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Notas y diÁlogos

El naturalista frente a la historia


y el historiador frente a la naturaleza
Las enseñanzas de Alcide d’Orbigny
Bernardo García Martínez*

L as sesiones finales de un simposio como el que está por concluir sue­


len conducirnos a un terreno donde confluyen satisfacción y felicita­
ciones por el buen trabajo realizado, inquietud y entusiasmo por seguir
adelante, y la valoración y puesta en contexto de todo ello. Se impone una
reflexión sobre lo conocido y lo aún por conocer, pues en estos simposios se
transita justamente por los linderos del saber que les corresponde. Y esto es
verdad con mayor razón tratándose de la historia ambiental, ya que toda
ella constituye un espacio de avanzada, de frontera, frente a otras formas de
conocer y entender la historia. Circular por los linderos de la historia am­
biental implica estar en cercanía con territorios ignotos. Y aunque no siem­
pre nos es dado penetrar en ellos, y nos hemos de conformar con ver las
cosas desde el lado que conocemos, el solo hecho de andar por estas avan­
zadas ya nos confiere una perspectiva privilegiada. Ahora nos toca saberla
aprovechar, y esto es parte de la reflexión que se nos impone.
Como somos historiadores, no es de extrañar que algunas de nuestras
reflexiones nos lleven atrás en el tiempo. De hecho, éste es buen momento
para que todos hagamos memoria de quienes nos han precedido para reco­
nocer nuestra deuda o para evaluar sus aportaciones. Y, como complemen­
to, para que descubramos a otros que, sin saberlo ni proponérselo, se
enfrentaron a su historia y a su presente con una mirada no muy distinta de
ésta con la cual nosotros, hoy, coincidimos en nuestra búsqueda de conoci­

*Ensayo leído como “Conferência de Encerramento” del IV Simpósio da Sociedade Latino-


Americana e Caribenha de História Ambiental en Belo Horizonte, Brasil, el 30 de junio de 2008.

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miento y comprensión del mundo. Definidos en nuestros términos, estos


precursores no fueron, en modo alguno, historiadores ambientales; algunos
ni siquiera fueron historiadores. Pero esto importa poco en la medida en
que la historia, que se enriquece con el contexto de las cosas, no es ajena a
ninguna disciplina.
El ensayo que presento hoy como conferencia de cierre se enfoca en
uno de esos precursores; no un historiador, sino un “naturalista” o cultiva­
dor de esa mezcla de estudios científicos, básicamente descriptivos, del
mundo biológico y geológico que se conoció como “historia natural”. Pero
también fue un observador de lo social y del paso del tiempo, lo que le
añade interés para nosotros. No fue un intérprete del pasado sino un narra­
dor de su presente, pero lo que para él fue presente se muestra a nosotros
como historia. Fue además un explorador de territorios ignotos, en todo el
sentido de la palabra, lo que de algún modo concuerda con nuestra inclina­
ción por investigar. De su obra nos separan más de 150 años y diferencias
importantes en lo relativo a la valoración e interpretación de los asuntos de
que trata. Pero las coincidencias no son despreciables. Recorrer su texto y
reflexionar sobre él puede ayudarnos a tener una mejor apreciación de los
cambios y las continuidades que involucran a la historia ambiental, así
como a tener una idea más cabal de qué tanto hemos adelantado en nues­
tro empeño.
La obra de Alcide D’Orbigny (1802-1857) no tuvo el contenido teórico,
los alcances ni la difusión de la de su contemporáneo Charles Darwin. Más
anclado en el pasado, no comulgó con las ideas de transformación y mucho
menos evolución de las especies, pero sí aprendió de su maestro Georges
Cuvier que era posible la extinción de una especie, al menos como resulta­
do de alguna catástrofe. La obra de D’Orbigny, sin embargo, es de monu­
mental tamaño, conocida, apreciada y muy citada, aunque en terrenos más
específicos, en particular el de la paleontología, ciencia de la que fue pione­
ro. La parte que nos interesa, el Voyage dans l’Amérique Méridionale, vio la luz
pública entre 1835 y 1844 como parte de su obra científica. Es un libro re­
lativamente conocido en lo que tiene de interés para los estudios históricos
o etnológicos, si bien se le ha tomado en cuenta casi exclusivamente en
contextos regionales, en particular por lo que D’Orbigny refiere de su con­
tacto con los tehuelches en Argentina y los yuracarés en Bolivia, y por su

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estancia en las antiguas misiones jesuitas de Moxos y Chiquitos. A propósi­


to de estas últimas, Cynthia Radding ha sido una de las pocas personas que
se han referido a D’Orbigny (en un par de párrafos) en el contexto de un
estudio de historia ambiental. Otros investigadores lo han considerado me­
ramente desde el punto de vista de la historia de la ciencia o para el pensa­
miento y los estudios antropológicos, como el historiador argentino Miguel
de Asúa, el boliviano René Arze Aguirre, el francés Jean-Pierre Chaumeil y
algunos más, para lo cual también se ha tomado en cuenta otra obra de
D’Orbigny, El hombre americano considerado en sus aspectos fisiológicos y mora-
les (1839), que pasaremos por alto en esta ocasión.1 En Bolivia D’Orbigny
es considerado como una figura cultural de primer orden, y de hecho lo fue
desde su estancia allá (de 1830 a 1833) gracias, en parte, a la buena relación
que llevó con el mariscal Santa Cruz. Un fragmento de su obra se tradujo y
se publicó a instancias del gobierno boliviano en 1845.
Y, a riesgo de cansarlos con información que supongo conocida de todos,
mencionaré que el Viaje a la América meridional no se dio a conocer en espa­
ñol sino hasta cien años después gracias a la muy buena traducción de Al­
fredo Cepeda, que fue publicada en Argentina por la Editorial Futuro en
1945.2 Esta misma versión castellana, con algunas revisiones, sirvió de base
para una excelente segunda edición sacada a la luz en Bolivia en 2002.3

1
Se reeditó recientemente. Alcide D’Orbigny, L’homme américain, “Passage de témoin” de
Philippe de Laborde Pédelahore. Ginebra, Éditions Patiño, 2008. Una traducción al español, de
Alfredo Cepeda, apareció en Buenos Aires en 1944.
2
Añado aquí una información que no es tan conocida y de seguro sorprenderá a algunos, es­
pecialmente a los que han homenajeado a ciertos personajes del medio académico sin haberlos
conocido bien. La Editorial Aguilar de Madrid publicó una edición más del Viaje en 1958 dentro
de una pretenciosa “Bibliotheca Indiana” sin identifcar al traductor ni hacer el reconocimiento
debido a la edición anterior. Responsable directo de esa falta de ética fue José Alcina Franch, ce­
lebérrimo profesor de la Universidad de Madrid, quien presentó la edición, e implícitamete la
traducción, como suyas (puede constatarse en su currículum) y lo único que añadió fueron unas
notas muy superficiales (como la que establece, por ejemplo, que los tupíes son un “importante
grupo lingüístico de Sudamérica”). Parte de la responsabilidad por ese plagio toca también, desde
luego, al director de la “Bibliotheca”, Manuel Ballesteros y Gaibrois, de la misma Universidad, y
a la casa editorial.
3
Alcide D’Orbigny, Viaje a la América meridional: Brasil, República del Uruguay, República Ar-
gentina, La Patagonia, República de Chile, República de Bolivia, República del Perú, realizado de 1826 a
1833, traducción de Alfredo Cepeda, segunda edición revisada, La Paz, Plural Editores/Instituto
Francés de Estudios Andinos, 2002, 4 vols, paginación corrida. Las siguientes citas de pie de pá­
gina se refieren a esta edición. Los capítulos correspondientes a Argentina se reeditaron en ese

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Esta última publicación, junto con la de extractos de las partes concernien­


tes a Argentina, más algunas obras de índole descriptiva o conmemorativa
preparadas por Philippe de Laborde y Françoise Legré-Zaidline, un congre­
so celebrado en Toulouse en 1999 y una exposición de la obra científica de
D’Orbigny montada también en 2002 en París por el paleontólogo Philippe
Taquet, han servido de detonador para un cierto interés por el personaje en
épocas recientes, especialmente en Francia, Argentina y Bolivia. Pero nada
de esto ha puesto a D’Orbigny en un lugar relevante como referente de la
historia ambiental y mucho menos como uno de esos precursores que, sin
saberlo ni proponérselo, se enfrentaron a su historia y a su presente con una
mirada no muy distinta de ésta con la cual hoy, como dije, coincidimos en
nuestra búsqueda de conocimiento y comprensión del mundo.
D’Orbigny pisó tierra americana por primera vez el 24 de septiembre de
1826 en Río de Janeiro. A los pocos días pasó al Uruguay, también por bre­
ve tiempo, y luego viajó con todo detenimiento en las Provincias Unidas
por la cuenca del Paraná y por la desembocadura del Río Negro. De ahí
pasó, por la vía del Estrecho de Magallanes, Chile y Perú, a Bolivia, país en
que visitó el altiplano y las regiones orientales. Emprendió su viaje de re­
greso, después de visitar Lima y Santiago, el 18 de octubre de 1833. Fue­
ron, por lo tanto, siete años íntegros de un viaje rico en observaciones, del
cual recogió alrededor de diez mil especímenes de flora y fauna (en casi dos
terceras partes artrópodos, moluscos y plantas y flores) que envió a su pa­
trocinador, el Museo de Historia Natural de París. Llegó de 24 años, casi
recién cumplidos, y se fue de 31, de manera que sus experiencias estuvie­
ron impregnadas de un gran entusiasmo de juventud, además de que, sin
ella, difícilmente hubiera podido aportar la energía y resistencia que de­
mandaba un viaje tan difícil. Solucionar el transporte y la estadía en la ma­
yoría de esos lugares constituía, bajo todos los puntos de vista, una hazaña
de magnitud considerable. D’Orbigny, excelente narrador, logra hacer par­
tícipe al lector de la mayor parte de sus vivencias.
Quienes han leído a D’Orbigny tendrán presente la emoción que desti­
la a lo largo de su obra, que mezcla párrafos de precisión botánica o zoológi­
mismo país en 1998-1999; Buenos Aires, Emecé Editores. En cuanto a reediciones del original
francés, sólo han aparecido las partes correspondientes igualmente a Argentina; París, La Dé­
couvrance, 2006-2007.

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ca con otros que son recuento de verdaderas aventuras. Como hizo sus
recorridos poco tiempo después de las guerras de independencia (y de he­
cho todavía lo alcanzaron los conflictos que mantenían enfrentados a Brasil
y las Provincias Unidas) tuvo un punto de referencia útil para considerar un
antes y un después, punto de referencia que aplicó a asuntos tan diversos
como la pesca de focas —sobre lo que volveré luego— las explotaciones
pecuarias, el corte de maderas y otros. Le tocó ver de cerca lo mismo un
frente de expansión agrícola y ganadero, como ocurrió en Corrientes, que la
frontera extrema frente a los patagones en el Río Negro, el entorno incierto
de lo que habían sido las misiones jesuitas de Chiquitos y Moxos, y el ám­
bito deprimido del altiplano boliviano, en todos los cuales estaba a flor de
tierra esa casi evidente confrontación entre el antes y el después.
Si sabemos leer a D’Orbigny no nos resulta difícil extraer de sus líneas
elementos para ubicar sus observaciones en una perspectiva histórica. Voy
a referir algunas, tomadas al azar, como muestra y primera aproximación a
la materia que deseo presentar en esta conferencia.
Vaya un primer ejemplo para mostrar algo de los razonamientos de
D’Orbigny y de los temas en que nos va introduciendo. En una de las pri­
meras jornadas de su viaje, en febrero de 1827, se pregunta si los árboles
frutales —naranjos, manzanos y sobre todo durazneros—, tan abundantes
en la desembocadura del Paraná, habían sido sembrados por los jesuitas o
por los viajeros. Y agrega literalmente que la versión más razonable es que
se debían a “carboneros y traficantes de madera que pasan parte del año
por las islas. Ninguna publicación señala en forma precisa la época en que
aquellos montes se comenzaron a poblar con durazneros, pero según las
tradiciones verbales creo poder fijar a mediados del siglo xviii la del co­
mienzo de su explotación”.4 Más tarde hallará frutales en otras partes y
ofrecerá las explicaciones pertinentes, que variarán según el caso. Hasta
aquí no nos dice todavía ni más ni menos que lo que recogen las historias
locales y otros observadores. Obviamente, no todo lo que refiere D’Orbigny
es como para sorprenderse, pero, como diríamos en nuestro lenguaje ac­
tual, da sus primeros pasos en la dirección correcta.

4
Viaje, pp. 101-102.

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Un segundo ejemplo nos introduce en un problema más complejo. Lee­


mos que la palmera yatay fue diezmada de los terrenos cercanos a Corrien­
tes en la época de las guerras para abrir terreno a la agricultura y que, al
mismo tiempo, se abrían caminos para facilitar el transporte de maderas de
construcción de esos mismos lugares hacia el Paraná y Buenos Aires. “Por
doquiera se alzaban árboles de considerable altura que, por primera vez,
veían al hombre dirigir sus pasos hacia su suelo natal, solamente hollado
hasta entonces por los jaguares y pecaríes”.5 En contrapartida, “por todas
partes no se veía sino palmeras derribadas y casas recién construidas o aún
en construcción. Todo anunciaba que en pocos años aquellos parajes, otrora
incultos y agrestes, estarían cubiertos de tabaco y caña de azúcar y llegarían
a ser el lugar más productivo de la provincia”.6 Esto lo asienta entre abril y
julio de 1827. Hoy no podríamos presenciar algo igual. Los palmerales son
escasos y están protegidos por ley. Pero conviene tener presente la historia
que nos cuenta D’Orbigny porque en la literatura relativa a esa legislación
domina la afirmación tajante de que la erradicación de los palmerales ocu­
rrió en época reciente. Y esto resulta ser cierto pero no totalmente cierto,
pues podemos darnos cuenta de que el proceso ha sido más complejo.
Un tercer ejemplo añade elementos al panorama referido. Esta vez el
tema es la corteza de curupay o cebil, muy apreciada en las curtiembres por
su alto contenido tánico:

Por todas partes se veía, entonces, hasta en los lugares más agrestes, obreros sin
otro alojamiento que las ramadas que despojaban la orilla del monte de su me­
jor ornamento, ocupados sin descanso en derribar esos hermosos árboles, sacar­
les la corteza y ponerla a secar para luego despacharla en carretas a Corrientes.
El precio de esta corteza aumentó a medida que se hizo difícil obtenerla [...]
Todos los grandes propietarios de Itatí y sus alrededores se extendían [...] poco
a poco, por la orilla del Paraná, hasta Misiones, derribando y destruyendo los
curupay por todas partes.7

Luego, pasando del reino vegetal al animal, un cuarto ejemplo nos acerca al
tema de los monos aulladores o carayá, buscados por su hermosa piel, y el
5
Viaje, p. 139.
6
Viaje, p. 185.
7
Viaje, pp. 209-210.

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de otros animales buscados con el mismo fin. No a todos se les ha extermi­


nado, pero podemos anotar el dato sobre su comercio:

En este género, el comercio de pieles de nutria, o qiya de los guaraníes, es sin


duda el objeto más lucrativo del tráfico de intercambio que realizan algunos
comerciantes con los indios tobas del Gran Chaco. Les dan algunas quincalle­
rías y bizcochos, ansiados por los golosos salvajes, y obtienen pieles secas que
transportan a Buenos Aires y venden a los sombrereros, las que reemplazan,
con ventaja, al castor, o bien las envían a Europa. Durante los primeros seis
meses de 1828 se vendieron en Corrientes más de 150 000 docenas de esas
pieles, avaluadas de quince a diez y ocho francos la docena. La nutria vive en
los pantanos, donde los indios las cazan con perros o a flechazos.8

Pero vayamos más allá de los hechos concretos, porque lo que con más in­
terés debemos rescatar de las líneas referidas es que, sin proponérselo, nos
dejan testimonio de la agresividad de una frontera de penetración. Y enton­
ces 1827 no nos resulta tan diferente de 2007. Los hechos concretos pue­
den no repetirse, pero el fenómeno es de larga duración por más que con el
paso del tiempo haya adquirido otras formas y dimensiones. Para entender
esto no hay que leer a D’Orbigny bajo la óptica de lo regional sino con una
perspectiva más amplia en mente, y es aquí donde entra su significado para
la historia ambiental en tanto que disciplina.
Si estas lecturas nos permiten descubrir cambios y permanencias, tam­
bién nos permiten percibir algo inherente a toda historia: movimiento. No
es que las narraciones de D’Orbigny sean particularmente ágiles, pero
como buen naturalista debe prestar atención al espacio y eso lo lleva a ha­
cer una especie de geografía histórica, en la que el movimiento es esencial,
lo cual le añade otro punto de contacto con la historia ambiental.
Leamos por ejemplo qué nos dice cuando le toca el turno al ganado ci­
marrón de la provincia de Entre Ríos. Se trata de los descendientes de los
animales abandonados en la época de las conquistas. Nos enteramos de
que los caballos salvajes o baguales que cubrían las llanuras fueron atacados
por los pobladores, movidos por la miseria que los afligió después de las
guerras, aunque también porque, al parecer, atraían al ganado doméstico.

8
Viaje, p. 356.

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Se comenzó por cacerías ejecutadas por gran número de personas reunidas y


cuyo resultado era, principalmente, la posesión de la crin y del cuero de los
baguales, que luego se comerciaban en Buenos Aires. Esas hermosas manadas
animaban las ricas campañas y cada uno de sus sementales conducía una tropa,
defendiéndola de la aproximación de los otros machos y, para aumentarla,
aprovechaban todas las oportunidades de alzar las tropillas de yeguas domésti­
cas. Se los veía llegar arrogantemente frente a cualquiera que penetrara en la
campaña para reconocerlo y huir en medio de los bosques con velocidad de
flecha, corriendo tan ligero y con tan pocas precauciones que muchos se rom­
pían la cabeza en los troncos de árboles colocados frente a ellos. Todos esos
nobles habitantes de las llanuras han desaparecido. No queda más que el re­
cuerdo de la caza cruel que les hicieron los habitantes.9

D’Orbigny explica cómo se hacía la caza de los baguales. Y luego, conforme


prosigue su viaje, prosiguen sus observaciones. A su momento toca el turno
a los bancos de arena, los caimanes, las tortugas, las arañas, los cereales,
todo ello en su relación con situaciones o procesos humanos. Pero no es
posible en esta ocasión prestar atención a todos los temas que toca. Lo has­
ta aquí mencionado corresponde apenas a una primera etapa de sus andan­
zas, y el total de los párrafos del Viaje a la América meridional que he
seleccionado como de interés para la historia ambiental llena cincuenta ho­
jas a renglón seguido. Será necesario, pues, que tomemos nota de que que­
da mucho por ver, que nos animemos a leer los cuatro tomos de la obra con
todo cuidado, y que, por el momento, me toleren con un examen un poco
más pormenorizado de sólo un par de temas.
Antes de proceder, sin embargo, quiero dejar una observación general.
Algunos de los testimonios que D’Orbigny recoge, comprensiblemente,
son o parecen ser más precisos o atinados que otros, pero en todo caso refle­
jan, si no la realidad, sí al menos la percepción que se tenía de ella. Y así, su
viaje va recorriendo los citados espacios y arrojando de ellos infinidad de
observaciones que adquieren para nosotros tanto más interés cuanto más
dispongamos de elementos para ubicarlas en un contexto. Pero D’Orbigny
tiene una tendencia a fijarse más en los árboles que en el bosque. Por eso
no siempre nos da ese contexto, o nos lo da sólo de manera parcial. Toca al

9
Viaje, pp. 438-439.

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historiador, cuya profesión consiste precisamente en proporcionar contex­


tos, completar los cuadros que él nos ofrece.
Los dos temas que propongo examinar ahora son los dos que para mí
resultan más sugestivos. Se trata del fuego y los animales. Dedicaré a ellos
las siguientes secciones de esta conferencia.
Empecemos por el fuego o, más propiamente, los incendios: quemas
deliberadas para calcinar la hierba y propiciar la salida de pastos tiernos.
Algunas de las líneas más inspiradas de D’Orbigny son a propósito de este
asunto, y no es difícil imaginar por qué.
Los incendios diarios producidos por nuestros guías y los que continuaban
manteniéndose alrededor del establecimiento habían ganado gran extensión y
unídose en todos lados. Un humo espeso, que la calma mantenía suspendido
sobre los campos abrasados, formaba una zona negra de gran anchura: la parte
del cielo comprendida entre esa zona y la superficie tenebrosa de la tierra pare­
cía inflamada, y los reflejos rojizos de la luz formaban un contraste deslumbra­
dor. Más arriba, la cúpula azulada parecía engarzada en el techo nebuloso de
ese horno [...] en el horizonte, la actividad devoradora y tumultuosa de los to­
rrentes de fuego; a nuestro alrededor, silencio del desierto.10

Son muchas las veces que le toca presenciar espectáculos de esta naturale­
za, tanto en las riberas de Paraná como en las del Río Negro, en las pampas
y, algo diferentes, en las selvas y tierras altas bolivianas. No nos engaña­
mos, pues ya se sabe que D’Orbigny se tomó la libertad de hacer suyas las
observaciones de algunos de sus asociados o ayudantes, como François
Rosssignon y Narcisse Parchappe, que fue quien realmente vio la escena
referida. (La historiadora boliviana Carmen Beatriz Loza ha llamado la
atención sobre el injusto olvido en que el ilustre naturalista condenó a sus
colaboradores.) Pero esto no hace menos interesante el fenómeno obser­
vado, como tampoco el siguiente, este sí presenciado en persona por
D’Orbigny, quien se muestra impresionado por el fuego desde que descu­
bre las diversiones de los marineros de agua dulce que navegan por el Para­
ná en 1827. Éstos se entretienen en incendiar las islas formadas por troncos
y lamas en medio de la corriente:11
10
Viaje, pp. 623-624.
11
Viaje, p. 109.

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Bernardo García Martínez

Cuántas veces habré visto a mis indios en sus florestas y a mis marineros en sus
lugares civilizados, como niños grandes, aun tras el largo y penoso trabajo del
día, en vez de entregarse al descanso, preparar grandes piras para encender
hogueras inmensas o aumentar su fatiga quemando el campo, y esto sin prever
ni esperar ningún beneficio: ¡sin otro placer que el de ver las llamas luciendo
en el aire! Y no se crea que dichos fuegos tienen aunque sea por objeto espan­
tar los jaguares. Se los hace asimismo en lugares donde no se encuentran estos
animales y, por otra parte, la generalidad de las naciones americanas no cree en
la eficacia de esas precauciones [...] De ninguna manera el incendio constituye
para ellos una necesidad, salvo cuando hay que renovar los pastos; pero siem­
pre es una diversión.
He de confesar que yo mismo, tan niño como ellos, gozaba viendo los alre­
dedores iluminados por aquellos brillantes fenómenos tan fáciles de provocar
junto a los grandes ríos americanos, que reúnen todos los elementos de com­
bustión y los amontonan como para facilitar la acción del viajero.12

Estas experiencias llevan a D’Orbigny a reflexionar sobre el “espíritu in­


cendiario y de destrucción que acompaña al hombre” y se convierte en una
“pasión innata, dominante, ciega”, ensañada en quemar la llanura o el bos­
que. Él mismo no se sustrae, y lo reconoce. En cierto tramo de un recorri­
do, frente a un terreno cubierto de altos pastos secos, sus remeros le piden
permiso para prenderle fuego, y no tiene inconveniente. Un día después,
retirado del lugar, trepa a un árbol grande y desde ahí goza del espectáculo:
el fuego “había hecho por lo menos tres o cuatro leguas de camino, por una
extensión de una o dos, y se había dividido en varias ramas que ardían sin
cesar”.13 Y sus hombres vuelven a incendiar las gramíneas del campo. No
hay para ellos un placer mayor. “Una tropa de carretas deja rara vez el sitio
donde pasará la noche sin incendiarlo.” Un par de meses después, entre
plenos pantanos correntinos, él y sus acompañantes tienen que dar un ro­
deo para evitar el fuego que ellos mismos han puesto al llano por diversión.
Esto ocurre en enero de 1828, cerca de Laguna Iberá, una zona de hume­
dales en la actualidad relativamente protegida y muy amenazada casi al
fondo de la provincia de Corrientes: “El campo ardía por todas partes; tor­
bellinos de humo ennegrecían el aire sacudido por la crepitación de las

12
Viaje, pp. 196-197.
13
Viaje, pp. 234-235.

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El naturalista frente a la historia y el historiador frente a la naturaleza

plantas incendiadas, y sólo los esteros detenían las llamas que un viento
impetuoso diseminaba por toda la zona en menos que nada”.14
Estos comentarios de D’Orbigny nos hacen levantar una ceja. Es evi­
dente que ignora la función ecológica del fuego en las praderas húmedas
y no está en condiciones de evaluar el complejo triángulo de relaciones
ecológicas que se forma entre pastos, ganadería y fuego, en el cual el man­
tenimiento de un equilibrio es de crucial importancia. Esto lo lleva a co­
mentarios que pueden estar mal fundados por ser reflejo de la cultura
europea del fuego. Las limitaciones de la perspectiva europea ya han sido
criticadas por historiadores del fuego como Stephen Pyne y Warren Dean,
especialmente a propósito de los naturalistas que presenciaron y criticaron
las queimadas brasileñas. Éstas estaban insertas en un manejo ambiental
diferente, que por ser familiar para todos nosotros no necesita explicación.
Pero no sería del todo justo descalificar completamente a D’Orbigny en
razón de su ignorancia, porque después de todo está presenciando un mo­
mento de quiebre en el que, en muchos sitios, se está pasando por una
etapa de desequilibrio. El propio Pyne, aunque no se ha ocupado casi nada
de Sudamérica, y Alfred Crosby, que se enfoca en el siglo xvi, nos ayudan
a ver que el ganado ayudó a expandir ciertos tipos de pastos muy agresivos
que se combinaron con los desechos de las reses para cambiar radicalmente
las proporciones y las consecuencias del fuego. No está fuera de lugar pon­
derar la pertinencia del saber nativo frente a la ignorancia europea, pero
cuidemos que ello no nos impida encontrar elementos para reconstruir una
imagen más precisa de lo que ocurría en un momento dado.
Un año después, en enero de 1829, D’Orbigny está ya lejos y en otro
ambiente, en camino a Carmen de Patagones. Ahí nos refiere otra de sus
experiencias con el fuego, diferente en sus circunstancias pero igual en sus
resultados últimos.

Mientras comíamos, el viento, que soplaba con fuerza, hizo volar chispas de
nuestro fuego sobre los zarzales vecinos. En un instante el campo se incendió,
lo que nos obligó a abandonar la orilla sur para ir a buscar, en otra parte, un al­
bergue para la noche [...] Nos disponíamos a acostarnos cuando el aspecto de
las llamas de la campaña del lado opuesto —que como un torrente de fuego se
14
Viaje, p. 274.

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Bernardo García Martínez

extendían en una extensión inmensa invadiendo todo el suelo con una rapidez
extrema y ofreciendo, en medio de una hermosa noche, un espectáculo singu­
lar— decidió a mis compañeros de viaje [...] a poner fuego a una cierta distancia
[...] del lugar donde estábamos para gozar más de cerca del espectáculo. La
propuesta fue acepada y, en menos de nada, los alrededores quedaron incen­
diados y las chispas, que saltaban de una mata seca a otra, se extendían con una
rapidez asombrosa [...] Luego pasamos a un islote poco alejado, desde donde
vimos, dos minutos después, consumirse por completo el lugar donde había­
mos vivaqueado.15

Al imaginar a estos ilustres naturalistas tosiendo y cubriéndose la boca me


vienen en seguida a la mente las imágenes de Buenos Aires que dieron la
vuelta al mundo el pasado abril de 2008. Busqué, entre los muchos comen­
tarios que se hicieron al respecto, algunos que consideraran los precedentes
históricos, pero no los encontré, salvo que se trata de “una práctica ances­
tral, una costumbre de toda una vida en las islas”, o frases del mismo estilo,
que equivalen a ignorar las dimensiones históricas de un problema, sus
variantes, modalidades e implicaciones culturales y de otro tipo. Los incen­
dios en la zona de Iberá continúan, pero cabe pensar que motivados por
intereses diversos o que han cambiado con el tiempo. ¿Cómo y cuándo?
Narcisse Parchappe, uno de los ya citados colaboradores de D’Orbigny,
proporciona evidencias adicionales sobre la práctica de incendiar los pastos
en el centro de la provincia de Buenos Aires, que atribuye tanto a los indios
como a los viajeros, y sobre un incendio que alcanzó las orillas de Buenos
Aires en 1820. “La ciudad estuvo durante algunos momentos sumida en la
oscuridad, al punto que era imposible leer y algunas mujeres se desmaya­
ron de miedo”, es una frase entresacada de esos testimonios, que resultaría
ya muy largo referir a pesar de lo ilustrativos, y hasta entretenidos, que son.
Hay referencia imprecisa a una prohibición gubernamental de quemar
campos entre el Salado y el Plata, y a propósito ya no de pastos sino de bos­
ques, D’Orbigny nos habla de los carboneros que acudían todos los años a
las islas del Paraná “llegando a ahumar el país a veinte leguas a la redonda”
sin preocuparse del enorme desperdicio que provocaban con sus métodos
primitivos, “porque las islas son de dominio público [...] y cada cual puede

15
Viaje, pp. 727-728.

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El naturalista frente a la historia y el historiador frente a la naturaleza

disponer de la madera como le plazca”.16 Más tarde nos hablará de los car­
boneros de las islas del Titicaca.17 Quiero creer que hay estudios que no
conozco, pero me atrevo a asegurar que pocas veces se tiene presente la
dimensión de historia ambiental que brinda, como botón de muestra, la
narrativa de D’Orbigny.
Todavía queda por extraer de ésta, sin embargo, sus comentarios sobre
las regiones de Chiquitos y Moxos, donde también observa la misma cos­
tumbre de incendiar los pastos, a lo que añade el agravante de que se com­
bina con la deforestación.

El efecto de los incendios es tan notorio que [salvo por] aquellos árboles gigan­
tescos que cubren los sitios apartados de las misiones, actualmente no se ve
más que árboles raquíticos y una vegetación empobrecida junto a los lugares
habitados, que día a día ralea. No hay duda de que si la administración no
adopta severas medidas de represión, con criterio de conservación, esta cos­
tumbre amenaza con una verdadera catástrofe para el futuro.18

Cynthia Radding, en un estudio comparativo de las fronteras misionales de


Chiquitos y Sonora, no se deja impresionar por el “aire científico” de las
notas de D’Orbigny. Ya mencioné que es una de las pocas personas que se
han referido a este naturalista en el contexto de un estudio de historia am­
biental. Concluye señalando que sustentó graves errores conceptuales des­
de el punto de vista ecológico, especialmente por no comprender los
beneficios del sistema de roza, quema y barbecho en los espacios desmon­
tados de los bosques tropicales. Y, en efecto, esto no se puede negar. Es
más; D’Orbigny tiene resbalones mucho peores.

Mientras descendía [a Cochabamba, nos refiere en septiembre de 1830] vi a los


indios prender fuego en muchos lugares de las colinas. Esos torbellinos de lla­
mas y humo se elevaban al aire y me ofrecían también aquí un espectáculo
imponente a causa de la mala costumbre que tienen los americanos de quemar
todos los años el campo con el objeto de renovar la hierba. El viento del sur
que sopló por la tarde reanimó el incendio. La noche, sin luna, era muy som­

16
Viaje, p. 103.
17
Viaje, p. 1698.
18
Viaje, p. 1301.

189
Bernardo García Martínez

bría, y experimenté un verdadero placer al ver esas oleadas de fuego que des­
cendían de lo alto de las montañas a las quebradas, donde encontraban más
alimento; parecían entonces corrientes de lava que corrían con lentitud del
cráter de un volcán. De acuerdo con la naturaleza del combustible, las llamas
cambian de color, de violencia y de forma, y toman, a cada instante, un aspecto
nuevo. La viva luz que expanden por las montañas se extiende a lo lejos, a
menudo hasta las cumbres nevadas, que se ven surgir, de tanto en tanto, en
medio de una espesa nube de humo cuando el viento la disipa. Es entonces
que la luz avanza hacia la llanura y aclara una parte, dejando la otra sumergida
en tinieblas muy espesas.19

Curioso que diga que el espectáculo le produce un verdadero placer, ya


que su condena de la práctica de incendiar campos para renovar la hierba es
muy intensa y reiterada, y más tratándose de las tierras altas bolivianas,
donde la quema —inducida por la ganadería— conduce al desmonte de los
bosques. De ello resulta —está convencido— que las nubes se detienen
menos, las lluvias disminuyen anualmente, y se provoca sequía e insalubri­
dad. En esto último sus argumentos no resultan muy convincentes, máxi­
me cuando afirma, en el que pudiera ser el párrafo más ingenuo de toda su
obra, que las enfermedades (sin decir cuáles) prenden con más fuerza con­
forme las tierras se van desmontando y producen miasmas pestilentes por
la evaporación instantánea debida al ardor del sol. Me causa gracia el aroma
medieval que perspiran esas líneas, pero quiero creer que D’Orbigny las
escribe convencido de su racionalidad de naturalista del siglo xix. Ve evi­
dencia incontestable en los alrededores de Cochabamba, de Chuquisaca (o
sea, Sucre) y de otros sitios menores. Para él no hay beneficio alguno. Insta
reiteradamente al gobierno boliviano a que prohíba con firmeza los incen­
dios anuales: es la “primera medida de progreso” que se debe tomar.
Pronto veremos a D’Orbigny exhibiendo peores pecados que los de un
naturalista todavía desconocedor de los avances futuros de la ecología, y
mostrándose en toda su desnudez con los vicios y la arrogancia de un fran­
cés de su tiempo.
La recomendación iba dirigida al gobierno del mariscal Santa Cruz, con
quien D’Orbigny tuvo una excelente relación. Ignoro si fue tomada en

19
Viaje, p. 1152.

190
El naturalista frente a la historia y el historiador frente a la naturaleza

cuenta y añadida a las varias medidas reformistas emprendidas por este


gobernante, que subsistió en el poder aún seis años después de que nues­
tro naturalista abandonara Bolivia. Convendría revisar la legislación y la
correspondencia entre ambos, de la que dan una referencia (aunque sin
tocar este tema) historiadores bolivianos como Carmen Beatriz Loza y
René Arze Aguirre. No fue, desde luego, la única recomendación que hizo
D’Orbigny, asunto sobre el que diré luego algunas palabras, pero no deja
de ser interesante para nosotros el que la “primera medida de progreso”
contemplada por él fuese de naturaleza ambiental.
Me voy a permitir una digresión para comentar esta faceta de nuestro
personaje al tiempo que intentar un esbozo del pensamiento ambiental
que reside en su cerebro. Su propuesta de combatir la deforestación se
complementa con otra que podemos no compartir pero ciertamente no nos
ha de extrañar. Lo que sigue son reflexiones que le surgen en el camino de
Potosí a Oruro, en plena meseta boliviana. Es marzo de 1833.

Pensaba en los numerosos chopos que en Europa hubieran plantado al borde


de todos esos cursos de agua y que vendrían a alegrar la vista, al mismo tiempo
que ofrecerían recursos hasta el presente desconocidos. Pensaba también en
los abetos y los álamos que podrían poblar esas montañas y trataba de figurar­
me el encantador aspecto que cobrarían entonces a los ojos del viajero esos
parajes hoy nada pintorescos.20

es difícil concebir cómo los españoles no trataron de plantar allí árboles euro­
peos. Las diferentes zonas de humedad de los terrenos ofrecen todos los ele­
mentos necesarios para la propagación de varios de nuestros pinos, álamos y
hayas, con lo que dentro de unos veinte años esos parajes, hoy tristes y monó­
tonos, se cubrirían de selvas y presentaría el aspecto de esos valles tan lindos
de Suiza y de los Pirineos.
Esperemos que el gobierno boliviano no siga descuidando esta importante
rama de sus recursos futuros, y que, por ende, ha de verse a todas las regiones
altas de la república cambiar de forma y sufrir una completa metamorfosis.21

20
Viaje, p. 1648.
21
Viaje, p. 1646.

191
Bernardo García Martínez

D’Orbigny se hace la imagen de abetos y álamos en las montañas vecinas a


las grandes ciudades que, entre otros beneficios, las doten de leña y made­
ras de construcción, todo ello bajo vigilancia del gobierno, que debe regla­
mentar los cortes y prohibir a los indios arrancar, en vez de cortar, las zarzas
que sirven para calefacción y para hacer carbón, a fin de que las ramas vuel­
van a brotar y se prevenga la completa destrucción de las plantas leñosas,
que ya amenaza en muchos sitios. Hay un elemento ventajoso para llevar a
cabo el proyecto: “el gobierno posee todavía más de la mitad de las
tierras”.22 Punto que, dicho sea de paso, tal vez merezca más atención en la
historiografía. Stephen Pyne ha observado que el régimen de propiedad de
la tierra es un punto clave en las políticas públicas hacia el fuego.
D’Orbigny, que se fascina con las similitudes que ve entre Cochabamba
y la Provenza gracias a sus durazneros, olivas, higueras y sauces,23 también
da vuelo a sus ilusiones europeizantes en Carmen de Patagones, junto al
Río Negro, donde permanece por un buen tiempo en 1829 y hasta le toca
involucrarse en un enfrentamiento con los indios en julio de ese año (es,
entre paréntesis, cuando critica el atroz intento de matar a los atacantes
haciéndoles llegar un barril de aguardiente con arsénico).24

Si el paisaje estuviera animado por casas, nos creeríamos transportados a orillas


de nuestro Loira o de nuestro Sena, porque el hombre, que todo lo modifica
bajo sus pasos, ha hecho desaparecer, sobre todo junto a Carmen, los árboles
indígenas para reemplazarlos por nuestros manzanos, nuestros durazneros,
nuestros cerezos, nuestras higueras, nuestra viña enlazante, y esta vegetación
extranjera crece allí como en su patria. Lo mismo acontece con nuestros cerea­
les, que reemplazan, todos los años, las gramíneas de las llanuras, dando a los
agricultores abundantes cosechas.25

Aquí, sin embargo, su fantasía está mejor fundada que en el altiplano boli­
viano y tiene el precedente de los manzanos de la vertiente oriental de los
Andes, los naranjos del Paraná y los exitosos bosques de durazno de este
mismo lugar, el Río de la Plata y los ya abandonados de las misiones de Chi­
22
Viaje, p. 1734.
23
Viaje, p. 1152.
24
Viaje, p. 901.
25
Viaje, p. 990.

192
El naturalista frente a la historia y el historiador frente a la naturaleza

quitos, sobre los cuales hace observaciones en diversos momentos. Se queja,


sin embargo, de que los colonos no se interesan por su cultivo, aunque sí por
la recolección de sus frutos. “Un desperdicio —piensa, porque— desde el
punto de vista de las especulaciones agrícolas, las orillas del Río Negro están
en condiciones de alcanzar todos los progresos de nuestra vieja Europa, con
las ventajas tanto mayores de que la tierra es todavía virgen y de que sus
barbechos, hasta dentro de siglos, no tendrán necesidad de ningún abono”.26
Y dicho sea de paso que “las considerables plantaciones de árboles” hacen
de las empresas de Juan Manuel de Rosas algo loable y grandioso.27
¿Y recuerdan aquel pasaje que cité al principio de la conferencia, a pro­
pósito de la corteza de curupay? Pues termina con una consideración del
todo comercial.

Las afueras de los bosques sólo mostraban, en consecuencia, árboles abatidos o


despajados, aún de pie, de su corteza, y aquellos lindos curupay, antaño tan
numerosos en la región, apenas estaban representados por algunos ejemplares
jóvenes, desdeñados por los especuladores por ofrecer escasas posibilidades de
rendimiento [...] Es probable que esta rama del comercio, tras haber enriqueci­
do a numerosos propietarios de los alrededores, vaya a extinguirse por comple­
to junto con los árboles que la alimentan, pues el resto de la provincia no los
posee y apenas si quedan ahora unos arbolitos en más de treinta leguas de lito­
ral del Paraná.28

Esta línea de pensamiento, en la que el curupay no merece figurar como


una especie sino como una rama del comercio, nos lleva a las elucubracio­
nes mercantilistas de D’Orbigny que afloran, sobre todo, cuando habla de
las provincias de Chiquitos y Moxos, escenario incomparable de posibilida­
des industriales. El contacto con las grandes corrientes de la cuenca del
Amazonas en 1831 y 1832 lo hace soñar con un emporio fabril lleno de tur­
binas y máquinas de vapor. La base material está a la vista:

Los arroyos [...] y sobre todo los numerosos afluentes del río San Rafael [...]
presentan diferencias de nivel que, por la fuerza motriz que suponen, permiti­

26
Viaje, p. 992.
27
Viaje, p. 640.
28
Viaje, pp. 209-210.

193
Bernardo García Martínez

rían el establecimiento de gran número de fábricas de diverso género. Por otra


parte, la abundancia de árboles y la celeridad con que crecen suministrarían
abundantes combustibles para máquinas de vapor de cualquier especie.29

Si, teniendo en cuenta la escasa diferencia de nivel de sus planicies, Moxos no


puede hallar en los cursos de agua de su centro tanta fuerza motriz natural para
las fábricas como Chiquitos, en cambio podría encontrarlos muy numerosos si
la industria tomase posesión de aquella innumerable cantidad de arroyos y de
torrentes que bajan de la Cordillera en el territorio de los yuracarés. Por lo de­
más, la abundancia de agua y de maderas se tornaría siempre, gracias al vapor,
en un elemento de gran prosperidad industrial.30

Otro paso fundamental para el logro de esa utopía industrial sería estable­
cer la navegación por los grandes ríos. Las citadas provincias se convertirán
en el centro de operaciones comerciales de gran escala destinadas a aprove­
char las riquezas, “hasta hoy inútiles”,31 de esta parte del continente: made­
ras de ebanistería y de tinturas, aceites de coco y de ricino, goma elástica,
bálsamo de copahu, resina copal, cacao, café, arroz, seda, soda, potasa, etc.32
Aquí nos topamos con apreciaciones cuestionables, aunque comprensibles
en un hombre como D’Orbigny.

Por un lado, Chiquitos podría exportar a Europa por los ríos Paraguay y Plata y,
por otro, por los ríos Madeira y Amazonas. Cuando se meditan las inmensas
ventajas que obtendría el comercio de esas grandes vías de comunicación,
aprovechando los variados productos del suelo más fértil del mundo, uno se
asombra de que los gobiernos europeos, con el fin de servir a la humanidad y
tratando de crearse una salida para su exceso de población [...] no hayan esta­
blecido esa red de navegación interior cuyas ventajas son tan positivas. La na­
vegación del Plata, del Amazonas y de todos sus afluentes sería sin duda una
fuente inagotable de riqueza para Europa, la cual, uniéndose a Bolivia —dis­
puesta a sacrificarlo todo a este resultado— querría intentar esta empresa gran­
de y hermosa, tan digna de un siglo de progreso.33

29
Viaje, p. 1415.
30
Viaje, p. 1588.
31
Viaje, p. 1592.
32
Viaje, p. 1417.
33
Viaje, p. 1419.

194
El naturalista frente a la historia y el historiador frente a la naturaleza

Podemos darnos cuenta de que el fuerte de D’Orbigny no eran las proyec­


ciones económicas, como tampoco lo fueron las de quienes algunos dece­
nios después quisieron realizar sueños parecidos con el desdichado
ferrocarril Madeira-Mamoré. Pero no vamos a abundar sobre esto. Más
bien, detengámonos en otro párrafo del discurso anterior: “Algunas mejoras
agrícolas e industriales permitirían todavía exportar con gran utilidad a Eu­
ropa la piel de los animales salvajes. Tal la de los monos aulladores, roja y
negra, que es magnífica; las pieles de jaguares, perezosos, zorros, pumas,
etc.; cueros de tapires para guarnicionería, cuero de ciervos y de gamo para
el calzado, y las hermosas plumas de las garzas”.34
Y aquí termino esta digresión que se ha hecho muy larga y nos ha aleja­
do del plan que ofrecí, que fue el de referirme primero al tema del fuego y
luego al de los animales. Esta última referencia me hace recordar mi propó­
sito original, en el que me vuelvo a encarrilar.
Entremos, pues, en el segundo gran tema en que D’Orbigny nos abre
una ventana para la historia ambiental, el de los animales. Se trata de un
tema que, por lo demás, ha sido de los menos estudiados y acaso el más urgi­
do de atención. El historiador argentino Miguel de Asúa, a quien ya mencio­
né, buen conocedor de D’Orbigny, publicó en 2005 con Roger French un
libro muy informativo con el título A New World of Animals: Early Modern
Europeans on the Creatures of Iberian America, pero como sólo considera visio­
nes de los siglos xvi y xvii no alcanza a tocar a nuestro naturalista.
El asunto de los animales es mucho más complejo y presenta más aris­
tas y contradicciones que el del fuego. La variedad de animales y situacio­
nes que afloran al leer el Viaje a la América meridional es tan amplia como el
viaje mismo, y abarca de los elefantes marinos a las serpientes, de los habi­
tantes del mar a los del desierto y de las especies domesticadas a las —por
usar una palabra castiza que ha sido muy deformada— salvajes. Numerosas
descripciones de la vida de estas últimas son de interés fundamental para la
zoología y han sido bien aprovechadas por los estudiosos de esta ciencia.
Pero nos limitaremos a examinar con cuidado lo que se refiere al encuentro
de estas especies con la —y aquí uso otra palabra no menos deformada—
civilización.

34
Viaje, p. 1417.

195
Bernardo García Martínez

Reflexionemos sobre el hecho de que lo que hemos recogido de las


observaciones de D’Orbigny está referido a asuntos en los que se involucra
de un modo u otro la intervención del hombre en los ámbitos de la natura­
leza. Será interesante comparar sus planteamientos frente al llamado reino
vegetal con los que se hace frente al reino animal, y advertir hasta qué pun­
to los ve como ámbitos separados o como integrantes de un mismo conjun­
to. Las dos perspectivas se van a ir entrelazando.
D’Orbigny tiene ocasión de comprobar una primera reacción de los ani­
males ante lo humano: alejarse. Por cierto que es la misma respuesta que
ante el fuego, si bien los efectos de éste sobre la vida animal han sido me­
nos ponderados que los ejercidos sobre bosques y pastos. Ciertamente no
se necesita mucha perspicacia para darse cuenta de eso, pero la información
de D’Orbigny no nos sobra. En los mercados de Buenos Aires, por ejem­
plo, a fines de 1828 figuraban “toda clase de tatúes [armadillos], pero sola­
mente en invierno, porque esos animales, lo mismo que los pájaros, se
alejan o desaparecen de los alrededores de Buenos Aires a medida que la
población conquista los desiertos”.35 También hace un comentario a propó­
sito de los cazadores de la provincia de Corrientes, con los que convive a
mediados de 1827:

En cuanto el cazador divisa una bandada de cigüeñas, patos o aun pájaros aisla­
dos, corre hacia ellos haciendo girar las bolas sobre su cabeza y lanzándolas so­
bre la pieza, cuyas alas enlazan por efecto del impulso recibido, en forma que
el pobre animal, detenido en su vuelo, cae a tierra, donde lo atrapa el cazador.
En estas regiones, donde la caza es tan abundante, la población se la procura
con facilidad, pero en cuanto se haya difundido el uso del fusil no hay duda de
que los pájaros se volverán salvajes, y este tipo de caza caerá en desuso por falta
de ocasión para practicarlo.36

Aun antes del fusil los resultados no parecen haber sido muy diferentes.
Los jaguares vieron muy disminuida su población en 1831 cuando el go­
bernador de la provincia de Chiquitos empleó a cazadores indígenas en
una campaña para exterminarlos, de la que obtuvo al menos 150 pieles, y

35
Viaje, p. 536.
36
Viaje, pp. 147-148.

196
El naturalista frente a la historia y el historiador frente a la naturaleza

los mismos indígenas son señalados como responsables de la huida de los


pecaríes a lugares más remotos.37 D’Orbigny dice que en la vecina provin­
cia de Moxos, lejos de los lugares frecuentados por los indios guarayos en
sus cacerías anuales, los mamíferos de la selva —pecaríes, ciervos, agutíes,
tapires— abundaban “de una manera increíble”. “Desconociendo los peli­
gros a los que los expone la vecindad del hombre, no muestran ningún te­
mor. Es así como he visto a bandadas de monos observarme con curiosidad
en vez de huir”.38
Como ocurrió antes con el fuego, y ahora ocurre con la caza, un natura­
lista europeo como D’Orbigny describe con bastante detalle las prácticas
nativas, a las que no tarda en hallarles sus inconvenientes. Pero, una vez
más, dejemos de lado su juicio más o menos acertado o equivocado y exa­
minemos los trozos de evidencia que nos da, tomando en cuenta que los
movimientos de población de esos años, que involucraron a diversos gru­
pos humanos, debieron motivar desequilibrios ambientales cuya compleji­
dad y temporalidad están lejos de ser conocidas en todos sus detalles.
D’Orbigny hace suyos unos párrafos de su colaborador Parchappe que ha­
blan de ciervos, avestruces y tatúes que éste encuentra degollados sobre la
hierba cerca del Río Salado, en la provincia de Buenos Aires, en marzo de
1828, poco después del paso de los indios aucas (término con el que definía
entonces a poblaciones cordilleranas nómadas de origen araucano):

[Los aucas sorprenden al amanecer a los animales que todavía están] dormidos
o que esperan, para pastar, a que el rocío se haya disipado. A veces forman dos o
tres líneas concéntricas, de manera que el animal que escapa a los cazadores de
la primera cae infaliblemente bajo los golpes de la segunda. Se comprende que
semejante sistema de caza despuebla pronto una comarca y que la tribu se ve
obligada poco después a levantar campamento para ir a buscar fortuna en otra
parte. La que acabábamos de encontrar hacía entonces provisiones para varias
semanas.39

Descripciones de este tipo hay varias referidas a distintas regiones, pero


sería excesivo mencionar todas. Lo que importa señalar (aparte de decir
37
Viaje, pp. 1408-1410.
38
Viaje, p. 1427.
39
Viaje, p. 654.

197
Bernardo García Martínez

que sería muy útil hacer más estudios sobre la historia de la caza en Améri­
ca Latina) es que tienen algo en común, que es la indicación de que, fuese
por un medio o por otro, fuese con estos o aquellos motivos, fuese debido a
tales o cuales responsables, el panorama de la vida animal estaba viviendo
una alteración considerable y las muestras de aniquilamiento no eran raras.
En este juego a veces entraban intermediarios, como en varios reductos
cercanos a Carmen —las llamadas Península de los Jabalíes, Isla de las Ga­
mas e Isla de los Chanchos—, donde no había ni jabalíes (en realidad se
trataba de pecaríes), ni gamos (ciervos), ni chanchos (puercos), pero que
tomaban el nombre del hecho de que los hubo hasta que los pescadores
dejaron en esos lugares perros que se los comieron (para luego morir ellos
también) o hasta que una marejada (y aquí, por excepción, no se trata de
una consecuencia de la acción del hombre) se los llevó a todos.40
D’Orbigny se impresiona particularmente con la caza de pinnípedos
(otarios o lobos marinos y fócidos o elefantes marinos), tal vez porque sus
efectos son los más inmediatamente perceptibles y mensurables. No es de
extrañar que el tema conserve actualidad y que los estudiosos modernos de
las ciencias biológicas sigan recurriendo a sus observaciones. De hecho, la
primera que él hace respecto de animales en América es durante su breve
estancia en Uruguay, en noviembre de 1826. Primero se topa con diez mil
pieles de lobo marino almacenadas en Maldonado, que llevan ahí dos años
por falta de salida,41 y a la primera oportunidad va a su lugar de origen, la Isla
de Lobos. Ahí anota que los españoles reglamentaban la pesca y la isla esta­
ba deshabitada, pero que después un brasileño se estableció allí para la ex­
plotación. Anota también que ya se producían quejas por la disminución de
los animales, y que éstos seguramente estarían formando colonias más se­
guras en el litoral de la Patagonia. Isla de Lobos, por fortuna, habría de vivir
mejores tiempos y hoy es una reserva natural razonablemente protegida.
Ya instalado en la Patagonia, a partir de enero de 1829, D’Orbigny pue­
de ver el panorama más de cerca y cuenta con información que le permite
saber que las tropillas de lobos marinos cubrían las costas desde la desem­
bocadura el Plata hacia el sur y que eran particularmente abundantes en

40
Viaje, pp. 713, 718, 725, 730.
41
Viaje, p. 62.

198
El naturalista frente a la historia y el historiador frente a la naturaleza

Punta Rasa y en las islas de Bahía Blanca y San Blas, donde “el suelo de
ciertas partes estaba completamente cubierto”.42 Sus observaciones le per­
miten desarrollar un examen bastante pormenorizado de la explotación de
los lobos marinos, en el cual el punto más débil es la falta de identificación
de las fuentes en que se basó. Referir el detalle de los datos que nos da
sobre la caza y extracción del aceite estaría fuera de lugar en esta conferen­
cia, aparte de que no dirán nada nuevo al mejor conocedor de estos temas,
y en todo caso quede esto como una invitación a leerlos, pero sí vale la pena
referir el contexto general.
D’Orbigny hace el cálculo de que cada año después de la independen­
cia se mató a más de cuarenta mil elefantes marinos, y en Carmen de Pata­
gones se le informó que las pieles recogidas tan sólo en ese lugar se
contaban entre quince y veinte mil.43 Norteamericanos, ingleses y france­
ses invadieron un espacio que España apenas había podido defender y
Buenos Aires menos. “Había rivalidad entre las distintas naciones. Cada
una quería conseguir el máximo; se mataron, sin discriminación, las hem­
bras preñadas y los pequeños, y la carnicería fue enorme. Se levantaron
hornos en muchos puntos de la costa y en las islas, señalando la propiedad
de cada navío, que, ordinariamente, dejaba el suyo, con la intención de re­
gresar al año siguiente”.44 Habiendo agotado primero los fócidos o elefan­
tes marinos, se abalanzaron sobre los otarios. Una nave norteamericana
ancló en el Río Negro en 1821 y arrasó con los animales de los alrededores
en dos meses.45 D’Orbigny habla del fallido intento del gobierno de Bue­
nos Aires por establecer un control, remedio que llegó tarde y cuando el
mal era irreparable. Una ordenanza de prohibición de pesca por cinco años,
expedida en 1823, no pudo hacer que las focas regresaran sino a contados
sitios. Y, además, no sólo los extranjeros participaban del botín:

Los pobres lobos marinos, hasta ese momento pacíficos poseedores de las cos­
tas, fueron desde entonces objeto de la codicia de los pescadores. Los gauchos
de la Patagonia se dedicaron a su comercio, y todos los animales que vivían en

42
Viaje, p. 743.
43
Viaje, pp. 823-824.
44
Viaje, p. 744.
45
Viaje, p. 823.

199
Bernardo García Martínez

la desembocadura del río se retiraron cada vez más hacia el sur. Para perseguir­
los, se siguieron las costas hasta la ensenada de Ros, en la cual se los acosó hacia
1822 y 1823, lo que los obligó a retirarse del extremo norte de la bahía hacia el
del sur, donde se replegaron todavía hasta los acantilados del lugar donde los
hallé porque los habitantes de Carmen hacían diariamente expediciones por
tierra.46

De esta cacería masiva D’Orbigny ya sólo vio los hornos en la pequeña Isla
de las Gamas y en la desembocadura del Río Negro, abandonados, con sus
calderas de hierro,47 testimonio de que la producción anual de aceite ya
sólo era de 18 toneladas, cuando había sido de 50 o 60 en la época colonial
—y, claro, de más de dos mil en tiempos de la mayor explotación—. Pero,
al final de todo, D’Orbigny llega a conclusiones que nos resultan un poco
ambiguas:

Aquella pesca, efectuada sin discernimiento, exterminó o hizo desaparecer es­


tos anfibios, que no retornan más a ninguna de las islas de la Bahía de San
Blas.48

El precio de los cueros, que se había elevado a un franco veinticinco céntimos,


bajó de golpe y nadie más los quería. Desde entonces se dejó tranquilos a los
otarios y sólo algunas personas siguieron realizando todos los años una expedi­
ción, no para recoger pieles, sino para llevarse la grasa, que harían hervir en se­
guida para extraerle aceite de quemar. Esa especie da un aceite mucho más
límpido y casi incoloro [...]
Se mataron así millares en toda la costa; sin embargo, no dejó por eso de
abundar la especie, como la de los elefantes marinos, porque he viso por lo
menos cinco a seis mil en la ensenada de Ros, e igual cantidad en la ensenada
de los Loros, y la facilidad con que los arreábamos delante de nosotros como un
rebaño de ovejas revela cuán fácil es matarlos.49

Entre cuatro y seis mil lobos marinos y ocasionales elefantes se cuentan en


la actualidad en la reserva de La Lobería, muy cercana a Carmen. No mu­
cho, comparado con las cifras expuestas. Aun así, es una de las reservas más
46
Viaje, pp. 823-824.
47
Viaje, p. 792.
48
Viaje, p. 718.
49
Viaje, pp. 823-824.

200
El naturalista frente a la historia y el historiador frente a la naturaleza

grandes de Sudamérica, aunque, en general, los mayores apostaderos están


hoy día más al sur.
D’Orbigny es un optimista, y si no, un ingenuo. No puede ignorar los
efectos biológicos de la cacería desmedida. Está al tanto de la posibilidad
de la extinción de una especie, pues no en balde inició su trabajo a la som­
bra de George Cuvier, al que ya me referí, quien fue el primero en exponer
científicamente la evidencia del hecho, explicable, según él, en virtud de
alguna catástrofe. Eso lo convierte en uno de los pocos europeos capacita­
dos científicamente para apreciar la magnitud del evento y hacer una apre­
ciación inteligente de las implicaciones del encuentro entre el hombre y
los animales.
A veces lo hace, como al hablar de los osos hormigueros o yurumíes en
enero de 1828, en una de las ocasiones en que atisba un conjunto de rela­
ciones ecológicas. Esto es en los llanos de la Laguna Iberá, donde los yuru­
míes buscan los montículos de los hormigueros:

Es de suponer cuántas hormigas hacen falta para alimentar un animal de ese


tamaño, por lo que también puede colegirse que los osos hormigueros serán de
los primeros animales que desaparezcan del suelo americano, cuando los pro­
gresos de la civilización y el aumento de la población obliguen a utilizar, o
aunque sea a recorrer con mayor frecuencia, los grandes desiertos que hasta el
presente les sirven de hábitat.50

Los yurumíes han desaparecido, en efecto, de esa zona, aunque subsisten


en muchas otras. Más de dos años después, en mayo de 1830, D’Orbigny
ve cernirse la amenaza sobre las vicuñas en tierras del Departamento de
Puno.

Estos animales, antes tan numerosos, hoy han disminuido mucho y terminarán
por desaparecer del todo. Nada puede ocultarlos en medio de esas vastas me­
setas. Desde que el comercio puso precio a su hermosa piel se hace una caza
regular en el despoblado de las mesetas de las cordilleras, en el espacio com­
prendido entre las provincias argentinas y el Perú. Pero los especuladores, me­
nos previsores que los antiguos incas, no se contentan con esquilarlas para
tener su lana; las matan y las despedazan, vendiendo su piel con su parte inte­

50
Viaje, p. 268.

201
Bernardo García Martínez

rior. Los españoles, y actualmente los especuladores, hicieron y hacen una ca­
cería más fácil [que la muy reglamentada que acostumbraban los incas, de la
cual hay una descripción] [...] Trazan un vasto círculo con pequeños postes fi­
jados en tierra de tanto en tanto, y a los cuales atan, a medio metro sobre el
suelo, una cuerda de lana, de manera de formar un cerco cuya entrada presenta
un vasto embudo formado de hilos. Muchos indios persiguen a las vicuñas en
dirección a la embocadura; luego las obligan a entrar presionando tras ellas. Los
pobres animales son tan tímidos que no franquean esa débil barrera y se dejan
matar antes de romper el hilo o saltar por encima; pero si, entre las vicuñas, hay
un guanaco, éste, más hábil, rompe la barrera y las vicuñas lo siguen en segui­
da. Por eso hay que tener el mayor cuidado en matar a tiros de fusil o cazar a los
guanacos, cuya presencia destruiría la esperanza del cazador.51

Las vicuñas, como bien se sabe, estuvieron a punto de la extinción hasta


que fueron objeto de programas de protección en 1974. Las apreciaciones
de D’Orbigny no son, por lo tanto, del todo incorrectas. Pero hay que ad­
vertir que son tibias. Sólo es capaz de atisbar una cierta “desaparición”, en
la cual pareciera que la especie amenazada siempre tiene la posibilidad de
encontrar algún refugio. Para ser un hombre tan expresivo en otras de sus
condenas, resulta bastante desconcertante su frialdad frente a la triste suer­
te de las vicuñas. Hay una especie de determinismo que lo gana.
Pero, por encima de todo, se va perfilando una visión que hace de los
animales meros objetos de comercio, y esto sin llegar todavía al tema de las
especies domesticadas. En la mente de D’Orbigny no parece haber lugar
para una pregunta como la de James Tober, Who owns the wildlife? Aquí
quiero recordar algunas de las primeras líneas de esta conferencia, donde
dije que la historia ambiental constituye un espacio de avanzada, de fronte­
ra, frente a otras formas de conocer y entender la historia. Quiero resaltar
que el tema de los animales conduce, por varias vías, a esas otras formas, y
que no debemos olvidar que la historia se enriquece con el contexto. Peter
Verney, en Animals in Peril (también publicado como Homo tyrannicus), co­
menta sabiamente que la actitud hacia los animales es un reflejo de las de­
mandas del hombre y de su autojustificación como depositario de un
derecho divino.

51
Viaje, pp. 1062-1063.

202
El naturalista frente a la historia y el historiador frente a la naturaleza

Por mucho que cuestione los métodos o los resultados de las cacerías,
D’Orbigny no deja de relamerse con las prospectivas mercantiles de una
extracción de dimensiones industriales. Así, al proponer arbitrios para el
progreso de la provincia más norteña del Departamento de la Paz (que no
visitó personalmente), propone una pesquería que pueda alimentar el co­
mercio exterior y el del altiplano con pescado solo o salado. Esto se combi­
na bien con sus recomendaciones para la apertura de caminos y el
acondicionamiento de los ríos para la navegación. Hasta aquí puede enten­
derse la propuesta como algo más o menos razonable dentro de su línea de
pensamiento. Pero luego espeta lo siguiente, que nos hace ver que
D’Orbigny es poco congruente cuando de animales se trata, o que por ver
los árboles pierde la visión del bosque:

Los huevos de tortuga del Beni, mediante la preparación que se usa en las
márgenes del Orinoco, darían excelente manteca de tortuga, uno de los ele­
mentos de la cocina de los indios. La caza de animales dotados de una hermosa
piel, como los monos aulladores (marimonos) negros o rojos, no dejaría de te­
ner sus ventajas, lo mismo que la conservación de los cueros de tapir, que, bien
curtidos, dan los mejores arreos para carruajes, o bien los cueros de ciervos, con
los que se hacen esas pieles de ante que en Europa transforman ya sea en
guantes muy solicitados, ya sea en calzados muy flexibles.52

Las contradicciones en el pensamiento de D’Orbigny probablemente son


las mismas de cualquier otro naturalista de su tiempo. Su valoración de los
animales sólo tiene una vertiente científica y otra práctica. Tiene ocasión
de demostrarlo cuando se topa con un asunto que unos autores franceses
aprovechan para demostrar la crueldad del doctor Gaspar Rodríguez de
Francia, el dictador paraguayo tan temido y odiado por D’Orbigny (y que
de haberlo visto rondando por los linderos de su país, en el Paraná, lo hu­
biera aprisionado como hizo con el naturalista Aimé Bonpland en 1821). El
asunto en cuestión es la caza anual de perros. D’Orbigny, si bien reconoce
que se trata de una medida extravagante a ojos europeos, aclara que no
tiene nada de cruel, sino que es sabia, natural y necesaria.

52
Viaje, pp. 1734-1735.

203
Bernardo García Martínez

Es de imaginar cuántos animales de esta especie deben pulular en un país


donde la carne es tan barata; se multiplican tanto más cuanto, a menudo, se
deja a una perra toda su camada, a la que se considera con la mayor indiferen­
cia. Estos perros terminan por entorpecer a tal punto las calles que uno se ve
obligado a tomar muchas precauciones, caminando sobre las veredas donde
están acostados, con cuidado de no pisarles las patas.53

¿Será exageración? Probablemente. La aclaración de D’Orbigny es razona­


ble. Pero los perros nos abren la mirada hacia otro terreno: el de la crueldad
hacia los animales. Si hay algo criticable, nos dice, está en el hecho de que
los peones de los mataderos se diviertan mutilando a los pobres perros que
acuden en busca de despojos: “Hasta los niños, educados desde temprano
en la crueldad, se complacen en cortarles, a cuchillazos, las corvas, como
ven a sus padres hacer con las vacas, y sus primeros juegos anuncian la fe­
rocidad de sus costumbres futuras, porque, provistos de armas proporciona­
das a su edad, los niñitos de la campaña se amenazan sin cesar, en sus
luchas, con mutilarse o degollarse.54
La cuestión de la crueldad hacia los animales nos acerca también a otra
dimensión: la de los animales domésticos, y en particular el ganado.
D’Orbigny entra con pasión en el tema, al que dedica varios párrafos. El
mundo ganadero deja huella en su ánimo aquel 30 de junio de 1827 en que
ve por primera vez un recuento y marca de reses en Rincón de Luna, cerca
de Corrientes, en medio del ruido infernal de seis mil cornúpetos amonto­
nados desde hacía dos días, sin comer, en el mismo lugar: “Los mugidos de
tantos animales, los gritos de los jinetes, todo me parecía novedoso, todo
era espectáculo para mí, mas mi satisfecha curiosidad no me libró de un
sentimiento de tristeza que me acosó durante toda la velada”.55
Los testimonios de esa abundancia nos confirman lo que para nosotros
es más que sabido, de modo que podemos omitirlos, y tal vez el tema de la
crueldad nos sea igualmente sabido, pero éste no lo pasaremos por alto.
Para D’Orbigny la explicación de la crueldad es económica, y está en que
la abundancia de animales es tal que han perdido todo su valor. El cuadro

53
Viaje, p. 524.
54
Viaje, p. 524.
55
Viaje, p. 162.

204
El naturalista frente a la historia y el historiador frente a la naturaleza

más impresionante de esta realidad es el que pergeña durante su visita a


unos saladeros cercanos a Río Negro en abril de 1829:

El europeo que contempla la explotación de un saladero no puede dejar de


impresionarse por la destreza y ferocidad de los peones, así como por la habili­
dad con que esquivan las cornadas de los toros, furiosos al ser enlazados, que se
debaten con fuerza extraordinaria cuando se acercan a sus hermanos ya muer­
tos en el lugar, saltando, coceando y haciendo correr al jinete, a cada instante,
un verdadero peligro; o de la vaca, separada a la fuerza de su ternero, y no vien­
do en quien la conduce más que un enemigo del que procura defenderse. El
espectador se estremece, a cada instante, del aspecto de esos hombres que,
rodeados de mil muertos, hacen un juego de la cólera del toro, así como de la
de la vaca, y de los peligros que afrontan sin cesar con la mayor sangre fría [...]
A menudo la dejan mucho tiempo revolverse en tierra, los jarretes cortados, y
se ríen de los berridos lastimosos que les arranca el dolor; la mutilan inútilmen­
te y la abandonan así, indefensa, a los enormes perros que, cuando ella muge,
le cogen la lengua y se la tiran con fuerza. Entonces los peones aplauden hasta
no terminar, y en círculo y cubiertos de sangre dejan que corra gota a gota, em­
briagándose con el espectáculo, que disfrutan por encima de todo [...]
Un hecho que sucedió más tarde en esa misma estancia prueba hasta qué
punto son poco sensibles a las angustias de los animales. Una vez terminada la
matanza de todos los animales, salvo los que no cumplieron el año, y temiendo
que éstos fueran robados por los indios enemigos, los encerraron en el corral,
donde, durante el tiempo que faltaba para matarlos, y con el propósito de
impedir el robo, a todos los desjarretaron y los dejaron en ese estado durante
varios días, antes de matarlos, medio de conservación que les parecía comple­
tamente natural.
Por la noche, los mugidos de los animales encerrados en el corral sin ali­
mento, a veces desde dos o tres días antes; de día, los berridos lastimosos de los
animales mutilados o que expiran bajo el hierro de sus verdugos, expresión de
rabia de los que tratan en vano de sustraerse a la muerte; y los gritos de los peo­
nes, que se oyen de lejos. ¡Y qué espectáculo si nos acercamos! Ocho o diez
hombres repugnantes de sangre, el cuchillo en mano, degollando, desollando o
carneando a los animales muertos o moribundos; sesenta a cien cadáveres en­
sangrentados tendidos en algunos centenares de pasos de extensión. Allí, un
toro que expira; aquí, un cuerpo aún intacto, pero inanimado, el esqueleto des­
carnado, los pedazos de carne dispersos; y todo eso en medio de los estallidos
de risa de los peones y de los gritos de las aves de rapiña atraídas por los despo­

205
Bernardo García Martínez

jos y volando encima de ellos, aguardando su turno o diputando a los perros las
partes que les abandonan.56

D’Orbigny observa que esos hombres son tan duros frente a los animales
como respecto a sí mismos y que se acuchillan en el rostro y se asesinan con
tanta sangre fría como si degollaran una vaca o una ternera y sin experi­
mentar el menor remordimiento. Gozan con los sufrimientos de su víctima
como si fuera una especie de compensación por los riesgos que les ha he­
cho correr. “¿Cómo pueden ser seres humanos hombres tan acostumbrados
a ver sufrir?”
La crueldad hacia los animales en sí puede o no constituir un tema de la
historia ambiental, pero indudablemente está ligada a la valoración de todo
aquello que no es humano y, por extensión, de la naturaleza misma. Dicho
tema, por lo demás, aparece en muchos de los viajeros europeos que reco­
rrieron diversas partes del continente americano. En un artículo sobre te­
mas ganaderos tuve ocasión de anotar algo al respecto, a propósito de
Robert Hardy, viajero inglés que recorrió el occidente de México en 1826
y se impresionó por el sufrimiento de los animales.57 No sé si se ha hecho
una apreciación más general del asunto. ¿Acaso las guerras de independen­
cia, que introdujeron episodios sangrientos en una sociedad que había sido
esencialmente pacífica durante varios siglos, habrían propiciado una actitud
más cruel hacia la vida? ¿Es una actitud intrínsecamente cultural, atribuible
a la filosofía cristiana que hace del hombre el rey de la creación? ¿Es un
asunto intrascendente?
Quiero recordar también que dije más arriba que el viaje de D’Orbigny
arroja infinidad de observaciones que adquieren para nosotros tanto más
interés cuanto más dispongamos de elementos para ubicarlas en un contex­
to. La breve descripción de la suerte de unas mulas, condensada en un pa­
saje del primer contacto de D’Orbigny con el mundo andino, nos da en una
pincelada el retrato de una época, una economía y una sociedad. Nos está

56
Viaje, pp. 833-834.
57
Lo comento en mi estudio “Ríos desbordados y pastizales secos: Un recorrido de contrastes
por los caminos ganaderos del siglo xviii novohispano”, en Estudios sobre historia y ambiente en
América, II. México, El Colegio de México/Instituto Panamericano de Geografía e Historia, 2002,
pp. 247-281.

206
El naturalista frente a la historia y el historiador frente a la naturaleza

narrando su salida de Tacna hacia el interior del Perú, camino a Bolivia, en


mayo de 1830:

Lanzado al galope en medio de ese mar de arena móvil [...] no vi más que nu­
merosos esqueletos de mulas y asnos, como testimonio de lo difícil del camino.
Los arrieros parten por lo general de tarde, marchan toda la noche y llegan al
día siguiente, hacia las nueve de la mañana: pero, obligados a hacer catorce le­
guas de un solo tirón, hollando una arena que se levanta en polvo salado bajo
sus pasos, las acémilas deben sufrir doblemente la fatiga y la sed. Por eso suce­
de a menudo que se paran, imposibilitadas de seguir caminando. Entonces los
arrieros, que llevan siempre algunas de recambio, las recargan y las abandonan
en el camino. A menudo el fresco las restablece y llegan poco a poco al valle de
Tacna, pero están fatigadas a tal punto por la mañana y dominadas por el calor
que difícilmente escapan a los picos acerados de los cóndores y auras, que
acompañan siempre al viajero para vivir de sus desperdicios. Esos animales,
cuando las ven acostadas, no las dejan descansar; les arrancan los ojos y apresu­
ran su muerte después de una vida llena de sufrimientos. Se encuentran tantos
de esos restos de animales por cuanto se conservan durante siglos, en medio de
la arena, con la piel tendida y seca sobre los huesos.58

No podemos dejar de pensar en la multitud de escenarios que D’Orbigny


ha puesto ante nuestros ojos. Hagamos un esfuerzo por imaginar todas jun­
tas al leer lo que escribió un día como hoy hace exactamente 179 años en
San Javier, cerca de Carmen de Patagones, haciendo una de sus no muy
frecuentes, pero tampoco raras, comparaciones con el ambiente europeo:

Si se comparan nuestros campos, donde apenas una alegre alondra osa mostrar­
se de tanto en tanto, donde el gorrión doméstico no se siente seguro, donde los
escasos pájaros que quedan están de continuo expuestos a los tiros del cazador,
si, digo, se comparan tales lugares con las regiones todavía salvajes, donde to­
dos los seres gozan de una libertad completa y pululan por millares, libres de
todo temor, se apreciará la influencia que tiene sobre la naturaleza y el aspecto
de un país, considerado desde el punto de vista de los animales que lo habitan,
la proximidad de los grandes centros de civilización. Es probable que esas aves,
hoy pacíficas habitantes de las zonas despobladas, se conviertan en fugitivas y

58
Viaje, pp. 1044-1045.

207
Bernardo García Martínez

tímidas, y hasta abandonen la comarca, cuando una importante población y una


civilización avanzada invadan las orillas, hoy todavía desiertas, del Río Negro.59

Si hay inconsistencias y contradicciones en el pensamiento de D’Orbigny,


donde se notan más es justamente a propósito de los animales. Tal vez esto
debe decirse no sólo de él, sino de hombres de muchos tiempos y lugares.
Algunas veces es fácil explicar y comprender esas contradicciones. Su na­
rración del encuentro con los rascones gigantes del Paraná en febrero de
1827 tiene un toque conmovedor:

De cuando en cuando se le veía salir de las matas y, sin recelo, pasearse tan
cerca de nuestro barco que, sin bajar, más de una vez le hice pagar muy cara su
inexperiencia o excesiva confianza en el hombre, cuya dominación tiránica aún
no había aprendido a temer en el fondo de aquellos despoblados.
“Pobres pájaros —me decía con frecuencia, al recoger del suelo ensangren­
tado la caza que en cierto modo se había ofrecido a mis disparos—, ¡pobres pája­
ros ! ¡Cuando la civilización haya invadido esta ribera salvaje ya no habréis de
recorrer con paso tan leve los meandros de vuestros pantanos! Vueltos más aris­
cos, ya no tendréis tranquilidad. Con demasiada razón, sospecharéis trampas y
peligros por todas partes y vuestros hábitos tan confiados cambiarán en razón del
avance de vuestros nuevos dueños por esta tierra donde aún imperáis”.60

Pero había una justificación suprema, incuestionable para un científico de


su época (o, tal vez, de cualquier época). Además, había que comer. Así,
D’Orbigny sale airoso del dilema de este modo: “De acuerdo a estas re­
flexiones, extrañará que tuviera valor para hacer fuego contra aquellos pací­
ficos pobladores de las riberas, pero es que aun haciendo abstracción del
interés científico no podía desperdiciar la oportunidad de sustituir los gro­
seros alimentos de nuestra despensa por carne tierna y delicada de una
pieza que se ponía a nuestro alcance”.61
Pero luego aparecen contradicciones más profundas. Uno de los párra­
fos más inspirados del Viaje a la América meridional de Alcide d’Orbigny
proviene de su remembranza de la matazón de pájaros que hizo en las yun­
gas bolivianas en agosto de 1830. Y se lee así:
59
Viaje, p. 854.
60
Viaje, p. 111.
61
Viaje, p. 111.

208
El naturalista frente a la historia y el historiador frente a la naturaleza

Cinco días seguidos el eco de los alrededores repitió los tiros de fusil que mis
hombres dirigían a la gente alada de esas montañas. Esos pobres pájaros, tan
confiados, que el indígena jamás molesta, aprendieron por primera vez a cono­
cer el miedo. Eran tan poco desconfiados, habían sufrido tan poco el efecto de
las armas, que, todos asombrados, los que eran respetados por el plomo mortal
permanecían todavía en el mismo lugar, sin huir del cazador.

Aquí introduce algunas de sus muchas observaciones de interés antropo­


lógico.
Muy diferente de los indios cazadores aun salvajes, el indio aymará deja desa­
rrollarse todo a su alrededor; se ocupa de los seres que lo rodean para proteger­
los y nunca para molestarlos. De ahí proviene la mayor familiaridad de los
pájaros de esas comarcas, que a menudo, a menos de un metro de distancia, se
creen en perfecta seguridad.
¡Que diferencia con nuestros países poblados, donde actualmente el más
pequeño pájaro huye del hombre tan pronto como lo ve, como el mayor enemi­
go de su descanso! Esa tranquilidad de los seres les permite multiplicarse de
tal manera que los campos, los jardines, los bosques, están repletos de un nú­
mero considerable de bandadas de diversas especies, viviendo cada uno a su
gusto, recorriendo incesantemente las montañas y hallando todos un alimento
abundante y fácil.62

Esas reflexiones no le impidieron pasar la tarde del 15 de septiembre de


1830, en Cañipata (camino de La Paz a Cochabamba), disparando desde la
ventana de su posada: “maté todos los que quise, tanto tórtolas como palo­
mas, que venían familiarmente a posarse en medio de la plaza pública”.63
El caso es que D’Orbigny aprende algunas cosas, y otras no. No en balde,
en los últimos días de su viaje y ya en camino de vuelta a Francia, en junio
de 1833 —más de seis años y medio más tarde—, hay algo en él que lo em­
puja a olvidarse de sus reflexiones y sus tristezas, o acaso algo se le ha conta­
giado del carácter cruel de los gauchos. Está frente al puerto peruano de
Islay a la vista de bandadas de petreles negros que oscurecen el horizonte.
Esas miríadas de seres vinieron a rodearnos cuando perseguían bancos de pe­
queñas sardinas y, con sus tonos sombríos, oscurecieron el mar en una exten­
62
Viaje, p. 1111.
63
Viaje, p. 1138.

209
Bernardo García Martínez

sión de media legua. Los pájaros bobos se zambullían a cual más y mejor por
millares [...] Cuando los bancos de sardinas llegaron a la rada, todas las aves los
siguieron; algunos tiros disparados al montón las abatieron en cantidad, sin que
las demás se alarmaran por la espantosa carnicería que yo hacía. Como torrente
desbordado, nada las detenía, y sólo abandonaron el sitio cuando los cardúme­
nes se alejaron.64

Tal vez no lo piensa sino después de haber disparado, o acaso piensa que
qué más da. Los animales simplemente se irán a otro lugar. D’Orbigny
tiene a veces arranques de honda cavilación, pero en el fondo (y eso que es
de suponerse que para entonces, con 31 años encima, ya ha madurado un
poco), aún vive en él un joven impetuoso y poco reflexivo que todavía tie­
ne mucho por aprender.
No puedo dejar de recordar la reflexión de D’Orbigny a propósito de
algo que lo movió profundamente y lo hizo elevar su voz ante el “espíritu
incendiario y de destrucción que acompaña al hombre” y se convierte en
una “pasión innata, dominante, ciega”, ensañada en quemar la llanura o el
bosque. O en matar pájaros. O en cortar las colas de las lagartijas o gastar
miles de dólares para cobrar una pieza de borrego cimarrón —con la justifi­
cación de que se escuda en un proyecto de cacería sustentable.
¿Acabó D’Orbigny desencantado, harto? ¿Sobrepasado por una realidad
tan compleja que sólo tratar de describirla en sus aspectos más externos lo
llevó a los lindes de la exasperación? ¿Desinteresado por algo que, en el
fondo, le importaba bien poco? ¿Incapaz de comprender y explicar más de
aquello de lo que logró averiguar algo? ¿O simplemente se mostró tal cual,
contradictorio, a veces seguro de sí mismo, a veces arrogante, a veces hu­
milde, reflexivo, inconsciente? La respuesta es que fue un poco de todo, y
de esto proviene el valor de lo que nos muestra y la mayor enseñanza que
podemos sacar de él.
El conocimiento científico de la época era deficiente y rudimentario en
la medida en que las disciplinas y sus teorías fundamentales apenas empe­
zaban a cobrar forma. Las deficiencias en el entendimiento de las cosas y
los fenómenos eran todavía muy grandes. Ciertamente, resulta sencillo cri­
ticar a D’Orbigny por lo que no entendió y por lo inconsistente y contradic­

64
Viaje, p. 1742.

210
El naturalista frente a la historia y el historiador frente a la naturaleza

torio que se nos muestra. Pero debemos pensarlo dos veces antes de
ponerlo en una perspectiva en la que damos por hecho que nuestras disci­
plinas y sus teorías fundamentales ya están definidas y las deficiencias en
nuestro entendimiento de las cosas y los fenómenos ya no son tan grandes.
Por el contrario, debemos mirarnos en un espejo y ver lo que nosotros no
entendemos y lo inconsistentes y contradictorios que podemos ser. La
comparación no es tan fuera de proporción como pudiera parecer.
D’Orbigny era un naturalista, que en nuestros días sería el equivalente a
ser cultivador de un enfoque multidisciplinario o de la historia ambiental, y
era explorador de frontera, lo que lo asimila a quienes están en cercanía con
territorios ignotos, como quienes han participado en este simposio desbro­
zando los linderos de la historia ambiental. Debemos conocer mejor al
D’Orbigny que sin saber o sabiendo llevamos dentro, para saber como di­
gerirlo con mayor provecho.

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