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LA FORMACIÓN DEL ESPÍRITU CIENTÍFICO

Blanca Inés Prada Márquez

“La modestia intelectual es la más importante de las virtudes del sabio: conciencia de su propia
ignorancia, como lo enseñara tres siglos antes de nuestra era el sabio Sócrates” –asegura Popper–.

Hoy es aceptado por todos aquellos que reflexionan seriamente sobre los grandes
temas del conocimiento, que es en definitiva el valor teórico e intelectual de la ciencia el que
le da su efectividad práctica. En el pasado pudo haber sido la técnica quien ayudó al
desarrollo de la teoría, pero hoy, aunque parezca lo contrario por el gran desarrollo que ha
logrado la tecnología, es con frecuencia, la investigación teórica desinteresada, la que lleva
a las aplicaciones prácticas; la técnica moderna es fruto de la investigación científica. La
investigación científica exige una educación básica muy fuerte, y ciertas características
personales que no siempre se desarrollan en la educación universitaria, justamente porque lo
que se busca es formar personas eficientes, capaces de aplicar con éxito sus conocimientos y
de aportar soluciones inmediatas a los problemas concretos. Sin embargo, hace falta
formar personas capaces de hacer avanzar el conocimiento, personas que no sólo busquen
resultados inmediatos, sino que tengan la paciencia suficiente para mirar lejos y en
perspectiva. En otras palabras, es absolutamente importante formar a los estudiantes –en
particular a los estudiantes universitarios– en el espíritu científico ¿Qué entender entonces
por espíritu científico?
El espíritu científico tiene alguna característica que expondremos a continuación y
que pueden formarse gracias a una educación esmerada, pero que al mismo tiempo exigen
del sujeto ciertas capacidades especiales, que no siempre las tienen todas aquellas personas
que entran a la universidad y que aspiran a un título universitario.
Curiosidad intelectual. El desarrollo del espíritu verdaderamente científico implica
ante todo y sobre todo una gran curiosidad intelectual, esto supone no solo el deseo de
conocer, sino también la asimilación de todo lo adquirido anteriormente. La curiosidad
intelectual apunta ante todo al comprender más que al mero conocer.
El espíritu científico es analítico, gracias a lo cual se tiende a descomponer los datos
concretos y complejos en sus elementos simples y generales, eliminando los detalles
particulares. Así podemos ver que el espíritu científico se diferencia sin oponerse al espíritu
filosófico que es más bien sintético.
Esfuerzo de precisión y claridad, que suele traducirse a veces por el espíritu de
medida. De ahí que Bachelard señale que las diferentes etapas de la ciencia podrían
determinarse por la técnica y precisión de sus instrumentos de medida. Este esfuerzo de
precisión y claridad son uno de los grandes aportes de Galileo y Descartes, con lo cual da
nacimiento a la ciencia moderna[1].
Espíritu crítico, una de las características más importantes. Se manifiesta, como
enseñara Descartes, por la duda, es decir por la suspensión del juicio mientras se logra una
comprensión mejor del hecho, o del fenómeno, es la duda en búsqueda de la verdad, muy
diferente de la duda escéptica del que cree que no se puede llegar nunca a ninguna verdad, ni
siquiera aproximada, y desprecia todo método. La duda de quien posee espíritu crítico es una
duda metódica. El espíritu crítico implica además el cultivo de la verdad y la necesidad de la
prueba[2].
Conciencia de falibilidad: mientras que la metafísica y la ontología sueñan con
encontrar la verdad absoluta, la ciencia procede por aproximaciones sucesivas. Por otra parte,
la ciencia evoluciona, reposa sobre el perpetuo devenir de los hechos y de las personas, como
también del conocimiento que la humanidad ha ido conquistando. El verdadero sabio
considera toda verdad como transitoria, toda verdad es provisional, está ahí mientras otra
logra suplantarla. Lo que suele llamarse cientismo es todo lo contrario. Opuesto al verdadero
espíritu científico, el cientismo transforma las verdades científicas en verdades absolutas y
definitivas; actitud contaminadora para la ciencia puesto que el dogmatismo paraliza la
investigación. Todas las teorías científicas son creaciones humanas, por lo tanto, son
hipótesis que nunca podrán ser absolutamente confirmadas ni definitivas, que siempre
estarán sujetas a la duda y al cuestionamiento. Pensando en esto Karl Popper asegura que “la
ciencia no es la posesión de la verdad sino su búsqueda”.[3]
Libre examen. La ciencia no admite intromisiones de autoridades extrañas a su
propio dominio –sean éstas religiosas o políticas–, ni limitaciones en su propio campo de
investigación. Pero el “espíritu del libre examen”, no debe confundirse con la búsqueda de la
originalidad a todo precio que domina a veces en el campo literario donde un pensamiento
es tanto más original cuanto más paradójico y falso aparezca. En ciencia es preciso desarrollar
el espíritu de objetividad. Las ciencias naturales sobre todo exigen el gusto de la observación
paciente, dedicada y minuciosa, como también el espíritu de precisión. El amor de la verdad,
el coraje y la sinceridad hacia sí mismo, como también la probidad intelectual debiera ser el
lema del espíritu científico. Hoy sin embargo late en muchas conciencias inquietas por los
progresos ilimitados de las ciencias, y el desarrollo cada vez más sofisticado de tecnologías
capaces de transformar hasta las más sutiles fibras de la naturaleza humana, la pregunta sobre
si se le pueden o se le deben poner límites a la investigación científica. Y en tal caso, ¿quién
podría o debería hacerlo? La respuesta a estos interrogantes es muy compleja, es tema de una
disciplina nueva que ha surgido en las últimas décadas: la Ética de la ciencia. Pero ¿es que
acaso la ética puede imponerle límites a la ciencia? Más que imponerle límites a la
investigación científica, lo que debe reglamentarse y limitarse es el uso y la aplicación que
se hace de los conocimientos, puesto que lo malo no está en el conocimiento en sí mismo –
la verdad hará siempre menos daño que la ignorancia– lo malo está en la aplicación
irresponsable, y en el uso instrumentalista y utilitario del conocimiento científico[4].
Capacidad de admiración y sentido de la belleza. El espíritu científico tiene
grandes afinidades con el espíritu estético, y con frecuencia el sentimiento estético ha servido
de guía en la elaboración de las teorías, afirma Luis de Broglie[5]. Hay, en efecto, armonía
entre las ideas. Por otra parte, ciertos hechos tienen un valor estético porque complementan
la armonía inacabable de una naturaleza que apareciendo a veces como caótica encierra una
perfecta armonía para quien es capaz de arrancarle sus secretos. Pascal por ejemplo aludía en
el siglo XVII a la elegancia de las matemáticas, “ellas –decía– no son flores primaverales
sujetas a los cambios de las estaciones, sino al contrario amarantas cultivadas en las más
hermosas macetas de la geometría y por lo tanto no se marchitarán jamás”[6].
En su Ciencia y Método, Henri Poincaré se refiere también a la armonía racional de
los números, afirmando que el verdadero sabio experimenta frente a su obra la misma
impresión del artista: “Nuestro trabajo está menos orientado hacia los resultados prácticos de
lo que el vulgo cree. Lo que nos mueve en nuestro trabajo es la emoción de comprender y de
poder comunicar lo que comprendemos a quienes se hallan preparados para experimentar y
comprender”[7].
Paul Valery compara el edificio de la geometría Euclidiana a un templo griego bien
proporcionado, y Gastón Bachelard habla de la “estética de la inteligencia”, la cual inicia al
hombre hacia la dinámica de la belleza[8].
El sabio encuentra la armonía en las leyes de la naturaleza. De ahí que sea la
astronomía la primera ciencia, pues gracias al maravilloso espectáculo que ofrece una noche
tachonada de estrellas, enseñó al hombre a encontrar, bajo el aparente desorden, la disciplina
de una armonía universal regida por leyes posibles de descifrar por el espíritu humano. Esta
armonía que busca el científico puede aceptarse aún hoy, cuando se ha desarrollado la teoría
del caos, y cuando la materia ya no se concibe en forma determinista sino como algo activo,
un estado en continuo devenir, en donde se genera el orden a partir del caos, a partir de
condiciones de no equilibrio”[9]. Pero la ciencia también tiene un valor estético por la
amplitud de horizontes que logra descubrirnos. Así como la Astronomía dilata la
representación del espacio, la Geología dilata la noción del tiempo, enseñaba el geólogo
francés Pierre Termier.
Los dos grandes desarrollos de las ciencias físicas en el siglo XX, han confirmado la
bella idea expuesta por Pascal a mediados del siglo XVII, cuando imaginaba al hombre
situado entre dos infinitos: lo infinitamente grande –hoy cosmología relativista–, y lo
infinitamente pequeño –hoy mecánica cuántica–.
La ciencia puede muy bien ser mirada como una experiencia espiritual que va mucho
más allá de su eficacia práctica y de su aporte al progreso material de la humanidad. Ella es
el fruto de la realización y actualización del espíritu humano que avanza cada vez más
profundo hacia la comprensión de los grandes enigmas que a diario la naturaleza le plantea,
tratando de doblegarla y convertirse en amo y señor de ella. Por esto la ciencia aparece
muchas veces como una conceptualización de la naturaleza, es decir, una reducción de los
datos sensibles a la inteligencia, de la materia al espíritu. Vista así, es sin duda una
experiencia espiritual.
Por lo dicho anteriormente pensamos que quien quiera dedicarse a la ciencia necesita
tener vocación para la investigación intelectual: debe ser capaz de sentir el valor del
pensamiento desinteresado y disfrutar intensamente el placer de conocer. Sin esta vocación
el investigador no tiene la paciencia suficiente para adentrase en serias investigaciones que
exigen mucho tiempo y concentración y para las cuales no siempre recibe el apoyo
económico, social e institucional que su trabajo merece. Pasteur, quizá uno de los más
pacientes y consagrados investigadores, y quien mayores servicios le haya ofrecido a la
humanidad con sus descubrimientos, decía:“No deja de ser útil mostrar al hombre de
mundo y al hombre de acción a qué precio conquistan los hombres de ciencia los
principios, inclusive los más simples y los de apariencia más modesta”[10].
Modestia intelectual: ésta parece ser la más importante de todas las virtudes del
sabio: conciencia de su propia ignorancia, como lo enseñara tres siglos antes de nuestra era
el sabio Sócrates. El verdadero científico sabe que no sabe, camina siempre en busca de una
mejor interpretación, de una mejor explicación, es consciente de sus limitaciones y no tiene
miedo de confesar, cuando se ha equivocado, su propio error. Errar es humano, pero ocultar
el error, es el más grande pecado intelectual, como sostiene Popper, quien en varios de sus
escritos insiste en que, en últimas, el investigador lo que logra comprobar con más fuerza es
el abismo de su propia ignorancia. “Estoy convencido de que valdría la pena tratar de
aprender algo acerca del mundo, aún si en este intento sólo nos enteráramos de que no
sabemos gran cosa acerca de él. Este estado de ilustrada ignorancia podría ayudarnos en
muchos de nuestros conflictos. Sería conveniente que todos entendiéramos que, aunque
diferimos en gran medida en cuanto a los insignificantes chispazos de conocimiento que
tenemos, en lo que respecta a nuestra infinita ignorancia, todos somos iguales”[11].
Ética y compromiso social. El conocimiento científico es un bien humano, sin duda un
bien valiosísimo que implica una fina sensibilidad frente a lo ético y a lo social. En cuanto a
lo ÉTICO el investigador debe tener una conciencia muy clara frente a la responsabilidad
que tiene con sus descubrimientos, con lo que se logra hacer gracias a sus hallazgos, a los
resultados de sus búsquedas. Y entiéndase bien: no es que el científico sea responsable de
haber descubierto algo que pueda ser mal aplicado. NO, pero es su deber mostrar al público
no ilustrado en el saber científico las consecuencias de llevar ciertos descubrimientos a la
práctica. De ahí la necesidad de ilustrar sobre la ciencia y sus aplicaciones. Pongamos un
ejemplo: el inventor de INTERNET no es culpable del mal uso que le estemos dando a este
extraordinario instrumento científico –para mí lo más maravilloso del siglo XX–, pero si es
un deber de quienes mejor conocen este asunto ilustrar más sobre su uso para que ayude a
solucionar problemas y no a empeorarlos. Y en cuanto a lo SOCIAL implica para el
investigador un deseo sincero de contribuir con su trabajo investigativo al bienestar de la
humanidad, poniendo el conocimiento al servicio del hombre, de todos los hombres.

Nota: Parte de este artículo fue publicado en mi libro: Epistemología Universidad ética y valores. UIS. 2003.

[1] Cf. CLAVELIN, Maurice. “L’explication et sa validation”. En: La Philosophie naturelle de Galilée. París,
Armand Colin, pp. 409-455.
[2] Conf. DESCARTES, René. Primera y segunda parte de El Discurso del método, y primera parte de Los
principios de la Filosofía.
[3] Cf. PRADA M. Blanca Inés. “La búsqueda de la verdad como objetivo de la ciencia”. En: Ciencia y
Política en Karl Popper. Segunda edición 2018. Pp. 79-92.
[4] Conf. PRADA MARQUEZ, Blanca Inés. “Filosofía de la ciencia y valores”. En: Revista Humanidades.
Universidad Industrial de Santander, Bucaramanga, Vol. 32 No. 1. Enero, julio 2002. ISSN 0120-095.
[5] Cf. DE BROGLIE, Louis. Savants et Decouvertes. París, Albin Michel, 1951, Cap. II.
[6] Cf. PASCAL. Letres. París, P.U.F., 1980, pp. 88.
[7] Cf. POINCARÉ, Henri. La Valeur de la Science. París, Flammarion, 1970, cap. II.
[8] Cf. BACHELARD, Gaston. Fragments d’une poétique du Feu. París, P.U.F., 1988.
[9] Cf. PRIGOGINE Ilya. “El orden a partir del caos”. En: ¿Tan solo una ilusión? Una exploración del caos
al orden. Barcelona, Tusquets editores, 1983, pp.155-185.
[10] Cf. DUBOS, René. Pasteur. Barcelona, Biblioteca Salvat, 1980, tomo II, p. 197.
[11] POPPER, Karl. “Conocimiento sin autoridad”. En: MILLER, David (compilador). Popper. Escritos
selectos. México, F.C.E., 1995, p.59.

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