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Bernardo García Martínez
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El naturalista frente a la historia y el historiador frente a la naturaleza
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Se reeditó recientemente. Alcide D’Orbigny, L’homme américain, “Passage de témoin” de
Philippe de Laborde Pédelahore. Ginebra, Éditions Patiño, 2008. Una traducción al español, de
Alfredo Cepeda, apareció en Buenos Aires en 1944.
2
Añado aquí una información que no es tan conocida y de seguro sorprenderá a algunos, es
pecialmente a los que han homenajeado a ciertos personajes del medio académico sin haberlos
conocido bien. La Editorial Aguilar de Madrid publicó una edición más del Viaje en 1958 dentro
de una pretenciosa “Bibliotheca Indiana” sin identifcar al traductor ni hacer el reconocimiento
debido a la edición anterior. Responsable directo de esa falta de ética fue José Alcina Franch, ce
lebérrimo profesor de la Universidad de Madrid, quien presentó la edición, e implícitamete la
traducción, como suyas (puede constatarse en su currículum) y lo único que añadió fueron unas
notas muy superficiales (como la que establece, por ejemplo, que los tupíes son un “importante
grupo lingüístico de Sudamérica”). Parte de la responsabilidad por ese plagio toca también, desde
luego, al director de la “Bibliotheca”, Manuel Ballesteros y Gaibrois, de la misma Universidad, y
a la casa editorial.
3
Alcide D’Orbigny, Viaje a la América meridional: Brasil, República del Uruguay, República Ar-
gentina, La Patagonia, República de Chile, República de Bolivia, República del Perú, realizado de 1826 a
1833, traducción de Alfredo Cepeda, segunda edición revisada, La Paz, Plural Editores/Instituto
Francés de Estudios Andinos, 2002, 4 vols, paginación corrida. Las siguientes citas de pie de pá
gina se refieren a esta edición. Los capítulos correspondientes a Argentina se reeditaron en ese
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ca con otros que son recuento de verdaderas aventuras. Como hizo sus
recorridos poco tiempo después de las guerras de independencia (y de he
cho todavía lo alcanzaron los conflictos que mantenían enfrentados a Brasil
y las Provincias Unidas) tuvo un punto de referencia útil para considerar un
antes y un después, punto de referencia que aplicó a asuntos tan diversos
como la pesca de focas —sobre lo que volveré luego— las explotaciones
pecuarias, el corte de maderas y otros. Le tocó ver de cerca lo mismo un
frente de expansión agrícola y ganadero, como ocurrió en Corrientes, que la
frontera extrema frente a los patagones en el Río Negro, el entorno incierto
de lo que habían sido las misiones jesuitas de Chiquitos y Moxos, y el ám
bito deprimido del altiplano boliviano, en todos los cuales estaba a flor de
tierra esa casi evidente confrontación entre el antes y el después.
Si sabemos leer a D’Orbigny no nos resulta difícil extraer de sus líneas
elementos para ubicar sus observaciones en una perspectiva histórica. Voy
a referir algunas, tomadas al azar, como muestra y primera aproximación a
la materia que deseo presentar en esta conferencia.
Vaya un primer ejemplo para mostrar algo de los razonamientos de
D’Orbigny y de los temas en que nos va introduciendo. En una de las pri
meras jornadas de su viaje, en febrero de 1827, se pregunta si los árboles
frutales —naranjos, manzanos y sobre todo durazneros—, tan abundantes
en la desembocadura del Paraná, habían sido sembrados por los jesuitas o
por los viajeros. Y agrega literalmente que la versión más razonable es que
se debían a “carboneros y traficantes de madera que pasan parte del año
por las islas. Ninguna publicación señala en forma precisa la época en que
aquellos montes se comenzaron a poblar con durazneros, pero según las
tradiciones verbales creo poder fijar a mediados del siglo xviii la del co
mienzo de su explotación”.4 Más tarde hallará frutales en otras partes y
ofrecerá las explicaciones pertinentes, que variarán según el caso. Hasta
aquí no nos dice todavía ni más ni menos que lo que recogen las historias
locales y otros observadores. Obviamente, no todo lo que refiere D’Orbigny
es como para sorprenderse, pero, como diríamos en nuestro lenguaje ac
tual, da sus primeros pasos en la dirección correcta.
4
Viaje, pp. 101-102.
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Por todas partes se veía, entonces, hasta en los lugares más agrestes, obreros sin
otro alojamiento que las ramadas que despojaban la orilla del monte de su me
jor ornamento, ocupados sin descanso en derribar esos hermosos árboles, sacar
les la corteza y ponerla a secar para luego despacharla en carretas a Corrientes.
El precio de esta corteza aumentó a medida que se hizo difícil obtenerla [...]
Todos los grandes propietarios de Itatí y sus alrededores se extendían [...] poco
a poco, por la orilla del Paraná, hasta Misiones, derribando y destruyendo los
curupay por todas partes.7
Luego, pasando del reino vegetal al animal, un cuarto ejemplo nos acerca al
tema de los monos aulladores o carayá, buscados por su hermosa piel, y el
5
Viaje, p. 139.
6
Viaje, p. 185.
7
Viaje, pp. 209-210.
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Pero vayamos más allá de los hechos concretos, porque lo que con más in
terés debemos rescatar de las líneas referidas es que, sin proponérselo, nos
dejan testimonio de la agresividad de una frontera de penetración. Y enton
ces 1827 no nos resulta tan diferente de 2007. Los hechos concretos pue
den no repetirse, pero el fenómeno es de larga duración por más que con el
paso del tiempo haya adquirido otras formas y dimensiones. Para entender
esto no hay que leer a D’Orbigny bajo la óptica de lo regional sino con una
perspectiva más amplia en mente, y es aquí donde entra su significado para
la historia ambiental en tanto que disciplina.
Si estas lecturas nos permiten descubrir cambios y permanencias, tam
bién nos permiten percibir algo inherente a toda historia: movimiento. No
es que las narraciones de D’Orbigny sean particularmente ágiles, pero
como buen naturalista debe prestar atención al espacio y eso lo lleva a ha
cer una especie de geografía histórica, en la que el movimiento es esencial,
lo cual le añade otro punto de contacto con la historia ambiental.
Leamos por ejemplo qué nos dice cuando le toca el turno al ganado ci
marrón de la provincia de Entre Ríos. Se trata de los descendientes de los
animales abandonados en la época de las conquistas. Nos enteramos de
que los caballos salvajes o baguales que cubrían las llanuras fueron atacados
por los pobladores, movidos por la miseria que los afligió después de las
guerras, aunque también porque, al parecer, atraían al ganado doméstico.
8
Viaje, p. 356.
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9
Viaje, pp. 438-439.
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Son muchas las veces que le toca presenciar espectáculos de esta naturale
za, tanto en las riberas de Paraná como en las del Río Negro, en las pampas
y, algo diferentes, en las selvas y tierras altas bolivianas. No nos engaña
mos, pues ya se sabe que D’Orbigny se tomó la libertad de hacer suyas las
observaciones de algunos de sus asociados o ayudantes, como François
Rosssignon y Narcisse Parchappe, que fue quien realmente vio la escena
referida. (La historiadora boliviana Carmen Beatriz Loza ha llamado la
atención sobre el injusto olvido en que el ilustre naturalista condenó a sus
colaboradores.) Pero esto no hace menos interesante el fenómeno obser
vado, como tampoco el siguiente, este sí presenciado en persona por
D’Orbigny, quien se muestra impresionado por el fuego desde que descu
bre las diversiones de los marineros de agua dulce que navegan por el Para
ná en 1827. Éstos se entretienen en incendiar las islas formadas por troncos
y lamas en medio de la corriente:11
10
Viaje, pp. 623-624.
11
Viaje, p. 109.
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Cuántas veces habré visto a mis indios en sus florestas y a mis marineros en sus
lugares civilizados, como niños grandes, aun tras el largo y penoso trabajo del
día, en vez de entregarse al descanso, preparar grandes piras para encender
hogueras inmensas o aumentar su fatiga quemando el campo, y esto sin prever
ni esperar ningún beneficio: ¡sin otro placer que el de ver las llamas luciendo
en el aire! Y no se crea que dichos fuegos tienen aunque sea por objeto espan
tar los jaguares. Se los hace asimismo en lugares donde no se encuentran estos
animales y, por otra parte, la generalidad de las naciones americanas no cree en
la eficacia de esas precauciones [...] De ninguna manera el incendio constituye
para ellos una necesidad, salvo cuando hay que renovar los pastos; pero siem
pre es una diversión.
He de confesar que yo mismo, tan niño como ellos, gozaba viendo los alre
dedores iluminados por aquellos brillantes fenómenos tan fáciles de provocar
junto a los grandes ríos americanos, que reúnen todos los elementos de com
bustión y los amontonan como para facilitar la acción del viajero.12
12
Viaje, pp. 196-197.
13
Viaje, pp. 234-235.
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plantas incendiadas, y sólo los esteros detenían las llamas que un viento
impetuoso diseminaba por toda la zona en menos que nada”.14
Estos comentarios de D’Orbigny nos hacen levantar una ceja. Es evi
dente que ignora la función ecológica del fuego en las praderas húmedas
y no está en condiciones de evaluar el complejo triángulo de relaciones
ecológicas que se forma entre pastos, ganadería y fuego, en el cual el man
tenimiento de un equilibrio es de crucial importancia. Esto lo lleva a co
mentarios que pueden estar mal fundados por ser reflejo de la cultura
europea del fuego. Las limitaciones de la perspectiva europea ya han sido
criticadas por historiadores del fuego como Stephen Pyne y Warren Dean,
especialmente a propósito de los naturalistas que presenciaron y criticaron
las queimadas brasileñas. Éstas estaban insertas en un manejo ambiental
diferente, que por ser familiar para todos nosotros no necesita explicación.
Pero no sería del todo justo descalificar completamente a D’Orbigny en
razón de su ignorancia, porque después de todo está presenciando un mo
mento de quiebre en el que, en muchos sitios, se está pasando por una
etapa de desequilibrio. El propio Pyne, aunque no se ha ocupado casi nada
de Sudamérica, y Alfred Crosby, que se enfoca en el siglo xvi, nos ayudan
a ver que el ganado ayudó a expandir ciertos tipos de pastos muy agresivos
que se combinaron con los desechos de las reses para cambiar radicalmente
las proporciones y las consecuencias del fuego. No está fuera de lugar pon
derar la pertinencia del saber nativo frente a la ignorancia europea, pero
cuidemos que ello no nos impida encontrar elementos para reconstruir una
imagen más precisa de lo que ocurría en un momento dado.
Un año después, en enero de 1829, D’Orbigny está ya lejos y en otro
ambiente, en camino a Carmen de Patagones. Ahí nos refiere otra de sus
experiencias con el fuego, diferente en sus circunstancias pero igual en sus
resultados últimos.
Mientras comíamos, el viento, que soplaba con fuerza, hizo volar chispas de
nuestro fuego sobre los zarzales vecinos. En un instante el campo se incendió,
lo que nos obligó a abandonar la orilla sur para ir a buscar, en otra parte, un al
bergue para la noche [...] Nos disponíamos a acostarnos cuando el aspecto de
las llamas de la campaña del lado opuesto —que como un torrente de fuego se
14
Viaje, p. 274.
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extendían en una extensión inmensa invadiendo todo el suelo con una rapidez
extrema y ofreciendo, en medio de una hermosa noche, un espectáculo singu
lar— decidió a mis compañeros de viaje [...] a poner fuego a una cierta distancia
[...] del lugar donde estábamos para gozar más de cerca del espectáculo. La
propuesta fue acepada y, en menos de nada, los alrededores quedaron incen
diados y las chispas, que saltaban de una mata seca a otra, se extendían con una
rapidez asombrosa [...] Luego pasamos a un islote poco alejado, desde donde
vimos, dos minutos después, consumirse por completo el lugar donde había
mos vivaqueado.15
15
Viaje, pp. 727-728.
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disponer de la madera como le plazca”.16 Más tarde nos hablará de los car
boneros de las islas del Titicaca.17 Quiero creer que hay estudios que no
conozco, pero me atrevo a asegurar que pocas veces se tiene presente la
dimensión de historia ambiental que brinda, como botón de muestra, la
narrativa de D’Orbigny.
Todavía queda por extraer de ésta, sin embargo, sus comentarios sobre
las regiones de Chiquitos y Moxos, donde también observa la misma cos
tumbre de incendiar los pastos, a lo que añade el agravante de que se com
bina con la deforestación.
El efecto de los incendios es tan notorio que [salvo por] aquellos árboles gigan
tescos que cubren los sitios apartados de las misiones, actualmente no se ve
más que árboles raquíticos y una vegetación empobrecida junto a los lugares
habitados, que día a día ralea. No hay duda de que si la administración no
adopta severas medidas de represión, con criterio de conservación, esta cos
tumbre amenaza con una verdadera catástrofe para el futuro.18
16
Viaje, p. 103.
17
Viaje, p. 1698.
18
Viaje, p. 1301.
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bría, y experimenté un verdadero placer al ver esas oleadas de fuego que des
cendían de lo alto de las montañas a las quebradas, donde encontraban más
alimento; parecían entonces corrientes de lava que corrían con lentitud del
cráter de un volcán. De acuerdo con la naturaleza del combustible, las llamas
cambian de color, de violencia y de forma, y toman, a cada instante, un aspecto
nuevo. La viva luz que expanden por las montañas se extiende a lo lejos, a
menudo hasta las cumbres nevadas, que se ven surgir, de tanto en tanto, en
medio de una espesa nube de humo cuando el viento la disipa. Es entonces
que la luz avanza hacia la llanura y aclara una parte, dejando la otra sumergida
en tinieblas muy espesas.19
19
Viaje, p. 1152.
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es difícil concebir cómo los españoles no trataron de plantar allí árboles euro
peos. Las diferentes zonas de humedad de los terrenos ofrecen todos los ele
mentos necesarios para la propagación de varios de nuestros pinos, álamos y
hayas, con lo que dentro de unos veinte años esos parajes, hoy tristes y monó
tonos, se cubrirían de selvas y presentaría el aspecto de esos valles tan lindos
de Suiza y de los Pirineos.
Esperemos que el gobierno boliviano no siga descuidando esta importante
rama de sus recursos futuros, y que, por ende, ha de verse a todas las regiones
altas de la república cambiar de forma y sufrir una completa metamorfosis.21
20
Viaje, p. 1648.
21
Viaje, p. 1646.
191
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Aquí, sin embargo, su fantasía está mejor fundada que en el altiplano boli
viano y tiene el precedente de los manzanos de la vertiente oriental de los
Andes, los naranjos del Paraná y los exitosos bosques de durazno de este
mismo lugar, el Río de la Plata y los ya abandonados de las misiones de Chi
22
Viaje, p. 1734.
23
Viaje, p. 1152.
24
Viaje, p. 901.
25
Viaje, p. 990.
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Los arroyos [...] y sobre todo los numerosos afluentes del río San Rafael [...]
presentan diferencias de nivel que, por la fuerza motriz que suponen, permiti
26
Viaje, p. 992.
27
Viaje, p. 640.
28
Viaje, pp. 209-210.
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Otro paso fundamental para el logro de esa utopía industrial sería estable
cer la navegación por los grandes ríos. Las citadas provincias se convertirán
en el centro de operaciones comerciales de gran escala destinadas a aprove
char las riquezas, “hasta hoy inútiles”,31 de esta parte del continente: made
ras de ebanistería y de tinturas, aceites de coco y de ricino, goma elástica,
bálsamo de copahu, resina copal, cacao, café, arroz, seda, soda, potasa, etc.32
Aquí nos topamos con apreciaciones cuestionables, aunque comprensibles
en un hombre como D’Orbigny.
Por un lado, Chiquitos podría exportar a Europa por los ríos Paraguay y Plata y,
por otro, por los ríos Madeira y Amazonas. Cuando se meditan las inmensas
ventajas que obtendría el comercio de esas grandes vías de comunicación,
aprovechando los variados productos del suelo más fértil del mundo, uno se
asombra de que los gobiernos europeos, con el fin de servir a la humanidad y
tratando de crearse una salida para su exceso de población [...] no hayan esta
blecido esa red de navegación interior cuyas ventajas son tan positivas. La na
vegación del Plata, del Amazonas y de todos sus afluentes sería sin duda una
fuente inagotable de riqueza para Europa, la cual, uniéndose a Bolivia —dis
puesta a sacrificarlo todo a este resultado— querría intentar esta empresa gran
de y hermosa, tan digna de un siglo de progreso.33
29
Viaje, p. 1415.
30
Viaje, p. 1588.
31
Viaje, p. 1592.
32
Viaje, p. 1417.
33
Viaje, p. 1419.
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34
Viaje, p. 1417.
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En cuanto el cazador divisa una bandada de cigüeñas, patos o aun pájaros aisla
dos, corre hacia ellos haciendo girar las bolas sobre su cabeza y lanzándolas so
bre la pieza, cuyas alas enlazan por efecto del impulso recibido, en forma que
el pobre animal, detenido en su vuelo, cae a tierra, donde lo atrapa el cazador.
En estas regiones, donde la caza es tan abundante, la población se la procura
con facilidad, pero en cuanto se haya difundido el uso del fusil no hay duda de
que los pájaros se volverán salvajes, y este tipo de caza caerá en desuso por falta
de ocasión para practicarlo.36
Aun antes del fusil los resultados no parecen haber sido muy diferentes.
Los jaguares vieron muy disminuida su población en 1831 cuando el go
bernador de la provincia de Chiquitos empleó a cazadores indígenas en
una campaña para exterminarlos, de la que obtuvo al menos 150 pieles, y
35
Viaje, p. 536.
36
Viaje, pp. 147-148.
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[Los aucas sorprenden al amanecer a los animales que todavía están] dormidos
o que esperan, para pastar, a que el rocío se haya disipado. A veces forman dos o
tres líneas concéntricas, de manera que el animal que escapa a los cazadores de
la primera cae infaliblemente bajo los golpes de la segunda. Se comprende que
semejante sistema de caza despuebla pronto una comarca y que la tribu se ve
obligada poco después a levantar campamento para ir a buscar fortuna en otra
parte. La que acabábamos de encontrar hacía entonces provisiones para varias
semanas.39
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que sería muy útil hacer más estudios sobre la historia de la caza en Améri
ca Latina) es que tienen algo en común, que es la indicación de que, fuese
por un medio o por otro, fuese con estos o aquellos motivos, fuese debido a
tales o cuales responsables, el panorama de la vida animal estaba viviendo
una alteración considerable y las muestras de aniquilamiento no eran raras.
En este juego a veces entraban intermediarios, como en varios reductos
cercanos a Carmen —las llamadas Península de los Jabalíes, Isla de las Ga
mas e Isla de los Chanchos—, donde no había ni jabalíes (en realidad se
trataba de pecaríes), ni gamos (ciervos), ni chanchos (puercos), pero que
tomaban el nombre del hecho de que los hubo hasta que los pescadores
dejaron en esos lugares perros que se los comieron (para luego morir ellos
también) o hasta que una marejada (y aquí, por excepción, no se trata de
una consecuencia de la acción del hombre) se los llevó a todos.40
D’Orbigny se impresiona particularmente con la caza de pinnípedos
(otarios o lobos marinos y fócidos o elefantes marinos), tal vez porque sus
efectos son los más inmediatamente perceptibles y mensurables. No es de
extrañar que el tema conserve actualidad y que los estudiosos modernos de
las ciencias biológicas sigan recurriendo a sus observaciones. De hecho, la
primera que él hace respecto de animales en América es durante su breve
estancia en Uruguay, en noviembre de 1826. Primero se topa con diez mil
pieles de lobo marino almacenadas en Maldonado, que llevan ahí dos años
por falta de salida,41 y a la primera oportunidad va a su lugar de origen, la Isla
de Lobos. Ahí anota que los españoles reglamentaban la pesca y la isla esta
ba deshabitada, pero que después un brasileño se estableció allí para la ex
plotación. Anota también que ya se producían quejas por la disminución de
los animales, y que éstos seguramente estarían formando colonias más se
guras en el litoral de la Patagonia. Isla de Lobos, por fortuna, habría de vivir
mejores tiempos y hoy es una reserva natural razonablemente protegida.
Ya instalado en la Patagonia, a partir de enero de 1829, D’Orbigny pue
de ver el panorama más de cerca y cuenta con información que le permite
saber que las tropillas de lobos marinos cubrían las costas desde la desem
bocadura el Plata hacia el sur y que eran particularmente abundantes en
40
Viaje, pp. 713, 718, 725, 730.
41
Viaje, p. 62.
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Punta Rasa y en las islas de Bahía Blanca y San Blas, donde “el suelo de
ciertas partes estaba completamente cubierto”.42 Sus observaciones le per
miten desarrollar un examen bastante pormenorizado de la explotación de
los lobos marinos, en el cual el punto más débil es la falta de identificación
de las fuentes en que se basó. Referir el detalle de los datos que nos da
sobre la caza y extracción del aceite estaría fuera de lugar en esta conferen
cia, aparte de que no dirán nada nuevo al mejor conocedor de estos temas,
y en todo caso quede esto como una invitación a leerlos, pero sí vale la pena
referir el contexto general.
D’Orbigny hace el cálculo de que cada año después de la independen
cia se mató a más de cuarenta mil elefantes marinos, y en Carmen de Pata
gones se le informó que las pieles recogidas tan sólo en ese lugar se
contaban entre quince y veinte mil.43 Norteamericanos, ingleses y france
ses invadieron un espacio que España apenas había podido defender y
Buenos Aires menos. “Había rivalidad entre las distintas naciones. Cada
una quería conseguir el máximo; se mataron, sin discriminación, las hem
bras preñadas y los pequeños, y la carnicería fue enorme. Se levantaron
hornos en muchos puntos de la costa y en las islas, señalando la propiedad
de cada navío, que, ordinariamente, dejaba el suyo, con la intención de re
gresar al año siguiente”.44 Habiendo agotado primero los fócidos o elefan
tes marinos, se abalanzaron sobre los otarios. Una nave norteamericana
ancló en el Río Negro en 1821 y arrasó con los animales de los alrededores
en dos meses.45 D’Orbigny habla del fallido intento del gobierno de Bue
nos Aires por establecer un control, remedio que llegó tarde y cuando el
mal era irreparable. Una ordenanza de prohibición de pesca por cinco años,
expedida en 1823, no pudo hacer que las focas regresaran sino a contados
sitios. Y, además, no sólo los extranjeros participaban del botín:
Los pobres lobos marinos, hasta ese momento pacíficos poseedores de las cos
tas, fueron desde entonces objeto de la codicia de los pescadores. Los gauchos
de la Patagonia se dedicaron a su comercio, y todos los animales que vivían en
42
Viaje, p. 743.
43
Viaje, pp. 823-824.
44
Viaje, p. 744.
45
Viaje, p. 823.
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la desembocadura del río se retiraron cada vez más hacia el sur. Para perseguir
los, se siguieron las costas hasta la ensenada de Ros, en la cual se los acosó hacia
1822 y 1823, lo que los obligó a retirarse del extremo norte de la bahía hacia el
del sur, donde se replegaron todavía hasta los acantilados del lugar donde los
hallé porque los habitantes de Carmen hacían diariamente expediciones por
tierra.46
De esta cacería masiva D’Orbigny ya sólo vio los hornos en la pequeña Isla
de las Gamas y en la desembocadura del Río Negro, abandonados, con sus
calderas de hierro,47 testimonio de que la producción anual de aceite ya
sólo era de 18 toneladas, cuando había sido de 50 o 60 en la época colonial
—y, claro, de más de dos mil en tiempos de la mayor explotación—. Pero,
al final de todo, D’Orbigny llega a conclusiones que nos resultan un poco
ambiguas:
200
El naturalista frente a la historia y el historiador frente a la naturaleza
Estos animales, antes tan numerosos, hoy han disminuido mucho y terminarán
por desaparecer del todo. Nada puede ocultarlos en medio de esas vastas me
setas. Desde que el comercio puso precio a su hermosa piel se hace una caza
regular en el despoblado de las mesetas de las cordilleras, en el espacio com
prendido entre las provincias argentinas y el Perú. Pero los especuladores, me
nos previsores que los antiguos incas, no se contentan con esquilarlas para
tener su lana; las matan y las despedazan, vendiendo su piel con su parte inte
50
Viaje, p. 268.
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rior. Los españoles, y actualmente los especuladores, hicieron y hacen una ca
cería más fácil [que la muy reglamentada que acostumbraban los incas, de la
cual hay una descripción] [...] Trazan un vasto círculo con pequeños postes fi
jados en tierra de tanto en tanto, y a los cuales atan, a medio metro sobre el
suelo, una cuerda de lana, de manera de formar un cerco cuya entrada presenta
un vasto embudo formado de hilos. Muchos indios persiguen a las vicuñas en
dirección a la embocadura; luego las obligan a entrar presionando tras ellas. Los
pobres animales son tan tímidos que no franquean esa débil barrera y se dejan
matar antes de romper el hilo o saltar por encima; pero si, entre las vicuñas, hay
un guanaco, éste, más hábil, rompe la barrera y las vicuñas lo siguen en segui
da. Por eso hay que tener el mayor cuidado en matar a tiros de fusil o cazar a los
guanacos, cuya presencia destruiría la esperanza del cazador.51
51
Viaje, pp. 1062-1063.
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Por mucho que cuestione los métodos o los resultados de las cacerías,
D’Orbigny no deja de relamerse con las prospectivas mercantiles de una
extracción de dimensiones industriales. Así, al proponer arbitrios para el
progreso de la provincia más norteña del Departamento de la Paz (que no
visitó personalmente), propone una pesquería que pueda alimentar el co
mercio exterior y el del altiplano con pescado solo o salado. Esto se combi
na bien con sus recomendaciones para la apertura de caminos y el
acondicionamiento de los ríos para la navegación. Hasta aquí puede enten
derse la propuesta como algo más o menos razonable dentro de su línea de
pensamiento. Pero luego espeta lo siguiente, que nos hace ver que
D’Orbigny es poco congruente cuando de animales se trata, o que por ver
los árboles pierde la visión del bosque:
Los huevos de tortuga del Beni, mediante la preparación que se usa en las
márgenes del Orinoco, darían excelente manteca de tortuga, uno de los ele
mentos de la cocina de los indios. La caza de animales dotados de una hermosa
piel, como los monos aulladores (marimonos) negros o rojos, no dejaría de te
ner sus ventajas, lo mismo que la conservación de los cueros de tapir, que, bien
curtidos, dan los mejores arreos para carruajes, o bien los cueros de ciervos, con
los que se hacen esas pieles de ante que en Europa transforman ya sea en
guantes muy solicitados, ya sea en calzados muy flexibles.52
52
Viaje, pp. 1734-1735.
203
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53
Viaje, p. 524.
54
Viaje, p. 524.
55
Viaje, p. 162.
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jos y volando encima de ellos, aguardando su turno o diputando a los perros las
partes que les abandonan.56
D’Orbigny observa que esos hombres son tan duros frente a los animales
como respecto a sí mismos y que se acuchillan en el rostro y se asesinan con
tanta sangre fría como si degollaran una vaca o una ternera y sin experi
mentar el menor remordimiento. Gozan con los sufrimientos de su víctima
como si fuera una especie de compensación por los riesgos que les ha he
cho correr. “¿Cómo pueden ser seres humanos hombres tan acostumbrados
a ver sufrir?”
La crueldad hacia los animales en sí puede o no constituir un tema de la
historia ambiental, pero indudablemente está ligada a la valoración de todo
aquello que no es humano y, por extensión, de la naturaleza misma. Dicho
tema, por lo demás, aparece en muchos de los viajeros europeos que reco
rrieron diversas partes del continente americano. En un artículo sobre te
mas ganaderos tuve ocasión de anotar algo al respecto, a propósito de
Robert Hardy, viajero inglés que recorrió el occidente de México en 1826
y se impresionó por el sufrimiento de los animales.57 No sé si se ha hecho
una apreciación más general del asunto. ¿Acaso las guerras de independen
cia, que introdujeron episodios sangrientos en una sociedad que había sido
esencialmente pacífica durante varios siglos, habrían propiciado una actitud
más cruel hacia la vida? ¿Es una actitud intrínsecamente cultural, atribuible
a la filosofía cristiana que hace del hombre el rey de la creación? ¿Es un
asunto intrascendente?
Quiero recordar también que dije más arriba que el viaje de D’Orbigny
arroja infinidad de observaciones que adquieren para nosotros tanto más
interés cuanto más dispongamos de elementos para ubicarlas en un contex
to. La breve descripción de la suerte de unas mulas, condensada en un pa
saje del primer contacto de D’Orbigny con el mundo andino, nos da en una
pincelada el retrato de una época, una economía y una sociedad. Nos está
56
Viaje, pp. 833-834.
57
Lo comento en mi estudio “Ríos desbordados y pastizales secos: Un recorrido de contrastes
por los caminos ganaderos del siglo xviii novohispano”, en Estudios sobre historia y ambiente en
América, II. México, El Colegio de México/Instituto Panamericano de Geografía e Historia, 2002,
pp. 247-281.
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El naturalista frente a la historia y el historiador frente a la naturaleza
Lanzado al galope en medio de ese mar de arena móvil [...] no vi más que nu
merosos esqueletos de mulas y asnos, como testimonio de lo difícil del camino.
Los arrieros parten por lo general de tarde, marchan toda la noche y llegan al
día siguiente, hacia las nueve de la mañana: pero, obligados a hacer catorce le
guas de un solo tirón, hollando una arena que se levanta en polvo salado bajo
sus pasos, las acémilas deben sufrir doblemente la fatiga y la sed. Por eso suce
de a menudo que se paran, imposibilitadas de seguir caminando. Entonces los
arrieros, que llevan siempre algunas de recambio, las recargan y las abandonan
en el camino. A menudo el fresco las restablece y llegan poco a poco al valle de
Tacna, pero están fatigadas a tal punto por la mañana y dominadas por el calor
que difícilmente escapan a los picos acerados de los cóndores y auras, que
acompañan siempre al viajero para vivir de sus desperdicios. Esos animales,
cuando las ven acostadas, no las dejan descansar; les arrancan los ojos y apresu
ran su muerte después de una vida llena de sufrimientos. Se encuentran tantos
de esos restos de animales por cuanto se conservan durante siglos, en medio de
la arena, con la piel tendida y seca sobre los huesos.58
Si se comparan nuestros campos, donde apenas una alegre alondra osa mostrar
se de tanto en tanto, donde el gorrión doméstico no se siente seguro, donde los
escasos pájaros que quedan están de continuo expuestos a los tiros del cazador,
si, digo, se comparan tales lugares con las regiones todavía salvajes, donde to
dos los seres gozan de una libertad completa y pululan por millares, libres de
todo temor, se apreciará la influencia que tiene sobre la naturaleza y el aspecto
de un país, considerado desde el punto de vista de los animales que lo habitan,
la proximidad de los grandes centros de civilización. Es probable que esas aves,
hoy pacíficas habitantes de las zonas despobladas, se conviertan en fugitivas y
58
Viaje, pp. 1044-1045.
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Bernardo García Martínez
De cuando en cuando se le veía salir de las matas y, sin recelo, pasearse tan
cerca de nuestro barco que, sin bajar, más de una vez le hice pagar muy cara su
inexperiencia o excesiva confianza en el hombre, cuya dominación tiránica aún
no había aprendido a temer en el fondo de aquellos despoblados.
“Pobres pájaros —me decía con frecuencia, al recoger del suelo ensangren
tado la caza que en cierto modo se había ofrecido a mis disparos—, ¡pobres pája
ros ! ¡Cuando la civilización haya invadido esta ribera salvaje ya no habréis de
recorrer con paso tan leve los meandros de vuestros pantanos! Vueltos más aris
cos, ya no tendréis tranquilidad. Con demasiada razón, sospecharéis trampas y
peligros por todas partes y vuestros hábitos tan confiados cambiarán en razón del
avance de vuestros nuevos dueños por esta tierra donde aún imperáis”.60
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El naturalista frente a la historia y el historiador frente a la naturaleza
Cinco días seguidos el eco de los alrededores repitió los tiros de fusil que mis
hombres dirigían a la gente alada de esas montañas. Esos pobres pájaros, tan
confiados, que el indígena jamás molesta, aprendieron por primera vez a cono
cer el miedo. Eran tan poco desconfiados, habían sufrido tan poco el efecto de
las armas, que, todos asombrados, los que eran respetados por el plomo mortal
permanecían todavía en el mismo lugar, sin huir del cazador.
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Bernardo García Martínez
sión de media legua. Los pájaros bobos se zambullían a cual más y mejor por
millares [...] Cuando los bancos de sardinas llegaron a la rada, todas las aves los
siguieron; algunos tiros disparados al montón las abatieron en cantidad, sin que
las demás se alarmaran por la espantosa carnicería que yo hacía. Como torrente
desbordado, nada las detenía, y sólo abandonaron el sitio cuando los cardúme
nes se alejaron.64
Tal vez no lo piensa sino después de haber disparado, o acaso piensa que
qué más da. Los animales simplemente se irán a otro lugar. D’Orbigny
tiene a veces arranques de honda cavilación, pero en el fondo (y eso que es
de suponerse que para entonces, con 31 años encima, ya ha madurado un
poco), aún vive en él un joven impetuoso y poco reflexivo que todavía tie
ne mucho por aprender.
No puedo dejar de recordar la reflexión de D’Orbigny a propósito de
algo que lo movió profundamente y lo hizo elevar su voz ante el “espíritu
incendiario y de destrucción que acompaña al hombre” y se convierte en
una “pasión innata, dominante, ciega”, ensañada en quemar la llanura o el
bosque. O en matar pájaros. O en cortar las colas de las lagartijas o gastar
miles de dólares para cobrar una pieza de borrego cimarrón —con la justifi
cación de que se escuda en un proyecto de cacería sustentable.
¿Acabó D’Orbigny desencantado, harto? ¿Sobrepasado por una realidad
tan compleja que sólo tratar de describirla en sus aspectos más externos lo
llevó a los lindes de la exasperación? ¿Desinteresado por algo que, en el
fondo, le importaba bien poco? ¿Incapaz de comprender y explicar más de
aquello de lo que logró averiguar algo? ¿O simplemente se mostró tal cual,
contradictorio, a veces seguro de sí mismo, a veces arrogante, a veces hu
milde, reflexivo, inconsciente? La respuesta es que fue un poco de todo, y
de esto proviene el valor de lo que nos muestra y la mayor enseñanza que
podemos sacar de él.
El conocimiento científico de la época era deficiente y rudimentario en
la medida en que las disciplinas y sus teorías fundamentales apenas empe
zaban a cobrar forma. Las deficiencias en el entendimiento de las cosas y
los fenómenos eran todavía muy grandes. Ciertamente, resulta sencillo cri
ticar a D’Orbigny por lo que no entendió y por lo inconsistente y contradic
64
Viaje, p. 1742.
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El naturalista frente a la historia y el historiador frente a la naturaleza
torio que se nos muestra. Pero debemos pensarlo dos veces antes de
ponerlo en una perspectiva en la que damos por hecho que nuestras disci
plinas y sus teorías fundamentales ya están definidas y las deficiencias en
nuestro entendimiento de las cosas y los fenómenos ya no son tan grandes.
Por el contrario, debemos mirarnos en un espejo y ver lo que nosotros no
entendemos y lo inconsistentes y contradictorios que podemos ser. La
comparación no es tan fuera de proporción como pudiera parecer.
D’Orbigny era un naturalista, que en nuestros días sería el equivalente a
ser cultivador de un enfoque multidisciplinario o de la historia ambiental, y
era explorador de frontera, lo que lo asimila a quienes están en cercanía con
territorios ignotos, como quienes han participado en este simposio desbro
zando los linderos de la historia ambiental. Debemos conocer mejor al
D’Orbigny que sin saber o sabiendo llevamos dentro, para saber como di
gerirlo con mayor provecho.
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