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Reflexiones sobre una educación artística prohibida

Una idea sin acción es una traición a los anhelos. Sin acción, ningún esfuerzo de
pensamiento se hace presencia, y sabemos bien que los actos son los que impulsan la
historia. Me permito decir que el anhelo es la creación inmediata del curso histórico de la
humanidad, una parte ella, de dos o un sujeto. Sin acción, una idea es una plegaria
esperando apariciones que jamás consigue ver. Por eso, después de estas reflexiones, no
queda otra opción, para que se recubran de valor histórico, que asumirlas en carne y
espíritu, cada día, en todo acto. Es, si soy tibio, el ejercicio de una militancia vital. De no
ser así, estas ideas permanecerán en la abismal inercia. En todos los actos, el sentir es su
fuente inagotable. Y las aguas puras de nuestras sensaciones riegan la semilla de nuestro
pensamiento. Para pensar, antes sentimos; así, pensar es vivir. Y dado que vivir es pensar,
de inmediato nos reconocemos comprometidos con nuestras ideas. Es de lo profundo del
ser que auténticamente se expresa el pensar, en un violento encuentro con el mundo, y
desemboca en acción transformadora. Porque no hay transformación alguna sin el paso de
los actos. El acto es la voluntad, nuestro aporte a la historia, la responsabilidad que se hace
inseparable de nosotros mismos.

De esto se han olvidado muchos artistas, educadores en general y educadores artísticos en


particular. Seguidores de una tradición racionalista que convirtió el arte y la educación en
entidades objetivas: representaciones estéticas, por un lado, y modelos de vida, por el otro.
Sostienen que el arte y la educación han de ser racionalizados porque la razón “os hará
libres”. Aseguran que la libertad surge en la civilización del respeto a las leyes de la ciencia
y de cierta naturaleza humana, y solo han conseguido la colonización masacradora de todo
lo que habita en el pensamiento, más allá de los límites de la razón. Creen, soberbiamente,
que lo sublime se encuentra, elevadamente, al final de un ascenso racional. Han invertido el
orden de nuestra constitución para dejar lo humano inalcanzable: razonar la obra de arte
para sentirla.

La educación artística no son manualidades ni lúdicas enfocadas al desarrollo motriz de los


infantes, ni el medio para conocer la realidad imitándola con dibujos representativos. La
educación artística tampoco es un lugar de entretención, en donde se espera que cualquiera
quede absorbido con materiales y unas instrucciones por horas o hasta que acabe la clase.
Qué perversión la de quien pretenda controlar los impulsos ajenos con actividades vacías
disfrazadas de creación. La educación artística no es la terapia genérica de psicologías
aplicadas. No es para realizar ese ejercicio que desahogue las emociones más superficiales.
No es la falsedad de una mano de aparentes métodos que dicen descubrir las profundidades
humanas con dibujos espontáneamente predeterminados. Si los educadores artísticos no
asumen su responsabilidad con la humanidad, seguirán creyendo que su labor está
alrededor de los juicios estéticos, así como pensaban los burgueses cuando pretendían, con
el arte, representar lo que desde su sistema de valores consideraban bello. Entonces, una
educación artística que se comprometa con la historia de los sujetos ha de establecer los
pactos, asociaciones libres, entre quienes aprenden y enseñan, para desocultar aquello que
permanece en nuestras sombras. Para ello, debe ser crítica consigo misma. Debe ver,
comprender, concluir y actuar para transformarse. Así mismo buscará revelar siempre la
verdad de los seres que son en el mundo. Nada de esto se logra sin amor. La educación es un
acto de amor, pues educar es un imposible, como es imposible lograr el paso intacto del
pensamiento de un sujeto a otro. Intentarlo, lanzarse al contacto que no se logra, es el
amor, es la educación. Y allí, en ese aventarse al vacío por el otro, la educación artística
tiene la capacidad de manifestar la verdad desconocida de quien enseña y de quien aprende.

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