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Capitulo 11

El interés de la ciencia y por la humanidad.

Con la fiebre amarilla fue distinto, no hubo disputas.


Todo el mundo está de acuerdo en que Walter Reed, jefe de la Comisión para
el estudio de la fiebre amarilla, era un hombre cortés e intachable,
indulgente y lógico; no cabe la menor duda de que tuvo que arriesgar vidas
humanas, sencillamente porque los animales no contraen esta enfermedad.

También es cierto que el ex leñador James Carroll estuvo dispuesto a


arriesgar su vida para comprobar la teoría de Reed, que tampoco se perdía
en sentimentalismos cuando se trataba de arriesgar la vida de otros para
comprobar una afirmación suya que podía ser no trascendental.

Todos los cubanos que fueron testigos oculares de los hechos, están de
acuerdo en afirmar que los soldados norteamericanos que se ofrecieron
voluntariamente como conejillos de Indias para los experimentos,
demostraron un valor poco común.

Lo cierto es que todo el mundo sabía exactamente cómo combatir la fiebre


amarilla, aquella plaga terrorífica, pero todos y cada uno diferían en el
método.

Unos decían: hay que fumigar las sedas, telas y objetos pertenecientes a las
gentes, antes de que abandonen las ciudades infectadas de fiebre amarilla;
otros opinaban: eso no basta, hay que quemarlas, enterrarlas, destruirlas por
completo, antes de que puedan entrar en las ciudades donde no haya fiebre
amarilla.
El estado de cosas en San Cristóbal de La Habana andaba muy mal en 1900.
La fiebre amarilla causaba más víctimas entre los soldados norteamericanos
que en las balas de los españoles.

No se trataba de una enfermedad que, como la mayoría, mostrase


preferencia por las gentes pobres y sucias, pues más de la tercera parte de
los oficiales del Estado Mayor del general Leonard Wood había muerto, y
como todos los militares saben, los oficiales de Estado Mayor son los más
higiénicos de todos los oficiales, además de ser los mejor cuidados.

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