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Adolfo Mejía: el maestro en la ventana

La música colombiana le debe a este compositor diverso que combinó el mundo de la academia con los ritmos
populares, como un tema que grabó El Gran Combo. Aquí una crónica que lo saca del olvido

Por Carmen Graciela Díaz / Especial El Nuevo Día

Retrato de Adolfo Mejía, el relevante compositor que vivió en Cartagena. Los cartageneros
sienten orgullo por el legado musical de aquel señor que iba siempre de blanco.
(Suministrada)
1. Al teatro desde el balcón. Enrique Muñoz Vélez era un
niñito cuando vio a Adolfo Mejía aquella única vez. Su padre,
peluquero de los intelectuales, lo llevaba de la mano cuando
le dijo: “Ese señor que lleva el saco aquí es un genio”. Ese
genio, sin embargo, no fue comprendido del todo por sus
contemporáneos. Su manera de armonizar el formal mundo
de la academia con los ritmos de lo popular no conseguía
reconciliarlo con el mundillo musical de Cartagena. “Era un
tipo bohemio y, a pesar de tener una gran cultura, cuando
Jaime Gómez O’Byrne dirigía el Instituto Musical de Cartagena
le dijo que no tenía un cartón profesional”, cuenta Luis
Fernando Martínez.
Enrique Muñoz Vélez fue quien propulsó que al Teatro
Heredia, el edificio en la Plaza de la Merced, se le cambiara el
nombre. Luis Fernández Martínez es hijo de Sofronín Martínez,
un influyente guitarrista e intérprete de boleros. En el balcón
de la casa de este último, ambos alternan la música de Mejía
con un plato de melón para combatir el calor caribeño,
mientras conversan, libros en mano. Fue ahí donde surgió, en
1997, aquella idea de que el nombre del compositor estuviese
presente cada vez que se nombrara al teatro. “Es un modo de
reivindicar al señor”, dice Padilla, el guardia que custodia la
entrada del Teatro Adolfo Mejía, que se llama así desde hace
más de una década aunque sus señas todavía no den tantos
indicios al pueblo como los que sí manejan los conocedores
musicales, según Mario Mejía Reyes, el vendedor de la
Librería Nacional.
Su historia es como la de otras figuras que se sumergen en
los abismos del olvido, a veces deliberados y otros a
consecuencia del paso de los años. Pero a décadas de no
estar, su obra consigue atención, nuevos oídos y nuevas
sensibilidades.
2. Pequeña suite para un despeinado. En 1930, Adolfo
Mejía partió a Nueva York a grabar algunos discos y se
convirtió según Martínez, en uno de los primeros costeños
que grabó en Estados Unidos. Una muestra de su pasión por
vivir los sonidos de lo académico y de lo popular, sin privarse
de ninguno de ellos, es que este mismo hombre que formó
parte de agrupaciones como la Jazz Band Lorduy a partir de
1923, la que unos creen es la primera orquesta de jazz de
Colombia, y quien con otros músicos formó el Trío Albéniz
recibió, en 1938, el Premio Ezequiel Bernal por su Pequeña
suite, pieza que estrenó en el Festival Iberoamericano de
Música. El premio se transformó en una beca para estudiar en
la Escuela Normal de París, donde fue discípulo de figuras
como Nadia Boulanger. Sin embargo, fue una estadía breve
por el estallido de la Segunda Guerra Mundial.
La Pequeña suite sigue siendo su obra más celebrada. Es un
ejemplo de esa conciencia por la cultura popular en una
suerte de síntesis del nacionalismo que hay, según intuye
Muñoz, en que su primer movimiento sea un bambuco, el
segundo es torbellino que se enlaza con el folclor del interior
colombiano, y el tercero es una cumbia. El rigor se agita con
un sabor sin vergüenzas. La pieza suena en el balcón y, de
pronto, el sabor que salpica entre las notas se sale de lo
regional para irse al mundo, como dramatiza Muñoz.
YouTube auxilia en la reconstrucción sonora y, aunque el
Patronato Colombiano de Artes y Ciencias de Bogotá alberga
75 de sus obras, su música pasó de mano en mano y muchas
de sus partituras continúan desaparecidas. Era distraído con
su obra y desentrañarlo hoy revela ese rasgo despistado en la
escasez de referencias a su legado. “Como músico, como
compositor, era muy despreocupado, de estas personas que
está entregada a lo suyo y lo demás lo mimetiza”, asegura
Teresa Orozco, ahijada de Rosa Franco, la esposa del maestro
quien, según testimonia, cuando se enfrascaba en su obra
creativa, parecía no existir nada más. Era de esos artistas que
preferían atender el trabajo antes que su apariencia. Mejía no
estaba muy pendiente de la etiqueta o la vanidad. “Él llegaba,
se bañaba y mi madrina lo peinaba. Él no se peinaba”.
3. Rosa y la luz bohemia. Sus vecinos se despertaban en la
madrugada cuando tocaba el piano en pijamas. Sus amigos
sabían que a su esposa, Rosa Franco, le enviaba uno de sus
zapatos como clave para que le hiciera llegar su guitarra.
Para aquel mestizo, la música era más que un accesorio. Era
la vida.
En realidad, Adolfo Mejía nació en San Luis de Sincé, hoy
Sucre, el 5 de febrero de 1905. Pero Cartagena lo considera
uno de los más importantes, sino el más relevante, de los
músicos cartageneros. Llegó a la histórica cuando iniciaba su
adolescencia y en ella murió por una trombosis el 7 de julio
de 1973. Iba vestido de lino, como una luz que se movía por
esas calles angostas. Iba de blanco desde los pantalones
hasta la camisa, con un saco que no se ponía y se colgaba del
hombro. El cigarrillo siempre presente, como la corbata negra.
El cuello y los puños de la camisa, en cambio, iban
renegridos. No importaba. La bohemia no le daba para
ocuparse de eso.
Caminar por San Diego revela entre caras, olores, saludos y
piropos en forma de vallenato, los personajes y los trasfondos
que Mejía expuso en sus canciones. A esta parte del Caribe
llegó a los 11 años, a una casa en la calle San Pedro Mártir
que ya no existe. Pero en la calle Puntales, en una casa
blanca con mostaza que lleva el número 37-19, vivió durante
más de cuarenta años hasta su muerte, como atestigua una
placa sobre la alta puerta de madera con un portón de rejas
que impide cualquier proximidad.
Con Rosa vivió en la calle Campo Santo, 906. Con ella tuvo
cuatro hijos: Livia, Manuel, Trini y Adolfo. Vivían en esa casa
naranja con un árbol que la cubre, perteneciente a Alberto
Santofimio Botero, el ex-senador que hoy está preso tras ser
hallado culpable como co-autor del asesinato el 18 de agosto
de 1989 del candidato presidencial Luis Carlos Galán
Sarmiento. Santofimio sabía que en esa casa vivió Mejía y por
eso allí, años después, se celebraron reuniones y bohemias
como a las que iba cada sábado el compositor en El Bodegón,
un espacio frecuentado por otros personajes del ámbito
cultural como Luis Carlos “El Tuerto” López, Aníbal Esquivia o
Daniel Lemaitre, en patios de los barrios Manga y Crespo, o la
casa de Candita Rojas, su amante, una etiqueta en la que
coinciden Muñoz y Martínez.
“Era muy galante con las damas y en ese sentido fue muy
amoroso”, menciona Teresa al recordar ese aire que
encandilaba a mujeres de distintas edades. Como aquella
muchachita llamada Soledad, que provocaba el coraje de una
de las hijas del maestro, Trini, que se quejaba de “esas
benditas mujeres” que no dejaban quieto a su papá. Su
esposa Rosa, sin embargo, manejaba muy bien la bohemia de
Adolfo. Según su hija Livia, “ella sabía que él era así. Una
persona bohemia que tenía sus amigos y que se reunían.
Todo eso ella lo superó bien”. La hija también cree que eso se
prueba en el tema Te quiero, que según ella Mejía le compuso
a Franco y que continúa escuchándose en las bodas. A ella
también le dedicó poemas como La rosaen cuyos versos
afirma que ella era “el embrujo de la naturaleza”.
“Con otra mujer, no hubiese logrado muchas cosas”, apuesta
Muñoz Vélez en torno al amor que había entre ellos. Mejía se
casó con Franco en 1930 y la pareja llevaba poco tiempo
cuando la música empezó a abrirle senderos en otras
latitudes, como el viaje a Nueva York, o aquella breve
estancia en Francia de 1939.
Quizás por una mezcla entre el aire parisino y la larga travesía
de Europa a América, Mejía llegó en 1940 con una generosa
barba y un frondoso bigote. A su esposa no le gustaba la
imagen que París le devolvió y, tras una larga noche de
barras, conversaciones y guitarras, ella vio una oportunidad:
Mejía y Franco se decían el uno al otro Juan recibió del espejo
una imagen que no entendía: tan sólo tenía la mitad del
bigote y de su barba.
— ¡Ah, carajo! Juana, ¿qué me pasó?
— Yo no sé. Tú viniste así, con media barba y medio bigote.
Juana le había dado el corte triunfal mientras él dormía
plácidamente.
Así era como Franco manejaba al Mejía que trabajaba con
ímpetu en la casa y llegaba tarde de la música callejera y de
las reuniones como la que ocurrió un sábado en la tarde en la
casa de Candita donde coincidió con Gabriel García Márquez.
“Cuando Gabito quería tomarnos el pelo, lo incitaba a que
hablara en árabe”, contaba en el documental dedicado a
Adolfo Mejía, Viajero de mí mismo, uno de los hermanos del
Premio Nobel de Literatura, Gustavo García Márquez, de aquel
momento representativo del Mejía políglota que unos vieron
hablar más de una vez con libaneses en las calles
cartageneras.
4. Eclecticismo sonoro. Mejía tenía como escudo su uña
larga lista para la guitarra, un instrumento que en las fotos
parece abrazar más que tocar. Era delgado y menudo, de
esos que piden tragos para tocar. Creía en ser ecléctico
mucho antes de que la palabra se tornara en una moda.
La prueba está en la manera en que su trabajo recorre la
música clásica, los boleros y los himnos. Desde la Pequeña
suite, pasando por Cartagena, un bolero con letra de Leonidas
Otálvaro, y el pasillo Acuarela¡Viva Colombia, soy marinero!
integran un catálogo que atendía tanto sinfonías como música
popular.
Ese cruce de estéticas estaba en la sangre. Su padre artesano
interpretaba la guitarra y el tiple y su madre era cantadora de
bailes cantaos y de música negra. Eso forma parte de la vida
de un hombre que, aunque no terminó ninguno de los
estudios musicales que comenzó, era flautista, pianista,
guitarrista, arreglista, director de orquesta, poeta y pintor. Las
matemáticas no le eran ajenas y por eso sus composiciones
se basaban en logaritmos. Era místico y esotérico y con
frecuencia sus familiares se lo encontraban, como rememora
Teresa, sentado en la cama, en posición yoga, con los dedos
agarrados en clave de meditación o entre lecturas. La postal
de aquel lector era frecuente porque aparte de todo se
sumergió en la doctrina del cuarto camino de George Gurdjieff
que cree en una comprensión honda de sí mismo que enreda,
en ese proceso, transformaciones internas.
“Como profunda raíz de palo de monte, Adolfo Mejía venía de
abajo. Un mestizo en una sociedad altamente racializada y
excluyente. Pero él supo hacer la síntesis y, a pesar de
marcadas indiferencias sociales y étnicas con su entorno,
Mejía creó una obra nacionalista”, explica Muñoz Vélez quien
hay que decirlo, es un investigador a quien se le acredita
parte importante del rescate del acervo del compositor.
También cuenta que el maestro enfrentó más de una
dificultad que afectó su labor como docente y creador.
“Cuando obtuvo el Primer Premio de Colcultura que se otorgó,
ese mismo día lo botaron del Instituto Musical. Y ninguno de
los que estaban ahí, ni siquiera los cinco músicos europeos,
era superior a Mejía”. Se refiere a aquel capítulo biográfico de
Mejía en 1970, el mismo año en que la Universidad de
Cartagena le otorgó el Doctorado Honoris Causa en
Humanidades. Su ahijada Teresa no recuerda con exactitud la
razón tras aquellas discrepancias aunque cree que se
debieron a la forma de abordar los estudios en la academia. El
episodio con Jaime Gómez O’Byrne contado por Luis Fernando
Martínez al principio vuelve a aparecer aunque Teresa lo
adjudica a alguien que prefiere no mencionar, como explica,
por respeto a su familia. Livia apenas tiene memorias vagas
de algún problema que enfrentó su padre con algún detractor,
pero Teresa sostiene que aquellas contrariedades pasaron “no
tanto por él, sino tal vez por ciertas ideas. Nunca lo
nombraron director. Era asesor. Erróneamente, porque siendo
él quien tenía conocimientos musicales más altos que todo el
mundo ahí, estaba por debajo de alguien que no sabía”.
5. Postal cartagenera. Livia tiene fresco en la memoria la
imagen de su padre encerrado en la sala con el piano que hoy
conserva el menor de sus hijos, Manuel: “Pasaba todo el día
metido allí escribiendo sus partituras”. Cuando salía, era
querido entre los cartageneros y a alguno le pidió prestada su
guitarra para extender a otros su devoción por el instrumento
y la música: “Permítame la guitarra y se la afino”. El saludo
“Hola, maestro” era recurrente a su paso. Y aunque la
balanza musical en la vida de Mejía se inclinó siempre hacia la
música clásica, optó por estar atento a las raíces caribeñas e
incorporarlas a su obra.
La ciudad conserva dos de las tres casas donde vivió Adolfo
Mejía, ambas en el barrio San Diego, en el centro histórico de
una ciudad que la UNESCO declaró Patrimonio Histórico de la
Humanidad en 1984. “Él quería mucho a Cartagena”, subraya
Livia Mejía, recordando que no quiso irse nunca, pese a
muchas ofertas de trabajo que recibió desde otros lugares del
mundo.
Ese amor por la Cartagena amurallada late en temas como
Cartagena es buena tierra, donde plasma a los personajes y
asuntos cotidianos que forman parte integral de la vida de los
pueblos: “En la heroica Cartagena, / aunque me tilden de
loco, / no sirve ninguna cena / si falta el arroz con coco./ El
gran fritanguero / Don Felipe León/ parece un lucero / al pie
del fogón./ Le gusta el tabaco / cuando fríe pescao'/ y es el
gran verraco / cuando está jumao”.
6. Coda borinqueña. El Gran Combo de Puerto Rico grabó
una versión de Máscara de gato, en la voz de Andy Montañez.
La pieza es de Adolfo Mejía, pero en el disco Mejor que nunca
(1976) aparece atribuida al folclor panameño. Rafael Ithier,
director de El Gran Combo, no recuerda los detalles alrededor
de aquel tema, pero sí el origen: “Me acuerdo que nosotros
conseguimos ese número en Panamá”.
Deben ser parte de los pendientes que tiene el tiempo con la
obra de Mejía que incluyó el Bambuco en si menor que le
dedicó al pianista puertorriqueño Jesús María Sanromá (1902-
1984) o el arreglo que hizo de la danza puertorriqueña Sara
del compositor Ángel Mislán (1862-1911). En La ventana, en
versos que revelan sus búsquedas y trasfondo esotérico, él
mismo escribió que provenía de un presente sin ayer ni
mañana y que para vivir muriendo se volvió temporal. “El
tiempo y yo marchamos/ en dirección opuesta:/ yo busco la
ventana,/ él busca mi total”. Así dice el poema que tanto se
parece a su recuerdo.
Mejía es eso: una memoria que huye del reconocimiento
masivo, pero que sabe asomarse por esa ventana para seguir
sonando en alguna de las calles de Cartagena u, obstinada,
en un tocadiscos de San Juan de Puerto Rico o cualquier
lugar.
(Este texto fue producido durante el Taller de periodismo y
literatura con Daniel Samper Pizano, organizado por la
Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo
Iberoamericano -FNPI- y el Ministerio de Cultura de Colombia,
como parte del Programa Gabriel García Márquez de
periodismo cultural).

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