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LILLIAN HELLMAN

LAS INOCENTES
ACTO PRIMERO

El acto pasa en una vieja granja transformada en pensionado de


señoritas, a unos kilómetros del pueblo. América del Norte.

La habitación es modesta y confortable y sirve a la vez de clase y


de living-room. A la derecha, una chimenea. A la izquierda una
gran ventana sobre el jardín. Al foro una gran puerta de cara al
público y otra un poco más pequeña, a la derecha. Sobre la pared
a la izquierda, biblioteca y cuadernos. Una mesa. Delante y detrás
de esta, sillas. A la derecha, un canapé. Sillas, alguna mesita. En
el centro, un sillón. Una tarde del mes de abril. Sol, mucho sol.

ESCENA I
(Al levantarse el telón, la señora Mortar está sentada en una
butaca, la cabeza inclinada y los ojos cerrados. Es una mujer de
unos 40 años... largos. Muy peripuesta y arreglada. Sus cabellos
están harto teñidos. La ropa no es lo sencilla que debiera ser en
una escuela. Seis señoritas de catorce a diez y seis años cosen,
zurcen, sin darle gran importancia a lo que hacen. Charlan,
murmuran. Una muchacha, Evelyna Mum se dedica a cortar los
cabellos a Rosalía con las tijeras de costura. Rosalía está inquieta
por el resultado del corte de pelo. En cambio, Evelyna se divierte
bastante. Peggy está sentada sobre el brazo del canapé en
segundo plano, lee en voz alta y se aburre con solemnidad; lee
maquinalmente)

PEGGY.— (Lee). "Vivir quiero conmigo,


gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo.

(Lois deja el trabajo y toma un libro de latín sobre el que estaba


sentada)

PEGGY.— ...de odio, de esperanzas, de recelo.

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(Evelyna da un tirón en los cabellos de Rosalía. Esta ahoga un
grito. Peggy levanta los ojos).

PEGGY.— Del monte en la ladera por mi mano plantado tengo un


huerto.

(La señora Mortar abre los ojos y demuestra su estupefacción ante


el espectáculo que dan Evelyna y Rosalía, las demás alumnos
intentan advertir a Evelyna, Peggy levanta la voz).

PEGGY.— Que con la primavera, de bella flor cubierto.


MORTAR.—Evelyna. ¿Qué haces?
EVELYNA.— (Estúpidamente). Nada, no hago nada, señora.
LUCY.— Nada, no hace nada, señora...
MORTAR.— ¿Cómo no haces nada? Primero estás estropeando
tus tijeras (Evelyna mira sus tijeras) y además estás dejando
hecha un mamarracho a Rosalía.
PEGGY.— (Leyendo con voz muy alta). Ya muestra en esperanza
el fruto inciertooo...
MORTAR.— ¡Oh! Mal, muy mal... ¡Basta! Yo podría perdonar
cierta negligencia en la costura si estuviera justificada por la
atención a las palabras del inmortal poeta, pero esta indiferencia...
(Suspira). ¡En fin! Evelyna, tome usted de nuevo su labor. Vamos,
Peggy continúe usted: Y muestra su esperanza el fruto incierto.
MARY.— ¡Señora Mortar!
MORTAR.— ¿Qué?
MARY.— Que no puedo terminar mi labor... Me sale atravesada...
Mis tijeras no cortan recto...
LUCY.— Claro, como que son las de hacerse la manicura...
MARY.— Cállate, chismosa.
LUCY.— Señora, me ha llamado chismosa...
MORTAR.— ¡Silencio! Interrumpir a Fray Luis de León...
MARY.— ¿A quién?
LUCY.— ¿A quién será?
MORTAR.— A Fray Luis de León.
MARY.— Pero, ¿por dónde ha entrado Fray Luis?
MORTAR.— Fray Luis de León es el poeta de quien está leyendo
versos Peggy, pero, ¿en qué piensan ustedes cuando se les habla?...
Helena, ayuda a tu compañera, por favor.
LUCY.— De manera que Fray Luis de León es un cura...
MARY.— Sí, y un poeta...
LUCY.— Bueno, que no me entere, ¿es cura o poeta?
MARY.— ¿Las dos cosas?
MORTAR.— ¡Siii!
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MARY.— ¡Qué barbaridad! ¡Qué manera de trabajar!
HELENA.— (Que ha tomado por su cuenta la labor de Mary)
Señora yo no se arreglar la labor de Mary. Vea. (Muestra la labor.
Está sucia, arrugada y mal cosida).
MORTAR.— (Indiferente). ¡ Bah! Pues hay que aprovecharla para
algo, hijita... Haz un pañuelo o lo que te parezca. Hay que tener
iniciativas. Una mujer debe aprender a aprovecharlo todo. Esta es
una máxima que deberían tener todas presente.
MARY.— Mi madre siempre ha dicho eso...
MORTAR.— (A Peggy) Continúa.
PEGGY.— "Y como codiciosa
Por ver y acrecentar su hermosura"
LOIS.— (Sentada sobre el canapé repite monótonamente durante
la réplica precedente). Ferebamus, ferebatis, fere... fere...
CATALINA.— (A un lado y con el libro abierto) ¡Ferebant!
LOIS.— Ferebamus, ferebatis, ferebant!
MORTAR.— ¿Pero qué ruido es eso? (Cesa el diálogo de Lois y
Catalina).
PEGGY.— (Leyendo) Desde la cumbre airosa una fontana pura
hasta llegar corriendo se apresura.
MORTAR.— (Con tristeza) Peggy, por Dios, no se puede usted
imaginar que es usted el personaje que crea los versos?. ¿Penetrar
en su sentimiento? ¿No puede usted leer con sensibilidad, con esa
sensibilidad que exalta? (Soñadora). ¿Como me ha dicho a
menudo el gran Irving es la sensibilidad lo que hace el artista.
¿Usted no siente esto?
PEGGY.— (Totalmente ausente de la pregunta) Sí, sí, claro,
señora...
LOIS.— Ferebamus, ferebatis, fere... fere... fere...
CATALINA.— ¡Ferebant! ¡Oh! ¡Cuidado que tienes la cabeza
dura!
MARY.— ¿Dura? Durísima querrás decir...
LUCY.— Es que el latín es una estupidez... ¿Para que nos sirve el
latín? .
MORTAR.— ¡Silencio! ¿Es que no vamos a entendernos?
(Silencio breve) siga... Ya le indicaré la emoción de la pieza...
ROSALÍA.— Señora...
LUCY.— No, ya se lo preguntaré yo...
MARY.— No, no, yo...
LUCY.— Yo, yo, que soy la que lo ha pensado...
MORTAR.— Vamos, ¿qué ocurre?
ROSALÍA.— Señora, le queríamos preguntar si ha hecho
películas.
MORTAR.— No... Y he tenido bastantes ocasiones, pero el cine es
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un arte sin profundidad... Todo es fachada... No hay... No hay...
cuarta dimensión. Pero en el teatro, ¡ah, el teatro! ¡Y la poesía!
¡Ah, la poesía! Vamos, Peggy, no quiere usted probar de colocarse
en cuerpo y alma en la situación del personaje... Vamos haga como
yo... (Las discípulos clavan en el aire algunos suspiros de infinito
aburrimiento y la miran como quienes están cansadas de la misma
representación. La señora Mortar se levanta y muy "Teatro
Académico" repite el texto): Y luego, sosegada
el paso entre los árboles torciendo,
el suelo de pasada
de verduras vistiendo
y con diversas flores va esparciendo".
LOIS.— (Canturreando). Utor, fruor, fungor, potior y vescor
toman el dativo ...
CATALINA.—Toman el hablativo...
LOIS.—¡Oh! Utor, frup, fung...
MORTAR.— (Ofendidísima). ¿Tiene usted algo que
comunicarnos, señorita Lois?
LOIS.— (Confundida) ¡Oh, perdón! Pero es que esta tarde
pasamos clase de latín...
MORTAR.— Y estudia usted en la clase de coser y dicción lo que
debería saber desde ayer.
CATALINA.— (A media voz). Tiene la cabeza tan dura que
necesita más de un día para aprenderse una lección.
MORTAR.— ¡Silencio! Estoy dispuesta a no tolerar más
interrupciones.
CATALINA.— ¡Pero si ya hemos terminado nuestra labor!
LOIS.— (Con admiración) ¡Ah, claro, usted debe saber tanto
latín!
LUCY.— Por lo menos un día el jardinero dijo: "Uy, la señora
Mortar sabe hasta latín".
MORTAR.— Vamos, basta. (Pausa). Si tenéis que continuar el
repaso de vuestra lección idos a la ventana y no nos privéis de que
saboreemos a nuestro gusto el arte del inmortal Fray Luis de
León...

ESCENA II
Los mismos y María

(Catalina y Lois van a la ventana en donde continúan el repaso. Se


les ve gesticular y murmurar en su lección de latín).

MORTAR.— Peggy, sigamos...


PEGGY.— "Vivir quiero conmigo
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gozar quiero del bien que debe al cielo,
a solas, sin testigos.

(En este momento se entreabre la puerta del foro. Entra María


Tilford que quisiera pasar desapercibida. Lleva disimuladamente
un ramo de flores pasadas. Es una muchachita de quince o diez y
seis años. No es bonita. Tampoco es fea. Pero sus ojos y la
expresión de su rostro llaman poderosamente la atención).

MORTAR.— (Recogiendo el verso de Peggy)


"Libre de amor, de celo,
de bella flor cubierto"...
PEGGY.— (Muy contenta). Señora, señora, se ha saltado usted un
párrafo.
MORTAR.— (Ofendida). Jamás me he comido un verso, niña.
(María cierra la puerta).
PEGGY.— Pues esta vez se lo ha comido. (Se acerca a la señora
Mortar con el libro en la mano). Vea, señora...
HELENA.— (A María en voz baja). ¡Ay, María!
MARÍA.— ¡Calla!
MORTAR.— (Al volver la cabeza para no leer el libro que le
muestra Peggy descubre a María que de puntillas se dirige hacia
la chimenea). ¡María! (María se detiene). ¡María!
MARÍA.—Señora.
MORTAR.— ¿Ahora llega usted? Si la clase de costura y dicción
no le interesa por lo menos debería recordar que me debe algunas
consideraciones... Las consideraciones son la educación y la
educación lo es todo. (Dirigiéndose a las demás) Tengan presente
esta máxima excelente, señoritas...
ROSALÍA.— Perdón, señora, ¿es que la puedo copiar en mi
carnet?
MORTAR.— Desde luego, mi hijita... Todas deberían copiarla.
MARY.— Yo lo hice la semana pasada...
LUCY.— Yo también la copié la semana pasada, señora...
MARY.— Pero yo hice mejor letra que tú...
MORTAR.— ¡Basta! (A María) Vamos, María, espero sus
explicaciones. ¿De dónde vienes usted?
MARÍA.— Es cierto que me he retrasado un poco.
MORTAR.— Usted llama retrasarse un poco a llegar cuando la
clase se termina. ¡Qué valor! ¿De dónde viene usted?
MARÍA.— No lo he hecho exprofeso, señora... Me he retrasado
porque rae entretuve buscando flores para usted... He creído que
las flores le agradarían y nunca creí retrasarme tanto...
MORTAR.— (Encantada). Pobrecita... ¡Ah! ¡Ah!
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MARÍA.— Usted nos ha dicho hace unos días que le gustaban
tanto que he querido ir a buscarle este ramillete...
LUCY.— ¡Qué desvergüenza!
MARY.— ¿Te das cuenta?
MORTAR.— Ah... Ya... Claro que es una iniciativa delicada,
María. A pesar de los muchos ramos de flores que he recibido a lo
largo de mi carrera artística, siempre es agradable recibir unas
flores más... Te las agradezco, niña, pero hay que pensar en los
estudios... Hay tiempo para todo... También esta una máxima que
hay que tener presente... Si hay alguien que la quiera copiar...
CATALINA.— Lo hicimos el mes pasado...
MARY. — No: yo no la conocía...
LUCY.— La copiamos el día que estuviste enferma...
MORTAR. — María, vaya a buscar un jarro de agua...
MARÍA.— (Con una graciosa sonrisa.) Voy, señora. (Se vuelve de
espalda, saca la lengua a Helena y dice.) ¿Ves? (Y sale por la
derecha).

ESCENA III
Los mismos menos María

PEGGY.— "Los árboles menea


con un manso ruido
que del oro y del cetro pone olvido".
MORTAR.— Puede guardar el libro, Peggy. Sus padres pueden
estar tranquilos: no la verán más sentirse atraída por las luces de
las candilejas.
PEGGY.—Yo no quiero ser actriz...
LUCY.— Yo sí, yo quiero hacer papeles de mujer fatal...
MARY.— Yo de mecanógrafa que come chicles y se casa con un
millonario...
PEGGY.— Yo no quiero ser actriz. Yo quiero ser la esposa del
guardián de un faro...
MORTAR.— Y como deberá estar en vela toda la noche, espero
que no le va usted a leer a Fray Luis de León para evitar que se
duerma. (Las discípulos sonríen. Rosalía es la única que se ríe a
carcajadas pero Peggy lanza una mirada dura y Rosalía corta la
risa. La señora Mortar se recuesta en su butaca).
EVELYNA.— Yo quiero cantar con una orquesta de jazz...
HELENA.— A mí me gustaría ser la esposa del Presidente de los
Estados Unidos siempre que el Presidente de los Estados Unidos
fuese más joven.
CATALINA.— Hasta cuándo, eh Catalina, abusarás de nuestra
paciencia? (A Lois.) Ahora procura traducirme esto y de no tardar
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mucho... (Lois y Catalina hablan en voz baja. Mary y Lucy parece
que se pegan.)
PEGGY.— Callad... No hagáis ruido que parece que se duerme y
así acallaremos la hora de la clase más pronto...
MARY.— Es que ésta ha dicho que soy una cuentera...
LUCY.— Y tú has dicho que tengo los ojos pintañosos...
MORTAR.— "Cuándo te he dado ocasión
para que desta manera
aflijas mi corazón?
Cuál es la causa, en rigor,
deste fuego, deste ardor
que en mí por instantes crece?

ESCENA IV
Los mismos y Karen

(Entra Karen Whight. Karen tiene 18 años. Y es encantadora.


Sonríe a las alumnos y se dirige a la mesa. Desde que Karen
entra, la actitud de las discípulos cambia. Se nota que la quieren y
la respetan. Karen mira un poco molesta a la señora Mortar, a
quien ha oído recitar los versos)

LOIS. — (Ingenua). Quousque tándem abutere...


KAREN.— (Automáticamente). Abutere... (Se sienta en una
mesa). Rosalía... ¿qué ha hecho de sus cabellos?
ROSALÍA.— Me los han cortado, señorita.
KAREN.— Ya lo veo... ¿Es... una nueva moda?
EVELYNA.— (Esforzándose para no reírse.) No creía que iba a
dejarla así, señorita. Me he fiado de la fotografía de una revista y
quise copiar el peinado pero no me ha salido... Rosalía tiene un
pelo tan duro...
ROSALÍA.— (Desconsolada). ¿Qué haré señorita? Ahora me
sobran de aquí y me faltan por acá...
KAREN.— En fin, no se atormente, Rosalía. Luego vendrá usted a
mi cuarto y veremos de arreglar eso.
MORTAR.— Y de ahora en adelante no habrá más clase de
peluquería ¿verdad?
KAREN.— ¡Ah! ¿Helena, ha encontrado usted un brazalete?
(Rosalía al oír esta pregunta que no va dirigida, precisamente, a
ella, se agita nerviosa).
HELENA.— No, señorita. Y eso que la he buscado por todas
partes.
KAREN.— Busque usted todavía más... En algún rincón de su
pieza debe de estar...
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ESCENA V
Los mismos y María

(María entra por donde ha salido con el ramo de flores y al ver a


Karen se asusta).

KAREN.— Buenas tardes, María


MARÍA.— Buenas tardes, señorita. (Deposita el jarro sobre la
mesilla y mira de reojo a Karen.)
MORTAR.— (Para iniciar un diálogo). Peggy nos ha leído los
versos de Fray de León... (Peggy clava un gran suspiro.)
KAREN.— (Sonriente) ¡Jesús, qué suspiro! Vamos, Peggy no te
gusta lo que dice Fray Luis de León?
MORTAR.— No es eso... Yo creo que aún no ha descubierto el
sentimiento del personaje... pero...
KAREN.— A mi edad me sucedía lo mismo... y aún ahora...
(María se dirige hacia una silla.) ¿En dónde ha cogido esas flores,
María? (María se detiene un segundo y luego va a sentarse)
MORTAR.— Me las ha traído. (Precipitadamente). Ello ha
retrasado un poco la hora de entrar en clase, pero María me había
oído decir que me gustaban tanto las flores que ha ido a buscarlas
para mí... (Suspirando). Las primeras flores que los campos dan en
esta primavera...
KAREN.— Ya; sin embargo, no parecen que estén recién
arrancadas de su tallo, ¿verdad, María?
MARÍA.— Yo no sé, señorita.
KAREN.— ¿De dónde las trae usted?
MARÍA.— (De pie). De... cerca del campo de maíz.
KAREN.— No merecía la pena ir tan lejos. Está misma mañana
había un ramillete igual en el cubo de la basura. (Las discípulas se
miran entre sí y dominan la risa que les nace a flor de labios).
MORTAR.— (Tras un instante de estupefacción y avergonzada).
¡Oh! ¡Esto es increíble! ¡Qué horror! (A María). Y ¿por eso ha
llegado tarde a la clase? Y ¿ayer, a la hora del desayuno y la última
semana... (A Karen). Yo no quería comunicar a la dirección estas
infracciones, pero... (Suena una campana).
KAREN.— (Precipitadamente y para cortar la conversación).
La campana... Vamos, señoritas, pueden salir... (Todas van a
salir) Un momento, María... Usted, no...

ESCENA VI
Karen, María y la señora Mortar

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(María espera con la espalda vuelta al público. Karen pone un
poco de orden en la habitación mientras habla).

KAREN.— María, he creído y sigo creyendo que todas las


alumnas viven felices aquí y que sienten afecto tanto por la
señorita Marta como por mí misma. Vamos, que están encantadas
de hallarse en la escuela... ¿Cree usted que puedo seguir
manteniendo, la misma opinión?
MARÍA.— Perdón, señorita, me he olvidado el libro de latín en mi
cuarto...
KAREN.— Espere. Yo creía que todas las alumnas vivían felices
hasta su llegada a la escuela hace un año... Me doy cuenta ahora de
que usted no se halla bien entre nosotras, sé que no es usted muy
feliz y quisiera saber por qué... (Karen mira fijamente a María y
espera una contestación. En vista del silencio, mueve la cabeza y
añade): ¿Por qué, por ejemplo, se cree usted en la necesidad de
mentirnos siempre?
MARÍA.— (Sin levantar los ojos). Yo no miento. He ido a buscar
esas flores. Y no me di cuenta que el tiempo pasaba... Por eso, me
he retrasado.
KAREN.— (Impaciente). No, María, no. Esta ridícula historia de
las flores no me interesa. Yo sé que usted las ha tomado del tacho
de la basura. Lo que yo quisiera saber es porqué se cree usted
obligada a mentirnos a cada instante"...
MARÍA.— (Comienza a lloriquear). Pero si las he ido a buscar
cerca del campo del maíz... Usted no quiere creerme nunca. Usted
cree todo cuanto dicen las demás y nunca me cree a mí. Siempre
ocurre lo mismo. Siempre contradice cuanto digo y siempre
encuentra mal cuanto hago...
KAREN.— Usted sabe perfectamente que lo que acaba de afirmar
no es verdad. (Se acerca a María, le pasa el brazo y espera que se
tranquilice.) Vamos, María... mírame... (Le toma la barbilla y le
levanta la cabeza). Vamos a intentar comprendernos. (Con
gentileza) Si por ejemplo tienes muchos deseos de salir a dar un
paseo, o de no dar una clase, o de ir sola al pueblo, ven a hablar
conmigo y creo que nos pondremos de acuerdo... Yo no te digo
que te dejaré hacer siempre cuanto se te antoje, pero yo,
comentado el mundo, también he sentido esas necesidades
espirituales. Ensayaré de ponerme en tu lugar... Pero mintiendo
constantemente imposibilitas todas las soluciones.
MARÍA.— (Manteniendo la mirada). ¡He tomado las flores cerca
del campo de maíz!
KAREN.— (Mira a María, suspira, va hasta la mesa y hace un
silencio). ¡Muy bien! Puesto que no hay manera de entendernos,
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será usted castigada. Durante quince días no tendrá usted hora de
recreo, ni clase de equitación, ni tenis. No saldrá, usted de la
escuela por ningún motivo. ¿Entendido?
MARÍA.— (Prudentemente). ¿Ni el sábado?
KAREN.— ¿Por qué el sábado?
MARÍA. — Usted me dijo que podría ir a ver las regatas.
KAREN.— Lo siento mucho, pero ni el sábado.
MARÍA.— Bueno, pues se lo diré a mi abuela. Y le diré que
aquí todo el mundo me trata mal y que se me castiga sin motivo
alguno... Y le diré... Y le diré...
MORTAR.— ¡Ah, qué par de bofetadas tiene!
KAREN.— (Sin hacer caso de lo que dice la señora Mortar).
Suba a su habitación, María.
MARÍA.— ¡Ay, no me encuentro bien!
KAREN.— (Enérgica). ¡Suba inmediatamente a su habitación!
MARÍA.— ¡Ay, sufro...! ¡Siento aquí un dolor...! Lo he tenido
toda la tarde. Me duele aquí. (Pone las manos sobre la región
cardíaca). Me duele mucho, mucho, muchísimo...
KAREN.— Pida usted a la señorita Marta que le dé un poco de
bicarbonato disuelto en un poco de agua caliente.
MARÍA.— ¡Ay, me duele, me duele mucho! Jamás había sentido
esto...
KAREN.— No creo que sea muy grave.
MARÍA.— Es mi corazón... Parece como si se detuviera, como si
estallara. ¡Ay, no puedo respirar! (Respira profundamente y se deja
caer en el suelo, bastante mal).
MORTAR.— ¡Ay, Dios mío!
KAREN.— (Suspira, se levanta y se arrodilla junto a María).
Señora Mortar, hágame el favor de decirle a la señorita Marta que
telefonee enseguida a José y que venga a ayudarme.
MORTAR.— (Sale como en un "gran" mutis.) ¡Marta! ¡Marta!
¡Marta! (Karen abre la puerta de la derecha y vuelve hacia donde
está María. Vuelve también la señora Mortar). ¡Oh, Dios mío!
KAREN.— Ayúdeme...
MORTAR.— Es que... ¿Sospecha usted... que...?
KAREN.— No sé. (Salen llevándose a María).
MORTAR.— El corazón de los niños es una cosa muy grave...
También es una sentencia que debería tenerse presente...

ESCENA VII
Marta, luego Karen

(La escena permanece vacía. Un momento después entra Marta


Dobie. Tiene la misma edad que Karen. Encantadora y un poco
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más viva y nerviosa que su compañera. Se acerca al teléfono y
llama).

MARTA.—¡Aló! Aquí la señorita Dobie... Desearía hablar con el


doctor Carvin. (Pausa). ¡Ah! ¿Hace mucho? Muy bien, gracias...
KAREN.— (Entra por la derecha). ¿Has telefoneado a José?
MARTA.— Sí... Pero .¿qué ha pasado? María estaba bien.
KAREN.— Y sigue estándolo, probablemente. Pero le he dicho
que no asistirá a las regatas y entonces ha empezado a encontrarse
mal.
MARTA.— ¿Y dónde está?
KAREN.— Por allí, con tu tía...
MARTA.— ¿Tú no crees que sea grave?
KAREN.— No, no lo puedo creer. Esta niña es un enigma. Su
última mentira para excusar la ausencia de la clase ha sido ofrecer
a tu tía el ramillete que esta mañana tiramos a la basura.
MARTA.— ¿De veras?
KAREN.— Luego me ha amenazado con ir a contarle a su abuela
que aquí la maltratamos. (Mientras dice esto coge las flores y las
echa al centro de los papeles.)
MARTA.— ¡Bah! La señora Tilford nos conoce suficientemente
para no hacerle caso... Y además conoce también a su nieta.
KAREN.— Ya, pero de todas maneras...
MARTA.— ¿Qué?
KAREN.— Hay que hablar con su abuela. (Sonriente.) ¿Quieres
encargarte tú? (Marta hace signos negativos con la cabeza). Yo te
confieso que no podría hacerlo. Ha sido siempre tan buena con
nosotras que me dolería darle un disgusto. Además, créeme, no
serviría para nada. La señora Tilford no ve más que por los ojos de
su nieta y eso María lo sabe demasiado bien y por eso lo explota.
MARTA.— ¿Y si le dijéramos a José que hablara con la pequeña?
Acaso le escucharía. . .
KAREN.— Pero eso significaría reconocer que tú y yo carecemos
de autoridad sobre ella...
MARTA.— Pero si es verdad... haríamos bien en reconocerlo
inmediatamente. Lo hemos probado todo. Nos preocupa mucho
más María, ella sola, que todas las alumnas reunidas y nunca
sabemos exactamente que es lo que piensa...
KAREN.— Es una extraña criatura...
MARTA.— Es lo menos que puede decirse de ella.
KAREN.— (Sonriente). Es curioso... Hablamos de María corno si
se tratase de una persona mayor...
MARTA.— No te rías... No es una cosa divertida. En María hay
algo inquietante... Me di cuenta desde el día que ingresó en el
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colegio. Lo perturba todo y es un mal ejemplo para las demás y yo
no sé porqué pero tengo el presentimiento de que hay en ella algo
de... de anormal.
KAREN.— Acaso... (Pausa). Hablemos de esto con José en
cuanto llegue... (Pausa. Cambia de tono. Sonriente.) ¿Y si
habláramos de la octava plaga de Egipto?
MARTA.— ¿De mi tía, la actriz? ¿Qué locura nueva ha hecho?
KAREN.— ¡Oh, nada grave! Ayer, por la noche, durante la cena
contó a las niñas la historia de su equipaje perdido en la montaña
después de la famosa representación en la que interpretó el papel
de Rosalinda durante un huracán. Hoy en la cocina repetía los
consejos artísticos que le diera sir Henry Irving.
MARTA.—Afortunadamente no les ha representado la
escena de Hedda Gabbler, de pie sobre una silla... Sir Henry que
se la hizo aprender de memoria le dijo que esa era la demostración
completa del arte escénico...
KAREN.—Ya, ya... tu infancia a su lado habrá sido poco
divertida.
MARTA.— (Amargada) Puedes decirlo... El horror que siento
ahora, por todo eso...
KAREN.— Escucha, Marta, yo no quisiera molestarte pero creo
un deber decirte que su puesto no está aquí...
MARTA.— (Pensativa.) Me doy cuenta lo mismo que tú...
KAREN.— Entre las dos podemos pagarle el viaje...
MARTA.— (Se acerca a Karen, afectuosamente). Karen,
perdónala... Has tenido mucha paciencia... Demasiada. Hoy mismo
le hablaré, pero será necesario darle un plazo de una o dos
semanas para que se vaya... ¿Entendido?
KAREN.— Como quieras. (Mira el reloj). Has hablado con José
mismo...
MARTA.— No, no... Con un compañero suyo. José estaba en
camino... Como siempre estaba ya en camino de esta casa...
KAREN.— (Sonríe). Es natural... Al fin y al cabo voy a casarme
con él, bien lo sabes.
MARTA.— Hacía tiempo que no habíamos hablado de ello...
KAREN.— (Contenta). José y yo le hemos hablado ya...
MARTA.— Entonces, ¿es cosa decidida...?
KAREN.— Claro, Marta, completamente decidida.
MARTA.— ¿Y... os vais a casar pronto?
KAREN.— Acaso dentro de tres meses... La escuela estará
completamente en marcha y como ya habremos pagado todas
nuestras deudas.
MARTA.— (Nerviosa.) Entonces ya no pasaremos este año las
vacaciones juntas.
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KAREN.— ¿Por qué no? Iremos los tres.
MARTA.— Ya no es lo mismo. Yo habla pensado ya en irnos a un
pueblito junto al mar, las dos solas, como cuando éramos
estudiantes.
KAREN.— Bien, ¿y qué? Ahora, iremos los tres. Y también nos
divertiremos.
MARTA.— (Tras una pausa.) ¿Porqué no me has dicho antes tus
propósitos?
KAREN.— Pero, Marta, por Dios, si lo hemos dicho y redicho
infinidad de veces...
MARTA.— Ya, ya... Pero ahora hablas de tu casamiento como de
una cosa muy próxima.
KAREN.— Porque se acerca. Quiero a José desde hace mucho
tiempo. (Marta mira fijamente por la ventana. Karen corrige los
cuadernos de las alumnas). ¡Caramba! Magnífico día para la
escuela. Por último. Rosalía ha escrito ortografía sin h.
MARTA.— (Triste, sin moverse.) Ahora ya... un día u otro me
dejarás...
KAREN.— No, Marta, no... Ya te lo he dicho muchas veces. ¿Por
qué me dices eso? Mi matrimonio no ha de cambiar nada nuestra
vida de siempre.
MARTA.— Entonces... es inevitable.
KAREN.— Marta, por Dios, no te preocupes. José no me ha
pedido ni siquiera me ha insinuado que abandone la escuela.
MARTA.— (Levantándose). ¡No te comprendo! Hemos pasado
tantas angustias para llegar a levantar todo esto! ¡Cuántas penas y
cuantas privaciones para lograr una escuela nuestra! Cuando
pienso que desde hace muchos años no he tenido un abrigo de
invierno nuevo... Y cuando hemos llegado a vivir tranquilas, estás
dispuesta a enviarlo todo a paseo...
KAREN.— Esta discusión es francamente ridícula, Marta. No has
escuchado una palabra de cuanto te he dicho. En primer lugar no
me caso mañana y aun cuando así fuera, tampoco ello me privará
de continuar trabajando contigo. Realmente estás atando molinos
de viento.
MARTA.— Me será muy duro continuar sola en esta obra...
KAREN.— Pero en fin, ¿no querrás que renuncie a mi
matrimonio?
MARTA.— No, no; no es esto... Ahora que...

ESCENA VIII
Las mismas y José Carvin, doctor.

(Se abre la puerta. Entra el doctor Carvin. Es un hombre joven y


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simpático. Viste modestamente).

GARVÍN.— Buenas tardes... Hola... ¿Cómo vamos?


MARTA.— Buenos días, José.
KAREN.— Buenos días... Hemos intentado telefonearte pero ha
sido inútil... tu primita...
CARVIN.— ¡Bah! ¿Qué ha pasado?
KAREN.— Hoy ha inventado una nueva historieta... Dice que le
duele el corazón. Ven a verla... (Sale por la izquierda).
CARVIN.— Ya... María siempre tiene que estar en primer
plano.
MARTA.— (Con un poco de impaciencia.) Vaya, vaya a ver qué
es lo que tiene...
CARVIN.— (Mirándola y como sorprendido del tono agrio de
Marta). Ya voy, ya voy... (Sale con el maletín que lleva, por la
derecha. Marta se sienta ante la mesa y un instante después entra
la señora Mortar).

ESCENA IX
Mortar, Marta, poco después Peggy y Evelyna

MORTAR.— ¡Oh! El doctor me ha rogado que me retirase de la


habitación (Marta no hace ningún caso a lo que dice su tía).
Parece que no quería que estuviese presente durante la consulta.
(Pausa). ¿Me escuchas?
MARTA.— Sí... ¿Y qué?
MORTAR.— ¿Cómo, y qué? Pero ¡se me ha hecho una ofensa!
MARTA.— ¿Tanto te interesa mirar al doctor mientras ausculta a
un un enfermo...?
MORTAR.— Pero, no es natural, que estuviese junto a la niña?
¿No era necesario que una persona como yo estuviera presente?...
(Pausa). Bueno. Si esto no te indigna...
MARTA.— Pero ¿por qué hablas tanto? ¿Por qué iba a ser
necesario que te quedaras ahí?
MORTAR.— Está dentro de la tradición que una persona de cierta
edad esté presente en toda consulta...
MARTA.— Puedes decírselo a José y acaso te contrate para
tenerte en su clínica.
MORTAR.— Las bromas están desplazadas. Cuando Delia
Lampert tuvo su famoso ataque cardíaco en Búfalo, suerte tuvo de
que yo estuviera ahí. Los Estados Unidos pudieron perder a una de
sus grandes artistas. ¡Y la salvé yo! (Dominada por los recuerdos)
¡Delia querida! Fuimos juntas a Inglaterra. En Londres se casó con
Robert Laffone. Me acuerdo de su boda. ¡Qué gran fiesta! Yo
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llevaba un traje azul pálido con volantes... ¡Bah! Eso ya pertenece,
al pasado... Siete meses después Roberto abandonaba a Delia y se
fugaba con Eva Noun que interpretaba "El Hijo Pródigo" en
Birmingham. ¡Ah, los hombres! ¡Pobre Delia! ¡Cuánto dolor!
(Furiosa). ¡Cuando pienso en esta ofensa!
MARTA.— Consuélate. Si has visto un ataque cardíaco ya sabes
cómo son...
MORTAR.— ¡Y claro! A ti te es completamente igual que tu tía se
vea constantemente ofendida!
MARTA.— ¡Tía!
MORTAR.— Sí, sí, ofendida, humillada. Karen me trata mal
constantemente. Y lo grave no es eso; lo grave es que tú lo sabes y
callas...
MARTA.— Lo que yo sé es todo lo contrario; o sea, que ella es de
una excesiva corrección contigo; y es más, que ha batido por ti el
record de la paciencia.
MORTAR.— ¿Paciencia conmigo? ¡Oh! ¡Oh! Yo que he sufrido
tanto, yo que he trabajado como un galeote por esta escuela...
MARTA.— Tía, no repitas mucho eso porque acabarás por estar
persuadida de que es verdad.
MORTAR.— Yo sé lo que digo. Yo quisiera saber en dónde
hubierais encontrado alguien que tuviera mi reputación para dar
lecciones de declamación, a estas niñas que me adoran. ¡Paciencia
conmigo! ¡Ah! ¡Oh! Yo prodigo mis servicios en esta escuela. Yo
regalo mi trabajo...
MARTA.— Yo creía que te pagábamos...
MORTAR.— ¿Pagarme? ¡Puah! En otros tiempos cobraba el doble
por una sola representación.
MARTA.— (Se levanta). ¡La edad de oro! O de extravagancia. (Se
dirige a su tía). ¿Verdad que tú no eres muy feliz acá?
MORTAR.— Debo conformarme... Soy la pariente pobre...
MARTA.— (Irritada, pero conteniéndose). Tú no sientes afecto
por nada, ni por la escuela, ni por la casa, ni...
MORTAR.— ¡Oh! Esto te lo dije desde el primer día. No debíais
haber comprado esta casa para enterrarnos en ella... Y añadí que un
día u otro os arrepentiríais de ello...
MARTA.— Pues nos encontramos muy bien. (Pausa). Escucha,
tía... Casi siempre hablas de Londres y casi siempre repites que te
gustaría volver...
MORTAR.— (Suspira). Hace veinte años que lo digo y ya me doy
cuenta de que no volveré a ver el Támesis...
MARTA.— Pues, no... Puedes ir a verlo cuando quieras. Tenemos
bastante dinero para pagarte el viaje y hacerte feliz. De manera que
escoge el barco que gustes y yo me ocuparé del pasaje. (Marta ha
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hablado rápidamente con el deseo de acabar de una ves).
¿Entendido? (Silencio de la tía Mortar). Volverás a ver tus viejos
amigos y si eres razonable te arreglaré una pensión para que vivas
tranquilamente en Londres y nosotras aquí. (Marta arregla papeles
y libros).
MORTAR.— (Lentamente). Vaya, vaya, vaya, vaya... ¿Entonces
quieres que me vaya?
MARTA.— ¡Oh! Desde que te conozco que no te oigo más que
repetir tu deseo de regresar a Inglaterra...
MORTAR.— ¿Quieres librarte de mi presencia?
MARTA.— ¡Eso mismo! Tú lo has dicho. No queremos que estés
presente cuando descubramos un tesoro escondido...
MORTAR.— ¿Me echas de tu casa? ¡A mi edad! ¿Es eso el ser
buena y agradecida?
MARTA.— ¡Ah! ¡Señor, señor, pero es que no hay medio humano
de entenderse contigo! Te vas donde tenías tantos deseos de ir y las
cosas irán aquí mucho mejor cuando estemos solas. Esta solución
nos conviene a todos. Tú te quejas de la escuela, de la clase, de
Karen y ahora que logras lo que has deseado tanto sigues
quejándote...
MORTAR.— (Con dignidad). Te estimaré que no levantes la voz.
MARTA.— Agradéceme que no haga algo peor. (Tras un silencio).
MORTAR— Me niego en absoluto a ser enviada como una
encomienda a 5.000 kilómetros de distancia. Yo no iré a
Inglaterra... por ahora. Volveré tal teatro, eso sí... Hoy mismo
escribiré a mi empresario y en cuanto me proponga algo que me
convenga...
MARTA.— Escucha, tía... la verdad es que quisiera verte fuera de
aquí lo mas pronto posible. No podemos vivir por más tiempo las
tres juntas... Que la falta sea de una o de otra esto no cambia la
solución...
MORTAR.— (Con la cabeza erguida). ¡Ah! ¿Tú quieres que me
vaya esta noche ?
MARTA.— Vamos tía, que no estás sobre un escenario... Te vas en
cuanto encuentres un lugar que te apetezca... Mañana mismo
depositaré en la banca una cantidad a tu nombre.
MORTAR.— ¿Y crees tú que voy a aceptar tu dinero? Antes
fregaría los suelos...
MARTA.— ¡Oh, la! Supongo que de hoy a mañana cambiarás
de idea...
MORTAR.— (Insinuante.) Hace tiempo que debería haber
comprendido... que cuando cierta persona entra en esta casa es
preferible no verte...
MARTA.— ¿Qué quieres decir?
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MORTAR.— Yo me entiendo... Eso quiere decir que ya que no
puedes con los penas, descargas sobre mí tu mal humor.
MARTA.— ¡Oh, por favor, no te pongas más nerviosa! Estoy
fatigada. He trabajado desde las seis de la mañana...
MORTAR.— (Con cierto tonillo.) Cada vez que llega las cosas se
ponen mal.
MARTA.— Pero ¿qué quieres decir?
MORTAR.— No creas que soy tonta, hijita... Tengo mi
experiencia del mundo.
MARTA.— Mira, tía, la cantidad de ideas incoherentes, frases sin
sentido y medias palabras que pronuncias al día podrían hacer la
preocupación de un psicólogo, durante varios años...
MORTAR.— Yo sé lo que sé... Cada vez que José Carvin entra en
esta casa, te pones furiosa. Se diría que no puedes sufrir verlos
juntos. ¡Sólo Dios sabe lo que harás en cuanto se casen! ¡Tienes
celos de él!
MARTA.— (Como vencida, con la vos cambiada.) Siento mucho
afecto por José y tú lo sabes bastante bien.
MORTAR.— Sí, pero aun tienes más por ella y esto también lo sé
yo. Y esto, francamente, no es natural. Es anormal. En fin, es
contra natura. Perfectamente... De pequeña ya eras así. En cuanto
tenías una amiga, si ella quería a otra persona te ponías furiosa.
¿Quieres que te dé un consejo? Acepta un novio, cásate... A tu
edad, ya es hora...
MARTA.— (Ofendida). ¡Basta! ¡Vete, vete ya de una vez! Cuanto
más .pronto lo hagas mejor será para todos. Estoy harta de tus
vulgaridades. Y no las puedo soportar más... ¡Vete! (En este
instante se siente ruido en la puerta del centro. Marta se detiene,
corre a la puerta y la abre rápidamente. Se descubre a Evelyna y
Peggy que recogen sus libros. Marta permanece inmóvil un
segundo, mientras las niñas la miran. Sufre. Quisiera decir algo,
pero calla. Vuelve su rostro al público. Está decaída). ¡Entren!
¿Qué hacíais detrás de la puerta?
EVELYNA.— Subíamos a la habitación, señorita...
PEGGY.— (Casi al mismo tiempo). Habíamos bajado para
preguntar cómo estaba María... (Pausa).
MARTA.— ¿Y ustedes escuchaban?
PEGGY.— No queríamos hacerlo pero las voces han llegado a
nosotras...
MORTAR.— Las señoritas bien educadas no escuchan jamás
detrás de las puertas... Es una máxima que deberían tener.
MARTA.— (A las niñas). Suban a sus habitaciones. Luego
hablaremos de todo esto... (Cierra la puerta despacio cuando ellas
han salido.)
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MORTAR.— ¿Es que por casualidad no piensas castigarlas?
(Marta calla. La señora Mortar muy irónica). ¡Nuevos y
admirables métodos de educación!
MARTA— (Pensativa). Tu presencia aquí entre las niñas no puede
continuar por más tiempo.
MORTAR.— Es decir que...
MARTA.— ...que me molestan que puedan oír tus despropósitos.
MORTAR.— Ya; ahora voy a tener yo la culpa de todo... Es eso lo
que yo decía antes... Desde que él entra a esta casa yo tengo la
culpa de todo... ¡Bien está! ¡Paciencia! (Entra Carvin por donde
salió. La señora Mortar se va altanera y sarcástica). ¡Adiós,
doctor! (Sale majestuosa y teatral).

ESCENA X
Carvin, Marta y luego Karen

CARVIN.— ¿Qué le ocurre a la duquesa?


MARTA.— Nada. Sale por el foro al final de la escena... ¿Qué
tiene María?
CARVIN.— Goza de un perfecto estado de salud.
MARTA.— (Suspira). Eso creí yo.
CARVIN.— A los seis años yo me habría sabido desmayarme
mejor.
MARTA.— ¿Nada, en el corazón?
CARVIN.— Nada, hija, nada... Una fantasía más de esa
criatura.
MARTA.— ¡Es absurdo! María podía suponer que llamaríamos a
un doctor... Acaso es más tonta de lo que creemos. (Pausa.) Oiga
usted, José, ¿en mi familia no ha habido nunca idiotas,
degenerados?
CARVIN.— Pregunta usted unas cosas, Marta, que uno no sabe
cómo contestarlas... Ya, ya... se refiere usted a las leyes de
herencia... María pertenece a otra rama. No tiene usted más que
conocer a tía Amelia para comprenderlo todo: vieja familia
puritana; no se han casado nunca más que entre familias de
Boston; aún cree que el honor es el honor y que hay que cenar, sin
retraso alguno, a las seis y media de la tarde. Pertenecemos a una
antigua familia y estamos orgullosos...
MARTA.— Seriamente, José, ¿no tiene usted idea de lo que
puede tener María? Quiero decir ¿ha sido siempre así?
CARVIN.— Sí... Siempre... Hay que tener presente que tía
Amelia la ha mimado siempre...
MARTA.— Ya no sabemos qué hacer con ella... Es un caso,
verdaderamente...
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GARVÍN.— ¿Es que no estarán tomando ustedes demasiado en
serio a mi primita ?
MARTA.— (Tras una pausa.) Puede ser. Cuando se está siempre
entre niños se acaba por darse cuenta de lo que es serio y de lo que
no lo es... De todas maneras hay que hablarle a la tía Tilford.
CARVIN.— ¿Supongo que no ha pensado en mí para esa
comisión?
MARTA.—Hace un momento hablábamos Karen y yo...
CARVIN.—Mi querida Marta: escúcheme usted bien. Yo me caso
con Karen pero María no figura para nada en el contrato
matrimonial. (Marta se vuelve un poco. Carvin la agarra por los
hombros y le hace dar media vuelta para mirarse cara a cara. Su
expresión es serena y grave.) Vamos a olvidar por un instante el
caso de María y hablemos de un pequeño problema que hemos
resolver usted y yo, Marta... Cada vez que se trata de nuestra boda
—de la de Karen y yo, claro— usted (Marta vuelve la cabeza.)
¿Ve usted? (Pausa.) Yo la quiero fraternalmente, Marta... Yo he
creído que usted siempre había visto en mí a un hermano
también... ¿Entonces que hay de particular en que .yo me case con
Karen? Yo sé lo mucho que ustedes se quieren y puedo asegurarle
que nuestra boda no ha de cambiar en nada el régimen de esta
casa.
MARTA.— (Librándose.) Yo quisiera... (Esconde su cara entre
las manos y va a sentarse junto a la ventana. Carvin la contempla
en silencio. Cuando ella quita sus manos del rostro las ofrece a
Carvin diciéndole.) Perdóneme usted, José, soy una estúpida...
Nos ha costado tanto levantar esta escuela que tengo miedo de
perderla... Tengo miedo, soy celosa... Tengo nervios...
CARVIN.— Marta... No hay que hablar más. Todo seguirá igual.
(Entra Karen, los encuentra así.)
MARTA.— Tu novio es un buen chico, Karen.
KAREN.— No lo he dudado nunca. El querubín se está
vistiendo...
MARTA.— La influencia del querubín se deja sentir incluso
cuando está desmayada. He sorprendido a sus amigas escuchando
detrás de la puerta mientras mi tía y yo discutíamos agriamente.
KAREN.— ¿Evelyna y Peggy? (Suena una campana.)
MARTA.— Sí. Es la hora de mi clase. Voy a enviártelos. Tú les
hablas. (Sale.)
KAREN.— Bien. ¡María!

ESCENA XII
Carvin, María, Karen. Luego Evelyna y Peggy.

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(María abre la puerta de la derecha, entra terminándose de
abrochar el botón del cuello.)

CARVIN.— (A María.) ¿Cómo va tu importante salud?


MARÍA.— Me encuentro mal.
CARVIN.— (Riendo. A Karen.) Señora, la ciencia ha fracasado.
Ensaye usted el curanderismo...
MARÍA.— Sufro... No puedo respirar.
KAREN.— Siéntate.
MARÍA.— Quiero ver a mi abuela, quiero...

(Evelyna y Peggy entran tímidamente en escena)

KAREN.— Entren, hijitas, entren. Tengo que hablar con ustedes...


PEGGY.— Le pido perdón, señorita... No pensábamos... Crea
usted que lo sentimos mucho.
KAREN.—Yo también lo siento, Peggy... Ni Evelyna, ni usted
hubieran hecho eso en otras circunstancias. Es preciso separarlas.
EVELYNA.— ¡Oh, señorita! Hace cerca de un año que estamos
juntas las tres.
KAREN.— No hay que discutir más. María se instalará con
Rosalía.
MARÍA.— Rosalía me detesta.
KAREN.— Lo que ha dicho usted es estúpido, Rosalía no ha
detestado nunca a nadie.
MARÍA.— (Lloriqueando.) Y todo esto porque he tenido un
ataque. Si hubiera sido otra, la hubieran acostado y la cuidarían.
Siempre se me ataca, se me posterga... Soy yo la perseguida, soy
yo la maltratada... Es verdad, primo José. Siempre me atacan.
(María llora. El doctor la acuesta en el sofá y dice.)
CARVIN.— Por hoy, primita, puedes terminar la comedia...
Quédate ahí hasta que se te pase la rabieta. (Recoge el maletín.)
Ahora es preciso que me vaya... Llorar no es malo... Desahoga. La
próxima vez que se desmaye déjenla en el suelo hasta que se canse
de restregarse... (Pasa cerca de María, le da un golpecito cariñoso
en la cabeza. María salta, furiosa.)
KAREN.— Espera, José. Te acompaño hasta el coche. (A la niña.)
Suban a hacer el traslado de sus cosas y díganle a Lois que se
prepare para lo mismo... (Sale con Carvin por el centro.)

ESCENA XIII
María, Evelyna y Peggy.

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(En cuanto la puerta se ha cerrado, María levanta la cabeza,
salta, agarro un almohadón y lo tira sobre la puerta.)

EVELYNA.— Cuidado... Pueden oírte.


MARÍA.— Me da lo mismo. (La un puntapié a la mesa.) ¡Que
oiga esto! (Cae un bibelot de sobre la mesa, que se rompe en el
suelo. Evelyna y Peggy se asustan. El aire desafiador pasa unos
instantes por el rostro de María.)
EVELYNA.— (Asustada.) ¿Qué vas a hacer ahora?
PEGGY.— (Se agacha a recoger los trozos.) ¿No has terminado
aun? Era un regalo del doctor Carvin a la señorita Karen.
MARÍA.— Bueno, ¿y qué? La señorita no ha de saber nunca que
hemos sido nosotras las que lo rompimos.
PEGGY.— ¿Cómo nosotras? Nosotras no hemos sido: has sido tú
sola...
MARÍA.— ¿Y qué ibais a hacer si decía que habíais sido
vosotras? (Evelyna y Peggy protestan. María ríe.) No tengáis
miedo Ya encontraré alguna excusa. Eso lo ha podido hacer... el
viento.
EVELYNA.— Ya; ¿y van a creerlo?
MARÍA.— No os preocupéis... Me saldré de ésta como de las
demás...
EVELYNA.— ¿Es que te has encontrado mal de verdad, antes?
MARÍA.— ¿No me he desmayado? Pues, ¡entonces!
PEGGY.— ¡Qué suerte! ¡Si yo pudiera desmayarme como tú,
alguna vez que otra!
MARÍA.— Para lo que iba a servirte a ti... (Da un puntapié a una
silla.)
EVELYNA.— Escucha; ¿qué te ha dicho la señorita Karen cuando
hemos salido?
MARÍA.— Me ha dicho que me prohibirá ir a las regatas.
EVELYNA.— ¡Qué lástima!
PEGGY.— ¡Bah, no te importe! Cuando volvamos te lo
contaremos, te traeremos el programa, las banderitas y todas las
cosas...
MARÍA.— (Empujándolas.) ¡Ah, pero, ¿os creéis que si no voy
yo iréis vosotras? ¡Inocentes! ¡O vamos todas o no va ninguna!
Pero ¡bah! ya encontraré la manera de ir... ¿Y qué es lo que habéis
hecho vosotras?
PEGGY.— La verdad, una cosa que no deberíamos haber hecho.
Bajamos de nuestra habitación para saber qué es lo que te había
ocurrido pero las puertas estaban cerradas y oímos a la señorita
Marta disputarse con la señora Mortar. Y de pronto, la señorita
Marta ha abierto la puerta y nos ha sorprendido.
21
MARÍA.— ¿Y estoy segura que habéis llorado y habéis pedido
perdón, ¿no?
EVELYNA.— Claro... lamentamos haber escuchado...
MARÍA.— Os pasáis la vida lamentándoos de cuanto hacéis. ¿Y
qué decían?
PEGGY.— ¿Quiénes?
MARÍA.— ¡Marta y su tía, idiota!
PEGGY.— Pues..., discutían...
EVELYNA.— ¿Discutían? Disputaban, querrás decir.
MARÍA.— ¿Sobre qué?
EVELYNA.— A propósito del viaje de la señora Mortar a
Inglaterra, y...
PEGGY.— Mal hemos hecho al escuchar, pero creo que hacemos
peor al repetirlo...
MARÍA.— ¿Ah, tú crees? Pues bien, intenta callarte lo que has
oído y vas a ver qué es lo que haré contigo. (Peggy suspira.)
EVELYNA.— La señora Mortar estaba furiosa, aseguraba que
querían librarse de ella... Y entonces se han puesto a hablar de tu
primo, el doctor Carvin...
MARÍA.— ¿Y qué han dicho de ese tonto presumido?..
PEGGY.— Luego hablaremos. Vamos a cambiarnos de
habitación...
MARÍA.— (Feroz.) ¡Calla! Habla, Evelyna.
EVELYNA.— Han dicho que se va a casar con la señorita Karen.
MARÍA.— ¡Oh! Eso lo sabe todo el mundo...
PEGGY.— Sí, pero lo que no sabe todo el mundo es que la
señorita Marta no quiere que se casen... ¿ Eh ? ¿Sabías tú esto?

(La puerta se abre y Rosalía entra.)

ROSALÍA.— María, yo tengo una clase dentro de un instante y si


debes llevarte tus cosas...
MARTA.— ¡Cierra esa puerta, imbécil! (Rosalía cierra la puerta y
se queda junto a ella.) ¿Qué quieres?
ROSALÍA.— Ya te lo he dicho. No es que me guste estar contigo
pero, en fin, si debemos vivir en la misma celda, creo que será
mejor que lleves ahora tu equipaje... La señorita Karen pasará
revista dentro de un instante...
MARÍA.— ¿Y qué?
ROSALÍA.— ¡Ah! Yo lo digo por ti... (Va a salir.)
PEGGY.— (Nerviosa.) Vamos, vamos...
MARÍA.— ¡De ninguna manera! Rosalía se encargará de
trasladaros la ropa.
ROSALÍA.— ¿Yo? ¡Vamos!
22
PEGGY.— ¡No, no!... Ya los llevaremos nosotras. Vamos,
Evelyna.
MARÍA.— Ah, ¿pero os creéis que voy a quedarme sin saberlo
todo? ¡No! Siéntate aquí y tú, Rosalía, sube y trasládame las ropas
y los libros, y cuidado, eh? Y si te preguntan por nosotras, ¡no nos
has visto!
ROSALÍA.— Pero, ¿es que me has tomado por tu doncella?
MARTA.— (En gran señora.) Rosalía, apresúrate a arreglar mis
cosas...
ROSALÍA.— ¿Estás loca?
MARTA.— ¿Me has oído? Y la próxima vez que iremos al pueblo
(muy dulce) te dejaré llevar mi cadena de oro y mi medallón...
¿Esto te hará muy feliz, verdad Rosalía?
ROSALÍA.— (Se retira, se asusta, no sabe dónde poner las
manos.) No sé qué es lo que quieres decir...
MARÍA.— No quiero decir nada de particular. Vamos, de prisa... y
la próxima vez (insinuante) recuérdame que te preste la cadena de
oro y mi medallón...
ROSALÍA.— (La mira fijamente un instante.) Por esta vez, pase.
Voy a hacer lo que me pides porque quiero hacerlo, pero no te
imagines que me someterás siempre a tus caprichos.
MARÍA.— (Muy insinuante.) Ves, hijita, ves... (Abre la puerta y
cuando sale Rosalía grita): Y que todo esté muy bien doblado,
Rosalía. ¡Ah, y procura no arrugarme los trajes!... (Cierra la
puerta y ríe.)
EVELYNA.— ¡Oh! ¡No sé cómo te las arreglas para que Rosalía
te obedezca!...
MARTA.— Es un pequeño secreto que tenemos. Ahora, acaba
de contar...
PEGGY.— Pues la señora Mortar ha dicho que la señorita Marta
estaba celosa de tu primo y de Karen: y que ya era así cuando era
pequeña: y que ya era hora de que tuviere novio, porque no era
natural que no quisiera que nadie quisiera a la señorita Karen y que
eso era contra natura... ¡Oh! ¡Qué furiosa se ha puesto la señorita
Marta al oír esto!
EVELYNA.— Y no hay más... Porque en ese momento a Peggy le
ha caído el libro...
MARTA.— (A si misma). ¿Qué habrá querido decir con eso de que
Marta estaba celosa?
PEGGY.— ¿Qué quiere decir "contra natura"?
EVELYNA.— (Superior). Contra, es lo contrario... contrario a la
Naturaleza...
PEGGY.— (Levantándose bruscamente). ¡Ay, Dios mío! Rosalía,
Rosalía ¡Que encontrará el ejemplar de Casanova! Y si lo
23
encuentra va a contarlo a todo el mundo...
MARÍA.— Está tranquila. No dirá una palabra a nadie...
EVELYNA.— ¿Y quién va a guardar el libro ahora que no
estaremos en el mismo dormitorio?
MARÍA.— Lo puedes guardar tú... ¡Hay un capítulo!...
EVELYNA.— ¿No te olvidarás de dármelo!
PEGGY.— De todas maneras, no hay derecho que nos obliguen a
cambiar de dormitorio. .. Ahora voy a tener que dormir con Helena
que ronca por las noches... Es Lois la que me lo ha contado...
MARÍA.— Es una infamia lo que nos hacen. Lo que ella quiere es
privarme de que me divierta. Me detesta...
PEGGY.— Te equivocas, María. La señorita Karen te trata igual
que a las demás... Acaso mejor, te lo aseguro.
MARÍA.— Eso es, defiéndela... Ponte de su parte.
PEGGY.— Yo no me pongo de su parte.
EVELYNA.— Lo mejor que podemos hacer es irnos...
MARÍA.— Yo, no...
PEGGY.— Rosalía se cuida de todo...
EVELYNA.— ¿Y qué vamos a decir por lo del jarrón?...
MARÍA.— Tanto me importa de Rosalía como del jarrón... Yo ya
no estaré aquí...
EVELYNA.— ¿Que no estarás aquí?
PEGGY.— (A la vez). ¿Qué quieres decir?
MARÍA.— (Maquinalmente). Me voy a casa...
PEGGY.— ¡María!...
EVELYNA.— ¡Tú no puedes hacer eso!
MARÍA.— ¿No? Pues lo vas a ver... (Dando vueltas). Yo no me
quedo aquí ni un minuto más. Me voy a casa y le diré a la abuela
que no quiero volver... (Sonriente). Y le diré que soy muy
desgraciada. (A las demás). Las dos profesoras tienen un miedo
horrible a mi abuela... porque fue mi abuela quien las ayudó
cuando montaron esta escuela... Y cuando mi abuela les dice algo,
yo os aseguro que la escuchan con las orejas así... Sería demasiado
cómodo que me trataran como lo hacen y que yo me callase. ¡La
pagarán bien!
PEGGY.— (Estupefacta). Pero ¿no te vas a ir así?
MARÍA.— ¿Por qué no?
EVELYNA.— ¿Pero qué vas a decirle a tu abuela?
MARÍA.— Todavía no lo sé... Y es mejor que no lo sepa. Las
cosas me salen mejor cuando no las pienso...
PEGGY.— Verás como tu abuela te obligará a volver.
MARÍA.— Ya veremos. Mi abuela me quiere mucho porque mi
padre era su hijo preferido. Y se como he de conquistarla...
PEGGY.— Yo creo que no deberías marcharte. Te puede acarrear
24
algún disgusto.
EVELYNA.— ¿Y qué diremos por el jarrón?.
MARÍA.— Decís que lo he roto yo. Me es igual. Ahora es
necesario que me ayudaréis las dos. Las profesoras no se darán
cuenta de que me he marchado hasta la hora de cenar, si decís a
Rosalía que tenga la puerta cerrada. Iré a campo traviesa hasta la
granja French y allí tomaré el autobús hasta Homestead.
EVELYNA.— Pero, ¿cómo llegarás hasta el tranvía?
MARÍA.— En un taxi, estúpida.
PEGGY.— ¿Y cómo saldrás de aquí?
MARÍA.— No es muy difícil. Saldré por la puerta. ¿Tú no sabes
donde está la puerta de calle? ¿No? Pues saldré por la puerta.
EVELYNA.— Yo no tendría nunca tanta frescura.
MARÍA.— No me extraña. Tú te lo dejarías hacer todo pero yo,
no. ¿Quién tiene dinero?
EVELYNA.—Yo no tengo un centavo.
MARÍA.— Necesito un dólar para el taxi y diez centavos para el
autobús...
EVELYNA.— ¿Y dónde lo encontrarás?
PEGGY.— ¿Ves? ¿Por qué no esperas al Lunes que te darán el
dinero de la semana? Entonces te podrás ir donde quieras. Y acaso
de aquí a entonces...
MARÍA.— Yo me voy ahora mismo.
EVELYNA.— Pero no puedes ir a pie hasta el pueblo.
MARÍA.— (A Peggy). Pero tú, Peggy, tú tienes dinero. Tu tienes
dos dólares.
PEGGY.— Yo... pero...
MARÍA.— Ve a buscarlos...
PEGGY.— No, no... Yo no iré...
EVELYNA.— Tú no puedes exigirme dinero, María...
MARÍA.— (Intratable). Ve a buscar esos dos dólares.
PEGGY.— No, no... Yo no iré... Mamá no me da mucho dinero. Ni
la mitad de lo que vosotros recibís. Me he privado de muchas
cosas para ahorrar esos dos dólares. La última vez ya te presté un
dinero que no me has devuelto.
EVELYNA.— ¡Déjala! Peggy, la pobre no sueña más que en
comprarse una bicicleta.
PEGGY.— Hace tanto tiempo que me privo de todo... No voy al
cine, no compro bombones, no tengo nada de lo que vosotras
tenéis siempre.
MARÍA.— (Amenazadora) Sube y baja ese dinero.
PEGGY.— (Atemorizada.) Yo no quiero, yo no quiero, yo no
quiero... (María se lanza sobre ella, la agarra por el brazo
izquierdo, se lo tuerce y la empuja hacia atrás brutal y hábilmente.
25
Peggy ahoga un grito. Evelyna intenta socorrer a Peggy. Sin dejar
a Peggy, María da una bofetada a Evelyna. Esta se pone a llorar).
MARÍA.— (A Peggy). Cuando tengas bastante ya lo dirás...
PEGGY.— (Con una voz media ahogada). ¡Basta! ¡Basta! ¡Ya
voy! (María satisfecha, sonríe, consiente de un movimiento de
cabeza mientras cae el

TELÓN

26
ACTO SEGUNDO

CUADRO I

El salón de la señora Tilford. Es un salón convencional. El


mobiliario es viejo, pero de excelente calidad. En el centro grande
puerta sobre el vestíbulo. A la derecha una ventana. En el primer
plano, a la izquierda puerta que se abre hacia el público.

ESCENA I
Ágata y María

(Al levantarse el telón, la escena, vacía. Suena el timbre. Ágata,


cruza y va a abrir. Es vieja y está al servicio de la familia desde
hace muchos años. Tiene un rostro arrugadito, la voz gruñona y la
convencional libertad de lenguaje de los viejos criados devotos).

ÁGATA.— (Dentro). ¡Ah, eres tú?... ¿Cómo es eso? ¿Qué has


hecho? ¡Vamos, entra! ¿Te han dado un día de vacaciones? ¿O has
pensado que comerías mejor aquí? Podrías decir buenos días...
(María entra, quita su abrigo, su sombrero y lo tira sobre una
silla).
MARÍA.— Buenos días, Ágata. No me das tiempo ni para hablar.
¿Dónde está la abuelita?
ÁGATA.— ¿Por qué no estás en el colegio? ¿De dónde vienes?
¡Qué cara traes! ¡Y qué traje!
MARÍA.— Sí, me he ensuciado un poco al atravesar el bosque...
ÁGATA.— ¡Y con el abrigo nuevo! ¿No te podrías haber puesto el
viejo?
MARÍA.— ¡Oh, que pesada te pones! ¿Dónde está la abuelita?
ÁGATA.— Está en su cuarto vistiéndose para la cena...
MARÍA.— ¿Hay gente a cenar?
ÁGATA.— Por lo menos la abuela río contaba contigo.
MARÍA.— Y claro, si ella no sabía nada.
ÁGATA.— Entonces ¿por qué has venido?
MARÍA.— Déjame en paz... Estoy enferma.
ÁGATA.— ¿Enferma? Cuando sé está enferma no se corre por los
bosques.
MARÍA.— Ya te he dicho que me dejes en paz.
ÁGATA.— (Mirándola por encima de las gafas). Yo te veo
bastante sucia y con muy buena cara.
MARÍA.— (Lloriqueando). Y decir que ni en mi casa puedo estar
tranquila.
ÁGATA.— ¡Oh!, conmigo no te valen tus rarezas, ¿sabes? Tu
27
puedes engañar a todo el mundo menos a mí, ¿eh? Me apuesto
cualquier cosa a que has hecho alguna nueva tontería. (Fijándose
en el rostro desconfiado de María) Está bien, quédate aquí. Voy a
avisar a tu abuelita. Y ya que te encuentras tan mal es de suponer
que no cenarás y que te habremos de dar una buena ración de
aceite de ricino... (Sale).

ESCENA II
María, sola. Luego la señora Tilford y Ágata.

MARÍA.— (Hace una mueca hacia la puerta donde ha salido


Ágata). ¡Vieja bruja! (En cuanto ha salido Ágata, María deja de
lamentarse. Mira a su alrededor algo inquieta, luego se pone ante
un espejo y simula algunas expresiones: el sufrimiento, el
agotamiento, etc.)
ÁGATA.— (A la señora Tilford, dentro). ¡Cuando haya pescado
una buena pulmonía estará contenta la señora! (La señora Tilford,
entra en escena, seguida de Ágata. Es una persona austera, de
una rigidez muy puritana. Pasa los 60 años. Rasgos firmes, pero
agradables).
Sra. TILFORD.— ¿Qué pasa, María? ¿Por qué no estás en la
escuela? (María se precipita sobre su abuela, la cabeza entre la
ropa. La señora Tilford la deja llorar un instante, acariciándole la
cabeza, luego se sienta y atrae hacia ella a María). Vamos,
vamos, no te pongas así... Cálmate y dime que te ha pasado...
MARÍA.— (Poco a poco, con cierto hipo, acariciando la mano de
la señora Tilford y queriendo conquistar a la abuela). Estoy muy
contenta de verte abuelita... La semana última no viniste a verme...
Sra. TILFORD.— No pude hijita. Pensaba hacerlo mañana...
MARÍA.— Se me ha hecho tan largo el tiempo. (Levantando la
cabeza y sonriendo). Te echaba tanto de menos.
Sra. TILFORD.— ¿Es eso todo? Mejor... Ágata me ha asustado
diciéndome que estabas enferma...
ÁGATA.— ¿Yo? Yo he dicho que le hacía falta una buena dosis de
aceite de ricino... Hoy es miércoles, y sabe que hay crema de
chocolate y por eso ha venido.
Sra. TILFORD.— El aburrimiento nos llega a todos un día u otro...
Pero ¿cómo has venido? ¿Ha sido la señorita Karen quien te ha
traído?
MARÍA.— No... yo... verás... Una señora me ha hecho montar en
un automóvil, pero yo ya había hecho casi todo el camino a pie...
(Mira tímidamente a su abuela).
ÁGATA.— ¡A campo traviesa y con un traje nuevo!...
Sra. TILFORD.— ¿Cómo? ¡María!. ¿Es verdad no? ¿Te has ido de
28
la escuela sin permiso?
MARÍA.— (Inquieta). Me he escapado, abuelita...
Sra. TILFORD.— Pues has hecho muy mal... Las profesoras van a
estar inquietas!... Ágata telefonee a la señorita Wright que María
está aquí y que antes de cenar volverá a la escuela...
MARÍA.— (Precipitándose a los pies de la señora Tilford, cuando
Ágata se dirige al teléfono). No abuelita, no... Espera ¡ no! ¡Por
favor! ¡Por piedad! ¡Guárdame contigo!
Sra. TILFORD.— ¡Pero estás loca! Tu no puedes abandonar la
escuela cuando te son tan necesarios los estudios.
MARÍA.— ¡Oh, abuelita, por favor! Si tú supieras como van a
castigarme ... ¡pero terrible!
Sra. TILFORD.— No, por Dios, no... Te portas como una niña...
MARÍA.— (Como si tuviera un ataque de nervios, en cuanto ve
que Ágata agarra el teléfono). ¡Abuelita! ¡Por piedad! ¡Yo no
quiero volver a la escuela! ¡No, no, nunca más! ¡Las profesoras me
asesinarían! ¡Abuelita! ¡Me matarían! (La señora Tilford y Ágata
permanecen asustadas y sorprendidas un momento. María, la
cabeza sobre las rodillas de la abuela, llora e hipa).
Sra. TILFORD.— (Hace un signo a Ágata para que salga de la
pieza). Deje el teléfono, Ágata. Más tarde telefonearemos.
ÁGATA.— ¡Oh! Si va usted a dejarse llevar por... (La señora
Tilford hace el gesto de nuevo y Ágata sale digna y ofendida).

ESCENA III
La señora Tilford y María

Sra. TILFORD.— Basta, María, parece que has llorado bastante...


MARÍA.— Si. aquí, contigo se está bien, abuelita, muy bien.
Sra. TILFORD.— Me agrada que te guste la casa, pero, no
obstante, a tu edad. (Rápida). Pero, ¿qué es lo que te ha podido
hacer decir una cosa semejante? "Me asesinarían"... A propósito de
las señoritas Karen y Marta Bien sabes tú, que no te han de hacer
el menor daño...
MARÍA.— ¡Oh! ¡Sí, sí!... ellas... Yo... (Pausa en busca de la frase
teatral más convenientes). ¡Hoy me he desmayado!
Sra. TILFORD.— (Alarmada). ¡Desmayado!
MARÍA.— Sí, me he desmayado... Mi corazón... Me ha dolido
mucho. No era culpa mía si me dolía el corazón... Entonces,
cuando me he desvanecido en plena clase, han llamado al primo
José que ha dicho que yo no tenía nada. Ha dicho que acaso había
comido demasiado rápidamente a la hora de almorzar y con este
motivo la señorita Karen me ha retado.
Sra. TILFORD.— Si tu primo José ha dicho que no era grave, no
29
hay poiqué atormentarse.
MARÍA.— Pero, te aseguro abuelita que me dolía el corazón.
Sra. TILFORD.— ¿Y ahora?
MARÍA.— Parece que se pasa pero me siento débil y la señorita
Karen me da tanto miedo... Ha sido muy mala conmigo como si yo
tuviera la culpa.
Sra. TILFORD.— ¿La señorita Karen te da miedo? ¡Vamos! No
pretenderás hacerme creer tontería semejante... Es posible que te
haya dolido el corazón pero si tu primo José ha dicho que no era
grave, es que nada tenías. No está bien simular enfermedades
cuando se está bien de salud.
MARÍA.— Yo no he fingido nada, te lo aseguro, pero es que las
profesoras en todo hallan motivo para castigarme.
Sra. TILFORD.— (Dulcemente). No hay que fabricarse esas ideas,
hijita... si no, cuando seas mayor, serás muy desgraciada. Por esta
vez te perdono, aun cuando debiera castigarte. (Se levanta).
Vamos, sube a tu cuarto, cámbiate de ropa y John te conducirá de
nuevo a la escuela después de la cena.
MARÍA.— (Satisfecha). ¿Ceno aquí?
Sra. TILFORD.— Sí.
MARÍA.— Si tú quisieras podría quedarme hasta el lunes. El
sábado es tu cumpleaños y como habría de dejar la escuela ese
día...
Sra. TILFORD.— No, María, no... Debes volver a la escuela esta
misma noche.
MARÍA.— Pero...
Sra. TILFORD.— ¡Basta! (Se sienta en la butaca, a la derecha.
María duda, se dirige lentamente hacia la puerta de la izquierda,
se detiene en medio de la escena y se vuelve hacia su abuela).
MARÍA.— (Dulcemente). Abuelita, ¿tú me quieres de verdad?
Sra. TILFORD.— ¡Locuela!
MARÍA.— ¿Como cuánto me quieres?...
Sra. TILFORD.— Así, así, así...
MARÍA.— (Precipitándose en sus brasas). Te acuerdas de lo que
me decías, cuando yo era muy niña, muy niña, muy niña, al
acostarme...
Sra. TILFORD.— (Teniendo a María entre sus brazos). ¡Y sigues
siendo muy niña, muy niña, muy niña!...
MARÍA.— Me aburro tanto lejos de ti, abuelita...
Sra. TILFORD.— Y yo también, mi hijita, pero has de estudiar.
MARÍA.— Pero podría quedarme hasta acabar el trimestre y en el
próximo otoño, te lo prometo, estudiaría el doble.
Sra. TILFORD.— Ya, ya... Bien sabes conquistarme, pero no has
de conseguir tus propósitos... Es necesario que esta misma noche
30
vuelvas a la escuela... (Golpea cariñosamente a María). ¡Y no se
hable más de ello! (Hace levantar a María y se levanta ella)
MARÍA.— (La espalda vuelta; lentamente). ¿Tú quieres que
vuelva a la escuela?
Sra. TILFORD.— Sin duda alguna.
MARÍA.— (Con voz sorda). Entonces, tú no me quieres y poco te
importa lo que de mí hagan...
Sra. TILFORD.— ¡María!
MARÍA.— (Levantando la voz). ¡No, no me quieres! ¡No! ¡No!
¡Porque te da igual mi vida! ¡No! ¡No me quieres!
Sra. TILFORD.— ¡Lo que no me da igual es oír lo que estás
diciendo en estos instantes! (El tono hace retroceder o María que
falsamente suspira exclama).
MARÍA.— Yo te pido perdón, abuelita... No te quería ofender...
(Pone los brazos alrededor del cuello de la abuela). ¿Me
perdonas?
Sra. TILFORD.— ¿Por qué has dicho eso?
MARÍA.— (Bajo). Tengo miedo abuelita, mucho miedo... Yo no
sé qué es lo que van a hacer conmigo.
Sra. TILFORD.— Pero, en fin ¿qué es lo que puedes temer? Te
castigarán por haberte ido... No hay más. Bien merece algún
castigo tu acción...
MARÍA.— Pero, si no es por esto solo por lo que me castigarán.
Ellas me castigan por todo, por cualquier cosa como si tuvieran
algo contra mí. Las dos señoritas me dan miedo... abuelita.
Sra. TILFORD.— Es ridículo. Pero, ¿qué te han podido hacer para
darte miedo?
MARÍA.—Muchas cosas... siempre. Verás, hoy, esta misma tarde,
la señorita Karen me ha dicho que no podría asistir a las regatas
del sábado y... (Dándose cuenta de la insuficiencia de esta
contestación, María se interrumpe y finalmente balbucea) Ha sido
con motivo, con motivo de lo que ha ocurrido hoy...
Sra. TILFORD.— Entonces ¿no me has dicho todo?.. Has
simulado un desvanecimiento y has huido... y ¿ hay algo más ?
MARÍA.— Pero, abuelita, me he desmayado de verdad... No lo he
fingido... Eso lo han inventado ellas por maldad... y lo otro no he
sido yo...
Sra. TILFORD.— ¿Qué es lo otro?
MARÍA.— ¡No puedo decírtelo!
Sra. TILFORD.— ¿Por qué no?
MARÍA.— Porque vas a ponerte todavía más en contra mía.
Sra. TILFORD.— (Molesta). Está bien. Vamos, a prisa, levántese,
vaya a cambiarse de ropa y prepárese para comer.
MARÍA.— Ha sido con motivo de una conversación que la
31
señorita Marta y la señora Mortar sostenían... Decían cosas
horribles... Evelyna y Peggy, han escuchado tras la puerta y la
señorita Marta las ha sorprendido y me han hecho cambiar de
habitación...
Sra TILFORD.— ¿Pero qué tenía ese que ver contigo? No
comprendo una palabra...
MARÍA.— Nos han hecho cambiar diciendo que no debíamos
estar más tiempo juntas. Estaban disgustadas y me lo hicieron
pagar a mí... Y después, ¿sabes? Te tienen mucho miedo...
Sra. TILFORD.— Para tu edad tienes demasiada imaginación...
¿Por qué voy a darles miedo? ¿Tan mala soy?
MARÍA.— Tienen miedo de que te enteres...
Sra. TILFORD.— ¿Me entere de qué?
MARÍA.— De cosas...
Sra. TILFORD.— Bien, bien, basta... No hables más. Supongo que
a medida que crezcas hablarás con mayor sentido...
MARÍA.— (Dirigiéndose a la puerta). Bien, bien, si no quieres
saber... Hay cosas que ellas no quieren que se sepan; y que tienen
miedo de que yo te las cuente... Ellas, tienen sus secretos...
Sra. TILFORD.— Todo el mundo tiene sus secretos...
MARÍA.— (Volviendo hada la mitad de la escena). Pero los suyos
son muy divertidos... Evelyna y Peggy han oído decir a la señora
Mortar que la señorita Marta, tiene celos porque la señorita Karen
iba a casarse con mi primo José...
Sra. TILFORD.— No debes hablar así, María...
MARÍA.— Es lo que decía la señora Mortar, abuelita. Y también
decía que era contra natura que una señorita tuviera sentimientos
semejantes.
Sra. TILFORD.— ¿Cómo?
MARÍA.— Yo no hago otra cosa que repetirte lo que la señora
Mortar decía... Y añadía la señora Mortar que Marta había sido
siempre así, incluso cuando era pequeña y que era contra natura...
Sra. TILFORD.— No me gusta que emplees esa frase, María.
MARÍA.— (Dándose cuenta que ha empezado a interesar a su
abuela, continúa). Pero es la señora Mortar la que la empleaba,
abuelita... Y entonces se han indignado y han expulsado de la
escuela a la señora Mortar...
Sra. TILFORD.— Seguramente nada tenía que ver una cosa con la
otra.
MARÍA.— (Afirmativa). Estoy segura que si, abuelita, porque
todas las veces que el primo José va a la escuela, la señorita Marta
se vuelve mala y hoy he oído que le decía no sé qué y que no tenía
celos, sino que era una estúpida...
Sra. TILFORD.— Empleas frases de muy mal gusto... (Está de
32
pie, casi de espaldas al público).
MARÍA.— Y una vez, la señorita Marta estuvo en la habitación de
la señorita Karen, se puso a llorar y la señorita Karen intentando
consolarla dijo que todo se arreglaría y que acaso no se casaría tan
pronto...
Sra. TILFORD.— (Se vuelve hacia María). ¿Y cómo sabes tú todo
esto?
MARÍA.— Era natural que lo oyéramos porque la habitación es
contigua a la nuestra y la señorita Marta hablaba muy fuerte...
Sra. TILFORD.— ¿Qué habitación?
MARÍA.— La de la señorita Karen. Y después ¿sabes? La señorita
Marta va todas las noches al cuarto de la señorita Karen y
permanece allí buen rato... Yo creo que es por esto por lo que
quieren deshacerse de nosotras... de mí, porque nos enteramos de
cuanto ocurre... Es, por eso, por lo que nos han cambiado de
habitación y por lo que ellas me castigan siempre...
Sra. TILFORD.— Por escuchar detrás de las puertas... (Ha dicho
esto automáticamente, queriendo esconder a su nieta el valor de lo
que acaba de escuchar). Y bien, basta... Se terminaron las
murmuraciones... Sube a tu habitación, cámbiate de ropa y vamos
a cenar...
MARÍA.— (Dulcemente). Y aún he oído otras cosas...
Sra. TILFORD.— (Ausente). ¿Qué dices?
MARÍA.— He oído otras cosas, muchas otras cosas, abuela.
Sra. TILFORD.— (Mirándola). ¿Qué cosas?
MARÍA.— ¡Cosas!
Sra. TILFORD.— (Angustiada, cambia de sitio y se sienta cerca
de la mesa, en el centro). María, no me atormentes más. Si tienes
algo más que decirme habla de una vez...
MARÍA.— ¡Es que no puedo decírtelo en voz alta!
Sra. TILFORD.—No sé porqué. Habla, dime toda la verdad...
MARÍA.— Hay muchas cosas que no comprendo. Sólo sé que son
horribles. Algunas veces las profesoras se pelean y luego hacen las
paces. La señorita Marta llora y la señorita Karen monta en
cólera... y luego... Tenemos miedo de algunos ruidos misteriosos.
Sra. TILFORD.— ¿Ruidos? María ¿qué novela policíaca estás
contando?
MARÍA.— Y hemos visto unas cosas más curiosas. (Dándose
cuenta de la irritación de su abuela). Te las diré al oído....
Sra. TILFORD.— ¿Por qué al oído?
MARÍA.—Mirándote no sabría decirlas... (Se cuelga sobre su
abuela. De momento duda, luego habla lentamente y poco a poco,
se enardece y habla muy de frisa. Su abuela la detiene en la
mitad).
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Sra. TILFORD.— (Temblando.) ¿Te das cuenta de lo que dices?
(Sin contestar, María continúa hablando. Tras un instante la
abuela la coge por los hombros y la obliga a mirarla fijamente).
¿María es que todo cuanto me dices es verdad?
MARÍA.— ¡Te lo juro! ¡Te lo juro! (Pausa. La abuela se pone en
pie. Permanece inmóvil un momento, luego se vuelve hacia María
que sin darle tiempo a hablar continúa). Puedes preguntárselo a
Evelyna y Peggy y verás... (Mientras María habla, la abuela se
acerca a la ventana, la espalda vuelta a María, firme, inmóvil,
conmovida). Ellas lo saben también. Y acaso no sean las dos
únicas pero es que todas tenemos miedo de comunicárnoslo. Y
una noche hemos querido ir a ver pero hemos tenido miedo y nos
hemos acostado muy pronto para no oír... ¡Abuelita! ¡Abuelita!
¡Por favor... no me envíes más a esa casa horrible!
Sra. TILFORD.— (Distraída mientras se vuelve). ¿Qué?
MARÍA.— No me envíes a esa casa horrible. No podría
soportarlo...
Sra. TILFORD.— Calla... (Pausa). No, hija, no. No volverás más.
MARÍA.— (Sorprendida). ¿De veras? (Encantada). Eres la más
buena y la más cariñosa de las abuelas... ¿No estás enojada?
Sra. TILFORD.— No... Ahora sube y prepárate para la cena.
(María la besa y sale corriendo hacia la izquierda. La abuela la
sigue con la mirada, luego atraviesa la pieza hasta la chimenea.
Se nota que realiza un aran esfuerzo para mantener una cólera
aparente. Se dirige al teléfono, señala un número). ¿La señorita
Wright, por favor...? (Espera, cuelga el auricular y señala otro
número). Quisiera hablar con el doctor Carvin... Soy la señora
Tilford... (Permanece inmóvil, espera. Cuando habla su voz se
emociona.) Ah, ¿eres tú, José?.. ¿Puedes venir en seguida?.. No,
no... estoy muy bien... Pero es muy importante... sí. Mucho... Es
necesario que hable contigo en seguida... ¿No puedes venir antes?
No, no se trata del desmayo de María... cuando menos,
directamente... Bien... Pues ven en cuanto puedas. (Cuelga el
receptor y permanece quieta, sin saber qué hacer. Después tras
respirar fuertemente, señala otro número). Con la señora Murn,
por favor. ¡Ah! Soy la señora Tilford, Myriam. Si, Amelia
Tilford... Tengo algo muy importante que decirle, algo abominable
e indigno... Algo a propósito de la escuela, de Evelyna, y de
María...

TELÓN

SEGUNDO CUADRO
La misma decoración. Unas horas más tarde.
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ESCENA I
María. Ágata, luego, entre cajas. Rosalía

(Al levantarse el telón. María está tendida en el suelo, jugando


con un perrito. Ágata aparece llevando entre manos colchas y
almohadas. Cuando está en la puerta lanza una mirada a María).

ÁGATA.— Y procura que no ensucie mi acolchado. Tú le


prestarás tu pijama azul. No creo que tarde en llegar...
MARÍA.— ¿Quién?
ÁGATA.— ¿Quién? ¿Es que cuando te hablan no escuchas?
Rosalía Wells duerme aquí esta noche.
MARÍA.— ¿Rosalía duerme aquí?
ÁGATA.— Te lo he dicho dos veces.
MARÍA.— ¿Por qué duerme aquí?
ÁGATA.— Yo qué sé... Tu abuela ha telefoneado a la señora
Wells, a Nueva York — más de tres dólares inútiles cuando hay
familias enteras que mueren de hambre — y la señora Wells ha
pedido a tu abuela que Rosalía duerma aquí...
MARÍA.— Y ¿por qué en lugar de Rosalía no ha de venir
Evelyna Murn.
ÁGATA.— ¿Y quién más todavía? Vamos a invitar a todo el
pueblo para que te divierta.
MARÍA.— De todas maneras yo no quiero que Rosalía se ponga
mi pijama nuevo.
ÁGATA.— Yo quiero esto, yo quiero lo otro. (Sale cuando suena
el timbre de la puerta). Por una vez harás lo que te manden.
(Dentro). Pasa Rosalía, pasa... ¿Has cenado ya, hija?
ROSALÍA.— Sí, señora...
ÁGATA.— (Dentro). ¿Dame tu abriguito? ¿Te has bañado?
ROSALÍA.— Sí, señora, gracias... Me he bañado esta mañana...
ÁGATA.— Bueno, no te hará ningún daño tomar otro baño antes
de acostarte... (Sube la escalera, mientras Rosalía entra
tímidamente, María recostada en el suelo está resguardada por la
butaca).

ESCENA II
María, Rosalía, luego la señora Tilford

MARÍA.— (Suavemente). ¡Uh! ¡Uh! (Rosalía se sobresalta).


¡Ufa! (Rosalía asustada mira a todas partes y se dirige hacia la
puerta. María se pone en pie). ¡Estúpida!
ROSALÍA.— ¡Estúpida tú!
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MARÍA.— ¡Hola, Rosalía! ¡Cálmate! ¡No tengas miedo!
ROSALÍA.— (Ofendida). ¡Tonta! (María ríe. Rosalía se acerca y
mira el puzzle). Pero ¿qué ha pasado en la escuela?
MARÍA.— ¿Cómo qué ha pasado?
ROSALÍA.— ¿No vas a hacerme creer que puedes entrar y salir de
la escuela cuando quieres...?
MARÍA.— Puede ser que desde hoy sea así... (Ella se vuelve de
espaldas con voluptuosidad). Y puede ser también que no vuelva a
la escuela...
ROSALÍA.— Y yo, ¿sabes si volveré? Yo no tengo ganas de
quedarme en casa.
MARÍA.— ¿Qué me das si te lo digo?
ROSALÍA.— Nada; ya se lo preguntaré a mamá.
MARÍA.— Bueno, no me des nada; si me cuentas algo de alguna
chica de la escuela, te lo diré...
ROSALÍA.— Espera. (Reflexiona). Lois Fischer ha dicho a
Helena que tú eres una embustera...
MARÍA.— Eso ya lo sabía; no cuenta.
ROSALÍA.— Sí.
MARÍA.— No.
ROSALÍA.— (Riendo). Tú dices eso porque no sabes nada.
MARÍA.— Yo sé lo que sé. (Pausa breve) Incluso que mi abuela
ha telefoneado a tu madre a Nueva York para que te venga a buscar
en seguida y mientras tanto vivirás aquí. Yo hubiera preferido que
fuese Evelyna.
ROSALÍA.— Pero ¿qué ha pasado? Peggy, Helena y Evelyna han
salido también de la escuela esta tarde. ¿ Es que alguna tiene la
escarlatina ?
MARÍA. — No.
ROSALÍA.— ¿Tú sabes lo que pasa? ¿Cómo te la has arreglado
para saberlo? (Silencio). Tú te das siempre importancia de saberlo
todo y ahora no sabes nada. (Se aparta, contenta de lo que ha
dicho). Y después de todo, estoy contenta de no saber nada.
Primero es una falta de educación, ser curiosa y después no quiero
estar metida en tus combinaciones...
MARÍA.— ¿Y si yo te dijera que va he dicho que tú estás
metida...?
ROSALÍA.— ¿Metida en qué?
MARÍA.— En mis líos. (Pausa. Rosalía comienza a tener miedo).
¿Y si yo te dijera que ya he dicho que has sido tú quien me lo ha
contado todo...?
ROSALÍA.— ¿Cómo? Pero, María, tú no puedes hacer eso... Yo
no te he dicho nada... (María ríe). ¿Tú has dicho eso a tu abuela?
MARÍA.— Puede ser...
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ROSALÍA.— ¿Tú has hecho eso?
MARÍA.— Puede ser...
ROSALÍA.— (Sofocada). Pues bien, yo hablaré con tu abuela
inmediatamente y le diré que no es verdad, nada de cuanto le has
dicho. Tu quieres comprometerme, pero no estoy dispuesta... (Se
dirige a la puerta).
MARÍA.— Espera un momento y voy contigo.
ROSALÍA.— (Se detiene). ¿Para qué?
MARÍA.— (Tranquila). Para hablar del brazalete de Helena
Burton...
ROSALÍA.— (Asustada, se sienta) ¿Y qué hay de ese brazalete?
MARÍA.— Hay... ¡que lo robaste!...
ROSALÍA.— No es verdad.
MARÍA.— Sí, es verdad, que tú lo robaste.
ROSALÍA.— (Llorando.) Es una mentira más, que has inventado.
No haces otra cosa que esto.
MARÍA.— Si crees que voy a dejarme tratar de embustera,
Rosalía, te equivocas. Tu quieres que vayamos hasta el fin. Pues
bien ¡iremos! Yo también iré a buscar a la abuelita; y luego
haremos venir a la policía y te llevarán a la cárcel y te quedarás allí
para siempre; y cuando seas vieja, muy vieja, que ya no sirvas para
nada y estés medio ciega te echarán a la calle con un cartel en la
espalda que dirá: "He sido una ladrona" y tus padres habrán
muerto de vergüenza, hará mucho tiempo y no podrán ir a ninguna
parte y te verás en la necesidad de pedir limosna...
ROSALÍA.— (Llorando). Yo no he robado nada... Me lo puse para
ir al cine y ponerlo en su sitio al volver a la escuela. Yo no quería
quedármelo...
MARÍA.— Nadie te creerá y menos que nadie la policía. Tú no
eres más que una ladrona. Eso es lo que eres. (Rosalía llora más
fuerte). ¡Y calla! No hagas tanto ruido...
ROSALÍA.— ¿Tú no dirás nada? Dime que no dirás nada...
MARÍA.— ¿Es que miento?
ROSALÍA.— (Tras una pausa y con una pobre voz). No.
MARÍA.— Entonces di: "Te pido perdón de rodillas"
ROSALÍA.— Te pido perdón de rodillas... (Se levanta y se dirige
a la butaca).
MARÍA.— (Inmóvil). Espera un poco. Antes di: "A partir de hoy,
yo Rosalía Wells, soy la esclava de María Tilford y juro hacer y
decir todo lo que me ordenará. Hago el juramento formal por mi
honor de caballero"
ROSALÍA.— Yo no quiero; yo no quiero hacer un juramento
como ese... (María se dirige hada la puerta) ¡María, espera!
MARÍA.— ¿Juras?
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ROSALÍA.— (Lloriqueando). ¿Pero entonces podrás ordenarme
lo que se te antoje?
MARÍA.— Y deberás obedecer. Apura, juras o si no...
ROSALÍA.— (Vencida). A partir de hoy. yo, Rosalía Wells, soy la
esclava de María Tilford y juro hacer cuanto me ordene. Lo juro...
MARÍA.— ...solemnemente por mi honor de caballero.
ROSALÍA.— ...solemnemente por mi honor de caballero. (Se
rehace y se levanta en cuanto entra la señora Tilford).
MARÍA.— No te olvides de lo que has jurado.
Sra. TILFORD.— Buenas noches, Rosalía...
ROSALÍA.— Buenas noches, señora...
MARÍA.— Has visto, abuelita, como está engordando Rosalía?...
Sra. TILFORD.— (Distraída). Le está muy bien... (Llaman). Debe
ser José. Recoged vuestros juguetes. María acompaña a Rosalía a
la biblioteca. Encima de la mesa hay leche y frutas. Cenáis y os
acostáis... Y apagad la luz antes de las once. (Besa a las dos
niñas. Rosalía se dispone a salir por la izq., mira a María, duda y
se detiene).
MARÍA.— Pasa, Rosalía. (Espera a que Rosalía atraviese la
puerta). Abuelita...
Sra. TILFORD.— ¿Qué?
MARÍA.— Abuelita, el primo José te dirá que yo debo volver a la
escuela; te dirá que yo no estaba verdaderamente... (Entra el
doctor Carvin y María sale huyendo por la puerta).

ESCENA III
Señora Tilford y Carvin

CARVIN.—Buenas noches, tía... (Mira sorprendido a María


cuando huye). ¿Cómo, María aquí?
Sra. TILFORD.— Buenas noches, José...
CARVIN.— ¿Cómo vamos, tía?.. ¿Siguen los dolores de
cabeza?
Sra. TILFORD.— No... ¿Y tú como estás José?
CARVIN.— Magníficamente, soy el peor de mis clientes.
Sra. TILFORD.— Hacia muchos días que no te había visto. Hasta
Ágata se lamenta de que no vengas a cenar los domingos.
CARVIN.— En estos últimos tiempos he tenido muchos trabajo.
Sra. TILFORD.— Y el hospital ¿cómo va?
CARVIN.— Mal. Todo sigue igual. No hay dinero, la instalación
es mala; el laboratorio, ridículo y todos se lamentan de todo y de
todos. Pero, supongo tía que no me has hecho venir para hablarme
del hospital... me pareces que tienes que decirme algo más
importante ¿verdad?
38
Sra. TILFORD.— En efecto, José, tengo algo importante que
decirte.
CARVIN.— Pues, dilo...
Sra. TILFORD.— Es que... no es tan fácil...
CARVIN.— ¿No es fácil? ¿A mí? (Pausa). Si es algo de María no
te preocupes, tía. Apuesto cualquier cosa que se ha escapado de la
escuela para contarte su desmayo... ¡Bah! No era más que pura
comedia, tía. Mimasteis demasiado a esa niña.
Sra. TILFORD.— Estoy al corriente del desmayo y no es eso lo
que me inquieta.
CARVIN.— (Gentilmente). ¿Tienes alguna preocupación?
Sra. TILFORD.— Sí; una preocupación muy grave y que nos
afecta a todos...
CARVIN.— ¿A todos? ¿A mí? No te entiendo...
Sra. TILFORD.— ¿Hace tiempo que no has visto a la señorita
Karen?
CARVIN.— Esta tarde estuve con ella.
Sra. TILFORD.— ¿Antes o después de las siete de la tarde?
CARVIN.— Antes. ¿Ha ocurrido algo después?
Sra. TILFORD.— (Pausa.) José, tu noviazgo está muy adelantado
y creo que os vais a casar pronto ¿no?
CARVIN.— ¡Exacto! Puedes ir preparando el regalo de bodas y
hasta si quieres nos casaremos aquí mismo.
Sra. TILFORD.— Entonces, Karen se ha decidido así,
bruscamente...
CARVIN.— ¿Cómo bruscamente? No, no... la escuela marcha
mejor y con motivo del viaje de la señora Mortar.
Sra. TILFORD.— Ah, sí... Algo me han dicho del despido de la
señora Mortar...
CARVIN.— ¿Despido? Puede ser, en efecto... Pero, en fin me
parece que una bonita cantidad para el viaje y la promesa que le
será pasada una pensión decente es un despido bastante
agradable...
Sra. TILFORD.— (Lentamente). Y, ¿no encuentras raro que tanto
tu novia como su amiga sientan esa imperiosa necesidad de
librarse de la presencia de esa mujer un poco loca, desde luego,
pero inofensiva?
CARVIN.— No te entiendo tía, pero no me parece raro... La
señora Mortar está loca, en efecto, pero no es tan inofensiva como
parece... Es una especie de bicho que se mete en todas partes y que
está llena de vanidad. Si me has hecho venir para organizar una
Sociedad Protectora de la señora Mortar, pierdes inútilmente el
tiempo. (Se levanta). Y no obstante, tía, algo importante debes
decirme, ¿no? Vamos, la verdad ¿por qué me has llamado?
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Sra. T1LFORD.— José... es imposible que te cases con Karen.
CARVIN.— ¿Imposible? Me pareces tía que exageras. ¿Y por qué
es imposible?
Sra. TILFORD— Porque he sabido algo horrible de su vida...
(Suena insistentemente el timbre de la puerta).
CARVIN.— Tía, no estoy dispuesto a tolerarte lenguaje
semejante...
Sra. TILFORD.— Desgraciadamente tengo muy buenas razones
para emplearlo. (Se calla al oír el timbre insistente y dice). Pero,
¿quién llama de esta manera?
KAREN.— (Dentro). Ágata, la señora Tilford está ahí?
ÁGATA.— Sí, señorita Karen, pase usted.
Sra. TILFORD.— No; le prohíbo la entrada en mi casa.
CARVIN.— ¿Qué dices?
Sra. TILFORD.— Que le prohíbo la entrada en mi casa.
CARVIN.— Entonces tampoco debo permanecer yo ni un minuto
más. (Va para salir cuando tropieza con Karen y Marta, que
entran a un tiempo y muy nerviosamente)

ESCENA IV
Los mismos y Karen y Marta

KAREN.— (Al ver a José). ¡José! ¿Qué haces aquí? ¿Se trata de
una broma?
MARTA.— (Violentamente a la señora Tilford). Hemos venido
para saber exactamente que es lo que pasa.
GARVÍN.— (A Karen). Pero ¿qué ocurre?
KAREN.— Está usted loca, señora. Pero ¿por qué nos ha hecho
usted eso?
CARVIN.— Pero ¿de qué habláis? ¿Que quieres decir?
Sra. TILFORD.— Pueden y deben ustedes retirarse. Aquí no
tienen ustedes nada que hacer.
CARVIN.— Pero, señor, ¿de qué se trata?.
KAREN.— He intentado telefonearte... ¿No te han dicho nada?
CARVIN.— Nadie me ha dicho nada... No escucho más que
palabras incoherentes. ¿Pero, qué pasa? (Se sobresalta, intenta
romper a hablar y hace signos de que no puede). Marta, hable
usted, ¿qué hay?
MARTA.— Todos se han vuelto locos. No sabemos nada.
CARVIN.— Pero ¿qué ha ocurrido?
KAREN.— No sabemos nada. Nadie ha querido decirnos la
verdad, nadie ha querido darnos una explicación...
MARTA.— Yo le explicaré. En el preciso momento en que íbamos
a sentarnos a la mesa para cenar, a la siete de esta tarde ha llegado
40
el chófer de la señora Murn a decirnos que Evelyna debía regresar
inmediatamente a su casa. A las siete y media ha llegado la señora
Burton y nos ha dicho que se llevaba enseguida a su hija Helena y
que era necesario que le hicieran todo el equipaje; que esperaría en
la puerta con su hija pues no quería entrar de ninguna manera en
una casa semejante. Cinco minutos más tarde era el mayordomo de
la señora Wells la que llegaba en busca de Rosalía.
CARVIN.— ¿Y el motivo?
MARTA.— Nadie nos lo ha dicho. Parecía cosa de locos.
Entraban, salían, se empujaban... Metían rápidamente a los niños
en los autos y huían.
KAREN.— (Más tranquila, toma de la mano a Carvin y dice).
Escucha, la señora Rogers nos lo ha dicho. Una cosa innoble...
Parece que la señora Tilford nos ha levantado una calumnia
infame... que Marta y yo somos... (Su voz se ahoga. Carvin
atraviesa la escena y por último, interpela a su tía).
CARVIN.— Tú has dicho eso.
Sra. TILFORD.— Sí.
CARVIN.— ¿Estás loca?
Sra. TILFORD.— Bien sabes que no.
CARVIN.—Entonces por qué lo has dicho.
Sra. TILFORD.— Porque es verdad.
KAREN.— ¿Cómo? Pero, ¿puede usted creer semejante vileza?...
MARTA.— (Fuera de sí). Loca, miserable...
KAREN.— ¿Pero se da usted cuenta de lo qué dice?
Sra. TILFORD.— Me doy perfecta cuenta.
MARTA.— Usted no se da cuenta de nada. Usted no sabe lo que
dice... Usted está loca...
Sra. TILFORD.— Por eso pienso también que ustedes no debían
haber entrado jamás en esta casa. (Tranquila, mirando a Marta).
Yo no insulto jamás a nadie y no voy a permitir que se me insulte.
Acabemos. No voy a discutir con ustedes...
KAREN.— ¿Pero qué es lo que dice esta mujer, José? ¿Qué tiene
contra nosotras?
MARTA.— (Dulcemente, hallándose a sí misma). Es una
pesadilla; una verdadera pesadilla. (Se remueve ligeramente). ¡Es
horrible! Y estamos aquí con e! aire de aceptar mansamente este
crimen social que contra nosotras se comete... Pero ¿cree usted que
vamos a permitir que se nos injurie así como así. sin defendernos;
cree usted que dejaremos que sus injurias nos cubran de
vergüenza?
Sra. TILFORD.— Esta discusión es inútil tanto para ustedes, como
para mí, como para todos...
MARTA.— (Despreciándola). ¿Para todos? No... ¡Oídla!... Se cree
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que juega con muñecas de barracón que no se defienden de las
piedras que les tiran. Pues bien; se equivoca usted! ¿No
comprende usted que somos seres vivos? ¿Que tenemos sangre en
las venas para defendernos? Es nuestra vida, nuestro honor,
nuestro pan, lo que defendemos. No es una cosa baladí. ¿Es usted
capaz de comprenderlo?
Sra. TILFORD.— (Por primera ves irritada). Soy capaz de
comprender esto y otras muchas cosas, señorita. Son ustedes las
que no han sabido comprender nuestra bondad al confiarles a
nuestras hijas... Y por eso he intervenido. (Mas pausada). Yo sé
que lo que he hecho es grave para ustedes; pero también el mal
ejemplo de ustedes era grave para los demás.
CARVIN.— Me cuesta creer lo que dices...
Sra. TILFORD.— Yo he querido evitar esta entrevista porque no
ha de dar ningún resultado... Pero, en fin. si han venido ustedes
para cerciorarse de quien era la persona que les había denunciado
ya están ustedes enteradas. Dejemos las cosas aquí. Están ustedes
en mi casa contra mi voluntad. Salgan inmediatamente. Lamento
José que hayas de sufrir esta afrenta.
CARVIN.— Poco me importan sus lamentaciones...
Sra. TILFORD.— Está bien. De todas maneras ya sé que nada
puedo hacer y que nada quiero hacer...
CARVIN.— Bastante ha hecho usted señora...
Sra. TILFORD.— He actuado de acuerdo con mi conciencia. Lo
que ellas sean no le afecta más que a ellas. Pero la cosa es grave si
los niños pueden sufrir las consecuencias.
KAREN.— ¡Pero no es verdad! No hay una palabra verdadera en
todo esto... Usted no quiere comprender.
Sra. TILFORD.— No he de reclamar ninguna sanción contra
ustedes pero tampoco hay razón para buscar querella... Este
escándalo son ustedes las que lo han provocado. Salgan. Yo no
quiero comprender nada, en efecto... Salgan.
MARTA.— (Lentamente). Ya... Así, simplemente, sin
defendernos...
Sra. TILFORD.— No creo que sea lo mejor que puedan hacer.
MARTA.— Algún medio ha de haber para que usted pague el daño
que nos ha hecho; y ese medio lo hemos de conseguir.
Sra. TILFORD.— No me parece lo más prudente para ustedes.
KAREN.— Ni para usted... Por eso, tiene usted miedo...
Sra. TILFORD.— ¿Miedo yo? Yo no lo tengo, señorita...
CARVIN.— Tienes más de setenta años y ya no sabes lo que
dices...
Sra. TILFORD.— No es verdad, y no me ofenden tus palabras...
KAREN.— (Acercándose.) Es usted quien ha creado el escándalo.
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(La señora Tilford vuelve el rostro.) ¿Entiende usted? siento
náuseas... Todo esto no es más que una vil calumnia. No hay una
sola palabra de verdad en todo ello y no obstante tenemos que
defendernos. ¿Y contra qué? Contra una calumnia abominable.
Sra. TILFORD.— Lo siento pero no puedo creerlo...
CARVIN.— (Apasionado). Pero tú puedes creer esto: las dos han
trabajado durante ocho años, ahorrando moneda tras moneda para
poder comprar aquella granja y fundar una escuela. Ellas se han
privado de todo lo que no suelen privarse las jóvenes de su edad.
Tú no sabes los sacrificios que se han impuesto para lograrlo. La
escuela era su dignidad social; el pan cotidiano y el trabajo ho-
nesto. ¿ Sabes lo que es trabajar todos los días, sin cesar, para
lograr lo que uno se ha propuesto ?... Ellas dos lo saben bien. Y
cuando lo han obtenido, vas tú y de un soplo destruyes de una vez,
un pasado, un presente y un porvenir. Pero, por Dios, ¿por qué has
hecho eso?
Sra. TILFORD.— ¡Que le vamos a hacer! ¡Mi conciencia!.
CARVIN.— ¡Bonita cosa, tu conciencia!...
Sra. TILFORD.— ¡Oh! Te comprendo, José, y te perdono.
CARVIN.— Tú no comprendes nada...
Sra. TILFORD.— Te he querido como a uno de mis hijos, yo, en
este caso hubiera sido inflexible con ellos, como lo soy contigo.
MARTA.— (Con voz sorda). Pero, ¿qué es lo que podemos hacer?
Debe haber algo que la hiera... Alguna cosa que le haga sentir
nuestra verdad... Vea, señora, dice usted que no quiere saber nada
de este escándalo... Pues bien, en él estará usted metida. En mayor
o menor escala... ¿Usted mantiene cuanto ha dicho y está usted
dispuesta a repetirlo ante testigos?
Sra. TILFORD— Y, claro.
MARTA.— Muy bien. Pero no crea usted que ya a poderlo repetir
en voz baja. Es usted quien ha inventado la mentira infamante;
nosotros le obligaremos a que lo repita muy alto ante el mundo...
La llevaremos a los tribunales para que pruebe su injuria.
Sra. TILFORD.— Es una resolución bastante peligrosa...
KAREN.— Sí, para usted.
Sra. TILFORD.— No. Para ustedes. Es por ustedes por quien
siento miedo. Ustedes han tenido el descaro de negar aquí y van
ustedes a atreverse a negar en público? Se equivocan ustedes. Es
una anciana la que se lo dice... Soy vieja y he visto a mucha gente
actuar por orgullo y el orgullo las ha perdido...
MARTA.— ¡Ah, ya! ¿Y cree usted que su edad va a preservarla de
nuestros ataques?
Sra. TILFORD.— No es eso lo que quiero decir y ustedes lo
saben.
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CARVIN.— (Que estaba absorto, junto a la ventana, dice rápido).
Pero; es imposible! (Mira a su tía. Pausa. No puede creer que lo
que acaba de pensar pueda ser verdad). Un chisme de la niña no
puede haberte sido suficiente para...
MARTA.— (Sorprendida). Ah, sí... Eso ha sido.
KAREN.— ¿Quién? ¿María? Vamos, vamos... Pero si es una
niña...
MARTA.— No, Karen, no... No es una niña...
KAREN.— Puede ser... Esa pequeña nos ha odiado siempre.
Nunca lo hemos comprendido, nunca hemos podido saber por
qué...
MARTA.— No tenía razón alguna. María odia a todo el mundo.
KAREN.— Su nieta, señora, es una niña rara, su maldad es
incomprensible... Nos ha dado miedo siempre...
Sra. TILFORD.— Ya esperaba yo que ustedes dijeran todo eso.
KAREN.— Yo no digo más que la verdad... Hacía tiempo que
debíamos habérselo dicho. (Pausa, suspira). Pero, ¿qué pasa?
MARTA.— ¿Dónde está María? Que venga. Tenemos el derecho
de oiría...
Sra. TILFORD.—No permitiré que las vea a ustedes.
CARVIN.— ¿Dónde está?
Sra. TILFORD.— No insistas, José...
CARVIN.— Me encargo yo de hablarla...
Sra. TILFORD.— (Subrayando sus palabras). No toleraré que se
le haga repetir ciertos horrores... (A Marta y Karen) Dicen ustedes
que no es verdad. Acaso están ustedes en su derecho pero yo sé
que es verdad lo que he afirmado. No he querido más que una
cosa: alejar a los niños de un peligro. Esto lo he logrado. Ahora
creo que han permanecido en mi casa demasiado tiempo. ¡Salgan!
(Karen se levanta. Ella y Marta van a salir).
CARVIN.— ¡Esperad! (A la señora Tilford). ¡Cuando un acusado
no tiene más un medio de probar su inocencia, negárselo es
cometer una mala acción.
Sra. TILFORD.— Jamás la he cometido.
GARVÍN.— Entonces ¿dónde está María? (Al cabo de un
momento la señora Tilford hace un gesto con la cabeza para
indicar la izquierda. Carvin se dirige a la puerta, la abre y grita).
¡María! ¡María, ven! (María aparece. Permanece dudosa en el
dintel. Está nerviosa e impresionada).

ESCENA V
Los mismos y María

Sra. TILFORD.— (Dulcemente). Siéntate, hijita y no temas nada


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MARTA.— Y que diga la verdad...
CARVIN.— (Con mucha naturalidad). Escucha. (Le mira y le
coge una mano entre las suyas). A todos nos ha llegado un día la
necesidad de mentir. Alguna vez no hay más remedio que hacerlo.
Yo mismo he mentido en varias ocasiones porque no he podido
negarme, pero ni yo, ni nadie que sea bueno de corazón puede
sostener una mentira cuando se ofrece la ocasión de decir la
verdad y reparar el daño que se haya hecho con la mentira. Es una
suerte tener ocasión de ratificar y hacer un bien... Te digo todo esto
porque te voy a hacer una pregunta... Antes de contestarla, piensa,
medita lo que .vas a contestar. Si has mentido por necesidad, si te
has equivocado en tus juicios por informaciones erróneas, si has
dicho una cosa por otra sin darte cuenta del perjuicio que podías
causar, dilo sin vacilar. No te castigará nadie. No temas nada.
¿Comprendes?
MARÍA.— (Tímidamente). Sí.
CARVIN.— (Muy firme). Muy bien. Escúchame. ¿Has dicho la
verdad a la abuelita esta tarde, la verdad de cuanto sucede en la
escuela?...
MARÍA.— (Sin vacilar). Sí. (Karen suspira y Marta con los puños
cerrados elevados al cielo vuelve la espalda a María. Carvin mira
sonriente a María).
CARVIN.— Bien está, María... Has perdido la oportunidad que se
presentaba para hacer un bien. (Se levanta y coloca en su sitio la
silla que había ocupado). Ahora intentaremos esclarecer esta
fantasía.
Sra. TILFORD.— ¿No es suficiente la contestación categórica de
la niña?
CARVIN.— No, tía, no... Apenas hemos iniciado esta cuestión. Es
usted quien ha comenzado y soy yo quien ha de ir hasta el fin.
Todavía te voy a preguntar más cosas, María.
MARÍA.— Bueno...
MARTA.— ¡Cuánta hipocresía, Señor! (La señora Tilford
pretende levantarse. Carvin le hace signo de que se siente).
Carvin— ¿Por qué no quieres a las señoritas Karen y Marta?
MARÍA.— Yo si las quiero... Son ellas las que no me quieren; las
que no me han querido nunca...
CARVIN.— ¿Qué sabes tú?
MARÍA.— Yo sí que lo sé. Siempre encuentran mal lo que hago.
Siempre soy yo la que paga los platos rotos de las demás. Se me
castiga por todo.
CARVIN.— ¿Y cómo explicas esto?
MARÍA.— Porque... Porque... ellas... porque... ellas... (Mira a su
abuela) ¡Abuelita!
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CARVIN.— ¡Quieta! Luego pasaremos a la sección de
sentimientos. ¿Por qué te han castigado hoy?
MARÍA.— Porque Peggy y Evelyna escuchaban tras de una
puerta lo que ellas decían y me han castigado a mí....
KAREN.— (Indignada). ¡No es verdad!
CARVIN.— ¡Calla! ¿Y qué decían?...
MARÍA.— La señora Mortar decía que la señorita Marta tiene
unos sentimientos raros. Y añadía que era por la señorita Karen y
además que eran unos sentimientos contra natura... Es por eso por
lo que se nos ha castigado, nada más que por eso.
KAREN.— No es verdad; no han sido castigadas por eso...
MARTA.— Mi tía es idiota y diría cualquier estupidez por espíritu
vengativo y por excitarme.
MARÍA.— Y después ha dicho también que cada vez que tu ibas a
la escuela, la señorita Marta se ponía furiosa y no quería que te
casaras con la señorita Karen...
MARTA.— En efecto, lo ha dicho--. Y la niña ha tomado en serio
rabietas de vieja que cuando no pueden hacer otra cosa se dedica a
decir palabras desagradables. (De pronto se dirige a María y la
contempla con una mezcla de desprecio y curiosidad). Y ¿cómo
sabe usted cosas semejantes a su edad?
CARVIN.— (A María.) ¿Y qué quería decir la señora Mortar? ¿Tú
lo sabes?
Sra. TILFORD.— ¡Basta. José!
MARÍA.— Yo no sé, pero nos parecía cómico... Ella decía cosas
como esta y todas las alumnas hablaban cuando la señorita Marta
iba a la habitación de la señorita Karen, por la noche.
KAREN.— Ya; y también algunas noches salimos al cine; o
leímos hasta muy tarde; o discutíamos cuando todas descansaban,
los planes de la escuela... ¡Horrendos crímenes, señora Tilford!
MARÍA.— No podíamos dormir porque oíamos... y teníamos
miedo porque...
MARTA.— ¡Calla! ¡Calla!
KAREN.— (Violenta). No, que no se calle... ¿Y que oían
ustedes.? Hable.
MARÍA.— Abuelita, yo...
Sra. TILFORD.— (Dolorosamente a Carvin). Pero, ¿vas a intentar
que lo diga todo?
CARVIN.— (Sin contestar a su tía). Sigue, María. ¿Qué oías, que
es lo que te daba miedo?
MARÍA.— (Débilmente). No sé...
CARVIN.— No lo sabe...
MARÍA.— (Vivamente). Pero he visto cosas... Una noche, yo creí
que había alguien enfermo: o algo parecido y he mirado por el ojo
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de la cerradura y ellas se besaban y se decían cosas y yo he tenido
miedo.
MARTA.— (Con el gesto desmayado). Esta niña está loca,
señora...
KAREN.— Pregúntale como podía vernos.
CARVIN.— Como podías ver a la señorita Karen y a la señorita
Marta...
MARÍA.— Yo... yo...
Sra. TILFORD.— Dile lo que me has dicho al oído...
MARÍA.— Era una noche, me he agachado para ver por el ojo de
la cerradura.
KAREN.— Mi puerta no tiene cerradura...
Sra. TILFORD.— ¿Cómo?
KAREN.— Que mi puerta no tiene cerradura.
MARÍA.— (Rectificando velozmente.) No era en su habitación
abuela; era en otra... Me parece que fue en la de la señorita Marta.
Yo las he visto por el ojo de la cerradura en la habitación de la
señorita Marta...
MARTA.— Yo duermo en la misma habitación que mi tía, en el
piso superior; al extremo de la casa. Nada ni nadie puede oírnos...
(A Carvin.) Dígale a mi tía que venga a comprobarlo.
Sra. TILFORD.— (Con la voz temblorosa.) ¿Qué significa esto,
María? ¿Por qué me has dicho que habías visto por el ojo de la
cerradura? ¿Cómo podías oír desde tu habitación lo que ocurría en
la habitación de la señorita Marta?
MARÍA.— (Llora.) Todo el mundo grita en contra mía. Yo no sé
lo que me digo porque todas tratáis de que me equivoque... Yo lo
he visto, yo lo he visto... (La señora Tilford coge a María por sus
brazos y la levanta.)
Sra. TILFORD.— Pero ¿qué es lo que has visto, María? ¿Y dónde
lo has visto? Quiero que me digas la verdad, ahora mismo... sea lo
que sea. (Duramente.) No llores más. (María con la cabeza baja
no cesa de llorar.) Te exijo que digas la verdad.
MARÍA.— Está bien abuelita...
Sra. TILFORD.— ¡Habla!
MARÍA.— (Tras una pausa, la voz sorda pero firme.) Es Rosalía
quien las vio. Yo he dicho que fui yo para no denunciar a Rosalía.
CARVIN.— (Fatigado.) Aún no hemos terminado...
MARÍA.— Fue Rosalía, abuelita. Ella nos lo contó todo y nos dijo
además que había leído algo semejante en un libro que tenía
escondido...
CARVIN.— Ya, ya, ya... Embustes y más embustes. Vámonos...
Adiós, tía... Y otra vez...
MARÍA.— (Con la energía de la desesperación.) Pregúntaselo a
47
Rosalía y ella os dirá lo mismo que os he dicho. Hablábamos de
eso todo el tiempo. Es la verdad. Yo os juro que es la verdad,
Rosalía nos dijo que lo pudo ver por la puerta entreabierta... Yo he
intentado salvar a Rosalía y todo el mundo quiere perderme... (Se
deja caer en una silla y llora.)
Sra. TILFORD.— (A Carvin.) Un momento... (Va a la puerta de la
biblioteca y la abre.) ¡Rosalía!
CARVIN.— Esta vez te has equivocado... Y has hecho demasiado
daño para que te pueda ser perdonado
Sra. TILFORD.— (Pasa la mano por su cara y mientras espera a
Rosalía, exclama.) Es posible que tengas razón... No sé nada...
Puede que lo haya merecido.

ESCENA VI
Los mismos y Rosalía.

Rosalía aparece en la puerta. Muy intimidada, saluda a cada uno


en particular. La señora Tilford, la coge dulcemente de la mano y
la conduce al centro.

Sra. TILFORD.— (Con voz convulsa.) Lamento mucho no dejarte


ir a dormir todavía, Rosalía. Supongo que estarás fatigada...
(Pausa.) Rosalía: María dice que entre las alumnas hablabais de no
sé qué cosas que ocurrían, entre las señoritas Karen y Marta... ¿Es
verdad?
ROSALÍA.— No sé qué... es lo que quiere usted decir...
Sra. TILFORD.— Que las alumnas decían ciertas cosas...
ROSALÍA.— (Abriendo mucho los ojos; asustada.) ¿Qué cosas?
Yo no he oído nunca nada...
KAREN.— (Dulcemente.) No tengas miedo, Rosalía. (Se acerca a
ésta.)
Sra. TILFORD.— ¿De qué hablabais, Rosalía?
ROSALÍA.— (Sin comprender, a Karen) No sé qué es lo que quie-
re decir, señorita Karen...
KAREN.— (Dominándose.) Rosalía, María ha dicho a su abuelita
que en la escuela había cosas que os intrigaban y que repetíais
ciertas historias que no comprendíais muy bien.
ROSALÍA.— (Sincera y molesta.) Yo no estoy muy fuerte en
Historia y es cierto que alguna vez, Helena me ha ayudado en la
lección...
KAREN.— No, no es esto, lo que María quería decir. Ella asegura
que una vez tú has visto por una puerta entreabierta que la señorita
Marta y yo... (No pudiendo más.) nos besábamos como no se
besan las mujeres...
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ROSALÍA.— (Indignada.) ¡Oh, señorita Karen! No es verdad, no
es verdad, no es verdad. Yo no he dicho nunca esto...
Sra. TILFORD.— (La coge por los hombros y la mira con el
máximo de tensión.) ¿Es verdad esto, hija mía?
ROSALÍA.— Yo no he visto nunca nada. María siempre está
inventando cosas sobre mí y sobre todo el mundo. (Llora
nerviosamente.) Yo no he dicho nunca cosas semejantes...
MARÍA.— (Mirándola fijamente.) Sí, Rosalía, sí, tú lo has dicho.
ROSALÍA.— ¿Yo?
MARTA.— (Con fría voz.) Me acuerdo muy bien del día que lo
dijiste. Fue la tarde que el brazalete de Helena Burton fue...
ROSALÍA.— (Como hipnotizada.) No es verdad... Tú querías que
yo...
MARÍA.— La tarde que el brazalete de Helena Burton fue
robado...
ROSALÍA.— (Balbuceando.) No es verdad, no es verdad, no es
verdad.
MARÍA.— (Firme, la cabeza erguida, la voz rotunda.) Está bien...
Abuelita, es necesario que te diga algo grave...
ROSALÍA.— (Fuera de sí, con voz estridente.) Sí, sí... Es ver-
dad... Yo lo dije... María tiene razón... Yo lo dije, yo lo dije, yo lo
dije... (Se deja caer en un sillón entre las convulsiones de un
ataque; todos socorren a Rosalía, mientras María atraviesa
voluptuosamente el salón y se sienta en una silla con las piernas
abiertas y sonríe.)

TELÓN

ACTO TERCERO

La misma decoración del primer acto. Pero la habitación está


cambiada. No está sucia, pero sí descuidada. Algunos periódicos
abandonados sobre los muebles. Una taza de café vacía sobre la
mesa. Las ventanas cerradas. Día triste. Noviembre.

ESCENA I
Marta y Karen

(Al levantarse el telón, Karen está sentada en el sofá, a la


izquierda. Marta tendida en el canapé. La mirada vaga puesta
en los almohadones. No empiezan el diálogo hasta pocos
segundos después de levantar el telón.)

MARTA.— (Friolenta.) ¿Hace frío aquí?


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KAREN.—Sí.
MARTA.— ¿Qué hora será?
KAREN.— No lo sé... ¿Y qué nos importa? (Silencio. Suena el
timbre del teléfono. No le dan la menor importancia. En vista de
que persiste el timbre, Karen se levanta y descuelga el auricular,
luego se dirige a la ventana.) Llueve...
MARTA.— (Tras una pausa.) ¿Tienes hambre?
KAREN.— No. ¿Y tú?... (Se dirige a la mesa, enciende la luz y se
sienta.)
MARTA.— Yo tampoco. Ya ni me acuerdo de comer. ¿Te acuerdas
de nuestro apetito en el colegio?
KAREN.— Sí... ¡Qué lejos está eso! (Pausa.) ¡Un siglo!
MARTA.— Bueno. Puede que volvamos a tener apetito dentro de
un siglo... Es un sistema de hacer economías...
KAREN.— Hoy tarda más de lo habitual José... ¿Qué hora será?
MARTA.— Desde hace ocho días nos pasamos el tiempo
preguntándonos qué hora es. Es como si no supiéramos que no hay
horas para nosotras... ¡Que todo el tiempo nos sobra!
KAREN.— Hace una eternidad que no hemos salido de casa.
¿Qué haremos el día que nos decidamos a salir a la calle?
MARTA.— ¡Quién sabe!
KAREN.— (Con media voz.) ¡Es horrible!
MARTA.— ¡Oh, no se hable más de ello! (Pausa.) ¿Qué vamos a
cenar?
KAREN.— Lo que quieras.
MARTA.— Te parece bien un plato de papas rellenas como a ti te
gustaban...
KAREN.— (Vagamente.) Hoy hace ocho días. .. Hasta el último
momento me resistí a creer...
MARTA.— Y yo...
KAREN.— Hoy creo demasiado...
MARTA.— Hoy y siempre...
KAREN.— (Levantándose bruscamente.) ¿Salgamos?
MARTA.— ¿Para ir dónde?
KAREN.— A pasear.
MARTA.— ¿Pasear, dónde?
KAREN.— Donde sea. ¿No quieres? No vamos a encontrar a
nadie... Y si vemos a alguien ¿qué nos puede importar?
MARTA.— (Tras una pausa.) Bueno, iremos al parque...
KAREN.— (Triste.) ¿Al parque? No... Habrá niños... (En pie. Se
miran.) ¡Quedémonos! Es mejor. (Marta vuelve al canapé y se
tiende.) Saldremos mañana.
MARTA.— ¡Bah! Ni tu misma lo crees...
KAREN.— José insiste todos los días en que salgamos. Ayer me
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dijo que. todos los que no creen aún que es verdad esa abominable
historia, acabarán por dudar de nosotras, al ver que nos
escondemos.
MARTA.— Pero ¿queda gente que no crea la calumnia?
KAREN.— José dice que deberíamos ir al pueblo, acudir a las
tiendas y hacer como si...
MARTA.— ¿A las tiendas? ¡Bonita idea! Apenas hay tres tiendas
en todo el pueblo y en cuanto entráramos en cualquiera se nos
miraría como bichos raros... No debe de estar al corriente de la
indigna campaña que nos ha hecho el Club Femenino de Lancet.
KAREN.— No le digas nada...
MARTA.— Está tranquila... (Sienten pasos en el vestíbulo). Aquí
está...

ESCENA II

Las mismas y el chico del almacén

(El tendero, aparece llevando una caja. Entra en la sala y


permanece en la puerta mirándolas sonriente y estúpidamente.
Tiene la mirada socarrona y estúpida de los que creen saber cosas
malsanas).

EL CHICO.— (Cínico). He llamado a la puerta de la cocina y


nadie me ha contestado...
MARTA.— Repite usted eso todos los días. Está bien. Deje todo
eso por ahí... (Deja el paquete sobre la mesa y se acerca
lentamente a Karen para examinarla).
KAREN.— (Incapaz de sostener la mirada del chico). Y váyase...
EL CHICHO.— Está todo lo que han pedido. (Paso lento se dirige
a Marta y hace lo mismo).
MARTA.— (Bruscamente.) ¿Y qué más? ¿Es que va usted a
quedarse aquí mucho rato?
EL CHICO.— (Se dirige lentamente a la puerta.) Parece que se ha
detenido un coche ante la puerta. (Como no le hacen caso, abre la
puerta, las vuelve a mirar, por última vez y luego familiarmente les
dice): Adiós, hasta mañana... (Sale silbando).

ESCENA III
Marta y Karen

MARTA.— (Amarga). ¿Sigues teniendo ganas de ir al pueblo?


KAREN.— No sé... No sé nada... (Pausa) ¡Oh, Marta, Marta!
MARTA.— (Dulcemente). ¿Qué?
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KAREN.— ¿Qué va a ser de nosotras? Todo está tan frío; todo
parece muerto a nuestro alrededor. Incluso por la noche, cuando se
lucha para librarse de las garras de la pesadilla, se despierta y se
halla en el mundo real: la cama, la habitación. Pero, aquí, una
pesadilla sigue a otra. No hay mundo real. No hay más que
pesadillas. ¿ Qué es lo que nos ha ocurrido? ¿Qué hicimos de malo
para que nos ocurriera tocio esto? ¿Y qué esperamos ahora?
MARTA.— Esperamos.
KAREN.— ¿Pero qué es lo que esperamos?
MARTA.— No sé...
KAREN.— Hay que salir de aquí. Yo no .puedo más.
MARTA.— Pero tú vas a casarte, pronto, y todo se arreglará para
ti...
KAREN.— (Vagamente). Sí.
MARTA.— (Sorprendida del tono de Karen). ¿Qué te pasa,
Karen?
KAREN.— Nada...
MARTA.— Supongo que no ha habido nada entre los dos... Eso no
debería ocurrir nunca...
KAREN.— (Sin convicción). No, no... (Sienten pasos en el
vestíbulo. Su rostro se ilumina). Ahora sí que es él.

ESCENA IV
Los mismos y la señora Mortar. Poco después el doctor Carvin.

MORTAR.— (Con una pequeña maleta en la mano. Permanece


en el dintel, primero un poco violenta y luego deliberadamente
dice): Soy yo, buenos días...
MARTA.— (A Karen). ¿La duquesa? ¡Admirable!
MORTAR.— Buenos días, Marta... (Karen ilumina la lámpara).
MARTA.— (Muy jovial). Pasa, pasa... Estamos encantadas de
volverte a ver. ¿No está muy fatigada del viaje? ¿No te hace falta
nada?
MORTAR.— (Sorprendida). ¡Estoy encantada de regresar a mi
casa! (Mira alrededor suyo). Y feliz de volver a estar entre estas
paredes queridas... Y qué, por aquí, ¿marcha todo bien...?
MARTA.— Maravillosamente bien. La salud espléndida Llegas
justo para tomar el té...
MORTAR.— Encantada. Alguna cosa tomaré si no os molesta
mucho...
MARTA.— ¡De ninguna manera! ¿Quiere sándwiches? ¿Tortas?
¿Un poco de cake?
MORTAR.— (Intrigada). Pero, Marta...
MARTA.— (Ya en otro tono). ¿De dónde diablos vienes?
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MORTAR.— ¡Oh, un poco de todas partes! ¡He hecho un viaje
interesantísimo...!
MARTA.— ¿Por qué no has contestado a nuestros telegramas?
MORTAR.— Y el teatro ha cambiado mucho... Un cambio
radical... No se tiene la menor idea...
MARTA.— (Glacial). ¿Por qué no has contestado a nuestros
telegramas?
MORTAR.— (Dulce reproche.) ¡Oh, Marta, sigues con tu mal
carácter de siempre!
MARTA.— No te ocupes de mi carácter y contesta.
MORTAR.— (Agitada.) He viajado tanto... Apenas dos días
seguidos en el mismo sitio... Aquí, en confianza, entre nosotras,
creo que la evolución del teatro, es mucho más profunda de lo que
la gente imagina... Por ejemplo en el Lyceum, de Rochester han
puesto lavabos en los cuartos de los artistas...
MARTA.— No me importan tus lavabos. ¿Dónde estabas?
MORTAR.— Un poco en todas partes, ya te lo he dicho...
KAREN.— ¡Bah! Y qué importa todo esto ahora...
MORTAR.— Karen tiene razón, ¿ves? El pasado, es pasado.
Como os decía, hay algo... ¿cómo explicarme?... algo de decadente
en el teatro y es por eso...
MARTA.— (A Karen). ¡Oh, es formidable! (A la señora Mortar).
¿Porqué te has negado a ser testigo en el proceso?
MORTAR.— ¿Cómo? Pero yo no me he negado en nada. No es así
cómo hay que presentar las cosas. Yo estaba actuando y tenia un
contrato... Bien lo sabes. En fin, no se hable más de cosas
desagradables. Voy a subir para arreglar el equipaje. Ha quedado
un baúl en la estación pero lo iremos a buscar mañana.
KAREN.— (Sonriente). Aquí ha habido ciertos cambios.
MARTA.— Ya, pero ella cree volver a encontrar su butacón al
lado del fuego e instalarse aquí como antes. (A la señora Mortar).
Escucha: Karen Wright y Marta Dobie presentaron una querella
por difamación contra la señora Tilford que las acusó, fundando en
unas palabras de su nieta, de haber cometido como dijo el juez
"actos cuyo carácter inmoral perjudicaba las buenas
costumbres" (La señora Mortar se lleva las manos al cielo). ¿No
te gusta? Pues bien una buena parte de los argumentos del
adversario se basaban en palabras que una tal señora Mortar, actriz
en los lavabos de Rochester, había dicho a su sobrina Marta. Y la
defensa sacó la mayor parte de sus argumentos contra nosotras del
hecho que la señora Mortar se negara a comparecer para explicar
sus palabras... Pero como la señora Mortar se negó a comparecer
porque tenía otras preocupaciones en el teatro, perdimos el
proceso, como habrás sabido por los periódicos...
53
MORTAR.— (Digna). No ha sido así como entendí el caso, Marta.
Me pareció que era mejor no mezclarme en un proceso
escandaloso. Nada bueno iba a sacar con ello. .. Pero como tú
explicas la cosa es distinto. Ahora comprendo tu punto de vista...
Créeme que lamento no haber venido a declarar. Y puesto que
estoy de vuelta, podéis contar conmigo para todo. Estoy dispuesta
a no abandonaros nunca más. ¡Pobres hijas mías! ¡Lo que habréis
padecido! Pero, ahora, parece que hay médicos tanto para la moral
como para lo físico. Repito que no os abandonaré nunca más.
MARTA.— Hay un tren a las ocho, vete en él...
MORTAR.— ¡Marta!
MARTA.— Aquí no tienes nada que hacer...
MORTAR.— ¿Cómo? ¿Tratas así a tu tía?
MARTA.— Sí, a mi tía que odio, que he odiado siempre...
MORTAR.— Dios te castigará.
MARTA.— Ya lo ha hecho...
MORTAR.— (Digna). Cuando quieras pedirme perdón, estaré en
mi alcoba... (Al salir tropieza con José). ¡Oh, perdón!
CARVIN.— Pero ¿cómo? ¿Ha llegado ya? Un poco tarde...
MORTAR.— ¿Usted? ¿Aquí? Me alegro mucho de su lealtad.
Otros no hubieran vuelto más por esta casa temiendo las
consecuencias del proceso escandaloso... Pensarían que...
MARTA.— ¡Sal de aquí!
KAREN.— (Abre la puerta). Cuando sea la hora del tren la
llamaremos. (Sale la señora Mortar).

ESCENA V
Todos menos la señora Mortar

CARVIN.— Que me cuelguen si comprendo para que ha venido...


KAREN.— Sólo Dios lo sabe....
MARTA.— Y yo también: está sin un centavo.
CARVIN.— (A Marta). ¿Supongo que no vais a permitir que viva
con vosotras? Le daremos dinero para que se vaya y nos deje en
paz. (Se acerca a Karen). ¿Habéis salido?
KAREN.— Habíamos pensado salir a dar un paseo pero hemos
preferido quedarnos.
CARVIN.— Vaya... (Karen va para darle un beso y el doctor
Garvín, perceptiblemente retrocede).
KAREN.—¿Por qué has hecho esto?
CARVIN.— ¿Qué?
KAREN.— Este movimiento de retroceso...
CARVIN.— ¿Yo? ¡Oh, Karen! (La besa). Si permaneciéramos
aquí más tiempo nos volveríamos todos locos. ¡En fin! Tengo una
54
gran noticia para ti: he vendido mi clientela a Foster...
KAREN.— ¿Cómo?
CARVIN.—Que he vendido mi clientela, que la próxima semana
nos casamos y que nos marchamos de aquí los tres.
KAREN.— No, no... Esto no es posible. Yo no quiero que lo
abandones todo por mí... Y el hospital...
CARVIN.— Todo está resuelto. Nos vamos a Viena lo más pronto
posible. Fischer me ha escrito diciéndome que puedo ocupar mi
antiguo puesto cuando quiera. Fischer no puede pagarme mucho
pero sí lo suficiente para que podamos salir de aquí, los tres.
MARTA.— Yo no puedo marchar con ustedes, José.
CARVIN.— Vamos, vamos... No diga usted tonterías, Marta nos
marchamos los tres juntos y los tres juntos fuera de aquí
encontraremos la gloria de otros tiempos...
KAREN.— Tú no tienes deseo alguno de volver a Viena.
CARVIN.— Es cierto.
KAREN.— ¿Entonces por qué?
CARVIN.— Verás. En efecto, yo preferiría quedarme aquí. Y tu
también, claro. Y lo mismo Marta. Pero esto es absolutamente
imposible. ¿Entonces? Como Viena nos ofrece nuestro pan de cada
día y un poco de cerveza, no tenemos el derecho de dudar. Por lo
tanto, te estimaré que no me hagas más objeciones, ¿ de acuerdo ?
KAREN.— ¡De acuerdo! (Mirándole).
MARTA.— Ustedes pueden hacer lo que les parezca. Pero le
aseguro José que yo no me marcho. Es mejor para todos que yo
me quede aquí.
CARVIN.— Pero, no ahora. Ahora, usted viene con nosotros. Más
tarde puede volver si le place, pero ahora, no. ¿De acuerdo?
MARTA.— (Sonriente, casi feliz). De acuerdo.
CARVIN.— Perfecto. Pasaremos la luna de miel en Ischl.
Tomaremos café vienés y comeremos unos dulces maravillosos,
como no se encuentran en ninguna otra parte del mundo...
MARTA.— (Recogiendo el paquete que ha dejado el
dependiente). Un dulce grande así relleno de uvas secas... ¡Ah, que
delicia tener deseos de comer algo!... (Sale).

ESCENA VI
Carvin y Karen

CARVIN.— (Hace sentar a Karen en el sofá frente a la mesa y la


abraza. Esforzándose un poco para ser optimista). Llegaré con mi
mujer, con mi mujer. La presentaré a todo el mundo, al doctor
Eupelhardt, al enfermero mayor, a la viejecita de la pastelería y a
Fischer. (Ríe). ¡Oh, Karen! (Se levanta. Breve pausa). Tienes
55
necesidad de ropa para el viaje, ¿no?
KAREN.— (Ausente). ¡Oh!
CARVIN.—De todas maneras tendrás necesidad de unas
cuantas cosas de lana... Ahora allí hace frío; más frío del que
supones. No te olvides pues de llevarte algunos trajes.
KAREN.—Tu vida ha sido deshecha y yo tengo la culpa...
CARVIN.— (Como si no la hubiera oído). Y los deportes de
invierno... Allí son magníficos... Pasaremos un mes entre la
nieve...
KAREN.— Han sido ellos, ellos los que lo han hecho. Ellas han
roto nuestro porvenir; ellos nos lo han quitado todo, todo lo que
podíamos esperar, todo lo que queríamos ser.
CARVIN.— (Firme). Basta, Karen, basta. No hay que pensar más
que en el presente... Es una ocasión magnífica, que no hay que
desaprovechar. A olvidar el pasado. Lo que hayáis hecho, hecho
está y no hay más que hablar. (Ella tiene un movimiento de
retroceso y le mira).
KAREN.— ¿Lo que yo he hecho?
CARVIN.— Bueno, lo que os han hecho, si prefieres.
KAREN.— Pero yo no prefiero nada, José... ¿Qué quieres decir?
(Silencio) ¿Qué quieres decir con esta frase "lo que hayáis hecho,
hecho está"?
CARVIN.— ¡Nada! ¡Nada! (Piensa. Más tranquilo). Karen: es
mucha la gente que ha sufrido rudos golpes en la vida. En nuestro
caso podríamos pasar el resto de nuestra vida no pensando más
que en lo que nos ha sucedido; o no vivir más que de nuestro
pasado y llegar a complacernos tanto en nuestro mal hasta el punto
de no querer olvidarnos de él. Por mi parte estoy dispuesto a no
acordarme más del pasado y decidido a que tú lo olvides también...
KAREN.— Tienes razón, perdóname... (Pausa. Karen va hacia
él). José... Es que podemos tener un hijo en seguida.
CARVIN.— (Vagamente). ¡Naturalmente! Aunque no seamos muy
ricos al principio...
KAREN.— Antes eras tú quien quería ser padre en seguida...
siempre lo dijiste. Ahora parece que tengas razones...
CARVIN.—Pero, por Dios, Karen, esto no puede dudarse.
Siempre hallas segundas intenciones en cuanto hago o digo. No
hablamos como las gentes sensatas... Vámonos cuanto antes de
este ambiente...
KAREN.— ¿Es que las palabras pueden tener otro sentido? ¿Crees
que podemos huir de este círculo? Las palabras más simples:
mujer, niño, amor, justicia siempre serán peligrosas para nosotros.
(Amargamente). Somos enfermos. Eso es lo que somos y la
enfermedad nos ha atacado demasiado para que podamos curarnos.
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CARVIN.— Sí, mujer, sí. Ha terminado la era negra. La felicidad
vuelve a sonreímos. No tenemos otra cosa que hacer vivir y
amarnos...
KAREN.— Es imposible.
CARVIN.— ¿Pero qué es imposible?
KAREN.— Que nosotros dos...
CARVIN.— ¡Calla! ¡No digas esto!
KAREN.— Y no obstante es verdad... (Rápida). José, es necesario
que me digas todo el fondo de tu pensamiento.
CARVIN.— No te comprendo.
KAREN.— (Muy cerca de él). Bien lo sabes: Hace mucho tiempo
que los dos hemos comprendido. Me di cuenta el día que perdimos
el proceso. No te quité los ojos de encima durante toda la
audiencia... En tu rostro estaba reflejada la tristeza... la tristeza de
tener vergüenza. Confiésalo... Y ahora dime de que sientes
vergüenza...
CARVIN.— ¿Yo? De nada, Karen...
KAREN.— No tienes derecho a esconderme el fondo de tu
pensamiento... Es demasiado grave este momento para que cubras
la verdad con una galantería.
CARVIN.— Pues bien, Karen... (Pausa). Pero ¿después no se
hable más de ello, eh? (Pausa. Duda). Dime simplemente que
nunca, que nunca...
KAREN.— (Con una honda emoción). ¡Nunca, José, te lo juro!
(Silencio). ¿Entonces tú también has creído? (Atrae la cabeza de
José sobre su hombro). No importa, querido... Has hechos bien en
preguntar... Lo prefiero...
CARVIN.— Perdóname, Karen, perdóname... Yo no quería...
KAREN.— Ya sé... ya sé... Tú querías esperar a que todo estuviera
terminado. En el fondo tú no hubieras deseado nunca plantear la
cuestión. Pero tú no estabas muy seguro. (Muy sincera). Tú
siempre has sido muy bueno para mi José. Muy bueno y muy leal.
Eres un caballero. (Teniendo las lágrimas, le da unos golpecitos
cariñosos y se aleja). Ahora, José tengo muchas que decirte pero
todas ellas son un poco complicadas.
CARVIN.— No, Karen, no... No discutamos más. Hay que
olvidar y actuar.
KAREN.— (Con alegría). ¿Actuar?
CARVIN.— Sí, Karen, sí, actuar.
KAREN.— (Grito de alegría). Entonces ¿me crees?
CARVIN.— Naturalmente, Karen, me ha bastado oírte.
KAREN.— (Inmediatamente dominada de nuevo, por el
desfallecimiento). No, no, no, no... Es demasiado hermoso.
(Pausa). La duda subsiste. Yo no sabría nunca si tú me has creído
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o no. Tú mismo no sabrías contestarte esto. No podríamos vivir
así. Pero ¿no te das cuenta de lo que nos ocurriría? Estaríamos
rodeados de la duda siempre, siempre... Viviría con la inquietud de
que no me habías creído y acabaría por odiarte. (Se da cuenta de
un leve gesto de Carvin). Sí, sí... acabaría por odiarte por
pensamientos que acaso no te pasarían por la mente pero que yo
creería que sí... y acabaría .también por darme asco a mí misma...
(Jóse intenta hablar). Y tú José también sabes esto, también lo has
comprendido antes que y...
CARVIN.— (Débilmente). Jamás he tenido esos pensamientos y
no los tengo ahora.
KAREN.— (Sonriente). Dices esto porque eres bueno para mí.
Intentas persuadirte de que todo pueda arreglarse, pero no se
arreglará nunca, nunca. No puedo explicarlo pero lo siento...
Veamos. Yo estoy aquí, en pie; yo no he cambiado (Le tiende las
manos). Mis manos son las mismas; mi rostro el mismo y hasta mi
ropa. Yo soy como todo el mundo. Puedo vivir como todo el
mundo. Yo puedo tener un esposo, un hijo, (Con emoción), un hijo.
Puedo ir al mercado, al cine y me dirigirán la palabra... (Dándose
cuenta de que Garvín dibuja en su rostro un gesto de sufrimiento).
¡Perdón! Yo no debería hablar así porque todo esto no puede ser
verdad...
CARVIN.— Podría serio, si quisiéramos Karen...
KAREN.— No. Esto es lo que hubiera podido ser antes si
hubiéramos querido; pero es lo que no podemos lograr ahora. Te
devuelvo tu palabra, José...
CARVIN.— (Con autoridad.) No me digas eso, Karen Pero no
importa el pasado y el presente. No podemos separarnos. Y no te
dejaré.
KAREN.— Sí, José, sí. Vete, ahora; de prisa. Mas tarde será peor.
CARVIN.— Esto es una locura. Tú y yo nos queremos. (La voz
alterada). No sé que daría por no haber planteado esta cuestión.
KAREN.— Un día u otro nos la habríamos planteado. Mejor que
haya sido ahora. Tú eres un hombre generoso. Estoy convencida
de que no conoceré otro hombre mejor que tú. Y sé que has hecho
por mí más que... Pero... No, no... Nada de lo que habíamos
pensado es posible...
CARVIN.— Todo es posible. Tú dices que yo te he ayudado.
Ayúdame a tu vez para que sea lo bastante fuerte y lo bastante
decidido para... (Va a Karen con los brazos abiertos). ¡Karen!
KAREN.— (Retirándose). No José, no. (Carvin permanece
quieto). ¿Tú quieres hacer algo por mí?
CARVIN.— Lo que tú quieras.
KAREN.— ¿Quieres marcharte uno o dos días, lejos de mí y
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reflexionar sobre cuanto te he dicho? ¿Quieres? Y entonces
decide... No me digas nada ahora... Calla... y vete enseguida. (Se
miran. Karen espera acaso un movimiento, un estallido pasional
en él. Confía acaso que un sí en ella le privará de irse. Karen le
mira intensamente; él vuelve los ojos y después lentamente, con
sentimiento, se va).

ESCENA VII
Karen y luego Marta

KAREN.— (Un momento después de la salida). No volverá más...


(Permanece quieta hasta la entrada de Marta).
MARTA.— Me encuentro mejor de espíritu, en cuanto hago algo.
Hay que pensar en dar de cenar a la duquesa. ¿Dónde está José?
(Silencio). Te pregunto donde está José.
KAREN.— Se ha ido...
MARTA.— ¿Alguna consulta? Pero volverá antes de la hora de
cenar.
KAREN.— No.
MARTA.— (Mirándola con intención.) Bien, le guardaremos su
parte. (Silencio). Karen ¿qué pasa?
KAREN.— (Apenas sin voz). Que ya no volverá...
MARTA.— (Hablando lentamente). ¿Quieres decir que no volverá
esta noche?
KAREN.— No; que no volverá nunca más...
MARTA.— (Yendo hacia Karen). Pero, ¿qué ha pasado? (Silencio.
Karen mueve la cabeza). ¿Qué ha pasado?
KAREN.— Nada; que ha dudado de nuestra inocencia.
MARTA.— ¿Cómo, él? ¿Estás segura?
KAREN.— (Doliente). Segura.
MARTA.— (Automáticamente). No te creo. José no ha hecho
jamás la menor alusión... Ni durante el proceso. (La coge por los
hombros y le dice). ¿Pero no le has dicho? Habla... ¿No le has
dicho que no era verdad?
KAREN.— Sí...
MARTA.— ¿Y él no te ha creído?
KAREN.— Creo que sí...
MARTA.— Entonces ¿qué ha hecho?
KAREN.— Lo que debía.
MARTA.— Pero es estúpido, es absurdo... José volverá y haréis
las paces. (Dándose cuenta de la inutilidad de lo que dice). Dios
mío. Y yo que deseaba tanto ese matrimonio por ti...
KAREN.— ¡Oh, por favor... calla...
MARTA.— Pero ¿qué es lo que nos ocurre a todos? ¿Qué hay en
59
el fondo de todo esto?
KAREN.— (Se dirige al canapé, se tiende con la cabeza entre los
almohadones). No sé nada. Quisiera tener sueño. Quisiera dormir.
MARTA.— (Convencida). Hay que ir en busca de José. Es fuerte
de espíritu, comprenderá y podréis rehacer la vida.
KAREN.— (Irritada). ¡Calla, cállate! (Se levanta). Hagamos el
equipaje y vámonos. Mañana por la mañana tomaremos el primer
tren...
MARTA.— ¿Para ir dónde?
KAREN.— No sé... A cualquier parte... No importa...
MARTA.— ¿Sin dinero, sin una situación?...
KAREN.— En una gran ciudad, podremos encontrar una escuela...
MARTA.— ¿En una gran ciudad, una escuela? Tú sueñas...
KAREN.— Entonces en un pueblecito.
MARTA.— Menos aún.
KAREN.— (Con una pobre voz de sueño). ¿Dónde ir? ¿A
ninguna parte?
MARTA.— A ninguna parte. Estamos señaladas y espiadas por el
mundo. Nos tendremos que quedar aquí hasta saber porqué se nos
ha hecho tanto daño... Te parece extraño, ¿verdad? ¿Irreal? Pues
así es... Y de vez en cuando nos pellizcaremos para saber si es
cierto que vivimos.
KAREN.— (Temblorosa, se arrodilla ante la chimenea). Pero ¿de
qué crimen se nos acusa? Hay otras, verdaderamente culpables, y
que, a pesar de ello, no están rechazadas por el mundo...
MARTA.— ¡Ah, sí! Pero nosotras no somos como ellas... Nosotras
no estamos enamoradas la una de otra... (Se detiene bruscamente,
se acerca al canapé, mientras Karen atiza el fuego). Yo no te amo.
Hemos vivido siempre juntas, íntimamente, muy cerca la una de la
otra pero yo no te quiero más que como amiga; como millares de
mujeres quieren a otras...
KAREN.— (Escuchando sin darse cuenta). ¡Qué agradable es
estar junto al fuego!..
MARTA.— (Se acerca y se arrodilla sobre el canapé). ¿Por qué
nos han de ofender por eso? No hacemos daño alguno a nadie... Es
perfectamente natural que...
KAREN.— (Un poco distraída). ¿Por qué me dices todo esto?
MARTA.— Porque te quiero...
KAREN.— (Vagamente). Ya sé que me quieres...
MARTA.— Sí; pero te quiero de otra manera... ¿Cómo diría yo?
Puede ser que como... (Siempre arrodillada en el canapé, se
acerca más a su amiga y dice). ¡Karen!
KAREN.— (Se levanta bruscamente) ¿Qué?
MARTA.— Que te quiero como ellos decían que te quería.
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KAREN.— ¡Estás loca...!
MARTA.— Sí; desde siempre; desde mi más pequeña infancia...
Pero no me había dado cuenta de ello hasta ahora, hasta que los
demás me han puesto ante el espejo de la realidad...
KAREN.— (Cubriéndose los oídos) ¡No quiero escucharte!
MARTA.— Sí, sí, debes saberlo... Yo no puedo por más tiempo
guardar este secreto que me ahoga... Es necesario que te diga cuan
culpable soy...
KAREN.— (Cortando) ¡Tú no eres culpable de nada...!
MARTA.— Muchas veces me lo he dicho desde que era niña. He
hecho todo lo posible para convencerme de que no era verdad. Me
he hablado, he rogado... Nada ha podido tranquilizarme... No
puedo más. No puedo más... ¿Cómo ha nacido en mí esto? ¿Por
qué? No lo se... Pero te he querido... La idea de tu boda me
indignaba... Estaba celosa; unos celos nacidos por un sentimiento
que no me atrevía a confesarte y que sentía desde que nos
conocíamos...
KAREN.— Mientes. Te engañas a ti misma, jamás hemos pensado
así la una de la otra...
MARTA.— (Amargada). Tú no; ya lo sé... Pero ¿yo? Yo no había
sentido eso jamás por nadie. Yo no había querido nunca a ningún
hombre, sin darme cuenta claro...
KAREN.— (Compasiva). Estás enferma, Marta.
MARTA.— (Hablándose a sí misma). ¡Ver claro por el embuste de
una niña! Lo he destruido todo; tú vida y la mía, sin darme cuenta
de ello... (Sonríe. Le da la mano a Karen). Y ya no puedo vivir
más tiempo a tu lado...
KAREN.— (La voz temblando). Tienes fiebre. Marta. Nada de
cuanto dices es verdad... Mañana lo habrás olvidado todo...
MARTA.— (Ausente). ¿Mañana? ¡Qué palabra más rara! Para
vivir, Karen, nos sería necesario inventar un lenguaje nuevo, como
hacen los niños... Un lenguaje en donde la palabra mañana fuese
imposible de decir...
KAREN.— (Llorando). Vete a descansar, Marta... Luego estarás
más tranquila. (Marta recorre la habitación con los ojos
lentamente. Se dirige a la puerta de la derecha; la abre,
permanece un momento mirando a Karen y luego sale. Antes de
cerrar la puerta dice):
MARTA.— Sí, yo creo que me encontraré mejor, mucho mejor...
después...

ESCENA VIII
Karen sola; luego la señora Mortar

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(Al salir Marta. Karen se ha quedado sentada sin hacer un
movimiento. La casa está llena de silencio. Unos momentos
después suena una detonación. No se oye muy fuerte. Karen
inmóvil todavía algunos segundos. Luego se levanta de un salto y
se dirige a la puerta derecha abriéndola bruscamente. Al mismo
tiempo se oyen pasos en la escalera).

MORTAR.— (Dentro). ¿Quién ha disparado? ¿Has oído? ¡Karen!


¡Marta! ¿Dónde estáis? (Entra en el centro de la escena, exclama,
muy agitada): ¿Quién ha disparado? (Se detiene al apercibir a
Karen que entra por donde ha salido con el gesto impresionante).
Pero ¿qué ha pasado? (Karen mueve las manos y el rostro, incapaz
de decir una palabra, para señora Mortar y se dirige a la ventana.
La señora Mortar la mira, se precipita a la puerta de la derecha.
Sola, Karen se deja caer en el sofá. La señora Mortar entra
llorando. Pausa). ¿Qué vamos a hacer? (Silencio). ¿Qué vamos a
hacer?
KAREN.— (Con voz blanca). Nada.
MORTAR.— Hay que avisar a un médico inmediatamente. (Va al
teléfono y nerviosamente intenta señalar un número).
KAREN.— (Sin volverse). Ya es demasiado tarde...
MORTAR.— Pero hay que hacer algo... Es horrible... ¡La pobre
Marta! ¿Qué podríamos hacer? (Cuelga el teléfono, se sienta en
una silla y llora). ¿Cree usted que está...
KAREN.— Sí
MORTAR.— Marta, mi pobre Marta... No es posible... Pero
¿cómo ha podido...? (Levanta los ojos y dice en voz alta) ¡Karen!
¡Karen! ¡Tengo miedo!
KAREN.— No grite tanto...
MORTAR.— No puedo... Es más fuerte que yo... (Poco a poco el
llanto disminuye. La señora Mortar queda en el sofá y de pronto
dice tímidamente) Pero de todas maneras hay que llamar a alguien.
KAREN.— Luego; más tarde.
MORTAR.— No tenía que haber hecho esto. No... Y claro, todo
esto se debe a ese maldito proceso...
KAREN.— No es por eso por lo que Marta se ha suicidado.
MORTAR.— (Más curiosa que interesada). ¿Entonces, ¿por qué?
KAREN.— ¿Qué puede importarle a usted...?
MORTAR.— (En tono de reproche). Usted no tiene sentimientos...
KAREN.— ¿Y qué importa si los tengo o no?
MORTAR.— ¿Qué será de mí? ¡Ya no me queda nadie en el
mundo! A pesar de lo que decía Marta no me hubiera dejado morir
de hambre nunca. Estoy segura de ello...
KAREN.— Ya nos ocuparemos de usted...
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MORTAR.— (Después de un corto silencio). Tengo miedo,
Karen... Esta habitación, aquí al lado... Tengo frío... (Tiembla).
KAREN.— No tenga miedo...
MORTAR.— Usted es joven...
KAREN.— He dejado de serlo... (Llaman. La señora Mortar se
sobresalta. Karen no se mueve. Vuelven a llamar).
MORTAR.— (Curiosa). ¿Quién será? (Llaman de nuevo). ¿Hay
que ir? (Se levanta. Karen atea los hombros). Será mejor abrir...
(Sale al vestíbulo. Vuelve seguida de Ágata). Es una mujer que
quiere verla a usted. (Karen la ve). Pero ahora no puede ser,
acabamos de tener una desgracia y...

ESCENA IX
Karen, Señora Mortar y Ágata

ÁGATA.— Señorita Karen tengo que hablar con usted...


Perdóneme... Hemos estado llamando toda la mañana al teléfono
pero nadie nos ha contestado... Le pido a usted por Dios que reciba
usted a 1a señora Tilford.
KAREN.— ¿A quién?
MORTAR.—Esta mujer no puede entrar aquí. Ella es la causa...
ÁGATA.— La señora quiere hablar con usted. Hace una hora que
está ahí fuera en el auto... Esperando que saliera usted. Ha querido
hablar con el doctor Carvin, pero éste le ha dicho que nunca
volverá a cruzar su palabra con ella... Si la viera usted la recibiría...
Si no la recibe será su muerte...
KAREN.— ¿Su muerte? ¿Dónde está?
ÁGATA.— Ahí fuera, en su auto...
KAREN.— Que pase...
ÁGATA.— ¡Oh, gracias, gracias! (Sale precipitadamente).
MORTAR.— ¿Usted va a dejar entrar en esta casa a esa... vieja
hallándose ahí el cadáver de Marta... Pero ¿no tiene usted corazón?
Yo no puedo tolerarlo con mi presencia. Prefiero irme... Esa
mujer... (Sale).

ESCENA X
Karen, la señora Tilford y María

(Un segundo después aparece la señora Tilford, que lleva a María


de la mano. Se nota enferma. Al atravesar el dintel da un empujón
a María y ésta corriendo va a ponerse de rodillas con la cabeza
doblegada casi sobre el suelo).

Sra. TILFORD.— ¡Pasa! ¡Y pide perdón!


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KAREN.— ¿Para qué ha venido usted...?
Sra. TILFORD.— Porque sé que no es verdad...
KAREN.—¿Qué?
Sra. TILFORD.— Sé que no es verdad, Karen, mi acusación.
KAREN.— ¡Ah!, ¿ahora sabe usted que no es verdad? ¿Y qué
ganamos con eso? Es demasiado tarde. Si es esto solo lo que
tiene que decirme puede usted retirarse...
Sra. TILFORD.— ¡Por piedad! El martes último, la señora Wells
encontró un brazalete en la alcoba de Rosalía. Estaba escondido
allí desde hacía muchos meses. Y supimos que Rosalía lo había
tomado de otra discípula y que María... (María se vuelve
nerviosamente) que María que lo sabía se aprovechaba de este
secreto para obligar a Rosalía a hacer y decir lo que se le antojaba.
Es por esto que Rosalía confesó que usted y Marta... Yo... he
interrogado a María que ha acabado de confesar... ¡Mala! ¡Mala!
¡Más que mala! (Karen ríe nerviosamente). Por favor, Karen, se lo
suplico. He hablado con el juez. Se encarga de todas las
formalidades. Habrá una rectificación pública y toda clase de
satisfacciones. Yo pagaré íntegramente, todos los daños y
perjuicios ocasionados y todo cuando me permita que le ofrezca.
Soy yo la culpable y por eso quiero hacer todo lo necesario para
que no tengan ustedes que temer al porvenir...
KAREN.— ¡Temer el porvenir! ¡Qué sarcasmo! Es demasiado
tarde. Marta acaba de suicidarse. (La señora Tilford se emociona y
María levanta la cabeza y muestra su espanto verdadero, mira a
Karen y a su abuelita pero al darse cuenta de que ésta parece
desvanecerse vuelve a hundir la cabeza entre las manos). Le
ahoga a usted la calumnia y quisiera usted librarse de ella... Ha
cometido usted un crimen y quisiera repararlo con dinero ¡con
dinero! para poder dormir tranquila... ¿Quiere usted ser justa,
verdad? ¡Con dinero! Todo lo arregla el dinero. ¿Y cuenta usted
conmigo para ello? Se ha equivocado usted de puerta! Quiere
usted volver a tener la conciencia tranquila... Aún me acuerdo de
aquel día famoso en que nos habló de su conciencia y nos dijo que
haría lo que debía hacer. Esto que hace usted, ahora también es
porque debe hacerlo. (Amargamente). Satisfacciones públicas y
dinero y ya podría usted dormir tranquila... Esto la haría vivir en
paz... Durante los diez o quince años que le quedan de vida... Pero
para mí es toda una vida la que me queda; una vida de tortura y
dolor... (Señala la puerta de Marta) Y para ella es toda una
eternidad... (Pausa). Porque Marta se ha suicidado.
Sra. TILFORD.— (Llorando pero haciendo un gesto para
dominarse). No he venido a buscar mi tranquilidad. Ante Dios lo
juro. Eso ya sé que no que no volveré a encontrarla... No se trata
64
de mí... Se trata de usted y de... (Va a decir Marta pero rectifica)
de usted... que es lo que me importa...
KAREN.— Yo no debo importar a nadie...
Sra. TILFORD.— Karen, permítame usted que la ayude...
KAREN. — ¡Ayudarme!
Sra. TILFORD.— Acepte usted cuanto le ofrezco. Se lo ruego.
Esto no me dará la paz de mi alma... Estos diez o quince años de
que habla usted — no quiera Dios que sean más — he de vivir lo
más alejada de las gentes...
KAREN.— (Casi con pena). Dura será la vida para usted.
Sra. TILFORD.— Sí... Porque no puedo separarse de esa... de
esa... (No se atreve a citarla). Si ha de continuar haciendo daño me
lo hará a mí
KAREN.— Ya, ya... Para mí se ha terminado todo. Para usted
sigue. María nos ha hecho daño a todos, pero a usted más que a
nadie...
Sra. TILFORD.— Perdón, perdón... Hay que vivir, usted y José...
KAREN.— Ha terminado todo entre nosotros.
Sra. TILFORD.— ¿También soy yo la responsable?...
KAREN.— He acabado por creer que nadie es responsable de
nada...
Sra. TILFORD.— Pero es preciso que sepa... y que vuelva.
KAREN.— (Con una pobre sonrisa). Lo que está hecho, hecho
está...
Sra. TILFORD.— Acaso más tarde...
KAREN.— ¡Quién sabe!
Sra. TILFORD.— (Tras una pausa en la que las dos quedan
silenciosas). Debe usted abandonar esta casa... Usted no puede
permanecer aquí... con...
KAREN.— Después del entierro me iré.
Sra. TILFORD.— Va usted a permitirme que la ayude...
KAREN.— (Vencida). ¡Si usted quiere!
Sra. TILFORD.— ¡Gracias, Karen, gracias! Me permite que vaya
a dar un beso a la pobre Marta! (Al oír este nombre María y Karen
se estremecen).
KAREN.— Sí... Yo la acompañaré... (Salen. María, poco a poco,
alza la cabeza y al verse sola, se levanta pasmadamente y de
puntillas, se acerca a la pared del fondo y apoyándose en ella, de
cara al público, va acercándose hasta la puerta y de puntillas
también, mira lo que ocurre. Ningún gesto de verdadero dolor se
nota en su rostro y cuando oye un ligero ruido corre a ponerse de
la misma manera que estaba y en el mismo sitio y, llora con la
congoja habitual en los niños que lloran para que se les oiga).
Sra. TILFORD.— ¡Horrible! ¡Horrible! ¡Adiós Karen!... Hasta
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pronto.
KAREN.— (Sale, sin voluntad y va a sentarse al sillón de detrás
de la mesa apoyando la cabeza en las manos). ¡Adiós, señora!
Sra. TILFORD.— Pasa, María... (María se apresura a levantarse y
como temiendo algo se acerca a su abuela y le da la mano). ¿Me
escribirá usted algún día ?...
KAREN.— ¡Si tengo algo que decirle!
Sra. TILFORD.— Gracias. Adiós, Karen... y perdón, perdón...
¡Hasta pronto!...
KAREN.— Adiós, señora.
MARÍA.— (Antes de salir, como si no hubiera pasado nada).
Usted lo pase bien, señorita Karen.

Y cae el
TELÓN

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