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CUENTOS
€ MONSTRUOS
Ilustraciones de FABIAN NEGRIN
Editorial Juventud :
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El cumpleanios de la Infanta (Oscar Wilde); Cara
de Luna (Jack London); El diablo y Tomas Walker
(Washington Irving); El almohadon de plumas
(Horacio Quiroga); El hombre que rie (Victor Hugo);
La bestia en la cueva (H. P. Lovecraft); Perseo contra
la Medusa (Un relato de la mitologia clasica);
Sancha (Vicente Blasco Ibafiez); Una voz en la noche
(William Hope Hodgson); La mascara de la Muerte
Negra (Edgar Allan Poe); Sredni Vashtar, el gran hurén
(Saki); El desquite (Emilia Pardo Bazan); Las aventuras
de Thibaud de la Jacquiére (Charles Nodier); El diablo
y el relojero (Daniel Defoe); El fantasma y el ensalmador
(Joseph Sheridan Le Fanu); El monstruo de Los Cerros
(leyenda urbana, versién de J. M.* ae as
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in 2023 with funding from
Kahle/Austin Foundation
https ://archive.org/details/cuentosdemonstruO000unse
Edicién de SEVE CALLEJA
CUENTOS
* MONSTRUOS IA
CUENTOS
€ MONRSTRUOS
CUENTOS CLASICOS DE MONSTRUOS
Y OTROS SERES MONSTRUOSOS
(EUGENI D’ORs)
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INDICE
INTRODUCCION
Una de Jas mas usuales definiciones del miedo es Ja que lo presenta como
un temor irreflexivo hacia lo desconocido. Pues bien, aceptando que una
de las manifestaciones de lo desconocido es aquello que percibimos como
extrafio o siniestro, el miedo también nos los provocan los otros cuando
los vemos como algo siniestro. Seguramente por eso los monstruos, en to-
das sus variantes y aspectos, nos provocan un miedo irreflexivo a lo ex-
trafio. Y por eso, a la desdicha de su deformidad, a todo monstruo se le
atribuyen ademas perversiones y actos dafiinos y agresivos que realzan
mas ain su monstruosidad. Esas atribuciones son Jas que han convertido
en monstruos a personajes desdichados como Quasimodo o Frankenstein a
causa de su deformidad.
La fealdad del monstruo resalta nuestra belleza; y por eso lo necesi-
tamos, porque su deformidad confirma nuestra aparente normalidad; y su
perversion, nuestra bondad. Cuando no existe cerca, lo proyectamos en un
animal, en el enemigo, en el extrafio o en cualquier otro, aunque ese otro
se esconda a veces en nosotros mismos, como Mr. Hyde en el Dr. Jekyll de
la novela de R. L. Stevenson. Por eso tratamos de apartarlo cuanto antes
©».
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pluma. O como el demonio cuando asoma oculto en apariencia enganosa,
seguin veremos en el relato de W. Irving El diablo y Tomas Walker. Relatos,
unos y otros, en los que la fantasia irrumpe en nuestra mas cercana reali-
dad para parecer creible.
Y es que lo maravilloso y lo sobrenatural suelen ir asociados a lo fan-
tastico y, por lo mismo, también a lo fantasmagorico y lo terrorifico. Y es
especialmente desde nuestra visién infantil del mundo desde donde mejor
apreciamos la incursi6n de lo maravilloso en la vida cotidiana, puesto que es
de nifios cuando mejor aceptamos como normales los acontecimientos fan-
tasticos, que asomaban en aquellos cuentos de atano y que, generacion tras
generacion, nos han llegado poblados de ogros, brujas, fantasmas, gigantes,
gnomos, demonios... Claro que, como ocurre con los juegos y modos de ju-
gar, también estos cambian con el tiempo en funcion de condicionamientos
estéticos, técnicos 0 ideolégicos y lo que a unos asustaba ayer divierte hoy a
otros. Algo de eso se atisba en el relato del hurén Sredni Vashtar, de Saki, en
que la crueldad y la venganza parecen quedar desdibujadas.
Hoy son muchos los autores de obras para nifios y j6venes que eligen
un motivo tradicional monstruoso y lo colocan pr6oximo al nifio protago-
nista, convirtiendo a uno de los dos en cémplice clandestino y amigo in-
condicional del otro: ahora es el monstruo que sigue asustando al adulto,
en tanto que el pequefio se vuelve escudo y salvaguarda frente a las agresio-
nes del propio adulto. De esta manera, el monstruo resentido con quienes
tanto dani le han hecho y tanto lo han humillado se confabula con el nifio
y se le ofrece como su aliado. Ese viene a ser el nuevo papel del monstruo
de la moderna fantastica en la que vera mitigadas su deformidad y margi-
nacion gracias a las dosis de afecto que encuentra en su nuevo aliado, como
le ocurre al enanito de Oscar Wilde. Muchos monstruos de antafio tienen
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hoy lo que tanto tiempo venian reclamando: que se les quiera un poco y se
les considere. Y eso enlaza en gran medida con la moderna pedagogia y sus
valores, con el respeto a la diversidad, la integracién del diferente y la erra-
dicacion de toda marginacion.
A lo largo de estas paginas hemos pretendido mostrar algunas de las
multiples caras con las que el monstruo asoma en la literatura. Junto a los
mas conocidos y populares y que ya hemos mencionado —OQuasimodo, Drda-
cula, Frankenstein, King-Kong, E.T...— hay otros acaso menos conocidos,
protagonistas de breves relatos, de entre los que ofrecemos aqui algunos.
En unos casos se trata de pequefias joyas de célebres escritores como Oscar
Wilde, Maupassant, Jack London o Quiroga; en otras, de motivos folclori-
cos, entre los que no faltan algunas creaciones de época mas reciente, aun
a sabiendas de cudntos otros quedan fuera de los limites de estas paginas y
permanecen agazapados en olvidadas o modernas historias fantasticas, en
anonimas leyendas urbanas o en los juegos de rol, aguardando acaso ser
descubiertos en viejas ediciones o a través de Internet.
La presente antologia quiere ser un breve muestrario de los vastos
tesoros que, alrededor de la figura del monstruo, la imaginacion de los es-
critores ha ido almacenando en la literatura a través de los tiempos. Una
invitacion a seguir rastreando infinidad de historias sorprendentes como las
que aqui se reunen.
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El cumpleanos de la Infanta
OscAR WILDE
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todos que ese dia fuera un dia hermoso. jY era un dia luminoso!
Los arrogantes tulipanes se erguian en sus tallos, como largas filas
de soldados y miraban desafiantes a las rosas diciendo:
—jHoy somos tan hermosos como vosotras!
Las rojas mariposas revoloteaban alrededor, con alas empolva-
das de oro, y visitaban una por una todas las flores; las lagartijas
de verde tornasol habian salido de los muros para tomar el sol, y
las granadas se abrian con el calor, dejando ver sus corazones rojos.
Hasta los palidos limones amarillentos, que crecian a lo largo de
las arcadas sombrias, tomaban del sol un color mas rico y resplan-
deciente, y las magnolias abrian sus grandes flores de color marfil,
embalsamando el aire con un perfume dulce e intenso a un tiempo.
La Princesita con sus compafieros paseaba por la terraza del
palacio que se abria sobre aquel jardin y jugaba al escondite alre-
dedor de los jarrones de piedra y las antiguas estatuas cubiertas
de musgo. Como solo se le permitia jugar con nifios de su misma
alcurnia, casi siempre tenia que jugar sola. Pero su cumpleanos era
una ocasi6n excepcional y el Rey habia ordenado que la nifia pu-
diese invitar a todos los amigos que quisiera.
Los movimientos de los nifios espafioles tienen una gracia ma-
jestuosa; los muchachos con sus sombreros anchos adornados de
plumas y con sus capas flotantes; las nifias, recogiendo la cola de sus
largos vestidos de brocado y protegiendo sus ojos del sol con grandes
abanicos. Pero la Infanta era la mas encantadora de todas y la mejor
vestida, segtin la aparatosa moda de aquellos tiempos. Llevaba un
traje de raso gris con amplias mangas abullonadas, damasquinadas
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de plata, y un rigido corpifio cruzado por hilos de perlas finas. Al
caminar, dos pequefios escarpines, con pompones de cinta carmesi,
se le asomaban debajo de la falda. Su inmenso abanico de gasa era
rosa y nacar, y en la cabellera llevaba prendida una rosa blanca.
Triste y melancélico, el Rey observaba a los nifios desde una
ventana del palacio. Detrds de él estaba, de pie, su hermano Don
Pedro de Aragén, a quien odiaba, y, sentado a su lado, su confesor,
el Gran Inquisidor de Granada.
El Rey estaba mas triste que de costumbre, porque al ver a la
Infanta saludando con gravedad infantil a los cortesanos, o rién-
dose detras del abanico de la horrible Duquesa de Alburquerque,
que la acompafiaba siempre, se acordaba de la Reina, la madre de
la Infanta, que habia venido de la alegre Francia para marchitar-
se en el sombrio esplendor de la Corte espafiola. Su amada reina
habia muerto seis meses después de nacer su hija, sin alcanzar a
ver florecer dos veces los almendros del jardin. Tan grande habia
sido el amor del Rey por ella, que no permiti6 que la tumba se la
robara por completo. Por eso un médico moro al que perdonaron
la vida —pues, segun se murmuraba en el Santo Officio, era hereje
y sospechoso de practicar la brujeria—, la embalsamé, y el cuerpo
de la Reina todavia descansaba en su atatid, en la capilla de mar-
mol negro del Palacio, tal y como los monjes la habian dejado un
intempestivo dia de marzo, doce afios atras. Cada primer viernes
de mes, cubierto con una capa oscura y con una bujia en la mano,
el Rey iba a arrodillarse junto al sepulcro.
—jReina mia, Reina mia! —gemia roncamente.
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Y a veces, olvidando la rigida etiqueta que gobierna cada acto
de la vida y limita hasta las expresiones del dolor en un Rey, toma-
ba entre las suyas aquellas manos palidas y enjoyadas y trataba de
reanimar con besos insensatos aquel rostro maquillado y frio.
Sin embargo, esa mafiana le parecia verla de nuevo tal y como
aquella vez en que la contemplé por primera vez en el castillo de
Fontainebleau, cuando él solo tenia quince afios y ella era atin menor.
Fue entonces cuando sellaron los esponsales ante el Nuncio de Su
Santidad, el propio Rey de Francia y toda su Corte. Poco después él
habia regresado a El Escorial, llevando junto al coraz6n un rizo de
cabellos rubios y el recuerdo de dos labios infantiles que se inclinaban
a besarle la mano cuando subia a la carroza. Mas tarde celebraron
su matrimonio en Burgos y enseguida entraron solemnemente en
Madrid. Alli asistieron a la tradicional misa mayor en la iglesia de
Atocha y dictaron un auto de fe! mas solemne que de costumbre,
por el cual mas de trescientos herejes fueron entregados a la hoguera.
Si, el Rey la habia amado con locura. Apenas permitia que se
apartara de su lado, y por ella olvidaba, o al menos parecia olvidar,
los graves asuntos del Estado. La amaba tanto que jamas llego a com-
prender que las ceremonias con las que trataba de entretenerla solo
consiguieran agravar mas la extrafia enfermedad que ella padecia.
1. Un auto de fe era la ceremonia, mitad civil y mitad religiosa, que la Inquisici6n rea-
lizaba publicamente contra los herejes, a los que obligaban a renunciar a sus creencias
o se les ejecutaba en medio de una plaza. A menudo adquirian categoria de represen-
tacion teatral obligando a los reos a desfilar desde la carcel hasta el tribunal del Santo
Oficio vestidos de forma humillante con casulla y capirote.
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Algunos muchachos caracoleaban sobre caballos de madera y
mimbre, esgrimiendo largas lanzas adornadas con gallardetes de co-
lores brillantes; otros iban a pie agitando delante del toro sus capas
y saltando Agilmente la barrera cuando arremetia contra ellos; y en
cuanto al toro, era idéntico a uno de verdad, aunque solo fuera de
mimbre forrado de cuero y corriera a dos patas por la plaza, cosa
que nunca haria un toro de verdad. Sin embargo, se porté con tanta
valentia, que las entusiasmadas doncellitas terminaron subidas a los
bancos, agitando sus pafuelos de encaje y voceando:
— (Bravo, toro! jBravo, toro bravo! —igual que si fueran per-
sonas mayores.
Finalmente el Condecito de Terra Nova logro vencer al toro
y, tras recibir la venia de la Infanta, hundi6 con tanta fuerza su
estoque de madera en el morrillo del animal que la cabeza cay6 a
tierra, dejando ver el rostro sonriente del Vizconde de Lorena, hijo
del Embajador de Francia en Madrid.
Después de eso, entre aplausos entusiastas, dos pajes moros
despejaron el ruedo, arrastrando solemnemente los caballos muertos,
y tras un corto intermedio, en el que un equilibrista francés realizé
unos ejercicios vertiginosos sobre la cuerda floja, aparecieron en el
escenario de un teatro expresamente construido para ese dia, unas
marionetas italianas, representando la tragedia clasica de Sofonisba?.
2. Sofonisba era hija del general cartaginés Asdrubal, quien se la entregé a Sifax para
hacerlo aliado de Cartago. Tras una batalla, muere su esposo, y ella cae en manos del
vencedor, Masinisa, que habia sido su primer prometido. La heroina prefiere morir
antes que sufrir la humillacion de la cautividad. El autor italiano V. Alfieri, y poco
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después el espafiol J. Joaquin Madrazo, se inspiraron en ella para sus respectivas ver-
siones dramaticas.
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de Zaragoza. La Infanta no habia presenciado nunca esta maravillo-
Sa ceremonia que cada afio se celebra durante el mes de mayo ante
el altar mayor de la Virgen. Ademas ningtiin miembro de la familia
real habia vuelto a entrar en la catedral de Zaragoza desde que un
sacerdote loco, sobornado por la solterona Isabel de Inglaterra, ha-
bia intentado hacer comulgar al Principe de Asturias con una hostia
envenenada. Por eso, la Infanta solo conocia de oidas aquel minué
que todos llamaban la «Danza de Nuestra Sefiora».
Estos nifios zaragozanos venian vestidos con trajes antiguos
de terciopelo blanco, y sus tricornios estaban ribeteados de plata
y adornados con grandes penachos de plumas de avestruz. Todo el
mundo se sintid encantado por lo bien que bailaron las complicadas
figuras de la danza y por la gracia de sus ademanes y reverencias.
Cuando terminaron, se sacaron los sombreros para saludar a la
Infanta, y ella contest6 con mucha cortesia, prometiendo ademas
mandar un gran cirio al santuario, para agradecer la alegria y el
placer con que la habian agasajado.
En el momento en que salian de la iglesia, un grupo de gitanitos
avanzo por la plaza. Se sentaron con las piernas cruzadas formando
circulo y empezaron a tocar sus guitarras y citaras, al tiempo que
canturreaban con un aire sofiador y melancolico. Cuando divisaron
a Don Pedro, algunos se aterraron y otros pusieron el cefio adusto y
embravecido, pues pocas semanas atras Don Pedro habia mandado
ahorcar por brujeria a dos hombres de la tribu; pero la Infanta, que
los contemplaba por encima del abanico con sus grandes ojos azu-
les, los encanté quitandoles el miedo. Una criatura tan encantadora
war
no podia ser cruel con nadie. Y continuaron tocando muy dulcemen-
te, rozando las cuerdas con sus largas ufias e inclinando la cabeza
sobre el pecho, mientras cantaban como si estuvieran a punto de
quedarse dormidos. Después se levantaron, desaparecieron por un
instante, y regresaron con un lanudo oso pardo, sujeto por una
cadena, que llevaba en los hombros varios monos de Berberia’. El
oso se puso de cabeza con la mayor gravedad y los monos hicieron
todo tipo de piruetas con dos gitanillos de diez anos. Los gitanos
tuvieron un gran éxito con su presentacion.
Pero lo mas divertido de la fiesta, lo mejor de todo sin duda
alguna, fue la danza del enanito. Cuando aparecio en la plaza tam-
baleandose sobre sus piernas torcidas y balanceando su enorme ca-
bezota deforme, los nifios estallaron en ruidosas exclamaciones de
alegria, y la infanta rio tanto que la camarera se vio obligada a
recordarle que, aunque la hija de un Rey de Espana habia llorado
muchas veces delante de sus pares, no habia precedente de que una
princesa se mostrara tan regocijada en presencia de personas inferio-
res a ella. Pero el enano era irresistible, y ni siquiera en la Corte de
Espafia, conocida por su aficion a lo grotesco, se habia visto jamas
un monstruo tan extraordinario.
Esta era la primera aparicién en ptblico del enano. El dia
anterior, mientras cazaban en uno de los sitios mas apartados del
3. Berberia, el pais de los berberiscos, es el nombre con que se conocian las costas del
norte de Africa entre los siglos xvi y xIx y se solia asociar a la pirateria, que era una
amenaza en los puertos del Mediterraneo.
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Las flores se sintieron molestas por la manera como actuaban los
lagartos y los pajaros, pues para ellas resultaba desleal.
—Esto demuestra con toda claridad —se decian—, c6mo re-
blandece el cerebro ese continuo ir y venir y ese revolotear sin sen-
tido. La gente bien educada no se mueve de su sitio, como hacemos
nosotras. ¢Quién nos ha visto corretear por los paseos 0 correr por
la hierba detras de las libélulas? Cuando necesitamos cambiar de
aire mandamos venir al jardinero y él nos traslada de sitio. Pero los
pajaros y los lagartos no tienen sentido del reposo, y de los pajaros
se puede decir incluso que no tienen domicilio fijo, que son simples
vagabundos, como los gitanos, y como tales deberian ser tratados.
Y alzando sus corolas, adoptaron un aire mas altanero todavia; solo
volvieron a mostrarse alegres cuando vieron que, poco rato después,
el enanito se habia levantado de la hierba y atravesaba la terraza en
direccion al Palacio.
—Por motivos de higiene deberian encerrarlo bajo llave para
el resto de su vida —comentaron las flores—. ¢Habéis visto esa
joroba y esas piernas retorcidas? —Y empezaron a reirse de él bur-
lonamente.
Pero el enanito no habia escuchado nada. Amaba profundamen-
te a las aves y las lagartijas, y pensaba que, exceptuando a la Infanta,
las flores eran la cosa mas maravillosa del mundo, (0, si no, por qué
ella le habia dado una rosa blanca?
iCémo anhelaba volver a encontrarse ante la Princesita! Seguro
que ella lo sentarfa a su diestra, y le sonreiria, y después no volveria
a apartarse de su lado; iba a ser su companero y le ensefaria juegos
deliciosos. Porque, a pesar de no haber estado nunca antes en un
palacio, él sabia hacer muchas cosas admirables. Sabia hacer jau-
las de junco para guardar grillos y que cantaran dentro; y con
las cafias nudosas podia fabricar flautas. Imitaba el grito de todas las
aves y era capaz de hacer bajar a los estorninos de la copa de
los Arboles y atraer a las garzas de la laguna. Sabia reconocer las
huellas de todos los animales y podia seguir la pista de las liebres
por su rastro casi invisible, y la de los jabalies por unas pocas hojas
pisoteadas. Conocia todas las danzas salvajes: la danza desenfrenada
del otofio, con su traje rojo; la danza estival sobre las mieses, en
sandalias azules; la de la nieve con blancas guirnaldas de nieve; y la
de las flores a través de los jardines en la primavera. Sabia en qué
lugares las palomas torcaces ocultaban sus nidos...
Incluso una vez que un cazador habia capturado a sus padres,
él crid a los polluelos construyéndoles un pequefio palomar en la
oquedad de un olmo desmochado. Y los domestic6 con tanta habi-
lidad que todas las mafianas acudian a comer en su mano.
Seguro que la Infanta también los amaria, lo mismo que a
los conejos, que se hacen invisibles entre los grandes helechos y las
zarzas; y a los grajos, de plumas aceradas y picos negros; y a los
puercoespines, que pueden convertirse en una bola de putas; y a las
grandes galapagos, que se arrastran lentamente, menean la cabeza y
comen hojas tiernas y raices suculentas. Si, la Infanta iria al bosque
y jugaria con él. Y por las noches le cederia su propia cama para
que ella durmiese, y él la cuidaria hasta el alba, para que los lobos
hambrientos no se acercaran demasiado a la choza. Y, al amanecer,
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la despertaria con unos golpecitos en la ventana. Y saldrian al aire
fresco a bailar juntos y a dejar transcurrir el dia entero.
Pero ¢donde estaba la Infanta? Se lo pregunt6 ala rosa blanca,
pero no obtuvo respuesta. Todo el Palacio parecia dormir, y hasta en
las ventanas abiertas colgaban pesados cortinajes para amortiguar
la luz del sol.
Después de dar mil vueltas buscando una entrada, hallé final-
mente una puertecita que habia quedado entreabierta. Se deslizé
dentro con cautela y se encontré en un salén espléndido, mucho mas
espléndido que el bosque. Todo era dorado y hasta el suelo estaba
hecho de primorosos baldosines de colores, dispuestos en dibujos
geomeétricos.
Pero la Infanta tampoco estaba alli; solo habia unas maravi-
llosas estatuas blancas que lo miraban desde lo alto de sus zdcalos
de jaspe con mirada ambigua y una extrafia sonrisa en los labios.
Al fondo del salon, habia una cortina de terciopelo negro, lujo-
samente bordada de soles y estrellas; era la ensefia favorita del Rey.
éNo estaria la Infanta alli detras? Avanzo sigilosamente y descorri6
la cortina. Pero no habia nadie. Era otra habitacion, todavia mas
hermosa que la anterior. Las paredes estaban cubiertas con tapices
de Arras*, en tonos verdes y castafios, representando una escena de
caceria. En otro tiempo esa habia sido la habitacion de Jean Le Fou,
como lIlamaban a aquel rey loco, tan apasionado por la caza que mas
5. Enla Edad Media, fueron muy valorados los tapices flamencos de Arras y Bruselas
por su perfecci6n artesanal.
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de una vez habia querido cabalgar sobre los grandes corceles enca-
britados de los tapices y perseguir al ciervo que aparecia acosado
por los enormes sabuesos. Ahora aquella era la sala del consejo, y
sobre la mesa del centro se veian las carteras rojas de los ministros
y consejeros.
El enano miré a su alrededor Ileno de asombro, y casi sin
atreverse a seguir su camino, a los extrafios jinetes silenciosos que
galopaban tan velozmente por el bosque, sin hacer el menor ruido
en la tapiceria. Le parecia que eran los Comprachos’, esos terribles
fantasmas de los que habia oido hablar a los carboneros, que solo
cazan de noche y que, si encuentran a un hombre, lo transforman
en ciervo para cazarlo. Pero el recuerdo de la encantadora Infantita
le hizo recobrar el coraje. Necesitaba encontrarse a solas con ella
y decirle que él también la amaba. Asi que atraves6 corriendo las
alfombras persas y abrio la puerta siguiente. Tampoco estaba alli.
La habitaci6n estaba completamente vacia. Era el imponente salon
del trono, destinado a la recepcidn de los embajadores extranjeros,
cuando el Rey accedia a darles audiencia, que era pocas veces. Las
colgaduras eran de cuero dorado de Cordoba y del techo blanco y
negro colgaba una pesada lampara dorada con suficientes brazos
como para sostener trescientas bujias. El trono se alzaba bajo un
gran dosel de brocado de oro, donde estaban bordados los leones
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lejania. Pero aqui no estaba solo. Desde la sombra de la puerta, al
otro extremo de la habitacién, una pequefia figura lo contemplaba.
Por eso le temblé el corazén, dej6 escapar un grito de alegria y
avanzo hacia ella. Entonces, la figura avanz6 también y el enanito
consiguio distinguirla con claridad.
zEra la Infanta? No, quien se le acercaba era un monstruo, el
monstruo mas grotesco que podia existir. No era proporcionado
como todo el mundo, sino jorobado, patizambo y con una cabezota
enorme que le bailaba de un lado a otro. El enanito fruncié el cefio,
y el monstruo también lo frunci6. Se echo a reir, y el monstruo se
puso a reir con él, dejando caer los brazos lo mismo que él. Le hizo
una reverencia burlona, y el monstruo le respondio con otra todavia
mas irOnica. Avanzo hacia él, y el monstruo vino a su encuentro
imitando todos sus gestos y deteniéndose cuando él se detenia. Grit6
alegremente y corri6 hacia él, alargandole la mano, y la mano del
monstruo toco la suya: era fria como el hielo. Se asust6 y retiré la
mano, y la mano del monstruo le imit6 vivamente, mientras ponia
una grotesca expresiOn de miedo.
Hizo un intento de esquivarlo y seguir adelante, pero lo detuvo
aquel ser extrafio poniéndosele siempre por delante con su contacto
duro y resbaladizo. La cara del monstruo estaba muy cerca de la suya,
como si tratase de besarlo. Retiré los mechones que le caian sobre
los ojos, y el monstruo hizo lo mismo. Lo golpeé, y el monstruo
le devolvio el golpe; le hizo muecas, y en el rostro del monstruo se
dibujaron los mismos gestos. Retrocedié, y el monstruo retrocedié
también, entreabriendo una boca repulsiva.
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mancha sobre la tierra. He llegado a creer que mi madre, durante
el embarazo, tuvo algun antojo, algtin motivo de resentimiento con
la luna; qué sé yo...
Sea por lo que fuere, lo cierto es que yo lo odiaba, y no debe
creerse que él me hubiera dado motivo alguno, por lo menos a los
ojos del mundo; pero la raz6n existia, no cabe duda, aunque tan
oculta, tan sutil, que no encuentro palabras con que poder expre-
sarla. Todos conocemos ‘esta clase de antipatias instintivas; vemos
por primera vez a un desconocido, a una persona cuya existencia
ignorabamos y, sin embargo, en el momento de verla decimos: «No
me gusta ese hombre o esa mujer». ¢Por qué no nos gusta? ;jAh!
Lo ignoramos; no sabemos sino que es asi, que nos cae antipatico;
eso es todo. Tal fue mi caso con John Claverhouse.
¢Con qué derecho era feliz un hombre asi? Nunca habia visto
un optimismo como el suyo; siempre risuefio, siempre contento y
siempre encontrandolo todo bien, jmaldita sea!...
No me importaba nada la alegria de los demas; todo el mundo
puede reir, incluso yo..., antes de conocer a Claverhouse; pero su
risa, aquella risa, me irritaba, me enloquecia, me ponia furioso, fuera
de mi... Era una pesadilla constante, a la que no podia sustraer-
me, un demonio maldito, cuyo abrazo infernal me ahogaba. j;Qué
risa! Estent6rea, homérica, gargantuana!'; despierto o dormido, su
del dia siguiente, que era domingo, lo encontré tan alegre como de
costumbre.
—Adonde vas? —le pregunté cuando nos cruzamos.
—A pescar truchas —me dijo contentisimo—; me entusiasma
la pesca.
¢Ha existido jamds un hombre como aquel? Sus graneros y
sus horreos no estaban asegurados —lo sabia—, y el incendio ha-
bia convertido en humo toda su fortuna; pero alla iba él, lleno de
regocijo, en busca de una cesta de truchas, simplemente porque
«le entusiasmaba la pesca».
Si en aquel momento hubiera visto en su cara la expresién de
la pena, por poca que hubiera sido; si la cara se le hubiese alargado,
perdiendo aquel aspecto de luna Ilena, quiza le habria perdonado el cri-
men de existir; pero, qué va, la desgracia parecia aumentar su alegria.
Lo insulté adrede, pero no vi en su cara ningtn signo de des-
pecho; como mucho, un gesto de sorpresa bondadosa.
—Pelearnos?... ¢Y por qué? —me pregunto6 con lentitud, y
afiadid, echandose a reir—: jJa, ja! jQué gracioso es usted! jJa, ja!...
De verdad, me hace usted muchisima gracia.
¢Qué podia hacer yo? La cosa era horrible, inverosimil, ina-
guantable... j;Cdmo lo odiaba, Dios mio!...
Y luego, aquel nombre que tenia: Claverhouse. ¢Por qué Claver-
house? Me hacia la pregunta mil veces. No me hubiera importa-
do que se llamara Smith, Brown, Jones; pero... jClaverhouse!...
zEs posible que exista alguien con semejante nombre? «No», me
respondia yo mismo.
4I
‘See 3
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cuando sus cosechas se encontraban destruidas. Bien pronto en-
contré un prestamista astuto e inhumano que se quedo con todos
los créditos, y aunque yo no figuré para nada en la transaccion,
»2sAAdba,, ~zahAdba,,
Le ensehé 2 conver detr4s de mi con un objeto en Ia boca hasta
alcanzatme, ¥, comose
tratabadewnanimallistoy despierto,pronto
tuve A gusto de ver que mis lecciones fueron bien‘ aprovechadas.
| En la primera ocasion que tuve le regalé el animal a mi ene-
(nt ame dagdanmeea tae iti
py swhabuto de infringsc ciesta leyde pesca.
, —No —me dijo cuando le puse la cosrea en la mano—, no, esto
‘no € on sitio, :vwerdad? —y se tia con su risa ridicula, que le reto-
Zabea por toda la cara mofletuda y reluciente—. Yo..., yo... pensaba...
Vamos, crcia,crcia que... n0leeraa usted muy simpatico —conti-
906 A imbécil—. Verdad que tiene gracia que haya vivido equivo-
ahs?
Y séia, rei hasta desternillarse. jE) muy canalla!
—7Come se Nama? —me pregunt6.
—bAona.
—Bdona? jJ2, ja! {Qué nombre mas raro!
Rechinando los dientes, pues su estipida alegria me ponia de
los nervio s,
le contesté:
—Belona exa Ia esposa de Marte.
— Ah, ¥2 comprendo, comprendo! Si, claro, Marte se Mlamaba
mi perro. Bueno, pues... jse ha quedado viuda esta Belona!
¥2 estaba bien lejos de Ia cuesta, y todavia llegaban a mi sus
46
»bhbba,, »2shAba,,
Claverhouse llamaba a la perra a gritos; en vano la tiroteaba con
piedras y ramas: el animal nadaba rdpidamente hacia el cartucho,
al poco rato lo tuvo en la boca y se dirigié con él hacia la orilla.
Entonces, por primera vez, pareci6 darse cuenta del peligro al que
estaba expuesto y ech6 a correr por entre la maleza. Mis planes se
realizaban a la perfeccién; la perra, al llegar a la orilla, emprendi6
sin vacilar su persecucion tal y como yo le habia ensefiado a hacer
cuando venia conmigo.
El espectaculo era grandioso y bien merecia el trabajo que me
habia costado prepararlo.
Como ya he dicho, el pequefio remanso formaba el fondo de
una especie de anfiteatro natural y el arroyo tenia una pasarela
de piedra a la entrada y a la salida.. Claverhouse, seguido de Belo-
na, corria dando vueltas y mas vueltas de un lado a otro; ambos
pasaban y volvia a pasar por la corriente como dos bolas dentro
de un plato, persiguiéndose en un divertido juego. Nunca hubiera
creido que un hombre de su aspecto poseyese tal ligereza, pues
Claverhouse corria con una velocidad asombrosa, mientras la pe-
rra lo seguia de cerca, ganando terreno a cada paso y a punto de
alcanzarlo...
Y en el momento en que se tocaban, él a toda carrera, ella
con el hocico casi junto a su rodilla, se produjo la explosion:
un rel4mpago, una nube de humo blanquecino y una detonacion
formidable que retumbé6 en la montafia... Donde habian estado el
hombre y el perro no quedaba sino una hondonada en el suelo de
la»planicie..:
47
CY Vy riety ve
El juez calificé el suceso de «muerte accidental con la circuns-
-tancia de hallarse pescando por medios prohibidos».
He aqui por qué me enorgullezco de la forma delicada y
artistica que empleé para acabar con John Claverhouse. No hu-
bo brutalidad, no hubo torpeza; nada de qué tener que avergon-
zarme.
Y su risa infernal ya no repercute con sus ecos entre mis que-
ridas montafias ni me irrita la aparici6n de su estipida cara de
luna.
Ahora mis dias transcurren placidos, y por las noches duermo
placidamente como un nif...
El diablo y Tomas Walker
WASHINGTON IRVING
49
Kidd'. La ria permitia llevar secretamente el tesoro en un bote
de noche hasta el pie mismo de la colina. Ademas, la altura del
lugar dejaba realizar la labor mientras vigilaban que no anduviera
nadie por las cercanias. Ademas, segtin esas leyendas, el mismisi-
mo diablo presidfa el enterramiento del tesoro y lo tomaba bajo su
custodia. Sea como fuera, Kidd nunca volvié a buscarlo porque fue
detenido poco después en Boston, enviado a Inglaterra y ahorcado
por pirateria.
Alla por el afio 1727, cuando los terremotos se producian con
frecuencia en Nueva Inglaterra, vivia cerca de este lugar un hombre
flaco y miserable que se Ilamaba Tomas Walker. Estaba casado con
una mujer tan miserable como él. Lo eran tanto ambos, que trataban
de estafarse el uno al otro. La mujer procuraba ocultar cualquier
cosa sobre la que ponia las manos; en cuanto cacareaba una gallina,
ya estaba al quite para asegurarse el huevo recién puesto. El mari-
do, por su parte, rondaba continuamente buscando los escondrijos
secretos de su mujer. Y los conflictos acerca de cosas que debian ser
propiedad comtn eran constantes.
Vivian en una casa dejada de la mano de Dios y con un aspecto
como si se estuviera a punto de derrumbarse. De su chimenea no
salia humo; ningun viajero se detenia a su puerta; solo se veia un
miserable caballo, cuyas costillas eran tan visibles como los hierros
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hacha india. El estado del arma mostraba que habia pasado mucho
tiempo desde que habia dado aquel golpe mortal. Era un triste re-
cuerdo de las luchas feroces de que habia sido testigo aquel ultimo
refugio de los aborigenes.
—Vaya —dijo Tomas Walker, mientras de un puntapié trataba
de desprender del craneo los ultimos restos de tierra.
—Deja en paz ese craneo —oy6 que le decia una voz grave.
Tomas levant6 la mirada y vio a un hombre negro, de gran
estatura, sentado frente a él en el tronco de otro Arbol. Se sorprendié
mucho, pues no habia oido ni escuchado acercarse a nadie; pero mas
se asombr6 al observar atentamente a su interlocutor a pesar de la
escasa luz y comprender que no era negro ni indio. Su vestimenta
recordaba la de los aborigenes, si, pero el color de su rostro no era
ni negro ni cobrizo, sino sucio y oscuro por el hollin, como si estu-
viera acostumbrado a andar entre el fuego y las fraguas. Un mechon
de pelo hirsuto se agitaba sobre su cabeza en todas direcciones y
llevaba un hacha al hombro.
Durante un momento observ6 a Tomas con sus grandes ojos
rojos.
— Qué haces en mis territorios? —pregunté el hombre tizna-
do, con una voz ronca y cavernosa.
—jlus territorios! —exclam6 burlonamente Tomas—. Son tan
tuyos como mios; pertenecen al didcono Peabody.
—Maldito sea el diacono Peabody —dijo el extrafio— Mejor
si se fijara un poco mas en sus propios pecados y menos en los del
vecino. Mira hacia alli y veras como le va al didcono Peabody.
S4
55
hb hhbhaag, ss hMbag,
ficios. Desde que los indios han sido exterminados por vosotros,
los salvajes blancos, me divierto presidiendo las persecuciones de
cudqueros y anabaptistas?. Puedes considerarme el protector de los
negreros y Gran Maestre de las brujas de Salem’.
—En pocas palabras, que si no estoy equivocado —dijo To-
mas—, tt eres el demonio en persona, vamos.
—El mismo, a tus 6rdenes -respondi6 el hombre negro, con
una inclinacioén de cabeza que queria ser cortés.
Asi empez6 la conversacion segtin la antigua leyenda, aunque
parece demasiado pacifica como para creerla, porque cualquiera
hubiera perdido los nervios y salido huyendo ante un ser asi. Pero
Tomas era de temple férreo, no se asustaba facilmente y habia vivido
tanto tiempo con una harpia, que ya no le asustaba ni el mismo
diablo.
Mientras Tomas seguia su camino hacia casa, ambos persona-
jes mantuvieron una larga conversacion. El hombre negro le hablo
2. Surgidos como una secta del cristianismo con la Reforma protestante, los anabap-
tistas son defensores de la libertad religiosa e invalidaban el bautismo en la infancia, por-
que lo consideraban un acto de fe de la madurez (de ahi su nombre de rebautizados) y fue-
ron por ello perseguidos. Por su parte, los cuaqueros, otra secta surgida del protestantismo
en Inglaterra, llamados luego puritanos, carecian de culto y de jerarquias y se destacaban
por su defensa de la regeneracién personal, los rezos en familia y una moral estricta.
3. Las brujas de Salem es el titulo de una obra teatral de Arthur Miller, inspirada en
los juicios contra la brujeria llevados a cabo en algunos condados de Massachusetts
a finales del siglo xvu. Los mas conocidos ocurrieron en Salem, donde fueros detenidas
y encarceladas mas de 150 personas por acusaciones basadas en los rumores y la his-
teria de una comunidad puritana.
56
de grandes sumas de dinero enterradas por el pirata Kidd bajo los
arboles de la colina, no lejos del pantano. Todos estos tesoros esta-
ban a su disposicién, pues los habia tenido bajo su’ custodia. Y se
ofrecid a darselos a Tomas bajo determinadas condiciones.
Es facil imaginarse qué condiciones eran estas, aunque Tomas
nunca se las confes6 a nadie. Debian de haber sido muy duras por-
que, al parecer, pidid algtiin tiempo para pensarlas, aunque no era
hombre que se detuviera en pequefieces cuando se trataba de dinero.
Al llegar al final del pantano, el extrafio se detuvo.
—Qué prueba tengo yo de que me has dicho la verdad? —pre-
gunto Tomas.
—Aqui esta mi firma —repuso el hombre negro, poniendo uno
de sus dedos sobre la frente de Tomas. Dicho lo cual se dio la vuelta, se
dirigid a la parte mas espesa del bosque y parecid, segin luego lo
contaba Tomas, como si se hundiera en la tierra hasta que no se le
vieron mas que los hombros y la cabeza, hasta que desapareci6 del
todo. Cuando lleg6 a su casa encontr6 que el dedo de aquel extrafio
hombre parecia haberle quemado la frente y que nada podia borrar
su sefial.
La primera noticia que le dio su mujer fue acerca de la repenti-
na muerte de Absalén Crowninshield, el rico bucanero. Los periédi-
cos lo anunciaban con los acostumbrados elogios. Tomas se acord6
del arbol que su negro amigo acababa de derribar y que estaba
a punto de arder. «Que ese filibustero se tueste bien —se dijo—.
¢A quién puede preocuparle eso?» Estaba seguro de que todo lo que
habia oido y visto no era ninguna ilusion.
57
No solia confiar en su mujer, pero como este era un secreto
tan perverso, se mostr6 dispuesto a compartirlo con ella, cuya
avaricia se despert6 al oir hablar del oro enterrado. En cuanto se
enter6, urgid a su marido a cumplir las condiciones del hombre
negro y asi poder asegurarse un tesoro que los haria ricos de por
vida. Por muy dispuesto que hubiera estado Tomas a vender su alma
al diablo, estaba decidido a no hacerlo solo por llevar la contraria a
su mujer. Fueron numerosas y graves las discusiones violentas entre
ambos esposos acerca del asunto, pero cuanto mas hablaba ella,
tanto mas se decidia Tomas a no condenarse por darle gusto a su
mujer. Hasta que, finalmente ella se decidi6 a hacer las cosas por
su cuenta, y, si lograba éxito, a guardarse todo el dinero. Y, como
tenia tan pocos escrupulos como su marido, una tarde de verano
se dirigié al viejo fortin indio. Estuvo ausente muchas horas. Y al
volver, no gast6 muchas palabras, cont6 algo de un hombre negro,
a quien habia encontrado derribando arboles a hachazos. Y poco
mas. Que tenia que volver con una oferta, pero se neg6é a decir lo
que era.
Al dia siguiente y a la misma hora, se dirigié al pantano lle-
vando cargado el delantal. Tomas la esper6 muchas horas en vano.
Llego la medianoche y no aparecié. Llegé la mafiana, el mediodia,
y de nuevo la noche, pero no volvia. El hombre empez6 a intran-
quilizarse cuando advirtiO que se habia llevado consigo un juego
de té de plata y otros objetos de valor. Y pas6é otra noche y otro
dia, y su mujer seguia sin aparecer. En realidad, nunca mas volvié
a oirse hablar de ella.
58
4. El carancho es una rapaz carrofera que habita en los bosques de América del Sur
y anida en grandes arboles.
59
Se acae a
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61
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diluvio de papel moneda: se habia fundado el Banco Hipotecario
y producido una loca fiebre de especulacion; la gente desvariaba con
planes de colonizacién y con la construccién de ciudades en la selva.
Los especuladores recorrian las casas con mapas de concesiones,
de ciudades que iban a ser fundadas y de algun El Dorado, situado
nadie sabia donde, pero que todos querian comprar. En una palabra,
la fiebre de la especulacién, que aparece de vez en cuando, habia
creado una situaci6n alarmante; todos somaban con hacer su fortuna
de la nada. Pero como ocurre siempre, la epidemia habia cedido;
el suefio se habia disipado, y con él, las fortunas imaginarias; los
pacientes se encontraban en un peligroso estado de convalecencia y
por todo el pais se ofa a la gente quejarse de los «malos tiempos».
En esos momentos de calamidad publica fue cuando se estable-
cid Tomas como usurero en Boston. Asi que no tardaron en agol-
parse a su puerta los solicitantes. El necesitado y el aventurero, el
especulador, que consideraba los negocios como un juego de baraja;
el comerciante sin fondos, o aquel cuyo crédito habia desaparecido,
en una palabra, todo el que debia buscar por medios desesperados
y por sacrificios terribles, acudia a Tomas.
Este era el amigo universal de los necesitados, sin perjuicio de
exigir siempre buen pago y buenas garantias. Su dureza estaba en
relacion directa con el grado de dificultad de su cliente. Acumulaba
pagarés e hipotecas, esquilmaba gradualmente a sus clientes hasta
dejarlos en la calle como una fruta seca.
De esta manera hizo dinero como la espuma y se convirti6
en un hombre rico y poderoso. Como es costumbre en esta clase
62
de gente, comenzo a edificar una inmensa mansion, pero de puro
miserable no acabé nunca ni de construirla ni de amueblarla. En
el colmo de su vanidad compré un coche, aunque dejaba morir de
hambre a los caballos que tiraban de él; los ejes de aquel vehiculo no
llegaron nunca a saber lo que era el sebo y chirriaban de tal modo
que cualquiera estarfa tentado a tomar ese ruido por los lamentos
de la pobre clientela de Tomas.
A medida que pasaban los afios empezé a reflexionar. De modo
que, después de haberse asegurado todas las buenas cosas de este
mundo comenz6 a preocuparse del otro. Lamentaba el trato que
habia hecho con su amigo negro y se dedic6é a buscar el modo de
engafiarlo. De repente se convirti6 en asiduo visitante de la iglesia.
Rezaba en voz muy alta poniendo toda su fuerza en ello, como si
se pudiera ganar el cielo a fuerza de pulmones. Los demas fieles,
que antes habian dirigido sus pasos por los senderos de la rectitud,
se reprochaban ahora la rapidez con que este recién convertido los
sobrepasaba a todos. Y él se mostraba tan rigido en cuestiones de
religidn como de dinero; era un estricto vigilante y censor de sus
vecinos y parecia creer que todo pecado que ellos cometieran era una
partida a su favor. Llegé incluso a hablar de la necesidad de reiniciar
la persecuci6n de los cudqueros y los anabaptistas. En una palabra,
el celo religioso de Tomas era tan notorio como sus riquezas.
A pesar de todos sus esfuerzos, temia que al fin el diablo se
saliera con la suya y, para que no lo pillara desprevenido, llevaba
siempre una pequefia Biblia en el bolsillo de su levita. Ademas, te-
nia otra mas voluminosa sobre su escritorio y quienes lo visitaban
63
shhbas ” §=6=isthhba.,
lo encontraban a menudo leyéndola. El entonces dejaba sus lentes
entre las paginas del libro como punto de lectura antes de proceder
a sus negocios de usurero. Y cuentan algunos que lo conocian que, a
medida que envejeci6, empez6 a chochear, que previendo préximo
su fin, hizo enterrar uno de sus caballos con herraduras nuevas, en-
sillado y con las patas para arriba por si el dia del Juicio Final todo
se volvia del revés, con lo que tendria una cabalgadura lista para
montar, porque si ocurria lo peor, su amigo tendria que correr s!
queria llevarse su alma. Pero si realmente tomé esa precaucioén, fue en
balde, al menos asi lo afirma la leyenda, que termina de esta manera:
Una tarde calurosa de verano en que se anunciaba una terrible
tormenta, Tomas se encontraba en su escritorio vestido con un traje
mafianero a punto de desahuciar una hipoteca con la que iba a arrui-
nar a un desgraciado especulador. El pobre hombre pedia un par de
meses de prorroga, pero Tomas se impacient6 y se neg6é a concederle
ni un dia mas.
—Eso significa la ruina de mi familia, que quedara en la mi-
seria —decia el endeudado.
—La caridad bien entendida empieza por casa —objet6 Tomas—.
En estos tiempos tan duros debo preocuparme antes por mi mismo.
—Usted ha ganado mucho dinero conmigo —dijo el especulador.
Tomas entonces perdié su paciencia y su piedad.
—Que el demonio me lleve si he ganado un ochavo.
En aquel momento se oyeron tres golpes en la puerta y salié a
ver quién era. Un hombre negro mantenja por la brida a un caballo
del mismo color, que bufaba y golpeaba el suelo con impaciencia.
64
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1s hbhbhar,. er rhhba..
En lugar de oro y plata, su caja de hierro solo contenia piedras;
en vez de dos caballos medio muertos de hambre en sus caballeri-
zas, se encontraron solo dos esqueletos. Y al dia siguiente su casa
ardio hasta los cimientos.
Este fue el fin de Tomas Walker y de sus riquezas. Que todas
las personas excesivamente amantes del dinero se miren en su espejo.
Ademas es imposible dudar de la veracidad de esta historia, pues aun
puede verse bajo los arboles el pozo del que desenterr6 el tesoro del
capitan Kidd; y en las noches tormentosas, alrededor del pantano
y del viejo fortin indio, aparece una figura a caballo vestida con
un traje mafianero que sin duda es el alma del usurero. De hecho,
la historia ha dado origen a un proverbio, tan popular en Nueva
Inglaterra acerca de «El Diablo y Tomas Walker».
rit
El almohadon de plumas
HORACIO QUIROGA
67
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rigido
cielo de amor, mas expansiva e incauta ternura; pero el impasible
semblante de su marido la contenia siempre.
La casa en que vivian influia un poco en sus estremecimien-
tos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas
de marmol— producia una otofal impresion de palacio encantado.
Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el mas leve rasgufio en las
altas paredes, afirmaba aquella sensacion de desapacible frio. Al
cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa,
como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extrafio nido de amor, Alicia paso todo el otofio. No
obstante, habia concluido por echar un velo sobre sus antiguos sue-
fos, y aun vivia dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada
hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza’
que se arrastro insidiosamente dias y dias; Alicia no se reponia nun-
ca. Al fin una tarde pudo salir al jardin apoyada en el brazo de él.
Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordan, con honda
ternura, le paso la mano por la cabeza, y Alicia rompié enseguida
en sollozos, echandole los brazos al cuello.
Llor6 largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto
a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardan-
dose, y atin qued6 largo rato escondida en su cuello, sin moverse
ni decir una palabra.
68
Fue ese el ultimo dia que Alicia estuvo levantada. Al dia si-
guiente amaneci6 desvanecida. El médico de Jordan la examiné con
suma atencion, ordendndole calma y descanso absolutos.
—No sé —le dijo a Jordan en la puerta de calle, con la voz to-
davia baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin v6-
mitos, nada... Si mafiana se despierta como hoy, llameme enseguida.
Al otro dia, Alicia seguia peor. Hubo consulta. Se le diagnos-
tic6 una anemia aguda, completamente inexplicable. Alicia no tuvo
mas desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el dia el
dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasa-
banse horas sin oir el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordan vivia
casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseadbase sin
cesar de un extremo a otro, con incansable obstinacion. La alfombra
ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguia su
mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez
que caminaba en su direccion.
Pronto Alicia comenzé a tener alucinaciones, confusas y flo-
tantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La
joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacia sino mirar
la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche
se qued6 de repente mirando fijamente. Al rato abrié la boca para
gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
—jJordan! jJordan! —clamé, rigida de espanto, sin dejar de
mirar la alfombra.
Jordan corrié al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un
alarido de horror.
69
—jSoy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo mir6 con extravio, miré la alfombra, volvid a mirar-
lo, y después de largo rato de estupefacta confrontacion, se sereno.
ae
Nl)
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A
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Sonrio y tomo entre las suyas la mano de su marido, acariciandola
temblando.
Entre sus alucinaciones mas porfiadas, hubo un antropoide,
apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenia fijos en ella
los ojos.
Los médicos volvieron inttilmente. Habia alli delante de ellos
una vida que se acababa, desangrandose dia a dia, hora a hora, sin
saber absolutamente como. En la ultima consulta Alicia yacia en es-
tupor mientras ellos la pulsaban, pasandose de uno a otro la mufieca
inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
—Pst... —Se encogio de hombros desalentado su médico—. Es
un caso serio..., poco hay que hacer...
—jSolo me faltaba eso! —resopl6 Jordan. Y tamborileo brus-
camente sobre la mesa.
SPAT
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APBE
71
Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos
_.que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la
colcha.
Perdié luego el conocimiento. Los dos dias finales deliré sin
cesar a media voz. Las luces continuaban finebremente encendidas
en el dormitorio y la sala. En el silencio agonico de la casa, no se
oia mas que el delirio monétono que salia de la cama, y el rumor
ahogado de los eternos pasos de Jordan.
Muri6, por fin. La sirvienta, que entré después a deshacer la
cama, sola ya, mir6 un rato extranada el almohadon.
—jSenor! —llam6 a Jordan en voz baja—. En el almohadon —
hay manchas que parecen de sangre.
Jordan se acerc6 rapidamente Y se doblo a su vez. Efectiva-
mente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que habia dejado
la cabeza de Alicia, se veian manchitas oscuras.
—Parecen picaduras —murmuro la sirvienta después de un
rato de inmovil observacion.
—Levantelo a la luz —le dijo Jordan.
La sirvienta lo levant6, pero enseguida lo dejo caer, y se que-
d6 mirando a aquel, livida y temblando. Sin saber por qué, Jordan
sintid que los cabellos se le erizaban.
— Qué hay? —murmuré6 con la voz ronca.
—Pesa mucho —articulé la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordan lo levant6; pesaba extraordinariamente. Salieron con
él, y sobre la mesa del comedor Jordan corté funda y envoltura de
un tajo.
»2shAAda,., »2shhada,,
Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de ho-
rror con toda la boca abierta, llevandose las manos crispadas a los
bandos: sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las pa-
tas velludas, habia un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa.
Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia habia caido en cama, habia
aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las
sienes de aquella, chupandole la sangre. La picadura era casi imper-
ceptible. La remoci6n diaria del almohadon habia impedido sin duda
su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succi6n fue
vertiginosa. En cinco dias, en cinco noches, habia vaciado a Alicia.
Estos parasitos de las aves, diminutos en el medio habitual,
llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La
sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro
hallarlos en los almohadones de pluma.
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la luz. Alumbraba, a su manera, a sus compaferos contrabandistas.
De lejos, en el mar, los contrabandistas veian las horcas. Aqui tene-
mos uno, primera advertencia; luego otro, segunda advertencia. No
obstante, esto no impedia el contrabando; pero el orden consiste en
esto. Esa moda duro en Inglaterra hasta principios de siglo. En 1822
todavia se podian ver ante el castillo de Douvres tres ahorcados,
embadurnados. Por otra parte, este procedimiento de conservaci6n
no solo se aplicaba a los contrabandistas. Inglaterra lo utilizaba
también para los ladrones, incendiarios y asesinos. John Painter,
que incendio los almacenes maritimos de Portsmouth, fue colgado y
cubierto de alquitran en 1776. El abate Coyer, que le llamaba Juan
el Pintor, lo vio en 1777.
John Painter estaba colgado y atado encima de la ruina que él
mismo habia provocado y era embadurnado de vez en cuando. Este
cadaver se conservo, casi podria decirse que vivid, cerca de catorce
afios. Todavia prestaba un buen servicio en 1788. En 1790 tuvo
que ser reemplazado. Los egipcios obedecian a la momia del rey; la
momia del pueblo, por lo que parece, puede ser también de utilidad.
El viento, que soplaba muy fuerte sobre el monticulo, habia
despejado la nieve. Crecia la hierba con algunos cardos. La colina
estaba tapizada por ese césped marino, espeso y raso, que daba el
aspecto de sabanas verdes a la cuspide de los acantilados. Bajo el ca-
dalso, justo debajo de los pies del ajusticiado, habia una mata alta
y espesa, inaudita en ese suelo arido. Los cadaveres esparcidos alli
desde la antigiiedad explicaban el esplendor de aquella mata. La
tierra se alimenta del hombre.
77
Una lGgubre fascinacién se habia apoderado del nifio. Perma-
necia alli boquiabierto. Solo inclin6 la frente un minuto, porque una
ortiga le picé en las piernas y crey6 que era un animal. Se enderezo.
Contemplaba encima de él aquel rostro que lo miraba. Le miraba
con mas fuerza puesto que no tenia ojos. Era una mirada esparcida,
de una fijeza inexpresable que poseia la luz y las tinieblas, y que
surgia del craneo, de los dientes y del arco ciliar’. Toda la cabeza
del muerto mira, es aterrador. No tiene pupilas y uno se siente ob-
servado. El horror de las larvas.
Poco a poco, el propio nifio se convirtié en algo horrible. Ya no
se movia. Le invadfa el entumecimiento. No se daba cuenta de que
perdia el sentido. Se adormecia y anquilosaba. El invierno le llevaba
silenciosamente hacia la noche. Tiene algo de traidor el invierno. El
nifio era casi una estatua. La piedra del frio penetraba en sus huesos;
la sombra, como un reptil, se cernia sobre él. El adormecimiento
que sale de la nieve penetra en el hombre como una marea oscura;
el nifio fue lentamente invadido por una inmovilidad parecida a la
del cadaver. Estaba a punto de dormirse.
En la mano del suefio esta el dedo de la muerte. El nifio se
sentia atrapado por esa mano. Estaba a punto de caer bajo la horca.
Ya no sabia si estaba de pie. El fin siempre inminente, ninguna tran-
sicion entre ser o no ser, la vuelta al crisol, el posible deslizamiento
en cualquier minuto, este principio es la creacién. Ley.
1. El arco ciliar es el hueso del craneo que forma un arco prominente al nivel de las
cejas.
»zshAAdba,,
Todavia un instante, el nifio y el difunto, la vida en proyecto
y la vida en ruinas, se confundirfan en la desaparicién misma.
El espectro parecié6 comprenderlo y no desearlo. De stbito
se puso en movimiento, como si quisiera advertir al nifo. Era una
rafaga de viento. No habia nada més extrafio que aquel muerto en
movimiento.
El cadaver al final de la cadena, empujado por el soplo invisi-
ble, se ponia oblicuo, subia hacia la izquierda, volvia a caer y subia
de nuevo con la lenta y ftinebre precisi6n de un badajo. Un feroz
vaiven. Parecia el balanceo del reloj de la eternidad en las tinieblas.
Esto dur6 unos minutos. El nifio, ante esta agitacién del muerto,
despert6 y, ante su enfriamiento, sintid miedo. La cadena, a cada
oscilacion, chirriaba con una horrorosa regularidad. Parecia tomar
fuerzas, luego volvia a empezar. Este chirriar imitaba el canto de
la cigarra.
La proximidad de una borrasca produce sutbitas oleadas
de viento, y de golpe la brisa se volvié viento. La oscilacion del
cadaver se acentuo ligubremente. Ya no era un balanceo, eran
sacudidas.
La cadena que chirriaba grit. Pareci6 que ese grito habia sido
oido. Si era una llamada fue obedecida. Del fondo del horizonte
acudié un enorme ruido. Era un ruido de alas.
Sucedio un incidente, el tempestuoso incidente de los cemente-
rios y de las soledades, la llegada de una bandada de cuervos. Ne-
gras manchas voladoras puntearon la nube, atravesaron las brumas,
aumentaron, se acercaron, se amalgamaron, se concentraron y se
79
arden
dirigieron hacia la colina graznando. Era como la Ilegada de la le-
gion. Aquella canalla alada de las tinieblas se cernia sobre el cadalso.
El nino, asustado, retrocedio.
Los enjambres obedecen mandatos. Los cuervos se habian
agrupado sobre la horca. No habia ninguno sobre el cadaver. Ha-
blaban entre si. El graznido es horripilante. Gritar, silbar, rugir,
forman parte de la vida; graznar es una aceptaciOn satisfecha de la
putrefaccién. Creemos oir el ruido que hace el silencio del sepulcro
al romperse. El graznido es una voz que contiene la noche. El nicho
estaba helado. Mas por el miedo que por el frio.
Los cuervos callaron. Uno de ellos salt6 sobre el esqueleto, fue
la seal. Todos se precipitaron, hubo una nube de alas, luego todas
las plumas se cerraron y el colgado desaparecio bajo un hormigueo
de bombillas negras que se movian en la oscuridad. En ese momento
el muerto se movi0. a
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esforzarse en huir; su argolla se lo impedia. Los pdjaros reflejaban
todos sus movimientos, retrocediendo, lucgo precipitandose, asus-
tados pero con encarnizamiento.
Por un lado, una extrafia huida ensayada; por el otro, la per-
secucion de un encadenado. El muerto, empujado por los espasmos
del viento, se sobresaltaba, sufria golpes, accesos de célera, iba,
venia, subia, bajaba, rechazando el enjambre esparcido. EJ muerto
era el mazo, el enjambre, polvo. La feroz bandada de asaltantes no
soltaba Ia presa y se obstinaba.
El muerto, como enloquecido por esta pandilla de picos, mul-
tiplicaba en el vacio sus golpes ciegos, que parecian los golpes de
una piedra atada a una honda. Habia momentos en que todas las
gattas y todas las alas estaban sobre d, luego nada; eran desmayos
de la horda seguidos de un contraataque feroz. Horrible suplicio
que continuaba m4s alla de la vida. Los pajaros parecian frenéticos.
Los condenados, en el infierno, deben dejar paso a enjambres
parecidos. Arafiazos, picotazos, graznidos, trozos arrancados que
ya Ni siquiera eran de carne, crujidos del cadalso, magulladuras del
cadaver, ruido de los hierros, gritos de la rafaga, tumulto, no existe
lucha m4s lagubre. Un fantasma contra los diablos. Una especie de
combate espectral.
A veces, al aumentar el viento, el ahorcado giraba sobre si
mismo, se encaraba al enjambre por todos los lados, parecia correr
tras los pajaros y se diria que sus dientes intentaban morder. Tenia
el viento a su favor y la cadena en contra, como si los dioses negros
se entremezclasen. El hurac4n participaba en la batalla.
43
El muerto se torcia, la bandada de pajaros volaba en espiral
sobre él. Era girar en un torbellino.
Abajo se ofa un inmenso fragor, el mar.
El nifio veia este suefio. De repente, todo su cuerpo empezo
a temblar, un escalofrio lo recorrid por completo, se tambaled,
se estremecid, estuvo a punto de caer, se volvid, se apreto la frente
con las manos como si fuera un punto de apoyo y, salvaje, desme-
lenado por el viento, bajando la colina a grandes zancadas, con los
ojos cerrados, casi transformado en un fantasma de si mismo, huy6
dejando tras de si aquel tormento en la noche.
ssshAba,, »2shAdba,,
se
La bestia en la cueva
H. P. Lovecrarr
Este es uno de los primeros relatos del autor, escrito a los quince afios
de edad como imitacion del género gético, en el que se iniciaba. Sus
cucntos nos hablan de espiritus malignos y mundos oniricos, poblados
de bestias y sexes extraiios, pesadillas,
muerte y locura, porque quieren
expresas la soledad y Ja pequefiez del ser humano frente a un universo
infinito
y hostil.
VY
85
La esperanza se me habja desvanecido. A pesar de todo, edu-
cado como estaba por una vida entregada por entero de estudios
filos6ficos, senti una cierta satisfaccién de estar comportandome sin
apasionamiento como lo hacia. Habia leido con frecuencia la angus-
tia y obsesiOn en que cafan las victimas de situaciones similares a la
mia, y sin embargo no experimenté nada de todo eso, es mas, logré
permanecer tranquilo en cuanto comprendi que estaba perdido.
Y tampoco me hizo perder la compostura un solo instante la
idea de que era muy probable que hubiese vagado hasta mas alla de
los limites en los que seguramente me buscarian. Si tenia que morir,
pensé, aquella caverna tan terrible como majestuosa seria un sepul-
cro mejor que el que pudieran ofrecerme en cualquier cementerio;
asi que habia en esta reflexi6n una dosis mayor de tranquilidad que
de desesperacion.
Mi destino final seria perecer de hambre, estaba seguro de ello.
Sabia que algunos se habian vuelto locos en circunstancias como
esta, pero yo no pensaba acabar asi. El unico causante de mi des-
gracia era yo por haberme separado del grupo de visitantes sin que
el guia lo advirtiera. Y, después de vagar durante una hora aproxi-
madamente por las galerias prohibidas de la caverna, me senti inca-
paz de volver atras por los mismos vericuetos tortuosos que habia
seguido desde que abandoné a mis compaferos.
Mi antorcha comenzaba a extinguirse, pronto me hallaria en
la oscuridad mas absoluta de las entrafias de la tierra. Y, mientras
me encontraba bajo la luz mortecina y evanescente que atin daba,
medité sobre las circunstancias exactas en las que se produciria mi
86
proximo final. Recordé los relatos que habia escuchado acerca de
la colonia de tuberculosos que establecieron su residencia en estas
mismas grutas inmensas con la esperanza de encontrar la salud en
el aire sano del mundo subterrdneo, cuya temperatura era uniforme
y en cuya quietud se sentia una apacible sensacion, y que, en vez de
la salud, habian encontrado una muerte horrible.
Al pasar junto a ellas con el grupo de visitantes, habia visto
las tristes ruinas de sus viviendas rudimentarias; y me habia pregun-
tado qué clase de influencia podia ejercer sobre alguien tan sano y
vigoroso como yo una estancia prolongada en esta caverna inmensa
y silenciosa. Y, mira por dénde, me dije, ahora habia llegado mi |
oportunidad de comprobarlo, suponiendo que la necesidad de ali-
mentos no apresuraba mi fallecimiento.
Sin rendirme, y mientras se desvanecian en la oscuridad los
ultimos destellos espasmédicos de mi antorcha, resolvi no dejar
piedra sin remover, ni despreciar ningin medio de posible fuga, de
modo que, haciendo toda la fuerza que pude con mis pulmones,
proferi una serie de fuertes gritos, con la esperanza de que mi be-
rrido atrajese la atencién del guia. Sin embargo, mientras gritaba
desganitandome, pensé que mis llamadas no tenian objeto y que
mi voz, aunque resonara amplificada por los muros de aquel negro
laberinto que me rodeaba, no alcanzaria a mds oidos que a los
mios propios.
Y sin embargo, de repente me sobresalte a imaginar —porque
seguro que no era mas que cosa de mi imaginacién— que se escu-
chaba un suave ruido de pasos que se aproximaban por el rocoso
88
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ae] ee NEA rte aD
Aa dle ssh Mba,
pavimento de la caverna. ¢Y si en realidad estaba a punto de recupe-
rar por fin la libertad? ¢Y si habjan sido inttiles todas mis horribles
aprensiones? ¢Se habria dado cuenta el guia de mi ausencia en el
grupo y habria seguido mi rastro por el laberinto de piedra caliza?
Alentado por tantas halagiiefias dudas como me afloraban en
la imaginaci6on, me senti dispuesto a volver a pedir socorro a gritos
para que me encontraran lo antes posible. Pero mi gozo se vio de
repente convertido en horror: mi oido, que siempre habia sido muy
fino y que estaba ahora mucho mas agudizado gracias al largo y
completo silencio de la caverna, me trajo a la mente la sensacién
inesperada y angustiosa de que aquellos pasos no eran los de ningun
ser humano. De haber sido los pasos del guia, que sé que llevaba
botas, hubieran sonado como una serie de golpes agudos y cortantes
en la quietud ultraterrena de aquel lugar. En cambio, estos impactos
parecian mas blandos y cautelosos, como causados por las garras
de un felino. Ademas, al escuchar con mas atencién, me parecid
distinguir las pisadas de cuatro patas en lugar de dos pies.
Quedé entonces convencido de que mis gritos habian desperta-
do y atraido a alguna bestia feroz, quiza a un puma que se hubiera
extraviado accidentalmente en el interior de la caverna. Y consideré
que tal vez el Todopoderoso hubiera elegido para mi una muerte mas
rapida y piadosa que la que hubiera padecido por hambre. Pero el
instinto de conservaciOn, que nunca duerme del todo, se agito en mi,
y, aunque la posibilidad de escapar del peligro que se aproximaba
era inutil y solo conseguiria prolongarme mas el sufrimiento, decidi
vender mi vida lo mas cara posible ante quien me atacara.
89
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Por extrafio que parezca, solo podia atribuir al visitante que
fuera intenciones hostiles. Asi pues, me quedé muy quieto, con la
esperanza de que la bestia o lo que fuera, al no escuchar ningun
sonido que le diera la pista de donde estaba, perdiese el rumbo, lo
mismo que me habia sucedido a mi, y pasase de largo a mi lado. Pero
no, no iba a tener tanta suerte: aquellos extrafios pasos avanzaban
sin titubear. Era mds que evidente que el animal habia sentido mi
olor, que sin duda podia olfatear a gran distancia en una atmosfera
tan poco contaminada de otros aromas como la caverna.
Me di cuenta, por tanto, de que debia estar armado para de-
fenderme de un misterioso e invisible ataque en la oscuridad y tanteé
a mi alrededor en busca de los mayores fragmentos de roca que
pudiera palpar entre los esparcidos por todas partes en el suelo. Y,
tomando uno en cada mano, esperé con resignaci6on la inevitable
presencia.
Mientras tanto, las horrendas pisadas de las zarpas se aproxi-
maban. La verdad es que resultaba bastante extrafia la conducta
de aquella criatura, porque, la mayor parte del tiempo, las pisadas
parecian ser las de un cuadrtpedo que caminara con una singular
falta de concordancia entre las patas anteriores y posteriores, y sin
embargo, a ratos, me parecia que tan solo eran dos patas las que se
acercaban. Y me preguntaba cual seria la especie de animal que
venia a enfrentarse conmigo. Debia de tratarse de alguna bestia
desafortunada que habia pagado cara como yo la curiosidad que
la habia llevado a investigar una de las entradas de la gruta y le
reservaba un confinamiento de por vida en su interior. Seguramente
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De pronto se rompié el hechizo. Guiada por mi sentido del
oido mi mano lanz6 con todas sus fuerzas la piedra afilada hacia
el punto en la oscuridad de donde procedia aquella respiracion tan
intensa y creo que alcanzé su objetivo, porque escuché como la cosa
saltaba y volvia a caer a cierta distancia y alli parecio detenerse.
Después de reajustar mi punteria, descargué un segundo pro-
yectil, con mayor efectividad esta vez, pues oi caer la criatura, ven-
cida por completo, y estaba seguro de que la habia dejado inmovil
en el suelo. Casi agobiado por el alivio que me invadio, me apoyé en
la pared. La respiracién de la bestia se seguia oyendo en forma
de jadeantes y pesadas exhalaciones, por eso supuse que no habia
hecho mas que dejarla malherida. Y entonces perdi todo deseo de
examinarla.
Finalmente, sentia un miedo tan intenso e irracional, que ni
me acerqué al cuerpo yacente ni quise seguir arrojandole piedras
para acabar con él. En lugar de esto, decidi echar a correr a toda
velocidad por el trayecto por el que creia que habia llegado hasta
alli. Y de pronto escuché un sonido, o mas bien una sucesién de
sonidos que al momento se habian convertido en agudos chasquidos
metalicos. Esta vez si que no habia duda de que era el guia. En-
tonces grité, aullé, rei incluso de alegria al contemplar en el techo
abovedado el débil fulgor de una antorcha que se acercaba. Corri al
encuentro del resplandor y, antes de que pudiese comprender lo que
habia ocurrido, me hallaba postrado a los pies del guia y besaba
sus botas mientras balbuceaba, sin el menor pudor ni vergiienza,
explicaciones sin sentido, como un idiota. Contaba con frenesi mi
Q2
95
lado opuesto a donde estabamos, pues la criatura yacia en el suelo
directamente sobre ella. La inclinacién de sus pies y manos era algo
peculiar y explicaba por qué la bestia avanzaba a veces a cuatro
patas y a veces solo a dos, como habia yo apreciado en la oscuridad.
De las puntas de sus dedos salian unas ufias largas como de rata.
Pero sus pies no eran prensiles, como cabia suponer. Eso lo atribui
a su larga residencia en la caverna que, como ya he dicho, parecia
también la causa evidente de su absoluta blancura casi ultraterrena.
Yepareciascareceridexcola:
Su respiracion se habia debilitado mucho. Cuando el guia sacé
su pistola con intencién de dar a la criatura el tiro de gracia para
rematarlo, de pronto un extrafio e inesperado gemido hizo que el
arma se le cayera de las manos. No resulta facil describir la natu-
raleza de aquel sonido, pues no tenia el tono de ninguna especie
conocida de simios. Yo me preguntaba si aquella especie de estertor
no seria sino resultado del silencio que durante tanto tiempo habia
mantenido, roto ahora por la repentina presencia de la luz que traia
la antorcha. Lo cierto es que aquel inquietante gemido que se pa-
recia a un intenso parloteo indescifrable aun continuaba oyéndose,
aunque cada vez mas débil. De pronto, un fugaz espasmo de energia
brot6 del cuerpo del animal. Sus garras hicieron un movimiento
convulsivo y sus brazos y piernas se contrajeron. Con aquella con-
vulsion, el cuerpo rod6 sobre si mismo, de modo que la cara quedé
vuelta hacia nosotros.
Yo me quedé en ese instante tan petrificado de espanto ante
aquella mirada que no me percibi de nada mas. Eran negros aquellos
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Perseo contra la Medusa
(UN RELATO DE LA MITOLOGIA CLASICA)
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Perseo crefa que los diamantes eran como diminutos espejos que
ahuyentaban a los monstruos. Fue la primera vez que los espejos le
ayudaron a sobrevivir.
Durante cuarenta dias y cuarenta noches, Perseo y su madre
vagaron sobre el mar a merced de las olas. Por fin, una mafiana, las
corrientes acercaron el cajén hasta una isla, donde lo encontraron
unos pescadores.
—jMirad! —exclamaron, muy asombrados—. jHay una mujer
y un nifio en el cajén! jLlevémoslos ahora mismo ante el rey!
En la isla de Sérifos gobernaba el rey Polidectes, que acogi6
a los recién Ilegados en su propio palacio. Alli, Perseo crecio hasta
convertirse en un joven alto, apuesto y con fama de valiente que
manejaba la espada a la perfeccién. Y todo fue bien hasta que Po-
lidectes, casi sin darse cuenta, comenz6 a desconfiar del joven.
Un dia, mientras lo veia ejercitarse con la espada, le dio por
pensar: «Este muchacho se ha ganado el aprecio de todo el mundo
en Sérifos, y llegara muy lejos en la vida. ;Quién sabe si algun dia
no se propondra arrebatarme el trono? Es verdad que hasta ahora no
me ha dado ninguna muestra de enemistad, pero los peores enemi- |
gos son los que actuan con disimulo, los que no nos hacen sospechar
de su maldad hasta el momento decisivo...».
Polidectes se asust6 tanto que decidié deshacerse de Perseo.
Pero no se atrevid a matarlo con sus propias manos, ni a pedirles
a sus soldados que lo hicieran por él, sino que busc6é una manera
mas discreta y maliciosa de enviarlo a la muerte. Asi que un dia
llamo a Perseo y le dijo:
wsMAa,
8 OS PR FY RI aS ae OS Laan se (eo ae
92
rectamente. Para verla, se valid de un escudo de bronce que le habia
proporcionado Atenea, y cuya superficie brillaba como un espejo.
Medusa rugié al ver a Perseo, pero el muchacho se mantuvo
firme. Alz6 el escudo, buscé en él el reflejo de Medusa y luego agarr6
con fuerza la nica arma que Ilevaba consigo: una hoz con hoja de
diamante que le habia facilitado Hermes. El joven Perseo descargé
un golpe brutal sobre el cuello de Medusa, y entonces la cabeza del
monstruo, con sus miles de serpientes de larga lengua, rod6 por el
suelo hasta el fondo de la cueva. Luego, Perseo la recogid con mucho
cuidado, sin mirarla, y la guard6 en un zurr6n que le habia rega-
lado Hermes para que pudiera transportar la cabeza sin peligro hasta
Sérifos.
E] viaje de vuelta fue durisimo. La cabeza de Medusa pesaba
mucho y los vientos Ilevaban a Perseo de un lado a otro. Una tar-
de, el joven decidio detenerse a descansar en una costa rocosa que
distinguio en el horizonte. Al acercarse, vio que algo se movia en
un acantilado, y enseguida se dio cuenta de que era una mucha-
cha. Estaba casi a ras del agua, y las olas le lamian los pies. ¢Qué
estaria haciendo alli? Perseo se acerc6 un poco mas, y fue cuando
advirtiO que la joven estaba encadenada a la pared del acantilado.
Nada mas verla habia sentido en el corazon el fuego del amor, pues
aquella muchacha tenia un rostro precioso, una piel blanca como
la espuma y un cabello dorado como el sol. Perseo vol6é hasta ella
y le pregunt6 por qué estaba encadenada. Andrémeda, que asi se
llamaba la joven, le contest6 que era la hija del rey de Etiopia y le
explico su desgracia entre sollozos.
I0O
—Poseidon, el dios del mar —dijo—, se enfad6d mucho con
mi madre hace algtin tiempo y como castigo envid contra nuestro
reino a un monstruo marino que ha matado a cientos de personas
y animales en los Ultimos meses. Poseidén dijo que nuestro reino
volveria a vivir en paz si mi padre me entregaba al monstruo, y aqui
estoy, esperando la muerte...
—jPero eso es una crueldad! —exclamé Perseo—. ;Yo mismo
voy a matar a ese monstruo en cuanto aparezca!
—jNi lo intentes! —advirtid Andr6meda—. jEsa fiera tiene la
fuerza y el tamafio de un dragéon...!
—Y qué importa? No le tengo ningun miedo. Tal vez no sea
el hombre mas fuerte del mundo, pero donde no lIlegue mi fuerza,
llegara mi astucia.
Asi pues, Perseo se quedo junto a Andromeda y cuando el
monstruo lleg6 se dispuso a hacerle frente.
No tardo en aparecer como una gran ola un monstruo que
abarcaba toda la superficie del agua. Era una bestia descomunal
que nadaba muy deprisa gracias a los poderosos mtsculos de sus
aletas. Se parecia a una extrafia ballena alargada como una serpiente
de tamafio colosal, cuyas gigantes espirales se marcaban mediante
interminables anillos de escamas impenetrables. Su cabeza se parecia
a la de un perro de caza, con dos inmensos colmillos. No poseia
extremidades, sino un par de aletas que se agitaban a lo largo de
su extenso pecho y una cresta brillante. Hambrienta de carne, habia
emergido entre las olas con la boca abierta de par en par, decidida
a destrozar de una dentellada el fragil cuerpo de Andromeda. La
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pastaba entre las malezas, y a su vista surgi en la memoria de
los hijos de la Albufera la tradicién que daba su nombre al llano.
Un pastorcillo como el que ahora caminaba por la orilla apa-
centaba sus cabras en otros tiempos en el mismo Ilano. Pero esto era
muchos afios antes, muchos..., tantos, que ninguno de los viejos que
atin vivia en la Albufera conocié al pastor; ni el mismo tio Paloma.
El muchacho vivia como un salvaje en la soledad, y los bar-
queros que pescaban en el lago le ofan gritar desde muy lejos en las
mafianas de calma:
—jSancha, Sancha!
Sancha era una pequenia serpiente, la inica amiga que le acom-
pafiaba. El bicho acudia a los gritos, y el pastor, ordefiando a sus
mejores cabras, le ofrecia un cuenco de leche. Después, en las horas
de sol, el muchacho se fabricaba un caramillo cortando cafias en
los carrizales y soplaba dulcemente, teniendo a sus pies al reptil,
que enderezaba parte de su cuerpo y lo contraia como si quisiera
danzar al compas de los suaves silbidos. Otras veces el pastor se
entretenia deshaciendo los anillos de Sancha, y extendiéndola en
linea recta sobre la arena, se regocijaba al ver con qué nerviosos
impulsos volvia a enroscarse.
Cuando, cansado de estos juegos, llevaba el rebafio al otro
extremo de la gran llanura, la serpiente lo seguia como un perrito
faldero 0, enroscandose a sus piernas, le llegaba hasta el cuello, per-
maneciendo alli como caida 0 muerta, y con sus ojos de diamante
fijos en los del pastor, erizandole el vello de su cara con el silbido
de su boca triangular.
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SA eT LN I NST IES TT SIE STO EPIL NG BONE MMR
107
chadas, como si se arrastrase un cuerpo pesado. Entre los juncos
brillaron dos ojos a la altura de los suyos y avanz6 una cabeza
achatada moviendo la lengua de horquilla con un bufido tétrico que
parecia helarle la sangre. Era Sancha, pero estaba enorme, soberbia,
levantandose a la altura de un hombre, arrastrando su cola entre
la maleza hasta perderse de vista, con la piel multicolor y el cuerpo
grueso como el tronco de un pino.
—jSancha! —grit6 el soldado retrocediendo a impulsos del
miedo—. j;Cémo has crecido! jQué grande eres!
E intent6 huir. Pero la antigua amiga, pasado el primer asom-
bro, parecié reconocerlo y se enroscé en torno de sus hombros, y lo
estrechaba con un anillo de su piel rugosa sacudida por nerviosos
estremecimientos. El soldado forcejeo.
—jSuelta, Sancha, suelta! No me abraces asi. Eres demasiado
grande ya para esos juegos.
Otro anillo oprimi6 sus brazos agarrotandolos. La boca del
reptil le acariciaba como en otros tiempos; su aliento le agitaba el
bigote causandole un escalofrio angustioso y, mientras tanto, los
anillos se contraian, se estrechaban hasta que el soldado, asfixiado,
crujiéndole los huesos, cay6 al suelo envuelto en el rollo de pintados
colores de los anillos.
A los pocos dias unos pescadores encontraron su cadaver; una
masa informe con los huesos quebrantados y la carne amoratada
por el tremendo apreton de Sancha. Asi murié el pastor, victima del
abrazo de su antigua amiga.
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eh hbhaag, se hbhbhaag,
y tomé la lampara encendida. Al mismo tiempo golpeé la cubierta
con el taco para despertar a Will. Después me acerqué otra vez al
costado, lanzando el embudo amarillo de luz hacia la inmensidad
silenciosa que se extendia mas alla de la borda. Cuando lo hice, oi
un grito leve, sordo, y después el sonido de un golpe en el agua,
como si alguien hubiese hundido los remos de repente. Sin embargo
no puedo afirmar con certeza que viera algo; salvo que con el pri-
mer resplandor de la luz me pareci6 que habia habido algo sobre
las aguas, donde ahora no habia nada.
—jEh, alli! —grité—. ;Qué clase de broma es esta!
Pero solo llegaron los ruidos indistintos de un bote de remos
alejandose en la noche.
Después oi la voz de Will, en direccion del escotillon de popa:
— Qué ocurre, George?
—jVen aqui, Will! —dije.
—;Qué pasa? —pregunto cruzando la cubierta.
Le conté el extrafio suceso. Hizo varias preguntas; después de
un momento de silencio alzo las manos a los labios y grit:
—jEh, los del bote!
Desde lejos nos lleg6 una respuesta débil y mi companero repitié
la llamada. Un momento mas tarde, después de un breve silencio,
fuimos oyendo el apagado sonido de remos que se acercaban, ante
lo cual Will volvio a gritar.
(un armario fijo a la cubierta junto al tim6n), amuradas (cada uno de los costados del
barco), bichero (vara con un garfio en un extremo que sirve para alejar o acercar una
embarcacioOn a tierra o para recoger objetos del agua)...
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eS oe »2ehAdba,. 2ehAda,.,
Esta vez hubo respuesta:
—Aparten la luz.
—Maldito sea si piensa que lo haré —murmuré, pero Will me
indic6 que hiciera lo que la voz pedia, por eso coloqué la lampara
bajo las amuradas.
—Acérquese —dijo Will, y los golpes de remo prosiguieron.
Entonces, cuando estaban al parecer a unos seis metros de
distancia, volvieron a interrumpirse.
—Acérquese al costado de la nave —exclamé Will—. jNo tiene
nada gue temer de nosotros!
—Prometen gue no har4n ver la luz?
—Qué le ocurre para sentir un temor tan infernal a la luz? —dije.
—A causa de... —empezo la voz y se detuvo en seco.
—A causa de qué? —pregunté con rapidez.
Will me puso la mano en el hombro.
—CaAllate un minuto, hombre —dijo en voz baja—. Deja que
me encargue de él.
Se incliné mas sobre la borda.
—DMire, sefior, este es un asunto bastante extrafio: usted acer-
candose a nosotros, justo en medio del bendito Pacifico —dijo—.
zCémo podemos saber qué tipo de treta pretende llevar a cabo? Usted
dice que est4 solo. Pero zc6mo podemos saberlo, a menos que le de-
mos un vistazo..., eh? De todos modos, cual es su objecion a la luz?
Cuando Will termin6, of una vez mas el ruido de los remos y
después llegé la voz, pero ahora desde una distancia mayor y sonaba
extremadamente desesperada y patética.
—jLo siento..., lo siento! No tendria que haberlos molestado,
solo que estoy hambriento y..., ella tambien,
La voz se apag6o y lleg6 a nosotros el sonido de los remos, que
se hundian de modo irregular.
— jDeténgase! —grité Will—. No queremos que se vaya. |Vuel-
va! Mantendremos la luz oculta, si no le gusta. —Se volvio hacia
mi—: Es una situaciOn extrafia esta; pero, creo que no hay nada
que temer.
El tono era interrogante y contesté:
—Yo tampoco, creo que el pobre diablo ha naufragado cerca
de aqui y se ha vuelto loco.
El sonido de los remos se acerco.
—Vuelve a poner la lampara en la bitacora —me dijo Will; des-
pués se inclino sobre la borda y escuch6. Guardeé la lampara y volvi
a su lado. El golpeteo de los remos se detuvo a unos diez metros.
—;No se acercara a la nave ahora? —pregunto Will con voz
serena—. He hecho poner la lampara otra vez en la bitacora.
—Yo... no puedo —contest6 la voz—. No me atrevo a acer-
carme mas. Ni siquiera me atrevo a pagarles por las... provisiones.
—No hay inconveniente —dijo Will y vacilo—. Puede disponer
de todo el alimento que pueda llevar... —vacil6 una vez mas.
—Es usted muy bondadoso —exclam6 la voz—. Quiera Dios, que
todo lo comprende, recompensarlo... —se interrumpié roncamente.
—{La...,la dama?—dijo Will con brusquedad—. Esta ella ahi...?
—La he dejado atras, en la isla —lleg6 la voz.
—Queé isla? —intervine.
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$FIAL
TRSE
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.sshhha,, — ah Mba,
»Volvi al costado por donde habia trepado. Mi..., mi amada
aun estaba sentada tranquilamente sobre la balsa. Al verme mirar
hacia abajo, me grit6 para saber si habia alguien a bordo. Le con-
testé que el navio tenia aspecto de estar abandonado durante mucho
tiempo, pero que si esperaba un poco veria si habia algo semejante
a una escalera, por la que ella pudiera subir a cubierta. Entonces
recorreriamos juntos el barco. Poco después, sobre el costado opues-
to de la cubierta, descubri una escala de cuerdas. La transporté al
otro lado y un minuto después ella estaba junto a mi.
»Exploramos juntos las cabinas y departamentos de la popa
de la nave, pero en ningiin sitio habia el menor signo de vida. Aqui
y alla, dentro de las cabinas mismas, nos encontramos con parches
dispersos de aquel hongo extrafio, pero, como dijo mi amada, po-
diamos limpiarlos. Por fin, con la seguridad de que la zona de la
popa estaba vacia, nos dirigimos a la proa, entre los horribles no-
dulos de aquella extrafia excrecencia, y alli hicimos una investigaci6én
mas meticulosa, que nos confirm6 que en realidad solo estabamos
a bordo nosotros dos.
»Una vez que no quedaron dudas sobre esto, regresamos a
la parte posterior y nos dedicamos a preparar un lugar que fuera
lo mas cémodo posible. Ordenamos y limpiamos juntos dos de las
cabinas y, después, yo realicé un examen para ver si quedaba algo
comestible en la nave. Pronto descubri que asi era y di gracias a
Dios con todo mi corazon. Ademas, descubri dénde estaba la bomba
de agua fresca, y, una vez puesta en marcha, encontré que el agua
era potable, aunque si tenia cierto sabor desagradable.
I20
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Si i lt ie ER ATSbe, ABS ce.
I21
entre ellas descubri que el hongo habia estado trabajando: uno de
los chales de mi amada tenia un pequeno brote creciendo en un
borde. Y lo arrojé por la borda sin decirle nada a ella.
»La balsa seguia junto a la embarcaci6n, pero era demasiado
tosca para guiarla y bajé un botecito que colgaba transversalmente a
popa, con él nos dirigimos a la playa. Sin embargo, a medida que nos
acercabamos, fui advirtiendo de que también alli el hongo maligno,
que nos habia echado del barco, crecia tumultuoso poco a poco. En
algunos puntos se alzaba en montones horribles que casi parecian
palpitar como con una vida silenciosa, cuando el viento soplaba
entre ellos. En unos lugares tomaba la forma de dedos enormes y en
otros se limitaba a extenderse liso, suave y traicionero. En algunos
sitios aparecia en forma de arboles grotescos y achaparrados, que
parecian extraordinariamente retorcidos y nudosos... A veces todo
el conjunto se estremecia malignamente.
»Al principio nos parecid que no habia un solo fragmento
de la costa circundante que no estuviese oculto bajo las masas del
horrible liquen; sin embargo, descubrimos que estabamos equivoca-
dos, porque un momento después, costeando a lo largo de la playa
a poca distancia, descubrimos un suave parche blanco de lo que
parecia arena fina y alli desembarcamos.
»Pero no era arena. No sé qué era. Todo lo que he podido
comprobar es que sobre aquello el hongo no crecia, mientras que
en el resto de la isla, salvo donde la tierra se desparrama irregular-
mente en forma de senderos, no hay nada mas que esa espantosa
superficie gris.
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cé a mi cara. Cuando acabé, nos sentamos juntos y hablamos un
momento de muchas cosas, porque en nuestras vidas habian en-
trado de repente pensamientos y temores muy terribles. De pronto
temiamos algo peor que la muerte. Hablamos de cargar el bote con
provisiones y agua y salir a mar abierto; sin embargo estabamos
desvalidos, por muchos motivos y..., y la excrecencia ya nos habia
atacado. Decidimos quedarnos. Dios haria su voluntad con nosotros.
Asi que esperariamos.
»Pasaron un mes, dos meses, tres meses, y de algin modo
los sitios crecieron, y aparecieron otros. Sin embargo luchamos
con tanta energia contra el miedo, que su progreso fue muy lento,
comparativamente hablando, claro.
»En ocasiones nos aventurabamos hasta la nave en busca de
lo que necesitabamos. Alli descubrimos que la fungosidad crecia en
forma persistente. Uno de los nédulos de la cubierta mayor pronto
llego a la altura de mi cabeza.
»Ahora habiamos perdido toda esperanza de abandonar la isla.
Habiamos caido en la cuenta de que, a causa de nuestro conta-
gio, debiamos evitar mezclarnos con los seres humanos sanos.Con
esta conviccion, supimos que debiamos economizar el alimento y el
agua, porque entonces atin ignorabamos que no nos seria posible
vivir por mucho tiempo. Esto me recuerda que les he dicho que era
un hombre viejo. A juzgar por los afios, no es asi. Pero..., pero...»
Se le quebro la voz; después prosigui6 un poco abruptamente.
»—Como iba diciendo, sabiamos que teniamos que cuidarnos
con respecto a la comida. Pero entonces no teniamos idea de lo
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»Bueno, cada dia importa menos. Solo..., solo que habiamos
sido hombre y mujer. Y cada dia es mds espantosa la lucha para
soportar el hambriento deseo por el liquen terrible.
» Hace una semana comimos la ultima galleta y desde ese mo-
mento solo capturé tres peces. Estaba mar adentro pescando, cuando
vuestra goleta deriv6 hacia mi saliendo de la bruma. Les grité. Ya
conocen el resto, y quiera Dios bendecirles por la generosidad que
han tenido con una..., una pareja de pobres almas proscritas.
Se oyO un remo que se hundia..., luego otro.
Entonces la voz volvi6 a oirse por ultima vez, sonando a través
de la ligera bruma circundante, fantasmal y luctuosa.
—jDios les bendiga! ;Adids!
—jAdios! —gritamos juntos, roncamente, con el corazon inun-
dado por muchas emociones.
Miré a mi alrededor y adverti que el alba ya estaba sobre
nosotros.
El sol lanz6 un rayo perdido a través del mar oculto; atraves6
difusamente la bruma e ilumin6 levemente aquel bote que se aleja-
ba. De forma escasamente nitida, vi algo que cabeceaba entre los
remos. Pensé en una esponja, una esponja enorme, gris y cabeceante,
y durante un momento busqué en vano con los ojos la union de
la mano con el remo. Mi mirada relampagueo esta vez hacia la...
cabeza. Esta se adelanté cuando los remos retrocedieron para dar
un impulso. Y entonces los remos se sumergieron, el bote se aparté
del escaso haz de luz y la cosa aquella se perdid cabeceando en la
niebla.
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La mascara
de la Muerte Roja
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tres mil seiscientos segundos, el reloj daba otra vez la hora, y otra
vez nacian el desconcierto, el temblor y la meditacion. A pesar de
lo cual, la fiesta era alegre y magnifica.
El principe tenia gustos singulares. Sus ojos se mostraban
sensibles a los colores y sus efectos. Desdefiaba los caprichos de
la moda. Sus planes eran atrevidos y sus creaciones brillaban con
excesivo esplendor. Algunos podrian haber creido que estaba loco,
pero sus cortesanos sabian que no era asi. Era necesario oirlo, verlo
y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El principe
se habia ocupado personalmente de gran parte de la decoracion de
las siete salas destinadas a la gran fiesta y su gusto habia guiado
la eleccién de los disfraces, que eran verdaderamente grotescos.
Predominaban en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantas-
magorico. En aquellas siete camaras se movian, de un lado a otro,
una multitud de suefios. Y aquellos suefios se contorsionaban por
todas partes, cambiando de color al pasar por los distintos apo-
sentos y haciendo que la extrafia musica de la orquesta pareciera
el eco de sus pasos.
De nuevo sono el reloj del aposento de terciopelo. Por un mo-
mento todo quedo inmovil; todo es silencio, salvo la voz del reloj.
Los suefios se helaron, pero los ecos del tafiido se perdieron y una
risa ligera flotaba tras ellos. Otra vez crecia la musica y revivian
los suefios, contorsionandose al pasar por las ventanas, por las
que se colaba la luz de los tripodes. Solo que ya en la camara que
daba al oeste no se atrevia a entrar ninguna mascara a medida
que avanzaba la noche y la luz mas roja se filtraba por los cristales
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Entonces J principe Prospero, enloquecido por Ia ira y Ia ver-
nza de su momentanea cobardia, se lanzé a Ia carrera a través de
seis aposentos, sin que nadie se atreviera 2 seguirlo, paralizados
9 estaban por el terror Pufial en mano, se acercé impetuoso
ee et nie, cuando esta, al alcanzar el
2 9 del aposentode terciopelo, se volvid de golpe y se enfrenté
Be socscevidor
Se oy6 un agudo grito, cl pufial caia resplandeciente sobre la
negra alfombra y ol principe Prospero se desplomaba muerto.
| Como poscidos por la desesperacion, numerosas md4scaras se
lanzaron al aposento negro; pero,al apoderarse del desconocido,
cuya alta figura permanecia erecta ¢ inmévil a Ja sombra del reloj
de ehano, de repente retrocedicron con horror al descubrir que el
sudario y la m4scara que con tanta rudeza habian agarrado no
comtenian ninguna figura tangible.
Y entonces reconocieron |a presencia de la Muerte Roja. Habia
enido como un ladrén en Ja noche. Y, uno por uno, los convidados
fueron cayendo en las salas de Ja fiesta, manchadas de sangre, y
cada uno murié con dl gesto desesperado de su caida.
La vida del reloj de hano se apagé con Ja del altimo de aque-
los alegres seres.
Las Slamas de los tripodes expiraron. Y las tinieblas, la corrup-
cion y la Muerte Roja lo dominaron
todo.
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ht hbhbha,, ehhbhbag,
Sredni Vashtar, el gran huron
SAKI
Hector Hugh Munro, que prefirié firmar sus obras como Saki, naci6
en 1870 en Akyab, Birmania. Trabaj6 como corresponsal de los mas
importantes diarios europeos americanos y, movilizado en la Prime-
ra Guerra Mundial, muri6 en el ataque a Beaumont-Hamel, Francia,
el 13 de noviembre de 1916. Es un maestro del relato corto, en cuyos
libros un hombre lobo puede aparecer stibitamente o un hurén trans-
formarse en un dios vengativo. Hay quien ha visto en la manera cruel
de resolver el argumento de sus relatos la huella de la infancia tragica
que vivid, algo que se aprecia bien en este relato, escrito en 1910, en el
que opone a la absurda y rigida disciplina de un adulto las fantasia y
los juegos de un nifio.
139
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todos consideraban poco menos que un oraculo. Esta mujer era, pre-
cisamente, la prima del pequefio Conrado, a la vez que su tutora, y
significaba para el nifio esas tres quintas partes de la existencia que
hacen falta para ir sobreviviendo. A pesar de ello, en casos como
este, semejante dependencia resultaba algo desagradable. Las otras
dos quintas partes, en continuo enfrentamiento con las anteriores,
habria que ir a buscarlas en la imaginacion de su primo el nifo.
Conrado no dejaba de suponer que cualquier dia terminaria
por sucumbir ante el peso de lo que otros consideraban inevita-
ble: la enfermedad que le amenazaba y los cuidados de los que se
le rodeaba, que en muchos casos eran auténticas prohibiciones y,
sobre todo, un aburrimiento cada vez mas insoportable. Asi que
probablemente era su capacidad para la fantasia lo que le permitia
mantenerse vivo.
Habia en la sefiora Ropp algo de hipocresia, ya que le costa-
ba reconocer que no queria a Conrado. En ciertas ocasiones habia
estado a punto de confesarlo en voz alta; sin embargo, en el ultimo
momento no se atrevid a decirlo. Claro que esto no le impedia cum-
plir con su deber, «por el bien de la familia», como ella decia, de
encargarse del cuidado del pequefio. Conrado, que se daba cuenta, la
aborrecia desde que tuvo uso de raz6n. Pero también él lo ocultaba
con una habilidad propia de una mente adulta.
Lo que no podia evitar era la necesidad de disgustar a su tutora
con ciertos juegos, que él mismo inventaba, porque veia a aquella
enemiga como a un ser muy desagradable al que se negaba a dar
entrada en sus mejores fantasfas.
140
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un acto casi de contrabando por haber tenido que pagar por él unas
monedas de plata.
El hurén le daba miedo al nino, debido a que poseia un cuerpo
muy flexible y unas garras muy afiladas; y, sin embargo, lo con-
sideraba su mas valioso tesoro, tal vez porque constituia una amena-
za que podia controlar. Verlo en el interior de la jaula le proporcio-
naba una extrafia y morbosa felicidad, especialmente porque estaba
siendo capaz de ocultarlo de La Mujer, como llamaba mentalmente
a su desagradable prima-tutora.
Cierto dia invent6 para esta bestezuela un nombre extraordi-
nario: Sredni Vashtar. Y a partir de entonces el hur6n actuo para él
como la suprema divinidad de una religion que le pertenecia.
La Mujer se entregaba a la religion una vez por semana en
una iglesia de los alrededores, y obligaba a Conrado a acompafar-
la, pero el servicio religioso significaba para el nifio una traicion a
sus propias creencias. Por eso, todos los jueves, él, en el musgoso
y oscuro silencio de la casita, oficiaba un mistico y elaborado rito
ante el cajon de madera, santuario de Sredni Vashtar, el gran hur6én.
Ponia en el altar flores rojas cuando era la estaci6n y moras escar-
lata cuando era invierno, pues era un dios interesado especialmente
en el aspecto impulsivo y feroz de las cosas; en cambio, la religién
de La Mujer, por lo que podia observar Conrado, manifestaba la
tendencia contraria. En los grandes momentos espolvoreaba en el
cajOn nuez moscada, que el nifio robaba haciendo gala de una gran
astucia. Las fiestas eran variables y se celebraba en ellas los sucesos
del dia, como los dolores de muelas que padecié la sefora Ropp
142
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y que se prolongaron mas de tres dias, por intervencién de Sredni
Vashtar, segtin lleg6 a creer Conrado.
Pasado un tiempo, las largas ausencias de Conrado comenzaron a
preocupar a la tutora: «No debe estar en el jardin tantas horas en estos
dias de frio», se decia ella. Y una mafiana, mientras estaban desayunan-
do, comunicé al nifio que habia vendido la noche anterior la gallina de
Houdan. Mientras hablaba no dejaba de mirar, con sus ojos miopes, a
Conrado, creyendo que este iba a replicar lleno de rabia 0 se pondria
a llorar. Para ello, disponia de los oportunos consejos para tranquili-
zarlo. Pero el nifio permanecié callado, mostrandose bastante sereno.
Por eso aquella tarde, a la hora del té, se le sirvieron tostadas como
una excepcion, ya que era un alimento que podia perjudicar su salud. TATE
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143
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146
Ataca, Sredni Vashtar:
Tu instinto es rojo de ira, blancos tus dientes.
Te piden pan tus victimas, tu les traes muerte.
jSredni Vashtar, mi justiciero!
147
Conrado cayé de rodillas, sin dejar de mirar por la ventana. El
Gran Huron de los Pantanos estaba Ilegando a una de las acequias
del jardin, donde bebié un poco de agua y, acto seguido, escapo por
un puente de tablas hasta perderse entre los arbustos proximos a la
casa. Este fue el recorrido definitivo de Sredni Vashtar.
—Ya esta listo el té —anunci6 la criada del gesto agrio—.
¢Sabe donde ha ido la sefiora?
—A la caseta de las herramientas —contest6 Conrado.
Al mismo tiempo que la criada iba en busca de La Mujer, el
nifio extrajo de un cajén del aparador el tenedor de plata de las
fiestas, pinché con él una rebanada de pan y se fue a la cocina a
prepararse una tostada. Se la habia ganado.
Mientras se doraba el pan, prepar6 un buen pedazo de man-
teca. Y, cuando estuvo listo este pequefio banquete, lo saboreo sin
perder detalle de lo que ocurria en el jardin. Los silencios se estaban
convirtiendo en espasmos, hasta que escucho los estupidos aullidos
de la criada, el siguiente coro de la cocinera, las voces del jardinero
y sus llamadas de socorro a la policia. Después de una corta pau-
sa, pudo oir los llantos de quienes asistian a la mayor tragedia, el
arrastrar de los pies de los que llevan una pesada carga humana.
—Quién se lo va a contar a ese chiquillo enfermo? Yo me
siento incapaz, y menos sabiendo lo malito que esta —dijo una voz
bastante desagradable.
Al mismo tiempo que los servidores discutian sobre el asunto,
Conrado se estaba preparando su segunda tostada.
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Desquite
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resolucion implacable. Bien facil le fue observar que la nueva discipula
poseia un alma delicada, una exquisita sensibilidad y la musica pro-
ducia en ella impresi6n profunda, humedeciéndose sus azules ojos en
las paginas melanc6licas, mientras las melodias apasionadas apresura-
ban su aliento. La soledad y retiro en que vivia hasta que se vistiese
de largo y recogiese en abultado mofio su hermosa mata de pelo de
un rubio de miel, la hacfan mas propensa a exaltarse y a sofiar.
Por experiencia conocia Trifon esta manera de ser y cuanto pre-
dispone a la credulidad y a las aspiraciones novelescas. Cautamente, a
modo de criminal reflexivo que prepara el atentado, observaba los ha-
bitos de Maria, las horas a las que bajaba al jardin, los sitios donde pre-
feria sentarse, los tiestos que cuidaba ella sola; y prolongando la leccién
sin extrafieza ni recelo de los padres, eligiendo la musica mas pertur-
badora, cultivaba el ensuefio enfermizo al que iba a entregarse Maria.
Dos o tres meses hacia que la nifia estudiaba musica, cuando
una mafiana, al pie de cierta maceta que regaba diariamente, encon-
tro un billetito* doblado. Sorprendida, lo abrié y lo ley6. Mas que
declaracion amorosa, era suave preludio de ella; no tenia firma, y
el autor anunciaba que no queria ser conocido, ni pedia respuesta
alguna, se contentaba con expresar sus sentimientos, muy apacibles
y de una pureza ideal.
Maria, pensativa, rompio el billete; pero al otro dia, al regar
la maceta, su corazon queria salirse del pecho y temblaba su mano,
4. La palabra billete alude hoy a documentos de valor (de banco, de loteria, de tren),
pero antiguamente significaba también un escrito breve, lo que hoy llamamos una
nota.
152
salpicando su traje de menudas gotas de agua. Transcurrida una se-
mana, nuevo billete —tierno, dulce, poético, devoto—; pasada otra
mas, dos pliegos rendidos, pero ya insinuantes y abrasadores. La
_ nifia no se apartaba del jardin, y a cada ruido del viento en las hojas
pensaba ver aparecer al desconocido, bizarro, galan, diciendo de
perlas lo que de oro escribia. Mas el autor de los billetes no se mos-
traba, y los billetes continuaban, elocuentes, incendiarios, colocados
allf por una invisible mano, solicitando respuestas y esperanzas.
Después de no pocas vacilaciones, y con harta vergiienza, la
nifia acab6é por trazar unos renglones, que deposit6 en la maceta,
besandola; y eran la ingenua confesién de su amor virginal. Vario
entonces el tono de las cartas: de respetuosas se hicieron arrogantes
y triunfales; parecian un himno; pero el desconocido no queria pre-
sentarse; temia perder lo conquistado: «A qué ver la envoltura fisica
de un alma? ;Qué importaba el barro grosero en que se agitaba un
corazon?». Y Maria, entregada ya completamente la voluntad a su
enamorado misterioso, ansiaba contemplarlo, comerlo con los ojos,
segura de que seria un dechado de perfecciones, el ser mas bello de
cuantos pisan la tierra. Ni cabia menos en quien de tan expresiva
manera y con tal calor se explicaba, que Maria, solo con releer los
billetes, se sentia morir de turbaci6én y gozo. Por fin, después de
muchas y muy regaladas maneras que se cruzaron entre el invisible y
la reclusa, Maria recibio una epistola que decia en sustancia: «Quie-
ro que vengas a mi»; y después de una noche de desvelo, zozobra,
llanto y remordimiento, la nifia ponia en la maceta la contestacion
terrible: «Iré cuando y como quieras».
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t6 para ir a tomar el fresco a la plaza de Bellecour, donde se encon-
tro con dos de sus antiguos camaradas, tan malos sujetos como él.
Los abraz6 de un modo efusivo, los hizo entrar a su casa y los in-
vito a beber.
A partir de aquel dia, empezé a llevar una vida licenciosa
que destrozaba el coraz6n de su pobre padre, que se encomendo a
san Jaime, su patron, y llevé ante su imagen un cirio de diez libras
adornado con dos abrazaderas de oro, cada una de un peso de cinco
marcos. Pero, al querer colocar el cirio sobre el altar, se le cay6 de
las manos y derrib6 al suelo una lampara de plata que ardia ante
el santo. Este doble accidente lo interpret6 como un mal presagio,
y regreso triste y deprimido a su casa.
Aquel mismo dia, Thibaud volvio a invitar a sus amigos; y cuan-
do empezo a anochecer, salieron a tomar el aire a la plaza de Belle-
cour y a pasearse por las calles de la ciudad, confiando encontrar algo
que los divirtiese. Pero la noche era tan espesa que no encontraron
muchacha ni mujer alguna.
Thibaud, impaciente por este fracaso y molesto por no poder
conseguir compafiia femenina, exclam6, gritando como un energt-
meno enfurecido y rabioso:
—jSagrada muerte del gran diablo!, prometo que le entregaré
mi alma y toda mi sangre, si la gran diablesa, su hija, acude a este
lugar y acepta mi amor.
Estas sacrilegas palabras disgustaron profundamente a sus ami-
gos, ya que estos no eran tan pecadores como Thibaud, y uno de
ellos le dijo:
y se marcharon riéndose.
Thibaud ofrecid su brazo a la dama y ambos se pusieron en
marcha. Sete
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a unas inmensas y hermosas camaras; luego, caminamos por un
pasadizo oscuro, al final del cual habia una escalera de caracol.
Subimos por ella hasta llegar a una torre muy alta, cuyas ventanas
estaban tapadas con gruesas cortinas verdes. Por lo demas, la torre
estaba bastante iluminada. Mi duefia, después de hacerme sentar en
un hermoso butac6n tapizado de terciopelo negro, me entreg6 su
rosario para que ocupara mi tiempo en actos piadosos, y se marcho
cerrando la puerta con dos vueltas de llave.
Cuando me vi sola, aunque llevaba apagada la linterna, tire
el rosario, saqué unas tijeras que habia ocultado en mi corsé e hice
una abertura en la cortina verde que ocultaba la ventana de la torre.
Entonces pude ver, a través de la ventana de una mansion vecina,
una habitaci6n muy iluminada en la que cenaban tres jOvenes caba-
lleros con tres sefioritas. Cantaban, bebian, reian y se abrazaban...
Orlandine dio algunos detalles mas sobre aquella escena que
habia presenciado; detalles que estuvieron a punto de hacer reir a
mandibula batiente al joven Thibaud, pues se trataba de una de las
cenas que él habia dado a sus dos amigos y a tres sefioritas de la
ciudad.
—Estaba yo atenta a todo lo que alli pasaba —continué Or-
landine—, cuando de repente of que se abria la puerta. Cogi el
rosario de inmediato, me senté en el sill6n y vi entrar a mi ama,
que me tomo de la mano sin decirme una sola palabra, me llevé de
nuevo a la carroza y me hizo subir de nuevo. El coche se puso en
marcha, y después de un largo trayecto, llegamos a la ultima casa de
las afueras. En realidad se trataba de una humilde cabafia, aunque
163
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Entonces Orlandine puso dos sillas delante del espejo, y luego
afloj6 el cuello de la camisa de Thibaud, mientras le decia:
—Su cuello es casi igual que el mio; las espaldas también.
Pero en lo referente al pecho, jcudnta diferencia! El afio pasado mi
pecho era como el suyo, pero luego engordé y ya ni me reconozco.
Quitese el cinturén, el jub6n y todos esos cordones...
Thibaud, no pudiendo contenerse mas, llev6 a Orlandine a
la cama cubierta con muaré de Venecia, y se crey6 el mas feliz de
los hombres. Pero aquella felicidad no duré mucho tiempo. El des-
graciado joven sintiO unas garras agudas que se le clavaban en la
espalda.
Empezo a gritar, llamando a Orlandine, pero esta ya no estaba
alli. En su lugar vio un horrible conjunto de formas repugnantes,
siniestras y misteriosas...
—Yo no soy Orlandine —dijo el monstruo, con voz caver-
nosa—. jSoy Belcebu!
Thibaud quiso pronunciar el nombre de Jesus, pero el diablo,
que adivin6 su intenci6n, le apreté la garganta con sus dientes,
impidiéndole pronunciar el sagrado nombre del Sefior.
Al dia siguiente por la mafiana, unos campesinos que se dirigian
a vender sus legumbres al mercado de Lyon oyeron unos gemidos
procedentes de una granja abandonada, situada cerca del camino
y que solia servir de vertedero. Entraron en ella y encontraron a
Thibaud tumbado sobre una carrofa medio podrida. De inmediato
lo recogieron y lo transportaron a la casa de su padre, el preboste
de Lyon.
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El desdichado caballero de la Jacquiére reconocié a su hijo en
aquella andrajosa figura. Luego colocaron al joven en una cama y
pronto recobré el conocimiento. Entonces dijo con voz débil: «Abran
la puerta a ese santo ermitafio».
Al principio nadie comprendié lo que queria decir; mas luego
fueron, abrieron la puerta, y vieron entrar por ella un venerable reli-
- gioso que solicit6 humildemente que lo dejaran a solas con Thibaud.
Durante mucho tiempo se oy6 la voz del ermitafio aconsejando al
joven, exhortandolo, como asimismo los suspiros del desgraciado
Thibaud.
Cuando la voz dejé de oirse, todos entraron en la habitacion.
El ermitafio habia desaparecido, y sobre la cama yacia muerto el
hijo del preboste, con un crucifijo entre las manos.
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2, 7
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Mercado Real, una honesta y pobre viuda que, después de morir su
marido, tomo huéspedes en su casa. Esto quiere decir que dejo libres
algunas de sus habitaciones y las puso en alquiler para aliviar su
renta. Entre otros inquilinos, cedid su buhardilla a un artesano que
hacia engranajes para relojes y que trabajaba para los comerciantes
que vendian dichos instrumentos, segtin era costumbre en esta clase
de actividad.
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parece bien que una persona de tan poca categoria como yo ocupe
el salon —le argumento mi padre.
»—Venga, Terry, no me seas remilgado —dijo Lawrence—. Si va-
mos a mantener la vieja costumbre, mas vale hacerlo como Dios manda.
»—jAl diablo con las costumbres! —dijo mi padre, aunque
para sus adentros lo que tenia era miedo y no queria que Lawrence
lo notara—. Bueno, como a ti te parezca, amigo Lawrence.
»Y bajaron a la cocina solo hasta que prendiera la lena y se
caldeara el sal6n, para lo que no tuvieron que esperar mucho. Asi
que, al poco rato, subieron otra vez, se sentaron comodamente junto
a la chimenea del sal6n y se pusieron a charlar, fumando y bebien-
do a sorbitos el whisky, con un buen fuego de lefia y turba para
calentarse las piernas.
»Como iba diciendo, estuvieron hablando y fumando tan a
gusto hasta que Lawrence empez6 a quedarse dormido, como solia
pasarle con frecuencia, porque era un criado viejo acostumbrado a
dormir mucho.
»—Pero hombre, ¢sera posible que te estés durmiendo? —le
reprocho mi padre.
»—No digas bobadas —le contest6 Larry—. Solo cierro los
ojos para que no me entre el humo del tabaco, que me hace llorar.
Asi que no te metas donde no te llaman y continua con lo que me
estabas contando, que te escucho.
»A pesar de que mi padre se dio cuenta de que no servia de
nada hablarle, atin siguio con la historia de Jim Sullivan y su ca-
bra, que era lo que estaba contando. Era una historia bien bonita
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180
»Lo cierto es que mi padre estuvo bastante tranquilo hasta que
se le acercé el espiritu. Pero, madre mia, le pasé tan cerca que el
olor a azufre lo dej6 sin respiracién y le dio un ataque de tos tan
fuerte que casi se cayé del sill6n en que estaba recostado.
»—jVaya, vaya! —dijo el sefior parandose a poco mas de dos
pasos de mi pobre padre y volviéndose para mirarlo—. De modo
que eres tu, ¢eh? :Qué tal te va, Terry Neil?
»—A su disposicion, sefiorfa —le respondié mi padre con toda
la voz que le permitio el susto que tenia, porque estaba mds muerto
que vivo—. Me alegro de ver a su sefioria.
»—Terence —dijo el sefior—, eres un hombre respetable, trabaja-
dor y sobrio, un verdadero ejemplo de sobriedad para toda la parroquia.
»—Gracias, sefioria —respondio mi padre, cobrando algo los
animos—. Usted siempre ha sido un caballero muy atento. Que Dios
le tenga en su gloria a su sefioria.
»—¢Que Dios me tenga en su gloria? —le comento el espiritu
con la cara roja de ira—. ;Que Dios me tenga en su gloria? jPero
seras cretino y bruto! ¢Qué modales son esos? Yo no tengo la culpa
de estar muerto, y la gente como tt no tiene que restregarmelo por
las narices a la primera de cambio.
»Y dio una patada tan fuerte en el suelo que casi rompio la madera.
»—Yo no soy mas que un pobre hombre, tonto e ignorante —se
le disculp6 mi padre.
»—Desde luego que si —asintié el sefior—, pero para escuchar
tus tonterias y hablar con gente como tt no me molestaria en subir
hasta aqui, quiero decir en bajar —mi padre se dio cuenta de aquel
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a
pequefio error—. Esctichame bien, Terence Neil —dice—. Siempre
fui un buen amo para Patrick Neil, tu abuelo.
»—Si que es verdad —dijo mi padre.
»—Y ademds, creo que siempre fui un caballero correcto y
sensato —prosigui6 aquel espectro del caballero.
»—Asi es como yo lo llamaria, si sefior —dijo mi padre, aun-
que fuera la mentira mas gorda, pero, ja ver qué iba a hacer!
»—Pues aunque fui tan sobrio como la mayoria de los hom-
_ bres, o al menos como la mayoria de los caballeros, y aunque en
algunas épocas fui un cristiano tan extravagante como el que mas,
y caritativo e inhumano con los pobres, resulta que no me encuentro
muy a gusto donde vivo ahora, ya ves.
»—Si que es una lastima —se atrevid a comentar mi padre—.
A lo mejor su sefioria deberia hablar con el padre Murphy...
| »—Calla la boca, deslenguado —le espeto el sehor—. No es en
mi alma en lo que estoy pensando. No sé cémo te atreves a hablar
de almas con un caballero. Cuando yo quiera arreglar eso, ya iré
a ver a quien se ocupa de tales asuntos. No, no es mi alma lo que
me molesta —repitid sentandose frente a mi padre—. Lo que tengo
mal es la pierna derecha, la que me rompi en Glenvarloch el dia en
que maté a Barney.
»Mas adelante, mi padre se enteraria de que el tal Barney era
uno de sus caballos preferidos, que se cay6 debajo de él al saltar la
valla que bordea una cafiada.
»—¢Y no sera que su sefioria se siente incOmodo por haberlo
matado?
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»—Como mande su sefioria —respondia mi padre.
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»—Mas fuerte.
»Y mi padre tir6 con todas sus fuerzas.
»—Voy a beber un traguito para darme animos —dijo de pron-
to aquel espiritu, acercando la mano a la botella y dejando caer todo
4y
»Pero, con todo lo listo que se creia, metio la pata, pues cogid
la otra botella.
»—A tu salud, Terence —brindé6—, y sigue tirando con fuerza.
»Y levanté la botella de agua bendita. Casi no se la habia ©
acercado a los labios cuando solt6 un grito tan grande que pareciO
como si la habitacién fuera a hacerse pedazos, y peg tal sacudida
que mi padre se quedo con la pierna en las manos.
»El senior dio un salto por encima de la mesa a la vez que mi pa-
dre salid volando hasta el otro extremo de la habitacion y se cay6 de
espaldas en el suelo. Cuando volvio en si, el alegre sol de la mafiana
se colaba por las contraventanas y él permanecia tumbado de espal-
das en el suelo. Tenia agarrada la pata de una silla y el viejo Larry
seguia dormido roncando como un tronco. Aquella mafiana, mi pa-
dre fue a ver al padre Murphy y desde ese dia hasta el de su muerte
no dej6 de confesarse ni de ir a misa.
»Y, como hablaba poco de lo que le habia pasado, la gente le
creia mas. En cuanto al senor, o sea al espiritu, no se sabe si porque
no le gusto lo que bebid o porque perdi6 una pierna, el caso es que
nadie lo volvi6 a ver deambular por el castillo.»
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El monstruo de Los Cerros
(UNA LEYENDA URBANA MODERNA)
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Como solfa decir para sus adentros, ese perro no parecia nor-
mal. Cada vez que paseaba otro canido enfrente del chalet, agachaba
la cabeza y gimoteaba como temiendo lo peor, quiza debido a que
los animales reaccionaban mas al olor nauseabundo. Pero guiado
por el aburrimiento, el ingeniero se paré delante del perro, y al otro
lado de la reja comenzé a hacerle burlas al animal y a insultarlo.
Este parecia que fuese a echar la verja abajo de tanta colera, pero
lejos de cejar en su provocacion, Luis le lanz6 una piedra en toda
la cabeza. No era muy grande, pero lo suficiente para hacer retro-
ceder al perro mas fiero. Sin embargo, aquel ser apenas se inmuto.
Con una sonrisa en la boca, Luis volvi6 a su chalet y se preparo
un tentempié antes de cenar.
A la mafiana siguiente el astro rey dominaba el cielo y ningu-
na nube osaba arrebatarle su territorio. Una suave brisa refrescaba
el ambiente, y todo parecia indicar que seria un dia perfecto para
hacer una visita al parque de Montequinto. Sin embargo, un suceso
empanaria el dia de tal modo que a Luis se le quitaron las ganas
de hacer cualquier cosa. Estaba desayunando en la cocina cuando
su mujer salio al jardin a buscar a Jhonsi. Le extrafiaba que el
plato de comida estuviese todavia lleno, asi que decidié llevarselo
en persona. Pero Natalia, su mujer, grit6 de horror al ver lo que
yacia en medio del césped. Luis salid a su encuentro tan rapido
como pudo, y descubri6 con espanto los restos ensangrentados de
su querido gato. Alguien o algo habia atacado al felino durante la
noche y habia despedazado su cuerpo por la mitad, quedando solo
la parte inferior.
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Los grillos no dejaban de cantar y cada paso que daba le pare-
cia el ultimo. Pronto, una respiraci6n palpitante comenzo a seguirle,
al principio de una manera lenta, después a toda velocidad. Luis
corria mientras las ramas de los olivos y matorrales parecian querer
retenerlo en aquel lugar impio, y un dolor en el pecho se le hacia
cada vez mas agudo. Ya le faltaba el aire, cuando, tras un matorral,
sintié el vacio sobre sus pies y cay6 a un estanque. Intentando flotar
en la superficie, escuch6 a los pocos segundos caer algo a su lado
que le hizo estremecerse de terror. Con la linterna atin encendida,
ilumin6o el fondo para conseguir ver a la criatura y atisb6 bajo sus
pies algo que se movia a una velocidad portentosa. Parecia un ca-
lamar de dimensiones grotescas, uno de cuyos tentaculos se aferré
fuertemente a uno de sus pies.
Aquel animal, si era animal, tir6 de él con vehemencia hasta
llevarselo al fondo del estanque, donde una boca llena de dientes
alargados lo esperaba. Luis forceje6 cuanto pudo, pero pronto la
asfixia comenzo a atenazarlo y a acentuar la hipotermia de sus
musculos. Poco a poco se aproximaba a la boca del monstruo, y
hacia ella dirigio la cabeza para que la muerte fuese lo mas rapida
posible. «Este es el fin. Adids, Natalia. Adiés, mi pequefia Isabel»,
dijo Luis mientras se disponia a ser devorado.
En ese instante, sin saber por qué, sintid cémo los tentaculos
comenzaban a perder fuerza y consistencia. El hombre parecié sacar
fuerzas de su extrema flaqueza y consigui6 librarse de los delezna-
bles brazos que le aprisionaban bajo el agua. La criatura se hacia
pedazos y se desvanecia, mientras Luis subia a la superficie ansioso
»w2shAAdba,, »2shAAba,,
de aire. Se habia salvado misteriosamente de morir a manos de un
monstruo, y pudo sonreir una vez en tierra al contemplar los restos
del engendro flotando en el estanque.
El cielo comenz6 a clarear durante el trayecto que lo separaba
de su familia, y daba gracias a Dios del milagro ocurrido. Su men-
talidad de ingeniero lo hacia analizar las causas de la desintegracion
de la criatura bajo el agua. Quiza ese no fuese su medio natural y no
pudiera vivir mucho tiempo fuera de la piel del perro. Por qué tenia
forma de canido y de donde venia era algo a lo que no sabia respon-
der. ¢Y si este era su modo de reproducirse, descomponiéndose en el
agua a la espera de que un animal beba de ella, y asi inocularle sus
embriones? Puede que la madre de la bestia dejara sus huevos en un
lago subterraneo hace eones, y sus larvas microscOpicas durmiesen
alli hasta hoy. Luis grit6 y grit6, hasta que la garganta no le dejé
mas, pues, de ser cierta su sospecha, él acabaria teniendo el mismo
destino tragico del perro. Habia tragado agua envenenada en la pelea.
A partir de esa noche, no volvi a beber agua corriente, al
menos mientras duro mi estancia en Los Cerros. Me limité a con-
sumir refrescos y agua embotellada. Y no sé si de verdad ocurri6
o no aquella historia, pero de lo que estoy seguro es de que los
perros de aquella urbanizacion no ladran de un modo normal.
Algunos dias, sobre todo cuando se levanta el viento, los animales
empiezan a aullar y a gemir como si temieran algo. Algo que es-
Capa a nuestra percepcion. Y es entonces cuando vuelvo a evocar
esta leyenda.
FIN
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7)
FUENTES DE LOS RELATOS PARA ESTA ANTOLOGIA
Respetando las fuentes de las que nos hemos servido para la edici6én de esta
antologia, hemos procurado adaptar los textos al lector juvenil al que va
destinado principalmente la coleccién de Cuentos Universales, buscando en
unos casos un vocabulario y unos giros mas actuales y solo ocasionalmente
omitiendo breves secuencias para aligerar el relato.
199
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eneio 72;
textos/cuentos...).
PPAR
STIL)
S32 —Perseo contra la Medusa es un relato de la mitologia clasica, elaborado
para esta antologia a partir de los pasajes en que aparece tanto en la
Iliada como en la Odisea, de Homero.
200
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EAD
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PL ;
—La mascara de la Muerte Negra de Edgar Allan Poe es la adaptaci6n rea-
lizada para esta antologia partiendo de dos ediciones: la de la Biblio-
teca Electrénica Ciudad Seva (www.ciudadseva.com/textos/cuentos...)
y la que se recoge en el n° 61 de la coleccién Clasicos Universales de
Planeta, editada en 1983.
—El desquite de Emilia Pardo Bazan esta tomado del volumen I de las Obras
Completas de la autora, publicadas por Aguilar en 1947.
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—El monstruo de Los Cerros, con apariencia de leyenda urbana, es en reali-
dad obra original de J. M* Climent, un fervoroso lector de la obra de
H. P. Lovecraft. Aparecié el 5 de julio de 2000 en www.quintadimension.
com dentro de su espacio de Apocrifos, destinada a difundir relatos de
caracter fantastico y apariencia de leyendas tradicionales, y la recogemos
con la autorizaciOn expresa de su autor.
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INDICE DE LAMINAS
LETS
0) P20 OSG FE 0 12)1 ee rv a2
(Oscar WILDE)
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ISBN 978-84-261-4016-6
DL B 17366-2013
Num. de edicién de E. J.: 12.683
Printed in Spain
BIGSA, Pol. Ind. Congost - 08403 Granollers (Barcelona)
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COLECCION
CUENTOS
UNIVERSALES
Cuentos del mar
compilados por Cooper Edens
ilustraciones de varios artistas
Cuentos de piratas
Buscadores de Tesoros
por Seve Calleja
ilustraciones de Angel Dominguez
Cuentos de miedo
por varios autores
ilustraciones de J. Weissmann y B. Slavin
Gritos y escalofrios
por varios autores
ilustraciones de B. Slavin y Vesna Krstanovich
Cuentos de Shakespeare
adaptacion de Andrew Mathews
ilustraciones de Angela Barret
Fabulas de Esopo
ilustraciones de varios artistas
EDITORIAL JUVENTUD, S. A.
Provencga 101 - 08029 Barcelona
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