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CIUDAD DE MÉXICO — Pocas veces habíamos enfrentado un futuro tan incierto. Pero ni el
confinamiento social ni la suspensión de las actividades económicas —las primeras medidas para
controlar la pandemia en buena parte del mundo— pueden continuar de manera indefinida.
México, como el resto de los países, empezará a reabrirse.
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Sin embargo, la ausencia de claridad en la estrategia del presidente mexicano, Andrés Manuel
López Obrador, para combatir la COVID-19 y para regresar a lo que su gobierno llama una
“nueva normalidad”, con la que se busca reiniciar algunas actividades económicas, solo
incrementa la incertidumbre.
El gobierno no puede precipitar ese plan ni ser esquivo con los datos concretos: corre el riesgo de
prolongar la crisis y aumentar las dimensiones de una enfermedad que ha ocasionado al menos
5666 muertes en el país. Para no tomar decisiones potencialmente equivocadas la solución es
simple: pasa por un acto de modestia y apertura de la información. En una democracia sana, el
gobierno y sus funcionarios tienen la obligación de abrir a la discusión pública —a los
ciudadanos y expertos— los análisis, premisas y datos que usan para sustentar sus decisiones. Es
urgente hacerlo ahora, pues el número de casos sigue en aumento.
El escenario en México antes de la pandemia hace que esta crisis pueda ser desastrosa. Cuando la
COVID-19 comenzó a extenderse se encontró con un sistema de salud mexicano minado por el
centralismo y con un desdén presupuestal que viene desde sexenios anteriores. Ese problema se
acentuó con el nuevo gobierno, que, entre otras medidas, había emprendido una migración
desordenada del Seguro Popular al Instituto de Salud para el Bienestar (INSABI).
Además de los problemas institucionales del sector salud, existen otros que tienen que ver con el
análisis y representación de los casos de contagio y muerte. Al inicio de la pandemia, las
autoridades mexicanas consideraron que se podía monitorear con el sistema Centinela de
vigilancia epidemiológica. Todo parece indicar que apostaron por la inmunidad de rebaño, bajo
la suposición de que cualquier brote de infección se extinguiría una vez que hubiera un
porcentaje suficientemente grande de personas contagiadas que desarrollaran inmunidad ante el
virus. Lo que no previeron las autoridades es que el SARS-CoV-2 es un patógeno desconocido:
aunque sus modos de transmisión son similares a los del virus de la influenza, es mucho más
infeccioso y tiene una mortalidad considerablemente mayor.
Luego del aparente abandono del sistema Centinela, el gobierno ha echado mano de un modelo
matemático en cuyo desarrollo ha intervenido el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología
(Conacyt) y del cual no se han hecho públicos datos específicos. Con la escasa información dada
a conocer, algunos especialistas en México y en el exterior han señalado sus limitaciones.
Al ser cuestionado sobre las características del modelo oficial, el médico José Luis Alomía,
director de epidemiología de la Secretaria de Salud, se negó a responder a las controversias y a
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hablar del modelo que se está aplicando en México. Su respuesta fue inquietante: “Es propiedad
intelectual del Conacyt”, y, por lo tanto, no es público.
Las autoridades deben compartir los supuestos en los que basan sus modelos, su parametrización
y los algoritmos que se están usando para que sus premisas, metodologías, resultados y rangos de
incertidumbre sean analizados de manera crítica. Solo así la comunidad académica podrá
participar y, finalmente, colaborar para evitar daños mayores.
Antes del retorno a la “nueva normalidad”, debemos todos conocer esos datos. Y es que mientras
no exista una vacuna que permita proteger al menos al 70 por ciento de la población, el virus
permanecerá agazapado entre nosotros y mantendrá su alto poder de contagio y letalidad. Es
mucho lo que ignoramos del SARS-Co-2 y se espera que a esta primera oleada seguirán otras
cuya intensidad desconocemos.
Aunque el virus es genéticamente muy estable, tendremos que mantener una vigilancia constante
para detectar mutaciones, así como la aparición de resistencia bacteriana a los antibióticos que se
están utilizando en los hospitales y nosocomios improvisados que se han habilitado.
El gobierno mexicano debe saber esto como también aceptar que el mundo dejó de ser lo que
fue. Por las condiciones de este virus, no podremos terminar el confinamiento sin practicar
seguimiento de contactos y la aplicación de numerosas pruebas. Solo mediante estas sabremos
cuántas personas están infectadas y en dónde radican para entonces planear un regreso
escalonado, altamente regionalizado e intermitente que evite la sobrecarga de nuestro sistema de
salud.
Las principales exigencias que deseamos plantear son la transparencia total y la discusión abierta
con científicos y especialistas de diversas áreas, fuera de los círculos del poder que hasta ahora
han definido el diagnóstico y las respuestas a la pandemia con información que no han hecho
pública.
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soluciones para la salud pública vendrán de los descubrimientos y revaloraciones del
conocimiento de la investigación biomédica y de los instrumentos más recientes de los enfoques
moleculares.
Para regresar a una verdadera “nueva normalidad” será necesaria la participación activa de los
científicos, los humanistas y la ciudadanía. De otro modo, estamos condenados a una crisis
sanitaria aún mayor y, también, a una democracia empobrecida.
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