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Retorno.

La entrada de este pueblo, saludándome con un cartel descolorido y arañado, me


produce unas náuseas tan adentro de mis entrañas que pienso por un momento que las
retuercen desde dentro. Entretanto, piso el acelerador y me interno con incerteza al sitio que
en un pasado reconocí como casa, sumergido bajo la nieve y mis jadeos convulsos.
Desde que recibí la carta de la herencia, volver a casa es la última opción que tengo.
Sin embargo, detesto que los restos de mi pasado se encuentren aquí. La naturaleza de la
ciudad era borrascosa, fría y sórdida, pero desde que me fui ha empeorado con los años.
Las calles que me guían hasta mi nuevo piso no son como las que conocí, no encuentro
ninguna estructura que se haya mantenido como debe. A pesar de ello, la gente parece más
feliz desde que no estaba. De pronto me siento un forastero, un inadaptado, una bestia.
Recorro con la mirada un pequeño campo dorado que da paso a los primeros
edificios. Entonces, los pensamientos que trato de esconder surgen de mi consciencia y me
visualizo en ese campo con quince años menos, escondiéndome entre el follaje, más
cuidado que ahora. Aparece mi madre gritando el nombre de Aasim hasta internarse a la
entrada del río. El recuerdo cesa con un llanto cavernoso internándose en mi cráneo.
Cuando llego al piso, mi abstracción se disipa presurosa. Enfrente mía se encuentra
la finca donde me crié, en medio de la nada, desprendiendo un aura distinta a los edificios
de antes. Desde la ventanilla, opaca por la temperatura, observo con angustia las callejas
pedregosas, circundantes a la casa. Un par de chavales caminan entre risas hasta que se
percatan de mí. Entonces, me lanzan una mirada de soslayo horrible para luego seguir con
su camino. Se me eriza el vello de los brazos; eran mis antiguos compañeros de clase.
¿Aún piensan que la muerte de Aasim fue culpa mía?
Salgo del coche y me acerco a la entrada, con las llaves tintineando en mi mano
hasta encajarlas para abrir la puerta. Surge un chirrido estridente, y un aroma a humedad y
tristeza ahoga la entrada. Mientras desempaco las cajas de la mudanza escruto las
habitaciones y me pregunto por qué he decidido volver. Subo entonces a la planta de arriba,
donde hay un pasillo estrecho que conduce hasta una habitación: la de mi hermano Aasim.
A los lados antecede la mía y la de mi madre, donde un charco de sangre seca,
oscura como el suelo de ébano, decora la habitación. Ahogo un grito inesperado. ¿Cuánto
tiempo lleva eso allí? Tapo la escena con una manta cualquiera y vuelvo al pasillo, a la par
que surgen en mi cabeza unos recuerdos difusos donde aún estoy en el reformatorio. Llega
una llamada diciendo que mi madre se ha suicidado, y mis lágrimas me sacan del recuerdo.
Salgo trastabillando, quedándome por un resbalón delante de la puerta de Aasim.
Surge un martilleo sobre mi pecho, un vaivén que se acrecenta cuando mi mano alcanza el
pomo. ¿Sería incapaz de entrar en su puta habitación? Quizás aún tengo tiempo para
conseguir un trabajo, buscar otro piso, e irme de aquí… ¡Esto es un error, joder!
Se escucha un golpe en la entrada, tan fuerte que tras este percibo un leve crujido
de madera. Repleto de dudas, y aún sofocado por la situación, bajo con prisas y me
encuentro con la silueta de un hombre tras esta. Alguien quiere entrar.
—Si fuera tú, no dejaría que se acumulara tanta nieve en la puerta. Es un peligro. —
dice una voz áspera que no reconozco.
Me seco las lágrimas y abro la puerta, topándome con el rostro cansado de un
hombre que en su rostro asoma algunas cicatrices espantosas. Son tan profundas que
deforman la silueta de lo que podría haber sido en su día alguien apuesto.
—Es que acabo de llegar —respondo, ocultando mi asombro; hay algo en él que me
resulta familiar—. Supongo que es del vecindario, ¿no? Avisé de la mudanza.
Le invito a pasar, y el hombre se sacude las botas contra el felpudo mientras se
quita la chaqueta. Es entonces que me percato de sus músculos raquíticos, delgados como
una rama mustia. A pesar de las capas de ropa puedo distinguir cada parte de su columna
encorvada hacia un lado, y los huesos frágiles que la componen.
—Fui inquilino hace bastantes años, pero dejé un par de cosas dentro y venía a
recogerlas —me explica—. Pareces joven, ¿vives solo? ¿Y tus padres?
—No conozco a mi padre, y mi madre falleció hace un par de años. —le explico.
Se queda paralizado por segundos, y tras su mirada se asoma una mezcla convulsa
de compasión, nervios e ironía, esa ironía que no inspira confianza cuando te percatas. Lo
cierto es que no me percato a tiempo; desvía el tema demasiado rápido.
—Ah, perdona chaval. A veces peco de impertinente. ——hace una pausa mientras
se sienta en la primera mesa que ve. Acto seguido, voy a la cocina y veo si hay algo que
pueda traer para picar, pero no hay nada.
—Aún no he ido a comprar, así que...
—No te preocupes, no quiero resultar más molesto de lo necesario —el hombre
agita sus manos tratando de restarle importancia—.
Hablamos de nada en particular durante tres cuartos de hora, compartiendo un poco
de nuestra vida, aunque cuando le pregunto cuándo estuvo de inquilino o cuál resulta ser el
origen de sus cicatrices, desvía el tema. A raíz de eso, también oculto información. De
hecho, desconoce que alguna vez tuve un hermano.
A pesar de esos momentos puntuales, la conversación me distrae del hecho de que
en la planta de arriba empieza a sonar un extraño goteo que el hombre no capta. Hablar
con él me produce una sensación extraña, despierta tras un lustro en el que la gente que
me reconoce me mira con desprecio, recargando sus palabras de resentimiento, rabia y
asco. Sin embargo, él escucha lo que digo con un mínimo de interés, como solía hacer
Aasim.
—Y, ¿cómo es que te has mudado aquí?
El tono de su voz me da a entender interés para comprender por qué he decidido
asentarme en un pueblucho roñoso como este. El repiqueteo empieza a sonar cada vez
más fuerte, pero el hombre sigue ignorándolo. Empiezo a inquietarme.
—Sé que no es gran cosa, pero esta fue mi casa y supongo que aproveché la
oportunidad —digo en cuanto la tensión de mi cuerpo se relaja gradualmente.
—Así que eres de pueblo… He de decir que no lo pareces.
—Bueno, llevo bastante tiempo fuera. Eso te cambia, quieras o no.
—¿Y dónde dices que estuviste? —la pregunta que estaba esperando.
—Estuve en el reformatorio. Mi madre murió a raíz de la pérdida de un familiar, y
bueno… —mis pensamientos se entrecruzan, y decido callarme. No es buena idea
contárselo—. Las razones no representan quién soy, es algo que quiero dejar atrás.
Deja discurrir el silencio al oír esa respuesta, matándolo al cabo de los segundos
con una carcajada sonora. Cuando se percata de mi perplejidad ríe con más fuerza.
—Ambos sabemos que el pasado es todo lo que nos representa. No se olvida.
Sonríe. Es una sonrisa levísima, entornando a su vez sus ojos hacia la sala de estar.
Continúa conversando sobre temas banales una vez que se levanta, y recorre cada
recoveco de la planta baja al percatarse de la humedad que carcome las paredes. De
pronto, el goteo retumba en mis oídos, pero el hombre sigue ignorándolo. Viene de arriba.
La previa cordialidad se transforma en desasosiego cuando se aproxima a las
escaleras. Me doy cuenta. ¿Qué pensará de mí en cuanto vea la sangre? Además, cada
vez suena más fuerte el goteo, ¿lleva casi una hora burlándose de mí? Ha de ser eso, ¡es
imposible que no escuche el puto ruido! Se hace más, más intenso, y mi respiración se
entrecorta. Le agarro del brazo sin pensarlo dos veces, con las venas hinchadas y los ojos
abiertos de par en par, pero este tira con fuerza y no se detiene.
Pierdo el impulso inicial, desconcertado ante su paso firme, y me dejo arrastrar hasta
el pasillo que lleva a las tres habitaciones.
—¿Ves la puerta del fondo? Ahí estaba mi habitación. Si aún está lo que necesito,
debe estar allí —explica, con una sonrisa que deja escapar la ironía de antes. Al fin la
desconfianza me ciega.
Trago saliva y veo la habitación de mi madre abierta de par en par, con la manta mal
colocada y el charco de sangre rociando el suelo. ¡De ahí debe proceder el goteo, no puede
estar dentro de mis oídos! Comienzan a salirme lágrimas de súplica, intentando explicarle
que es un malentendido, que no tuve la culpa de que Aasim y mi madre murieran, aunque
ya no esté seguro de si no lo sabe o tan solo se hace el tonto.
Ignora mi aullido descontrolado y el charco de sangre, que se expande por el pasillo
y trepa por sus botas sin pausa alguna, hasta poner la mano sobre el pomo de la puerta.
Es incapaz de abrirla.
—Creo que está atrancada. Échame una mano.
Me quedo de nuevo rígido ante la puerta, dando paso al martilleo que aumenta de
intensidad junto al goteo de la sangre. Arrojo espumarajos por la impotencia,
entremezclados con las lágrimas, y cierro los ojos. Entonces, siento una mano posarse
sobre la mía, acompañándola hasta el pomo. Tras unos segundos de tensión, se escucha
de pronto un clic, y junto a él noto un ardor perforando mi costado. Cuando la adrenalina y
las lágrimas disminuyen, lo compruebo y noto un líquido caliente: mi propia sangre.
De pronto me encuentro en el suelo, dentro de la habitación de Aasim, con el
hombre estrangulándome. Su mano, a pesar de ser tan delgada como el resto de su cuerpo,
tiene una fuerza inhumana.
—¿Qué…? —trato de decir.
—Pregúntame cómo me he hecho las cicatrices.
—¿Cómo…?
Siento un golpe en la cabeza que agita todo nuestro alrededor. Cuando mi visión
deja de dar vueltas, examino sus cicatrices con el detenimiento que las circunstancias me
permiten, y me doy cuenta de por qué me resultaba tan familiar.
—¡Me mataste, cabrón! ¡Cuando la corriente se llevó mi cuerpo, las rocas me
arrancaron la piel! ¿Y tú qué hiciste, eh?
La habitación se nubla con una velocidad sorprendente. No puedo hacer nada.
—¿Crees que no volvería, que podrías encontrar paz en casa? —mientras grita,
golpea con vigor todas las partes de mi cuerpo—. ¡No hiciste nada, joder! ¡Cobarde, no
hiciste nada! ¡Nada!
Cuando el desmayo es inminente, afloja un poco. Comienzo a toser como un
condenado, mientras del costado brota sangre a borbotones. Aasim se levanta, con la
mirada fría, despiadada, dejándome tendido en el suelo. Tras la ventana de la habitación,
repleta de polvo por el paso del tiempo, un ocaso incierto asoma y el cielo poco a poco
saluda a las estrellas. Finalmente todo se funde a negro.
—Lo siento.

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