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La Creación en el Concilio Vaticano II

1. La cosmovisión cristiana en la era secular

El Concilio Vaticano II aborda en diversos lugares la cuestión principal de la


cosmovisión cristiana: todo cuanto existe fuera de Dios es “creación”. Con este
término, siguiendo las enseñanzas de los concilios anteriores, la fe expresa la
relación de radical dependencia, y al mismo tiempo diferencia, del mundo
respecto a Dios. Dios no necesita del mundo, sino que libremente quiso
manifestar y comunicar su bondad y sabiduría (cf. DV 2). Esto otorga a la
concepción cristiana un fundamental optimismo, al considerar que Dios
conserva el mundo que ha creado, ofreciendo en él vestigios de su presencia
bondadosa (cf. DV 3).
El Concilio propone de nuevo la doctrina de siempre, pero en un contexto
que claramente apunta a un cambio de época, que obliga a los cristianos a
repensar algunos aspectos y abordarlos desde perspectivas nuevas: la
hegemonía ideológica y cultural de las ciencias empíricas y de la técnica;
nueva conciencia sobre el lugar del hombre en un cosmos concebido en
continua expansión y evolución, y su responsabilidad de transformar el mundo
según criterios humanistas; proceso de secularización, por el cual la actividad
de los hombres se emancipa de la tutela eclesial y se siente la tentación de
eliminar toda referencia trascendente. En la reflexión cristiana se ha efectuado
también un cambio notable, debido al auge de los estudios bíblicos y
patrísticos, que empujan a la Iglesia a una renovación que parta de una mayor
fidelidad a la tradición. En particular, gracias a la renovación teológica previa al
Concilio, queda manifiesto en él el cristocentrismo del concepto cristiano de
creación.

2. La Trinidad en la creación

Si bien la Trinidad actúa unitariamente en sus operaciones ad extra, es


común señalar diversas “apropiaciones” 1. Siguiendo la Escritura y la Tradición,
el Concilio asigna a cada una de las personas divinas una acción peculiar en la
obra de la creación:
– Del Padre surge la libre decisión de crear (LG 2) y, especialmente en la
creación del ser humano, se manifiesta su amor desbordante (AG 2). Siendo el
“Creador y Padre de todos” (LG 17), Dios Padre difunde incesantemente su
bondad hasta llegar a ser “todo en todas las cosas (1Co 15,28), procurando al
mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad” (AG 2). De este modo expone el
Concilio la libertad y la finalidad del acto creador.
– Por otra parte, el Concilio afirma la mediación creadora del “Verbo de
Dios por quien fueron hechas todas las cosas” y, de forma congruente, el
señorío de Cristo resucitado, “a quien ha sido dado todo poder en el cielo y en
la tierra” (GS 38; Jn 1,3; Mt 28,18), para llegar a ser “Cabeza de todos” (LG

1
Para indicar esta acción al mismo tiempo unitaria y distinta, es frecuente el recurso a la
alternancia de preposiciones, como la que propone el II concilio de Constantinopla (553): “uno
solo es Dios y Padre, de quien todo; un solo Señor Jesucristo, por quien todo; y un solo Espíritu
Santo, en quien todo” (DH 421). Cf. W. KERN, “Interpretación teológica de la fe en la creación”,
en MySal II/1, 528-546.
17; cf. Ef 1,10; Col 1,18). La participación del Hijo en la obra de la creación
merece también una discreta mención en DV 3, donde se insinúa que al crear
Dios “por su Palabra”, el Logos que había de encarnarse, da al mundo una
consistencia positiva y llena de armonía (cf. DV 3; Rm 1,19-20; Jn 1,3). No
está lejos de esta visión la enseñanza acerca de la dimensión reveladora de la
creación, en la cual Dios ofrece “un testimonio perenne de sí mismo” (DV 3; cf.
Rm 1,19-20). El Concilio Vaticano II, menos interesado que el concilio anterior
por entrar en polémica con el racionalismo, reafirma así la doctrina del
conocimiento “natural” de Dios2.
– Al Espíritu Santo se atribuye especialmente la providencia y el gobierno
de la creación y de la historia: “el Espíritu de Dios, que con admirable
providencia dirige el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra” (GS
26). Es “el Espíritu del Señor que llena el orbe de la tierra” (GS 11) y “Espíritu
de vida” (LG 4), gracias al cual se realiza la consagración del mundo a Dios
(LG 34; cf. GS 38).

3. Consistencia de la creación

El Concilio afirma con realismo creyente la fundamental bondad de los


valores terrenos, que tienen su fuente en Dios (GS 11). Desde la confianza en
esta bondad de la creación, el Concilio fomenta una sana autonomía de las
realidades y actividades seculares:
“Pues por la condición misma de la creación, todas las cosas están
dotadas de firmeza, verdad y bondad propias y de un orden y leyes propias
que el hombre debe respetar reconociendo los métodos propios de cada
ciencia o arte” (GS 36).
Esto no debe contradecir la ordenación a Dios de toda la realidad creada, ni
tiene esta visión nada que ver con un naturalismo ingenuo; hay que ser
conscientes de que, desviados de su ordenación a Dios por el pecado, los
valores terrenos necesitan purificación y redención (GS 11; 37). Solo así
adquieren su sentido propio y pueden ser disfrutados rectamente:

“Pues, redimido por Cristo y hecho criatura nueva en el Espíritu Santo, el


hombre puede y debe amar las cosas mismas creadas por Dios. Pues de
Dios las recibe y las mira y respeta como provenientes de la mano de Dios.
Dando gracias por ellas a su Bienhechor, y usando y gozando de las
criaturas con pobreza y libertad de espíritu, entra en la verdadera posesión
del mundo, como quien no tiene nada y lo posee todo (cf. 2Co 6,10). Pues
todas las cosas son vuestras, vosotros de Cristo y Cristo de Dios (1Co 3,22-
23)” (GS 37).

2
Cf. CONCILIO VATICANO I, Constitución Dei Filius, cap. 1-2 (DH 3001-3004). Cf. L.F. LADARIA, El
Dios vivo y verdadero, Secretariado trinitario, Salamanca 1998, 402-407. Recordemos la
expresión de Santo Tomás: la creatura es verbum Verbi, vox Verbi. Cf. CG 4,13; I Sent., 27,2;
cit. en W. KERN, op. cit., 541. Un bello desarrollo de esta idea la encontramos en la exhortación
apostólica postsinodal Verbum Domini, de Benedicto XVI, al hablar de la “analogía”, la
“dimensión cósmica” y el “realismo” de la Palabra (VD 7-10).
4. Historia del mundo, historia de salvación

Hay que subrayar que el Concilio no muestra una visión meramente


cosmológica del mundo. No le interesa presentar la creación como un tema
aislado de la cuestión crucial del ser humano, ni aparte de la consideración de
la historia del mundo como historia de salvación. De hecho, la exégesis de la
época ya había puesto de relieve que la fe en la creación es probablemente
derivada de la fe israelita en la alianza (von Rad) y que adquiere toda su
significación en la aceptación del señorío de Cristo (cf. Col 1,15-20). La
creación es inicio y fundamento de la historia de la salvación. Ya queda esto
implícito, en cierto modo, en lo que hemos recogido acerca de la Trinidad en la
creación.
Dos conceptos tradicionales que hacen de puente entre historia del mundo e
historia de salvación son los de conservación y providencia. La fe en la
creación no se refiere solo al origen del mundo, sino que ha de entenderse
como creación continua. En un sentido cosmológico, esta continuidad del acto
creador, por el cual las cosas creadas permanecen en el ser, se expresa en el
concepto de conservación. El Concilio, superando una mera concepción
ontológica, vincula siempre esta idea a la voluntad amorosa de Dios al crear,
apuntando de este modo a una especie de metafísica del amor, de claras
resonancias existenciales: el mundo es “creado y conservado por el amor del
Creador” (GS 2); cada ser humano “no existe sino porque, creado por Dios
por amor, es conservado siempre por amor” (GS 19); Dios “cuida
paternalmente de todos” (GS 24). Por lo demás, la providencia con la cual Dios
ha decidido crear y salvar aparece con claridad en los textos del Concilio que
describen el designio divino en su conjunto. Destacan LG 1-5, DV 2-8, GS 2,
AG 2-9.
De forma coherente con la forma mentis del antropocentrismo (Metz), y con
la concepción del tiempo como historia de salvación que tiene en su centro a
Jesucristo (Cullmann), el mundo es descrito por el Concilio en estos términos:

“el mundo de los hombres, es decir, toda la familia humana con la


universalidad de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de
la historia del género humano, marcado por su destreza, sus derrotas y sus
victorias; el mundo que los fieles cristianos creen creado y conservado por
el amor del Creador, colocado ciertamente bajo la esclavitud del pecado,
pero liberado por Cristo crucificado y resucitado, una vez que fue
quebrantado el poder del Maligno, para que se transforme, según el
designio de Dios, y llegue a su consumación” (GS 2).

La cosmovisión cristiana se presenta, en fin, como parte integrante de la


buena noticia que la Iglesia debe transmitir a todos. Es inseparable de la
confesión de Cristo como Señor. Así aparece en algunos de los pasajes que
mejor expresan el cristocentrismo de las enseñanzas conciliares: Cristo
recapitula en sí todos los nobles esfuerzos humanos por transformar el mundo
a través de su trabajo (GS 38); Cristo es “alfa y omega”, da sentido a todo el
discurrir de la historia, en la cual la Iglesia, sacramento universal de salvación,
participa impulsando la unidad del género humano con la luz y las fuerzas que
provienen del Señor (GS 45; cf. LG 1).

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