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UN FRAGMENTO DEL LIBRO "UCRANIA, LAS RAÍCES DE LA

GUERRA"

Otra guerra
europea…
Por Juan Gabriel Tokatlian*
Desde sus comienzos, la guerra en Ucrania nació
como una invasión militar rusa, pero a lo largo de los
últimos dos años sufrió modificaciones. Lo que
inicialmente parecía una confrontación local
evolucionó hacia una compleja combinación de
guerra militar, económica y "por encargo". ¿Cómo
impactarán estas transformaciones en la estabilidad
global y qué papel puede jugar la experiencia de
América Latina en la búsqueda de soluciones
diplomáticas?

Un agudo estudioso de las relaciones internacionales, Robert Cox,


remarcaba que, al abordar un fenómeno, la perspectiva cuenta: desde
dónde se observa y analiza, cómo se lo hace, por qué y para qué son
cuestiones esenciales a tener en cuenta. En ese sentido, se impone una
afirmación inicial: este es un libro que recoge fundamentalmente
perspectivas de autores europeos sobre la invasión de Rusia a Ucrania
iniciada el 24 de febrero de 2022. Autores y autoras con miradas
propias de distintas disciplinas, con ideologías diferentes y enfoques
que combinan historia y coyuntura, brindan una rica lectura de un
hecho que ha conmovido a la comunidad internacional. Acentúan
hechos y sujetos del pasado y analizan su impacto en las relaciones
ruso-ucranianas; factores geopolíticos y religiosos que acercan y
alejan a Kiev y Moscú; fervor nacionalista en uno y otro país;
memorias de horror y exterminios que parecen tener una presencia
perenne en las dos sociedades; oscilaciones recurrentes y equilibrios
inestables entre Rusia y Ucrania; rasgos singulares de los líderes
actuales; formas autoritarias, algunas híbridas y otras consumadas que,
al parecer, no pueden desterrarse; horizontes futuros en Rusia, Ucrania
y Europa; entre otros.

Ahora bien, un hilo entrelaza los ensayos: las guerras… la palabra más
frecuente en el texto. En esa dirección, ensayaré dos reflexiones, una
más genérica y otra más específica, sobre la guerra en Ucrania.

Ciertamente, las guerras siempre han constituido un enigma. Nada


indica, desde el punto de vista histórico o desde la perspectiva de las
relaciones internacionales, que las guerras sean inevitables. Así como
no es posible hacer predicciones certeras sobre el futuro de la guerra,
también es errado e inconveniente obviar la consideración de
eventuales nuevas confrontaciones bélicas. Hasta las mejores teorías
respecto al recurso de la violencia organizada y masiva no alcanzan a
precisar una cadena de causalidad para anticipar el estallido de una
guerra y mucho menos la dirección que puede adoptar: una vez
iniciada, los bandos en combate ingresan en la niebla; la “niebla de la
guerra” para Clausewitz, con sus incertidumbres y bajezas.

Algunas tendencias de largo plazo que podrían derivar en una guerra


requieren cierta ponderación. Sin embargo, las contingencias que
inciden en el rumbo de las tensiones son más difíciles de discernir y
los precipitantes inmediatos que desembocan en una confrontación
son aun más delicados de prever. Asimismo, parece conveniente
identificar las precondiciones para una gran guerra; esto es, el
conjunto de tendencias, contingencias y precipitantes que desembocan
en una contienda armada de envergadura.

Desde una lectura estructural se subraya la distribución de poder. Se


asume que, en general, un esquema bipolar es más estable que uno
multipolar. La multipolaridad, muchas veces acompañada de altos
niveles de aguda disputa entre los actores principales, puede generar
incentivos para la inestabilidad y con ello elevar la probabilidad de
poner en entredicho la paz internacional. Lo que está en juego es la
cuestión de la hegemonía. Cada gran guerra sería, en esencia, el
corolario de una transición de poder en la política mundial y su
desenlace implicaría el inicio de un nuevo ciclo hegemónico. Ahora
bien, el enfoque estructural per se es imperfecto para explicar cómo,
cuándo y por qué se llega al estallido de una guerra. Resulta crucial
entender que toda guerra, en tanto proceso social y político, necesita
de un conjunto de interacciones entre actores internacionales y
domésticos. Estas interacciones, que expresan tendencias profundas,
operan en dos planos; el mundial y el nacional. El dato más relevante
en el terreno internacional es el aceleramiento de la difusión de poder,
influencia y prestigio de Occidente a Oriente en medio de una
mutación de un Tercer Mundo marginal a un Sur Global más asertivo.
En ese contexto, cabe mencionar la resistencia del mundo desarrollado
occidental en aceptar que esta redistribución de poder se cristalice en
diferentes formas, frentes y foros.

Las contingencias vinculadas al preludio de una guerra conjugan


varios elementos que, superpuestos, constituyen un detonante
amenazador. El dato más preocupante es la ausencia de factores
moderadores en lo interno e internacional: debilitamiento del
multilateralismo; malestar social extendido; mayor polarización
política; desigualdad interna creciente; varios hot spots sin resolución;
militarismo desmedido; crisis ambiental elocuente; deterioro del
régimen de no proliferación nuclear; nacionalismos anti-cosmopolitas;
etc. Todo ello, a su turno, estimula la exacerbación de fricciones,
dificulta la coordinación interestatal y alimenta el unilateralismo de
distinto tipo.
Los precipitantes que culminan en una gran confrontación no son
fácilmente previsibles. Sin embargo, en la mayoría de los casos
históricos fueron cuestiones territoriales no resueltas, mal zanjadas o
estratégicamente valiosas las que derivaron en guerras.
Adicionalmente, es relevante agregar el tema de los errores de
percepción. Por lo general, estos errores adoptan dos formas: la
sobreestimación y la subestimación de las capacidades e intenciones.
Esto es importante pues resulta crucial evitar percepciones equívocas:
las guerras no son inexorables, pero tampoco son imposibles.
En síntesis, el caso de la guerra en Ucrania −y en especial, para
comprender el comportamiento de Moscú− refleja una concatenación
de tendencias, contingencias y precipitantes. En resumen, la primera
reflexión apunta a sugerir que la acción ilegal y condenable de Rusia
fue asombrosa pero no sorprendente.
La segunda reflexión es más específica y remite a la guerra en Ucrania
propiamente dicha. El año 2022 comenzó con un cierto alivio. Por un
lado, a pesar de los estragos que causó, la pandemia del Covid-19
parecía debilitarse. Por otro lado, en enero, los cinco miembros
permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU −China, Estados
Unidos, Francia, Rusia y el Reino Unido− que, en conjunto poseen un
inventario de 12.058 ojivas nucleares sobre un total de 12.512, se
manifestaron contra la proliferación de esas armas y afirmaron que
“no se puede ganar una guerra nuclear y que nunca debe librarse”. Así
entonces, la invasión rusa a Ucrania fue el acontecimiento que sacudió
y cambió el escenario internacional.

Asistimos a una modalidad de guerra distinta a las del pasado reciente.


La invasión de Rusia a Ucrania, violatoria del principio de derecho
internacional que prohíbe el uso de la fuerza, dio comienzo a una
guerra militar propiamente dicha. A esta ofensiva le siguió una lucha
armada desigual que ha generado miles de muertes y millones de
refugiados. Distintas fuerzas irregulares −antiguamente denominadas
mercenarios− se hicieron presentes en el campo de batalla. Lo que al
parecer se había pensado, tanto en Rusia como en Occidente, como un
conflicto expeditivo que derivaría, quizás, en una negociación
igualmente breve, se prolongó y agravó. Al ingresar a un conflicto
bélico y, más allá de la planificación para el combate, emerge, como
ya señalamos, la “niebla de la guerra” que genera confusión e
impredecibilidad. Con la capacidad de resistencia del pueblo
ucraniano, la guerra militar fue una guerra en Ucrania.

Inmediatamente después del ataque ruso se inició una guerra


económica encabezada por Estados Unidos y Europa. La guerra
económica no es aún un concepto legal: como indica la Max Planck
Encyclopedia of Public International Law, “la guerra económica no es
un término específico de derecho internacional y resulta difícil definir
ese concepto con precisión”. Sin embargo, han sido claras las
prácticas que utilizan los Estados para implementarla: bloqueos,
boicots, sanciones, confiscaciones, las llamadas trade wars, entre
otras.
Con el propósito de modificar el comportamiento de Rusia, Occidente
lanzó una andanada de sanciones variadas; económicas, comerciales,
financieras, individuales. Se buscó forzarla a limitar y eventualmente
cesar, su acción militar. Hasta ahí, el objetivo occidental parecía ser
salvar a Ucrania, buscar que ese país no sufriera más y que se frenara
la salida de ucranianos hacia las naciones vecinas. La guerra
económica fue justificada en Occidente como una suerte de guerra por
Ucrania.

Muy rápidamente con el pasar de las semanas se fue haciendo


evidente una tercera forma de guerra; la denominada guerra “por
encargo” (proxy war). Es decir, un conflicto entre dos partes instigado
por una tercera parte que no participa directamente de las hostilidades.
El lanzamiento de la proxy war ocurrió en abril de 2022, cuando el
presidente Joe Biden hizo un llamado al cambio de régimen en Moscú.
A partir de allí el monto y la calidad de la ayuda militar a Ucrania por
parte de Estados Unidos y Europa se incrementaron notablemente,
mientras comenzó a agonizar la llamada autonomía estratégica
europea pues de allí en más el ritmo, intensidad, timing y alcance de la
“guerra por encargo” quedaron bajo el comando de Washington.
Asimismo, se modificó el lenguaje de los principales líderes, que
apuntaron menos a salvaguardar a los ucranianos que a debilitar
−algunos usaron el término destruir− a los rusos. Con el correr de los
meses, con un papel más visible de los militares en los países de
Occidente y con una opinión pública cada día más indignada y
belicosa, el objetivo se volvió derrotar y derrocar a Putin. La guerra
“por encargo” se transformó en una guerra contra Rusia.

Esta última modalidad de guerra global que combina tres formas de


combate y que surge de la acción y reacción de Rusia y Ucrania
involucra un gran número de gobiernos que son activos protagonistas
de la confrontación. Esta guerra singular pasó a expresar la ausencia
de una voluntad de desescalamiento de tensiones en todos los bandos.
Por el contrario, reflejaba (y refleja) que con distintos instrumentos,
movimientos y tácticas las principales contrapartes, Rusia y
Occidente, se inclinan a favor de escalar las fricciones. Los efectos de
esta peculiar guerra fueron planetarios por su impacto sobre los
precios internacionales de bienes primarios de diverso tipo (en
especial, energía y alimentos), sobre el comercio y las finanzas
internacionales, sobre el crecimiento de las economías después de dos
años recesivos producto de la pandemia, sobre los clivajes ideológicos
en la gran mayoría de los países, entre otros. Las consecuencias,
además, se extendieron a distintos ámbitos y temas. Es evidente −y lo
será más en el futuro− la reorientación fiscal de una importante
cantidad de países mediante el incremento de los gastos en defensa en
desmedro de las inversiones anunciadas para la transición energética y
ante el reto del cambio climático.

Lo que está en juego es la cuestión de la


hegemonía. Cada gran guerra sería, en
esencia, el corolario de una transición
de poder en la política mundial y su
desenlace implicaría el inicio de un
nuevo ciclo hegemónico.

Al año de la guerra, se dejó de lado toda hipotética negociación y


Occidente comenzó a confiar plenamente en una contraofensiva
ucraniana que se anunció como decisiva. Sin embargo, con el correr
de los meses se tornó patente que el objetivo de expulsar a los rusos se
tornó improbable de alcanzar. Muy posiblemente predominó en
Europa y Estados Unidos lo que señaló recientemente Robert English
(“Bad History Makes for Bad Policy on Ukraine”) al afirmar que una
y otra vez “los comentaristas y los comandantes” creían en una
debilidad rusa que no se concretaba (y en una capacidad ucraniana que
no se evidenciaba, se podría agregar). En los hechos, la guerra parece
destinada a ser un pantano; particularmente por el momento para
Kiev. En ese sentido, la asistencia militar occidental parece orientada
a preservar la guerra a cualquier precio, así ella resulte trágica para
Ucrania en términos humanos y costosa para los países de la OTAN
en términos materiales. Un puñado de irresponsables líderes
mundiales parecen tentados a extender la guerra en Ucrania y así
conducir a la humanidad hacia el abismo. Tanto en los dichos como en
los hechos, los principales protagonistas no parecen dispuestos a la
distensión. Es como si en amplias capas dirigenciales hubiera un
hastío con la paz. En síntesis, la segunda reflexión consiste en
remarcar la evolución y transformación de la guerra y su enorme
peligrosidad en momentos de altos niveles de pugnacidad, volatilidad
e inestabilidad internacional.

***

De hecho, los protagonistas claves −Rusia y Estados Unidos−


continúan apostando a favor de lo que se conoce como brinkmanship:
un comportamiento intencional orientado a extremar el riesgo de
confrontación a un punto tal que parezca una política suicida. En ese
contexto, es oportuno recordar un momento en que Washington y
Moscú apelaron al brinkmanship: la crisis de los misiles de Cuba en
octubre de 1962. Dos crisis anteriores, en 1961, fueron el telón de
fondo de la crisis del 62. La crisis de Berlín se inició con el ultimátum
soviético de que las fuerzas occidentales debían abandonar la parte
occidental de la ciudad. Esa tensa situación culminó con la
construcción del Muro de Berlín. En ese mismo año, en abril, el
presidente John F. Kennedy ordenó la invasión a Playa Girón en
Cuba. La respuesta militar del gobierno de Fidel Castro terminó con la
derrota del contingente invasor.

Así un año después se produjo la crisis de los misiles: la URSS lanzó


la Operación Anádir consistente en el despliegue de misiles balísticos
de alcance medio y misiles nucleares tácticos de corto alcance.
Estados Unidos reaccionó de acuerdo con lo que Stephen Van Evera
llama el precepto NUPIMBY: “No Unfriendly Power in my
Backyard” (“Ningún Poder Hostil en mi Patio Trasero”). Kennedy
ordenó una “cuarentena”; una suerte de bloqueo naval, para impedir la
llegada de buques soviéticos a la isla. Washington y Moscú
incrementaron sus acciones riesgosas. La eventualidad de una disputa
con armas nucleares fue real. El 27 de octubre, que se conoció como
el “Sábado Negro”, cuando un avión espía estadounidense fue
derribado por una defensa antiaérea soviética, la tensión aumentó
significativamente. Las presiones para atacar a Cuba no fueron
menores: el entonces jefe de Estado Mayor de a Fuerza Aérea, el
general Curtis LeMay, quien había estado al frente de la campaña de
bombardeo masivo sobre Japón durante la Segunda Guerra Mundial,
incitó a Kennedy a emprender una ofensiva nuclear contra la isla.

En buena medida fue gracias al embajador de Estados Unidos ante la


ONU, Adlai Stevenson, que se evitó un Armagedón nuclear.
Stevenson fue insistente en un principio básico: “chantaje e
intimidación nunca, negociación y sensatez siempre”. Kennedy,
finalmente, actuó bajo la lógica de ese principio: la Unión Soviética
retiró su armamento de Cuba y, meses después, Estados Unidos
desmanteló los misiles balísticos de alcance medio localizados en
Turquía. Cuba, para irritación de Fidel Castro, fue excluida del
acuerdo. En el documental Fog of War, quien fuera durante la crisis de
los misiles el secretario de Defensa, Robert McNamara, nos recuerda
que se encontró con Castro en enero de 1992. Supo entonces que en
realidad había 162 ojivas nucleares rusas en territorio cubano.
McNamara le preguntó a Castro que, si hubiera sabido que había
armamento nuclear en la isla, le habría recomendado a Kruschev que
las utilizara ante un ataque de Estados Unidos. Y, también, qué
hubiera esperado que sucediera en Cuba. Fidel Castro le respondió
que sabía de las armas, que le recomendó a Kruschev que las usara y
que sabía que eso hubiera significado la destrucción total del país. Hay
que preguntarse quiénes son hoy, respecto a la guerra en Ucrania, los
Adlai Stevenson de Biden y de Putin. Cuál es el quid pro quo entre
Estados Unidos y Rusia y qué se puede negociar actualmente.

Como señalé al principio las perspectivas importan. La guerra en


Ucrania se ha sentido, percibido y analizado en todo el mundo según
diferentes memorias e historias. Este libro recoge, esencialmente, la
perspectiva europea. Lamentablemente, los puntos de vista del Sur
Global, y en particular de América Latina, siguen siendo
distorsionados y erróneamente interpretados por muchos en Estados
Unidos y Europa. Se trata de una oportunidad perdida, porque las
experiencias únicas de la región aún podrían ayudar a poner fin a la
guerra antes de que se descontrole aun más.

¿Qué podría aportar América Latina en esta cuestión? No cabe duda


de que la región tiene muchas deficiencias, entre ellas las tasas de
desigualdad y delincuencia violenta más elevadas del mundo. Sin
embargo, uno de los principales éxitos de América Latina en los
últimos 200 años es su relativa paz en cuanto a lo que se refiere al
número de guerras interestatales. De hecho, hay que remontarse casi
un siglo o más para encontrar los últimos verdaderos conflictos a gran
escala, como la Guerra de la Triple Alianza (1864-70) en la que
participaron Paraguay, Brasil, Uruguay y Argentina, o la Guerra del
Chaco (1932-35) entre Bolivia y Paraguay.

Esta paz relativa no es el resultado de una ausencia de tensiones


interestatales. Considérense, por ejemplo, las tensiones periódicas de
las dos últimas décadas entre Venezuela y Colombia, que en varios
momentos dieron lugar a una retórica acalorada, a la interrupción del
comercio transfronterizo e incluso, en 2008, a un breve despliegue de
tropas en la frontera y a rumores sobre la movilización de aviones de
combate. Si nos remontamos un poco más atrás, Argentina y Chile
estuvieron a punto de librar una guerra fronteriza en 1978; un breve
conflicto fronterizo en 1995 entre Perú y Ecuador mató a casi 100
personas antes de que una mediación regional pusiera fin
definitivamente a los enfrentamientos. El hecho de que estas disputas
no desembocaran en una guerra más amplia demuestra que existen
valiosos mecanismos que América Latina ha desarrollado a lo largo de
muchos años.

Entre ellos, los países latinoamericanos han trabajado durante mucho


tiempo en la creación de modalidades diplomáticas bilaterales para
reducir las tensiones; el avance progresivo y el cumplimiento de los
mecanismos de fomento de la confianza; el diá-logo regional como
medio para evitar fricciones incontroladas; la aceptación de la
mediación de terceros, y el recurso al arbitraje internacional. (Nótese
que la mayoría de estas alternativas nunca se intentaron seriamente
antes y durante la guerra de Ucrania.) Además, América Latina lleva
años reivindicando su singular condición de zona de paz. Estableció la
primera área libre de armas nucleares, y los dos países más avanzados
en capacidad nuclear −Argentina y Brasil− tienen el único sistema
reconocido de verificación del compromiso mutuo a un uso pacífico
de la energía nuclear como parte de un acuerdo firmado con el
Organismo Internacional de Energía Atómica.

En consecuencia, cuando a principios de 2023 el presidente de Brasil,


Luiz Inácio Lula da Silva, hizo un llamamiento a la paz en Ucrania, no
sólo estaba expresando su preocupación por la evolución de la guerra,
sino también representando las credenciales pacíficas de toda la
región. América Latina, tras años de estancamiento del crecimiento
desde mediados de la década de 2010, el devastador efecto
socioeconómico del Covid-19 y los dramáticos resultados recesivos de
la guerra en Ucrania, no puede optar por la pasividad: tiene el
imperativo de transmitir la urgencia por alcanzar una calma mundial.
A estas alturas, el mundo no necesita una “coalición de voluntarios”
(como en Irak y Afganistán) más amplia para exacerbar la guerra, sino
una “coalición de los no agresivos” para impulsar la causa de la paz.
El espectro de una hecatombe nuclear no es insignificante, y silenciar
las opciones a una solución negociada no sólo es contraproducente
para toda la comunidad internacional, sino también peligroso.

Rusia, Ucrania y Occidente saben perfectamente que las guerras


prolongadas siempre se degradan si no hay una solución diplomática.
La creencia de que sólo estamos viviendo una “guerra limitada” −al
estilo del siglo XVIII− es una ilusión: nos encontramos en medio de la
redistribución de poder más importante de los últimos siglos, con
múltiples focos de tensión y una rivalidad creciente entre los dos
principales representantes de Oriente y Occidente, China y Estados
Unidos. La idea de que en Ucrania cada parte actúa a la defensiva no
es evidente para el Sur Global.

Además, fuera de los contendientes en guerra existe la sensación de


que la escalada es la estrategia real tanto de Rusia como de Occidente.
Dejando a un lado la retórica, muy pocos en el Sur Global asumen que
estamos asistiendo a una lucha hercúlea entre democracia y
autocracia, que los principales países occidentales han acatado
históricamente un orden basado en reglas y que las sanciones son el
incentivo eficaz para detener la guerra.
América Latina, al igual que el resto del Sur Global, ha defendido
persistentemente la integridad territorial y la soberanía de los Estados,
al tiempo que ha rechazado el uso ilegal de la fuerza. Un análisis
imparcial del historial del voto de la mayoría de los países
latinoamericanos en el Consejo de Seguridad de la ONU y en su
Asamblea General muestra exactamente eso. Del mismo modo, la
falta de apoyo de América Latina a las sanciones contra Rusia o al
suministro de armas a Ucrania no es una novedad, ni forma parte de
una posición favorable a Moscú. Más bien, la región ha visto de
primera mano la ineficacia de las sanciones a lo largo de seis décadas
de bloqueo a Cuba, mientras que el nivel de gasto militar de América
Latina ha ido disminuyendo en términos reales desde la década de
1960, y el gasto entre las naciones sudamericanas cayó
significativamente en la última década. Es importante recordar que
sólo el 26% de los miembros de las Naciones Unidas participan en el
régimen de sanciones y en el respaldo militar a Ucrania. Además, en
América Latina sigue presente el recuerdo de otro momento crucial de
la historia reciente con la posibilidad de utilizar armamento nuclear.
La crisis de los misiles de Cuba de 1962 generó una preocupación
masiva y duradera en la región. Si se hubiera aplicado el consejo del
entonces general Curtis LeMay de lanzar un primer ataque nuclear,
América Latina podría haber sido el laboratorio de una guerra nuclear
entre Estados Unidos y la Unión Soviética.

En conclusión, la experiencia de América Latina en cuestiones de


guerra y paz es importante y merece ser tenida en cuenta. Europa y
Estados Unidos deben entender que no pueden moldear el sistema
mundial como tuvieron la oportunidad de hacerlo al final de la Guerra
Fría y que hemos estado viviendo (y seguiremos viviendo) en un
mundo Pos-Occidental. Está surgiendo un orden más plural,
multidimensional y complejo. En ese contexto, la voz y la experiencia
de las regiones, incluida América Latina, deben ser bienvenidas. El
menú de opciones practicadas por nuestra región puede y debe ser
explorado por los contendientes de la guerra en Ucrania.

Buenos Aires, 5 de diciembre de 2023

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