar todavía haciendo té, ¿verdad?
Poniéndome de pie, camino hacia donde el Sr. Sheahan está sentado en su sillón. Tomo una de sus
manos entre las mías.
–Puede que no– le digo, –pero gracias por decírmelo, de todos modos.
Salgo del salón y me dirijo a la cocina. La Sra. Sheahan debe escuchar mis pasos. Ella se asoma desde
la puerta, y trabajo para enmarcar mi expresión en algo agradable.
–¿Buscando al Wick?– pregunta ella.
Asiento con la cabeza. –Sí. ¿Dónde está él?
–Salió al jardín trasero. Pobrecito. Creo que estaba deseando un poco de aire fresco; se veía tan pálido.
–Estoy segura de que está muy bien.
La luz ambarina calienta la mesa y las sillas de la cocina desgastadas. A través de la ventana con
cortinas de encaje, noto el toque desvaído de la tarde en el cielo.
–Iré a buscarlo– digo, dirigiéndome hacia la puerta.
Afuera, dos sábanas blancas revolotean en el tendedero. Al otro lado del camino, Jude se sienta
encorvado en un banco del jardín, con la cabeza entre las manos, aunque cuando me acerco, él se
recupera rápidamente, sacando su reloj de bolsillo de su chaleco para estudiar la hora.
–Vaya– dice, –¿ya viste que hora es?
Tomo asiento a su lado. –Se está haciendo tarde– estoy de acuerdo.
Sus ojos se deslizan hacia mí y la lejanía. –¿Obtuviste algo más del Sr. Sheahan?
–Mencionó a algunas personas cerca del puerto, sí.
Mis pensamientos están tan llenos de nombres y posibilidades que temo que todos se derrumben con
el más mínimo sonido.
–Todavía estás pensando en Warren Knox, ¿verdad? ¿Crees que la muerte de Connor tiene algo que ver
con Iona?
–También hay que tener en cuenta a las Bracken: el Sr. Sheahan dijo que las vio dirigirse a casa justo
antes de la tormenta. También criaron a tu tío.
No había visto a Dylan Osric esos pocos días que Jude estuvo tras las rejas. Mantuve mi distancia tal
como prometí, pero ahora me pregunto por qué Jude me lo pidió.
Hace un sonido evasivo, retorciendo el puño de su camisa entre sus dedos.
Me muerdo el labio inferior. Warren tal vez se desquitó con Connor por la muerte de Iona.
Había dejado el puerto poco después que él ese día, y la muerte de su hermana le dio motivo suficiente
para incriminar a las sirenas. Pudo haber sido Warren quien le dio a Russell Hendry esas latas de
veneno.
Jude no parece convencido.
–Los Sheahan parecen amistosos con él.
–Supongo.
–Y su muerte fue hace más de un año. ¿Por qué matar a Connor ahora? ¿Por qué matarlo en absoluto?
Él no fue el responsable.
Yo sé esto. Ya sé todo esto. Miro hacia el cielo, observando a las nubes que comienzan a disiparse en el
horizonte. –Crees que no hay asociación entre los dos– le digo, sin expresarlo como una pregunta. Es
obvio por la forma en que disputa cada pieza de información.
–Bueno, es un poco un rompecabezas, ¿por qué una niña cautivada por sirenas se relacionaría con un
niño asesinado en la playa un año después?
–Es nuestra mejor pista– respondo.
Jude mira hacia otro lado. Examina la hierba irregular, la bicicleta oxidada apoyada contra la casa.
Pongo mis manos en puños en mi regazo.
–¿Por qué te fuiste?– le pregunto.
Él traga. –Ha sido un día largo, eso es todo.
Mientras nos sentamos allí, el sol se esconde debajo de la valla. El momento se siente similar a cuando
nos paramos sobre el cuerpo de Connor: después, un paseo silencioso por el acantilado, subir la
escalera de caracol del faro. Cosas que no se dijeron.
–¿Estás bien?– le pregunto, con voz más suave, volviéndome hacia él.
Probablemente debería haber preguntado esto antes. Jude ha sido sospechoso de asesinato, sacado del
faro y encarcelado. Y todavía tengo que preguntar por su bienestar.
Él se pone de pie. –Es tarde– dice. –Será mejor que sigamos nuestro camino.
Nos despedimos y Jude es un modelo de cortesía, erguido y sonriente. Poniéndonos en el camino, dejo
que mi pensamiento gire sobre los acontecimientos recientes. No muy lejos de la casa, nos
encontramos con Brendan Sheahan. Jude es el primero en verlo.
–Brendan– dice, lo que me hace mirar hacia arriba también.
Levanta una mano para tocar el borde de su gorra.
–Hola, Wick. ¿Estás bien? Escuché lo que pasó en los muelles. Algunos tipos dijeron que te pusiste
enfermo por eso.
Jude se sonroja. –Estoy bien gracias.
–Ahora has venido a transmitir tus condolencias, ¿eh?–. Brendan mira hacia la casa. Tú y el resto de la
isla.
–Vinimos a hablar sobre Connor, sí– le digo, dando un paso adelante. Lo estudio, preguntándome si
sabe algo más que su padre. –Russell Hendry mató esas sirenas en su nombre.
–Lo sé–. Se dirige hacia la casa, pero se gira a medias, dejándome ver el borde de su sonrisa. –Ojalá
estuviera allí para darle las gracias–. Se toca la gorra de nuevo, a punto de seguir adelante, cuando lo
agarro de la manga.
–¿Puedes reunirte conmigo mañana por la mañana?– pregunto.
–¿Qué pasa si tengo cosas que hacer?
–No las tienes.
Una sonrisa atraviesa su expresión. –Está bien, Moira. ¿Dónde?
Le digo que se reúna conmigo en la antigua iglesia de Dunmore y promete estar allí. Jude observa este
intercambio en silencio, mordiéndose el labio. Creo que me preguntará al respecto, pero una vez que
Brendan se va, Jude no dice ni una palabra.
Mi mano se atrapa en las ramas sin hojas mientras continuamos por el sendero. Huelo humo de leña
en el aire, hojas mojadas, agujas de pino. Todo parece magnificado por la noche, el viento silbando
entre los árboles, el chasquido de las ramitas bajo los pies. Ninguno de nosotros tiene una linterna,
pero es extraño cuando Jude se aventura por el camino equivocado. Desde aquí, el faro aún es visible,
la torre blanca que se yergue desnuda sobre los páramos.
–Jude–. Levanto una ceja, haciendo un gesto en dirección a los acantilados. –Tu faro está por aquí.
Se mete las manos en los bolsillos. –Menos mal que no me dirijo al faro.
–¿Adónde vas?
Duda, con la mirada baja mientras araña la tierra. –Las Cuatro Brazas– dice.
Arrugo la frente. –¿Por qué?
–Porque–, hunde la punta de su bota más profundamente en el suelo. –Necesito un trago. No es un
crimen, ¿verdad?
Parpadeo hacia él. –No, pero tú no…–.
Me detengo, la incertidumbre anudando mi estómago. Es como si hubiera perdido el equilibrio, toda
mi percepción de Jude Osric se desvaneció debajo de mí. –Tú no bebes, Jude–.
–¿Cómo lo sabes?– pregunta con voz amarga.
Algo está mal. Puedo verlo en sus hombros encorvados, su expresión cerrada. Niego con la cabeza.
–Porque te conozco, Jude Osric– digo.
–No–. Él da un paso atrás. –No, realmente no lo haces.
–Estás siendo absurdo– espeto. No tengo ni idea de por qué estás haciendo esto, pero si...
Él se aleja de mí. Cierro mis manos en puños mientras él se aleja, una figura alta y solitaria en el
camino hacia Dunmore. Tomando una respiración profunda, cierro los ojos y cuando vuelvo a mirar,
estoy sola en el inquietante silencio.
Capítulo Catorce

Aprieto la mandíbula hasta que me duele.


Jude estaba claramente molesto, dijera lo que dijera. Lo suficientemente molesto como para vagar por
Dunmore y por los rincones llenos de humo de Four Fathoms. Espero que sepa que no seré yo quien lo
vaya a buscar una vez que se haya emborrachado debajo de la mesa. Tal vez se dará cuenta de lo
desagradable que es tan pronto como cruce el umbral y regrese corriendo. Hago una pausa, mirando
detrás de mí, imaginando su silueta en medio de la niebla y los árboles sombreados. Pero el camino
está vacío.
Delante de mí se extiende una extensión de hierba que corre hacia la negrura del mar. Un trozo de luz
de luna se asoma por debajo de la capa de nubes, bañando el paisaje de plata. El faro se erige como el
último pilar antes del borde del acantilado, la primera advertencia a los marineros de las rocas de
abajo. Me dirijo a casa y llego a la mitad del camino antes de hacer una pausa. Un fuerte viento sacude
los postigos cerrados de las ventanas de las casas cercanas; las ramas de los árboles se raspan unas
contra otras, las hojas susurran con la brisa. Después de un momento de indecisión, giro bruscamente
sobre mis talones y me dirijo a Dunmore.

Four Fathoms es uno de los edificios más antiguos de la isla. Es una taberna de fachada negra con
ventanas de vidrio empañado y pesadas puertas de roble, la luz se derrama sobre el umbral y da a la
calle. En el pasado, era un conocido escondite de delincuentes (asesinos y contrabandistas, piratas que
traficaban con mercancía ilegal), pero ahora se llena todas las noches con pescadores y trabajadores
portuarios del puerto. Abro la puerta, dejándome entrar junto con el frío.
El techo de vigas bajas y el piso de losas le dan al lugar una calidad cerrada. La barra es de madera
oscura y pulida, y los mástiles de los barcos están integrados en la estructura, que se dice que se
tomaron de los primeros barcos que desembarcaron. Un fuego arde en la chimenea empedrada,
iluminando la habitación con un cálido resplandor.
Junto a la barra, Warren Knox apaga los restos de su cigarrillo en un cenicero. Las sombras acentúan
las profundas líneas en las esquinas de sus ojos; tiene poco más de treinta, pero parece mayor. El mar y
las sirenas lo han envejecido. Mira en mi dirección y parece desconcertado al verme aquí en este lugar.
Solo puedo esperar que mi propia expresión no muestre mi incomodidad tan fácilmente.
–Señor. Knox –digo, tranquila y firme. –Estoy buscando a nuestro farero.
–Ah. Él está ahí.
Warren levanta la barbilla para indicar un lugar más adentro del pub, y yo asiento agradecida, ansiosa
por irme. Me doy cuenta de que esperaba encontrar a Jude Osric solo en un taburete de la barra,
bebiendo sus penas, pero me encuentro con lo contrario. Se sienta en una mesa llena de gente, con el
rostro sonrosado a la luz del fuego. Varios vasos vacíos ocupan espacio frente a él, y él sonríe de una
manera lejana y relajada, dejando en claro que ya está borracho. Se ríe, inclinándose hacia adelante, y
una punzada cruel de algo parecido a la envidia me golpea cerca del corazón.
Por reservado que sea, por tímido que sea, Jude nunca se ha distinguido. Le gusta pertenecer, y sabe
cómo hacerlo de una manera que parece que no puedo igualar. Reconozco a los demás en la mesa, por
supuesto. Gabriel Flint y Peter Atherton, Killian Riley y Hamish Tully. A medida que me acerco, es
Peter el primero en darse cuenta. Le da un codazo a Jude y le susurra al oído.
Jude mira a su alrededor. –Oh– dice al verme. Luego sonríe, pasando un brazo por encima del respaldo
de su silla. –Hola, Moira.
Todos los demás en la mesa parecen encontrar esto divertido. Se ríen disimuladamente en el dorso de
sus manos y les doy a todos una mirada cortante a cambio.
–Levántate, Jude– digo, poniendo una mano sobre la mesa.
Peter gesticula como si agitara mis palabras desde el aire. Sus ojos oscuros están vidriosos por la
bebida, pero puedo decir que todavía es lo suficientemente inteligente como para tener su ingenio
sobre él.
–Solo déjalo. Él está bien.
Jude se levanta de la mesa. Se apoya con una mano en el respaldo de la silla, como si fuera a
desplomarse sin ella. Miro a Peter.
–¿Bien? Bien, ¿verdad? Dime, ¿cómo se suponía que iba a llegar a casa así?
–Nos dijo que aparecerías eventualmente– interrumpe Flint. Inclina su vaso hacia mí. –Y aquí estás.
Jude deja escapar una risita antes de morderse la mano para sofocarla. Lo tomo del brazo y él barre su
gorra de la mesa, sosteniéndola en su puño. –Caballeros–. Se mueve para hacer una reverencia, pero lo
arrastro lejos, tirando de él hacia la puerta.
–Moira– dice, –sé que estás enojada. Lo sé, ¿de acuerdo?
Trago saliva. Salimos a la calle y, a esta hora, Dunmore se ha acomodado para pasar la noche. El
sonido del interior del pub se apaga cuando la puerta se cierra, y me quedo para estudiar a Jude bajo la
luz de la lámpara.
Se pone la gorra y mira hacia la puerta. Huele a whisky y humo. Bajamos un poco por los adoquines
antes de que diga: –me gustaría sentarme. ¿Podemos sentarnos? Estoy tan mareado–. Y se sienta justo
ahí, en la acera.
–Jude–. No tengo ninguna esperanza de levantarlo sin su cooperación.
Él entrecierra los ojos. –Creo que si no estuviera tan borracho, sabría qué decir para que no te enfades
tanto–. Palmea el suelo junto a él, sonriendo como si no pudiera evitarlo. –Ven, Moira. Ven y siéntate a
mi lado.
Me froto los ojos. Tomando asiento en la acera. –¿Por qué te fuiste así?– pregunto.
Su sonrisa se desliza cuando una sombra pasa por su rostro.
–No podía soportarlo, estar en esa casa–. Agachando la cabeza, presiona su frente contra su rodilla.
–Es mi culpa– susurra. –Es mi culpa que esté muerto.
–¿Connor?
–Estoy destinado a vigilar la costa. Estoy destinado a… si solo…
Presiono mis dedos en la tela de su abrigo. –No puedes culparte por su muerte. Es culpa del asesino,
de nadie más.
Jude se pasa una mano por la cara.
–Ay, Moira–. Mira hacia la noche, boquiabierto. –No fue mi intención ponerme así– dice, al borde de
un gemido. –Seguían comprándome bebidas. Fueron tan amables que no pude…
Mis ojos se estrechan. –¿Quién lo hizo?
Él sonríe, un gesto torcido. –Me gusta mucho que hayas venido a buscarme–. Aplana una mano en el
pavimento. –Me gusta Moira, ya sabes, te he echado mucho de menos.
–No he ido a ninguna parte.
–Sabes a lo que me refiero–. Se inclina hacia adelante, como si estuviéramos compartiendo secretos.
–Dejaste de venir de visita. Todavía estás… todavía te sientes lejos a veces.
Mi pulso hace tap-tap-tap como la lluvia contra un tejado.
Su boca se tuerce. No debería hablar. No sé, no sé lo que estoy diciendo.
–Vamos–. Me estiro, tomando su mano. –Vamos a llevarte a casa–.
Jude se levanta, tambaleándose, y agarra mi mano con fuerza. Lo conduzco desde las farolas y los
adoquines hasta el camino trillado sobre los páramos. Su equilibrio está completamente disparado; me
imagino que quienquiera que lo atiborró de alcohol pensó que era divertido. Jude no está en ese pub
todas las noches como el resto de ellos. Probablemente hicieron un juego de eso.
–¿Quién te compró bebidas?– pregunto una vez más.
–Oh, todos lo hicieron–. Él sonríe ampliamente. –«Sigue, Guardián», eso es lo que me dijeron.
Hago una mueca –¿De qué hablaste?
Se frota los ojos. –Seguían preguntándome cosas. Sobre… sobre estar en la cárcel y Connor y…
–¿Qué?– Mi pulso salta. –¿Qué pasa con Connor?
Jude hace una mueca. –Querían saber cómo lo encontré. Por qué la policía reabrió el caso–. Vacilando
en el camino, se tapa los ojos con una mano.
La irritación toca la parte superior de mi labio mientras lo dirijo directamente. –Jude Osric –gruño–
¿qué dijiste?
Me imagino a Jude divagando sobre nuestras sospechas para que cualquiera lo escuche, demasiado
borracho para mantener la boca cerrada. Perdiendo la paciencia, lo tomo por el cuello. –¿Quién fue?–
digo, tirando de él hacia abajo. ¿Quién preguntó por Connor?
Me mira fijamente. –Yo no…–. Se detiene. Un pequeño pliegue aparece entre sus cejas mientras
considera. –Quiero decir, fueron todos menos… Flint, creo. Él lo empezó.
Frunzo mis labios en una línea dura. –Muy bien.
Jude traga. Nuestros rostros están muy cerca ahora, su camisa suave bajo mis dedos. Lo suelto, doy un
paso atrás y me estiro una vez más para arreglar su cuello arrugado.
En la extensión de hierba detrás de él, veo una luz en la distancia. Alguien más cruzando los páramos
hacia nosotros, con la linterna balanceándose en la oscuridad. Dejo caer mis manos del cuello de Jude,
mirando la luz. Su lento vaivén es casi hipnótico, y el brillo se fortalece a medida que la persona se
acerca. Entonces sucede algo curioso: la luz se apaga.
Mi corazón tartamudea en mi pecho.
–Jude– susurro. –Jude, tenemos que salir del camino.
–¿Mmm?
Mira por encima del hombro. Lo agarro de la mano, tirando de él detrás de mí. Bajamos a trompicones
por la ladera, a través de la hierba mojada y los brezos, tropezando con esquisto suelto. La sangre se
precipita en mis oídos mientras jalo a Jude hacia abajo, los dos acostados inmóviles a lo largo de la
pendiente oscura.
–¿Qué diablos…?– comienza, pero le tapo la boca con una mano.
–Creo que alguien puede estar siguiéndonos–. Levanto un poco la cabeza, tratando de ver por encima
de la colina. –Simplemente apagaron su linterna.
De pronto me alegro de que no tengamos una linterna propia. Espero, deseando que Jude se mantenga
en silencio, escuchando el sonido de pasos. Por encima de nosotros, el extraño se acerca y giro mi
rostro hacia el hombro de Jude, mi mano aún presiona su boca. La persona continúa dando varios
pasos, antes de que los escuche detenerse y darse la vuelta. No me atrevo a moverme hasta mucho
después de que sus pasos se hayan retirado.
Me alejo de Jude, sentándome. Totalmente desconcertada, me limpio la suciedad del abrigo con manos
temblorosas. Cuando miro hacia atrás, Jude todavía está tirado en la hierba, observándome con los
ojos entrecerrados.
–Sabes…–. Me doy cuenta de que estoy levantando la voz y la bajo. –Sabes, me imagino que estarías un
poco más preocupado en este momento si no estuvieras en ese estado.
Él sonríe somnoliento. Me pregunto qué podría haber pasado si hubiera dejado a Jude tambaleándose
de regreso al faro solo. Habría sido muy fácil acercarse por detrás, sacar un cuchillo y cortarle la
garganta. Estirándose, me da una palmadita en el brazo de manera torpe y dice: –Está bien, Moira–.
Niego con la cabeza. No se sabe quién era el extraño. No pudo haber sido nadie importante y arrastré
a Jude hasta la mitad de una ladera por nada.
–Vamos, entonces,– digo, ofreciéndole mi mano. –Continuemos.
Comenzamos a subir la colina, caminando el resto del camino hasta el faro sin incidentes. En la puerta
de la cabaña del guardián, me dirijo a Jude. –¿Dónde está tu llave?
Hay una larga pausa, mientras Jude sin duda tiene que reconstruir la palabra –llave– antes de intentar
ubicar una en su persona. Saca la vieja llave maestra del bolsillo de su abrigo y me la pasa. Se siente
como un peso pesado en mi palma. Giro la llave dentro de la cerradura, pero no se abre.
–Es, tienes que apoyarte así– me dice Jude.
–Tienes una puerta de mala calidad –respondo, pero funciona y se abre chirriando en la entrada.
Enciendo una lámpara de aceite, y el brillo repentino me ofrece una mejor vista de él. Venas pintan de
rojo el blanco de sus ojos, los círculos debajo de ellos son oscuros como moretones. Le quito la gorra,
suavemente, su cabello se ve despeinado a la luz del pasillo.
–Ay, Jude.
Él sonríe, inseguro. –¿Sí?
Pero no hay palabras, creo, para lo que quiero decir. –Nada– murmuro. –Ven, vamos a llevarte a la
cama.
–Estoy cansado– concuerda Jude asintiendo.
Tomamos las escaleras hasta su dormitorio. Empujo la puerta y lo acomodo en la estrecha cama contra
la pared del fondo. El espacio está amueblado con sencillez y tiene una sensación de vacío. Jude
probablemente se duerma en la sala de vigilancia con más frecuencia que aquí. Le quito el abrigo y las
botas y lo cubro con las mantas.
–Gracias– susurra.
–De nada.
Justo cuando me alejo, él agarra mi muñeca. –Quedate.
–Jude…
–Por favor– dice, su voz pesada por el sueño. –Moira, quédate por favor–. Sus ojos ya comienzan a
cerrarse.
Me arrodillo, el dobladillo de mi vestido roza las tablas del suelo. El agarre de Jude en mi muñeca se
afloja cuando el sueño se apodera de él. Paso mis dedos por su cabello y él suspira, presionando su
cara contra la almohada.
Buenas noches, Jude.
Cuando me voy, cierro la puerta detrás de mí, comenzando el camino a casa.
Me cuelo en mi casa lo más silenciosamente posible, pero mi madre me espera en el salón. Ella deja su
tejido, y me detengo, incapaz de mirarla a los ojos.
–Moira– dice ella. Es muy diferente a la forma en que Jude dijo mi nombre hace menos de media hora.
–Madre –digo, imitando su tono.
La luz de la luna se filtra a través de una rendija en las cortinas y la habitación se vuelve incolora,
sombría y monótona. Me quito el abrigo y lo cuelgo en el perchero.
Mi madre dice: –¿Dónde has estado todo el día?–
–Visitando a los Sheahans– respondo, pensando que es la respuesta más segura.
Recoge su tejido de nuevo. –Con el Sr. Osric a cuestas, sin duda. Escuché que estabas en el puerto
cuando sonaron las alarmas.
Mis manos se cierran en puños, pero mi voz sale como nada más que un susurro. –Russell mató a dos
de ellas–. Tomo aire, tratando de no recordar la forma de su sonrisa. –Alguien le dio veneno de sirena.
–Sí, yo también escuché eso.
Descanso una palma contra la puerta. –La policía se lo llevó.
–Bueno, eso es algo, ¿no?
No tengo una respuesta para ella, y el suave clic de sus agujas llena el silencio. Pienso en Jude Osric,
dormido en el faro, cómo agarró mi muñeca y me pidió que me quedara.
Necesito mi violín. Quiero la certeza de mi agarre en el arco, tocar hasta que mis dedos estén en carne
viva. Necesito el sonido del mar por la noche, sus olas coronadas de blanco como un collar de perlas
en la oscuridad. Mientras me dirijo por el pasillo, todo lo que puedo ver en mi mente es la luz de la
linterna en los páramos. El balanceo inquietante de la misma, y el momento en que se oscureció.
Capítulo Quince

En las tempranas horas de la mañana, Dunmore es un foco de inercia. Camino por callejuelas aún más
desgastadas que las principales, encontrando consuelo en la quietud. La pálida luz del sol brilla sobre
las casas adosadas, las cortinas de encaje todavía corridas y las persianas cerradas.
Escondido entre las calles sinuosas se encuentra la iglesia abandonada de Dunmore. Es una estructura
pequeña, solitaria y olvidada, muy oscura y muy antigua.
El exterior de piedra se ha desgastado a lo largo de los años. Supongo que alguna vez había sido
hermoso, cuando sus murales pintados, ahora descoloridos y agrietados, brillando a la luz, y la
campana de su torre tocaba la hora. El campanario sigue en pie, pero la campana en sí fue retirada
hace mucho tiempo, a su nuevo hogar en St. Cecilia.
Esta iglesia no tiene nombre, o si lo tiene, nadie puede recordarlo.
Miro el tímpano sobre la puerta arqueada. Tallados en la piedra áspera hay un par de ángeles,
ahogándose en el mar, rostros erosionados por el tiempo. Sus alas están dobladas de formas extrañas,
extendidas a lo largo del arco.
Abro la puerta.
La promesa de Brendan de reunirse conmigo aquí es todo a lo que me aferré anoche. Cuando entro en
la nave de la iglesia, lo encuentro ya allí, sentado en el primer banco frente al altar. La luz se cuela en
el edificio a través de ventanas rotas y grietas en la piedra. Hace que las sombras sean más oscuras de
alguna manera, y me estremezco mientras camino por el pasillo.
Brendan Sheahan inclina la cabeza a modo de saludo cuando me siento a su lado.
–Buenos días, Moira.
–Hola.
Mira el púlpito polvoriento y yo sigo su mirada hasta una gran talla de madera incrustada en la pared.
Dos sirenas grabadas nos devuelven la mirada. Se paran en la costa, con los ojos muy abiertos y
mostrando los dientes, mientras un barco navega confiado en su dirección. Me hace preguntarme
cuánto tiempo han habitado las sirenas en las aguas de Twillengyle y cómo los lugares abandonados
siempre parecen tener más magia que otros.
–Es una peculiar reunión esta– dice Brendan, y a pesar de que estamos dentro de una iglesia, comienza
a fumar; enciende una cerilla y se recuesta contra el banco de madera. La punta de su cigarrillo es lo
más brillante de la habitación.
–Gracias, sin embargo– le digo, –por venir.
Exhala una nube de humo en el aire ya viciado. Lleva un jersey de punto trenzado, como el de Jude,
pero en lugar de que los puños estén deshilachados, están cubiertos de manchas oscuras. Aceite o
ceniza. También como Jude, Brendan tiene diecinueve años, pero lo recuerdo cuando tocaba su
tambor de marco en los bailes de verano, antes de dejarlo para pescar, los cigarrillos y el mar.
–¿Qué quieres, Moira?– pregunta.
–Para hablar de Connor.
–Ah–. Él sonríe, demasiado agudo para ser tomado como amable. –Por supuesto.
–Lo siento. Todo lo que estás pasando…
Brendan hace a un lado mis disculpas. –No lo sientas– dice. –No fuiste tú quien lo mató.
Miro mis manos, dobladas juntas en mi regazo. –Por favor, Brendan. Solo quiero entender lo que pasó.
El viejo banco cruje cuando Brendan se inclina hacia delante y apoya los codos en las rodillas. El
humo del cigarrillo se desplaza hacia el altar derrumbado.
–¿Lo viste? En la playa. ¿Estabas allí?– pregunta en voz baja.
No tengo el corazón para mentir, no sobre eso. Me mira, y asiento con la cabeza.
–Lo vi después. Cuando ellos... en su ataúd–. Él traga. Con el dorso de una mano, se frota los ojos.
–¿Cómo se veía en la arena?
Presiono mis labios juntos. El mar toma lo que quiere, y algunos dicen que aquellos que se llevan a las
sirenas son a los que el mar reclama. Connor quedó desangrado a la sombra del acantilado. Su sangre
había empapado su camisa, coloreando el oleaje, tiñendo de rojo la espuma.
–No fueron las sirenas las que nos quitaron a Connor.
Brendan emite un pequeño sonido ahogado y tira al suelo su cigarrillo aún encendido. Lo aplasta con
la punta de su bota, encendiendo inmediatamente otro.
–¿Que quieres saber?
Dejo escapar un suspiro tembloroso. –¿Por qué estaba Connor en la playa?
–No tengo la más mínima– dice. –Podría haber regresado a los muelles por alguna razón durante la
lluvia.
–Pero tú no crees eso.
Brendan exhala una bocanada de humo. –No. Nuestro Connor conocía el camino desde el puerto como
la palma de su mano. Podría haberlo hecho en la oscuridad.
Asiento con la cabeza, entendiendo. Los isleños necesitan brújulas para nuestras colinas y caminos
poco más de lo que uno podría necesitar una brújula en su propia casa.
–¿Crees qué podría haber visto a alguien? ¿O qué alguien lo llevó allí?
–Cuidado, Moira–. Brendan sonríe. –Estás empezando a sonar como tu padre.
Mi ceño se frunce. Miro las sirenas talladas en la pared de la iglesia. Sus bocas están abiertas de par en
par, revelando dientes de astillas de madera dentadas. Brendan se aclara la garganta y su voz es áspera
mientras continúa. –La gente siempre pensó que tenía un pie en el mar. Dirán lo mismo de ti si sigues
así.
Lo miro: otra sombra oscura entre los escombros de la iglesia.
–No me trates con condescendencia, Brendan Sheahan.
–Entonces no me interrogues–. Su cigarrillo arde en rojo en la penumbra, y veo más ceniza caer al
suelo. –Estás buscando algo que no está ahí. Esto... esto fueron las sirenas, son las culpables–. Hace
una pausa. –Así son ellas– dice, más tranquilo.
Siento una soledad repentina, sentada junto a Brendan, en los bancos de una iglesia olvidada hace
mucho tiempo. Me duele el corazón por cosas que están más allá de mi alcance, por algo que ni
siquiera podría nombrar. Algo que simplemente quiero.
Enderezándome, paso una mano por la parte delantera de mi abrigo. –Gracias de nuevo– digo, aunque
no sé por qué le estoy agradeciendo. Hablar con Brendan me ha dejado más insegura que antes.
Él sonríe. –No tengo nada más que hacer. Ni siquiera he vuelto a los muelles todavía.
Su voz suena extraña en este lugar, haciendo eco en las paredes de piedra. El aire aquí está cargado de
humo y polvo, magia y tiempo.
Doy un paso hacia él, con la mano extendida, y dudo. No sé qué puedo decirle a este chico. Brendan
Sheahan, quien habló como si sus propias palabras no le dolieran.
–Solo quiero ayudar– digo finalmente. Sin esperar respuesta, emprendo el camino de regreso a través
de la nave sombreada. Justo cuando llego a la puerta, escucho el encendido de un fósforo en la
oscuridad.
Hay momentos, breves momentos, en los que pienso en Twillengyle como una balanza que se
equilibra cuidadosamente entre la bondad y la crueldad. Pero ahora, tal vez por primera vez, me
pregunto si la balanza alguna vez se inclinó.
Y si lo hizo, de qué lado se inclina ahora.
Capítulo Dieciséis

Después de mi cita con Brendan, me dirijo hacia el faro, pero de alguna manera termino en el viejo
pozo. Está en un pequeño patio junto a St. Cecilia, lejos de las tiendas y los puestos que abarrotan la
calle principal.
Aquí nunca viene nadie.
La mayoría dice que está impregnado por los espíritus de los muertos de antaño, pero sé que la
verdadera razón por la que todos evitan el pozo es por la historia de sirenas que se le atribuye. El
cuento se cuenta a los niños a la hora de acostarse, o se susurra entre un círculo de amigos al borde de
un desafío.
Se dice que hace décadas un isleño llegó a este pozo a buscar agua. A veces se llama Ian, otras veces es
Isaac, pero según todos los informes, era muy pobre y solitario, un alma harapienta arrojada al
margen.
Así que llega a este pozo, deja caer su balde y comienza a levantarlo de nuevo. Solo cuando lo hace,
escucha una voz, hermosa y resonante, proveniente de las profundidades. Piensa que es alguien
atrapado, pero no lo es, todos saben que no lo es, y el hombre mira por la borda.
Vuelve a llamar a la voz, y la voz responde con una canción. Es el sonido más hermoso que jamás haya
escuchado; el hombre apenas se da cuenta cuando la sirena surge de la oscuridad y arrastra sus garras
por su piel. Ella lo lleva al pozo y no se lo vuelve a ver jamás.
Así que nadie lo usa, porque después de tantos años, puede que todavía haya una sirena esperando
dentro.
Tampoco es que lo use, pero siempre me ha gustado venir aquí. Junto al pozo hay un banco de piedra,
resguardado bajo las ramas de un fresno. Barro algunas hojas secas de la piedra y me siento.
No muy lejos, escucho personas, sus voces y pasos llevados por el viento. Pero no hay nadie a la vista.
Si lo hubiera, solo me mirarían de forma extraña, preguntándose qué estoy haciendo tan cerca de un
pozo embrujado por sirenas. O tal vez no. Después de todo, soy la hija de mi padre.
Las palabras de Brendan resuenan en mí.
«La gente siempre pensó que tenía un pie en el mar. Dirán lo mismo de ti si sigues así».
Gavin Alexander a menudo fue visto como extraño. La gente no entendía por qué no podía dejar las
cosas en paz, sin darse cuenta de que mi padre esperaba mejorar la isla con su investigación. Sabía de
los peligros, pero también sabía que las sirenas pertenecían a nuestras aguas. Solo puedo imaginar lo
que pensaría sobre un isleño tratando de incriminarlas por sus propias fechorías.
Veo una hoja revolotear hasta el borde del pozo mientras le doy vueltas al caso en mi mente. Siempre
llego a las mismas preguntas. ¿Por qué alguien mataría a Connor? ¿Por qué incriminar a las sirenas?
Si había algo que ganar al matarlo, no podía empezar a adivinar el qué.
Jude finalmente me encuentra. Como siempre lo hace. Cuando llega al banco, se quita la gorra y se
detiene frente a mí. Se ve pulcro y brillante, pero sus ojos todavía tienen ese brillo vidrioso que habla
de su dolor de cabeza.
–No estabas en casa– dice en voz baja.
–¿Entonces pensaste que deambularía por Dunmore toda la mañana?
Él se estremece. –Moira–, dice, –estoy tan...
–Hiciste una tontería anoche, Jude Osric–. Mirando hacia otro lado, fijo mi mirada en las hojas que
caen del fresno. Un viento fuerte sopla desde el mar, cargado de sal. El frío se cuela a través de mi
cuello y mis huesos.
–Vine a disculparme–. Jude da un paso adelante, bajando la mirada. –Sé que fue desconsiderado de mi
parte, y solo puedo esperar que no haya sido una gran molestia.
–¿Quieres decirme que no te acuerdas?–
Se frota la nuca. –Recuerdo lo suficiente–. Él se sonroja. –Ojalá no me hubieras visto de esa manera.
Barro más hojas del banco y palmeo el espacio a mi lado. Jude mira el pozo antes de tomar asiento.
–¿Por qué vienes aquí?– pregunta lastimeramente, apoyando las manos en la piedra.
Esta no es la primera vez que me encuentra junto al pozo.

El cementerio es un mar de personas vestidas con trajes y vestidos oscuros, guantes negros y velos de encaje.
Salgo corriendo por las puertas, la hierba mojada se desliza bajo mis pies, y Jude corre detrás de mí. Me
acurruco al lado del pozo de piedra, mis manos presionan mis ojos.
–No digas que todo está bien –susurro. –No lo digas–.
Jude permanece en silencio por un momento. Luego, con una voz tan tranquila como la mía, dice: –Por
supuesto que no lo esta.
Me abraza, y parece tan mucho mayor, mucho más amable, tanto de todo lo que yo no soy. Lloro en su hombro,
y Jude no dice una palabra al respecto.

–Me encontré con Brendan Sheahan– digo, removiendo mis pies contra el suelo.
Jude deja escapar un suspiro. –¿Qué tenía que decir?
–No sabe qué estaba haciendo Connor ahí abajo. O cualquier otra cosa en realidad. No pude obtener
muchas respuestas de él.
Observo la mano de Jude deslizarse de un lado a otro sobre la piedra. Su mirada se fija en la base del
pozo. –¿Qué hay de la persona que viste anoche? ¿El que nos seguía?– Me mira, estudiando mi rostro.
–¿O soñé eso?
–No. Eso fue bastante real–. Trago, recordando el terror en mi corazón mientras tiraba de Jude por la
ladera. –Aunque si nos estaban siguiendo, si era realmente el asesino de Connor, no puedo decirlo.
Jude se estremece. –Dios–, dice. –Esperaba que fuera una pesadilla–. Se levanta abruptamente, para
comenzar a caminar de un lado a otro. –Todo el tiempo no fui de ayuda en absoluto. Moira,
perdóname. Si nos seguían, era porque me escucharon hablar. Yo debería…
–Oh no, siéntate. No hay nada que hacer al respecto–. Enrollo mis dedos alrededor del borde del banco
mientras Jude vuelve a sentarse. Lo hace con cuidado, su expresión contrita.
–Te perdono, Jude. Sé que no eras tú mismo– le digo, mirándolo a los ojos.
Toma una de mis manos, sosteniéndolas entre nosotros. Con los ojos bajos, solo veo el borde de sus
pestañas oscuras contra sus mejillas. –Nunca me lo hubiera perdonado a mí mismo– dice, –si te
sucediera algún daño.
Lo miro por un momento, sin palabras. Su tacto es cálido y sólido, sus palmas endurecidas por callos.
Un instante después se aleja de mí, volviendo su mirada al pozo.
–Deberíamos hablar sobre nuestros sospechosos– dice, con una calidad un tanto desigual en su voz.
–Los que estaban cerca del puerto.
–De acuerdo, si vamos a creer que el asesino estuvo en los páramos anoche, no puede ser tu tío,
¿verdad?
Jude duda, pareciendo sopesar sus palabras.
–Tú mismo dijiste que podría no haber sido el asesino.
–El verano pasado, antes de que se fuera, mi tío y yo tuvimos una pelea.
–Ya veo.
Espero, pero él no parece ansioso por ampliar la respuesta. –¿Eso es suficiente para sospechar de él
por asesinato?– pregunta.
Jude retuerce sus manos, mirando hacia el fresno. –Quizás– dice, con voz suave.
Más secretos.
Cierro los ojos, tratando de centrarme. No veo cuánto tiempo más podemos seguir así. Jude ya habló
de eso, anoche, sus palabras arrastradas pero veraces.
«Todavía te sientes lejos a veces».
Me pregunto si se da cuenta de que también siento la distancia.
–Tengo que dar clases particulares hoy– le informo.
Él se gira hacia mí. En este ángulo, sus ojos brillan de color ámbar a la luz. –¿Quién?
–Eve Maddox.
Jude se frota la boca, contemplativo. –¿Y la investigación?
–Bueno, Eve tiene más o menos la edad de Connor. Quizás ella sepa algo. Si Connor planeaba
encontrarse con alguien en la playa, podría habérselo dicho a sus amigos con anticipación.
Jude suspira. –Eso no es lo que quise decir, pero está bien–. Presiona la base de una mano contra su
sien. –Supongo que tengo trabajo que hacer.
–¿Cómo qué?
–Necesito limpiar el faro, y la chimenea. Debería empezar también con el informe mensual. Daugherty
me arrancará la cabeza si me retraso.
Juntando mis manos en mi regazo, me imagino a Jude llamando a mi puerta antes: su abrigo
desabrochado, las bolsas pesadas debajo de sus ojos. ¿Había salido corriendo del faro? ¿Pensó que lo
había abandonado después de lo de anoche?
Mi corazón se siente retorcido en nudos.
Una brisa repentina azota las hojas cerca de nosotros en una ráfaga de rojo, marrón y amarillo. Miro
hacia el pozo. –Será mejor que me vaya –digo. –Eve estará esperando.
–¿Te veré en misa mañana?–. Lo expresa como una pregunta. Siempre nos hemos visto en la iglesia;
No sé por qué este domingo sería diferente.
Asiento con la cabeza. –Por supuesto.
Mi respuesta parece tranquilizarlo. Me pongo de pie, cruzo los brazos sobre mi abrigo y me acerco al
pozo. Coloco mis manos sobre la piedra húmeda, mirando por encima del borde. Las algas rodean el
interior, bloques de piedra dando vueltas en la oscuridad.
–Moira– dice Jude. Hay un leve rastro de ansiedad en su voz.
Alejándome del pozo, me doy la vuelta. –Deberías haber sido marinero– le digo. –Tan supersticioso.
–El hecho de que no puedas ver algo– dice sombríamente, –no significa que no esté allí.
Esas palabras hicieron eco en mi. Twillengyle parece plagado de secretos y verdades a medias, cosas
vistas y nunca olvidadas del todo.
Salimos juntos del bosque, dejando atrás el pozo.

La abuela de Eve es la que abre la puerta cuando llego. Agarro el estuche de mi violín con fuerza
mientras ella me mira. Lleva un chal fino sobre los hombros y una expresión irritada en el rostro.
–Llegas tarde, querida– dice ella.
–Lo siento.
–Te está esperando en el jardín.
Asiento con la cabeza enérgicamente y me dirijo a un lado de la casa. La puerta ya está abierta y entro
a un pequeño y desordenado patio. Macetas vacías y ladrillos sueltos se alinean en los bordes,
herramientas de jardinería apiladas contra un cobertizo en ruinas. Eve Maddox está sentada en un
banco de madera, su cabello castaño está trenzado en una sola trenza y atado con una cinta. Su violín
está colocado en su regazo.
–Buenas tardes, señorita Alexander, dice ella, sonriendo.
–Siento mucho llegar tarde– digo, dejando mi estuche de violín junto al de ella en el banco y le hago
señas para que se levante.
–¿Dónde estabas?
–En ningún lugar del que debas preocuparte– le digo.
Eve abre los cierres de su estuche y observo mientras colofonia su lazo. –¿Has estado practicando?
–Sí. Hice escalas ayer.
Tomo su violín en mis manos. Tocando las cuerdas, empiezo a afinarlo para ella. Eve no tiene el oído
natural para la entonación que tenía Connor, al menos no todavía. Le he dado clases durante casi dos
meses y, mientras practica, está distraída: sueña despierta con la música en lugar de concentrarse en la
composición que tiene entre manos.
–¿Probaste la pieza que te di?
Eve hace una mueca mientras gira el arco de un lado a otro. –Sí, pero es increíblemente aburrida,
señorita. ¿Cuándo puedo tocar algo más rápido?
–Una vez que mejores– le digo.
Coloca el violín sobre su hombro, buscando mi aprobación mientras sostiene el arco justo por encima
de las cuerdas.
Extiendo la mano para tirar de su codo izquierdo más lejos de su costado antes de decir: –Bien. Ahora,
repasemos la escala de A mayor; entonces puedes mostrarme cómo estás tocando esa pieza.
–¿Escuchaste sobre Russell Hendry?– dice Eve, sin moverse.
–Estuve ahí.
Las palabras escapan de mi boca sin pensar. No quiero hablar de esto; no sirve de nada hablar de eso.
Russell está bajo custodia policial y las sirenas están muertas. Todo por Connor Sheahan, enterrado en
el frío suelo.
Muerto, muerto, muerto.
Mi corazón late con la verdad de ello.
–Creo que es horrible– dice Eve, –lo que hizo. Las sirenas solo estaban haciendo lo que es natural para
ellas, no deberían tener que ser castigadas por eso.
La estudio, con la cabeza inclinada, perpleja ante este reflejo de mi yo más joven.
–Todavía podrían haber lastimado a alguien en el muelle, Eve.
–No si tenían hierro en ellos. ¿No es para eso para lo que son todos esos amuletos? Para mantener
alejadas a las sirenas.
Eve parece seria ahora. Su postura de violinista se ha deshecho: el arco fláccido a su lado, su agarre
demasiado apretado en el cuello.
Con sus preguntas resonando en mis oídos, trato de sonreír.
–Sí, para eso están– le digo. –Y es lo que el Sr. Hendry debería haber usado.
–Pero no lo hizo– dice Eve en voz baja.
–No–. Tomo su mano inclinada en la mía, reorganizándola sobre las cuerdas. –Es por eso que obtendrá
una larga sentencia.
Se las arregla para tocar media escala antes de hacer otra pregunta.
–¿Estabas con el Sr. Osric antes?
Hago una pausa, los ojos entrecerrados. –¿Por qué preguntas?
Ella agacha la cabeza, mordiéndose el labio inferior. Por un largo momento ella no responde. Hasta
que, finalmente, dice: –Por ningun motivo.
No sé qué decir a eso. Le doy una mirada curiosa, sabiendo que debe haber una razón, y estoy algo
molesta porque no me lo ofrece libremente.
–Termina la escala, por favor.
Esta vez Eve parece castigada. Repasa la escala desde el principio, lenta, cuidadosa, concentrada, antes
de pasar a la pieza que le di para practicar.
Connor había tocado la misma composición el año pasado. Busco el recuerdo, el sonido de su violín
cuando tocó esa primera nota, y mi pecho se contrae al darme cuenta de que no puedo. La música se
distorsiona, el pasado y el presente se vuelven uno. La melodía de Eve borra las finas distinciones que
formaban la de Connor.
Termina la pieza, ligeramente desafinada, a veces estridente, y lleva el violín a su lado.
–¿Cómo estuvo eso, señorita?
–Es una mejora. Todavía necesitas trabajar para tocar más lento.
Eve asiente y espero que se tome las palabras en serio.
Me siento en el pequeño banco del jardín. Eve Maddox sigue mi ejemplo, moviendo su estuche de
violín para colocarlo en su lugar. Se vuelve hacia mí, expectante.
–Ahora– le digo, –ya que me ha hecho tus preguntas, ¿podrías responder a una de las mías?
–¿Qué es?
–Connor Sheahan–. Observo que su expresión cambia, se vuelve solemne. ¿Sabes si le dijo algo a
alguien? ¿Ese día? ¿Quizás el por qué iba a la playa?
Eve sostiene mi mirada. Sus ojos son muy oscuros y muy jóvenes. Ha visto los horrores de esta isla
solo a la distancia de un brazo, aún no lo suficientemente cerca como para tocarlos.
–Angus Llewellyn me dijo que Connor dijo que sabía algo– susurra Eve. –Dijo que era secreto.
–¿Connor le dijo esto a Angus?
–Sí señorita. Dijo que tenía que encontrarse con alguien después de ayudar a su padre en el puerto.
Hace una pausa, mirando su violín. –Obviamente, las sirenas lo alcanzaron primero.
Tomando aire, cierro los ojos. Apoyo las manos en el banco para que dejen de temblar.
–¿Le has dicho a alguien más?– pregunto, mirando hacia atrás.
Eve niega con la cabeza.
–Nadie más ha preguntado–. Un mechón de su cabello se suelta de su trenza y ella lo acomoda detrás
de su oreja. –Pero, señorita, debería saber…
–¿Qué?
–Wick. El Sr. Osric. Connor quería hablar con él antes de que... –ella traga– no sé si tuvo la
oportunidad de hacerlo.
Mi mente corre. –¿Dijo por qué?
–No– dice ella en voz baja. –No a mí de todos modos.
Siento mi piel enrojecer, luego se enfría. ¿Para qué habría querido Connor hablar con Jude?
Hay tanto que no sé. Cada vez que me siento cerca de atar un solo hilo, todo parece desmoronarse en
mis manos.
–Bien– replico. –Me aseguraré de decirle–. Me pongo de pie, agarrando mi estuche de violín. –Si
practicas esa pieza un poco más, te traeré algo más rápido en la próxima lección. Y recuerda hacer tus
escalas.
–Siempre lo hago– dice Eve, indignada.
–Como deberías.
Entro en la casa para avisarle a su abuela que me voy, y luego vuelvo al camino de regreso a casa. Es
una caminata corta, sin tiempo suficiente para poner mis pensamientos en orden. Así que, en lugar de
eso, atravieso otro sendero y me dirijo a los páramos.
El faro aparece a la vista, rayas de óxido recorren sus espirales azules y blancos. Camino hasta el borde
del acantilado, donde la hierba está irregular y seca, un poco de valla vieja colocada a lo largo del
peñasco para marcar la caída.
Mis dedos están entumecidos mientras desabrocho los cierres de mi estuche.
Me pregunto si Jude me ve.
La música zumba en mi pecho, mi pulso cobra vida mientras coloco el violín debajo de mi barbilla.
Toco hasta que me quedo vacía, irreflexiva, descarnada como el aire salado.
Hasta que todo lo que puedo oír es el mar.
Capítulo Diecisiete

Ha llovido durante la noche, así que los adoquines que conducen a Saint Cecilia están suaves y
resbaladizos bajo los pies. Camino con mi madre por las calles mientras la campana de la torre da la
hora. El interior de la iglesia es cálido, un respiro de la humedad de la mañana, pero también
sofocante, cerrado, con tantos isleños ya presentes. Llegamos cinco minutos antes y no hay un solo
banco vacío a la vista.
Uno poco más atrás está Jude Osric, sentado donde suele hacerlo. Después de algunos perdones y
disculpas, llego al final del banco. Jude se ajusta el abrigo y la gorra y yo me siento a su lado. Mi madre
se sienta a mi otro lado, inclinándose hacia adelante para intercambiar saludos silenciosos con Jude.
Nos arrodillamos y cierro los ojos, con las manos cruzadas sobre el borde desgastado del banco de
enfrente. Su familiaridad calma mis nervios, una reparación imperfecta de todo lo que me ha sacudido
la semana pasada.
–Hablé con Eve sobre Connor– le susurro a Jude al oído cuando me siento.
Él asiente, extendiendo una mano sobre su rodilla.
–Ella dijo que planeaba encontrarse con alguien en la playa.
Los ojos de Jude se desvían hacia el altar delante de nosotros. –No sé si deberías estar discutiendo el
asesinato mientras estamos en la iglesia.
Le frunzo el ceño antes de dirigir mis ojos hacia los otros bancos. Busco a Warren Knox y lo encuentro
al otro lado del pasillo. Es fornido y de hombros anchos, y viste su mejor ropa de domingo. No me
impide imaginar lo peor de él. Podría haberle dado esas latas a Russell, podría haber llevado a Connor
por el acantilado y cortarle la garganta.
–¿Pasa algo?– murmura Jude a mi lado. Su frente está arrugada por la preocupación.
Trago saliva y niego con la cabeza, pero mi conversación con Eve sigue ocupando un lugar destacado
en mis pensamientos. Connor tenía palabras para Jude Osric, y necesito decírselo.
Jude parece dispuesto a decir algo más, pero sea lo que sea lo interrumpe el sonido del coro. Todos se
ponen de pie y comienza la misa. Es conexión a tierra, las canciones y los movimientos que siguen en
especie. Me arrodillo una vez más y pienso en mi padre. Me pregunto si este agujero en mi corazón se
desvanecerá alguna vez, si alguna vez podré soportarlo sin sentirme tan miserable.
Los ojos de Jude todavía están cerrados cuando abro los míos. Lo observo, contemplando por qué reza.
No es un pensamiento que deba tener, un lugar en el que no debo entrometerme. Se sienta, con el ceño
fruncido, y yo desvío la mirada.
Cuando termina el servicio, Jude y yo caminamos detrás de mi madre, siguiendo el flujo de personas
que salen a la calle. Parpadeo bajo la nublada luz del sol. Jude raspa una hoja seca con su bota.
Por lo general, después de la misa, Jude se dirige al cementerio para visitar la tumba de su familia. Lo
he visto allí cuando me he quedado por ahí y he visto la forma cuidadosa en que quita los escombros
de la lápida, cómo se sienta durante unos minutos y luego coloca la mano sobre el concreto a modo de
despedida.
Mi madre comienza a charlar con varias mujeres cercanas y aprovecho la oportunidad para agarrar a
Jude por la manga.
–Vuelve con nosotras– le digo.
Él mira mi mano en su brazo. –¿Por qué?
–Quiero revisar los libros de mi padre. Creo que podrían ayudar con la investigación.
–He visto los libros de tu padre, Moira. Están llenos de cuentos de sirenas.
–Y son las sirenas las que la policía parece dispuesta a condenar. Dos ya han sufrido a raíz de la
muerte de Connor.
Encuentro la mirada de Jude y la sostengo. –Valen la pena echarles un vistazo.
Él me da la más mínima inclinación de cabeza a cambio. –Muy bien.
Mi madre se vuelve hacia nosotros y arquea las cejas.
–Invité a Jude, si te parece bien. Vamos a echar un vistazo al baúl de papá– le digo.
Por un momento ella me mira, ojos oscuros buscando mi rostro. No puedo adivinar lo que está
pensando, y la oscuridad me aguijonea hasta el punto de la frustración. Pero cuando mira a Jude, lo
hace con una sonrisa.
–Sabe que siempre es bienvenido, Sr. Osric.
Jude inclina la cabeza, sus mejillas sonrojadas. En ese instante, vuelve a ser el niño pequeño que
plantó flores junto a mí en nuestro jardín, hizo rodar canicas por el piso de nuestra cocina. Él y mi
madre mantienen una corriente de charla trivial mientras nos dirigimos a casa. Dejo que su
conversación me inunde, distraída hasta que me doy cuenta de que esta es la primera visita real de
Jude desde el día del funeral de mi padre. Pasamos un grupo de árboles, y el techo de tejas aparece a la
vista, luego persianas verdes, revestimiento blanco impecable. Mi madre abre la puerta y pasamos a la
entrada.
Jude cuelga su abrigo de lana y su gorro en uno de los ganchos de la pared. La línea de tela contra
nuestro papel tapiz es toda una imagen, el abrigo de Jude cuelga como si perteneciera allí.
Mi madre desaparece en la cocina y conduzco a Jude por el pasillo hasta el salón. Está repleto de
muebles: un sofá raído y sillas extrañas, mesas auxiliares y un viejo piano polvoriento. Las pinturas
cubren las paredes y una alfombra con ganchos oscurece el piso de madera. Jude mira el espacio como
si fuera nuevo para él, o como si estuviera tratando de encontrar alguna diferencia por todos sus años
de su ausencia, pero esta de la misma forma que siempre.
Es peculiar pensar que debe tener tantos recuerdos aquí como yo en el faro.
Los libros de mi padre se guardan en un gran baúl escondido entre la pared y el escritorio. Una placa
estampada lleva su nombre: GAVIN ALEXANDER.
Adentro hay grandes volúmenes encuadernados en cuero que ocupan la mayor parte del espacio
interior, diarios y trozos de papel sueltos abarrotan los huecos. Jude se acomoda en la alfombra
mientras yo empiezo a sacar volúmenes. Tomando el más alto de la pila, lo abre.
–Tomará un tiempo ordenar todo esto– dice. –¿Qué estamos buscando exactamente?
Numerosas partes de este asesinato no tienen sentido para mí, pero la culpa falsa aún menos. El
asesino podría haberse deshecho del cuerpo de Connor en el mar o enterrarlo en el remoto norte de la
isla. En cambio, orquestaron todo para reflejar las muertes de sirenas.
–Querían que lo encontraran– digo, y miro a Jude. –Tal vez no sea importante quién fue asesinado, sino
que alguien lo fue. El asesino podría haber incriminado a las sirenas para socavar la prohibición,
probablemente la misma persona le haya dado a Russell esas latas de veneno. Es posible que quieran
que el Consejo vuelva a tomar medidas contra la población de sirenas.
La mirada de cae de nuevo en el libro en sus manos. –Eso es horrible, Moira–. Lo dice como si yo no
supiera que lo era.
–Es un asesinato– respondo. –¿Qué pensaste que sería?
Jude no me mira a los ojos. Hojea las gruesas y amarillentas páginas, pero su mente parece estar en
otra parte.
–Esa noche en el pub– comienza, –dije… les dije que pensabas que Connor había sido asesinado, pero
no asesinado por mí.
Presiono las puntas de mis dedos contra el baúl de mi padre. Puedo oír la sangre corriendo en mis
oídos.
–¿Qué?– susurro.
Se pellizca el puente de la nariz. –No estaba en mi sano juicio.
–Gabriel Flint podría habernos seguido desde el pub esa noche. También había visto a Warren Knox
allí.
Observo como Jude frunce el ceño ante eso.
–No lo sé, Moira– dice finalmente. –Una parte de mí ni siquiera quiere imaginárselo.
–¿Preferirías que fuera otra persona?
–Eso no es lo que quise decir.
Bajo la mirada y tiro de un hilo desgastado de la alfombra. –Eve mencionó otra cosa–. Levanto la vista
para encontrarme con su mirada. –Dijo que Connor deseaba hablar contigo. ¿Él lo hizo…?– vacilo.
–¿Pasó por el faro?
Una larga pausa se extiende entre nosotros. Después de lo que parece una eternidad, Jude da vueltas a
mis palabras como si no las entendiera del todo.
–¿Hablar conmigo?– pregunta.
–Sí.
Su mirada está inquieta.
–Ella dijo que Connor sabía algo. Algo secreto.
Ante eso, Jude palidece, pero sigue sin decir nada.
–¿Jude?
–¿Qué tipo de secreto?– pregunta, mirando hacia atrás.
–Eve no lo sabía–. Inclino la cabeza hacia un lado. –Podría haber ido a contárselo a quienquiera que
haya conocido en la playa. Tal vez a alguien no le gustaba que él supiera lo que sabía.
Jude se sienta muy quieto, la línea de su boca apretada. Los tictacs del reloj de pie en la esquina se
convierten en lo más ruidoso de la habitación.
–No lo hizo– dice al fin. Su voz es cruda y áspera. –Él no vino al faro.
Es tan obvio que está ocultando algo, así que me inclino a presionarlo, sin embargo, su expresión me
impide hacerlo.
No he visto a Jude con este aspecto desde el día que vio los cuerpos de su familia. Se había parado
entre la multitud en la playa, ceniciento e inmóvil, con el mismo terror hasta los huesos en sus ojos.
En ese entonces mi padre lo tomó por el hombro y lo apartó.
«No mires».
La única manera que se me ocurre para remediarlo ahora es seguir adelante por completo.
–Está bien– digo, y pretendo no notar el suspiro de alivio que sisea entre sus dientes.
Metiendo una mano en el baúl, saco un diario de cuero. Está descolorido, rígido cuando lo abro, la
letra de mi padre es familiar y reconfortante. Una inscripción marca la primera página, una vieja rima
isleña.
Un destello de plateado bajo el mar,
el suave canto de una sirena.
Ausente de color, ausente de claridad,
ausente de todo lo que en vida conocerás.
Cierra el pestillo y mira el vaivén de olas,
las sirenas cantarán conmigo esta noche.
Mi padre y Llyr Osric extendían grandes mapas de Twillengyle, anotaban cosas en cuadernos,
caminaban por los páramos sin importar el clima. Recuerdo mirarlos, preguntándome tantas cosas,
con una pequeña mano presionada contra la ventana de vidrio.
Jude debe estar siguiendo mi hilo de pensamientos. Algo de color ha vuelto a sus mejillas y se tiende
en la alfombra.
–Nos estamos volviendo como ellos– dice, mirando al techo. –Esto... esto es algo que harían.
Estudio su expresión mientras habla, pero no parece complacido ni perturbado por la idea.
Mordiéndome el labio, apilo más libros entre nosotros. Tengo mucho cuidado de no tocar el que Jude
no debe abrir, la carta entre sus páginas transmite lo que él no debe saber.
Debería quemarlo de verdad. Debería haberlo hecho hace años, en el mismo momento en que lo
encontré, pero la idea de destruir otra parte más de la familia de Jude es una tarea que no puedo
soportar fácilmente. Puede que no tenga corazón en muchos aspectos, pero mi sangre no es tan fría.
Jude se pone de pie de repente, sus ojos en la puerta. Me giro para seguir su mirada. Mi madre está
allí, con la mano en el marco, su delantal espolvoreado con harina.
–Me preguntaba si te quedarías a cenar, Wick– dice ella.
–Vaya– Jude me mira, retorciéndose las manos. –Yo no…
–Deberías– digo. Sé en qué debe consistir la dieta de Jude: pescado, avena y galletas. Probablemente
han pasado años desde que comió una comida adecuada.
–Está bien– nos dice a mí y a mi madre, –gracias.
Pasamos las próximas horas estudiando detenidamente el contenido del baúl. La mayoría de los
papeles son cartas, registros de cuándo y dónde desembarcaron las sirenas. Hay extraños símbolos de
navegación al lado de los párrafos de descripción. Se los señalo a Jude.
–¿Conoces estos?
Entrecierra los ojos ante un patrón de triángulos agrupados.
–Son señales de peligro. Ese es para las corrientes de resaca–. Toca otro cerca del fondo. –Este es para
naufragios hundidos.
–¿Hay alguno para sirenas?
Jude estudia la página antes de tocar un símbolo en la esquina superior. Es un círculo punteado
alrededor de una pequeña S.
–Para las sirenas– dice.
Hay muchas historias de cómo surgieron las sirenas. Sus orígenes oscilan de una teoría a otra, todas
ellas conjeturas. Algunos piensan que alguna vez fueron mujeres ordinarias, sobrevivientes de
naufragios, o aquellas que fueron empujadas fuera de los barcos para ahogarse, a quienes el mar
acogió, transformándolas en armas elegantes y hermosas. La mayoría cree que las sirenas son
criaturas en sí mismas, con la música como señuelo y los dientes como anzuelos.
Cualquiera que sea la verdad, son como magia casera: una parte arraigada de la isla, escurridiza como
el humo.
–Moira– llama mi madre desde la cocina, –ven a poner la mesa para nuestro invitado.
Me levanto y miro a Jude. Las puntas de sus orejas se ponen rojas. Abre la boca y la cierra, antes de
volver a bajar la mirada al gráfico que sostiene.
Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que puse nuestra mesa para tres. Los amigos de mi
madre vienen a llamar en las horas de la mañana, generalmente para llevarla a la ciudad. Es una cena
para dos, siempre, en casa de las Alexander. Sin embargo, cuando Jude se sienta en el lugar que he
preparado para él, siento ese cambio. Algo cambiando. Agua subiendo hacia la marea alta.
Mi madre, por su parte, ha cocinado una cantidad considerable de alimentos. Es más extravagante que
lo que normalmente comemos los domingos, y sé que lo ha hecho solo por Jude. Busco algo burlón que
decir al respecto, pero termino mordiéndome la lengua. No sería justo de mi parte poner a Jude Osric
en medio de una discusión. Y a medida que avanza la cena, se presentan y discuten todos los temas de
los que se puede hablar. Es uno de nuestros mayores talentos como isleños: hablar de nada durante
tanto tiempo.
Jude menciona cómo el Consejo planea instalar un teléfono en el faro.
–Oh, eso sería novedoso, ¿no?– dice mi madre.
Él asiente con la cabeza.
–Creo que es ridículo– digo. –¿De qué sirve un teléfono cuando nadie más en la isla tiene uno? ¿A
quién llamarías?
Jude empuja la comida en su plato, con el ceño fruncido.
–También pondrán uno en la comisaría. Y en el ayuntamiento. Es para emergencias.
Arrugo mi nariz hacia él. Una sonrisa atraviesa su molestia, y creo que se reiría si mi madre no
estuviera presente.
Una vez que terminamos, mi madre apila todos los platos en el mostrador. Jude se levanta para ayudar,
pero mi madre solo lo observa, con esa mirada que reconozco como la que ella usaba cuando éramos
jóvenes y hacíamos algo que le disgustaba. Se vuelve a sentar a la mesa sin decir una palabra, solo para
juguetear con el borde del mantel.
–Puedes tomar prestados algunos de esos libros, si quieres– le digo a Jude mientras seco los platos.
Aplana su mano sobre el mantel, alisando las arrugas. –Okay.
De vuelta en el salón, ordenamos los diarios y los gráficos que quedan esparcidos sobre la alfombra.
Jude recoge algunos libros en sus brazos, los lleva a la puerta y los deja para ponerse el abrigo y la
gorra. Mi madre sale de la cocina en ese instante.
–Gracias por recibirme, señora Alexander. Fue encantador– dice, asintiendo con la cabeza.
–Cuando quieras, querido– dice ella.
Se detiene en el escalón de la entrada.
–¿Paso mañana?– pregunto, curvando mis dedos alrededor del pomo de la puerta.
Él asiente, cambiando su agarre en los libros que lleva. –Sí– dice. –Es decir, si quieres.
Sonrío. –Buenas noches, Jude.
–Buenas noches.
Se pone en marcha por la pasarela, y yo cierro la puerta, girandome para mirar a mi madre.
Bajo la luz de la lámpara, sus ojos destellan con un brillo oscuro.
–Ese niño se está volviendo como su padre– dice, doblando un paño de cocina en sus manos.
Es un eco involuntario de las palabras anteriores de Jude. «Nos estamos volviendo como ellos».
Aunque siento que mi madre implica algo completamente diferente.
–¿Qué quieres decir con eso?– pregunto, apoyándome en la mesa.
–Solo una observación, Moira–. Dobla otra paño y lo coloca sobre la encimera. –Esperaba que algo de
su sensatez se te contagiara.
La miro, esperando que pueda ver las dagas en mis ojos. –¿Crees que soy una mala influencia?
Mira por la ventana el cielo plomizo. –Ese faro estaba cayendo en el abandono antes de que muriera
Llyr Osric– dice con voz suave. –Incluso se habló de destituirlo del cargo. Tu padre llenó su cabeza con
nociones fantasiosas de las sirenas, lo hizo curioso, excitable. Los dos juntos estaban más preocupados
por el pasado que por el presente; la magia de Twillengyle sobre sus realidades.
Trago saliva, sin saber qué decir. Mi madre habla como si la magia y la realidad de esta isla estuvieran
separadas, sin darse cuenta de que son iguales.
–Tu padre era encantador como el canto de una sirena cuando le convenía– continúa. –La forma en
que hablaba, y sonreía, y reía. Podía hacer que la gente se olvidara de sí misma, de sus
responsabilidades–. Mi madre me mira entonces, como si quisiera ver dentro de mi alma. –Te enseñó
cosas que la mayoría de los padres no suelen enseñar a sus hijas. Querías saberlo todo, y él te quería
por eso.
–Los padres están destinados a amar a sus hijas– digo con rigidez.
–Él podía verse a sí mismo en ti–. Ella hace una pausa. –Y estás desviando a otro Osric de su trabajo,
tal como lo hizo tu padre.
–Estás equivocada– le digo. –Eso no es lo que estoy tratando de hacer.
–Tal vez no es tu intención– dice ella. –Pero lo haces.
Me alejo de la mesa. Bajo su mirada, siento dudas y precariedad, cosas que nunca sentí en la compañía
de Jude, pero que resurgen rápidamente con una palabra de mi madre.
Me provoca una sensación amarga en la boca del estómago.
–Me voy a la cama– le digo, aunque el sol aún no se ha puesto, y escapo por el pasillo antes de que
pueda decir algo más. Una vez que llego a mi dormitorio, hago un nido con mis mantas. Quiero
recordar la sonrisa de Jude en la cena, pero mi mente está llena del sonido de la voz de mi madre,
pronunciando palabras que no deseo escuchar.
Ya sé que no soy apta para ser amiga de Jude Osric. Le he mentido, le he ocultado cosas, aislandome
en el proceso. El pasado todavía nos acecha, pendiendo sobre nosotros como la punta de un cuchillo
sobre nuestras cabezas. He guardado los secretos de nuestros padres, pero no somos como ellos.
Somos Moira y Jude, nada más y nada menos que eso.
Cualesquiera que sean las decisiones que tomemos, serán solo nuestras.
Capítulo Dieciocho

Arrullada por el silencio, en la oscuridad, me quedo dormida antes de que caiga la noche, y cuando me
despierto, todavía está oscuro, pero no tan silencioso. Algo golpea contra mi ventana, tres golpes
cortos.
Me siento en la cama, todavía nublada por el sueño. Las sombras envuelven la habitación, pero la luz
del amanecer comienza a filtrarse en mi habitación. Creo que tal vez soñé los ojos, pero ahí están de
nuevo, inflexibles, más de tres esta vez, como si alguien quisiera que lo dejase entrar.
Cautelosa, salgo de debajo de las mantas y trato de mirar a través de las cortinas de encaje, pero todo
lo que veo son destellos de mi propio reflejo en el cristal. Con un suspiro, maldiciendo la noche, abro
las cortinas, tiro el pestillo y abro la ventana.
Jude Osric está fuera.
Me pregunto si esto es realmente un sueño. Aunque no creo que soñaría que Jude se viera así. Sostiene
una linterna en alto, proyectando su rostro a la luz de la lámpara. Sus rizos están alborotados por el
viento sin su gorra, sus ojos están ensombrecidos por el resplandor de la linterna. En la oscuridad, hay
algo salvaje en él, una intensidad en las líneas de su expresión.
–Pensé en esperar hasta la mañana– dice, –pero esto no puede esperar.
Incluso su voz es extraña. Baja y silencioso, con un trasfondo duro.
–¿Qué es?– le susurro.
Extiende una mano, insistente. –Por favor, Moira.
Me enderezo en el alféizar de la ventana, los nervios crujiendo bajo mi piel. Estoy, de inmediato, muy
despierta. –Está bien– digo. –Solo déjame... déjame vestirme.
Cierro la ventana y me dirijo a mi guardarropa, me pongo medias y botas, un vestido y mi chaqueta de
punto. Me recojo el pelo y coloco un anillo de hierro en mi bolsillo. Estoy a punto de levantar la
ventana de nuevo, cuando corro hacia atrás, agarro un bolígrafo de mi escritorio y escribo una nota
para mi madre.
Jude ofrece su mano mientras trepo por la cornisa. No creo que sepa cuántas veces he hecho esto sin
su ayuda. Salto al césped, sacudiéndome el polvo de las manos.
–¿De qué trata esto?
–Te mostraré– dice. –Vamos.
Caminamos en dirección al faro, el cielo sobre nosotros es de un gris azulado moteado. Me
estremezco, encorvandome de hombros para protegerme del frío y esperando en vano a que se me
estabilice el pulso.
No es propio de Jude mantenerme en la oscuridad de esta manera. Sea lo que sea lo que quiera revelar,
debe ser terrible, como para tenerlo en mi ventana antes del amanecer. Mientras caminamos, saca su
reloj de bolsillo, mira la hora y frota su pulgar sobre la esfera antes de guardarlo.
Al llegar a la cabaña del guardián, Jude me entrega la linterna. Sus dedos tiemblan mientras abre la
puerta, su rostro palidece cuando la abre. Apago la luz de la linterna y la dejo sobre su escritorio en el
pasillo. Cuando miro hacia atrás, Jude está inmóvil en la puerta, con los ojos desenfocados como
cuando la policía vino a arrestarlo. Muerdo mi labio inferior entre mis dientes.
–Jude –digo en voz baja. –¿Qué ocurre?
Su ceño se frunce. No me mira a los ojos, sino que se une a mí en el escritorio. Abriendo uno de los
cajones, saca una hoja de papel. Está doblada, arrugada y, como en los sueños, sé lo que es.
Me lo ofrece. –Deberías leer esto.
Como si no lo hubiera leído cien veces.
Agarro el papel. La carta es de dos caras. Es como parte de una conversación, una sección cortada de
una partitura más larga. El primero es un mensaje de mi padre, llamando a Llyr por el nombre que
solía usar, el que ahora pertenece a Jude.

Wick,
creo que si vas sin hierro, tendrás una mejor oportunidad.
De lo contrario, las sirenas desconfiarán del barco.
Lo hice ayer y es bastante seguro, si estás pensando en llevarte a Pearl y Emmeline.
–Gavin

Y en el reverso, Llyr había escrito su respuesta:

Sacaré el barco mañana si hace buen tiempo.


Jude sabe lo suficiente como para mantener la luz durante unas horas.
Le gustará tener el lugar para él solo, pero avísale si nos retrasamos, ¿quieres?
–L
Es su última pieza de correspondencia. Quiero borrar desesperadamente las palabras de mi mente, el
conocimiento de que mi padre envió a los Osric a la muerte ese día. No fue un percance extraño,
ninguna coincidencia. Llyr se quedó sin los medios para protegerse a sí mismo y a su familia,
renunciando al hierro porque mi padre se lo aconsejó, porque mi padre le dijo que era seguro.
¿Cómo lo encontró Jude? La carta no estaba en uno de los volúmenes que tomó prestados. No lo había
sacado del maletero.
Levanto mis ojos hacia él.
–¿Como obtuviste esto?
Coloca una mano en la pared de yeso. –Estaba en uno de los libros de tu padre– dice. –Tú... era todo lo
que quedaba en el maletero, así que yo.
–Así que lo abriste–. Mi respiración se vuelve superficial. –Lo abriste y tomaste lo que encontraste.
Me mira raro.
–Era la letra de mi padre, Moira. No me digas que tú no habrías hecho lo mismo…–. Su mano cae de la
pared, sus ojos revolotean sobre mi cara. –Sabías sobre esto.
Inclino la cabeza, los hombros encorvados.
–Sólo después del funeral, el funeral de mi padre. Lo encontré ordenando sus cosas.
Cuando aventuro una mirada en dirección a Jude, es como si alguien hubiera encendido una cerilla.
No parece perdido como la noche de la muerte de Connor, ni vacío como cuando lo acusé de asesinato.
Arrebata la carta, la sostiene contra su pecho, y la ira abrasadora en sus ojos es algo salido de mis
pesadillas.
–¡Eso fue hace cuatro años!– grita. –Todo este tiempo, tú... no tenías derecho.
–Sabi… sabía que te enfadarías.
–¿No debería?–. Su rostro se arruga. Aprieta la carta con fuerza contra la pechera de su camisa, como
si esperara que la tinta se derramara en su corazón. –Es por eso que nunca me visitaste, ¿no es así?
Porque me estabas ocultando esto.

El día que las sirenas se llevaron a su familia, Jude pasó la noche en nuestra casa. Mi padre lo llevó al
salón y, aunque me habían mandado a la cama, volví sigilosamente por el pasillo para espiar desde la
puerta.
Jude se sentó en el sofá junto a la chimenea. Una taza de té humeaba sobre la mesa frente a él, pero no
la tocó. Se quedó mirando el fuego que ardía en la chimenea, con una manta de lana envuelta
alrededor de sus delgados hombros.
–Quiero tomar un bote tan pronto como amanezca. Si puedo encontrar algo… me gustaría tener algo
para enterrar.
Su voz era tan plana, tan hueca, que me asustó.
En la silla frente a él, mi padre se inclinó hacia adelante. Parecía agotado a la luz del fuego, como si
hubiera envejecido una década en un día.
–No seré yo quien te impida llegar al puerto, pero no es necesario que estés allí. Hay muchos otros
hombres para manejar esto. Yo manejaré esto.
Jude no respondió durante un largo rato. Cuando lo hizo, simplemente repitió: –Me gustaría tener
algo para enterrar.
–Sí– dijo mi padre. El fuego crepitaba en el hogar, la madera chamuscada se movía. –Sí, lo sé.
Me estremecí desde donde me escondí detrás del aparador. Sabía que me estaba entrometiendo en
asuntos privados, asuntos del dolor de Jude, pero no podía encontrar la voluntad para moverme.
Mientras observaba, Jude se volvió hacia mi padre.
–No quiero quedarme dormido– dijo.
–¿Quieres que me quede contigo?
–Sí–. La voz de Jude se quebró, a medio camino de un sollozo. –No quiero estar solo.

En el vestíbulo de la cabaña, me rodeo con los brazos. Mantuve este secreto por temor a que Jude
culpara a mi padre, lo culpara, sin importar el hecho de que esto era lo que hacían nuestros padres.
Todo era fascinación y ningún miedo cuando se trataba de perseguir sirenas.
–Solía quedarme despierto por la noche, preguntándome cómo pudo haber sucedido–. Jude palidece
notablemente. –Nunca pude descifrarlo. No se me ocurrió, ¿sabes?, que podrían haber salido sin nada
de hierro.
Bajo los ojos, las lágrimas nublan mi visión. –Jude…
–Tu padre… él solo–. El resto de sus palabras parecen quedar atrapadas en su garganta. Hace una
pausa, tomando aire. –Deberías habérmelo dicho. Me merecía saberlo.
Levanto la vista para ver que su mirada ha regresado a la carta. Se aferra a ella como si pudiera
desaparecer en cualquier momento, sus manos rojas y agrietadas contra la página.
Pensar que ayer mismo consideré quemarla.
–¿Qué puedo hacer?– pregunto. –Cómo puedo…? ¿Cómo puedo arreglar esto?
Él niega con la cabeza. –Esto no es algo que puedas arreglar, Moira.
No me atrevo a moverme. Sus palabras se sienten como una puerta cerrándose, como un barco
saliendo del puerto. El pánico hace que mi corazón lata el doble de rápido.
–¿Qué significa eso?
Cuando no dice nada, escondo mis manos en los bolsillos de mi chaqueta, mordiéndome el labio.
–El asesino de Connor todavía anda por ahí. Todavía no hemos cuestionado…
–Suficiente–. Cierra los ojos. –Necesito estar solo.
Trato de mantener mi voz regular. –¿Por cuánto tiempo?
Él mira, incrédulo, y deseo desaparecer debajo de las tablas del piso. Más que nada quiero estar lejos
de aquí, en los acantilados, con el violín en la mano y el aire salado llenando mis pulmones. Me muevo
hacia la puerta, levanto el pestillo.
–Me iré, entonces.
Jude permanece en silencio, pero alza su mirada justo cuando salgo. Por un segundo, por un latido,
nuestros ojos se encuentran, antes de que cierre la puerta detrás de mí.

Llego al puerto antes de que los pescadores partan por la mañana. Todavía es temprano y lo
suficientemente oscuro para usar linternas; las pequeñas luces atraviesan los muelles mientras los
hombres preparan sus botes con nasas y redes de arrastre. El sol aún no ha aparecido, pero el cielo se
aclara cada minuto que pasa, el horizonte se tiñe de amarillo pálido.
Bajando por el muelle principal, busco a Gabriel Flint. No está en el muelle; en cambio, lo encuentro
recogiendo cuerdas en el cobertizo para botes. El edificio es antiguo, hecho de revestimiento de
madera y arcos abiertos, la madera desteñida por el sol. El interior huele igual que el exterior, como a
algas, pescado y salmuera. Redes cuelgan de las vigas y nasas para langostas están apiladas contra las
paredes.
Flint finge no verme hasta que estoy demasiado cerca para ignorarlo.
–Tengo palabras para ti– le digo.
–Bueno, mal momento, Moira. Estoy ocupado.
La paciencia es una virtud que nunca he tenido en abundancia, y ciertamente no tengo espacio para
ella ahora. Mientras tira la cuerda sobre su hombro, la agarro.
–Lo que hiciste con Jude Osric fue despreciable. Sabes muy bien que él no bebe.
–No lo vi teniendo problemas con eso– dice, tirando la cuerda de mi agarre. –¿De todos modos, qué te
concierne?– pregunta.
–Él me dijo lo que te contó a ti. Sobre Connor–. Me cruzo de brazos –¿Cuál es tu interés?
–Solo curiosidad– dice, sonriendo. –Supongo que piensas que eso es un crimen de mi parte.
Mis labios se curvan. Se echa la gorra hacia atrás, se da la vuelta y se dirige a la fila de barcos que aún
están anclados en sus amarres. Había interrogado a Jude esa noche y obtenido respuestas. Sabe que
creo que Connor fue asesinado, pero cuando navegamos a Lochlan, no pareció oponerse a la idea. Al
menos cuando Jude estaba dispuesto a tomar la culpa por ello.
Salgo del cobertizo para botes, pisándole los talones a Flint en un instante. –¿Qué crees que harán con
Russell Hendry?– pregunto.
Me dedica una mirada. –Escuché que lo mantendrán encerrado hasta el juicio–.
Todavía no puedo comprender qué llevó a Russell a verter ese veneno en el mar. ¿Realmente tenía tan
poco interés en su libertad? ¿Estaba tan furioso por la muerte de Connor? Podría haber sido
coaccionado, tal vez, chantajeado. Hay cualquier número de posibilidades, pero quiero más que
posibilidades. Quiero hechos y pruebas contundentes, todos alineados frente a mí. Quiero respuestas.
–Y no sé de dónde sacó esas latas, antes de que preguntes– dice Flint.
–¿Sabes dónde puedo encontrar a Warren Knox?– pregunto en cambio.
Levanta una ceja, perplejo, pero asiente hacia los botes. –Se pondrá en marcha, como todos.
Camino en esa dirección, mis botas repiqueteando contra la madera podrida del muelle. Los hombres
se vuelven para mirarme, haciendo una pausa en su trabajo, las arrugas alrededor de sus ojos se
arrugan. Algunos de ellos, de la generación anterior, tienden a guardar palos de serbal en los bolsillos
de sus monos junto con los clavos de hierro que tienen para protegerse. Ellos son los que se dedicaron
al deporte sangriento en el pasado. Creo que les preocupa que las sirenas puedan oler esa sangre en
sus manos y deseen algo a cambio.
Las últimas trampas para langostas están apiladas en cubierta. Las tripulaciones comienzan a soltar
sus amarras. Veo a Warren Knox en un bote con media docena de otros hombres y me apresuro a
llamarlo.
–No debería estar aquí abajo, señorita Alexander– dice de forma amistosa, pero sé dónde no me
quieren. Últimamente, es un buen número de lugares. El puerto, la comisaría, el faro. Sólo los que
están en el salón de baile parecen necesitar mi presencia, o mejor dicho, necesitan mis dedos en las
cuerdas de violín y mi mano alrededor de un arco.
–Quería preguntarte sobre Connor– digo.
La expresión de Warren se nubla. Él no dice nada en absoluto, ignorándome mientras alguien le pasa
la línea de popa.
No puedo hacer nada más que mirar mientras se alejan del muelle. La niebla de la mañana roza el
agua, las olas se convierten en espuma. El bote de Warren sale del puerto y yo me doy la vuelta para
regresar al acantilado.
Una vez que llego a los páramos, mi mirada se desplaza infaliblemente hacia el faro. Aparto los ojos y
me reprendo en silencio. Debería alegrarme por Jude Osric. Ahora él está libre de mi yo traicionero.
Ma arranco el abrigo en cuanto llego a casa.
Tengo otros asuntos que atender y, aunque se siente como eones desde que me desperté con Jude
parado en mi ventana, todavía es el amanecer de ese día. Deslizando mis manos en los bolsillos de mi
abrigo, mis dedos tocan un trozo de papel. Lo saco, lo despliego y me doy cuenta de lo que es.
Es la nota que me dejó cuando pasé la noche en la cabaña del guardián. Una nota que guardé y de la
que rápidamente me olvidé. Me lo imagino escribiéndola, llevándola por el pasillo, deslizándola por
debajo de la puerta de la habitación de invitados.
«Buenos días, Moira».
Arrugo el papel en mi puño.
Capítulo Diecinueve

Catriona Finley parece desconcertada y exasperada al verme de nuevo en su escritorio. –¿Cuál es la


naturaleza de su visita esta vez, señorita Alexander?
En el otro lado de la habitación, dos caballeros se sientan, conversando en voz baja. Por el rabillo del
ojo, capto a la pareja mirando en mi dirección. Me giro completamente para mirarlos hasta que miran
deliberadamente a otra parte.
–Estoy aquí para ver a Russell Hendry– le digo a Catriona.
–Él no ha sido puesto en prisión preventiva para que lo acoses.
–No estoy aquí para acosarlo– aclaro, poniendo un poco de acero en mi voz.
Vuelve su atención a su máquina de escribir
–Puedo darte una hora con él si accede a verte.
Mi boca se curva en una media sonrisa. –Estaría muy agradecida.
Un oficial me escolta a las celdas como cuando vine a visitar a Jude. Camino por el pasillo ahora
familiar, nerviosa por esa familiaridad. Es peor cuando me doy cuenta de que Russell ha sido colocado
en la misma celda. Se sienta en la cama de madera, recostado contra la pared. Puedo imaginar a Jude
sentado en la esquina como antes, el recuerdo imprimiendo en la realidad hasta que lo veo allí, con la
cabeza agachada, una rodilla en el pecho.
Ese fantasma de Jude Osric levanta la vista para sostener mi mirada.
En la cama, Russell se cruza de brazos. Un fragmento de luz solar entra por la ventana enrejada,
dibujando líneas sobre su rostro pálido. Me mira de tal manera que mis manos se cierran en puños.
–¿Qué quieres, Moira?
–Hablar.
Aparta la mirada, con los ojos entrecerrados. –¿Ah, sí?
Enseño los dientes como hizo él en el puerto. Cuando su atención se desliza de nuevo hacia mí, lo
nivelo con una mirada furiosa. –Dime dónde conseguiste ese veneno de sirena.
–Te dije en el muelle que no era asunto tuyo.
–No era asunto tuyo matar a dos sirenas– le espeto. –Pero fuiste y lo hiciste de todos modos.
Se agarra al borde de la cama. –Escuché que le hiciste una visita a Wick aquí– dice.
Yo trago. Por alguna razón, las palabras me retuercen el estómago y me aceleran el pulso. Esa imagen
fantasmal de Jude todavía está presionada contra la pared. Me observa, esperando mi respuesta.
–Es verdad– respondo.
–Ya veo– Russell se frota la barba en la barbilla. –Ningún ser humano mató a Connor, Moira. Es
nuestra sangre la que está en el mar, pero no somos nosotros quienes la derramamos. Esas sirenas nos
sacarán de esta roca si se lo permitimos.
Mis entrañas se revuelven. –Hemos derramado más de su sangre que la nuestra.
–No voy a discutir contigo sobre esto– espera él. –Sé cómo eres. Cómo era tu padre. Muy pronto
organizarán partidas de caza, y será mejor que te mantengas fuera del camino.
Me imagino los barcos saliendo con arpones y venenos, regresando con cuerpos de sirena
amontonados en cubierta. Yo era tan joven cuando eran cazadas; lo ocurrido parece más cercano al
mito que el aquí y el ahora.
El miedo me atrapa en sus garras. ¿Cómo podría tocar música en los acantilados mientras otros
afilaba sus cuchillos al mismo tiempo? ¿Cómo podría vender pasteles en el puesto de mi madre
mientras los compradores pregonaban collares ensartados con dientes de sirena?
–¿Quién te dio esas latas?– insisto.
Sentado con la espalda recta, Russell se pasa una mano por el pelo. Sus ojos se fijan en el suelo, su
perfil se divide entre la sombra y la luz.
Más allá del corredor de la cárcel, una puerta se abre de golpe como un trueno. El sonido hace que mi
corazón lata con fuerza, y vuelvo la cabeza hacia él. Las voces resuenan desde el vestíbulo, subiendo de
volumen.
Me retiro sin decir una palabra más.
Cuando abro la puerta, mis labios se separan, la vista frente a mí me eriza el cabello en la nuca.
Jude Osric está de pie en el centro de la habitación.
Al principio creo que es otra aparición, pero no, este es el verdadero Jude, de carne y hueso,
respirando con dificultad como si hubiera corrido por los páramos. Es evidente que salió del faro a
toda prisa. No usa abrigo ni sombrero, su camisa de trabajo está enrollada hasta los codos y le falta un
botón al frente. Una veta de ceniza marca la curva de su mandíbula.
–Moira–, exclama, tomándome por los hombros con los ojos muy abiertos. –¿Estás bien?
Le frunzo el ceño. –¿Cómo sabías que estaba aquí?
Mira a su alrededor, las cejas juntas. –Yo... yo recibí una nota. Decía... que habías sido arrestada–. Su
mirada regresa a mi cara. Inhala, exhala. –Ya veo... ahora veo que ese no es el caso.
–No–. Una sensación de inquietud se apodera de mi columna vertebral. –Solo vine a hablar con
Russell.
Jude da un paso atrás, su expresión ahora refleja mi confusión. Observo cómo se mueve su nuez de
Adán mientras traga, y la inquietud que siento se transmuta en algo parecido al pavor.
¿Por qué alguien le dejaría a Jude una nota como esa? Deliberadamente falsa, tan fácil de exponer, a
menos que supieran que él correría como resultado. A menos que solo quisieran que se fuera.
El entumecimiento se filtra a través de mi piel, a través de mis huesos, hasta la médula misma.
–Jude– digo, –creo que deberíamos volver al faro.

Atravesamos las calles del pueblo y los páramos en doloroso silencio. Recuperado de su miedo inicial,
Jude parece recordar lo que pasó entre nosotros. Mete las manos en los bolsillos de los pantalones, sus
ojos en el suelo. El viento se levanta, liberando mechones de cabello de mi moño, y densas nubes se
acumulan sobre nosotros, predispuestas a la lluvia.
–El tiempo está cambiando –digo.
–Sí– dice Jude, sin levantar la vista.
Es mi único intento de charla trivial.
El faro se cierne adelante, austero ante el cielo gris. Jude acelera el paso, luego trota, vertiginoso.
Corro tras él. Se detiene en el camino, mira fijamente la puerta de la cabaña y levanta una mano para
taparse la boca.
Tajos profundos estropean la madera en un patrón entrecruzado. Acercándose, Jude presiona sus
dedos contra ellos. Hace un sonido débil y angustiado y saca su llave maestra de su bolsillo, las manos
temblando mientras intenta abrir la cerradura. Se abre con un clic y la puerta se balancea hacia
adentro. Un trozo de papel doblado yace en la entrada, como si se hubiera deslizado por la ranura del
correo. Jude lo recoge y lo examina. Sus ojos se abren.
–Moira– se ahoga. – Moira.
Tomo el papel de sus manos. En él solo están escritas tres palabras.
«Deja de buscar».
El asesino de Connor estuvo aquí hoy, hace unos momentos. Miro a mi alrededor, medio esperando
verlo en la distancia, como cuando vi esa figura caminando hacia nosotros en los páramos. En cambio,
mi mirada se fija en otra cosa. Parte del jardín de Jude es apenas visible desde aquí. Veo brotes verdes
en el suelo oscuro, junto a un palo acanalado de madera pulida. –¿Qué es eso ahí?– pregunto.
Jude pone su mirada en donde yo señalo. Su boca se tuerce hacia abajo en los bordes. Nos dirigimos
juntos, y él se arrodilla, sacando el objeto.
La hoja del cuchillo está sucia y manchada de marrón. Podría ser suciedad, pero la mancha en el acero
se parece más a la sangre. Jude mira fijamente, congelado. Pasa otro momento antes de que
desenrosque los dedos del mango y el cuchillo caiga con un ruido sordo.
–En mi jardín– susurra.
Me agacho a su lado.
–Están tratando de asustarnos. Eso bien podría ser sangre animal.
Jude no parece escucharme.
–Pusieron esto en mi jardín– dice, y empuja sus dedos en la tierra, tratando de encontrar algo más. Su
respiración se vuelve superficial, irregular en los bordes.
La ira se enrosca a mi alrededor. Alguien envió a Jude para que pudieran allanar su casa, dejando un
cuchillo ensangrentado para que lo encontrara. Cuanto más pienso en ello, más furiosa me vuelvo.
–Nos están observando– jadea Jude. –Ellos saben…
–Respira, Jude. Sólo respira.
Lo hace, cerrando los ojos con fuerza. Pasan los minutos y después de un rato dice: –No puedo tener
esto. Necesito... Si la policía alguna vez...
Cojo el cuchillo. El mango está cálido por el sol en mi agarre, el borde de la hoja todavía se ve lo
suficientemente afilada como para cortar. Los ojos de Jude se lanzan a mi cara.
–¿Qué estás haciendo?
Me encuentro con su mirada. –Me desharé de él.
Él niega con la cabeza. –No te pediré eso.
Cuando extiende una mano para agarrar el cuchillo, mis dedos se aprietan alrededor de él.
–No hace falta que lo pidas– digo en voz baja. –Déjame hacerlo.
Jude lo considera. Su expresión es grave, sus ojos tan oscuros que veo mi propio reflejo en ellos.
Finalmente, asiente y vuelve a poner su mano en el suelo.
El cuchillo cabe perfectamente en el bolsillo de mi abrigo.
Al despedirme, miro hacia la playa. Las olas rompen cuando besan la orilla, el agua azul negruzca e
interminable, extendiéndose hasta el infinito.
Yo no traigo el cuchillo al mar.
En cambio, camino por la ladera y la entierro bajo los brezos. Si salva a Jude de hacer algo tan
espantoso, me alegraré por la suciedad debajo de mis uñas.
No hay señales de nadie mientras excavo, pero me siento observada todo el tiempo. Estamos atrapados
entre el principio y el final, corriendo para encontrarnos con lo que nos espera. Mi sangre canta en
mis oídos.
Estoy tan, tan lista.
Capítulo Veinte

El salón de baile en Dunmore es un gran espacio abierto, hecho de madera reluciente y candelabros
elevados. Las ventanas se alinean en las paredes, altas y arqueadas, alcanzando las vigas. Me abro paso
a lo largo de la habitación, los tacones de mis botas repiqueteando contra las tablas del suelo.
Han pasado dos años desde la última vez que estuve aquí. Dos años desde la última vez que subí al
escenario, tomé mi violín y toqué para una multitud de personas. Hay huecos en el suelo, marcas
negras, de todas las noches que isleños y turistas llenaron el vacío. Es un esfuerzo borrar esos
recuerdos, de mi padre tocando en el escenario, de la mano de Jude en la mía mientras dábamos
vueltas, bailando juntos, pero tengo práctica en apagar tales cavilaciones.
Al lado del escenario hay una puerta a la trastienda. No tiene cerradura, pero golpeo la madera con los
nudillos antes de entrar.
El interior es tal como lo recuerdo: pequeño, estrecho, lamentablemente desordenado. El polvo cubre
todas las superficies, desde el equipo del escenario hasta el piano empujado contra la esquina trasera.
Una lámpara de aceite arde encima del escritorio. Detrás, Peter Atherton se sienta, mirando la
partitura. Cuando levanta la vista, su mandíbula se afloja.
–Moira–. Deja sus papeles para colocar sus manos planas sobre el escritorio. –Por favor, dime que has
vuelto.
Me inclino sobre el borde del escritorio. –No me parece.
Se mueve, reclinándose hacia atrás, ahora mirándome con algo parecido a la sospecha. A los veinte
años, es el mayor de nosotros, el que trata de mantener todo junto en mi ausencia.
Sólo siento un poco de pena por él.
–¿Entonces, porque estas aqui?– pregunta.
Pasando mis dedos por el escritorio, observo las líneas hechas a través del polvo.
–Me preguntaba si Flint estuvo ayer en el ensayo.
Salí del puerto sin verlo partir. Si no hubiera salido, habría tenido tiempo de dejar una nota en el faro,
y si no se hubiera presentado al ensayo, podría haber plantado ese cuchillo en el jardín de Jude. Había
un cuchillo manchado de manera similar en su bote; ahora desearía haberlo visto mejor.
–Ayer no tuvimos ensayo– dice Peter. –Lo sabrías si volvieras con nosotros.
Aprieto los dientes. –¿Por qué no lo tuvieron?
Se encoge de hombros, apartando la mirada. –Bree se sentía mal. Lo hemos movido para más tarde
esta noche, si deseas asistir.
Incluso si quisiera, no estoy segura de saber cómo regresar. Me he acostumbrado a tocar con el viento,
por encima del rugido de las olas, sin reconocimiento ni aplausos. Pero en el salón, mi violín
acompañaba a otros instrumentos, dándole capas a una canción. La gente esperaba mi música, la
escuchaba, bailaba las melodías que yo interpretaba.
–Sé que todavía estás enojado con él– dice Peter.
–Y contigo– le ladro.
–Han pasado dos años, Moira–. Levanta una mano, con la palma hacia arriba. –Seguramente tu orgullo
ya se ha recuperado.
Presiono mis labios delgados.
–Flint me insultó.
–Se disculpó.
–Solo después de que lo exigí. Solo después de que no dijeras nada al respecto.
Peter se frota la frente y cierra los ojos por un momento. –Fue una mala noche– dice.
Eso es cierto. La recuerdo hasta la fecha, ya que fue el día anterior al aniversario de la muerte de mi
padre. Estaba de mal humor, como tal, y después de tratar con una multitud de turistas en su mayoría,
todos fueron un poco cortantes entre sí. Una vez que Peter, Flint y yo fuimos los últimos músicos en la
trastienda, Flint lo discutió conmigo.
–Tercera figura del conjunto– dijo. –No creas que no me di cuenta cuando llegaste tarde.
Resoplé mientras abría mi estuche, colocando mi violín dentro.
–Y no puedes comenzar un carrete como ese de la nada–. Me tomó del brazo, mi mano todavía
agarraba mi arco. –Puede que te sorprenda, pero no eres la única que está ahí arriba.
Peter dejó de juguetear con la caña del cantor el tiempo suficiente para mirar en nuestra dirección.
–Flint– fue lo único que dijo.
Flint no le prestó atención. Agarrando mi arco, lo sostuvo como si fuera a partirlo por la mitad.
Lo miré directamente a los ojos. –Devuélveme eso.
Y él hizo. Inmediatamente después de ofrecer una sonrisa alegre y partir la madera en dos.
Salí sin intención de volver a tocar en el salón. Ahora estoy frente al escritorio de Peter, contemplando
esa misma idea.
Si debo estar al tanto de Gabriel Flint, esta es la mejor manera de hacerlo.
Miro a través de la puerta abierta hacia el tramo de suelo más allá.
–Ven este fin de semana, los isleños llegarán cuando se ponga el sol. El lugar se llenará de música,
taconeo, parejas girando, riendo, besándose.
Observo a Peter. –¿A qué hora esta noche?– pregunto.

Cuando entro al salón por segunda vez ese día, es con mi estuche de violín en la mano. Lo agarro con
fuerza mientras camino hacia el escenario. Ahí está Peter con su gaita, Flint con su flauta. Bree Cairns
está con ellos, observándome mientras me acerco.
–¿Por qué has vuelto?– pregunta, más curiosa que enfadada. Es una excelente cantante y una experta
pianista. Su cabello oscuro está recogido en un moño, sus ojos brillan con la luz del atardecer que
entra por las ventanas. Esa luz cae sobre el escenario, convirtiendo la madera en oro bruñido.
–Porque lo he decidido.
La respuesta es simple, demasiado simple para algo que se siente trascendental, pero Bree lo toma al
pie de la letra. Ella mira a Peter, como lo hago yo, y sus ojos se encuentran con los míos.
–Deja tu maleta en la trastienda– me dice.
Solo eso. Es como si los tres me hubieran estado esperando todo el tiempo, sabiendo que regresaría, y
ahora que lo hice todo es como siempre. Deslizo mi mirada hacia Flint, y él me sonríe, diabólicamente.
Agarro mi estuche de violín mucho más fuerte.
En la trastienda, encuentro a alguien más esperándome. Se aleja del escritorio cuando entro,
sosteniendo su gorra a un lado.
Me detengo en seco. Luego cierro rápidamente la puerta detrás de mí. A través de ella, escucho la risa
de Peter, pero está amortiguada por el torrente de sangre en mis oídos.
–¿Qué estás haciendo aquí?– pregunto.
Jude presiona sus nudillos contra su boca. No creo que haya estado nunca en esta habitación, pero no
parece del todo fuera de lugar. Las sombras dan peso a su expresión solemne; es poco más que una
silueta en la penumbra. Mi corazón late con fuerza mientras espero que hable.
–Peter me dijo que tocarás en el baile este fin de semana– dice.
–Así es.
–No lo creía. Es de lo único que se habla en los muelles.
Paso mi estuche de violín de una mano a la otra. –Jude– digo.
Parece captar la incertidumbre en mi tono.
–Creo– hace una pausa, mordiéndose el labio, –creo que deberíamos hablar.
–No te preocupes. Lo dejaste bastante claro–. Inesperadamente, se me quiebra la voz y cierro la boca
con fuerza.
Jude mira hacia abajo, amasando su gorra. No sé qué quiere de mí, pero tenerlo aquí, tan cerca, me
toca el corazón.
–Moira– comienza, solo para hacer una pausa de nuevo, buscando palabras. Dirige su mirada hacia
arriba; sus ojos oscuros. –Eres, siempre has sido, mi mejor amiga. No deseo pasar más años separados
por esto. Es hipócrita de mi parte enfadarme contigo por guardar secretos, cuando yo he hecho
exactamente lo mismo.
No estoy segura de lo que quiere decir, pero ahora parece un mal momento para preguntar. Dejo mi
estuche de violín sobre el escritorio, presionando mis dedos en los cierres.
–No puedo culparte por las acciones de tu padre– dice. –Tampoco puedo culparte por ocultarme tales
acciones. Sé que solo estabas tratando de proteger su buena imagen–. En la penumbra, veo que agarra
con más fuerza su gorra. –Él no obligó a mi familia a salir sin hierro. Mi padre tomó esa decisión.
–Lo siento, Jude– digo, y veo sus ojos oscuros, la línea fija de su boca. No debería habérselo ocultado,
desde luego no durante tantos años.
Me ofrece una pequeña sonrisa. –Bueno– dice, –entiendo por qué lo hiciste. Ahora, estoy seguro de
que he tomado bastante de tu tiempo. No debería entrometerme más en tu práctica.
Se mueve hacia la puerta, pero lo agarro de la manga.
–Puedes quedarte, si quieres.
Sus labios se separan. Mientras observo, un rubor se eleva en sus mejillas.
–Sí– dice. –Sí, me gustaría mucho.
El calor se enciende a la vida en mi pecho. No puedo evitar sonreír mientras desabrocho los cierres de
mi estuche y colofonío mi arco. Jude abre la puerta una vez que he terminado de prepararme, y los
demás nos miran sin hacer comentarios. En el escenario, tomo mi violín. Jude se sienta con los pies
colgando sobre el borde, el rosa en sus mejillas aún no se ha desvanecido.
Nos las arreglamos para tocar todo nuestro set. Es un momento perfecto, todos están
maravillosamente afinados, la canción impregna los huecos de mi corazón, tarareando a través de las
cuerdas del violín. Al darme cuenta de que he cerrado los ojos, los abro y encuentro a Jude
observándome.
Su expresión es suave, sus propios ojos lejanos. Lo imagino en el baile, el sonido de su risa entrelazado
con la música, el brillo del salón derramándose en la noche. Bree comienza a cantar Over the Moor y
Jude me sonríe como si estuviéramos compartiendo un secreto. Quiero memorizar esa sonrisa, para
preservar su imagen y ubicarla junto a todas las composiciones en mi mente, pero la canción termina
demasiado rápido y la mirada de Jude se aparta.
Cuando Peter da por terminado el ensayo y Jude se pone de pie. Espera en la pista de baile mientras
me dirijo a la trastienda. Al salir, lo atrapo mirando hacia las vigas como si estudiara la carpintería.
–¿Cómo estuvo?– pregunto.
Mete las manos en los bolsillos. –Sabes que siempre amé tu música, Moira.
Le devuelvo la sonrisa. –Espero que eso signifique que vendrás al baile.
–No me lo perdería.
Salimos juntos del pasillo. El sol se ha puesto debajo de las tiendas cercanas, proyectando sombras; el
olor a hojas secas se siente en el aire. Muevo el estuche de mi violín de un lado a otro, contenta con el
trabajo bien hecho. Ese sentimiento pronto se apaga cuando recuerdo por qué estaba allí en primer
lugar.
–Tenemos que vigilar a Gabriel Flint digo.
Jude gira sobre sus talones, caminando hacia atrás para sostener mi mirada. –Creo que la mayoría de
nuestros sospechosos asistirán al salón– dice, –una vez que la gente se entere de que estás tocando.
Pateo una hoja suelta por la acera. –El señor Sheahan dijo que vio a ls Bracken caminando a casa ese
día. Todavía tenemos que interrogarlas.
Las hermanas también son las vecinas más cercanas de Jude. Sería fácil para ellas poner un cuchillo en
su jardín y volver a casa antes de que nadie se diera cuenta. Quienquiera que sea el culpable del
destino de Connor, tendremos que construir un caso contra ellos. Alguien a quien pudiéramos ubicar
en la escena del crimen en el momento de la muerte de Connor y en el puerto antes de que Russell
arrojara ese veneno al mar.
Llegamos al borde de la ciudad, calles empedradas desaparecen en brezo y musgo y extensiones de
casas de tejas, y me detengo cuando el camino se bifurca.
–Puedo reunirme contigo mañana, si quieres visitarlas– dice Jude.
Observo la amplia extensión de hierba teñida de rojo por el otoño. Después de hoy debería sentir
alegría, algún sentido de satisfacción. Jude está una vez más a mi lado, una vez más dispuesto a
ayudarme a investigar. Mis manos todavía están calientes con el recuerdo de mi violín, mis dedos
todavía están agradablemente adoloridos después de tocar durante tanto tiempo.
Sin embargo, el temor sigue royendo mis entrañas. Se filtra a través de mi caja torácica, enrollándose
con fuerza alrededor de mi corazón. Pienso en los rasguños que marcan la puerta de Jude, el cuchillo
en su jardín. La policía no ha hecho otros arrestos que yo sepa. No me parece bien, y cuanto más dura
esto, más tiempo está el asesino ahí afuera, observándonos, consciente de nuestra investigación.
–Iremos por la mañana– le digo a Jude.
Nos separamos, y miro hacia atrás, observándolo hasta que no es más que una figura en la distancia,
proyectada en relieve por el sol poniente. Agarrando mi estuche de violín, me dirijo a casa.
Capítulo Veintiuno

Jude aparece en mi puerta justo después del desayuno. Cuando lo llevo a la cocina, mi madre lo mira
con los labios fruncidos. –¿Terminaste todos tus deberes de la mañana?– pregunta.
–Sí, señora–. Se pasa la mano por la parte delantera de su jersey de lana, nervioso, como si
estuviéramos en el ayuntamiento y mi madre fuera el señor Daugherty.
Nuestra mesa todavía está llena de platos y cubiertos extraños, la mantequillera está flanqueada por
mi taza de té y una pequeña canasta de panecillos. Jude se sienta frente a mí y empujo la canasta hacia
él. –¿Ya has desayunado?
Sacude la cabeza, pero tampoco toma un panecillo. Retuerce los hilos sueltos de sus puños, tirando de
los que se han deshecho. Su expresión es tensa y se ve tan cansado; me temo que ha pasado otra noche
sin dormir.
Mi madre empuja una taza de té en sus manos. –Toma, Wick– dice ella. –No permitiré que te
consumas en mi cocina.
Jude asiente dócilmente, dejando la taza de té en la mesa a su lado. –Repinté la puerta– me dice. Su voz
es tranquila, pero puedo oírla temblar. –Necesitaba un abrigo nuevo de todos modos.
Quiero decir algo como que no deberías poner excusas, porque es asqueroso, intolerable, que la casa
de Jude sea tratada de una manera tan horrible. Pero otra parte de mí comprende su deseo de enterrar
esto, de convertir el evento en algo mundano. Esta es la forma de afrontar la situación de Jude.
En el mostrador, mi madre recoge una canasta de pasteles. Ella dice: –Puede que no regrese hasta
tarde, Moira– dice, y luego asiente hacia Jude. –Cuídate, Wick.
Cuando se va, Jude suspira y comienza a untar diligentemente mantequilla a uno de los panecillos.
–No dormí mucho anoche– murmura, confirmando mis sospechas.
–Bueno, no podrás dormir ahora. Tenemos que ir a interrogar a las Bracken.
Aunque incluso mientras lo digo, me duele el corazón por la simpatía. Es fácil ver por qué Jude podría
tener problemas para dormir. Vive solo, en el borde de la isla, y sus vecinas más cercanos pueden ser
los responsables de la muerte de Connor.
Imogen y Nell Bracken residen en una pequeña cabaña junto a los acantilados. Está a un cuarto de
milla del faro, cerca de la escena del crimen, lo suficientemente cerca como para observar las idas y
venidas de Jude si quisieran dejarle un mensaje.
Están entre las pocas personas que el Sr. Sheahan mencionó haber visto en el puerto, además del tío de
Jude.
Quiero que sean ellas. No quiero que sean ellas.
Me devano los sesos en busca de recuerdos de su historia familiar. Es raro que las familias en esta isla
no sean tocadas por el canto de sirena. En algún momento, está la bisabuela que sobrevivió a un
ataque, el pescador felizmente casado perdido por las sirenas en el mar. El padre de mi padre había
sido atraído por su canción, robado cuando papá era solo un niño.
Para haber matado a Connor, Imogen y Nell necesitan un motivo.
Jude se frota los ojos. –Nell era nuestra maestra de escuela– dice, como si eso la excluyera de cualquier
maldad.
–Su cabaña está cerca de la escena del crimen– respondo. –Podrían haberse encontrado con Connor en
la playa y haber llegado a casa antes de que empeorara la tormenta.
Me hace sentir un poco enferma imaginar cómo podría haberse planeado el asesinato, y la expresión
de Jude refleja mis pensamientos. –Todavía no creo que sean ellas– dice, pero la duda persiste detrás
de sus ojos. Simplemente no puedo decir si es duda sobre las hermanas Bracken, o simplemente sobre
todos en la isla.
Salimos de la casa y nos abrimos paso por las laderas, hacia el borde del acantilado. A medida que nos
acercamos, escucho el sonido de las olas contra las rocas, el aire salado agitando los brezos.
La cabaña de las hermanas esta desgastada por los páramos azotados por el viento. Está hecha de
piedra vieja y madera, con un jardín de rosas, dedaleras y margaritas. Jude se quita la gorra y llama a la
puerta. A través del bosque, no hay nada más que silencio, y espero que las hermanas no se hayan ido
ya. Imogen trabaja como secretaria en el ayuntamiento, pero seguro que aún no se ha puesto en
marcha. La escuela no comienza hasta dentro de un par de horas, así que Nell debería estar.
–¿Quizás no están en casa?– dice Jude, y entonces la puerta se abre.
El detective Thackery está al otro lado del umbral.
A mi lado, Jude se congela. Su respiración se vuelve rápida, y siento mi pulso latir en respuesta. Solo
puedo imaginar qué ideas deben estar corriendo por su cabeza. La última vez que hablé con Thackery,
Jude estaba tras las rejas por el crimen de otra persona.
Thackery sonríe como si hubiera estado anticipando nuestra llegada. –Ah, señorita Alexander, señor
Osric– dice. –Buenos días a los dos.
Trato de ver más allá de él en la cabaña.
–Buenos días, señor– dice Jude con la voz ronca.
–¿Qué está haciendo aquí?
–Estaba preguntando por ti, Wick. Eres un hombre difícil de rastrear.
–¿Lo soy?–. Jude sostiene su gorra frente a él, con los nudillos blancos. –¿Intento escribirme?
Compruebo los mensajes en el telégrafo todas las mañanas. No vi…
Thackery le hace señas para que se calle. Al final del vestíbulo de entrada, Nell Bracken emerge de
otra habitación. Hace una pausa, con las manos entrelazadas, mirándonos con expresión curiosa. La
miro a los ojos.
–Me enteré de que su faro sufrió algunos daños– dice Thackery.
–Vaya–. Una serie de emociones juegan en el rostro de Jude. Alivio y vergüenza, una guerra entre sí.
–Oh, Dios, eso. Ya lo arreglé, señor. La puerta, eso es. Algo de resina, algo de pintura, quedó como
nueva.
Me aseguro de estudiar a Nell mientras habla. Ella parpadea hacia mí, con el ceño fruncido.
Thackery entrecierra los ojos. –Este es un asunto serio, Sr. Osric. Si lo desea, podría hacer que algunos
oficiales investiguen más el incidente.
–No–. Jude niega con la cabeza. –Gracias por su preocupación, señor, pero eso no será necesario.
Prefiero dejar todo atrás, para ser honesto.
–Esa es una forma de tratarlo, supongo–. Thackery se arregla el abrigo antes de volver a mirar a Nell.
–Gracias por su hospitalidad, señorita Bracken.
Desde el escalón delantero, veo la suave línea de su sonrisa. –No fue un problema, detective.
Thackery se despide y Nell se adelanta para llevarnos a la casa, hablando todo el tiempo.
–¿Qué es eso de tu faro, Wick? No te has estado metiendo en problemas, ¿verdad? Dios mío, no nos
has visitado en tanto tiempo. ¿Te gustaría una taza de té? ¡Imogen, pon la tetera al fuego!
Nell nos acompaña por el pasillo hasta el salón. Recuerdo momentos en que Jude y yo la habíamos
visitado y teníamos miedo de tirar algo. Hay armarios llenos de libros y vajillas, mesas repletas de
chucherías. Bordeo el laberinto para sentarme en el sofá cerca de los ventanales, mirando los campos
abiertos detrás de la casa. Jude se sienta a mi lado, sus ojos recorriendo la habitación. Pone las manos
entre las rodillas como para no perturbar el entorno.
Cuando Nell se une a nosotros, es con un juego de té e Imogen Bracken a cuestas. Se sientan en el sofá
de enfrente y Nell pasa unos momentos preocupándose por el té. Parece complacida al vernos,
mientras que Imogen se ve hosca, como si fuéramos una molestia para ella, llegando sin previo aviso.
Ella es la hermana mayor, lo sé. Las dos tienen cuarenta y tantos años y son elegantes y altas, de piel
clara y cabello oscuro.
–¿Hay alguna razón para esta visita?– pregunta Imogen.
Jude me mira.
–La puerta de entrada de Jude se estropeó el otro día. Nos preguntábamos si alguna de ustedes vio
algo– digo, agarrando mi taza de té.
Nell chasquea la lengua. –¿Cuándo fue esto? Estuvimos en el trabajo la mayor parte del día.
–El detective Thackery mencionó algo de eso– dice Imogen, asintiendo. –Probablemente algunos
pequeños pilluelos se están burlando de ti, Wick. No le prestaría atención.
Jude asiente. Mira fijamente el té, su expresión pensativa.
Arrastro mi atención de nuevo a las hermanas. No puedo decir si están mintiendo o no.
–Ambos estábamos en otro lugar en ese momento– digo, teniendo cuidado con mis palabras. –Pensé
que sería caritativo visitar a Russell Hendry. Es una maravilla, ¿no es así? ¿Cómo consiguió ese
veneno?
–¿Hendry?– Imogen resopla. –Qué desastre. Se cree un santo apuesto. Cambiará de tono una vez que
termine el juicio.
–Que desagradable– agrega Nell. Sus dedos rozan el borde de su taza de té. Con un movimiento de
cabeza, cambia de tema. –¿Has visto el jardín? Los lirios están magníficos. Ya se siente como en
octubre, el fin de la cosecha. ¿Tocarás en el festival, querida Moira?
–Ella tocará este fin de semana– dice Jude, y es la primera vez que lo veo sonreír en toda la mañana.
Incluso el interés de Imogen parece despertarse por esto.
–Oh, eso es maravilloso– dice Nell, sonriendo encantada. –Definitivamente estaremos allí para oírla.
Jude no se equivocó cuando dijo que la gente vendría solo para escucharme tocar.
–Bien– dice Imogen, dejando su taza de té, –todo esto ha sido muy agradable, pero mi hermana y yo
tenemos que ponernos manos a la obra.
Aprieto los dientes. Todavía no, todavía no. Todavía no tenemos respuestas, nada que indique la
inocencia o culpabilidad de las Bracken. Podrían ser ellas. Podrían…
Mientras que Nell nos hizo entrar, Imogen es la que nos acompaña a la salida. Estoy desconcertada
por la velocidad de la misma. Cogemos nuestros abrigos y nos encontramos de nuevo en el escalón de
la entrada de la cabaña.
Jude observa la puerta cerrada. –Eso no salió nada bien– dice.
Lo agarro por la manga, tirando de él.
–Está bien– digo. –Puedes interrogarlas en el baile.
Mira a través de las laderas hacia su faro. Una brisa pasa a nuestro lado, barriendo los páramos.
–¿Por qué tengo que ser yo?– pregunta.
–No esperarás que interrogue a la gente y toque el violín al mismo tiempo, ¿verdad?
–Supongo que no.
Llegamos a la cabaña del guardián, y la puerta está recién pintada, azul brillante y maravillosa. Una
sonrisa tira de la comisura de mi boca. –Estarás bien– le digo. Eres el guardián de Dunmore. La gente
confía en ti.
Jude parece bastante divertido por esta afirmación.
Pienso en él sentado en la mesa de mi cocina, graciosamente exhausto.
La investigación lo está agotando, y a mí también.
Me quedo esperando, haciéndome mil preguntas, buscando sus respuestas. Oh, descubriré todos los
secretos de esta isla, lo haré.
Capítulo Veintidós

La noche del baile camino por el sendero hacia el faro. La luz se desvanece, trazando líneas dorado y
rosas en el cielo, y las nubes se diluyen sobre el horizonte.
Mi cabello oscuro está cuidadosamente recogido y rizado debido a los trapos que usé antes para dar
forma a las hebras. Mientras camino, el viento fresco y salado parece dispuesto a socavar mis
esfuerzos, enredando mi cabello en una maraña. Balanceo mi estuche de violín de una mano a la otra,
disfrutando de cómo el viento empuja mi largo abrigo hacia atrás, revoloteando en los extremos de mi
vestido.
Esta noche la isla está cantando.
Me acerco a los acantilados y el mar toca su propia melodía: el suave shhh de las olas, el agua
rompiendo contra las rocas irregulares. Heather se inclina ante la brisa, y es todo lo que puedo hacer
para no desabrochar mi estuche de violín y comenzar a tocar donde estoy.
Al acercarme a la cabaña del guardián, admiro una vez más las marcas de la productividad de Jude.
Las nuevas bisagras de latón brillan contra la pintura azul de la puerta; los escalones delanteros están
limpios de escombros. Golpeo contra la madera y retrocedo, esperando.
Jude abre la puerta todavía vestido con su camisa de trabajo y pantalones gastados. Sus ojos se abren
una fracción, un rubor tiñe sus mejillas. Sonrío.
–Buenas noches, señor Osric.
Traga saliva. –¿Ya anocheció?
Retrocede para dejarme entrar. Después de echar el pestillo, se vuelve hacia mí.
–Te ves hermosa, Moira.
Tomo mi vestido en la mano, moviendo la tela de un lado a otro. –Espero que sí.
Este es mi mejor vestido. Es largo y el color azul oscuro contrasta con mi piel pálida. Las mangas son
cortas, adornadas con encaje blanco. He cosido cuentas en el corpiño y el cristal brilla en la penumbra.
–Es precioso, sin duda– dice Jude antes de mirar a otra parte. Me lleva a la cocina, donde una tabla de
planchar ocupa el espacio entre la mesa y el mostrador. Sostiene la rígida camisa blanca colocada
sobre ella, pasando los dedos por las mangas, buscando arrugas. Su tacto es cuidadoso, como si
manejara algo más fino que el algodón.
Dejo mi estuche de violín sobre la mesa. Los libros de mi padre están apilados allí en una torre.
Volúmenes que no reconozco están esparcidos sobre el mostrador, y supongo que Jude también ha
sacado los discos de Llyr Osric.
En el pasado, las noches de baile eran un asunto grandioso, alegre y caótico entre nuestras dos
familias. No importaba si los Osric venían a nuestra casa, o si los Alexander nos encontrábamos
caminando hacia la cabaña del guardián, mi padre tomaba su violín y comenzaba a tocar en la cocina.
Emmeline empujaría a Jude a bailar, los tres de la mano.
Los recuerdos son fáciles de asimilar, fascinantes como el canto de una sirena.
Jude continúa planchando su camisa, su cara rosada por el calor.
–Solo póntela ya. No tenemos toda la noche– le digo.
Él asiente obedientemente y se dirige arriba. Abro uno de los libros más cercanos a mí, hojeando las
páginas. En el interior, hay una copia de una antigua petición que enumera los nombres de quienes se
oponen a la prohibición de la caza. Una puerta se abre y se cierra arriba, y miro en dirección al pasillo
cuando los pasos de Jude suenan en las escaleras.
Aparece en la puerta vestido con su traje y pantalón oscuro. Juguetea con sus gemelos y me aclaro la
garganta para llamar su atención.
–¿Has visto esto?– –pregunto, señalando la petición. –Si alguien está buscando desmantelar la
prohibición, podría estar en esta lista.
Jude frunce el ceño hacia la página. –Hay más de cien nombres ahí, Moira.
–Tendremos que revisarlo más tarde.
Pasa una mano por su solapa, su mirada se mueve para encontrarse con la mía. Esa noche, caminando
de regreso del pub, estuvimos así de cerca. Recuerdo estirar la mano para arreglar su cuello, y me
muero por trazar la línea ahora.
–Te ves muy guapo con ese traje –digo.
Jude se pone rojo y nervioso por el cumplido. Abre la boca, pero antes de que pueda hablar, me alejo.
–Será mejor que nos apresuremos le digo. –Vamos a llegar tarde.
En los páramos, miro hacia el borde del acantilado. El sol se ha puesto, bandas de rojo ardiente
acentuan el horizonte. Respiro el aire salado, el olor a tierra y hojas secas. Siento la presencia de Jude
a mi lado, el cuero de mi estuche de violín calentándome la palma de la mano. La quietud de la tarde
nos envuelve. Hay anticipación en él, una energía expectante que gira con el viento, sobre las laderas.
Esta noche pondré el salón en movimiento como no lo he hecho en años. Le daré a la isla mi música, y
cantará.

A una cuadra de distancia comienzo a escuchar el sonido de la gente reunida fuera del salón de baile.
Una vez que doblamos la esquina, la luz y el color se derraman desde la puerta hacia la calle. Alguien
dice mi nombre, pero no puedo decir quién. Veo a los concejales, Thomas Earl y Calum Bryce,
mezclándose con la multitud.
Warren Knox está entre ellos, de espaldas a mí. Se gira como si sintiera mis ojos sobre él y yo le
devuelvo la mirada con la mandíbula apretada. Él agacha la cabeza, desapareciendo en el pasillo.
Miro a Jude. –Te veré en el descanso, ¿de acuerdo?
Él asiente, distraído. Sus ojos examinan la calle antes de mirar en mi dirección. –Buena suerte esta
noche, Moira.
Las palabras me divierten. –Tú la necesitas más que yo.
–Supongo que sí–. Su sonrisa es encantadora a la luz de la lámpara. –Asociarse con sospechosos de
asesinato.
–Warren Knox está aquí. Mantente atento a las Brackens.
–Lo haré.
Aprieto su brazo, tranquilizándolo, luego me dirijo hacia el costado del edificio. Cuando entro en la
trastienda, el calor se precipita sobre mí y me eriza la piel. Peter y Bree están cerca del escritorio,
murmurando entre ellos. Flint se sienta en el banco del piano, armando su flauta.
–Pensamos que no ibas a aparecer– dice.
–Bueno, ya estoy aquí–. Dejo mi estuche de violín en una silla. –Llegaría perfectamente a tiempo si no
estuviera esperando a Jude–se–toma–todo–el–tiempo–del–mundo–Osric.
Enderezándose, Flint me mira a los ojos. –¿Osric? ¿Viniste aquí con Wick?
Antes de que pueda replicarle, Peter señala a Flint desde el otro lado de la habitación. –No empieces
nada– dice a modo de advertencia.
–Sí, sí –murmura Flint. Vuelve a bajar la mirada, aparentemente escarmentado.
Saco mi lazo para colofonia, frotando el bloque sobre el arco de punta a punta. Desempaco mi violín,
afinándolo con cuidado.
Para hacer mi primer violín, mi padre me llevó al bosque para recolectar la madera necesaria. La luz
del sol de última hora de la tarde parpadeaba a través de las hojas sobre nosotros, y mi corazón se
estremeció cuando me llevó fuera del camino trillado. Caminamos a través de la maleza, más y más
profundo, hasta donde los árboles crecían gruesos y cercanos como viejos vecinos.
–Para el mástil y el fondo– dijo, –usaremos arce.
Cortando abeto para el frente, lo curó y lo cortó a la medida. Lo observé trabajar con un cuchillo para
tallar un mástil y una voluta del arce; Llevé mis dedos al instrumento con asombro.
–Mira ahora, Moira, y recuerda– me dijo. –Un día elaboraras uno también.
Después de eso, dijo que me construiría un barco. –Pero no de arce y abeto– agregó. –Te haré un arco
de roble y cedro. Madera que resiste al mar.
En nuestra siguiente visita al faro, le enseñé a Jude mi magnífico violín nuevo. Le dije que lo llevaría a
bordo de mi futuro barco de roble y cedro, y juntó las cejas.
–¿Dónde vas a ir?– preguntó.
Nos sentamos uno frente al otro en el suelo de la sala de vigilancia, y cambié mi mirada al mapa de
nuestra isla en la pared. –No lo sé– dije sinceramente. –Hay un montón de lugares.
–Pero volverás, ¿verdad?
Acerqué las yemas de los dedos a las cuerdas del violín. Temblaron bajo mi toque, esperando el
deslizamiento de un arco a través de ellas.
–Sí– dije en respuesta. –Siempre volveré.
Soltó un suspiro. –Oh Dios–. Luego se recostó sobre sus manos, sonriéndome. –Mantendré la luz
encendida para guiarte a casa.
Ahora, años después, no tengo ni un barco ni un violín construido por las manos de mi padre. El violín
que sostengo es el resultado de mi propio trabajo, mi propio oficio. Lo supe cuando eran solo listones
de madera, cuando todavía olía a aire fresco y verde.
–Déjame tocar las primeras figuras– le digo a Peter.
Él asiente, haciéndome un gesto para que continúe. Llevo mi violín por el mástil, mi arco en la otra
mano. Son extensiones mías, ligeras y familiares en mi agarre. Subo los escalones para pararme en el
centro del escenario, y Bree me sigue, tomando asiento en el piano.
Un silencio cae sobre el salón.
La pista de baile está repleta de isleños y busco a Jude entre ellos. Se para cerca de la ventana; cuando
nuestros ojos se encuentran, levanta la barbilla, sonriendo. Mi pulso se dispara cuando llevo el violín a
descansar sobre mi hombro. Bree me da la señal y toco el arco con las cuerdas, enviando la primera
nota al aire. Se desliza hacia afuera, agudo y verdadero, y me pongo en algo animado, por lo que podría
acabar con el almidón en los puños de Jude.
La música se eleva hasta las vigas, limpiando el polvo de mis recuerdos. Me paro donde mi padre tocó
una vez, donde toqué yo una vez, y es como volver a unirme a una pieza después de haber estado hecha
fragmentos. Sólo a la distancia siento el lento dolor de mis músculos. Estoy viva, centrada, enfocada
en las notas. Los tacones golpean contra las tablas del piso, marcando el tiempo.
Y seguramente, muy seguramente, el canto de sirena sea algo así. Música que hace que mi corazón
cante y clame por algo antiguo y eterno, por los secretos en lo profundo, en la niebla sobre los
páramos.
Cierro los ojos, la cabeza inclinada hacia mi hombro. En la oscuridad, escucho el latido de mi corazón,
la canción que tejo; durante unos minutos preciosos, nada existe sino eso.
Toco la última nota, y los aplausos se estrellan sobre mí.
Abriendo los ojos, sonrío a la multitud, sosteniendo mi arco hacia un lado mientras hago una
reverencia. Me dirijo a los escalones del escenario, las mejillas calientes. La gente se separa en mi
estela, y me apresuro a colocar mi violín en la trastienda. Después de hacerlo, me muevo a través del
mar de isleños, con la esperanza de encontrar a Jude Osric.
Alguien toca mi hombro y giro para encontrarlo de pie allí. Observo su rostro sonrojado, sus ojos
brillantes, la chaqueta de su traje que falta, justo antes de que me abrace. Enlazo mis brazos alrededor
de él a cambio, apoyándome en él, sintiendo el rápido ritmo de su corazón.
–Estuviste increíble, Moira–. Su susurro es un cálido aliento en mi oído. –Si no estuviera bailando, no
te habría quitado los ojos de encima.
Me alejo para mirarlo correctamente. Él sonríe, luminoso.
–Dime que no has estado bebiendo– digo.
Se echa a reír y yo me deleito con el sonido, tan inocente, tan feliz. Ni siquiera puedo recordar cuándo
fue la última vez que lo escuché reír.
–Estoy contento por ti– dice. –¿No puedo estar complacido?
–No es como si nunca me hubieras escuchado tocar.
Pasa una mano por su cabello.
–No como esta noche–. Él traga, mirándome. Sus ojos oscuros brillan a la luz. –Esta noche es especial,
Moira.
En el escenario, otros toman mi lugar. Hay violinistas de Lochlan que han venido a tocar, un
tamborilero del norte. Peter me llama, inquisitivo, pero le hago señas para que se vaya.
Ahora mismo quiero bailar.
Jude se arremanga y me llama la atención. Cuando me tiende una mano, sonrío y la estrecho con
fuerza. Los violinistas disparan directamente a un carrete; giramos hacia la pista de baile, riendo,
nuestros dedos entrelazados, la mano de Jude en mi cintura.
Mi corazón toca su propia melodía salvaje. Mis rizos se deshacen. Mis pies recuerdan cada paso. Me
acerco a Jude y lo miro a la cara. Él me devuelve la sonrisa, brillante y atrevida, como lo hacía cuando
dábamos vueltas en círculos, aferrándonos el uno al otro, más y más rápido hasta que caímos en la
hierba.
–Hablé con Imogen Bracken– dice él, y parpadeo, dándome cuenta de que me he olvidado por
completo de nuestros sospechosos.
–¿Qué tenía ella que decir?
–Le pregunté si esperaba que se levantara la prohibición–. Hace una pausa para considerarlo un
momento. La música crece y los zapatos de otros bailarines repiquetean al ritmo. –Parecía bastante
indiferente de cualquier manera. Ella no participó en la oposición inicial.
–¿Y Nell? Pensé que estaría aquí. ¿Imogen te dijo dónde estaba?
–Esperando a un pretendiente aparentemente–. Jude mueve las cejas. Levanta nuestras manos unidas,
haciéndome girar.
Una vez que hemos reanudado, pregunto: –¿Qué pasa con Warren?
–Hablé con él, sí. Él está a favor de mantener la prohibición en su lugar.
–Podría estar mintiendo.
Miro a mi alrededor y todo me viene en ráfagas. El aleteo de un vestido. Manos enredadas juntas. Una
sonrisa en el rostro arrugado por el mar de un hombre.
–Podemos revisar la petición para ver si él está en ella– dice Jude.
Ante esas palabras desearía que ya estuviéramos de vuelta en el faro. Podríamos estar evaluando
sospechosos, cotejándolos con esa lista de nombres.
Aunque Gabriel Flint no tiene la edad suficiente para estar en una petición hecha hace diez años.
Desde el escenario, el carrete de los violinistas se desangra para convertirse en un vals. Nuestros pasos
son lentos.
–No tuve la oportunidad de hablar con Flint– le digo.
Jude inclina la cabeza. Tenemos el resto de la noche.
Cuando los músicos se detienen, Peter Atherton se abre paso entre la multitud en nuestra dirección.
Estoy lista para retomar mi violín otra vez, pero él pone su mirada en Jude en su lugar. Su expresión es
pensativa, preocupación anudada en su frente.
–Wick– dice, –alguien debería decírtelo… deberías saber…
De pie así de cerca de él, siento a Jude tenso. –¿Qué es?
Peter apoya una mano en su hombro. –Ha habido otro ataque de sirena– murmura. –Escuché que el
cuerpo todavía está en la playa.
–¿Quién?– pregunta Jude.
–No estoy seguro. La policía está ahí abajo ahora, creo. Acaban de irse un par de agentes más.
Aprieto los dedos de Jude. Él mira por encima, con los ojos muy abiertos, la risa se esfumó de su
rostro. Apretando la mandíbula, se vuelve hacia Peter. –Veré qué está pasando.
–De acuerdo–. Levantando su mano del hombro de Jude, Peter se frota la nuca. –Pensé que tal vez
necesitarías escribirlo en algún informe.
Lo veo avanzar lentamente hacia el escenario. La mano de Jude se aprieta en mi cintura. –Moira– dice.
Siseo un suspiro. –Lo sé.
Otro asesinato.
Sin pausa, sin soltarnos, dejamos atrás la luz del salón, partiendo hacia la noche.
Capítulo Veintitrés

Las sombras de Dunmore juegan trucos con mis ojos. Cada callejón parece un agujero abierto, cada
reflejo de un escaparate como el destello de un cuchillo. Una ráfaga de viento hace que las hojas se
deslicen por los adoquines, lo que hace que Jude se sobresalte horriblemente, y la adrenalina en mis
venas surge en respuesta.
Me siento vigilada.
–Moira– dice Jude. –Dios, Moira, es solo... es como.
–Lo sé.
–Me voy a enfermar.
–No lo hagas–. Tiro de la manga de su camisa. –Todavía podemos alcanzar a la policía si te das prisa.
Sin embargo, una vez que llegamos al camino hacia los páramos, las zarzas y las ramas bajas
ralentizan aún más nuestro avance.
–Ahora son dos personas. Dos– gime Jude. –Me refiero a... tropieza en la oscuridad. Mientras lanzo
una mano para estabilizarlo, me doy cuenta.
–El asesino no era nadie en el baile.
Eso descarta a Warren e Imogen. Jude los marca con los dedos y luego duda. –¿Flint?
–No lo vi–. Muerdo mi labio inferior, tratando de pensar. –Estaba en la trastienda cuando entré, pero
después… pensé que estaría en el escenario junto a mí.
Jude se pasa una mano por la boca. Continuamos caminando en silencio, lo desconocido se despliega
frente a nosotros. Las nubes se desplazan por el cielo nocturno, la luna brilla a través de ellas,
arrojando su pálida luz sobre la hierba alta y los brezos.
–¿Crees que es otro niño?– pregunta Jude en un susurro.
Recuerdo a Connor, su cuerpo abandonado en la arena mojada, su garganta manchada de rojo, y un
escalofrío me recorre la columna. La idea de encontrar algo similar esta noche me aprieta el estómago.
–No debemos asumir nada– digo.
Escucho a Jude gemir.
Subimos y cruzamos laderas hasta llegar al tramo llano que lleva a los acantilados. Recogiendo mi
vestido, corro hacia adelante y Jude corre detrás. Ambos patinamos hasta detenernos cerca del borde
rocoso.
La policía todavía está allí, de hecho. Cinco de ellos, dos con linternas en la mano, se paran sobre el
cuerpo desplomado. Me recuerdan a espíritus, fantasmas que dan vueltas a los muertos, hasta que uno
de los hombres levanta la linterna y arroja luz sobre las líneas de su rostro.
El inspector Dale.
–¿Quién está ahí?– exclama.
Avanzamos por el camino, lentos y cuidadosos. Jude responde antes que yo.
–Jude Osric– dice, –y la señorita Alexander. Escuché que hubo un accidente en la playa. Llegué lo más
rápido que pude.
Otro de los hombres, el detective Thackery, se vuelve cuando llegamos a la costa. Sus dientes blancos
brillan en la oscuridad.
–Le enviaremos la información pertinente, señor Osric–. Nos mira a los dos y sus ojos se detienen
sobre mí, sin duda cuestionando mi presencia. –Estamos esperando al forense. No hay nada más que
hacer, me temo.
–¿Quién es?– Pregunto. Desde este ángulo, solo puedo ver una maraña de pelo largo y castaño, el
flequillo retorcido de su vestido. La luz de la linterna se refleja en la sangre acumulada alrededor de su
cuerpo, tonos de negro y carmesí.
Un oficial, rubio y joven, responde: –Señorita Nell Bracken.
A mi lado, Jude deja escapar un «oh». –¿Y ya ha determinado que eran sirenas? ¿Hubo testigos?–
pregunto al inspector Dale.
Veo que mira deliberadamente de mí a Jude y viceversa. Sin duda está esperando que Jude haga algo
por mí; cuando Jude permanece en silencio e inmóvil, Dale suspira. –Un mensaje anónimo llegó a la
estación– dice, –pero eso no es asunto tuyo.
Pongo mis manos en puños a mis costados. –Creo que es asunto de todos los isleños, de hecho, si…–.
Una mano se posa en mi brazo, y me detengo, mirando a Jude. Él niega con la cabeza ligeramente.
El inspector Dale se aclara la garganta. –Tendré que pedirles que abandonen el área, señorita
Alexander, señor Osric. La situación está en manos de la policía, se lo aseguro–. Se toca el ala de su
sombrero, su mirada de acero mientras nos mira.
Giro sobre mis talones, deshaciendo mi camino sobre el sendero mientras Jude murmura una
respuesta. Un momento después me sigue. En los páramos, una brisa fresca tira de mi cabello, roza
mis brazos desnudos y apenas siento el frío. Si abro los puños, comenzarán a temblar; si hablo, mis
palabras se enredaran. Entonces no lo hago.
–Está muerta– susurra Jude finalmente. –Nell está muerta. Pensé. Se detiene, toma aire. Hay un
temblor en su voz cuando pregunta: –¿Qué vamos a hacer?
Algo dentro de mí se rompe entonces, como una rama rota bajo mis pies. Miro mis botas, oscuras y
desgastadas a la luz de la luna.
–No puedo soportarlo, Jude.
No dice nada, por lo que estoy agradecida. Maravilloso, tranquilo Jude Osric, siempre el oyente.
La noche es tranquila, y quiero hundirme bajo la tierra, dormir durante una década.
La mano de Jude cruza el espacio entre nosotros, como si fuera a tomar la mía, pero titubea en el
último momento, metiéndola en el bolsillo del pantalón.
–Deberíamos haberla vigilado– digo. –Debería haber sabido cuando ella no apareció en el baile que
algo andaba mal.
–Lo resolveremos– dice.
–¿Lo haremos?
De repente no estoy tan segura. Los hilos que he pasado días entrelazando se deshacen en mi mente;
las conexiones sueltas mantenidas en un frágil equilibrio comienzan a deslizarse.
Jude deja de caminar y yo miro a mi alrededor. Su rostro está sombreado, su expresión ilegible.
–No lo hagas– dice, y es una voz que nunca le había oído usar antes. –No empieces a dudar ahora,
Moira. No cuando…–. Duda, solo para preguntar: –¿Puedo confiar en ti?
Asiento con la cabeza, sin entender del todo su línea de pensamiento. –Por supuesto.
Jude también asiente, como si se estuviera armando de valor. Sus ojos se ven negros en la oscuridad.
–Hay algo que necesito mostrarte– dice. –Algo secreto.
Hago una pausa, pensando en las grietas en las paredes del faro, atravesando el yeso blanco, cada una
de las cuales se dice que guarda un secreto. Pienso en Jude parado en el borde del acantilado,
observando cómo arrojaba una hoja de papel al mar. Pienso en Connor sabiendo algo que no debería y
alguien clavando un cuchillo en su garganta.
–Bien.
Y seguimos, caminando hacia el resplandor de la baliza del faro.

No se me ocurre a qué secreto se podría estar refiriendo Jude hasta que me guía a través de la cabaña,
hasta la puerta al final del pasillo. Es el espacio debajo de la habitación de invitados, uno que resonaba
con golpes y voces en la noche. Me dirijo a Jude. Su mano tiembla donde descansa sobre el pomo.
–Te escuché esa noche– le digo. –Dijiste que no habías hablado con nadie. Que estaba soñando.
El miedo oscurece sus ojos.
–Debo confesar que mentí.
Luego hace su pregunta anterior, pero al revés.
–¿Confías en mí?
–Con mi vida.
Las palabras me sorprenden. Con mi vida. Es cierto, pero me pregunto cuánto tiempo ha sido así.
La mirada de Jude cae de la mía mientras golpea dos veces, suavemente, contra la madera. Mete la
mano en el bolsillo y saca una llave. Parece más pequeña, más antigua que el que se usa para la puerta
de entrada. Lo gira en la cerradura. Escucho el leve clic cuando abre.
–Lo siento, Moira– dice, mirándome. Traga y deja que la puerta se abra.
Miro hacia la habitación.
Hace frío adentro y está oscuro, la única ventana cerrada. La luz de la luna se cuela por los huecos,
deslizándose por las tablas del suelo en líneas plateadas. El polvo flota en el aire, y es como si la
cámara hubiera sido olvidada: un espacio sin usar que se ha caído por las grietas. El espacio, sin
embargo, no está vacío.
Miro fijamente la habitación durante mucho, mucho tiempo.
Cuando vuelvo a mirar a Jude, baja la cabeza, aunque no puedo decir si es por vergüenza. Parece estar
esperando que yo le grite, o le pegue, o corra por el pasillo y salga de la cabaña por completo. En
cambio, estoy congelada. Lentamente, de mala gana, mi mirada vuelve a la oscuridad de la habitación,
a la figura proyectada en la pálida luz de la luna.
Jude Osric tiene una sirena encerrada en su faro.
Capítulo Veinticuatro

Ella es delgada, su piel blanca como un fantasma, cabello largo y negro apelmazado con nudos. No son
estas características, bastante comunes entre las sirenas, las que son inusuales en su apariencia. Es la
mirada en sus ojos, hueca y vacía, perdida de una manera que nunca había visto en una sirena. Se
sienta contra la pared, encima de varios edredones colocados en el suelo. En la esquina, hay un trozo
de cuerda, el destello de una cadena. Deben haber sido usados alguna vez para esposarla. Cicatrices
pálidas marcan su cara y sus brazos, los largos y rectos bordes de un cuchillo. Me doy la vuelta.
–Por favor, dime que... tú no hiciste esto.
–Mi tío– dice Jude. Su voz suena inestable. –Yo no sabía nada, Moira. Lo intenté…
Doy un paso en la habitación. La sirena me mira con interés apagado, inclinando la cabeza hacia un
lado.
–¿Cuánto tiempo?– pregunto.
–Solo... poco más de un año.
Otro paso, y la sirena tira hacia atrás sus labios en un silencioso siseo, revelando unos dientes
delgados y puntiagudos. Tengo miedo de preguntar por qué no canta, por qué la ventana cerrada no se
abre con el sonido de su voz. Pero lo digo de todos modos.
–¿Por qué no ha empezado a cantar?
Jude está muy quieto detrás de mí. Si no lo conociera mejor, pensaría que él no estaba allí en absoluto.
–Le cortaron la lengua.
–Sí, claro que lo hicieron.
Salgo de la habitación, deteniéndome en el arco de la puerta. Miro a Jude, pero él no me mira a los
ojos.
–¿Y no hiciste nada?
Él me observaba, indignación brillando en su mirada. –Lo intenté , Moira–. Sus dedos se enredan
alrededor del puño de su camisa, su respiración estremeciéndose fuera de él. –Me enviaron al faro en
alta mar durante unos meses después de que el Sr. Irving se enfermara. Cuando regresé, mi tío me
mostró lo que había hecho–. Jude mira más allá de mí hacia la puerta abierta. –Dijo que lo hizo para
vengar a papá, como... como ojo por ojo, pero esto es lo último que papá hubiera querido. Yo sé eso.
Trago saliva. –Tu tío se ha ido, Jude. ¿Por qué sigue aquí?
–De eso se trataba nuestra discusión. Antes de que se fuera, le dije que deberíamos dejarla ir,
devolverla al mar–. Él niega con la cabeza. –Él se rió, dijo que no importaría incluso si lo hiciéramos;
ella no sobreviviría un día. Qué con…– Jude gesticula con una mano, como si tratara de transmitir el
daño infligido a la sirena, todo lo que ha soportado. Es un intento bastante pobre.
–Cuando vi esas sirenas muertas en el muelle, me recordó que ella estaba atrapada aquí–. Su boca se
tuerce. Se frota rápidamente los ojos. –Le traigo carne cruda de la carnicería. Trato de… trato de darle
un poco de paz.
Aprieto los dientes. –Ella está sufriendo.
Jude me mira con una expresión perdida. Sus hombros se hunden, como si la pesadez de sus puños
fueran el peso de un ancla, arrastrándolo hacia la fría negrura del mar. –¿Qué más se supone que debo
hacer?
Mi corazón late con fuerza dentro de mi pecho, el ritmo constante en desacuerdo con el resto de mí.
Coloco una mano en su brazo.
–La devolveremos al mar– digo.
–Ella morirá ahí fuera. No podemos...
–Las sirenas no son criaturas solitarias, Jude. Ellas cuidarán de ella. Estoy segura de ello.
Cierra la puerta, encerrando a la sirena. Sus manos todavía están temblando, pero su expresión ya no
es tan sombría. Sus ojos brillan centelleantes y febriles. –¿Y si nos atrapan? ¿Entonces que?
Tendríamos que llevarla hasta el puerto. La policía podría estar todavía en la playa.
Levanto la barbilla. –No nos atraparán.
Jude se ríe, una sola exhalación entrecortada. –Tendremos pocas oportunidades mejores que esta
noche– continuo. –La mayoría todavía están en el baile; el puerto estará vacío. Iremos sin luz y
sacaremos tu bote de remos.
Cerrando los ojos, enlaza sus manos alrededor de la parte posterior de su cuello. Lo observo en
silencio, la inclinación hacia abajo de su cabeza, la línea tensa de sus hombros.
–Muy bien– dice, tragando saliva antes de meter la mano debajo del cuello de la camisa y sacar el
anillo de hierro que lleva en un trozo de cuerda.
Estrecho los ojos. –¿Qué estás haciendo?
–No la tocaré usando hierro– dice, mirando por encima. –¿Tienes algo contigo?
Después de una pausa, niego con la cabeza, dándome cuenta de que dejé el hierro que tenía en mi
abrigo en el pasillo. Jude me pasa la cuerda acordonada. –Toma esto, entonces. Tendrá que ser
suficiente para los dos.
Me muerdo el labio, insegura, incluso mientras me lo pongo. –Jude, no puedes subir a un bote sin
hierro. Las sirenas...
–Lo sé– dice en voz baja, –pero no lo haré, no la lastimaré.
Enrollo mis dedos alrededor del anillo. Nunca imaginé que Jude podría salir al agua sin hierro, como
lo hizo su familia hace tantos años. Mi mirada vuelve a la puerta cerrada. La madera parece negra
como el aceite, hay tan poca luz en el pasillo. Respiro lenta y uniformemente.
–Será mejor que nos vayamos– digo. –Tenemos hasta el amanecer.

Antes de partir, Jude se ocupa de la luz. Desaparece en la torre para revisar el combustible, ajustar las
mechas, dar cuerda al mecanismo. Mientras lo hace, recojo una gruesa manta de lana del salón y lo
espero en la cocina. Miro la oscuridad más allá del cristal de la ventana, su anillo de hierro como un
peso alrededor de mi cuello.
Jude entra a la cocina con su suéter de lana sobre su camisa de vestir. Lleva consigo su impermeable y
me lo ofrece. Tengo que enrollar los puños un par de veces para liberar mis manos. Juntos, caminamos
a través de la cabaña y nos paramos frente a la puerta al final del pasillo.
Le paso la manta a Jude. Tomándola, abre la puerta, entrando en la habitación. Observo desde la
puerta, mientras la sirena inclina su cara incolora hacia la de él y Jude se arrodilla frente a ella.
–Hola– dice suavemente. –Soy yo; soy sólo yo.
Él la envuelve en la manta, tomándola entre sus brazos.
–¿Estás bien con ella?– pregunto.
–Sí– La voz de Jude es hueca cuando se gira hacia mí. –Ella es muy ligera.
Los ojos de la sirena están muy abiertos y oscuros en su rostro demacrado, pero permanece inmóvil en
los brazos de Jude. Aparto la mirada, con el corazón acelerado, y empiezo a caminar por el pasillo.
Jude nos sigue y salimos al aire húmedo de la noche.
La tarde anterior, había dejado el faro con el violín en la mano, Jude Osric a mi lado, la puesta de sol
cálida y hermosa a lo largo del horizonte. Ahora estoy aquí mientras la niebla cubre los páramos,
envuelta en la chaqueta de Jude, mientras él sostiene una sirena llena de cicatrices contra su pecho.
El miedo astilla mis huesos. Nos dirigimos hacia los muros de piedra que marcan el camino al puerto,
y me imagino a la policía acercándose, alguien esperando en los muelles. Al llegar al borde del
acantilado, inspecciono la playa, pero no veo linternas en la oscuridad. Solo escucho el rumor de las
olas rompiendo contra las rocas.
–Se han ido– digo, pero susurro como si no estuviéramos solos. Vuelvo a mirar a Jude, y se ve tan
pálido como la sirena, con los ojos igual de abiertos.
Cuidamos los escalones de madera que bajan a los muelles. El bote de Jude está cuidadosamente atado
a una cornamusa; Saco los remos del interior del cobertizo para botes. Jude contempla la extensión del
mar negro azulado, su respiración es rápida y desigual en el silencio. Puedo ver el latido de su pulso en
su garganta.
Su agarre se aprieta alrededor de la sirena. –Moira, si pudieras…
Asiento con la cabeza. –Nos sacaré remando.
Me instalo en el bote, desato la cuerda de la cornamusa y aseguro los remos en su lugar. Jude se sienta
frente a mí, y tengo un impulso infantil y desesperado de agarrarlo por la manga, como si mi agarre
pudiera protegerlo tan bien como el hierro, como si pudiera mantenerlo en el bote una vez que una
sirena le cantara. La sirena en sus brazos cambia, su atención se fija en el agua. Qué extraño es verla
tan cerca. Sus manos con garras se enroscan alrededor de los bordes de la manta, sus labios se abren
para mostrar sus dientes como agujas. Podría arrancarle los ojos a Jude desde donde está sentada,
pero tal vez no sea lo suficientemente fuerte para eso. Me imagino que ha estado en tierra más tiempo
que cualquier otra sirena viviente.
Nos alejamos del muelle y yo remo hacia la bahía. Los remos me raspan las manos, pero me concentro
en mantenerlas equilibradas, pero mis brazos pronto se cansan, más pronto de lo que lo harían si no
hubiera pasado gran parte de la noche tocando el violín. Frente a mí, Jude tiene la cabeza gacha,
susurrando para sí mismo o para la sirena; No puedo oírlo por encima del ruido de las olas. Saco los
remos del agua y los apoyo contra la borda.
–Rápido– digo. –Suéltala aquí.
El pánico se arrastra por mi garganta, entrelazando mis palabras. Nuestro bote en la bahía vacía
seguramente no ha pasado desapercibido por las sirenas. Ahora que he dejado de remar, soy muy
consciente de la noche, de las oscuras profundidades debajo de nosotros. Me pregunto si ya se dieron
cuenta de que Jude no tiene hierro, si lo están observando...
Baja la sirena por el costado del bote. Se libera de la manta, revoloteando hacia las profundidades,
rápida y plateada como un pez. Ocurre tan rápido que ambos nos quedamos mirándola, inmóviles
incluso cuando el bote comienza a ir a la deriva.
Jude se mueve primero. Recoge la manta, la lana ahora empapada y goteando.
–Volveré remando– es lo único que dice, mirándome.
Le paso los remos. Nos conduce de regreso a la isla, hacia la luz de su faro en los acantilados. Me
rodeo con los brazos y presiono los dedos en el algodón de su chaqueta. Atracamos en el puerto y Jude
me ayuda a salir del bote antes de asegurarlo a la cornamusa. Su expresión es desconcertantemente
vacía, pero su silencio es lo que realmente me preocupa.
Cuando llegamos a los escalones, se deja caer de rodillas, con la cabeza gacha mientras aprieta la
manta contra su pecho. –Un año– susurra. –Más de un año, y yo…– cierra los ojos con fuerza, las
lágrimas se deslizan por sus mejillas. –Dios me perdone, no sabía qué hacer.
Me agacho a su lado. –Jude…
–Traté de ser amable con ella. Traté de mantenerla viva.
–Y lo hiciste–. Coloco una mano cuidadosa en su hombro. –Ahora está a salvo. Ella es libre.
Esto no lo calma como esperaba. Presiona su frente contra el muelle, tomando grandes y jadeantes
jadeos como si no pudiera encontrar aire para respirar.
–Yo no… yo no me atrevía a decirle a nadie– dice. –Pensé que la iban a matar. Oh Dios, no podría…
Mi garganta se aprieta. Las lágrimas corren por mis mejillas antes de que pueda empujarlas hacia
atrás. –Jude –digo en voz baja. –Jude, tú no eres el culpable aquí. No la pusiste en esa habitación. No
acercaste el cuchillo a su piel.
Se ahoga con un sollozo, tapándose los ojos con una mano. Tengo muchas ganas de sacarlo del puerto;
todavía no tiene hierro, todavía está demasiado cerca de los peligros siempre presentes del mar. En
cambio, envuelvo mis brazos alrededor de él, atrayéndolo en un abrazo. Lo dejo llorar en mi hombro
como él me dejó hacerlo el día del funeral de mi padre.
Alejándose, se limpia la cara con la manga de su suéter. –Me disculpo por no decírtelo antes. Tú...
siempre sabes qué hacer–. Sus ojos enrojecidos miran hacia el mar. –Espero que esté bien.
Llevo una mano a su mejilla, girándolo hacia mí.
–Ella está en casa– le digo. –Ahora deberíamos volver a la nuestra.
Él asiente. –Sí– dice, y Respira profundamente, estabilizándose. –Gracias, Moira.
Su voz se quiebra como el cristal. Muevo mi mano para agarrar la parte delantera de su suéter. –Me
quedaré contigo esta noche, ¿de acuerdo?
Observo su rostro, las huellas de sus lágrimas son evidentes incluso en la oscuridad.
–No quiero que estés solo.
Jude asiente de nuevo. El viento alborota su cabello, los botes a nuestro alrededor crujen. Justo detrás
de él, algo parpadea sobre la pared vertical del acantilado. Por un instante creo que es el brillo del faro,
pero esta luz es demasiado tenue para eso, demasiado cerca del suelo.
Es como la linterna de alguien, como si alguien estuviera allí al borde del acantilado, mirando hacia el
puerto.
Mi expresión debe cambiar de alguna manera, porque Jude se arriesga a mirar a su alrededor. La luz ya
se ha ido, pero el recuerdo de ella permanece como fantasma a través de mi visión.
–¿Moira?– Jude dice. –¿Qué es?.
Niego con la cabeza mientras el temor se apodera de mi columna vertebral. –Nada– murmuro.
Soltando su suéter, hago mi mejor esfuerzo para sonreír. –No es nada.
Capítulo Veinticinco

El sueño no viene por ninguno de los dos. Cuelgo el impermeable de Jude en el perchero de la entrada,
subo las escaleras y me acuesto en la cama de la habitación de invitados. Su anillo de hierro presiona
contra mi piel. Lo saco, dejándolo junto a la lámpara de aceite en la mesita de noche. Las horas pasan
erráticas e irregulares, todo sábanas retorcidas y sueños medio recordados. Apartando las mantas,
salgo al pasillo. Es allí, contra el pesado silencio de la mañana, donde escucho compases de música
amortiguados. Sigo la melodía hasta el dormitorio de Jude.
Solo me toma un momento encontrarlo. Reconozco esta música: lenta y mecánica, desafinada y
dolorosa. Es la melodía de la vieja caja de música de Emmeline. Mi corazón se siente agobiado por el
conocimiento, e incluso cuando cierro los ojos para escuchar, trato de no imaginarme a Jude al otro
lado de la puerta, sosteniendo la pequeña caja que una vez perteneció a su hermana.
Cuando le da cuerda por tercera vez, me doy la vuelta. No me entrometeré en esto. Después de la
oscuridad y la melancolía de anoche, Jude se merece un momento para sí mismo. Me dirijo a la cocina
y preparo una taza de té para ambos.
Jude baja las escaleras arrastrando los pies poco después. Aparece en la puerta, frotándose los ojos.
Cuando me ve, su boca se curva en una pequeña sonrisa.
–Vaya–. Toma el té que le ofrezco con dedos cuidadosos. –Gracias.
–¿Qué hora es?– pregunto.
–Apenas pasadas las nueve. Tengo observaciones que hacer en cubierta, si quieres unirte a mí.
Subimos al faro y salimos a la cubierta de la galería estrecha. Una brisa tira del dobladillo de mi
vestido. Es un día claro, las nubes cruzan el cielo, la luz del sol deslumbra el mar.
Han pasado solo unas horas desde que lanzamos una sirena a esas aguas. Durante la noche, los dos
nos habíamos arrodillado juntos en el puerto vacío, el dolor de Jude atravesó mi corazón mientras
lloraba en mi hombro. Ahora es de mañana y el pasado es solo un recuerdo. Connor Sheahan y Nell
Bracken se agregarán al registro de muertes de sirenas de este año, sus nombres impresos en las
páginas de un libro y luego olvidados. Agarro mi taza de té, su calor calienta mis palmas. Muy por
debajo, las olas cubiertas de blanco rompen sobre las rocas cerca de la orilla. Jude se sienta con un
cuaderno y un lápiz, pero su página permanece en blanco. Creo que tal vez tiene problemas para
observar el clima cuando está ocupado observándome a mí.
Me giro y le doy la primera mirada real desde anoche. Sus ojos oscuros aún están sombreados, su
cabello castaño aún enredado. Todavía Jude Osric. Solo algo en la forma en que se comporta ha
cambiado. Ha crecido y ya no es el niño de mejillas suaves que una vez conocí. Y también me doy
cuenta de que ya no soy esa niña que venía de visita junto a su padre.
El pasado nos ha transformado en algo completamente nuevo.
Se sonroja bajo mi mirada, apartando sus propios ojos. Comienza a escribir cosas en forma abreviada:
visibilidad y dirección del viento y condiciones de la marea. Es una rutina que lleva dentro de él, que
se transmite de padre a hijo. El faro es una parte de él tanto como los páramos y los acantilados son
parte de mí. A pesar de los peligros de esta isla, de sus horrores, son pocos los que saben cómo salir.
Me imagino que aquellos que lo hacen pasan el resto de sus vidas tratando de sacar la tierra de
Twillengyle de las suelas de sus botas.
Destellos gemelos de plata me llaman la atención. Miro por encima de la barandilla de la galería, pero
no hay nada que ver. Tal vez un atisbo de sirenas mientras se deslizan entre las olas. Al oeste, un grupo
de ellas toma el sol en las aguas poco profundas. No puedo decir cuántas desde esta distancia, pero
hay paz en ellas, quietud, la fría compostura de los cazadores a gusto.
–Jude–. Vuelvo mi mirada hacia él, su cuaderno apoyado en una rodilla doblada. –¿Cómo capturó tu
tío esa sirena?
Su lápiz se detiene. –Con una red y un hierro, me imagino– dice después de una pausa.
–¿Él no te lo dijo?
–No discutimos los detalles.
Entrelazo mis dedos sobre el borde de mi taza de té. –Solo me pregunto– empiezo, –si tal vez tuvo
ayuda. Habría sido difícil de lograr por su cuenta, ¿no crees? Más aún para mantenerla escondida.
Jude parece afligido. Deja su lápiz, mirando la página abierta de su cuaderno. –Esa es ciertamente una
posibilidad–. Extiende una mano sobre las palabras que ha escrito, su voz se convirtió en un susurro
cuando dice: –No supondrás que está conectado, ¿verdad? ¿Al asesinato de Connor? ¿A casa de Nell?
Recuerdo la figura sombría que nos siguió desde el pub, la luz que vi desde el puerto. Esa persona no
podía ser Dylan Osric simplemente porque Dylan Osric no estaba en Dunmore en ese momento. No
era su letra en la nota dejada en la entrada de Jude.
Deja de buscar.
Muerdo mi labio. –Deberíamos visitar a Imogen– respondo. –Si Nell estaba esperando un
pretendiente, podría haber sido el asesino. Es probable que Imogen conozca a la persona.
Jude levanta la cabeza y mira hacia el borde del acantilado. –Mi tío ha querido que se desmantele la
prohibición desde el día que murió mi familia– murmura. –Pero debes saber que nunca... nunca las
culpé, Moira. A las sirenas. Nunca quise cazarlas, lastimarlas como él lo hizo.
–Lo sé– Mis dedos se aflojan alrededor de mi taza de té. –Lo sé.
Jude cierra su libreta y se pone de pie, colocando el lápiz detrás de su oreja. Todavía mira el mar, a las
sirenas de la orilla. Presiono mi palma contra la barandilla.
–Necesito ir a buscar mi violín– le digo. –Lo dejé en el pasillo.
Él mira por encima. Su cara está inundada por la luz del sol, su suéter de punto trenzado está ajustado
sobre sus hombros. Si no fuera por sus ojos inyectados en sangre, me inclinaría a creer que anoche no
fue más que una pesadilla. –¿Qué pasa con nuestra investigación?
–Regresaré directamente de Dunmore– digo, dirigiéndome hacia la puerta de la galería.
Jude sonríe. Inclina la cabeza hacia abajo, el gesto es tímido, y juguetea con el lápiz detrás de la oreja.
–Está bien, entonces– dice.
Me apresuro por las escaleras hasta la cabaña. En unas pocas horas podríamos tener nuestras
respuestas.
A la mitad del páramo me doy cuenta de que todavía llevo puesto el vestido de anoche y decido parar
en mi casa para cambiarme. Hubiera preferido evitar a mi madre en el ínterin, pero la encuentro
lavando la ropa al lado de la casa.
Está de pie junto a la tina de madera, con las manos mojadas y enjabonadas, mientras frota una sábana
contra los bordes metálicos de la tabla de lavar. Varios baldes de estaño están dispersos en el suelo
cerca, llenos de agua y ropa enjuagada. Hace una pausa en su trabajo cuando me ve.
–Ven aquí, Moira.
Un filo mordaz acompaña mi nombre cuando lo dice.
Esto es precisamente lo que no necesito en este momento.
Camino hacia ella, manteniendo mis ojos en los baldes de estaño, los lados de la tina. Puedo sentir la
mirada de mi madre sobre mí como el pinchazo de cien agujas. –¿Sí Madre?
Me arriesgo a mirarla a la cara. Ella me mira, la ira emana como el calor de nuestra estufa. Agacho la
cabeza, penitente, con la esperanza de evitar lo peor.
–Parece que no te das cuenta– comienza, –cuántos ojos tiene esta isla.
Me estremezco. –No…
Con la mano que no agarra la tabla de lavar, mi madre gesticula bruscamente. –No tengo ningún deseo
de escuchar excusas. ¿Crees que puedes dejar el baile con el Sr. Osric y nadie se da cuenta? Supongo
que pasaste la noche en el faro.
–Sí, pero…
–Trato de darte espacio, Moira. Realmente lo hago. Desde que tu padre…–. Ella toma un respiro. –Y sé
que el señor Osric siempre ha sido un buen amigo tuyo, pero ya no sois niños. Ninguno de los dos.
Mi propio temperamento chisporrotea en respuesta. –Mis idas y venidas son asunto mío– le digo. –No
hay necesidad de que te preocupes por mí.
Ella suspira, frotándose las yemas de los dedos agrietados contra su sien. Me irrita lo preocupada que
parece por los chismes de los isleños. Los rumores surgen de una mirada, de un susurro. Significan
muy poco en total; simplemente le dan a la gente algo de qué hablar.
–Moira– dice, y el vitriolo en su tono ha desaparecido, reemplazado por fatiga. –Sólo quiero…
Doy un paso atrás. –Por favor– digo. –Por favor, no.
Mee doy la vuelta, corro hacia la casa y cierro la puerta detrás de mí. Mi corazón late contra mi caja
torácica. Estoy temblando por el conocimiento que tengo, los secretos que le he ocultado a mi madre.
«Dos personas fueron asesinadas, y Jude y yo estamos tratando de atrapar al asesino; Dylan Osric torturó a una
sirena encadenada y la liberamos en la bahía».
Tantos secretos.
En mi dormitorio me pongo ropa más sencilla: un vestido de manga larga de algodón azul pálido.
Camino hacia la cocina y robo un pastel de semillas del lote en el mostrador. Volviendo a salir, rodeo
el lado opuesto de la casa para evadir a mi madre.
Los gorriones revolotean de rama en rama cuando empiezo el camino hacia Dunmore. Parto pedazos
de pastel para ellos, y sus silbidos me siguen hasta que llego a los edificios de ladrillo y las estrechas
calles empedradas.
El mercado está lento hoy, como lo suele estar la mañana después de un baile. Mujeres jóvenes con
pulcros vestidos y faldas pasean cogidas del brazo, con la cabeza inclinada en conversación privada.
Las madres arrastran a sus hijos soñolientos de tienda en tienda. Los hombres andan con las gorras
bien caladas y las manos en los bolsillos.
Brendan Sheahan está parado afuera de la panadería, fumando. Incluso desde el otro lado de la calle
veo sus ojos enrojecidos, su rostro blanco como el papel. Trago saliva, desvío la mirada y continúo
hacia el pasillo. Abro la puerta y el silencio me envuelve.
Sin música, sin gente que lo llene, el lugar se siente fantasmal. Las motas de polvo flotan en la luz que
brilla a través de las altas ventanas. Cuando era niña, creía que las motas doradas eran polvo de hadas,
algo capaz de conceder deseos si solo podía atraparlas. Salgo de la entrada en sombras, estiro una
mano hacia el rectángulo de luz, pero las partículas se escapan, demasiado intangibles para agarrarlas.
Alguien tose. Levanto la vista, repentinamente cohibida, y encuentro a Peter Atherton apoyado en la
puerta de la trastienda. La luz del sol se filtra en su cabello oscuro, iluminando los ángulos de su
rostro. Torna sus ojos en ámbar al igual que lo hace con los de Jude.
–Buenos días, Moira.
Me dirijo hacia él. –Estoy aquí por mi violín– digo. –Lo dejé atrás anoche.
–Me di cuenta. Tu abrigo también–. Me deja pasar a la pequeña habitación. –Tú y Wick se fueron muy
rápido. Él no te llevo a la playa, ¿verdad?
–¿Y si lo hizo?
–Dios mío, Moira, no eres la policía.
–Tampoco lo es Jude Osric, según lo último que recuerdo.
Mi abrigo y mi estuche de violín están colocados en una silla al lado del piano. Abro el estuche,
evaluando mi instrumento.
–No, pero él es el guardián.
Paso los dedos por el mástil de mi violín, hasta el puente, el elegante frente de abeto. Pienso en Jude
dando cuerda a la caja de música de su hermana, la melodía melancólica de la misma. Cierro el
maletín y agarro mi abrigo.
–Moira, escucha– dice Peter, –el consejo no está muy complacido. Aparentemente ha habido una
discusión sobre la prohibición de la caza, si deberían considerar las restricciones.
Lo predije, al menos lo sospeché, pero escucharlo expresar la situación me pone un nudo en la
garganta.
–¿Por qué?– pregunto. No sé qué más decir.
La mirada que me da es comprensiva, del tipo que se da cuando no queda nada por hacer. Es la mirada
que recibí de las enfermeras cuando me dijeron que mi padre se estaba muriendo.
–Ya sabes por qué– responde. –Dos isleños están muertos y ni siquiera ha terminado el mes. No
pueden ignorar eso.
Curiosa, sostengo su mirada. –¿No crees que sus muertes son extrañas, Peter?
–¿Sigues dando vueltas, imaginando que es un asesinato? Dejaría que esa idea se hundiera.
Aprieto mi agarre en mi estuche de violín. –Y lo seguiré haciendo.
Apoya una mano en el pomo de la puerta, soltando un suspiro. –Va a haber una reunión al respecto, la
llevarán a cabo aquí, dentro de unos días, si quieres asistir.
Asiento y vuelvo a salir a la pista de baile iluminada por el sol. Siento los ojos de Peter sobre mí
mientras me voy. Las motas de polvo todavía cuelgan suspendidas en el aire, y quiero atraparlas todas
en la palma de mi mano. Pero ahora necesito algo más que deseos fantasiosos: necesito un milagro.

Un fuerte viento sopla sobre los páramos mientras los cruzo. Hundo mi rostro en el cuello de mi
abrigo, el dobladillo de mi vestido se mueve de un lado a otro. Mis ojos se posan en la torre azul y
blanca del faro. Subiendo por el camino, pruebo el pomo de la puerta, por si acaso Jude la ha dejado
abierta.
–Por supuesto que no lo ha hecho.
Golpeo mis nudillos contra la madera. Me pregunto si todavía estará en la cubierta de la galería, si
estará dentro de las paredes de vidrio de la sala de las linternas. Pasan los minutos. Llamo de nuevo,
mi puño golpeando la puerta de la cabaña. Miro alrededor hacia el jardín vacío, las laderas más allá.
Una melodía oscura susurra en mi pulso, acelerando los latidos de mi corazón.
Jude sabía que iba a volver. Se lo dije, ¿no?
El viento cambia de dirección. Me arranca mechones de pelo del moño, me pica los ojos y dejo el
estuche del violín en el suelo, alejándome de la puerta.
Contra el resplandor del sol, diviso a alguien que viene del puerto. Se me escapa el aliento y me asalta
el alivio. Deben haber necesitado a Jude en los muelles.
Doy un paso adelante y levanto una mano para protegerme los ojos. Sin embargo, cuando la persona se
acerca, me doy cuenta de que no es Jude en absoluto. Un niño más pequeño corre a través de los
brezos en mi dirección: Terry Young, con la cara roja y los ojos muy abiertos. Casi choca conmigo.
–Señorita Alexander–. Me mira como si viera algo terrible en mi lugar. –Oh Dios, me dijeron que te
encontrara.
El miedo pincha mi corazón. Jude todavía no ha abierto la puerta, y no creo que esté dentro para abrir.
–¿Qué pasa?
Terry se inclina, con las manos en las rodillas, jadeando. –Es Wick– dice. –Jude Osric–. Él mira hacia
arriba. El terror en sus ojos es negro y duro como una piedra. –Ha sido atacado.
Y las campanas de alarma suenan, altas y claras, desde el puerto.
Sirenas.
Capítulo Veintiséis

Cuando yo tenía unos nueve años y Jude once, nuestros padres nos encargaron la tarea de arreglar
nasas rotas para langostas. Nos sentamos juntos en el suelo del cobertizo para botes y yo enhebré
cordel con una aguja mientras Jude empuñaba el martillo y los clavos para enderezar la estructura. No
vi que sucediera, pero lo escuché cuando resbaló y se golpeó el pulgar con el martillo en lugar de la
cabeza del clavo. Inhaló, fuerte, conmocionado, justo antes de que su boca se abriera en un grito
silencioso.
Ese es el momento en el que parezco atrapada ahora. Un lugar en algún lugar entre la conmoción y el
grito. Mis oídos zumban cuando suenan las campanas de alarma, demasiado fuertes para pensar. El
frío inunda mis venas. Se siente como si estuviera atrapada debajo de una capa de hielo, todo se
detiene lentamente mientras el escalofrío me atraviesa. Corro hasta que el puerto aparece a la vista y
el hielo en mi sangre se convierte en fuego.
Los hombres corren de muelle en muelle, gritando órdenes por encima de la alarma. Miro a mi
alrededor, presa del pánico, y se me cierra la garganta cuando veo a un grupo sujetando a Jude en el
muelle.
Esta vivo.
Entonces me doy cuenta de por qué no se ha silenciado la alarma. Dos sirenas permanecen en el borde
del muelle, manteniéndose en el agua. Sus ojos índigo brillan mientras miran, y sonríen, con los labios
cerrados, como si quisieran atraerme hacia adelante.
Doy pasos cuidadosos y silenciosos, el caos que me rodea retrocede como la marea. Deslizando una
mano en mi bolsillo, mis dedos rozan el metal, mi pequeño anillo de hierro. Lo tiro hacia arriba, al
mar. Golpea el agua con un chapoteo, y las sirenas desaparecen, dos destellos gemelos de pelo largo y
piel pálida se sumergen bajo las olas.
De inmediato, los sonidos del puerto regresan a todo volumen. No dejo que mis ojos se desvíen hacia
Jude todavía, pero presto mi voz a la conmoción. –¿Por qué todavía lo tienen junto al agua?
Los hombres me miran y levanto un poco más la barbilla.
–Llévenlo al faro. Debería haber una llave en sus bolsillos.
Uno de los pescadores, Emyr Llewellyn, dice: –Está sangrando, señorita–. Inclina la cabeza hacia el
brazo izquierdo de Jude, donde tres largos cortes se extienden desde el hombro hasta el codo. La
sangre se filtra a través de la tela de su impermeable, tiñendo el muelle de rojo.
Trago saliva y me agacho para estudiar el rostro de Jude. Sus ojos están cerrados, la mandíbula
apretada, su respiración es rápida y superficial. La sangre corre de su nariz, manchando una mejilla.
Toco su hombro.
–Jude –digo en voz baja. Jude, soy Moira. ¿Puedes abrir los ojos para mí? ¿Puedes hacer eso?
Debe oír, porque hace lo que le pido. Su mirada revolotea sobre mi cara, el blanco de sus ojos está
lleno de capilares reventados. El tamaño de sus pupilas, enormes y oscuras, convierte la mirada en
algo antinatural. Abre la boca, pero no sale ninguna palabra.
Quitando mi mano, busco en el bolsillo de mi abrigo un pañuelo, atando un torniquete tosco en su
codo. Sus ojos se cerraron una vez más, como para evitar la luz del sol, y gime, un sonido agudo y
doloroso en la parte posterior de su garganta.
Miro hacia arriba. –Tenemos que moverlo.
Junto a Llewellyn, Gabriel Flint pone sus manos sobre Jude. Manos que podrían haber enviado a
Connor y Nell a la muerte. La rabia hierve dentro de mí, cubriendo mi garganta.
–No lo toques –gruño.
En todo caso, su agarre se aprieta. –Estoy tratando de ayudar.
–¿Alguien puede apagar esa alarma?– dice otro de los hombres, Benjamin Carrick.
En el silencio que sigue, levantan a Jude. Sus ojos se abren de golpe. Sus respiraciones se atrapan en
su pecho. Cuando habla, su voz es extraña y aflautada.
–Bájate– dice. –¡Bájate, bájate, bájate de mí!–. Tira contra ellos, forcejeando, retorciéndose bajo su
agarre.
Agarro su mano. –Jude, está bien. Te llevaremos al faro.
Él mira fijamente, ojos febriles. –¿Moira?
–Sí. Si, soy yo.
Él tira de mi mano.
–Por favor, Moira, diles... diles que me dejen ir. La sangre gotea de su nariz, bajando por su barbilla.
Ni siquiera parece darse cuenta.
–No puedo entregarte a las sirenas, Jude. Te matarán.
–No, no no no. Tú... tú no sabes eso.
Se estremece, los dientes apretados, la sangre en su rostro, solo enfatiza lo pálido que se ve.
–No entiendes.
Aparto el cabello empapado en sudor de su frente, siento el calor ardiente de su piel.
–Lo entiendo– susurro de vuelta. –Cuánto debes querer ir a ellas. Cómo saldrías corriendo del muelle
si te dejáramos. Tienes la magia de la canción corriendo a través de ti. No podemos dejarte ir hasta
que haya seguido su curso.
Su próximo aliento se convierte en un sollozo. Golpea contra las manos que lo sujetan, pero los
hombres se mantienen firmes.
–Por favor– dice, con la voz entrecortada. –Por favor, haré cualquier cosa. Solo déjame ir. ¡Déjame ir!
Él es tan diferente a sí mismo en este momento que duele.
Aparto mi mano, su sangre salpica la manga de mi abrigo.
Siempre ha habido supervivientes. Mientras las sirenas han cazado en las costas de Twillengyle, hubo
sobrevivientes. Isleños y turistas, pocos y distantes entre sí, escapando del canto de sirena. Algunos
sobreviven y mejoran, recuperándose hasta que el ataque no es más que una cicatriz desvanecida en su
pasado. Y algunos otros descienden a la locura, se consumen lentamente, nunca realmente aquí ni
allá, nunca viviendo realmente.
Mi corazón golpea contra mi caja torácica, una niebla terrible llena mi mente, porque en uno de estos
destinos se encuentra el futuro de Jude Osric, y no sé en cuál es.
Agotado por sus esfuerzos, se desploma hacia atrás. Su cara es de un blanco grisáceo y sus ojos ruedan
en sus órbitas, desenfocados. –Todavía me cantan– murmura. –Puedo oírlas.
Es lo último que dice antes de caer inconsciente.
Benjamin Carrick lo levanta tan fácilmente como si Jude fuera un niño. –Adelante, señorita
Alexander– dice. –Lo tengo.
Flint y Llewellyn nos siguen mientras viajamos por los páramos hasta el faro. El sol del mediodía se
esconde bajo un parche de nubes, ensombreciendo el camino.
–¿Qué pasó?– pregunto.
–Carrick lo vio en la orilla– dice Llewellyn.
Miro al hombre que lleva a Jude Osric en sus brazos. Tiene poco más de treinta años, cabello oscuro y
hombros anchos, su piel es de color marrón claro. Su expresión está tensa por la preocupación, y sus
manos se aprietan protectoramente alrededor de Jude.
–Él no estaba prestando atención– dice.
–¿Sabes lo que estaba haciendo allí abajo?
–Tendrá que preguntárselo a él, señorita. Volverá a sus sentidos a su debido tiempo, estoy seguro–.
Cambia el peso de Jude, mirando el torniquete alrededor de su brazo. –Será una cicatriz desagradable,
eso sí.
Muerdo mi labio inferior.
–No conozco a muchos que se arriesgarían a acercarse tanto a las sirenas para salvar a alguien– digo.
–Era Jude Osric– dice Carrick, como si eso lo explicara todo.
Y asiento, porque entiendo. La amabilidad de Jude nunca ha sido solo para mis ojos. –Gracias– digo,
palabras incapaces de transmitir lo agradecida que estoy.
El faro se cierne frente a nosotros, y busco a través de la chaqueta desgarrada y ensangrentada de Jude
hasta que mis dedos se cierran alrededor de una gran llave maestra.
La puerta de la cabaña se abre con sus nuevos goznes. Guardo la llave en mi bolsillo y tomo mi estuche
de violín que había dejado en el escalón.
–Tiene un botiquín de primeros auxilios en la cocina. Lo traeré. Su dormitorio está subiendo las
escaleras, en la segunda puerta a la derecha.
Me dirijo a la cocina. He visto sacar el botiquín de primeros auxilios muchas veces durante mis visitas.
Es una simple caja de metal metida en un armario; le doy la vuelta a los broches y lo encuentro bien
provisto de vendajes, ungüentos, una aguja e hilo. Agarro la manija, con los nudillos blancos, y me
dirijo al dormitorio de Jude.
Me detengo frente a su puerta, solo por un instante. Pongo mi mano plana sobre la madera, cierro los
ojos, y respiro. Luego entro en la habitación.
Jude está acostado en la cama estrecha. Alguien tuvo la sensatez de quitarle las botas, pero aún lleva la
chaqueta hecha jirones, su sangre ya mancha las sábanas.
«Oh Dios» pienso, «eso lo irritará terriblemente» y por un momento el pánico amenaza con abrumarme.
Carrick, Flint y Llewellyn se paran en medio de la pequeña habitación. Flint llama mi atención cuando
entro, pero no dice nada. Me siento al borde de la cama de Jude y le quito el torniquete del brazo. No
se salvaron la chaqueta, ni el suéter que lleva debajo. Ambos están empapados de sangre, las mangas
destrozadas. Tomo un par de tijeras del botiquín de primeros auxilios y empiezo a cortar la tela. El
silencio cubre la habitación mientras trabajo. Solo está la sangre corriendo en mis oídos, el silencioso
susurro de la respiración de Jude. No miro su rostro, lo pálido que está, los huecos oscuros debajo de
sus ojos.
–Moira– dice Flint finalmente. –¿No crees que es mejor que lo llevemos al hospital?
–No–. Niego con la cabeza. –Puedo cuidarlo mejor aquí.
Una pausa. –Nadie está diciendo que tienes que cuidarlo–. Su tono es todo bordes duros.
Termino de cortar la ropa de Jude, dejándolo en su fina camiseta.
–¿Por qué no? ¿Me crees incapaz?– exclamo, volviéndome hacia Flint.
–No.
–Bien entonces–. Trago saliva. –Lo vigilaré hasta que se recupere. He visto a mi padre auxiliar a otros
sobrevivientes. Nada que no haya hecho antes.
–¿Y si no se recupera?
Benjamin Carrick lo mira fijamente, pero ya he dado un paso adelante. Levanto la cara y me encuentro
con la pálida mirada de Flint.
–No condenarás a Jude Osric bajo su propio techo– le digo. –No lo permitiré.
Un músculo en su mandíbula se contrae. Muy bien podría ser el asesino que buscamos, tal vez incluso
la razón por la que Jude estaba en la playa. La posibilidad me pone los nervios de punta.
–Fuera– le digo.
Lo hace sin otra palabra, sus pasos pesados en las escaleras.
Carrick y Llewellyn permanecen en la habitación, con los ojos fijos en Jude. Aprieto las manos con
fuerza para que dejen de temblar. –Gracias a los dos– digo, –por traerlo aquí.
Carrick asiente. –No hay problema, señorita–. Su mirada vuelve a caer sobre la forma dormida de Jude.
–La isla sería aún más pobre sin él.
Los hombres se despiden, cerrando la puerta suavemente a su paso. Estoy sola, y la realidad ante mí se
asienta fría y terrible en mi pecho.
No, no sola. Estoy con Jude Osric.
Aunque nunca me había sentido tan distanciada de él.
Me siento de nuevo en el borde de su cama. Limpio sus heridas y preparo nuevos vendajes. Mis manos
tiemblan solo un poco mientras coso las heridas para cerrarlas.
–El señor Carrick tenía razón al decir que estas cicatrizarán– le digo, anudando el hilo. –Pero no te
preocupes. Sospecho que se verán bastante apuestas.
Un matiz rosado marca sus pómulos, la franja de su cabello está empapada de sudor. Tomo un paño y
limpio la sangre de su rostro, viendo sus ojos revolotear bajo los párpados cerrados. Espero que no
sean las pesadillas lo que lo atormentan ahora. El canto de sirena tiende a confundir la mente,
atormentando el cuerpo con fiebre, escalofríos y alucinaciones.
Ningún anillo de hierro cuelga de su cuello. Lo dejé, sin pensar, sobre la mesita de noche en la
habitación de invitados. Si tan solo se lo hubiera dado, si simplemente se lo hubiera metido en la
chaqueta...
¿Hubo un momento en que se dio cuenta de que no lo llevaba puesto? ¿Había tratado de dar marcha
atrás antes de que las sirenas lo sorprendieran?
Un pliegue aparece entre sus cejas mientras sueña. Le vendo el brazo y le aliso el pelo hacia atrás.
–Sé que te he pedido mucho– susurro. –Más de lo que jamás me has pedido. Pero si puedo pedirte otra
cosa, es que sobrevivas a esto–. Las palabras raspan mi garganta. Descanso mi cabeza en su hombro
ileso, mis ojos ardiendo con lágrimas. –Por favor, Jude. Por favor, no me dejes.
Solo la noche anterior, había devuelto una sirena al mar. Ahora quieren llevárselo a la oscuridad,
llenarle los pulmones de agua salada y clavarle los dientes en la piel. El mar toma lo que quiere, y tal
vez el mar ha querido a Jude desde el momento en que se cayó del bote de remos de mi padre. Sin
embargo, la sirena que vimos ese día no se lo había llevado.
Su voz tranquila hace eco dentro de mi cabeza.
«Nunca las culpé, Moira. A las sirenas».
Siento como si algo dentro de mí se estuviera astillando. Amo a las sirenas como amo la isla. Son un
vínculo con mi padre, mi infancia, una parte integral de mí misma. Son un arma de doble filo, y las
admiro por ello.
Las sirenas no son a las que les he dado mi corazón.
Cuando miro a Jude Osric, todavía puedo ver al niño que me mostró el faro, señalando y explicando
todo lo que estaba a la vista. Veo la extensión salvaje de los páramos y dos niños, corriendo y
tropezando uno tras otro mientras sus padres no estaban. Recuerdo a Jude, de doce años, inclinando la
cabeza durante el funeral de su familia, cuando quería que nadie lo viera llorar. Y solo unos años más
tarde, cuando estaba entre la reunión en la tumba de mi padre.
Entonces lo eliminé de mi vida, sin importarme las consecuencias, obsesionándome con la música y
las sirenas para poder compensar la pérdida. Ahora, me doy cuenta de que la muerte de Connor
Sheahan se produjo como ocurría a menudo en Twillengyle: como una bendición y una maldición.
Porque me trajo de vuelta a Jude Osric antes de que supiera cuánto lo necesitaba.
Sentándome, limpio las lágrimas de mis mejillas. Bajo al salón, abro el baúl de la ropa blanca y
encuentro una colcha que no he visto en años, cosida por la madre de Jude. La costura es hermosa,
precisa, un mosaico azul y blanco como el faro. Sacudo el polvo de ella y, cuando lo llevo a la
habitación de Jude y la coloco sobre él, hace un pequeño ruido, un suave suspiro en su sueño irregular,
pero no parece estar más cerca de despertar.
En la cocina, enciendo una lámpara de aceite mientras cae el crepúsculo. El viento aúlla a su paso por
los páramos. Antes de darme cuenta, estoy agarrando una linterna del escritorio y abriendo la puerta.
Me estremezco cuando una brisa atrapa mi abrigo abierto. Apretando la linterna, me levanto el cuello.
El aire de la tarde lleva todos los aromas del otoño: hojas y hierba seca, el fuerte olor a sal y salmuera.
Me dirijo al camino que baja a la playa, los tacones de mis botas se hunden en el barro y la turba.
En la costa tomo nota de la altura de la pared oscura del acantilado antes de inspeccionar la longitud
de la playa. Mis ojos se posan en la grieta más cercana, una estrecha fractura en la roca. Me agacho,
presiono la superficie dura y húmeda y apago la tenue luz de la linterna.
Si Jude estuviera aquí, me diría que estoy loca por hacer esto. Excepto que él es la mitad de la razón
por la que estoy aquí, para empezar, y de todos modos siempre he estado un poco enojada.
Así que espero, los últimos jirones de luz del sol desaparecen en el mar. Recuerdo la mano de Jude en
la mía mientras bailábamos, sus cálidos ojos oscuros y la mirada que me dio, como si yo fuera la cosa
más extraordinaria del mundo.
Me inclino hacia adelante, miro hacia la playa y ahí están.
Dos de ellas pasan de las aguas poco profundas a la arena mojada. Sus piernas levantan espuma, pero
en la playa son ninfas pálidas y silenciosas resbaladizas por el agua salada. La adrenalina agudiza mi
vista, y me aprieto contra la grieta cuando su mirada se desliza hacia el acantilado. Mi corazón se
acelera cuando los ojos índigo se mueven hacia donde estoy, sus pupilas agrandadas son oscuras como
la medianoche, y trago saliva, preguntándome si es el mismo par que atrajo a Jude antes.
El pensamiento me vuelve imprudente, me saca de mi escondite. Entonces recuerdo que tiré mi
amuleto de hierro al mar.
Las sirenas necesitan cantar una sola nota.
Sería una muerte rápida. Una vez que me atraparan, sería arrastrada a las profundidades. Los mareos
por la pérdida de sangre harían que ahogarse fuera casi placentero. No lucharía, no con su canción
presionada contra mis tímpanos.
Y hay una parte de mí que desea oírla, sentirla en mi corazón y en mis venas, una cacofonía de agua
salada y sangre.
Pero pienso en Jude Osric.
Jude, que es una mano firme en la oscuridad, una brújula, segura y verdadera, que ha estado a mi lado,
me ha prestado paciencia cuando yo no tenía ninguna. No puedo, no lo haré, no lo abandonaré ahora.
Doy un paso fuera de la grieta, justo cuando una de las sirenas gira.
Y todo en mí se congela.
Nos miramos la una a la otra, sin pestañear, ambas inseguras. Detrás de ella, la segunda sirena
continúa playa abajo. Apenas me atrevo a respirar mientras mis pensamientos se convierten en un
torbellino. Intento recordar lo rápidas que son las sirenas, pero no tanto en la tierra, ¿no? ¿Puedo
correr por el camino antes de que empiecen a cantar? Improbable. Está a varios pies de distancia.
Estaré atrapada entre la pared del acantilado y la arena abierta.
Si se toma un momento para llamar a la otra sirena, podría tener una oportunidad. Una pequeña
posibilidad. ¿Me seguirán por el camino del acantilado? ¿Hasta dónde tierra adentro seguirá una
sirena a su presa?
Pero me detengo, vacilante, cuando noto que la sirena ni siquiera ha abierto la boca. Doy otro paso
cuidadoso fuera de la estrecha grieta. La sirena inclina la cabeza hacia un lado, observándome, con los
ojos muy abiertos y oscuros.
Pero ella no canta.
Mis manos se cierran en puños. –Adelante– susurro, sabiendo que sus agudos oídos escucharán
perfectamente. –¿Que estas esperando?
Da un paso hacia mí y mi respiración se acelera. Es como si ya estuviera encantada; no puedo
moverme. «Atrapados en los ojos de una sirena», dicen, como un conejo congelado en el arco de luz de
una linterna.
Una brisa del mar le echa hacia atrás la oscura maraña de cabello. Su cara está pálida e incolora,
excepto por el rubor rojo en sus pómulos y en sus labios. Es hermosa como solo lo es una sirena,
hermosa como lo son a menudo las cosas peligrosas.
Y ella solo me mira.
–¿Por qué le cantaste?– pregunto en un susurro, y mi voz se quiebra. –¿Me perdonas a mí y no a él? Se
está muriendo…
Trago saliva contra el nudo en mi garganta, las lágrimas pican en mis ojos.
–Te llevaste a toda su familia y él nunca te levantó la mano.
La sirena inclina su cabeza una vez más, sus ojos revoloteando sobre mi cara. Entonces su mirada cae.
Se da la vuelta y sus pies descalzos apenas dejan una huella en la arena movediza.
Dejo escapar un suspiro tembloroso y pasa todo un minuto antes de que mis puños se aflojen, de que
mis ojos miren de la playa al camino del acantilado. Con pasos entumecidos e inestables, hago mi
camino de regreso por los páramos.

Dicen que el mar puede conceder deseos. Por el precio de un secreto.


Me paro en el borde del acantilado, bajo el cielo nocturno, y miro en dirección al faro. La luz de la
baliza sigue encendida. Gira en un círculo lento sobre las laderas, hacia el horizonte negro, la
oscuridad de las profundidades.
Dicen que el mar puede conceder deseos, y necesito desesperadamente uno.
Mis dedos se aferran con fuerza al trozo de papel doblado en mi mano.
–Que Jude se mejore– susurro con los ojos cerrados y dejo que el papel se me escape de las manos.
Observo cómo se desplaza hacia abajo, hasta que es una mota que se desvanece contra las olas
cubiertas de blanco. En pulcras letras cursivas, he impreso el secreto de mi corazón. Un secreto que
ahora murmuro, en silencio y sin aliento, a la luz de la luna nublada y las estrellas distantes.
Porque lo amo.
Capítulo Veintisiete

Me despierto, con el corazón latiendo muy rápido, por un golpe en la puerta. La luz pálida de la
mañana marca las tablas del suelo y me doy cuenta de que me he quedado dormida en una silla junto a
la cama de Jude.
Me estiro, con el cuello rígido, maldiciendome. El sueño de anoche regresa en destellos espasmódicos:
truenos y relámpagos sobre un mar oscuro, Jude agarrando mi mano con fuerza antes de que las olas
nos separen, viéndolo ahogarse...
Miro hacia donde está acostado en la cama. Su rostro está brillante por el sudor, su pecho sube y baja
debajo de la colcha.
Durante la noche, gritaba en sueños, inquieto y febril. Dijo mi nombre, con un tono ansioso en su voz,
como si me estuviera buscando. Sin embargo, cuando puse mi mano sobre la suya, cuando le dije,
«estoy aquí, Jude, estoy aquí», él solo se apartó, volviendo la cabeza contra la almohada.
Lo peor fue cuando llamó a los muertos. Llamó a gritos a su hermana, y no recuerdo una vez que haya
dicho su nombre desde el funeral. Puse un paño húmedo sobre su frente, con la esperanza de bajar su
temperatura, pero no hizo nada para aliviar sus mejillas sonrojadas. Su cuerpo ardía con la magia de la
canción; me quedé alerta por miedo a que dejara esta vida antes de que saliera el sol.
Los golpes comienzan de nuevo. Dudo, con los ojos en Jude, antes de levantarme y bajar corriendo las
escaleras. Abro la puerta y doy un paso atrás.
–¿Madre?
Sus ojos oscuros se encuentran con los míos. –El señor Flint me hizo saber que te quedarías aquí–.
Ella ajusta la cesta que lleva en una mano. –Me contó lo que pasó... a Jude.
La forma en que dice su primer nombre, como si fuera un niño otra vez, me retuerce por dentro.
Pienso en cuántas personas sabrán lo que ocurrió ayer en el puerto con la rapidez con que viajan las
palabras en Twillengyle. Mi mandíbula se aprieta. –Estoy cuidando de él.
–¿Cómo está él?
Hago una pausa, considerándolo. –Yo… no lo sé bien– digo. –Él está dormido.
Algo parecido a la lástima cruza el rostro de mi madre. Al principio pensé que vendría aquí a
sermonearme de nuevo, pero ahora veo que ese no es el caso. Abro más la puerta y ella cruza el
umbral. Deja su cesta y cuelga su abrigo en la entrada. Nos dirigimos a la habitación de Jude, y la
observo tomar asiento en el borde de su cama, poner una mano en su frente. Su inquietud de la noche
anterior se ha disipado; ahora yace inmóvil, su respiración lenta y demasiado tranquila en el silencio
que lo rodea.
Trago saliva, juntando mis manos.
Cuando mi padre cuidó a los sobrevivientes, les hizo beber tónicos, rodeó sus muñecas con amuletos,
presionó barras de hierro contra su piel. Funcionó; siempre funcionó. Sin embargo, aquí estoy yo,
arrojando tontos deseos al mar.
–Voy a buscar al Dr. Grant– dice mi madre de una manera que no deja lugar a discusión. Ella se pone
de pie, girándose hacia mí. –Moira.
–Él estará bien.
Quiero decir más, pero mi garganta se cierra, cortando el resto de mis palabras.
Tengo miedo de que no se despierte.
Tengo miedo de lo que sucederá cuando lo haga.
–Supongo que no puedo convencerte de que vuelvas a casa– me dice, tocando mi hombro.
Niego con la cabeza. –Quiero quedarme aquí hasta que esté mejor.
Y no es como si Jude tuviera a alguien más que lo cuidara. Odia a su tío, no se sentiría cómodo
atrapado en el hospital. La mayor parte de su vida ha sido una lección de autosuficiencia.
Mi madre asiente, concediendolo. Camino con ella de vuelta a la entrada y se pone su abrigo una vez
más
–El señor Irving llegará más tarde– dice, –él se encargara del faro.
–¿Señor Irving?– hago una pausa –¿No es el Sr. Osric?
–Eso fue lo que oí.
Recojo su cesta, se la entrego y abro la puerta principal. –¿Regresarás con el Dr. Grant?
Ella me devuelve la sonrisa. –Por supuesto.
Una punzada de culpa tira de mi fibra sensible. Recuerdo salir corriendo de ella, diciéndole que no,
por favor. Ahora me permite cuidar de Jude, a pesar de los chismes de la isla. De pie en el umbral,
coloca una mano en mi brazo. –Te portas como tu padre, Moira.
No sé qué decir a eso, así que solo sonrío, preguntándome si realmente lo hago. Todavía no, creo. El
Consejo está planeando deshacer la prohibición de la caza, algo que mi padre trabajó tan duro para
establecer, y no puedo permitir que sus esfuerzos lleguen a nada.
Tal vez una vez que resuelva este asesinato, convenza al consejo y cure a Jude Osric. Quizás, entonces,
este vacío en mi corazón se alivie.
Después de que mi madre se va, voy a la cocina. La luz del sol brilla a través de la ventana con cortinas
de encaje, haciendo que la cabaña parezca un espacio uniforme. No parece en absoluto que su
guardián se esta muriendo en una de las habitaciones de arriba. Muerdo mi labio inferior, cortando
ese pensamiento rápidamente.
Sin saber qué más hacer, preparo una taza de té.
El vapor sube hacia el techo, desapareciendo en la luz. Los libros de mi padre todavía están apilados
sobre la mesa, uno de ellos abierto por la mitad. Trazo sobre la impresión descolorida. No he tenido la
oportunidad de estudiar los nombres, pero Jude podría haberlo hecho. Debe haber tenido una razón
para ir a la playa.
Paso mis dedos por mi cabello antes de envolverlos alrededor de mi taza de té. Empiezo a subir las
escaleras para volver a verlo. Al entrar en la habitación, me encuentro con lo inesperado.
Jude Osric está despierto.
Está sentado en la cama, apoyado contra la pared, con la sien presionada contra el yeso agrietado. No
me mira cuando entro; Aparte del constante subir y bajar de su pecho, está completamente inmóvil.
En cambio, mira por la ventana, con la mano en el cristal.
Mi padre solía decir que las víctimas de las sirenas son predecibles en un sentido: una vez sacadas de
la orilla, harán cualquier cosa para volver al mar.
Dejo mi taza de té en la mesita de noche de Jude.
Esto se siente como un terreno precario.
–Estás despierto– digo suavemente.
Al sonido de mi voz, sus ojos se deslizan hacia mí. Se ven adormecidos a la luz de la mañana, no del
todo enfocados. –¿Moira?–
–¿Sí?
Me siento en la cama con la esperanza de desviar su atención de la ventana.
–¿Cuánto tiempo he estado dormido?
Deslizo una mano sobre la colcha azul y blanca. –Desde ayer por la tarde– digo, recordando la lucha de
mantenerlo alejado de las garras de la sirena. –¿Cómo te sientes?
Él sonríe, sus ojos entrecerrados. –Te has estado quedando aquí– dice.
–Quería asegurarme de que estabas bien.
–Que amable–. Quita su mano de la ventana para ahuecar mi mejilla. Su piel se siente húmeda por la
condensación, caliente por la fiebre. –Estoy bastante bien.
–No lo pareces, Jude.
Su sonrisa se ensancha. Pongo mi mano sobre la suya, dejándola descansar sobre el edredón. Nuestros
dedos se entrelazan. Jude cierra los ojos y apoya la cabeza contra la pared.
–Te extrañaré– dice, –cuando me vaya.
Mi corazón se tambalea. –No irás a ninguna parte.
Levanta su mano libre, golpeándose la sien, haciendo una mueca mientras tira de sus puntos. Todavía
puedo escucharlas, ¿sabes? Cantando. Quieren que regrese, necesito regresar.
–Si lo haces– digo, –las sirenas te matarán. ¿Es eso lo que quieres?
Es una tontería, de verdad, pensar que puedo razonar con él. Su encanto corre por sus venas, y él es
igual que cualquier otra víctima de sirena. Un chico familiar hecho desconocido por el canto de
sirena.
Cuando no responde, creo que puede haberse vuelto a dormir. Lo sacudo un poco.
–Jude... Jude, ¿qué estabas haciendo en la playa?
Abre un ojo. –Ahí es donde murió Nell.
–Sí, pero ¿qué estabas haciendo tu allí?
Parpadea, lento. –Quería… solo quería ver…–. Hace una pausa, rascándose la cabeza. –Estaba buscando
pruebas.
–¿Evidencia? ¿De que?
Sus ojos se cierran de nuevo. –Tengo que irme– dice en voz baja. –Me están esperando.
Con manos suaves, lo insto a volver a meterse bajo la colcha. No es bueno cuestionarlo así. No debería
cuestionarlo en absoluto, con el estado en el que se encuentra. Paso mis dedos por sus rizos.
–Solo trata de dormir por ahora– le digo. Espero hasta que su respiración se vuelve más lenta y luego
tomo la taza de té en su mesita de noche. Tengo que agarrarla con fuerza para que no me tiemblen las
manos.
Afuera, las nubes se acumulan en el horizonte y me pregunto si lloverá. Supongo que sería agradable
que el clima se adaptara a mi estado de ánimo. No hay mucho más de lo que pueda estar satisfecha,
con Jude delirando, la próxima reunión del Consejo y nuestra investigación dejada al margen.
La mayor parte de Dunmore probablemente ya ha oído hablar de la condición de Jude, si no todo
Twillengyle. Siento sus ojos como una presencia que no puedo quitarme de encima.
Significa que el asesino también lo sabrá.
–¿Qué vamos a hacer?– murmuro, mirando de nuevo a Jude. Duerme sin hacer ruido, nada que indique
si se hundirá o no en pesadillas. Exhalo lentamente, tratando de calmar mis nervios. –¿Cuándo te
volviste imprudente y yo cauteloso?–. Mi voz tiembla, caótica y desigual. –¿Por qué no me esperaste?
Esa es la pregunta que realmente quiero que me respondan.
Él debe haber sabido lo peligroso que era y no haría algo tan impulsivo sin motivo. Pero si se fue en
busca de pruebas...
Un golpe en la puerta anuncia el regreso de mi madre con el médico. Grant se ve decididamente
sombrío, su rostro curtido como el peñasco. Se quita el sombrero, pero no se molesta en quitarse el
abrigo antes de que empecemos a subir. Sostiene una bolsa de cuero negro en una mano nudosa,
colocándola sobre la cama de Jude mientras se inclina para examinarlo.
–Estaba despierto y hablando hace menos de media hora– digo, mirando en dirección a mi madre.
–Después de que te fuiste, madre.
Grant levanta una ceja como si no supiera si creerme. Desenvuelve las vendas del brazo de Jude,
revisando mi trabajo de costura.
–Sus heridas no parecen estar infectadas– dice bruscamente.
Me siento en la silla al lado de la cama. –Estaba bastante febril por la noche.
–Mmm–. Grant levanta uno de los párpados de Jude, frunciendo el ceño. –Me sorprendería que no lo
estuviera, señorita Alexander. El canto de sirena es como una infección en sí misma. La fiebre
comenzará con el delirio, su cuerpo está tratando de quemar la magia–. Cubre los puntos de Jude con
un ungüento de su maletín médico y los envuelve en vendajes nuevos. –Tomará tiempo.
–¿Se pondrá mejor, entonces?– pregunto antes de que pueda detenerme. Inclinándome hacia adelante,
cambio mi mirada de Jude a Grant. –Es decir, ¿se recuperará?
Grant se endereza. –Eso depende enteramente de él, señorita Alexander. Recuperarse del
encantamiento de una sirena no es poca cosa, pero tampoco es imposible.
Asiento y vuelvo a mirar a Jude. El color todavía está alto en sus mejillas, sus dedos se curvan contra
las mantas.
Veo a Grant y a mi madre salir y paso mi mano por el yeso agrietado y desconchado del pasillo.
Cada grieta guarda un secreto.
En el ojo de mi mente observo mi trozo de papel revolotear en el mar.
Y con todo mi corazón, quiero que Jude esté bien.
Capítulo Veintiocho

Ya ha caído la tarde cuando Malcolm Irving llega al faro. Abro la puerta y lo encuentro de pie en el
escalón de la entrada, sin sombrero, con el cabello negro despeinado por el cruce del ferry. Viste un
overol debajo de su abrigo de lana raído, y aunque aún no ha cumplido los treinta, profundas arrugas
marcan la piel alrededor de sus ojos cuando sonríe.
–Hola, señorita Alexander– dice alegremente. Lleva una cesta de mimbre colgada del hombro.
Abriendo la solapa, me muestra los arenques dentro. –Traje esto para el té.
–Gracias–. Los tomo cuando entra en el pasillo. –Los pondré en la sartén.
–Y dígame…–. Se quita el abrigo y lo cuelga, su expresión se vuelve grave. –¿Cómo está él? ¿Nuestro
Jude?
–Ha Dormido todo el día– digo, tratando de no sonar derrumbada. –Puedes subir a verlo, si quiere. El
Dr. Grant lo revisó antes.
–Oh Dios–. Irving se pasa el dorso de la mano por la frente antes de acomodar su cabello. Mira por el
pasillo hacia la escalera, hacia la puerta que conduce a la torre. –Aunque creo que él querría que yo
viera la luz primero. Me dirigiré a la sala de las linternas por un momento, si me disculpa.
Mientras Irving se ocupa de la luz, llevo su cesta de pescado a la cocina. Me desabrocho los puños, me
subo las mangas del vestido y saco una sartén y un cuchillo para filetear. Mis ojos se desvían hacia los
libros sobre la mesa.
Gabriel Flint es demasiado joven para estar en la petición. Russell Hendry está encerrado en una celda
de la cárcel. La muerte de Nell Bracken proporciona una coartada para los asistentes al baile. Ella
estaba esperando a un pretendiente solo para terminar en un charco de su propia sangre, y la policía
pensó que fueron sirenas sin testigos. Pero, ¿por qué matarla después de Connor? ¿Qué secreto había
descubierto Connor que valía la pena cortarle la garganta?
Una puerta se abre en el pasillo. Irving entra en la cocina, limpiándose las manos con un pañuelo. Me
mira y dice, bastante vacilante: –¿Puedo verlo ahora?
Subimos las escaleras y lo acompaño a la habitación de Jude. Se arrodilla al lado de su cama, tomando
una de las manos de Jude entre las suyas. Jude murmura algo ininteligible, e Irving gira la palma de su
mano hacia arriba, las venas azules sobresalen a lo largo del interior de su muñeca.
–¿Ha estado…? ¿No se ha despertado?
–Esta mañana lo hizo, pero no por mucho tiempo.
Las sombras se alargan por la habitación. Irving vuelve a colocar la mano de Jude sobre la colcha.
Sentado contra la pared, lo mira.
–Mi bisabuelo– dice, –Dios lo tenga en su gloria, estaba en un estado similar antes de fallecer. Ni
siquiera era un pensamiento en la mente de mi madre en ese momento, pero me dijeron que no
tomaba ni comida ni agua. Solo quería volver con las sirenas–. Aparta los ojos de Jude para
encontrarse con mi mirada. –Deberíamos despertarlo, asegurarnos de que coma algo.
Me bajo al borde de la cama de Jude. –Señor. Irving, si puedo preguntar, ¿por qué está aquí en lugar
del Sr. Osric?
–Está en el faro marítimo con el señor Drummond. El bote auxiliar no podrá llegar a ellos hasta dentro
de uno o dos días–. Hay una tormenta por allí. Se pasa una mano por el pelo y mira por la ventana.
–Creo que caerá sobre nosotros durante la noche. Apenas logré tomar el último ferry desde Lochlan–.
Cuando me mira, sus ojos oscuros son sombríos. –También está el asunto de que le debo esto a Jude.
Vino a relevarme en mi faro cuando aún no era guardián aquí. No pude volver a subirme al ténder,
estaba demasiado enfermo, así que Jude y Drummond se ocuparon de mí y de la luz–. Él sonríe un
poco arrepentido. –Drummond es tan reconfortante como un calcetín mojado, pero Jude... ah, bueno,
ya sabes cómo es–. Él pone una mano sobre su corazón, con los dedos abiertos. Sus manos son muy
parecidas a las de Jude: nudillos rojos, piel seca y agrietada. –Me cuidaba como si yo fuera su propia
sangre.
Bajo la vista y observo una deformación en las tablas oscuras del suelo. Ahora que Irving lo ha
mencionado, casi puedo sentir la tormenta que se avecina en el aire. Echo un vistazo por la ventana y
las nubes cuelgan bajas, de un gris uniforme sobre el mar picado. Jude sigue durmiendo y yo me
levanto de la cama. –Prepararé la cena –digo– si quiere quedarse aquí con él hasta entonces.
Irving asiente. –Muchas gracias, señorita Alexander. Haré exactamente eso.
Abajo, retiro los libros de mi padre de la mesa de la cocina, enciendo la estufa y me pongo a filetear los
arenques, los cubro con mantequilla, sal, avena y los frío en la sartén con otro trozo de mantequilla.
Hace que la cocina huela a humo de leña, a pescado frito, por lo que el aire ya no es tan viciado y frío.
Antes de que pueda llamar a Irving, escucho sus pasos bajar las escaleras, junto a otro par, uno que
conozco tan bien como el mío.
Irving entra en la cocina con la mano alrededor del brazo ileso de Jude. Jude tiene la cara pálida y se
balancea ligeramente sobre sus pies. Un rastro de sangre sale de su nariz y se la limpia con el dorso de
una mano, mirando la sangre en sus nudillos con ojos vidriosos.
Él no me mira.
Irving lo dirige al baño para que se lave. Una vez que Jude cierra la puerta, me dirijo a Irving. –No
estoy segura de que deba estar levantado– digo–. Podría haberle llevado algo.
–Podría hacerle bien– dice Irving. –Parecía bastante calmado– dice, de hecho, cuando nos sentamos a
comer, Jude lo hace sin protestar. Sostiene su tenedor en su mano derecha, su brazo izquierdo, cosido
y vendado, acunado contra su estómago. No dice una palabra, e Irving y yo seguimos su ejemplo, por
lo que la cena es de lo más tranquila.
–¿Te gustaría algo más, Jude? ¿Una taza de té?– pregunta Irving cuando terminamos.
Jude se queda mirando su plato. Sacude la cabeza minuciosamente.
–Entonces vamos a llevarte a la cama– dice Irving, tomándolo del brazo.
Me levanto de mi silla también y los sigo por el pasillo. Al pie de las escaleras, Jude se detiene y estira
la mano para tocar la pared.
–Me gustaría ir a la orilla– dice él, con la voz áspera.
–No, Jude–. El agarre de Irving en su brazo se aprieta casi imperceptiblemente. –Se acerca la
tormenta. Nos quedaremos aquí esta noche.
Jude mira por encima del hombro, encuentra mi mirada y la sostiene. –Moira…
–El señor Irving tiene razón– digo. –No estás bien, Jude. Tienes que volver a la cama, descansar un
poco.
Se estremece, con la mano presionada contra la pared. Su nariz comienza a sangrar de nuevo, pero esta
vez no hace ningún movimiento para limpiarse la sangre de la cara. Gotea sobre la pechera de su
camisa mientras agacha la cabeza, respirando entrecortadamente.
–Tranquilo– dice Irving. Da un tirón en el brazo de Jude, haciendo que él suba el primer escalón. –Ven,
debes estar cansado.
Se las arregla para llevar a Jude arriba. Espero y escucho, mi mano enroscada alrededor de la
barandilla. Escucho a Irving decir algo, lo suficientemente bajo como para ser inaudible, y Jude
murmura en respuesta. Entran en su habitación, la madera crujiendo bajo sus pies.
Cuando Irving vuelve a bajar, me sonríe tranquilizadoramente. –Está dormido– dice. –Ire arriba a
darle cuerda al mecanismo.
La lluvia comienza poco después, repentina y cayendo a cántaros. Irving enciende una lámpara y el
fuego en el salón. Me siento en la alfombra frente a él, como lo hacía cuando era niña. Bebemos té
negro y comemos pan con mantequilla, observando cómo los leños se mueven en la parrilla con el
viento afuera golpeando las ventanas en sus marcos.
–Buen Dios– dice Irving, –estaré martillando las tejas en el techo mañana por la mañana–. Se sienta en
un sillón, mirando hacia el techo. Por el rabillo del ojo, lo veo mirar en mi dirección. –Tu violín está
aquí, me di cuenta. En la cocina.
Asiento con la cabeza. Irving toma el tejido que trajo, un calcetín a medio terminar, y dejo mi taza de
té, mirando el fuego. Después de unos minutos, se aclara la garganta y dice: –Sabes, no me importaría
si tocas una o dos melodías.
Levanto mis propios ojos al techo. –No quiero despertarlo.
–Estoy seguro de que lo preferirá a este vendaval, señorita Alexander.
Sus palabras me hacen sonreír. Me levanto y me dirijo a la cocina. Coloco mi estuche de violín sobre la
mesa, tiro los broches y lo abro. Sin embargo, no es solo mi violín, arco y colofonia lo que encuentro
dentro. Un trozo de papel, arrugado y un poco rasgado, yace encima de la tela que cubre mi violín. Lo
tomo en la mano, frunciendo el ceño.
Es el volante que había pegado en la escuela, un anuncio de mi tutoría. Cerca del final de la página, sin
embargo, hay palabras que no había escrito. Un escalofrío me recorre mientras las leo.
Hay cosas peores que puedo hacer.
Saco de mi violín y me doy cuenta de que han cortado las cuatro cuerdas. Pongo una mano sobre la
mesa para estabilizarme, la ira se enrosca en el fondo de mi garganta. La última vez que dejé mi violín
desatendido fue cuando atacaron a Jude, cuando lo dejé en el faro mientras sonaban las campanas de
alarma en el puerto.
Sé que el asesino nos está mirando. Mi mandíbula se aprieta mientras lo imagino abriendo mi estuche,
acercando un cuchillo a las cuerdas de mi violín.
Mantengo cuerdas adicionales junto con mi colofonia en caso de que se rompa; Me tomo mi tiempo
para reemplazar las arruinados, concentrado en la tarea familiar, en lugar de los pensamientos que se
desarrollan en mi mente. Paso una cuerda por el agujero de la clavija, tratando de escapar de la idea de
Nell muerta en la playa. Enrollando la cuerda en la clavija, hago todo lo posible por no pensar en cómo
su sangre brillaba a la luz de la linterna.
Llevo mi violín de regreso al salón. Me siento en el sofá y mi mente se tranquiliza un poco cuando lo
empiezo a afinar.
–¿Entonces a qué vas a tocar?– pregunta Irving, aún tejiendo.
–¿Qué te gustaría?
–Vaya–. Él mira hacia arriba. La luz del fuego ensombrece su rostro, oscureciendo sus ojos. Sus agujas,
por un momento, yacen inmóviles en su regazo. –Creo que algo lento, señorita Alexander. Algo con un
poco de tristeza, por así decirlo.
–Sí–. Levanto mi violín e inclino mi arco sobre las cuerdas. –Estaba pensando exactamente lo mismo.
Capítulo Veintinueve

El día siguiente amanece gris y frío, una franja de niebla cubre los páramos. Me despierta el sonido de
Irving en el techo de la cabaña, martillando las tejas en su lugar. Camino por el pasillo para ver cómo
está Jude, pero él duerme a pesar del ruido, acurrucado debajo de la colcha.
Abajo, me lavo y me recojo el pelo en un moño. Abro la ventana de la cocina, escucho voces afuera.
Irving está hablando con alguien. Me pongo el abrigo y doy la vuelta al lateral de la cabaña.
Benjamin Carrick está allí, con su impermeable y gorra, de pie junto a la escalera, apoyado contra el
revestimiento, con los ojos en el techo.
–Buenos días– digo.
Él mira a su alrededor. –Buenos días, señorita Alexander–. Se quita la gorra. –Solo estaba preguntando
por nuestro Wick.
–Le está yendo bastante bien–. Esto lo dice Malcolm Irving. Tanto Carrick como yo levantamos la vista
cuando aparece en el borde del techo. Comienza a bajar la escalera y agrega: –Es obstinado, saldrá
adelante– agrega. Llegando al suelo, me mira. –¿Saldrá hoy, señorita Alexander?
–No. Volveré enseguida. Me gustaría visitar a la señorita Bracken, eso es todo.
Nuestra única pista restante. Me atrevo a tener esperanza, aunque me doy cuenta de que no debería.
Intento dejar de lado el sentimiento, pero se me pega como el agua. Imogen tiene la información que
necesitamos. Debía saber quién cortejaba a Nell, quién se había ofrecido a llevarla al baile.
La aprensión corre por mis venas, enfermiza y ominosa.
–Eso sería amable de tu parte–. Irving se seca la cara con el pañuelo. Vuelve su mirada a la cabaña de
piedra sobre los páramos, y veo su boca fruncida. –Sabes, si contamos a nuestro Jude, son tres isleños
atacados este del año, solo este mes. No he visto algo así desde... bueno, desde los Osric, supongo, que
Dios sea bueno con ellos.
Yo trago. –Jude no estaba usando hierro, Sr. Irving.
Él hace una mueca de lástima. Guardando su pañuelo en el bolsillo de su mono, se pasa una mano por
el pelo. –Continúe, entonces, señorita Alexander. Carrick, ¿vienes a tomar el té?
Me alejo un poco y me vuelvo para ver a los dos hombres desaparecer dentro de la cabaña del
guardián. Tomando un respiro, me recobro. Dejo atrás el faro, llevando conmigo todas mis
preocupaciones.

El jardín de las Bracken está lleno de pétalos moribundos, secos y dorados en los bordes. Camino
hacia donde Imogen está agachada entre ellos, apuntando con un par de tijeras a los rosales de los
alrededores. No se ha arreglado el pelo; cae más allá de sus hombros en gruesas olas negras. Sus
manos sin guantes están marcadas con finos rasguños de las espinas, sus mejillas sonrojadas por el sol
y el agotamiento.
–Señorita Alexander– dice ella a modo de saludo. El mensaje tácito es evidente de inmediato: no me
quiere en su jardín.
–Buenos días, señorita Bracken. Espero que esté bien–. Junto mis manos frente a mí. –Lamento…
lamenté mucho enterarme del fallecimiento de Nell–. Aunque incluso mientras digo las palabras, se
sienten inútiles, el corazón de ellas desgastado por la repetición.
–Todavía estoy haciendo arreglos para el funeral, si eso es lo que vienes a preguntar.
–No, no es eso. Solo tengo algunas preguntas.
Imogen hace una pausa en su trabajo para apuntar las tijeras en mi dirección. –¿Qué preguntas?
–¿Por qué cortar sus rosas?– digo, mirando las rosas caídas a nuestro alrededor.
–No creo que hayas venido a preguntar sobre mi jardinería.
–No, señorita, yo…
–Eran las rosas de Nell– dice Imogen abruptamente, –y ahora que ella ya no está…–. Se detiene,
sacudiendo la cabeza. –No importa. ¿Qué es lo que quieres saber?
No me atrevo. Sin Jude a mi lado, la incertidumbre amenaza con tragarme por completo.
–En el baile del fin de semana pasado– empiezo, –Jude mencionó que Nell planeaba venir con un
pretendiente.
–Sí– dice Imogen, clavando sus largas tijeras en la espesura. –Me dijo que siguiera adelante sin ella.
Iba a encontrarse con ella aquí, pero ella debe haberse ido a la playa. No entiendo por qué… no había
ninguna razón para que ella estuviera ahí abajo.
Mi pulso se acelera con adrenalina. –¿Quién era el señor? ¿Lo conoce?
Sus ojos se encuentran con los míos. –El detective Thackery– dice ella, y el entumecimiento se desliza
sobre mi piel. –Vino la misma mañana que tú, ¿recuerdas?
Pienso en la sonrisa de Nell cuando se despidió de Thackery, en la tranquilidad con la que habló en la
playa, de pie junto a su cuerpo.
–Sí– digo en voz baja. –Recuerdo–
La voz de Eve Maddox vuelve a mí, suave como un susurro.
«Connor dijo que sabía algo. Dijo que tenía que encontrarse con alguien después de ayudar a su padre en el
puerto.
Dijo que era secreto».
¿Connor planeaba encontrarse con el detective?
Alguien se había llevado mi folleto de la escuela, probablemente la misma persona que puso esa nota
en la ranura del correo de Jude, el cuchillo en su jardín. ¿Había Thackery seguido desde el pub?
¿Había vuelto la noche de la muerte de Nell para observarnos en el puerto?
Imogen suspira. –¿Por qué pregunta sobre esto, señorita Alexander? ¿Qué estás sacando de eso?– dice,
mirándome.
Muerdo mi labio. –Nada, señorita. Yo solo estoy tratando de entender lo que pasó.
–Creo que sería mejor si te preocuparas por los tuyos.
Un rubor sube por mis mejillas. Ella no me da la oportunidad de responder, mientras continúa.
–Escuché que has estado cuidando a Wick.
–Así es
–¿Cómo está él?
Siento un atisbo de irritación por su pregunta, por la ironía de Imogen diciéndome que me ocupe de
mis asuntos solo para hurgar su nariz en los míos. Entonces me doy cuenta de que es por Jude por
quien está preguntando, y su asunto es solo suyo.
–Ha estado descansando– digo, incómoda.
–Será mejor que vuelvas con él, ¿no?
–Sí–. Asiento con la cabeza. –Lamento haberla retenido.
Su expresión se suaviza. –Cuídese, señorita Alexander.
Sonrío a cambio, lo mejor que puedo dadas las circunstancias, antes de emprender el regreso hacia el
faro. Me concentro en el silbido del viento, la embestida de las olas debajo del peñasco.
Distantemente, siento la presión de la investigación, la urgencia de visitar la comisaría, como si fuera
a ver la culpabilidad de Thackery escrita en su rostro.
Sin embargo, para hacer eso, necesito a Jude Osric.
Con Jude postrado en cama, estoy dividida en dos, atrapada entre cuidarlo y proteger a las sirenas,
preocuparme por su salud e intentar encontrar un asesino.
Por la noche, viajo hasta su dormitorio. El suelo cruje debajo de mí, y Jude murmura en sueños.
Levanto el edredón donde se ha deslizado de sus hombros. Llevando el dorso de mi mano a su frente,
encuentro que su temperatura ha mejorado mucho. Me siento en la silla junto a su cama y le cuento
mi mañana con Imogen, que Thackery es el pretendiente de Nell.
Su mano descansa sobre la almohada. Lo tomo en la mía, permitiéndome esto. Miro sus ojos cerrados
y me los imagino parpadeando para abrirlos.
Pero él duerme, y luego yo también, cayendo en sueños junto a él.
Capítulo Treinta

Cuando me siento a desayunar al día siguiente, Irving deja a un lado el periódico de la mañana y me
mira fijamente. –¿Sabías– dice, –que Jude tiene teléfono?
Cojo un bollo de pan. –Oh, me hizo muy consciente de ello.
El teléfono, instalado la semana pasada, se encuentra junto a su máquina de telégrafo en la sala de
vigilancia. Jude había pasado una buena hora admirando el dispositivo cuando llegó por primera vez.
–Bueno, su tío llamó– dice Irving. –Me dijo que estará aquí por la noche.
Hago una pausa, cuchillo de mantequilla en mano. –A Jude no le agradará eso –digo rotundamente.
–Eso es bastante cierto–. Irving levanta la tetera y vierte té en mi taza de espera. –No sé los entresijos
de esto, pero creo que Dylan debe haber hecho algo terrible para que nuestro Jude se alejara de él.
Mi estómago se revuelve mientras envuelvo mis manos alrededor de mi taza de té. Dylan Osric torturó
una sirena en ausencia de Jude, dejando a Jude tratando de cuidarla. No estoy segura de lo que hará
cuando se dé cuenta de que la hemos devuelto al mar.
Miro hacia el pasillo. –Debería ir a ver cómo está.
–Está despierto– me dice Irving, independientemente. –O más bien, lo estaba– corrige. –Me encontró
en la sala de vigilancia antes. Sin embargo, lo envié directamente de vuelta a la cama. No debería estar
subiendo todas esas escaleras.
–¿Cómo estaba? Es decir, ¿era estaba...?
–Está mejor, diría yo.
Me alejo de la mesa y paso una mano por mi vestido. –Subiré a verlo.
–Oh, espera–. Irving sirve otra taza de té, añadiéndole leche y azúcar. –Llévale esto, ¿Si?
Llevo el té arriba. En el pasillo, no escucho nada más que el silencio del dormitorio de Jude. Abro la
puerta y por un momento lo veo como era antes de que yo entrara. Sentado en la cama, sostiene un
viejo manual de instrucciones, con la cabeza inclinada sobre él, una mano presionada contra la página
mientras lee. Su cabello está húmedo y rizado por el aguamanil, y usa una bata de lana, ocultando sus
vendajes a la vista.
Cuando eleva la vista, sus ojos se iluminan. No es el frenético ardor de la fiebre, sino un resplandor
oscuro, cálido y constante. Él sonríe igual de brillante.
–Buenos días, Moira.
Entrando en la habitación, cierro la puerta detrás de mí. Suena increíblemente normal, a mundos de
distancia de los últimos días. Muerdo el interior de mi mejilla, tratando de mantener mi sonrisa bajo
control. –¿Como te sientes?
–Como un trapo escurrido– responde avergonzado. –Pero aparte de eso…
–Toma tiempo. La canción te hizo temblar durante bastante tiempo– le digo. Coloco el té en su mesita
de noche, sentándome en el borde de su cama.
Jude se da vuelta para dejar su manual al lado de la taza de té. Su brazo izquierdo permanece rígido a
su lado. Recuerdo las marcas de cortes ahí, tan profundas y rojas. Debe ser agonizante.
–Es lo que merezco, ¿no?– dice él. –Guardé esa sirena del mar. Ella estaba sufriendo, y yo no… podría
haber…–. Sus dedos trabajan inquietos en el puño de su bata. Los cubro con una mano, deteniendo el
movimiento.
–Esto fue un accidente, una casualidad. No fue tu culpa.
Desenredando su mano de la mía, presiona su pulgar entre mis cejas, alisando el pliegue que sé que
está ahí. –No quiero preocuparte, Moira.
–Y, sin embargo, haces un buen trabajo por ello.
Su boca se curva.
–El señor Irving te hizo té– le digo. –Deberías beberlo.
Lo recoge de la mesita de noche. Su mano tiembla un poco mientras lo hace. Estudio las sombras
debajo de sus ojos, el leve rubor en sus mejillas.
–¿Cómo era?– digo, las palabras tomando forma en mi boca. –La canción
Jude mira su taza de té. –Era como si el mundo se me escurriera debajo de mi– dice, su voz tranquila y
tensa. –Nada parecía importar excepto volver con ellas. Era como si ya no fuera yo mismo. Como si no
supiera quién era.
Un calor incómodo arde en mi pecho. No sé qué decirle a Jude, ni siquiera estoy segura de que su
respuesta fuera la que yo quería, pero sus palabras ahuecan un lugar muy dentro de mí, y sé que
necesito responder.
–De todos en esta isla– digo, –eres el que menos se lo merecía.
–No creo que se lo desee a nadie, Moira.
Puedo pensar en algunos en los que lo desearía. Dylan Osric, por ejemplo. Quienquiera que lo haya
ayudado a atrapar esa sirena. Quien haya matado a Connor y Nell a sangre fría. Ojalá las sirenas los
llevaran a todos a la fría oscuridad bajo las olas.
–¿Qué esperabas encontrar en la playa?– pregunto, mirando al suelo.
Jude se recuesta contra la cabecera. –Pensé que era extraño que la policía nunca hiciera ningún
arresto aparte de mí– dice. –Pensé que… tal vez… si revisaba el lugar donde murió Nell, podría
encontrar algo.
–Interrogué a Imogen– digo de pronto, –el detective Thackery era el pretendiente de Nell.
Las cejas de Jude se elevan. –¿Tackery?
Yo asiento. –Tenemos que averiguar qué sabía Connor. Podría ser una prueba.
–Cuando me dijiste– Jude duda, cerrando los ojos con fuerza, –cuando dijiste que Connor sabía algo,
pensé en la sirena que captó mi tío. Pensé que se había enterado de alguna manera, y por eso quería
hablar conmigo. Tal vez quería denunciarlo.
Frunzo el ceño ante la improbabilidad de esto. –Jude, ¿cómo podría? Me dijiste que no había estado en
el faro, ¿verdad?
–No recientemente–. Deja su taza de té y se pasa una mano por la cara. –El mes pasado, el Sr. Sheahan
lo mencionó después de que se le clavó un anzuelo en el pulgar. Lo ayude. Puede que haya oído algo
o... no lo sé. Estoy seguro de que esa puerta estaba cerrada.
Si Connor realmente sabía de la sirena, me resulta difícil conciliar el hecho de que no me lo hubiera
confiado antes de ir a la policía. Yo era su tutora. Nunca mencionó tal cosa durante nuestras lecciones.
Jude mira por la ventana con un suspiro. Su perfil es iluminado por el sol, y cada vez que pienso en
cómo casi lo pierdo, mi corazón se rompe de nuevo.
–No debería haber ido a la playa sin ti– murmura.
Un nudo se eleva en mi garganta. –No– digo con voz espesa. –No deberías haberlo hecho. Él me mira,
y pongo mis brazos alrededor de él, acercándolo. Descanso mi mejilla contra su hombro ileso, los
dedos se enroscan en la tela de su bata. –Tenía tanto miedo– susurro, –cuando Terry me lo dijo. Te vi
allí en el muelle y estaba aterrorizada, Jude–. Mi voz se entrecorta, pero aun así las palabras salen a
borbotones. –Porque si tú… Si te hubieran llevado, Jude Osric…–. No puedo terminar la oración. Mi
garganta se siente anudada, ardiente, y en cambio me concentro en el sonido de sus respiraciones
tranquilas, cada una prometiendo que está vivo y seguro y aquí.
–¿Lograste recuperar tu violín?– pregunta, en voz baja.
–Sí– Una sonrisa tira del borde de mi boca. –Lo tengo aquí.
–En mis sueños te escuché tocar. Sabía que eras tú incluso sin verte. Fue tu música la que me sacó de
la oscuridad.
Me alejo para poder ver su expresión. Levanta una mano vacilante a un lado de mi cuello, al pequeño
moretón dejado por mi violín. Encontrando mi mirada, se muerde el labio.
–Moira– dice, –me he estado preguntando... es decir, he tenido la intención de preguntar.
Llevo mi mano a su mejilla. Se inclina con toque, cerrando los ojos.
Y lo beso.
Siento que Jude se queda quieto, pero luego presiona más cerca, su mano moviéndose para rodear mi
cuello. Nunca imaginé que podríamos besarnos: la sangre de Jude manchando las sábanas, su brazo
lacerado por las garras de una sirena. Sabe a té y azúcar. Huele a faro y a mar. Dice mi nombre de
nuevo, lo susurra y desliza su mano en mi cabello. Me alejo, mirándolo. Sus mejillas son rosadas, sus
ojos marrones cálidos como la miel.
Él sonríe.
–He querido besarte durante bastante tiempo, Moira Alexander.
Me río, un poco sin aliento. Debería haberlo besado hace años.
Y quiero guardar este momento para su custodia. Un solo punto cuando Jude es feliz, cuando las
sirenas están protegidas, cuando un isleño ignorante no se desangra en las arenas de abajo.
Coloco una mano en su pecho, justo sobre su corazón, y me inclino para besarlo de nuevo.
Capítulo Treinta Y Uno

Compartimos unos pocos besos más antes de bajar las escaleras. Irving todavía está ordenando la
cocina, pero al escuchar nuestros pasos, se vuelve para estudiar a Jude.
–Te estás recuperando, ¿verdad?
Pone el paño de cocina que sostiene en el mostrador, indicándole a Jude que avance.
–Déjame echarte un vistazo.
Me deslizo y me paro en la mesa de la cocina mientras Irving pone sus manos sobre los hombros de
Jude. Jude es aproximadamente una pulgada más alta; Irving lo mira a la cara con los ojos
entrecerrados. Luego, tomando a Jude por el cuello, lo sacude sin demasiada suavidad.
–Estar ahí fuera sin hierro. ¿Que estabas pensando? Me tenías medio muerto de miedo y preocupando
a la señorita Alexander también.
Jude agacha la cabeza. –No pensé…–. Me mira. –Lo siento.
Cuando Irving habla de nuevo, su voz suena cruda y desigual. –Dios mío– dice, y tira de Jude hacia él,
abrazándolo con fuerza. –Debes crecer para convertirte en un anciano, Jude Osric. Promételo.
Ante esto, Jude me mira por encima del hombro de Irving. Su expresión es divertida. –Haré lo mejor
que pueda– responde.
Irving le da una palmada en el hombro antes de dar un paso atrás. –Bueno, debería irme. Tu tío vendrá
más tarde y Drummond me necesitará en el faro marítimo.
Como una pizarra limpia, el semblante de Jude se queda en blanco. –¿Dylan viene aquí?
–Así es– dice Irving, no sin simpatía. –Supongo que otros también lo harán, una vez que le diga a la
gente en el puerto cómo te va–. Cambia su mirada hacia mí. –Señorita Alexander, ha sido una buena
compañía estos últimos días. Gracias.
Resulta que una gran cantidad de personas terminan visitándonos. Durante el resto de la mañana y la
tarde, pescadores y estibadores llaman a la puerta. Jude responde cada vez, sonriendo, asegurándoles
su bienestar, pero a medida que avanza el día, me doy cuenta de que lo cansa. Todavía no está
completamente recuperado. Presiona una mano contra la pared, como si necesitara apoyo, y su rostro
palidece, su boca se aprieta cuando cree que nadie está mirando.
El último par de visitantes se despide, y Jude se sienta, contemplando con ojos llorosos las cestas de
pescado y las latas de galletas que quedan sobre la mesa de la cocina. Su bata cuelga del hombro de su
brazo lesionado, los vendajes rígidos y blancos junto con la lana verde. Cruza el brazo derecho sobre la
mesa y apoya la cabeza en él.
–Tal vez deberías ir arriba– le digo. Abro una de las cestas e inspecciono los arenques que hay dentro.
–Puedo despertarte cuando llegue tu tío.
–Estoy bien– dice Jude, mirando hacia arriba. –¿Y la cena?
–Yo lo haré.
Llevo la cesta al mostrador antes de que Jude pueda levantarse. Se recuesta en su silla, pasándose una
mano por los ojos. –¿Qué le voy a decir, Moira?
Curvo mis dedos alrededor del borde del mostrador. Cualquier respuesta que pueda dar parece
alojarse en mi garganta. Miro hacia la ventana, hacia la franja de páramos más allá del cristal.
–¿Y si atrapó esa sirena con otra persona? Él va a... él va a notar que ella se ha ido– continúa Jude.
–Hay una reunión mañana– digo en voz baja. –Tu tío probablemente quiera estar aquí para eso. El
Consejo está pensando en cambiar las restricciones de la prohibición de caza.
–¿Y lo están celebrando en Dunmore? Yo pensaría que Lochlan…
Me vuelvo vuelvo hacia él. –Tal vez la policía quiera dar su opinión.
Él coloca sus manos sobre la mesa. –Debería ir.
–Jude, no estás lo suficientemente bien.
Se encuentra con mi mirada, con la mandíbula apretada. –¿Crees que iré corriendo hacia las sirenas
tan pronto como abras la puerta?
–Me preocupa más que te derrumbes después de dar un paso fuera.
Traga, mirando a otra parte. –Muy bien, entonces– dice después de una pausa. –Me quedaré.
Antes de que pueda responder, llaman a la puerta. Los dos nos miramos fijamente, inmóviles.
Me aclaro la garganta. –¿Debería…?
–No–. Jude se pone de pie, con una mano agarrando el respaldo de la silla.
Caminamos juntos hasta la entrada. Jude se endereza, casi imperceptiblemente. Abre el pestillo y abre
la puerta de par en par.
Dylan Osric espera en el escalón de la entrada con su abrigo de lana y su gorro de tela, con el mismo
aspecto que la última vez que lo vi. Hay más canas en sus rizos castaños, pero todavía es nervudo,
como Jude, y demacrado de una manera en que Jude no lo es.
–Hola tío.
Dylan se quita la gorra. –Jude– dice. Entonces me mira. –Buenas noches, señorita Alexander. El señor
Irving no mencionó que estuvieras aquí.
Fijo mi mirada en él, ofreciéndole una leve sonrisa. Buenas noches, señor Osric.
–Quería asegurarse de que yo estaba bien– dice Jude.
–Mmm– Dylan vuelve a centrar su atención en él. –¿Me vas a dejar entrar?
Jude se hace a un lado. En la entrada, Dylan cuelga su abrigo y gorra en una percha vacía. Gira
ligeramente la cabeza, mirando hacia el pasillo.
–Puedo encender un fuego en el salón. Si gustas– dice Jude.
–Has recibido muchas visitas, por lo visto– interrumpe Dylan. Su mirada es dura, calculadora; Puedo
decir que está sopesando sus palabras, consciente de mi presencia.
Jude se recuesta contra la pared. Se ve ceniciento y vulnerable en su bata holgada, su agotamiento es
evidente en su postura. Quiero alcanzarlo, presionar mi mano contra la suya, pero me mantengo
quieta.
–Unas pocas– le responde a Dylan.
–Hmm– dice Dylan de nuevo. –¿Y qué hacías tú en la orilla? ¿Te pareció un buen día para ahogarte?
–Sólo estaba…
–Ser tonto, eso hacías. Así era tu padre, ya sabes, antes de morir.
Jude no dice nada. Dylan se pone en marcha por el pasillo, pasa la escalera y se dirige al almacén
donde guardaba la sirena. Se detiene cerca de la puerta. –Señorita Alexander– dice bruscamente, –¿no
debería ir a casa?
–Moira puede quedarse todo el tiempo que quiera– dice Jude. Me mira brevemente antes de volver a
mirar a su tío. –Dylan, yo...
Dylan lo silencia con una mano levantada. Mientras camina hacia nosotros, sus ojos no se apartan de
los míos. –¿Envió a mi sobrino allí, señorita Alexander? ¿Habría estado en la playa si no fuera por
usted?
Y se me corta el aliento con la honestidad de eso, un escalofrío se asienta en lo profundo de mi pecho,
porque Jude no habría estado en la playa si no fuera por mí. Por supuesto que no lo haría. Fui yo quien
sugirió una investigación en primer lugar, arrastrándolo junto a mí hacia todos los peligros y la magia
de Twillengyle.
–Está bien, eso es suficiente–. Exclama Jude, sus ojos brillando intensamente feroces. –Necesito
hablar contigo a solas.
Dylan le devuelve la mirada. –Muy bien– dice, y se vuelve hacia la puerta de roble, presumiblemente
en dirección a la sala de vigilancia.
Después de que desaparece en la torre, Jude viene a poner sus manos sobre mis hombros.
–Yo me ocuparé de él, Moira– dice él, mirándome, en voz baja. Su rostro es ansioso y cansado,
hermoso y triste. –No debería haberte hablado de esa manera.
Toco su mejilla. –Ten cuidado.
Sube detrás de Dylan, la puerta se cierra detrás de él. Espero un largo minuto y sigo sus pasos. Me
detengo en el rellano de la sala de guardia y escucho a Dylan y Jude al otro lado de la puerta. Descanso
una mano contra el fresco yeso de la pared de la torre, escuchando atentamente.
–¿Donde esta ella?– dice Dylan, tan alto y repentino que me sobresalto. Sé muy bien que ella no está
en esa habitación. Has hecho algo con ella.
Jude murmura algo. Un golpe seco resuena desde el interior de la habitación, aprieto los dientes y me
clavo las uñas en las palmas de las manos.
Luego la voz de Dylan, gruñendo. –No tienes idea.
–Sí, en realidad– interrumpe Jude. –Sé que solo lo hiciste por ti mismo. ¿Estabas pensando en papá
cuando la encadenaste? ¿Incluso…?
–No tenías por qué tirarla de vuelta. No ahora. No después de lo que he hecho.
Por primera vez en la memoria reciente, escucho hielo cristalizarse en la voz de Jude.
–¿Qué quieres que haga?– sisea él. –La torturaste, Dylan, y he pasado el último año muy preocupado
por ella. Si alguien se entera…
–Alguien se enteró– gruñe Dylan.
Oigo movimiento, el crujido de las tablas del suelo. Y muy suavemente Jude susurra: –¿Qué?
–No es de extrañar cómo lo hicieron. Los estibadores me preguntaron por qué guardaba los
suministros en el cobertizo en lugar del almacén. Hughes pensó que estabas organizando cenas con
los cortes de carne que seguías comprando.
–No pensé.
–Ahora tienes a la hija de Gavin abajo. Buen Dios, Jude, tienes la canción en tus oídos por ella, no
importa la sirena.
–Dylan– dice Jude, y está tan callado que me esfuerzo por escucharlo. –¿Quién se enteró?
Hay un largo, largo silencio. Siento los latidos de mi corazón, lentos y espantosos, mientras espero que
suceda algo.
–Sólo... dime que no fue Connor Sheahan. Dime que tú no lo hiciste…
–Ese fue un percance trágico.
–Dylan.
–No fui yo quien empuñó el cuchillo, si eso es lo que estás preguntando.
Dentro de la sala de vigilancia, Jude maldice una vez y luego otra vez. Suena destrozado, y estoy a la
vez agradecida y desgarrada por no poder ver su expresión.
–Cuando estuve aquí hace un tiempo, comenzó a hacer todo tipo de preguntas– dice Dylan. –Se reunió
conmigo en el muelle tan pronto como bajé del barco. Dijo que tenía intención de hablar contigo–.
Hace una pausa, pero Jude permanece en silencio y continúa. –Tienes suerte de que él viniera a mí en
su lugar. Ese chico estaba sumando dos y dos, entrometido como cualquier cosa. Pensó que algo
estaba pasando en el faro, y le pregunté, le pregunté qué le hacía pensar eso. Se fue hablando de que
últimamente no pasabas mucho tiempo en el puerto, preguntándose por qué tenías esa ventana
cerrada, por qué estabas pagando tanta carne. Dijo que pensó que escuchó algo mientras estuvo aquí
en el verano. Una cosa extraña, ya que él sabía que vivías solo.
A través de la pared escucho a Jude hacer un sonido bajo en su garganta, como si las palabras de
Dylan lo hubieran ahogado. Inclino la cabeza, cierro los ojos y trato de respirar a través del dolor en
mi pecho.
–Así que me enfrenté a eso–. El tono de Dylan es práctico. Calculé que iría a la policía a tiempo. No
fue difícil evitarlo y encontrar a alguien que estuviera de acuerdo con mi forma de pensar. Llyr estuvo
a punto de perder este puesto antes de morir, no iba a permitir que eso te pasara a ti.
Mi labio se curva en una mueca. Es solo Dylan quien tiene la culpa. Puso a Jude entre el martillo y el
yunque; no hay razón por la que Jude deba ser reprendido por eso.
–Era un niño– dice, y su voz está a punto de partirse en dos.
Dylan no responde inmediatamente. Cuando lo hace, solo dice: –Cosas peores han sucedido en esta
isla.
–Vete– le espeta Jude. –Sal. Sal de aquí.
Me alejo de la puerta. La cocina está demasiado abajo, así que corro escaleras arriba, hasta la puerta
más alta del faro. Salgo a la estrecha terraza situada encima de la galería. Su barandilla está oxidada,
pero a pesar de todo la agarro con las manos; mi única barrera de los acantilados debajo, de una larga
caída en el mar.
Abajo, se abre la puerta principal de la cabaña y veo a Dylan Osric dirigirse hacia Dunmore. Es una
figura de bordes afilados y sombras contra el cielo rojo de la tarde. Jude tarda unos minutos en unirse
a mí. Está de pie a mi lado, con las manos apoyadas en la barandilla. Lo miro. Mira las olas en lugar de
la figura de su tío que se retira.
–Escuché lo que te dijo Dylan– susurro.
Jude traga saliva. Con el dorso de una mano, se limpia los ojos de manera rutinaria, como si quisiera
contener las lágrimas antes de que caigan.
–Pasará la noche en Alder's Inn. Su voz sale áspera como la grava. –Él quiere estar aquí para la
reunión.
Coloco mi mano sobre la suya. –Lo siento, Jude.
Agachando la cabeza, aparta la cara. Un par de gaviotas vuelan en picado sobre nosotros mientras
respira hondo varias veces.
–No es sorprendente, ¿verdad?– dice eventualmente.
Y es cierto que Jude sospechó de su tío desde el principio. Sin embargo, espero que sea diferente, que
se demuestre que esa sospecha es solo eso.
Fijo mis ojos en el horizonte sangrante, en el mar negro como tinta derramada. Una oscuridad a juego
se fusiona en las cámaras de mi corazón. La ira es una mano caliente contra mi esternón, y me
pregunto, solo por un momento, qué pasaría si la soltara.
Jude, como siempre, es quien me saca de las sombras. Golpea una sola vez contra la barandilla de
hierro.
–¿Sabes por qué esto se llama el paseo de la viuda?
Lo sé. Jude me lo había dicho hace años. O mi padre lo hizo. Las viejas historias de la isla se mezclan
en mi cabeza. Pero no digo nada.
–Las esposas de los marineros subían aquí, en tiempos pasados, para observar los barcos de sus
maridos en el horizonte. Esperando a alguien que nunca volvería a ellas.
Sus palabras envían un escalofrío involuntario por mi espalda. Me imagino mujeres bonitas con
vestidos blancos y expresiones tristes donde Jude Osric y yo estamos ahora. Su voz suena vacía,
deshecha de alguna manera, como si hubiera tomado la historia y se hubiera tragado el corazón de
ella.
–Deberías descansar– le digo.
Él me mira. El rojo traza el blanco de sus ojos. –Mañana– dice, –en la reunión... ¿crees que el asesino
estará allí?
–Es lo más probable.
–Ten cuidado, por favor, Moira.
Aprieto sus dedos, los dos mirando la línea del horizonte. Nos quedamos allí, esperando, hasta que el
sol se sumerge en el océano y desaparece.
Capítulo Treinta Y Dos

Una multitud ya se ha reunido en el salón de baile cuando mi madre y yo llegamos. Alguien ha


colocado un atril en el borde del escenario y sillas donde se sienta cada uno de los cuatro miembros
del consejo.
Con tanta gente dando vueltas, mis recuerdos del lugar se sienten distantes, ahogados por los susurros
de los presentes. En una hora más o menos, el consejo bien puede tomar una decisión con respecto a
la prohibición. Una decisión que podría no ser favorable.
Recuerdo poco de las cacerías, pero lo que sí recuerdo es estar sentada en el salón de mi casa con
Emmeline y Jude, nuestras madres haciendo pasteles en la cocina. Emmeline era solo una niña
entonces, y se sentaba con Jude y conmigo junto al fuego, contándonos historias. Eran viejos cuentos
populares que cambiaban con cada relato, pero el corazón de ellos seguía siendo el mismo. Recuerdo
lo rojo que se veía su cabello a la luz del fuego, su hermosa y musical voz arrullandome como las olas
en la orilla.
Y la gente del pueblo echó a la mujer por el acantilado, porque ella había provocado su ira. Ella cayó a las
profundidades de abajo, donde el mar se compadeció, regalándole sus dientes afilados y una canción seductora,
para que pudiera vengarse…
Observo a los isleños a mi alrededor. Dylan Osric aparece entre la multitud, caminando y
deteniéndose al lado de mi madre. Él inclina la cabeza. –Buenos días, Lenore. Moira–. Su sonrisa es
delgada como el filo de una navaja.
Mi madre asiente hacia él. –Buenos días, Dylan.
Dentro del bolsillo de mi abrigo, mi mano se cierra en un puño.
–Voy a encontrar un lugar junto al escenario– le digo a mi madre, poniendo la otra mano en su brazo.
Me abro paso entre la multitud. No tengo nada que decirle a Dylan Osric, nada que pueda decirse en
compañía educada. La parte oscura de mi corazón, la parte que anhela el canto de las sirenas, quiere
verlo encerrado en sus propias cadenas, ver su expresión cuando un cuchillo se presiona contra su
piel. Me siento a la deriva sin Jude a mi lado.
Brendan Sheahan se para cerca del escenario. Tiene un cigarrillo en equilibrio en el hueco de la oreja y
otro entre los dedos, pero ninguno está encendido. No veo al resto de su familia por ningún lado.
–Hola, Moira– me dice él.
–¿Estás aquí solo?– le pregunto, y me pregunto a mi misma por qué ha venido.
–No querían llamar la atención, así que he venido yo a ver qué pasa–. Él sonríe con los labios cerrados.
–Solo soy el mensajero.
Miro hacia el escenario. Dos consejeros, Thomas Earl y Calum Bryce, susurran entre ellos, lanzando
ojos dubitativos sobre la multitud de isleños.
Tal vez estoy proyectando mis propias esperanzas en sus características.
–¿Qué crees que pasará?– pregunto.
–Retirarán la prohibición– dice Brendan, y tal vez él también esté proyectando sus esperanzas. –¿Por
qué te preocupas tanto por ellas?– agrega al ver mi expresión.
–Tienen derecho a estar aquí. Son parte de Twillengyle al igual que nosotros.
–No las hace buenas.
–No nos matan por deporte. Los hombres pueden salir al mar con arpones y llamarlo venganza, pero
eso solo durará un tiempo. No necesitamos cazarlas para protegernos, tenemos hierro para eso.
Soy como una niña enamorada de algo peligroso y desesperada por que los demás también lo amen.
Pero separarme de las sirenas sería separarme de mi pasado, de mi padre. No puedo hacerlo, nunca he
querido hacerlo.
–Este no es el camino– digo finalmente, –sé que podrías pensar eso, pero no es así.
Brendan levanta las cejas, solo medio interesado en mis palabras. Los hombres del departamento de
policía de Dunmore vienen a pararse frente a nosotros en la plataforma. Observo al detective Thackery
apartar a Thomas Earl, con la cabeza inclinada mientras habla, haciendo gestos bruscos con una
mano.
La ira me consume.
Puso a Jude tras las rejas sin prueba alguna. Debía acompañar a Nell al baile la misma noche en que
ella terminó muerta.
Podría haber ayudado a Dylan Osric a atrapar esa sirena.
Él, podría ser él.
–¿Cómo está Wick?
La pregunta me pilla desprevenida. Vuelvo a mirar a Brendan. –Mejor– digo. –Me imagino que en
unos días más estará bastante bien.
Brendan da vueltas a su cigarrillo entre sus dedos. –Me alegra oírlo. Tiene buen corazón, nuestro
Wick. ¿Qué estaba haciendo allí abajo?
Me interrumpen de responder cuando Earl sube al atril.
Todo el mundo se queda en silencio.
Thomas Earl, el consejero de Dunmore, ordena el silencio con facilidad. Bien entrado en los sesenta,
tiene una postura perfecta y una cabellera poblada.
–Buenos días a todos– dice él, y su voz es un rechinar bajo, oxidado. –Supongo que todos saben por
qué se convocó esta reunión, así que iré directo a ella. Ha habido un fuerte aumento en los ataques de
sirenas el mes pasado, más locales asesinados este año en comparación con el anterior–. Earl se
inclina sobre el atril de madera. –Me doy cuenta de que esto es motivo de preocupación. Los recuerdos
recientes de Connor Sheahan y Nell Bracken todavía están frescos en nuestras mentes, y hablo en
nombre del Consejo cuando digo que no deseo que un isleño más nos sea arrebatado por el encanto de
una sirena.
La palabra muerte aún no se ha utilizado, por lo que estoy agradecida. Ayuda a que el discurso sea sin
forma, palabras insustanciales que solo insinúan la verdadera gravedad de la situación.
–Varias personas, incluidos miembros de la policía de Dunmore, han sugerido que echemos un vistazo
a la prohibición de caza que actualmente protege a la población de sirenas.
El silencio del salón de baile se disuelve en susurros. No me atrevo a respirar, cada parte de mí
sintonizada para las siguientes palabras de Earl.
–¿Cuánto de la población será sacrificada?– pregunta alguien desde atrás, rompiendo mi
concentración.
Quiero gritarle a quien sea. ¡Nada ha sido decidido todavía!
–Bueno, hay múltiples factores a considerar– responde Earl. Cruza las manos sobre la parte superior
del atril, como un gran delegado. –Esta prohibición ha estado vigente durante los últimos diez años.
No es algo que deba tomarse a la ligera–.
–Atacaron a nuestro Wick.
No sé quién dice las palabras, pero la respuesta que reciben es instantánea. El ruido en el pasillo
aumenta, una ola aproximándose. Cierro los ojos. No bloquea el sonido del nombre de Jude en los
labios de todos.
Nuestro Wick.
Como guardián, Jude Osric está destinado a protegernos del mar. Su encuentro con las sirenas, más
que nada, demuestra cuán susceptibles somos a su canto.
–La naturaleza de las sirenas es un asunto delicado– dice Earl. –Grandes pérdidas en su número
podrían resultar en una disminución en el turismo…
–¿Entonces está diciendo que deberíamos mantenerlas solo para que algunos turistas puedan
comérselas con los ojos y probablemente mueran haciéndolo?– pregunta alguien muy cerca de mi.
–¿Ha sido usted mismo hechizado por el canto de sirena, señor?
Otros cerca de mí se ven decididamente desgarrados, susurrando entre ellos. Escucho el nombre de mi
padre y la esperanza se cuela en mi corazón. La prohibición de la caza no se produjo sin apoyo, no
habría durado todos estos años sin que la gente la apoyara y la defendiera.
Calum Bryce se levanta de su silla y camina hacia el borde del escenario. Murmura algo al oído de Earl
antes de ocupar su lugar en el atril. –El señor Earl plantea puntos válidos– dice a la multitud. –Nos
guste o no, nuestra isla depende de las sirenas para sobrevivir.
–Dicho esto, se deben tomar precauciones. Las sirenas, ahora más que nunca, ejemplifican los peligros
a los que nos enfrentamos en el mar y en nuestras costas. De hecho, es una bendición no haber
experimentado las consecuencias de su canción dentro de vuestros propios círculos de seres queridos.
Donde Thomas Earl es oxidado, Calum Bryce es refinado. Es el consejero de Lochlan y luce elegante
con su traje oscuro y su corbata, pulidos como un centavo nuevo. Vuelve a mirar a Earl, quien le da un
solo y cansado asentimiento a cambio. Me temo que me he perdido alguna conversación secreta entre
los dos.
Con los ojos en la multitud, Bryce persiste. –Las muertes de Connor y Nell no deberían pasar
desapercibidas, como hemos permitido que tantos otros lo hicieran en el pasado. Con esto en mente,
el Consejo tiene como objetivo suspender la prohibición de la caza de sirenas, con efecto inmediato.
«No» pienso, excepto que debo decirlo, mientras Brendan se vuelve para mirarme.
–¿Los que están a favor?
Un coro de ecos de «yo» recorre el salón de baile. Decenas de ellos, contrastando con mi propio
silencio. Brendan, además, para mi sorpresa, no presta su voz a la votación.
–¿No deberíamos esperar a Wick?– murmura en cambio.
Al escuchar esto, algunos de los pescadores se miran inquietos unos a otros. La duda se filtra en sus
voces: «deberíamos hacerlo; él es el guardián», y las palabras pasan de boca en boca hasta que llegan a
Dylan Osric.
–Creo que puedo hablar por mi sobrino– dice en voz alta.
Brendan mira a su alrededor para observarlo a través de la multitud. –Creo que no, señor Osric. Él,
después de todo, ya no es su pupilo. Creo que puede hablar por sí mismo.
–¿Y qué te imaginas que dirá?– pregunta alguien. –El fue atacado, ¡las sirenas le robaron a su familia!
–Entonces votará para desmantelar la prohibición– dice Brendan. –De cualquier manera, él tiene un
interés en esto. La señorita Alexander me dice que se está recuperando.
Algo se enciende dentro de mí. Cambio mi atención al escenario, mirando a los ojos a Calum Bryce.
–Sí– anuncio. –Está bastante recuperado. Como guardián de Dunmore, debería poder opinar. Un día
más o dos…
Bryce se pasa la mano por la frente. Mira a los otros consejeros.
Estoy tan, tan quieta.
–Mañana, entonces– dice. –Nos volveremos a reunir aquí. Haría bien en informar al señor Osric,
señorita Alexander.
Mientras la gente comienza a salir hacia la calle, atrapo a Dylan Osric intercambiando palabras con el
detective Thackery. Se dirigen a la trastienda junto al escenario, y sin pensarlo dos veces, los sigo. Me
meto en el espacio sin luz justo a tiempo para ver a Thackery desaparecer por la puerta lateral, la que
da al callejón.
Cierra la puerta detrás de él. Presionando contra la pared, pongo mi mano en la perilla, el pulso
acelerado mientras la abro muy lentamente. Aunque no puedo verlos, deben estar a poca distancia de
la puerta. El sonido de su conversación llega hasta mí.
–… por supuesto que la dejó ir– dice Thackery. –¿Incluso conoces al chico en absoluto? A tu propio
sobrino.
–No es él– responde Dylan bruscamente. –Es esa Moira Alexander.
–No deberías haberlo dejado con la sirena.
–No deberías haber matado a Nell Bracken– dice Dylan en voz baja en inflexible. – A Connor sí, tenía
que irse, pero...
–Ella lo escuchó hablar en clase. Ella sabía que algo estaba pasando en el faro. Ella misma me lo dijo.
Miro el piano polvoriento. Me siento estancada en mi lugar, el pánico se apodera de mis músculos, mi
corazón se estrella contra mi pecho. En el callejón, el tacón de una bota raspa los adoquines.
–Esto se está saliendo de control. Se ha ido de las manos– dice Dylan.
–Mañana, si la prohibición…
–Jude no votará a favor de las cacerías. ¿Crees que no lo conozco? Él no lo hará.
Thackery guarda silencio.
Y con el mismo silencio, empujo la puerta para cerrarla. He adivinado esto. He esperado por esto. Pero
eso no evita que un escalofrío me recorra la columna. No hay victoria en el saber.
La verdad duele como una herida abierta.
Paso esa noche en el faro. Después de la cena, después de contarle a Jude todo lo que escuché en el
salón de baile, terminamos metidos en nuestras camas exhaustos justo cuando el clima empeora. La
fuerte lluvia azota la ventana de la habitación de invitados. Miro al techo, contemplando mis fracasos
de los últimos días. Cada uno forma un hilo como los puños de los suéteres deshilachados de Jude. Un
hilo para Connor, su sangre lavada por la tormenta, para Nell, quien se vio atrapada en el mismo
secreto, un hilo para Thackery, quien los unió a los dos. Un hilo para las sirenas y las próximas
partidas de caza, un hilo para Jude Osric, porque lo he arrastrado a todo esto.
Entonces debo quedarme dormida, ya que me despierto sobresaltada por el destello de un relámpago
azul–blanco. Segundos después, lo sigue un trueno bajo. Me doy la vuelta en la cama. La noche se
siente como un peso sólido sobre mi pecho, presionando por todos lados.
Entre un rayo y el siguiente, hay un suave golpe en la puerta. El pomo gira y veo a Jude de pie, con los
ojos vidriosos y pálido, en el umbral.
Me siento contra la cabecera, preguntándome si esto es un sueño. –¿Qué ocurre? ¿Ha pasado algo?
–No puedo dormir– dice, en un tono que, no obstante, suena pesado por el sueño. Su voz es gruesa por
eso, vocales prolongadas y redondeadas, como el viento atrapado en la hierba alta de los páramos. Y
no es que Jude no pueda dormir; simplemente no quiere.
Casi un año después de la muerte de su familia, Jude me contó un poco de sus pesadillas. Cómo a
veces se encuentra en el borde del acantilado, observando de nuevo cómo su bote se hace añicos; o
está perdido en el mar, sacudido de un lado a otro por las olas, el cielo negro como boca de lobo sobre
él. En esas noches, las sirenas se lo llevan, desgarrando su piel, gritando hasta despertarse.
Palmeo las sábanas a mi lado. –Ven aquí.
Jude cruza la habitación, sus pies descalzos sobre la madera, sin hacer ruido. Levanto los pies y él se
sienta en la cama, apoyando la cabeza contra la pared.
–Gracias– murmura.
–¿Como te sientes?
Levantando una mano, la inclina de lado a lado. –Bien por ahora. ¿Y tú?
–Bien por ahora.
Gira la cabeza para mirarme. Un relámpago cruza su rostro. –Podemos arreglar esto– susurra. –Te lo
prometo. Todavía tenemos tiempo.
–¿Y si no podemos? ¿Entonces qué?
Se ha puesto tanto esfuerzo en demonizar a las sirenas (años dedicados a convertirlas en algo de
pesadilla) que algunos han olvidado que no todos los monstruos se encuentran debajo de las olas.
Los isleños también pueden ser monstruos.
Jude traga. –Lo siento, Moira.
Es un eco muy claro de mis palabras, las que le dije ayer por la noche, y ese solo hecho me quita el aire
de los pulmones. Presiono mi mano contra el colchón, mis dedos se clavan en el algodón.
–No es sorprendente, ¿verdad?– digo en ese mismo eco.
Jude hace un sonido suave desde el fondo de su garganta. –Tal vez pueda convencerlos– dice. –Si les
digo… si hablo con el Sr. Earl.
Dejo escapar un suspiro. –Eres solo una persona, Jude.
Él ahueca mi mejilla, rozando su pulgar sobre mi pómulo. –Eso no significa que no valga la pena
intentarlo.
Empujando hacia atrás las mantas, me muevo hasta que estoy sentada a su lado. Lo atraigo hacia abajo
y apoya la cabeza en mi regazo. Con cuidado, paso mis dedos por sus rizos. Su pelo no es suave, sino
tieso por el aire salado, lo que me agrada. Marca su lugar aquí, su trabajo, así como sus manos
encallecidas.
–¿Conoces la historia– empiezo, –de la pareja que vivía en un faro al borde del acantilado?
–¿Mi faro?– pregunta él.
–No. Este era mucho más grande. Un faro en una isla que aún no tenía nombre.
El relámpago ilumina la habitación. Hay una grieta en la pared opuesta que no había notado antes.
–El esposo era el guardián, pero su esposa era quien lo cuidaba– le digo. –Excepto que el faro no
estaba bien construido, y llegó un día en que la esposa se inclinó demasiado sobre la barandilla de la
galería solo para que se rompiera debajo de ella. Ella cayó y murió, dejando a su esposo afligido,
completamente solo en su faro junto al mar. Trabajó duro todos los días después, reconstruyendo la
torre para que no quedara ni una sola grieta. Se dice que su esposa lo persiguió hasta que murió, y
continúa deambulando por el acantilado incluso ahora, cantando lamentos al mar que se la llevó.
–No es una historia muy feliz– comenta Jude, sentándose.
–Tampoco es esta una isla muy feliz.
Su mano encuentra la mía en la oscuridad. –A veces– dice, sonando tranquilo y tímido. –A veces lo es.
Yo sonrío. –Había una vez un niño que amaba el faro que cuidaba. Y luego apareció una encantadora
violinista, y los dos se creyeron detectives.
–Mucho mejor– dice. Puedo escuchar la sonrisa de respuesta en su voz.
–Pero esa historia no tiene un final.
Jude suspira, muy suavemente. –Todavía no– dice, y espero que finalmente se permita dormir.
Todavía estoy despierta cuando su respiración se nivela, su cabeza se inclina hacia un lado. Estudio su
rostro en la penumbra. Realmente nunca me había dado cuenta de lo fino que es, o de cómo sus orejas
sobresalen un poco. Coloco una mano en su hombro.
–Jude –digo– no deberías dormir así.
Abre los ojos muy despacio.
–¿Mmm? Vaya. Lo siento. Yo sólo…–. Se levanta de la cama, arrastrando los pies. Lo observo irse, una
parte de mí todavía herida por la preocupación. ¿Cómo probaremos alguna vez los crímenes de
Thackery y Dylan? ¿Cómo lo haremos antes de que las sirenas paguen el costo?
En la puerta, Jude se detiene. La lluvia golpea constantemente afuera, el viento sopla con fuerza contra
el cristal de la ventana. Él dice: –Ya encontraremos algo– dice él, como si hubiera expresado mis
pensamientos en voz alta.
Asiento en silencio. Las horas y los días que hemos pasado investigando se extienden frente a mí,
desgastados, casi al punto de romperse.
–Buenas noches, Jude.
–Buenas noches, Moira.
Regresa por el pasillo y yo me acuesto en la cama, dejada para luchar contra las pesadillas que
aguardan en la oscuridad.
Capítulo Treinta Y Tres

Por la mañana, Twillengyle está hecha de niebla y lluvia. Verdes oscuros y marrones pintan los
páramos, las laderas rocosas están llenas de sombras. Mi violín descansa cómodamente contra mi
hombro mientras deslizo el arco por las cuerdas. Es una canción lenta, embrujada, que canta
melancolía y dolor. He estado tocando durante media hora, derramando toda la música que brotaba
dentro de mí.
Al sonido de pasos que se acercan, dejo el violín y empiezo a empacar.
–¿Has desayunado?– pregunta Jude.
He estado en el acantilado desde el amanecer. Observé la marea subir, las nubes se juntaban en el
horizonte, cuatro sirenas tomando el sol en las aguas poco profundas antes de sumergirse en las
profundidades.
Quería llamarlas.
«Naden lejos, tan profundo que no puedan encontrarlas.
Esta isla ya no es un lugar seguro para las de su especie».
–Puedo preparar té, si quieres– dice Jude detrás de mí.
Miro alrededor hacia donde está él, con los brazos cruzados sobre su suéter de lana, antes de volver a
mirar la playa. Clavo mis dientes en mi labio inferior. Con el estuche de violín en mano, me pongo de
pie y Jude se acerca para tomar mi mano libre entre las suyas. Sus mejillas están un poco rosadas por
el frío, sus ojos oscuros como el otoño.
–Creo– dice, –de una manera de exponer a Thackery.
Una ráfaga de viento marino enreda su cabello y hace ondear mi vestido. Mi mente vuelve a Connor y
Nell, siempre, siempre Connor y Nell, y no soporto la posibilidad de que sus muertes queden sin
respuesta.
No podría dejar que las sirenas se hicieran responsables de esa crueldad en particular.
–Te escucho– le digo a Jude, tomándolo de la mano.
En la cocina nos sentamos uno frente al otro. Jude golpea la mesa con dos dedos y yo lo miro,
expectante.
–Lo atraparemos en el acto– dice él.
Me da un momento para reflexionar sobre las palabras.
Cuando lo hago, frunzo el ceño. –¿A qué te refieres?
–Puedo enviarle un mensaje para que se reúna conmigo en la playa. Le diré que tengo pruebas de los
asesinatos–. Jude pasa los dedos por la superficie de la mesa. –Seguro que querrá deshacerse de mí
después de eso–. Inclinándose hacia adelante, continúa. –Luego notificamos al resto del departamento
de policía, les decimos que también se dirijan a la playa. Si puedo entretener a Thackery el tiempo
suficiente, verán lo que está pasando y...– junta las manos, abriéndolas como un libro, con las palmas
hacia arriba –lo atrapamos.
Levanto una ceja. –Eso– digo, –es una idea terrible.
Jude parece cabizbajo. –¿Y qué tiene de malo?
–No provocarás a Thackery con tu propia vida. Si alguien va a ser el señuelo, debería ser yo.
–No–. Sacude la cabeza, con los ojos muy abiertos. –No, no puedes.
–Ah, claro. ¿Está bien que lo hagas tu, pero no yo?
Él baja la mirada. Me levanto de la mesa, agradecida cuando mis manos no tiemblan mientras aliso la
parte delantera de mi vestido.
–Lo entiendes, ¿no? ¿Por qué no quiero que lo hagas?– pregunta Jude en voz baja.
–Pensaremos en otra cosa– le digo.
Mi estuche de violín descansa sobre la mesa. Jude lo mira mientras tira de los hilos sueltos a lo largo
del puño de su suéter.
–Necesito atender la luz antes de que nos vayamos– es lo único que dice.
Cuando se dirige a la torre, abro los cierres de mi estuche. Mi folleto de la escuela todavía está
doblado por dentro. Lo saco, mis ojos fijos en la ligera rasgadura en la parte superior de la página.
Y me pregunto si Nell sufrió cuando murió.
Y me pregunto si Connor había tenido miedo.
La reunión del Consejo se cierne sobre mis pensamientos. Estoy segura de que Jude podrá convencer a
algunos de los pescadores para que se pongan del lado de la prohibición de la caza porque confían en
él, porque lo aman. No puedo predecir el resto. Thackery estará allí y probablemente también Dylan.
No sé qué harán si la prohibición permanece intacta. Mi estómago se retuerce mientras considero la
posibilidad de encontrar a otro isleño desangrándose en la playa cuando Jude y yo podríamos haber
hecho algo para detenerlo.
Necesitamos develar sus crímenes, y rápido.
Cerrando mi estuche, espero a Jude en el pasillo. Regresa a la cabaña, en silencio mientras me ayuda a
ponerme el abrigo, con una expresión ilegible mientras se pone las botas. Alcanza su abrigo y yo
agarro su mano. Él sonríe entonces, una pequeña pero tranquilizadora sonrisa. Curvando sus dedos
alrededor de los míos, presiona un beso en mis nudillos.
–Todo irá bien, Moira.
Lo acerco a mí, besándolo en la boca. Lleva su otra mano a la parte baja de mi espalda, sosteniéndome
cerca. Es cálido contra mí, y envuelvo una mano alrededor de su nuca, mis dedos rozan la lana áspera
de su cuello.
–Moira– dice, –tengo que agradecerte.
–¿Por qué?
–Por quedarte aquí–. Esta vez, cuando sonríe, se le arrugan las comisuras de los ojos. Mi sangre canta
con el conocimiento de que la puse ahí. –Sé que no fui el paciente más fácil del mundo.
–Las víctimas de sirenas generalmente no lo son.
Levanta una mano para acunar mi mejilla. Sé lo que podría decir, que la reunión irá bien, que las
sirenas estarán a salvo, pero tengo una astilla de miedo en el corazón que he sentido desde que me
desperté esta mañana, y me alejo antes de que pueda ofrecer promesas vacías.
–Vamos– digo.
Jude se pone el abrigo y la gorra. Dándome una última mirada, abre la puerta principal.
Salgo a la mañana sin sol. Por mucho que espero lo mejor, me encuentro preparándome,
inevitablemente, para lo peor.

Esta reunión no es como la anterior.


Para empezar, hay mucha más gente. Reconozco rostros de Lochlan, gente solitaria de las remotas
casas de piedra en el extremo norte de la isla.
Somos todos nosotros, juntos. Algunos todavía tienen ojos somnolientos, mantas envueltas alrededor
de sus hombros, y algunos se ven desaliñados por la travesía temprana en ferry. Los niños se paran
descalzos fuera del salón, sosteniendo tazas de té, tostadas quemadas del desayuno.
Lo segundo que noto es cuántos ojos se iluminan al ver a Jude Osric.
Le dan una palmada en el hombro, le estrechan la mano, lo atraen en fuertes abrazos, hasta que está
tan desaliñado como los que acaban de bajar del ferry. Se ve muy complacido por la atención, aunque
un poco aturdido. Unos pescadores toman mis manos entre las suyas, se acercan y me dicen, «hiciste
bien en cuidarlo. Voy a rezar una oración por ti esta noche».
Mi corazón se hincha, pero luego logramos entrar al salón de baile, y veo que las discusiones ya han
comenzado. Hay hombres que piensan que matar una sirena es un acto malvado, mientras que otros
piensan que puede traer tormentas, mala suerte, y toda clase de maldiciones.
Mirando a Jude, toco el amuleto de hierro en mi bolsillo. La manga de su abrigo oculta sus vendajes,
los puntos a lo largo de su brazo, pero eso no cambia el hecho de que su supervivencia vino con
cicatrices. Se encuentra con mi mirada, asiente y se dirige hacia la multitud.
En nuestro camino a través de los páramos, pensé que sería prudente que Jude hiciera la ronda tan
pronto como llegáramos, para hablar con tantas personas como fuera posible antes de que el consejo
llevará a cabo su votación. Es el guardián del faro, recién recuperado del canto de sirena. Las personas
de Dunmore prestarán atención a sus palabras.
Comienzo en dirección al escenario. El detective Thackery está cerca con el resto del departamento de
policía, y una incómoda náusea me retuerce por dentro. El piso se siente abruptamente desigual bajo
mis pies; me concentro en respirar más allá del pavor que florece a través de mis costillas.
Cuando Thomas Earl sube al atril, Jude me encuentra de nuevo. Hay esperanza en sus ojos oscuros, en
la curva de su boca. Agarro su mano y la sostengo fuerte.
La mirada de Earl descansa sobre Jude. –Es bueno que se una a nosotros, Sr. Osric– dice él.
–Me alegro de estar aquí, señor– dice Jude, devolviéndole la sonrisa. –Mi padre jugó un papel en el
establecimiento de la prohibición de la caza; creo que es correcto que haga todo lo posible para
mantenerla.
Hay algunos murmullos a esto, susurros que pasan de persona a persona. Por lo que puedo captar, no
es del todo desaprobador.
Earl levanta las cejas, pero antes de que pueda responder, Thackery decide hablar.
–Lástima que Wick todavía se encuentre mal– dice.
Mi mano libre se cierra en un puño.
La sonrisa de Jude vacila. –¿Perdóneme?
El detective Thackery no nos mira a nosotros, sino al Consejo. –Es bastante claro, creo, que el Sr.
Osric todavía está fascinado por las sirenas. Si estuviera en su sano juicio, seguramente querría que se
restablecieran las cacerías.
Jude palidece. –Eso no es cierto– dice, pero sale tan bajo que nadie parece escucharlo excepto yo. Se
aclara la garganta. –Eso no es cierto, detective– vuelve a decir.
–Y tú vas a ser el juez de eso, ¿verdad?
–Si Jude Osric todavía estuviera bajo el dominio de la sirena, estaría dirigiéndose al mar, no parado
aquí frente a todos ustedes– digo, mi voz cortante.
Sin embargo, veo el efecto de las palabras de Thackery, las semillas de duda que siembran. Puedo
imaginar los pensamientos serpenteando entre la multitud.
«Pobre Wick. Él no sabe lo que está diciendo. Las sirenas se llevaron a su familia».
–¿Los que están a favor de restablecer las cacerías?– pregunta Thomas Earl, con un profundo suspiro.
Los «yo» que siguen son numerosos. Me quedo allí, sosteniendo la mano de Jude, y escucho cómo el
trabajo de mi padre se deshace ante mí, ignorado, olvidado.
–¿Y los que se oponen?
Nuestras voces son un sombrío contraste con las que vinieron antes. Hacen eco en la sala abarrotada,
los «no» son demasiado pocos para cambiar el resultado.
–Muy bien– dice Earl, sonando como un hombre derrotado. –La prohibición se levantará a partir de
mañana.
Lo miro fijamente. Siento como si me hubieran arrastrado a aguas profundas, como supongo que debe
sentirse, todo frío e interminable, distorsionado y extraño. Las sombras del salón parecen doblarse,
retorciéndose fuera de forma.
Tropiezo hacia atrás, tirando de Jude a mi lado. Mis oídos zumban mientras me abro paso a través de
la multitud, el miedo que sentí entre mis costillas se hunde en mi estómago. Llegamos a las puertas, y
tiro mi mano de la de Jude. Me alejo del pasillo, de la gente en la calle.
Con la cabeza gacha, Jude me sigue en silencio. No puedo mirarlo; apenas puedo respirar a través del
dolor en mi pecho. Una parte de mí no creía que sucedería, incluso ahora no puedo imaginar que los
hombres estarán cazando sirenas tan pronto. Mañana.
Llego a las puertas de Saint Cecilia. La niebla matutina persiste sobre el patio, arrastrándose por la
hierba y las lápidas inclinadas.
–Puedo volver a casa desde aquí– digo sin mirar a Jude.
Él no se mueve. –¿Estás segura de que no quieres…
Me giro hacia él. Se quita la gorra, sosteniéndola con ambas manos. Puedo ver sus ojos, lo suaves y
tristes que son. –Moira– dice, –quiero ayudarte–. Su voz tiembla y traga saliva. –¿Por qué no me dejas
ayudarte?
Vuelvo a mirar el cementerio. El viento me muerde los dedos y siento que el entumecimiento se
extiende hasta mi corazón.
–Me gustaría estar sola.
–Moira, por favor...
Lo miro. –¿Qué dije?– siseo. Mis manos son puños a mis costados, y la oscuridad dentro de mí surge,
dispuesta a hacer daño. –Déjame en paz, Jude Osric.
Da un solo paso hacia atrás. Con la mirada en su rostro, es como si lo hubiera abofeteado. La culpa se
precipita como un maremoto, aplastándome bajo su peso.
Sus ojos se apartan de los míos. –Bien, entonces– dice en voz baja, y su boca se tuerce, como si
estuviera tratando de ocultar su dolor, de esconderlo dentro de sí mismo.
Me roza para continuar por la calle. Medio quiero devolverle el toque, pero mi orgullo es demasiado
grande para permitírmelo. En cambio, lo observo irse, lo observo mientras agacha la cabeza y entierra
las manos en los bolsillos.
Él no mira hacia atrás.
Empujo la puerta del cementerio para abrirla. Aquí hay tranquilidad y frío, el olor a tierra mojada y
piedra es tan fuerte que los noto en la lengua. Las piedras son oscuras y descoloridas, el aire salado
carcome sus bordes. Deambulo por las filas hasta que llego al pie de la tumba de mi padre.
En memoria de
GAVIN ALEXANDER
Amado esposo y padre
Caigo de rodillas, sin importame ni un poco la humedad. Trazo sobre las letras talladas
profundamente en la piedra y cierro los ojos, preguntándome si me ve desde donde está.
–Lo siento, papá– susurro. –Lo siento, no puedo…
Un nudo se eleva en la parte posterior de mi garganta.
–Saldrán mañana a cazar sirenas. Traté de detenerlo. Traté de mantenerlas a salvo. Ahora todo se está
desmoronando y yo no… no sé cómo arreglarlo–. Me acurruco, hundiendo mis dedos en la hierba
mojada. –Si estuvieras aquí, podrías arreglar esto. Sé que podrías–. Aprieto los dientes mientras las
lágrimas que he mantenido bajo control brotan y se derraman sobre mis mejillas. –Te necesito aquí,
papá.
En el silencio del cementerio, inclino mi frente hacia la tierra.
–Ojalá pudieras volver. Ojalá los Osrics volvieran. Los extraño mucho a todos ustedes. Todas las
noches me pregunto si me dolerá menos por la mañana, y nunca me duele menos.
Entonces empiezo a llorar. Y una vez que empiezo, una vez que lo dejo salir, parece que no puedo
guardarlo dentro de mí. Creo que no podré parar.
–Pa– me atraganto, –¿qué se supone que debo hacer?
Mucho tiempo después, cuando estoy agotada y temblando en mi abrigo, escucho el sonido de pasos.
Me froto la cara con la manga y miro quién ha venido a recogerme. Ella está de pie con las manos
entrelazadas, melancólica. Sus ojos contemplan la lápida antes de posarse en mí.
–Moira– dice mi madre, –vamos a casa.
Capítulo Treinta Y Cuatro

Después de entrar, me lavo, me pongo un vestido limpio y me miro en el espejo. Todavía tengo los ojos
rojos y el rostro pálido y, si voy a salvar a las sirenas, no lo haré llorando sobre la tumba de mi padre.
Dudo de que sea algo que le gustaría ver.
En la cocina, mi madre ha preparado té y yo tomo asiento en la mesa. Mientras lo hago, mis
pensamientos se vuelven hacia Jude Osric. Jugueteo con la mantequillera, mordiéndome el labio.
Tendré que ir a disculparme con él.
Mi madre se sienta frente a mí. –¿Cómo supiste dónde encontrarme?– le pregunto.
–El señor Osric pasó por la casa– me dice. –Dijo que debería ver cómo estabas–. Mantiene mi mirada
sobre su taza de té y su expresión se suaviza. –Parecía bastante preocupado.
–Lo besé el otro día.
Mantengo mi voz casual, apartando la mirada de ella mientras pongo mi taza de té en su plato. Las
palabras están destinadas a ser una rama de olivo entre nosotras, un secreto que estoy dispuesta a
compartir. Y prefiero contarle mi relación con Jude yo misma, en lugar de que ella lo escuche de
segunda mano de otra persona.
Ella se queda quieta, pero la pausa dura solo un momento.
–¿Lo amas?
Levanto la vista, sobresaltada. No es lo que esperaba que dijera. Un juicio, anticipé. Una conferencia
sobre la impulsividad, tal vez, una palabra de precaución. No preguntas del corazón.
Mis mejillas se calientan mientras miro los platos que abarrotan la mesa.
–Creo que lo he amado durante mucho tiempo.
Mi madre asiente como si le hubiera dicho algo indiscutible. –Parecía mucho mejor de salud en la
reunión. ¿Cómo le va?
–Está bastante bien, creo.
O lo estaba antes de que le gritara. Pienso en su rostro cuando le dije que se fuera, el dolor en sus ojos
antes de alejarse.
Me duele el corazón cuando recuerdo que dejé mi violín en la mesa de la cocina de Jude.
–Mañana– comienza mi madre, –no quiero que te acerques al puerto. Vendrás al pueblo conmigo.
Las posibilidades imaginadas cobran vida en mi mente: los botes de caza zarpando con la marea, las
latas de veneno apiladas en el cobertizo para botes, la sangre de sirena manchando el muelle mientras
sus cuerpos son llevados a tierra.
Contengo un quejido.
No va a pasar. No dejaré que suceda. Jude y yo atraparemos a Thackery, y todo este asunto llegará a su
fin.
–No puedes alejarme del puerto para siempre– le digo en voz baja.
Mi madre frunce los labios, pero no insiste en el tema. El silencio cae entre nosotras, pero se siente
contaminado, agobiado, pesado por lo desconocido.
Después de nuestro té salgo, haciendo mi camino hacia el faro.
El cielo es gris paloma y las primeras gotas de lluvia caen en mi cabello, pero meto la barbilla en el
cuello de mi abrigo y sigo por el camino. La torre azul y blanca se destaca contra la penumbra, su luz
forma un arco hacia el mar. Lo observo mientras cruzo los páramos.
Cuando estoy cerca, un escalofrío inexplicable me recorre la columna. Algo se siente... apagado. Dudo,
estudiando el espacio frente a mí, hasta que me doy cuenta: la puerta principal está entreabierta.
No completamente abierto, solo un pequeño espacio donde no se ha colocado en el pestillo. Excepto
que Jude nunca deja la puerta abierta. No que yo pueda recordar.
De repente siento mucho, mucho frío.
Me quedo parada cuando llego al umbral, mirando la puerta azul brillante. Me imagino al detective
Thackery viniendo a llamar mientras yo estaba ocupada sollozando por lo que ya se había perdido. Me
imagino a Jude muriendo, Jude muerto, su sangre oscureciendo las tablas del suelo.
Entre un segundo y el siguiente, abro la puerta.
El salón está vacío.
Un alivio casi palpable se precipita sobre mí. La adrenalina corre caliente por mis venas.
–¿Jude?– lo llamo.
En mi mente escucho una voz como la de mi padre. «Que no esté aquí no significa que no esté muerto
en otro lado. Revisa las habitaciones».
Hay un revólver escondido en el gran escritorio de roble. Lo sé porque Llyr Osric nos lo mostró a Jude
y a mí un día y nos enseñó dónde estaba el seguro. Luego metió el arma en un cajón y nos dijo que
nunca tocaramos eso.
Deslizándo el tercer cajón para abrirlo, lo encuentro allí, con el mismo aspecto que hace años. Parece
que a Jude también le ha dado por escuchar los consejos de su difunto padre.
Lo levanto, con cuidado, sintiendo el peso del metal en mi mano. Se siente como la muerte, pesado y
frío.
Con dedos temblorosos, cargo algunas de las cámaras y me aseguro de que el seguro esté activado.
Sostenerlo me pone nerviosa; deslizo el arma en el bolsillo de mi abrigo.
–Jude –digo de nuevo, la voz haciendo eco en el silencio–. Jude, ¿estás aquí?
Thackery podría estar aquí, me doy cuenta. Sin embargo, con el revólver en el bolsillo, me siento
invencible. También me vuelve imprudente, y corro hasta el segundo piso de la cabaña, comprobando
cada dormitorio, antes de volver abajo.
Cuando me dirijo a la torre, la escalera de hierro hace eco de mis pasos. Llego a la sala de vigilancia y
me deslizo adentro. Quizás Jude volvió a Dunmore para hablar con el Sr. Earl. Hay varias razones por
las que no está aquí ahora, pero ninguna que explique por qué su puerta está abierta.
Examino los papeles y las cartas de navegación que quedan esparcidas sobre su escritorio. Mi boca se
tuerce cuando pienso en Jude inclinado en su silla, leyendo manuales, escribiendo en su cuaderno de
bitácora.
Veo una sola nota en particular, escrita con la mano de Jude. Solo hay una palabra, letras entintadas
garabateadas apresuradamente, pero es suficiente para que se me corte el aliento en la garganta.
Playa.
Miro hacia la costa, buscando, mientras mi cerebro da vueltas en el mismo pensamiento.
«No lo hizo. Él no... ¿Cómo podría...?
Dos figuras oscuras se interponen entre el acantilado y el mar. Distingo el cabello castaño rojizo de
Jude y el cuerpo delgado de Thackery. La luz brilla a través del objeto en su mano.
Luego estoy corriendo, derribando la escalera, porque Jude está en la playa y Thackery sostiene un
cuchillo.

Sé cómo llegar a la playa sin ser vista. Años de observar a las sirenas me enseñaron cómo caminar a la
sombra de las grietas, colocar cada pisada sobre arena movediza sin sonido. Mi corazón es un pájaro
atrapado, revoloteando salvajemente en mi pecho, pero no dejo que la adrenalina me traicione.
Soy un fantasma en presencia de un asesino.
Sus voces suenan claras a medida que me acerco.
–Mi tío me contó lo que hiciste, cómo mataste a Connor por él. Pensé que era hora de que
habláramos– escucho decir a Jude.
Observo desde la grieta rocosa. También hay un cuchillo en la mano de Jude, pero lo mantiene inerte a
su lado.
Bajo el barniz de calma, el rostro de Jude está muy pálido. Cambia su agarre en el cuchillo,
sosteniéndolo medio detrás de su espalda.
–Quiero saber por qué lo hiciste– dice. –¿Por qué matar a Connor en nombre de Dylan?
–Fui yo quien lo ayudó a atrapar a esa sirena–. La voz de Thackery sale tranquila y resbaladiza como el
aceite. –Tu tío y yo estamos de acuerdo en bastantes cosas– agrega e inclina la cabeza. –Pensé que,
dada tu historia, compartirías nuestro punto de vista.
Jude exhala, irregular. –No lo hago– dice. –No entiendo nada que implique matar a alguien.
–A veces es necesario– dice Thackery. –Habríamos sido descubiertos. Me atrevo a decir que tampoco
te habría ido bien con ese resultado. Ciertamente no seguirías siendo el guardián, aunque, como voy
matarte, eso no importa mucho ahora.
Mi pulso se acelera. Jude se ve pálido, su piel teñida de gris. No habla, pero Thackery continúa como si
respondiera.
–Garantizaría la continuación de las cacerías. Estoy seguro de que viste cuántos estaban indecisos en
la reunión. Si te encuentran desangrándote en la arena, pensarán que todavía estabas bajo el hechizo
de la sirena.
–Moira sabe lo que has hecho. Si me matas, ella…
El detective Thackery sonríe. Me recuerda a las sonrisas de Dylan Osric: afiladas y delgadas como el
filo de una navaja. –Ella no puede probarlo– dice. –No tienes ninguna prueba en absoluto, ¿verdad,
Wick?
El agarre de Jude se aprieta alrededor de su cuchillo. Lo sostiene frente a él, una luz turbia destella
sobre el acero. –Podría matarte aquí mismo– dice, y esta vez escucho un leve temblor entre sus
palabras.
–¿Lo harás ahora?
Jude traga. Sus ojos están muy abiertos, como si ya pudiera ver la muerte corriendo a su encuentro.
Por un momento permanece así, pálido e inmóvil, antes de echar el brazo hacia atrás y dejar que el
cuchillo caiga en la arena a su lado. –Sabes que no lo haré.
–Lo sé–. Thackery levanta su propio cuchillo entre ellos. Meto la mano en el bolsillo y la mano se posa
sobre el metal ahora cálido del revólver. –Sé que no eres un asesino, Wick. No tienes el corazón para
eso.
Salgo de la sombra de la grieta. Al quitar el pestillo de seguridad, hay un pequeño y agudo clic en mis
oídos. Jude y Thackery se giran al oír el sonido.
–Pero yo sí– digo, y apunto el cañón del arma directamente a la cabeza de Thackery.
Capítulo Treinta Y Cinco

Suceden dos cosas en ese instante.


Jude me mira, con los ojos muy abiertos, y suspira: –Moira.
Thackery lo agarra por el cuello, una hoja es presionada contra la garganta de Jude.
Siento mi corazón latir como si estuviera a punto de salirse de mi caja torácica. Mi mano alrededor del
revólver es lo único que me sostiene.
Está pasando.
Thackery sostiene mi mirada. Sus ojos son negros como el ónix e igual de duros.
–Cuidado con eso, señorita Alexander– dice.
–Dejalo ir– Las palabras raspan mi garganta al salir. –Deja ir a Jude.
–¿Alguien más sabe que estás aquí?
–La policía– le digo, sin saber si es mentira. Esto es lo que Jude planeó hacer, y le pido a Dios que lo
haya hecho. –Les llamé por teléfono antes de venir.
Thackery presiona el cuchillo cerca de la piel de Jude. Jude deja escapar un pequeño suspiro
entrecortado, y mis pensamientos se estrechan en una sola palabra: para.
–Estás mintiendo– dice.
«Tranquila, Moira» susurra la voz de mi padre.
Mi empuñadura del revólver no flaquea. –Quizás– digo. –¿Estás dispuesto a correr ese riesgo?
–¿Crees que no lo mataré?
La verdad es que sé que lo hará. El cuchillo es algo real y seguro en su mano, listo para cortar el cuello
de Jude en un solo movimiento. No puedo arriesgarme a disparar a esta distancia, no con Thackery
usando a Jude para protegerse.
Jude estará muerto antes de que llegue la policía, y lo último... lo último que le habré dicho es esto:
«déjame en paz, Jude Osric».
Tomo una respiración profunda. –Creo que le cortarás la garganta y lo dejarás como otra víctima de
las sirenas– le digo. –Pero una vez que lo hagas, una vez que mates a Jude Osric, apretaré el gatillo. No
dejaré que vivas ni un minuto más.
Porque yo no soy Jude.
Existe dentro de mí una tristeza que sólo quiere cantos de sirena, peligro y sangre. En este momento
es una parte muy presente: una flecha que apunta a lo largo del revólver al espacio justo entre los ojos
de Thackery.
Lo mataré y sentiré un inmenso placer al hacerlo.
–Moira– dice Jude. Es la primera vez que habla desde que Thackery lo agarró. Tiene que inclinarse
hacia atrás del cuchillo en su garganta. –Moira, no lo hagas.
«¿No qué?» quiero preguntar. «¿No mates a Thackery? ¿Que no salve tu vida?»
Antes de que tenga la oportunidad, Thackery empuja con fuerza el cuchillo contra el cuello de Jude.
Un fino rastro de sangre serpentea hacia su cuello. –Alto– jadeo por impulso.
–Su promesa de intervención policial parece nula, señorita Alexander.
El sudor resbala por mis palmas. Quiero que Thackery deje caer su cuchillo junto al de Jude en la
arena. Quiero agarrar a Jude y correr, maldecirlo por poner en peligro su propia vida, por jugar una
carta que le dije que no le tocaba.
–A Dylan no le gustará que mates a su sobrino– digo apresuradamente. –Él sabrá que fuiste tú.
Estuvisteis trabajando juntos.
–Estamos más allá de eso, me temo.
Aprieto los dientes, la furia se enciende en mi caja torácica como una llama. –¿Por qué?– gruño. –Los
hombres estarán ahí afuera cazando sirenas mañana.
–Traté de advertirle, señorita Alexander–. Thackery me mira fijamente, su cuchillo aún presiona la piel
de Jude. –Nunca debiste involucrarte. La gente en esta isla anda pensando que las sirenas son un
regalo, como si debiéramos agradecerles por llevarse a nuestros hijos y ensangrentar nuestras aguas–.
Sacude la cabeza, los ojos brillantes. –Es una locura. Tu padre debería haberlo sabido mejor. Nunca
deberíamos haber promulgado una prohibición contra la caza.
–Le diste esas latas a Russell, lo dejaste envenenar esas sirenas.
–¿Y dónde está tu prueba de eso?
Mi estómago se revuelve. –¿Por qué, realmente, quieres que las sirenas mueran?
Es obvio ahora, por la forma en que habla, que Thackery ha conocido el dolor.
–Eso no es de tu interés–. Sus nudillos se blanquean alrededor de la empuñadura del cuchillo. –No
tengo necesidad de justificarme ante ti.
Frente a él, Jude se queda quieto, sus ojos lanzándose a algo detrás de mí. No quiero mirar por encima,
no quiero desviar mi atención de Thackery, pero pronto entran en mi línea de visión.
Media docena de policías, todos con pistolas apuntando en nuestra dirección.
El alivio se hunde en mí como una piedra.
Entre ellos está el inspector Dale, y mira a Thackery como si no pudiera creer lo que está viendo.
–¿Que esta pasando aqui?– grita.
Me vuelvo hacia donde está Thackery. Hay un destello de resolución mercurial en sus ojos, y noto el
ligero cambio en su agarre de la empuñadura. Jude me sostiene la mirada, con el rostro pálido y los
ojos negros como la brea.
No.
El brazo de Thackery se sacude, justo cuando un fuerte crujido resuena en el aire. Cierro los ojos,
pensando por un momento salvaje que me han disparado, pero una corriente ahogada de maldiciones
se une al zumbido en mis oídos, y miro hacia arriba.
Me doy cuenta primero del inspector Dale, caminando hacia donde está agachado Thackery, con el
cuchillo olvidado mientras su mano se cierra en puños alrededor de su hombro. La sangre se filtra
entre sus dedos, carmesí oscuro, escurriendose a través de la tela de su camisa. Mis ojos encuentran a
Jude, inclinado con las manos en las rodillas, los hombros temblando, y dejo caer el revólver en la
arena.
–Jude– digo, lanzando mis brazos alrededor de él. –Oh Dios, pensé… pensé…–. Me detengo,
controlándome, y levanto su barbilla.
Una delgada línea roja marca la piel junto a su yugular. No puedo dejar de mirarlo.
Me mira fijamente. Sus pupilas están muy abiertas, y veo mi rostro reflejado en su negrura. Levanta
una mano temblorosa a mi mejilla.
–Moira.
A nuestro alrededor, la policía de Dunmore es un estrépito de ruido: las pistolas están metidas en las
fundas; sus botas levantan arena; las preguntas y las órdenes se pasan de hombre a hombre.
Vuelvo a centrar mi atención en Jude cuando dice: –Moira, creo que yo…
Se balancea un poco sobre sus pies. Coloco ambas manos sobre sus hombros para estabilizarlo.
–Has tenido un shock, Jude. Necesitas…
–No–. Él niega con la cabeza. –Estoy bien. ¿Tu estás bien?
Entierro mi cara en la lana áspera de su suéter, sosteniéndolo cerca. –Lo siento por lo de antes–
susurro, –no quise decir…
Jude se ríe, un sonido entrecortado y nervioso. Me alejo para ver su expresión.
–Pensé que sería yo quien se disculparía– dice.
Aprieto mis brazos alrededor de él y cierro los ojos. –Sí, también puedes disculparte– le digo. –Al ver
que hiciste algo tan estúpido.
–Funcionó, ¿no?
Le sonrío. –Eres ridículo, Jude Osric.
–No deberías llamarme así– dice, dedicándome una sonrisa.
–¿Cómo debo llamarte, entonces?
–Brillante– dice Jude, y se desmaya.
Capítulo Treinta Y Seis

El inspector Dale toma asiento en la mesa de nuestra cocina. la noche ya ha caído y, más allá de las
cortinas de encaje, el cielo ya está completamente oscuro. Mi madre prepara té en el mostrador, sus
manos tiemblan ligeramente mientras llena la tetera con agua. Me siento frente al inspector, con los
labios apretados y mi atención atraída por el cuaderno y la pluma estilográfica que saca.
Le hablo del plan de Jude para encontrarse con Thackery, de ir al faro y encontrarlo vacío, de ver a
Jude y Thackery en la playa. Le cuento sobre Dylan Osric y la sirena torturada, cómo robaron la vida
de Connor Sheahan y Nell Bracken con la esperanza de mantener ese secreto.
Escribe mi declaración de manera diligente, aunque él mismo parece bastante tembloroso y pálido.
Pienso en el inspector Dale y el detective Thackery. Pienso en cómo la gente nunca tiene la
oportunidad de conocer la historia completa de otra persona. Y me doy cuenta de que conocer a
alguien, conocerlo de verdad, es conocer sus secretos.
Quizá eso explica por qué el mar toma los secretos por un deseo. Ellos son la parte más verdadera de
nosotros.
Dale también es quien me cuenta las pérdidas de Thackery.
–Su hija– dice, en voz baja. –Perdió a su hija justo después de que se introdujo la prohibición. Intentó
pedirle al Consejo que la revocara, los culpó durante mucho tiempo–. Baja la taza de té y mira el
mantel. –Tenía cinco años.
–¿Qué pasará ahora?– pregunto. –¿Con las sirenas?
–Tendré unas palabra con el Sr. Earl mañana a primera hora– dice. –No prometo nada, pero estoy
seguro de que el Consejo entrará en razón ahora que has refutado dos ataques.
Mi alivio es casi tangible, aliviando un peso invisible de mis hombros.
–Bien– digo.
Una vez que Dale recoge sus cosas y se despide, mi madre viene a sentarse en su lugar. Envuelve sus
manos alrededor de una de las mías, y nuestra conversación es algo suave y silencioso, como un
secreto en sí mismo.
–¿Por qué no me dijiste lo que estaba pasando, Moira?
La vergüenza calienta mi rostro, pero no desvío la mirada. –No sabía cómo– susurro, aunque eso es
solo una parte. No quería que ella lo supiera simplemente porque no me importaba compartir ninguno
de mis tejemanejes con ella.
La última vez que la dejé tomar mi mano así, estábamos al lado de la cama de mi padre. Estamos más
cerca ahora de alguna manera, y ella sonríe a pesar de que sus ojos brillan con lágrimas.
–Has hecho tanto, Moira– dice ella. –Tu padre estaría muy orgulloso.
Nos quedamos así, sentadas juntas a la mesa, bebiendo té. Hablamos y hablamos, compensando todos
los años que no lo hemos hecho, hasta que la tarde se convierte en noche propiamente dicha.
Dejo mi taza de té. –Iré a visitar a Jude.
Mi madre mira hacia la ventana. –Ya es un poco tarde para eso, querida.
–Lo van a mantener allí durante la noche– respondo. –Debería tener compañía.
–Bueno, aquí…– levantándose, toma algunos de los pasteles que piensa vender mañana y los ata
cuidadosamente con una tela. –Llevale esto.
Recorro el camino a Dunmore con una linterna en la mano y los pasteles de mi madre metidos en el
bolsillo de mi abrigo.
Después de desmayarse en la playa, llevaron a Jude al hospital. Recibió tratamiento por conmoción y,
recién recuperado del canto de sirena, los médicos le brindaron cuidados adicionales: pomadas y
vendajes limpios y una hilera de puntos más ordenada ya que se había roto los anteriores.
Una enfermera me dirige a su habitación y sonrío al ver la luz debajo de su puerta. Giro el pomo sin
molestarme en llamar y me deslizo dentro.
Jude ya está sentado en la cama, con la cabeza echada hacia atrás, mirando al techo. Mi corazón da un
vuelco lento en mi pecho antes de que se gire hacia mí.
–Moira– dice, sonando tan complacido que rompo en una sonrisa.
–¿No deberías estar durmiendo?– pregunto.
Hay una una silla de mimbre cerca de la pared de azulejos y la arrastro hasta su cama.
Se apoya en la baranda de la cama. Viste una camiseta blanca, las mangas cortas muestran su nueva
línea de puntadas. Un vendaje cubre el corte en su cuello. A pesar de estas cosas, se ve bien, quizás
mejor que en días.
–¿Hablaste con la enfermera?– su tono es conspirativo.
–Por un momento.
Deberías decirle que no necesito estar aquí. Extiende un brazo, señalando a nada en particular.
–Retenerme toda la noche, quiero decir, es bastante innecesario. Estoy perfectamente bien. ¿Y quién
está en el faro?
–El señor Irving, creo. El inspector Dale me lo dijo. Irving abordó el bote cuando llegó la policía para
detener a Dylan Osric.
Jude suelta un suspiro. –Él y Daugherty me van a dar una buena mañana.
Saco el paquete de tela de mi bolsillo y lo deslizo sobre su mesita de noche. –Mi madre me hizo traerte
pasteles.
–Vaya–. Él mira el paquete. –Gracias. Dile que estoy muy agradecido.
–Lo haré–. Me estiro y tomo su mano sobre las sábanas. Su piel se siente cálida junto a la mía. –¿Estás
realmente bien?
–Sí–. Él sonríe ampliamente, terriblemente brillante. –Sí, en realidad lo estoy. Moira, lo hicimos.
–Todo gracias a las decisiones precipitadas de Jude Osric– digo, lo que lo hace reír.
–Lo siento– dice, y estoy lista para burlarme de la disculpa, cuando continúa. –No había otra manera.
No vi…
–Podríamos haber pensado en algo.
–Quizás
Esta vez sí me burlo. Casi consigues que te maten, Jude.
–Lo sé.
La noche amortigua las actividades del hospital. Todo parece increíblemente quieto, y me pregunto si
el mundo sigue girando, si la isla todavía existe fuera de estos muros. Y a pesar del hecho de que Jude
está aquí, vivo, nunca podré olvidar el sonido que hizo cuando Thackery le puso un cuchillo en la
garganta, o la mirada en sus ojos cuando ambos pensamos que iba a morir.
Paso mi pulgar sobre el dorso de su mano. –Le llamé desde la sala de vigilancia– susurra Jude, –cuando
regresé de Dunmore. Le dije que se encontrara conmigo en la playa. Le dije que tenía pruebas,
pruebas de que él mató a Connor y Nell.
–¿Y que?
Luego envié un telegrama al inspector Dale. Te escribí esa nota, agarré un cuchillo y me fui. No... no
me di cuenta... pensé que tal vez podría razonar con él. Toma una respiración profunda. –Supongo que
fue bastante absurdo en retrospectiva.
–¿No me vas a contradecir en absoluto, entonces?
–No–. Se frota el rabillo del ojo. –Era peligroso, lo sé. Vi una pequeña oportunidad y la aproveché.
Pero, Moira, ahora que ha terminado, Dios mío, me siento aliviado.
–Yo también– digo en un susurro, y siento que el silencio se cierra a nuestro alrededor una vez más. La
lluvia da golpecitos en el cristal de la ventana, e intento recordar la última vez que dormí, pero parece
que fue hace años.
–Me alegro de que no le hayas disparado a Thackery– dice Jude en voz baja.
Lo miro. Me toma un momento pensar en algo que decir. –Bueno, nunca le he disparado a nadie. No
quería disparate a ti por accidente.
Sostiene mi mirada, ojos marrones muy abiertos y honestos. –Me alegro de que no lo hicieras– dice de
nuevo, y hay una calidad extraña en su voz, una grave seriedad mezclada con el alivio.
Las palabras son un peso en el espacio entre nosotros, un equilibrio, anclándome como siempre lo ha
hecho Jude Osric. Una mano firme en la oscuridad.
–Gracias– susurro, y creo que quizás ambos sabemos por lo que realmente le estoy agradeciendo.
Su mano agarra la mía, y nos sentamos juntos en la pequeña habitación del hospital, en una isla
manchada de sangre y secretos. Es una isla llena de cosas incomprensibles, perfecta en sus
imperfecciones: un diseño defectuoso que aún se mantiene a pesar de las grietas.
Y es nuestra.
Epílogo

En el este de Twillengyle, el cielo vespertino se tiñe de rojo. La noche se asienta antes con la llegada
de octubre, por lo que una luna creciente se une al sol poniente en el horizonte. Jude sale de la cabaña
del guardián y cierra la puerta detrás de él. Sostiene una linterna en alto.
–¿De quién fue esta brillante idea?– pregunta.
–Creo– digo, sonriendo –que fue tuya.
–Ah.
Nos dirigimos hacia el camino que baja a la playa. Jude no lleva sombrero, lleva puesto su nuevo
impermeable y, cuando me ofrece el brazo, me acerco a él. Todavía se siente como un milagro que él
esté aquí a mi lado. Llegamos al fondo del acantilado y encontramos una hendidura en la roca.
Jude apaga la luz de su linterna. –Tienes hierro contigo?– pregunta.
–Sí–. Lo miro, sus ojos oscuros se vuelven ámbar en la luz que se desvanece. –¿Y tú?
–Sí.
Me acerco, tomando su mano. Su palma está húmeda y caliente contra la mía. –Podemos volver, si
quieres– le digo. –No necesitamos hacer esto.
Jude sostiene mi mirada. –No– dice, con voz firme. –Quiero estar aquí, Moira.
Le devuelvo la sonrisa. Estamos cerca, escondidos en esta grieta húmeda del acantilado. Jude se
inclina hacia adelante y me besa. Agarro la parte delantera de su chaqueta, mi corazón late
aceleradamente.
–Sabes– dice, alejándose, –últimamente, me siento casi como si hubiera perdido el rumbo. ¿Qué
vamos a hacer ahora?
–Te lo diré– digo con una sonrisa, y me inclino cerca de nuevo, para susurrarle al oído, como si
estuviera impartiendo el más grande de los secretos. –Tú, Jude Osric, cuidarás del faro, yo tocaré mi
violín en el borde del acantilado, y las sirenas permanecerán a salvo bajo las olas.
Presiona su rostro contra el costado de mi cuello. –Eso suena muy bien– dice.
–Ya lo creo.
Cerca de la orilla, una línea de espuma se arrastra por la arena, como si las olas pudieran tragarse toda
la isla. Mi sangre canta en mis oídos. Siento que tengo el mundo en la palma de mi mano, vasto e
insondable, con todo lo desconocido esperando a ser descubierto. Los dos nos volvemos hacia el
horizonte y yo observo la caída y el flujo del océano, esperando.
Escucho la inhalación brusca de Jude y aprieto su mano aún más fuerte. Vemos como una, dos, tres
sirenas emergen de las aguas poco profundas, criaturas salvajes que pisan la playa como si supieran
que pertenecen allí. Mi pulso zumba con la cadencia de la magia de la isla.
Jude y yo estamos en las sombras, fuera de la vista, pero la magia también forma parte de nosotros.
Está en nuestro aliento y en nuestra sangre, entretejido en nuestros corazones.
Y es todo lo que necesito en la vida.
Kelly Powell
escribe fantasía Young Adult y actualmente vive en Ontario, Canadá. Tiene una licenciatura en historia
y estudios de libros y medios de la Universidad de Toronto.

Es autora de SONGS FROM THE DEEP y MAGIC DARK AND STRANGE.

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