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Para empezar, vaya por delante que nos encontramos con un remake de una película de Robert

Aldrich del mismo título rodada en 1965. Sus protagonistas eran James Stewart y Richard
Attenborough y el resultado era una película de aventuras muy decente que aprovechaba bien el
uso de unos más que correctos efectos especiales. Se nos contaba la historia de diez individuos
aislados en mitad del desierto tras un accidente de avión y se tomaba su tiempo en exaltar el espí-
ritu de superación humano frente a la adversidad, algo que siempre quedaba muy bonito y muy
heroico; y más si contábamos a Jimmy Stewart entre sus filas. El Vuelo del Fénix (2005), multiplica
el presupuesto por diez, lo que está bien; pero divide el cociente intelectual entre cien, lo que no
mola tanto. La historia en el fondo es la misma, pero con un pequeño problema: todos los
personajes son (o están en potencia de ser) subnormales profundos.

Haciendo de gallito co-co-ri-co, Frank Towne (Dennis Quaid, con la sonrisa de Carlos Lozano) se
planta en medio de una instalación petrolífera en medio del desierto de Gobi, y les dice a los que
trabajan allí que se les ha acabado el pastel, que cierra el pozo y se van a casa. Todo con
amabilidad y buenas maneras, sobre todo por parte de su copiloto A.J. (un vomitable Tyrese
Gibson), que no para de llamar nenas a unas personas que trabajan en unas condiciones de
esclavitud que harían las delicias de cualquier sindicalista. Sucede, sin embargo, que en mitad del
viaje aparece una tormenta de arena (de esas que salen de ninguna parte). Towne, listo como es,
pasa olímpicamente de advertencias como el avión tiene sobrecarga, el avión se puede estrellar,
oiga, hemos perdido la radio y se decide a atravesarla con dos cojones. Evidentemente, el avión se
estrella, porque Frank Towne (Dennis Quaid) ha conseguido el carné de piloto en una tómbola.
Pero esto te lo puedes creer porque si no, no habría película. Lo que no tiene perdón de Dios es el
catálogo de imbecilidades que viene después.

Para salir del tremendo brete en el que se ha metido (por tonto), Towne cuenta con un equipo de
genios: desde el estúpido con un móvil que no tiene cobertura, pero con una batería que le dura
SEMANAS; hasta el cocinero mexicano de toda la vida, pasando por la fémina que abre la boca solo
para decir calmémonos, y terminando en un afroamericano tuerto (interpretado por un señor que
responde al nombre de Kirk Jones, que tiene una especial predilección por tirar, en arrebatos de
furia, galones de agua (en mitad del desierto, espléndida idea), pero eso no es lo peor: el único que
sabe cómo salir del embrollo es un pasajero bastante repelente y muy rarito llamado Elliott,
interpretado por un ser al que el papel le va como anillo al dedo: Giovanni Ribisi. El tal Elliott es el
único con conocimientos de aerodinámica, y les propone construir un nuevo avión a partir de los
restos del accidente, eso si no consigue antes llevarse una coñiza por mandón e irritante.

Cuando en un film ves a los personajes trabajando con un soplete a menos de treinta centímetros
de un bidón de gasolina abierto, te das cuenta de que algo falla en el guión. No es sólo que
contenga las frases más pretenciosas jamás oídas en una pantalla de cine (Las personas necesitan
amor, cuando no hay amor se les da esperanza y cuando no hay esperanza se las da algo que
hacer), sino que las situaciones se han visto una y mil veces en cualquier película de
supervivientes, pero en modo idiota. Por ejemplo: si al principio de la peli te dicen que en una
tormenta de arena soplan vientos de 150 kilómetros por hora que te destrozan la piel, no te quepa
duda de que cinco minutos después un personaje se perderá en dicha tormenta (por ir a mear) con
perjudiciales consecuencias, dermatológicamente hablando.

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