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NOCTURNO CASI. DOS.

Desde hace tiempo, leo y releo la poesía de Lorenzo Oliván. No deja de inspirarme. Yo también creo
que hay vuelos que descienden sólo para volar más alto. O árboles que se descortezan para subir
un poco más. Me gustan esos versos de la expectación, esos lances misteriosos que se van
cargando de sentido. Esa luz que ofrece realidad pero que deja a su espalda una oscuridad cargada
de revelaciones.

Un movimiento que mengua para crecer. Una remontada, un abrirse a lo menor para llegar más
arriba... autoconocimiento, esa es la palabra que se me ocurre ahora para referirme a la poesía de
este libro.

En estos poemas, como suele ocurrir con la poesía de Oliván, la búsqueda de autoconocimiento
(este saber más de uno mismo de donde nace el impulso lírico) se corresponde con la aventura del
descubrimiento estético. Saber más de uno mismo es también comprender mejor la belleza, la
música, la realidad, la poesía misma. Hay algo único en las cosas, esencial: no el pájaro partido en
dos, sus despojos analizados, materia y pensamiento como dualidad incómoda, corazón y cabeza
irreconciliables, no, sino la verdadera esencia, tesoro indivisible, y el don (que es, por supuesto,
ebriedad) de saberse en él, de haberlo, por fin, comprendido o descubierto.

A veces, no se trata más que de formular una pregunta del modo correcto. La sabiduría ya está ahí.
Frente al horizonte de un poema de Rothko, por ejemplo, el ojo da el giro a la visión cuando la
mirada, fundida por fin con lo que ve, se ha vuelto interminable. Y la música de Ornette Coleman, a
la vez que dibuja un paraíso alternativo (tiene algo de flor del mal este poema, serpiente), se
convierte en un deseo de orbitar en puro sonido, alcohol y humo.

Basta, sin embargo, con pasear bajo los postes de la luz, o dejarse mecer por el traqueteo de un
tren de cercanías. También ahí se nos alcanza una gramática de las posibilidades. Y la poesía va
descubriendo, paso a paso, sus reglas.

La luz misma, misteriosamente, nos roza para dejarse ver, merma para dejarse ver, entra y sale al
mismo tiempo del campo de visión, lo hace posible porque a la vez lo posee y pasa de largo. La
poesía de Oliván se mueve en este terreno sutil. Tanto, que hasta el propio autor necesita estar
seguro de que, a pesar de tanto vuelo, de tanta geometría superior de las metáforas, está tocando
suelo, hueso, fondo, sustancia misma de la realidad. Así se mueve siempre la buena lírica: entre la
sutileza de la imagen y la contundencia de la revelación.

Me llaman la atención los poemas que cantan a lo oscuro, lo quebrado, lo oculto que , precisamente
en función de esa oscuridad, de ese romperse o enraizarse, levantan a la luz cuerpos maravillosos.
Metáfora, repetida más de una vez, de la raíz y del árbol. Así también nos levantamos nosotros
muchas veces, y desde la oscuridad y la tristeza levantamos, como una arboladura, los mejores
alcances y los frutos más ambiciosos:

que nazca así mi fuera alguna vez/ de todo lo que en mí/ se resquebraja

No borrarse de uno mismo, pide Oliván en uno de sus poemas ( formas de la erosión). Se trata de
alta poesía porque altas son sus pretensiones: vivir plenamente, sacar lo mejor de nosotros
mismos, alcanzar a pensarnos y a vernos en profundidad, encontrar los momentos de dicha que no
están sólo en la posesión de objetos o en un distraerse para matar el tiempo, sino todo lo contrario,
en el goce íntimo del tiempo. Aprender a ver, a pensar, a ser.

Todo lo cual puede resumirse en ese último poema del libro (por algo, en un escritor tan cuidadoso
con la ordenación de sus libros) titulado lo hondo:

las más altas cumbres/ tan sólo de lo hondo se levantan .

Juan José Prior

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