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© 2014, ANA MARÍA SHUA
© 2014, EDICIONES SANTILLANA S.A.
© De esta edición:
2015, EDICIONES SANTILLANA S.A.
Av. Leandro N. Alem 720 (C1001AAP)
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina

ISBN: 978-950-46-6163-4
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en Argentina. Printed in Argentina.

Primera edición: diciembre de 2020

Coordinación de Literatura Infantil y Juvenil: MARÍA FERNANDA MAQUIEIRA


Edición: LUCÍA AGUIRRE
Ilustraciones: FERNANDO FALCONE

Dirección de Arte: JOSÉ CRESPO Y ROSA MARÍN


Proyecto gráfico: MARISOL DEL BURGO, RUBÉN CHUMILLAS Y JULIA ORTEGA
Conversión ePub: EDUARDO COBO

Shua, Ana María


Una y mil noches de Sherezada / Ana María Shua ; ilustrado por Fernando Falcone. - 1a ed . -
Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Santillana, 2020.
Libro digital, EPUB - (Azul)

Archivo Digital: online


ISBN 978-950-46-6163-4

1. Narrativa Infantil y Juvenil Argentina. I. Falcone, Fernando, ilus. II. Título.


CDD A863.9283

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o
transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico,
fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la
editorial.
Una y mil noches
de Sherezada
Ana María Shua
Ilustraciones de Fernando Falcone
Índice

MIL Y UNA, UNA Y MIL


LA HISTORIA DE SHEREZADA
ALÍ BABÁ Y LOS CUARENTA LADRONES
ALADINO Y LA LÁMPARA MARAVILLOSA
EL PESCADOR Y EL GENIO
SIMBAD EL MARINO
PRIMER VIAJE DE SIMBAD
SEGUNDO VIAJE DE SIMBAD
TERCER VIAJE DE SIMBAD
CUARTO VIAJE DE SIMBAD
QUINTO VIAJE DE SIMBAD
SEXTO VIAJE DE SIMBAD
SÉPTIMO VIAJE DE SIMBAD
ABU HASSÁN, EL QUE SOÑABA DESPIERTO
OTRA AVENTURA DE ABU HASSÁN
LAS MALDITAS BABUCHAS DE ABU KÁSSEM
SHEREZADA: EL FIN DE LA HISTORIA
Ana María Shua. Autora
Otros títulos de la serie +12
MIL Y UNA, UNA Y MIL

Hace trescientos años, el mundo era muchísimo más grande. Los barcos a
vela cruzaban los mares empujados por el viento. Por tierra, nadie podía viajar
más rápido que sus caballos. Y esa era la velocidad a la que llegaban las noticias.
Todo quedaba lejísimos. Para Europa, los países orientales estaban del otro lado
de ese mundo inmenso.
Fue entonces cuando un arqueólogo francés, Antoine Galland, publicó por
primera vez un libro llamado Las mil y una noches, que había traducido de un
antiguo manuscrito árabe. Europa entera se enamoró de ese libro asombroso,
donde convivían sultanes y pescadores, sastres y califas, genios y mercaderes; un
libro donde había magia y maravillas pero también gente común que vivía su
vida cotidiana en los países del misterioso Oriente.
Algunos cuentos no estaban en el manuscrito en árabe que utilizó Galland,
y durante un tiempo lo acusaron de haberlos inventado. Él aseguraba que se los
había escuchado a un hombre que vivía de contar historias en Alepo, una ciudad
de Siria. Con los años fueron apareciendo otras versiones y manuscritos
originales de Las mil y una noches, hubo muchas otras traducciones directamente
del árabe a distintos idiomas, y se descubrió que Simbad el Marino, Alí Babá y
Aladino no eran creación de Galland, sino historias tan orientales y tan antiguas
como las demás.

Las mil y una noches es una colección de cuentos, que están enmarcados en
una historia general. Condenada a muerte, la bella Sherezada consigue salvar su
vida cada noche contando un cuento que interrumpe a la hora de la ejecución.
Para saber cómo termina el cuento, el sultán le perdona la vida hasta la noche
siguiente. En muchas de las historias hay personajes que empiezan a contar un
cuento, y entonces aparece un cuento que es parte de otro cuento que a su vez
forma parte de otro; un efecto parecido al de esas muñecas rusas que se meten
una dentro de otra.
Algunas de estas historias son muy antiguas, mucho más antiguas que la
civilización árabe. Se supone que unas vinieron de Persia, otras de la India, de
China o de Egipto... Pero todas pasaron por narradores árabes que les dieron su
toque especial. Por eso todos los reyes son sultanes, la principal religión es la
musulmana, y las comidas, la ropa, las costumbres son las del mundo árabe de la
Edad Media.
En esa época todavía parecía posible abarcar todo el conocimiento humano
sobre un tema en un solo libro. Y de algún modo eso es lo que intenta Las mil y
una noches: quiere ser el conjunto de todos los cuentos. Algunos son larguísimos
y Sherezada tarda varias noches en terminarlos. Otros son tan cortitos que
necesita muchos para poder entretener al sultán durante una sola noche. Hay
novelas históricas, cuentos de pícaros, historias de la vida cotidiana, y otras que
están hechas de pura magia.

Para escribir este libro me basé en la traducción que hizo directamente del
árabe el escritor español Rafael Cansinos Assens, cuya historia es tan interesante
que podría formar parte de Las mil y una noches. Elegí los cuentos más
tradicionales, como los de Alí Babá, Simbad y Aladino, y agregué unos pocos
que son menos conocidos. La mayoría de los cuentos que suelen leerse en
versiones para chicos están demasiado resumidos. Me propuse contarlos de una
manera entretenida para los lectores de hoy, pero con todo detalle para que no se
pierdan nada interesante. Espero haberlo logrado. Los lectores tienen la palabra.

Ana María Shua


LA HISTORIA DE SHEREZADA

Su propio hermano le contó al sultán Shariar que su esposa lo engañaba.


Y así comenzó una historia de amor, de locura y de muerte.
Durante veinte años el sultán Shariar había gobernado a su pueblo con
inteligencia y justicia, había juzgado con equidad a sus vasallos y la gente de su
reino lo amaba.
Por eso, cuando su hermano sembró en su corazón la semilla de la duda,
Shariar quiso primero asegurarse de que el terrible pecado era cierto.
Hizo que pregonasen por toda la ciudad que el rey saldría a cazar,
llevándose a sus tropas y a sus capitanes que, en efecto, salieron de la ciudad.
—Nadie debe entrar en mi ausencia en la cámara real —ordenó a sus
criados.
Pero el rey no participó en la partida de caza. Lo que hizo fue disfrazarse y
volver secretamente al palacio. En la habitación de su hermano, se sentó junto a
una celosía que daba al jardín y allí esperó.
Y he aquí que, después de una hora, vio salir al jardín a su esposa, la
sultana, la hija de reyes, la mujer a la que más amaba en este mundo. Un esclavo
negro la acompañaba. Y allí, mal ocultos por los árboles del jardín, los vio con
sus propios ojos abrazarse y besarse apasionadamente.
La oscuridad ennegreció su vista y la razón voló de su cabeza. El sultán
enloqueció de celos. Tomó su espada, bajó al jardín y de un solo tajo cruel mató
a la reina y a su amado. Y cuando Shariar vio la sangre roja manchando el verde
césped del jardín, cuando vio caído en tierra el cadáver de la mujer que más
había amado en este mundo, no lloró ni se arrepintió, ni sintió pena. Su corazón
se había convertido en piedra. Ahora el buen sultán Shariar no era más que un
monstruo sediento de sangre de mujer.
Desde entonces, casi cada día se casaba el sultán con una doncella diferente
y a la madrugada, cuando empezaba a despuntar el día, la mandaba matar.
Shariar siguió matando mujeres durante tres años. El pueblo, que lo había
amado y respetado, estaba ahora horrorizado y clamaba contra él. Todos los que
tenían hijas jóvenes huían de la ciudad.
—Hoy deseo casarme otra vez —le dijo un día el sultán a su visir—.
Tráeme una jovencita que no haya conocido hombre, para la ceremonia de
costumbre.
Y el visir tembló por su vida y por la de su familia. Porque ya no quedaban
muchachitas en la ciudad, excepto sus dos hijas: Sherezada, una belleza de quince
años, y Dunyasada, que tenía solo trece. Las dos hermanas eran hermosas,
gentiles y de cuerpos bien formados. Pero la mayor, además, era muy inteligente.
Había leído muchos libros, historias de todo tipo, las vidas de reyes antiguos y
noticias de pueblos que ya no existían.
—¿Por qué te veo de mal color, padre? ¿Por qué estás lleno de pena y
pesadumbre? —le preguntó Sherezada a su padre.
—Hijas mías —contestó el visir—, debemos irnos cuanto antes de aquí.
Preparen su equipaje tan rápido como puedan. En dos horas saldremos de la
ciudad.
Sherezada no tuvo necesidad de más explicaciones para entender lo que
estaba pasando.
—Padre mío, cásame con el rey. Yo conseguiré salvar a las otras mujeres del
reino y las libraré de la muerte. O moriré en el intento.
Pero el visir no estaba de acuerdo. Había visto a demasiadas jovencitas que
acudían alegres al encuentro de su esposo, el sultán, convencidas de que sus
encantos, su risa, su belleza, serían suficientes como para que Shariar les
perdonara la vida. Y ni una sola de ellas había sobrevivido para ver la luz de la
mañana. Por todos los medios intentó persuadir a su hija de que huyera, como lo
habían hecho tantas otras.
Sherezada no se dejó convencer. Unas horas después, pálido y angustiado,
con los ojos enrojecidos, el visir conducía a su hija, vestida con sus mejores
prendas y alhajas, a la presencia del sultán. Con un abrazo largo y triste se
despidió de ella para siempre.
Cuando Sherezada se quedó sola con Shariar, se echó a llorar con gran
pena. El sultán no se sorprendió. Si bien algunas jóvenes llegaban a él sonriendo,
con la ilusión de que podrían enamorarlo, otras estaban seguras de su destino.
—¿Qué te pasa? —le preguntó, aunque lo sabía perfectamente.
—Oh, sultán —dijo ella—, has de saber que tengo una hermana pequeña
y quisiera despedirme de ella.
Al rey le pareció aceptable cumplir ese último deseo de su nueva esposa.
Estaba dispuesto a satisfacer todos los deseos de las mujeres con las que se casaba,
excepto el de perdonarles la vida. Mandó a llamar a Dunyasad, que abrazó a su
hermana y se sentó a la puerta de la cámara real.
El sultán abrazó a Sherezada y la hizo suya. Pero la noche recién
comenzaba. De acuerdo con el plan de su hermana, Dunyasad entró a la cámara
real y le dijo a Sherezada:
—Hermana, sabes tantos cuentos y tan interesantes… ¿Por qué no nos
cuentas algo para que esta noche no sea tan larga y triste?
—Con alma y vida lo haré, hermana —dijo Sherezada—, siempre que
nuestro gentil sultán me lo permita.
Esa era una novedad: Shariar no tenía sueño y los cuentos le gustaban
muchísimo. Había comprado varias esclavas narradoras, pero entre todas no
conocían más que un puñado de cuentos, siempre los mismos, que finalmente
terminaban por repetirse. Sherezada tenía una voz muy agradable. ¿Por qué no?
Si el cuento no le gustaba, o ya lo conocía, siempre podía mandarla a matar un
poco antes de lo previsto. Dio su permiso y, muy interesado, se preparó para
escuchar.
Sherezada comenzó su historia. El sultán y Dunyasad la escuchaban
atentamente.
ALÍ BABÁ Y LOS CUARENTA LADRONES

Cuentan los que saben (pero Alá sabe más), que en una antigua ciudad de
Irán vivían dos hermanos llamados Kássem y Alí Babá.
Su padre murió cuando los hermanos eran todavía muy jóvenes. No dejó
mucha herencia, y los muchachos se la gastaron en forma tan irresponsable que
pronto se encontraron en la miseria.
Kássem, el mayor, no era buena persona. Pero era astuto y, sobre todo,
muy buen mozo. Una vieja casamentera, que lo estudió a fondo, le aseguró que
conseguiría casarlo con una mujer rica. Firmaron un contrato: después de la
boda, el muchacho debía pagarle una importante suma de dinero.
La casamentera era buena en su oficio. En poco tiempo, Kássem se
encontró casado con una preciosa jovencita que había traído como dote nada
menos que una tienda bien provista de mercadería en el centro mismo del zoco,
el mercado de la ciudad.
Alí Babá, el menor, era muy diferente. Modesto y con pocas ambiciones,
tenía una mirada cálida que no se parecía en nada a los ojos vacíos de su
hermano. Decidió ser leñador y se hizo fuerte en una vida difícil, de trabajo y
miseria. Había aprendido de la experiencia y, en lugar de despilfarrar el dinero,
lo ahorró con gran esfuerzo. Así pudo comprarse un burro, después otro, y para
el momento en que da comienzo a esta historia tenía ya tres borricos que traía
del bosque cargados de leña.
Los otros leñadores, que sabían cómo había cargado la leña en su propia
espalda, al verlo con tres asnos empezaron a tenerle respeto. Uno de ellos le
ofreció a su hija por esposa. Alí Babá se casó con ella y tuvieron varios hijos,
hermosos como lunas. Los hijos crecieron y la familia vivía en la ciudad, en una
casa modesta pero espaciosa. Tenían incluso un par de esclavos.
Un día entre los días, Alí Babá estaba cortando leña muy adentro del
bosque mientras los burros pastaban, cuando sintió un ruido lejano. Poniendo la
oreja en el suelo, escuchó que varios caballos se acercaban al galope.
Como era un hombre pacífico, al que no le interesaban las aventuras, se
asustó bastante. Para protegerse, se trepó a un árbol que estaba en un montecillo
cercano, desde donde se podía ver todo el bosque sin ser visto.
¡Lo bien que hizo en esconderse! Apenas se había acomodado en la copa del
árbol, cuando llegó una tropa de jinetes armados hasta los dientes.
Por la expresión oscura de sus caras, por la forma en que relucían sus ojos
de cobre, por sus barbas partidas en dos alas de cuervo, no había duda de que se
trataba de bandidos y asesinos.
Desde su seguro escondite, Alí Babá vio cómo, obedeciendo a una seña de
su capitán, los ladrones desmontaron y ataron sus caballos a los árboles. Cada
uno cargó con una bolsa que parecía muy pesada. Con el capitán, eran
exactamente cuarenta. Se pusieron en fila junto a una roca muy grande.
El capitán se encaró con la roca y con voz tonante gritó:
—¡Ábrete, sésamo!
Como si fuera una enorme puerta, la roca giró y se abrió dejando ver la
entrada de una cueva subterránea adonde empezaron a entrar todos los
bandoleros. El capitán fue el último, y apenas pasó, la puerta mágica se cerró
detrás de él.
Y la roca se cerró de manera tal que nadie hubiera podido adivinar que allí
había una cueva. Alí Babá esperó un tiempo, sin atreverse a bajar del árbol, muy
preocupado por sus burritos. Al poco rato se escuchó una especie de trueno
subterráneo, la roca volvió a girar y los cuarenta ladrones salieron llevando sus
bolsas vacías. Con un “¡Ciérrate, sésamo!”, el capitán hizo desaparecer la entrada,
volviendo la roca a su lugar. Los bandidos montaron y se fueron por donde
habían venido.
Alí Babá tenía mucho miedo y tardó en convencerse de que realmente no
volverían. Solo después de un largo tiempo, bajó del árbol, mirando hacia todos
lados, para asegurarse de que nadie lo veía.
En puntas de pie, conteniendo el aliento, se acercó a la roca misteriosa.
Tanta curiosidad tenía que ni se acordó de los tres burritos que eran el pan de
sus hijos. Revisó la roca por todas partes sin encontrar ni el menor resquicio por
donde se pudiera pasar. Y por fin, juntando todo su coraje (que no era mucho),
gritó, con voz temblorosa, la fórmula mágica:
—¡Ábrete, sésamo!
Y la roca se abrió de golpe, dándole tal susto que el pobre hombre estuvo a
punto de escapar. Finalmente se atrevió a avanzar, convencido de que se
encontraría con una caverna de horror y tinieblas. En lugar de eso, caminó por
una ancha galería hasta llegar a una gran sala abovedada, tallada en la misma
roca, bien iluminada por la luz del día que entraba a través de agujeros calados
en los ángulos del techo. Apenas entró en la sala, la puerta se cerró sola, lo que
no le gustó nada. ¿Volvería a abrirse cuando tuviera que salir?
El espectáculo era tan increíble que por un momento olvidó sus temores.
Contra las paredes, del piso al techo, había montones de ricas mercancías, telas
de brocado y de seda, grandes arcas llenas hasta el tope de monedas y otras
repletas de lingotes de oro y plata. Todo el suelo de la sala estaba cubierto de
joyas y piedras preciosas.
Alí Babá, que nunca en su vida había visto el color ni sentido el olor del
oro, estaba asombradísimo. Pensó que esa cueva debía ser refugio de bandidos
desde hacía siglos, porque para reunir semejante cantidad de riquezas no
alcanzaba con toda la vida de los cuarenta ladrones: ¡allí estaba el botín robado
por sus padres, sus abuelos y sus bisabuelos!
Cuando consiguió recuperarse de la impresión, se dijo:
“Alí Babá, si el destino te trajo hasta aquí, por algo será. Todo esto es fruto
del crimen y del robo. No harás ningún daño si lo aprovechas”.
Y así tranquilizada su conciencia, tomó una de las bolsas de provisiones que
también guardaban allí los ladrones, la vació y volvió a llenarla de monedas de
oro, sin tocar ninguna otra cosa. Llenó tantas bolsas como pensó que podían
cargar sus borriquitos.
—¡Ábrete, sésamo! —gritó con voz tonante, porque ya se estaba
acostumbrando a usar fórmulas mágicas sin sorprenderse.
Fue a buscar a sus tres burros, los cargó, cubrió la carga con ramitas y hojas
secas para que nadie sospechara nada y... “¡Ciérrate, sésamo!”.
Con mucho cuidado, a paso lento, llegó Alí Babá a su casa con los burritos.
A esa hora, la puerta estaba cerrada por dentro con una tranca. Pero Alí Babá
gritó “¡Ábrete, sésamo!”. Y así como se había abierto la cueva de los ladrones, ¡se
abrió también la puerta de su casa! El leñador comprendió que poseía un secreto
extraordinario. Decidió ocultarlo y usarlo con mucho cuidado, solamente en
situaciones muy especiales.
—¿Cómo entraste? —preguntó su mujer al verlo—. ¡Si yo misma cerré la
puerta por dentro con la tranca! ¿Y qué traes en esas bolsas tan grandes y pesadas
que nunca te vi llevar?
—En vez de hacerme tantas preguntas, ayúdame a descargar esto, mujer —
le contestó Alí Babá.
Pero cuando el leñador volcó sobre una estera las bolsas de monedas, que
cayeron como una cascada de oro refulgente, su esposa se echó a llorar a gritos.
¿Cómo podía haber conseguido su marido tanto dinero, más que robando? ¡Ese
oro mal obtenido no les traería más que desgracia! Con gran esfuerzo consiguió
Alí Babá calmarla lo suficiente como para que escuchara su historia.
Cuando se convenció de que los únicos robados eran esos malvados
bandidos, la mujer se sintió simplemente feliz. ¡Eran ricos! Sentada en el suelo, se
puso a contar las monedas una por una.
—Mujer, estás loca —la retó su marido, echándose a reír—. ¡No
terminarás nunca de contar! Lo más urgente, ahora, es ocultar este tesoro. Vamos
a cavar un pozo en el suelo de la cocina para ponerlo allí.
—Yo necesito saber cuánto tenemos —insistió la mujer— para ordenar las
cuentas de la casa y saber cómo gastar. Si no hay tiempo de contar las monedas,
al menos quiero medirlas para tener una idea de la cantidad.
Muy decidida, mientras su esposo cavaba, ella salió a buscar una jarra
especial que se usaba para medir cantidades de cereal. Tal vez podría conseguirla
en casa de Kássem, el hermano de Alí Babá. Su cuñada era rica pero no era
buena persona: nunca los invitaba y ni siquiera era capaz de mandarles un
regalito para el cumpleaños de sus hijos. Los consideraba unos pobretones
molestos.
La mujer de Kássem se sorprendió con el pedido. ¿Para qué querrían esos
muertos de hambre una jarra de medir granos? Solo los ricos, que guardaban en
su casa trigo o cebada suficiente para varios meses, usaban esas jarras. En vez de
decir que no le prestaba nada, lo que hubiera hecho en otra ocasión, decidió
averiguar qué habían conseguido Alí Babá y su mujer. Antes de darle la jarra,
untó el fondo con grasa, para que se quedara pegado algo de lo que iban a medir.
Cuando la mujer de Alí Babá le fue a devolver la jarra a su cuñada, no se
dio cuenta de que había quedado pegada en el fondo una moneda de oro.
La mujer de Kássem vio la moneda y la cara se le puso amarilla de envidia
como el azafrán. Mandó a buscar a su marido, que estaba en el mercado, y le
gritó furiosa:
—¡Te crees muy rico porque tienes una tienda en el mercado! ¡Y tu
hermanito con sus tres burros tiene tantas monedas de oro que no las puede
contar, y las tiene que medir como si fueran granos de trigo! ¡Ahora mismo vas a
ver a ese mentiroso que se hace el pobre, y averiguas cómo consiguió ese oro!
A Kássem se le ennegreció la vista y casi se le revienta la hiel de solo pensar
que su despreciable hermano, al que ni se molestaba en saludar por la calle,
podía ser más rico que él. ¡Estaba indignado! Corrió a la casa de Alí Babá para
increparlo.
—¡Así que nos engañas a todos haciéndote el pobre! ¡Y en este chiquero de
chinches y piojos mides monedas de oro como si fueran garbanzos! ¿Dónde
robaste esto? —le dijo, mostrándole la moneda, todavía untada de grasa, que le
había dado su mujer.
Cuando escuchó los insultos de su hermano, Alí Babá comprendió que no
tenía sentido seguir ocultándole la verdad y le contó su aventura.
—No vayas a ese lugar, es demasiado peligroso, hermano querido —le dijo
a Kássem—. Te ofrezco compartir conmigo mitad por mitad todo lo que tengo.
Pero Kássem era malvado y codicioso. No le bastaba lo que su hermano le
ofrecía y se dio cuenta de que había algo más, un secreto que todavía no conocía.
—Si no me dices ahora mismo cómo entrar en esa cueva, te denuncio a la
policía por ladrón. ¡Y tendrás que explicar de dónde sacaste todo ese oro!
Muy asustado, Alí Babá le enseñó las palabras mágicas. Sin decirle ni
gracias, su hermano se fue para preparar su visita a la cueva del tesoro.
Al otro día, muy temprano, llegó Kássem al bosque con diez fuertes mulos
cargados con grandes cofres. Su plan era volver más tarde con más mulos y, si
fuera necesario, con toda una recua de camellos. Quería dejar la cueva vacía.
—¡Ábrete, sésamo! —gritó, cuando llegó a la roca que su hermano le había
descripto.
Al entrar en la cueva, la puerta se cerró y Kássem se lanzó a la cámara del
tesoro. Su sorpresa y admiración fueron enormes. Allí había mucho más de lo
que hubiera podido imaginar. ¡Ni todos los camellos de Arabia le alcanzarían
para llevarse tantas riquezas! Para empezar, fue llenando con monedas de oro las
bolsas que había traído y las acumuló en la puerta de la cueva. Ahora tenía que
cargar sus mulos.
—¡Ábrete, cebada! —gritó con energía.
Pero la puerta no se abrió. Enloquecido al ver tantas joyas y tanto oro,
Kássem se había olvidado de la fórmula mágica. Pensó que sería fácil abrir la
puerta si lo intentaba con todas los granos que conocía.
—¡Ábrete, centeno! —ordenó—. ¡Ábrete, mijo! ¡Ábrete, trigo! ¡Ábrete,
arroz!
Pero la puerta de piedra no se abría. Aterrado, Kássem empezó a nombrar
cereales, semillas, y después siguió con frutas y después con cualquier otra
comida. Pero entre todas las cosas que existen en este mundo, se había olvidado
el nombre de una, solo una, y era justamente ese nombre y ningún otro el que
podía hacer que se abriera la roca. Kássem no se podía acordar de la palabra
“sésamo”. Desesperado, temblando de miedo, echando espuma por la boca como
un camello cansado, revisó con los ojos y las manos todas las paredes de la cueva
buscando un resquicio, un agujero, una grieta que pudiera darle un indicio de
cómo salir de allí. Pero no encontró nada.
Al mediodía, como siempre, llegaron los bandidos a la entrada de la
caverna y lo primero que vieron fue a los diez mulos con cofres vacíos atados a
los árboles.

—¡Ábrete, sésamo! —gritó entonces el capitán, levantando su sable.

Pero en este punto, Sherezada hizo silencio.


—¿Y qué pasó? —preguntó el sultán—. ¿Los bandidos encontraron a Kássem
en la cueva? ¿Pudo escaparse? ¿Qué le hicieron?
—Mi señor —contestó Sherezada—, el sol está disipando la oscuridad de la
noche. Empieza el alba y es hora de cumplir con mi destino...
—No, no, de ninguna manera —dijo el sultán—. Yo tengo que saber qué
pasó. Te perdono la vida hasta mañana. Vamos todos a dormir y esta noche seguirás
contándome la historia.
Sherezada y su hermana Dunyasad se miraron sin hablar, pero sus ojos lo
decían todo. La noche siguiente, cuando Dunyasad tuvo permiso para volver a entrar
en el aposento real, Sherezada ya estaba lista para seguir con su cuento.

Kássem, que había escuchado las voces de los bandidos, se acurrucó en un


rincón de la cueva maldiciendo su mala memoria. Al abrirse la roca se lanzó con
todas sus fuerzas hacia allí tratando de escurrirse por la abertura. Pero los
bandidos se arrojaron sobre él y cortaron con sus sables todo lo que había para
cortar. En un abrir y cerrar de ojos lo dejaron sin piernas ni brazos ni cabeza. Y
aquí termina para siempre la triste historia de Kássem, el mal hermano.
Cuando se hizo de noche y la mujer de Kássem vio que su marido no
volvía, fue muy asustada a la casa de su cuñado a pedir ayuda.
Apenas había salido el sol cuando Alí Babá con sus tres burros llegó otra
vez a la entrada de la cueva, en busca de su hermano. Pronunció las palabras
mágicas, y lo primero que vio al entrar fue un espectáculo tan horrible que
estuvo a punto de caer desmayado. Como advertencia a cualquiera que se
atreviera a entrar, los bandidos habían dejado a la entrada de la cueva el cadáver
de Kássem cortado en seis pedazos.
Alí Babá era un buen musulmán. No podía dejar allí el cadáver
despedazado de un hombre que había nacido de su padre y de su madre: su
hermano debía ser enterrado. Horrorizado, metió en una bolsa los restos de
Kássem y los cargó en uno de los burros. Y se llevó también unas cuantas bolsas
más de oro, para que sus otros burros no volvieran con las alforjas vacías.
Disimuló toda la carga con leña. Llorando de pena y de miedo, se volvió a la
ciudad.
En cuanto llegó a su casa, llamó a su esclava Luz-de-la-Noche para que lo
ayudara a descargar los burros. Alí Babá y su esposa se habían hecho cargo de
Luz-de-la-Noche al morir su madre y la habían criado y educado como si fueran
sus padres. Además de buena y simpática, la muchachita era muy inteligente y
siempre se le ocurría una solución para los problemas más difíciles. Alí Babá
decidió contarle todo y pedirle ayuda.
—Nadie debe saber qué le pasó a Kássem —le dijo—. Hay que enterrarlo
como si hubiera muerto de muerte natural. ¡Y allí está, partido en seis pedazos!
—Ve tranquilo, mi amo y mi padre, que yo encontraré la solución —dijo
Luz-de-la-Noche.
Cuando Alí Babá le contó a su cuñada lo que había pasado con su marido,
tuvo que esforzarse mucho para lograr que la desdichada contuviese sus gritos y
sollozos. Era peligroso atraer la atención de los vecinos.
Entretanto, Luz-de-la-Noche ya había corrido a la droguería de enfrente a
comprar un remedio que se usaba solamente en casos gravísimos.
—¿Quién está tan enfermo? —se alarmó el droguero.
—Kássem, el hermano de mi amo. Su mujer lo ha traído a nuestra casa.
Tiene la cara amarilla, no puede moverse, se ha quedado ciego y sordo —en eso,
la muchachita no mentía del todo...—. ¡Ojalá esta droga lo salve de la muerte!
Al otro día Luz-de-la-Noche apareció en la droguería llorando, y pidió una
medicación que solo se administraba a los agonizantes. Por el camino de vuelta a
su casa se ocupó de que todos los vecinos se enteraran de que el hermano de Alí
Babá estaba a punto de morir.
Nadie se sorprendió cuando al día siguiente se escucharon los gritos,
sollozos y alaridos de las mujeres en la casa de Alí Babá. El pobre Kássem había
muerto, sin duda, a causa de la enfermedad que ya todos conocían.
Pero Luz-de-la-Noche sabía que todavía no era suficiente. Había que
disimular que el cadáver estaba cortado en seis pedazos. Corrió, entonces, a la
tienda de un zapatero remendón al que apreciaba por la calidad de su trabajo.
—Necesitamos la habilidad de tus manos, Mustafá —le dijo, dándole un
dinar de oro.
—¿Qué quieres de mí, cara de luna hermosa?
—Quiero que vengas conmigo, con todo lo que necesites para coser cuero.
Pero tienes que dejarte vendar los ojos.
—¿Qué locura es esta? —gritó el zapatero—. ¿Qué crimen quieres hacerme
cometer?
—Ningún crimen, Mustafá, es un simple trabajo de costura —dijo la
chica. Y le puso en la mano otra moneda de oro.
Con los ojos vendados Luz-de-la-Noche llevó a Mustafá hasta la bodega de
la casa de Alí Babá. Allí le quitó la venda y le mostró las piernas, los brazos, el
tronco y la cabeza del difunto.
—Te necesitamos para que cosas estas seis partes en su lugar. El hermano
de mi amo fue atacado por bandidos. ¡Nadie más en el mundo podría hacer este
trabajo tan delicado! —Y le puso en la mano el tercer dinar de oro—. Tendrás
uno más si lo haces rápido.
El zapatero era realmente muy hábil. En poco tiempo terminó la tarea.
Luz-de-la-Noche le pagó un dinar más, volvió a vendarle los ojos y lo condujo a
su tienda.
La muchachita lavó el cadáver y le peinó la barba. Lo perfumó con mucho
incienso y agua de olor, porque ya olía bastante mal y, con ayuda de Alí Babá, lo
envolvió en una mortaja. Llamaron a un imán, un sacerdote musulmán, para
que rezara las oraciones que se deben a los muertos y pusieron al cadáver sobre
una camilla que los mismos vecinos se turnaron para llevar en andas al
cementerio. En casa de Alí Babá las vecinas rodeaban a la viuda y, de acuerdo
con la costumbre, la acompañaban en su duelo con tales gritos que atronaban
todo el barrio. Todos creían que el pobre Kássem había muerto de enfermedad.
A todo esto, los cuarenta ladrones, después de dejar el cadáver cortado en
pedazos adentro de la cueva, habían decidido no volver por un tiempo, para
evitarse el olor de la putrefacción. Cuando por fin se decidieron a entrar otra vez
a la cueva, se quedaron boquiabiertos al ver que no había ni cadáver, ni
putrefacción, ni huesos, ni nada.
—¡Nos han descubierto! —dijo el capitán—. No volveremos a estar
seguros hasta que encontremos al cómplice del muerto y lo matemos también.
Al día siguiente, muy temprano, uno de los ladrones, disfrazado, visitó la
ciudad. Y tanta suerte tuvo que encontró todas las tiendas cerradas, excepto la
del zapatero Mustafá, que estaba cosiendo unas babuchas, el típico calzado árabe.
—Te felicito —dijo el ladrón, tratando de caer simpático para sonsacar
información—. ¡Nunca vi a un hombre de tu edad con tan buena vista y manos
tan hábiles para trabajar el cuero!
Y el zapatero, muy orgulloso, no pudo evitar jactarse de su hazaña.
—¡Por Alá, que todavía puedo enhebrar una aguja al primer intento! ¡Y
hasta soy capaz de coser las seis partes de un cadáver en un sótano oscuro!
El ladrón se volvió loco de alegría. ¡No podía creer en su buena suerte!
—¿Las seis partes de un cadáver? —contestó, fingiendo asombro—. ¿Acaso
es costumbre de estas tierras cortar en trozos a los muertos y coserlos otra vez?
¿Es para ver lo que tienen adentro?
—¡Ja, ja, claro que no! —contestó Mustafá—. Pero no puedo decirte más,
porque esta mañana me desperté con la lengua torcida y la memoria corta.
—Como extranjero, me interesan las costumbres de otras tierras —dijo el
ladrón, poniéndole al zapatero un dinar de oro en la mano—. ¿Podrías llevarme
a la casa donde hiciste semejante hazaña?
—Me llevaron con los ojos vendados, extranjero. Pero el hombre no ve
solamente con los ojos, sino también con los dedos, con la nariz y los oídos. Si
me vendas, quizá pueda encontrar la casa.
Con los ojos vendados, de la mano del ladrón, el zapatero consiguió
orientarse.
—Aquí es —dijo Mustafá, al llegar a la casa de Alí Babá—. Reconozco el
lugar por el olor a bosta de burro. La primera vez que me trajeron, tropecé con
este mismo banco de piedra que está contra la pared.
El ladrón marcó la puerta de la casa con un trozo de yeso, le quitó la venda
al zapatero, le dio otra moneda de oro, le agradeció mucho y le prometió ser
cliente suyo todavía la vida y no comprarle babuchas a nadie más.
Esa mañana, cuando la joven esclava Luz-de-la-Noche volvió de la compra,
vio la cruz blanca de yeso marcada en la puerta y no tuvo dudas de había algún
peligro. Con un trozo de yeso, marcó exactamente igual todas las casas de la
calle.
Al día siguiente, los bandidos entraron a la ciudad con disimulo, de dos en
dos. Fueron hasta la calle indicada, buscaron la puerta marcada. ¡Y la
encontraron enseguida! Porque todas las puertas del barrio estaban señaladas por
una cruz blanca de yeso. Volvieron a su guarida tan furiosos que condenaron a
muerte al ladrón que los había guiado y allí mismo le cortaron la cabeza.
Ahora sabían que se enfrentaban con alguien inteligente y peligroso. Había
que encontrarlo cuanto antes. Otro bandido, que había escuchado toda la
historia del zapatero, volvió a la ciudad y se hizo llevar por Mustafá hasta la casa
de Alí Babá. Hizo en la puerta una marquita roja muy pequeña, seguro de que
nadie la vería. No sabía que cada vez que Luz-de-la-Noche entraba y salía,
revisaba la puerta y las paredes de la casa con todo cuidado.
Al día siguiente, los ladrones encontraron otra vez todas las puertas del
barrio con la marquita roja en el mismo lugar. Y la cabeza del segundo ladrón
rodó por el suelo de la cueva, como le había pasado al primero. De los cuarenta
ladrones, quedaban ahora treinta y ocho.
El capitán, que era un poco menos tonto que los demás, decidió ir por sí
mismo a buscar la maldita casa. Con ayuda de Mustafá, la encontró enseguida,
pero en vez de hacer una marca, miró bien el lugar y confió en su memoria.
—Esta vez no se nos escapará el causante de nuestro daño —les dijo a sus
compañeros—. Necesitamos treinta y ocho tinajas de cerámica, grandes y
panzonas, de boca ancha, vidriadas por dentro, que no tengan ninguna rajadura.
Una sola debe estar llena de aceite de oliva.
Acostumbrados a obedecer a su capitán sin pedir explicaciones, los ladrones
fueron al zoco uno por uno para no llamar la atención con una compra tan rara.
Trajeron las tinajas atadas de a dos en cada caballo.
—Ahora —le dijo el capitán—, ¡a quitarse la ropa! Cada uno se meterá
adentro de una tinaja sin llevar más que sus armas y sus sandalias.
Cada ladrón se metió en una tinaja, acurrucado de tal modo que las
rodillas le chocaban con el mentón. Parecían pollitos adentro de un huevo, a
punto de romper el cascarón. Tenían una cimitarra en la mano derecha, un
garrote en la izquierda y, debajo de sus traseros, las babuchas para calzarse
cuando salieran de la tinaja.
El ladrón número treinta y siete le hacía de contrapeso a la tinaja de aceite.
El capitán, satisfecho, tapó la boca de las tinajas con hojas de palmera, para
que no se viera su contenido y los hombres pudieran respirar. Y untó las tinajas
por fuera con un poco de aceite, como si se hubieran desbordado con el balanceo
de los caballos, de modo que nadie que los viera pasar dudara de su contenido.
Disfrazado de aceitero, entró a la ciudad con su extraña carga y llegó hasta la casa
de Alí Babá.
—Oh, señor —le rogó al dueño de casa—. Soy mercader de aceite, no
conozco la ciudad y no tengo adónde ir. ¿Podría quedarme con mis caballos en
el patio de tu casa? ¡Solo por esta noche!
Alí Babá, que era muy buena persona, se acordó de la época en que era un
pobre mendigo y tenía que dormir en la calle. Y le dio entrada al capitán de los
ladrones con sus caballos y sus peligrosas tinajas. En el bosque lo había visto de
lejos y desde arriba de un árbol. Ahora, con su disfraz, no lo reconoció.

—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Los bandidos mataron


a Alí Babá y a toda su familia?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

Alí Babá ordenó a Luz-de-la-Noche y a su otro esclavo que ayudaran al


huésped a descargar las tinajas y a alimentar a los caballos.
Después, invitó al supuesto aceitero a compartir su cena. Cuando
terminaron, el capitán pidió permiso para ir al baño. Con esa excusa, fue al
patio. Inclinándose sobre las tinajas, le dijo a cada uno de sus hombres:
—Antes de que amanezca, arrojaré una piedrita contra la tinaja. Apenas la
oigas, sal con tu cimitarra preparada para matar.
Y se volvió a la casa, tan tranquilo que poco después estaba en su cama
roncando como un búfalo de los pantanos.
Entretanto, Luz-de-la-Noche estaba lavando los platos cuando se le
terminó el aceite de su lámpara y se quedó a oscuras. Afligida, se dio cuenta de
que se había olvidado de comprar aceite de repuesto.
—¡Tontita! ¿Y tu famoso ingenio? —le dijo el otro esclavo de la casa—.
¡Tenemos treinta y ocho tinajas de aceite en el patio! Nadie se dará cuenta si
sacas un poco para tu lámpara.
Luz-de-la-Noche destapó una tinaja y metió dentro la aceitera, pero en
lugar de sumergirse en líquido, chocó con algo duro.
—¡Más que piedrita, nuestro capitán me tiró una roca! ¡Llegó el momento
de salir! —se escuchó que decía alguien que estaba adentro de la vasija.
En vez de gritar, Luz-de-la-Noche se tragó el susto y murmuró:
—Todavía no, valiente compañero. Tu capitán me mandó a avisarles que
dormirá unas horas. Duérmete tú también.
Después revisó las tinajas una por una y a todas les fue diciendo lo mismo.
Luz-de-la-Noche contó treinta y siete cabezas de bandidos y llenó su recipiente
en la única tinaja que tenía aceite de verdad.
Mientras encendía su lámpara, la muchachita se preguntaba desesperada
qué hacer. ¿Cómo podría salvar a la gente de la casa? Imposible enfrentarse a esa
cantidad de hombres armados. Su mente trabajaba a toda velocidad. En menos
tiempo del que se tarda en contarlo, puso en práctica su plan.
Para empezar, encendió el fuego debajo del caldero grande que colgaba en
el patio. Después, con su aceitera, sin hacer ruido, llenó poco a poco el caldero
con aceite de la tinaja. Cuando el aceite comenzó a hervir, con mucho cuidado
de no quemarse, Luz-de-la-Noche llenó un balde, levantó la tapa de la primera
tinaja y echó el aceite hirviendo sobre la cabeza del ladrón que estaba adentro. El
hombre quedó muerto en el acto. Tranquila, sin apresurarse, Luz-de-la-Noche
hizo lo mismo con cada una de las treinta y siete tinajas. Y allí murieron todos
los ladrones, fritos y asfixiados, sin alcanzar a decir ni ay.
Después apagó el fuego, tapó otra vez las tinajas con las hojas de palmera,
se volvió a la cocina, apagó su lámpara y se quedó acechando en la oscuridad.
No tuvo que esperar mucho. En mitad de la noche se despertó el falso
aceitero, el capitán de los ladrones. El patio estaba oscuro y en silencio, señal de
que todos en la casa estaban dormidos. Tal como les había dicho a sus
compañeros, comenzó a tirar contra las tinajas unas piedritas que había llevado
consigo. Como tenía buena puntería, todas dieron en el blanco. Pero los
ladrones no se movían. Furioso, pensando que estaban dormidos, el capitán bajó
al patio entre maldiciones. Al acercarse a las tinajas, el olor a carne frita lo hizo
echarse hacia atrás. Las tocó, sintió que estaban calientes, levantó las hojas de
palmera y comprendió con horror lo que había pasado.
Dando un tremendo salto por encima de la tapia, escapó a la calle, y no
paró de correr hasta llegar a su cueva. ¡Tenía que encontrar el modo de vengarse!
Apenas amanecía cuando Luz-de-la-Noche fue a despertar a su amo, lo
llevó al patio y le pidió que mirara dentro de las tinajas. Alí Babá se espantó al
ver el horrible espectáculo, pero más todavía se espantó al darse cuenta de que él
y su familia podrían haber sido cortados en pedazos por las cimitarras que
sostenían todavía los cuerpos de los ladrones muertos. Emocionado y agradecido,
abrazó a la muchachita.
—Si siempre fuiste como una hija para nosotros, ahora te querremos más
que nunca. Ya no eres esclava. ¡Nos salvaste la vida, Luz-de-la-Noche!
Y corrió a contarles a su mujer y a sus hijos lo que había hecho por ellos la
astuta jovencita.
A la noche siguiente, con ayuda del otro esclavo y de toda su familia, Alí
Babá cavó una fosa enorme y profunda donde enterraron los treinta y siete
cadáveres.
Desde entonces, todo fue alegría en esa casa. Alí Babá, su mujer y sus hijos,
se desvivían por demostrarle su agradecimiento a Luz-de-la-Noche.
A todo esto, alguien tenía que atender la tienda que el desdichado Kássem
tenía en el mercado. Se le encomendó la tarea al hijo mayor de Alí Babá. Cerca
de la tienda se instaló en esos días un mercader nuevo al que nadie conocía.
Trataba al muchacho con gran cortesía y muchas veces lo invitaba a compartir su
almuerzo. El jovencito quiso devolverle la gentileza y, con el acuerdo de su
padre, lo invitó una noche a cenar a su casa.
—Quiero que vengas a compartir con mi familia el pan y la sal de la
amistad.
—Me gustaría mucho —dijo el mercader—. Pero tengo una costumbre
poco común y quizás sea un problema para ustedes: no como nada que tenga sal.
—¡Eso no es un problema! Le pediremos a nuestra cocinera que prepare
todo sin sal. Te esperamos esta misma noche.
Alí Babá y su hijo le pidieron a Luz-de-la-Noche que se encargara
personalmente de controlar la preparación de la cena, para que ni un solo grano
de sal fuera a parar a la comida del invitado. Para no llamar la atención de los
vecinos con su inesperada riqueza, no se habían mudado ni habían cambiado de
vida, pero ahora tenían una cocinera negra que ayudaba a Luz-de-la-Noche.
A la muchachita no le gustó el pedido del invitado. El pan y la sal eran
sagrados símbolos de amistad, y alguien que se negaba a compartirlos, bien podía
ser un enemigo. Mientras les servía la cena a los hombres, que comían solos y
aparte de acuerdo con la costumbre, observaba con disimulo al extraño huésped.
Después de la cena Alí Babá y su hijo se sorprendieron mucho al ver
aparecer a Luz-de-la-Noche disfrazada de bailarina. Una banda con monedas de
oro le adornaba la frente, usaba un collar de cuentas de ámbar, un cinturón
dorado le apretaba la fina cintura y llevaba pulseras con cascabeles y ajorcas en
los tobillos. Como todas las bailarinas profesionales, llevaba colgado de la cintura
un puñal con empuñadura de piedra negra y una larga hoja filosa que se usaba
para marcar los gestos en la danza. Tenía los ojos muy pintados y las cejas
renegridas.
Ni Alí Babá ni su hijo sabían que Luz-de-la-Noche era tan buena bailarina.
La miraron boquiabiertos. Con la gracia de una gacela, bailó la danza de los
velos, la del pañuelo y la del bastón. Bailó las danzas de las bailarinas judías y de
las griegas y de las persas, y finalmente inició la ondulante danza del puñal. Luz-
de-la-Noche bailaba maravillosamente, como sostenida por alas invisibles. Y con
sus pasos de danza se acercaba y se alejaba de los comensales. De pronto, cuando
nadie lo esperaba, se lanzó contra el invitado y le clavó el puñal en el pecho hasta
la empuñadura. El mercader alcanzó a dar un débil suspiro y se desplomó sobre
la alfombra, a los pies de la bailarina. Estaba muerto.
Los hombres creyeron que la joven se había vuelto loca. Aterrados, se
lanzaron sobre ella para sujetarle los brazos y arrancarle el arma.
—Mis amos —dijo la muchacha, todavía jadeando por el esfuerzo y la
emoción—. ¿No reconocen a este falso mercader?
Alí Babá y su hijo revisaron el cadáver y solo entonces se dieron cuenta de
que, bajo las largas barbas postizas, el turbante, y los mantos superpuestos que lo
hacían parecer más gordo, se había ocultado el peor de sus enemigos. ¡Era el falso
aceitero, el capitán de los ladrones!
Por segunda vez la valiente muchacha les había salvado la vida. Alí Babá la
abrazó contra su corazón y la besó en la frente, entre los dos ojos.
—Luz-de-la-Noche, hija mía, quiero que en-tres para siempre en mi
familia, casándote con mi hijo.
Hacía tiempo que los dos jóvenes se entendían ya con las miradas y la
propuesta de Alí Babá los hizo felices.
Enterraron el cadáver con los demás.
Y poco después se celebraron las bodas.
El matrimonio fue muy feliz. Tanto su marido como sus suegros
respetaban mucho la inteligencia de Luz-de-la-Noche, que los había salvado a
todos. Por eso hicieron caso de sus consejos y no se acercaron a la cueva de los
bandidos durante largo tiempo.
Había pasado un año entero cuando Alí Babá, acompañado por su hijo y
su nuera, se acercó otra vez, con mucha precaución, a la zona del bosque donde
estaba el tesoro. Luz-de-la-Noche observó enseguida que la maleza había crecido
sobre el camino y que no se veían huellas de hombres ni de animales.
—Ya podemos entrar sin peligro, padre mío.
Con su “Ábrete, sésamo”, Alí Babá hizo que se abriera la puerta de roca. Y
entraron los tres al tesoro, que ahora les pertenecía para siempre. Desde
entonces, cada vez que lo necesitaban, se llevaban de la cueva unas cuantas bolsas
de oro o de piedras preciosas. Y vivieron felices y tranquilos, sin derrochar y con
moderación, el resto de sus días, ellos, sus hijos y sus nietos.
Y esta fue la historia de cómo Alí Babá, el leñador, que solo tenía tres
burritos, se convirtió, gracias a su esclava Luz-de-la-Noche, en el hombre más
rico de todos los hombres y de todos los tiempos.

Y como la noche aún no había terminado, Sherezada comenzó a contar otra


historia.
ALADINO Y LA LÁMPARA MARAVILLOSA

Cuentan los que saben (pero Alá es el más sabio), que vivía en otros
tiempos, en un reino muy lejano cuyo nombre no recuerdo, un sastre llamado
Mustafá, ni mejor ni peor que cualquier otro sastre.
Mustafá era muy pobre. A pesar de que trabajaba todo el día, su oficio
apenas si le daba lo suficiente para alimentar a su mujer y a su hijo Aladino. El
muchacho era un problema para sus padres: desobediente, terco y haragán. De
mayorcito se convirtió en un vago que nunca estaba en su casa, y se la pasaba
jugando con otros chicos en la calle.
El padre intentó enseñarle su oficio para convertirlo en un hombre de
provecho, pero fue imposible. Ni con mimos ni con castigos logró que Aladino
aprendiera a manejar la aguja. Apenas Mustafá se daba vuelta, Aladino se
escapaba y no aparecía en su casa en todo el día. El pobre sastre se hartó de
luchar con ese chico incorregible.
Un tiempo después murió el buen Mustafá y viendo que su hijo no quería
tomar el oficio, la esposa cerró la tienda y lo vendió todo.
Sin su padre, Aladino no tenía ningún freno. Ni siquiera respetaba a su
madre, que trabajaba hilando algodón y así ganaba el sustento para los dos. El
muchacho cumplió los quince años sin preocuparse por el futuro, pensando
solamente en divertirse.
Un día entre los días, jugaba Aladino en la calle, como siempre, cuando un
extranjero que pasaba se lo quedó mirando. Algo vio en él que le interesó. Ese
muchacho parecía ser la persona que necesitaba para llevar a cabo sus planes.
El extranjero era un famoso mago africano. Con mucha discreción, se
ocupó de averiguar quién era Aladino, y reunió todos los detalles que pudo sobre
su familia. Unos días después se acercó al muchacho.
—Dime, hijo mío, ¿eres por casualidad el hijo del sastre Mustafá?
—Sí, señor. Pero mi padre ha muerto.
Al escuchar esas palabras, el mago abrazó al muchacho y se echó a llorar.
—¡Soy el hermano de tu padre! Hace muchísimos años que nos separamos.
Hice un largo viaje para verlo y ahora encuentro que Alá se lo llevó... —dijo el
hombre entre suspiros y sollozos—. ¡Eres igual a él, por eso te reconocí!
—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿De verdad era tío de
Aladino el mago africano?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

El mago le dio a Aladino un puñado de monedas de cobre y le pidió que se


las llevara a su madre, anunciándole que al día siguiente iría a visitarlos para
conocer la casa y la familia de su amado hermano.
—Madre, ¿yo tengo algún tío? —preguntó Aladino al llegar a su casa.
—Ni por mi parte ni por la de tu padre —dijo la mujer. Y cuando Aladino
le contó sobre su encuentro, agregó—: Ahora recuerdo que tu padre tuvo un
hermano, pero murió hace mucho y nunca mencionó que tuviera otro...
Al día siguiente el mago volvió a buscar a Aladino, que estaba, como
siempre, jugando con otros muchachos en la plaza.
—Toma estas dos monedas de oro —le dijo—. Y dile a tu madre que
compre lo necesario para la cena de esta noche.
Tan pobres eran Aladino y su madre que tuvieron que pedir platos
prestados en casa de su vecina para poder recibir a la visita. Por la noche, como
lo había prometido, llegó el invitado cargado de vinos y frutas de regalo.
Emocionado, con lágrimas en los ojos, el mago se sentó frente al lugar que
solía ocupar su supuesto hermano y comenzó a contar su historia.
—Hermana mía —le dijo a la madre de Aladino—. No te extrañe no
haber sabido antes de mí. ¡Hace cuarenta años que salí de este país! Después de
recorrer el Oriente y la India, viví mucho tiempo en el norte de África. Pero la
nostalgia de mi tierra y mi familia nunca me abandonó y un día decidí volver
para encontrarme con mi hermano, al que siempre quise muchísimo. Apenas vi a
tu hijo, lo reconocí como sobrino... ¡se parece tanto a mi hermano! ¿En qué te
ocupas, Aladino? ¿Sabes algún oficio?
El muchacho bajó la cabeza avergonzado y su madre habló por él.
—¡Por Alá, que no hace nada! —dijo la mujer, echándose a llorar—. ¡Este
hijo mío es un vago! Ojalá puedas ayudarme a corregirlo. No hace más que jugar
y divertirse por las calles mientras yo me paso el día entero hilando algodón para
darle de comer.
—Eso está muy mal —dijo el mago, mirando severamente a Aladino—. Si
no te gusta el oficio de sastre, yo te ayudaré a aprender el que más te interese.
Quizás prefieras ser mercader. En ese caso te pondré una tienda en el zoco con
las mejores telas para vender.
La cara de Aladino se iluminó de felicidad, porque esa idea le gustaba
mucho: los mercaderes estaban siempre bien vestidos y eran muy respetados.
—Tío querido —le dijo—. ¡Tendrás mi gratitud eterna si lo haces!
—Mañana vendré a buscarte —dijo el mago—. Haré que te vistan como
los mercaderes más ricos de la ciudad. ¡Y pasado mañana tendrás la mejor tienda
del mercado!
Al escuchar estas palabras, la madre de Aladino se convenció de que este
inesperado personaje debía ser en verdad el hermano de su marido.
Esa noche cenaron los tres muy contentos. A la mañana siguiente muy
temprano, el mago se presentó otra vez en casa de Aladino y lo llevó a la tienda
de un sastre. El muchacho se probó los trajes más elegantes, que su tío pagó sin
regatear. Cuando estuvo bien vestido, fueron juntos a visitar el palacio real y
después al hospedaje donde el mago se alojaba. Allí había organizado un
banquete para presentar a su sobrino a los más destacados mercaderes de la
ciudad.
Cuando volvieron a la casa de Aladino, la madre lloraba de agradecimiento.
—Siento mucho no poder instalar la tienda de mi sobrino en el zoco
mañana mismo —dijo el supuesto tío—. Pero es viernes y el mercado estará
cerrado. Lo que haremos será visitar los jardines que están en las afueras de la
ciudad, donde se reúne la gente importante. Hasta ahora mi sobrino solo trató
con chicos, es hora de que empiece a conocer a los hombres de provecho.
Y así se hizo. Aladino y el mago fueron hasta los barrios más alejados de la
ciudad, donde había casas como palacios, que tenían jardines abiertos en los que
cualquier persona bien vestida podía entrar. Como siempre había sido un chico
de la calle, Aladino nunca había conocido tanto lujo y belleza. Sentados junto a
una fuente en forma de león, compartieron el delicioso almuerzo que había
llevado el mago. Mientras comían, el hombre no dejaba de sonreír a su sobrino,
mirándolo con cariño y dándole consejos paternales sobre la vida que debía llevar
de ahí en adelante.
De jardín en jardín siguieron caminando hasta alejarse de la ciudad. Llegó
un momento en que estaban ya en medio del campo. Aladino, que nunca en su
vida había caminado tanto, empezaba a estar cansado.
—¿Adónde vamos, tío? Ya estamos en el campo, y adelante solo veo
montañas... Si seguimos caminando, no tendré fuerzas para volver.
—Falta poco, sobrino. Quiero mostrarte algo muchísimo mejor que todo
lo que vimos hasta ahora.
Así llegaron a un valle pequeño entre dos montes. Para encontrar ese
preciso lugar había viajado el mago desde el África hasta allí.
—Hemos llegado, sobrino. Verás ahora tales maravillas como nunca
contempló ningún mortal. Ayúdame a encender fuego.
Aladino se apresuró a juntar ramas secas. El mago hizo fuego con su
pedernal. Apenas brotaron las llamas de la hoguera, vertió en ellas un poco de
incienso, pronunciando palabras mágicas.
Se levantó entonces una tremenda humareda y tembló la tierra con un
fragor como el de mil truenos. Delante del mago y Aladino quedó al descubierto
una enorme losa que tenía en el centro una argolla de metal.
Al ver todos estos prodigios, Aladino se asustó tanto que trató de escapar.
El mago lo tomó del brazo y, mientras le gritaba toda clase de insultos, le dio un
golpe tan fuerte en la cara que casi le hace saltar los dientes.
—¿Pero qué hice, tío? —lloriqueó el muchacho, limpiándose la sangre de
la boca.
—¡Tratabas de escapar! ¡Yo soy tu tío, estoy haciendo de padre contigo, y
debes obedecer a todo lo que te mande! —le gritó el mago. Pero enseguida
volvió a su tono cariñoso—. Debajo de esta losa, mi querido sobrino, hay un
tesoro extraordinario. Está reservado para ti. Cuando lo poseas, serás el hombre
más poderoso de la Tierra. Nadie en el mundo puede tocar esa losa ni entrar a la
caverna subterránea que hay debajo, ni siquiera yo mismo: nadie más que tú.
Aladino, encandilado por la idea del tesoro, se olvidó de todas sus penas y
ya no se extrañó de los cambios de humor del mago.
—¡Dime lo que tengo que hacer, tío, y en todo serás obedecido!
—¡Este es mi sobrino! —dijo el mago, abrazándolo—. Ahora tira de esa
argolla y levanta la piedra.
—No voy a poder sin ayuda... —dudó Aladino.
—Mi ayuda de nada te serviría. Solo tú en todo el mundo puedes hacerlo.
Pronuncia los nombres de tu padre y de tu abuelo y levantarás la piedra sin
esfuerzo.

—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Consiguió Aladino


levantar la losa? ¿Qué había debajo?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

Aladino cumplió todas las instrucciones del mago. Al levantar la losa,


quedó al descubierto la entrada de una caverna subterránea, con una puerta y el
comienzo de una escalera para llegar hasta el fondo.
—Debes bajar, hijo mío —dijo el mago africano—. Y harás exactamente lo
que yo te diga. Al pie de la escalera hay una puerta abierta que da a un gran salón
con el techo en forma de bóveda, dividido en tres habitaciones. En cada una
verás cuatro enormes jarras de bronce llenas de oro y plata, pero pasarás de largo
sin llevarte nada. Ten mucho cuidado de no tocar las paredes, no vayas a rozarlas
siquiera con la ropa. En la tercera sala verás una puerta que lleva a un amplio
jardín con árboles cargados de frutos. Si la fruta te tienta, come cuanto quieras.
Cruzarás el jardín siguiendo un sendero que lleva una escalera de cincuenta
escalones. Arriba hay una azotea y allí, en un nicho, verás una lámpara de aceite
encendida. Tomas la lámpara, la apagas, tiras el líquido, le quitas la mecha, te la
guardas en el pecho entre tu ropa y me la traes. No temas ensuciarte, el líquido
que tiene no es aceite.
El mago le hizo repetir a Aladino las instrucciones para estar seguro de que
las recordaba. Después se quitó un anillo del dedo y se lo puso a su sobrino,
diciéndole que era un anillo mágico que lo protegería de todo mal, siempre y
cuando obedeciera todo lo que le había ordenado.
Aladino entró al subterráneo muy asustado pero también muy
entusiasmado de participar en semejante aventura. Atravesó las tres salas y el
jardín, subió a la azotea y tomó la lámpara, cumpliendo rigurosamente las
órdenes de su tío.
Después bajó otra vez al jardín y se quedó mirando los frutos de esos
árboles asombrosos. No parecían comestibles. Unos eran blancos, relucientes, y
transparentes como el cristal. Otros eran rojos, los había verdes, azules, amarillos
y de muchos otros colores. En realidad, los blancos eran perlas gigantes, los
transparentes y brillosos eran diamantes, los rojos eran rubíes, había turquesas,
amatistas, zafiros, esmeraldas y no existían en toda la Tierra piedras preciosas tan
grandes y tan bellas. Pero como Aladino no sabía nada de su valor, no se
impresionó, y hubiera preferido que fueran verdaderos higos, o peras, porque
tenía sed. En su ignorancia, creyó que los frutos estaban hechos de vidrio de
colores. Solo por curiosidad se guardó unos cuantos en los bolsillos y en una
bolsita que venía con su nuevo traje de mercader.
Cruzó casi corriendo las tres salas, subió la escalera y se asomó a la entrada
de la cueva, donde el mago lo esperaba impaciente.
—Tío, dame la mano para ayudarme a salir —le dijo.
—Sí, sobrino, pero antes dame la lámpara, así no te molesta.
—Pero si no me molesta para nada, es muy liviana, tío.
—¡Dame la lámpara si quieres salir de allí! —gritó el mago.
Aladino no era tonto y todavía le dolía el golpe que ese supuesto tío le
había dado en la cara. Se dio cuenta de que, si le daba la lámpara, el hombre era
capaz de dejarlo encerrado en la cueva.
—No te la daré hasta que esté afuera —contestó muy decidido.
Y así discutieron un buen rato hasta que el mago, enfurecido, comprendió
que no conseguiría nada. Entonces arrojó un poco de incienso en el fuego, recitó
unas fórmulas mágicas, tembló la tierra y la losa que tapaba el subterráneo volvió
a su lugar. ¡Aladino había quedado encerrado en la caverna!
Por supuesto, el mago africano no era en absoluto hermano de Mustafá, el
padre de Aladino. Solo estaba utilizando al muchacho para tratar de apoderarse
de un tesoro al que ciertos poderes le habían prohibido llegar por sí mismo.
Ahora, comprendiendo que, por el momento, sus planes habían fracasado,
decidió volverse al África.
Aladino no podía creer lo que había pasado. Gritó y gritó prometiéndole a
su tío que le daría la lámpara si lo sacaba de allí. Solo le contestaba el silencio.
Cuando se cansó de llorar en la oscuridad, quiso volver al jardín, que estaba
iluminado por una luz misteriosa. Por más que tanteó las paredes, ya no
encontró ninguna puerta.
Dos días estuvo Aladino sentado al pie de la escalera, sin comer ni beber,
llorando y gritando cuando tenía fuerzas. Al tercer día, resignado a su triste
destino, decidió poner su alma a disposición de Alá.

—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Qué pasó con el pobre
Aladino? ¿Murió de hambre y sed?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

Aladino quiso encomendarse a Alá. Pero al unir sus manos para rezar, sin
querer, frotó el anillo que el mago le había entregado. Entonces un sonido
extraño retumbó contra las paredes de la caverna, que se iluminó apenas.
Un genio gigantesco estaba ante él. Brillaba de modo tal que se lo veía
perfectamente en la oscuridad. Haciendo una profunda reverencia, habló con
una temible voz de trueno.
—Tus deseos son órdenes, mi señor. Yo y todos los esclavos del anillo
estamos a tu servicio.
Aladino estaba tan agotado, debilitado y angustiado por el peligro en que
se encontraba que no solo no se asustó, sino que ni siquiera atinó a sorprenderse.
Todo lo que hizo fue gritar con desesperación.
—Por favor, por favor, seas quien seas, ¡sácame de aquí! ¡Por lo que más
quieras, sácame, sácame, sácame de aquí!
No había terminado Aladino de pedirlo cuando se encontró afuera, en el
lugar adonde lo había llevado el mago. Era de día y el sol lo encandilaba. Poco a
poco sus ojos se fueron acostumbrando a la luz y pudo ver, con asombro, que la
losa había desaparecido y ya no se veía la entrada a la caverna subterránea.
Lentamente, con mucha dificultad Aladino consiguió desandar el camino
hasta su casa. Le llevó mucho tiempo, porque estaba medio muerto de hambre,
de sed y de cansancio. Por el camino bebió agua de una fuente y eso lo ayudó a
recuperar fuerzas. Cuando su madre salió a recibirlo, Aladino se desmayó en sus
brazos.
La pobre mujer lo atendió con amor y preocupación. Lo primero que dijo
el muchacho en cuanto despertó fue:
—Mamá, por favor, ¡dame algo de comer! Hace tres días que no pruebo
bocado.
La madre corrió a buscar todo lo que había para comer en la casa.
—Hijito, no te lances sobre la comida, que te hará daño. Debes comer de a
poco y sin hablar, ya me contarás lo que te pasó. ¡Hace tres días que te busco
desesperada!
Aladino comió y bebió despacio y después le contó a su madre todo lo que
le había sucedido con el falso tío, que los había engañado a los dos.
A la mañana siguiente Aladino se despertó otra vez con hambre.
—Hijito, anoche te comiste todo lo que había en la casa —le dijo la madre
—. Por suerte tengo esta pieza de algodón que terminé de hilar. Saldré a
venderla para comprar pan.
—No hace falta, mamá —dijo Aladino—. Prefiero vender la lámpara que
traje de la caverna. Con lo que nos den, tendremos para comer un par de días.
—Buena idea —dijo la madre—. Pero ¡qué sucia está! Si le saco un poco
de brillo te la pagarán mejor.
Con un paño mojado y un poco de arena fina, la mujer empezó a frotar
con fuerza la lámpara de cobre: así se les sacaba brillo a los metales.
Apenas había empezado cuando salió de golpe de la tierra un gigantesco
genio. Haciendo una gran reverencia, habló con voz de trueno.
—Oigo y obedezco, mi ama. Yo y todos los esclavos de la lámpara.
La madre de Aladino cayó desmayada de terror. Pero Aladino, que ya había
tenido su encuentro con un genio, no se asustó. Levantó la lámpara y ordenó,
con mucha calma:
—Tengo hambre. Tráenos algo de comer.
El genio desapareció y antes de que la mujer saliera de su desmayo ya
estaba de vuelta con una enorme bandeja de plata labrada en la que llevaba doce
fuentes cubiertas, también de plata, llenas de manjares, dos botellas de exquisito
vino y dos copas de plata.
Tirándole un poco de agua en la cara, Aladino despertó a su madre, que
estuvo a punto de perder otra vez el sentido cuando vio lo que había traído el
genio.
—¿Por qué se me apareció a mí el genio, y no a ti, como en la cueva? —le
preguntó a Aladino.
—No era el mismo genio —explicó el muchacho—. Todos son gigantes,
pero muy distintos unos de otros. A mí se me apareció un servidor del anillo. A
ti, un servidor de la lámpara.
—Todo esto me da mucho miedo, hijo, no hay que tener tratos con
genios. Vendamos ese anillo y esa lámpara, son peligrosos.
Pero Aladino no estuvo de acuerdo. No quería perder semejante poder.
Escondió la lámpara en un lugar donde su madre no tuviera que verla. Los dos
decidieron que usarían a los genios lo menos posible, para no llamar la atención
de sus vecinos.
Cuando terminaron de comer Aladino salió a vender una de las fuentes de
plata. Un mercader ladino, al darse cuenta de que el muchacho era muy pobre y
no sabía el valor del metal, se la compró por una moneda de oro. Aladino estaba
muy contento y le fue vendiendo al estafador pieza por pieza, a un precio
ridículo, que a él, en su pobreza, le parecía mucho. La bandeja de plata era tan
pesada que para llevárse al comprador tuvo que contratar a dos cargadores.
La experiencia que había sufrido cambió mucho a Aladino. Dejó de jugar
con los chicos de la calle y comenzó a tratarse con gente adulta, de trabajo.
Empezó a prestar atención en el zoco a las conversaciones y a las compras y
ventas. Poco a poco iba aprendiendo y refinando sus modales. Cuando se le
terminó el dinero, volvió a frotar la lámpara, pero esta vez con mucha suavidad.
Y suave fue la voz del genio que se le apareció:
—Oigo y obedezco, mi amo.
Aladino volvió a pedir comida y el genio se la trajo en un servicio de plata
igual al anterior. Pero esta vez, cuando salió a vender la primera fuente, lo detuvo
un joyero vecino, un hombre honesto que le enseñó cómo se pesaba la plata y
cuánto valía en realidad. En lugar de una moneda de oro, recibió setenta y dos
monedas por una sola de las doce fuentes.
Aladino y su madre se cuidaban mucho de no llamar la atención con gastos
fuera de lo común. Siguieron viviendo en su humilde casa, que fueron
arreglando y embelleciendo por dentro. El muchacho tenía siempre algún dinero
en el bolsillo para sus andanzas y diversiones. La madre seguía hilando algodón
igual que antes y se vestía únicamente con el dinero que su trabajo le producía.
Así, con la venta del servicio de plata de la segunda comida que trajera el genio,
vivieron años enteros.
Aladino se había convertido en un joven apuesto y elegante, de modales
distinguidos y agradable conversación. Su inteligencia le permitía absorber
conocimientos de toda la gente con la que trataba. Ahora que visitaba las tiendas
de los joyeros, se dio cuenta de que esas frutas que había traído de la caverna
subterránea no eran vidrios de colores sino valiosas piedras preciosas. Pero por el
momento no le dijo nada a nadie, ni siquiera a su madre.
Un día entre los días, caminaba Aladino por una calle de la ciudad cuando
oyó un pregón en que por orden del sultán se ordenaba cerrar las tiendas. Todo
el mundo debía entrar a su casa y cerrar puertas y ventanas hasta que hubiese
pasado la princesa Bedru-l-Budur, que iba a tomar su baño. Se amenazaba con la
pena de muerte a quien no cumpliera las órdenes del sultán, el padre de la
princesa.
Pero Aladino era demasiado curioso como para aceptar esas órdenes
fácilmente. Escondido detrás de una puerta, decidió mirar a la bella Bedru-l-
Budur.

—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Pudo ver Aladino a la


princesa? ¿O lo descubrieron y lo ejecutaron? ¿O las dos cosas?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

La hermosa Bedru-l-Budur venía acompañada por un cortejo de mujeres y


eunucos. Estaba cerca del escondite de Aladino cuando decidió que, como no
había nadie en las calles, podía quitarse el velo, que le molestaba. Así fue como el
muchacho, para su bien y su mal, pudo verle la cara desnuda con todo detalle: el
cutis moreno, los ojos brillantes de dulce mirar, la nariz bien formada, la boca
pequeña y roja. Era la primera vez en su vida que el muchacho veía la cara de
una mujer que no fuera su madre, que ya no era joven.
Una hora entera quedó Aladino en estado de éxtasis, pensando en ese
rostro maravilloso del que se había enamorado perdidamente.
Cuando volvió a su casa, su madre creyó que estaba enfermo. El muchacho
se tendió sin hablar en el diván. Esa noche se fue a dormir sin cenar. Pero no
durmió.
Por la mañana decidió hablar con su madre y pedirle ayuda. La mujer lo
escuchó mientras hilaba algodón, como todos los días, y cada vez más
asombrada.
—Amo con pasión a la princesa Bedru-l-Budur —terminó Aladino,
después de haberle contado su aventura del día anterior—. Sin ella, mi vida no
tiene sentido. Debemos pedir su mano al sultán.
La madre había atendido a sus palabras con sorpresa primero y después
sonriendo, pero al escuchar semejante disparate no pudo evitar una carcajada.
—Hijo mío: ¡estás loco! ¿Y quién se atreverá a hablar con el sultán?
—No estoy loco. Y serás tú la que pida la mano de la princesa.
—¡Claro que no! ¡En algo estimo mi vida! Eres el hijo de un pobre sastre.
¡Un sultán no casa a su hija ni con el hijo de otro sultán, a menos que piense que
así podrá quedarse con su reino!
—Todo lo que puedas decirme ya lo pensé, madre mía. Pero no hay otra
solución. Tendrás que elegir entre verme morir de tristeza o darme la vida por
segunda vez.
—Pero hijo, ¿qué podrías ofrecerle a la princesa? ¿Cuál es tu ocupación, tu
oficio, qué posees, cuánto dinero ganas? ¿Hiciste algo por el sultán o por tu
patria? Si yo soy tan tímida que tenía miedo de pedirle algo a tu propio padre,
¿cómo podría hablar en presencia del sultán? ¿Y qué regalo podrías ofrecerle que
estuviera a la altura de tu petición?
Pero Aladino ya lo tenía todo pensado. Fue a su cuarto y trajo las frutas
que había tomado del jardín de la caverna subterránea. Él y su madre se
quedaron contemplando el brillo de las piedras preciosas. Eran sin duda dignas
de un rey.
La madre de Aladino no estaba tan segura del valor de las joyas, pero se dio
cuenta de que eran un regalo del que no tendría que avergonzarse. Y aceptó con
menos temor el extraño encargo que le había hecho su hijo.
El sultán tenía la costumbre de recibir todas las mañanas, junto con su visir
y el resto de los ministros de su corte, a todos los que venían a pedirle audiencia.
Al llegar, debían entregar su petición por escrito y durante la mañana se los iba
llamando por turnos. Pero la madre de Aladino era una pobre mujer que nada
sabía de las costumbres de palacio y no llevaba ningún papel. Todas las mañanas
entraba a la sala de audiencias, se sentaba enfrente del sultán para que la viera
bien, y esperaba inútilmente. Al mediodía se iba con todos los demás, sin
entender por qué no la habían atendido. Después de varias semanas, Aladino,
que no sabía lo que pasaba, estaba desesperado.
—¿Quién es esa mujer? —le preguntó un día el sultán a su visir—. Hace
un tiempo que la veo todos los días en la sala de audiencias, apretando un
paquete contra su pecho.
—Vendrá a quejarse de algo, como todas las viejas. Querrá informar que le
vendieron harina con gorgojos, o alguna otra tontería por el estilo.
—Sin embargo, quiero escucharla.
Y así fue como la madre de Aladino pudo por fin comparecer ante el
sultán. Como había visto hacer a otros, se tendió en el suelo, golpeando con la
frente la alfombra extendida sobre los escalones que subían al trono.
—¡Oh, soberano del mundo! —le dijo humildemente—. Antes de hablar
te ruego que me des tu perdón y que no me castigues por mi atrevimiento.
—Estás perdonada —dijo el sultán—. Habla sin temor.
Más que enojarse, el sultán se sorprendió mucho al escuchar la petición de
la vieja. Pero cuando la madre de Aladino le entregó el paquete con las piedras
preciosas, tanto él como el visir se quedaron mudos de asombro. Jamás en su
vida habían visto diamantes, esmeraldas, zafiros y rubíes de ese tamaño.
El sultán, que era un poco apresurado en sus decisiones, estaba a punto de
concederle a la mujer la mano de su hija, cuando el visir le recordó que ya habían
conversado sobre la posibilidad de casarla con su propio hijo.
—Oh, mi señor, te ruego que me concedas tres meses de plazo —le dijo al
sultán en el oído—. Si en ese tiempo mi hijo puede hacerte un regalo tan valioso
como el del tal Aladino, que después de todo es un completo desconocido,
quizás tengas a bien aceptarlo como yerno.
Al sultán le pareció una petición razonable.
—Está bien, buena mujer —le dijo a la madre de Aladino—. Dile a tu hijo
que acepto su demanda y dentro de tres meses tendrá mi respuesta. Como
comprenderás, necesito ese tiempo para hacerle un digno ajuar a la princesa.
La mujer volvió a su casa tan loca de alegría que Aladino no tuvo que
preguntarle nada para saber que el sultán había aceptado considerar su petición.
Su madre le contó con todo detalle la entrevista con el sultán, incluyendo el
momento en que el gran visir le decía al oído algo que ella no alcanzó a escuchar.
Habían pasado dos meses cuando un día la madre de Aladino salió a
comprar aceite y se encontró la ciudad alborotada. Los mercaderes adornaban
sus tiendas con guirnaldas de flores, por todas partes se encendían las lámparas,
los militares se paseaban en traje de gala seguidos por sus escuderos y sus
esclavos.
—¿Qué está pasando en la ciudad? —le preguntó al vendedor de aceite.
—¿Adónde vives que no lo sabías? —le contestó el hombre—. ¡Esta noche
se casa la hija del sultán con el hijo del gran visir!
Asombrado pero sin perder la calma, Aladino escuchó las novedades que le
contaba su madre. Le costaba creer que un sultán fuera capaz de no cumplir con
su palabra. Fue a su habitación y frotó la lámpara.
—Aquí me tienes para servirte —dijo el genio—. Yo y todos los esclavos de
la lámpara. A ti y a todos los que la tengan en su mano.
—Presta mucha atención, genio —dijo Aladino—. Esta vez tu tarea será
mucho más difícil. Esta noche se casa la princesa Bedru-l-Budur con el hijo del
gran visir. Apenas se acuesten los novios, quiero que me los traigas a los dos a
esta casa en su mismo lecho.
—Oigo y obedezco —dijo el genio.
Esa noche, en el palacio, la fiesta de bodas transcurrió entre ceremonias,
festejos y diversiones. Llegada cierta hora, el eunuco mayor, con mucha
discreción, condujo al hijo del visir hasta el lecho nupcial. Poco después su
suegra, la sultana, llegó con la novia, en compañía de sus esclavas. Ayudaron a la
novia a quitarse la ropa, la acostaron junto a su marido y se retiraron.
Apenas la última esclava había cerrado la puerta, cuando el genio de la
lámpara levantó la cama y voló con los recién casados por los aires hasta dejarlos
en la alcoba de Aladino.
—¡A ese tonto te lo llevas ya mismo al baño y lo dejas allí encerrado! —
ordenó Aladino—. Después te puedes ir, pero vuelve en cuanto amanezca.
Y eso fue lo que hizo el genio. El baño estaba en el patio y el novio, en ropa
de dormir, tiritaba de frío.
—No temas nada de mí —le dijo entonces Aladino a la princesa—. Te
amo y te respeto. Tuve que hacer esto para conseguir que tu padre cumpla su
promesa de casarme contigo.
La princesa estaba tan aterrada que ni siquiera entendió las palabras de
Aladino. Esa noche durmieron juntos sin tocarse. Aladino había puesto una
espada entre los dos, para que la princesa durmiera tranquila. Aunque, por
supuesto, la pobrecita no pudo pegar un ojo, con el corazón que se le saltaba del
pecho de tanto miedo. Apenas amaneció, sin necesidad de frotar la lámpara, el
genio estaba allí, tal como le había sido ordenado.
Cumpliendo el pedido de Aladino, llevó a los recién casados de vuelta al
palacio y los dejó en su aposento. Ninguno de los dos entendía lo que había
pasado, porque el genio era invisible para todos excepto para su amo.
Cuando el sultán le preguntó a su hija, dándole un beso en la frente, cómo
había pasado la noche, la muchacha lo miró con terror y no atinó a contestarle.
—No te preocupes —le dijo la sultana a su marido—. Es normal. Todas
las recién casadas se ponen así después de la noche de bodas. Conmigo hablará.
En efecto, cuando su madre le preguntó cómo había pasado la noche, la
princesa salió de su estado de terror y pudo contarle todo. Pero la historia era tan
ridícula que la sultana no creyó ni una sola palabra y pensó que su hija se había
vuelto loca. Sin embargo, llamó al hijo del visir para preguntarle si era cierto lo
que había dicho la princesa. El muchacho estaba muy avergonzado y no quería
que sus suegros supieran lo que había pasado. No dijo ni sí ni no, y la sultana
pensó que el joven marido amaba tanto a su esposa que no quería desmentir sus
disparates. Tranquilizó a su propio esposo lo mejor que pudo y trató de que su
hija se olvidara de las tonterías que había imaginado.
Esa noche, Aladino le ordenó al genio exactamente lo mismo que el día
anterior.
—Oigo y obedezco —dijo el genio.
Cuando, a la mañana siguiente, el sultán fue a preguntarle a su hija, con
mucha ternura, cómo se sentía, la encontró otra vez muda y aterrada. Ya no
dudó de que algo extraño estaba sucediendo. Fingió una furia que no sentía y
desenvainó su espada.
—¡Me dices ahora mismo la verdad o te corto la cabeza!
La pobre muchacha se echó a llorar y le contó todo. Esta vez el hijo del
visir estaba tan asustado como Bedru-l-Budur, y temía por su vida. Confirmó
palabra por palabra lo que había dicho la princesa. Y no solo eso: él y su padre le
rogaron al sultán que declarara nulo el casamiento con su hija.
Así se hizo. El sultán estaba muy preocupado y dio orden de que todos los
festejos se suspendieran de inmediato. En la ciudad corrían toda clase de rumores
sobre la boda de la princesa. Una sola persona sabía de verdad lo que había
pasado: era Aladino. Que por el momento dejó de frotar la lámpara y se dedicó a
esperar a que pasaran los tres meses de plazo que le había dado el sultán a su
madre para contestarle sobre su pedido de mano.
Cuando el plazo fue cumplido, la madre de Aladino se presentó otra vez en
el palacio. El sultán, al verla, recordó la curiosa petición, que con tantos
problemas había olvidado por completo. Sin embargo, no se había olvidado de
los increíbles regalos y eso lo convenció de que debía volver a hablar con ella.
—¡Oh, Rey del Tiempo! —dijo la madre de Aladino—. Tres meses han
pasado ya. Te ruego que respondas a mi pedido.
Ni por un momento el sultán había pensado seriamente en casar a la
princesa con un desconocido cuya madre venía vestida con modestas telas de
algodón. Pero estaba un poco confuso y no sabía cómo decirle que no. Entonces
el gran visir le aconsejó, hablándole al oído.
—Hay que pedirle a ese joven un precio tan ridículo que no lo pueda
pagar. De ese modo tendrá que renunciar a la mano de la princesa sin necesidad
de desmentir vuestra palabra.
—Oye, buena mujer —dijo el sultán—. Como es lógico, quiero
asegurarme de que tu hijo cuenta con lo necesario para hacer feliz a la princesa,
dándole una vida de acuerdo a su rango. Como prueba, quiero que me mande
contigo al palacio cuarenta bandejas grandes de oro macizo cargadas de piedras
preciosas como las que me trajiste aquella vez. Quiero que me las entreguen
cuarenta esclavos negros, que vendrán con cuarenta esclavos blancos, todos altos,
fuertes y muy bien vestidos. Aquí te espero.
La madre de Aladino volvió a su casa lamentando la locura de su hijo. Pero
el muchacho escuchó la petición del sultán con toda tranquilidad.
—No es gran cosa lo que ha pedido el sultán, madre. Me preparaba para
algo mucho más difícil.
Frotó la lámpara, le dio sus órdenes al genio, escuchó el “oigo y obedezco”
y un momento después empezaron a aparecer montones de esclavos blancos y
negros, tantos que ocuparon toda la modesta casa de Aladino y su madre,
incluido el patio y el zaguán, y como ya no cabían terminaron por instalarse en
la calle frente a la puerta. Cada uno de los esclavos negros llevaba una bandeja
grande de oro macizo llena de perlas, diamantes, rubíes y esmeraldas de un
tamaño y un brillo como nadie había visto jamás.
Ese mismo día la madre de Aladino cruzó la ciudad al frente de la comitiva.
Todos se quedaban boquiabiertos mirándolos pasar. Los esclavos iban vestidos
con tal lujo de sedas y pedrería que cada traje valía más de cien mil dinares.
Cuando el primer esclavo llegó a la puerta del palacio, los porteros se
postraron ante él creyendo que era un rey.
—Somos simples servidores de nuestro señor Aladino —dijo el esclavo—.
Que ya se presentará cuando llegue el momento.

—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Aceptó el sultán los


regalos de Aladino? ¿Consiguió casarse con la princesa?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

Los ochenta servidores entraron a la sala del trono y se postraron en la


alfombra frente al sultán. Los esclavos negros, poniéndose de pie, descubrieron
las joyas que llevaban en las bandejas.
—Te ruego que aceptes el humilde regalo de mi hijo —dijo la madre de
Aladino—, aunque mucho más merece tu hija Bedru-l-Budur.
El sultán estaba tan deslumbrado a la vista de semejante tesoro que no
atinaba a contestar. Ni siquiera el gran visir pudo aconsejarle otra cosa que
aceptar la propuesta. El sultán ordenó que le mostraran a la princesa las bandejas
con piedras preciosas. Todos los esclavos formaron en el patio para que la
muchacha pudiera verlos a través de las celosías.
La madre de Aladino corrió feliz a su casa con la noticia de que el sultán lo
aceptaba como yerno y quería conocerlo cuanto antes.
El muchacho frotó la lámpara.
—Me quiero bañar —le dijo al genio—. Para después del baño, me tendrás
preparado un traje tan magnífico como no lo tiene ningún sultán de la Tierra,
que valga por lo menos un millón de dinares.
—Oigo y obedezco —dijo el genio—. Móntate sobre mi espalda, ¡oh,
señor de la lámpara!
Con Aladino montado sobre su espalda, el genio se remontó por el aire y lo
llevó hasta una sala de baños que estaba en una mansión del cielo. Era toda
blanca, de mármol de alabastro, con columnas de coral blanco y rojo y adornos
de esmeralda. El aire estaba tibio, la temperatura del agua era deliciosa y no
había nadie más, la sala de baños era toda para Aladino y solo para él. Después
del baño, el genio le alcanzó una toalla enorme, esponjosa y perfumada y se lo
entregó a los masajistas, un grupo de jóvenes genios que trabajaron cada una de
las fibras de sus músculos hasta dejarlo con una sensación de bienestar como
jamás había conocido. Después lo perfumaron con agua de rosas y el genio lo
convidó con una deliciosa bebida hecha de néctar.
Cuando terminó de ayudarlo a colocarse el traje que le había preparado,
Aladino superaba en lujo y elegancia al más grande de los soberanos de la Tierra.
El genio se lo cargó a cuestas, lo dejó en su casa y le preguntó si deseaba
algo más.
—Quiero que me traigas ahora mismo un caballo de pura raza que no
tenga igual entre los más hermosos del mundo. Sus arreos, riendas y montura,
deben valer un millón de dinares. Necesito también cuarenta y ocho esclavos
jóvenes, altos y elegantes, vestidos de lujo. La mitad debe ir delante de mí,
divididos en dos grupos de doce, la otra mitad me seguirá. ¡Y no nos olvidemos
de mi madre! Busca para ella un traje de reina y tráeme para que la sirvan doce
jóvenes esclavas bellas como lunas, vestidas con trajes princesas, todos de
diferente tela y color. Cada uno de mis esclavos llevará colgado al cuello una
bolsa con mil dinares de oro, para lo que yo pueda necesitar.
—Oigo y obedezco —dijo el genio.
En una hora todos los deseos de Aladino habían sido cumplidos.
Era la primera vez que el muchacho montaba a caballo y sin embargo supo
hacerlo con gracia y con destreza. Toda la ciudad se agolpaba en las calles para
ver el cortejo. Por orden de Aladino, mientras avanzaban, los esclavos arrojaban
puñados de monedas de oro a la multitud.
Cuando llegó al palacio, el mismo gran visir, cumpliendo órdenes de su
soberano, le sostuvo el estribo para descender del caballo. El sultán le hizo el
honor de bajar tres peldaños de la escalera del trono para recibirlo y no permitió
que besara la tierra entre sus manos, sino que lo abrazó y lo besó como si fuera su
hijo. Conversaron en la sala del trono, y el sultán comprobó que, además de ser
extraordinariamente rico, Aladino era un joven inteligente, culto y sensato. El
sultán ordenó que la comida fuera servida por el gran visir, que masticaba
humillación y odio.
Apenas terminó el festín, el sultán llamó al cadí, el juez que casaría a los
novios, y le ordenó que redactara el contrato matrimonial, que allí mismo
firmaron.
—¿Quieres quedarte aquí y pasar esta misma noche a la alcoba nupcial? —
le preguntó a Aladino.
—Contendré mi impaciencia —dijo Aladino—, porque creo que nuestro
matrimonio debe comenzar en el palacio que deseo regalarle a mi esposa.
Concédeme un terreno frente al tuyo, para que tu hija no tenga que alejarse de
sus padres.
—Ya lo tienes, hijo mío —dijo el sultán—. Pero no tardes mucho en
realizar tu proyecto. ¡No querría dejar este mundo sin conocer a mis nietos!
Esa noche, de vuelta en su casa, Aladino convocó al genio.
—Te felicito por todo lo que has hecho —le dijo—. Pero ahora tengo que
pedirte algo más difícil todavía. Quiero tener un palacio frente al
palacio del sultán, lo más rápido que sea posible. Que sea digno de mi esposa, la
princesa Bedru-l-Budur. Los materiales deben ser pórfido, jaspe, ágata y mármol
fino. En lo alto quisiera un gran salón cuadrado, con un techo abovedado
sostenido por columnas de oro y plata. Debe tener veinticuatro ventanas, seis en
cada pared y cada celosía llevará engastados diamantes, rubíes y esmeraldas como
no haya otros en el mundo. Quiero que el palacio tenga patio y jardín. En un
lugar oculto, que solo yo conoceré, debe haber un tesoro en monedas de oro y
plata tan grande que no se pueda contar. En cuanto a la cocina, las caballerizas y
la servidumbre, lo dejo a tu elección, pues ya he comprobado que tienes buen
criterio.
—¡Oigo y obedezco! —dijo el genio.
A la mañana siguiente, el genio llevó a Aladino a conocer su nuevo palacio.
Todo era exactamente como lo había pedido. En las caballerizas, los mejores
caballos de Arabia comían en pesebres de plata maciza.
—Felicitaciones, genio —dijo Aladino, entusiasmado—. Olvidaste solo un
pequeño detalle: una hermosa alfombra mullida que vaya desde mi palacio al del
sultán, para que mi esposa no fatigue sus delicados pies.
Cuando los servidores del sultán se despertaron y salieron a trabajar, lo
primero que vieron fue esa alfombra increíble, de colores que armonizaban con
los del césped y las flores. Siguiendo la alfombra, llegaron al palacio, cuya cúpula
refulgía como un sol. Cuando el gran visir vio el palacio, corrió a contarle al
sultán.
—Soberano del siglo, esto no puede hacerse por buenas artes en una sola
noche. ¡El esposo de tu hija es un peligroso mago!
—Te ciega la envidia, visir. Un hombre tan rico y poderoso habrá llamado
a un ejército de albañiles para que le construyan su palacio en una noche —dijo
el sultán, muy contento con su yerno.
El visir sonrió a su señor, tragándose la rabia que lo consumía.
Aladino envió a su madre, vestida con mucha elegancia y acompañada por
sus doce esclavas, a buscar a su esposa. Ahora que eran parientes, el sultán pudo
ver la cara de su consuegra sin el velo, y se dio cuenta de que debía haber sido
muy bonita en su juventud. La madre de Bedru-l-Budur nunca había estado de
acuerdo en casar a su hija con un desconocido, por rico que fuera, pero disimuló
y se sentó a conversar amablemente con los demás.
Por fin llegó el momento en que la princesa, en compañía de su suegra, se
dirigió al palacio de su marido. Iba delante del cortejo una banda de músicos
seguidos por cien escuderos y cien esclavos negros. A continuación venía Bedru-
l-Budur, apoyada en la madre de Aladino y seguida por cien bellas esclavas
vestidas de lujo. A los costados marchaban con ellas cuatrocientos pajes del
sultán, llevando cada uno una antorcha. Las cuatrocientas antorchas
transformaban la noche en día. Una multitud se había reunido para vivar al
cortejo.
Aladino corrió al encuentro de su mujer, que lo encontró tan atractivo y
tan noble que se enamoró inmediatamente de él. En la cena, que se sirvió en
vajilla de oro, se escuchó una música tan bella que la princesa se olvidaba de
comer: era un coro de genias, servidoras de la lámpara, cantando como sirenas.
Cuatrocientas muchachas, las hijas de los genios, bellas y ágiles como pájaros,
bailaron para la princesa.
Y cuando por fin se quedaron solos, fue esa noche tan maravillosa para
Aladino y su esposa que no existió otra igual ni siquiera en tiempos del rey
Salomón.
Por la mañana, el sultán vio con satisfacción y alegría una sonrisa de
felicidad en la cara de su hija. Invitado al palacio de su yerno en compañía de su
visir, lo recorrió con asombro y admiración. Nunca en su vida de rey había visto
tal despliegue de lujo. La comida tenía un sabor exquisito, los vinos eran
maravillosos, todo se servía en vajilla de oro con incrustaciones de piedras
preciosas.
Comenzó, entonces, una vida de felicidad para todo el reino. Aladino no se
encerró, orgulloso, en su palacio. Cada vez que salía sus esclavos lanzaban
puñados de monedas de oro a la gente que se apiñaba para verlo pasar. Cada día
mandaba repartir entre los pobres las sobras de su comida, que alcanzaban para
alimentar con los más deliciosos manjares a quince mil personas. Todas las
semanas Aladino salía de caza y se portaba igual de generoso con los vecinos de
las granjas y los campos que rodeaban la ciudad. La gente del reino lo amaba y
estaba dispuesta a dar su vida por él. Pero nadie lo quería tanto como su esposa,
la bellísima Bedru-l-Budur.
Cierta vez se produjo una revuelta de tribus en los confines del imperio.
Aladino pidió que el sultán lo pusiera al frente de las tropas y combatió con
tanto valor que en poco tiempo venció a los rebeldes. Después, siempre
generoso, les perdonó la vida a los vencidos. Así fue como se ganó la admiración
del sultán y de todo el pueblo.
Entretanto, ¿qué había sido del mago africano? El malvado brujo se había
vuelto a su país dejando a Aladino encerrado en la caverna del tesoro,
convencido de que moriría de hambre y sed. Sin embargo un día sintió
curiosidad por saber qué había pasado.
Sacó de su alacena una caja cuadrada llena de arena, trazó con pintura roja
un círculo perfecto, puso en el medio una estera también cuadrada, se sentó allí y
alisó la arena, ordenando con destreza los granos machos y los granos hembra y
separando las madres de los hijos.
—Dime, arena, dónde está la lámpara maravillosa y qué fue de ese bribón
llamado Aladino.
En las figuras que se formaron en la arena mágica, el mago vio con estupor
todo lo que había sucedido. Y fue tal su rabia que empezó a escupir al aire como
si tuviera delante a su odiado enemigo.
Tenía que vengarse del maldito. Pero sobre todo, ¡tenía que conseguir la
lámpara maravillosa! Sin perder un momento, montó a caballo y se puso en
camino hacia el lejano reino donde vivía Aladino. Desde el Norte de África hasta
allí había un buen trecho, pero el brujo usó sus artes mágicas y llegó en unos
pocos días.
En todas partes escuchaba hablar del gran Aladino, el más querido y el más
poderoso de los emires del reino. Por fin llegó a la ciudad donde se alzaba el
palacio y se quedó mirándolo lleno de odio.
—¡Miserable hijo de sastre! ¡Ya verás, perro, cómo tu madre vuelve a hilar
algodón para comer! ¡Ya verás cómo te cavo una tumba para que vaya a llorarte!

—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Consiguió el mago


africano vengarse de Aladino?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre...
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

Con sus instrumentos de adivinación, el mago descubrió que Aladino no


llevaba su lámpara consigo cuando se iba, sino que la dejaba guardada en una
sala del palacio. El portero del palacio le informó que Aladino había salido de
cacería y no volvería por unos días.
Poniendo en práctica su perverso plan, el mago fue al zoco y compró doce
lámparas de cobre recién hechas, nuevas y brillantes. Las cargó en un cesto y
salió por las calles a vocear:
—¡Cambio lámparas viejas por lámparas nuevas! ¡Preciosas lámparas nuevas
a estrenar!
Un grupo de chicos oyó ese pregón tan raro y se puso a seguir al loco,
imitándolo y burlándose de él. Así se fue acercando al palacio.
La princesa Bedru-l-Budur y sus esclavas estaban mirando la calle a través
de una celosía cuando vieron llegar al extraño cortejo. Cuando oyeron el pregón
del vendedor, no pudieron evitar desternillarse de risa. ¡Qué disparate! Eso no
podía ser cierto.
—Hagamos la prueba —propuso una de las esclavas—. He visto por aquí
una lámpara muy vieja y arruinada, oxidada y con abolladuras. Si mi ama lo
permite, podría intentar cambiársela a ese viejo. ¿Estará de verdad tan loco como
para darme una lámpara nueva por una vieja sin cobrar un centavo?
—Vamos a divertirnos un rato —dijo la princesa, a quien Aladino nunca le
había contado nada sobre el origen de su fortuna—. Dale la lámpara al jefe de
los eunucos y que intente cambiársela al viejo loco.
Cuando el mago vio esa lámpara vieja y arruinada, se dio cuenta
inmediatamente de que debía ser la lámpara maravillosa, porque en el palacio de
Aladino todo lo demás era de oro y plata. Temblando de emoción se la guardó
en el pecho y le dio al eunuco la más brillante y pulida de sus lámparas nuevas.
La princesa y sus esclavas se divirtieron muchísimo mirando la escena.
Esa misma noche, el mago frotó la lámpara y le ordenó al genio que
levantara el palacio del suelo con todos sus habitantes y lo llevaran, junto con él
mismo, al Norte de África, donde estaba su país. En un “Oigo y obedezco”, la
orden fue cumplida.
Cuando el sultán se despertó y, como todas las mañanas, miró hacia el
palacio donde vivía su hija, no vio más que un terreno vacío.
Al principio creyó que se había vuelto loco. “Si el palacio se hubiera
derrumbado”, se decía, “estarían allí los escombros”. Pero simplemente había
desaparecido. Por completo. Llorando, llamó a su visir. Así se convenció de que,
en el lugar donde había estado el palacio de Aladino, todos veían lo mismo que
él: nada, absolutamente nada.
—Ya ves, mi señor —dijo el visir—. ¡Tenía razón en decirte que ese tal
Aladino era un peligroso hechicero!
El sultán no quiso esperar a que su yerno volviera de su expedición de caza.
Mando a buscarlo con un grupo de guardias montados, que lo trajeron de vuelta
cargado de cadenas. Muy a su pesar, porque también ellos querían al buen
Aladino.
Pronto se corrió la voz de que el sultán daría la orden de decapitar a
Aladino, y toda la gente del pueblo comenzó a seguir a los guardias que lo
llevaban. Unos cargaban armas, otros piedras, otros las herramientas que usaban
para su trabajo.

El sultán no quiso ni siquiera escuchar las protestas de inocencia de


Aladino y allí mismo le ordenó al verdugo que le cortara la cabeza. El verdugo le
quitó la cadena del cuello, lo hizo arrodillarse sobre el tapiz de la sangre, le vendó
los ojos y desenvainó su alfanje, la famosa espada curva de los árabes. Lo blandió
tres veces en el aire y se quedó esperando la seña del sultán para descargar sobre
el cuello el golpe mortal.
Pero en ese momento el sultán y el visir se dieron cuenta de que el pueblo
estaba comenzando a trepar los muros del palacio. Vieron tanta gente en la plaza,
y tan furiosa, que en vez de dar la orden de matar, el sultán le ordenó al capitán
de la guardia que saliera al balcón para informar a la muchedumbre que le
perdonaba la vida a su yerno.
—¡Por favor, dime cuál es mi delito! —rogó Aladino, con lágrimas en los
ojos. Y cuando le mostraron el terreno pelado donde había estado su palacio,
estuvo a punto de caer desmayado.
—¡Tu famoso palacio me importa muy poco! —gritó el sultán—.
¡Devuélveme a mi hija o te mataré, maldito brujo!
—No sabía nada de lo que había pasado, ¡oh, soberano! Dame cuarenta
días para buscar a tu hija y si nada consigo, yo mismo vendré a poner mi cabeza
al pie de tu trono.
—Te doy los cuarenta días. ¡Pero de nada te valdrá esconderte! Si no me la
traes de vuelta, morirás.
El pobre Aladino estaba tan aturdido y perturbado por lo que había
pasado, que por un momento perdió la razón. Durante tres días anduvo vagando
por la ciudad, viviendo de la caridad de la gente que lo quería y preguntando a
los gritos “¿Dónde está mi esposa? ¿Dónde está mi palacio?”, sin que nadie le
supiera responder.
A tal punto estaba desesperado Aladino, que decidió salir de la ciudad y
arrojarse al río para terminar con tanta pena.

—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Se suicidó Aladino?


—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

Antes de tirarse al río con la intención de morir ahogado, Aladino quiso


pedirle perdón a Alá y rezar por su alma. Todo buen musulmán debe lavarse
antes de rezar. El muchacho tomó un poco de agua y se lavó los pies y las manos.
Al frotarse los dedos, frotó también el anillo que el mago africano le había dado
cuando bajó a la caverna del tesoro. Y en ese mismo instante el genio del anillo
apareció ante él.
—Soy el esclavo del anillo en la tierra, en el aire y en el agua. ¿Qué deseas,
mi amo?
¡Era el mismo horrible genio de voz retumbante que lo había sacado de la
caverna! Nunca nadie se puso tan feliz de ver a un genio tan espantoso.
—¡Querido genio del anillo, que Alá te tenga en su gloria! Tráeme ya
mismo al palacio que perdí, donde está mi adorada esposa.
—No puedo hacerlo, mi amo. Eso está en manos del genio de la lámpara,
que tiene más poderes que yo.
—Entonces, ¡llévame hasta allí!
Con un simple “Oigo y obedezco”, el genio cargó a cuestas a Aladino y,
volando por el aire, en un abrir y cerrar de ojos lo llevó hasta el norte de África, a
un jardín magnífico donde se levantaba el palacio perdido. Lo dejó al pie de la
ventana de la princesa y desapareció.
La pobre princesa Bedru-l-Budur hacía días que no comía, y casi no
dormía. Además del dolor de verse separada de su padre y de su amado esposo, el
maldito mago la maltrataba para obligarla a casarse con él. De pronto, una de sus
esclavas entró corriendo a su aposento con una noticia increíble. La princesa
miró por la ventana y ¡era cierto! ¡Aladino estaba allí! Se miraron con tanto amor
y tanta sorpresa que no podían hablar.
Aladino entró al palacio por una puerta secreta que solo ellos conocían y
abrazó a su esposa mientras lloraban y reían, borrachos de alegría. En cuanto se
recuperaron un poco, la princesa le contó a su esposo todo lo que había sucedido
con la lámpara.
—Ese brujo repugnante viene a verme una vez por día y trata de
convencerme de que me case con él. Me dijo que mi padre te había mandado a
cortar la cabeza por impostor y que te lo merecías, porque eras un pobre diablo
hijo de un sastre cualquiera y que toda su fortuna se la debes a él. ¡Pero yo nunca
le hice caso!
—¿Y dónde guarda la lámpara ese malvado?
—La lleva siempre encima, escondida en su ropa.
Aladino le pidió a la princesa que lo dejara solo un momento. Frotó el
anillo y apareció el genio.
—Genio del anillo, ¿sabes algo de somníferos?
—Son precisamente mi especialidad, ¡oh, señor del anillo!
—Tráeme entonces un polvillo tan poderoso como hacer dormir a un
elefante durante un año entero.
Un rato después Aladino llamó a su esposa y le entregó una linda cajita de
madera. Le explicó lo que debía hacer, y se escondió allí mismo en un arcón.
La princesa se vistió, se perfumó y se embelleció con más lujo y elegancia
que nunca y se tendió sobre el diván. Cuando llegó el brujo, se la encontró
resplandeciente, adornada con todas su joyas.
—Estoy harta de llorar a un marido que no me mereció en vida y que de
todos modos ha muerto. He decidido aceptar tu propuesta, mi señor —le dijo la
princesa—. Y quiero celebrarlo con una exquisita cena.
El mago no podía creer tanta felicidad. Compartieron una cena deliciosa y
la princesa se comportó en forma tan encantadora y cariñosa que el mago estaba
deslumbrado. Una y otra vez brindaron por la felicidad que los esperaba. Hasta
que, a una seña de su ama, la esclava que llenaba las copas, mezcló en el vino del
mago la dosis de somnífero como para dormir a un elefante durante un año.
Apenas había terminado el hechicero de beberse la copa cuando cayó
muerto sobre la alfombra. Al oír el ruido de la caída, Aladino saltó fuera del
arcón, se lanzó sobre su enemigo y le quitó la lámpara mágica que tenía metida
el traje, junto a su pecho.
Aladino quería que su magia siguiera siendo un secreto. Esperó, entonces, a
que su esposa con las esclavas se retirara del aposento, frotó la lámpara y le pidió
al genio que lo trasladara otra vez a su reino con palacio y todo.
Y allí fueron a parar los viajeros, sin sentir más que una leve sacudida al
partir y otra al llegar. Ahora el palacio de Aladino estaba otra vez frente al palacio
del sultán. Era de noche y los esposos decidieron cenar tranquilos y dormir
juntos antes de hablar con el sultán.
A la mañana siguiente el sultán se levantó y, según acostumbraba, se fue a
ver el terreno vacío donde había estado el palacio y donde todos los días lloraba
por su hijita, a la que no esperaba ver nunca más. Cuando vio otra vez el palacio
en su lugar, no lo podía creer. Se restregaba los ojos pensando en un espejismo y
llegó a creer que se había vuelto loco de tanta pena. Cuando se convenció de la
realidad, echó a correr a los gritos. Atropellando guardias y porteros, con una
velocidad inesperada para su edad, subió a los saltos la escalinata de alabastro y
fue a la sala de las veinticuatro ventanas, donde Aladino y la princesa lo estaban
esperando.
Los tres se abrazaron, riendo y llorando. Bedru-l-Budur le contó a su padre
todo lo que había pasado y el sultán le pidió perdón a Aladino por haber
desconfiado de él. Su yerno levantó entonces el tapiz y le mostró a su suegro el
cadáver del brujo, con la cara ennegrecida por efecto del veneno. Después
ordenó a los jóvenes genios que lo servían en el palacio que se lo llevaran de allí,
lo quemaran sobre un montón de estiércol seco y arrojaran sus cenizas en el
basurero. Y ese fue el fin del mago africano.
La ciudad entera estaba de fiesta, por la alegría de haber recuperado a
Aladino, a quien tanto quería el pueblo. En todo el imperio se celebró la vuelta
de la princesa con banquetes y diversiones para pobres y ricos.
Aladino y su amada princesa volvieron a la felicidad de los días alegres y
tranquilos. La madre de Aladino vivía también en el palacio, convertida en una
señora rica y respetable. Y así hubieran seguido para siempre si no fuera por el
único problema que hacía sufrir a la princesa.

—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Cuál era el problema


que hacía sufrir a la princesa?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

Cierto día Bedru-l-Budur fue a buscar a su esposo a la sala de las


veinticuatro ventanas, desde donde solía admirar la belleza de sus jardines.
—Esposo mío —le dijo—. ¡Soy tan feliz contigo! Lo único que nos falta
para que nuestra felicidad sea completa es tener un hijo, y hasta ahora no me ha
sido concedida esa dicha. Te pido permiso para traer a casa a una santa anciana
llamada Fátima, que llegó hace poco a la ciudad: todos dicen que puede hacer
milagros.
Aladino, siempre atento a darle el gusto a su mujer, mandó a cuatro
eunucos a buscar a la vieja. Fátima llegó rengueando, con el rostro cubierto por
un espeso velo y apoyándose en un grueso bastón. La princesa le besó las manos
y le pidió su bendición.
—Santa Fátima —le rogó—. Estoy dispuesta a todo con tal de sentir un
bebé moviéndose en mi vientre. Si te quedaras unos días con nosotros, quizás
con tu ayuda podría lograrlo.
—Discúlpame, princesa, pero no puedo quedarme en el palacio. Vivo
entregada a mis oraciones y necesito soledad para practicarlas.
Entonces la princesa la llevó a unos aposentos que estaba vacíos, en un
sector del palacio donde no vivía ninguno de los servidores, y con muchos ruegos
consiguió convencerla de que se quedara.
—Solo por no ofender, me quedaré unos días, princesa —dijo la vieja—,
fingiendo que el lujo y el dinero no le interesaban.
—Tienes que venir a comer con nosotros a la sala de las veinticuatro
ventanas —la invitó la princesa.
—Eso es imposible, princesa. Solo puedo aceptar pan y fruta seca. Prefiero
comer con sencillez en mi habitación.
Pero aceptó conocer la sala. Y cuando estuvieron allí, mirando a su
alrededor, como si la idea se le hubiera ocurrido en ese momento, la anciana dio
un pequeño grito.
—¡Oh, hija mía! ¡El poder de Alá me ha inspirado! Ya sé lo que debes hacer
para quedar embarazada. Pero se trata, por desgracia, de algo muy difícil, para lo
que se necesita gran valor y gran poder.
—No hay nada imposible de conseguir para mi esposo, madre nuestra.
Dímelo, y Aladino lo traerá.
—Para lograr tu deseo debes colgar de la bóveda de cristal de este salón un
huevo del pájaro Roc, que anida en lo más alto del monte Kaf. Si lo miras todos
los días, se producirá el milagro.
Bedru-l-Budur quiso recompensar a la anciana con valiosísimas joyas, pero
Fátima se negó a aceptarlas y salió a la calle diciendo que debía socorrer a los
necesitados y curar a los enfermos, como hacía cada día.
Cuando Aladino volvió de cacería, la princesa lo esperaba con una rara
petición.
—Querido esposo, tengo que pedirte una tontería sin importancia, pero...
¡me harías tan feliz si me lo pudieras conseguir!
—No es una tontería si sirve para hacer sonreír a mi amor. ¡Pídeme lo que
quieras y lo tendrás! —dijo Aladino.
—Mientras estabas de cacería estuve mirando este salón y se me ocurrió
que quedaría mucho más bonito si pudiéramos colgar de su bóveda un huevo de
ave Roc. ¿Qué te parece?
—Lo que a ti te parezca, me parece a mí —dijo Aladino, que amaba a su
esposa más que a nada en el mundo—. Te lo traeré aunque tenga que subir yo
mismo a buscarlo hasta la cumbre del monte Kaf. Pero dime, ¿cómo se te ha
ocurrido pedirme precisamente eso?
—La anciana Fátima, nuestra santa madre, me dijo que solo así, por el
poder del huevo de Roc, podré llegar a concebir un bebé en mi vientre, un hijo
tuyo y mío.
—Ahora mismo lo tendrás. —dijo Aladino.
Hay que reconocer que Aladino no tenía pensado, por el momento, trepar
a hasta la cumbre del monte Kaf. Se retiró a su habitación, frotó la lámpara y
apareció el genio como de costumbre.
—Genio, servidor de la lámpara —ordenó Aladino—. Te ordeno, con la
lámpara en mi mano, que me traigas ahora mismo un huevo del pájaro Roc.
Entonces sucedió lo inesperado, lo que jamás había sucedido antes. En
lugar de obedecer la orden, el genio se estremeció y empezó a agitarse con
horrible contorsiones y muecas, echando fuego por los ojos. Lanzó un aullido
tan tremendo que sacudió todo el palacio, desde los cimientos hasta las azoteas.
El pobre Aladino, que no entendía lo que estaba pasando, salió disparado como
la piedra de una honda y chocó contra la pared con tanta fuerza que estuvo a
punto de romperse los huesos.

—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Qué pasó? ¿El genio de
la lámpara atacó a Aladino?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

Furioso, el genio le gritó a Aladino, con su voz de trueno:


—¡Cómo te atreves a pedirme eso, maldito hijo de Adán! ¡El más ingrato
de esa raza de ingratos! ¿No te alcanzan todos los servicios que te he prestado?
¿Mi “oigo y obedezco” no fue suficiente para ti? ¿Ahora quieres que vaya a robar
al hijo del ave Roc, mi amo supremo, para colgarlo en la bóveda de tu salón?
¿No sabes que yo y todos los servidores de la lámpara somos los esclavos del gran
Roc, el padre de esos huevos benditos? ¡Agradece, miserable, al poder de la
lámpara y del anillo que te protegen, porque de otro modo ya te hubiera cortado
en mil pedazos con mi alfanje!
Aladino, asustadísimo, decidió no desafiar el poder del genio.
Tartamudeando le contó toda la verdad. El genio se calmó un poco al
escucharlo.
—Ah, fue la vieja esa la que te dio la idea... Eso lo cambia todo —el genio
se quedó un momento en silencio, como si estuviera buscando información—.
Has de saber que esa persona no es Fátima ni es santa ni es vieja. Es tu peor
enemigo, que busca tu perdición: nada menos que el hermano menor del mago
africano. Y es todavía peor que él, un brujo de malas artes, astuto y cruel. Gracias
a sus hechizos supo que habías matado a su hermano y llegó aquí desde el
Mogreb para vengarlo. Él sabía muy bien lo que te estaba pidiendo, y pensó que
te costaría la muerte. De ahora en adelante, cuídate de ese monstruo.
Aladino estaba furioso. Disimulando, se fue a buscar a su esposa.
—Mi querida Bedru-l-Budur, luz de mis ojos, no puedo traerte ya lo que
me has pedido porque tengo un tremendo dolor de cabeza que no me deja hacer
nada.
Y se dejó caer sobre unos almohadones como si se sintiera realmente mal.
La princesa, muy asustada, mandó enseguida a buscar a la Santa Fátima. En
cuanto entró, Aladino la llamó a su lado.
—Madre santa y querida, ¡ayúdame! ¡Quítame este dolor con tus oraciones!
La falsa vieja se acercó a Aladino. Mientras caminaba hacia él, metió la
mano entre sus vestiduras y aferró el puñal que llevaba escondido para clavárselo
en el corazón. Pero Aladino estaba preparado. Con una mano consiguió detener
el brazo que empuñaba ya el filo mortal y con la otra mano hizo caer su espada
sobre el cuello de la supuesta anciana, cortándole la cabeza.
La princesa Bedru-l-Budur lanzó un grito de horror.
—¿Qué has hecho, desgraciado? ¡Mataste a una santa mujer!
Para su enorme sorpresa, su esposo se echó a reír y tomando un mechón de
pelo canoso de la cabeza cortada, tiró con fuerza y le arrancó la peluca. Debajo
estaba la cabeza completamente afeitada del mago africano, de la que salía una
larga coleta. Bedru-l-Budur se acercó más, sin poder creer en sus propios ojos.
Era la primera vez que veía el rostro de la anciana Fátima de cerca y sin el velo:
una fuerte barba negra brotaba de sus mejillas.
Aladino le contó entonces a su mujer todo lo que el genio le había
informado sobre la falsa Fátima, falsa vieja y falsa santa. Los esposos se abrazaron
y se besaron, felices de estar vivos y sanos, y dieron gracias a Alá por todos sus
dones.
Desde entonces vivieron felices con la madre de Aladino y con su suegro el
sultán. Y tuvieron dos hijos hermosos como dos lunas. Al morir el sultán,
Aladino heredó el reino y gobernó con inteligencia y compasión, buscando la
alegría y el bienestar de todos: como si él mismo hubiera sido pobre alguna vez,
decían sus súbditos, agradecidos.

Y como la noche todavía no había terminado, Sherezada comenzó a contar


otra historia.
EL PESCADOR Y EL GENIO

Ha llegado a mis oídos, ¡oh, mi rey, el dichoso! que vivía en cierto lejano
reino un pobre pescador, que ya no era joven, y tenía mujer y tres hijos que
mantener.
Pescaba desde la orilla, y tenía la costumbre de echar la red al mar cuatro
veces por día.
Un día entre los días, se acercó a la orilla, caminó un poco dentro del agua,
arrojó su red, esperó un buen rato hasta que la sintió asentarse en el fondo, y
después comenzó a tirar para recogerla, como hacía siempre.
Pero esta vez no era fácil sacar la red. Tiró un buen rato de las cuerdas
sintiendo que pesaba mucho más que de costumbre. Puso en juego todas sus
fuerzas y aun así no consiguió sacarla. Sin soltar los cabos, buscó entonces una
estaca. La clavó profundamente en la arena y ató a ella las cuerdas de la red para
que no se le escapara. Después se quitó la ropa y se lanzó al agua, para ver qué
había pasado, si la red estaba enganchada en una roca del fondo, o si realmente
la pesca era tan extraordinaria. Luchando, buceando, esforzándose de mil
maneras, logró sacar su red. Y se encontró con que traía un burro muerto. ¡Por
eso pesaba tanto!
Sacó el cuerpo del animal, descompuesto y maloliente, exprimió bien la
red, la desdobló y volvió a arrojarla al agua. Cuando se le hizo difícil levantarla,
pensó que esta vez debía ser un pez muy grande y gordo. ¡Era imposible pescar
dos burros muertos el mismo día! Se metió en el mar y buceó para sacar la red,
pero todo lo que había pescado ahora era un gran trozo de madera rota,
desprendida de algún barco, que no servía para nada.
Muy triste, echó la red por tercera vez. Y no consiguió más que restos,
basura y vidrios rotos.
—¡Oh, Alá! —rogó el pescador, sin muchas esperanzas—. Sabes que yo no
echo mi red más que cuatro veces y ya la eché tres. ¡Haz que la cuarta vez tenga
más suerte!
Volvió a quedar la red atrapada por su propio peso y cuando por fin logró
llevarla a la orilla, se encontró, con mucha alegría, que esta vez había pescado
una olla de metal cerrada. Era de cobre, tenía la tapa sellada con plomo, y le
darían por ella en el mercado no menos de diez dinares. ¡Por fin algo que valía la
pena, aunque no fueran peces!
Cuando la levantó, comprobó que pesaba muchísimo. ¿Qué tendría
adentro? El pescador pensó que podía ser un tesoro. Con un cuchillo desprendió
el sello de plomo y dio vuelta la olla para volcar su contenido. Pero el recipiente
parecía estar vacío. Lo único que salió de allí fue una tremenda humareda que se
elevó hasta los confines del cielo. El humo se espesó hasta tomar la forma de un
gigantesco genio, cuya cabeza, que parecía una cúpula, llegaba hasta las mismas
nubes. Tenía manos como rastrillos, pies como mástiles, una boca como la
entrada de una caverna, unos dientes como rocas, narices como una palangana,
ojos como antorchas y una cabellera revuelta y sucia.
Al pescador se le secó la boca de miedo y por un segundo vio todo negro.
Para su sorpresa, el genio se postró a sus pies.
—¡No hay más Dios que Alá y Salomón es su profeta! ¡Oh, Salomón,
profeta de Alá, no me mates! ¡No volveré a rebelarme!
El pescador se quedó mudo de asombro.
—¿Quién eres tú, que le hablas al rey Salomón como si estuviera vivo?
¡Salomón murió hace mil ochocientos años!
—Entonces —dijo el genio—, tengo una buena noticia para ti. Te mataré
ahora mismo. Pero puedes elegir la forma de tu muerte: piénsalo bien.
—¿Pero por qué me vas a matar a mí, un pobre pescador que te salvó
sacándote con su red?

—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Mató el genio al


pescador? ¿Qué forma de morir eligió?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

El miedo le hacía castañetear los dientes al pobre hombre.


—Has de saber, pescador, que yo conduje una rebelión de los genios
contra Salomón, hijo de David, la paz sea sobre ellos. El gran rey consiguió
atraparme y trató de persuadirme a obedecer su ley. Pero yo me negué.
Entonces, con un poderoso conjuro y una invocación a Alá, me obligó a
meterme adentro de esta olla, la selló con plomo y estampó en la tapa el nombre
del Todopoderoso. Después ordenó a unos genios leales que me arrojasen al mar
sin piedad.
”Cien años pasé en el fondo del mar y pensaba: ‘A quien me saque de aquí,
lo haré rico’. Pero en cien años nadie vino a salvarme.
”Pasaron otros cien años y yo decía en mi corazón: ‘A quien venga a
salvarme, le describiré todos los tesoros de la tierra’. Pero nadie me liberó.
”Después pasaron cuatrocientos años y yo pensaba dentro de mi alma: ‘Al
que me saque de esta olla, le concederé tres deseos’. Y nadie vino.
”Entonces decidí, loco de rabia: ‘Al que me salve, lo mataré. Pero le dejaré
elegir la forma de su muerte’.
”Y como tú me salvaste, no tengo más remedio que matarte. Puedes morir
como quieras, elige cuanto antes.
—Por el Nombre, el Más Grande, el que está grabado en el anillo de
Salomón, te pido una sola cosa, que no me puedes negar... —rogó el pescador.
Al oír mencionar el Nombre Divino, el genio tembló y se agitó.
—Concedido, sé breve —le dijo al pescador.
—¡No puedo creer que estuvieras adentro de esta olla, donde no cabe ni
siquiera una de tus manos! Y no podré creerlo si no veo con mis propios ojos
cómo vuelves a entrar.
El genio lo miró con desprecio, se transformó otra vez en humo y en ese
estado se metió poco a poco en la olla. Entonces el pescador la cerró
inmediatamente con la tapa de plomo que llevaba el sello de Salomón.
—Y ahora, ¿de qué muerte prefieres morir tú, mi querido genio?

Y aquí podría haber terminado este cuento, pero cuentan los que saben
(aunque nadie sabe tanto como Alá), que tanto lloró y suplicó el genio, y tantas
maravillas prometió en el nombre de Alá, que el pescador terminó por creerle y
abrió la tapa de la olla.
Apenas el genio se vio otra vez en todo su tamaño y majestad, lo primero
que hizo fue tomar la olla y lanzarla al medio del mar. ¡El pescador creyó que allí
terminaba su vida!
Sin embargo el genio cumplió con su palabra, porque temía el castigo del
Todopoderoso, y le enseñó cómo y dónde echar la red de modo de atrapar
cuatro peces mágicos cada día.
Con esos peces mágicos el hombre se ganó el aprecio del sultán, que lo hizo
rico y lo colmó de honores. Así vivieron felices para siempre el buen pescador y
su familia.

Y como la noche aún no había terminado, Sherezada comenzó otra historia.


SIMBAD EL MARINO

Hace muchos años, en la ciudad de Bagdad, vivía un hombre muy pobre al


que llamaban Simbad, el Cargador. Su trabajo consistía en llevar a cuestas los
bultos de los viajeros o de la gente que hacía compras en el zoco, el mercado
árabe.
Un día de mucho calor iba cargando un fardo muy pesado. Empapado en
sudor, decidió sentarse a descansar un rato a la sombra de un portal. En el jardín
de la casa cantaban mil pájaros. Había invitados. Se oía música de laúdes y el
sonido de las conversaciones. Varios esclavos negros iban y venían llevando
fuentes. Abrieron una puerta y un aroma delicioso llegó hasta la calle. En esa
casa, pensó Simbad el Cargador, debían estar sirviendo manjares dignos de un
rey. Y como le gustaba poner en verso todo lo que se le ocurría, dijo en voz alta:

¡Gloria al dueño de esta casa!


Su destino es ser feliz.
Si soy pobre y él es rico
es que Alá lo quiso así.

Con un gran suspiro, se puso de pie y se preparó para cargarse otra vez el
fardo en la cabeza. En ese momento salió de la casa un criado.
—Mi amo desea verte —le dijo.
Fueron inútiles las protestas de Simbad el Cargador. El criado no lo soltó
hasta que hubo entrado en el palacio, le señaló un lugar seguro para dejar su
fardo, y lo acompañó hasta la sala del banquete. Había toda clase de manjares
deliciosos en mesas adornadas con flores. Bellas esclavas tocaban y cantaban para
entretener a los invitados. En el sitio más elevado se sentaba un hombre alto y
canoso, de aspecto noble, que parecía ser el dueño de la mansión.
Simbad el Cargador comió y bebió cuanto quiso. Se sentía en el paraíso.
Pensó que esa casa debía pertenecer a un sultán.
—Escuché por casualidad tus versos al pasar junto a la ventana, y me
gustaron mucho. ¿Cuáles son tu nombre y tu oficio? —le preguntó el dueño de
casa.
—Soy Simbad, el Cargador, y acarreo bultos y fardos por lo que me
quieran pagar.
—¡Qué casualidad! Mi nombre también es Simbad, y me dicen “el
Marino”. Pero no creas que siempre fui tan rico y feliz. Antes de llegar a este
estado, sufrí mucho y tuve que pasar grandes trabajos. Quisiera contarte a ti y a
todos los presentes la historia de mis siete viajes.
Y Simbad el Marino comenzó así su relato:
PRIMER VIAJE DE SIMBAD

Quizás muchos de ustedes, mis nobles invitados, saben que mi padre fue
mercader y llegó a reunir una gran fortuna. Murió cuando yo era pequeño y me
dejó en herencia dinero, casas y campos. En cuanto me hice mayor de edad y
pude utilizar a mi gusto esa riqueza, me dediqué a despilfarrarla en fiestas y
diversiones con esos falsos amigos que rodean a los que tienen dinero para gastar.
Sin embargo, un día me di cuenta de que no podía seguir para siempre con
esa vida y decidí ocuparme un poco de mis negocios. Empecé por el recuento de
mis bienes. Entonces, lleno de asombro y de terror, me di cuenta de que no me
quedaba casi nada. ¡Tan irresponsable había sido hasta entonces!
Era hora de recuperar al menos una parte de lo que había perdido.
Vendiendo todos los muebles de la casa y unas tierras que me quedaban,
conseguí reunir tres mil dinares. Con ese dinero compré mercaderías para vender
y un pasaje para viajar con un grupo de mercaderes en un barco que partía del
puerto de Bazra.
Navegamos varios días y sus noches hasta llegar a una isla. El capitán la
costeó y decidió echar el ancla. Los pasajeros bajamos del barco y encendimos
fogatas para asar unos sabrosos pescados que traíamos. De pronto escuchamos la
voz del capitán, que no había querido acompañarnos.
—¡No es una isla, no es una isla! —nos gritaba desesperado desde el barco
—. ¡Es un pez!
Pero ¿cómo podía ser un pez?, le contestamos. ¡Si tenía playas de arena, y
plantas y árboles que crecían sobre la tierra!
—Es un pez tan inmenso que sus tiempos no son los nuestros. ¡Debe hacer
muchos años que se durmió flotando sobre el mar! La tierra y la arena lo
cubrieron y los pájaros trajeron semillas... ¡El calor de las fogatas lo va a
despertar! ¡En cuanto empiece a sacudirse se van a ahogar! ¡Huyan!

—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿La isla era realmente
un pez? ¿Qué pasó con Simbad y sus compañeros?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...
La isla era realmente un pez. Los pasajeros abandonamos los fogones y las
provisiones y echamos a correr desesperados. Pero solo los que estaban más cerca
de la costa alcanzaron a llegar al barco. De pronto la isla entera comenzó a
sacudirse y se sumergió en las profundidades con todo lo que llevaba encima. Yo
fui uno de los que se hundió con el pez-isla. Todavía no sé por qué no morí
ahogado en el torbellino que provocó al sumergirse. Tuve la enorme suerte de
salir otra vez a flote y alcancé a agarrarme de un gran tronco de árbol, uno de los
que habían crecido sobre el lomo del pez y que ahora flotaban a la deriva.
Pataleando como podía, zarandeado por las olas y el viento, fui a parar a la
playa de otra isla, que debía ser verdadera porque era bastante rocosa.
Allí había frutas en abundancia y también manantiales de agua dulce. En
poco tiempo logré recuperarme y al principio me sentía muy bien. Sin embargo,
aunque tenía todo lo necesario para sobrevivir, pronto empezó a angustiarme la
soledad. Con una rama me fabriqué un bastón y me dediqué a recorrer la isla.
Un día distinguí a lo lejos un gran bulto que se movía. Al acercarme, vi con
sorpresa que se trataba de un caballo atado a un árbol al borde del mar. El
animal se retorcía y relinchaba tratando de soltarse. En ese momento, desde
abajo de la tierra, apareció un hombre, que empezó a gritarme y a perseguirme.
Yo no me escapé, sino que le permití que me diera alcance. Y respondí a
sus preguntas contándole toda mi historia. El hombre me llevó a una especie de
sótano excavado bajo tierra, donde me dio de comer y beber. ¡Qué bueno poder
masticar algo que no fuera fruta silvestre!
—Los servidores del rey Majrajan estamos repartidos por toda la isla —me
contó mientras comíamos—. Somos palafreneros: nos ocupamos de los caballos
del rey. Una vez por mes venimos a esta isla mágica trayendo yeguas de pura raza
y las atamos así, a las orillas del mar. Después nos escondemos. ¡Y ya verás lo que
pasa!
En ese momento, nos aturdió un relincho tan poderoso que parecía un
trueno. Asomándonos apenas para mirar sin ser vistos, vimos que salía de las
profundidades del océano un enorme caballo negro, que se lanzó sobre la yegua,
tratando de romper sus ataduras y tirando de ella para llevársela al mar.
—Esa yegua ha quedado preñada del caballo marino, y tendrá un potrillo
de valor incalculable. ¡Pero debemos librarnos del padre, es peligroso! —dijo mi
nuevo amigo, mientras tomaba su escudo y su espada.
Salimos del subterráneo, y nos encontramos con muchos otros palafreneros
listos para espantar al animal. Golpeando en los escudos con las espadas,
avanzaron hacia él. El caballo negro, asustado, corrió hacia el mar y se sumergió
bajo las olas.
Los cuidadores de los caballos del rey tendieron sus tapices en el suelo y me
invitaron a comer con ellos. Después, cabalgando, me llevaron hasta el palacio
real, donde me recibió el rey con grandes honores.
Después de conversar conmigo y escuchar mi historia, el rey Majrajan me
tomó mucho aprecio y decidió nombrarme encargado del puerto. Mi tarea
consistía en tomar nota de todas las naves que allí fondeaban y de las mercancías
que traían. En mi nuevo trabajo, yo aprovechaba para averiguar si había algún
barco que viniera de mi tierra natal. Por más que el rey me trataba muy bien,
colmándome de regalos, mi sueño era siempre volver a casa. Pero casi nadie
parecía haber oído hablar siquiera de mi querida ciudad.
Vi muchas maravillas mientras estuve en ese lejano reino. Tuve la
oportunidad de conversar con un grupo de hindúes, que al menos sabían que
existía Bagdad. Conocí la isla de Kasil, donde no vive nadie, y sin embargo todas
las noches se oye brotar de sus costas un repique de tambores. Vi un pez tan
largo como treinta barcos y otro pez con cabeza de lechuza.
Un día entre los días, llegó al puerto un barco cargado de tesoros. Los
marineros comenzaron a descargarlo mientras yo, cumpliendo con mi trabajo,
anotaba todo lo que traían.
—¿Eso es todo? —le pregunté al capitán cuando terminaron la descarga.
—No, todavía quedan en la bodega muchas mercancías que pertenecían a
un mercader que murió en el viaje, un pobre hombre llamado Simbad.
Pensamos venderlas y llevarle el dinero a su familia en Bagdad.
—¿No me reconoces, capitán? ¡Soy el mismísimo Simbad!
Pero yo estaba usando una barba muy crecida, que me cambiaba la cara, y
lo último que esperaba el capitán era encontrarme allí.
—¡No trates de engañarme! ¡Todos lo vimos ahogarse, a él y a muchos
otros de mis pasajeros, en un accidente tan horrible que si te lo cuento no me
creerías! ¡Ahora pretendes quedarte con lo suyo, ladrón!

—¿Por qué callas, Sherezada? ¿Consiguió Simbad que lo reconociera el


capitán?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

—Cuando le relaté al capitán todo lo que nos había sucedido con el


terrible pez-isla —dijo Simbad el Marino—, él y los mercaderes que lo
acompañaban, terminaron por reconocerme.
No faltaba ni un solo fardo de mis mercancías. Tomé algunos objetos de
mucho valor y se los envié al rey como regalo.
El rey sintió todavía más afecto por mí al tener la confirmación de que
todo lo que le había dicho era cierto. ¡Mi historia era muy difícil de creer!
Después vendí en la ciudad todas mis mercancías y compré productos del
lugar que no se conocían en Bagdad. Me despedí del rey, que me mostró su
afecto con valiosísimos regalos, y me embarqué hacia mi país, adonde llegamos
gracias a Alá, con buenos vientos. Mis parientes y amigos me recibieron con gran
alegría.
Vendí todo lo que traía del extranjero a tan buen precio, que pronto me
encontré rico, tal como en los mejores tiempos. Compré esclavos, guardianes,
casas, tierras y jardines y me dediqué otra vez a divertirme con mis amigos y
disfrutar de la vida.
Y si vuelves mañana, Simbad el Cargador, te contaré la historia de mi
segundo viaje.

Simbad el Marino dio orden de que le entregaran a su tocayo cien dinares


de oro. Al día siguiente, Simbad el Cargador volvió a la mansión, donde los
demás invitados lo estaban esperando para seguir escuchando las historias del
dueño de casa.
SEGUNDO VIAJE DE SIMBAD

Simbad el Marino dio comienzo a su relato:


—Vivía en Bagdad la mejor de las vidas posibles cuando un día entre los
días volví a sentir el llamado del mar. Tuve ganas de volver a viajar por países
extraños, comprando y vendiendo, recorriendo islas y tierras y vagando por el
mundo.
Compré, entonces, toda clase de mercaderías y elegí para embarcarme un
navío nuevo, muy bonito, con velas de buen género y muchos pasajeros a bordo.
Los primeros días navegamos felizmente, con viento a favor, recorriendo las
costas. Hasta que llegamos a una isla muy hermosa, toda verde, con árboles
llenos de frutos y flores, en los que cantaban los pájaros. La cruzaba un arroyo de
agua clara y dulce. Llamaba la atención que un lugar tan agradable no tuviese
ninguna señal de estar habitado. En todo lo que abarcaba la vista no se veían
casas, ni humo de hogar, ni rastro de vida humana.
Varios pasajeros bajamos para explorar la isla y recrearnos con sus hermosos
paisajes. Yo me alejé solo, siguiendo el arroyo y me senté a comer algo en un
lugar donde soplaba una brisa perfumada. Estaba tan cómodo y tranquilo, que
sin darme cuenta me fui quedando dormido.
Imagínense mi horror cuando desperté, quién sabe cuánto tiempo después,
y me di cuenta de que el barco había zarpado sin mí. ¡Me habían dejado
olvidado en la isla! Desesperado, sintiendo que me reventaba la hiel de pura
pena, me odié a mí mismo por loco y aventurero. ¿Por qué se me había ocurrido
la ridícula idea de salir otra vez de viaje, cuando tenía en Bagdad una vida feliz y
regalada?
Para conocer un poco más el lugar donde estaba, me trepé a un árbol y
miré para todos lados sin ver más que cielo, árboles, pájaros, agua, islas y
arenales. De pronto me pareció distinguir, a lo lejos, una cosa grande y blanca.
Bajé del árbol, me acerqué, y vi que era una gran cúpula, tan alta que no se
alcanzaba a ver la parte superior. Dando una vuelta alrededor comprobé que
medía ciento cincuenta pasos.
Empezaba a atardecer y pensé que sería buena idea encontrar la manera de
entrar a esa especie de bóveda para refugiarme. De pronto me cubrió la
oscuridad, como si se hubiera hecho de noche en un instante. Levanté la vista,
creyendo que vería una gran nube de tormenta. Pero lo que había allí arriba era
un pájaro, un gigantesco pájaro, tan grande que tapaba la luz del sol.
Recordé, entonces, que en cierta ocasión había oído a unos viajeros hablar
del ave Roc, un pájaro inmenso, que alimenta a sus pichones con carne de
elefante. Solo entonces comprendí lo que era esa extraña cúpula blanca: ¡un
huevo!
Con mucha delicadeza el ave bajó sobre su huevo y se echó sobre él para
empollarlo. Cualquier cosa era mejor que morir solo y abandonado en esa isla
desierta. Entonces se me ocurrió una idea: ese pájaro aterrador podría convertirse
en mi salvación, sacándome de allí. Deshice el turbante que llevaba en la cabeza,
lo retorcí hasta que quedó como una cuerda, y dándole muchas vueltas alrededor
de mi cuerpo, me até a la pata del ave con un nudo muy fuerte y apretado.
Pasé la noche en vela. No quería estar dormido cuando el ave Roc
emprendiera el vuelo. Al clarear la mañana, el pájaro dejó el huevo, lanzó un
grito y se echó a volar sin notar mi presencia. Después de un tiempo se posó en
un lugar elevado. Apenas tocó tierra, me desaté y me eché a caminar para tratar
de ver dónde estaba.
Entretanto el pájaro atrapó con sus garras una serpiente muy gorda y se
echó a volar hacia el mar.
Pronto me convencí de que había hecho muy mal en dejar esa isla verde,
llena de árboles. Estaba ahora en un lugar montañoso, desierto, donde sin duda
moriría de hambre y sed. Un poco más abajo se veía un valle y decidí bajar a
explorarlo. Con enorme asombro, comprobé que el suelo estaba hecho de
diamantes. Pero el valle era, además, un hervidero de serpientes, grandes como
troncos de palmera, capaces de tragarse a un elefante entero de un bocado. Salían
solo de noche, de día se escondían para que las aves Roc no se las comieran como
si fueran lombrices.
Lamentando mi triste destino, me puse a buscar un refugio para pasar la
noche lejos de las serpientes y de quién sabe qué otras fieras. Allí cerca encontré
una cueva que tenía una entrada muy estrecha. Entré y tapé la entrada con una
gran piedra. A la débil luz que entraba por unas grietas en la parte superior de la
caverna, pude ver una serpiente tremenda que dormía custodiando sus huevos.
El vello se me erizó de miedo. Pasé la noche sin dormir, listo para huir (o por lo
menos para intentarlo) si el monstruo se despertaba. Por la mañana salí de la
cueva tambaléandome de miedo, hambre y falta de sueño.

De pronto vi caer a mis pies un enorme trozo de carne del tamaño de


media oveja. Al principio me quedé asombradísimo. ¿De dónde venía ese
extraño regalo? Entonces recordé una vieja historia de viajeros y caminantes en la
que se hablaba del Valle de los Diamantes. Se decía que estaba rodeado de
montañas muy altas, fáciles de trepar desde el lado de afuera pero tan empinadas
al descender al valle que eran casi como muros lisos. Esas montañas formaban un
cerco que lo hacía inaccesible. Los mercaderes que traficaban diamantes subían
por el otro lado y una vez arriba mataban ovejas y carneros y tiraban al valle
grandes trozos de carne. Era carne fresca, que chorreaba sangre y con la fuerza de
la caída se le quedaban pegados o incrustados muchos diamantes. Hacia la
medianoche, los pájaros Roc bajaban al valle, tomaban la carne con sus garras y
volaban hacia lo alto de las montañas, para llevarles alimento a sus pichones. En
cuanto los veían, los mercaderes corrían hacia ellos y las espantaban a los gritos.
Desprendían rápidamente los diamantes adheridos a la carne y después les
dejaban las presas a las aves, que eran sus aliadas.
Se me ocurrió una idea arriesgada, la única que podía salvarme. Con mi
turbante a modo de soga, me até al trozo de oveja y me acosté boca arriba, con la
carne sobre el pecho. Un pájaro Roc se lanzó, atrapó el trozo de carne y echó a
volar hacia lo alto de un monte, llevándome también a mí.

—¿Por qué callas, Sherezada? ¿Adónde llevó a Simbad el pájaro Roc?


—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

En lo alto del monte, el pájaro Roc dejó su presa en el suelo y se preparó


para devorarla. En ese momento escuché fuertes gritos y una enorme piedra cayó
muy cerca de las patas del pájaro, que se asustó y echó a volar.
Me desaté y me puse de pie. Todo mi cuerpo chorreaba sangre de oveja. El
mercader que había espantado al ave se asustó mucho al verme, pero estaba tan
ansioso por sus diamantes que sin decirme ni una palabra, revisó primero la
carne, furioso por no encontrar nada. Recién entonces me preguntó quién era yo
y de dónde había salido.
—No te asustes —le dije—. Soy un mercader como tú. Y no perdiste nada,
porque tengo los bolsillos llenos de diamantes que compartiré contigo.
Mientras conversábamos, se acercaron curiosos otros mercaderes que
estaban allí arrojando sus trozos de carne. Me llevaron con ellos y les conté todas
mis aventuras. Después le di a mi nuevo amigo la mitad de mis diamantes, que
eran mucho más grandes y mejores que los que conseguían los demás, porque yo
los había elegido uno por uno.
—¡Por Alá, que has vuelto a nacer! —me dijo, agradecido—. Es la primera
vez que un hombre sale vivo de este valle.
Pasé un tiempo viajando y comerciando con ese grupo de mercaderes y vi
cosas increíbles. Muy cerca del Valle de los Diamantes encontramos una isla
donde había un huerto de árboles de alcanfor. Sus copas eran tan enormes que
cada uno podía darles sombra a cien hombres.
En esa misma isla habita el Kaskadán, un animal muy raro que tiene en la
mitad de la cara un cuerno tan grande como diez brazos de hombre medidos
desde el codo hasta los dedos. Cuando el Kaskadán ataca a un elefante, lo clava
en la punta de su cuerno y carga con él durante días enteros, sin poder sacárselo
de encima. El elefante muere y su grasa, derretida por el sol, se le mete en los
ojos al Kaskadán, que muere también, generalmente tendido en la playa.
Después viene un ave Roc y se lleva los restos de los dos animales para alimentar
a sus pichones.
Unos meses después pude volver a Bagdad, donde entré a mi casa llevando
conmigo gran cantidad de diamantes, además de muchas mercaderías extranjeras
de gran valor. Y volví a ver, con gran alegría, a todos mis amigos y parientes.

Después del relato de su segundo viaje, Simbad el Marino ordenó que le


dieran cien dinares de oro a Simbad el Cargador y lo invitó a volver al día
siguiente para seguir escuchando su historia.
TERCER VIAJE DE SIMBAD

Enriquecido con el dinero que había ganado comprando y vendiendo —


empezó Simbad el Marino, en cuanto sus invitados estuvieron reunidos— más
unos cuantos diamantes que me habían quedado todavía, me dediqué a disfrutar
de la vida en mi querida Bagdad. Y así podría haber seguido sin problemas hasta
que el destino lo quisiera si no fuera porque el ansia de viajar y de vivir aventuras
se había apoderado de mi sangre. Por más que intenté no hacer caso de esa voz
interna que me empujaba otra vez al mar, al fin comprendí que si no me
embarcaba, me iba a enfermar.
De modo que otra vez me encontré un día en el puerto de Bazra, buscando
un buen barco para subir con mis mercancías. Di con uno que me gustaba, con
buena tripulación y otros pasajeros que eran, como yo, mercaderes. Nos hicimos
a la mar, y durante muchos días y semanas fuimos de ciudad en ciudad y de
puerto en puerto sin ningún problema.
Sin embargo, un día entre los días, una tormenta terrible nos arrastró mar
adentro. Estábamos a punto de naufragar cuando el capitán, que oteaba el
horizonte, dio orden de arriar las velas y echar el ancla. Por lo visto habíamos
encontrado tierra firme. Y sin embargo la cara del capitán no tenía una expresión
feliz.
—¿Qué sucede? —le preguntamos
—Echamos el ancla para no naufragar. Pero no estamos en un buen lugar.
Este es el Monte de los Zugb, también llamado la Isla de los Monos.
Apenas había terminado de decir estas palabras, cuando una horda de seres
animalescos y peludos se lanzó sobre el barco. Eran del tamaño de un perro
grande y tantos como un enjambre de langostas. Su aspecto era terrorífico:
tenían melenas como los leones, la cara negra y los ojos amarillos. No eran
exactamente monos y tampoco eran del todo hombres. Emitían unos sonidos
incomprensible que quizás fueran su idioma. Sobre todo, resultaba imposible
defenderse contra semejante cantidad de enemigos. Teníamos miedo de
resistirnos y matar a alguno, porque los demás nos vencerían sin ninguna duda y
querrían vengarse.
En un instante se apoderaron del barco y nos quitaron hasta la ropa que
llevábamos puesta. Nos dejaron en la playa desnudos, mientras cortaban con los
dientes los cables y amarras que ataban el barco. Llevándose la nave y toda su
carga, impulsados por el viento, los Zugb desaparecieron en alta mar.
Exploramos la isla en la que habíamos quedado abandonados. Por suerte
había frutos y raíces comestibles y varios manantiales de agua dulce. Para nuestra
sorpresa, encontramos también una casa que no podía ser de los Zugb. Era
enorme, resguardada por altos muros, y tenía una puerta de ébano abierta de par
en par. Entramos en un patio cuadrado, con habitaciones a los costados. En la
cocina había un fogón con muchos huesos esparcidos alrededor. Agotados como
estábamos, contentos de haber encontrado una vivienda humana, nos quedamos
dormidos tirados en el suelo.
De golpe nos despertó una vibración como la que podría producir un
terremoto. Estaba cayendo el sol. Ante nuestros ojos había un gigante negro, alto
como una palmera, con ojos como brasas. Tenía labios largos, como los belfos de
los camellos, que le colgaban sobre el pecho, y dientes como colmillos de jabalí.
Las orejas eran como botes que le caían sobre los hombros y las uñas de las
manos eran como garras de león.
Medio muertos de pánico, miramos al monstruo sin atinar a movernos.
El gigante me eligió a mí, me levantó tirándome de un brazo y empezó a
palparme como hace el carnicero con un corderito antes de sacrificarlo.

—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Qué le hizo el gigante


a Simbad?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

Por lo visto el monstruo no me encontró de su agrado, porque pronto me


dejó en el suelo. Lo mismo hizo a continuación con cada uno de mis
compañeros hasta que llegó al capitán, un hombre muy gordo y grandote.
Esta vez pareció que su presa le gustaba más. Lo tiró al suelo con violencia,
le puso el pie encima del cuello, tomó un enorme asador de metal y se lo clavó
en el pecho, hundiéndolo bien adentro, hasta que salió por la espalda. Después
lo puso a cocinar al fuego, dándolo vueltas hasta que estuvo bien dorado por
todas partes. Cuando estuvo listo lo descuartizó y se lo comió con mucho placer.
Cuando se terminó la carne, rompió los huesos para sorber el tuétano, hasta que
se dio por satisfecho y tiró al suelo el resto del esqueleto.
Con la panza llena, el gigante se acostó a dormir hasta la mañana siguiente.
Nosotros nos quedamos en vela, sin atrevernos a hacer el menor ruido. Recién
por la mañana, cuando se fue, nos atrevimos a llorar y comenzamos a hablar
entre nosotros. La puerta estaba abierta y salimos a explorar la isla, buscando un
lugar donde escondernos, pero no lo encontramos y terminamos por volver a la
casa maldita. Por supuesto, cuando el monstruo regresó, se comió de igual forma
a otro de los nuestros.
A la mañana siguiente, mientras llorábamos de miedo y horror,
lamentando no habernos ahogado en el mar en lugar de tener que sufrir esta
muerte horrible, empezamos a pensar cómo librarnos del gigante.
—Usemos la puerta para hacer una balsa —propuse yo—. Carguémosla
con frutos y agua dulce, y dejemos todo listo para huir.
Esa noche vimos cómo el monstruo atrapaba a otro de los nuestros.
Estábamos aterrados, llorando por dentro y cada uno de nosotros daba gracias a
Alá por no haber sido el elegido. Pero en cuanto el gigante se durmió nos
levantamos en puntas de pie, pusimos sobre las brasas del fogón dos enormes
asadores de hierro, que solo podíamos levantar entre varios, y cuando las puntas
estuvieron al rojo se los clavamos al mismo tiempo en los dos ojos con toda la
fuerza que nos quedaba.
El gigante se despertó con un alarido atroz. Ciego, sangrante, comenzó a
buscarnos a tientas por todo el patio, pero nosotros lo esquivábamos. Tanteando
las paredes, buscó la puerta y salió de la casa gritando, enloquecido de dolor.
Corrimos hacia nuestra balsa. Pero echarse al mar en esas condiciones era
una muerte casi segura. Empezamos a discutir cuánto tiempo debíamos esperar
para asegurarnos de que el monstruo había muerto y así quedarnos en la isla. En
ese momento lo vimos venir contra nosotros, guiado por otros dos gigantes
como él, negros y con los ojos rojos. Sin pensarlo más, subimos a la balsa y nos
lanzamos al mar.
Los monstruos comenzaron a tirarnos enormes piedras con tanta fuerza y
tanta puntería que mataron a la mayoría de mis compañeros. Solo tres quedamos
vivos.
Medio muertos de hambre y sed llegamos por fin a otra isla que parecía
habitable. Comimos fruta de sus árboles, bebimos de sus manantiales,
abrazándonos de alegría por estar vivos. Apenas cayó la noche, nos acostamos en
el suelo, agotados, y nos quedamos profundamente dormidos.
Nos despertó un ruido que parecía el silbido de un viento huracanado. Al
abrir los ojos vimos a una serpiente tan grande como un dragón, con un enorme
vientre. En un santiamén se metió en la boca a uno de mis compañeros, hasta la
cintura, y tragando lentamente fue haciendo desaparecer el resto del cuerpo. Sin
poder ayudarlo, oímos como crujían las costillas del desdichado al partirse en el
interior del monstruo. Satisfecha su hambre, la serpiente se fue por su camino.
A los dos sobrevivientes el horror y el miedo no nos dejaron dormir el resto
de la noche. Habíamos escapado de una muerte espantosa para caer en otra.
Durante el día dormimos por turnos, mientras el otro estaba de guardia, y
exploramos la isla tratando de encontrar la madriguera del monstruo, con la
esperanza de encontrarlo dormido, pero no lo logramos. Cuando empezó a
hacerse de noche nos trepamos a un árbol muy grande donde creímos estar a
salvo.
Apenas oscureció del todo, apareció la serpiente. Miró a la izquierda, miró
a la derecha, se vino directamente a donde estábamos trepados, abrió sus fauces y
se tragó a mi compañero hasta medio cuerpo. Mientras daba vueltas alrededor
del árbol, terminando de tragarlo poco a poco, escuché otra vez el horrible
crujido de los huesos.
A la mañana bajé del árbol temblando de terror y decidido a arrojarme al
mar para terminar con una vida tan cruel. Pero había salido el sol, brillaban las
hojas de los árboles tan verdes... y yo amaba la vida. En vez de tirarme al agua,
pasé todo el día fabricándome una armadura de madera, con las tablas de la balsa
y las ramas caídas que encontraba por allí. Me até las tablas al cuerpo como
pude, con fuertes lianas, y me convertí en una especie de tortuga gigante,
escondido adentro de mi refugio de madera. Cuando llegó la serpiente, no
encontró la forma de clavarme los dientes y mi casita de madera abultaba tanto
que no podía tragarme. Se pasó toda la noche dando vueltas a mi alrededor, pero
no consiguió devorarme y al romper el día, se fue a su guarida.
Yo saqué las manos por las aberturas, me desaté la armadura de tablas y
corrí, como todas las mañanas, hacia la playa.
¡Imagínense mi alegría cuando vi un barco que navegaba en alta mar!
Tomé una enorme rama de un árbol, desgajada por una tormenta, y me metí en
el mar lo más adentro que pude, agitando la rama y gritando. Tuve la suerte de
que me vieran y vinieron a rescatarme.
En el barco me dieron de comer, de beber, y prendas para vestirme, porque
seguía desnudo desde que los Zugb me habían robado la ropa. Escucharon con
gran asombro mis aventuras.
Al llegar a una isla conocida, los mercaderes bajaron a vender sus
mercancías y me quedé solo en el barco con el capitán. Era un buen hombre.
—Has pasado muchas desgracias y quiero ayudarte —me dijo—. Hace ya
largo tiempo, en otro viaje, desapareció un mercader que venía a bordo de mi
barco y nunca volví a tener noticias de él. Debe haber muerto ahogado y creo
que llegó la hora de vender su mercadería. Si bajas a la isla y lo haces por mí, te
pagaré una buena comisión por tu trabajo. Cuando vuelvas a Bagdad, pregunta
por la familia de ese hombre y le entregas el resto del dinero.
—¿Y por quién debo preguntar?
—Por Simbad el Marino —dijo el capitán.
—¡Yo soy Simbad el Marino! —grité entonces, con toda la fuerza de mi
voz.
Porque acababa de comprender que ese barco y ese capitán eran los que,
sin saberlo, me habían abandonado cuando me quedé dormido en la isla de los
pájaros Roc, en mi viaje anterior.
—Pero yo no te reconozco —dijo el capitán, dudoso.
¡Otra vez me pasaba lo mismo! Y no era raro. Habían pasado varios años,
pero además mi cara estaba desfigurada por tantos días de hambre y desdicha y
llena de rasguños hechos por las tablas y ramas con las que me había protegido
de la serpiente.
En ese momento volvían al barco los tripulantes, pasajeros y mercaderes y
pronto todos estaban discutiendo sobre mí. Algunos creían reconocerme y otros
aseguraban que yo mentía. De pronto uno de ellos se separó del grupo, se acercó
y me miró fijamente.
—Ustedes no me creían cuando les hablé del Valle de los Diamantes y aquí
esta la prueba viviente. ¡Este es el hombre que venía atado al pedazo de carne que
arrojé al valle para que me lo alcanzara un ave Roc! Me contó que había perdido
su barco por quedarse dormido. Su nombre era y sigue siendo Simbad el
Marino. Y mucho le debo, porque nunca hice tal cosecha de diamantes como los
que compartió conmigo.
Entonces el capitán me pidió que le dijera qué era exactamente lo que
había en los fardos que tenían mi nombre y pronto se confirmó que mis palabras
eran ciertas. Después le recordé cierta charla que tuvimos en Bazra en el
momento de embarcar, y así terminó por convencerse y me entregó todo lo que
era mío.
El barco siguió su viaje y los mercaderes fuimos vendiendo y comprando
por el camino.
En la India compramos clavos, jengibre y otras especias, en la China
compramos seda. Vi maravillas asombrosas, como un enorme pez de río, con
cuatro patas y una enorme boca, que pare y amamanta a sus crías. De su piel se
hacen escudos y muchos lo llaman con una palabra griega: hipopótamo. Vi
también peces que parecían asnos y camellos y vi tortugas tan anchas como
veinte brazos de hombre medidos del codo hasta la punta de los dedos. También
vi un pájaro que sale de las valvas de un molusco marino, que pone sus huevos y
cría a sus pichones sobre el agua, sin acercarse jamás a tierra firme.
A la vuelta nuestro viaje fue rápido y feliz. Llegué al puerto de Bazra y de
allí fui a mi querida Bagdad. Imagínense con qué alegría volví a mi casa y me
encontré con mis amigos y familiares. Llegaba tan cargado de riquezas que
repartí una buena cantidad entre los pobres. Y me dediqué a disfrutar de la vida.
Quiso entonces mi mal destino que... Pero es ya muy tarde. Amigo mío, Simbad
el Cargador, toma otros cien dinares de oro y si vuelves mañana te contaré a ti y
a mis otros invitados lo que me pasó en mi cuarto viaje, más increíble todavía
que los demás.
CUARTO VIAJE DE SIMBAD

Al día siguiente, Simbad el Marino retomó su relato diciendo así:


¡Qué rápido se olvidan las desdichas y los trabajos! Yo vivía tan feliz que ya
no tenía en cuenta lo mucho que me había costado obtener todas esas riquezas.
Un día me encontré extrañando el movimiento de un barco en altamar, las
conversaciones con gentes de otros pueblos, la posibilidad de ganar todavía más
dinero del que tenía. Y así fue como, desdichado de mí, decidí comenzar mi
cuarto viaje.
Partimos del puerto de Bazra con muy buen tiempo y la primera parte del
viaje fue tranquila y normal. Hasta que un día nos topamos con una tormenta
violentísima, que rompió en pedazos los mástiles de nuestro barco. Las olas nos
zarandeaban y terminaron por inundarnos. El barco, destrozado, volcó, y todos
fuimos a parar al agua.

—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Qué pasó con los
náufragos?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

Por suerte una tabla muy grande del barco flotaba cerca y me aferré a ella.
Otros mercaderes consiguieron hacer lo mismo. Montados en la tabla, con los
pies en el agua, flotamos a la deriva. En la mañana del segundo día las olas nos
arrojaron a una isla. Estábamos medio muertos de hambre y sed, de frío, de
miedo y de cansancio.
Explorando la isla encontramos varias plantas comestibles. De pronto,
vimos en un claro una gran choza. Al acercarnos, salió de allí una tropa de
hombres desnudos pero armados. Nos tomaron prisioneros y nos llevaron ante
su rey.
El rey, también desnudo, nos mandó sentar y nos trajeron una comida
extraña, que nunca habíamos visto. A pesar del hambre que tenía, el olor y el
aspecto de esa comida me causó repugnancia y no quise ni probarla. ¡Gracias a
eso puedo contar esta historia! Mis compañeros se lanzaron sobre los alimentos y
apenas los probaron, perdieron el juicio y comenzaron a comer con tanta
desesperación que parecía que no iban a poder hacer otra cosa en sus vidas.
Los hombres desnudos les dieron a beber a mis pobres amigos aceite de
coco y con él les frotaron el cuerpo. Pronto me di cuenta de que esos salvajes
eran caníbales, adoradores del fuego y su rey era un vampiro perverso.
Preparando emboscadas en los caminos, se apoderaban de cuantos hombres
pasaban por su territorio, les daban de comer esos manjares que los hacían perder
la conciencia y se dedicaban a cebarlos. Cuando estaban bien gordos los
sacrificaban, los asaban y se los servían como festín al rey. El resto de la corte ni
siquiera necesitaba asar a los pobres infelices: se los comían crudos.
Mis compañeros parecían animales, ya no hablaban ni recordaban nada.
Todos los días un pastor los llevaba a alimentarse de hierbas, como si fueran
ovejas.
Como yo estaba flaco y renegrido del sol y no quería comer, a nadie le
importaba de mí. Pronto me olvidaron y pude andar en libertad por cualquier
lado. Me alimentaba de frutas y plantas silvestres. Un día, cerca de la playa, me
encontré con el viejo que pastoreaba a mis compañeros. El hombre se dio cuenta
de que yo estaba en mi sano juicio y tuvo la bondad de mostrarme desde lejos,
por señas, el camino por el que me convenía escapar.
Durante varios días caminé y corrí casi sin dormir, alimentándome solo de
hierbas y raíces, bebiendo agua de los arroyos y tratando de alejarme lo más
rápido posible de los caníbales. El octavo día vi a lo lejos a un grupo de hombres
que recolectaba granos de pimienta y supe que estaba salvado.
—¿De dónde vienes? —me preguntaron, asombrados.
Y más se asombraron todavía cuando les conté de dónde venía.
—¿Cómo pudiste salvarte de esos caníbales? Es la primera vez que alguien
se escapa de sus garras.
Cuando supieron toda mi historia, me trajeron algo de comer. Después caí
dormido, casi desmayado de puro agotamiento. Al terminar su jornada de
trabajo, los hombres me llevaron ante su rey, que me recibió con gran
cordialidad.
Sentado junto al rey y comiendo de su mesa, le referí todas mis desventuras
desde que saliera de Bagdad. El rey me escuchó interesado y me tomó gran
simpatía.
Al día siguiente di un paseo por la ciudad, que era muy poblada y rica, con
muchos mercados que rebosaban de víveres y mercancías de todo tipo.
El lugar me gustó muchísimo, me sentí muy cómodo en esa tierra. El rey
me había tomado tanto aprecio que pronto me convertí en un personaje
importante y no me faltaban amistades. Allí se hablaba mi idioma y casi no me
sentía extranjero.
Pronto descubrí que todos esos isleños montaban hermosos caballos de
buena casta, pero los montaban en pelo: no tenían sillas ni estribos.
—¿Por qué no usas una silla de montar, que es tan cómoda? —le pregunté
un día al rey, con verdadera curiosidad.
—¿Qué es una silla de montar? —me preguntó él.
—Si me presentas un buen carpintero y me das los materiales que necesito,
pronto lo sabrás —le contesté.
Con ayuda de un carpintero, usando madera, cuero y paño, pronto tuve
lista una silla de montar con estribos, y cuando el rey la probó, ya no quiso
montar de otra manera. Por supuesto, me la pagó generosamente.
Viendo el visir la silla de su señor, quiso tener una igual. Y poco a poco
todos los emires del reino y todos los personajes de la corte vinieron a pedirme
sillas de montar. Trabajando mano a mano con el carpintero, empezamos a
fabricar sillas una detrás de otra. No nos faltaban clientes y pronto me vi en
posesión de una importante suma de dinero. Me compré una hermosa casa cerca
del palacio real y allí me instalé con todo lujo.
—Siento que eres un amigo querido y verdadero —me dijo un día el rey
—. Y me duele la idea de que algún día puedas dejarnos para regresar a tu patria.
Por eso quisiera que te cases aquí, con una mujer de nuestra tierra.
—Oigo y obedezco, mi señor —respondí yo—. Porque sé que no buscas
más que mi felicidad.
Y así fue. El rey había decidido casarme con la más hermosa de las damas
de la corte, una joven noble y encantadora, de una familia muy adinerada.
En cuanto se realizaron las bodas, el rey nos regaló una mansión todavía
más grande que mi casa, destinó esclavos y servidores para nosotros y me hizo
dueño de tierras y bosques que daban importantes rentas.
Mi vida no podía ser mejor. Me llevaba muy bien con mi bella mujer. Nos
amábamos tiernamente y vivíamos una vida regalada y feliz.
Cierto día murió la esposa de un amigo mío. Pasé a darle el pésame y me lo
encontré terriblemente abatido, postrado y afligido.
—Mi pobre amigo —le dije, para consolarlo—. Sé lo mucho que sufres
hoy. Pero piensa que el dolor pasa. Todavía, si Alá lo quiere, puedes volver a
casarte algún día y vivir una vida larga y feliz.
Al oír mis palabras, el viudo se echó a llorar con más dolor y sentimiento
todavía.
—¿Cómo podría volver a casarme, amigo mío, si me queda un solo día de
vida?
—No digas tonterías, hermano —le contesté—. ¿Por qué ibas a morir
mañana, si tienes un aspecto tan sano?
El viudo me miró con enorme tristeza.
—Tenemos una costumbre que es ley en nuestro pueblo. Cuando muere
un cónyuge, se entierra con él al que ha quedado vivo. ¡Hoy mismo me
enterrarán con el cadáver de mi esposa!
En ese momento comenzaron a entrar los vecinos de la ciudad, que venían
a despedirse del pobre hombre.
Trajeron un ataúd y metieron allí el cadáver de la mujer. Acompañé el
cortejo hasta un lugar en la montaña donde habían excavado una gran caverna
en la piedra misma. Movieron entre varios una roca que tapaba un pozo y
arrojaron por ahí el ataúd con el cadáver. Al viudo le ataron una soga de seda
debajo del pecho y lo bajaron a la caverna con un jarro de agua y siete panes.
Después volvieron a tapar el pozo.
Muy asustado, fui a ver al rey para preguntarle si también con los
extranjeros se realizaba esa bárbara ceremonia.
—Claro que sí —me contestó—. Si tu esposa muere antes que tú, ese será
tu destino. Pero no te preocupes, no tiene por qué suceder nada de eso.
Con esa idea traté de consolarme y después de un tiempo me fui olvidando
del tema. Hasta que un día entre los días enfermó mi mujer. Y por más que hice
lo imposible por salvar su vida, la pobrecita murió a los pocos días. Todos los
vecinos de la ciudad vinieron a darme el pésame y vino también el rey en
persona.

—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Qué pasó con Simbad?
¿Lo enterraron con su mujer?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

Lavaron el cuerpo de mi mujer, la vistieron con el más lujoso de sus trajes,


le pusieron todas sus joyas, la metieron en el féretro y nos llevaron a los dos hasta
el pozo en la montaña. Yo iba más muerto que vivo, de puro terror. Echaron al
féretro en el pozo y todos vinieron a despedirse de mí. Por más que grité y aullé
diciendo que como extranjero no tenía por qué sufrir las leyes del país, ellos
fingían no escucharme.
Con la jarra de agua y los siete panes atados al cuerpo, porque yo no quería
recibirlos, me bajaron con la soga de seda hasta el fondo de la caverna.
—Suéltate ahora —me dijeron.
¡Pero yo no me desaté, porque todavía tenía esperanzas de que volvieran a
subirme! Entonces soltaron ellos la cuerda, que cayó a mis pies, y taparon el pozo
con la roca.
Lo primero que sentí fue un espantoso hedor a carne podrida. Entraba algo
de luz por unas grietas en el techo. Poco a poco mis ojos se acostumbraron a la
penumbra y pude ver entonces montones de cadáveres en distintos estados de
descomposición. Me arrepentí de todo. De haber dejado Bagdad, de haberme
hecho amigo del rey, de haber aceptado ese matrimonio...
Desesperado, me eché sobre un montón de huesos llamando a la muerte.
Pero la muerte no vino y después de unas horas empecé a sentir hambre y sed.
Ahora la oscuridad era completa. Comí un mordisco de pan, tomé un poco de
agua y me volví a acostar. Así pasé la peor noche de mi vida.
Cuando volvió la débil luz, me levanté y exploré el lugar donde estaba. Era
una caverna enorme, con el suelo sembrado de cadáveres y huesos podridos. Por
fin encontré una zona alejada y limpia. Allí me tendí en el suelo y me dormí.
Durante días sobreviví en ese lugar espantoso, tratando de comer y beber lo
menos posible, para que me alcanzara el alimento por si en algún momento
descubría el modo de escapar.
Un día me despertó un ruido extraño, como si alguien o algo anduviese
dentro la cueva. Me armé de un hueso grande y fui a ver de qué se trataba. Era
una hiena, que por lo visto había encontrado la manera de entrar a la caverna
para comer de los cadáveres. El animal huyó y yo lo perseguí, con la esperanza de
encontrar el túnel por donde había entrado. Y así fue. Al final de uno de los
pasadizos que salían de la caverna, alcancé a ver, con una emoción que no les
puedo describir, un retazo de cielo azul. Era un agujero que habían agrandado
con su paso los animales del monte, que venían a comer a la caverna-cementerio
atraídos por el olor.
Cuando salí, no podía creer que tanta felicidad fuera posible. Respiré
profundamente el aire puro, sintiendo el olor a salado del mar. Porque estaba
allí, a la orilla del océano, al pie de una enorme montaña imposible de escalar,
que me protegía de los habitantes de la ciudad. Entré otra vez a la caverna para
llevarme conmigo las alhajas con que acostumbraban a enterrar a los muertos.
Preparé varios paquetes de joyas y piedras preciosas envueltas en ropas que no
tuve problema en quitarles a quienes ya no podrían disfrutarlas. Y me senté en la
orilla, con tanta suerte que ese mismo día divisé a lo lejos un barco que navegaba
en medio del mar agitado.
Tomé un trozo de tela blanca, la até a un palo, la agité con desesperación y
gritando con toda la voz que tenía conseguí que me vieran. Esas buenas personas
vinieron a buscarme y me llevaron a bordo con todo mi botín.
—¿De dónde vienes? —me preguntó, intrigado, el capitán—. Muchas
veces pasé por aquí y nunca vi más que animales salvajes.
Esta vez tuve buen cuidado de no contar toda mi historia, porque temía
que a bordo del barco hubiera algún habitante del país que me había condenado
a muerte. Elegí algunas perlas de las más grandes y se las ofrecí, agradecido, al
capitán. Pero él las rechazó.
—A un náufrago no se lo ayuda por dinero, sino por amor a Alá.
Yo estaba muy agradecido y emocionado por su generosidad. Seguimos
nuestra travesía por islas y mares hasta llegar a la isla de las Campanas, donde
hay una ciudad tan grande que se tarda dos días en recorrerla toda. También
pasamos por la isla de Kala, donde se recoge el mejor alcanfor, el junco de la
India y hay también una mina de plomo. Hasta que al fin llegamos al puerto de
Bazra. Desde allí me encaminé a mi querida Bagdad, donde reuní a todos mis
amigos y parientes. Estaba feliz como nunca de haber vuelto vivo y entero y se
me erizaban los cabellos de pensar lo que había vivido en la caverna de los
muertos, junto al cadáver de mi pobre esposa. Más rico que nunca, me dediqué a
disfrutar de la vida. Y así termina la historia de mi cuarto viaje.

Como ya se había hecho costumbre, Simbad el Marino ordenó que le


dieran cien dinares de oro a su nuevo amigo, Simbad el Cargador, y les propuso
a todos sus invitados que volvieran al día siguiente para escuchar el relato de su
quinto viaje, todavía más asombroso que los anteriores.
Y al día siguiente comenzó su relato...
QUINTO VIAJE DE SIMBAD

Les puede parecer increíble que, después de haber sobrevivido a tan


terribles desgracias, volviera a mí el deseo de viajar y conocer tierras extrañas. Y
sin embargo, así fue. Después de unos pocos años, ya estaba harto de mi vida
tranquila y reposada y quise vivir nuevas aventuras.
Compré mercadería, fui al puerto de Bazra y allí decidí que esta vez no
compraría un pasaje sino un barco. Elegí uno nuevo, recién botado, que me
gustó mucho, lo compré, lo hice cargar con mis fardos y les vendí pasajes a otros
mercaderes que quisieron viajar conmigo.
Navegamos comprando y vendiendo de ciudad en ciudad, de una costa a la
otra, de mar en mar, hasta que un día llegamos a una isla donde vimos una gran
cúpula blanca semienterrada en la arena. En seguida reconocí un huevo de pájaro
Roc.
Cuando les expliqué que se trataba de un huevo, a los otros pasajeros de mi
barco no se les ocurrió mejor idea que comenzar a tirarle piedras, tratando de
romper la cáscara. Yo sabía lo que nos esperaba si lo lograban y les supliqué que
no lo hicieran, pero fue inútil. Adentro del huevo había un pichón al que le
faltaba poco para nacer. Los mercaderes lo degollaron y lo cocinaron para
comérselo. Era tan grande que alcanzó para alimentar a todo el barco.
Estábamos comiendo la deliciosa carne del pichón, cuando de pronto se
ocultó el sol, como si un enorme nubarrón hubiera aparecido de pronto. ¡Era un
pájaro Roc, que venía a cuidar de su huevo!
Echamos a correr desesperados hacia el barco. El pájaro Roc nos siguió
dando graznidos que parecían truenos. Cuando vio que subíamos al barco y
tratábamos de escapar, voló en dirección contraria y por un momento pensamos
que nos habíamos salvado. Hasta que lo vimos venir con otra ave del mismo
porte, seguramente la madre del pichón. Cada uno de los gigantescos pájaros
cargaba entre sus garras una enorme roca que habían ido a buscar a las
montañas.
Con un hábil golpe de timón, el capitán logró esquivar la primera roca que
dejaron caer sobre nosotros. Cayó en el agua y el golpe fue tan terrible que las
aguas se abrieron y se vio el fondo del mar. Nuestro barco estuvo a punto de
volcar. Después nos lanzó su piedra el otro Roc. Era un poco más pequeña y sin
embargo nos hizo más daño, porque destrozó toda la popa del barco. El timón
voló en veinte pedazos.
Nos hundimos todos en el mar y yo luché por salvarme con la fuerza que
da el ansia por conservar lo que más se ama: la vida. Tuve la suerte de encontrar
una tabla a la que pude montarme. ¡Ya tenía mucha experiencia como náufrago!
Empujándome con los pies y con viento a favor, llegué a una isla, destrozado de
agotamiento, miedo, hambre y sed. Estaba tan cansado que dormí hasta la
mañana siguiente.
Cuando se hizo de día, exploré la isla y descubrí que era hermosa y fértil
como un jardín. Había árboles cargados de fruta madura, arroyuelos de agua
dulce, flores perfumadas y pájaros hermosos. Comí y bebí y pasé todo el día
recorriendo la isla sin ver a nadie ni escuchar voz humana.
Al otro día, caminando por la arboleda, vi a lo lejos a un anciano sentado a
cierta distancia de un manantial. Estaba vestido solamente con un taparrabos de
fibra de palmera sujeto a la cintura. ¿Sería uno de los náufragos de nuestro barco?
Cuando llegué a su lado, comprobé que no lo conocía y lo saludé con mucha
cortesía.
—Por favor —dijo el viejecillo—. Súbeme sobre tus hombros y llévame
hasta el manantial, que tengo mucha sed.
El pobre hombre debía ser paralítico. Me lo cargué sobre los hombros y lo
llevé hasta allí.
—Llegamos —le dije—. Ahora bájate con cuidado.
Pero en lugar de bajarse, lo que hizo el viejo fue enroscar los pies con fuerza
alrededor de mi cuello. Recién entonces me di cuenta de lo largas que eran sus
piernas. Tenía los pies ásperos y negros, parecidos a las pezuñas de un animal.
Me dio mucho miedo y traté de desprenderme de él, arrojándolo al suelo. Pero el
viejo apretó más sus pies alrededor de mi cuello, con tanta fuerza que estuvo a
punto de estrangularme. Vi todo negro y caí al suelo desmayado.
Entonces el viejo comenzó a golpearme los hombros y el pecho con las
piernas, mientras me hacía llover golpes de puño por todas partes. El dolor era
tan fuerte que me despertó y no tuve otro remedio que ponerme en pie y seguir
con el monstruo a cuestas, por más cansado que estuviera.

—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Cómo hizo Simbad


para librarse del monstruo?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

El viejo nunca volvió a hablarme. Por señas me indicó que me metiera


entre los árboles para poder arrancar frutas. Cada vez que intentaba caminar más
despacio, el viejo me espoleaba con los pies. Sus golpes me dolían como
latigazos. Así pasó todo el día y por la noche nos dormimos sin que separara sus
piernas de mi cuello. ¡Estaba atrapado!
Durante días y días el monstruo me usó como cabalgadura, sin bajarse de
mis hombros ni para comer ni para dormir. Me obligaba a pasearlo por toda la
isla, excepto por la orilla del mar. Cada vez que yo intentaba acercarme a la playa
para tratar de ver un barco y pedir ayuda, el demonio me golpeaba de tal manera
que me obligaba a alejarme de allí.
Cierta vez, aprovechando que mi jinete estaba durmiendo una siesta
encima mío, me acerqué a un lugar de la isla donde sabía que crecían calabazas.
Tomé una muy grande, la partí, la vacié, la llené de uvas silvestres y la puse al sol
para que fermentara. Unos días después, las uvas se habían convertido en vino.
Desde entonces, todos los días tomaba un poco de vino para reunir fuerzas
y soportar mejor el agotamiento y la tortura de llevar a ese demonio prendido de
mi cuello.
Un día el viejo se despertó de su siesta y me vio bebiendo.
—¿Qué es eso? —me preguntó.
—Es una bebida excelente —le contesté—, que fortifica el corazón y alegra
la mente.
Y eché a correr alegremente dando saltos y volteretas, cantando y silbando
bajo el efecto de la borrachera. El maldito demonio no conocía el vino y quiso
probar de qué se trataba. De un trago se tomó todo lo que quedaba en la
calabaza.
Un rato después estaba completamente borracho y empezó a moverse y a
tambalearse sobre mis hombros. En cuanto me di cuenta de que tenía
trastornado el juicio, lo agarré de los pies, me los quité del cuello y de un solo
empujón lo tiré al suelo.
¡No podía creer que me había liberado del monstruo! Para asegurarme de
que no me volvería atrapar cuando se le pasara la borrachera, tomé una piedra
muy grande y le rompí la cabeza mientras dormía. ¡Y que no tenga Alá ninguna
piedad de su alma!
Ahora, ya liberado y tranquilo, me instalé en la orilla del mar, siempre
mirando al horizonte buscando la vela de un barco. Encendí una hoguera, para
que me vieran a mí, y me ocupaba de alimentarla constantemente con ramas
secas. Comía frutas silvestres y bebía agua de los manantiales.
Un día de tormenta, una nave echó el ancla cerca de la isla. ¡Imagínense
con qué emoción vi saltar a tierra a sus tripulantes y pasajeros! Vinieron hacia mi
fogata, y cuando me rodearon, sorprendidos, los abracé con lágrimas en los ojos.
¡Estaba salvado!
Cuando les relaté mis desdichas, me contaron que el demonio que se había
apoderado de mí era muy conocido por todos los navegantes que pasaban cerca
de esa isla. Si no hubiera sido por la tormenta, jamás se habrían atrevido a
fondear allí. Yo era el primero que había logrado salvarse de ese monstruo, que se
apoderaba de los hombres y los cabalgaba hasta que caían muertos de fatiga. Y
entonces se los comía.
Esa buena gente me alimentó (ya estaba harto de comer solo frutas) y me
dio ropa para cubrirme. En cuanto terminó la tormenta y volvió a salir el sol, nos
hicimos a la mar. Navegamos sin parar durante varios días y sus noches hasta
llegar a una ciudad de altos edificios que quedaba al borde del mar y estaba
rodeada de barcazas. La protegía una muralla que tenía una sola puerta,
reforzada con clavos de hierro.
Los tripulantes conocían bien esa población, que se llamaba la Ciudad de
los Monos. Todos los días, al caer el sol, sus habitantes salían por la única
puerta, subían a las barcazas, se alejaban de la costa y pasaban la noche allí.
Todas las noches los monos bajaban de las montañas, invadían la ciudad y se
comían todo lo que encontraban. Los habitantes tenían miedo de que los
mataran si los encontraban dormidos.
La ciudad era bellísima y me distraje recorriendo sus maravillas, sin darme
cuenta de que nuestro barco zarpaba ya. Cuando llegué al puerto, apenas se
veían sus velas a lo lejos. Estaba tan desesperado que me senté en el suelo y me
eché a llorar.
Así me encontró uno de los habitantes de la ciudad, un hombre generoso
que tuvo compasión de mí.
—Ven a mi barca, extranjero —me dijo—. Si te quedas aquí, te matarán
los monos.
Esa noche la pasé en alta mar, a bordo de la barca. Según me explicó mi
nuevo amigo, los monos que entraban en la ciudad eran muy diferentes a esos
pequeños monstruos semihumanos que habían atacado nuestro barco en la isla
de los Monos. Estos eran monos de verdad y no eran temibles durante el día.
Solo de noche bajaban de las montañas en grandes cantidades para comerse la
fruta de los huertos.
Ese hombre bueno me preguntó si no tenía un oficio, para no tener que
mendigar mi sustento.
—Es que no sé hacer nada —le dije, avergonzado—. Soy mercader. Lo
único que sé es comprar y vender. Soy muy rico allá en Bagdad pero aquí no
tengo nada.
Cuando escuchó el relato de mis desventuras, el hombre me entregó una
bolsa de tela y me dijo:
—Vendrás a trabajar conmigo. Llena esta bolsa de piedras. Te quedarás a
mi lado y harás todo lo que yo haga.
Nos encontramos con otros hombres y fuimos todos juntos hasta un valle
donde había cocoteros cargados de frutos, pero tan altos que no se podía llegar
hasta ellos. En el valle había también muchísimos monos, que corrieron a
treparse a las palmeras apenas entramos.
Mis compañeros comenzaron a apedrearlos con las piedras que llevaban en
sus bolsas y yo hice lo mismo. ¡Los monos se defendían tirándonos cocos!
Cuando se me terminaron las piedras, había logrado juntar una buena cantidad
de esos frutos extraños, tan raros y apreciados en mi país.
Ya de vuelta en la ciudad, quise darle mis cocos al hombre que me había
ayudado, pero él no los aceptó.
—Véndelos y podrás vivir de lo que te den por ellos. Te permito
almacenarlos en mi casa. Te aconsejo que vendas los peores y te guardes los
mejores. Si tienes suerte podrás reunir bastantes cocos como para costearte tu
pasaje de vuelta a Bagdad.
Yo le agradecí infinitamente y seguí sus consejos. Pronto me hice amigo de
todos los cosecheros, que me enseñaron a elegir los árboles más cargados de
frutos. Entonces pude empezar a hacer lo único que realmente sabía: comprar y
vender. Vendí algunos cocos a tan buen precio que pude empezar a comprar
algunas mercaderías que eran muy difíciles de conseguir en otras partes del
mundo. Cuando por fin llegó un barco al puerto de la Ciudad de los Monos, ya
había logrado reunir una buena cantidad de cocos, de dinero y de mercaderías de
todo tipo.
Me despedí con mucho cariño de mi amigo, pagué mi pasaje y me
embarqué una vez más.
La navegación fue larga. Fuimos sin parar de isla en isla, de ciudad en
ciudad, y en todos los puertos yo vendía y compraba. Llegamos a una isla donde
abundaba la pimienta y la canela, y conseguí una buena cantidad de las dos
especias a cambio de mis cocos. En otra isla conseguí aloe. Pero lo mejor fue
cuando pasamos por las pesquerías de perlas. A cambio de unos cuantos cocos,
los nadadores se sumergieron bajo el agua y me trajeron una gran partida de
perlas gruesas, de alto precio.
Así llegamos finalmente de vuelta al puerto de Bazra y de allí me vine a
Bagdad, cargado de dinero y valiosas mercancías. Repartí limosnas entre los
pobres y regalos entre mis amigos y parientes. Y me dediqué otra vez a las
diversiones y alegrías, olvidándome de todas mis penas y sufrimientos. Esta es la
historia de mi quinto viaje, y mañana podrán escuchar la del sexto, que fue
todavía más extraño.

Como siempre, Simbad el Marino dio orden de entregar cien monedas de


oro a su tocayo.
Y al día siguiente, después de haber comido y bebido deliciosos manjares,
retomó su increíble historia.
SEXTO VIAJE DE SIMBAD

Aunque parezca increíble, una vez más la felicidad me hizo olvidar la


desdicha y a pesar de todo, al cabo de un tiempo, volví a soñar con viajes y
aventuras. Compré mercancías de buena calidad y me fui al puerto de Bazra. Allí
encontré un barco en el que habían decidido viajar ya varios mercaderes que
llevaban, como yo, mercaderías valiosas para vender.
La primera parte del viaje fue tranquila y feliz. Íbamos de una costa a la
otra y de ciudad en ciudad. Un día igual que todos, cuando recién llegados de
alta mar navegábamos cerca de la costa, vimos de pronto que el capitán parecía
haberse vuelto loco. Se quitó el turbante, lo arrojó al suelo y comenzó a golpearse
la cara y a arrancarse la barba. Llegó a rodar por el piso de la cubierta, de tanta
desesperación, mientras gritaba:
—¡Ay de mi viuda y de mis pobres huérfanos!
Entre todos logramos calmarlo lo suficiente para que nos explicara lo que
estaba pasando.
—Hemos perdido el rumbo. ¡Estamos perdidos! No sé por dónde estamos
navegando ni cómo volver a nuestro camino. ¡Solo Alá puede salvarnos de la
muerte!
—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Qué pasó con el barco?
¿Pudieron recuperar el rumbo?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

El capitán se trepó a los mástiles para arriar las velas y que el viento no nos
empujara más lejos todavía. Pero no alcanzó a hacerlo: un golpe de viento
sacudió la nave con tal fuerza que rompió el timón.
Mientras llorábamos nuestro triste destino, el barco chocó contra las rocas
de la costa, que terminaba en un monte muy alto y empinado. Todos caímos al
agua y muchos se ahogaron. Yo conseguí salvarme, y con otros sobrevivientes
trepamos el monte. Desde un lugar bastante alto comprobamos que estábamos
en una isla rocosa. Una increíble cantidad de barcos había chocado contra las
rocas igual que nosotros y los restos de los naufragios estaban desparramados por
la orilla. Había allí una cantidad de riquezas y tesoros nunca vistos.
Pero no se podía llegar hasta lo más alto del monte ni pasar del otro lado.
En una ladera encontré un manantial del que brotaba un arroyo que parecía dar
una vuelta alrededor de la montaña. No alcanzábamos a ver dónde desembocaba.
El lecho del arroyo, en lugar de piedras comunes, estaba formado por rubíes,
perlas y toda clase de piedras preciosas. También encontramos madera de aloe de
la más fina y una fuente del preciado ámbar gris, del que salía un olor delicioso
que aromaba todo el aire.
Al principio estábamos felices de estar vivos, y en un lugar donde había
tantas increíbles riquezas. Pero pronto nos dimos cuenta de que no teníamos
nada para comer. Reunimos las pocas provisiones que pudimos rescatar del
naufragio y las racionamos. Comíamos una sola vez por día, con la esperanza de
vivir lo suficiente para que algún barco pudiera rescatarnos. Sin embargo, uno a
uno, todos mis compañeros fueron muriendo, algunos por las heridas que les
había producido el choque del barco contra las rocas, otros de hambre o de
enfermedades.
Ahora estaba solo otra vez. Quizás mi experiencia en este tipo de aventuras
me había dado más fortaleza que a los demás, pero en ese momento no sentí que
seguir vivo fuera una ventaja. Estaba desesperado y me despedí del mundo. Me
sentía tan cerca de la muerte que cavé una zanja para que fuera mi tumba.
Pensaba acostarme allí cuando ya no tuviera fuerzas para moverme, con la idea
de que el viento se ocuparía de enterrarme bajo la arena.
También estaba furioso conmigo mismo. Por tonto, por imprudente, por
correr peligros innecesarios cuando lo tenía todo. Pensaba en mi familia, en mi
casa, en Bagdad y no podía creer que había dejado esa felicidad por la pasión de
correr aventuras, a pesar de haber sufrido tantas calamidades en cada uno de mis
viajes.
De pronto tuve una idea. ¿Adónde iba ese arroyo que rodeaba la montaña y
cuya desembocadura no alcanzaba a ver? Quizás al otro lado del monte hubiera
otras personas. Todavía tenía fuerzas suficientes como para construirme una
barquita que me llevara por el río. Y si me ahogaba, no sería peor que morirme
de hambre.
Dicho y hecho, junté a la orilla del río varios troncos de árboles y tablas
que provenían de los naufragios. Los até con sogas de barco, que encontré tiradas
por la orilla, y así me construí un barquito casi tan ancho como el arroyo. De
todos los tesoros que había allí, puse en el barco los más valiosos que pude
encontrar: oro, plata, piedras preciosas, perlas y enormes brillantes. Me metí en
el barquito y dejé que me llevara la corriente.
Las aguas se hundían debajo del monte y allá fue mi barquito, entrando
por un túnel oscuro. Era tan angosto que los costados de mi barco golpeaban las
paredes y mi cabeza tocaba el techo.
“Si este túnel se hace más angosto”, pensé, “voy a morir aquí en la
oscuridad. ¡Ojalá me hubiese quedado a morir al sol!”, pensé.
Para no golpearme la cabeza, me eché boca abajo en mi barca. Estaba
aterrado. Las aguas me arrastraban y el túnel parecía no terminar nunca. De
puro miedo, me quedé dormido.
No podría decir si dormí unos minutos o varias horas. Solo sé que, cuando
desperté, la claridad del sol me hizo guiñar los ojos. Me rodeaba un grupo de
hombres negros, que me miraban con curiosidad y compasión y me hablaban en
una lengua desconocida. Comprendí que me había salvado y me sentí feliz, pero
pensé que todo lo demás era una alucinación.
Supe que estaba despierto de verdad cuando uno de los negros se adelantó
y me habló en árabe:
—La paz sea contigo, hermano. ¿Quién eres, de dónde vienes? ¿Qué hay
detrás de estos montes? Es la primera vez que vemos un ser humano que llega
desde el otro lado.
—La paz sea contigo —contesté—. ¿Y quiénes son ustedes?
—Somos campesinos. Vinimos aquí a cuidar nuestros cultivos y te
encontramos durmiendo en tu balsa.
—¡Por favor, dame algo de comer! —le rogué.
Después de comer algo me sentí mejor y pude contarles mi historia.
Querían saber más sobre el túnel por el que había llegado navegando.
Los hombres me dijeron que estaba en la tierra de Serendib, a la que otros
llaman Ceilán. Con mi barca y todos mis tesoros me llevaron ante su rey, que me
recibió con gentileza y curiosidad. El hombre que sabía árabe hizo de traductor:
así pudimos comunicarnos y le conté al rey todas mis aventuras.
Le entregué como regalos gran cantidad de piedras preciosas, ámbar gris y
aloe. El rey me agradeció mucho y dio orden de que me alojaran en un aposento
de su propio palacio.
En la isla de Serendib los días y noches eran todos iguales, de doce horas
cada uno. Había una montaña de la que se extraían todo tipo de piedras
preciosas, especialmente rubíes rojo oscuro y también esmeril, que sirve para
tallar piedras. En los ríos se encontraban perlas y había árboles de especias en el
valle.
A pesar del afecto que me tenía el rey y la amabilidad con la que me
trataba, yo extrañaba a mi familia y mis amigos. Cuando supe que un grupo de
mercaderes se preparaba para embarcarse hacia el puerto de Bazra, le rogué al rey
que me permitiera partir con ellos. Era un gran hombre: comprendiendo mi
nostalgia, él mismo pagó mi pasaje y me llenó de valiosísimos presentes que
tomó de su propio tesoro. Me despidió con cariño y con pena. Y quiso que le
entregara al gran califa Harun-al-Raschid, que reinaba en Bagdad, una carta de
paz y amistad y algunos regalos increíbles: una copa del tamaño de una mano
tallada en un solo rubí, incrustada por dentro con piedras preciosas, y un lecho
forrado con el cuero de una boa tan grande que hubiera sido capaz de tragarse a
un elefante. Quien se sentara sobre ese cuero, quedaría inmunizado contra toda
enfermedad. Me dio también una gran cantidad de madera de aloe indiano, que
no existe en Bagdad, doscientos granos de alcanfor del tamaño de higos, y dos
colmillos de elefante de doce codos de largo y dos codos de ancho en su base.
Me despedí del rey y de todos mis amigos y conocidos en Serendib, me
embarqué, y con viento a favor llegué con toda felicidad al puerto de Bazra.
Unos días después, estaba en Bagdad.
Lo primero que hice allí fue pedir audiencia con el califa para entregarle los
obsequios del rey de Serendib.
El califa leyó en voz alta la carta del rey, que empezaba diciendo:
“La paz sea contigo, te desea el rey de la India, que marcha con mil
elefantes y posee mil diamantes que adornan el techo de su palacio”.
—¿Es verdad todo esto, Simbad? —me preguntó el califa.
En señal de respeto, yo besé el suelo entre sus manos y le respondí:
—Todavía he visto más, mi señor. Cuando sale con sus mil elefantes,
monta un animal enorme, de once codos de alto, con sus cortesanos a cada lado.
Delante de él va un hombre con una pesada maza de oro rematada por una
esmeralda de un palmo de larga y gruesa como un pulgar. Cuando monta a
caballo, lo acompañan mil caballeros vestidos de seda y oro. Delante de él va un
heraldo gritando las maravillas del rey, y termina diciendo que este es un rey más
poderoso y más rico que Salomón. Y entonces otro heraldo que va detrás, agrega:
“¡Y morirá! ¡Repito que morirá! ¡Bendito sea Aquel que no Muere!”. Es un rey
tan justo, tan bueno es su gobierno, que no se necesitan jueces en su ciudad,
porque cualquier ciudadano sabe distinguir lo verdadero de lo falso.
Después le conté al califa todas mis aventuras, y tanto le gustaron que las
mandó anotar por sus cronistas, para guardarlas en sus archivos.
Por largo tiempo me dediqué, en Bagdad, a disfrutar de mis riquezas y
divertirme en compañía de mis parientes y amigos. Y si Alá me lo permite,
mañana les contaré mi séptimo y último viaje.

La reunión en casa de Simbad el Marino terminó como todas y al día


siguiente el dueño de casa recomenzó su historia.
SÉPTIMO VIAJE DE SIMBAD

Como solía sucederme, después de cierto tiempo de tranquilidad, alegría,


fiestas y diversiones, empecé a sentir otra vez ese ansia de ver caras extrañas,
tratar con personas de otras razas y escuchar historias extraordinarias: en fin,
quise volver a viajar. Preparé mis fardos de mercancías y en el puerto de Bazra
me embarqué en una nave que estaba a punto de zarpar.
Todo fue bien hasta la costa de China. Los mercaderes nos habíamos hecho
muy amigos y charlábamos sobre nuestro viaje y las ganancias que pensábamos
obtener. En ese momento se levantó un viento de tormenta que venía por el lado
de proa y comenzó a caer una lluvia torrencial. Cubrimos nuestros fardos con
capotes y paños encerados para proteger las mercaderías.
El capitán se apretó la faja, se trepó al palo mayor, oteó el horizonte y bajó
demudado. Vimos con espanto que se arrancaba los pelos de la barba y se
aporreaba la cara.
—¡Estamos perdidos! ¡El viento nos ha empujado a un océano
desconocido!
Abrió un cofre donde tenía un bolso de tela azul, sacó de allí unos polvos
que parecían ceniza, los echó en un plato con agua y esperó a que se diluyeran.
Los probó, sacó del cofre un librito, estuvo leyendo largo rato y después rompió
a llorar.
—Estamos en el Mar del Clima del Rey, donde se encuentra la tumba del
rey Salomón. ¡Está plagado de serpientes gigantes y de ballenas que se tragan los
barcos!
En ese momento, mientras las olas nos sacudían, escuchamos un fragor que
parecía el de mil truenos sonando al mismo tiempo. Nos quedamos paralizados
de terror.
Entonces vimos salir de las aguas y venir hacia nosotros un pez deforme del
tamaño de una montaña, y todos nos echamos a llorar de miedo. Rezábamos por
nuestras vidas.
Siguiendo al pez-montaña, salió del agua otro todavía más descomunal,
como jamás habíamos visto, ni siquiera yo, que había conocido ballenas enormes
como islas. Le dijimos adiós la vida y nos abrazamos para despedirnos unos de
otros para siempre.
En ese momento vimos aparecer un tercer pez, todavía más grande que los
otros, más horrible y más corpulento. Algunos se desmayaron y los demás
estábamos atontados por el terror.
Los tres peces gigantes comenzaron a dar vueltas alrededor del barco, listos
para tragárselo con toda su tripulación.

—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Los peces se tragaron el


barco?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

Entretanto, el viento y las olas zarandeaban la nave, levantándola en la


cresta de las olas para volver a hundirla, hasta que se estrelló contra una enorme
roca y se hizo mil pedazos.
Como experto en naufragios, en cuanto salí a la superficie lo primero que
hice fue quitarme la ropa y nadé hasta alcanzar una de las tablas del barco. Me
monté sobre ella y me dejé llevar. El viento me alejaba de los peces-monstruo.
“Todo lo que te sucede te lo mereces, estúpido y terco Simbad”, me dije a
mí mismo. “¿Cómo puede ser que no hayas aprendido de tus desgracias? Esto es
un aviso de Alá”. Y entonces hice una promesa que debería haber hecho hacía
tiempo: “¡Juro que si vuelvo vivo de este viaje, no me embarco nunca más!”.
Pasé dos días en el agua, sin dejar de pensar ni un momento en mis días
felices en Bagdad, que ya no dejaría escapar si llegaba a recuperarlos. Al fin llegué
a una isla poblada de árboles y manantiales. Después de dormir, comer algunos
frutos y beber agua dulce, sentí que me volvía el alma al cuerpo. Recorriendo la
playa, encontré algunos restos de nuestro naufragio, que habían llegado hasta allí
igual que yo, empujados por las olas. Había varias herramientas que me fueron
muy útiles.
En la isla descubrí un gran río que corría en torrente con mucha fuerza. La
corriente no desembocaba enseguida en el mar, sino que se perdía dando una
vuelta alrededor de la montaña. Me acordé de la barcaza que me había salvado
en mi aventura anterior. Los árboles de la isla eran muy altos y pude derribar
unos cuantos. Era de una madera muy perfumada. Até los troncos con fibras que
saqué de la corteza de otros árboles y trencé para convertir en cuerdas.
Esta vez no contaba con restos de naufragios como para construirme una
embarcación confiable. Mi balsa no tenía muy buen aspecto, pero me aseguré de
hacerla bien grande, para darle más estabilidad. La eché al río y dejé que el agua
me llevara. Durante varios días me arrastró la corriente. El agua era dulce y
buena, de modo que no sufrí sed. Pero no tenía qué comer y al tercer día estaba
débil y decaído como un pollito hambriento. De pronto vi que el río se metía en
un túnel por debajo de la montaña. De ninguna manera quería repetir la
experiencia de navegar por un túnel, que tanto me había aterrado en el viaje
anterior. Traté de empujar la balsa hasta el pie de la montaña para saltar a tierra,
pero no tenía fuerzas y la corriente pudo más.
Sin embargo, esta vez el túnel era corto, y me vi enseguida en un valle. El
río corría cada vez más y más rápido y por el sonido atronador que venía desde
más adelante, me di cuenta de que iba camino a despeñarme por una catarata. ¡Y
no tenía cómo impedirlo!
Por suerte, había una ciudad al borde del río. Un grupo de gente me vio
venir desde lejos y se prepararon a tiempo para rescatarme. Con redes y cuerdas
atraparon mi barca y me llevaron a la orilla, donde caí, rodando por el suelo,
medio muerto de hambre, frío y sueño.
Entre esa gente había un anciano muy alto, de aspecto noble, que se
compadeció de mí y me llevó a su casa, donde sus parientes me recibieron como
si fuera uno más de la familia. Me alimentaron, me llevaron a darme un baño
caliente, me hicieron aspirar perfumes deliciosos y pronto comencé a sentirme
mejor.
El cuarto día el anciano me sorprendió con una propuesta totalmente
inesperada.
—Ahora que estás mejor, ¿quisieras venir conmigo al zoco a vender tus
mercancías? Si no consigues un precio justo, puedo guardártelas en mi depósito
hasta que haya una oferta mejor.
“¿De qué está hablando este buen hombre?”, pensé para mis adentros.
Porque yo no había podido llevar conmigo ninguna mercancía. Pero las
aventuras y desventuras me habían enseñado el valor del silencio, de modo que
no dije nada y lo acompañé al zoco.
No puedo explicarles mi sorpresa cuando vi que el rematador estaba
ofreciendo los troncos de mi balsa. Que estaba hecha, sin que yo me hubiera
dado cuenta, de árboles de sándalo, una madera valiosísima en todas partes y
especialmente apreciada en esa ciudad.
En el zoco pude vender mis troncos por una suma muy alta y otra vez me
vi en poder de una buena cantidad de dinero.
El anciano jeque seguía dándome muestras de su simpatía y su buena
voluntad. Le conté toda mi historia y nos hicimos muy amigos.
—Si quieres volver a tu tierra puedes hacerlo —me dijo un día—, y eres
libre de llevarte tu dinero. Pero... yo no tengo hijos varones. Y me harías muy
feliz si te casaras con mi hija.
Sé que tendría que haberlo pensado mejor. Pero si yo hubiera sido capaz de
pensar un poco más antes de lanzarme a la acción... nunca habría llegado a ser
Simbad el Marino. No tendría que haber aceptado casarme en una ciudad que
no conocía bien: ya había sufrido una vez esa terrible experiencia de que me
enterraran con mi mujer y eso debió servirme de lección.
Sin embargo, volví a tentarme. Me aseguré de que no tuvieran la extraña
costumbre de enterrar vivos a los viudos. Y acepté la propuesta. El anciano jeque
era un hombre bueno, generoso, e inmensamente rico. Su hija, como pude
comprobar el día de la boda, era una muchachita bellísima, y se adornaba con
joyas de oro y piedras preciosas que valían miles y miles de dinares. Disfrutamos
de una fiesta de bodas con un festín como pocas veces se ha visto en este mundo.
Y empecé a vivir con mi esposa, que me amaba tanto como yo a ella.
Un tiempo después murió su anciano padre y yo heredé todas sus
posesiones, sus casas, tierras, criados, esclavos y negocios, además del puesto de
Jefe de Mercaderes, de modo que nada se vendía ni se compraba sin mi
aprobación.
Había solo un hecho extraño en la ciudad. El primer día de cada mes
algunos hombres desaparecían sin que yo supiera adónde iban. Mi esposa nunca
me lo quiso decir y yo supuse que sería una antigua tradición de ese pueblo que
no se debía traicionar.
Sin embargo, tenía mucha curiosidad. Y se me ocurrió una manera de
satisfacerla. El último día del mes fui a visitar a un amigo, uno de los que
desaparecían cada día primero. A la hora de despedirme, conseguí librarme del
criado que me acompañaba hasta la puerta y me escondí detrás de una cortina.
Pasé así oculto toda la noche. Pensaba seguir a mi amigo adonde fuera para
conocer su secreto.
Por la mañana, para mi sorpresa y terror, vi entrar a mi amigo a la
habitación donde yo estaba: pero ya no era la misma persona. Su cara había
comenzado a transformarse, su boca se convertía en un pico, poco a poco se
llenó de plumas y le salieron alas. Convertido en una especie de pájaro gigante,
sin dejar del todo su forma humana, subió a la terraza y salió volando hasta
perderse en los confines del cielo, junto con el resto de la extraña bandada que
integraban todos los hombres de la ciudad.
¿Adónde iban? Yo quería saberlo a toda costa. Al día siguiente le conté a mi
amigo que había presenciado su transformación y le rogué que la próxima vez
me llevara con él.
—Discúlpame —me contestó sonriendo—, pero esta vez no puedo darte el
gusto, hermanito.
Sin embargo, insistí tanto y tantas veces que al fin aceptó. Al mes siguiente,
el día anterior a la transformación me quedé a dormir en su casa. Por la mañana
me trepé sobre su espalda de pájaro gigante y se echó a volar conmigo en medio
de una extraña bandada de hombres-pájaro.
¡Volar así era maravilloso! La sensación era muy distinta de la que
experimenté atado con mi turbante a la pata del pájaro Roc. Ahora no era un
pobre náufrago y no sentía ningún temor. Disfrutaba tanto del vuelo que no
pude evitar decir en voz alta:
—¡Que hermoso es esto, agradezco a Alá, que me permite gozarlo y
bendito sea su nombre!
Apenas había terminado de decir estas palabras cuando en el acto comenzó
a llover fuego del cielo. Fue terrible. A los pájaros se les chamuscaron las plumas
y estuvimos a punto de quemarnos todos.

—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Qué pasó con los
hombres-pájaro?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

La bandada suspendió su vuelo, las aves descendieron y me arrojaron sobre


la ladera de un monte muy alto y empinado. Por más que les rogué que no me
abandonen, los hombres-pájaro estaban furiosos conmigo. Levantaron el vuelo y
me dejaron solo.
Estaba enojado conmigo mismo por haberme buscado semejante desastre,
cuando mi vida era tan feliz y tranquila. No sabía qué hacer ni para dónde ir.
Desesperado, rogué por la ayuda de Alá. Entonces vi venir a dos muchachos
hermosos como lunas. Caminaban apoyándose en bastones de oro.
—Somos los servidores de Alá —me dijeron.
Pero no se quedaron conmigo. Me entregaron sus bastones de oro y se
fueron. Yo empecé a trepar hacia la cumbre. Tal vez mirando desde allí arriba
podría encontrar el camino a la ciudad.
De pronto vi salir de la tierra una enorme serpiente que llevaba en sus
fauces a un hombre que se había tragado ya desde los pies hasta la cintura. El
hombre asomaba medio cuerpo de la boca de la serpiente y gritaba desesperado
pidiendo ayuda.
Con uno de los bastones de oro le pegué un tremendo golpe en la cabeza a
la serpiente. No murió, pero escupió al hombre que se estaba tragando.
—¡Me salvaste la vida! —dijo el hombre—. Quiero ser para siempre tu
amigo y compañero. ¡No me separaré de ti mientras viva!
Seguimos caminando y de pronto vi venir hacia nosotros una
muchedumbre de extraños personajes. ¡Eran los hombres-pájaro! Mi amigo
estaba entre ellos.
—¡Me abandonaste en este monte desolado, lleno de serpientes gigantes!
¡Así te portas con los amigos! —le recriminé.
—La culpa es tuya —dijo él—, por alabar a Alá mientras estábamos
volando.
—¿Cómo podía saber que estaba haciendo mal? ¿Por qué no me lo
advertiste? Si me llevas de vuelta a casa, te prometo que no diré ni una palabra
—le aseguré.
Al fin mi amigo se compadeció de mis ruegos y aceptó llevarme otra vez
sobre su espalda y fue volando sin parar hasta dejarme en mi casa.
Al verme entrar, mi mujer me abrazó llorando. Había temido por mi vida.
Cuando se enteró de mis aventuras, me habló muy seriamente.
—No vuelvas a salir con esos hombres. Son hermanos de Satán, y nunca
dicen el nombre de Alá.
—¿Y cómo pudo tu padre, que era tan buena persona, vivir entre esa gente?
—Mi padre no era como ellos y Alá lo protegió. Pero ahora que sabes el
secreto, es mejor que huyamos de esta ciudad. Debes vender todo lo que
tenemos, comprar mercaderías que puedas transportar, y volver a Bagdad
llevándome contigo.
Yo estaba muy asustado y pensé que mi mujer tenía razón. Poco a poco,
para no llamar la atención, vendí todos mis bienes y compré dos pasajes en un
barco que estaba todavía en construcción.
Con buenos vientos navegando durante días y días llegamos por fin al
puerto de Bazra y desde allí, con todas mis mercaderías, volví a Bagdad.
No puedo decir con qué alegría y emoción abracé a mis hermanos y a mis
amigos. Para mi sorpresa, me dijeron que mi ausencia en este séptimo viaje había
durado solamente veintisiete días. El tiempo, es evidente, pasaba a otra velocidad
en la ciudad de los seguidores de Satán.
Las aventuras que había atravesado en este viaje eran más de las que un
hombre (incluso un hombre aventurero, como yo lo fui alguna vez) puede
desear. Estaba harto de trabajos y locuras y recordaba bien mi juramento. Desde
entonces decidí no viajar nunca más, ni por tierra ni por mar, y dedicarme a vivir
con alegría y tranquilidad junto a mi esposa en mi querida Bagdad.

Simbad el Cargador se arrepintió de haber pensado que su tocayo había


conseguido todas sus riquezas sin esfuerzo. Y desde entonces fueron buenos
amigos, disfrutando juntos todo tipo de alegrías, hasta que, ya ancianos, vino a
visitarlos Aquella que pone fin a los deleites y dispersa las reuniones de la gente.
¡Bendito sea El Que Nunca Muere!

Y como la noche no había terminado aún, Sherezada comenzó otro relato.


ABU HASSÁN, EL QUE SOÑABA DESPIERTO

Ha llegado a mi oídos, ¡oh, mi señor!, que hace mucho tiempo, en la época


de Harún-al-Rashid, vivía en Bagdad un joven soltero que tenía una costumbre
muy extraña.
Se llamaban Hassán, y todas las tardes se instalaba a la salida del puente de
Bagdad. Apenas veía pasar a un extranjero, rico o pobre, joven o viejo, se le
acercaba sonriendo, le daba la bienvenida con mucha cortesía y le ofrecía su casa
para pasar su primera noche en la ciudad.
Como era una persona gentil y bien educada, los viajeros aceptaban.
Hassán se llevaba al extranjero a su casa y allí lo agasajaba y entretenía. Pero
pasada la noche, por la mañana, lo despertaba y le decía:
—Estimado amigo, tienes que irte. He jurado no tratar dos días seguidos a
ninguno de mis huéspedes, aunque sea el más simpático de los hombres. Y si me
ves por la calle, no me saludes, porque tendré que fingir que no te conozco.
Entonces Hassán llevaba al extranjero a cualquier posada de la ciudad, le
proporcionaba todos los informes que podía necesitar y se despedía para siempre.
Y si alguna vez volvían a encontrarse por la calle, daba vuelta la cabeza para no
saludarlo.
Cierta vez, estando como todas las tardes en el puente, Hassán vio venir
hacia él a un rico mercader que por su traje parecía habitante de la ciudad de
Mozul. Lo seguía un esclavo muy alto, de imponente figura.
En realidad, no se trataba de un mercader. Era nada menos que el Emir de
los Creyentes, el gran califa Harún-al-Rashid, que una vez por mes se disfrazaba
y salía a escondidas de su palacio para pasear por Bagdad y ver con sus propios
ojos qué estaba pasando en la ciudad.
Al califa le pareció tan extraña y divertida la propuesta de Hassán que
decidió aceptar, para ver en qué terminaba esa disparatada aventura.
El joven lo llevó a su casa conversando amablemente por el camino. Esa
noche su madre había preparado una cena deliciosa: bollos rellenos de carne
picada y piñones, un corderito asado rodeado de cuatro pollos grandes, un pato
relleno de pasas y pistachos y, para terminar, unos pichones de paloma en salsa.
Mientras comían, Abu Hassán elegía los mejores bocados y se los ofrecía a
su invitado. Después de la cena, un esclavo les presentó un recipiente con agua
perfumada para lavarse las manos mientras la señora de la casa retiraba las
fuentes y servía el postre: uvas frescas y pasas, dátiles, peras, alfajores y dulces de
almendras.
Al terminar la comida llegó el vino y el supuesto mercader de Mozul
consideró que había llegado el momento de que Hassán le contara su historia.

—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. También yo quisiera


saber por qué Abu Hassán tenía esa conducta tan extraña.
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

—Me llamo Abu Hassán —dijo el dueño de casa—, y soy hijo de un rico
mercader de Bagdad. Mi padre me educó con mucha severidad, y a su muerte
decidí desquitarme y vivir como se me antojara. Pero como soy una persona
prudente, guardé la mitad de mi herencia y con la otra parte me dediqué a
divertirme con mis amigos gastando mi dinero en fiestas y banquetes. Después
de un año de esta vida, no me quedaba ni un solo dinar. Y cuando necesité
ayuda de mis supuestos amigos, ¡todos habían desaparecido! Ni uno solo de los
que se habían divertido conmigo quiso ayudarme en la necesidad. Entonces
entendí las razones de mi padre. Y juré ante Alá no recibir nunca más en mi casa
a esos falsos amigos y no tratar a nadie más de dos días seguidos. Juré invitar solo
a extranjeros y solo por una noche.
—Creo que eres hombre muy curioso, pero inteligente y sensato —dijo el
califa disfrazado de mercader—. Y me gustaría pagarte de algún modo tu
gentileza. Pídeme lo que quieras, y no te quedes corto, Alá ha sido generoso
conmigo y me gustaría compartir contigo algo de lo mucho que tengo.
—Querido y breve amigo —dijo Hassán—, te agradezco muchísimo, pero
estoy contento con mi vida y no necesito nada. Lo único que yo quisiera, no me
lo puedes dar: me gustaría mucho ser califa por un solo día.
—¿Y para qué? ¿Qué harías si estuvieras en ese lugar?
—Has de saber, señor —dijo Hassán—, que la ciudad de Bagdad está
dividida en barrios y en cada barrio manda un jeque en nombre del califa. El
jeque de nuestro barrio es un monstruo en todo sentido. Es tan repulsivo que
parece hijo de un cerdo y una hiena. Tiene aliento a podrido, ojos de pez, boca
como una llaga maligna, lanza chorros de saliva cuando habla, tiene orejas de
cerdo y mejillas colgantes y pintarrajeadas como el trasero de un mono viejo.
Pero su aspecto no tendría importancia si no fuera porque este personaje, de
acuerdo con otros dos que lo sirven, en lugar de reprimir los delitos, se dedica a
cometerlos.
”Uno de sus secuaces tiene la cara lampiña como la de un eunuco, los ojos
amarillos y su voz se parece al ruido que sale del trasero de un burro. Su oficio
consiste en meterse en las casas de los vecinos y hablar con los sirvientes para
sonsacarles secretos que puedan ser útiles a su amo, jefe de ladrones y asesinos.
”El otro es un bufón de ojos saltones, calvo como una cebolla, tartamudo,
y tan gordo que nadie se atreve a invitarlo a sentarse en su tienda, porque rompe
con su peso cualquier silla.
”Entre los tres, tienen al barrio aterrorizado, roban, dañan, mienten,
calumnian, protegen a los malos y les sacan dinero con malas artes a los buenos
vecinos. Si yo fuera califa por un día, lo que haría sería castigar a esos tres
monstruos y arrojarlos al basurero público”.
Cuando Harún-al-Rashid escuchó lo que quería Hassán, fingió tomarlo en
broma, pero para sus adentros supo que esta vez tenía la oportunidad de
divertirse en grande. Y al servir vino en la copa de su nuevo amigo, echó en ella,
con disimulo, unos polvos somníferos. Apenas Hassán cayó profundamente
dormido, el califa le ordenó a su esclavo que se lo cargara al hombro y lo llevara
con ellos al palacio.
Abu Hassán dormía a la mañana siguiente en los aposentos de califa. Ante
él se inclinaba Chafar, el gran visir. Y allí estaban también, ocupando el lugar
que les correspondía según su categoría, los demás ministros, los emires, las
mujeres del harén, las músicas, las cantantes y los esclavos. Para despertarlo, un
esclavo le acercó a la nariz un hisopo empapado en vinagre, que lo hizo
estornudar con fuerza, arrojando mocos por la nariz. El esclavo recogió los
mocos en una bandeja de oro, para que no mancharan la cama o la alfombra.
Después le secó la nariz y le roció la cara con agua de rosas.
Al despejarse, Hassán se encontró en un salón con las paredes tapizadas de
seda. Estaba en un lecho adornado con encajes de oro, perlas y piedras preciosas.
Miró a su alrededor, vio a su lado el turbante y el cetro del califa, se convenció
de que estaba en un sueño, y cerró los ojos para seguir durmiendo.
Siguiendo las órdenes del verdadero Harún-al-Rashid, que estaba
escondido detrás de una cortina divirtiéndose como nunca, Chafar, el gran visir,
insistió en despertar a Hassán, tratándolo como si fuera el califa.
Abu Hassán no podía creer en lo que veía y se preguntaba si se había vuelto
loco. Interrogó uno a uno a todos los ministros y siguió después con los esclavos
y con las mujeres. ¡Todos le aseguraron que se encontraban frente al gran
Harún-al-Rashid, el Emir de los Creyentes!
Cuando le pidió a una hermosa jovencita que le mordiera un dedo, para
convencerse de que estaba despierto, la muchacha lo mordió con tanta fuerza
que lanzó un grito de dolor: ¡eso no era un sueño!
En ese momento el jefe de los eunucos se postró ante él.
—Perdón, mi amo, pero es la hora en que acostumbra mi amo pasar al
excusado para hacer sus aguas menores.
Y puso ante él el calzado que usaba el califa para esos menesteres, unas
pantuflas abiertas, con plataforma, bordadas de oro y perlas. Abu Hassán en su
vida había visto algo así. Creyó que le hacían un regalo y se las guardó en una de
las anchas mangas de su ropa de dormir. Los presentes reprimían las carcajadas
como podían y al califa, que lo veía todo desde su escondite, le dio tanta risa que
se cayó de espaldas.
Cuando los esclavos terminaron de vestirlo y lavarlo, el joven ya estaba
convencido de su nuevo destino.
—¡Sepan todos que yo no soy Abu Hassán, y al que diga lo contrario, lo
mando empalar! ¡Soy Harún-al-Rashid, el Califa! ¡En marcha todos!
Y como si no hubiera hecho otra cosa en su vida, Abu Hassán pasó a la sala
del trono y saludó con mucha gravedad a sus ministros, a sus guardias y los
mensajeros y representantes de todos los pueblos árabes que allí se encontraban.

—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Se interrumpió la


broma en ese momento? ¿Qué podía saber Abu Hassán de dirigir un reino?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...
A su entrada, todos se inclinaron hasta el suelo para saludarlo y así se
quedaron hasta que Hassán los mandó a levantar. Sin dudar, como si lo hubiera
hecho toda la vida, el muchacho tomó el rollo que le tendía Chafar, donde
estaban escritos los asuntos de estado a tratar ese día. Estudió cada caso y
comenzó a tomar decisiones y a dictar sentencias con tanta sensatez y buena
intención que maravilló al verdadero califa, siempre oculto tras los cortinados.
A continuación, Hassán llamó al jefe de la policía y lo envió a detener a los
tres delincuentes que mandaban en su barrio. Después de un rápido juicio en
que declararon contra ellos los mejores y más honestos, les quitó todo poder, y
ordenó que fueran castigados y arrojados al basural.
Antes de dedicarse a resolver otras cuestiones, el falso califa ordenó que
tomaran de la cámara del tesoro una bolsa con mil dinares de oro, lo llevaran a la
casa de un tal Abu Hassán y se lo entregaran a su anciana madre.
Después llegó la hora de la comida. Mientras Hassán disfrutaba de los
exquisitos alimentos que le habían preparado, siete bellísimas jóvenes lo
abanicaban. Hassán no estaba acostumbrado a que lo refrescaran tanto. Con un
solo abanico le bastaba, y pidió a las otras muchachas que se sentaran a comer
con él. Era un joven inteligente, culto y divertido y sabía conversar con las
jóvenes con tanta gracia que el califa, siguiéndolo siempre oculto por todos los
salones, estaba encantado con su simpatía.
De pronto Hassán cayó otra vez profundamente dormido. Una de las
jóvenes, de acuerdo con las órdenes del verdadero califa, había echado otra vez
polvos somníferos en su copa.
El muchacho despertó en la habitación de su casa. Y cuando gritó
llamando a Chafar, su gran visir, la única que acudió fue su madre, muy
asustada.
—¿Qué te pasa, Hassán, hijo mío? ¿Tienes una pesadilla?
—¿Quién eres tú, vieja maldita? ¡Fuera de aquí! ¿De qué Hassán me
hablas? ¡Yo soy Harún-al-Rashid, el Emir de los Creyentes! ¡Confiesa ahora
mismo quiénes son los enemigos que me han destronado!
Tratando de tranquilizarlo y distraerlo, la madre le contó lo que había
pasado el día anterior. Cómo el califa había ordenado detener y castigar al
malvado jeque del barrio y sus dos secuaces. Y lo más asombroso todavía, cómo
un enviado del palacio le había llevado la bolsa con las cien monedas de oro.
Por supuesto, en lugar de calmarse y reconocer su error, Hassán creyó que
ese relato confirmaba la realidad: ¡él mismo y nadie más que él era el soberano
del reino! Se lanzó sobre su madre y comenzó a zamarrearla para hacerle confesar
quiénes eran los enemigos que pretendían robarle su trono. La pobre mujer se
echó a llorar y gritar, vinieron unos vecinos en su ayuda, y el pobre Abu Hassán
terminó encerrado en la Casa de Locos.

—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¡Qué injusto destino!


¿Quedó encerrado en el manicomio para el resto de su vida?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

En la Casa de Locos tenían al pobre Abu Hassán enjaulado y encadenado,


aplicándole un tratamiento curativo que consistía en recibir cincuenta latigazos
todas las mañanas. Diez días después, Abu Hassán estaba dispuesto a reconocer
que se había engañado, que no era ni había sido nunca el califa y solo quería
volver a su casa con su madre, que lloraba de alegría de verlo volver a la razón.
El pobre muchacho estaba muy flaco y apenas podía caminar. Tardó dos
semanas en recuperarse del tratamiento, pero finalmente, gracias a los cuidados
de madre, estuvo en condiciones de volver a sus antiguas costumbres. Y otra vez
fue al puente de Bagdad para invitar a su casa a los viajeros, sus amigos por un
día.
No pasó mucho tiempo sin que volviera a encontrarse con el mercader de
Mozul, (que era en realidad Harún-al-Rashid disfrazado) y su esclavo. Como
tenía por costumbre, fingió que no lo conocía. Pero el falso mercader se le acercó
con tanto afecto y le habló con tanta dulzura, que finalmente Hassán aceptó
llevarlo otra vez a su casa.
—Esta vez, si me quedo dormido, no te olvides de cerrar la puerta cuando
te vayas —le pidió Hassán a su invitado—. La última vez la dejaste abierta y por
ahí debe haber entrado Satán, que tomó posesión de mi cuerpo. ¡Mira lo que me
costó tu descuido!
Y levantándose la ropa, Hassán le mostró al califa disfrazado de mercader
las cicatrices que los latigazos le habían dejado en todo el cuerpo.
Harún-al-Rashid se apenó mucho de ver así a su pobre amigo.
Comprendió que le había hecho mucho daño solo por divertirse, y se propuso
compensarlo de tanto sufrimiento. Como la primera vez, comieron y bebieron,
servidos por la madre de Hassán. Y otra vez el joven cayó profundamente
dormido por efecto del somnífero que le hizo beber el califa.
Despertó en los aposentos del palacio. Ahora estaba rodeado de cuarenta y
ocho hermosas mujeres, que hicieron todo lo posible y lo imposible por volver a
convencerlo de que era Harún-al-Rashid, el Emir de los Creyentes. Después de
un buen rato de discutir con las jóvenes, convencido o no, el pobre Hassán
decidió que no tenía sentido oponerse a su destino, y que trataría de sacar el
mejor partido posible de lo que le trajera cada uno de esos locos días. Saltó de la
cama y se lanzó a bailar entre las muchachas. Al compás de la música de flautas y
laudes que las tañedoras de instrumentos tocaban para él, comenzó a cantar una
cancioncilla que acaba de inventar.

Mañana volveré
a ser Abu Hassán,
¡pero hoy soy el Califa
por voluntad de Alá!

Yo soy Harún-al-Raschid,
mi reino es el Islam,
y si te pido un beso
me lo tienes que dar.

Y Abu Hassán perseguía a las muchachas bailando y moviendo las caderas


de una forma tan cómica que esta vez el califa, escondido detrás de una cortina,
no pudo contenerse y se echó a reír de tal manera que le dio hipo, se cayó de
espaldas y estuvo a punto de ahogarse.
—¡Abu Hassán, ten cuidado! ¡Te has propuesto matarme de risa!
Al oír la voz del califa, todas las bailarinas se quedaron inmóviles en el lugar
donde estaban. Abu Hassán reconoció inmediatamente al falso mercader de
Mozul y en un instante comprendió lo que había pasado. Y, sin desconcertarse,
fingió seguir la broma:
—¡Con que estabas ahí, mercader de mi trasero! ¡Ahora verás cómo te
hincho las narices a golpes por burlarte de mí!
—No te enojes conmigo, hermano mío —dijo el califa, riendo más que
nunca—. Juré por mis santos abuelos concederte todo lo que desees a cambio de
lo que sufriste por mi culpa.
En señal de respeto, Hassán besó el suelo entre las manos del califa.
—Solo una cosa te pido, mi señor. Que me permitas vivir a tu sombra lo
que me queda de vida.
—Te nombro desde ahora mi compañero de mesa y mi hermano —dijo
Harún-al-Rashid, conmovido por la delicadeza de su amigo—. Te concedo
entrada y salida de mi palacio a cualquier hora del día y de la noche. Y tienes mi
permiso para entrar a las habitaciones de mi principal esposa, la princesa
Sobeida.
Después le destinó un espléndido alojamiento en el palacio, ordenó que le
diesen diez mil dinares de oro y prometió cuidar de que nunca le faltase nada.
Y esta fue la primera parte de la historia de Abú Hassán, pero no el final de
sus aventuras.
Y como la noche no había terminado, Sherezada comenzó otra de sus historias.
OTRA AVENTURA DE ABU HASSÁN

Abu Hassán se convirtió en uno de los amigos más cercanos del gran
Harún-al-Rashid, al que divertía con sus bromas y su alegre simpatía. El califa lo
llevaba con él a todos lados, incluso a las habitaciones de la princesa Sobeida, su
esposa principal, donde ni siquiera Chafar, el gran visir, tenía permitida la
entrada.
—Habrás notado, oh, Emir de los Creyentes —le dijo un día la señora
Sobeida a su marido—, la forma en que mira Abu Hassán a una de mis esclavas.
Y creo que la hermosa Caña de Azúcar también está enamorada de él.
—Sí, lo he notado —dijo el califa—. Quizás deberíamos casarlos. Pero
antes vamos a consultarlos para saber si están de acuerdo.
Caña de Azúcar, por toda respuesta, se puso muy colorada, se echó a los
pies de la princesa Sobeida y le besó el ruedo de la túnica en señal de
agradecimiento.
—Es mucha generosidad de tu parte, señor —dijo Abu Hassán—. Pero
antes de tomar esa decisión, quisiera que mi señora Sobeida le hiciera algunas
preguntas. Debo saber si compartimos los mismos gustos. Yo amo el vino, el
placer de la buena mesa y la alegría de la música. Si a la hermosa Caña de Azúcar
le gustan también, y si tiene el corazón tierno, seré feliz con ella. De lo contrario,
prefiero quedarme soltero y no meterme en enredos.
Y como Caña de Azúcar dijo que sí, que esos eran también sus gustos, el
califa hizo venir inmediatamente al cadí y allí mismo el juez extendió el contrato
y los casó. ¡Treinta días y treinta noches duró la fiesta de bodas!
Los recién casados disfrutaban de su amor y como eran los dos de gustos
parecidos, derrochaban el dinero a manos llenas. Así, después de un tiempo de
gastar y gastar en banquetes y diversiones, se encontraron con que no les
quedaba ni un solo dinar de los diez mil que el soberano les había regalado para
su boda. Preocupado por los asuntos de Estado, el califa no había dado orden de
que les dieran una cantidad de dinero todos los meses, y ahora los jóvenes no
tenían más que deudas.
—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Pudo solucionar su
problema Abu Hassán? ¿O tuvo que dejar el palacio convertido en un mendigo?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

—Estoy muy avergonzado por nuestra falta de previsión —dijo Abu


Hassán a su mujer—. Y no quiero ir a pedirle nada al califa, ni que tú se lo pidas
a la señora Sobeida. Tengo una excelente idea. Tendremos que dejarnos morir.
La bella Caña de Azúcar lanzó un grito de horror.
—¡Para eso no cuentes conmigo, esposo mío!
—Sí cuento, y con buenas razones. ¡Ya verás! No se trata de morir de
verdad. Yo moriré primero. Me envuelves en la mortaja, me acuestas en esta sala
con los pies hacia la Meca y el turbante tapándome la cara. Y te pones a chillar,
gritar y llorar, rasgándote la ropa y arrancándote el pelo. Procura que te escuchen
todos los que pasen por allí. En ese estado irás a ver a la señora Sobeida y le
contarás mi muerte entre sollozos. Después caerás al suelo desmayada y no
despertarás hasta que te tiren agua de rosas en la cara. Y ya verás cómo comienza
a entrarnos buen dinero.
—Esa muerte me gusta —dijo Caña de Azúcar—. ¿Y cuándo me muero
yo?
—No hay apuro, ya veremos —dijo Abu Hassán.
Y así como lo planearon, lo hicieron.
Profundamente conmovida y apenada, la señora Sobeida le dio a la
pobrecita viuda diez mil dinares para que pudiera hacer unos funerales dignos al
difunto Abu Hassán, ese joven alegre que tanto las había divertido con sus
ocurrencias.
En cuanto la llorosa viuda cerró la puerta detrás suyo, Abu Hassán revivió y
los dos se echaron a reír y a bailar y se pusieron a contar los dinares de oro.
—Ha llegado tu turno de morir —le dijo entonces el marido a la esposa—.
El califa se divirtió mucho a mi costa cuando nos conocimos. También él debe
aceptar una broma alguna vez.
Entonces Caña de Azúcar se envolvió en la mortaja y se tendió en el suelo
como muerta. Abú Hassán se deshizo el turbante y se frotó los ojos con jugo de
cebolla. Fingiendo que se arrancaba las barbas y dándose fuertes golpes en el
pecho fue a ver al califa, que estaba en ese momento en el consejo de ministros.
Al ver en ese estado a ese muchacho siempre alegre y divertido, el califa
interrumpió todo y se lanzó a abrazarlo, preguntándole que le había pasado.
Con una voz deformada por el llanto, entre mil suspiros y desmayos, habló
Abú Hassán.
—Mi pobrecita, mi querida Caña de Azúcar. ¡Nunca más la veré en este
mundo! ¡Qué va a ser de mí!
Al califa se le saltaban las lágrimas de pena. Le pasó el brazo por el cuello a
su amigo, diciéndole palabras de consuelo. Chafar y los demás ministros se
echaron a llorar también, conmovidos por tanto dolor.
Después de acompañarlo un buen rato en su duelo, el califa ordenó que le
entregaran diez mil dinares de oro para costear un funeral como se merecía su
bella esposa.
No hay que decir las risas y la alegría de los dos esposos cuando volvieron a
encontrarse a puertas cerradas. ¡Qué bueno era morir así!
—Pero no hay que descuidarse —dijo Abu Hassán—. Apenas se
encuentren la señora Sobeida y su marido, se darán cuenta de que los hicimos
caer en una trampa. Debemos estar preparados para evitar que se enojen con
nosotros.
Y así fue.
Poco rato después, Harún-al-Rashid estaba discutiendo con su esposa
acerca de cuál de los dos era el muerto. La discusión era feroz, porque el califa y
su esposa eran personas de carácter fuerte y estaban convencidos de tener razón.
Cada uno envió a una persona de su confianza a asegurarse de cuál de los dos
jóvenes había muerto en realidad y por supuesto Abú Hassán y su esposa
volvieron a fingirse muertos por turno para mantener la confusión.
Hartos ya de esa discusión interminable y sin solución, el califa y su esposa
decidieron ir personalmente, los dos juntos, a los aposentos de Abu Hassán.
Cuando Caña de Azúcar vio que se acercaba el cortejo que seguía a los
soberanos, se asustó muchísimo. Pero Abu Hassán solo se echó a reír.
—¡Ha llegado el momento de morir los dos a la vez! —le dijo.
Y así fue. Cuando los soberanos entraron al aposento, se encontraron con
la más triste realidad: dos cadáveres amortajados yacían allí con los pies en
dirección a la Meca.
La señora Sobeida lanzó un alarido y cayó llorando en brazos de sus
esclavas.
—¡Mi querida Caña de Azúcar! ¡Con mucha razón me decías que no
podrías resistir la muerte de tu marido!
—¡No digas eso, por Alá! —dijo el califa, con voz temblorosa, muy
conmovido por la muerte de su amigo—. ¡Han muerto dos personas tan
queridas y tú solo piensas en tener razón! ¡Fue Caña de Azúcar la que murió
primero!
—¿Soy yo la que piensa en tener razón? ¿Y entonces por qué me estás
diciendo eso? Tenemos que preguntar a los servidores de Abu Hassán. Solo ellos
deben saber la verdad.
—En eso sí tienes razón —dijo el califa—. ¡Prometo darle diez mil dinares
de oro al que me diga qué pasó aquí!
Apenas hubo pronunciado esas palabras el califa, cuando uno de los
cadáveres habló.
—Que me cuenten ya los diez mil dinares —dijo una voz conocida que
salía desde abajo de la mortaja—. Fui yo, Abu Hassán, el primero en morir. Y mi
esposa murió poco después, de pura pena.
—Así fue, mi señor. Yo morí poco después de hablar con mi señora
Sobeida —dijo entonces Caña de Azúcar.
Al oír esas voces de otro mundo, la princesa Sobeida y sus esclavas
corrieron hacia la puerta, aterradas. Pero el califa, que entendió en seguida la
broma de Abu Hassán, se echó a reír a carcajadas.
—¡Por Alá, Abu Hassán, que me vas hacer morir a mí también, pero de
risa!
Entonces los dos pícaros salieron de sus mortajas y les explicaron a todos
los presentes lo que había pasado y cómo habían tenido que ingeniárselas para
conseguir dinero.
Los soberanos los perdonaron a los dos, le dieron a Abú Hassán la
recompensa prometida y el califa le asignó de allí adelante una pensión que su
tesorero le entregaría cada mes, para que no volviera a pasar necesidades.
Y así vivieron ricos y felices el resto de sus días Abú Hassán y su mujer.

Y como la noche aún no había terminado, Sherezada comenzó otro relato.


LAS MALDITAS BABUCHAS DE ABU KÁSSEM

Vivía en El Cairo, hace ya mucho tiempo, un droguero llamado Abu


Kássem, famoso por lo tacaño. A pesar de que tenía, gracias a Alá, riqueza y
fortuna, vivía y vestía como un mendigo. Su turbante estaba viejo y sucio, la
ropa se le caía a pedazos, pero nada demostraba tan bien su condición de
miserable como el calzado que usaba todos los días: las famosas babuchas de Abu
Kássem. Habían sido remendadas tantas veces que se habían convertido en
pesadas máquinas de guerra, atravesadas por todas partes con tremendos clavos y
con suelas tan gruesas como la piel de un hipopótamo.
Las babuchas de Abu Kássem se habían vuelto famosas porque todo el
mundo las citaba como ejemplo cuando había que hablar de algo realmente
pesado.
Si un invitado se quedaba más tiempo de lo esperado, los dueños de casa
decían: “Este hombre es tan pesado como las babuchas de Abu Kássem”.
Si un estudioso trataba de lucirse hablando con palabras difíciles, la gente
comentaba “¡Qué forma de hablar tan insoportable! Pesada como las babuchas
de Abu Kássem”.
Si un cargador no podía con su fardo, se quejaba diciendo: “Alá maldiga al
dueño de este fardo: ¡pesa más que las babuchas de Abu Kássem!".
Cuando una comida indigesta le desataba a alguien una tormenta en las
tripas, el indigestado protestaba: “¡Alá me salve! La cena me cayó pesada como
las babuchas de Abu Kássem”.
Un día entre los días, Abu Kássem hizo un buen negocio en su droguería y,
en vez de festejarlo invitando a otros mercaderes a un banquete, como se estilaba,
decidió ir por primera vez al hammam, la Casa de Baños. En vez de calzarse las
babuchas, se las cargó a la espalda: las usaba poco para no estropearlas. Y cuando
llegó al hammam, las dejó en fila con las demás.
Era tal la mugre que tenía Abu Kássem sobre la piel, que los frotadores y
masajistas tuvieron que luchar durante horas para dejarlo limpio. Cuando
terminaron, estaba oscureciendo y casi todos los demás bañistas se habían ido.
Pero a la salida, Abu Kássem no pudo encontrar sus viejos zapatos. En su
lugar, vio unas preciosas babuchas de cuero amarillo, casi nuevas, y se las puso
muy contento, pensando que su dueño se había llevado las suyas por error.
En realidad, se trataba de las babuchas de un cadí, un juez muy importante
que todavía estaba en la Casa de Baños. El encargado de la Casa de Baños había
guardado en un rincón las apestosas babuchas de Ali Kássem, para que no
molestaran con su mal olor a los demás clientes.
Cuando el cadí salió del baño, todos los servidores se pusieron a buscar
frenéticamente su calzado, pero solo encontraron, ocultas en el rincón, las
famosas babuchas de Abu Kássem.

—¿Por qué callas, Sherezada? —preguntó el sultán—. ¿Qué pasó con Abu
Kássem? ¿Lo acusaron de robar las babuchas del cadí?
—Ha llegado ya la mañana, mi señor, la hora de despedirnos para siempre.
Pero si me concedes un día más de vida, esta noche lo sabrás.
Y a la noche siguiente continuó Sherezada...

Los servidores de la Casa de Baños salieron corriendo, atraparon a Abu


Kássem, y lo llevaron ante el cadí, que no se conformó con recuperar su calzado,
sino que dio orden de que metieran al ladrón en la cárcel.
Mucho dinero tuvo que gastar Abu Kássem para sobrevivir en la cárcel,
dando propinas a los guardias. Y más todavía le costó salir de allí. Finalmente
quedó todo aclarado, pero el hombre estaba tan furioso con sus babuchas, a las
que culpaba de todo, que decidió tirarlas al Nilo.
Unos días después, con mucho esfuerzo, unos pescadores levantaron la red,
que pesaba como nunca, y se encontraron con que habían pescado las famosas
babuchas de Abu Kássem. Los clavos habían roto la red en varios lugares. Muy
enojados, corrieron con las babuchas a la droguería y se las arrojaron a su dueño,
gritándole toda clase de maldiciones.
Las tiraron con tanta fuerza y puntería, que los pesados zapatones dieron
contra los frascos de agua de rosas y otros perfumes que había en los estantes y
los derribaron, rompiéndolos en mil pedazos.
—¡Malditas babuchas! —gritó Abu Kássem—. ¡Ahora verán!
Tomó una pala, se fue al jardín y se puso a cavar un pozo para enterrarlas.
Pero un vecino que lo odiaba (a causa de su tacañería, Abu Kássem se
llevaba mal con todo el mundo), aprovechó la ocasión para vengarse y corrió a
informar al alcalde de la ciudad que Abu Kássem estaba desenterrando un tesoro
en su jardín.
Como el alcalde sabía la fama de rico y avaro que tenía el droguero, no
dudó un segundo, y enseguida envió guardias a detenerlo. Y lo tuvo en prisión
hasta que Abu Kássem aceptó pagarle una parte de su inexistente tesoro.
El droguero estaba desesperado y decidido a librarse de sus malditas
babuchas como fuera. Caminó y caminó sin saber muy bien hacia dónde iba
hasta que, en mitad del campo, encontró un canal de riego y allí las arrojó.
Cerca de allí había un molino que se movía con la fuerza de la corriente.
Las aguas de la acequia arrastraron hasta allí las babuchas, que se engancharon en
las ruedas del molino y las hicieron saltar. Apenas el molino se detuvo, llegaron
corriendo los molineros a ver qué había pasado, y se encontraron con esas
ridículas y enormes babuchas que habían roto las ruedas. Por supuesto, fueron
con la queja al alcalde, que inmediatamente ordenó detener otra vez al pobre
Abu Kássem.
Esta vez, además de la fianza para recuperar la libertad, tuvo que pagar una
gran suma como indemnización a los molineros. Lo peor de todo es que cuando
salió de la cárcel, lo estaban esperando otra vez sus malditas babuchas.
Abu Kássem subió a la azotea de su casa, puso las babuchas sobre la
baranda, se dio vuelta para no verlas, porque su sola vista le daba dolor de
estómago, y se puso a pensar qué hacer con ellas.
Entretanto, atraído sin duda por el olor, un perrito que vivía en la casa de
al lado, saltó de una azotea a la otra y se puso a jugar con una de las babuchas
con tan mala suerte que hizo caer a la calle al pesado artefacto.
Justo en ese momento pasaba por la calle una anciana. La gigantesca
babucha, cargada de hierro, le cayó en la cabeza y la mató del golpe.
Los parientes de la difunta no tuvieron mucho que pensar. Bastaba un
vistazo para darse cuenta de que esa máquina de guerra solo podía ser una de las
babuchas de Abu Kássem. Que otra vez fue a parar a la cárcel. Y ahora, para
poder salir de allí, además de la fianza tuvo que pagar una fuerte suma a los
parientes de la vieja.
Cuando volvió a su casa, Abu Kássem había tomado una resolución. Tomó
las malditas babuchas, volvió a la casa donde el juez estaba dictando sentencia, y
con un tremendo esfuerzo logró levantarlas por encima de su cabeza.
—¡Oh, mi señor, el cadí! ¡Esta es la causa de todas mis desgracias! ¡Te
ruego que publiques un bando informando a todo El Cairo que Abu Kássem
renuncia a ser el dueño de estas babuchas y se las regala a quien las quiera! Y de
ahora en adelante dejo de ser responsable de sus desastres y atropellos.
Así diciendo, Abu Kássem tiró las babuchas en mitad de la sala de
audiencia y huyó de allí descalzo y a toda velocidad, como si tuviera miedo de
que las babuchas lo persiguieran, mientras todos los presentes se reían hasta caer
sentados.
SHEREZADA: EL FIN DE LA HISTORIA

Así, durante mil noches, Sherezada alimentó la imaginación del sultán


con sus historias. Durante mil noches lo entretuvo, lo asustó, lo hizo pensar, reír
y llorar.
Mil noches y mil días habían pasado juntos y ahora tenían tres hijos,
hermosos como lunas.
La noche mil y una, cuando ya Dunyasad, la hermana de Sherezada, había
entrado al aposento real y el sultán se preparaba, como siempre, para escuchar un
nuevo relato, Sherezada se agachó en señal de respeto a su marido y besó la tierra
entre sus manos.
—¡Oh, Rey del Siglo! Tu esclava soy, y durante mil noches te relaté las más
bellas historias de todos los tiempos. ¿Puedo pedirte que cumplas uno solo de
mis deseos?
—Uno y mil, Sherezada. Pide lo que quieras, que nada te negaré.
Entonces Sherezada les pidió a sus esclavas que le llevaran a sus hijos. Uno
ya caminaba solo hacía tiempo, el otro empezaba a dar sus primeros pasitos, y el
tercero era un bebé recién nacido.
Abrazando a sus tres hijos, una vez más Sherezada se inclinó ante el sultán.
—¡Oh, Rey del Tiempo! Por tus hijos te pido que me perdones la vida.
—Sherezada, amor mío —dijo el sultán, echándose a llorar—. Mucho
antes de que el primero de tus hijos viniera al mundo, ya te había perdonado.
Porque eres la mejor de las mujeres y te quiero con toda mi alma.
A lo largo de esas mil y una noches, el sultán Shariar había recuperado la
razón. Las palabras sabias y divertidas de Sherezada, su inteligencia y su ternura,
habían limpiado su corazón.
—Mi querida, no solo te he perdonado la vida, sino que estoy
profundamente avergonzado de lo que hice. Estaba loco. Ya no comprendo
cómo y por qué pude haber enviado a la muerte a todas esas inocentes
muchachas. ¡Alá me perdone! ¡Ojalá pudiera volver el tiempo atrás!
Y así diciendo, besó la cabeza de Sherezada y le sonrió a Dunyasad. Las dos
hermanas se miraron con enorme alegría.
Desde entonces, el rey Shariar decidió consultar en todas sus decisiones los
sabios consejos de su esposa. Y su reinado fue próspero y feliz, para el país y para
toda su gente.
A su debido tiempo, el sultán ordenó a sus copistas y escribientes que
escribieran la historia de lo que le había sucedido con su esposa, desde el
principio hasta el fin, incluyendo todos y cada uno de los cuentos, para
enseñanza y alegría de los tiempos futuros.
Y ese libro se llamó para siempre Las mil y una noches.
Ana María Shua.
Autora

Nació en Buenos Aires. Es profesora de Letras egresada de la Universidad de


Buenos Aires, escritora de novelas y cuentos infantiles, juveniles y para
adultos. Ha recibido, entre otras distinciones, la beca Guggenheim, en 1993.
En Santillana Infantil y Juvenil se encuentran algunos de sus libros: Dioses y
héroes de la mitología griega, Las cosas que odio y otras exageraciones, Cuentos
con magia, Diario de un viaje imposible, Diario de un amor a destiempo, Los
devoradores y Los seres extraños.
Otros títulos de la serie +12
Mónica Beltrán Brozon
Historia sobre un corazón roto... y tal vez un par de colmillos
Marcelo Birmajer
Fábulas salvajes
Hechizos de amor
La Isla Sin Tesoro
Mitos y recuerdos
Martín Blasco
Los extrañamientos
Elsa Bornemann
La edad del pavo
Los desmaravilladores
No hagan olas
Socorro Diez
María Brandán Aráoz
Detectives en Córdoba
Detectives en Mar del Plata
Misterios nocturnos
Terrores nocturnos
Roald Dahl
Charlie y el gran ascensor de cristal
Charlie y la fábrica de chocolate
Matilda
Pablo De Santis
Desde el ojo del pez
Lucas Lenz y el Museo del Universo
Lucas Lenz y la mano del emperador
María Inés Falconi
Caro dice:
Cartas para Julia
Las dos Marías
Andrea Ferrari
El camino de Sherlock
Los chimpancés miran a los ojos
No es fácil ser Watson
No me digas Bond
Griselda Gambaro
El investigador Giménez
Giménez y el Drácula fingido
Los dos Giménez
Inés Garland
El jefe de la manada
Mempo Giardinelli
Cuentos con mi papá
Joan Manuel Gisbert
El secreto del hombre muerto
Lucía Laragione, Ana María Shua
Diario de un amor a destiempo
Diario de un viaje imposible
Lucía Laragione
Amores que matan
El loco de Praga
El mar en la piedra
S.O.S. Gorilas
Ricardo Mariño
El hombre sin cabeza
La noche de los muertos
Lo único del mundo
Ojos amarillos
María Fernanda Maquieira
Rompecabezas
Mario Méndez
Cabo Fantasma
El aprendiz
El monstruo del arroyo
Graciela Montes
Otroso
Christine Nöstlinger
Konrad
Luis Pescetti
Unidos contra Drácula
Cecilia Pisos
Como si no hubiera que cruzar el mar
Mar cruzado
Gustavo Roldán
Cuentos que cuentan los indios
Carlos Schlaen
El caso del futbolista enmascarado
El caso del mago y la clave secreta
La espada del Adelantado
La venganza del pirata
Silvia Schujer
El pescador de sirenas
La cámara oculta
Las visitas
Ana María Shua
Los devoradores
Los seres extraños
Una y mil noches de Sherezada
Esteban Valentino
A veces la Sombra
El mono que piensa
El mono que piensa 2
Los guerreros de la hierba
Ema Wolf
Pollos de campo
Aquí termina este libro
escrito, ilustrado, diseñado, editado, impreso
por personas que aman los libros.
Aquí termina este libro que has leído,
el libro que ya sos.

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