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Edicion de SEVE CALLEJA ~

CUENTOS
€ MONSTRUOS
Ilustraciones de FABIAN NEGRIN
Editorial Juventud :

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FABIAN NEGRIN (1963) nacié en Argentina, estudid


Disefio Grafico y Pintura en México y en 1988 se afincé
en Italia. Ha escrito e ilustrado mas de 100 libros
para nifios para varias editoriales internacionales.
En 2009 gané la placa BIB de la Bienal de Ilustraci6én ©
de Bratislava. En 2010 se le otorgé el premio Bologna
Ragazzi Award Non-Fiction para su ilustracién del libro
THE RIVERBANK. Ha sido candidato a los premios
de ilustracién del ALMA (Astrid Lindgren Memorial
Award) o Premio Andersen en 2012 y 2013.
SEVE CALLEJA nacié en Zamora en 1953 y trabaja
como profesor de Literatura en un instituto de Bilbao.
Sus inicios literarios fueron en la poesia y el cuento
para adultos, con los que comenzé6 a formar parte del
colectivo poético «Zurgai» y obtuvo el premio Ignacio
Aldecoa de cuentos en el 1981. Y, aunque nunca ha
dejado de escribir obras «para mayores», con las que ha
obteniendo algunos reconocimientos como el accésit del
premio Pio Baroja de novela o el premio Gabriel Aresti
de cuentos, hoy su devocion se proyecta especialmente
en los libros para jovenes. Ha cosechado algunos
premios: el Lizardi de literatura infantil en euskera en
1985 y el Leer es Vivir en 1997. Actualmente colabora en
prensa y radio con articulos y comentarios de literatura
infantil y juvenil.

4
El cumpleanios de la Infanta (Oscar Wilde); Cara
de Luna (Jack London); El diablo y Tomas Walker
(Washington Irving); El almohadon de plumas
(Horacio Quiroga); El hombre que rie (Victor Hugo);
La bestia en la cueva (H. P. Lovecraft); Perseo contra
la Medusa (Un relato de la mitologia clasica);
Sancha (Vicente Blasco Ibafiez); Una voz en la noche
(William Hope Hodgson); La mascara de la Muerte
Negra (Edgar Allan Poe); Sredni Vashtar, el gran hurén
(Saki); El desquite (Emilia Pardo Bazan); Las aventuras
de Thibaud de la Jacquiére (Charles Nodier); El diablo
y el relojero (Daniel Defoe); El fantasma y el ensalmador
(Joseph Sheridan Le Fanu); El monstruo de Los Cerros
(leyenda urbana, versién de J. M.* ae as

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Digitized by the Internet Archive
in 2023 with funding from
Kahle/Austin Foundation

https ://archive.org/details/cuentosdemonstruO000unse
Edicién de SEVE CALLEJA

CUENTOS
* MONSTRUOS IA
CUENTOS
€ MONRSTRUOS
CUENTOS CLASICOS DE MONSTRUOS
Y OTROS SERES MONSTRUOSOS

Edicion y selecci6n de SEvVE CALLEJA


Ilustraciones de FABIAN NEGRIN

Editorial [EJ] Juventud

Farmers Branch Manske Libra~


13613 Webb Chapei Rd.
Farmers Branch, TX 75234
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La excepcion arquetipica se llama el genio.
La excepcion solitaria se llama el monstruo.

(EUGENI D’ORs)

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INDICE

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1. El cumpleafios dela Infanta (Oscar WIDE) ecomeoruininunnusurnmuntuiutnninenene 14


Die AEA CO ASUTIA PACK LONDON) socecc’scecc le cannotsestentionersshlayisloasshacandirasieoanlos
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3. El diablo y Tomas Walker (WasHIncTON IRVING) secs::nnonnnssnnnnene 49
4. El almohad6n de plumas (Horacio QUIROGA) -reiiinnvinnnnuinnninminininnnnnn 67
Se HOM IDFERAUE TIE (VICTOR HUGO) a. cssssssnutrsontpraleatemmomodmerens
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beeeeer Destinven la cueva (H.-P. LOVECRAPT) .fceesccnaenc
gun adkrnadswianetaac 85
7. Perseo contra la Medusa (Un relato de la mitologia ClASica) .esnicoonnnonnan 96
Be MOANICIA (VICENTE. BUASCO: IBANEZ) sycssciieicecanornsraisntcsiscsstoarcectuen
orttcsdnitvtanesipanen 105
9. Una voz en la noche (WILitaM Hope HODGSON) nermsmnnmensnnnnnnnsinnnennne 110
10, La mascara dela Muerte Negra (EDGAR ALLAN POE) eecccsecossiseinuncn 130
MUP SCCMIMY Achitar el eran MUTON: (SARIN. bese Soca aaeone Sue vearebeceenoe 139
A lidesaiite (EMmiA PARDO BAZAN), 2pecsbisitaisscosenasbslesancts cncdwianilsiceaonnanen 149
13. Las aventuras de Thibaud de la Jacquiére (CHartes Nopire)............ 156
IEEE Mdiablo y eleelojero (DANIEL DEPOH coo. oct ccctmn nel Sehr nen 168
15. El fantasma y el ensalmador (JoserH SHERIDAN LE FANU) .ses::s:ssusunnsnso 173
16. El monstruo de Los Cerros
(Una leyenda urbana moderna, versiOn de J. M* CLIMENT)...en:mmmnnonnnnnninee 186

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FUENTES DE LOS RELATOS PARA ESTA ANTOLOGIA fie sisiotsencmcnniomtnnnne
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INTRODUCCION

Una de Jas mas usuales definiciones del miedo es Ja que lo presenta como
un temor irreflexivo hacia lo desconocido. Pues bien, aceptando que una
de las manifestaciones de lo desconocido es aquello que percibimos como
extrafio o siniestro, el miedo también nos los provocan los otros cuando
los vemos como algo siniestro. Seguramente por eso los monstruos, en to-
das sus variantes y aspectos, nos provocan un miedo irreflexivo a lo ex-
trafio. Y por eso, a la desdicha de su deformidad, a todo monstruo se le
atribuyen ademas perversiones y actos dafiinos y agresivos que realzan
mas ain su monstruosidad. Esas atribuciones son Jas que han convertido
en monstruos a personajes desdichados como Quasimodo o Frankenstein a
causa de su deformidad.
La fealdad del monstruo resalta nuestra belleza; y por eso lo necesi-
tamos, porque su deformidad confirma nuestra aparente normalidad; y su
perversion, nuestra bondad. Cuando no existe cerca, lo proyectamos en un
animal, en el enemigo, en el extrafio o en cualquier otro, aunque ese otro
se esconda a veces en nosotros mismos, como Mr. Hyde en el Dr. Jekyll de
la novela de R. L. Stevenson. Por eso tratamos de apartarlo cuanto antes
©».
®))

de nosotros, ya sea huyendo de él 0 haciéndolo huir a él. El monstruo del


doctor Frankenstein, o el buf6n enanito de uno de los cuentos mas emoti-
ATER
vos de Oscar Wilde, El cumpleanos de la Infanta, con el que abrimos esta
seleccion de relatos, 0 el jorobado de Notre Dame, de Victor Hugo, o los
mil bufones de la historia palaciega universal como el Gigante de Alzo...,
son seres desdichados que mueven al espectador inerme, al aventurero an-
yA tropologo o al escritor resentido a la curiosidad unas veces, al desprecio
otras y a la burla otras muchas.
Lo mas habitual es que el creador de ficciones provoque con sus
monstruos repulsion unas veces y compasiOn otras, que los convierta en
el antihéroe. Desde los ciclopes mitolégicos de todas las culturas hasta los
mas futuristas humanoides, desde el animal-novio de los cuentos tradi-
cionales hasta los ultimos hallazgos de la fantasia interactiva, casi todos
ellos son encarnaci6n del mal y de lo demoniaco. Pero, en ocasiones, al
monstruo desdichado se le conceden ciertas dosis de dicha. Esto suele lo-
grarse mediante la intervencidn cémplice del nifio, capaz de no advertir
la repulsion, de convertirla en exotismo y hasta de diluirla en su propio
candor. E.T. de Spielberg es un buen ejemplo de la fantastica transgresora
que se refleja modernamente en el cine y la literatura destinadas a nifios,
en obras como El gran gigante bonachon, de Roald Dalh, o la pelicula
Shrek, de Andrew Adamson y Vicky Jenson, que tiene por objeto desmiti-
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SEIT
ficar, parodiandolos, los estereotipos de los cuentos folcléricos de bellas y
bestias, de gnomos, trolls, dragones y princesas..., y cuyas raices las habia
descubierto mucho antes Oscar Wilde con su Gigante egoista y en su Fan-
tasma de Canterville, seres entrafiables, ansiosos de amar y ser amados
bajo la maldita condicion de proscritos que les confieren su aspecto exte-
rior o su destino.
El monstruo, sobre todo el que es fruto de malformaciones congéni-
tas, ha sido siempre uno de los grandes referentes en las creaciones litera-
rias clasicas, y lo sigue siendo en la literatura moderna; pero tal vez ahora
lo sea por lo que tiene de antihéroe y desposefdo. Y no es tanto terror o
repulsion lo que provoca su presencia, sino compasi6n y lastima. Cara de
luna, de Jack London, elegido para esta antologia, es una muestra de esto.
Los Quasimodos, los fantasmas de la Opera o los enanos de la cor-
te tienen ya lo que tanto tiempo venian reclamando: que se les quiera un
poco, que se les considere. Y eso enlaza, en los parametros de la moderna
pedagogia y sus valores, con el respeto a la diversidad, la integracién del
diferente, la erradicacién de toda marginaciOn..., en una palabra, con los
postulados defendidos por los Derechos Humanos.
Desde que Oscar Wilde tuvo la feliz idea de resucitar a un aristocra-
tico fantasma inglés y colocarlo ante una familia de turistas americanos, el
filon de relatos cOmicos basados en los clasicos arquetipos del monstruo
y destinados a los lectores mas j6venes se hace inagotable: E.T, Eduardo
Manostijeras, Shrek, Monstruos, S.A.... son solo algunos ejemplos.
Relacionadas con el cine, existe actualmete una modalidad de folclo-
re literario asociado a las llamadas leyendas urbanas, la mayoria de cuyos
protagonistas parecen haber huido de la pelicula y andar por los mismos
espacios en los que se mueve el ciudadano actual, y que no son ya intrin-
cados bosques, grutas o decrépitas criptas sino modernas urbanizaciones,
centros comerciales o parques de atracciones. Una muestra es el relato de
EI monstruo de Los Cerros, descubierto en una pagina web y obra del
sevillano José M? Climent. Y no hemos querido dejar al margen al mons-
truo invisible, al que actia agazapado entre los pliegues de nuestro aparen-
te confort, como el que nos presenta Horacio Quiroga en El almohadon de

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pluma. O como el demonio cuando asoma oculto en apariencia enganosa,
seguin veremos en el relato de W. Irving El diablo y Tomas Walker. Relatos,
unos y otros, en los que la fantasia irrumpe en nuestra mas cercana reali-
dad para parecer creible.
Y es que lo maravilloso y lo sobrenatural suelen ir asociados a lo fan-
tastico y, por lo mismo, también a lo fantasmagorico y lo terrorifico. Y es
especialmente desde nuestra visién infantil del mundo desde donde mejor
apreciamos la incursi6n de lo maravilloso en la vida cotidiana, puesto que es
de nifios cuando mejor aceptamos como normales los acontecimientos fan-
tasticos, que asomaban en aquellos cuentos de atano y que, generacion tras
generacion, nos han llegado poblados de ogros, brujas, fantasmas, gigantes,
gnomos, demonios... Claro que, como ocurre con los juegos y modos de ju-
gar, también estos cambian con el tiempo en funcion de condicionamientos
estéticos, técnicos 0 ideolégicos y lo que a unos asustaba ayer divierte hoy a
otros. Algo de eso se atisba en el relato del hurén Sredni Vashtar, de Saki, en
que la crueldad y la venganza parecen quedar desdibujadas.
Hoy son muchos los autores de obras para nifios y j6venes que eligen
un motivo tradicional monstruoso y lo colocan pr6oximo al nifio protago-
nista, convirtiendo a uno de los dos en cémplice clandestino y amigo in-
condicional del otro: ahora es el monstruo que sigue asustando al adulto,
en tanto que el pequefio se vuelve escudo y salvaguarda frente a las agresio-
nes del propio adulto. De esta manera, el monstruo resentido con quienes
tanto dani le han hecho y tanto lo han humillado se confabula con el nifio
y se le ofrece como su aliado. Ese viene a ser el nuevo papel del monstruo
de la moderna fantastica en la que vera mitigadas su deformidad y margi-
nacion gracias a las dosis de afecto que encuentra en su nuevo aliado, como
le ocurre al enanito de Oscar Wilde. Muchos monstruos de antafio tienen

IO
hoy lo que tanto tiempo venian reclamando: que se les quiera un poco y se
les considere. Y eso enlaza en gran medida con la moderna pedagogia y sus
valores, con el respeto a la diversidad, la integracién del diferente y la erra-
dicacion de toda marginacion.
A lo largo de estas paginas hemos pretendido mostrar algunas de las
multiples caras con las que el monstruo asoma en la literatura. Junto a los
mas conocidos y populares y que ya hemos mencionado —OQuasimodo, Drda-
cula, Frankenstein, King-Kong, E.T...— hay otros acaso menos conocidos,
protagonistas de breves relatos, de entre los que ofrecemos aqui algunos.
En unos casos se trata de pequefias joyas de célebres escritores como Oscar
Wilde, Maupassant, Jack London o Quiroga; en otras, de motivos folclori-
cos, entre los que no faltan algunas creaciones de época mas reciente, aun
a sabiendas de cudntos otros quedan fuera de los limites de estas paginas y
permanecen agazapados en olvidadas o modernas historias fantasticas, en
anonimas leyendas urbanas o en los juegos de rol, aguardando acaso ser
descubiertos en viejas ediciones o a través de Internet.
La presente antologia quiere ser un breve muestrario de los vastos
tesoros que, alrededor de la figura del monstruo, la imaginacion de los es-
critores ha ido almacenando en la literatura a través de los tiempos. Una
invitacion a seguir rastreando infinidad de historias sorprendentes como las
que aqui se reunen.
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El cumpleanos de la Infanta
OscAR WILDE

Oscar Wilde (1856-1900) es un autor inglés de densa y variada produc-


cién literaria (teatro, poesia, ensayos, novelas y cuentos). En muchos
de sus cuentos sobresalen sus ideales de belleza y la ternura. Hoy esta
considerado uno de los mayores y mas reconocidos escritores en lengua
inglesa gracias a relatos como El principe feliz, El gigante egoista, El
ruisenor y la rosa, El joven rey o El fantasma de Canterville. Con le-
ves retoques, respetamos el estilo colorista de Wilde en este cuento en
el que un enano es visto como un ser monstruoso y es maltratado sin
tener en cuenta sus nobles sentimientos.

RA EL Df{A DEL CUMPLEANOS de la Infanta, la princesita


real de Espana. Cumplia doce afios, y el sol iluminaba con esplendor
los jardines del Palacio.
Por mas que fuese una Princesa de sangre real, y ademas In-
fanta del inmenso imperio de Espafia, también debia resignarse a
no tener mas que un cumpleanfios cada ano, lo mismo que los hijos
de los plebeyos del reino. Era, por lo tanto, muy importante para

14
todos que ese dia fuera un dia hermoso. jY era un dia luminoso!
Los arrogantes tulipanes se erguian en sus tallos, como largas filas
de soldados y miraban desafiantes a las rosas diciendo:
—jHoy somos tan hermosos como vosotras!
Las rojas mariposas revoloteaban alrededor, con alas empolva-
das de oro, y visitaban una por una todas las flores; las lagartijas
de verde tornasol habian salido de los muros para tomar el sol, y
las granadas se abrian con el calor, dejando ver sus corazones rojos.
Hasta los palidos limones amarillentos, que crecian a lo largo de
las arcadas sombrias, tomaban del sol un color mas rico y resplan-
deciente, y las magnolias abrian sus grandes flores de color marfil,
embalsamando el aire con un perfume dulce e intenso a un tiempo.
La Princesita con sus compafieros paseaba por la terraza del
palacio que se abria sobre aquel jardin y jugaba al escondite alre-
dedor de los jarrones de piedra y las antiguas estatuas cubiertas
de musgo. Como solo se le permitia jugar con nifios de su misma
alcurnia, casi siempre tenia que jugar sola. Pero su cumpleanos era
una ocasi6n excepcional y el Rey habia ordenado que la nifia pu-
diese invitar a todos los amigos que quisiera.
Los movimientos de los nifios espafioles tienen una gracia ma-
jestuosa; los muchachos con sus sombreros anchos adornados de
plumas y con sus capas flotantes; las nifias, recogiendo la cola de sus
largos vestidos de brocado y protegiendo sus ojos del sol con grandes
abanicos. Pero la Infanta era la mas encantadora de todas y la mejor
vestida, segtin la aparatosa moda de aquellos tiempos. Llevaba un
traje de raso gris con amplias mangas abullonadas, damasquinadas

TS
de plata, y un rigido corpifio cruzado por hilos de perlas finas. Al
caminar, dos pequefios escarpines, con pompones de cinta carmesi,
se le asomaban debajo de la falda. Su inmenso abanico de gasa era
rosa y nacar, y en la cabellera llevaba prendida una rosa blanca.
Triste y melancélico, el Rey observaba a los nifios desde una
ventana del palacio. Detrds de él estaba, de pie, su hermano Don
Pedro de Aragén, a quien odiaba, y, sentado a su lado, su confesor,
el Gran Inquisidor de Granada.
El Rey estaba mas triste que de costumbre, porque al ver a la
Infanta saludando con gravedad infantil a los cortesanos, o rién-
dose detras del abanico de la horrible Duquesa de Alburquerque,
que la acompafiaba siempre, se acordaba de la Reina, la madre de
la Infanta, que habia venido de la alegre Francia para marchitar-
se en el sombrio esplendor de la Corte espafiola. Su amada reina
habia muerto seis meses después de nacer su hija, sin alcanzar a
ver florecer dos veces los almendros del jardin. Tan grande habia
sido el amor del Rey por ella, que no permiti6 que la tumba se la
robara por completo. Por eso un médico moro al que perdonaron
la vida —pues, segun se murmuraba en el Santo Officio, era hereje
y sospechoso de practicar la brujeria—, la embalsamé, y el cuerpo
de la Reina todavia descansaba en su atatid, en la capilla de mar-
mol negro del Palacio, tal y como los monjes la habian dejado un
intempestivo dia de marzo, doce afios atras. Cada primer viernes
de mes, cubierto con una capa oscura y con una bujia en la mano,
el Rey iba a arrodillarse junto al sepulcro.
—jReina mia, Reina mia! —gemia roncamente.
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Y a veces, olvidando la rigida etiqueta que gobierna cada acto
de la vida y limita hasta las expresiones del dolor en un Rey, toma-
ba entre las suyas aquellas manos palidas y enjoyadas y trataba de
reanimar con besos insensatos aquel rostro maquillado y frio.
Sin embargo, esa mafiana le parecia verla de nuevo tal y como
aquella vez en que la contemplé por primera vez en el castillo de
Fontainebleau, cuando él solo tenia quince afios y ella era atin menor.
Fue entonces cuando sellaron los esponsales ante el Nuncio de Su
Santidad, el propio Rey de Francia y toda su Corte. Poco después él
habia regresado a El Escorial, llevando junto al coraz6n un rizo de
cabellos rubios y el recuerdo de dos labios infantiles que se inclinaban
a besarle la mano cuando subia a la carroza. Mas tarde celebraron
su matrimonio en Burgos y enseguida entraron solemnemente en
Madrid. Alli asistieron a la tradicional misa mayor en la iglesia de
Atocha y dictaron un auto de fe! mas solemne que de costumbre,
por el cual mas de trescientos herejes fueron entregados a la hoguera.
Si, el Rey la habia amado con locura. Apenas permitia que se
apartara de su lado, y por ella olvidaba, o al menos parecia olvidar,
los graves asuntos del Estado. La amaba tanto que jamas llego a com-
prender que las ceremonias con las que trataba de entretenerla solo
consiguieran agravar mas la extrafia enfermedad que ella padecia.

1. Un auto de fe era la ceremonia, mitad civil y mitad religiosa, que la Inquisici6n rea-
lizaba publicamente contra los herejes, a los que obligaban a renunciar a sus creencias
o se les ejecutaba en medio de una plaza. A menudo adquirian categoria de represen-
tacion teatral obligando a los reos a desfilar desde la carcel hasta el tribunal del Santo
Oficio vestidos de forma humillante con casulla y capirote.

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Cuando la reina fallecié, el Rey anduvo algun tiempo como enloque-


cido. Y habria abdicado para recluirse en el gran monasterio trapense
de Granada, si no hubiese temido dejar a la Infanta, que apenas tenia
un afio, en manos de su hermano, cuya crueldad y ambicion eran
famosas en todo el reino. Ademds, muchos sospechaban que Don
Pedro de Aragén habia provocado la muerte de la Reina, ofrecién-
dole unos guantes envenenados cuando ella lo visit6 en su castillo.
Después de pasar los tres afios de luto oficial que ordend en
todos sus dominios, el Rey no toleré que sus ministros le hablasen
de un nuevo matrimonio. E] mismo Emperador de Alemania le ha-
bia ofrecido la mano de su sobrina, la encantadora Archiduquesa
de Bohemia, pero dijo a los embajadores que él ya habia contraido
nupcias con el dolor. Esta respuesta le supuso perder las ricas pro-
vincias de los Paises Bajos, que se revelaron contra él.
Mientras veia a la Infanta jugar en la terraza, recordaba toda
su vida conyugal, con sus goces y con su terrible agonia. La nifia
tenia, al igual que la Reina, esa petulancia deliciosa, ese gesto volun-
tarioso, la misma boca encantadora con labios altivos, y la misma
sonrisa maravillosa de su madre cuando miraba hacia la ventana o
tendia la manita para que se la besaran los hidalgos espafioles. Pero
la risa de los nifios le lastimaba los oidos y el resplandor del sol se
burlaba de su tristeza. Por eso escondi6 su rostro entre las manos
y cuando la Infanta miré de nuevo hacia la ventana, las cortinas
estaban corridas y el Rey se habia retirado.
La nifia hizo un gesto de contrariedad y se encogié de hom-
bros. Su padre tendria que haberla acompafiado el dia de su cumple-

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afios... ¢Qué podian importarle los aburridos asuntos del Estado?


¢Habria ido acaso a la sombria capilla en donde ardian continua-
mente los cirios y adonde a ella no la dejaban entrar? ;Qué tonteria,
cuando el sol brillaba alegremente y todo el mundo estaba contento!
Ademas se iba a perder el simulacro de corrida de toros, que ya
anunciaban las trompetas, y eso sin contar los titeres y las demas
maravillas.
Su tio Pedro y el Gran Inquisidor eran mds cuerdos. Habian
bajado a la terraza para saludarla y decirle frases bellas y galantes.
Levanto entonces su cabecita, y de la mano de Don Pedro descendié
lentamente las escalinatas para dirigirse hacia un gran pabellon de
seda purpura que habian levantado a un extremo del jardin. Los
demas nifios la seguian por orden riguroso de abolengo.
Un cortejo de nobles infantes, vestidos de toreros, salid a su
encuentro. Y el joven Conde de Terra Nova, de catorce afios y de
belleza asombrosa, se quit6 el sombrero con toda la gracia de un hi-
dalgo y la condujo hasta un pequefio trono de oro y marfil, colocado
sobre un alto estrado que dominaba la plaza. Las nifias se apifaron
a su alrededor, agitando sus inmensos abanicos y cuchicheando en-
tre ellas. Don Pedro y el Gran Inquisidor se quedaron riendo a la
entrada. Hasta la Duquesa, una dama de facciones enjutas y duras,
parecia de mejor humor que de ordinario, y por su rostro se veia
asomar algo parecido a una sonrisa fria y desvaida.
Fue una soberbia corrida de toros, mucho mas bonita, pensa-
ba la Infanta, que la corrida de verdad que habia visto en Sevilla,
cuando el Duque de Parma visit6 a su padre.

19
2%
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Algunos muchachos caracoleaban sobre caballos de madera y
mimbre, esgrimiendo largas lanzas adornadas con gallardetes de co-
lores brillantes; otros iban a pie agitando delante del toro sus capas
y saltando Agilmente la barrera cuando arremetia contra ellos; y en
cuanto al toro, era idéntico a uno de verdad, aunque solo fuera de
mimbre forrado de cuero y corriera a dos patas por la plaza, cosa
que nunca haria un toro de verdad. Sin embargo, se porté con tanta
valentia, que las entusiasmadas doncellitas terminaron subidas a los
bancos, agitando sus pafuelos de encaje y voceando:
— (Bravo, toro! jBravo, toro bravo! —igual que si fueran per-
sonas mayores.
Finalmente el Condecito de Terra Nova logro vencer al toro
y, tras recibir la venia de la Infanta, hundi6 con tanta fuerza su
estoque de madera en el morrillo del animal que la cabeza cay6 a
tierra, dejando ver el rostro sonriente del Vizconde de Lorena, hijo
del Embajador de Francia en Madrid.
Después de eso, entre aplausos entusiastas, dos pajes moros
despejaron el ruedo, arrastrando solemnemente los caballos muertos,
y tras un corto intermedio, en el que un equilibrista francés realizé
unos ejercicios vertiginosos sobre la cuerda floja, aparecieron en el
escenario de un teatro expresamente construido para ese dia, unas
marionetas italianas, representando la tragedia clasica de Sofonisba?.

2. Sofonisba era hija del general cartaginés Asdrubal, quien se la entregé a Sifax para
hacerlo aliado de Cartago. Tras una batalla, muere su esposo, y ella cae en manos del
vencedor, Masinisa, que habia sido su primer prometido. La heroina prefiere morir
antes que sufrir la humillacion de la cautividad. El autor italiano V. Alfieri, y poco

20

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La representaron tan bien y con gestos tan naturales, que al final de la


obra los ojos de la Infanta estaban bafiados de lagrimas. Algunos nifios
oriqueaban también y hubo que consolarlos con golosinas. El mismo
Gran Inquisidor se sintid tan conmovido que comento a Don Pedro
que le parecia intolerable que unos simples objetos de madera y cera,
movidos por alambres, pudieran ser tan desdichados y sufrir tanto.
Apareci6é después un malabarista africano que traia una gran
canasta cubierta con un velo rojo. La puso en el centro del ruedo,
extrajo de su turbante una flauta de cafia, y comenzo a tocar. De
pronto el pafio comenzé6 a agitarse y, mientras la flauta emitia soni-
dos cada vez mas penetrantes, dos serpientes asomaron sus extranas
cabezas triangulares y se fueron irguiendo muy despacio, balancean-
dose al ritmo de la mtsica, como se balancea una planta acuatica
en la corriente. Los nifios se asustaron un poco, y se divirtieron mu-
cho mas cuando el malabarista hizo brotar de la tierra un naranjo
diminuto, que stbitamente se cubri6é de preciosas flores blancas, y
por ultimo exhibié racimos de verdaderas naranjas. Y también se
sintieron fascinados cuando el africano le pidié su abanico a la hija
del Marqués de Las Torres, y lo transform6 en un pdajaro azul, que
revoloted cantando entusiasmado alrededor del pabellén. Entonces
el deleite y asombro de los nifios no tuvo limite.
Luego vino el espectaculo encantador del solemne minué que
bailaron los nifios del coro de la iglesia de Nuestra Sefiora del Pilar,

después el espafiol J. Joaquin Madrazo, se inspiraron en ella para sus respectivas ver-
siones dramaticas.

22
de Zaragoza. La Infanta no habia presenciado nunca esta maravillo-
Sa ceremonia que cada afio se celebra durante el mes de mayo ante
el altar mayor de la Virgen. Ademas ningtiin miembro de la familia
real habia vuelto a entrar en la catedral de Zaragoza desde que un
sacerdote loco, sobornado por la solterona Isabel de Inglaterra, ha-
bia intentado hacer comulgar al Principe de Asturias con una hostia
envenenada. Por eso, la Infanta solo conocia de oidas aquel minué
que todos llamaban la «Danza de Nuestra Sefiora».
Estos nifios zaragozanos venian vestidos con trajes antiguos
de terciopelo blanco, y sus tricornios estaban ribeteados de plata
y adornados con grandes penachos de plumas de avestruz. Todo el
mundo se sintid encantado por lo bien que bailaron las complicadas
figuras de la danza y por la gracia de sus ademanes y reverencias.
Cuando terminaron, se sacaron los sombreros para saludar a la
Infanta, y ella contest6 con mucha cortesia, prometiendo ademas
mandar un gran cirio al santuario, para agradecer la alegria y el
placer con que la habian agasajado.
En el momento en que salian de la iglesia, un grupo de gitanitos
avanzo por la plaza. Se sentaron con las piernas cruzadas formando
circulo y empezaron a tocar sus guitarras y citaras, al tiempo que
canturreaban con un aire sofiador y melancolico. Cuando divisaron
a Don Pedro, algunos se aterraron y otros pusieron el cefio adusto y
embravecido, pues pocas semanas atras Don Pedro habia mandado
ahorcar por brujeria a dos hombres de la tribu; pero la Infanta, que
los contemplaba por encima del abanico con sus grandes ojos azu-
les, los encanté quitandoles el miedo. Una criatura tan encantadora

war
no podia ser cruel con nadie. Y continuaron tocando muy dulcemen-
te, rozando las cuerdas con sus largas ufias e inclinando la cabeza
sobre el pecho, mientras cantaban como si estuvieran a punto de
quedarse dormidos. Después se levantaron, desaparecieron por un
instante, y regresaron con un lanudo oso pardo, sujeto por una
cadena, que llevaba en los hombros varios monos de Berberia’. El
oso se puso de cabeza con la mayor gravedad y los monos hicieron
todo tipo de piruetas con dos gitanillos de diez anos. Los gitanos
tuvieron un gran éxito con su presentacion.
Pero lo mas divertido de la fiesta, lo mejor de todo sin duda
alguna, fue la danza del enanito. Cuando aparecio en la plaza tam-
baleandose sobre sus piernas torcidas y balanceando su enorme ca-
bezota deforme, los nifios estallaron en ruidosas exclamaciones de
alegria, y la infanta rio tanto que la camarera se vio obligada a
recordarle que, aunque la hija de un Rey de Espana habia llorado
muchas veces delante de sus pares, no habia precedente de que una
princesa se mostrara tan regocijada en presencia de personas inferio-
res a ella. Pero el enano era irresistible, y ni siquiera en la Corte de
Espafia, conocida por su aficion a lo grotesco, se habia visto jamas
un monstruo tan extraordinario.
Esta era la primera aparicién en ptblico del enano. El dia
anterior, mientras cazaban en uno de los sitios mas apartados del

3. Berberia, el pais de los berberiscos, es el nombre con que se conocian las costas del
norte de Africa entre los siglos xvi y xIx y se solia asociar a la pirateria, que era una
amenaza en los puertos del Mediterraneo.

»sshAdba,, rssh Aba,,


bosque de encinas que rodeaba la ciudad, lo habian descubierto dos
nobles corriendo por entre los Arboles en salvaje libertad. Los nobles
pensaron que podia servir de diversi6n a la Princesa y lo llevaron
al Palacio, ya que el padre del enano, un misero carbonero, no puso
ningun reparo en que lo libraran de un hijo que era tan horrible
como inttil.
Tal vez lo mas divertido era la ignorancia que tenia el enano
de su grotesco aspecto. Al contrario, parecia muy feliz y orgulloso.
Tanto, que cuando los nifios se reian, él también refa tan franca y
alegremente como ellos, y al terminar cada danza los saludaba con
las mas divertidas reverencias, como si fuera igual a ellos, y no un
ser raquitico y deforme.
La Infanta lo habia fascinado de un modo tal que al enano se le
hacia imposible dejar de mirarla, y parecia bailar solamente para ella.
Cuando termin6 de danzar, la nifia record6 haber visto a las grandes
damas de la Corte arrojarle ramos de flores al famoso tenor italia-
no Caffarelli, asi que, en parte por burla y en parte para enojar a
su Camarera Mayor, sacé la rosa blanca de sus cabellos y la arroj6
a la plaza con la mas dulce de sus sonrisas. El enano tom6 la cosa
muy en serio, bes6 la flor con sus gruesos labios y se llevé la mano
al coraz6n antes de arrodillarse delante de la Infanta, gesticulando
con sus ojos chispeantes de gozo.
Con esto se quebranté la seriedad y compostura de la Infanta,
que no pudo contener la risa ni siquiera cuando el enanito desa-
parecié de la plaza. Y expres6 a su tio el deseo de que se repitiera
la danza de inmediato. Pero la Camarera Mayor decidi6 que el sol
calentaba demasiado y que seria preferible que Su Alteza regresa-
ra sin tardanza al Palacio, donde le habian preparado una fiesta
maravillosa.
Al fin, la Infanta se puso de pie con dignidad y ordeno que el
enanito danzase de nuevo para ella después de la siesta. Agradecio
también al Condecito de Terra Nova su encantador recibimiento, y
se retir6 a sus habitaciones, seguida por los nifios en el mismo orden
en que habian entrado.
Al saber que iba a bailar de nuevo ante la Infanta, obedecien-
do sus expresas Ordenes, el enanito se sintid tan orgulloso y feliz,
que se lanz6 a correr por el jardin besando la rosa blanca loco de
alegria y gesticulando del modo mas estrambotico.
Hasta las flores se indignaron por aquella insolente invasion en
sus dominios y, cuando lo vieron hacer piruetas y agitar los brazos
de aquel modo tan ridiculo, no pudieron contenerse.
—Es demasiado horrible para permitirle estar donde estamos
nosotros —exclamaron los tulipanes.
—jOjala bebiera jugo de amapolas, que lo hiciera dormir mas
de mil aflos! —dijeron las grandes azucenas, encendidas de ira.
—jQué cosa tan horrible! —aullaron las calceolarias*—. Es
contrahecho y rechoncho, y no puede haber mayor desproporci6n
entre su cabeza y sus piernas. Si se nos acerca va a conocer nuestros
pelitos urticantes.

4. Las calceolarias, conocidas también como capachitos 0 zapatitos de Venus, son


unas flores de llamativos colores que crecen en unos arbustos de origen andino.
El autor muestra una vez mas la riqueza y el exotismo que envuelve a la princesa.

26

ash Aba,, rzeshhba,,


oS
— iY lleva una de mis rosas mas bella! —exclamé el rosal blan-
co—. Yo mismo se la di esta mafiana a la Infanta como regalo de
cumpleafios. No cabe duda que la ha robado. —Y se puso a gritar
con todas sus fuerzas—: ;Detengan al ladrén! ;Al ladr6n! ;Al ladrén!
Incluso los rojos geranios, que no suelen creerse grandes sefio-
res, se encresparon de disgusto cuando lo vieron. Y hasta las violetas
mismas observaron —aunque dulcemente—, que si el enano era tan
sumamente feo, la culpa no era de él. Algunas agregaron que sien-
do la fealdad del enanito casi ofensiva, demostraria mas prudencia
y buen gusto adoptando un aire melancdlico y pensativo, en lugar
de andar saltando como un loco haciendo gestos tan grotescos y
estupidos.
En su despreocupacion, el enanito lleg6 a pasar rozando el
viejo reloj de sol que antiguamente indicaba las horas nada menos que
al Emperador Carlos V. El venerable reloj se desconcert6 tanto,
que casi se olvido de sefialar los minutos, y coment6 con el pavo real
plateado que tomaba el sol en la balaustrada:
—Todo el mundo puede advertir que los hijos de los Reyes son
Reyes, y los hijos de los carboneros, carboneros.
—jIndudablemente, indudablemente! —dijo el pavo real con
voz tan aspera y chillona que los peces dorados que vivian en la
fuente sacaron la cabeza del agua preguntando qué ocurria a los
grandes tritones de piedra que arrojaban sus gruesos chorros.
Sin embargo, los pajaros amaban al enanito. Lo habian visto
bailando en el bosque como un duendecillo detras de los torbellinos
de hojas, o acurrucado en el hueco de la vieja encina, compartiendo

27

se hAbbag, rzshhba,, i ay)


sus nueces con las ardillas, y no les importaba en absoluto que no
tuviese esos rasgos que los humanos consideran belleza. Para ellos,
el enano no era en absoluto feo. El mismo ruisenor que canta tan
dulcemente en los bosques de naranjos no es muy hermoso que diga-
mos. Ademas, el enanito habia sido muy bueno con ellos y durante
aquel crudo invierno, cuando en los arboles no quedaba ya fruta ni
semilla alguna, y la tierra estaba dura como el hierro, y los lobos
aullaban a las mismas puertas de la ciudad buscando alimento, el
enanito no los habia olvidado ni un solo dia; siempre les dio migajas
de su mendrugo de pan negro y compartio con ellos su almuerzo
por muy pobre que fuera. Por eso volaron a su alrededor rozandole
el rostro con una caricia de alas y hablando entre si. El enanito
estaba tan maravillado que les mostr6o la hermosa rosa blanca, y
les dijo que se la habia dado la propia Infanta, en prueba de amor.
Los pajaros no le entendieron ni una palabra, pero no importaba,
porque ladeaban la cabeza y lo miraban con aire doctoral.
También las lagartijas sentian un gran aprecio por él, y cuando
el enanito se canso de dar volteretas por todos lados y se tendié
sobre la hierba a descansar, jugaron y brincaron a su alrededor
entreteniéndolo lo mejor que sabian.
—No todos pueden ser tan hermosos como una lagartija —ex-
clamaban—, seria mucho pedir. Y, aunque parezca absurdo, no es
tan feo cuando uno cierra los ojos y deja de verlo.
Las lagartijas son de naturaleza extraordinariamente filos6fica,
y muy a menudo se pasan horas y horas meditando, si no tienen otra
cosa que hacer o si Ilueve o hace demasiado frio para salir a pasear.

zshAba,, .»2shAba,,
Las flores se sintieron molestas por la manera como actuaban los
lagartos y los pajaros, pues para ellas resultaba desleal.
—Esto demuestra con toda claridad —se decian—, c6mo re-
blandece el cerebro ese continuo ir y venir y ese revolotear sin sen-
tido. La gente bien educada no se mueve de su sitio, como hacemos
nosotras. ¢Quién nos ha visto corretear por los paseos 0 correr por
la hierba detras de las libélulas? Cuando necesitamos cambiar de
aire mandamos venir al jardinero y él nos traslada de sitio. Pero los
pajaros y los lagartos no tienen sentido del reposo, y de los pajaros
se puede decir incluso que no tienen domicilio fijo, que son simples
vagabundos, como los gitanos, y como tales deberian ser tratados.
Y alzando sus corolas, adoptaron un aire mas altanero todavia; solo
volvieron a mostrarse alegres cuando vieron que, poco rato después,
el enanito se habia levantado de la hierba y atravesaba la terraza en
direccion al Palacio.
—Por motivos de higiene deberian encerrarlo bajo llave para
el resto de su vida —comentaron las flores—. ¢Habéis visto esa
joroba y esas piernas retorcidas? —Y empezaron a reirse de él bur-
lonamente.
Pero el enanito no habia escuchado nada. Amaba profundamen-
te a las aves y las lagartijas, y pensaba que, exceptuando a la Infanta,
las flores eran la cosa mas maravillosa del mundo, (0, si no, por qué
ella le habia dado una rosa blanca?
iCémo anhelaba volver a encontrarse ante la Princesita! Seguro
que ella lo sentarfa a su diestra, y le sonreiria, y después no volveria
a apartarse de su lado; iba a ser su companero y le ensefaria juegos
deliciosos. Porque, a pesar de no haber estado nunca antes en un
palacio, él sabia hacer muchas cosas admirables. Sabia hacer jau-
las de junco para guardar grillos y que cantaran dentro; y con
las cafias nudosas podia fabricar flautas. Imitaba el grito de todas las
aves y era capaz de hacer bajar a los estorninos de la copa de
los Arboles y atraer a las garzas de la laguna. Sabia reconocer las
huellas de todos los animales y podia seguir la pista de las liebres
por su rastro casi invisible, y la de los jabalies por unas pocas hojas
pisoteadas. Conocia todas las danzas salvajes: la danza desenfrenada
del otofio, con su traje rojo; la danza estival sobre las mieses, en
sandalias azules; la de la nieve con blancas guirnaldas de nieve; y la
de las flores a través de los jardines en la primavera. Sabia en qué
lugares las palomas torcaces ocultaban sus nidos...
Incluso una vez que un cazador habia capturado a sus padres,
él crid a los polluelos construyéndoles un pequefio palomar en la
oquedad de un olmo desmochado. Y los domestic6 con tanta habi-
lidad que todas las mafianas acudian a comer en su mano.
Seguro que la Infanta también los amaria, lo mismo que a
los conejos, que se hacen invisibles entre los grandes helechos y las
zarzas; y a los grajos, de plumas aceradas y picos negros; y a los
puercoespines, que pueden convertirse en una bola de putas; y a las
grandes galapagos, que se arrastran lentamente, menean la cabeza y
comen hojas tiernas y raices suculentas. Si, la Infanta iria al bosque
y jugaria con él. Y por las noches le cederia su propia cama para
que ella durmiese, y él la cuidaria hasta el alba, para que los lobos
hambrientos no se acercaran demasiado a la choza. Y, al amanecer,

wzshAdba,, sh Aba,,
cs
la despertaria con unos golpecitos en la ventana. Y saldrian al aire
fresco a bailar juntos y a dejar transcurrir el dia entero.
Pero ¢donde estaba la Infanta? Se lo pregunt6 ala rosa blanca,
pero no obtuvo respuesta. Todo el Palacio parecia dormir, y hasta en
las ventanas abiertas colgaban pesados cortinajes para amortiguar
la luz del sol.
Después de dar mil vueltas buscando una entrada, hallé final-
mente una puertecita que habia quedado entreabierta. Se deslizé
dentro con cautela y se encontré en un salén espléndido, mucho mas
espléndido que el bosque. Todo era dorado y hasta el suelo estaba
hecho de primorosos baldosines de colores, dispuestos en dibujos
geomeétricos.
Pero la Infanta tampoco estaba alli; solo habia unas maravi-
llosas estatuas blancas que lo miraban desde lo alto de sus zdcalos
de jaspe con mirada ambigua y una extrafia sonrisa en los labios.
Al fondo del salon, habia una cortina de terciopelo negro, lujo-
samente bordada de soles y estrellas; era la ensefia favorita del Rey.
éNo estaria la Infanta alli detras? Avanzo sigilosamente y descorri6
la cortina. Pero no habia nadie. Era otra habitacion, todavia mas
hermosa que la anterior. Las paredes estaban cubiertas con tapices
de Arras*, en tonos verdes y castafios, representando una escena de
caceria. En otro tiempo esa habia sido la habitacion de Jean Le Fou,
como lIlamaban a aquel rey loco, tan apasionado por la caza que mas

5. Enla Edad Media, fueron muy valorados los tapices flamencos de Arras y Bruselas
por su perfecci6n artesanal.

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de una vez habia querido cabalgar sobre los grandes corceles enca-
britados de los tapices y perseguir al ciervo que aparecia acosado
por los enormes sabuesos. Ahora aquella era la sala del consejo, y
sobre la mesa del centro se veian las carteras rojas de los ministros
y consejeros.
El enano miré a su alrededor Ileno de asombro, y casi sin
atreverse a seguir su camino, a los extrafios jinetes silenciosos que
galopaban tan velozmente por el bosque, sin hacer el menor ruido
en la tapiceria. Le parecia que eran los Comprachos’, esos terribles
fantasmas de los que habia oido hablar a los carboneros, que solo
cazan de noche y que, si encuentran a un hombre, lo transforman
en ciervo para cazarlo. Pero el recuerdo de la encantadora Infantita
le hizo recobrar el coraje. Necesitaba encontrarse a solas con ella
y decirle que él también la amaba. Asi que atraves6 corriendo las
alfombras persas y abrio la puerta siguiente. Tampoco estaba alli.
La habitaci6n estaba completamente vacia. Era el imponente salon
del trono, destinado a la recepcidn de los embajadores extranjeros,
cuando el Rey accedia a darles audiencia, que era pocas veces. Las
colgaduras eran de cuero dorado de Cordoba y del techo blanco y
negro colgaba una pesada lampara dorada con suficientes brazos
como para sostener trescientas bujias. El trono se alzaba bajo un
gran dosel de brocado de oro, donde estaban bordados los leones

6. En la tradicion popular mexicana, estan asociados a los borrachos y soldados de


bajo rango, a juzgar por modismos y refranes como estos: «Borracho, pero compra-
cho» o «Federal, sardo 0 guacho, ni compracho», que aluden al desprecio o temor a
ese tipo de gentes, de la que no hay que fiarse.

ee ph Abaa, ph Aba,,
i.

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RRS ee PR PTB IN gly

y las torres de Castilla. Sobre el segundo escal6n del trono estaba


el reclinatorio de la Infanta, con su cojin de tisi de plata; y, mas
abajo, fuera del dosel, el asiento del Nuncio Pontificio. En la pared
de enfrente pendia un retrato de Carlos V en traje de caza, acom-
pafiado de su gran mastin. Y otro cuadro representaba a Felipe II
recibiendo el homenaje de sus vasallos de Flandes.
Pero al enano no le importaba toda esta magnificencia. No
habria cambiado su rosa blanca por todas las perlas de aquel dosel,
ni habria dado un solo pétalo por el mismisimo trono. Lo tinico
que queria era ver a la Infanta antes de que ella fuese al pabelldén,
y pedirle que se marchara con él cuando acabase la danza.
Dentro del Palacio, el aire era sofocante y pesado, mientras que
en el bosque el viento soplaba alegremente entre hojas fragantes y la
luz del sol apartaba las ramas con sus manos doradas. También habia
flores, si no tan espléndidas como las del jardin, si de perfume mas
dulce, como los jacintos tempranos, las primulas amarillas, las bri-
llantes celidonias, las verOnicas azules y los lirios morados. jSi, segu-
ro que la Princesa se iria con él una vez que lograse encontrarla! Le
acompafiaria al bosque y él pasaria el dia entero bailando para ella.
Esta idea lo hizo sonreir y entr6 sin vacilar en la camara siguiente.
De todas las habitaciones en que habia estado, esta era la mas
espléndida y hermosa. Las paredes estaban tapizadas de damasco
rojo, salpicado de pajaros y flores de plata; los muebles eran de plata
maciza y, ante las dos enormes chimeneas, se abrian dos grandes
pantallas con pavos reales y papagayos de hilo de oro bordado en
relieve. El pavimento, de 6nix color verde mar, parecia perderse en la

35

rithhhae
lejania. Pero aqui no estaba solo. Desde la sombra de la puerta, al
otro extremo de la habitacién, una pequefia figura lo contemplaba.
Por eso le temblé el corazén, dej6 escapar un grito de alegria y
avanzo hacia ella. Entonces, la figura avanz6 también y el enanito
consiguio distinguirla con claridad.
zEra la Infanta? No, quien se le acercaba era un monstruo, el
monstruo mas grotesco que podia existir. No era proporcionado
como todo el mundo, sino jorobado, patizambo y con una cabezota
enorme que le bailaba de un lado a otro. El enanito fruncié el cefio,
y el monstruo también lo frunci6. Se echo a reir, y el monstruo se
puso a reir con él, dejando caer los brazos lo mismo que él. Le hizo
una reverencia burlona, y el monstruo le respondio con otra todavia
mas irOnica. Avanzo hacia él, y el monstruo vino a su encuentro
imitando todos sus gestos y deteniéndose cuando él se detenia. Grit6
alegremente y corri6 hacia él, alargandole la mano, y la mano del
monstruo toco la suya: era fria como el hielo. Se asust6 y retiré la
mano, y la mano del monstruo le imit6 vivamente, mientras ponia
una grotesca expresiOn de miedo.
Hizo un intento de esquivarlo y seguir adelante, pero lo detuvo
aquel ser extrafio poniéndosele siempre por delante con su contacto
duro y resbaladizo. La cara del monstruo estaba muy cerca de la suya,
como si tratase de besarlo. Retiré los mechones que le caian sobre
los ojos, y el monstruo hizo lo mismo. Lo golpeé, y el monstruo
le devolvio el golpe; le hizo muecas, y en el rostro del monstruo se
dibujaron los mismos gestos. Retrocedié, y el monstruo retrocedié
también, entreabriendo una boca repulsiva.

34

haa, wey YY wwe »2sAAba,,


¢Qué extrafio fendmeno era ese? Reflexiond un momento mi-
rando a su alrededor por todo el salén. jQue extrafio: todo parecia
tener su doble detras de aquel muro invisible de agua transparente
y solida! Si, cuadro por cuadro, y asiento por asiento todo estaba
alli como duplicado. El fauno dormido, junto a la puerta, tenia a
su hermano gemelo que dormia también; y la Venus de plata, en pie
bajo los rayos del sol, extendia los brazos a otra Venus tan hermosa
como ella.
éSeria aquello el eco?
Recordo la ocasion en que habia llamado al eco en el valle y el
eco le habia respondido palabra por palabra. :Podria burlar la vista,
como burlaba la voz? ;Podria la vista crear un mundo idéntico al
mundo real? ;Las sombras de las cosas, podrian tener color, y vida,
y movimiento? Seria posible que...?
Entonces se estremeciO, y sacando de su pecho la rosa blanca,
la bes6. ;Pero he aqui que el monstruo también tenia una rosa, pé-
talo a pétalo idéntica a la suya! jY la besaba con igual deleite, y la
estrechaba contra su corazon haciendo gestos grotescos!
Cuando al final la verdad se abri6 paso en su mente, el enano
lanz6 un grito de desesperaciOn y cay6 al suelo sollozando. jAquel
ser deforme y jorobado, de aspecto horrible y grotesco, era él! jEra
él mismo! ;El era el monstruo, y era de él de quien se habian reido
todos los muchachos..., y la Princesita, en cuyo amor creia..., ella
también se habia burlado de su fealdad, habia hecho mofa de sus
piernas torcidas! ¢Por qué no lo habian dejado en el bosque, donde
no habia espejo que le mostrara su propio horror? ¢Por qué no lo

“hhh hag,
2lt
A\&

habia matado su padre antes de permitir que se burlaran de él? Lloré


lagrimas abrasadoras y sus manos destrozaron la rosa blanca..., y
el monstruo hizo lo mismo y esparcié por el aire los delicados pé-
talos. Luego, el enanito se cubrié los ojos con las manos y se alejé
del espejo temiendo verlo una vez mas. Como un pobre ser herido
se arrastr6 hacia la sombra, y alli se qued6 gimiendo. En ese preci-
so instante, por el ventanal abierto, entro la propia Infanta con su
séquito, y cuando vieron al horroroso enanito de bruces en el pavi-
mento, golpeandolo con los pufios, estallaron en alegres carcajadas.
—Sus danzas son muy graciosas —dijo la Infanta—, pero su
manera de actuar es mucho mas divertida todavia. Lo hace casi tan
bien como las marionetas, aunque con menos naturalidad.
Agit6 su abanico, y aplaudio.
Pero el enanito no levant6 la cabeza. Sus sollozos eran cada
vez mas débiles; hasta que exhalo un extrafio suspiro y se oprimié
el costado. Luego, cay6 boca arriba y qued6 inmévil. |
—jLo has hecho estupendamente! —aplaudio la Infanta des-
pués de una pausa—. Pero ahora te toca bailar.
—Si —gritaron los demas nifios—, tienes que levantarte y bai- |
lar. Eres tan inteligente como los monos de Berberia, y mucho mas |
gracioso.
Pero el enanito no contesto.
La Infanta, airada, dio un golpe en el suelo con su pie y llam6é
a su tio, que estaba paseando con el chambelan, mientras lefan unas
cartas recién llegadas de México, donde se acababa de establecer la
Santa Inquisicion.

36

haa, »shAdba.,, ah Aba,,


—Mi1 enanito se esta haciendo el desobediente —grité la In-
fanta—. jLevantadlo y decidle que baile!
Los caballeros sonrieron entre si y entraron sin’prisa. Al llegar
junto al enanito, Don Pedro se incliné y lo golpeé suavemente en la
mejilla con su guante bordado.
—Baila ya, pequefio monstruo —dijo—. La Infanta de Espafia
y de todas las Indias quiere que la diviertas.
Pero el enanito permanecié inmévil.
—Habra que hacer venir al verdugo —dijo enojado Don Pedro.
El chambelan, que miraba la escena con rostro grave, se arro-
dill6 junto al enanito y le puso la mano sobre el corazon. Después
de un momento, se encogi6 de hombros y levantandose hizo una
profunda reverencia a la Infanta diciendo:
—Mi bella princesa, tu enanito no volvera a bailar. Y es una
pena, porque es tan feo, que con seguridad habria hecho sonreir al pro-
pio Rey.
—éY por qué no volvera a bailar? —pregunto la Infanta con
aire de disgusto.
—Porque su coraz6n se ha roto —contest6 el chambelan.
La Infanta frunci6 el cefio y sus finos labios se contrajeron en
un delicioso gesto de fastidio.
—De ahora en adelante —exclam6 echando a correr al jardin—,
los que vengan a jugar conmigo no deben tener corazon.
a
Cara de luna
Jack LONDON

El escritor norteamericano Jack London (1876-1916) esta consi-


derado uno de los maximos exponentes en que se funden y confun-
den biografia y fabulacién. Sus ideales de igualdad y su fascinacion
por la fuerza bruta, la aventura y la lucha por la vida son claves
que asoman de continuo en sus obras La llamada de lo salvaje,
El lobo de mar y Colmillo blanco, y repertorios de cuentos como
Relatos de los mares del Sur, Siete cuentos de la patrulla pesquera
o El silencio Blanco.

> |

E A CARA DE JOHN CLAVERHOUSE era una fiel réplica de |


la luna llena; ya conoceréis ese aspecto tan peculiar: los p6mulos —
muy separados, la barbilla y la frente redondas, hasta confundirse
con los sonrosados mofletes, y la nariz ancha y corta, como una
pelota de pan aplastada en la pared, ocupando el centro de la
circunferencia.
Quiza fuera esta la razon del odio que sentia por él; su presencia
me resultaba insoportable, y lo consideraba como una especie de

38
mancha sobre la tierra. He llegado a creer que mi madre, durante
el embarazo, tuvo algun antojo, algtin motivo de resentimiento con
la luna; qué sé yo...
Sea por lo que fuere, lo cierto es que yo lo odiaba, y no debe
creerse que él me hubiera dado motivo alguno, por lo menos a los
ojos del mundo; pero la raz6n existia, no cabe duda, aunque tan
oculta, tan sutil, que no encuentro palabras con que poder expre-
sarla. Todos conocemos ‘esta clase de antipatias instintivas; vemos
por primera vez a un desconocido, a una persona cuya existencia
ignorabamos y, sin embargo, en el momento de verla decimos: «No
me gusta ese hombre o esa mujer». ¢Por qué no nos gusta? ;jAh!
Lo ignoramos; no sabemos sino que es asi, que nos cae antipatico;
eso es todo. Tal fue mi caso con John Claverhouse.
¢Con qué derecho era feliz un hombre asi? Nunca habia visto
un optimismo como el suyo; siempre risuefio, siempre contento y
siempre encontrandolo todo bien, jmaldita sea!...
No me importaba nada la alegria de los demas; todo el mundo
puede reir, incluso yo..., antes de conocer a Claverhouse; pero su
risa, aquella risa, me irritaba, me enloquecia, me ponia furioso, fuera
de mi... Era una pesadilla constante, a la que no podia sustraer-
me, un demonio maldito, cuyo abrazo infernal me ahogaba. j;Qué
risa! Estent6rea, homérica, gargantuana!'; despierto o dormido, su

1. Estentoérea, homérica, gargantuana son calificativos ponderativos que remarcan el


sonido monstruoso de una risa, que retumba y asusta, similar a la de un ciclope de la
Odisea de Homero, a la del gigante comilon Gargantua.
ce:
vibrante sonar me arafiaba el corazén como con las puas de un pei-
ne gigantesco. La ofa al despuntar el alba, a través de los campos,
y sus ecos me robaban las delicias de un placido despertar; la oia
bajo el cielo clarisimo del mediodia, cuando la Naturaleza entera
parece dormir borracha de luz y de calor, y sus «jJa, ja!» se elevaban
sonoros en el silencio de los valles; y la ofa en medio de la noche,
en que me despertaba el irritante chasquido de aquella carcajada
diabélica, haciéndome dar vueltas en la cama y clavarme las ufias
en las palmas de las manos, en un paroxismo de rabia impotente.
Mas de una madrugada me levanté con el tnico fin de des-
perdigar sus rebafios por las campifias sembradas, y solo consegui
escuchar otra vez, por la mafiana, su eterna risa, mientras los con-
gregaba de nuevo en sus rediles.
—Pobres bestezuelas —decia—. jNo tienen la culpa de ir donde
su instinto las lleva, buscando mejores pastos!...
Tenia Claverhouse un perro que atendia por Marte, un her-
moso animal, mezcla de mastin y galgo, con rasgos caracteristicos
de ambas especies. Marte, mas que su perro favorito, era un amigo
para él, y siempre se les veia juntos.
Después de una paciente espera, lleg6 el dia y la hora de poner
en practica mi maquinacion.
Atraje con halagos al animal y un pedazo de carne con estric-
nina hizo el resto, aunque perdi mi tiempo y mi habilidad de una
manera lastimosa, pues la risa de John siguié siendo tan frecuen-
te como antes y su cara se parecia cada vez mas a la luna llena.
Entonces prendi fuego a sus almacenes y graneros, y a la mafiana
iat)

del dia siguiente, que era domingo, lo encontré tan alegre como de
costumbre.
—Adonde vas? —le pregunté cuando nos cruzamos.
—A pescar truchas —me dijo contentisimo—; me entusiasma
la pesca.
¢Ha existido jamds un hombre como aquel? Sus graneros y
sus horreos no estaban asegurados —lo sabia—, y el incendio ha-
bia convertido en humo toda su fortuna; pero alla iba él, lleno de
regocijo, en busca de una cesta de truchas, simplemente porque
«le entusiasmaba la pesca».
Si en aquel momento hubiera visto en su cara la expresién de
la pena, por poca que hubiera sido; si la cara se le hubiese alargado,
perdiendo aquel aspecto de luna Ilena, quiza le habria perdonado el cri-
men de existir; pero, qué va, la desgracia parecia aumentar su alegria.
Lo insulté adrede, pero no vi en su cara ningtn signo de des-
pecho; como mucho, un gesto de sorpresa bondadosa.
—Pelearnos?... ¢Y por qué? —me pregunto6 con lentitud, y
afiadid, echandose a reir—: jJa, ja! jQué gracioso es usted! jJa, ja!...
De verdad, me hace usted muchisima gracia.
¢Qué podia hacer yo? La cosa era horrible, inverosimil, ina-
guantable... j;Cdmo lo odiaba, Dios mio!...
Y luego, aquel nombre que tenia: Claverhouse. ¢Por qué Claver-
house? Me hacia la pregunta mil veces. No me hubiera importa-
do que se llamara Smith, Brown, Jones; pero... jClaverhouse!...
zEs posible que exista alguien con semejante nombre? «No», me
respondia yo mismo.

4I
‘See 3

f Pensé en su hipoteca y en la imposibilidad de que la pagara,

|
cuando sus cosechas se encontraban destruidas. Bien pronto en-
contré un prestamista astuto e inhumano que se quedo con todos
los créditos, y aunque yo no figuré para nada en la transaccion,

| por medio de aquel agente, pude forzar el vencimiento, para tener


el gusto de avisar a Claverhouse de los pocos dias (ni uno mas de
los que marca la ley) que le quedaban para abandonar la casa y la
finca donde habia vivido durante veinte anos.
Después fui a verlo, esperando leer por fin la desesperacion en
sus ojos; pero jquia!; lo encontré sonriente con su eterna cara de
contento y... jmdas parecida que nunca a la luna llena! Me recibié
riendo a carcajadas.
—jJa, ja, ja!... ;Pero qué gracioso es este chiquillo mio! Figurese
usted que estaba jugando en la orilla del rio, cuando un trozo del
ribazo se desprendio, cay6 al agua y lo salpicé, y va y me dice: «jOye,
papa! jUn charco se ha levantado y me ha dado en la cabeza!...»
Entonces se detuvo, aguardando, sin duda, a que yo me echara a reir.
—Pues no le veo la gracia —le contesté con brusquedad y
sintiendo que la cara se me agriaba por momentos.
Me mir6 con asombro, y luego empez6 a extenderse por la
suya el resplandor suave del que antes he hablado, y que la volvia
casi luminosa:
De nuevo empezo a reir:
— Ja, ja!... jEsto si que esta bueno!... jQue no le ve la gracia!...
iJa, ja, jal... jQue no se la ve!... Pero, venga usted aca, venga usted
aca; usted ya sabe que los charcos...

~ sshhMba,, zsh Aba,,


No lo dejé terminar; me di media vuelta y me marché. jEra
-el colmo! ;Ya no podia resistirlo! Se hacia indispensable acabar de
una vez; era preciso libertar al mundo de semejante monstruo...
' -Y mientras subia lentamente la colina, su risa maldita me per-
seguia resonando siempre, siempre...
Me precio de hacer las cosas bien, y cuando resolvi matar a
Claverhouse estaba dispuesto a hacerlo de tal forma y con tal ha-
bilidad, que el recuerdo de mi acciOn no pudiera avergonzarme
nunca. Aborrezco la torpeza y siempre he rechazado la violencia
y la fuerza bruta. Matar a un hombre a pufetazos, por ejemplo,
tiene todos los caracteres del vandalismo, y me repugna hasta pensar
en ello; de modo que la idea de disparar un tiro, clavar un punfal o
asestar un golpe ni siquiera entr6 en mis calculos; ademas, no solo
era cuestidn de hacerlo bien, quedaba luego por resolver la forma
de evitar que pudiera recaer cualquier sospecha sobre mi.
Pensé mucho en ello, y por fin, después de una semana de cavi-
laciones, encontré lo que buscaba y me dispuse a poner en practica
mi plan.
Empecé por comprar una perra de aguas de cinco meses y
luego me dediqué a inculcarle la educaci6n necesaria. Si alguien me
hubiera observado con atencién, pronto se hubiera dado cuenta de
que solo la adiestraba para que supiera devolverme las cosas que
yo arrojaba lejos de mi.
La perra, a la que llamé Belona, me traia los palos que le tiraba
al agua, y no solamente me los traia, sino que lo hacia al momento
y sin vacilar, sin morderlos ni jugar con ellos.

»2sAAdba,, ~zahAdba,,
Le ensehé 2 conver detr4s de mi con un objeto en Ia boca hasta
alcanzatme, ¥, comose
tratabadewnanimallistoy despierto,pronto
tuve A gusto de ver que mis lecciones fueron bien‘ aprovechadas.
| En la primera ocasion que tuve le regalé el animal a mi ene-
(nt ame dagdanmeea tae iti
py swhabuto de infringsc ciesta leyde pesca.
, —No —me dijo cuando le puse la cosrea en la mano—, no, esto
‘no € on sitio, :vwerdad? —y se tia con su risa ridicula, que le reto-
Zabea por toda la cara mofletuda y reluciente—. Yo..., yo... pensaba...
Vamos, crcia,crcia que... n0leeraa usted muy simpatico —conti-
906 A imbécil—. Verdad que tiene gracia que haya vivido equivo-
ahs?
Y séia, rei hasta desternillarse. jE) muy canalla!
—7Come se Nama? —me pregunt6.
—bAona.
—Bdona? jJ2, ja! {Qué nombre mas raro!
Rechinando los dientes, pues su estipida alegria me ponia de
los nervio s,
le contesté:
—Belona exa Ia esposa de Marte.
— Ah, ¥2 comprendo, comprendo! Si, claro, Marte se Mlamaba
mi perro. Bueno, pues... jse ha quedado viuda esta Belona!
¥2 estaba bien lejos de Ia cuesta, y todavia llegaban a mi sus

Pas Ia semana, y d sabado le die:


—Se marcha usted el lunes, zn0?
dejar ded,
sinndi
—S —respo sonreir.
—Entonces, no podra atrapar algunas truchas antes de irse...
—No sé..., no sé —me replicé, sin reparar en el tono agrio
de mi pregunta—. De todas maneras, mafiana pienso probar...
Nayyake:
Su respuesta me tranquiliz6 y me marché a casa satisfecho.
Al dia siguiente, muy temprano, lo vi salir con su bolsa y su
red, acompafiado de Belona, y como yo sabia el sitio adonde se di-
rigian, tomé un atajo y pronto llegué a la cima de la montana, que
bordeé ocultandome, hasta avistar el valle en el cual el riachuelo
formaba una pequefia cascada y, mas alla, una laguna cristalina y
tranquila que reposaba entre las brefas.
Era aquel el sitio, y sentandome en el suelo entre la maleza,
desde donde dominaria el espectaculo, encendi mi pipa y esperé
tranquilo el desenlace.
Bien pronto, Claverhouse apareci6 vadeando la corriente del
riachuelo, seguido de Belona, que correteaba a su alrededor. Am-
bos, hombre y animal, llegaban contentos, y los ladridos cortos y
vibrantes de uno se confundian con los gritos guturales del otro.
Ya junto al remanso, vi que Claverhouse arrojaba la red y el mo-
rral al suelo y sacaba del bolsillo algo parecido a una vela gorda y
grande. Yo sabia lo que era, era un cartucho de los gigantes, pues
ese era su sistema para pescar truchas: atontarlas o matarlas con
dinamita. Le puso la mecha, envolvié el cartucho en un pedazo de
tela, le prendio fuego y lo tir6é con fuerza al charco.
Como un relampago, Belona se precipit6 tras él, mientras yo
me aguantaba las ganas de gritar de puro gozo al verlo. En vano

46

»bhbba,, »2shAba,,
Claverhouse llamaba a la perra a gritos; en vano la tiroteaba con
piedras y ramas: el animal nadaba rdpidamente hacia el cartucho,
al poco rato lo tuvo en la boca y se dirigié con él hacia la orilla.
Entonces, por primera vez, pareci6 darse cuenta del peligro al que
estaba expuesto y ech6 a correr por entre la maleza. Mis planes se
realizaban a la perfeccién; la perra, al llegar a la orilla, emprendi6
sin vacilar su persecucion tal y como yo le habia ensefiado a hacer
cuando venia conmigo.
El espectaculo era grandioso y bien merecia el trabajo que me
habia costado prepararlo.
Como ya he dicho, el pequefio remanso formaba el fondo de
una especie de anfiteatro natural y el arroyo tenia una pasarela
de piedra a la entrada y a la salida.. Claverhouse, seguido de Belo-
na, corria dando vueltas y mas vueltas de un lado a otro; ambos
pasaban y volvia a pasar por la corriente como dos bolas dentro
de un plato, persiguiéndose en un divertido juego. Nunca hubiera
creido que un hombre de su aspecto poseyese tal ligereza, pues
Claverhouse corria con una velocidad asombrosa, mientras la pe-
rra lo seguia de cerca, ganando terreno a cada paso y a punto de
alcanzarlo...
Y en el momento en que se tocaban, él a toda carrera, ella
con el hocico casi junto a su rodilla, se produjo la explosion:
un rel4mpago, una nube de humo blanquecino y una detonacion
formidable que retumbé6 en la montafia... Donde habian estado el
hombre y el perro no quedaba sino una hondonada en el suelo de
la»planicie..:

47

CY Vy riety ve
El juez calificé el suceso de «muerte accidental con la circuns-
-tancia de hallarse pescando por medios prohibidos».
He aqui por qué me enorgullezco de la forma delicada y
artistica que empleé para acabar con John Claverhouse. No hu-
bo brutalidad, no hubo torpeza; nada de qué tener que avergon-
zarme.
Y su risa infernal ya no repercute con sus ecos entre mis que-
ridas montafias ni me irrita la aparici6n de su estipida cara de
luna.
Ahora mis dias transcurren placidos, y por las noches duermo
placidamente como un nif...
El diablo y Tomas Walker
WASHINGTON IRVING

Washington Irving (1783-1859) estudié derecho, pero pronto dejé la


abogacia para colaborar en periddicos de Nueva York. Fue ensayista,
bidgrafo, historiador y diplomatico. Representante del romanticismo
estadounidense entre sus obras mas famosas figuran: La leyenda de
Sleepy Hollow, Rip Van Winkle, Cuentos de la Alhambra 0 Los busca-
dores de tesoros, a la que pertenece este cuento. Inspirandose en la le-
yenda alemana «Fausto», aqui el diablo se presenta como el camuflado
monstruo agresor frente a la codicia del protagonista.

N MASSACHUSETTS, a unos pocos kilémetros de Boston,


el mar penetra tierra adentro partiendo de la Bahia de Charles
hasta terminar en un pantano muy poblado de Arboles. A un lado
de esta ria se encuentra un hermoso bosquecillo; al otro, la costa
se levanta abruptamente formando una alta colina, sobre la que
crecen algunos Arboles de mucha edad y no menor tamano. Segun
viejas leyendas, debajo de uno de estos gigantescos Arboles se en-
contraba enterrada una parte de los tesoros del pirata Capitan

49
Kidd'. La ria permitia llevar secretamente el tesoro en un bote
de noche hasta el pie mismo de la colina. Ademas, la altura del
lugar dejaba realizar la labor mientras vigilaban que no anduviera
nadie por las cercanias. Ademas, segtin esas leyendas, el mismisi-
mo diablo presidfa el enterramiento del tesoro y lo tomaba bajo su
custodia. Sea como fuera, Kidd nunca volvié a buscarlo porque fue
detenido poco después en Boston, enviado a Inglaterra y ahorcado
por pirateria.
Alla por el afio 1727, cuando los terremotos se producian con
frecuencia en Nueva Inglaterra, vivia cerca de este lugar un hombre
flaco y miserable que se Ilamaba Tomas Walker. Estaba casado con
una mujer tan miserable como él. Lo eran tanto ambos, que trataban
de estafarse el uno al otro. La mujer procuraba ocultar cualquier
cosa sobre la que ponia las manos; en cuanto cacareaba una gallina,
ya estaba al quite para asegurarse el huevo recién puesto. El mari-
do, por su parte, rondaba continuamente buscando los escondrijos
secretos de su mujer. Y los conflictos acerca de cosas que debian ser
propiedad comtn eran constantes.
Vivian en una casa dejada de la mano de Dios y con un aspecto
como si se estuviera a punto de derrumbarse. De su chimenea no
salia humo; ningun viajero se detenia a su puerta; solo se veia un
miserable caballo, cuyas costillas eran tan visibles como los hierros

1. William Kidd (1645-1701) ha quedado en la tradicién de canciones y leyendas


como un pirata, cuya fama va asociada a innumerables saqueos y a un inmenso tesoro
escondido en la isla neoyorquina de Gardiner. En 1701 fue juzgado por pirateria y
ahorcado en los muelles del Tamesis.

haa, " seth Aba,, .~shbba,,


de una reja. El pobre animal se deslizaba por un campo de escaso
pasto del que sobresalfan rugosas piedras y muchas veces sacaba
la cabeza fuera de la empalizada, echando una mirada triste so-
bre cualquiera que pasase por alli, como pidiendo que lo sacara
de aquella tierra de hambre. Tanto la casa como sus moradores
tenian muy mala fama. La mujer era alta, con malas intenciones
y feroz temperamento, de lengua larga y fuertes brazos. Su voz se
oia a menudo en una continua guerra de palabras con su marido y
su rostro demostraba que tales disputas no se limitaban a simples
dimes y diretes. Pero nadie se atrevia a interponerse entre ellos. Si
un solitario viajero observaba a una cierta distancia aquel refugio
de malas bestias, se apresuraba a seguir su camino alegrandose de
no estar casado.
Un dia, Tomas Walker, que habia tenido que realizar un largo
viaje, acort6 camino a través del pantano. Pero, como todos los
atajos, estaba mal elegido. Los Arboles crecian muy cerca los unos
de los otros, alcanzando algunos los treinta metros de altura, por lo
que en pleno dia parecfia que debajo de ellos era de noche, y todas
las lechuzas de la vecindad se refugiaban alli. El terreno estaba lleno
de baches, en parte cubiertos de bejucos y de musgo, por lo que a
menudo el viajero podia caer en un pozo de barro negro y pegadi-
zo; se encontraban también charcos de aguas oscuras y estancadas,
donde se refugiaban las ranas, los sapos y las serpientes acuaticas
y donde los troncos de los Arboles se pudrian medio sumergidos y
parecian caimanes tomando el sol.
A través de aquel bosque traicionero, Tomas seguia cuidado-

Sal

seh Mbas. ‘sah Aas Aas raed


AN’

samente su camino saltando de un mont6n de troncos y raices a


otro, apoyando los pies en cualquier saliente. Otras veces se movia
re
EP sigilosamente como un gato por entre los troncos y de cuando en
cuando le asustaban los gritos de los patos silvestres, que volaban
sobre algtin charco solitario.
Finalmente lleg6 a tierra firme, a un terreno con forma de
peninsula que se internaba profundamente en el pantano. Antigua-
mente, alli se habian atrincherado los indios durante las guerras
con los primeros colonos y habian construido una especie de fuerte
que consideraron inexpugnable y que utilizaron como refugio para
sus mujeres e hijos. Pero ya nada quedaba de él, salvo una parte de
la empalizada, que se hundia en el suelo hasta quedar a su mismo
nivel.
Ya estaba bastante avanzada la tarde, cuando Tomas Walker
lleg6 al viejo fuerte, donde se detuvo para descansar un rato. Cual-
quier otra persona hubiera sentido cierto reparo en descansar alli,
pues la mayoria de la gente tenia muy mala opinion del lugar, tan
lleno de historias de los tiempos de las guerras con los indios como
estaba. Se creia incluso que los salvajes aparecian por alli y hacian
sacrificios al Espiritu Malo.
Pero Tomas Walker no era hombre que se preocupara de rela-
tos de esa clase. Durante un buen rato se acosté en el tronco de un
arbol caido, escuch6 los cantos de los pajaros y con su bast6n se
entretuvo formando montones de barro. Mientras inconscientemente
revolvia la tierra, su baston tropez6 con algo duro. Lo desenterré y
OSS
ea
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eee observ con sorpresa que era un craneo en el que habia clavada un

zsh Adba,. zsh Abha,,


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hacha india. El estado del arma mostraba que habia pasado mucho
tiempo desde que habia dado aquel golpe mortal. Era un triste re-
cuerdo de las luchas feroces de que habia sido testigo aquel ultimo
refugio de los aborigenes.
—Vaya —dijo Tomas Walker, mientras de un puntapié trataba
de desprender del craneo los ultimos restos de tierra.
—Deja en paz ese craneo —oy6 que le decia una voz grave.
Tomas levant6 la mirada y vio a un hombre negro, de gran
estatura, sentado frente a él en el tronco de otro Arbol. Se sorprendié
mucho, pues no habia oido ni escuchado acercarse a nadie; pero mas
se asombr6 al observar atentamente a su interlocutor a pesar de la
escasa luz y comprender que no era negro ni indio. Su vestimenta
recordaba la de los aborigenes, si, pero el color de su rostro no era
ni negro ni cobrizo, sino sucio y oscuro por el hollin, como si estu-
viera acostumbrado a andar entre el fuego y las fraguas. Un mechon
de pelo hirsuto se agitaba sobre su cabeza en todas direcciones y
llevaba un hacha al hombro.
Durante un momento observ6 a Tomas con sus grandes ojos
rojos.
— Qué haces en mis territorios? —pregunté el hombre tizna-
do, con una voz ronca y cavernosa.
—jlus territorios! —exclam6 burlonamente Tomas—. Son tan
tuyos como mios; pertenecen al didcono Peabody.
—Maldito sea el diacono Peabody —dijo el extrafio— Mejor
si se fijara un poco mas en sus propios pecados y menos en los del
vecino. Mira hacia alli y veras como le va al didcono Peabody.

S4

vven ae ash Abhay, »2shbba,,


Tomas mir6 en la direccién que indicaba aquel extrafio y ob-
servo uno de los grandes Arboles, bien cubierto de hojas, pero cuyo
tronco estaba enteramente carcomido, tanto que debia de estar hue-
co. Sobre su corteza se lefa grabado el nombre del diacono Peabody,
personaje eminente que se habia enriquecido gracias a los ventajosos
negocios con los indios. Eché una mirada alrededor y noté que la
mayoria de los altos arboles aparecian marcados con el nombre de
algun encumbrado personaje de la colonia y que todos ellos parecian
estar a punto de derrumbarse. El tronco sobre el que estaba sentado
parecia haber sido derribado hacia muy poco tiempo y Ilevaba el
nombre de Crowninshield. Recordé el viajero que era un poderoso
colono, que hacia ostentacién de sus riquezas, de las que se decia
que habian sido adquiridas mediante actos de pirateria.
—Esta listo para el fuego —dijo el hombre negro, con aire de
triunfo—. Como ves, estoy bien provisto de lefia para el invierno.
—Pero :qué derecho tienes a cortar Arboles en las tierras del
diacono Peabody?—pregunt6 Tomas asombrado.
—E]l que me viene de haber ocupado anteriormente estas tierras
—respondio el otro—. Me pertenecian antes de que ningun hombre
blanco pusiera el pie en ellas.
—Quién eres, si se puede saber? —pregunté Tomas.
—Se me conoce por diferentes nombres. En algunos paises soy
el cazador furtivo; en otros, el minero negro. En esta region, me
llaman el lefiador negro. Soy aquel a quien los hombres de bronce
consagraron este lugar, y en honor del cual alguna que otra vez
asaron a un hombre blanco porque me gusta el olor de los sacri-

55

hb hhbhaag, ss hMbag,
ficios. Desde que los indios han sido exterminados por vosotros,
los salvajes blancos, me divierto presidiendo las persecuciones de
cudqueros y anabaptistas?. Puedes considerarme el protector de los
negreros y Gran Maestre de las brujas de Salem’.
—En pocas palabras, que si no estoy equivocado —dijo To-
mas—, tt eres el demonio en persona, vamos.
—El mismo, a tus 6rdenes -respondi6 el hombre negro, con
una inclinacioén de cabeza que queria ser cortés.
Asi empez6 la conversacion segtin la antigua leyenda, aunque
parece demasiado pacifica como para creerla, porque cualquiera
hubiera perdido los nervios y salido huyendo ante un ser asi. Pero
Tomas era de temple férreo, no se asustaba facilmente y habia vivido
tanto tiempo con una harpia, que ya no le asustaba ni el mismo
diablo.
Mientras Tomas seguia su camino hacia casa, ambos persona-
jes mantuvieron una larga conversacion. El hombre negro le hablo

2. Surgidos como una secta del cristianismo con la Reforma protestante, los anabap-
tistas son defensores de la libertad religiosa e invalidaban el bautismo en la infancia, por-
que lo consideraban un acto de fe de la madurez (de ahi su nombre de rebautizados) y fue-
ron por ello perseguidos. Por su parte, los cuaqueros, otra secta surgida del protestantismo
en Inglaterra, llamados luego puritanos, carecian de culto y de jerarquias y se destacaban
por su defensa de la regeneracién personal, los rezos en familia y una moral estricta.
3. Las brujas de Salem es el titulo de una obra teatral de Arthur Miller, inspirada en
los juicios contra la brujeria llevados a cabo en algunos condados de Massachusetts
a finales del siglo xvu. Los mas conocidos ocurrieron en Salem, donde fueros detenidas
y encarceladas mas de 150 personas por acusaciones basadas en los rumores y la his-
teria de una comunidad puritana.

56
de grandes sumas de dinero enterradas por el pirata Kidd bajo los
arboles de la colina, no lejos del pantano. Todos estos tesoros esta-
ban a su disposicién, pues los habia tenido bajo su’ custodia. Y se
ofrecid a darselos a Tomas bajo determinadas condiciones.
Es facil imaginarse qué condiciones eran estas, aunque Tomas
nunca se las confes6 a nadie. Debian de haber sido muy duras por-
que, al parecer, pidid algtiin tiempo para pensarlas, aunque no era
hombre que se detuviera en pequefieces cuando se trataba de dinero.
Al llegar al final del pantano, el extrafio se detuvo.
—Qué prueba tengo yo de que me has dicho la verdad? —pre-
gunto Tomas.
—Aqui esta mi firma —repuso el hombre negro, poniendo uno
de sus dedos sobre la frente de Tomas. Dicho lo cual se dio la vuelta, se
dirigid a la parte mas espesa del bosque y parecid, segin luego lo
contaba Tomas, como si se hundiera en la tierra hasta que no se le
vieron mas que los hombros y la cabeza, hasta que desapareci6 del
todo. Cuando lleg6 a su casa encontr6 que el dedo de aquel extrafio
hombre parecia haberle quemado la frente y que nada podia borrar
su sefial.
La primera noticia que le dio su mujer fue acerca de la repenti-
na muerte de Absalén Crowninshield, el rico bucanero. Los periédi-
cos lo anunciaban con los acostumbrados elogios. Tomas se acord6
del arbol que su negro amigo acababa de derribar y que estaba
a punto de arder. «Que ese filibustero se tueste bien —se dijo—.
¢A quién puede preocuparle eso?» Estaba seguro de que todo lo que
habia oido y visto no era ninguna ilusion.

57
No solia confiar en su mujer, pero como este era un secreto
tan perverso, se mostr6 dispuesto a compartirlo con ella, cuya
avaricia se despert6 al oir hablar del oro enterrado. En cuanto se
enter6, urgid a su marido a cumplir las condiciones del hombre
negro y asi poder asegurarse un tesoro que los haria ricos de por
vida. Por muy dispuesto que hubiera estado Tomas a vender su alma
al diablo, estaba decidido a no hacerlo solo por llevar la contraria a
su mujer. Fueron numerosas y graves las discusiones violentas entre
ambos esposos acerca del asunto, pero cuanto mas hablaba ella,
tanto mas se decidia Tomas a no condenarse por darle gusto a su
mujer. Hasta que, finalmente ella se decidi6 a hacer las cosas por
su cuenta, y, si lograba éxito, a guardarse todo el dinero. Y, como
tenia tan pocos escrupulos como su marido, una tarde de verano
se dirigié al viejo fortin indio. Estuvo ausente muchas horas. Y al
volver, no gast6 muchas palabras, cont6 algo de un hombre negro,
a quien habia encontrado derribando arboles a hachazos. Y poco
mas. Que tenia que volver con una oferta, pero se neg6é a decir lo
que era.
Al dia siguiente y a la misma hora, se dirigié al pantano lle-
vando cargado el delantal. Tomas la esper6 muchas horas en vano.
Llego la medianoche y no aparecié. Llegé la mafiana, el mediodia,
y de nuevo la noche, pero no volvia. El hombre empez6 a intran-
quilizarse cuando advirtiO que se habia llevado consigo un juego
de té de plata y otros objetos de valor. Y pas6é otra noche y otro
dia, y su mujer seguia sin aparecer. En realidad, nunca mas volvié
a oirse hablar de ella.

58

“ath Aba,, »zshAba,,


ee
a Tie

Son tantos los que aseguran saber lo que le ocurrié que, en


realidad, nadie sabe nada. Algunos sostienen que se perdi6 en el
pantano, y que dando vueltas vino a caer en un pozo; otros, menos
Caritativos, suponen que huy6o con el botin y se dirigié a alguna
otra provincia; segun otros, el enemigo malo la atrajo a una tram-
pa, en la que se la encontr6 después. Esta Ultima hipétesis es la
que mantienen algunos lugarefios, segtin los cuales aquella misma
tarde se vio a un hombre negro que salia del pantano con un hacha
y un atadillo hecho con un delantal y con el aspecto de un altivo
triunfador.
La version mas comin sostiene que Tomas se puso tan nervio-
so por el destino de su mujer, que finalmente se decidié a buscarla
en las cercanias del fortin indio y que permaneci6 toda una larga
tarde de verano en aquel tétrico lugar sin poder encontrarla. Hasta
que finalmente, a la hora del crepusculo, cuando empezaban a salir
las lechuzas y los murciélagos, el vuelo de los caranchos* le llam6
la atencién. Miré hacia arriba y observ6 un objeto envuelto en un
delantal que colgaba de las ramas de un Arbol. Un carancho revolo-
teaba cerca, como si vigilara su presa. Tomas se alegr6 al reconocer
el delantal de su mujer y suponer que contuviera todos los objetos
valiosos que se habia llevado.
«Con tal de que recupere yo lo mio —dijo, tratando de con-
solarse—, ya veré cOmo me las arreglo sin ella».

4. El carancho es una rapaz carrofera que habita en los bosques de América del Sur
y anida en grandes arboles.

59
Se acae a

Al trepar por el Arbol, el carancho extendié las alas y huy6


a refugiarse en lo mas sombrio del bosque. Tomas se apoderoé del
delantal, pero para su desesperacién, solo encontr6 dentro un higado
y un corazon.
Probablemente la mujer intent6 proceder con el diablo como
estaba acostumbrada a hacerlo con su marido; pero aunque una
harpia se considera generalmente un buen enemigo del diablo, en
este caso parece que llevé la peor parte. Debio de haber muerto
defendiéndose, pues Tomas not6é numerosas huellas de pies desnudos
alrededor del Arbol; encontr6 ademas un monton de negros e hirsu-
tos cabellos, que indudablemente procedian del lefador.
Tomas se consolé de la pérdida de sus valiosos objetos de
plata con la de su mujer. Hasta sintiO un poco de gratitud hacia el
lefiador negro, considerando que le habia hecho un favor, por eso
trato de seguir cultivando su amistad, aunque durante algun tiempo
sin €xito.
El hombre negro parecia sufrir ahora de timidez, y no era asi,
porque sabe cémo jugar sus cartas cuando esta seguro de tener los
triunfos. Hasta que finalmente, una tarde, cuando Tomas se habia
cansado de esperarlo, lo encontr6 vestido como siempre de lefador,
con su hacha al hombro, recorriendo el pantano y silbando una me-
lodia. Parecié indiferente a los saludos del hombre. Poco a poco, sin
embargo, Tomas llev6 la conversaci6n a donde le interesaba: a las
condiciones con las que obtendria el tesoro del pirata. Pretendia el
hombretoén negro que el dinero encontrado con su ayuda se emplease
a su servicio. Por eso propuso a Tomas que lo dedicara al trafico de

60

»2shAdba,,
| ae» |
Re GP RN TEE IE LEN OE LO EI

esclavos y que fletara un barco dedicado a ese negocio. Tomas se


nego resueltamente a ello, pues por elastica que fuera su conciencia,
ni el mismo diablo podia pedirle que se dedicara al trafico del ébano
humano. El hombre negro, al ver la negativa rotunda de Tomas, no
insistio. Le propuso entonces que se dedicara a prestar dinero, ya
que siempre ha mostrado el diablo un gran interés en que aumenten
los usureros, a quienes considera como hijos suyos. A esto Tomas no
puso objecion, es mas, le result6 una proposicién muy de su agrado.
—El mes pr6ximo abrirds tus oficinas en Boston —dijo el hom-
bre negro.
—Lo haré mafiana mismo, si lo deseas —repuso Tomas.
—Prestaras dinero al dos por ciento mensual.
—Como que hay Dios, que cobraré cuatro —replicd Tomas.
—Hards que te extiendan pagarés, liquidaras hipotecas y lle-
varas a los comerciantes a la quiebra.
—Los mandaré... al diablo... —grit6 Tomas, entusiasmado.
—Serds usurero con mi dinero —afiadio el hombre negro, agra-
dablemente sorprendido—. ;Cuando lo quieres?
—Esta misma noche.
—Trato hecho —dijo el diablo.
—Trato hecho —asintid Tomas.
Se estrecharon la mano y quedé cerrado el negocio.
Pocos dias después, Tomas se encontraba sentado tras su es-
critorio en un banco en Boston. Y pronto se esparciO su reputacion
de prestamista, que entregaba dinero con toda facilidad. Todos se
acordaban de los tiempos en que el pais estaba sumergido bajo un

61

is a
diluvio de papel moneda: se habia fundado el Banco Hipotecario
y producido una loca fiebre de especulacion; la gente desvariaba con
planes de colonizacién y con la construccién de ciudades en la selva.
Los especuladores recorrian las casas con mapas de concesiones,
de ciudades que iban a ser fundadas y de algun El Dorado, situado
nadie sabia donde, pero que todos querian comprar. En una palabra,
la fiebre de la especulacién, que aparece de vez en cuando, habia
creado una situaci6n alarmante; todos somaban con hacer su fortuna
de la nada. Pero como ocurre siempre, la epidemia habia cedido;
el suefio se habia disipado, y con él, las fortunas imaginarias; los
pacientes se encontraban en un peligroso estado de convalecencia y
por todo el pais se ofa a la gente quejarse de los «malos tiempos».
En esos momentos de calamidad publica fue cuando se estable-
cid Tomas como usurero en Boston. Asi que no tardaron en agol-
parse a su puerta los solicitantes. El necesitado y el aventurero, el
especulador, que consideraba los negocios como un juego de baraja;
el comerciante sin fondos, o aquel cuyo crédito habia desaparecido,
en una palabra, todo el que debia buscar por medios desesperados
y por sacrificios terribles, acudia a Tomas.
Este era el amigo universal de los necesitados, sin perjuicio de
exigir siempre buen pago y buenas garantias. Su dureza estaba en
relacion directa con el grado de dificultad de su cliente. Acumulaba
pagarés e hipotecas, esquilmaba gradualmente a sus clientes hasta
dejarlos en la calle como una fruta seca.
De esta manera hizo dinero como la espuma y se convirti6
en un hombre rico y poderoso. Como es costumbre en esta clase

62
de gente, comenzo a edificar una inmensa mansion, pero de puro
miserable no acabé nunca ni de construirla ni de amueblarla. En
el colmo de su vanidad compré un coche, aunque dejaba morir de
hambre a los caballos que tiraban de él; los ejes de aquel vehiculo no
llegaron nunca a saber lo que era el sebo y chirriaban de tal modo
que cualquiera estarfa tentado a tomar ese ruido por los lamentos
de la pobre clientela de Tomas.
A medida que pasaban los afios empezé a reflexionar. De modo
que, después de haberse asegurado todas las buenas cosas de este
mundo comenz6 a preocuparse del otro. Lamentaba el trato que
habia hecho con su amigo negro y se dedic6é a buscar el modo de
engafiarlo. De repente se convirti6 en asiduo visitante de la iglesia.
Rezaba en voz muy alta poniendo toda su fuerza en ello, como si
se pudiera ganar el cielo a fuerza de pulmones. Los demas fieles,
que antes habian dirigido sus pasos por los senderos de la rectitud,
se reprochaban ahora la rapidez con que este recién convertido los
sobrepasaba a todos. Y él se mostraba tan rigido en cuestiones de
religidn como de dinero; era un estricto vigilante y censor de sus
vecinos y parecia creer que todo pecado que ellos cometieran era una
partida a su favor. Llegé incluso a hablar de la necesidad de reiniciar
la persecuci6n de los cudqueros y los anabaptistas. En una palabra,
el celo religioso de Tomas era tan notorio como sus riquezas.
A pesar de todos sus esfuerzos, temia que al fin el diablo se
saliera con la suya y, para que no lo pillara desprevenido, llevaba
siempre una pequefia Biblia en el bolsillo de su levita. Ademas, te-
nia otra mas voluminosa sobre su escritorio y quienes lo visitaban

63

shhbas ” §=6=isthhba.,
lo encontraban a menudo leyéndola. El entonces dejaba sus lentes
entre las paginas del libro como punto de lectura antes de proceder
a sus negocios de usurero. Y cuentan algunos que lo conocian que, a
medida que envejeci6, empez6 a chochear, que previendo préximo
su fin, hizo enterrar uno de sus caballos con herraduras nuevas, en-
sillado y con las patas para arriba por si el dia del Juicio Final todo
se volvia del revés, con lo que tendria una cabalgadura lista para
montar, porque si ocurria lo peor, su amigo tendria que correr s!
queria llevarse su alma. Pero si realmente tomé esa precaucioén, fue en
balde, al menos asi lo afirma la leyenda, que termina de esta manera:
Una tarde calurosa de verano en que se anunciaba una terrible
tormenta, Tomas se encontraba en su escritorio vestido con un traje
mafianero a punto de desahuciar una hipoteca con la que iba a arrui-
nar a un desgraciado especulador. El pobre hombre pedia un par de
meses de prorroga, pero Tomas se impacient6 y se neg6é a concederle
ni un dia mas.
—Eso significa la ruina de mi familia, que quedara en la mi-
seria —decia el endeudado.
—La caridad bien entendida empieza por casa —objet6 Tomas—.
En estos tiempos tan duros debo preocuparme antes por mi mismo.
—Usted ha ganado mucho dinero conmigo —dijo el especulador.
Tomas entonces perdié su paciencia y su piedad.
—Que el demonio me lleve si he ganado un ochavo.
En aquel momento se oyeron tres golpes en la puerta y salié a
ver quién era. Un hombre negro mantenja por la brida a un caballo
del mismo color, que bufaba y golpeaba el suelo con impaciencia.

64
o

~
Ss
- ms

—Tomas, ven conmigo —dijo el hombre negro.


Aunque retrocedi6, era demasiado tarde. Su pequefia Biblia
estaba en la levita, y la grande, debajo de la hipoteca que estaba a
punto de liquidar; no podia haber sido pillado mas desprevenido.
Aquel hombre lo puso en la silla como si fuera un nifio, fustig6
al caballo y se alej6 a galope tendido con Tomas detras de él en me-
dio de la tormenta que acababa de desencadenarse. Sus empleados,
con la pluma detrdas de la oreja, los vieron alejarse desde la ventana.
Asi desaparecid Tomas Walker por las calles, flotando por el
aire su traje mafianero, mientras su caballo a cada brinco hacia
saltar chispas del suelo.
Una persona que vivia en el limite del pantano conté que en el
momento de desencadenarse la tormenta oy6 ruido de herraduras y
aullidos y que, cuando se asom6 a la ventana, vio una figura como la
descrita montada en un caballo que galopaba desbocado a través de
campos y colinas hacia la oscuridad del pantano, en direccion a las
ruinas del fuerte indio y que, poco después de pasar por delante de
su casa, cay6 en aquel sitio un rayo que parecio incendiar todo el
bosque.
Las buenas gentes sacudieron la cabeza y se encogieron de
hombros, pero estaban tan acostumbradas a las brujas, los encan-
tamientos y toda clase de triquifiuelas del diablo, que no se horro-
rizaron tanto como podia esperarse.
De las propiedades de Tomas nada habia que administrar, pues,
al revisar sus cofres, se descubri6 que todos sus pagarés e hipotecas
estaban reducidos a cenizas.

1s hbhbhar,. er rhhba..
En lugar de oro y plata, su caja de hierro solo contenia piedras;
en vez de dos caballos medio muertos de hambre en sus caballeri-
zas, se encontraron solo dos esqueletos. Y al dia siguiente su casa
ardio hasta los cimientos.
Este fue el fin de Tomas Walker y de sus riquezas. Que todas
las personas excesivamente amantes del dinero se miren en su espejo.
Ademas es imposible dudar de la veracidad de esta historia, pues aun
puede verse bajo los arboles el pozo del que desenterr6 el tesoro del
capitan Kidd; y en las noches tormentosas, alrededor del pantano
y del viejo fortin indio, aparece una figura a caballo vestida con
un traje mafianero que sin duda es el alma del usurero. De hecho,
la historia ha dado origen a un proverbio, tan popular en Nueva
Inglaterra acerca de «El Diablo y Tomas Walker».

rit
El almohadon de plumas
HORACIO QUIROGA

E] uruguayo Horacio Quiroga (1879-1937) es un gran maestro de cuen-


tistas, a quien el descubrimiento de la selva de Misiones, entre Argen-
tina y Uruguay, lo Ilev6 a vivir fundido con el paisaje natural, de don-
de habria de tomar luego los ambientes y personajes de la mayoria de
sus cuentos, cerca de doscientos publicados en revistas y antologias.
Ocho de ellos se publicaron en 1918 bajo el titulo de Cuentos de la
Selva; de 1917 son sus Cuentos de amor, de locura y de muerte, libro
al que corresponde este relato en torno al pavoroso monstruo invisible.

\. U LUNA DE MIEL fue un largo escalofrio. Rubia, angelical y


timida, el caracter duro de su marido helo sus sofiadas nifierias de
novia. Lo queria mucho, sin embargo, a veces con un ligero estreme-
cimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una
furtiva mirada a la alta estatura de Jordan, mudo desde hacia una
hora. El, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses —se habian casado en abril— vivieron una
dicha especial.

67
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rigido
cielo de amor, mas expansiva e incauta ternura; pero el impasible
semblante de su marido la contenia siempre.
La casa en que vivian influia un poco en sus estremecimien-
tos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas
de marmol— producia una otofal impresion de palacio encantado.
Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el mas leve rasgufio en las
altas paredes, afirmaba aquella sensacion de desapacible frio. Al
cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa,
como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extrafio nido de amor, Alicia paso todo el otofio. No
obstante, habia concluido por echar un velo sobre sus antiguos sue-
fos, y aun vivia dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada
hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza’
que se arrastro insidiosamente dias y dias; Alicia no se reponia nun-
ca. Al fin una tarde pudo salir al jardin apoyada en el brazo de él.
Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordan, con honda
ternura, le paso la mano por la cabeza, y Alicia rompié enseguida
en sollozos, echandole los brazos al cuello.
Llor6 largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto
a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardan-
dose, y atin qued6 largo rato escondida en su cuello, sin moverse
ni decir una palabra.

1. La influenza es un tipo de virus causante de la gripe.

68

haa, »2shAAba,, 2shAAdba,.,


Rie ee ee ee EE Ge ee i Ge 2 SE Saree eae as SC

Fue ese el ultimo dia que Alicia estuvo levantada. Al dia si-
guiente amaneci6 desvanecida. El médico de Jordan la examiné con
suma atencion, ordendndole calma y descanso absolutos.
—No sé —le dijo a Jordan en la puerta de calle, con la voz to-
davia baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin v6-
mitos, nada... Si mafiana se despierta como hoy, llameme enseguida.
Al otro dia, Alicia seguia peor. Hubo consulta. Se le diagnos-
tic6 una anemia aguda, completamente inexplicable. Alicia no tuvo
mas desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el dia el
dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasa-
banse horas sin oir el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordan vivia
casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseadbase sin
cesar de un extremo a otro, con incansable obstinacion. La alfombra
ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguia su
mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez
que caminaba en su direccion.
Pronto Alicia comenzé a tener alucinaciones, confusas y flo-
tantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La
joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacia sino mirar
la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche
se qued6 de repente mirando fijamente. Al rato abrié la boca para
gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
—jJordan! jJordan! —clamé, rigida de espanto, sin dejar de
mirar la alfombra.
Jordan corrié al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un
alarido de horror.

69
—jSoy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo mir6 con extravio, miré la alfombra, volvid a mirar-
lo, y después de largo rato de estupefacta confrontacion, se sereno.
ae
Nl)
ae
A
|a
Sonrio y tomo entre las suyas la mano de su marido, acariciandola
temblando.
Entre sus alucinaciones mas porfiadas, hubo un antropoide,
apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenia fijos en ella
los ojos.
Los médicos volvieron inttilmente. Habia alli delante de ellos
una vida que se acababa, desangrandose dia a dia, hora a hora, sin
saber absolutamente como. En la ultima consulta Alicia yacia en es-
tupor mientras ellos la pulsaban, pasandose de uno a otro la mufieca
inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
—Pst... —Se encogio de hombros desalentado su médico—. Es
un caso serio..., poco hay que hacer...
—jSolo me faltaba eso! —resopl6 Jordan. Y tamborileo brus-
camente sobre la mesa.
SPAT
ORL
TE
PEE
ATR
IE
APBE

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de


tarde, pero que remitia siempre en las primeras horas. Durante el
dia no avanzaba su enfermedad, pero cada mafiana amanecia livida,
en sincope casi. Parecia que Gnicamente de noche se le fuera la vi-
da en nuevas alas de sangre. Tenia siempre al despertar la sensacion
de estar desplomada en la cama con un millon de kilos encima. Desde
el tercer dia este hundimiento no la abandon6é mas. Apenas podia
mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aun que le
arreglaran el almohadon.

71
Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos
_.que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la
colcha.
Perdié luego el conocimiento. Los dos dias finales deliré sin
cesar a media voz. Las luces continuaban finebremente encendidas
en el dormitorio y la sala. En el silencio agonico de la casa, no se
oia mas que el delirio monétono que salia de la cama, y el rumor
ahogado de los eternos pasos de Jordan.
Muri6, por fin. La sirvienta, que entré después a deshacer la
cama, sola ya, mir6 un rato extranada el almohadon.
—jSenor! —llam6 a Jordan en voz baja—. En el almohadon —
hay manchas que parecen de sangre.
Jordan se acerc6 rapidamente Y se doblo a su vez. Efectiva-
mente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que habia dejado
la cabeza de Alicia, se veian manchitas oscuras.
—Parecen picaduras —murmuro la sirvienta después de un
rato de inmovil observacion.
—Levantelo a la luz —le dijo Jordan.
La sirvienta lo levant6, pero enseguida lo dejo caer, y se que-
d6 mirando a aquel, livida y temblando. Sin saber por qué, Jordan
sintid que los cabellos se le erizaban.
— Qué hay? —murmuré6 con la voz ronca.
—Pesa mucho —articulé la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordan lo levant6; pesaba extraordinariamente. Salieron con
él, y sobre la mesa del comedor Jordan corté funda y envoltura de
un tajo.

»2shAAda,., »2shhada,,
Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de ho-
rror con toda la boca abierta, llevandose las manos crispadas a los
bandos: sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las pa-
tas velludas, habia un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa.
Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia habia caido en cama, habia
aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las
sienes de aquella, chupandole la sangre. La picadura era casi imper-
ceptible. La remoci6n diaria del almohadon habia impedido sin duda
su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succi6n fue
vertiginosa. En cinco dias, en cinco noches, habia vaciado a Alicia.
Estos parasitos de las aves, diminutos en el medio habitual,
llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La
sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro
hallarlos en los almohadones de pluma.

eh hAbbhaag, .2hhAba,,
ae

El hombre que rie


VICTOR Huco

El escritor romantico francés Victor Hugo (1802-1885) cultivo todos


los géneros y especialmente la novela. Los Miserables, Nuestra Seno-
ra de Paris, Hernani, obras en que quiso plasmar su vision critica de
la sociedad burguesa. En este fragmento de su novela El hombre que
rie descubrimos que, para Gwynplaine —-un nifio deforme y bondado-
so-, un muerto ya es un fantasma, y el autor desarrolla esta idea de un
modo tan magistral, que provoca en el lector parecido terror. La obra,
ambientada en el siglo xvi y Ilevada al cine y al comic, formaba par-
te de una trilogia que el autor nunca termino y esta poblada de seres
peculiares: un saltimbanqui, una chica ciega o este pequefio monstruo
desdichado que tanto recuerda al jorobado de Notre Dame.

UAT

E L NINO ESTABA ANTE AQUELLA COSA, mudo, aténito, con


la mirada fia. Para un hombre habria sido una horca; para el nifio
era una aparicion. Donde el hombre habria visto un cadaver, el nifio
veia un fantasma. No comprendia nada.
Las atracciones del abismo son infinitas; habia una en lo alto
de esta colina. El nifio dio un paso, luego dos. Aunque deseaba

wbhbba,, aah hba,.


bajar, subid; aunque deseaba alejarse, se acercd. Se acerc6, audaz
y tembloroso, a conocer al fantasma.
Cuando llego bajo la horca, levanté el rostro y lo examino.
El fantasma estaba alquitranado. Brillaba aqui y alla. El nifio
no distinguia la cara. Estaba embadurnada con alquitran, y esta
mascara que parecia viscosa y pegajosa se modelaba bajo los re-
flejos de la noche. El nifio vefa lo que era un agujero, la nariz; la
boca, que era otro agujero, y los ojos, agujeros también. El cuerpo
estaba envuelto y parecia atado con una burda tela empapada de
nafta. La tela se habia enmohecido y roto. Una rodilla la atrave-
saba. Una raja mostraba las costillas. Algunas partes eran cadaver;
otras, esqueleto. El rostro tenia el color de la tierra; las babosas
que lo recorrieron habian dejado tenues cintas de plata. La tela,
adherida a los huesos, marcaba relieves, como un vestido de estatua.
El craneo, hendido y abierto, mostraba la resquebrajadura de una
fruta podrida. Los dientes todavia humanos, conservaban la risa.
Un resto de grito parecia resonar en la boca abierta. Tenia algo de
barba en las mejillas. La cabeza, inclinada, parecia estar atenta.
Habia sido arreglada recientemente. El rostro tenia alquitran fresco,
igual que la rodilla que sobresalia de la tela y las costillas; los pies
asomaban por abajo.
Justo debajo, en la hierba, se veian dos zapatos, deformados
por la nieve y las lluvias. Habian caido del muerto.
El nino, descalzo, mir6 estos zapatos.
El viento, cada vez mas inquietante, amainaba y arreciaba,
como cuando se avecina una tempestad; hacia unos minutos que

wr ¥' Aaa, SES


"Pn Sm P= FAS «

habia cesado. El cadaver ya no se movia. La cadena estaba inmovil,


como el hilo de la plomada.
Como todos los recién llegados a la vida y bajo la especial pre- aee
eedae

sion de su destino, el nifio sentia ese despertar de las ideas propias


de los jévenes, que intentan abrir el cerebro, como los picotazos del
pajaro en el huevo; pero todo lo que en ese momento poseia en su
pequefia conciencia se traducia en asombro. El exceso de sensacio-
nes, como un exceso de aceite, conduce a la asfixia del pensamiento.
Un hombre se habria planteado algunas preguntas, el nifio no lo oil,
pad
1S
eit
Dac
Db
FUE
>

hacia, solo observaba.


El alquitran daba a aquel rostro un aspecto himedo. Gotas re
}i

de bettin congeladas en lo que fueron los ojos, parecian lagrimas.


En el resto, gracias al betun, los estragos de la muerte eran apenas
visibles, casi nulos, apenas un pequefio deterioro. Lo que el nifio
tenia ante si era algo que habia sido cuidado. Este hombre era sin
lugar a dudas valioso. No quisieron mantenerlo vivo, pero si con-
servarlo muerto.
La horca era vieja, carcomida aunque sdlida, y servia desde
hacia mucho tiempo.
Era una costumbre inmemorial en Inglaterra alquitranar a los
contrabandistas. Se les colgaba a orillas del mar, se les embadurnaba
con bettn y, luego, se les abandonaba colgados; los ejemplos han
de estar al aire libre como escarmiento y los ejemplos alquitranados
se conservan mejor. De este modo no era necesario renovar tantas
veces a los colgados. Se colocaban horcas a lo largo de la costa,
como en la actualidad las farolas. El ahorcado ocupaba el lugar de

76 Oe
a
ae
ny
ee
ee
eS
OT
PO
ee
ee
la luz. Alumbraba, a su manera, a sus compaferos contrabandistas.
De lejos, en el mar, los contrabandistas veian las horcas. Aqui tene-
mos uno, primera advertencia; luego otro, segunda advertencia. No
obstante, esto no impedia el contrabando; pero el orden consiste en
esto. Esa moda duro en Inglaterra hasta principios de siglo. En 1822
todavia se podian ver ante el castillo de Douvres tres ahorcados,
embadurnados. Por otra parte, este procedimiento de conservaci6n
no solo se aplicaba a los contrabandistas. Inglaterra lo utilizaba
también para los ladrones, incendiarios y asesinos. John Painter,
que incendio los almacenes maritimos de Portsmouth, fue colgado y
cubierto de alquitran en 1776. El abate Coyer, que le llamaba Juan
el Pintor, lo vio en 1777.
John Painter estaba colgado y atado encima de la ruina que él
mismo habia provocado y era embadurnado de vez en cuando. Este
cadaver se conservo, casi podria decirse que vivid, cerca de catorce
afios. Todavia prestaba un buen servicio en 1788. En 1790 tuvo
que ser reemplazado. Los egipcios obedecian a la momia del rey; la
momia del pueblo, por lo que parece, puede ser también de utilidad.
El viento, que soplaba muy fuerte sobre el monticulo, habia
despejado la nieve. Crecia la hierba con algunos cardos. La colina
estaba tapizada por ese césped marino, espeso y raso, que daba el
aspecto de sabanas verdes a la cuspide de los acantilados. Bajo el ca-
dalso, justo debajo de los pies del ajusticiado, habia una mata alta
y espesa, inaudita en ese suelo arido. Los cadaveres esparcidos alli
desde la antigiiedad explicaban el esplendor de aquella mata. La
tierra se alimenta del hombre.

77
Una lGgubre fascinacién se habia apoderado del nifio. Perma-
necia alli boquiabierto. Solo inclin6 la frente un minuto, porque una
ortiga le picé en las piernas y crey6 que era un animal. Se enderezo.
Contemplaba encima de él aquel rostro que lo miraba. Le miraba
con mas fuerza puesto que no tenia ojos. Era una mirada esparcida,
de una fijeza inexpresable que poseia la luz y las tinieblas, y que
surgia del craneo, de los dientes y del arco ciliar’. Toda la cabeza
del muerto mira, es aterrador. No tiene pupilas y uno se siente ob-
servado. El horror de las larvas.
Poco a poco, el propio nifio se convirtié en algo horrible. Ya no
se movia. Le invadfa el entumecimiento. No se daba cuenta de que
perdia el sentido. Se adormecia y anquilosaba. El invierno le llevaba
silenciosamente hacia la noche. Tiene algo de traidor el invierno. El
nifio era casi una estatua. La piedra del frio penetraba en sus huesos;
la sombra, como un reptil, se cernia sobre él. El adormecimiento
que sale de la nieve penetra en el hombre como una marea oscura;
el nifio fue lentamente invadido por una inmovilidad parecida a la
del cadaver. Estaba a punto de dormirse.
En la mano del suefio esta el dedo de la muerte. El nifio se
sentia atrapado por esa mano. Estaba a punto de caer bajo la horca.
Ya no sabia si estaba de pie. El fin siempre inminente, ninguna tran-
sicion entre ser o no ser, la vuelta al crisol, el posible deslizamiento
en cualquier minuto, este principio es la creacién. Ley.

1. El arco ciliar es el hueso del craneo que forma un arco prominente al nivel de las
cejas.

»zshAAdba,,
Todavia un instante, el nifio y el difunto, la vida en proyecto
y la vida en ruinas, se confundirfan en la desaparicién misma.
El espectro parecié6 comprenderlo y no desearlo. De stbito
se puso en movimiento, como si quisiera advertir al nifo. Era una
rafaga de viento. No habia nada més extrafio que aquel muerto en
movimiento.
El cadaver al final de la cadena, empujado por el soplo invisi-
ble, se ponia oblicuo, subia hacia la izquierda, volvia a caer y subia
de nuevo con la lenta y ftinebre precisi6n de un badajo. Un feroz
vaiven. Parecia el balanceo del reloj de la eternidad en las tinieblas.
Esto dur6 unos minutos. El nifio, ante esta agitacién del muerto,
despert6 y, ante su enfriamiento, sintid miedo. La cadena, a cada
oscilacion, chirriaba con una horrorosa regularidad. Parecia tomar
fuerzas, luego volvia a empezar. Este chirriar imitaba el canto de
la cigarra.
La proximidad de una borrasca produce sutbitas oleadas
de viento, y de golpe la brisa se volvié viento. La oscilacion del
cadaver se acentuo ligubremente. Ya no era un balanceo, eran
sacudidas.
La cadena que chirriaba grit. Pareci6 que ese grito habia sido
oido. Si era una llamada fue obedecida. Del fondo del horizonte
acudié un enorme ruido. Era un ruido de alas.
Sucedio un incidente, el tempestuoso incidente de los cemente-
rios y de las soledades, la llegada de una bandada de cuervos. Ne-
gras manchas voladoras puntearon la nube, atravesaron las brumas,
aumentaron, se acercaron, se amalgamaron, se concentraron y se

79

arden
dirigieron hacia la colina graznando. Era como la Ilegada de la le-
gion. Aquella canalla alada de las tinieblas se cernia sobre el cadalso.
El nino, asustado, retrocedio.
Los enjambres obedecen mandatos. Los cuervos se habian
agrupado sobre la horca. No habia ninguno sobre el cadaver. Ha-
blaban entre si. El graznido es horripilante. Gritar, silbar, rugir,
forman parte de la vida; graznar es una aceptaciOn satisfecha de la
putrefaccién. Creemos oir el ruido que hace el silencio del sepulcro
al romperse. El graznido es una voz que contiene la noche. El nicho
estaba helado. Mas por el miedo que por el frio.
Los cuervos callaron. Uno de ellos salt6 sobre el esqueleto, fue
la seal. Todos se precipitaron, hubo una nube de alas, luego todas
las plumas se cerraron y el colgado desaparecio bajo un hormigueo
de bombillas negras que se movian en la oscuridad. En ese momento
el muerto se movi0. a
gat
pie
ce
ar
ic
tH
Sil
la
alli
tll
Oi
Ene
SBM
bM
aa
lig
pI
Aa6eA

cEra él? :Era el viento? Dio un salto espantoso. El huracan,


que subia, parecia acudir en su ayuda. El fantasma entr6 en con-
vulsion. Era la rafaga que ya soplaba intensamente, que se habia
apoderado de él y lo movia en todas direcciones. Fue horrible. Em-
pezo a moverse. Espantoso mufieco cuyo bramante era la cadena
del cadalso. Alguin parodista de las sombras cogia su hilo y jugaba
con esa momia. Dio la vuelta y salt6, como dispuesta a dislocarse.
Los pajaros, asustados, huyeron. Fue como un rechazo a todas esas
bestias infames. Luego volvieron. Entonces empez6 la lucha.
El muerto parecia animado por una monstruosa vida. Las ra-
fagas lo levantaban como si fueran a llevarselo; parecia debatirse y

82

CO
Oa
esforzarse en huir; su argolla se lo impedia. Los pdjaros reflejaban
todos sus movimientos, retrocediendo, lucgo precipitandose, asus-
tados pero con encarnizamiento.
Por un lado, una extrafia huida ensayada; por el otro, la per-
secucion de un encadenado. El muerto, empujado por los espasmos
del viento, se sobresaltaba, sufria golpes, accesos de célera, iba,
venia, subia, bajaba, rechazando el enjambre esparcido. EJ muerto
era el mazo, el enjambre, polvo. La feroz bandada de asaltantes no
soltaba Ia presa y se obstinaba.
El muerto, como enloquecido por esta pandilla de picos, mul-
tiplicaba en el vacio sus golpes ciegos, que parecian los golpes de
una piedra atada a una honda. Habia momentos en que todas las
gattas y todas las alas estaban sobre d, luego nada; eran desmayos
de la horda seguidos de un contraataque feroz. Horrible suplicio
que continuaba m4s alla de la vida. Los pajaros parecian frenéticos.
Los condenados, en el infierno, deben dejar paso a enjambres
parecidos. Arafiazos, picotazos, graznidos, trozos arrancados que
ya Ni siquiera eran de carne, crujidos del cadalso, magulladuras del
cadaver, ruido de los hierros, gritos de la rafaga, tumulto, no existe
lucha m4s lagubre. Un fantasma contra los diablos. Una especie de
combate espectral.
A veces, al aumentar el viento, el ahorcado giraba sobre si
mismo, se encaraba al enjambre por todos los lados, parecia correr
tras los pajaros y se diria que sus dientes intentaban morder. Tenia
el viento a su favor y la cadena en contra, como si los dioses negros
se entremezclasen. El hurac4n participaba en la batalla.

43
El muerto se torcia, la bandada de pajaros volaba en espiral
sobre él. Era girar en un torbellino.
Abajo se ofa un inmenso fragor, el mar.
El nifio veia este suefio. De repente, todo su cuerpo empezo
a temblar, un escalofrio lo recorrid por completo, se tambaled,
se estremecid, estuvo a punto de caer, se volvid, se apreto la frente
con las manos como si fuera un punto de apoyo y, salvaje, desme-
lenado por el viento, bajando la colina a grandes zancadas, con los
ojos cerrados, casi transformado en un fantasma de si mismo, huy6
dejando tras de si aquel tormento en la noche.

ssshAba,, »2shAdba,,
se
La bestia en la cueva
H. P. Lovecrarr

Este es uno de los primeros relatos del autor, escrito a los quince afios
de edad como imitacion del género gético, en el que se iniciaba. Sus
cucntos nos hablan de espiritus malignos y mundos oniricos, poblados
de bestias y sexes extraiios, pesadillas,
muerte y locura, porque quieren
expresas la soledad y Ja pequefiez del ser humano frente a un universo
infinito
y hostil.

VY

L A HORRIBLE SUPOSICION que se habia ido abriendo camino


€m mi 4nimo poco a poco era ahora una terrible certeza. Estaba
perdido por completo, perdido sin esperanza en aquel inmenso y
laberintico recinto de la caverna de Mamut. Dirigiese a donde di-
_ ‘figiese mi vista, por m4s que Ja forzara, no lograba encontrar nin-
gin objeto que me sirviese de punto de referencia para alcanzar el
camino de salida. No podia albergar la menor esperanza de volver
a contemplar ya nunca mds la bendita luz del dia, ni de pasear por
los valles y las colinas del hermoso mundo exterior.

85
La esperanza se me habja desvanecido. A pesar de todo, edu-
cado como estaba por una vida entregada por entero de estudios
filos6ficos, senti una cierta satisfaccién de estar comportandome sin
apasionamiento como lo hacia. Habia leido con frecuencia la angus-
tia y obsesiOn en que cafan las victimas de situaciones similares a la
mia, y sin embargo no experimenté nada de todo eso, es mas, logré
permanecer tranquilo en cuanto comprendi que estaba perdido.
Y tampoco me hizo perder la compostura un solo instante la
idea de que era muy probable que hubiese vagado hasta mas alla de
los limites en los que seguramente me buscarian. Si tenia que morir,
pensé, aquella caverna tan terrible como majestuosa seria un sepul-
cro mejor que el que pudieran ofrecerme en cualquier cementerio;
asi que habia en esta reflexi6n una dosis mayor de tranquilidad que
de desesperacion.
Mi destino final seria perecer de hambre, estaba seguro de ello.
Sabia que algunos se habian vuelto locos en circunstancias como
esta, pero yo no pensaba acabar asi. El unico causante de mi des-
gracia era yo por haberme separado del grupo de visitantes sin que
el guia lo advirtiera. Y, después de vagar durante una hora aproxi-
madamente por las galerias prohibidas de la caverna, me senti inca-
paz de volver atras por los mismos vericuetos tortuosos que habia
seguido desde que abandoné a mis compaferos.
Mi antorcha comenzaba a extinguirse, pronto me hallaria en
la oscuridad mas absoluta de las entrafias de la tierra. Y, mientras
me encontraba bajo la luz mortecina y evanescente que atin daba,
medité sobre las circunstancias exactas en las que se produciria mi

86
proximo final. Recordé los relatos que habia escuchado acerca de
la colonia de tuberculosos que establecieron su residencia en estas
mismas grutas inmensas con la esperanza de encontrar la salud en
el aire sano del mundo subterrdneo, cuya temperatura era uniforme
y en cuya quietud se sentia una apacible sensacion, y que, en vez de
la salud, habian encontrado una muerte horrible.
Al pasar junto a ellas con el grupo de visitantes, habia visto
las tristes ruinas de sus viviendas rudimentarias; y me habia pregun-
tado qué clase de influencia podia ejercer sobre alguien tan sano y
vigoroso como yo una estancia prolongada en esta caverna inmensa
y silenciosa. Y, mira por dénde, me dije, ahora habia llegado mi |
oportunidad de comprobarlo, suponiendo que la necesidad de ali-
mentos no apresuraba mi fallecimiento.
Sin rendirme, y mientras se desvanecian en la oscuridad los
ultimos destellos espasmédicos de mi antorcha, resolvi no dejar
piedra sin remover, ni despreciar ningin medio de posible fuga, de
modo que, haciendo toda la fuerza que pude con mis pulmones,
proferi una serie de fuertes gritos, con la esperanza de que mi be-
rrido atrajese la atencién del guia. Sin embargo, mientras gritaba
desganitandome, pensé que mis llamadas no tenian objeto y que
mi voz, aunque resonara amplificada por los muros de aquel negro
laberinto que me rodeaba, no alcanzaria a mds oidos que a los
mios propios.
Y sin embargo, de repente me sobresalte a imaginar —porque
seguro que no era mas que cosa de mi imaginacién— que se escu-
chaba un suave ruido de pasos que se aproximaban por el rocoso

88

haa ee
ae] ee NEA rte aD
Aa dle ssh Mba,
pavimento de la caverna. ¢Y si en realidad estaba a punto de recupe-
rar por fin la libertad? ¢Y si habjan sido inttiles todas mis horribles
aprensiones? ¢Se habria dado cuenta el guia de mi ausencia en el
grupo y habria seguido mi rastro por el laberinto de piedra caliza?
Alentado por tantas halagiiefias dudas como me afloraban en
la imaginaci6on, me senti dispuesto a volver a pedir socorro a gritos
para que me encontraran lo antes posible. Pero mi gozo se vio de
repente convertido en horror: mi oido, que siempre habia sido muy
fino y que estaba ahora mucho mas agudizado gracias al largo y
completo silencio de la caverna, me trajo a la mente la sensacién
inesperada y angustiosa de que aquellos pasos no eran los de ningun
ser humano. De haber sido los pasos del guia, que sé que llevaba
botas, hubieran sonado como una serie de golpes agudos y cortantes
en la quietud ultraterrena de aquel lugar. En cambio, estos impactos
parecian mas blandos y cautelosos, como causados por las garras
de un felino. Ademas, al escuchar con mas atencién, me parecid
distinguir las pisadas de cuatro patas en lugar de dos pies.
Quedé entonces convencido de que mis gritos habian desperta-
do y atraido a alguna bestia feroz, quiza a un puma que se hubiera
extraviado accidentalmente en el interior de la caverna. Y consideré
que tal vez el Todopoderoso hubiera elegido para mi una muerte mas
rapida y piadosa que la que hubiera padecido por hambre. Pero el
instinto de conservaciOn, que nunca duerme del todo, se agito en mi,
y, aunque la posibilidad de escapar del peligro que se aproximaba
era inutil y solo conseguiria prolongarme mas el sufrimiento, decidi
vender mi vida lo mas cara posible ante quien me atacara.

89
, » 9

ie
Por extrafio que parezca, solo podia atribuir al visitante que
fuera intenciones hostiles. Asi pues, me quedé muy quieto, con la
esperanza de que la bestia o lo que fuera, al no escuchar ningun
sonido que le diera la pista de donde estaba, perdiese el rumbo, lo
mismo que me habia sucedido a mi, y pasase de largo a mi lado. Pero
no, no iba a tener tanta suerte: aquellos extrafios pasos avanzaban
sin titubear. Era mds que evidente que el animal habia sentido mi
olor, que sin duda podia olfatear a gran distancia en una atmosfera
tan poco contaminada de otros aromas como la caverna.
Me di cuenta, por tanto, de que debia estar armado para de-
fenderme de un misterioso e invisible ataque en la oscuridad y tanteé
a mi alrededor en busca de los mayores fragmentos de roca que
pudiera palpar entre los esparcidos por todas partes en el suelo. Y,
tomando uno en cada mano, esperé con resignaci6on la inevitable
presencia.
Mientras tanto, las horrendas pisadas de las zarpas se aproxi-
maban. La verdad es que resultaba bastante extrafia la conducta
de aquella criatura, porque, la mayor parte del tiempo, las pisadas
parecian ser las de un cuadrtpedo que caminara con una singular
falta de concordancia entre las patas anteriores y posteriores, y sin
embargo, a ratos, me parecia que tan solo eran dos patas las que se
acercaban. Y me preguntaba cual seria la especie de animal que
venia a enfrentarse conmigo. Debia de tratarse de alguna bestia
desafortunada que habia pagado cara como yo la curiosidad que
la habia llevado a investigar una de las entradas de la gruta y le
reservaba un confinamiento de por vida en su interior. Seguramente

90

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habia podido sobrevivir a base de los peces ciegos, los murciélagos


y las ratas de la caverna, arrastrados a su interior en cada crecida
del Rio Verde, que comunica cualquiera sabe por dénde con las
aguas subterraneas.
Asi ocupé mi terrible vigilia, con grotescas conjeturas sobre
las alteraciones que podria haberle producido la vida en la caverna
a aquel enigmatico animal. Recordé, por ejemplo, la terrible apa-
riencia que la imaginaci6n popular atribuia a los tuberculosos que
habian muerto alli tras una larga permanencia en las profundida-
des. Entonces recordé sobresaltado que, aunque llegase a derrotar
a mi enemigo, jamas podria averiguar cual era su forma y aspecto,
ya que mi antorcha se habia extinguido hacia tiempo y yo estaba
por completo desprovisto de cerillas. La tensidn se hizo entonces
tremenda. Mi fantasia dislocada hacia surgir formas terribles y te-
rrorificas en medio de la oscuridad que me rodeaba y que parecia
verdaderamente apretarse en torno de mi cuerpo. A punto estuve de
dejar escapar un agudo grito, aunque aquella hubiera sido la mayor
de las temeridades, y si no lo hice fue porque me faltaron el aire y la
voz. Me sentia petrificado, clavado al lugar en donde me encontraba.
Dudaba de que mi mano derecha pudiera lanzar la piedra contra la
cosa que se acercaba cuando llegase el momento.
Aquel decidido «pat, pat» de las pisadas estaba ya casi al al-
cance de mi mano; luego, mas cerca. Podia incluso escuchar la
trabajosa respiraci6n del animal y, aunque paralizado por el terror,
comprendi que debia de haber recorrido una considerable distancia
a juzgar por lo fatigado que estaba.

OI

a ¥ ine ay
De pronto se rompié el hechizo. Guiada por mi sentido del
oido mi mano lanz6 con todas sus fuerzas la piedra afilada hacia
el punto en la oscuridad de donde procedia aquella respiracion tan
intensa y creo que alcanzé su objetivo, porque escuché como la cosa
saltaba y volvia a caer a cierta distancia y alli parecio detenerse.
Después de reajustar mi punteria, descargué un segundo pro-
yectil, con mayor efectividad esta vez, pues oi caer la criatura, ven-
cida por completo, y estaba seguro de que la habia dejado inmovil
en el suelo. Casi agobiado por el alivio que me invadio, me apoyé en
la pared. La respiracién de la bestia se seguia oyendo en forma
de jadeantes y pesadas exhalaciones, por eso supuse que no habia
hecho mas que dejarla malherida. Y entonces perdi todo deseo de
examinarla.
Finalmente, sentia un miedo tan intenso e irracional, que ni
me acerqué al cuerpo yacente ni quise seguir arrojandole piedras
para acabar con él. En lugar de esto, decidi echar a correr a toda
velocidad por el trayecto por el que creia que habia llegado hasta
alli. Y de pronto escuché un sonido, o mas bien una sucesién de
sonidos que al momento se habian convertido en agudos chasquidos
metalicos. Esta vez si que no habia duda de que era el guia. En-
tonces grité, aullé, rei incluso de alegria al contemplar en el techo
abovedado el débil fulgor de una antorcha que se acercaba. Corri al
encuentro del resplandor y, antes de que pudiese comprender lo que
habia ocurrido, me hallaba postrado a los pies del guia y besaba
sus botas mientras balbuceaba, sin el menor pudor ni vergiienza,
explicaciones sin sentido, como un idiota. Contaba con frenesi mi

Q2

“sph Aba,, »2shAba,,


SIRT LAS LE ae SO EP RR eg OR

terrible historia a la vez que abrumaba a quien me escuchaba con


exageradas expresiones de gratitud.
Volvi por ultimo a mi estado normal de conciencia. El guia ha-
bia advertido mi ausencia cuando ya regresaba el grupo a la entrada
de la caverna y, guiado por su propio sentido de la orientaci6n, se
habia dedicado a explorar a conciencia los pasadizos laterales que
se extendian mas alla del lugar en que habiamos hablado juntos. Has-
ta que localiz6 mi posicién tras una bisqueda de mas de tres horas.
Después de que me cont6 esto, yo, acaso envalentonado por su
antorcha y por su compafiia, me puse a pensar en la extrajfia bestia
a la que habia herido en la oscuridad, a poca distancia de alli, y le
sugeri que, con la ayuda de la antorcha, averiguasemos qué clase de
criatura habia sido mi victima. Asi que volvi sobre mis pasos hasta
el escenario de la terrible experiencia.
Pronto descubrimos ambos en el suelo un objeto blanco, mas
blanco incluso que la reluciente piedra caliza. Nos acercamos con
cautela y dejamos escapar una simultanea exclamacion de asombro.
Porque aquel era el mas extrafio de los monstruos que ninguno de
los dos habia contemplado en toda nuestra vida.
Result6 tratarse de un mono antropoide de grandes propor-
ciones, escapado quiza de algtin zooldgico ambulante: su pelaje era
blanco como la nieve, cosa que sin duda se debia a la calcinadora
accion de una prolongada permanencia en el interior de los negros
confines de las cavernas, y era sorprendentemente escaso y escaseaba
en casi todo el cuerpo, salvo en la cabeza, donde era tan abundante
y tan largo que le caia sobre los hombros. Tenia la cara vuelta del

95
lado opuesto a donde estabamos, pues la criatura yacia en el suelo
directamente sobre ella. La inclinacién de sus pies y manos era algo
peculiar y explicaba por qué la bestia avanzaba a veces a cuatro
patas y a veces solo a dos, como habia yo apreciado en la oscuridad.
De las puntas de sus dedos salian unas ufias largas como de rata.
Pero sus pies no eran prensiles, como cabia suponer. Eso lo atribui
a su larga residencia en la caverna que, como ya he dicho, parecia
también la causa evidente de su absoluta blancura casi ultraterrena.
Yepareciascareceridexcola:
Su respiracion se habia debilitado mucho. Cuando el guia sacé
su pistola con intencién de dar a la criatura el tiro de gracia para
rematarlo, de pronto un extrafio e inesperado gemido hizo que el
arma se le cayera de las manos. No resulta facil describir la natu-
raleza de aquel sonido, pues no tenia el tono de ninguna especie
conocida de simios. Yo me preguntaba si aquella especie de estertor
no seria sino resultado del silencio que durante tanto tiempo habia
mantenido, roto ahora por la repentina presencia de la luz que traia
la antorcha. Lo cierto es que aquel inquietante gemido que se pa-
recia a un intenso parloteo indescifrable aun continuaba oyéndose,
aunque cada vez mas débil. De pronto, un fugaz espasmo de energia
brot6 del cuerpo del animal. Sus garras hicieron un movimiento
convulsivo y sus brazos y piernas se contrajeron. Con aquella con-
vulsion, el cuerpo rod6 sobre si mismo, de modo que la cara quedé
vuelta hacia nosotros.
Yo me quedé en ese instante tan petrificado de espanto ante
aquella mirada que no me percibi de nada mas. Eran negros aquellos

94

TVs coa rly ORR wept Abas,


ojos, de una negrura profunda que contrastaba con la extrema blan-
cura de la piel y el cabello. Como los de otras especies cavernicolas,
estaban profundamente hundidos en sus 6rbitas y completamente
desprovistos de iris. Cuando los pude mirar con mas atenci6n, vi que
asomaban de un rostro menos prominente que el de los monos co-
rrientes, y mucho menos velludo. También la nariz era prominente.
Mientras el guia y yo contemplabamos aquella enigmatica vi-
sion que se mostraba a nuestros ojos bajo la luz de la tea, sus grue-
sos labios se abrieron y de ellos brotaron varios sonidos, después
de los cuales aquella criatura se sumié en el descanso de la muerte.
El guia se aferré a la manga de mi chaqueta y temblo con tal
violencia que la luz se estremeci6 convulsivamente, proyectando en
la pared fantasmagoricas sombras en movimiento. Yo no me movi;
me habia quedado rigido, con los ojos Ilenos de horror y fijos en
el suelo.
El miedo me habia abandonado ya. En su lugar se fueron su-
cediendo los sentimientos de asombro, compasion y respeto. Los
sonidos que habia murmurado aquella criatura abatida que yacia
entre las rocas calizas nos revelaron la evidencia mas tremenda que
podiamos imaginar: la criatura que yo habia matado, aquella ex-
trafia bestia de la cueva maldita, era, o lo habia sido alguna vez,
jj jun ser humano!!!

tl
tele
a
Perseo contra la Medusa
(UN RELATO DE LA MITOLOGIA CLASICA)

En la mitologia griega, Medusa era una de las tres gorgonas, hijas de


dos divinidades marinas. Su aspecto era el de un terrible monstruo: de la
cabeza le crecian serpientes, su cuerpo estaba recubierto de escamas
y, con su mirada, era capaz de convertir a la gente en piedra. Su figura
esta asociada a la del héroe Perseo, que la destruy6. Y su origen nace de
un ordculo segtn el cual si la unica hija del rey llegara a ser madre, su
hijo lo mataria y se quedaria con su trono. Por temor a que eso ocurrie-
ra, el rey Acrisio encierra a su hija Danae en una torre para asegurar-
se de que la profecia no se cumpliera. Zeus logra colarse entre los ladri-
llos de la torre y llega hasta Danae. De la union de ambos naci6 Perseo.
Homero la menciona tanto en la Iliada como en la Odisea.

VAY

, ANAE era la hija del rey Acrisio de Argos y vivia aislad:


del mundo, encerrada en la torre de un palacio, pues a su padre |
habian profetizado que su destino era morir a manos de un niet¢
suyo, asi que, en cuanto Danae llego a la adolescencia, decidié en
carcelarla para que no pudiera casarse ni engendrar hijos. «Si n¢
tengo nietos —pensaba el rey—, me salvaré de la muerte».

96
7 Bie, 2h
LEGO,
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=e
iy

Zeus, sin embargo, logr6 entrar en la celda de Danae sin que


nadie se diese cuenta. Un dia, la joven not6 que por el techo de la
torre se filtraba una extrafia lluvia de oro. Danae estaba tumbada
en la cama, y las gotas fueron cayendo sobre su pecho y su vientre.
Ni siquiera se molest6 en retirarse, pues era agradable sentir el roce
fresco de la lluvia sobre el cuerpo. Cémo podia saber que Zeus se
habia transformado en Iluvia de oro para poder abrazarla.
Nueve meses después, Danae dio a luz a un hermoso hijo. El
rey su padre no se lo explicaba, pues estaba seguro de que ningun
hombre habia entrado en la celda de su hija. Solo cuando el pe-
queno Perseo Ileg6 al mundo, empez6 a intuir lo que habia ocurrido.
Aquel nifio estaba rodeado por una especie de resplandor, mas propio
de un dios que de un ser humano, asi que Acrisio comprendio que su
nacimiento tenia que ver con algun prodigio sobrenatural.
«Este es el nieto que ha de acabar conmigo», pens6 con inquie-
tud, y entonces decidié matar al pequefio Perseo para salvar su propia
vida. Pero como no se atrevia a darle muerte por si mismo, decidid
embarcar al nifio y a su madre en un caj6n de madera que luego
arrojO al mar. «Que los dioses decidan si deben sobrevivir 0 perecer»,
penso el rey.
Para Danae y Perseo, la primera noche en el mar fue terrorifica.
Las olas eran tan fuertes que el caj6n parecia a punto de naufragar,
y el pequefio Perseo lloraba sin descanso, pues pensaba que el mar
estaba lleno de monstruos sanguinarios que querian devorarlo. Lo
nico que lo aliviaba de su terror era un anillo de diamantes que Da-
nae llevaba puesto en un dedo, y que resplandecia en la oscuridad.

oT
Perseo crefa que los diamantes eran como diminutos espejos que
ahuyentaban a los monstruos. Fue la primera vez que los espejos le
ayudaron a sobrevivir.
Durante cuarenta dias y cuarenta noches, Perseo y su madre
vagaron sobre el mar a merced de las olas. Por fin, una mafiana, las
corrientes acercaron el cajén hasta una isla, donde lo encontraron
unos pescadores.
—jMirad! —exclamaron, muy asombrados—. jHay una mujer
y un nifio en el cajén! jLlevémoslos ahora mismo ante el rey!
En la isla de Sérifos gobernaba el rey Polidectes, que acogi6
a los recién Ilegados en su propio palacio. Alli, Perseo crecio hasta
convertirse en un joven alto, apuesto y con fama de valiente que
manejaba la espada a la perfeccién. Y todo fue bien hasta que Po-
lidectes, casi sin darse cuenta, comenz6 a desconfiar del joven.
Un dia, mientras lo veia ejercitarse con la espada, le dio por
pensar: «Este muchacho se ha ganado el aprecio de todo el mundo
en Sérifos, y llegara muy lejos en la vida. ;Quién sabe si algun dia
no se propondra arrebatarme el trono? Es verdad que hasta ahora no
me ha dado ninguna muestra de enemistad, pero los peores enemi- |
gos son los que actuan con disimulo, los que no nos hacen sospechar
de su maldad hasta el momento decisivo...».
Polidectes se asust6 tanto que decidié deshacerse de Perseo.
Pero no se atrevid a matarlo con sus propias manos, ni a pedirles
a sus soldados que lo hicieran por él, sino que busc6é una manera
mas discreta y maliciosa de enviarlo a la muerte. Asi que un dia
llamo a Perseo y le dijo:

wsMAa,
8 OS PR FY RI aS ae OS Laan se (eo ae

—Un joven como tut, de sangre real, debe demostrar su valor


con una gran hazafia.
—Haré lo que me pidais —dijo Perseo, orgulloso.
Polidectes guardo silencio durante unos instantes, y luego, con
un tono sereno que intentaba disimular su maldad, prosiguié:
—Quulero que me traigas la cabeza de Medusa...
Se trataba de una misi6n peligrosisima. Medusa vivia en una
cueva situada en el limite occidental del mundo, cerca del pais de los
muertos, y pasaba por ser uno de los monstruos mas despiadados
de la Tierra. En su juventud, aquel monstruo habia sido una mujer
muy hermosa, pero los dioses la habian castigado arrebatandole su
belleza. Los sedosos cabellos de Medusa se convirtieron entonces
en fieras serpientes, sus ojos se transformaron en negros abismos y
sus dientes se volvieron tan grandes y afilados que le desgarraban
los labios y las mejillas. Incluso su larga lengua era terrorifica, pues
estaba hinchada y rigida como la de un cadaver. Pero lo peor de
todo era que, por culpa de un maléfico hechizo, Medusa convertia
en piedra todo lo que miraba.
Perseo, sin embargo, no dud6 en aceptar la misiOn. Por suerte,
cont6 con la ayuda de los dioses para llevarla a cabo. Hermes le pro-
porcioné unas sandalias aladas con las que pudo volar rapidamente
hasta el lejano pais de Medusa. Una vez alli, se cold en la guarida
del monstruo, mientras se repetia sin descanso unas palabras que
le habia dicho la diosa Atenea: «Pase lo que pase, nunca mires a
Medusa a la cara porque, si lo hicieras, te convertirias al instante
en piedra». De modo que Perseo se acerc6 a Medusa sin mirarla di-

92
rectamente. Para verla, se valid de un escudo de bronce que le habia
proporcionado Atenea, y cuya superficie brillaba como un espejo.
Medusa rugié al ver a Perseo, pero el muchacho se mantuvo
firme. Alz6 el escudo, buscé en él el reflejo de Medusa y luego agarr6
con fuerza la nica arma que Ilevaba consigo: una hoz con hoja de
diamante que le habia facilitado Hermes. El joven Perseo descargé
un golpe brutal sobre el cuello de Medusa, y entonces la cabeza del
monstruo, con sus miles de serpientes de larga lengua, rod6 por el
suelo hasta el fondo de la cueva. Luego, Perseo la recogid con mucho
cuidado, sin mirarla, y la guard6 en un zurr6n que le habia rega-
lado Hermes para que pudiera transportar la cabeza sin peligro hasta
Sérifos.
E] viaje de vuelta fue durisimo. La cabeza de Medusa pesaba
mucho y los vientos Ilevaban a Perseo de un lado a otro. Una tar-
de, el joven decidio detenerse a descansar en una costa rocosa que
distinguio en el horizonte. Al acercarse, vio que algo se movia en
un acantilado, y enseguida se dio cuenta de que era una mucha-
cha. Estaba casi a ras del agua, y las olas le lamian los pies. ¢Qué
estaria haciendo alli? Perseo se acerc6 un poco mas, y fue cuando
advirtiO que la joven estaba encadenada a la pared del acantilado.
Nada mas verla habia sentido en el corazon el fuego del amor, pues
aquella muchacha tenia un rostro precioso, una piel blanca como
la espuma y un cabello dorado como el sol. Perseo vol6é hasta ella
y le pregunt6 por qué estaba encadenada. Andrémeda, que asi se
llamaba la joven, le contest6 que era la hija del rey de Etiopia y le
explico su desgracia entre sollozos.

I0O
—Poseidon, el dios del mar —dijo—, se enfad6d mucho con
mi madre hace algtin tiempo y como castigo envid contra nuestro
reino a un monstruo marino que ha matado a cientos de personas
y animales en los Ultimos meses. Poseidén dijo que nuestro reino
volveria a vivir en paz si mi padre me entregaba al monstruo, y aqui
estoy, esperando la muerte...
—jPero eso es una crueldad! —exclamé Perseo—. ;Yo mismo
voy a matar a ese monstruo en cuanto aparezca!
—jNi lo intentes! —advirtid Andr6meda—. jEsa fiera tiene la
fuerza y el tamafio de un dragéon...!
—Y qué importa? No le tengo ningun miedo. Tal vez no sea
el hombre mas fuerte del mundo, pero donde no lIlegue mi fuerza,
llegara mi astucia.
Asi pues, Perseo se quedo junto a Andromeda y cuando el
monstruo lleg6 se dispuso a hacerle frente.
No tardo en aparecer como una gran ola un monstruo que
abarcaba toda la superficie del agua. Era una bestia descomunal
que nadaba muy deprisa gracias a los poderosos mtsculos de sus
aletas. Se parecia a una extrafia ballena alargada como una serpiente
de tamafio colosal, cuyas gigantes espirales se marcaban mediante
interminables anillos de escamas impenetrables. Su cabeza se parecia
a la de un perro de caza, con dos inmensos colmillos. No poseia
extremidades, sino un par de aletas que se agitaban a lo largo de
su extenso pecho y una cresta brillante. Hambrienta de carne, habia
emergido entre las olas con la boca abierta de par en par, decidida
a destrozar de una dentellada el fragil cuerpo de Andromeda. La

IOI
“ee :

muchacha se asust6 tanto que solt6 un grito estremecedor. Perseo,


en cambio, se abalanzo sobre el monstruo desde el aire, con la hoz
en la mano, y traté de herirlo de muerte. Desde aquel instante, el
hombre y la bestia libraron una batalla encarnizada. En cierto mo-
mento, Perseo Ileg6 a clavarle al monstruo la hoz en la garganta,
pero las escamas del animal eran tan duras que no logro penetrar la
carne. Una y otra vez se precipitaba con su espada con la velocidad
de un Aguila sobre aquel monstruo, al que asestaba una y otra heri-
da hasta tefiir el mar de sangre. Pero la lucha le exigia tal esfuerzo
que, al final, el joven not6 que comenzaban a fallarle las fuerzas.
Y estaba a punto de abandonar el combate, cuando, en el
ultimo instante, brot6 en su mente una idea luminosa. El mismo
se lo habia dicho a Andrémeda: La astucia podia ser mucho mas
valiosa que la fuerza. Acabar con la bestia podia ser la cosa mas
sencilla del mundo.
Entusiasmado con su idea, Perseo volvid por un momento al
acantilado y recogio el zurr6n que habia dejado junto a Andrémeda.
Lo abrio con los ojos cerrados y luego eché a volar de nuevo hacia el
monstruo con la cabeza de Medusa en la mano. Bast6 con que la enor-
me bestia malherida y ensangrentada la mirara para quedar conver-
tida al momento en una enorme montafia de coral en medio del mar.
Exhausto, pero Ileno de jubilo, Perseo se apresur6 a liberar a
Andromeda de sus ataduras. La muchacha lo abrazé llorando, y
cuando la miro a los ojos sus palabras no dichas le aseguraron que
la busqueda de la mujer de sus suefios habia terminado incluso antes
de que hubiera empezado.

ia aah AAs, ssh Mba,,


El joven semididés obtuvo la mejor recompensa a la que podit
aspirar: se cas6 con Andrémeda, con quien habria de tener seis hijos
Por supuesto, volvié a Sérifos para entregarle a Polidectes la cabe
za de Medusa. Y se la ofrecié encerrada en el zurr6n, pero com«
el rey no pudo resistir la tentaci6n de mirarla, acab6 convertido er
piedra.
En cuanto al escudo con el que habia vencido a Medusa, Per
seo lo conservo hasta la vejez, y a veces le sacaba brillo durant
horas. Algunas veces, cuando Andrémeda estaba tan hermosa que
casi daba miedo mirarla, Perseo apartaba la vista y contemplaba st
reflejo en la superficie del escudo. «Quién sabe —se decia—, a lc
mejor también la belleza puede convertir a los hombres en piedras»
Sancha
VICENTE BLASCO IBANEZ

Este relato, que aparece en mitad del primer capitulo de la novela


Canas y barro (1902), de Vicente Blasco Ibdfiez, es elocuente muestra
de como un escritor culto recrea un cuento popular, afiadiendo des-
cripciones, sensaciones y matices propios. En este caso guarda rela-
cidn con el motivo folclorico del pastor y la serpiente, tan frecuente
sobre todo en las regiones pirenaicas y de pastoreo, donde es tenido por
animal maligno, astuto y traidor unas veces, y otras como benefac-
tor con los rebafios: Sugaar, «el hombre-culebro», en el Pais Vasco,
La serpiente de Valorio, en Zamora, La serpe de la corufiesa Fonte
de Pormas... El autor valenciano ha querido recuperar esta tradici6n
tan extendida en Espafia y buscarla en su entorno mas cercano de la
Albufera, mas concretamente en un lugar conocido precisamente como
la Llanura de dofia Sancha.

=P

L BOSQUE PARECIA alejarse hacia el mar, dejando entre si y


la Albufera una extensa llanura baja, cubierta de vegetacion bravia,
rasgada a trechos por la tersa lamina de pequefias lagunas. Era el
llano de Sancha. Un rebafio de cabras, guardado por un muchacho,

105

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pastaba entre las malezas, y a su vista surgi en la memoria de
los hijos de la Albufera la tradicién que daba su nombre al llano.
Un pastorcillo como el que ahora caminaba por la orilla apa-
centaba sus cabras en otros tiempos en el mismo Ilano. Pero esto era
muchos afios antes, muchos..., tantos, que ninguno de los viejos que
atin vivia en la Albufera conocié al pastor; ni el mismo tio Paloma.
El muchacho vivia como un salvaje en la soledad, y los bar-
queros que pescaban en el lago le ofan gritar desde muy lejos en las
mafianas de calma:
—jSancha, Sancha!
Sancha era una pequenia serpiente, la inica amiga que le acom-
pafiaba. El bicho acudia a los gritos, y el pastor, ordefiando a sus
mejores cabras, le ofrecia un cuenco de leche. Después, en las horas
de sol, el muchacho se fabricaba un caramillo cortando cafias en
los carrizales y soplaba dulcemente, teniendo a sus pies al reptil,
que enderezaba parte de su cuerpo y lo contraia como si quisiera
danzar al compas de los suaves silbidos. Otras veces el pastor se
entretenia deshaciendo los anillos de Sancha, y extendiéndola en
linea recta sobre la arena, se regocijaba al ver con qué nerviosos
impulsos volvia a enroscarse.
Cuando, cansado de estos juegos, llevaba el rebafio al otro
extremo de la gran llanura, la serpiente lo seguia como un perrito
faldero 0, enroscandose a sus piernas, le llegaba hasta el cuello, per-
maneciendo alli como caida 0 muerta, y con sus ojos de diamante
fijos en los del pastor, erizandole el vello de su cara con el silbido
de su boca triangular.

ssh Aba,,
SA eT LN I NST IES TT SIE STO EPIL NG BONE MMR

Las gentes de la Albufera lo tenian por brujo y mas de una


mujer de las que tomaban lefia en la Dehesa, al verle llegar con la
Sancha en el cuello, hacian la sefial de la cruz como si se presentase
el demonio. Asi comprendian todos cémo el pastor podia dormir en
la selva sin miedo a los grandes reptiles que pululaban en la maleza.
Sancha, que debia ser el diablo, le guardaba de todo peligro.
La serpiente crecia y el pastor era ya todo un hombre cuando
los habitantes de la Albufera no volvieron a verlo mas. Se supo
que era soldado y que se hallaba peleando en las guerras de Italia.
Ningun otro rebafio volvi6 a pastar en la salvaje llanura. Los pes-
cadores, al bajar a tierra, no gustaban de aventurarse en los altos
juncales que cubrian las pestiferas lagunas. Sancha, falta de la leche
con que la alimentaba el pastor, debia de perseguir los innumerables
conejos de la Dehesa:
Transcurrieron ocho o diez afios, y un dia los habitantes de El
Salar vieron llegar por el camino de Valencia, apoyado en un palo y
con la mochila a la espalda, a un soldado, un granadero enjuto y ce-
trino, con las negras polainas hasta encima de la rodilla. Sus grandes
bigotes no le impidieron ser reconocido. Era el pastor que regresaba.
Llegé a la llanura pantanosa donde en otros tiempos guardaba sus
reses. No vio a nadie. Las libélulas movian sus alas sobre altos juncos
con un suave zumbido y en los charcos ocultos bajo los matorrales
chapoteaban los sapos asustados por la proximidad del soldado.
—jSancha, Sancha! —llam6 suavemente el antiguo pastor.
Y, cuando hubo repetido su llamamiento muchas veces, vio
que las altas hierbas se agitaban. Oy6 un estrépito de cafias tron-

107
chadas, como si se arrastrase un cuerpo pesado. Entre los juncos
brillaron dos ojos a la altura de los suyos y avanz6 una cabeza
achatada moviendo la lengua de horquilla con un bufido tétrico que
parecia helarle la sangre. Era Sancha, pero estaba enorme, soberbia,
levantandose a la altura de un hombre, arrastrando su cola entre
la maleza hasta perderse de vista, con la piel multicolor y el cuerpo
grueso como el tronco de un pino.
—jSancha! —grit6 el soldado retrocediendo a impulsos del
miedo—. j;Cémo has crecido! jQué grande eres!
E intent6 huir. Pero la antigua amiga, pasado el primer asom-
bro, parecié reconocerlo y se enroscé en torno de sus hombros, y lo
estrechaba con un anillo de su piel rugosa sacudida por nerviosos
estremecimientos. El soldado forcejeo.
—jSuelta, Sancha, suelta! No me abraces asi. Eres demasiado
grande ya para esos juegos.
Otro anillo oprimi6 sus brazos agarrotandolos. La boca del
reptil le acariciaba como en otros tiempos; su aliento le agitaba el
bigote causandole un escalofrio angustioso y, mientras tanto, los
anillos se contraian, se estrechaban hasta que el soldado, asfixiado,
crujiéndole los huesos, cay6 al suelo envuelto en el rollo de pintados
colores de los anillos.
A los pocos dias unos pescadores encontraron su cadaver; una
masa informe con los huesos quebrantados y la carne amoratada
por el tremendo apreton de Sancha. Asi murié el pastor, victima del
abrazo de su antigua amiga.

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Otras veces el pastor se entretenia deshaciendo los anillos de
Sancha, y extendiéndola en linea recta sobre la arena, se regocijaba
al ver con qué nerviosos impulsos volvia a enroscarse.

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Una voz en la noche


WILLIAM Hope HODGSON

Este cuento de William Hope Hodgson (1877-1918) nos muestra cOmo


el miedo al contagio convierte a los seres humanos infectados en mons-
truos invisibles, y no tanto por su invisibilidad fisica, cuanto por su
propio alejamiento y marginacién. Ademas de sus muchos relatos dis-
persos en revistas, La casa en el confin de la tierra, Los Piratas Fantas-
mas y El reino de la noche son las obras mas relevantes de este escritor
que también fue marino.

1
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9,

E RA UNA NOCHE OSCURA, sin estrellas. Nos encontrabamos


sin viento en el Pacifico Septentrional. No sé cual era nuestra po-
sicion exacta porque a lo largo de una semana muerta, tediosa, el
sol habia estado oculto por una delgada bruma que habia parecido
flotar sobre nosotros, mas o menos a la altura del tope de los mas-
tiles, bajando por momentos y ocultando el mar.
Como no habia viento, habiamos fijado la vara del timén, y yo
era el unico hombre sobre cubierta. La tripulaci6n, compuesta de
dos hombres y un muchacho, dormia delante, en su cabina, mientras
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que Will —mi amigo, y el duefio de nuestra pequefia embarcaci6n—
estaba a popa en la litera de babor de la cabina.
De pronto, desde la oscuridad circundante, lleg6 un grito:
—jEh, los de la goleta! ;
FE] grito era tan inesperado que la sorpresa me impidié contestar
de inmediato. Se oy6 otra vez: una voz profunda e inhumana, que
llegaba desde algin punto del mar oscuro, sobre el costado a babor.
—jEh, los de la goleta!
—jEh! —grité después de recobrarme del aturdimiento—.
ZQuién es usted? ;Qué desea?
—No tiene por gué asustarse —contest6 la voz extrafia, que
probablemente habia notado cierta huella de confusi6n en mi voz—.
Soy solo un... hombre viejo.
La pausa sono muy rara; poco mas tarde comprenderia su
significado.
—Por qué no se acerca al costado de Ja nave, entonces? —le
pregunté con cierta energia, molesto porque habia captado mi ligera
conmocion.
—Yo..., yo... no puedo. No seria seguro. Yo... —la voz se
guebro y se hizo el silencio.
—;Qué quiere decir? —pregunté, cada vez mas asombrado—.
¢Por qué no es seguro? ;Donde esta usted?
Escuché un momento, pero no hubo respuesta. Y después,
con una repentina e indefinida sospecha, caminé hasta la bitacora’

1. Ambientado en la mar, este relato esta cargado de términos de navegacidn: bitdcora

eh hbhaag, se hbhbhaag,
y tomé la lampara encendida. Al mismo tiempo golpeé la cubierta
con el taco para despertar a Will. Después me acerqué otra vez al
costado, lanzando el embudo amarillo de luz hacia la inmensidad
silenciosa que se extendia mas alla de la borda. Cuando lo hice, oi
un grito leve, sordo, y después el sonido de un golpe en el agua,
como si alguien hubiese hundido los remos de repente. Sin embargo
no puedo afirmar con certeza que viera algo; salvo que con el pri-
mer resplandor de la luz me pareci6 que habia habido algo sobre
las aguas, donde ahora no habia nada.
—jEh, alli! —grité—. ;Qué clase de broma es esta!
Pero solo llegaron los ruidos indistintos de un bote de remos
alejandose en la noche.
Después oi la voz de Will, en direccion del escotillon de popa:
— Qué ocurre, George?
—jVen aqui, Will! —dije.
—;Qué pasa? —pregunto cruzando la cubierta.
Le conté el extrafio suceso. Hizo varias preguntas; después de
un momento de silencio alzo las manos a los labios y grit:
—jEh, los del bote!
Desde lejos nos lleg6 una respuesta débil y mi companero repitié
la llamada. Un momento mas tarde, después de un breve silencio,
fuimos oyendo el apagado sonido de remos que se acercaban, ante
lo cual Will volvio a gritar.

(un armario fijo a la cubierta junto al tim6n), amuradas (cada uno de los costados del
barco), bichero (vara con un garfio en un extremo que sirve para alejar o acercar una
embarcacioOn a tierra o para recoger objetos del agua)...

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II2

eS oe »2ehAdba,. 2ehAda,.,
Esta vez hubo respuesta:
—Aparten la luz.
—Maldito sea si piensa que lo haré —murmuré, pero Will me
indic6 que hiciera lo que la voz pedia, por eso coloqué la lampara
bajo las amuradas.
—Acérquese —dijo Will, y los golpes de remo prosiguieron.
Entonces, cuando estaban al parecer a unos seis metros de
distancia, volvieron a interrumpirse.
—Acérquese al costado de la nave —exclamé Will—. jNo tiene
nada gue temer de nosotros!
—Prometen gue no har4n ver la luz?
—Qué le ocurre para sentir un temor tan infernal a la luz? —dije.
—A causa de... —empezo la voz y se detuvo en seco.
—A causa de qué? —pregunté con rapidez.
Will me puso la mano en el hombro.
—CaAllate un minuto, hombre —dijo en voz baja—. Deja que
me encargue de él.
Se incliné mas sobre la borda.
—DMire, sefior, este es un asunto bastante extrafio: usted acer-
candose a nosotros, justo en medio del bendito Pacifico —dijo—.
zCémo podemos saber qué tipo de treta pretende llevar a cabo? Usted
dice que est4 solo. Pero zc6mo podemos saberlo, a menos que le de-
mos un vistazo..., eh? De todos modos, cual es su objecion a la luz?
Cuando Will termin6, of una vez mas el ruido de los remos y
después llegé la voz, pero ahora desde una distancia mayor y sonaba
extremadamente desesperada y patética.
—jLo siento..., lo siento! No tendria que haberlos molestado,
solo que estoy hambriento y..., ella tambien,
La voz se apag6o y lleg6 a nosotros el sonido de los remos, que
se hundian de modo irregular.
— jDeténgase! —grité Will—. No queremos que se vaya. |Vuel-
va! Mantendremos la luz oculta, si no le gusta. —Se volvio hacia
mi—: Es una situaciOn extrafia esta; pero, creo que no hay nada
que temer.
El tono era interrogante y contesté:
—Yo tampoco, creo que el pobre diablo ha naufragado cerca
de aqui y se ha vuelto loco.
El sonido de los remos se acerco.
—Vuelve a poner la lampara en la bitacora —me dijo Will; des-
pués se inclino sobre la borda y escuch6. Guardeé la lampara y volvi
a su lado. El golpeteo de los remos se detuvo a unos diez metros.
—;No se acercara a la nave ahora? —pregunto Will con voz
serena—. He hecho poner la lampara otra vez en la bitacora.
—Yo... no puedo —contest6 la voz—. No me atrevo a acer-
carme mas. Ni siquiera me atrevo a pagarles por las... provisiones.
—No hay inconveniente —dijo Will y vacilo—. Puede disponer
de todo el alimento que pueda llevar... —vacil6 una vez mas.
—Es usted muy bondadoso —exclam6 la voz—. Quiera Dios, que
todo lo comprende, recompensarlo... —se interrumpié roncamente.
—{La...,la dama?—dijo Will con brusquedad—. Esta ella ahi...?
—La he dejado atras, en la isla —lleg6 la voz.
—Queé isla? —intervine.

II4

»2shAda,., wey. Yee


—No conozco el nombre —replicé la voz—. jPor Dios, qui-
siera...! —empezo y se controlé de repente.
—No podemos enviar un bote a buscarla? —pregunt6 Will
prestal altura:
—jNo! —dijo la voz, con énfasis extraordinario—. ;Dios mio!
jNo! —Hubo una pausa momentdnea; después agregé, en un tono
que parecia un merecido reproche—: Me aventuré por nuestra ne-
cesidad... Porque me torturaba su agonia.
—Soy un bruto desconsiderado —exclam6 Will—. Quienquie-
ra sea usted, espere solo un minuto y le traeré algo de inmediato.
Regreso en un par de minutos con los brazos cargados de
diversos comestibles. Se detuvo ante la borda.
—;No puede acercarse un poco mas a buscarlos? —pregunto.
—No..., no me atrevo —contest6 la voz.
Me pareci6 detectar en su tono una nota de anhelo sofocado,
como si su propietario reprimiera un deseo mortifero. Comprendi
como en un relampago que el pobre viejo que estaba alli, en la os-
curidad, sufria verdadera necesidad de cuanto Will sostenia en los
brazos y, sin embargo, por algtin temor incomprensible, refrenaba
el impulso de abalanzarse al costado de nuestra pequefia goleta
para recogerlo. Y con aquella conviccion centelleante me llego el
convencimiento de que aquel ser invisible no estaba loco, sino que
enfrentaba con cordura algun horror intolerable.
—jMaldita sea, Will! —dije invadido por numerosos sentimien-
tos, sobre los que predominaba una enorme compasidn—. Consigue
una caja. Debemos hacerle llegar las cosas flotando.
Y asi lo hicimos: con un bichero empujamos la caja hacia la
oscuridad. En un minuto, oimos un ligero grito del invisible ser y
asi supimos que habia tomado la caja.
Un momento después se despidié con una bendicion tan sincera
que estoy seguro de que nos sentimos mejor gracias a ella. Después,
oimos el ruido de los remos atravesando la oscuridad.
—Se fue bastante pronto —destac6é Will, tal vez con un leve
sentimiento de ofensa.
—Aguarda —contesté—. Por algin motivo creo que volvera.
Debe de haber estado necesitando mucho esa comida.
—Y la dama —dijo Will. Se qued6 en silencio por un momen-
to; luego continu6—: Es lo mas curioso con lo que me he topado
desde que comencé a pescar.
—Si —dije, y me entregué a la reflexion.
Y asi fue pasando el tiempo: una hora, otra, y Will seguia a mi
lado; porque la extrafia aventura le habia quitado todo deseo de dormir.
No habian pasado cuatro horas, cuando oimos una vez mas
el sonido de remos a través del silencioso océano.
—jEscucha! —dijo Will, con una nota de excitaci6n en la voz,
—Fsta viniendo, tal como me suponia —murmuré.
EI sonido de los remos hundiéndose se acercaba cada vez mas
y noté que esta vez los golpes eran firmes y mas largos. La comida
habia sido necesaria.
Se detuvo a poca distancia del flanco de la nave y la extrafia
voz nos llego otra vez a través de la oscuridad:
—jEh, los de la goleta!

116

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has, Say ssh Aba,, sh Aaba,,


— Es usted? —pregunt6 Will.
—Si —contest6 la voz—. Los dejé de repente; pero... teniamos
una gran necesidad. La... dama esta ahora agradecida en tierra.
Pronto estara mas agradecida... en... el cielo.
Will empezo a pronunciar una respuesta con voz turbada; pero
se confundio y se detuvo en seco. Yo no dije nada. Me estaba pre-
guntando por las curiosas pausas, y, aparte de mi curiosidad, estaba
invadido por una gran compasion.
La voz prosiguio:
—Nosotros..., ella y yo, hemos hablado, mientras compartia-
mos el fruto de la bondad de Dios y de la suya...
Will lo interrumpio, pero sin coherencia.
—tLe ruego que... no disminuya su acto de caridad cristiana
de esta noche —dijo la voz—. Tenga la seguridad de que el Sefior
no lo ha pasado por alto.
Se detuvo y hubo un minuto entero de silencio. Después la
voz lleg6 otra vez:
—Hablamos los dos de lo que..., lo que nos ha acontecido.
Habiamos pensado apagarnos, sin contar a nadie el terror que llego
a nuestras... vidas. Ella cree como yo que los hechos de esta noche
son especiales y que Dios desea que les contemos todo lo que hemos
sufrido desde..., desde...
—Si? —dio Will, suavemente.
—Desde el hundimiento del Albatros.
—j;Ah! —exclamé sin querer—. Esa nave partid de Newcastle
hacia Frisco hace unos seis meses y desde entonces no se supo de ella.

ehh han, ehh ban,


—Si—contest6 la voz—. A algunos grados al norte del Ecuador
fue atrapada por una terrible tormenta y qued6 desmantelada. Al
llegar el dia, se descubrié que tenia una importante via de agua y,
poco después, cuando Ilegé la calma, los marineros se llevaron los
botes, dejando..., dejando a una joven dama, mi prometida, y a mi
sobre los restos del naufragio.
»Estabamos abajo, juntando algunas de nuestras pertenen-
cias, cuando partieron. El miedo los volvié insensibles por completo
y, cuando subimos a cubierta, solo los vimos como unas pequefias
formas a lo lejos, en el horizonte. Sin embargo, no desesperamos,
pusimos manos a la obra y construimos una pequefia balsa. Coloca-
mos sobre ella las pocas cosas que podia sostener, incluyendo cierta
cantidad de agua y algunas galletas marinas. Después, como la nave
ya estaba muy hundida, subimos a la balsa y la empujamos para
apartarla.
»Fue mas tarde cuando observé que estabamos en el camino de
alguna marea o corriente que nos apartaba de la nave en un Angulo,
de modo que en un plazo de tres horas, segin mi reloj, el casco se
volvio invisible, y solo quedaron a la vista, durante un corto periodo
de tiempo, los mastiles rotos. Después, el cielo se puso neblinoso
y asi siguio el resto de la noche. Al dia siguiente atin estabamos
cercados por la niebla; el tiempo seguia sereno.
»Derivamos durante cuatro dias a través de aquella bruma
extrafia, hasta que, la noche del cuarto dia, fue creciendo en nues-
tros oidos el murmullo de rompientes a la distancia. Poco a poco se
hizo mas nitido y, un poco después de medianoche, parecid sonar a

ash Aba,, ssh Aba,,


ambos lados de la balsa a no mucha distancia. La balsa fue alzada
sobre una ola varias veces, y después nos encontramos en aguas
serenas, y el ruido de las rompientes quedaba detras.
»Al llegar la mafiana, descubrimos que estabamos en una espe-
cie de gran laguna, pero lo notamos poco en ese momento porque
cerca de nosotros, a través de la niebla envolvente, se alzaba el casco
de un gran buque de vela. Caimos los dos de rodillas y dimos gracias
a Dios porque creiamos que era el fin de nuestras peripecias. Nos
quedaba mucho por aprender.
»La balsa se aproxim6 a la nave y les gritamos para que nos
llevaran a bordo, pero nadie contest6. Un momento después la balsa
toco el costado de la embarcacion y, al ver que una cuerda colgaba
hacia abajo, me aferré a ella y empecé a trepar. Sin embargo me
costo mucho esfuerzo, a causa de un hongo gris, como cubierto de
liquen, que se habia prendido en la cuerda y que manchaba de un
color livido el costado de la nave.
»Alcancé la borda y trepando por encima, alcancé la cubierta.
Alli vi que los puentes estaban cubiertos con grandes parches por
la masa gris, algunos en nédulos de uno o dos metros. En aquel
momento pensé menos en esto que en la posibilidad de que hubiese
gente a bordo. Grité, pero nadie contest6. Entonces me dirigi a la
puerta que estaba bajo el puente de popa.
»La abri y atisbé. Habia un intenso olor a encierro, de modo
que supe de inmediato que no podia haber nada vivo en el interior
y con tal convicci6n cerré la puerta rapidamente porque de pronto
me senti solo.

.sshhha,, — ah Mba,
»Volvi al costado por donde habia trepado. Mi..., mi amada
aun estaba sentada tranquilamente sobre la balsa. Al verme mirar
hacia abajo, me grit6 para saber si habia alguien a bordo. Le con-
testé que el navio tenia aspecto de estar abandonado durante mucho
tiempo, pero que si esperaba un poco veria si habia algo semejante
a una escalera, por la que ella pudiera subir a cubierta. Entonces
recorreriamos juntos el barco. Poco después, sobre el costado opues-
to de la cubierta, descubri una escala de cuerdas. La transporté al
otro lado y un minuto después ella estaba junto a mi.
»Exploramos juntos las cabinas y departamentos de la popa
de la nave, pero en ningiin sitio habia el menor signo de vida. Aqui
y alla, dentro de las cabinas mismas, nos encontramos con parches
dispersos de aquel hongo extrafio, pero, como dijo mi amada, po-
diamos limpiarlos. Por fin, con la seguridad de que la zona de la
popa estaba vacia, nos dirigimos a la proa, entre los horribles no-
dulos de aquella extrafia excrecencia, y alli hicimos una investigaci6én
mas meticulosa, que nos confirm6 que en realidad solo estabamos
a bordo nosotros dos.
»Una vez que no quedaron dudas sobre esto, regresamos a
la parte posterior y nos dedicamos a preparar un lugar que fuera
lo mas cémodo posible. Ordenamos y limpiamos juntos dos de las
cabinas y, después, yo realicé un examen para ver si quedaba algo
comestible en la nave. Pronto descubri que asi era y di gracias a
Dios con todo mi corazon. Ademas, descubri dénde estaba la bomba
de agua fresca, y, una vez puesta en marcha, encontré que el agua
era potable, aunque si tenia cierto sabor desagradable.

I20

;
Si i lt ie ER ATSbe, ABS ce.

» Nos quedamos a bordo durante varios dias, sin intentar bajar


a la costa. Estabamos muy ocupados en hacer habitable el lugar. Sin
embargo, desde un principio nos dimos cuenta de que nuestra suerte
era menor de lo que podriamos haber imaginado, porque aunque,
a base de raspar, quitamos los curiosos parches de excrecencia que
inundaban los suelos y paredes de las cabinas y el sal6n, sin embargo
no tardaban en volver al tamafio original en tan solo veinticuatro
horas. Y eso, no solo nos desalentaba, sino que nos provocaba una
sensacion de vaga inquietud.
»Con todo, no nos dabamos por vencidos, asi que emprendia-
mos otra vez el trabajo y no solo raspabamos el hongo, sino que
empapabamos los lugares donde habia estado con Acido fénico, del
que habia hallado una lata Ilena en la despensa. Sin embargo, a fi-
nes de la semana, la excrecencia habia vuelto con toda su fuerza y,
para colmo, se habia desparramado a otros sitios, como si nuestro
contacto les hubiera permitido a los gérmenes desplazarse.
»En la séptima mafiana, mi amada despert6 y encontro un
pequefio parche de aquella masa creciendo sobre la almohada, cerca
de su cara. Ante esto fue a buscarme tan pronto como pudo ves-
tirse. En ese momento yo me encontraba en la cocina, encendiendo
el fuego para el desayuno.
»—Ven, John —dijo, y me llev6 a la popa.
»Cuando vi aquello sobre la almohada, me estremeci y en ese
mismo momento decidimos irnos de inmediato de la nave para ver
si podiamos estar mds seguros en la playa cercana.
Reunimos apresuradamente unas pocas pertenencias y hasta

I21
entre ellas descubri que el hongo habia estado trabajando: uno de
los chales de mi amada tenia un pequeno brote creciendo en un
borde. Y lo arrojé por la borda sin decirle nada a ella.
»La balsa seguia junto a la embarcaci6n, pero era demasiado
tosca para guiarla y bajé un botecito que colgaba transversalmente a
popa, con él nos dirigimos a la playa. Sin embargo, a medida que nos
acercabamos, fui advirtiendo de que también alli el hongo maligno,
que nos habia echado del barco, crecia tumultuoso poco a poco. En
algunos puntos se alzaba en montones horribles que casi parecian
palpitar como con una vida silenciosa, cuando el viento soplaba
entre ellos. En unos lugares tomaba la forma de dedos enormes y en
otros se limitaba a extenderse liso, suave y traicionero. En algunos
sitios aparecia en forma de arboles grotescos y achaparrados, que
parecian extraordinariamente retorcidos y nudosos... A veces todo
el conjunto se estremecia malignamente.
»Al principio nos parecid que no habia un solo fragmento
de la costa circundante que no estuviese oculto bajo las masas del
horrible liquen; sin embargo, descubrimos que estabamos equivoca-
dos, porque un momento después, costeando a lo largo de la playa
a poca distancia, descubrimos un suave parche blanco de lo que
parecia arena fina y alli desembarcamos.
»Pero no era arena. No sé qué era. Todo lo que he podido
comprobar es que sobre aquello el hongo no crecia, mientras que
en el resto de la isla, salvo donde la tierra se desparrama irregular-
mente en forma de senderos, no hay nada mas que esa espantosa
superficie gris.

I22

has, =n dh Aba,, ash hba,,


| »Es dificil hacerles comprender lo alegres que estabamos de
|J
haber encontrado un sitio que estuviese absolutamente libre de la
excrecencia, y alli depositamos nuestras pertenencias. Entonces re-
gresamos a la nave en busca de lo que pudiera parecernos util. En-
tre otras cosas, me las ingenié para llevar a tierra una de las velas
del barco, con la que construi dos pequefias tiendas que, aunque
de forma muy irregular, nos servian de refugio. En ellas vivimos
y almacenamos nuestros escasos bienes y asi, durante unas cuatro
semanas, todo nos fue bien, sin ninguna desdicha en especial. En ATARI
RSE
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CORB
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LEN
SAIC
ANS,
BSE

realidad, podria decir que con mucha felicidad..., porque..., porque


estabamos juntos.
»Fue en el pulgar de su mano izquierda donde la excrecencia
apareciO por primera vez. Era solo una manchita circular, muy se-
mejante a un lunarcito gris. ;Dios mio! j;Cémo se apoder6é de mi
Deere
emia
ma
bad

corazon el miedo cuando me lo mostr6! Lo limpiamos, lavandolo


con acido fénico y agua. A la mafiana siguiente volvid a mostrarme
la mano. La verruga gris habia regresado. Por un momento nos mi-
ramos en silencio. Después, atin sin palabras, empezamos a quitarla ip
ra
a
ay

otra vez. En medio de aquella operacion, ella hablo:


»—¢éQué tienes al costado de la cara, querido? —la ansiedad Ripa
#

le daba un tono agudo a la voz. Levanté la mano para palparme.


»— Alli! Debajo del pelo, junto a la oreja... Un poquito mas
hacia delante —Mi dedo descans6 sobre el lugar y entonces lo supe.
»—Terminemos primero con tu pulgar —die. 3
»Ella cedid solo porque temia tocarme antes de estar limpia.
Terminé de enjuagarle y desinfectarle el pulgar y entonces se dedi-

123

2a a A Aa 4a vy A A Ahas. a ;
cé a mi cara. Cuando acabé, nos sentamos juntos y hablamos un
momento de muchas cosas, porque en nuestras vidas habian en-
trado de repente pensamientos y temores muy terribles. De pronto
temiamos algo peor que la muerte. Hablamos de cargar el bote con
provisiones y agua y salir a mar abierto; sin embargo estabamos
desvalidos, por muchos motivos y..., y la excrecencia ya nos habia
atacado. Decidimos quedarnos. Dios haria su voluntad con nosotros.
Asi que esperariamos.
»Pasaron un mes, dos meses, tres meses, y de algin modo
los sitios crecieron, y aparecieron otros. Sin embargo luchamos
con tanta energia contra el miedo, que su progreso fue muy lento,
comparativamente hablando, claro.
»En ocasiones nos aventurabamos hasta la nave en busca de
lo que necesitabamos. Alli descubrimos que la fungosidad crecia en
forma persistente. Uno de los nédulos de la cubierta mayor pronto
llego a la altura de mi cabeza.
»Ahora habiamos perdido toda esperanza de abandonar la isla.
Habiamos caido en la cuenta de que, a causa de nuestro conta-
gio, debiamos evitar mezclarnos con los seres humanos sanos.Con
esta conviccion, supimos que debiamos economizar el alimento y el
agua, porque entonces atin ignorabamos que no nos seria posible
vivir por mucho tiempo. Esto me recuerda que les he dicho que era
un hombre viejo. A juzgar por los afios, no es asi. Pero..., pero...»
Se le quebro la voz; después prosigui6 un poco abruptamente.
»—Como iba diciendo, sabiamos que teniamos que cuidarnos
con respecto a la comida. Pero entonces no teniamos idea de lo

124

bans shh Mag, sh Mba,,


.
AS,
poco que quedaba por cuidar. Fue una semana mas tarde cuando
descubri que todos los depésitos de pan, que yo suponia llenos,
estaban vacios, y que, aparte de unas pocas latas de vegetales y
carne, no teniamos nada de que depender, salvo el pan del depésito
que ya habia abierto.
»Después de enterarme de esto, me esforcé por hacer lo que
podia y traté de pescar en la laguna, pero sin resultados. Ante lo
cual en cierto sentido me senti inclinado a la desesperacion, hasta
que se me ocurriO probar fuera de la laguna, en mar abierto.
» Alli, a veces, pescaba uno que otro pez, pero con tan poca
frecuencia, que resultaban de poca ayuda para saciar el hambre que
nos amenazaba. Me pareciO que nuestra muerte se deberia tanto al
hambre como a la excrecencia que se habia apoderado de nuestros
cuerpos.
»Estabamos en ese estado animico cuando termin6 el cuarto
mes. Entonces hice un descubrimiento horrible. Una mafiana, poco
antes de mediodia, volvia de la nave con una porcion de galletas
que habian quedado. En la entrada de su tienda vi a mi bienamada
sentada, comiendo algo.
»—¢é Qué es eso, querida mia? —grité mientras saltaba a tierra.
»Al oir mi voz ella parecié confundida y, volviéndose, arrojo
con timidez algo hacia el borde del pequefio claro. Con una vaga
sospecha en mi interior, levanté lo que habia tirado. Era un trozo
del hongo gris.
»Mientras iba hacia ella, con el trozo en la mano, mi amada
palidecié6 mortalmente; después se ruborizo.

125

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»—jQuerida mia! ;Querida mia! —dije, y no pude decir mas.


»Ante mis palabras, ella se derrumbo y lloré amargamente.
Poco a poco, cuando se calm6, me confes6 que lo habia probado
el dia anterior y..., y que le habia gustado. Le hice prometer de
rodillas que no lo volveria a tocar por mucha hambre que tuviéra-
mos. Después de que lo hubo prometido, me cont que el deseo de
comerlo habia aparecido de pronto y que hasta entonces no habia
experimentado nada hacia él que no fuera la mas extrema repulsion.
» Mas tarde, sintiéndome extraflamente inquieto y muy conmo-
cionado por lo que habia descubierto, me alejé a lo largo de uno de
los senderos sinuosos que se perdian entre la excrecencia fungosa.
En una ocasi6n anterior me habia aventurado por alli, pero no a
mucha distancia. Esta vez, hundido en tortuosos pensamientos, me
alejé mucho mas.
»De pronto me devolvio a la realidad un curioso ruido ronco
a mi izquierda. Volviéndome con rapidez, vi que algo se movia en
medio de una masa extraordinariamente conformada de fungosidad,
cerca de mi codo. Se balanceaba inquieta, como si tuviera vida
propia. De pronto, mientras la miraba, se me ocurri6 que la cosa
tenia una grotesca semejanza a la figura de una criatura humana
distorsionada. En el mismo instante en que la ocurrencia relampa-
gueaba en mi cerebro, se oy6 un sonido leve, enfermizo, como un
desgarramiento, y vi que uno de los brazos, parecido a una rama,
se despegaba de las masas grises circundantes y venia tras de mi. La
cabeza de la cosa, una deforme bola gris, se incliné hacia mi. Me
quedé parado estupidamente y el brazo maligno me rozé la cara.

126

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»Exhalé un grito aterrorizado y retrocedi unos pasos corrien-


do. Habia un sabor dulzén en mis labios, donde la cosa me habia
tocado. Los lami y me inund6é de inmediato un deseo inhumano.
Giré y arranqué un pedazo de fungosidad. Después mas y... mas.
Me sentia insaciable. En medio de aquel banquete, el recuerdo del
descubrimiento de la mafiana se filtr6 confuso en mi mente. Me lo
enviaba Dios. Entonces arrojé al suelo el trozo que sostenia. Luego,
completamente desdichado y con una espantosa sensacion de culpa-
bilidad, me dirigi hacia nuestro pequefio campamento.
»Creo que ella lo supo en cuanto puso los ojos en mi, por
la intuici6n maravillosa que el amor le debia de haber concedido.
Su compasién me facilité las cosas y le conté mi stbita debilidad;
sin embargo omiti mencionar el hecho extraordinario que la habia
precedido. Queria evitarle todo terror innecesario.
»Pero, para mis adentros, habia adquirido una insoportable
certeza que aumentaba mas aun el terror incesante en mi cerebro.
Ya no tenia dudas de que habia visto el fin de uno de los hombres
que habian llegado a la isla en la nave de la laguna, y en ese mismo
desenlace monstruoso veia nuestro propio final.
»De alli en adelante, nos mantuvimos apartados del alimento
abominable, aunque las ganas de comerlo se nos habia metido en la
sangre. Aun asi, el temible castigo ya estaba sobre nosotros porque,
dia a dia y con una rapidez pasmosa, la excrecencia se apoderé de
nuestros pobres cuerpos. Nada de lo que pudiéramos hacer la con-
trolaria materialmente y asf..., y asi..., nosotros, que habiamos sido
humanos, nos convertimos...

128

af ry Aba Aa
»Bueno, cada dia importa menos. Solo..., solo que habiamos
sido hombre y mujer. Y cada dia es mds espantosa la lucha para
soportar el hambriento deseo por el liquen terrible.
» Hace una semana comimos la ultima galleta y desde ese mo-
mento solo capturé tres peces. Estaba mar adentro pescando, cuando
vuestra goleta deriv6 hacia mi saliendo de la bruma. Les grité. Ya
conocen el resto, y quiera Dios bendecirles por la generosidad que
han tenido con una..., una pareja de pobres almas proscritas.
Se oyO un remo que se hundia..., luego otro.
Entonces la voz volvi6 a oirse por ultima vez, sonando a través
de la ligera bruma circundante, fantasmal y luctuosa.
—jDios les bendiga! ;Adids!
—jAdios! —gritamos juntos, roncamente, con el corazon inun-
dado por muchas emociones.
Miré a mi alrededor y adverti que el alba ya estaba sobre
nosotros.
El sol lanz6 un rayo perdido a través del mar oculto; atraves6
difusamente la bruma e ilumin6 levemente aquel bote que se aleja-
ba. De forma escasamente nitida, vi algo que cabeceaba entre los
remos. Pensé en una esponja, una esponja enorme, gris y cabeceante,
y durante un momento busqué en vano con los ojos la union de
la mano con el remo. Mi mirada relampagueo esta vez hacia la...
cabeza. Esta se adelanté cuando los remos retrocedieron para dar
un impulso. Y entonces los remos se sumergieron, el bote se aparté
del escaso haz de luz y la cosa aquella se perdid cabeceando en la
niebla.

ehh ban,
lol
La mascara
de la Muerte Roja
EDGAR ALLAN POE

Este cuento del norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849), maestro


de los cuentos de misterio y terror, fue publicado en 1842, y fue llevado
al cine por Roger Corman en 1864. En su argumento —que nos recuer-
da a los Cuentos de Canterbury—, en que huyen de la peste un grupo
de privilegiados aristécratas, asoma de nuevo el monstruo invisible,
personificado en el enigmatico fantasma que logra colarse en su propio
refugio. Este relato es una reflexion sobre la conducta del ser humano
ante la adversidad y el miedo: el egoismo, la prepotencia y la insolida-
ridad de los personajes nada pueden contra el poder destructor de la
muerte, encarnada en el monstruo fantasmagorico.

>

L A «MUERTE RoOJA» habia devastado el pais durante largo


tiempo. Jamas una peste habia sido tan fatal y tan espantosa. La
sangre era su encarnacion y su sello. Comenzaba con agudos dolo-
res, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenia
la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la vic-

130

haa, »shAba,, »2shbbha,,


ay
tima eran el aviso y el bando de la peste, con lo que al enfermo se
le aislaba de toda ayuda y de toda simpatia, y el desenlace de la
enfermedad se cumplia en media hora.
Pero el principe Préspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando
sus dominios quedaron medio despoblados, llam6 a su lado a mil
caballeros y damas de la corte y se retiré con ellos al refugio seguro
de una de sus abadias fortificadas. Era esta de amplia y magnifica
construccion y habia sido creada por el excéntrico y majestuoso
gusto del propio principe. La rodeaba una s6lida y altisima muralla.
Las puertas de la muralla eran de hierro.
Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados
martillos y soldaron los cerrojos. Habian resuelto no dejar ninguna
via de entrada o de salida a los stbitos llevados por la desespera-
cién o el frenesi. La abadia estaba ampliamente aprovisionada. Con
precauciones semejantes, los cortesanos podian desafiar el contagio.
Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; asi que, en-
tretanto era una locura afligirse. El principe habia reunido todo lo
necesario para los placeres. Habia bufones, improvisadores, bailari-
nes y musicos; habia hermosura y vino. Todo eso quedaba del lado
de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusidn, y cuando
la peste hacia los mds terribles estragos, el principe Prospero ofrecié
a sus mil amigos un baile de mascaras de la mas insolita opulencia
y derroche.
Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso y se celebraba
en unos soberbios recintos. Eran siete estancias. En la mayoria de

bb Mba hh bas, sad


los palacios, la sucesién de salones forma una larga galeria en linea
recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes,
permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galeria. Pero
aqui se trataba de algo muy distinto, como cabia esperar del amor
del principe por lo extrafio. Las estancias se hallaban dispuestas
de tal forma que la visién no podia abarcar mas de una a la vez.
Cada veinte o treinta metros habia un brusco recodo, y en cada
uno nacia un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la
pared, una alta y estrecha ventana gotica daba a un corredor cerrado
que seguia el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenian
vidrieras de diversa coloracién en la que destacaba el tono domi-
nante de la decoraci6n del aposento. Por ejemplo, si la camara de
la extremidad oriental tenia tapicerias azules, sus ventanas también
eran intensamente azules. La segunda estancia ostentaba tapicerias y
ornamentos purpureos, y aqui los vitrales eran purpura. La tercera
era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta habia
sido decorada e iluminada con tonos naranja; la quinta, con blanco;
la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecia completamente
cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo
y las paredes y caian en pliegues sobre una alfombra de la misma
tonalidad. Pero en esta camara el color de las ventanas no se co-
rrespondia con la decoraci6on. Los cristales esta vez eran escarlatas,
tenian el color de la sangre.
A pesar de la profusion de ornamentos de oro que habia por
doquier, en aquellas siete estancias no habia lamparas ni candela-
bros. Las habitaciones no estaban iluminadas con bujias o arafias.

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Pero en los corredores paralelos a la galeria, y opuestos a cada


ventana, se alzaban pesados tripodes que sostenfan un brasero cuyos
rayos se proyectaban a través de los cristales tefiidos e iluminaban
cada estancia y producian de esa forma multitud de resplandores
tan vivos como fantasticos. Pero en la camara del poniente, en la
negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se
derramaba sobre las sombrias colgaduras, el efecto que producia
era terriblemente siniestro, y daba una coloracién tan extrafia a
los rostros de quienes entraban alli, que pocos eran lo bastante
audaces para poner alli los pies. Contra la pared del poniente de
ese aposento se apoyaba un gigantesco reloj de ébano, cuyo pén-
dulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado y monotono; y
cuando el minutero habia completado su circulo e iba a sonar la
hora, de las entrafias de bronce del mecanismo surgia un tafiido
claro y resonante, lleno de musica; pero era tal su tono que, a cada
hora, los musicos de la orquesta se veian obligados a interrumpir
momentaneamente su ejecuciOn para escuchar el sonido, y las pare-
jas dejaban de bailar. Por un momento, en aquella alegre sociedad
reinaba el desconcierto; y, mientras aun resonaban los tafiidos del
reloj, era posible observar que los mas atolondrados palidecian y
los de mas edad se pasaban la mano por la frente, como si se en-
tregaran a una confusa meditacion. Pero apenas los ecos cesaban
del todo, volvian las risas a la reunién; los musicos se miraban
entre si, como sonriendo por su infundado nerviosismo, mientras
se prometian en voz baja que el siguiente tafiido del reloj no pro-
vocaria en ellos una emocién semejante. Mas al cabo de sesenta y

133
o}
tres mil seiscientos segundos, el reloj daba otra vez la hora, y otra
vez nacian el desconcierto, el temblor y la meditacion. A pesar de
lo cual, la fiesta era alegre y magnifica.
El principe tenia gustos singulares. Sus ojos se mostraban
sensibles a los colores y sus efectos. Desdefiaba los caprichos de
la moda. Sus planes eran atrevidos y sus creaciones brillaban con
excesivo esplendor. Algunos podrian haber creido que estaba loco,
pero sus cortesanos sabian que no era asi. Era necesario oirlo, verlo
y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El principe
se habia ocupado personalmente de gran parte de la decoracion de
las siete salas destinadas a la gran fiesta y su gusto habia guiado
la eleccién de los disfraces, que eran verdaderamente grotescos.
Predominaban en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantas-
magorico. En aquellas siete camaras se movian, de un lado a otro,
una multitud de suefios. Y aquellos suefios se contorsionaban por
todas partes, cambiando de color al pasar por los distintos apo-
sentos y haciendo que la extrafia musica de la orquesta pareciera
el eco de sus pasos.
De nuevo sono el reloj del aposento de terciopelo. Por un mo-
mento todo quedo inmovil; todo es silencio, salvo la voz del reloj.
Los suefios se helaron, pero los ecos del tafiido se perdieron y una
risa ligera flotaba tras ellos. Otra vez crecia la musica y revivian
los suefios, contorsionandose al pasar por las ventanas, por las
que se colaba la luz de los tripodes. Solo que ya en la camara que
daba al oeste no se atrevia a entrar ninguna mascara a medida
que avanzaba la noche y la luz mas roja se filtraba por los cristales

134

zsh bbhag, rssh bba,,


de color escarlata. La tiniebla de las colgaduras negras resultaria
aterradora para cualquiera.
La multitud se congregaba en las demas habitaciones, donde
latia el corazon de la vida. La fiesta continuaba en auge hasta el
momento en que comenzaron a oirse los tafiidos del reloj anunciando
la medianoche. Entonces ces6 la musica y las vueltas de los que bai-
laban se interrumpieron; como antes, todo volvi6 a detenerse. Solo
que esta vez el reloj debia dar tafier doce campanadas y quiza por
eso ocurriO que antes de que los ultimos ecos del carrill6n hubieran
cesado, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo de advertir la
presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no habia
llamado la atencion de nadie.
En cuanto corrié la noticia de aquella nueva presencia, aso-
maron entre los congregados primero la sorpresa y luego el es-
panto, el horror y la repugnancia. En una asamblea de fantasmas
como aquella es de suponer que la aparicion de un ser ordinario
no hubiera provocado semejante conmocion. En el corazon de los
mas temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emocion
porque incluso el mas tranquilo de los seres, para quien la vida y
la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las que
no se puede jugar.
Los alli reunidos vieron que el traje y el aspecto del desconoci-
do no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba
envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La mascara que
ocultaba el rostro se parecia al semblante de un cadaver ya rigido,
en el que hubiera sido dificil distinguir la verdad del engano. El en-
mascarado se habia atrevido a asumir las apariencias de la Muerte
Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, asi
como su rostro, aparecian manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del principe Préspero cayeron sobre aquella
imagen espectral, en un primer momento convulsion6 con un estre-
555;
=~

mecimiento de terror y de disgusto; pero inmediatamente su frente


¢ enrojeciO de rabia.
—Quién se atreve —pregunt6 con voz ronca a los cortesanos
que lo rodeaban—, quién se atreve a insultarnos con esta burla in-
decente? ;Apodérense de él y desenmascarenlo, para que sepamos
a quién vamos a ahorcar al amanecer en las almenas!
Al pronunciar estas palabras, el principe Prospero se hallaba en
el aposento del este, el azul. Sus 6rdenes resonaron alta y claramente
en las siete estancias, pues el principe era un hombre temerario y
robusto y la musica acababa de cesar a una sefial de su mano.
Apenas hubo hablado, los que lo acompanaban hicieron un
movimiento en direcci6n al intruso, que en ese instante se hallaba
a su alcance y se acercaba al principe con paso sereno y cuidadoso.
Pero la aprension ante la apariencia del enmascarado impidié que
nadie alzara la mano para detenerlo; y asi, sin impedimentos, pasé
a un palmo del principe. Y, mientras la concurrencia retrocedia has-
ta pegarse a las paredes, la extrafia aparici6n seguia andando con
el mismo paso solemne. Antes de que nadie se hubiera decidido a
detenerlo, de la camara azul pas6 a la purpura, de la purpura a la
verde, de la verde a la anaranjada, desde esta a la blanca, y de alli,
a la violeta.

136

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>
Entonces J principe Prospero, enloquecido por Ia ira y Ia ver-
nza de su momentanea cobardia, se lanzé a Ia carrera a través de
seis aposentos, sin que nadie se atreviera 2 seguirlo, paralizados
9 estaban por el terror Pufial en mano, se acercé impetuoso
ee et nie, cuando esta, al alcanzar el
2 9 del aposentode terciopelo, se volvid de golpe y se enfrenté
Be socscevidor
Se oy6 un agudo grito, cl pufial caia resplandeciente sobre la
negra alfombra y ol principe Prospero se desplomaba muerto.
| Como poscidos por la desesperacion, numerosas md4scaras se
lanzaron al aposento negro; pero,al apoderarse del desconocido,
cuya alta figura permanecia erecta ¢ inmévil a Ja sombra del reloj
de ehano, de repente retrocedicron con horror al descubrir que el
sudario y la m4scara que con tanta rudeza habian agarrado no
comtenian ninguna figura tangible.
Y entonces reconocieron |a presencia de la Muerte Roja. Habia
enido como un ladrén en Ja noche. Y, uno por uno, los convidados
fueron cayendo en las salas de Ja fiesta, manchadas de sangre, y
cada uno murié con dl gesto desesperado de su caida.
La vida del reloj de hano se apagé con Ja del altimo de aque-
los alegres seres.
Las Slamas de los tripodes expiraron. Y las tinieblas, la corrup-
cion y la Muerte Roja lo dominaron
todo.

ws

ht hbhbha,, ehhbhbag,
Sredni Vashtar, el gran huron
SAKI

Hector Hugh Munro, que prefirié firmar sus obras como Saki, naci6
en 1870 en Akyab, Birmania. Trabaj6 como corresponsal de los mas
importantes diarios europeos americanos y, movilizado en la Prime-
ra Guerra Mundial, muri6 en el ataque a Beaumont-Hamel, Francia,
el 13 de noviembre de 1916. Es un maestro del relato corto, en cuyos
libros un hombre lobo puede aparecer stibitamente o un hurén trans-
formarse en un dios vengativo. Hay quien ha visto en la manera cruel
de resolver el argumento de sus relatos la huella de la infancia tragica
que vivid, algo que se aprecia bien en este relato, escrito en 1910, en el
que opone a la absurda y rigida disciplina de un adulto las fantasia y
los juegos de un nifio.

L PEQUENO CONRADO habia cumplido los diez afios; pero,


segun el diagnéstico del médico, solo le quedaban cinco mas de vida.
Claro que este galeno era un personaje delicado, no demasiado bri-
llante en su profesion, y su criterio no ofrecia demasiada confianza.
Pero, en este caso, contaba con el apoyo de la sefiora Ropp, a la que

139

shh bhag,
todos consideraban poco menos que un oraculo. Esta mujer era, pre-
cisamente, la prima del pequefio Conrado, a la vez que su tutora, y
significaba para el nifio esas tres quintas partes de la existencia que
hacen falta para ir sobreviviendo. A pesar de ello, en casos como
este, semejante dependencia resultaba algo desagradable. Las otras
dos quintas partes, en continuo enfrentamiento con las anteriores,
habria que ir a buscarlas en la imaginacion de su primo el nifo.
Conrado no dejaba de suponer que cualquier dia terminaria
por sucumbir ante el peso de lo que otros consideraban inevita-
ble: la enfermedad que le amenazaba y los cuidados de los que se
le rodeaba, que en muchos casos eran auténticas prohibiciones y,
sobre todo, un aburrimiento cada vez mas insoportable. Asi que
probablemente era su capacidad para la fantasia lo que le permitia
mantenerse vivo.
Habia en la sefiora Ropp algo de hipocresia, ya que le costa-
ba reconocer que no queria a Conrado. En ciertas ocasiones habia
estado a punto de confesarlo en voz alta; sin embargo, en el ultimo
momento no se atrevid a decirlo. Claro que esto no le impedia cum-
plir con su deber, «por el bien de la familia», como ella decia, de
encargarse del cuidado del pequefio. Conrado, que se daba cuenta, la
aborrecia desde que tuvo uso de raz6n. Pero también él lo ocultaba
con una habilidad propia de una mente adulta.
Lo que no podia evitar era la necesidad de disgustar a su tutora
con ciertos juegos, que él mismo inventaba, porque veia a aquella
enemiga como a un ser muy desagradable al que se negaba a dar
entrada en sus mejores fantasfas.

140

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5

En la casa habia un jardin, que mas bien parecia una prisiOn


de lo vigilado que estaba por un excesivo nimero de ventanas. En


el momento en que Conrado estaba a punto de propasarse, siempre
segun los criterios de la sefiora Ropp, enseguida salfa para anun-
ciarle que debia tomar cierta medicina o para corregirle alguna con-
ducta. Por ejemplo, al pequefio le estaba terminantemente prohibido
acercarse a los pocos Arboles frutales del jardin, y eso a pesar de
que los frutos eran de tan mala calidad que nunca hubieran podido
venderse en el mercado.
Detras de unos arbustos, en un rinc6n muy apartado, Conrado
se habia construido una casita para las herramientas abandonadas.
Y como disponia de un techo sélido, el chico no dudé en elegirlo
como refugio, hasta transformarlo en un cuarto para sus juguetes.
Y con el tiempo se convirti6 para él en una especie de catedral, al
ir llenandolo de sus fantasmas, muchos de los cuales los extrajo
de las mejores historias oidas o leidas. También de las nacidas de
su propia imaginacion. Alli también habian encontrado cobijo dos
criaturas reales: una gallina del Houdan!', de denso plumaje, a la
que Conrado entregaba su carifio con una pasion algo desbordada;
y un hur6én de los pantanos, que ocupaba la zona mas oscura den-
tro de un cajén con dos compartimentos, uno de los cuales tenia
travesafios de hierro en la parte frontal. Este Gltimo animal lo habia
obtenido Conrado, con jaula y todo, del chico de la carniceria, en

1. Esta especie de gallina, caracterizada por un mofio o penacho de plumas en la


nuca, debe su nombre al pueblo francés del que procede.

I4I
un acto casi de contrabando por haber tenido que pagar por él unas
monedas de plata.
El hurén le daba miedo al nino, debido a que poseia un cuerpo
muy flexible y unas garras muy afiladas; y, sin embargo, lo con-
sideraba su mas valioso tesoro, tal vez porque constituia una amena-
za que podia controlar. Verlo en el interior de la jaula le proporcio-
naba una extrafia y morbosa felicidad, especialmente porque estaba
siendo capaz de ocultarlo de La Mujer, como llamaba mentalmente
a su desagradable prima-tutora.
Cierto dia invent6 para esta bestezuela un nombre extraordi-
nario: Sredni Vashtar. Y a partir de entonces el hur6n actuo para él
como la suprema divinidad de una religion que le pertenecia.
La Mujer se entregaba a la religion una vez por semana en
una iglesia de los alrededores, y obligaba a Conrado a acompafar-
la, pero el servicio religioso significaba para el nifio una traicion a
sus propias creencias. Por eso, todos los jueves, él, en el musgoso
y oscuro silencio de la casita, oficiaba un mistico y elaborado rito
ante el cajon de madera, santuario de Sredni Vashtar, el gran hur6én.
Ponia en el altar flores rojas cuando era la estaci6n y moras escar-
lata cuando era invierno, pues era un dios interesado especialmente
en el aspecto impulsivo y feroz de las cosas; en cambio, la religién
de La Mujer, por lo que podia observar Conrado, manifestaba la
tendencia contraria. En los grandes momentos espolvoreaba en el
cajOn nuez moscada, que el nifio robaba haciendo gala de una gran
astucia. Las fiestas eran variables y se celebraba en ellas los sucesos
del dia, como los dolores de muelas que padecié la sefora Ropp

142

sph Aba,,
y que se prolongaron mas de tres dias, por intervencién de Sredni
Vashtar, segtin lleg6 a creer Conrado.
Pasado un tiempo, las largas ausencias de Conrado comenzaron a
preocupar a la tutora: «No debe estar en el jardin tantas horas en estos
dias de frio», se decia ella. Y una mafiana, mientras estaban desayunan-
do, comunicé al nifio que habia vendido la noche anterior la gallina de
Houdan. Mientras hablaba no dejaba de mirar, con sus ojos miopes, a
Conrado, creyendo que este iba a replicar lleno de rabia 0 se pondria
a llorar. Para ello, disponia de los oportunos consejos para tranquili-
zarlo. Pero el nifio permanecié callado, mostrandose bastante sereno.
Por eso aquella tarde, a la hora del té, se le sirvieron tostadas como
una excepcion, ya que era un alimento que podia perjudicar su salud. TATE
ES
Tr

—Pensé que te iban a agradar —dijo la sefiora Ropp, al ob-


servar que Conrado no se las comia.
—Antes si me gustaban.
Poco después, en el interior de la caseta de las herramientas, el
ceremonial sufrid una importante modificacion. Las canciones que
anteriormente eran cantadas, se convirtieron en palabras:
—jNecesito que me hagas un favor, Sredni Vashtar!
El nifio crey6 innecesario mencionar el favor, ya que su dios
debia de saberlo. Por ultimo, aquel mir6 al rinc6én vacio, contuvo
un amago de llanto y, luego, volvid a ese mundo que tanto odiaba.
Solo encontraba alivio en la oscuridad de su alcoba, por las noches;
y en la semipenumbra de la caseta, por las tardes.
—jNecesito que me hagas un favor, Sredni Vashtar! —repetia
insistentemente.

143
2a PE

Como la sefiora Ropp cayé en la cuenta de que Conrado no


dejaba de visitar la casita de las herramientas, decidid examinarla
a conciencia.
—Qué ocultas en esa caja cerrada con llave? —pregunt6—.
Parecen conejos de indias. jfendran que salir de aqui!
Conrado se mantuvo callado, lo que no supuso ningtn obs-
taculo para que La Mujer, tras un minucioso registro, encontrase la
llave debajo de la cama del nifio. Cuando se produjo esta calamidad
llovia mucho, por lo que el jardin estaba prohibido para un enfermo.
Desde la ultima ventana del comedor, este pudo asistir a todo el
amargo espectaculo, aunque la mayoria se lo imagino.
Crey6 ver a La Mujer abriendo la puerta del cajon sagrado, para
examinar con sus ojos miopes la gruesa cama de paja, en la que se-
guramente se encontraria oculto su dios. Es posible que ella estuviera
removiendo el interior con el paraguas. De repente, concentrando toda
la pasion en sus labios, Conrado susurr6 unos rezos de ayuda; aun-
que sabia que fracasar, que momentos mas tarde La Mujer entraria
en la casa con esa sonrisa triunfal que él tanto odiaba, y horas mas
tarde, el jardinero sacaria de alli en un caj6n al extraordinario dios,
convertido en un simple hur6n de piel parda. Porque La Mujer, como
siempre, terminaria ganando. Con lo que su tiranico hostigamiento
se mantendria, acaso un poco mas aliviado, hasta que se produjera lo
que el doctor habia diagnosticado.
A pesar de la sensacion de derrota, Conrado se dedicé a chi-
llar el himno a su dios amenazado, que poseia tanto poder para
defenderse si se le invocaba a tiempo:

146
Ataca, Sredni Vashtar:
Tu instinto es rojo de ira, blancos tus dientes.
Te piden pan tus victimas, tu les traes muerte.
jSredni Vashtar, mi justiciero!

Subitamente, dej6 de cantar para asomarse por la ventana. Vio


que la puerta de la caseta de las herramientas continuaba abierta.
Hacia mucho rato que La Mujer habia entrado alli. Los minutos
se formaban de muchos lentos segundos, pero todos transcurrieron
en un monton de miles. Dispuso el chico del tiempo suficiente para
dedicar una mirada a los gorriones que revoloteaban por encima de
la hierba. Los cont6 varias veces, sin dejar de mantener un ojo fijo
em la-puerta de la casita.
En aquel momento entr6 en el comedor una doncella y comenz6
a disponer la mesa para el té. Su expresiOn era agria, como siempre.
Mientras, Conrado continuaba esperando, vigilante. Poco a
poco la confianza fue aduefiandose de su corazon, hasta que el
triunfo logr6 brillar en sus ojos, que hasta aquel momento solo
habian podido mostrar la tristeza de los vencidos.
Dominado por una exaltacién prohibida, no dudo en gritar la
plegaria a su dios, al que ya consideraba un cruel triunfador... jY
se vio recompensado: por la puerta de la caseta vio escapar a una
bestezuela amarilla y parda, alargada, con los ojos resplandecientes
bajo la luz del atardecer y con oscuras manchas en la piel, los dientes
y el cuello, nunca vistas por el nifo!

147
Conrado cayé de rodillas, sin dejar de mirar por la ventana. El
Gran Huron de los Pantanos estaba Ilegando a una de las acequias
del jardin, donde bebié un poco de agua y, acto seguido, escapo por
un puente de tablas hasta perderse entre los arbustos proximos a la
casa. Este fue el recorrido definitivo de Sredni Vashtar.
—Ya esta listo el té —anunci6 la criada del gesto agrio—.
¢Sabe donde ha ido la sefiora?
—A la caseta de las herramientas —contest6 Conrado.
Al mismo tiempo que la criada iba en busca de La Mujer, el
nifio extrajo de un cajén del aparador el tenedor de plata de las
fiestas, pinché con él una rebanada de pan y se fue a la cocina a
prepararse una tostada. Se la habia ganado.
Mientras se doraba el pan, prepar6 un buen pedazo de man-
teca. Y, cuando estuvo listo este pequefio banquete, lo saboreo sin
perder detalle de lo que ocurria en el jardin. Los silencios se estaban
convirtiendo en espasmos, hasta que escucho los estupidos aullidos
de la criada, el siguiente coro de la cocinera, las voces del jardinero
y sus llamadas de socorro a la policia. Después de una corta pau-
sa, pudo oir los llantos de quienes asistian a la mayor tragedia, el
arrastrar de los pies de los que llevan una pesada carga humana.
—Quién se lo va a contar a ese chiquillo enfermo? Yo me
siento incapaz, y menos sabiendo lo malito que esta —dijo una voz
bastante desagradable.
Al mismo tiempo que los servidores discutian sobre el asunto,
Conrado se estaba preparando su segunda tostada.
ZS |
Desquite
EMILIA PARDO BAZAN

La escritora gallega Emilia Pardo Bazan (1851-1921), una de las maxi-


mas figuras del Realismo, nos muestra a través de este cuento su con-
cepcion del amor, que ha de ser puro y alejado de prejuicios. Lo que
parece nacer como una venganza por resentimiento se vuelve la mas
honda reaccion de amor. Publicado en la revista Blanco y negro entre
1896 y 1898, y luego reunido entre sus Cuentos de Amor, Desquite es
uno de los cuentos mas representativos del estilo de su autora, un estilo
rico en adjetivaciOn y en matices, construidos a menudo con expresio-
nes coloquiales, que hemos querido respetar en nuestra adaptacion de
su vision de monstruo desdichado.

as
asd

RIFON LILIOSA nacié raquitico y contrahecho, y tuvo la mala


ventura de no morirse en la nifiez. Con los afios creci6, mas que su
cuerpo, su fealdad, y se desarroll6 su imaginacioOn combustible, su
exaltado amor propio y su nervioso temperamento de altista' y de

1. El término altista es portugués y equivale a alcista, de caracter financiero que sig-


nifica que juega al alza.

149

ehh han,
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eg ea Re err

ambicioso A los quince, Trif6n, huérfano de madre desde la cuna, no


habia escuchado una palabra carifiosa; en cambio, habia aguantado
innumerables torniscones*, sufrido'continuas burlas y desprecios y
recibido el apodo de Fendmeno; a los diecisiete se escapaba de su
casa, y, aprovechando lo poco que sabia de musica, se contrataba
en una murga, en una orquesta después. Sus rapidos adelantos le
entreabrieron el paraiso: espero llegar a ser un compositor genial, un
Weber, un Liszt. Adivinaba en toda su plenitud la magnificencia de
la gloria, y ya se veia festejado, aplaudido, olvidada su deformidad,
disimulada y cubierta por un haz de balsamicos laureles. La edad
viril —¢ pueden Ilamarse asi los treinta afios de un escuerzo?— disipo
estas quimeras de la juventud. Trifon Liliosa hubo de convencerse
de que era uno de los muchos llamados y no escogidos; de los que
ven cercana la tierra de promisiOn’, pero no llegan nunca a pisar sus
floridos valles. La pérdida de ilusiones tales deja el alma muy negra,
muy ulcerada, muy venenosa. Cuando Trifon se resigno a no pasar
nunca de maestro de misica a domicilio, tuvo un ataque de ictericia
tan cruel, que la bilis le rebosaba hasta por los amarillentos ojos.
Lecciones le salian a docenas, no solo porque era, en realidad,
un excelente profesor, sino porque tranquilizaba a los padres su ri-
dicula facha y su corcova. Qué sefiorita, ni la mas impresionable,
iba a correr peligro con aquel macaco, cuyo talle era un jarrén;

2. Torniscones es una palabra coloquial equivalente a pellizcos y a la expresi6n mas


cercana a nosotros de recibir pescozones.
3. La tierra de promision alude a la imagen biblica de la Tierra Prometida que el pue-
blo judio aspiraba a alcanzar guiado por Moisés a través del desierto.
Mg KSEE) SG WA ee

cuyas manos, desproporcionadas, parecian, al vagar sobre las teclas,


arafias palidas a medio despachurrar? Y se lo espet6 en su misma
cara, sin reparo alguno, al llamarle para ensefiar a su hija canto y
piano, la madre de la linda Maria Vega. Solo a un sujeto «asi como
él» le permitirfa acercarse a nifia tan candorosa y tan sentimental.
jMientras mayor inocencia en las criaturas, mas prudencia y pre-
caucion en las madres!
Con todo, no era prudente, y menos atin delicada y caritativa,
la franqueza de la sefiora. Nadie debe ser la gota de agua que hace
desbordar el vaso de amargura, y por muy convencido que esté de
su miseria el miserable, recia cosa es arrojarsela al rostro. Pensd,
sin duda, la inconsiderada sefiora que Trifon, habiéndose mirado al
espejo, sabria de sobra que era un monstruo; y, ciertamente, Trifon
se habia mirado y conocia su triste catadura; y asi y todo, le hirid,
como hiere el insulto cobarde, la frase que le excluia del nimero
de los hombres; y aquella noche misma, revolviéndose en su frio
lecho, mordiendo de rabia las sabanas, decidio entre si: «Esta pagara
por todas; esta sera mi desquite. jLa necia de la madre, que solo
ha mirado mi cuerpo, no sabe que con el espiritu se puede seducir
a las mujeres que tienen espiritu también!»
Al dia siguiente empezaron las lecciones de Maria, que era, en
efecto, una nifia celestial, fina y languida como una rosa blanca, de
esas que para marchitarse basta un soplo de aire. Acostumbrado
Trifon a que sus discipulas sofocasen la carcajada cuando lo veian
por primera vez, not6 que Maria, al contrario, lo miraba con lastima
infinita, y la piedad de la nifia, en vez de conmoverlo, acentud su

I5I
resolucion implacable. Bien facil le fue observar que la nueva discipula
poseia un alma delicada, una exquisita sensibilidad y la musica pro-
ducia en ella impresi6n profunda, humedeciéndose sus azules ojos en
las paginas melanc6licas, mientras las melodias apasionadas apresura-
ban su aliento. La soledad y retiro en que vivia hasta que se vistiese
de largo y recogiese en abultado mofio su hermosa mata de pelo de
un rubio de miel, la hacfan mas propensa a exaltarse y a sofiar.
Por experiencia conocia Trifon esta manera de ser y cuanto pre-
dispone a la credulidad y a las aspiraciones novelescas. Cautamente, a
modo de criminal reflexivo que prepara el atentado, observaba los ha-
bitos de Maria, las horas a las que bajaba al jardin, los sitios donde pre-
feria sentarse, los tiestos que cuidaba ella sola; y prolongando la leccién
sin extrafieza ni recelo de los padres, eligiendo la musica mas pertur-
badora, cultivaba el ensuefio enfermizo al que iba a entregarse Maria.
Dos o tres meses hacia que la nifia estudiaba musica, cuando
una mafiana, al pie de cierta maceta que regaba diariamente, encon-
tro un billetito* doblado. Sorprendida, lo abrié y lo ley6. Mas que
declaracion amorosa, era suave preludio de ella; no tenia firma, y
el autor anunciaba que no queria ser conocido, ni pedia respuesta
alguna, se contentaba con expresar sus sentimientos, muy apacibles
y de una pureza ideal.
Maria, pensativa, rompio el billete; pero al otro dia, al regar
la maceta, su corazon queria salirse del pecho y temblaba su mano,

4. La palabra billete alude hoy a documentos de valor (de banco, de loteria, de tren),
pero antiguamente significaba también un escrito breve, lo que hoy llamamos una
nota.

152
salpicando su traje de menudas gotas de agua. Transcurrida una se-
mana, nuevo billete —tierno, dulce, poético, devoto—; pasada otra
mas, dos pliegos rendidos, pero ya insinuantes y abrasadores. La
_ nifia no se apartaba del jardin, y a cada ruido del viento en las hojas
pensaba ver aparecer al desconocido, bizarro, galan, diciendo de
perlas lo que de oro escribia. Mas el autor de los billetes no se mos-
traba, y los billetes continuaban, elocuentes, incendiarios, colocados
allf por una invisible mano, solicitando respuestas y esperanzas.
Después de no pocas vacilaciones, y con harta vergiienza, la
nifia acab6é por trazar unos renglones, que deposit6 en la maceta,
besandola; y eran la ingenua confesién de su amor virginal. Vario
entonces el tono de las cartas: de respetuosas se hicieron arrogantes
y triunfales; parecian un himno; pero el desconocido no queria pre-
sentarse; temia perder lo conquistado: «A qué ver la envoltura fisica
de un alma? ;Qué importaba el barro grosero en que se agitaba un
corazon?». Y Maria, entregada ya completamente la voluntad a su
enamorado misterioso, ansiaba contemplarlo, comerlo con los ojos,
segura de que seria un dechado de perfecciones, el ser mas bello de
cuantos pisan la tierra. Ni cabia menos en quien de tan expresiva
manera y con tal calor se explicaba, que Maria, solo con releer los
billetes, se sentia morir de turbaci6én y gozo. Por fin, después de
muchas y muy regaladas maneras que se cruzaron entre el invisible y
la reclusa, Maria recibio una epistola que decia en sustancia: «Quie-
ro que vengas a mi»; y después de una noche de desvelo, zozobra,
llanto y remordimiento, la nifia ponia en la maceta la contestacion
terrible: «Iré cuando y como quieras».

154

= .sshMba,, wsabAba,,
0a

jOh! ;Qué temblor de alegria maldita asalté a Trifon, el mons-


truo, el ridiculo Fenédmeno, hasta el punto de que, dentro del ca-
rruaje sin faroles donde la esperaba, recibid a Maria con los brazos!
La completa oscuridad de la noche escogida, de boca de lobo, no
permitia a la pobre enamorada ni entrever siquiera las facciones del
seductor... Pero, balbuciente, desfallecida, con explosién de carifio
sublime, entre aquellas tinieblas, Maria pronuncié bajo, al ofdo del
ser deforme y contrahecho, las palabras que este no habia escuchado
nunca, las rotas frases divinas que arranca a la mujer de lo mas
secreto de su pecho la vencedora pasion..., y una gota de humedad
deliciosa, refrigerante como el manantial que surte bajo las palmeras
y refresca la arena del Sahara, moj6 la mejilla demacrada del cor-
covado... El efecto de aquellas palabras, de aquella sagrada lagrima
infantil, fue que Trifon, sacando la cabeza por la ventanilla, dio con
voz ronca una orden, y el coche retrocedi6, y pocos minutos después
Maria, atonita, volvia a entrar en su domicilio por la misma puerta
del jardin que habia favorecido la fuga.
Fue una gran sorpresa la de los padres de Maria cuando se
enteraron de que Trif6n no queria dar mas lecciones en aquella casa;
pero mayor la incredulidad de los contados amigos que Trif6n posee
cuando le oyen decir alguna vez, torvo, suspirando y agachando la
cabeza:
—También a mi me ha querido, jy mucho!, y desinteresada-
mente, una mujer preciosa...
Las aventuras
de Thibaud de la Jacquieére
CHARLES NODIER

El ensayista, dramaturgo y novelista romantico francés Charles-Emma-


nuel Nodier (1780-1844) debut6 como autor con diversos tratados so-
bre entomologia y, con la mayoria de edad se estableci6 en Paris, donde
public6 una recopilacién de articulos titulada Pensamientos de Shakes-
peare, antes de dedicarse a la novela. Los relatos que luego escribio,
como Smarra y los demonios de la noche (1821) o Trilby o el duende
de Argil (1822) muestran ya su predileccion por temas fantasticos, ma-
cabros y oniricos, de los que participa también este relato.

N RICO COMERCIANTE de Lyon, llamado Jacques de la


Jacquiére, fue elegido preboste! de la ciudad, a causa de su probi-
dad y de los grandes bienes que habia adquirido sin manchar su

1. Tanto en la Edad Media como en el Antiguo Régimen, el preboste era un funcio-


nario publico elegido por el rey para que administrara econémica y judicialmente los
dominios que le confiaba.
ee eee ee

honor y reputacion. Era caritativo con los pobres y bienhechor de


los necesitados.
Thibaud de la Jacquiére, su hijo unico, tenia un caracter com-
pletamente diferente. Era un muchacho muy guapo, si, pero un pillo
redomado, que habia aprendido a destrozar los cristales de todas las
casas, a seducir a las mozas y a jurar y blasfemar con los hombres
de armas del rey, en cuyo ejército servia como oficial de estandarte.
Tanto en Paris, en Fontainebleau como en las otras ciudades por
donde pasaba el rey, todo el mundo hablaba de las maldades come-
tidas por Thibaud.
Un dia, este rey Francisco I, escandalizado por la conducta del
joven Thibaud, lo envio de vuelta a Lyon, a casa de sus padres, con
el fin de que se reformara. El buen preboste vivia entonces en la pla-
za de Bellecour. Thibaud fue recibido en la casa paterna con mucha
alegria. Con motivo de su llegada, incluso se dio un gran banquete
a los parientes y amigos. Todos bebieron a su salud, haciendo votos
para que el joven Thibaud se convirtiera en un muchacho prudente,
sensato y buen cristiano. Pero aquellos votos tan caritativos no le
hicieron mella; por el contrario, le disgustaron. Cogio de la mesa
una copa de oro, la lleno de vino y dio:
—jSagrada muerte del gran diablo! A él quiero ofrecerle, en
este vino, mi sangre y mi alma, si algtin dia llego a ser mas hombre
de bien de lo que soy actualmente.
Estas palabras pusieron los pelos de punta a todos los convi-
dados al banquete. Se santiguaron, y algunos se levantaron de la
mesa y abandonaron la casa del preboste. Thibaud también se levan-

157

aa
t6 para ir a tomar el fresco a la plaza de Bellecour, donde se encon-
tro con dos de sus antiguos camaradas, tan malos sujetos como él.
Los abraz6 de un modo efusivo, los hizo entrar a su casa y los in-
vito a beber.
A partir de aquel dia, empezé a llevar una vida licenciosa
que destrozaba el coraz6n de su pobre padre, que se encomendo a
san Jaime, su patron, y llevé ante su imagen un cirio de diez libras
adornado con dos abrazaderas de oro, cada una de un peso de cinco
marcos. Pero, al querer colocar el cirio sobre el altar, se le cay6 de
las manos y derrib6 al suelo una lampara de plata que ardia ante
el santo. Este doble accidente lo interpret6 como un mal presagio,
y regreso triste y deprimido a su casa.
Aquel mismo dia, Thibaud volvio a invitar a sus amigos; y cuan-
do empezo a anochecer, salieron a tomar el aire a la plaza de Belle-
cour y a pasearse por las calles de la ciudad, confiando encontrar algo
que los divirtiese. Pero la noche era tan espesa que no encontraron
muchacha ni mujer alguna.
Thibaud, impaciente por este fracaso y molesto por no poder
conseguir compafiia femenina, exclam6, gritando como un energt-
meno enfurecido y rabioso:
—jSagrada muerte del gran diablo!, prometo que le entregaré
mi alma y toda mi sangre, si la gran diablesa, su hija, acude a este
lugar y acepta mi amor.
Estas sacrilegas palabras disgustaron profundamente a sus ami-
gos, ya que estos no eran tan pecadores como Thibaud, y uno de
ellos le dijo:

ssh bba,, »shAAba,,


—Mi querido amigo, piensa que el demonio, por ser enemigo
de los hombres, ya les hace bastante dafio sin necesidad de que lo
llamen invocando su nombre.
—Pues a pesar de todo, cumpliré mi palabra y haré lo que he
dicho —le respondié el incorregible Thibaud.
Momentos después, vieron salir de una calle vecina a una
dama joven con el rostro cubierto por un espeso velo, que no im-
pedia adivinar su encanto y hermosura. La seguia un negrito que
dio un traspié, se cay6 al suelo y rompié la linterna. La joven pa-
reciO asustarse muchisimo, y como no sabia qué hacer, Thibaud se
apresuro a acercarse a ella, del modo mas correcto que pudo y le
ofreciO su brazo para conducirla hasta su casa. Tras unos momentos
de vacilacion, la desconocida acept6, y Thibaud, volviéndose hacia
sus amigos, les dijo en voz baja:
—Como habéis visto, aquel a quien he invocado no me ha
hecho esperar mucho... Buenas noches, amigos mios.
Los dos camaradas comprendieron lo que aquel queria decirles, SE
RE
EL
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SELLS
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y se marcharon riéndose.
Thibaud ofrecid su brazo a la dama y ambos se pusieron en
marcha. Sete
Stine

El negrito, aunque llevaba apagada la linterna, iba delante de =

ellos. La joven parecia estar tan nerviosa y asustada, que apenas


podia seguir a su joven acompafiante, pero poco a poco se fue tran-
quilizando y se apoy6 con mas energia en el brazo de Thibaud. De
vez en cuando daba un falso paso y se agarraba con mas fuerza a su
joven caballero. Entonces Thibaud, tratando de sostenerla por todos

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los medios, le ponia la mano sobre el coraz6n, aunque con much


discreci6n para no asustarla. Caminaron durante tanto tiempo, qu
al final Thibaud Ileg6 a creer que se habian extraviado por entre la
calles de Lyon. Pero este detalle mas que preocuparlo le agrado, y
que asi, pensd, tendria mds tiempo para conquistar a aquella bell
y desconocida dama.
No obstante, como sentia una enorme curiosidad por sabe
quién era, le rog6 que tomara asiento en un banco de piedra par.
descansar. Ella consinti6, y nuestro joven amigo se sent6 a su lade
cogié su mano con un gesto galante y le rog6, con delicada educa
cién, que le contara quién era. La hermosa dama al principio pareci
sorprendida por la peticién, pero luego, ya mas tranquilizada, dijc
—Me llamo Orlandine; al menos asi me llamaban las persona
que convivian conmigo en el castillo de Sombre, en los Pirineos
En aquel lugar solo vi a mi ama de compania, que era sorda,
una criada tan tartamuda que hubiera sido mejor que fuese mud
del todo y a un viejo portero que era ciego. Este portero no teni:
mucho trabajo que hacer, pues solo abria la puerta una vez al afic
cuando aparecia un caballero que parecia venir solo a cogerme |
barbilla y a hablar con mi duefia. Pero eran conversaciones de la
que no me enteraba de nada, ya que se desarrollaban en lengua vas
ca, que es un idioma que yo no domino. Gracias a Dios que sabi
hablar cuando me encerraron en el castillo de Sombre, pues de |
contrario jamas lo habria conseguido, dadas las personas que m
habian asignado como acompanantes o vigilantes... en mi cautiveric
En cuanto al portero, solo lo veia cuando nos pasaba la comida

160
Sie
ae.
A/ 8 So
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través de la reja de la Gnica ventana que tenfamos. A decir verdad,


mi ama de llaves me gritaba al ofdo extrafias lecciones de moral;
pero me enteraba tan poco como si hubiese sido tan sorda como
ella, pues me hablaba de los deberes del matrimonio, pero no me
explicaba qué era el matrimonio. A menudo, mi sirvienta se empe-
fiaba en contarme historias y aseguraba que eran muy interesantes,
pero como no podia seguir mas alla de la segunda frase, se veia
forzada a renunciar y se retiraba, mientras la pobre se disculpaba
tartamudeando.
»Ya le he dicho que habia un sefior que venia a verme una vez
al afio. Cuando cumpli los quince, aquel caballero me hizo subir
a una carroza junto con mi ama de compafiia. En ella estuvimos
viajando durante tres dias consecutivos, y, al llegar la tercera noche,
oO quiza el crepusculo, salimos del carruaje. Recuerdo perfectamente
que entonces un hombre abrio la portezuela y nos dijo:
»—En este instante estan ustedes en la plaza de Bellecour; y
aquella es la mansion del preboste, Jacques de la Jacquiére. ;Adonde
desean que las conduzca?
—Entre usted por la primera puerta cochera después de la del
preboste —repuso mi ama de llaves.
Al oir estas palabras, el joven Thibaud puso mucha mas aten-
cién, ya que era su vecino, un gentilhombre llamado senor de Som-
bre, quien vivia en aquella mansion y, por afiadidura, tenia fama
de ser sumamente celoso.
—De modo que entramos a la cochera —continuo Orlandi-
ne—, y alli, subiendo por una escalera de marmol, me condujeron

I61

ny
a unas inmensas y hermosas camaras; luego, caminamos por un
pasadizo oscuro, al final del cual habia una escalera de caracol.
Subimos por ella hasta llegar a una torre muy alta, cuyas ventanas
estaban tapadas con gruesas cortinas verdes. Por lo demas, la torre
estaba bastante iluminada. Mi duefia, después de hacerme sentar en
un hermoso butac6n tapizado de terciopelo negro, me entreg6 su
rosario para que ocupara mi tiempo en actos piadosos, y se marcho
cerrando la puerta con dos vueltas de llave.
Cuando me vi sola, aunque llevaba apagada la linterna, tire
el rosario, saqué unas tijeras que habia ocultado en mi corsé e hice
una abertura en la cortina verde que ocultaba la ventana de la torre.
Entonces pude ver, a través de la ventana de una mansion vecina,
una habitaci6n muy iluminada en la que cenaban tres jOvenes caba-
lleros con tres sefioritas. Cantaban, bebian, reian y se abrazaban...
Orlandine dio algunos detalles mas sobre aquella escena que
habia presenciado; detalles que estuvieron a punto de hacer reir a
mandibula batiente al joven Thibaud, pues se trataba de una de las
cenas que él habia dado a sus dos amigos y a tres sefioritas de la
ciudad.
—Estaba yo atenta a todo lo que alli pasaba —continué Or-
landine—, cuando de repente of que se abria la puerta. Cogi el
rosario de inmediato, me senté en el sill6n y vi entrar a mi ama,
que me tomo de la mano sin decirme una sola palabra, me llevé de
nuevo a la carroza y me hizo subir de nuevo. El coche se puso en
marcha, y después de un largo trayecto, llegamos a la ultima casa de
las afueras. En realidad se trataba de una humilde cabafia, aunque

sesh Mbag, »zAhAbaag,


por dentro estaba dotada de todas las comodidades. Su aspecto es
magnifico; cosa que podra usted comprobar dentro de un momento,
si el negrito encuentra el camino, pues veo que al fin ha conseguido
volver a encender la linterna.
—jOh, bella extraviada! —interrumpi6 Thibaud, mientras le
besaba galantemente la mano—. Le agradeceria muchisimo que me
dijera si vive sola en esa casita.
—Si, vivo sola —respondié la dama—, acompafiada inicamente
de ese sirviente y de mi ama de llaves. Pero no creo que ella pueda
venir esta noche. El sefior que me condujo la noche pasada a esta casa
me envio el recado, hace unas dos horas, de que fuese a reunirme
con él en casa de una de sus hermanas; y, como no podia enviarme
su carroza, puesto que la habia enviado a recoger a un sacerdote,
decidi ir a pie. Cuando mi ama y yo {bamos por una de esas calles,
un individuo me detuvo para decirme que era muy bella. Entonces
ella, como es sorda, creyO que me estaba insultando y se puso a cen-
surarle su vergonzosa conducta con agrias palabras. Luego acudieron
otras personas que se unieron a la querella. Yo tuve miedo y hui,
el negrito me siguiO corriendo, pero tropezo y rompio la linterna.
Fue entonces, caballero, cuando tuve el honor de encontrarme con
usted.
Thibaud se disponia a prodigarle un ramillete de galanterias,
cuando aparecié el negrito con la linterna encendida. Se pusieron
en marcha de inmediato, y al cabo de cierto tiempo llegaron a la
casita aislada, cuya puerta abrio el sirviente con una llave que lle-
vaba atada a su cinturon.

163
a PI en aR rc a

El interior de la casa estaba magnificamente adornado, y entre


aquellos muebles de nobles maderas, se veian unos butacones tapiza-
dos de terciopelo de Genes, con franjas rojas, y una cama cubierta
de muaré de Venecia. Pero nada de aquella magnifica y soberbia
ornamentacion atrafa la atencién de Thibaud, que solo tenia ojos
para la bella Orlandine.
El negrito puso un mantel sobre la mesa y preparo la cena. En-
tonces, Thibaud se dio cuenta de que aquel siervo no era en realidad
un nifio, como habia creido desde un principio, sino una especie de
enano viejo, muy negro y con el rostro mas feo del mundo. Este pe-
quefio enano se present6 instantes después trayendo una bandeja con
cuatro apetitosas perdices y una botella de excelente vino. Se pusieron
ala mesa. Apenas Thibaud hubo tomado unos bocados y unos cuantos
sorbos de vino, cuando sintid como una especie de fuego sobrenatural
que circulaba por sus venas. Mientras, Orlandine seguia comiendo con
tranquilidad, pero sin perder de vista a su convidado, algunas veces
con una mirada tierna y candida, y otras con ojos llenos de malicia.
Finalmente, el negrito acudi6 a quitar la mesa. Entonces Or-
daline, incorporandose, cogi6d a Thibaud de la mano y lo acercé a
ella:
—Hermoso caballero, como queréis que pasemos nuestra velada?
—le pregunt6, para acto seguido decirle—: Un momento; se me
ocurre una idea; aqui hay un espejo, por qué no nos ponemos
enfrente y jugamos a hacer pantomimas como solia hacer en el castillo
de Sombre? Me divertia mucho al ver que mi ama de llaves era tan
distinta a mi. Ahora quiero saber si usted es diferente a mi.

164

SG yy Ad yy pe : an aA A Aa Aa
Entonces Orlandine puso dos sillas delante del espejo, y luego
afloj6 el cuello de la camisa de Thibaud, mientras le decia:
—Su cuello es casi igual que el mio; las espaldas también.
Pero en lo referente al pecho, jcudnta diferencia! El afio pasado mi
pecho era como el suyo, pero luego engordé y ya ni me reconozco.
Quitese el cinturén, el jub6n y todos esos cordones...
Thibaud, no pudiendo contenerse mas, llev6 a Orlandine a
la cama cubierta con muaré de Venecia, y se crey6 el mas feliz de
los hombres. Pero aquella felicidad no duré mucho tiempo. El des-
graciado joven sintiO unas garras agudas que se le clavaban en la
espalda.
Empezo a gritar, llamando a Orlandine, pero esta ya no estaba
alli. En su lugar vio un horrible conjunto de formas repugnantes,
siniestras y misteriosas...
—Yo no soy Orlandine —dijo el monstruo, con voz caver-
nosa—. jSoy Belcebu!
Thibaud quiso pronunciar el nombre de Jesus, pero el diablo,
que adivin6 su intenci6n, le apreté la garganta con sus dientes,
impidiéndole pronunciar el sagrado nombre del Sefior.
Al dia siguiente por la mafiana, unos campesinos que se dirigian
a vender sus legumbres al mercado de Lyon oyeron unos gemidos
procedentes de una granja abandonada, situada cerca del camino
y que solia servir de vertedero. Entraron en ella y encontraron a
Thibaud tumbado sobre una carrofa medio podrida. De inmediato
lo recogieron y lo transportaron a la casa de su padre, el preboste
de Lyon.

165
El desdichado caballero de la Jacquiére reconocié a su hijo en
aquella andrajosa figura. Luego colocaron al joven en una cama y
pronto recobré el conocimiento. Entonces dijo con voz débil: «Abran
la puerta a ese santo ermitafio».
Al principio nadie comprendié lo que queria decir; mas luego
fueron, abrieron la puerta, y vieron entrar por ella un venerable reli-
- gioso que solicit6 humildemente que lo dejaran a solas con Thibaud.
Durante mucho tiempo se oy6 la voz del ermitafio aconsejando al
joven, exhortandolo, como asimismo los suspiros del desgraciado
Thibaud.
Cuando la voz dejé de oirse, todos entraron en la habitacion.
El ermitafio habia desaparecido, y sobre la cama yacia muerto el
hijo del preboste, con un crucifijo entre las manos.

shh bhag, 24h Aha, ‘Tass nee


El diablo y el relojero
DANIEL DEFOE

Nacido en torno a 1660, Daniel Defoe esta considerado el padre


de los novelistas ingleses, por ser pionero en este género literario con
sus mas de medio millar de obras. A la par que escritor, estuvo com-
prometido politicamente y trabaj6 para diversos gobiernos. Aunque
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Oe
hoy es mas conocido por sus escritos politicos y, sobre todo, por no-
velas como Robinson Crusoe 0 Moll Flanders, fue también un maes-
tro del relato breve, especialmente del género de terror, la fantasia
y el mundo de los piratas.

|
2, 7

epee
~ IVf{A EN LA PARROQUIA de San Bennet Funk, cerca del
eM
Mercado Real, una honesta y pobre viuda que, después de morir su
marido, tomo huéspedes en su casa. Esto quiere decir que dejo libres
algunas de sus habitaciones y las puso en alquiler para aliviar su
renta. Entre otros inquilinos, cedid su buhardilla a un artesano que
hacia engranajes para relojes y que trabajaba para los comerciantes
que vendian dichos instrumentos, segtin era costumbre en esta clase
de actividad.

168

ans a hh A Bite sph Mba,,


Sucedi6 que un dia, hombre y una mujer fueron a hablar con
este fabricante de engranajes por algtin asunto relacionado con su
trabajo. Y cuando ya estaban subiendo los ultimos escalones, a tra-
vés de la puerta completamente abierta del altillo donde trabajaba,
vieron que aquel hombre, relojero o artesano de engranajes, se habia
colgado de una viga que sobresalia mas baja que el techo o cielo-
rraso. Atonita ante lo que contemplaba, la mujer se detuvo y grité
al hombre, que estaba detras de ella en la escalera, que corriera y
bajara de alli al pobre desdichado.
En ese mismo momento, pero desde otra parte de la habita-
cion que no podia verse desde las escaleras, corria velozmente otro
hombre que llevaba un escabel en sus manos. Este, con cara de estar
pasando un gran apuro, lo coloc6é debajo del desventurado que esta-
ba colgado y, subiéndose rapidamente al taburete, sac6 un cuchillo
del bolsillo y, sosteniendo el cuerpo del ahorcado con una mano,
hizo sefas con la cabeza a la mujer y al hombre que venia detras
de ella, como queriendo detenerlos para que no entraran. Al mismo
tiempo, mostraba el cuchillo en la otra mano, como si estuviera a
punto de cortar la soga para soltarlo.
Ante aquella aparicion, la mujer se detuvo un momento sin
saber qué hacer. Pero el hombre aquel, que estaba subido al tabu-
rete, continuaba con la mano y el cuchillo tocando el nudo, pero
no lo cortaba.
Por esta razon, la sefiora grit6 de nuevo a su acompafiante y
le dijo: :
—jVenga! jSube y ayuda a ese hombre!

169
* ; ae ees vs pean

Suponia que algo le impedia reaccionar.


El que estaba subido al banquillo les volvid a hacer de nuevo
sefias de que se quedaran quietos y no entraran. Como si les quisiera
decir: «Ya lo haré inmediatamente».
Entonces dio dos golpes con el cuchillo, como si cortara la
cuerda, y después se detuvo de nuevo. Mientras tanto, el desconoci-
do seguia colgado y dando sus Ultimos estertores antes de morir.
Ante la pasividad de aquel extrafio, la mujer de la escalera
le grito:
—Pero :qué pasa? ¢Por qué no baja de una vez a ese pobre hombre?
Y el acompafiante que la seguia, habiéndosele acabado la pa-
ciencia, la empuj6 para abrirse paso y le dio:
—Déjame pasar. Te aseguro que yo lo haré —y con estas pala-
bras lleg6 hasta la habitacién en donde estaban aquellos dos ex-
tranos.
Pero cuando entr6, jcielo santo!, el pobre relojero permanecia
alli colgado, pero no el hombre con el cuchillo, ni el taburete, ni
nada que pudiera delatar alguna otra presencia. Todo parecia haber
sido un engafio urdido por criaturas espectrales, enviadas alli sin
duda para permitir que el pobre desventurado se ahorcara y expirara
sin que nadie lo evitara.
El visitante estaba tan aterrorizado y sorprendido que, a pesar de
todo el coraje que antes habia demostrado, cayé redondo al suelo
como muerto. Y su mujer, al fin, se dispuso a bajar ella sola al po-
bre hombre cortando la soga con unas tijeras, lo que hizo y no sin
dificultad.

170
wel eae ees

Como no me cabe duda de la verdad de esta historia que me


fue contada por personas de cuya honestidad me fio, creo que no me
ee
aT

costara convenceros de quién debia de ser el hombre del taburete:


era el mismo Diablo, que se situé allf con la intencién de terminar
el asesinato del hombre a quien, segtin su costumbre, habia tentado
antes y lo habia convencido para que él mismo fuera su propio ver-
dugo. Ademas, este tipo de crimenes se ajustan bien a la naturaleza
del demonio y sus ocupaciones, no hay ninguna duda.

XG

(Nota)

No he tenido ninguna otra noticia sobre el final


de la historia; no he sabido nunca si bajaron al relojero
lo suficientemente rapido como para que se recobrara
o si el Diablo logro sus propositos y pudo mantener
apartados al hombre y a la mujer aquellos hasta
que fue demasiado tarde. Pero sea lo que fuera,
es seguro que se esforz6 demoniacamente por
conseguirlo y que permanecio por alli hasta
que lo obligaron a marcharse.
&
El fantasma
y el ensalmador
JOSEPH SHERIDAN LE FANU

Joseph Sheridan Le Fanu (1818-1873), uno de los maestros del cuen-


to de terror, escribid muchos relatos en los que abundan los misterios
escabrosos, las cronicas de fantasmas y el terror sobrenatural. Fue la
muerte de su esposa la que lo llev6 a recluirse y a dedicarse a escribir,
apartado del mundo exterior hasta su muerte a los 58 afios. Es el crea-
dor de Carmilla, la primera vampiresa de la literatura. Sorprende en este
relato la manera en que envuelve en humor uno de sus temas habituales.

L REVISAR LOS PAPELES de mi respetado y apreciado amigo


Francis Purcell, que hasta el dia de su muerte y por espacio de casi
cincuenta afios desempefié las tareas propias de un parroco en el
sur de Irlanda, encontré el documento que presento a continuacion.
Como este habia muchos, pues aquel cura era coleccionista curioso
y paciente de antiguas tradiciones locales, materia muy abundante
en la regién en la que habitaba. Recuerdo que recoger y clasificar

173

16h Abas, ahha,a8


“Sl Loran. MSP ee

estas leyendas constituia un pasatiempo para él; de lo que no tuve


noticia fue de que su aficién por lo maravilloso y lo fantastico lo
llevara a dejar constancia escrita de los resultados de sus investiga-
ciones, hasta que, bajo la forma de legado universal, su testamento
puso en mis manos todos sus manuscritos.
Tal vez haya que afiadir que en el sur de Irlanda esta muy
extendida la creencia a la que alude el siguiente relato, que es creer
que el Ultimo cadaver que ha recibido sepultura, al menos durante
la primera etapa de su estancia en el cementerio contrae la obliga-
cién de proporcionar agua fresca para calmar la sed abrasadora del
purgatorio a los demas inquilinos del camposanto en el que ha sido
enterrado. Sé de un rico y respetable agricultor de la zona lindante
con Tipperary, que, apenado por la muerte de su esposa, introdujo
en el féretro dos pares de abarcas, unas ligeras y otras mas pesadas,
las primeras para el tiempo seco y las segundas para la lluvia, con
el fin de aliviar las fatigas de las inevitables expediciones que habria
de acometer la difunta para buscar agua y repartirla entre las almas
sedientas del purgatorio.
Los enfrentamientos se vuelven violentos y desesperados si,
por casualidad, dos cortejos fanebres se aproximan al mismo tiem-
po al cementerio, porque cada cual se empefia en dar prioridad a
la hora de sepultar a su muerto para librarlo de la carga de hacer
de aguador y pretende que recaiga sobre quien llega el ultimo. No
hace mucho, sucedio que uno de los dos cortejos, por miedo a que
su amigo difunto perdiera esa ventaja, lleg6 al cementerio por un
atajo y, violando uno de sus prejuicios mas arraigados, sus miembros

174.
aLt ean nee a

lanzaron el atatd por encima del muro para no perder tiempo en


entrar por la puerta. Son solo unos ejemplos de lo arraigada que se
encuentra esta supersticiOn entre los campesinos del sur. En fin, voy
a extraer de los manuscritos del difunto reverendo Francis Purcell,
de Drumcoolagh, el siguiente testimonio:
«Voy a contar la siguiente historia con todos los detalles que
recuerdo y con las propias palabras del narrador. Tal vez sea ne-
cesario destacar que se trataba de un hombre, como se suele decir,
bien culto y hablado, pues durante mucho tiempo ejercié de profesor
de las artes y las ciencias que a su juicio era conveniente que cono-
cieran los j6venes de su parroquia natal. Esta circunstancia explica
la apariciOn de ciertas palabras altisonantes en el transcurso de la
narracion. Sin mas preambulos, procedo a relatar las fantasticas
aventuras de Terry Neil.
»Pues es una historia rara, y tan cierta como que yo estoy vivo,
y hasta me atreveria a decir que no hay nadie en las siete parroquias
que pueda contarla ni mejor ni con mas claridad que yo, porque le
paso a mi padre y yo la he oido de su propia boca cien veces. Y no es
porque fuera mi padre, pero puedo decir con orgullo que la palabra
de mi padre era tan indigna de crédito como el juramento de cual-
quier noble del pais. Tanto es asi que, cuando algun pobre hombre se
metia en lfos, siempre era él quien acudia de testigo a los tribunales.
Pero ahora eso da igual. Era el hombre mas honrado y mas sobrio
de los alrededores, aunque le gustaba un poco empinar el codo. No
habia en todo el pueblo nadie mejor dispuesto para trabajar y cavar,
y era muy majfioso para la carpinteria y para arreglar muebles viejos y

175
te
a

at ge perro
ste Rr

cosas por el estilo. Y, como es natural, también le dio por componer


huesos, porque no habia nadie como él para ajustar la pata de un
taburete o de una mesa, y puedo asegurar que nunca hubo un ensal-
mador con tanta clientela, ya se tratara de hombres o nifios, de jovenes
0 viejos. Vamos, que no ha habido en el mundo nadie que arreglara
mejor un hueso roto.
»Pues bien, Terry Neil, que asi se Ilamaba mi padre, viendo que
el corazon se le ponia cada dia mas ligero y la cartera mas pesada,
adquiri6 unas tierras que pertenecian al sefior de Phelim, debajo
del viejo castillo, un sitio bien bonito. Ya fuera de noche o de dia,
iban a verlo pobres desgraciados de toda la region con las piernas
y los brazos rotos para que les juntara los huesos, pues no podian
ni apoyar siquiera un pie en el suelo.
»Todo marchaba muy bien.
»Pero era costumbre que, cuando Phelim salia al campo, unos
cuantos arrendatarios suyos vigilasen el castillo. Era como una espe-
cie de homenaje a la vieja familia, pero, la verdad, era un homenaje
muy desagradable para ellos, porque todo el mundo sabia que en el
castillo habia algo raro. A decir de los vecinos, el abuelo de Phelim
era un caballero de los pies a la cabeza. Solo que le daba por pasear
en mitad de la noche, igual que lo hacemos nosotros a la luz del
dia. Resulta que una vez se le revent6 una vena cuando descorchaba
una botella y parece ser que el sefior se salia del cuadro en el que
estaba pintado su retrato, rompia todos los vasos y botellas que se
le ponian por delante y se bebia lo que tuvieran, cosa que no es de
extranar. Y si por casualidad entraba alguien de la familia, volvia

176
ee a ee

inmediatamente a subirse a su sitio con cara de inocente, como si


no supiera nada de nada, el muy sinvergiienza.
»Pues bien, como iba diciendo, una vez los del castillo fueron
a Dublin a pasar una o dos semanas, asi que, como de costumbre,
varios arrendatarios acudieron a vigilar el castillo, y la tercera de
aquellas noches le tocé el turno a mi padre.
»“Maldita sea” se dijo para sus adentros. “Tengo que pasar en
vela toda la noche, y encima con ese espiritu vagabundo dando la
tabarra por la casa y haciendo perrerias.”
»Pero como no habia forma de librarse de aquel compromiso,
hizo de tripas corazon y alla que se fue a la caida de la noche con
una botella de whisky y otra de agua bendita.
»Llovia bastante y estaba todo oscuro y tenebroso cuando llegé
mi padre. Se echo un poco de agua bendita por encima y, al poco
tiempo, tuvo que beberse un vaso de whisky para entrar en calor.
Le habia abierto la puerta el viejo mayordomo, Lawrence O’Connor,
que siempre se habia llevado bien con él. Asi que al ver quién era y
que mi padre le dijo que le tocaba a él vigilar en el castillo, el ma-
syordomo se ofrecié a velar con él. Seguro de que a mi padre no le
pareci6 mal. Larry le dijo:
»—-Vamos a encender fuego en el salon.
»—¢éNo seria mejor en el comedor? —le propuso mi padre,
porque sabia que el retrato del sefior estaba precisamente en el salon.
»—-No se puede encender fuego en el comedor, porque en la
chimenea hay un nido de grajillas —le dijo Lawrence.
»—Pues entonces nos sentamos en la cocina, porque no me

Ty
parece bien que una persona de tan poca categoria como yo ocupe
el salon —le argumento mi padre.
»—Venga, Terry, no me seas remilgado —dijo Lawrence—. Si va-
mos a mantener la vieja costumbre, mas vale hacerlo como Dios manda.
»—jAl diablo con las costumbres! —dijo mi padre, aunque
para sus adentros lo que tenia era miedo y no queria que Lawrence
lo notara—. Bueno, como a ti te parezca, amigo Lawrence.
»Y bajaron a la cocina solo hasta que prendiera la lena y se
caldeara el sal6n, para lo que no tuvieron que esperar mucho. Asi
que, al poco rato, subieron otra vez, se sentaron comodamente junto
a la chimenea del sal6n y se pusieron a charlar, fumando y bebien-
do a sorbitos el whisky, con un buen fuego de lefia y turba para
calentarse las piernas.
»Como iba diciendo, estuvieron hablando y fumando tan a
gusto hasta que Lawrence empez6 a quedarse dormido, como solia
pasarle con frecuencia, porque era un criado viejo acostumbrado a
dormir mucho.
»—Pero hombre, ¢sera posible que te estés durmiendo? —le
reprocho mi padre.
»—No digas bobadas —le contest6 Larry—. Solo cierro los
ojos para que no me entre el humo del tabaco, que me hace llorar.
Asi que no te metas donde no te llaman y continua con lo que me
estabas contando, que te escucho.
»A pesar de que mi padre se dio cuenta de que no servia de
nada hablarle, atin siguio con la historia de Jim Sullivan y su ca-
bra, que era lo que estaba contando. Era una historia bien bonita

178

rsh Abaa, ssh Aba,


MGs 2 2 os

y tan entretenida que podria haber despertado a un lirén y mas


aun a un simple cristiano que se estaba quedando dormido. Tal
y como mi padre contaba esa historia creo que jamds se ha oido
nada por el estilo, porque le ponia toda el alma, como si le fuera
en ello la vida, y porque, esta vez, queria que Larry se mantuviera
despierto. Pero no le sirvié de nada, pues lo invadié el suefio y,
antes de que terminara de contarla, Larry O’Connor roncaba como
un condenado.
»—jMaldita sea! —rezong6 mi padre—. Este tipo es imposible,
es capaz de dormirse en la misma habitacién en la que ronda un
espiritu. —Y fue a sacudir a Lawrence para espabilarlo, pero en-
seguida cay6 en la cuenta de que, si lo despertaba, seguramente se
iria a la cama y lo dejaria completamente solo, lo que seria atin peor.
»“En fin, no molestaré al pobre hombre —pens6 mi padre—.
No estaria bien interrumpirlo ahora que se ha quedado dormido.
Ojala estuviera yo en la misma gloria que él.”
»Asi que se puso a pasear por la habitacion, rezando y su-
dando. Pero como vio que no le servia de nada, se bebid lo menos
medio litro de alcohol para darse animos.
»“Ojala estuviera tan tranquilo como lo esta Larry —se dijo—.
A lo mejor consigo dormirme si me lo propongo”. Y al tiempo que
lo pensaba, arrastr6 un sill6n grande hasta el de Lawrence y se
acomodé6 a su lado lo mejor que pudo. Solo que, aunque no queria
hacerlo, no podia evitar volverse a mirar al cuadro a hurtadillas. Asi
fue como se dio cuenta de que los ojos de aquel retrato no lo per-
dian de vista, de que lo miraban fijamente y hasta le hacian guifos.

179
oom a = < a -

»“Maldita sea mi suerte y el dia en que se me ocurri6 venir


aqui. Pero nada vale lamentarse. Si tengo que morir, mas vale ar-
marse de valor”, pens6 cerrando los ojos. Intent6 tranquilizarse y
hasta lleg6 a pensar que a lo mejor se habia quedado dormido, pero
pronto lo desengafié el ruido de la tormenta, que hacia crujir las
grandes ramas de los Arboles y silbaba por el tiro de las chimeneas
del castillo.
»Una de las veces, el viento dio tal bufido que le pareci6 que
se iban a desmoronar los muros del castillo de lo fuerte que los
sacudi6. Pero de repente se acabé la tormenta y la noche se qued6
de lo mas apacible, como si estuvieran en pleno mes de julio. Y no
habrian pasado mas de tres minutos cuando le pareci6 oir un ruido
sobre la repisa de la chimenea. Mi padre abrio una pizca los ojos
y vio con toda claridad que el viejo sefior salia del cuadro poco a
poco, como si se estuviera quitando la chaqueta. Luego se apoyo en la
repisa y puso los pies en el suelo. Y entonces el viejo zorro, antes de
seguir adelante, se paro un rato para ver si los dos hombres dormian,
y cuando crey6 que todo estaba en orden, estiré un brazo, agarré
la botella de whisky y se bebid por lo menos medio litro. Cuan-
do quedo satisfecho, dejé la botella en el mismo sitio de antes con
todo el cuidado del mundo y se puso a pasear por la habitaci6n, tan
sobrio como si no hubiera probado ni una gota de alcohol. Cada vez
que se paraba junto a él, a mi padre le venia un fuerte olor a azufre y le
entro un miedo espantoso, porque sabia que es el azufre precisamente
lo que se quema en el infierno. Eso se lo habia oido contar muchas
veces al difunto padre Murphy, que tenia que saber lo que pasa alli.

180
»Lo cierto es que mi padre estuvo bastante tranquilo hasta que
se le acercé el espiritu. Pero, madre mia, le pasé tan cerca que el
olor a azufre lo dej6 sin respiracién y le dio un ataque de tos tan
fuerte que casi se cayé del sill6n en que estaba recostado.
»—jVaya, vaya! —dijo el sefior parandose a poco mas de dos
pasos de mi pobre padre y volviéndose para mirarlo—. De modo
que eres tu, ¢eh? :Qué tal te va, Terry Neil?
»—A su disposicion, sefiorfa —le respondié mi padre con toda
la voz que le permitio el susto que tenia, porque estaba mds muerto
que vivo—. Me alegro de ver a su sefioria.
»—Terence —dijo el sefior—, eres un hombre respetable, trabaja-
dor y sobrio, un verdadero ejemplo de sobriedad para toda la parroquia.
»—Gracias, sefioria —respondio mi padre, cobrando algo los
animos—. Usted siempre ha sido un caballero muy atento. Que Dios
le tenga en su gloria a su sefioria.
»—¢Que Dios me tenga en su gloria? —le comento el espiritu
con la cara roja de ira—. ;Que Dios me tenga en su gloria? jPero
seras cretino y bruto! ¢Qué modales son esos? Yo no tengo la culpa
de estar muerto, y la gente como tt no tiene que restregarmelo por
las narices a la primera de cambio.
»Y dio una patada tan fuerte en el suelo que casi rompio la madera.
»—Yo no soy mas que un pobre hombre, tonto e ignorante —se
le disculp6 mi padre.
»—Desde luego que si —asintié el sefior—, pero para escuchar
tus tonterias y hablar con gente como tt no me molestaria en subir
hasta aqui, quiero decir en bajar —mi padre se dio cuenta de aquel

I8I
a
pequefio error—. Esctichame bien, Terence Neil —dice—. Siempre
fui un buen amo para Patrick Neil, tu abuelo.
»—Si que es verdad —dijo mi padre.
»—Y ademds, creo que siempre fui un caballero correcto y
sensato —prosigui6 aquel espectro del caballero.
»—Asi es como yo lo llamaria, si sefior —dijo mi padre, aun-
que fuera la mentira mas gorda, pero, ja ver qué iba a hacer!
»—Pues aunque fui tan sobrio como la mayoria de los hom-
_ bres, o al menos como la mayoria de los caballeros, y aunque en
algunas épocas fui un cristiano tan extravagante como el que mas,
y caritativo e inhumano con los pobres, resulta que no me encuentro
muy a gusto donde vivo ahora, ya ves.
»—Si que es una lastima —se atrevid a comentar mi padre—.
A lo mejor su sefioria deberia hablar con el padre Murphy...
| »—Calla la boca, deslenguado —le espeto el sehor—. No es en
mi alma en lo que estoy pensando. No sé cémo te atreves a hablar
de almas con un caballero. Cuando yo quiera arreglar eso, ya iré
a ver a quien se ocupa de tales asuntos. No, no es mi alma lo que
me molesta —repitid sentandose frente a mi padre—. Lo que tengo
mal es la pierna derecha, la que me rompi en Glenvarloch el dia en
que maté a Barney.
»Mas adelante, mi padre se enteraria de que el tal Barney era
uno de sus caballos preferidos, que se cay6 debajo de él al saltar la
valla que bordea una cafiada.
»—¢Y no sera que su sefioria se siente incOmodo por haberlo
matado?
t

| 182

sph Aba,,
CR AE Oa, Se

»—Calla la boca, esttipido, que callado estas mas guapo —le


volvio a espetar el sefior—. Ahora te explico por qué me molesta la
maldita pierna. En el lugar en que paso la mayor parte del tiempo,
salvo los pocos ratos que me quedan para dar una vuelta por aqui,
tengo que andar mucho, jsabes?, y eso es algo a lo que no estaba
acostumbrado antes y no me sienta nada bien, porque sabras que a
la gente con la que estoy le gusta muchisimo el agua, pues dice no
hay nada mejor para la sed y, ademas, alli hace demasiado calor
siempre. Y tengo la obligacion de llevarles agua, aunque la verdad
es que yo me quedo con muy poca. Lo que te puedo asegurar es que
es una tarea complicada, porque esa gente parece estar seca y se la
beben toda en cuanto se la Ilevo. Pero lo que me lleva a mal traer es
lo débil que tengo la pierna. Asi que, en resumidas cuentas, lo que
quiero es que le des un par de tirones para ponérmela en su sitio.
»—Vera usted, sefioria, yo no me atreveria a hacerle una cosa
asi a su excelencia —dijo mi padre confundiendo el tratamiento ner-
vioso, porque no le apetecia lo mas minimo tocar a un espiritu—.
Solo lo hago con pobres hombres como yo.
»—No me seas pelotillero —le regafo el sehor—. Aqui tienes
la pierna. Dale un buen tirdn, porque si no lo haces, te juro por
todos los poderes inmortales que no te dejaré un solo hueso sano
—le orden6é levantandola hacia mi padre.
»Cuando mi padre oy6 aquello, comprendié que no le iba a
servir de nada resistirse, asi que cogio la pierna y se puso a tirar
hasta que la cara, el cuello y los brazos se le empaparon de sudor.
»—Tira fuerte, imbécil —le ordenaba el sefior.

183
Be
wl th
;
)
»—Como mande su sefioria —respondia mi padre.
:

»—Mas fuerte.
»Y mi padre tir6 con todas sus fuerzas.
»—Voy a beber un traguito para darme animos —dijo de pron-
to aquel espiritu, acercando la mano a la botella y dejando caer todo
4y

el peso del cuerpo. o


e

»Pero, con todo lo listo que se creia, metio la pata, pues cogid
la otra botella.
»—A tu salud, Terence —brindé6—, y sigue tirando con fuerza.
»Y levanté la botella de agua bendita. Casi no se la habia ©
acercado a los labios cuando solt6 un grito tan grande que pareciO
como si la habitacién fuera a hacerse pedazos, y peg tal sacudida
que mi padre se quedo con la pierna en las manos.
»El senior dio un salto por encima de la mesa a la vez que mi pa-
dre salid volando hasta el otro extremo de la habitacion y se cay6 de
espaldas en el suelo. Cuando volvio en si, el alegre sol de la mafiana
se colaba por las contraventanas y él permanecia tumbado de espal-
das en el suelo. Tenia agarrada la pata de una silla y el viejo Larry
seguia dormido roncando como un tronco. Aquella mafiana, mi pa-
dre fue a ver al padre Murphy y desde ese dia hasta el de su muerte
no dej6 de confesarse ni de ir a misa.
»Y, como hablaba poco de lo que le habia pasado, la gente le
creia mas. En cuanto al senor, o sea al espiritu, no se sabe si porque
no le gusto lo que bebid o porque perdi6 una pierna, el caso es que
nadie lo volvi6 a ver deambular por el castillo.»

184
@
El monstruo de Los Cerros
(UNA LEYENDA URBANA MODERNA)

Las leyendas urbanas son una modalidad de folclore moderno difun-


dido, sobre todo, a través de Internet, donde abundan las paginas web
portadoras de relatos inquietantes que se nos presentan como testimo-
nios personales de sus narradores y que suelen giran alrededor de la
presencia de un ser monstruoso, casi siempre proximo a nosotros. Esta
es obra del joven sevillano Jost M* CLIMENT, un fervoroso lector de la
obra de H. P. Lovecraft, y aparecié el 5 de julio de 2000 en www.quin-
tadimension.com dentro de su espacio de Apocrifos, destinada a difun-
dir relatos de caracter fantastico y apariencia de leyendas tradicionales,
y la recogemos con la autorizaciOn expresa de su autor.

TAP

u1is DOMINGUEZ era un ingeniero que habia conseguido,


pese a sus pocos afios de experiencia, una gran reputaci6n en el
gremio industrial. Tenia talento con las maquinas, y no le importaba
pasar horas y horas debajo de un armatoste en busca de la averia.
Estaba casado y era padre de una hija de seis afios, y acostumbraba
a pasar sus dias libres en un chalet ubicado en la urbanizaci6n Los

186

Maas i way yw Wwe sh bbag,


Cerros, cerca de Montequinto (Sevilla). Tenfan como mascota un
gato negro al que llamaban Jhonsi, en honor a una famosa pelicula
de ciencia ficcion, aunque su futuro no iba a ser tan dichoso como
el de su homélogo cinematografico. |
Era agosto cuando se desplazaron él y su familia a la urbani-
zacion, Cuyas continuas cuestas era frecuentada por los ciclistas mas
avezados de la zona, y los calurosos dias transcurrian sin mayor
contratiempo que los de alguien que no tiene nada que hacer y mu-
cho tiempo que gastar. Lo tinico que incomodaba verdaderamente
a Luis era tener que ir a tirar la hedionda basura todos los dias.
No es que fuese un vago, simplemente tuvo la mala suerte de ir a
vivir en el badén de la calle, teniendo que subir la empinada cuesta
hasta poder llegar al contenedor.
Aquel verano se habia propuesto hacer deporte para ponerse
en forma y perder algunos kilos, pero hay trabajos para los que uno
nunca esta dispuesto, sobre todo en pleno verano. Por este motivo,
Luis esperaba al ocaso para salir y cargar con las bolsas de basura.
Lo nico que igualaba tal suplicio era tener que soportar los fatigosos
ladridos del pastor aleman que vivia en un chalet mas arriba, tanto a la
ida como a la vuelta. Nunca habia visto en persona a los duefios
de la casa, pero por su fachada externa no se hubiese sorprendido de
encontrar en su interior a una anciana putrefacta como en Psicosis. Lo
que mas le Ilamaba la atenci6n era el singular olor que desprendia toda
la construcci6n, un miasma insano que penetraba en los pulmones y
parecia enfermarlos. Luis siempre pasaba lo mas rapido que podia,
aunque un mal dia, a la vuelta, decidié plantarle cara al infernal perro.

187

>
a

Como solfa decir para sus adentros, ese perro no parecia nor-
mal. Cada vez que paseaba otro canido enfrente del chalet, agachaba
la cabeza y gimoteaba como temiendo lo peor, quiza debido a que
los animales reaccionaban mas al olor nauseabundo. Pero guiado
por el aburrimiento, el ingeniero se paré delante del perro, y al otro
lado de la reja comenzé a hacerle burlas al animal y a insultarlo.
Este parecia que fuese a echar la verja abajo de tanta colera, pero
lejos de cejar en su provocacion, Luis le lanz6 una piedra en toda
la cabeza. No era muy grande, pero lo suficiente para hacer retro-
ceder al perro mas fiero. Sin embargo, aquel ser apenas se inmuto.
Con una sonrisa en la boca, Luis volvi6 a su chalet y se preparo
un tentempié antes de cenar.
A la mafiana siguiente el astro rey dominaba el cielo y ningu-
na nube osaba arrebatarle su territorio. Una suave brisa refrescaba
el ambiente, y todo parecia indicar que seria un dia perfecto para
hacer una visita al parque de Montequinto. Sin embargo, un suceso
empanaria el dia de tal modo que a Luis se le quitaron las ganas
de hacer cualquier cosa. Estaba desayunando en la cocina cuando
su mujer salio al jardin a buscar a Jhonsi. Le extrafiaba que el
plato de comida estuviese todavia lleno, asi que decidié llevarselo
en persona. Pero Natalia, su mujer, grit6 de horror al ver lo que
yacia en medio del césped. Luis salid a su encuentro tan rapido
como pudo, y descubri6 con espanto los restos ensangrentados de
su querido gato. Alguien o algo habia atacado al felino durante la
noche y habia despedazado su cuerpo por la mitad, quedando solo
la parte inferior.

188
_

La pena que sentia por haber perdido a su querida e inofensiva


mascota, era semejante a la rabia hacia el causante de tal atroci-
dad. Lo que no podia imaginar es que esa misma tarde encontraria
al asesino, o por lo menos asi lo parecia, mientras salia a tirar la
basura. El perro de arriba no ladraba esta vez, sino que se limité a
observar al hombre fijamente a los ojos, sosteniendo algo brillante
entre los dientes. Y Luis grit6 de célera al ver que se trataba del
collar de su gato. «Maldita bestia del demonio —le dijo—, como
te pille solo en la calle juro que te mato».
éDe qué manera habia conseguido aquel animal salir de su
prision de barrotes de hierro y entrar en su chalet? En un primer
momento penso que quiza alguien habia podido arrojar los restos
del gato dentro de la casa y que el perro habia cogido el collar como
si fuese un juguete. No obstante, algo habia en la mirada del can
que le hacia rechazar tal suposicion e inclinarse a creer que ese mal
nacido era el unico verdugo.
Las desgracias nunca vienen solas, y esa noche recibid una
llamada del hospital informandole que su madre habia sido ingre-
sada por una angina de pecho. Cogi6 su Toyota Carina y se dirigio
a la clinica deseando que no fuese nada grave. Afortunadamente
todo quedé en un susto y pudo volver tranquilo al chalet, mientras
su hermano pasaba la noche con la enferma. Era ya tarde cuando
regresO a la urbanizacién, aunque la gran tensi6n por la que ha-
bia pasado le provocé cierta volubilidad. Por esta razon, y por el
enojo que sentia por la muerte de su mascota, no vacil6 cuando se
encontro al pastor aleman en la pequefia carretera que hay justo al

189
Te eee

entrar en Los Cerros. Cambio de marcha y, con un gesto de rabia


casi demoniaca, atropellé al perro sin miramientos. El sonido de la
colision fue seco y el animal apenas tuvo tiempo de emitir un ligero
gemido. Asi fue como Luis Dominguez puso fin a la vida del que
creia responsable del asesinato, aunque jamas llegaria a comprender
una fraccién de lo que realmente habia atropellado, pues no esta
muerto lo que puede yacer eternamente.
De vuelta en casa, se dispuso a descansar y olvidar todo lo
sucedido. No es que hubiese matado a una persona, pero no estaba
tan convencido de sus actos como en un primer momento pensaba.
A pesar de que odiaba a aquel perro, sentia un remordimiento que
azotaba su conciencia. Puede que Jhonsi se colase dentro de la casa
de arriba y el pastor aleman no hiciese otra cosa que defender el ho-
gar. Después de todo ese era su trabajo, y de todos es sabido que los
gatos y los perros no se suelen llevar bien. ;Y si descubrian que él
habia matado al maldito animal? Esto era algo que le preocupaba,
pero se tranquiliz6 pensando que la policia no se encarga de inves-
tigar tales cosas. Ademas, perros atropellados mueren todos los
dias.
Las semanas pasaban y Luis, poco a poco, iba volviendo a su
vida normal. A su madre ya le habian dado el alta, y su adorada
hiya le hacia pasar agradables momentos mientras nadaban en la
piscina. Ya podia dormir tranquilo, aunque le resultaba extrafio no
oir los molestos ladridos del fallecido perro mientras iba a tirar la
basura. «Ya compraran otro sus duefios —pensaba—, que vuelva a
ladrarme como lo hacia el anterior».

190
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>

Pero la historia, por desgracia para el protagonista, no se que-


d6 aqui, y un dia de los que es mejor olvidar, Luis comprendié el
verdadero significado de la palabra panico, cuando justo en lo alto
de la calle, al lado del contenedor, se encontré de nuevo con el pas- fete
SEY
=e
ene:

tor aleman que habia atropellado semanas antes. ¢C6émo consigui6


sobrevivir a tal accidente? Temiendo que fuese a vengarse, le lanz6 reee
Se

una de las bolsas de basura que Ilevaba, pero en un abrir y cerrar


de ojos el perro habia desaparecido. Tal vez solo se tratase de otro
perro parecido, o de una ilusi6n provocada por la luz del sol refle-
jada en la carretera. Pero era tan real..., que Luis cerr6é esa noche
todas las ventanas y puertas de su chalet. El terror habia comenzado.
Antes de irse a dormir, sin poder guardar el secreto por mas
tiempo, le conto a su mujer lo ocurrido con el perro. Mientras,
ella le escuchaba con la boca abierta y las pupilas dilatadas como
platos. El miedo se apoderé de ellos y optaron por traerse la nifia LL
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a su cama para que no durmiese sola. La noche era calurosa, pero


prefirieron cerrar las ventanas y encender el ventilador.
Serian las cinco de la mafiana cuando un extrafio sonido des-
perto a Luis de un sobresalto. Todavia con la taquicardia encima, [ESSE
a

agarro la barra de hierro que tenia preparada y bajo al salon para _


ver de qué se trataba. Con sumo sigilo encendio las luces, pero alli
no habia nada, aunque un sonido viscoso hizo que mirase al suelo. _
Se trataba de una secreci6n pegajosa que estaba pisando y que con- |
ducia hacia fuera de la casa. Esto, unido al ladrido gutural que ~
parecia venir del sdtano, obligo al ingeniero a subir al cuarto para _
avisar a su familia y salir con el coche lo mas rapido posible.

I9I

ath Mbaa,
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4 —

ge ne MER Te SS gee ag AE Myr Nn

Sin tiempo de pensar sobre lo que habia visto y oido, arrancé


su Toyota. Solo Ilevaba puesta la parte inferior de un pijama corto,
y un sudor frio comenz6 a chorrearle por la espalda y el cuello.
No profirié palabra alguna, pero el panico era algo que se notaba
claramente en su rostro descompuesto.
Pronto los chalés de Los Cerros dieron paso a los pinos de la
entrada de la urbanizacién, donde, como semanas antes, los faros
del coche vislumbraron la velluda silueta del canido, aunque habia
algo en él que lo hacia diferente del resto de sus congéneres. Luis
no tuvo el valor de seguir adelante, y frend en seco levantando una
espesa humareda. Conforme el humo se iba disipando, las mentes
de aquella familia enloquecieron ante el espectaculo dantesco que
se les ofrecia. La piel del perro, como si se tratase de un traje, co-
menzaba a desprenderse de la carne, dejando al aire unos musculos
putrefactos llenos de venas sanguinolentas. De los costados pronto
surgieron unos tentaculos que se agitaban como serpientes en éxta-
sis, mientras de los ojos blancos empezaba a caer un sudor espeso.
Los gritos eran ensordecedores dentro del coche, y Luis dio media
vuelta dirigiéndose a la estrecha carretera que conducia al pueblo de
Dos Hermanas. Miraba por el espejo retrovisor intentando atisbar
a la criatura y afortunadamente no conseguia ver nada.
La pequena carretera estaba desierta a aquella hora, y la au-
sencia de farolas y viviendas hacia que la oscuridad fuese sdlida,
dejando solo entrever las ramas de los olivos que crecian a ambos
lados de la calzada. Luis pudo constatar cémo le temblaban las
manos y los pies, pero no dejo que las fuerzas lo abandonasen y

192
i,
asa ee Ls ee ia a SEte a eg

reprimio estoicamente varios intentos de desmayos. El pueblo no es-


taba lejos, y una vez allf podria llamar a las autoridades para que lo
rescatasen. Iba tan rapido como podia, pero le Ilamaba la atencién
que el motor fuera tan revolucionado, como si algo estuviese tiran-
do de él. :Acaso era la infernal criatura? Luis miraba hacia todos
lados intentando ver algo, hasta que sinti6 como una de las ruedas
reventaba de forma brusca, haciéndole perder el control del coche,
que dio varios tumbos tratando de volver a enfilar la calzada, pero
la escasa visibilidad hizo que no pudiese evitar caer por la cuneta
y chocar contra un Arbol.
Luis recobr6 el conocimiento preguntandose cuanto tiempo
habia estado en aquel estado. Su mujer y su hija continuaban in-
conscientes, y pudo suspirar tranquilo al comprobar que seguian
respirando y sus heridas no parecian presentar gravedad. Aquella
maldita bestia casi acaba con su familia, aunque sabia que solo le
buscaba a él. Asi que, mirando quiza por Ultima vez a Natalia y a su
hija, salid del coche aferrado a la vara metalica y se dispuso a poner
fin a aquella situacion
Ayudado de una linterna que tenia en la guantera, anduvo por
el olivar con la esperanza de poder vencer a la insana criatura. ;De
qué mundo podia venir semejante aberracion de la naturaleza?, se
preguntaba en susurros. Luis no queria morir asi, pero no tenia elec-
ci6n si tenia que salvar a su familia. Peor que la muerte era caer en
un estado de locura perpetua y vivir encerrado en un cuerpo inttil.
Asi que lo tnico que deseaba, si no habia otro remedio, era que el
monstruo acabase con su vida de una forma rapida e indolora.

193
Los grillos no dejaban de cantar y cada paso que daba le pare-
cia el ultimo. Pronto, una respiraci6n palpitante comenzo a seguirle,
al principio de una manera lenta, después a toda velocidad. Luis
corria mientras las ramas de los olivos y matorrales parecian querer
retenerlo en aquel lugar impio, y un dolor en el pecho se le hacia
cada vez mas agudo. Ya le faltaba el aire, cuando, tras un matorral,
sintié el vacio sobre sus pies y cay6 a un estanque. Intentando flotar
en la superficie, escuch6 a los pocos segundos caer algo a su lado
que le hizo estremecerse de terror. Con la linterna atin encendida,
ilumin6o el fondo para conseguir ver a la criatura y atisb6 bajo sus
pies algo que se movia a una velocidad portentosa. Parecia un ca-
lamar de dimensiones grotescas, uno de cuyos tentaculos se aferré
fuertemente a uno de sus pies.
Aquel animal, si era animal, tir6 de él con vehemencia hasta
llevarselo al fondo del estanque, donde una boca llena de dientes
alargados lo esperaba. Luis forceje6 cuanto pudo, pero pronto la
asfixia comenzo a atenazarlo y a acentuar la hipotermia de sus
musculos. Poco a poco se aproximaba a la boca del monstruo, y
hacia ella dirigio la cabeza para que la muerte fuese lo mas rapida
posible. «Este es el fin. Adids, Natalia. Adiés, mi pequefia Isabel»,
dijo Luis mientras se disponia a ser devorado.
En ese instante, sin saber por qué, sintid cémo los tentaculos
comenzaban a perder fuerza y consistencia. El hombre parecié sacar
fuerzas de su extrema flaqueza y consigui6 librarse de los delezna-
bles brazos que le aprisionaban bajo el agua. La criatura se hacia
pedazos y se desvanecia, mientras Luis subia a la superficie ansioso

»w2shAAdba,, »2shAAba,,
de aire. Se habia salvado misteriosamente de morir a manos de un
monstruo, y pudo sonreir una vez en tierra al contemplar los restos
del engendro flotando en el estanque.
El cielo comenz6 a clarear durante el trayecto que lo separaba
de su familia, y daba gracias a Dios del milagro ocurrido. Su men-
talidad de ingeniero lo hacia analizar las causas de la desintegracion
de la criatura bajo el agua. Quiza ese no fuese su medio natural y no
pudiera vivir mucho tiempo fuera de la piel del perro. Por qué tenia
forma de canido y de donde venia era algo a lo que no sabia respon-
der. ¢Y si este era su modo de reproducirse, descomponiéndose en el
agua a la espera de que un animal beba de ella, y asi inocularle sus
embriones? Puede que la madre de la bestia dejara sus huevos en un
lago subterraneo hace eones, y sus larvas microscOpicas durmiesen
alli hasta hoy. Luis grit6 y grit6, hasta que la garganta no le dejé
mas, pues, de ser cierta su sospecha, él acabaria teniendo el mismo
destino tragico del perro. Habia tragado agua envenenada en la pelea.
A partir de esa noche, no volvi a beber agua corriente, al
menos mientras duro mi estancia en Los Cerros. Me limité a con-
sumir refrescos y agua embotellada. Y no sé si de verdad ocurri6
o no aquella historia, pero de lo que estoy seguro es de que los
perros de aquella urbanizacion no ladran de un modo normal.
Algunos dias, sobre todo cuando se levanta el viento, los animales
empiezan a aullar y a gemir como si temieran algo. Algo que es-
Capa a nuestra percepcion. Y es entonces cuando vuelvo a evocar
esta leyenda.

FIN

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Una BIBLIOGRAF{A DE REFERENCIA

oa

-Fray Antonio de Fuentelapefia: El ente dilucidado. Tratado de monstruos y


fantasmas, Madrid, Editora Nacional, 1978
—-Ignacio Malaxecheverria (edici6én): Bestiario medieval, Madrid, Siruela,
1986
-Ambroise Paré: Monstruos y prodigios, Madrid, Siruela, 1987
—Fernando Savater: Malos y malditos, Madrid, Alfaguara, 1996
—José Maria Merino: Leyendas espanolas de todos los tiempos, Madrid,
Temas de hoy, 2000
-—Gustav Schwab, Dioses y héroes de la Grecia Antigua (2 vols.), Barcelona,
Juventud, 2000
—Joan Bestard y Jesus Contreras: Barbaros, paganos, salvajes y primitivos.
Una introducci6n a la antropologia, Barcelona, Barcanova, 1987
—Manuel Delgado: El animal publico, Barcelona, Anagrama, 1999
—Roman Gubern: «La imagen cruel», en La imagen pornogrdfica y otras
perversiones 6pticas, Madrid, Akal, 1989
—-Sheldon Cashdan, La bruja debe morir, Madrid, Debate, 2000
—José Manuel de Prada Samper, Las mil caras del diablo, Barcelona, Juven-
tud, 2004
—Georges Minois: Breve historia del diablo, Madrid, Espasa Calpe, 2002.
—Seve Calleja, Desdichados monstruos. La imagen deformante y grotesca de
. «el otro», Madrid, Ediciones de la Torre, 2005
—Eduardo Angulo: Monstruo: Una vision cientifica de la criptozoologia, Ma-
drid, 451 Editores, 2007
-Entre las abundantes paginas web dedicadas expresamente a divulgar y |

recoger este tipo de leyendas, podemos citar: www.leyendasurdanas.


com y www.leyendas urbanas.es.fm. De entre los libros dedicados a
analizar y recogerlas, cabe citar: Jorge Halperin: Mentiras verdaderas
(Buenos Aires, Atlantida, 2000), Antonio Orti y Josep Sampere: Le-
yendas urbanas en Espana (Barcelona, Martinez Roca, 2000) y Jan
|

Harold-Brunvand: El fabuloso libro de las leyendas urbanas, (Barcelona,


Alba Editorial, 2002)
|
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7)
FUENTES DE LOS RELATOS PARA ESTA ANTOLOGIA

Respetando las fuentes de las que nos hemos servido para la edici6én de esta
antologia, hemos procurado adaptar los textos al lector juvenil al que va
destinado principalmente la coleccién de Cuentos Universales, buscando en
unos casos un vocabulario y unos giros mas actuales y solo ocasionalmente
omitiendo breves secuencias para aligerar el relato.

—El cumpleanos de la Infanta de Oscar Wilde esta tomado de la edicién de


sus Obras Completas, editadas por Aguilar en 1943.

—Cara de Luna de Jack London es un relato adaptado a partir de la edicion


de la editorial Biblioteca de El Sol de 1991.

—El diablo y Tomas Walker de Washington Irving pertenece a la obra Los


buscadores de tesoros, recogida en la edicién de la Coleccion Austral
de Espasa Calpe en la que el diablo se presenta como el camuflado
monstruoso agresor frente a la codicia del protagonista.

199
]

v —ElI almohadon de plumas de Horacio Quiroga, hace parte de sus Cuentos


de amor, de locura y de muerte, que edit6 la editorial Losada (Buenos
Aires) en 1954.

—El hombre que rie de Victor Hugo es la adaptacion de un fragmento de


la novela del mismo titulo editada por Editorial Bruguera (Barcelona)
GE
SITS
Sa
ae
Se

eneio 72;

—El extrano de H. P. Lovecraft esta adaptado a partir de la version castellana


de la Web de la Biblioteca Digital Ciudad Seva (www.ciudadseva.com/
SEN
Og,
LE
ERIC

textos/cuentos...).

PPAR
STIL)
S32 —Perseo contra la Medusa es un relato de la mitologia clasica, elaborado
para esta antologia a partir de los pasajes en que aparece tanto en la
Iliada como en la Odisea, de Homero.

—Sancha de Vicente Blasco Ibafiez es un relato perteneciente a la obra La


condenada y otros cuentos, obra recogida en el volumen I de las Obras
Completas del autor valenciano, editadas por Aguilar en 1949.

—Una voz en la noche de William Hope Hodgson es la adaptacién realiza-


da para esta antologia a partir de la versidn del cuento editada en la
«Biblioteca del Terror», de la editorial Forum en 19738.

200

we
EAD
LI
PL ;
—La mascara de la Muerte Negra de Edgar Allan Poe es la adaptaci6n rea-
lizada para esta antologia partiendo de dos ediciones: la de la Biblio-
teca Electrénica Ciudad Seva (www.ciudadseva.com/textos/cuentos...)
y la que se recoge en el n° 61 de la coleccién Clasicos Universales de
Planeta, editada en 1983.

—Sredni Vashtar, el gran huron de Saki, escrito en 1910, se tradujo al cas-


tellano por primera vez por Adolfo Bioy Casares y se publicé en la
revista argentina Sur, en junio de 1940.

—El desquite de Emilia Pardo Bazan esta tomado del volumen I de las Obras
Completas de la autora, publicadas por Aguilar en 1947.

—Las aventuras de Thibaud de la Jacquiére de Charles Nodier lo hemos


adaptado para esta edicion a partir de la edicion de la Colecci6n Uni-
versal de Espasa Calpe, publicada en 1920.

—ElI fantasma y el ensalmador de Joseph Sheridan Le Fanu ha sido adap-


tado a partir de la edicién digital http://elespejogotico.blogspot.com.
es/2008/01/lefanu-textos-relatos-y-cuentos-gratis.html

—El diablo y el relojero de Daniel Defoe ha sido adaptado a partir de la obra


Cuentos de crimenes y fantasmas (Coleccion de Clasicos Universales),
Editorial Fontana, 1984.

201

5 y ‘ E20
DETR!
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—El monstruo de Los Cerros, con apariencia de leyenda urbana, es en reali-
dad obra original de J. M* Climent, un fervoroso lector de la obra de
H. P. Lovecraft. Aparecié el 5 de julio de 2000 en www.quintadimension.
com dentro de su espacio de Apocrifos, destinada a difundir relatos de
caracter fantastico y apariencia de leyendas tradicionales, y la recogemos
con la autorizaciOn expresa de su autor.
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5
INDICE DE LAMINAS

LETS
0) P20 OSG FE 0 12)1 ee rv a2
(Oscar WILDE)

AD e yy SLOTS WyAKERS tara cece coca ick tab eenninnla douaietal 64


(WASHINGTON IRVING)

OESEO COMUCA ba MICAS Aces ncasnantane no censcucornmcioearsiresbpatmiannthonmmmanemsonleactncninin BO


(UN RELATO DE LA MITOLOGIA CLASICA)

“SPIN,A ecu Nene lege Sn va ua tral Nag RY os gen 104


(VICENTE BLAsco IBANEZ)

Paiiascaca dela, Muerte Kote ee 136


(EDGAR ALLAN POE)

Pas Aventuras Cel ipaud de la JAC QUete as cciicassmieirmoninnsstcthrimnc


dentate 160
(CHARLES NODIER)

203
i te
~ 7

Cualquier forma de reproduccién, distribucién, comunicaci6n


publica o transformaci6n de esta obra solo puede ser realizada con
la autorizaci6n de sus titulares, salvo excepcién prevista por la ley.
Dirijase a CEDRO (Centro Espariol de Derechos Reprograficos, www.cedro.org)
si necesita fotocopiar o escanear algtin fragmento de esta obra.

Texto: Seve Calleja, 2013


© Ilustraciones: Fabian Negrin

© EDITORIAL JUVENTUD, S. A., 2013


Provenga, 101 - 08029 Barcelona
info@editorialjuventud.es
www.editorialjuventud.es

Primera edicion, 2013

Disenio y maquetacién: Mercedes Romero

ISBN 978-84-261-4016-6

DL B 17366-2013
Num. de edicién de E. J.: 12.683

Printed in Spain
BIGSA, Pol. Ind. Congost - 08403 Granollers (Barcelona)
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COLECCION

CUENTOS
UNIVERSALES
Cuentos del mar
compilados por Cooper Edens
ilustraciones de varios artistas

Cuentos de piratas
Buscadores de Tesoros
por Seve Calleja
ilustraciones de Angel Dominguez

Cuentos de miedo
por varios autores
ilustraciones de J. Weissmann y B. Slavin

Gritos y escalofrios
por varios autores
ilustraciones de B. Slavin y Vesna Krstanovich

Cuentos de Shakespeare
adaptacion de Andrew Mathews
ilustraciones de Angela Barret

Fabulas de Esopo
ilustraciones de varios artistas

Dioses y Héroes de la Grecia Antigua I


por José Manuel de Prada Samper,
ilustraciones de Angel Dominguez

Heracles, Teseo y Edipo


Dioses y Héroes de la Grecia Antigua IT
por José Manuel de Prada Samper,
ilustraciones de Angel Dominguez
El libro de la Selva.
Las aventuras de Mowgli
de Rudyard Kipling,
ilustraciones de Angel Dominguez

EDITORIAL JUVENTUD, S. A.
Provencga 101 - 08029 Barcelona

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