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Una y Mil Noches de Sherezada - Ana María Shua
Una y Mil Noches de Sherezada - Ana María Shua
com
© 2014, ANA MARÍA SHUA
© 2014, EDICIONES SANTILLANA S.A.
© De esta edición:
2015, EDICIONES SANTILLANA S.A.
Av. Leandro N. Alem 720 (C1001AAP)
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina
ISBN: 978-950-46-6163-4
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en Argentina. Printed in Argentina.
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o
transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico,
fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la
editorial.
Una y mil noches
de Sherezada
Ana María Shua
Ilustraciones de Fernando Falcone
Índice
Hace trescientos años, el mundo era muchísimo más grande. Los barcos a
vela cruzaban los mares empujados por el viento. Por tierra, nadie podía viajar
más rápido que sus caballos. Y esa era la velocidad a la que llegaban las noticias.
Todo quedaba lejísimos. Para Europa, los países orientales estaban del otro lado
de ese mundo inmenso.
Fue entonces cuando un arqueólogo francés, Antoine Galland, publicó por
primera vez un libro llamado Las mil y una noches, que había traducido de un
antiguo manuscrito árabe. Europa entera se enamoró de ese libro asombroso,
donde convivían sultanes y pescadores, sastres y califas, genios y mercaderes; un
libro donde había magia y maravillas pero también gente común que vivía su
vida cotidiana en los países del misterioso Oriente.
Algunos cuentos no estaban en el manuscrito en árabe que utilizó Galland,
y durante un tiempo lo acusaron de haberlos inventado. Él aseguraba que se los
había escuchado a un hombre que vivía de contar historias en Alepo, una ciudad
de Siria. Con los años fueron apareciendo otras versiones y manuscritos
originales de Las mil y una noches, hubo muchas otras traducciones directamente
del árabe a distintos idiomas, y se descubrió que Simbad el Marino, Alí Babá y
Aladino no eran creación de Galland, sino historias tan orientales y tan antiguas
como las demás.
Las mil y una noches es una colección de cuentos, que están enmarcados en
una historia general. Condenada a muerte, la bella Sherezada consigue salvar su
vida cada noche contando un cuento que interrumpe a la hora de la ejecución.
Para saber cómo termina el cuento, el sultán le perdona la vida hasta la noche
siguiente. En muchas de las historias hay personajes que empiezan a contar un
cuento, y entonces aparece un cuento que es parte de otro cuento que a su vez
forma parte de otro; un efecto parecido al de esas muñecas rusas que se meten
una dentro de otra.
Algunas de estas historias son muy antiguas, mucho más antiguas que la
civilización árabe. Se supone que unas vinieron de Persia, otras de la India, de
China o de Egipto... Pero todas pasaron por narradores árabes que les dieron su
toque especial. Por eso todos los reyes son sultanes, la principal religión es la
musulmana, y las comidas, la ropa, las costumbres son las del mundo árabe de la
Edad Media.
En esa época todavía parecía posible abarcar todo el conocimiento humano
sobre un tema en un solo libro. Y de algún modo eso es lo que intenta Las mil y
una noches: quiere ser el conjunto de todos los cuentos. Algunos son larguísimos
y Sherezada tarda varias noches en terminarlos. Otros son tan cortitos que
necesita muchos para poder entretener al sultán durante una sola noche. Hay
novelas históricas, cuentos de pícaros, historias de la vida cotidiana, y otras que
están hechas de pura magia.
Para escribir este libro me basé en la traducción que hizo directamente del
árabe el escritor español Rafael Cansinos Assens, cuya historia es tan interesante
que podría formar parte de Las mil y una noches. Elegí los cuentos más
tradicionales, como los de Alí Babá, Simbad y Aladino, y agregué unos pocos
que son menos conocidos. La mayoría de los cuentos que suelen leerse en
versiones para chicos están demasiado resumidos. Me propuse contarlos de una
manera entretenida para los lectores de hoy, pero con todo detalle para que no se
pierdan nada interesante. Espero haberlo logrado. Los lectores tienen la palabra.
Cuentan los que saben (pero Alá sabe más), que en una antigua ciudad de
Irán vivían dos hermanos llamados Kássem y Alí Babá.
Su padre murió cuando los hermanos eran todavía muy jóvenes. No dejó
mucha herencia, y los muchachos se la gastaron en forma tan irresponsable que
pronto se encontraron en la miseria.
Kássem, el mayor, no era buena persona. Pero era astuto y, sobre todo,
muy buen mozo. Una vieja casamentera, que lo estudió a fondo, le aseguró que
conseguiría casarlo con una mujer rica. Firmaron un contrato: después de la
boda, el muchacho debía pagarle una importante suma de dinero.
La casamentera era buena en su oficio. En poco tiempo, Kássem se
encontró casado con una preciosa jovencita que había traído como dote nada
menos que una tienda bien provista de mercadería en el centro mismo del zoco,
el mercado de la ciudad.
Alí Babá, el menor, era muy diferente. Modesto y con pocas ambiciones,
tenía una mirada cálida que no se parecía en nada a los ojos vacíos de su
hermano. Decidió ser leñador y se hizo fuerte en una vida difícil, de trabajo y
miseria. Había aprendido de la experiencia y, en lugar de despilfarrar el dinero,
lo ahorró con gran esfuerzo. Así pudo comprarse un burro, después otro, y para
el momento en que da comienzo a esta historia tenía ya tres borricos que traía
del bosque cargados de leña.
Los otros leñadores, que sabían cómo había cargado la leña en su propia
espalda, al verlo con tres asnos empezaron a tenerle respeto. Uno de ellos le
ofreció a su hija por esposa. Alí Babá se casó con ella y tuvieron varios hijos,
hermosos como lunas. Los hijos crecieron y la familia vivía en la ciudad, en una
casa modesta pero espaciosa. Tenían incluso un par de esclavos.
Un día entre los días, Alí Babá estaba cortando leña muy adentro del
bosque mientras los burros pastaban, cuando sintió un ruido lejano. Poniendo la
oreja en el suelo, escuchó que varios caballos se acercaban al galope.
Como era un hombre pacífico, al que no le interesaban las aventuras, se
asustó bastante. Para protegerse, se trepó a un árbol que estaba en un montecillo
cercano, desde donde se podía ver todo el bosque sin ser visto.
¡Lo bien que hizo en esconderse! Apenas se había acomodado en la copa del
árbol, cuando llegó una tropa de jinetes armados hasta los dientes.
Por la expresión oscura de sus caras, por la forma en que relucían sus ojos
de cobre, por sus barbas partidas en dos alas de cuervo, no había duda de que se
trataba de bandidos y asesinos.
Desde su seguro escondite, Alí Babá vio cómo, obedeciendo a una seña de
su capitán, los ladrones desmontaron y ataron sus caballos a los árboles. Cada
uno cargó con una bolsa que parecía muy pesada. Con el capitán, eran
exactamente cuarenta. Se pusieron en fila junto a una roca muy grande.
El capitán se encaró con la roca y con voz tonante gritó:
—¡Ábrete, sésamo!
Como si fuera una enorme puerta, la roca giró y se abrió dejando ver la
entrada de una cueva subterránea adonde empezaron a entrar todos los
bandoleros. El capitán fue el último, y apenas pasó, la puerta mágica se cerró
detrás de él.
Y la roca se cerró de manera tal que nadie hubiera podido adivinar que allí
había una cueva. Alí Babá esperó un tiempo, sin atreverse a bajar del árbol, muy
preocupado por sus burritos. Al poco rato se escuchó una especie de trueno
subterráneo, la roca volvió a girar y los cuarenta ladrones salieron llevando sus
bolsas vacías. Con un “¡Ciérrate, sésamo!”, el capitán hizo desaparecer la entrada,
volviendo la roca a su lugar. Los bandidos montaron y se fueron por donde
habían venido.
Alí Babá tenía mucho miedo y tardó en convencerse de que realmente no
volverían. Solo después de un largo tiempo, bajó del árbol, mirando hacia todos
lados, para asegurarse de que nadie lo veía.
En puntas de pie, conteniendo el aliento, se acercó a la roca misteriosa.
Tanta curiosidad tenía que ni se acordó de los tres burritos que eran el pan de
sus hijos. Revisó la roca por todas partes sin encontrar ni el menor resquicio por
donde se pudiera pasar. Y por fin, juntando todo su coraje (que no era mucho),
gritó, con voz temblorosa, la fórmula mágica:
—¡Ábrete, sésamo!
Y la roca se abrió de golpe, dándole tal susto que el pobre hombre estuvo a
punto de escapar. Finalmente se atrevió a avanzar, convencido de que se
encontraría con una caverna de horror y tinieblas. En lugar de eso, caminó por
una ancha galería hasta llegar a una gran sala abovedada, tallada en la misma
roca, bien iluminada por la luz del día que entraba a través de agujeros calados
en los ángulos del techo. Apenas entró en la sala, la puerta se cerró sola, lo que
no le gustó nada. ¿Volvería a abrirse cuando tuviera que salir?
El espectáculo era tan increíble que por un momento olvidó sus temores.
Contra las paredes, del piso al techo, había montones de ricas mercancías, telas
de brocado y de seda, grandes arcas llenas hasta el tope de monedas y otras
repletas de lingotes de oro y plata. Todo el suelo de la sala estaba cubierto de
joyas y piedras preciosas.
Alí Babá, que nunca en su vida había visto el color ni sentido el olor del
oro, estaba asombradísimo. Pensó que esa cueva debía ser refugio de bandidos
desde hacía siglos, porque para reunir semejante cantidad de riquezas no
alcanzaba con toda la vida de los cuarenta ladrones: ¡allí estaba el botín robado
por sus padres, sus abuelos y sus bisabuelos!
Cuando consiguió recuperarse de la impresión, se dijo:
“Alí Babá, si el destino te trajo hasta aquí, por algo será. Todo esto es fruto
del crimen y del robo. No harás ningún daño si lo aprovechas”.
Y así tranquilizada su conciencia, tomó una de las bolsas de provisiones que
también guardaban allí los ladrones, la vació y volvió a llenarla de monedas de
oro, sin tocar ninguna otra cosa. Llenó tantas bolsas como pensó que podían
cargar sus borriquitos.
—¡Ábrete, sésamo! —gritó con voz tonante, porque ya se estaba
acostumbrando a usar fórmulas mágicas sin sorprenderse.
Fue a buscar a sus tres burros, los cargó, cubrió la carga con ramitas y hojas
secas para que nadie sospechara nada y... “¡Ciérrate, sésamo!”.
Con mucho cuidado, a paso lento, llegó Alí Babá a su casa con los burritos.
A esa hora, la puerta estaba cerrada por dentro con una tranca. Pero Alí Babá
gritó “¡Ábrete, sésamo!”. Y así como se había abierto la cueva de los ladrones, ¡se
abrió también la puerta de su casa! El leñador comprendió que poseía un secreto
extraordinario. Decidió ocultarlo y usarlo con mucho cuidado, solamente en
situaciones muy especiales.
—¿Cómo entraste? —preguntó su mujer al verlo—. ¡Si yo misma cerré la
puerta por dentro con la tranca! ¿Y qué traes en esas bolsas tan grandes y pesadas
que nunca te vi llevar?
—En vez de hacerme tantas preguntas, ayúdame a descargar esto, mujer —
le contestó Alí Babá.
Pero cuando el leñador volcó sobre una estera las bolsas de monedas, que
cayeron como una cascada de oro refulgente, su esposa se echó a llorar a gritos.
¿Cómo podía haber conseguido su marido tanto dinero, más que robando? ¡Ese
oro mal obtenido no les traería más que desgracia! Con gran esfuerzo consiguió
Alí Babá calmarla lo suficiente como para que escuchara su historia.
Cuando se convenció de que los únicos robados eran esos malvados
bandidos, la mujer se sintió simplemente feliz. ¡Eran ricos! Sentada en el suelo, se
puso a contar las monedas una por una.
—Mujer, estás loca —la retó su marido, echándose a reír—. ¡No
terminarás nunca de contar! Lo más urgente, ahora, es ocultar este tesoro. Vamos
a cavar un pozo en el suelo de la cocina para ponerlo allí.
—Yo necesito saber cuánto tenemos —insistió la mujer— para ordenar las
cuentas de la casa y saber cómo gastar. Si no hay tiempo de contar las monedas,
al menos quiero medirlas para tener una idea de la cantidad.
Muy decidida, mientras su esposo cavaba, ella salió a buscar una jarra
especial que se usaba para medir cantidades de cereal. Tal vez podría conseguirla
en casa de Kássem, el hermano de Alí Babá. Su cuñada era rica pero no era
buena persona: nunca los invitaba y ni siquiera era capaz de mandarles un
regalito para el cumpleaños de sus hijos. Los consideraba unos pobretones
molestos.
La mujer de Kássem se sorprendió con el pedido. ¿Para qué querrían esos
muertos de hambre una jarra de medir granos? Solo los ricos, que guardaban en
su casa trigo o cebada suficiente para varios meses, usaban esas jarras. En vez de
decir que no le prestaba nada, lo que hubiera hecho en otra ocasión, decidió
averiguar qué habían conseguido Alí Babá y su mujer. Antes de darle la jarra,
untó el fondo con grasa, para que se quedara pegado algo de lo que iban a medir.
Cuando la mujer de Alí Babá le fue a devolver la jarra a su cuñada, no se
dio cuenta de que había quedado pegada en el fondo una moneda de oro.
La mujer de Kássem vio la moneda y la cara se le puso amarilla de envidia
como el azafrán. Mandó a buscar a su marido, que estaba en el mercado, y le
gritó furiosa:
—¡Te crees muy rico porque tienes una tienda en el mercado! ¡Y tu
hermanito con sus tres burros tiene tantas monedas de oro que no las puede
contar, y las tiene que medir como si fueran granos de trigo! ¡Ahora mismo vas a
ver a ese mentiroso que se hace el pobre, y averiguas cómo consiguió ese oro!
A Kássem se le ennegreció la vista y casi se le revienta la hiel de solo pensar
que su despreciable hermano, al que ni se molestaba en saludar por la calle,
podía ser más rico que él. ¡Estaba indignado! Corrió a la casa de Alí Babá para
increparlo.
—¡Así que nos engañas a todos haciéndote el pobre! ¡Y en este chiquero de
chinches y piojos mides monedas de oro como si fueran garbanzos! ¿Dónde
robaste esto? —le dijo, mostrándole la moneda, todavía untada de grasa, que le
había dado su mujer.
Cuando escuchó los insultos de su hermano, Alí Babá comprendió que no
tenía sentido seguir ocultándole la verdad y le contó su aventura.
—No vayas a ese lugar, es demasiado peligroso, hermano querido —le dijo
a Kássem—. Te ofrezco compartir conmigo mitad por mitad todo lo que tengo.
Pero Kássem era malvado y codicioso. No le bastaba lo que su hermano le
ofrecía y se dio cuenta de que había algo más, un secreto que todavía no conocía.
—Si no me dices ahora mismo cómo entrar en esa cueva, te denuncio a la
policía por ladrón. ¡Y tendrás que explicar de dónde sacaste todo ese oro!
Muy asustado, Alí Babá le enseñó las palabras mágicas. Sin decirle ni
gracias, su hermano se fue para preparar su visita a la cueva del tesoro.
Al otro día, muy temprano, llegó Kássem al bosque con diez fuertes mulos
cargados con grandes cofres. Su plan era volver más tarde con más mulos y, si
fuera necesario, con toda una recua de camellos. Quería dejar la cueva vacía.
—¡Ábrete, sésamo! —gritó, cuando llegó a la roca que su hermano le había
descripto.
Al entrar en la cueva, la puerta se cerró y Kássem se lanzó a la cámara del
tesoro. Su sorpresa y admiración fueron enormes. Allí había mucho más de lo
que hubiera podido imaginar. ¡Ni todos los camellos de Arabia le alcanzarían
para llevarse tantas riquezas! Para empezar, fue llenando con monedas de oro las
bolsas que había traído y las acumuló en la puerta de la cueva. Ahora tenía que
cargar sus mulos.
—¡Ábrete, cebada! —gritó con energía.
Pero la puerta no se abrió. Enloquecido al ver tantas joyas y tanto oro,
Kássem se había olvidado de la fórmula mágica. Pensó que sería fácil abrir la
puerta si lo intentaba con todas los granos que conocía.
—¡Ábrete, centeno! —ordenó—. ¡Ábrete, mijo! ¡Ábrete, trigo! ¡Ábrete,
arroz!
Pero la puerta de piedra no se abría. Aterrado, Kássem empezó a nombrar
cereales, semillas, y después siguió con frutas y después con cualquier otra
comida. Pero entre todas las cosas que existen en este mundo, se había olvidado
el nombre de una, solo una, y era justamente ese nombre y ningún otro el que
podía hacer que se abriera la roca. Kássem no se podía acordar de la palabra
“sésamo”. Desesperado, temblando de miedo, echando espuma por la boca como
un camello cansado, revisó con los ojos y las manos todas las paredes de la cueva
buscando un resquicio, un agujero, una grieta que pudiera darle un indicio de
cómo salir de allí. Pero no encontró nada.
Al mediodía, como siempre, llegaron los bandidos a la entrada de la
caverna y lo primero que vieron fue a los diez mulos con cofres vacíos atados a
los árboles.
Cuentan los que saben (pero Alá es el más sabio), que vivía en otros
tiempos, en un reino muy lejano cuyo nombre no recuerdo, un sastre llamado
Mustafá, ni mejor ni peor que cualquier otro sastre.
Mustafá era muy pobre. A pesar de que trabajaba todo el día, su oficio
apenas si le daba lo suficiente para alimentar a su mujer y a su hijo Aladino. El
muchacho era un problema para sus padres: desobediente, terco y haragán. De
mayorcito se convirtió en un vago que nunca estaba en su casa, y se la pasaba
jugando con otros chicos en la calle.
El padre intentó enseñarle su oficio para convertirlo en un hombre de
provecho, pero fue imposible. Ni con mimos ni con castigos logró que Aladino
aprendiera a manejar la aguja. Apenas Mustafá se daba vuelta, Aladino se
escapaba y no aparecía en su casa en todo el día. El pobre sastre se hartó de
luchar con ese chico incorregible.
Un tiempo después murió el buen Mustafá y viendo que su hijo no quería
tomar el oficio, la esposa cerró la tienda y lo vendió todo.
Sin su padre, Aladino no tenía ningún freno. Ni siquiera respetaba a su
madre, que trabajaba hilando algodón y así ganaba el sustento para los dos. El
muchacho cumplió los quince años sin preocuparse por el futuro, pensando
solamente en divertirse.
Un día entre los días, jugaba Aladino en la calle, como siempre, cuando un
extranjero que pasaba se lo quedó mirando. Algo vio en él que le interesó. Ese
muchacho parecía ser la persona que necesitaba para llevar a cabo sus planes.
El extranjero era un famoso mago africano. Con mucha discreción, se
ocupó de averiguar quién era Aladino, y reunió todos los detalles que pudo sobre
su familia. Unos días después se acercó al muchacho.
—Dime, hijo mío, ¿eres por casualidad el hijo del sastre Mustafá?
—Sí, señor. Pero mi padre ha muerto.
Al escuchar esas palabras, el mago abrazó al muchacho y se echó a llorar.
—¡Soy el hermano de tu padre! Hace muchísimos años que nos separamos.
Hice un largo viaje para verlo y ahora encuentro que Alá se lo llevó... —dijo el
hombre entre suspiros y sollozos—. ¡Eres igual a él, por eso te reconocí!
—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿De verdad era tío de
Aladino el mago africano?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...
—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Qué pasó con el pobre
Aladino? ¿Murió de hambre y sed?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...
Aladino quiso encomendarse a Alá. Pero al unir sus manos para rezar, sin
querer, frotó el anillo que el mago le había entregado. Entonces un sonido
extraño retumbó contra las paredes de la caverna, que se iluminó apenas.
Un genio gigantesco estaba ante él. Brillaba de modo tal que se lo veía
perfectamente en la oscuridad. Haciendo una profunda reverencia, habló con
una temible voz de trueno.
—Tus deseos son órdenes, mi señor. Yo y todos los esclavos del anillo
estamos a tu servicio.
Aladino estaba tan agotado, debilitado y angustiado por el peligro en que
se encontraba que no solo no se asustó, sino que ni siquiera atinó a sorprenderse.
Todo lo que hizo fue gritar con desesperación.
—Por favor, por favor, seas quien seas, ¡sácame de aquí! ¡Por lo que más
quieras, sácame, sácame, sácame de aquí!
No había terminado Aladino de pedirlo cuando se encontró afuera, en el
lugar adonde lo había llevado el mago. Era de día y el sol lo encandilaba. Poco a
poco sus ojos se fueron acostumbrando a la luz y pudo ver, con asombro, que la
losa había desaparecido y ya no se veía la entrada a la caverna subterránea.
Lentamente, con mucha dificultad Aladino consiguió desandar el camino
hasta su casa. Le llevó mucho tiempo, porque estaba medio muerto de hambre,
de sed y de cansancio. Por el camino bebió agua de una fuente y eso lo ayudó a
recuperar fuerzas. Cuando su madre salió a recibirlo, Aladino se desmayó en sus
brazos.
La pobre mujer lo atendió con amor y preocupación. Lo primero que dijo
el muchacho en cuanto despertó fue:
—Mamá, por favor, ¡dame algo de comer! Hace tres días que no pruebo
bocado.
La madre corrió a buscar todo lo que había para comer en la casa.
—Hijito, no te lances sobre la comida, que te hará daño. Debes comer de a
poco y sin hablar, ya me contarás lo que te pasó. ¡Hace tres días que te busco
desesperada!
Aladino comió y bebió despacio y después le contó a su madre todo lo que
le había sucedido con el falso tío, que los había engañado a los dos.
A la mañana siguiente Aladino se despertó otra vez con hambre.
—Hijito, anoche te comiste todo lo que había en la casa —le dijo la madre
—. Por suerte tengo esta pieza de algodón que terminé de hilar. Saldré a
venderla para comprar pan.
—No hace falta, mamá —dijo Aladino—. Prefiero vender la lámpara que
traje de la caverna. Con lo que nos den, tendremos para comer un par de días.
—Buena idea —dijo la madre—. Pero ¡qué sucia está! Si le saco un poco
de brillo te la pagarán mejor.
Con un paño mojado y un poco de arena fina, la mujer empezó a frotar
con fuerza la lámpara de cobre: así se les sacaba brillo a los metales.
Apenas había empezado cuando salió de golpe de la tierra un gigantesco
genio. Haciendo una gran reverencia, habló con voz de trueno.
—Oigo y obedezco, mi ama. Yo y todos los esclavos de la lámpara.
La madre de Aladino cayó desmayada de terror. Pero Aladino, que ya había
tenido su encuentro con un genio, no se asustó. Levantó la lámpara y ordenó,
con mucha calma:
—Tengo hambre. Tráenos algo de comer.
El genio desapareció y antes de que la mujer saliera de su desmayo ya
estaba de vuelta con una enorme bandeja de plata labrada en la que llevaba doce
fuentes cubiertas, también de plata, llenas de manjares, dos botellas de exquisito
vino y dos copas de plata.
Tirándole un poco de agua en la cara, Aladino despertó a su madre, que
estuvo a punto de perder otra vez el sentido cuando vio lo que había traído el
genio.
—¿Por qué se me apareció a mí el genio, y no a ti, como en la cueva? —le
preguntó a Aladino.
—No era el mismo genio —explicó el muchacho—. Todos son gigantes,
pero muy distintos unos de otros. A mí se me apareció un servidor del anillo. A
ti, un servidor de la lámpara.
—Todo esto me da mucho miedo, hijo, no hay que tener tratos con
genios. Vendamos ese anillo y esa lámpara, son peligrosos.
Pero Aladino no estuvo de acuerdo. No quería perder semejante poder.
Escondió la lámpara en un lugar donde su madre no tuviera que verla. Los dos
decidieron que usarían a los genios lo menos posible, para no llamar la atención
de sus vecinos.
Cuando terminaron de comer Aladino salió a vender una de las fuentes de
plata. Un mercader ladino, al darse cuenta de que el muchacho era muy pobre y
no sabía el valor del metal, se la compró por una moneda de oro. Aladino estaba
muy contento y le fue vendiendo al estafador pieza por pieza, a un precio
ridículo, que a él, en su pobreza, le parecía mucho. La bandeja de plata era tan
pesada que para llevárse al comprador tuvo que contratar a dos cargadores.
La experiencia que había sufrido cambió mucho a Aladino. Dejó de jugar
con los chicos de la calle y comenzó a tratarse con gente adulta, de trabajo.
Empezó a prestar atención en el zoco a las conversaciones y a las compras y
ventas. Poco a poco iba aprendiendo y refinando sus modales. Cuando se le
terminó el dinero, volvió a frotar la lámpara, pero esta vez con mucha suavidad.
Y suave fue la voz del genio que se le apareció:
—Oigo y obedezco, mi amo.
Aladino volvió a pedir comida y el genio se la trajo en un servicio de plata
igual al anterior. Pero esta vez, cuando salió a vender la primera fuente, lo detuvo
un joyero vecino, un hombre honesto que le enseñó cómo se pesaba la plata y
cuánto valía en realidad. En lugar de una moneda de oro, recibió setenta y dos
monedas por una sola de las doce fuentes.
Aladino y su madre se cuidaban mucho de no llamar la atención con gastos
fuera de lo común. Siguieron viviendo en su humilde casa, que fueron
arreglando y embelleciendo por dentro. El muchacho tenía siempre algún dinero
en el bolsillo para sus andanzas y diversiones. La madre seguía hilando algodón
igual que antes y se vestía únicamente con el dinero que su trabajo le producía.
Así, con la venta del servicio de plata de la segunda comida que trajera el genio,
vivieron años enteros.
Aladino se había convertido en un joven apuesto y elegante, de modales
distinguidos y agradable conversación. Su inteligencia le permitía absorber
conocimientos de toda la gente con la que trataba. Ahora que visitaba las tiendas
de los joyeros, se dio cuenta de que esas frutas que había traído de la caverna
subterránea no eran vidrios de colores sino valiosas piedras preciosas. Pero por el
momento no le dijo nada a nadie, ni siquiera a su madre.
Un día entre los días, caminaba Aladino por una calle de la ciudad cuando
oyó un pregón en que por orden del sultán se ordenaba cerrar las tiendas. Todo
el mundo debía entrar a su casa y cerrar puertas y ventanas hasta que hubiese
pasado la princesa Bedru-l-Budur, que iba a tomar su baño. Se amenazaba con la
pena de muerte a quien no cumpliera las órdenes del sultán, el padre de la
princesa.
Pero Aladino era demasiado curioso como para aceptar esas órdenes
fácilmente. Escondido detrás de una puerta, decidió mirar a la bella Bedru-l-
Budur.
—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Qué pasó? ¿El genio de
la lámpara atacó a Aladino?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...
Ha llegado a mis oídos, ¡oh, mi rey, el dichoso! que vivía en cierto lejano
reino un pobre pescador, que ya no era joven, y tenía mujer y tres hijos que
mantener.
Pescaba desde la orilla, y tenía la costumbre de echar la red al mar cuatro
veces por día.
Un día entre los días, se acercó a la orilla, caminó un poco dentro del agua,
arrojó su red, esperó un buen rato hasta que la sintió asentarse en el fondo, y
después comenzó a tirar para recogerla, como hacía siempre.
Pero esta vez no era fácil sacar la red. Tiró un buen rato de las cuerdas
sintiendo que pesaba mucho más que de costumbre. Puso en juego todas sus
fuerzas y aun así no consiguió sacarla. Sin soltar los cabos, buscó entonces una
estaca. La clavó profundamente en la arena y ató a ella las cuerdas de la red para
que no se le escapara. Después se quitó la ropa y se lanzó al agua, para ver qué
había pasado, si la red estaba enganchada en una roca del fondo, o si realmente
la pesca era tan extraordinaria. Luchando, buceando, esforzándose de mil
maneras, logró sacar su red. Y se encontró con que traía un burro muerto. ¡Por
eso pesaba tanto!
Sacó el cuerpo del animal, descompuesto y maloliente, exprimió bien la
red, la desdobló y volvió a arrojarla al agua. Cuando se le hizo difícil levantarla,
pensó que esta vez debía ser un pez muy grande y gordo. ¡Era imposible pescar
dos burros muertos el mismo día! Se metió en el mar y buceó para sacar la red,
pero todo lo que había pescado ahora era un gran trozo de madera rota,
desprendida de algún barco, que no servía para nada.
Muy triste, echó la red por tercera vez. Y no consiguió más que restos,
basura y vidrios rotos.
—¡Oh, Alá! —rogó el pescador, sin muchas esperanzas—. Sabes que yo no
echo mi red más que cuatro veces y ya la eché tres. ¡Haz que la cuarta vez tenga
más suerte!
Volvió a quedar la red atrapada por su propio peso y cuando por fin logró
llevarla a la orilla, se encontró, con mucha alegría, que esta vez había pescado
una olla de metal cerrada. Era de cobre, tenía la tapa sellada con plomo, y le
darían por ella en el mercado no menos de diez dinares. ¡Por fin algo que valía la
pena, aunque no fueran peces!
Cuando la levantó, comprobó que pesaba muchísimo. ¿Qué tendría
adentro? El pescador pensó que podía ser un tesoro. Con un cuchillo desprendió
el sello de plomo y dio vuelta la olla para volcar su contenido. Pero el recipiente
parecía estar vacío. Lo único que salió de allí fue una tremenda humareda que se
elevó hasta los confines del cielo. El humo se espesó hasta tomar la forma de un
gigantesco genio, cuya cabeza, que parecía una cúpula, llegaba hasta las mismas
nubes. Tenía manos como rastrillos, pies como mástiles, una boca como la
entrada de una caverna, unos dientes como rocas, narices como una palangana,
ojos como antorchas y una cabellera revuelta y sucia.
Al pescador se le secó la boca de miedo y por un segundo vio todo negro.
Para su sorpresa, el genio se postró a sus pies.
—¡No hay más Dios que Alá y Salomón es su profeta! ¡Oh, Salomón,
profeta de Alá, no me mates! ¡No volveré a rebelarme!
El pescador se quedó mudo de asombro.
—¿Quién eres tú, que le hablas al rey Salomón como si estuviera vivo?
¡Salomón murió hace mil ochocientos años!
—Entonces —dijo el genio—, tengo una buena noticia para ti. Te mataré
ahora mismo. Pero puedes elegir la forma de tu muerte: piénsalo bien.
—¿Pero por qué me vas a matar a mí, un pobre pescador que te salvó
sacándote con su red?
Y aquí podría haber terminado este cuento, pero cuentan los que saben
(aunque nadie sabe tanto como Alá), que tanto lloró y suplicó el genio, y tantas
maravillas prometió en el nombre de Alá, que el pescador terminó por creerle y
abrió la tapa de la olla.
Apenas el genio se vio otra vez en todo su tamaño y majestad, lo primero
que hizo fue tomar la olla y lanzarla al medio del mar. ¡El pescador creyó que allí
terminaba su vida!
Sin embargo el genio cumplió con su palabra, porque temía el castigo del
Todopoderoso, y le enseñó cómo y dónde echar la red de modo de atrapar
cuatro peces mágicos cada día.
Con esos peces mágicos el hombre se ganó el aprecio del sultán, que lo hizo
rico y lo colmó de honores. Así vivieron felices para siempre el buen pescador y
su familia.
Con un gran suspiro, se puso de pie y se preparó para cargarse otra vez el
fardo en la cabeza. En ese momento salió de la casa un criado.
—Mi amo desea verte —le dijo.
Fueron inútiles las protestas de Simbad el Cargador. El criado no lo soltó
hasta que hubo entrado en el palacio, le señaló un lugar seguro para dejar su
fardo, y lo acompañó hasta la sala del banquete. Había toda clase de manjares
deliciosos en mesas adornadas con flores. Bellas esclavas tocaban y cantaban para
entretener a los invitados. En el sitio más elevado se sentaba un hombre alto y
canoso, de aspecto noble, que parecía ser el dueño de la mansión.
Simbad el Cargador comió y bebió cuanto quiso. Se sentía en el paraíso.
Pensó que esa casa debía pertenecer a un sultán.
—Escuché por casualidad tus versos al pasar junto a la ventana, y me
gustaron mucho. ¿Cuáles son tu nombre y tu oficio? —le preguntó el dueño de
casa.
—Soy Simbad, el Cargador, y acarreo bultos y fardos por lo que me
quieran pagar.
—¡Qué casualidad! Mi nombre también es Simbad, y me dicen “el
Marino”. Pero no creas que siempre fui tan rico y feliz. Antes de llegar a este
estado, sufrí mucho y tuve que pasar grandes trabajos. Quisiera contarte a ti y a
todos los presentes la historia de mis siete viajes.
Y Simbad el Marino comenzó así su relato:
PRIMER VIAJE DE SIMBAD
Quizás muchos de ustedes, mis nobles invitados, saben que mi padre fue
mercader y llegó a reunir una gran fortuna. Murió cuando yo era pequeño y me
dejó en herencia dinero, casas y campos. En cuanto me hice mayor de edad y
pude utilizar a mi gusto esa riqueza, me dediqué a despilfarrarla en fiestas y
diversiones con esos falsos amigos que rodean a los que tienen dinero para gastar.
Sin embargo, un día me di cuenta de que no podía seguir para siempre con
esa vida y decidí ocuparme un poco de mis negocios. Empecé por el recuento de
mis bienes. Entonces, lleno de asombro y de terror, me di cuenta de que no me
quedaba casi nada. ¡Tan irresponsable había sido hasta entonces!
Era hora de recuperar al menos una parte de lo que había perdido.
Vendiendo todos los muebles de la casa y unas tierras que me quedaban,
conseguí reunir tres mil dinares. Con ese dinero compré mercaderías para vender
y un pasaje para viajar con un grupo de mercaderes en un barco que partía del
puerto de Bazra.
Navegamos varios días y sus noches hasta llegar a una isla. El capitán la
costeó y decidió echar el ancla. Los pasajeros bajamos del barco y encendimos
fogatas para asar unos sabrosos pescados que traíamos. De pronto escuchamos la
voz del capitán, que no había querido acompañarnos.
—¡No es una isla, no es una isla! —nos gritaba desesperado desde el barco
—. ¡Es un pez!
Pero ¿cómo podía ser un pez?, le contestamos. ¡Si tenía playas de arena, y
plantas y árboles que crecían sobre la tierra!
—Es un pez tan inmenso que sus tiempos no son los nuestros. ¡Debe hacer
muchos años que se durmió flotando sobre el mar! La tierra y la arena lo
cubrieron y los pájaros trajeron semillas... ¡El calor de las fogatas lo va a
despertar! ¡En cuanto empiece a sacudirse se van a ahogar! ¡Huyan!
—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿La isla era realmente
un pez? ¿Qué pasó con Simbad y sus compañeros?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...
La isla era realmente un pez. Los pasajeros abandonamos los fogones y las
provisiones y echamos a correr desesperados. Pero solo los que estaban más cerca
de la costa alcanzaron a llegar al barco. De pronto la isla entera comenzó a
sacudirse y se sumergió en las profundidades con todo lo que llevaba encima. Yo
fui uno de los que se hundió con el pez-isla. Todavía no sé por qué no morí
ahogado en el torbellino que provocó al sumergirse. Tuve la enorme suerte de
salir otra vez a flote y alcancé a agarrarme de un gran tronco de árbol, uno de los
que habían crecido sobre el lomo del pez y que ahora flotaban a la deriva.
Pataleando como podía, zarandeado por las olas y el viento, fui a parar a la
playa de otra isla, que debía ser verdadera porque era bastante rocosa.
Allí había frutas en abundancia y también manantiales de agua dulce. En
poco tiempo logré recuperarme y al principio me sentía muy bien. Sin embargo,
aunque tenía todo lo necesario para sobrevivir, pronto empezó a angustiarme la
soledad. Con una rama me fabriqué un bastón y me dediqué a recorrer la isla.
Un día distinguí a lo lejos un gran bulto que se movía. Al acercarme, vi con
sorpresa que se trataba de un caballo atado a un árbol al borde del mar. El
animal se retorcía y relinchaba tratando de soltarse. En ese momento, desde
abajo de la tierra, apareció un hombre, que empezó a gritarme y a perseguirme.
Yo no me escapé, sino que le permití que me diera alcance. Y respondí a
sus preguntas contándole toda mi historia. El hombre me llevó a una especie de
sótano excavado bajo tierra, donde me dio de comer y beber. ¡Qué bueno poder
masticar algo que no fuera fruta silvestre!
—Los servidores del rey Majrajan estamos repartidos por toda la isla —me
contó mientras comíamos—. Somos palafreneros: nos ocupamos de los caballos
del rey. Una vez por mes venimos a esta isla mágica trayendo yeguas de pura raza
y las atamos así, a las orillas del mar. Después nos escondemos. ¡Y ya verás lo que
pasa!
En ese momento, nos aturdió un relincho tan poderoso que parecía un
trueno. Asomándonos apenas para mirar sin ser vistos, vimos que salía de las
profundidades del océano un enorme caballo negro, que se lanzó sobre la yegua,
tratando de romper sus ataduras y tirando de ella para llevársela al mar.
—Esa yegua ha quedado preñada del caballo marino, y tendrá un potrillo
de valor incalculable. ¡Pero debemos librarnos del padre, es peligroso! —dijo mi
nuevo amigo, mientras tomaba su escudo y su espada.
Salimos del subterráneo, y nos encontramos con muchos otros palafreneros
listos para espantar al animal. Golpeando en los escudos con las espadas,
avanzaron hacia él. El caballo negro, asustado, corrió hacia el mar y se sumergió
bajo las olas.
Los cuidadores de los caballos del rey tendieron sus tapices en el suelo y me
invitaron a comer con ellos. Después, cabalgando, me llevaron hasta el palacio
real, donde me recibió el rey con grandes honores.
Después de conversar conmigo y escuchar mi historia, el rey Majrajan me
tomó mucho aprecio y decidió nombrarme encargado del puerto. Mi tarea
consistía en tomar nota de todas las naves que allí fondeaban y de las mercancías
que traían. En mi nuevo trabajo, yo aprovechaba para averiguar si había algún
barco que viniera de mi tierra natal. Por más que el rey me trataba muy bien,
colmándome de regalos, mi sueño era siempre volver a casa. Pero casi nadie
parecía haber oído hablar siquiera de mi querida ciudad.
Vi muchas maravillas mientras estuve en ese lejano reino. Tuve la
oportunidad de conversar con un grupo de hindúes, que al menos sabían que
existía Bagdad. Conocí la isla de Kasil, donde no vive nadie, y sin embargo todas
las noches se oye brotar de sus costas un repique de tambores. Vi un pez tan
largo como treinta barcos y otro pez con cabeza de lechuza.
Un día entre los días, llegó al puerto un barco cargado de tesoros. Los
marineros comenzaron a descargarlo mientras yo, cumpliendo con mi trabajo,
anotaba todo lo que traían.
—¿Eso es todo? —le pregunté al capitán cuando terminaron la descarga.
—No, todavía quedan en la bodega muchas mercancías que pertenecían a
un mercader que murió en el viaje, un pobre hombre llamado Simbad.
Pensamos venderlas y llevarle el dinero a su familia en Bagdad.
—¿No me reconoces, capitán? ¡Soy el mismísimo Simbad!
Pero yo estaba usando una barba muy crecida, que me cambiaba la cara, y
lo último que esperaba el capitán era encontrarme allí.
—¡No trates de engañarme! ¡Todos lo vimos ahogarse, a él y a muchos
otros de mis pasajeros, en un accidente tan horrible que si te lo cuento no me
creerías! ¡Ahora pretendes quedarte con lo suyo, ladrón!
—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Qué pasó con los
náufragos?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...
Por suerte una tabla muy grande del barco flotaba cerca y me aferré a ella.
Otros mercaderes consiguieron hacer lo mismo. Montados en la tabla, con los
pies en el agua, flotamos a la deriva. En la mañana del segundo día las olas nos
arrojaron a una isla. Estábamos medio muertos de hambre y sed, de frío, de
miedo y de cansancio.
Explorando la isla encontramos varias plantas comestibles. De pronto,
vimos en un claro una gran choza. Al acercarnos, salió de allí una tropa de
hombres desnudos pero armados. Nos tomaron prisioneros y nos llevaron ante
su rey.
El rey, también desnudo, nos mandó sentar y nos trajeron una comida
extraña, que nunca habíamos visto. A pesar del hambre que tenía, el olor y el
aspecto de esa comida me causó repugnancia y no quise ni probarla. ¡Gracias a
eso puedo contar esta historia! Mis compañeros se lanzaron sobre los alimentos y
apenas los probaron, perdieron el juicio y comenzaron a comer con tanta
desesperación que parecía que no iban a poder hacer otra cosa en sus vidas.
Los hombres desnudos les dieron a beber a mis pobres amigos aceite de
coco y con él les frotaron el cuerpo. Pronto me di cuenta de que esos salvajes
eran caníbales, adoradores del fuego y su rey era un vampiro perverso.
Preparando emboscadas en los caminos, se apoderaban de cuantos hombres
pasaban por su territorio, les daban de comer esos manjares que los hacían perder
la conciencia y se dedicaban a cebarlos. Cuando estaban bien gordos los
sacrificaban, los asaban y se los servían como festín al rey. El resto de la corte ni
siquiera necesitaba asar a los pobres infelices: se los comían crudos.
Mis compañeros parecían animales, ya no hablaban ni recordaban nada.
Todos los días un pastor los llevaba a alimentarse de hierbas, como si fueran
ovejas.
Como yo estaba flaco y renegrido del sol y no quería comer, a nadie le
importaba de mí. Pronto me olvidaron y pude andar en libertad por cualquier
lado. Me alimentaba de frutas y plantas silvestres. Un día, cerca de la playa, me
encontré con el viejo que pastoreaba a mis compañeros. El hombre se dio cuenta
de que yo estaba en mi sano juicio y tuvo la bondad de mostrarme desde lejos,
por señas, el camino por el que me convenía escapar.
Durante varios días caminé y corrí casi sin dormir, alimentándome solo de
hierbas y raíces, bebiendo agua de los arroyos y tratando de alejarme lo más
rápido posible de los caníbales. El octavo día vi a lo lejos a un grupo de hombres
que recolectaba granos de pimienta y supe que estaba salvado.
—¿De dónde vienes? —me preguntaron, asombrados.
Y más se asombraron todavía cuando les conté de dónde venía.
—¿Cómo pudiste salvarte de esos caníbales? Es la primera vez que alguien
se escapa de sus garras.
Cuando supieron toda mi historia, me trajeron algo de comer. Después caí
dormido, casi desmayado de puro agotamiento. Al terminar su jornada de
trabajo, los hombres me llevaron ante su rey, que me recibió con gran
cordialidad.
Sentado junto al rey y comiendo de su mesa, le referí todas mis desventuras
desde que saliera de Bagdad. El rey me escuchó interesado y me tomó gran
simpatía.
Al día siguiente di un paseo por la ciudad, que era muy poblada y rica, con
muchos mercados que rebosaban de víveres y mercancías de todo tipo.
El lugar me gustó muchísimo, me sentí muy cómodo en esa tierra. El rey
me había tomado tanto aprecio que pronto me convertí en un personaje
importante y no me faltaban amistades. Allí se hablaba mi idioma y casi no me
sentía extranjero.
Pronto descubrí que todos esos isleños montaban hermosos caballos de
buena casta, pero los montaban en pelo: no tenían sillas ni estribos.
—¿Por qué no usas una silla de montar, que es tan cómoda? —le pregunté
un día al rey, con verdadera curiosidad.
—¿Qué es una silla de montar? —me preguntó él.
—Si me presentas un buen carpintero y me das los materiales que necesito,
pronto lo sabrás —le contesté.
Con ayuda de un carpintero, usando madera, cuero y paño, pronto tuve
lista una silla de montar con estribos, y cuando el rey la probó, ya no quiso
montar de otra manera. Por supuesto, me la pagó generosamente.
Viendo el visir la silla de su señor, quiso tener una igual. Y poco a poco
todos los emires del reino y todos los personajes de la corte vinieron a pedirme
sillas de montar. Trabajando mano a mano con el carpintero, empezamos a
fabricar sillas una detrás de otra. No nos faltaban clientes y pronto me vi en
posesión de una importante suma de dinero. Me compré una hermosa casa cerca
del palacio real y allí me instalé con todo lujo.
—Siento que eres un amigo querido y verdadero —me dijo un día el rey
—. Y me duele la idea de que algún día puedas dejarnos para regresar a tu patria.
Por eso quisiera que te cases aquí, con una mujer de nuestra tierra.
—Oigo y obedezco, mi señor —respondí yo—. Porque sé que no buscas
más que mi felicidad.
Y así fue. El rey había decidido casarme con la más hermosa de las damas
de la corte, una joven noble y encantadora, de una familia muy adinerada.
En cuanto se realizaron las bodas, el rey nos regaló una mansión todavía
más grande que mi casa, destinó esclavos y servidores para nosotros y me hizo
dueño de tierras y bosques que daban importantes rentas.
Mi vida no podía ser mejor. Me llevaba muy bien con mi bella mujer. Nos
amábamos tiernamente y vivíamos una vida regalada y feliz.
Cierto día murió la esposa de un amigo mío. Pasé a darle el pésame y me lo
encontré terriblemente abatido, postrado y afligido.
—Mi pobre amigo —le dije, para consolarlo—. Sé lo mucho que sufres
hoy. Pero piensa que el dolor pasa. Todavía, si Alá lo quiere, puedes volver a
casarte algún día y vivir una vida larga y feliz.
Al oír mis palabras, el viudo se echó a llorar con más dolor y sentimiento
todavía.
—¿Cómo podría volver a casarme, amigo mío, si me queda un solo día de
vida?
—No digas tonterías, hermano —le contesté—. ¿Por qué ibas a morir
mañana, si tienes un aspecto tan sano?
El viudo me miró con enorme tristeza.
—Tenemos una costumbre que es ley en nuestro pueblo. Cuando muere
un cónyuge, se entierra con él al que ha quedado vivo. ¡Hoy mismo me
enterrarán con el cadáver de mi esposa!
En ese momento comenzaron a entrar los vecinos de la ciudad, que venían
a despedirse del pobre hombre.
Trajeron un ataúd y metieron allí el cadáver de la mujer. Acompañé el
cortejo hasta un lugar en la montaña donde habían excavado una gran caverna
en la piedra misma. Movieron entre varios una roca que tapaba un pozo y
arrojaron por ahí el ataúd con el cadáver. Al viudo le ataron una soga de seda
debajo del pecho y lo bajaron a la caverna con un jarro de agua y siete panes.
Después volvieron a tapar el pozo.
Muy asustado, fui a ver al rey para preguntarle si también con los
extranjeros se realizaba esa bárbara ceremonia.
—Claro que sí —me contestó—. Si tu esposa muere antes que tú, ese será
tu destino. Pero no te preocupes, no tiene por qué suceder nada de eso.
Con esa idea traté de consolarme y después de un tiempo me fui olvidando
del tema. Hasta que un día entre los días enfermó mi mujer. Y por más que hice
lo imposible por salvar su vida, la pobrecita murió a los pocos días. Todos los
vecinos de la ciudad vinieron a darme el pésame y vino también el rey en
persona.
—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Qué pasó con Simbad?
¿Lo enterraron con su mujer?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...
El capitán se trepó a los mástiles para arriar las velas y que el viento no nos
empujara más lejos todavía. Pero no alcanzó a hacerlo: un golpe de viento
sacudió la nave con tal fuerza que rompió el timón.
Mientras llorábamos nuestro triste destino, el barco chocó contra las rocas
de la costa, que terminaba en un monte muy alto y empinado. Todos caímos al
agua y muchos se ahogaron. Yo conseguí salvarme, y con otros sobrevivientes
trepamos el monte. Desde un lugar bastante alto comprobamos que estábamos
en una isla rocosa. Una increíble cantidad de barcos había chocado contra las
rocas igual que nosotros y los restos de los naufragios estaban desparramados por
la orilla. Había allí una cantidad de riquezas y tesoros nunca vistos.
Pero no se podía llegar hasta lo más alto del monte ni pasar del otro lado.
En una ladera encontré un manantial del que brotaba un arroyo que parecía dar
una vuelta alrededor de la montaña. No alcanzábamos a ver dónde desembocaba.
El lecho del arroyo, en lugar de piedras comunes, estaba formado por rubíes,
perlas y toda clase de piedras preciosas. También encontramos madera de aloe de
la más fina y una fuente del preciado ámbar gris, del que salía un olor delicioso
que aromaba todo el aire.
Al principio estábamos felices de estar vivos, y en un lugar donde había
tantas increíbles riquezas. Pero pronto nos dimos cuenta de que no teníamos
nada para comer. Reunimos las pocas provisiones que pudimos rescatar del
naufragio y las racionamos. Comíamos una sola vez por día, con la esperanza de
vivir lo suficiente para que algún barco pudiera rescatarnos. Sin embargo, uno a
uno, todos mis compañeros fueron muriendo, algunos por las heridas que les
había producido el choque del barco contra las rocas, otros de hambre o de
enfermedades.
Ahora estaba solo otra vez. Quizás mi experiencia en este tipo de aventuras
me había dado más fortaleza que a los demás, pero en ese momento no sentí que
seguir vivo fuera una ventaja. Estaba desesperado y me despedí del mundo. Me
sentía tan cerca de la muerte que cavé una zanja para que fuera mi tumba.
Pensaba acostarme allí cuando ya no tuviera fuerzas para moverme, con la idea
de que el viento se ocuparía de enterrarme bajo la arena.
También estaba furioso conmigo mismo. Por tonto, por imprudente, por
correr peligros innecesarios cuando lo tenía todo. Pensaba en mi familia, en mi
casa, en Bagdad y no podía creer que había dejado esa felicidad por la pasión de
correr aventuras, a pesar de haber sufrido tantas calamidades en cada uno de mis
viajes.
De pronto tuve una idea. ¿Adónde iba ese arroyo que rodeaba la montaña y
cuya desembocadura no alcanzaba a ver? Quizás al otro lado del monte hubiera
otras personas. Todavía tenía fuerzas suficientes como para construirme una
barquita que me llevara por el río. Y si me ahogaba, no sería peor que morirme
de hambre.
Dicho y hecho, junté a la orilla del río varios troncos de árboles y tablas
que provenían de los naufragios. Los até con sogas de barco, que encontré tiradas
por la orilla, y así me construí un barquito casi tan ancho como el arroyo. De
todos los tesoros que había allí, puse en el barco los más valiosos que pude
encontrar: oro, plata, piedras preciosas, perlas y enormes brillantes. Me metí en
el barquito y dejé que me llevara la corriente.
Las aguas se hundían debajo del monte y allá fue mi barquito, entrando
por un túnel oscuro. Era tan angosto que los costados de mi barco golpeaban las
paredes y mi cabeza tocaba el techo.
“Si este túnel se hace más angosto”, pensé, “voy a morir aquí en la
oscuridad. ¡Ojalá me hubiese quedado a morir al sol!”, pensé.
Para no golpearme la cabeza, me eché boca abajo en mi barca. Estaba
aterrado. Las aguas me arrastraban y el túnel parecía no terminar nunca. De
puro miedo, me quedé dormido.
No podría decir si dormí unos minutos o varias horas. Solo sé que, cuando
desperté, la claridad del sol me hizo guiñar los ojos. Me rodeaba un grupo de
hombres negros, que me miraban con curiosidad y compasión y me hablaban en
una lengua desconocida. Comprendí que me había salvado y me sentí feliz, pero
pensé que todo lo demás era una alucinación.
Supe que estaba despierto de verdad cuando uno de los negros se adelantó
y me habló en árabe:
—La paz sea contigo, hermano. ¿Quién eres, de dónde vienes? ¿Qué hay
detrás de estos montes? Es la primera vez que vemos un ser humano que llega
desde el otro lado.
—La paz sea contigo —contesté—. ¿Y quiénes son ustedes?
—Somos campesinos. Vinimos aquí a cuidar nuestros cultivos y te
encontramos durmiendo en tu balsa.
—¡Por favor, dame algo de comer! —le rogué.
Después de comer algo me sentí mejor y pude contarles mi historia.
Querían saber más sobre el túnel por el que había llegado navegando.
Los hombres me dijeron que estaba en la tierra de Serendib, a la que otros
llaman Ceilán. Con mi barca y todos mis tesoros me llevaron ante su rey, que me
recibió con gentileza y curiosidad. El hombre que sabía árabe hizo de traductor:
así pudimos comunicarnos y le conté al rey todas mis aventuras.
Le entregué como regalos gran cantidad de piedras preciosas, ámbar gris y
aloe. El rey me agradeció mucho y dio orden de que me alojaran en un aposento
de su propio palacio.
En la isla de Serendib los días y noches eran todos iguales, de doce horas
cada uno. Había una montaña de la que se extraían todo tipo de piedras
preciosas, especialmente rubíes rojo oscuro y también esmeril, que sirve para
tallar piedras. En los ríos se encontraban perlas y había árboles de especias en el
valle.
A pesar del afecto que me tenía el rey y la amabilidad con la que me
trataba, yo extrañaba a mi familia y mis amigos. Cuando supe que un grupo de
mercaderes se preparaba para embarcarse hacia el puerto de Bazra, le rogué al rey
que me permitiera partir con ellos. Era un gran hombre: comprendiendo mi
nostalgia, él mismo pagó mi pasaje y me llenó de valiosísimos presentes que
tomó de su propio tesoro. Me despidió con cariño y con pena. Y quiso que le
entregara al gran califa Harun-al-Raschid, que reinaba en Bagdad, una carta de
paz y amistad y algunos regalos increíbles: una copa del tamaño de una mano
tallada en un solo rubí, incrustada por dentro con piedras preciosas, y un lecho
forrado con el cuero de una boa tan grande que hubiera sido capaz de tragarse a
un elefante. Quien se sentara sobre ese cuero, quedaría inmunizado contra toda
enfermedad. Me dio también una gran cantidad de madera de aloe indiano, que
no existe en Bagdad, doscientos granos de alcanfor del tamaño de higos, y dos
colmillos de elefante de doce codos de largo y dos codos de ancho en su base.
Me despedí del rey y de todos mis amigos y conocidos en Serendib, me
embarqué, y con viento a favor llegué con toda felicidad al puerto de Bazra.
Unos días después, estaba en Bagdad.
Lo primero que hice allí fue pedir audiencia con el califa para entregarle los
obsequios del rey de Serendib.
El califa leyó en voz alta la carta del rey, que empezaba diciendo:
“La paz sea contigo, te desea el rey de la India, que marcha con mil
elefantes y posee mil diamantes que adornan el techo de su palacio”.
—¿Es verdad todo esto, Simbad? —me preguntó el califa.
En señal de respeto, yo besé el suelo entre sus manos y le respondí:
—Todavía he visto más, mi señor. Cuando sale con sus mil elefantes,
monta un animal enorme, de once codos de alto, con sus cortesanos a cada lado.
Delante de él va un hombre con una pesada maza de oro rematada por una
esmeralda de un palmo de larga y gruesa como un pulgar. Cuando monta a
caballo, lo acompañan mil caballeros vestidos de seda y oro. Delante de él va un
heraldo gritando las maravillas del rey, y termina diciendo que este es un rey más
poderoso y más rico que Salomón. Y entonces otro heraldo que va detrás, agrega:
“¡Y morirá! ¡Repito que morirá! ¡Bendito sea Aquel que no Muere!”. Es un rey
tan justo, tan bueno es su gobierno, que no se necesitan jueces en su ciudad,
porque cualquier ciudadano sabe distinguir lo verdadero de lo falso.
Después le conté al califa todas mis aventuras, y tanto le gustaron que las
mandó anotar por sus cronistas, para guardarlas en sus archivos.
Por largo tiempo me dediqué, en Bagdad, a disfrutar de mis riquezas y
divertirme en compañía de mis parientes y amigos. Y si Alá me lo permite,
mañana les contaré mi séptimo y último viaje.
—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Qué pasó con los
hombres-pájaro?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...
—Me llamo Abu Hassán —dijo el dueño de casa—, y soy hijo de un rico
mercader de Bagdad. Mi padre me educó con mucha severidad, y a su muerte
decidí desquitarme y vivir como se me antojara. Pero como soy una persona
prudente, guardé la mitad de mi herencia y con la otra parte me dediqué a
divertirme con mis amigos gastando mi dinero en fiestas y banquetes. Después
de un año de esta vida, no me quedaba ni un solo dinar. Y cuando necesité
ayuda de mis supuestos amigos, ¡todos habían desaparecido! Ni uno solo de los
que se habían divertido conmigo quiso ayudarme en la necesidad. Entonces
entendí las razones de mi padre. Y juré ante Alá no recibir nunca más en mi casa
a esos falsos amigos y no tratar a nadie más de dos días seguidos. Juré invitar solo
a extranjeros y solo por una noche.
—Creo que eres hombre muy curioso, pero inteligente y sensato —dijo el
califa disfrazado de mercader—. Y me gustaría pagarte de algún modo tu
gentileza. Pídeme lo que quieras, y no te quedes corto, Alá ha sido generoso
conmigo y me gustaría compartir contigo algo de lo mucho que tengo.
—Querido y breve amigo —dijo Hassán—, te agradezco muchísimo, pero
estoy contento con mi vida y no necesito nada. Lo único que yo quisiera, no me
lo puedes dar: me gustaría mucho ser califa por un solo día.
—¿Y para qué? ¿Qué harías si estuvieras en ese lugar?
—Has de saber, señor —dijo Hassán—, que la ciudad de Bagdad está
dividida en barrios y en cada barrio manda un jeque en nombre del califa. El
jeque de nuestro barrio es un monstruo en todo sentido. Es tan repulsivo que
parece hijo de un cerdo y una hiena. Tiene aliento a podrido, ojos de pez, boca
como una llaga maligna, lanza chorros de saliva cuando habla, tiene orejas de
cerdo y mejillas colgantes y pintarrajeadas como el trasero de un mono viejo.
Pero su aspecto no tendría importancia si no fuera porque este personaje, de
acuerdo con otros dos que lo sirven, en lugar de reprimir los delitos, se dedica a
cometerlos.
”Uno de sus secuaces tiene la cara lampiña como la de un eunuco, los ojos
amarillos y su voz se parece al ruido que sale del trasero de un burro. Su oficio
consiste en meterse en las casas de los vecinos y hablar con los sirvientes para
sonsacarles secretos que puedan ser útiles a su amo, jefe de ladrones y asesinos.
”El otro es un bufón de ojos saltones, calvo como una cebolla, tartamudo,
y tan gordo que nadie se atreve a invitarlo a sentarse en su tienda, porque rompe
con su peso cualquier silla.
”Entre los tres, tienen al barrio aterrorizado, roban, dañan, mienten,
calumnian, protegen a los malos y les sacan dinero con malas artes a los buenos
vecinos. Si yo fuera califa por un día, lo que haría sería castigar a esos tres
monstruos y arrojarlos al basurero público”.
Cuando Harún-al-Rashid escuchó lo que quería Hassán, fingió tomarlo en
broma, pero para sus adentros supo que esta vez tenía la oportunidad de
divertirse en grande. Y al servir vino en la copa de su nuevo amigo, echó en ella,
con disimulo, unos polvos somníferos. Apenas Hassán cayó profundamente
dormido, el califa le ordenó a su esclavo que se lo cargara al hombro y lo llevara
con ellos al palacio.
Abu Hassán dormía a la mañana siguiente en los aposentos de califa. Ante
él se inclinaba Chafar, el gran visir. Y allí estaban también, ocupando el lugar
que les correspondía según su categoría, los demás ministros, los emires, las
mujeres del harén, las músicas, las cantantes y los esclavos. Para despertarlo, un
esclavo le acercó a la nariz un hisopo empapado en vinagre, que lo hizo
estornudar con fuerza, arrojando mocos por la nariz. El esclavo recogió los
mocos en una bandeja de oro, para que no mancharan la cama o la alfombra.
Después le secó la nariz y le roció la cara con agua de rosas.
Al despejarse, Hassán se encontró en un salón con las paredes tapizadas de
seda. Estaba en un lecho adornado con encajes de oro, perlas y piedras preciosas.
Miró a su alrededor, vio a su lado el turbante y el cetro del califa, se convenció
de que estaba en un sueño, y cerró los ojos para seguir durmiendo.
Siguiendo las órdenes del verdadero Harún-al-Rashid, que estaba
escondido detrás de una cortina divirtiéndose como nunca, Chafar, el gran visir,
insistió en despertar a Hassán, tratándolo como si fuera el califa.
Abu Hassán no podía creer en lo que veía y se preguntaba si se había vuelto
loco. Interrogó uno a uno a todos los ministros y siguió después con los esclavos
y con las mujeres. ¡Todos le aseguraron que se encontraban frente al gran
Harún-al-Rashid, el Emir de los Creyentes!
Cuando le pidió a una hermosa jovencita que le mordiera un dedo, para
convencerse de que estaba despierto, la muchacha lo mordió con tanta fuerza
que lanzó un grito de dolor: ¡eso no era un sueño!
En ese momento el jefe de los eunucos se postró ante él.
—Perdón, mi amo, pero es la hora en que acostumbra mi amo pasar al
excusado para hacer sus aguas menores.
Y puso ante él el calzado que usaba el califa para esos menesteres, unas
pantuflas abiertas, con plataforma, bordadas de oro y perlas. Abu Hassán en su
vida había visto algo así. Creyó que le hacían un regalo y se las guardó en una de
las anchas mangas de su ropa de dormir. Los presentes reprimían las carcajadas
como podían y al califa, que lo veía todo desde su escondite, le dio tanta risa que
se cayó de espaldas.
Cuando los esclavos terminaron de vestirlo y lavarlo, el joven ya estaba
convencido de su nuevo destino.
—¡Sepan todos que yo no soy Abu Hassán, y al que diga lo contrario, lo
mando empalar! ¡Soy Harún-al-Rashid, el Califa! ¡En marcha todos!
Y como si no hubiera hecho otra cosa en su vida, Abu Hassán pasó a la sala
del trono y saludó con mucha gravedad a sus ministros, a sus guardias y los
mensajeros y representantes de todos los pueblos árabes que allí se encontraban.
Mañana volveré
a ser Abu Hassán,
¡pero hoy soy el Califa
por voluntad de Alá!
Yo soy Harún-al-Raschid,
mi reino es el Islam,
y si te pido un beso
me lo tienes que dar.
Abu Hassán se convirtió en uno de los amigos más cercanos del gran
Harún-al-Rashid, al que divertía con sus bromas y su alegre simpatía. El califa lo
llevaba con él a todos lados, incluso a las habitaciones de la princesa Sobeida, su
esposa principal, donde ni siquiera Chafar, el gran visir, tenía permitida la
entrada.
—Habrás notado, oh, Emir de los Creyentes —le dijo un día la señora
Sobeida a su marido—, la forma en que mira Abu Hassán a una de mis esclavas.
Y creo que la hermosa Caña de Azúcar también está enamorada de él.
—Sí, lo he notado —dijo el califa—. Quizás deberíamos casarlos. Pero
antes vamos a consultarlos para saber si están de acuerdo.
Caña de Azúcar, por toda respuesta, se puso muy colorada, se echó a los
pies de la princesa Sobeida y le besó el ruedo de la túnica en señal de
agradecimiento.
—Es mucha generosidad de tu parte, señor —dijo Abu Hassán—. Pero
antes de tomar esa decisión, quisiera que mi señora Sobeida le hiciera algunas
preguntas. Debo saber si compartimos los mismos gustos. Yo amo el vino, el
placer de la buena mesa y la alegría de la música. Si a la hermosa Caña de Azúcar
le gustan también, y si tiene el corazón tierno, seré feliz con ella. De lo contrario,
prefiero quedarme soltero y no meterme en enredos.
Y como Caña de Azúcar dijo que sí, que esos eran también sus gustos, el
califa hizo venir inmediatamente al cadí y allí mismo el juez extendió el contrato
y los casó. ¡Treinta días y treinta noches duró la fiesta de bodas!
Los recién casados disfrutaban de su amor y como eran los dos de gustos
parecidos, derrochaban el dinero a manos llenas. Así, después de un tiempo de
gastar y gastar en banquetes y diversiones, se encontraron con que no les
quedaba ni un solo dinar de los diez mil que el soberano les había regalado para
su boda. Preocupado por los asuntos de Estado, el califa no había dado orden de
que les dieran una cantidad de dinero todos los meses, y ahora los jóvenes no
tenían más que deudas.
—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Pudo solucionar su
problema Abu Hassán? ¿O tuvo que dejar el palacio convertido en un mendigo?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...
—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Qué pasó con Abu
Kássem? ¿Lo acusaron de robar las babuchas del cadí?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...