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FURIA DIAMANTE

valeria tentoni

* ilustrado por: joaquín silva

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Todavía era hija única. Me ponían en un
corralito que tenía los bordes acolchonados
con una tela colorada y brillante. Me entre-
frutillas tenía metiendo y sacando los puños de la red
de plástico; a veces se atoraban y lloraba un
poco. Todo para mí ese ring minúsculo y soli-
tario en la esquina del comedor. La luz llegaba
de costado, se apoyaba sobre las cosas como
una mano dulce. Era domingo. El mantel ver-
de agua estaba puesto, por eso. Lo que salía
de las bocas de mis papás se desparramaba

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por la casa. Rebotaba en las paredes, golpeaba aparatos: uno en su escritorio y otro en el li-
los azulejos. El horno se abría y se cerraba y ving. Mamá nunca atendía porque podía pasar
aparecían nombres, felicitaciones. La vida era —y siempre que atendía ella pasaba— que lla-
una cosa recién hecha. mase algún cliente y no quedaba bien, no era
A mí me tocaba una sillita alta, un rasca- del todo serio que escuchase «Hola» en vez
cielos, y del miedo me manchaba el babero: de «Estudio», como se dice cuando se atien-
se me caían partes naranjas de calabaza her- de el teléfono en los estudios jurídicos. ¿Qué
vida, se hundían en la toalla y se pegoteaban había del otro lado cuando mi papá atendió y
y entonces la tela se volvía pesada. Un cen- dijo «Hola» y no dijo «Estudio», ese domin-
cerro mugriento. Del televisor me gustaba la go? Mamá preguntó desde la cocina si era para
cortina musical del programa de Caloi. Venía ella, pero él estaba escuchando con un oído
de los parlantes que rodeaban la pantalla y se pegado al tubo y haciendo mucha fuerza para
metía entre nosotros, entre lo que intentába- cerrar el otro. Molesto, tironeaba de su barba.
mos decirnos. Alcanzaba las habitaciones y se Ella volvió a gritar pero ahora acercándose,
chocaba con la música funcional de la calle. «¿Es para mí?» No era para ella. Tampoco era,
El estudio de mi papá estaba en el garage quizás, para mi papá. Cuando estuvo cerca él
de casa. Había una sola línea telefónica y dos sacudió la mano izquierda, abierta, cerca de

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su cara y después la usó para taparse la oreja. dibujaban rodeando sus brazos. El tubo encas-
tró en la base del teléfono a disco y los rulos
No escucho bien. ¿Desde dónde me está lla- del cable quedaron balanceándose por unos
mando? ¿Quién le dio mi número. Soy aboga- minutos. Mamá solamente movía los ojos, dos
do, pero no me dedico a… ¿Lo denunciaron ampollas inquietas. No preguntó, pero papá
por qué? ¿Pero eso es así? ¿Usted lo… la…? dijo cosas. Después dijo otras.
Digo, ¿usted hizo... eso? No sé quién fue el hijo de puta que le dio
mi número.
Mamá se agarró la boca, guardo esa ima-
gen. Se la agarró como si fuese una parte des- Todavía fumaba y salió al patio, encendió
montable de su cuerpo. La luz se comía los un Parisienne. Mi mano se atoró, de nuevo,
contrastes y la borroneaba contra las cortinas en la red de plástico. Mamá vino y la des-
blancas. Íbamos a ir al parque esa tarde, pero enredó amorosamente. Me sacó de ahí y me
no. Íbamos a salir en el auto, un ecosistema sentó en la sillita. Puso frente a mí un bowl
tibio deslizándose entre los árboles. con frutillas espolvoreadas con azúcar. Trajo
Colgó. Quedó de espaldas a mí. Delgadísi- la comida. Recuerdo la música de los platos
mas hebras de lana, laminadas por el sol, se acomodándose a la superficie del mantel. Papá

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volvió a entrar, se sentó. No miraba nada, solo hecha para nosotros. El teléfono volvió a so-
estaba ahí. Ella era un pulóver fucsia que iba nar. Mamá, como una estatua impermeable,
y venía con una belleza precisa. El teléfono siguió alimentándome.
volvió a sonar. Mamá atinó a levantarse pero De la nariz de papá salía aire con fuerza. Era
papá la sujetó del brazo. un búfalo solo mirando al frente, al paredón
No vamos a atender. Vamos a comer en paz, del futuro. Cerró los puños, los dejó como dos
es domingo. piedras secas a los lados de su plato. La lla-
mada se detuvo. Ella habló, dijo algo sin im-
Ella clavó su tenedor aquí y allá en la presa, portancia. No comía, jugaba con todo eso que
pero no levantó el cuchillo. Sirvió agua en los había dispuesto sobre su círculo de loza. Un
dos vasos de vidrio: materia que se acomoda- nuevo llamado. Nos quedamos quietos, espe-
ba alrededor de una fuerza hasta convertirse rando que se agotara. Entonces ocurrió algo.
en una línea compacta. Después se me acer- El teléfono dejó de emitir su campanilleo re-
có, trajo una de las frutillas hasta mi boca. Era gular, esa melodía higiénica de la insistencia.
ácida y podía sentir los diamantes de azúcar En su lugar, respetando las mismas pausas del
sobre su superficie. ¿O eran los nudos negros tono, apareció el llanto de un bebé. Me mi-
de su piel? Tragué. La vida era una cosa recién raron: no era yo. Yo estaba con las frutillas,

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babeándome. Era un llanto de extinción. Papá del living, como una marea espesa hecha de
se puso de pie, con furia. Hizo chirriar las pa- cosas muertas. Se llevó los puntitos de polvo
tas de la silla contra las baldosas. Caminó has- que habían estado levitando sobre la mesa
ta el teléfono. Lo vi ir. Parecía más alto que ratona. Partículas de caracoles en los que an-
antes. Mamá me subió a upa y tiré el bowl con tes se había podido escuchar la canción de
mi mano torpe. Me abrazaba fuerte por el es- las olas.
tómago. Él arrancó el cable del teléfono y los
llantos se detuvieron.
No volvió a sentarse a la mesa. Descolgó su
saco y salió, no dijo nada. La puerta se golpeó
con fuerza y después del estruendo se escu-
chó el pequeño sonido de las llaves girando
desde afuera. La constatación en el picaporte
de que había quedado bien cerrada. Mamá me
apretó como si quisiera devolverme a su úte-
ro. No sé cuánto tiempo pasó. La luz comenzó
a retirarse. Primero del comedor y después

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Ya vas a ver cuando te agarre. No te escon-
das. Vení para acá.
Lireno rodeó la mesa del comedor, buscán-
lireno dolo. Esta vez se lo merecía del todo. En cal-
zoncillos, no pensó ni en que se le hacía tarde
para ir a la oficina ni en que los vecinos del
edificio podían llegar a quejarse por el ruido.
No iba a ser la primera vez.
Lo persiguió hasta la cocina, pero se le escu-
rrió y salió disparando. Lireno dio un portazo,
clausuró esa parte del departamento. Quería

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achicar el campo de maniobras. La bronca y el respetaba —como a los tallos verdes que les
sueño le nublaban la vista. Avanzaba como un crecen a las cebollas a veces— por su vehe-
mastodonte; el suelo recibía sus pisadas con mencia, que es el modo más feroz y a la vez
sismos imperceptibles. En uno de esos movi- sofisticado de la desesperación.
mientos tiró un vaso de agua. No prestó atención al agua que se desparra-
Entre las palabras dejaba salir otros sonidos, maba por la mesa y llegaba al suelo, hasta que
disparos rancios de odio. Respiraba con difi- la pisó con el pie derecho. Hasta que la media
cultad. Su cuerpo era una caverna llena de mur- de su pie derecho absorbió en una fracción de
ciélagos. Podía sentir que uno le aleteaba en el segundo una cantidad suficiente como para
corazón, boca abajo, intentando descolgarse. electrizarle el estómago y aumentar su ira.
Siempre se dejaba un vaso de agua en la Ya vas a ver.
mesa de luz para la noche. A veces se desper- En ese momento se detuvo. Lireno sabía
taba con sed. Cuando no, lo encontraba in- que el otro era más ágil. Que era inútil atacar
tacto salvo por las burbujas que aparecían en sin estrategia.
el fondo. Aire que se había tomado el trabajo Subió la persiana. Dejó correr el aire nuevo
de llegar hasta ahí, de bucear ese pequeño es- del día nuevo. Fue hacia el baño y abrió la du-
tanque para encontrarse un lugar. Aire al que cha. Se desnudó, empezando por las medias.

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Siempre dormía con las medias puestas. Ella como si se le estuviese quemando. Eso duró
le repetía que si se las sacaba podía llegar unos segundos. Después se alineó con la sen-
a enfermarse. sación general de bienestar.
La última imagen suya que guardaba era en No sabía dónde se había escondido el otro,
una cama de hospital. Dos tubitos salían de su pero se propuso desayunar y más tarde encar-
nariz. Su mandíbula caía, pesada, como si su garse. Se vistió, volvió a encontrarse con sus
cuerpo estuviese obedeciendo a una ley an- zapatos destruidos bajo la cama. Una saliva
cestral que no le había sido revelada sino has- acre le subió a la garganta y creyó que ese jugo
ta recién. Donde antes estaba su boca, ahora malicioso podía llegar a destruirlo, a comerle
había un agujero seco. Cuando el médico en- la piel, la tráquea, los huesos, a convertirlo en
tró en la habitación para explicarle que ya no una baba que alguien pisaría tarde o temprano
había nada que hacer, lo primero que hizo fue con sus medias secas. Tragó.
descubrirle los pies al tirar de la sábana para Primero voy a comer algo, se repitió.
taparle la cara. Sacó un par viejo del placard. No estaban tan
Estaba descalza. mal. Con un poco de betún iban a estar mejor.
La ducha lo calmó. Su pie derecho estaba Fue hacia la cocina y se encerró. No que-
congelado, y al contacto del agua tibia sintió ría ni siquiera escucharlo. Cargó la pava y

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encendió la hornalla. Una chispa se despren- acantilado miserable del comedor.
dió del fósforo y cayó al suelo, apagándose Finalmente logró encajarle una patada en
en el camino. las costillas. Soltó una queja que apenas podía
Algo se movía del otro lado. Intentó no pres- escucharse sobre el silbido de la pava. Des-
tar atención, pero le resultaba imposible. Sali- pués le pisó el pecho para acomodarlo y le dio
vaba como un hijo pródigo de Pavlóv. Aban- varias más.
donó el desayuno y abrió la puerta de un ti- Mientras lo golpeaba en el suelo, una y otra
rón. Ahí estaba. Por un segundo se miraron vez, Lireno se sintió definitivo.
fijamente, hasta que salió corriendo. Sabía lo Cuando lo soltó estaba poco menos que
que le esperaba. muerto, pero todavía respiraba. Lo miró du-
El otro usó un mueble viejo de madera como rante unos minutos. Fue al lavadero y volvió
escudo, en el que se guardaba la vajilla buena. con una caja de cartón. Lo metió adentro. Ce-
En el forcejeo, un portarretratos con la cara rró la caja.
del papá de Lireno empezó a avanzar hacia el Se afeitó. Se perfumó con Old Spice. Lustró
vacío. Los movimientos hacían rebotar el cua- los zapatos viejos. Se preguntó cuánto podrían
drito en el que su cabeza sonreía. Los dientes llegar a costarle unos nuevos. Cargó la caja.
de su papá: una reserva de calcio marchando al Salió del departamento haciendo equilibrio

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para cerrar la puerta con la mano libre. Bajó los contornos de su sonido.
hasta la cochera. Puso la caja en el baúl. En- Estos zapatos no están tan viejos, se dijo.
cendió la radio. Y aceleró.
Después de unos veinte minutos ya estaba
en la ruta. Alambrados. Pasto. Una manta de
yuyos absurdos en la banquina. Se detuvo. Me
gusta la ruta, pensó. El asfalto era nuevo. Lire-
no se llenó los pulmones de aire.
Me gusta el olor a brea. Podría comérmela
a cucharadas.
Sacó la caja del baúl. Sin abrirla, la ubicó
detrás de unas totoras que se sacudían en la
intemperie. Volvió al auto. Arrancó. Obser-
vó la ruta. Dejó pasar una camioneta y giró
en U.
La radio, que había perdido la frecuencia
al alejarse de la ciudad, empezó a recuperar

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Cuando soñaba con los golpes no tenía sen-
tido insistir con mantenerse en la cama. Tenía
que levantarse, fuera la hora que fuera. Salir
el martillo de plata de la posición horizontal, mímica de la ofe-
rencia de aquella vez. Así que abandonaba el
colchón, el sueño y se erguía. Caminaba hacia
la cocina, cruzando el departamento, apenas
despierta. Apoyaba su cuerpo sobre la mesa-
da y se quedaba largos minutos observando
los azulejos blancos, hasta que su mente cam-
biaba de dial.

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Lo que Rosina sentía era como si le estu- esos pasadizos asfixiantes, construidos de a-
viesen martillando la nariz a golpes, cortos dentro hacia fuera y no al revés.
y firmes, desde arriba. Como si su cuerpo se Había pasado suficiente tiempo pero to-
fuese hundiendo, golpe a golpe, un poco en la davía no se iba esa fuerza que insistía sobre
tierra. Tac, tac, tac. Golpes metálicos, decidi- su cara con golpes invisibles y la hostigaba,
dos, resueltos. Golpes profesionales, sí; pero sobre todo, de noche. También de día, en el
eso no atenuaba las cosas. aula, mientras tomaba apuntes. En el boliche,
Ella pensaba en las pirámides. En la canti- cuando a sus amigas las bañaba la luz recorta-
dad de hombres imposible de imaginar que da de la bola de cristal y de repente ya no po-
habían moldeado la piedra, limado sus bor- día seguir bailando con ellas y tenía que salir
des, cincelado en el lugar exacto para que el a tomar aire. Durante las conversaciones con
corte fuese perfecto y el encastre seguro. Ima- extraños, con personas que acababan de pre-
ginaba las junturas de esos bloques, desani- sentarle y que no la habían conocido con su
mando a la destrucción, preparados para en- nariz anterior. Cuando sonreía, sobre todo, y
frentar los trabajos del viento y la arena. In- sentía su cara abriéndose como una orquídea.
solentes en su desprolijidad minúscula para Tac, tac, tac. ¿Se le notaba? ¿Alguien podía
retener la figura madre. Pensaba también en ver, desde afuera, cómo su nariz se resentía y

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rebotaba de dolor una y otra vez? ¿Se movía? escuchaba música pero simulaba hacerlo para
¿Algo en ella dejaba traslucir la sensación? que su mamá no le hiciera más preguntas, que
Su mamá la había acompañado —con su si estaba segura o no.
enorme nariz como recordatorio de la ur- «Lindos dientes», la había felicitado el ci-
gencia— hasta la puerta del quirófano. No le rujano mientras le mamarracheaba la cara
había fallado jamás. Había estado ahí en cada con una fibra azul que después se limpió en el
consulta, en cada estudio, en cada crisis de baño del consultorio. A ella le había sonado a
angustia antes de salir, y en cada noche, de elogio burocrático. Algo como: voy a sacarte
vuelta al amanecer, aullando de tristeza. Con lo feo para hacerte lo hermoso, así recibís más
cada uno de los cirujanos que la vieron antes de estos.
de decidirse por el que iba a operarla. Estaba La suculenta nariz de su mamá también ha-
en la Capital y habían tenido que viajar varias bía sido lo primero a la vista al volver de la
veces hasta dar con él, pasar muchas horas anestesia: una nube gruesa, la mancha de car-
acurrucadas en los asientos apenas reclina- ne levitaba frente a ella al despegar los pár-
bles de los colectivos, contorsionistas de un pados. Antes de que lograra enfocar, antes de
sueño imposible. Rosina con los oídos clausu- terminar de entender dónde estaba, qué había
rados por dos auriculares; a veces ni siquiera pasado, le dijo:

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lo hubiese mordido. Lo hubiese mordido con
—Escuché todo. Escuché todo, todo. sus bonitos dientes naturales hasta arrancar-
le la nariz. «Tengo sed», fue lo único que lo-
Pero ella había intentado tranquilizarla, di- gró decir, pero no le dieron permiso para to-
ciéndole que estaba saliendo del efecto, que mar agua. No todavía. El médico autorizó a la
tenía que quedarse quieta, serena. Que eran mamá a que le mojara los labios con una gasa
unos minutos difíciles, que ya sabía de qué empapada. Nada más.
se trataba, lo habían hablado antes. Como les Repitió que todo había salido bien, que te-
habían recomendado: respirar despacio, con- nía que descansar. Acarició su frente y pro-
tando ocho, diez, ocho, diez. Que todo había nunció: des-can-sar. Bajó sus párpados como
salido bien y la operación no había tenido in- se bajan los párpados de los muertos, para que
convenientes, y se iba a ver hermosa ahora, los ojos no perturben a los vivos con la vis-
como siempre había querido. Que era muy cosa resolución de seguir mirando el mundo
valiente y estaba muy orgullosa de ella. al que ya no tienen derecho. Ella, obediente,
Cuando llegó el médico a la habitación pudo se durmió. Lo que recuerda, después, es pedir
ver su mano blanca apurando el suero. De ha- que le acerquen un espejo.
ber tenido fuerza suficiente, en ese momento,

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—Hija, es que estás vendada. Y todavía no hematomas en distintos niveles. Sus párpados
es momento. habían crecido, le pareció, unas cinco veces
su tamaño, y de sus fosas nasales salían dos
También recuerda haber insistido. La anes- algodones sanguinolentos. La deformación
tesia empezaba a abandonarla, como una ce- era completa y sentía un regusto ácido en la
bra que corre cruzando la selva, decidida a boca. Su cara era una montaña petrificada por
demostrar que la perfección es posible pero el dolor, cubierta con gasas, yeso y una férula.
también más ágil que nosotros. Todo daba Al día siguiente de la operación, después de
vueltas y le dolían horriblemente la cabeza, la una noche insoportable, le repitió a su mamá
nariz y las mandíbulas. Toda la cara, una más- que había escuchado todo. Rosina dijo que
cara de fuego. Sus ojos supuraban lágrimas y cuando la dejaron en el quirófano, en la ca-
desperdicios amarillentos que su mamá le re- milla, con la bata ridícula esa que les ponen
tiraba cuidadosamente con un pañuelito. a los pacientes —con el culo al aire, como si
Cuando al fin se sacó la primera tanda de ven- hiciera falta subrayar la indefensión—, le pi-
das, lo que vio rebotando en el espejo fue, pri- dieron que respirara en una máscara. Que lo
mero, una confusión de lagunas verdosas, ne- hizo, y de repente se reía muy fuerte, como
gras y moradas. Lamparones superponiéndose, nunca antes se había reído en la vida. Después

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sintió algo parecido a un desmayo, pero los hacia mis piernas y manos para patalear pero
sonidos empezaron a engrosarse a la vez que no podía, quería avisarles que estaba ahí, que
se difuminaban. «Como cuando me saco los estaba ahí, que yo estaba ahí, pero no había
anteojos para ver de lejos; bueno, así, pero manera. Escuchaba y sentía todo, pero sin do-
con el sonido», dijo. Las voces del cirujano y lor: no era dolor pero sí eran sensaciones que
sus ayudantes sonaban en su cabeza. Recuer- jamás había tenido. Un filo que se clavó, el ti-
da que encendieron una radio: lo supo porque roneo, me tironeaban de la piel, mamá, como
identificó las publicidades. Era la misma ra- la cáscara de mandarina cuando está muy
dio que escuchaba la portera del edificio. Los pegada y la sacás con las uñas. Sentía la fuer-
médicos hablaban. Poco. Después más. Rosi- za que me hacían, escuchaba las risas de los
na dijo que al principio estaba tranquila por- instrumentistas, la voz del cirujano pidiendo
que creyó que todavía faltaba que le diesen cosas, la radio de fondo, quería morirme, fue
otra dosis de anestesia, o que parte del efec- asqueroso». Rosina había sentido las lonjas
to llegase a ella. «Pero cuando sentí el corte de piel desparramadas sobre sus mejillas, las
empezó el horror», dijo. «No podía ver nada, mismas que se habían cerrado antes sobre
tenía los ojos cerrados y no podía moverme. su nariz vieja, reteniéndola como una marca
Intenté hacerlo, sé que dirigí toda mi fuerza de agua. Mientras tanto su cara toda era un

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hueso, un puente de marfil expectante, con su el martillo». Que el cirujano podía convertirla
curva hacia la mitad. Un águila descompuesta en miguitas de huesos, pensó. Una montaña
en medio del desierto. de polvo incapaz de regresar a su forma ori-
Y el médico comenzó a martillar ginal. «¿Qué estaba haciendo ese tipo? Quería
Tac gritar y levantarme y acogotarlos a todos, a las
Tac enfermeras, al cirujano, quería acogotarlos a
Tac todos, los hubiese matado uno por uno a mar-
Después la lijaba mientras comentaba el tillazos en la cara, les hubiese reventado todas
partido del domingo con otro, la puerta vaivén sus narices de a una, de un solo golpe. Me pa-
del quirófano rechinaba y entraba gente, salía reció infinito, que no iban a terminar nunca
gente, una mujer nueva decía pocas palabras, de hacerme eso. Después sentí cómo cosían
decía «sí», «ahora», «listo», y de vuelta a limar mi piel. Cómo hundían un hilo apretado y la
Tac tensión al correr la tanza, un arrollado. Cómo
Tac clavaban y sacaban la aguja y anudaban sobre
Tac mi tabique. Y después me pusieron un yeso y
«Pensé que iba a reventarme la cara, la fren- después cintas y después listo. Pero no, listo
te, que iba a equivocarse, que se le iba a zafar no». Rosina hablaba pero su mamá no lo creía

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posible, no daba crédito a lo que decía. Algo Simplemente seguir, ir hacia delante. Pero no
que no podía terminar de sacarse de la boca, había logrado convencerlas. No quería discu-
como cuando alguien se come sin querer un tir. No tenía tiempo y estaba muy cansado y
pelo ajeno que se coló en el plato de comida, el griterío y el llanto y los pataleos, todo eso
Rosina intentaba la narración por otras vías lo desconcertaba. Prefería ponerse a disposi-
pero era inútil. ción, le parecía que así iban a avanzar más rá-
«Estás muy nerviosa, hija, así no es el pro- pido. Quizás, si le hubiesen dado un hermano,
cedimiento, quedaste impresionada. Dormí o una hermana, pensaba a veces, Rosina no
otro poco, vamos», le decía. Y después salía sería tan... Pero ya era, ya estaba. Así que a
al pasillo a hablar por teléfono con su marido, terminarlo, eso le decía por teléfono: «A ter-
en desacuerdo desde el principio con el asun- minar con esto y volver a casa».
to, para contarle cómo iba todo, a los gritos, Al médico nunca llegaron a decirle nada.
larga distancia. Su hija le parecía hermosa, su Les daba miedo. En verdad era algo no tan
mujer le parecía hermosa, el universo le pare- preciso como el miedo. No pudieron. Rosina
cía hermoso, así de roto y sucio y destartalado dejó de hablar de lo que le pasaba porque no
que otros lo veían, a él todo le parecía que an- sabía, ella misma, si era real o si era parte de
daba perfectamente bien: nada que arreglar. una fantasía. No podía tocar los bordes de lo

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que le pasaba y entonces no entendía qué ha- sus compañeros su cara se partía al medio, un
cer con eso. cierre de sangre y lava la dividía en dos: se
Al año siguiente se mudó a esa ciudad en le veía el hueso, la grasa, la basura irregular
la que le habían rebanado el perfil, para es- de adentro. Rosina sabía que lo mejor en esos
tudiar. El día que despidió a sus papás en la casos era insistir en hablar. Si se detenía, per-
terminal de ómnibus y volvió sola al departa- día, la volteaban. Ella era un paredón y lo que
mento que le habían alquilado, lo primero que le pasaba una ola. Decía las cosas más incon-
hizo fue bajar los espejos y tapar el del baño sistentes y ridículas, se desconcentraba. Tac,
con papel y cinta adhesiva. No aguantaba ni tac, tac. Mientras se estaba duchando, los ojos
siquiera verse. Su nariz crecía en el reflejo: se cerrados, el agua caía sobre su herida abierta,
la veía igual que antes, igual a la de su mamá. lavándole el revés de la piel.
Pero cuando iba a tocarse para constatar la vi- Una tarde el encargado le tocó timbre. Ha-
sión, descubría el holograma que le había pre- bía que revisar la cocina porque la cañería
parado su mente. estaba descompuesta, tenían humedad en el
La sensación volvía a castigarla en el subte- piso de arriba y en el de abajo y la lógica indi-
rráneo, haciendo la fila para comprar las foto- caba que también detrás de su heladera.
copias. Tac, tac, tac. Mientras conversaba con Entraron dos hombres, la saludaron. El

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encargado preguntó si ella prefería que se tenían que seguir rompiendo más tarde. «Por
quedase ahí, acompañándola, mientras tra- hoy estamos», le hicieron saber. Afuera había
bajaban. Rosina dijo que no, que estaba bien oscurecido, y a Rosina le parecía increíble que
así. Desenchufaron la heladera, la corrieron y de un momento a otro se hubiese terminado
apareció la mancha de moho. Tímidas pintitas el día. Le pidieron permiso para dejar las cajas
negras en racimos y aureolas se distinguían, con herramientas hasta la jornada siguiente:
ahora, en la pared. ¿Desde cuándo estaban iban a volver a las ocho y también le pregun-
ahí? ¿Cuál había sido, de todas esas pecas de taron si iba a poder abrirles tan temprano.
moho, la primera que había aparecido? Cenó un yogurt con cereales. En el televi-
«Hay que romper», dijo el más alto. sor se apretujaban los colores, saturados, y
A ella le daba igual y dijo: «Me da igual». se quedó dormida mirando una serie. Cuan-
Intentó avanzar con el resumen que estaba do la despertó la sensación, como tantas ve-
preparando, a metros de la cocina. Era un de- ces la despertaba, ya estaba decidida.
partamento pequeño, dos ambientes, así que Tac, tac,
nada estaba muy lejos de nada y en el atur- tac.
dimiento general terminó por desistir. Los ti- Se irguió y se sentó en la cama en la mis-
pos rompieron, como habían prometido. Pero ma posición que le habían indicado durante el

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post operatorio. Reclinada, para evitar la hin-
chazón, para que la sangre buscara un rumbo
seguro y no se encajara donde no debía. En
lugar de la serie ahora un presentador mascu-
llaba alguna cosa en inglés y los subtítulos, le
pareció, avanzaban más rápido que él.
Bajó de la cama y llegó hasta el baño. Arran-
có el papel de diario por el medio, se miró de
frente. Fue hacia la cocina. Abrió la caja de
herramientas que los plomeros habían deja-
macachín
do. No tardó en encontrar el martillo, junto
al cincel. Los limpió con detergente hasta que
brillaron. Después limpió sus manos.
El agua salía tibia.

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Lorré ya se había ido para ese entonces, can-
sado de dar vueltas por el pueblo sin viajes en
el Ford blanco con el sticker insolado. Antes
había sido azul marino y ahora se había pues-
to tirando a cobalto, curiosamente mejorado
por el deterioro. Se leía REMISERIA LA SI-
Palmira dice que no se acuerda bien de RENITA, así, sin acento y en mayúsculas. Y
cómo empezó todo pero que, casi seguro, fue abajo, el número de teléfono.
con el dedo índice de la derecha. Que estaba A Palmira la ponía un poco nerviosa esta
aburrida esperando por un llamado en la cabi- decisión gráfica, el abandono, pero jamás lo
na y su mano jugaba por sí sola con un bollito hubiese confesado el día que Cilfredo la tomó,
de papel rosa que se había formado después después de preguntarle si había rendido las
del apretujamiento que le tocaba a todos los últimas materias del secundario (ella había
papelitos donde anotaba las direcciones a las mentido que le quedaba una sola y eran más
que tenía que ir Cilfredo. Solo Cilfredo por- que tres pero menos que las que hubiesen
que, desde hacía tres meses, Cilfredo era el justificado tamaña mentira) y si pensaba ca-
único en tareas. Jefe y empleado de sí mismo. sarse, embarazarse o irse del pueblo pronto a

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estudiar o a conseguir un trabajo mejor, por- pasando, en perpendicular, por alguna cuadra
que a ninguna de esas opciones iba a tolerarla, más allá. Para que nadie pudiese exclamar con
visto ya que las dos chicas que había tomado razón: «Lo mismo me hubiese tomado aquel
antes le habían armado ese tipo de desastres. que llegaba a casa».
Para él, Cilfredo, fundador y dueño, era claro La mano de Palmira, en vez de despachar
que no había otro motivo más allá del cambio automáticamente el bollito al tacho como le
intempestivo de telefonistas para explicar la había enseñado Cilfredo, para no confundirse
caída de viajes. Nada que ver tenía el hecho en caso de que apareciera un llamado nuevo
de que, al fin, el intendente en plena campaña con una dirección nueva, se había entretenido
de reelección había traído una línea de colec- en particular con ese que tenía la dirección de
tivo al lugar y prometía traer otra aunque el la señora de Cantilo. Dirección que la telefo-
pueblo era tan chico que, para evitar el ridí- nista podría haber deletreado semidespierta
culo, ya se decía que los consejeros estaban después de ser interrumpida en medio de su
imaginando rutas paralelas para que nunca, pico más profundo de inconsciencia noctur-
jamás, las dos líneas se cruzasen. Para que ni na, desde que la señora de Cantilo tomaba dos
un solo pasajero pudiera, desde la ventanilla viajes por día, uno para ir y otro para venir de
de uno, ver el lado de metal y vidrio del otro, lo de su hija, de quien, ahora que se llevaba

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a la cabeza el asunto se daba cuenta, Palmira la cavilación acerca de su vida y de Dios y de
no sabía el nombre. Qué extraño. Así y todo, su compañía la causante de que en esa hora,
cada vez y todas las veces le pedía que le repi- Palmira, mirando por la ventana, después de,
tiera la dirección porque Cilfredo se lo había ¡al fin! arrojar el bollito de papel rosa al tacho
indicado expresamente y, por si se lo olvida- que Cilfredo había dispuesto, empezara a bo-
ba, se lo había dejado apuntado en un pape- rronearse el dedo índice de la mano derecha.
lito celeste al lado de la ventana. Ahí había Ella sabía que si dos superficies insisten en
otros papelitos donde también se decían co- rozarse hay una que gana y una que pierde te-
sas como: «Hoy puede ser un gran día» y «Si rreno. Dos cosas no pueden estar a la vez en
Dios es conmigo, ¿quién contra mí?». un mismo lugar. Salvo, según el cartelito, Dios
A Palmira la entusiasmaban más las órde- y el resto del universo.
nes que las consignas como esas, porque las Dios también, se ve, lo sabía. Pero Palmi-
órdenes decidían por ella pero las frases la ra no se detuvo cuando podría bien haberse
dejaban pensando demasiado y eso le hacía detenido, al empezar a sentir esa temperatura
perder tiempo, aunque todavía no hubiese que la velocidad le imprime a la materia, en
decidido bien qué hacer con su tiempo. Pro- este caso, su piel, su huella digital. Esa espiral
bablemente haya sido esta última frase y toda acanalada con la que alguien habría podido

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darla por hija de uno y sobrina de otro. Estaba justito ese día, de que se ofendiera la quios-
mirando por la ventana las nubes que se apre- quera si hiciese algo así. El perro estaba jo-
taban entre sí como solteras volviendo de un dido y no quería llegar tarde porque en caso
baile, listas para reventarse de lluvia y termi- de que lloviera iba a tener que ser él, o era
nar con el mal humor de Cilfredo. preferible que fuera él, el que lo sacara a dar
En ese momento, él rezaba en secreto por la vuelta y no su esposa, con la pierna como la
el chaparrón mientras subía el volumen, por- tenía, dolorida por la humedad.
que ese pronóstico le traería uno o dos viajes Palmira, entonces, al sentir la temperatura
más, según sus cálculos. Andaba con ganas de ya sabía que iba a pasar lo que terminó pasan-
regalarle a su mujer una cadenita de dije con- do, pero no dejó de aplastar el dedo contra la
fuso. Pensaba que era una flor pero quizás mesa de madera. Hacia delante y atrás, como
otro hubiese visto un tigre. La había pispea- un fósforo húmedo que intentara prender
do de pasada en el quiosco, aunque no estaba muy decididamente, insistiendo en la misma
seguro de si era enchapada o de plástico o breve línea de unos cinco, siete centímetros,
de plata-plata, no podría decirlo, ni tampoco que iban desde el punto más cercano a la ven-
llevársela a la boca para averiguarlo. Cilfre- tana —Palmira no pensaba en el dedo ni en
do no quería, no tenía tiempo, en realidad, el calor que de ahí le venía, pensaba en Dios,

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en las nubes— hasta el más cercano a su pe- con sus compras afuera, no vaya a ser cosa
cho, donde se escondía un busto humilde, un que en Macachín alguna la viera con prenda
poco hundido hacia el centro. La espalda en- repetida. En fin, Palmira no llevaba su dedo
corvada, cubierta por un saquito de lana color ni sus pensamientos tan lejos, apenas siete,
cemento, y detrás de la espalda de Palmira el seis centímetros y medio, a lo sumo, de ade-
respaldo de la silla de mimbre, con lo que abo- lante hacia atrás en la mesa de madera, en un
rrecía el mimbre, y más atrás casi ahí la pared, taca taca taca sostenido en presión, velocidad
y un poco más arriba pegado un calendario. y tozudez, suficiente para generar, primero,
Era chiquito el cubículo donde a Palmira le tibieza, calor después, y a lo último algo que
habían dicho: «Ve, aquí va a trabajar usted, si ya ni era quemazón, sino directamente bo-
tiene suerte», después de sonreírle como si le rroneo, como se advirtió más arriba. Esto no
estuvieran diciendo: «Ve, el mundo también la sorprendía a Palmira, para nada: sabía que
funciona a cuerda y ahora es su turno de ha- una cosa así podía esperarse de una conduc-
cerla girar». Pero el dedo, hacia atrás, no lle- ta como la suya. No porque la cometiera con
gaba a tanto. Ni a la pared ni al pecho hundido especial intención, sino, más bien, porque la
dentro de la camisa de gasa blanca que había llevaba adelante tan entregada a sus efectos
heredado de Esther, tan generosa su prima, como quien no sabe qué esperar de la vida y

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por eso prefiere que la vida espere cosas de sí. con los dedos restantes, así que siguió friccio-
Y de este modo fue que Palmira supo, al mi- nando hasta borronearse toda la falange.
rarse, que había perdido prácticamente media Al terminar, se sintió tan satisfecha como se
yema, ya no más su huella digital —se dijo que había sentido al recibir el primer llamado en
para qué la quería si estaba repetida en sus la remisería y comunicarlo con destreza, re-
otros nueve dedos— y cuando vio la uña ahí, cibiendo un «¡Muy bien, Palmira!», por parte
tan sobre medio cuerpo de dedo, la encontró del jefe que, justamente, pasaba por en fren-
fastidiosa, desubicada. Un portento ridículo te en ese momento (era muy común que las
que ese dedo, de seguro, ya no solo no nece- rutas de Cilfredo lo llevaran por delante de
sitaba sino que no merecía. A Palmira siem- su propia remisería, tan chico era Macachín,
pre le había parecido que las uñas eran algo pero ni por una vez se le hubiese ocurrido es-
así como las coronas de los dedos, y este dedo tacionar el auto, ni siquiera cuando hacía más
índice suyo ya no tenía nada de qué enorgu- de cuatro horas que nadie lo requería en una
llecerse, no le iba a servir para discar los nú- dirección, porque sufría de sentido del de-
meros, y tampoco para sostener el tubo. Más ber), pero, claro, se lo dijo por radio y no a
bien iba a hacerlo con la izquierda, lo mismo viva voz, que bien podría haberlo hecho por-
daba, y anotar podía todavía lo más campante que la hora de la siesta ya había pasado hacía

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rato y nadie iba a ofenderse. bajo la almohada justo en la zona donde se
En casa, su mamá no se dio cuenta sino hasta apoyaba su oído: Palmira empezó a escuchar,
la hora de la cena de que a su hija le faltaba ya de a poco, lo mismo que cuando se ponía el
media mano, porque Palmira había continuado caracol de la prima Esther en la oreja, que la
su trabajo como quien se lleva un tejido a to- prima decía que era el mar y Palmira no tenía
das partes en una bolsita. Solo que propiamen- modo de decirle tenés razón siendo sincera,
te a la inversa, se estaba destejiendo. Palmira pero igual se lo decía más por no contradecir
no hizo caso a los retos y siguió hundiendo el que por darle la razón. No era por mentirle.
tenedor en las albóndigas, sosteniéndolas para Palmira empezó a preguntarse si era posible
partirlas por la mitad, muy satisfecha. que ella estuviese escuchando el mar ahí mis-
Al volver a su habitación esa noche, como mo, en su cama, en su casa, en Macachín, esa
todas las noches, se tiró en la cama a pensar. noche. Se respondió que a lo mejor sí, que a
Hubiese querido borronearse alguna otra par- lo mejor no.
te pero estaba muy cansada y no se decidía.
Se apoyó de lado en el colchón. Desde arriba
se la hubiese podido leer como a una Z. Su pu-
ño derecho con los dedos borroneados quedó

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Una noche se despertó porque escuchó rui-
dos en una de las ventanas del living. No era
nada, claro. Pero estaba sola, de repente, en esa
babosas casa grande, y se asustaba por cualquier cosa.
Antes de volver a la cama, fue a la cocina para
tomar un poco de agua. No llevaba puestos los
anteojos y todas las formas eran manchas con-
fusas, sombras escondidas en la sombra. Ima-
ginó que eran las tres, cuatro de la mañana,
porque venía de una extranjería espesa. Tenía
los sentidos divorciados y le costaba dirigirse.

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El gato apareció a sus espaldas, se arqueó como a la cama de nuevo. Ella volvió a la cocina y,
si fuera a disparar una flecha con su estómago con la aparición de los contornos, supo que
hacia el centro de la tierra. Ronroneó, confun- se trataba de una babosa. ¿Había estado en el
dido, reclamando el desayuno entre sus pier- vaso ese molusco repugnante? Mejor no usar-
nas, y estuvo a punto de hacerla tropezar. lo y mañana lavarlo bien. Agarró la botella
Cuando abrió la puerta de la heladera y la de plástico cargada con agua de la canilla que
pendiente blanca iluminó el rectángulo — había estado enfriándose en la heladera y se
los pisos verdes, la mesada de granito, la ca- la llevó. Tomó del pico, cruzando el pasillo.
nilla y todas las otras cosas que pastaban en Pensar que casi la había tocado sin querer la
silencio—, vio una silueta oscura en uno de estremecía de asco. Que todavía estaba ahí.
los azulejos celestes de la pared. Tenía que No había manera, le pareció, de que llegara
ir hacia ese lado para buscar un vaso. Iba a muy lejos. Ya metida en la cama, entumecida,
manotearlo de memoria del secaplatos, pero se dijo: lo mejor, me olvido.
estaba tan contagiada del miedo con el que se Por la mañana no había nada a la vista. Le
había despertado, tan predispuesta a la des- cargó el bowl al gato con alimento. Limpió
gracia, que prefirió ir a buscar los anteojos a con detergente el rastro de caramelo sobre la
la habitación antes de seguir. El gato se subió mesada, pasó lavandina. Y tuvo su día como

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otros días que tuvo antes y a la noche se fue a cocina con la contundencia de lo que comple-
dormir pero tampoco pudo. Un asunto y otro tó sus posibilidades, y supo de inmediato que
se le venían a la cabeza, parecía que su crá- eso había estado pasando antes, pero que ella
neo fuera un pobre agujero negro. La misma nunca se había despertado de noche hasta es-
gravedad que la mantenía estable, apoyada tos días, entonces no había podido enterarse.
sobre la almohada, empezaba a comprimir Cuando él vivía en la casa, ella dormía com-
las imágenes recibidas hasta que comenza- pletamente abandonada, de corrido, hasta que
ban a aplastarse. Quizás eran recortes que sonaba el despertador de su teléfono celular.
estaban en la cabeza de otra gente, y como Y hasta se permitía ignorarlo. Su amor era el
esa gente sí estaba dormida las imágenes se caparazón de esa tortuga mayúscula que sos-
habían mudado a la suya, con toda esa elec- tiene a los elefantes que sostienen al mundo.
tricidad disponible. Ahí estaba, sobre ese delicado tetris seguro.
Se levantó para hacerse un té de tilo. Por las Ahora dejaba al gato adentro para que le hi-
dudas se puso los anteojos, se calzó, encendió ciera compañía, aunque se despertara mucho
la luz de techo antes de entrar. Y mientras el antes que ella y la mordiera y la rasguñara para
fluorescente titilaba hasta tomar temperatura, conseguir lo suyo y tuviera que sacarlo e inte-
vio que había tres. La claridad cayó sobre la rrumpirse. Y después ya estaba amaneciendo

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y al final, ¿para qué el simulacro? No estaba que la cosa funcionaba así, solo de noche.
menos sola por tener al gato adentro. Aunque Y que tenían dientes hasta en la lengua. A
ahora agradecía que estuviera ahí y, de algún las tres de la mañana, después de calcular
modo, esperaba su defensa. Si se comía las un tiempo prudencial para que sintieran la
polillas y las moscas, quizás también pudiera ficción de la intimidad, salió en expedición.
salvarla de esto. Su número se había duplicado. Ya había otra
Distinguió una en un azulejo, ¿sería la mis- trepando la alacena y hasta una haciendo
ma? Estaba apenas más lejos de donde había equilibrio en un lado de la cuchilla que había
encontrado a la anterior. Había otra sobre uno dejado secándose.
de los platos, barrefondo. Se prometió nunca Googleó, encontró: si se pone un vaso de
más usarlo, reventarlo en el patio si era nece- cerveza, las babosas van a la levadura, idioti-
sario, aunque fuera de él. Y la última, a la que zadas por su deseo. Y mueren.
casi confunde en el melange de piedras de la Así que compró cerveza. Tomó un poco esa
mesada, estaba a centímetros del microondas. noche, con el gato hirviendo en sus piernas,
No supo qué hacer. ¡Tres ya no eran una! Aga- mientras miraba una de las películas que él
rró un Raid y les dejó esa lluvia. le había vetado. Guardó bastante; en reali-
Al día siguiente no encontró nada. Supo dad nunca le había gustado la cerveza. Puso

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el vaso en el centro, frente al horno, sobre el corazón caído desde la altura.
piso verde y brillante de lavandina. Se dur- Esa noche, cuando se despertó a inspeccio-
mió, esa noche no se despertó. El alcohol, o nar, encontró una decena. ¿El ataque las había
el sueño, o tanta cosa que venía encimándose. multiplicado o habían convocado a su ejérci-
Al otro día se olvidó de su humilde trampa ca- to secreto? ¿De dónde salían tantas, cómo se
sera. Se levantó, no se puso los anteojos, fue reproducían tan rápido? Había largos cuerpos
derecho a la cocina para hacerse un mate. Al húmedos y robustos aquí y allá, en posiciones
entrar pateó el vaso, descalza. extravagantes, retadoras. Sintió que enloque-
Ah, la repugnancia era eso. No era nada de cía de asco. Tomó un paquete de sal de la ala-
lo otro. cena y, sin discriminar ni apuntar, empezó a
Lloró un poco, no supo si por las babosas, agitarlo. Una nieve impalpable crucificó a va-
por la casa, por él. Por ella. Lloró, al final, un rias, pero no a todas. Las babosas empezaron a
rato largo, como si estuviera entretenida con derretirse y ella sintió su estómago estrujarse.
eso o el llanto fuera una especie de celebra- No quiso limpiar entre las vivas a las muer-
ción acuosa. Quizás estaba feliz de tener una tas. Se fue a dormir. Cerró la puerta de su
excusa más pequeña para estar triste. Algo habitación, se quedó con el gato adentro. En
que no fuera, por un momento, su estúpido su cabeza funcionaba: si me duermo todo se

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muere un rato y yo también, el mundo queda todos los compartimentos de la cocina, uno
petrificado por mi ausencia, y mañana quizás por uno. Revolvió ollas, platos, tuppers, fras-
algo habrá arreglado la noche por mí. cos, paquetes. El gato se metió en esos escon-
De esa manera también había pensado cuan- dites, feliz. Salió sin noticias, como quien vuel-
do él estaba todavía con ella, en la casa gran- ve de vacaciones. ¿De dónde venían? ¿Dónde
de que habían arreglado y pintado y ordenado pasaban el día las babosas? ¿Cómo llegaban
juntos. La casa que habían llenado de objetos a la cocina? ¿O ya estaban ahí, pero ocultas,
maravillosos que ahora la miraban como miran camufladas, mientras ella andaba haciendo
los ojos de vidrio en las cabezas de los anima- ruidos, movediza, y el sol distribuía sus apari-
les embalsamados que alguna gente cuelga de ciones por las ventanas? Quería encontrar el
las paredes. Solamente ahora le parecían, al fin, origen. No pudo.
cosas sin respiración. Y más vivas le parecían, Pasaron así los días. Uno atrás del otro, y to-
entonces, las babosas invasoras. dos se parecían entre sí. Cada vez que abría la
Aguantando las arcadas se puso guantes, puerta de entrada esperaba encontrarlo aden-
pasó más lavandina, usó el lampazo, el trapo tro. Cuando descubría que no, sentía como si
rejilla. El gato husmeaba, esperaba encontrar un martillo la hundiera en el suelo de un solo
algo de provecho. Desinfectó. Empezó a abrir golpe, la aplanara en la superficie. Lloraba

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colgada de sus camisas, de las cortinas, con la Solamente de noche volvía a pensar en las
nariz metida en la tapita del perfume que se babosas. A levantarse y constatar, sin fuerzas
había dejado. Abrazaba los sacos en las per- ya para intentar nada. Eran cada vez más. El
chas del placard —estaban casi a la misma gato gruñía frente a ellas, le temblaba la man-
altura que había estado él todos esos años, díbula; lo había visto así una vez que trajo de
recibiéndola con amor. Hablaba con el gato, ofrenda una paloma que logró matar en los te-
hablaba sola. Los vecinos le hacían pregun- chos y escondió detrás de una planta del can-
tas crueles, aunque ¿hay alguna pregunta, en tero. Él la había sacado, con una bolsa, tirando
el fondo, que no sea un acto de crueldad, una del ala sangrienta. Pero no hacía nada más que
prueba de resistencia? Ella los escudriñaba al eso, ¿qué iba a hacer un gato contra unas ba-
mediodía, miraba los autos pasar, el colectivo bosas? Ella tampoco hacía nada mejor.
pasar, el sol pasar, las nubes pasar. Se tum- Cada noche doblaban una y otra vez su nú-
baba boca arriba en la cama grande y sentía mero. Ahora ya no podía contarlas. Habían
cómo le crujían las sienes, viejos escalones de cobrado la forma comunitaria de una marea
madera por los que subían sus fantasmas. En- y llegaban hasta la mitad de la cocina, por el
sayaba conversaciones y se llenaba de ira. Se piso y por los azulejos. Apiladas, daba la im-
enojaba para poder salir del dolor. presión de que estuvieran por hablar, todas a

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la vez, para decir una sola palabra, quizás un en racimos de inutilidad, y los mensajes de los
nombre. Le parecía impresionante que tama- amigos, que eran pésames encubiertos, y las
ña formación no emitiera sonido alguno. Pen- empleadas de la panadería de enfrente que la
só en insistir con la sal, pero ya sabía lo que acorralaban con sugerencias. Así y todo ella
le esperaba, si lo hacía, al día siguiente. Pensó se levantaba a controlar, quería conocer los
en llamar a alguien pero en verdad no quería bordes del infierno que se expandía en su
hablar con nadie, ni siquiera para dar instruc- cocina. Dibujaba rayas con labial en el piso
ciones. Se preguntó de nuevo, durante el día, como se dibuja la altura de los hijos a medida
dónde se metían tantas babosas. Revisó. Nada que crecen en las paredes. A la noche siguien-
por aquí, nada por allá. Pero de día igual todo te eran muchas más, la línea carmesí ya había
era distinto, su cabeza estaba ocupada por el sido sepultada por la ola. La cocina era una
holograma de la última vez que lo había visto, gran mancha de petróleo, un río oleaginoso
de espaldas, en el jardín. que lo ocupaba todo, hasta el techo. Ella se
Había cosas de lo más ridículas de las que ponía delante y miraba los escalofríos de esas
ocuparse, como las cuentas y el alquiler y los vidas y sus antenas, el relieve de sus escudos
arreglos y el futuro y el horóscopo, tan omi- blandos. El conjunto daba la impresión de
noso últimamente, y los consejos que llegaban ser un enorme animal estancado. Había una

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voluntad más eficiente que la de cada una de muebles, a embalar todo lo que tenía en los
esas gelatinas por separado. ¿Qué hacer? No cajones. Se había llevado, por ejemplo, las
sabía qué hacer y entonces no hacía nada. camisas que abrazaba. Ella hacía listas men-
Una noche vio que habían llegado al come- tales. Había blancos por toda la casa. Donde
dor, que ya iban sobre las sillas y la mesa. Llo- habían estado los sillones, la mesita, el gran
ró un poco, pero como lloraba todo el tiempo televisor heredado o la magnífica lámpara de
se volvió a acostar. El gato, arremolinado a sus bronce, ahora había una transparencia inquie-
pies, ya ni siquiera se despertaba en sus reco- tante. Ella miraba de frente las cosas que ya
nocimientos. Por la mañana, de nuevo, nada. no podía tocar y no salía de su asombro. El
Se hizo un mate, caminó por los cuartos ahora gato estaba confundido. Maullaba reclamando
vacíos. Regó las plantas. Nada. el sillón en el que se pasaba las tardes holga-
Días después el avance registrado incluía zaneando. Ella maulló también un poco, por
el living pero, como el agua cuando inunda, probar algo, pero nada de lo que se llevaron
la corriente hace recorridos caprichosos y en volvió a aparecer en su lugar.
vez de llenar ese gran espacio giraron, ines- Para cuando tuvo otra vez energía suficien-
peradamente, hacia el pasillo que daba a la te como para controlar a las babosas en me-
habitación. Él había venido ya a llevarse los dio de su sueño, las más corajudas estaban

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lamiendo la puerta de la habitación. Se puso y los muebles y las babosas? Encontró tres
delante y vio que, hacia atrás, los encastres monedas. Las apiló, por darles algún sentido.
eran demenciales. Levantó apenas la persiana, Esa noche se levantó y vio que estaban al
abrió la ventana para que entrara el fresco y pie de su cama. Ella estaba cruzada, ya no
se volvió a acostar. ¡Eran tantas! ¿Qué querían? respetaba su lado. Dos días después todavía
De día, todo seco. Casi limpio. Pasó lavan- reptaban pero ya cubrían toda la superficie
dina igual, se gastó el tarro. Hizo las compras del suelo. Eran pisos flotantes, los habían ele-
entonces. Trajo también frutas, vino, pan, gido juntos. De una madera clara, luminosa,
queso. Cosas así trajo y las acomodó en la he- para que rebotara el día. ¿Se iban a arruinar?
ladera. Alimentó al gato. No podían mojarse, de mojarse se arruina-
Cada noche observó, serenamente, cómo rían. Se levantarían, en efecto cascarita. La
corrían su límite. Levantó todo del piso, or- humedad les hacía mal, se los habían adver-
denó los zapatos. Puso ropa a lavar. Barrió de- tido bien. Desde la cama podía ver el océano
bajo de la cama, vio que había mucho polvo, mucoso. Esa noche el gato no durmió, se la
¿desde cuándo había tanto polvo y de dónde pasó gruñendo.
salía, también, el polvo? ¿Quién lo hacía y Ella sí. Ella durmió.
dónde, quién lo dejaba caer entre las personas Eran las cinco cuando se despertó, afuera

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empezaba a desteñirse la oscuridad. ¿Se había
levantado por la mañana, por la tarde? No es-
taba segura. ¿Hacía cuánto que dormía? Como
fuera, lo que tenía que ocurrir había ocurrido:
una babosa estaba, al fin, trepando la cama. Le
pareció que ya era momento.
La agarró de la cola, abrió la boca y se la
tragó. Se felicitó por haber descansado así de
bien la noche anterior. Tenía mucho trabajo
por delante todavía.
ziploc

89
la carne resulta gomosa, imposible. Se dan
cuenta más rápido.
Agarró el tenedor y pinchó una zona todavía
un poco cruda, deteniendo la porción para que
el cuchillo pudiese entrar y desmadejar. El te-
nedor volvió a caer sobre la carne recién sepa-
Masticó. Había mejorado su técnica y espe- rada, como la aguja de una máquina de coser.
raba que fuese más tierna, pero no. Su mano Sintió la comida bajando por su garganta.
derecha sostenía el cuchillo hacia arriba. Su Sintió la fuerza, el conducto ensanchándo-
mano izquierda había liberado el tenedor y se para dejarla pasar. No había masticado lo
reposaba, serena, junto al plato. suficiente, y todavía era demasiado grande.
Tragó y pensó que, después de todo, no es- Pero ya estaba hecho. Ahora sentía cómo lle-
taba tan mal. Que una vaca en iguales condi- gaba al estómago, esa pileta volcánica. Un ar-
ciones no hubiese logrado la misma perfor- dor que apenas alcanzaba a ser una molestia
mance. Que esos animales, cuando advierten se quedó en su esófago.
la proximidad de su muerte, contraen sus mús- Se preguntó qué habría comido antes de reci-
culos y sus nervios se retuercen y entonces bir el ataque, y le dio asco. Para tranquilizarse,

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repasó mentalmente los pasos que había com- orgulloso de su invento. Por fuera parecía un
pletado, como de costumbre, para higienizar horno de barro común y corriente, pero esta-
a su presa. Lavandina, separación, un golpe de ba equipado con algunas mejoras que le per-
hervor. A la basura lo que era basura: ropa, mitían levantar muchísima más temperatura
piel, terceras falanges, la cabeza entera, con el en menos tiempo. Ahí quemaba las partes que
pelo, los dientes y con los ojos —no entendía no quería comerse. Las hacía desaparecer. Po-
cómo alguien podía comerse los ojos de un día quedarse horas mirando cómo el fuego se
animal: recordaba a su abuelo sacándoselos al encargaba de todo. Asistía a esa destrucción
cordero en los almuerzos familiares. Su boca crujiente como a un espectáculo maravilloso.
y el sonido del desprendimiento. Las manos Este le había costado un poco más de traba-
de su abuelo engrasándose, su risa oscura en jo, pero, por lo general, era simple, asombrosa-
la cabecera de la mesa—. mente simple, matar a alguien. La primera vez
No le interesaban los sesos. No le interesa- había terminado casi sin darse cuenta. Elegía
ban viniendo de ningún animal. Creía que el con calma, sin apurarse. Tenía cuidado de no
odio se condensaba en esa zona. Tiraba la ca- repetir los barrios. Tardaba casi veinte meses
beza, entera, al horno del patio. en dar la vuelta completa. Como un pescador
Lo había diseñado él mismo, y estaba muy avezado que retira su red, con seguridad pero

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sin forcejeos, del mar. Nadie había reconoci- Hasta incomodar a las visitas con sus enor-
do nunca una serie en esas muertes. Muertes mes tetas y ese chico que, ya de pie, succio-
que, por otra parte, nadie reclamaba tampoco. naba como una bestia y después podía hablar,
Estacionaba su auto. Bajaba. Se acercaba. hacer sus gracias, confundirlos a todos.
Conversaba un poco, ganaba su confianza. Se Llegaba a su casa. Bajaba del auto. Abría el
acercaba más: tenía una fracción de segundo portón. Subía al auto. Entraba el auto. Bajaba
de ventaja. Clavaba la cuchilla. Tenía una sola del auto. Cerraba el portón. Bajaba la presa.
oportunidad. Había encontrado, tras consul- La llevaba al lavadero. Si tenía ánimo, la troza-
tar varias páginas de Internet, el lugar exacto; ba en seguida. Si no, tomaba primero un vaso
unos centímetros más acá o allá y la muerte de vino y miraba el cuerpo. Se entretenía ima-
no sería instantánea. Tendría que cargar con ginando todo lo que iba a venir, se adelantaba
un moribundo, y eso no le convenía. Él quería a ese placer con los ojos.
un muerto. Y uno que sangrase lo menos po- Volvió a clavar el tenedor. El metal bruñía
sible, que no hiciera enchastre. bajo la luz blanca del comedor. Vio el color
Después se lo cargaba al hombro. Tenía de su piel reflejado, como una mancha, en el
fuerza: era ancho y de huesos duros. Su mamá metal. No supo qué parte de su cuerpo era la
le había dado la teta hasta los cuatro años. que se replicaba ahí. Pensó en el mercurio.

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En esa vez que reventó un termómetro y su se había atorado y le parecía otra carne, carne
mamá empezó a gritar, a decir que era tóxi- que estaría ahí desde antes. Ya no se lavaba
co, que le iba a derretir la piel. No le derritió los dientes.
la piel. Pensó en esas formas que se reunían, En eso estaba cuando tocaron el timbre.
imantadas por una fuerza superior. Esa fuer- Se sobresaltó. Nadie tocaba su timbre, nun-
za les daba órdenes y las gotas de mercurio, ca. Nadie le traía nada, nadie lo visitaba. Se
tensadas en círculos perfectos, se juntaban. Se quedó sentado. Pensó que si no hacía nada, si
pegoteaban. Volvían a su matriz. no se ponía de pie e iba a abrir la puerta, el
Había muerto hacía un tiempo ya. Quiso timbre no habría sonado. Lo que se ignora no
pensar en su voz pero no pudo. Se dijo: Ya no existe, pensó. Pero todavía no volvió a masti-
me acuerdo de la voz que tenía mi mamá. Es- car. Sonó el timbre, de nuevo. Tiró la silla para
taba solo, no le quedaba nadie. atrás, las patas rechinaron. Dejó los cubiertos.
Se sirvió un poco más de vino. Tomó hasta
vaciar el vaso. Metió su lengua entre las mue- —Quién es —ni siquiera entonó la pregunta.
las, chasqueó. Tenía una basurita, algo que se —Soyacáunavecinadelbarrio estamosjun-
había estancado. Hizo fuerza hasta que pudo tandofirmas... —escuchó, sin abrir la puerta.
destrabarla. Sintió en su lengua eso que antes —Me estoy bañando.

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Probablemente alguna vecina que la acom-
—Peroesunsegundo estamoslosvecinosau- pañaba, a la que le había tocado la cuadra de
toconvocadosporlacontamina ciónacá juntan- enfrente, o la casa de al lado. Escuchó que le
dofirmas esunsegundo esimportanteporque... decía unmaleducado, unabestia, sigamos.
Ya no tenía hambre. Levantó el plato de la
Abrió, furioso. La mujer estaba demasiado mesa. Abrió la puerta del patio. Sus perros se
pegada a la puerta y su cuerpo se crispó ante acercaron: eran dos akitas. No alcanzó a tirar
el movimiento, ante el cuerpo enorme que las sobras en sus platos que ya estaban devo-
ahora la miraba fijo, todavía masticando. La rándolas. Cerró la puerta. Hacía frío, mucho
miraba con los hombros, con el torso. frío. Abrió la canilla de agua caliente y vació lo
que quedaba de detergente en sus manos. Las
—Me estoy bañanando, le dije. refregó. Se secó con un repasador viejo y sucio.
Casi todo, en su casa, estaba sucio. Nadie lim-
La mujer se quedó petrificada. No volvió a piaba, y él se estaba quedando ciego, de a poco.
hablar, pero tampoco atinó a irse. Así que apenas podía distinguir la mugre.
Cerró la puerta y volvió a su silla. Escuchó Era por la diabetes, un diagnóstico que es-
que la mujer, en la puerta, hablaba con otra. cuchó con la misma atención que se le presta

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a los horóscopos viejos. perder o se pusieran secas. Por lo demás, no
No había vuelto a ir al médico. No iba a casi se preocupaba demasiado. El olor a carne es
ningún lado. Se había quedado en esa casa. olor a carne. El olor a carne quemada es olor
Le parecía que todos los días desde la muer- a carne quemada, se decía. No hay diferencia.
te de su mamá eran un mismo día demasia- Vivía en una zona industrial, y su casa lin-
do largo. Cambió pocas cosas de lugar. Casi daba con una fábrica de urea granulada. No
nada. El televisor, por ejemplo. Ahora estaba sabía, nunca supo, qué era la urea granulada.
en el living, donde pasaba la mayor parte del Más allá había una petrolera. La habían levan-
tiempo, frente al sillón. Pero el resto estaba tado hacía más de ochenta años, y desde en-
intacto. Los mismos portarretratos, los mue- tonces tres firmas distintas habían pasado por
bles, los platos colgados en la pared sobre un ahí. Rosaura, FH4 y, ahora, Necropás. Ningu-
empapelado de florones cuyos colores se iban na había realizado remodelaciones de ningún
dilatando y esparciendo en el dibujo. tipo. Otras fábricas. Galpones. El único colec-
Había aprovechado a comprar un freezer tivo que llegaba hasta ese barrio descargaba
de heladería en una compraventa. Ahí acova- operarios todos los días a las seis, y se los lle-
chaba las porciones. Usaba bolsas Ziploc para vaba de vuelta al atardecer. Le gustaba mirar-
organizar el espacio y evitar que se echaran a los llegar desde la ventana.

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Se despertaba temprano. No sabía, nunca tierra y, cuando llovía, se inundaba todo y el
supo, dormir. Eso que a todos les resultaba tan agua traía restos de la petrolera. También unos
natural, él no podía. Daba vueltas y vueltas en granitos. Las veredas quedaban montadas de
la cama y apenas lograba quedarse quieto. Le negro. Ningún jardín había sobrevivido.
molestaba su cuerpo. Se ponía a pensar de- Así que él no se preocupaba por quemar en
masiado en su cuerpo, en todos esos órganos su patio. Ningún olor era capaz de sobresalir.
funcionando. Eran como voces, todas a la vez. Todo era un gran olor, un vaho macizo. No
No dormía más de tres o cuatro horas por no- había ninguna diferencia.
che, y siempre se despertaba con la sensación Fue hacia el sillón. Apoyó sus pies en la
de no haber dormido nada en absoluto. mesa ratona. Su mamá no le hubiese perdona-
En el barrio —quedaban muy pocas casas do eso. Era como un chico que se queda solo,
de familia: casi todas habían sido compradas por fin, en la casa. Un chico que sabe que su
por las industrias para ampliar sus instala- deber es hacer todo lo que no tiene que ha-
ciones— flotaba un olor inmundo. Corrosivo. cer, ahora que está solo. Que eso es lo que se
Como si el aire ahí estuviese hecho de pun- espera de él, y no otra cosa. Aunque se digan
zones. Muchos tenían alergias, tos, dolores de otras cosas.
cabeza indelebles. Cáncer. Las calles eran de Metió su mano derecha bajo el elástico del

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jogging. Empezó a rascarse. Cambió de canal. sonando y el ruido empezaba a ponerlo ner-
Las persianas que daban a la calle estaban ce- vioso, tuvo que abrir.
rradas. Eran de madera: varillas articuladas
para plegarse, una sobre otra, hasta empalmar-
se y detener la luz. Escuchó la voz de las muje- —Qué pasa —dijo, aturdido.
res. Pensó que estarían volviendo, que estarían —Vinimos¿no? yanoseestábañando¿no?
terminando de juntar sus benditas firmas. ahorapuedefirmar —aulló la mujer.
Pero sonó el timbre. Le parecía increíble que —Todavía me estoy bañando —dijo, y se
se hubiesen decidido a insistir. No iba a abrir- puso a destrabar el timbre, sin mirarlas.
les, pero volvieron a presionar el interruptor —Sabe qué pasa —inició la otra, gritando,
y lo dejaron trabado. El botón era viejo. Era la para sobreponerse al ruido— que si no junta-
primera vez que eso pasaba, pero también era mos una cantidad de firmas suficiente no nos
cierto que nadie, nunca, usaba ese timbre. Qui- van a recibir la carta, usted también vive en el
zás el timbre está así desde hace mucho, solo barrio, es parte, sería importante...
que no pude darme cuenta antes porque na- —Me rompieron el timbre. Ahora está tra-
die lo usó, se dijo. También pensó: lo rompie- bado. ¿Ven? Váyanse. —No lograba destrabar-
ron estas hijas de puta. Como el timbre seguía lo, el ruido era ensordecedor.

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—¿No quiere que le ayudemos? A ver, déje- a apagar el televisor. Se dijo: puedo vivir con
me pasar y eso. Volvió al sillón.
—Noleayudesaestebestiabrutosincorazón Se sentó frente al televisor apagado y co-
dejávámonos —dijo la otra, y la tironeó. menzó a rascarse de nuevo. Entonces se dio
—Salgan de acá —clavó sus ojos en ellas. cuenta: la carne se iba a echar a perder. Guar-
daba, desde hacía mucho tiempo, unas porcio-
Solo había eso: él, de espaldas a su casa, con nes especiales. No le interesaba rescatar todo,
la puerta de calle abierta, mirándolas fijo. Y el pero no quería que se arruinaran esas. Así que
ruido del timbre. Parejo, inflamable. volvió al interruptor. Estuvo un rato pensan-
Las mujeres se fueron. La primera volteó do. Lo levantó. El timbre volvió a irrumpir au-
para mirarlo y dejó caer una puteada como tomáticamente. Los akitas empezaron a ladrar,
quien suelta un envoltorio disimuladamente a rasquetear la puerta del patio. Sacó su caja de
en la calle. herramientas, la puso sobre la mesa donde an-
Entró a su casa. No había podido arreglarlo. tes había comido. Eligió una pinza y trató, sin
Se dirigió al interruptor general de luz. Pensó suerte y durante varios minutos, de arreglar el
que si cortaba la luz el ruido iba a parar. Pero, timbre. Terminó por arrancarlo de cuajo.
después, pensó: si corto la luz también se va El ruido seguía ahí, como un taladro. Los

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perros ya no ladraban, o sí. Cerró la puerta, se última vez, desactivar el timbre. Probó con
tapó las orejas. Empezaba a marearse. Volvió otras pinzas y subió el interruptor. El ruido
al interruptor y lo bajó. volvió a tomar la casa, y le pareció que ahora
No tenía hambre, pero no iba a permitir que era todavía más agudo y más fuerte. Los akitas
esa carne se pudriera. Pensó que lo mejor era repitieron su espamento, hasta que desconec-
cocinarlo todo y comerlo. tó la luz.
Sacó las bolsitas. Estaban heladas y las yemas Empezaba a anochecer y la casa se fue os-
de sus dedos se contagiaron de ese frío. Pre- cureciendo. Abrió otro vino, uno que tenía re-
paró el horno. No acompañaba las carnes con servado para este momento. El olor a comida
guarniciones, nunca le habían gustado las en- no había llegado a retirarse de la casa, y ahora
saladas. Pero la diabetes, usted debería hacer- se reforzaba con esta nueva cocción. Sintió
se controles, cambiar su dieta. Abrió, uno por que el hambre volvía a él, como si no hubiese
uno, los cierres herméticos azules. Dispuso las terminado de comer hacía apenas un rato.
presas en hilera. Las miró con satisfacción. Iba Se sirvió una porción generosa y dejó el
a tardar un buen rato en cocinarlo todo. resto en el horno. La carne se deshacía co-
Mientras las porciones se doraban en el mo manteca entre sus dientes. Su madre ha-
horno intentó, como se intentan las cosas por bía muerto dormida y notó, enseguida, la

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diferencia con el resto. Esta vez la presa era tier-
na y jugosa, y él se metía un bocado detrás de
otro, sin detenerse siquiera para tomar vino.
En eso estaba cuando, de repente, el tim-
bre empezó a sonar de nuevo. Se sobresaltó y
dejó caer los cubiertos. Solo se podía ver, a lo
lejos, una de las luces de la petrolera titilan-
do en la ventana que daba al patio. Los akitas,
ahora, ladraban enloquecidos.
Pero él no iba a dejar de comer. Planeaba
comérselo todo, aunque fuera la última cosa
que hiciera en la vida. De a poco, su cuerpo se
relajó y se fue acostumbrando.
Puedo vivir con esto, pensó.

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