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La desaparición de Majorana y la relación entre el saber y el mal

A este narrador siciliano le concierne sobremanera el asunto del poder, de la política,


y lo aborda a través de novelas policíacas donde se pone en juego el misterio no
develado alrededor de un muerto, ¿asesinato, suicidio o desaparición? Los hechos y
los personajes en sus novelas, aun si alguna de ellas aparece con el nombre de
“fábula”, suelen tener una referencia histórica, es el caso de esta novela que
reseñamos, y de todas maneras, si son casos no resueltos, con cabos sueltos, tal
como ocurre con el caso Majorana, la ficción o la imaginación, la especulación o la
creencia del autor-narrador, no dejan de intervenir, y es por eso que, aunque basada
en hechos reales, La desaparición de Majoranaes una novela y no simplemente una
obra periodística.
Un joven de treinta y un años, genial físico nuclear, profesor en la Universidad de
Nápoles, se embarca en esta ciudad el 26 de marzo de 1938 con destino a Palermo…
y no se sabe nunca más de él, desaparece sin dejar rastro alguno. ¿Qué podía pensar
el jefe de policía Bocchini cuando se le encomendó, con sentido de urgencia, el caso
Majorana? Dice Sciascia que “nos resulta imposible imaginar que el drama de un
hombre inteligente, su voluntad de desaparecer, sus razones, puedan haberse
reflejado en las gafas de un comisario de policía, de Bocchini, por ejemplo, de otro
modo que como sinrazón, como locura.” (p. 27)
La madre de Ettore llega con una carta hasta Mussolini junto con una carta del
físico Enrico Fermi, joven estrella de la física en Italia por aquel entonces,
apremiándolo por la búsqueda del joven desaparecido, y el Duce escribe con trazos
firmes en la cubierta del expediente, “Quiero que lo encuentren” (p. 31). No hay
constancia de que se hubiera emprendido ninguna investigación concienzuda.
Majorana había nacido el 5 de agosto de 1906 en Catania, puerto al oriente de
Sicilia. Ya en 1929 obtiene el doctorado en física teórica con la tesis: La teoría
cuántica de los núcleos radiactivos. Fue luego de pruebas que Majorana le ponía a los
trabajos de Fermi, apenas cinco años mayor que él, que accedió a trabajar con éste, y
doctorarse. Pronto, la relación entre los dos era de igual a igual, pero también
distante, crítica. Competían, con poco más de veinte años ambos, a ver quién era
más rápido en resolver complicados cálculos. Había una gran diferencia, dice
Sciascia, entre Majorana y los que conformaban el grupo de Fermi: mientras éstos
buscaban, aquél encontraba. Si para los primeros la ciencia era un acto de voluntad,
amaban la ciencia y se empeñaban en alcanzarla y poseerla, para Majorana, quizá
sin amarla, la ciencia era una condición natural, “la llevaba adentro”, a manera de un
pliegue interior, se diría, un texto de su ADN, que se irá desplegando a través del
estudio encarnizado de la física atómica. Su secreto, pues, asegura Sciascia, no era
un secreto exterior, “era un secreto interior, que ocupaba el centro de su ser, un
secreto del que no podía escapar sin escapar a la vez de la vida” (p. 38).
En estos individuos, en estos pensamientos, como los que concebía Majorana, no
valía la distancia común que arraigó en la cultura de Occidente entre el sujeto y el
objeto: el objeto allá y el sujeto acá, alrededor del cual gira el objeto. En cambio,
alguien como Cézanne llega a decir, a la hora de pintar un paisaje, Yo soy la
conciencia del paisaje.
Majorana había sido un niño genio precoz, y los genios precoces, sugiere Sciascia,
tendrían un tiempo limitado para hacer lo que tenían que hacer: “Una vez alcanzada
la plenitud, la perfección de una obra; una vez develado plenamente un secreto; una
vez que se ha dado forma, esto es, que se ha revelado un misterio, en el orden del
conocimiento o, en general, de la belleza, tanto en ciencia como en literatura o en
arte, no queda sino morir” (p. 39).
El joven físico, procura no hacer lo que no puede dejar de hacer. Y en cada cosa
que descubre, dice Sciascia, “siente Ettore oscuramente que se aproxima a la muerte,
y que el hallazgo, la revelación completa de alguno de los misterios que la naturaleza
le reserva, será la muerte” (p. 42). Aunque él tiene cierto margen de maniobra y
puede buscar, aunque sea en vano, una escapatoria, una salida. Quienes lo
conocieron, decían de él que era un “tipo raro”. Sumamente tímido e introvertido, dice
Laura Fermi (p. 43). Escribía sobre las cajetillas de cigarrillos, era un fumador
empedernido, las fórmulas o ecuaciones o ideas que se le ocurrían de pronto, en el
tranvía de camino al Instituto. Cuando lo instaban a que publicara sus hallazgos,
decía que no valía la pena. Sin duda él sabía acerca de su importancia, pero tendía a
ser un mistificador, un teatrero, ¿por qué? Podían ser razones profundas, que
obedecían al instinto de conservación, en un doble sentido: conservación de sí
mismo, conservación de la especie humana.
Majorana descubre antes que Heisenberg la teoría según la cual el núcleo está
compuesto de protones y neutrones. Se niega a publicar su descubrimiento y le
prohíbe a Fermi hablar de ello en un congreso de física que se celebraría en París, a
menos que el trabajo se atribuyera a otro teórico al que Majorana tenía en poca
estima. Cuando la teoría de Heisenberg fue reconocida y aplaudida, Majorana, en
lugar de lamentar no haberla publicado él mismo, admiró al físico alemán, lo que
demuestra el valor que atribuía a la teoría, y sintió por él una inmensa gratitud, lo que
expresa su miedo. Pensaba que Heisenberg lo había “salvado de un peligro” (p. 45).
En 1933 Majorana, que regresa de una visita hecha a Heisenberg en Leipzig, vive
solo en la casa familiar, la familia está fuera. Va poco, y pronto nada al Instituto de
física. Prefiere no hablar de física, aunque sigue siendo su obsesión. Trabaja mucho,
aunque de ese trabajo entre 1933 y 1937 solo publica dos ensayos, Teoría sobre la
simetría del electrón y del positrón, publicado en 1937, y Sobre el valor de las leyes
estadísticas en la física y en las ciencias sociales. Tal vez destruyó otros textos
escritos en esta época. Su hermana María recuerda que Ettore solía decir que la
física, o los físicos, no lo recuerda bien, “van por mal camino” (p. 79). Por los años
1935-1937, el joven, con el pelo muy largo, se comporta como una persona
“asustada”, como cuando están a punto de liberarse las potencias del mal. Con todo,
es capaz de comportarse como una “persona normal”. Aspira a enseñar física teórica,
aunque tal vez solo por llevarles la contraria a Fermi y su grupo que a estas alturas
preferían que Majorana no estuviera cerca, competitivos hasta el final de sus días. No
consigue cátedra en el Instituto de física en Roma, pero sí en la Universidad de
Nápoles, por “méritos”. Sin embargo, no se sentía del todo cómodo, aunque estaba
haciendo lo que siempre había querido hacer. Entre enero y marzo de 1938 vive entre
el hotel y el Instituto de Física en la universidad. En Nápoles dio otro paso hacia la
completa soledad a la que aspiraba.
El 25 de marzo de este año 1938, a la diez y media de la noche, Majorana sale de
Nápoles para Palermo en un barco correo. Había enviado dos cartas, una a su familia
donde dice que le perdonen si pueden por lo que va a hacer y que no le guarden luto
por “más de tres días” (p. 89), y otra carta a su jefe en la universidad de Nápoles,
donde le dice que “No es por egoísmo” (p. 87) que va a hacer lo que siente que tiene
que hacer, que le perdone los trastornos que pueda causar en la universidad su
abrupta “desaparición”. Luego, desde Palermo envía un telegrama a su jefe
diciéndole que olvide lo que le dijo en carta anterior. Enseguida le manda una nueva
carta donde le dice que “El mar me rechaza y vuelvo mañana al hotel Bologna […]
Pero voy a renunciar a la docencia” (p. 90). Según la policía, Majorana se embarcó en
Palermo rumbo a Nápoles a las siete de la noche del 26 de marzo.
Sciascia piensa que él nunca se embarcó en Palermo, o si lo hizo no fue aquella
noche. Se inclina también por la hipótesis de un profesor de la Universidad de
Palermo que viajó en el barco de las siete rumbo a Nápoles, que no está seguro de
haber viajado con Majorana, pero cree que eso pudo ocurrir, que Majorana
desembarcara en Nápoles y sugiere al hermano de Majorana que lo busquen en los
conventos, que no sería la primera vez que personas “no muy religiosas” se retiren del
mundo. El profesor comparte un prejuicio común, el de creer que un científico es poco
religioso o del todo descreído. Un error en relación con Majorana, dice Sciascia, pues
él era religioso: “Su drama fue religioso, pascaliano, podemos decir. Fue de los
primeros que sintió la zozobra religiosa a la que llegará la ciencia si no lo ha hecho
ya, y por eso estamos escribiendo ahora [1975] sobre su vida” (p. 95). ¿Drama
pascaliano? Por la etimología de la palabra, un hombre religioso es alguien que se
siente ligado, en relación, al que le importan los otros, no solo mis cercanos, amigos y
aliados. ¿Qué lo hacía a él distinto a los otros físicos que colaboraron con el proyecto
Manhattan?, nos preguntamos. Que él no se ocultaba el destino que tendrían los
resultados de las investigaciones en curso sobre la fisión nuclear, y no compartía la
patraña de que había que salvar a Occidente de la amenaza nazi y que para eso era
preciso llevar a término el proyecto de fabricar la bomba atómica, tal como creyeron
Niels Bohr, Oppenheimer, incluso Einstein, quien escribió al presidente Roosvelt en
1941 pidiéndole apoyo para la realización de dicho proyecto, algo que según
aquellos, se estaba desarrollando a la sazón en Alemania, lo cual no era del todo
cierto si le creemos a Heisenberg, y que culminaría en la construcción de la bomba
atómica puesta a disposición de las potencias diabólicas, una energía nuclear puesta
al servicio de la Muerte.
En la sección de desaparecidos, ¿Quién lo ha visto?, del suplemento semanal La
Domenica del Corriere, se publicó una foto y una descripción del sujeto: Treinta y un
años, 1,70 de estatura, delgado, moreno, pelo negro, ojos oscuros… Se pedía a quien
tuviera alguna noticia que se comunicara con el reverendo padre Marianecci, etc. A
este aviso respondió el superior de la iglesia de GesúNuovo de Nápoles, diciendo que
a fines de marzo o principio de abril, “un joven que casi podía jurar que era el de la
foto, se presentó a él y le pidió hospedaje, diciendo que deseaba retirarse del siglo y
hacer vida religiosa” (p. 96). El religioso del convento, que ve muy agitado al joven, le
dice que sí, “que sería posible, aunque no enseguida, y que vuelva en otro momento.
Pero Ettore no volvió” (p. 97).
La madre de Majorana en su carta a Mussolini le dice lo que ella cree, que Ettore
no era un suicida, que había sido una “víctima de la ciencia” (p. 98). ¿Chivo
expiatorio, el renegado, que no estaba ni con los fascistas ni con los aliados? Sciascia
es recatado en su novela y no dice lo que hay que decir hoy, aquello que hacía tan
distinto a Majorana, respecto a aquellos otros físicos con su vanidad y su sed de
fama, a quienes, por sus investigaciones en física atómica, les fue concedido en
Suecia el premio Nobel fundado, precisamente, por quien había inventado la
dinamita: en 1921 al alemán Albert Einstein, en 1922 al sueco Niels Bohr, en 1932 al
alemán Werner Heisenberg, en 1938 al italiano Enrico Fermi, ¡justo el mismo año de
la desaparición de Majorana! Cegados por la vanidad y la fama, que envilecen, se
comportaron como ovejas obedientes. A Majorana, en cambio, la vanidad y la fama le
rebotaban. Él no era un físico colaboracionista, él no estaba destinado a ser un
mercenario en manos de un general de la guerra.
Nadie lo obligaba, ¿por qué tenía que desaparecer? Porque llevaba ese embrión
de bomba adentro y se negaba a gestarlo, y le era imposible deshacerse de él sin
deshacerse de sí mismo, o sea cambiando radicalmente de subjetividad, saliendo del
medio, volviéndose imperceptible, perdiendo el rastro y el rostro, desapareciendo.
Llevaba todo el dinero, que tuvo el cuidado de recoger, y el pasaporte. Si el plan era
suicidarse, ¿para qué necesitaba todo el dinero? Claramente, quería que creyeran en
su muerte, y quién sabe si dudaba acerca de cómo desaparecer.
El autor visitó un convento de cartujos donde, según él, más que por las señas que
le dio el monje que lo atendió, se refugió alguien que, para no traicionar la vida,
traicionó la conspiración contra la vida, aunque ese gesto no acabó con la
conspiración. A la postre, escribe, “no queremos ya preguntar, saber nada. Nos
sentimos como llamados, obligados a guardar un secreto” (p. 115).
El encuentro del saber con el Mal es tan antiguo como el paraíso terrenal. Eva,
tentada por la serpiente, tentada por el conocimiento, desobedeció, comió de la
manzana del árbol prohibido, del árbol del saber, y le dio a comer a Adán. Ambos
supieron que estaban desnudos, y supieron que el conocimiento tiene un precio, les
tocó salir del paraíso, ganar el pan con sudor de la frente y parir con dolor. ¿Qué
aprendimos nosotros con la salida del paraíso y con Hiroshima?

En su obra El tercero instruido, Michel Serres evoca el cuadro de Goya que


representa dos enemigos, con el torso desnudo, que están luchando a garrotazos.
¿Quién va a ganar? Goya no solo pinta a los combatientes enfrentados, sino también
el lugar en el que están luchando, unas arenas movedizas. A cada golpe dado se
hunden un poco más, pantorrillas, rodillas, piernas, caderas, hombros… Ninguno de
los dos, evidentemente, se salvará de la compacidad dura y densa del atolladero. El
juego a dos que apasiona a las masas y sólo opone humanos, el Amo contra el
Esclavo, los nazis contra los aliados, la izquierda contra la derecha, los republicanos
contra los demócratas, tal ideología contra otra cualquiera…, desaparece en parte
desde que ese tercero interviene. ¡Y qué tercero! El Mundo mismo. Aquí, la arena
movediza; mañana, el clima. El agua, el aire, el fuego, la tierra, flora y fauna, el
conjunto de las especies vivientes… ese país arcaico y nuevo, inerte y viviente, que yo
llamo la Biogea, nos dice Serres…

Bohr, Oppenheimer, Fermi, Heisenberg, Einstein se atuvieron al juego a dos,


estaban de un lado o del otro. Majorana salió del juego a dos…, ¿a qué precio?

En el libroEl tercero instruido(1991), en El Incandescente (2003)y enEl mal propio


(2007), el filósofo Michel Serres reflexiona acerca del problema del mal y el
encuentro de la ciencia, del saber, con el mal y de cómo se ha de constituir un saber
que no solo se apoye en la razón, sino en el dolor, en la debilidad, en la presencia del
mal. Para ello le sirve el descubrimiento de Kepler según el cual los astros no giran
alrededor del Sol en forma circular sino en forma elíptica. La elipse tiene dos focos.
Los astros giran en torno al centroentre estos focos. Uno de ellos se refiere al
solbrillante, que deslumbra, y el otro sería un sol negro. Ninguno de estos dos polos
se encuentra en el centro. El centro de cada órbita se halla en un tercer sitio, justo
entre sus dos focos, el globo deslumbrante y el punto oscuro. Los débiles y los
simples, nos dice Serres, pobres o analfabetas, toda la muchedumbre tan
menospreciada por los doctos que solo la consideran como objeto de sus estudios,
los excluidos del saber canónico se regulan con frecuencia según los puntos oscuros,
sin duda porque no los enceguecen ni agobian o porque ellos los sostienen tanto
como el sol encanta a los filósofos. Además, ¿reconocerían los propios científicos los
momentos solares del poderoso conocimiento si no se mezclasen con largas horas de
sol negro? ¿Se acompaña la intuición verdadera de una indispensable debilidad? Yo
sufro, es algo que se dice por todas partes desde siempre. Nosotros pensamos, es
algo que solo concierne a comunidades raras. Tenemos que instruirnos en este tercer
lugar, entre esos dos focos. Si en el primero habita la razón, la ciencia, en el segundo
se aloja la cultura, en la forma de cuentos, relatos, poemas, bailes, que son fuente de
saber, como este soneto, Sabiduría, de Verlaine: “La esperanza luce como una brizna
de paja en el establo”.

Larazón se cruza con la violencia, la guerra, el dolor, las enfermedades, la muerte,


encuentra el problema del mal, tradicional en filosofía. ¿Qué relaciones mantiene la
razón, prejuzgada simplemente como luminosa, con este problema queengendrala
tiniebla? Un lazo originario, declara Serres. La razón occidental no encuentra la
muerte en Hiroshima ni con la explosión de la planta nuclear rusa de Tchernobyl, sino
que la encuentra desde el paraíso terrenal. El árbol del conocimiento indujo a
nuestros primeros padres a cometer un pecado original que se volvió tranhistórico,
desde el alba semítica de nuestra historia. Ahora bien, al verse desnudos, Adán y Eva
se percibieron por primera vez como individuos. Así pues, una escogencia que puede
revelarse mala, el pecado, el juicio, la acusación, la defensa, las tribulaciones,
sufrimiento, en suma, el Mal, son los únicos que producen al sujeto. La conciencia
subjetiva nace con el mal y la violencia. Matar para comer. El lobo devora al cordero
antes de toda conciencia. Esta ley de la cadena alimenticia solo se llama violencia en
el momento en que aparece esta conciencia. Serres se pregunta en El incandescente
si el hombre apareció justo cuando llamó violencia y mal a esta fatalidad de matar
para sobrevivir. Al descubrir la muerte padecida y la muerte dada, esta bestia, huye
de ella, la detesta y la llama el mal. Es así como aparece un viviente que ama y odia
la vida, puesto que odia la muerte que la vida implica: hay que matar para comer.
Este odio funda su conciencia y su moral. La vida mata, desea y reproduce la vida. El
sapiens como especie ama y detesta la suya propia y a las otras especies, las
erradica y las estudia. Esta condición haría prevalecer el pensar de Empédocles,
según el cual la pareja Amor y Odio, más que una ley o un principio, domina todas las
leyes y todos los principios. Tanta violencia reina en el conocimiento como en los
suburbios de las ciudades o en el corazón de las selvas primitivas. Cacería y
conocimiento hacen juntos parte de la vida. Sí, el secreto de la vida y el del
conocimiento son próximos, los dos son trágicos. Sin que nadie logre separar el goce
del terror, la vida, pletórica de alegría, chorrea angustia. Amo lavida, la odio, luego
existo.

¿Qué será pues el Bien sino la llama misma, la que consume en mí, sin que yo se
lo exija a nadie, el mal que nunca me falta? Contra él hay que comenzar con un
ejercicio de simbiosis individual: vivir con. ¿Cómo negociar este fango? Hago de él mi
mejor combustible. Ardo. Incandescente. El sujeto empieza pues con la cuestión del
Mal porque él inventa, porque el promueve lo que puede contribuir –aquí o allá- a su
apaciguamiento. De hecho,el sujeto puede salir de la pertenencia, declara Serres,
separarse del subconjunto que supone la exclusión, extraerse del conjunto que
supone el exterminio, puede separarse del nosotros, abstraerse del se impersonal en
su vida individual y en la conciencia singular, no conducirse ni como exclusivo ni
como exterminador específico. Puede renunciar a vengarse. Puede rehusar la
violencia.Nos parece que este fue el caso de Ettore Majorana, al salir del juego a dos.

A diferencia de los Hindúes, y luego de los Árabes, a diferencia de todos nuestros


vecinos, que también lo plantean, pero que le dan una solución completamente
distinta, Occidente comienza al mismo tiempo que el problema del mal y emprende
contra él un diálogo o un combate consubstanciales, de manera que lo trágico está
en la base de su historia, de su razón y la historia de su razón. Occidente no aclimata
el mal, sino que lo excluye, aun si lo incluye de hecho: a lo largo de cientos de años,
Europa estuvo muy pocos años en paz. La ciencia occidental nace de esta exclusión.
Sus categorías fundamentales nacen de allí: pureza, abstracción, rigor, tercero
excluido… Occidente se regula según un sol claro que se purga de toda sombra, pero
de repente, se reglamenta también según el segundo sol negro, y ahí encuentra la
cultura. Es un hecho que nada en la ciencia ayuda a soportar la finitud, ni a pensar la
muerte de los niños, la injusticia que golpea a los inocentes, el triunfo permanente de
los hombres violentos, la felicidad fugitiva del amor, la extrañeza del sufrimiento. Dos
soles universales, pues, la razón y el dolor.

El sufrimiento y la desgracia, el dolor, la injusticia y el hambre se encuentran en el


punto en que lo global toca lo local, lo universal toca lo singular, la ciencia toca la
cultura, la potencia toca la debilidad. Dos cogitos: pensamos y sabemos, de una
parte, y yo sufro, de otra parte. La ciencia encuentra la cultura cuando se encarna y
encuentra o produce el dolor, el mal, la pobreza. El tercero-instruido debe su crianza,
su instrucción y su educación, su engendramiento, a la razón, sol brillante que
comanda los saberes científicos, así como a la segunda razón, en el segundo foco,
que no viene solamente de aquello que pensamos sino de lo que sufrimos. Esta razón
no se aprende sin las culturas, los mitos, las artes, las religiones, los cuentos y los
contratos. A igual distancia de los dos, el tercero-instruido es engendrado por la
ciencia y la piedad.

El nombre que recibió el hombre le viene de la humidad, homo-humus-humilis.


Orgulloso, arrogante, inflamado de potencia, homo-humilis parece ignorar que su
destino, escrito en su nombre, lo llevará un día a humillarse. A fundirse, a mezclarse a
ocultarse en el humus, nuestro primer padre, ante el riesgo de muerte y de
enterramiento. Demasiado llevados a mandar, nos inclinaremos todos, cuando nos
llegue el turno, ante esta Tierra que lleva el mismo nombre que nosotros. Henos aquí,
los últimos, en la cima de la potencia, en el minuto mismo de cometer la falta.
¿Vamos a abandonar el paraíso? Escoger, el imperio o la Tierra. Ésta ha ganado hasta
hoy.

Fin de los juegos a dos; comienzo de un juego a tres. Este es el estado global
contemporáneo. La competencia entre aliados y alemanes para diseñar y fabricar la
bomba atómica puso en juego un escenario como el de la pintura de Goya: el
resultado de la confrontación fue que ambos bandos perdieron, e infligieron un daño
inconmensurable a la Tierra y sus poblaciones con sus bombas y sus gases
venenosos. La guerra habría impuesto la tenaza: o estás con los nazis o estás con los
aliados. Einstein, Oppenheimer y Max Bohr, por ejemplo, se resolvieron a favor de los
aliados, mientras que Heisenberg, situado para 1941 entre ambas potencias, no se
habría resuelto por ninguna, aunque permaneció en el juego a dos. Majorana, en
cambio, resolvió salir de la tenaza, no colaborar con los unos ni con los otros, salir del
juego a dos, consciente del tercer lugar en peligro. ¿Por qué simplemente no renunció
a sus estudios, no se retiró, capituló con la física teórica, cambiaba de vida, por así
decir? Fue quizá esto lo que hizo, al desaparecer, pues si la tenía adentro, no había
otra manera de deshacerse de ella.

Las ciencias hicieron del mundo su objeto. Nada ha sido más decisivo que la
invención en la Edad Media de esos dos polos del conocimiento: sujeto-objeto,
instancias ignoradas por los antiguos. Kant decidió que el objeto giraba en torno al
sujeto, como la Tierra en torno al Sol. El reparto era, es todavía: por un lado ese
sujeto, personal o colectivo, real; por el otro, objetos pasivos y sumisos, reducidos a
algunas dimensiones de espacio, de tiempo, de masa, de energía y de potencia, casi
desnudos, desvestidos, exangües. Simple, ingenua, de una crueldad sin límites, esta
manera de conocer acompañaba saberes que hoy consideramos fáciles; las ciencias
llamadas duras, objetivas, cuya realeza (hasta hace poco indiscutible) termina.
Cambiamos de paradigma.

Sujeto-objeto: el lazo de conocimiento se convierte en el del parásito: el sujeto, ego-


narciso, toma todo y no da nada, mientras que el objeto da todo y nada recibe.
Parasitismo o depredación: no sabíamos cómo nos conducíamos. Lo que aparece
como normal, usual, ordinario en el conocimiento, vira hacia el escándalo y el abuso
en el intercambio. Ahora bien, si comenzamos a conocer mediante procesos jurídicos,
es necesario que una cierta justicia tenga lugar en el intercambio: de ahí la necesidad
de un Contrato.Toda pedagogía consiste en hacer del pequeño hombre un simbionte
o el socio de un intercambio equilibrado o equitativo, a partir del parásito que en el
origen no puede no ser…

Volvamos a la Edad Media donde fue inventada la repartición entre el sujeto del
conocer —nosotros, activos— y los objetos del mundo —neutros y pasivos—. El dominio
de las cosas que vino luego, estaba en embrión ya en esa pareja asimétrica cuyo
formato (de una eficacia terrible) cambió bruscamente el destino de Occidente. La
abstracción misma cambió, no se trataba ya de la idealidad matemática, sino del
hecho de que nosotros mismos nos extraíamos del mundo, que nos abstraíamos de
él. El mundo entero giraba en torno a nosotros, pequeños soles eficaces y narcisos.

Entonces, convertidas en cognoscibles, a veces conocidas, siempre reducidas y


siempre a distancia, todas las cosas se volvieron nuestra propiedad. A partir del
Renacimiento, cierto avance (llamado progreso) de la cultura occidental, madre de
esta pareja —por tanto de las técnicas correspondientes y de las ideologías políticas
asociadas— tomó ascensos verticales. Dejamos de considerarnos como cosas del
mundo en medio de otras, pero nuestra vida pensante y práctica, excepcional puesto
que dispensadora de las leyes de la naturaleza, se diferenció de la existencia del
resto de los existentes, sometidos ellos a esas leyes, tanto como decir a nuestras
leyes. Sujeto-Rey-Sol de los objetos.

Aventuro la hipótesis, nos dice Serres, de que nuestra cultura y nuestra historia
occidentales nacieron, poco a poco, de tener cada vez menos en cuenta al Mundo.
Hemos pasado nuestra vida, hemos consagrado nuestros pensamientos a abandonar
la Biogea. Incluso nuestras ciencias, objetivándola, la colocan a distancia. Todas las
culturas tienen en cuenta al Mundo, excepto sin duda la nuestra, que substituyó, por
ejemplo, el derecho natural antiguo por un derecho natural moderno, fundamentado
exclusivamente en una pretendida naturaleza humana. El Gran Pan ha muerto,
susurra una voz misteriosa en torno al Mediterráneo, a comienzos de nuestra era. Lo
real es racional; sordos a lo primero, sólo escuchamos lo segundo. Ciudad intra
muros, sociedad de humanos entre sí; afuera el campo, la rusticidad, las ciencias
duras, afuera el Mundo. Sólo cuentan los sujetos, colectivos o individuales, narcisos
juntos en su prado.

Ahora bien, nuestra cultura sin mundo, de repente, reencuentra el Mundo, no como
todas las otras, o como nuestras ciencias (antaño y hasta hace poco), por medio de
lugares o partes, sino en su totalidad. Nuestra voz cubría el Mundo. Él hace oír la
suya. Abramos los oídos.
Derretimiento de glaciares, subida de las aguas, huracanes, pandemias infecciosas,
la Biogea se pone a gritar…Encuentro con la totalidad, Pánico, ¡el Gran Pan está de
regreso!

¿Cómo el antiguo emparejamiento asimétrico puede llegar a deshacerse? Por medio


de una segunda evidencia que las ciencias nos enseñan: las cosas de la Tierra y de la
vida, como nuestros códigos, saben y pueden recibir información, emitirla,
almacenarla, tratarla. Estas cuatro operaciones especifican todas las cosas del
mundo, sin excepción, incluidos nosotros. Esta cuádruple proeza no nos ilustra como
sujetos ni los designa como objetos. De la misma manera que comunicamos,
entendemos y hablamos, escribimos y leemos, las cosas inertes como los vivientes
emiten y reciben información, la conservan y la procesan. Henos pues en igualdad.
Asimétrica y parásita, la antigua repartición sujeto-objeto ya no tiene lugar; todo
sujeto se vuelve objeto, todo objeto deviene sujeto.

Es necesario pues actualmente, afirma Serres, volver a escribir un juramento


generalizado para el conjunto de las ciencias, puesto que todos los científicos están
colocados ante responsabilidades creadoras ya evocadas. Cada uno lo prestará o no,
según su libre decisión. Es el siguiente:En lo que de mí dependa, juro: que mis
conocimientos, mis invenciones y las aplicaciones que de ellos se podrían derivar, no
los pondré al servicio de la violencia, de la destrucción o de la muerte, al crecimiento
de la miseria o de la ignorancia, al avasallamiento o a la desigualdad, sino que los
consagraré, por el contrario, a la igualdad entre los hombres, a su sobrevivencia, a su
elevación y a su libertad. Sin duda que Majorana, a diferencia de otras eminencias de
la física, incluido Einstein, hizo este juramento mucho antes de ser invocado por
Serres.

Galileo ha dicho que el mundo está escrito en lengua matemática. La matemática,


blanda, codifica al mundo, duro. Ella codifica, como un alma, al mundo como cuerpo.
La matemática se comporta como el alma del mundo, de las cosas, de los cuerpos.

Que se trate de las culturas o de los objetos de la llamada naturaleza, todo


elemento o conjunto recibe, almacena, trata y emite información. Podemos descifrar
no solamente las moléculas de los vivientes sino también los cristales y partículas
que prejuzgamos inertes, exactamente como nuestros archivos culturales propios, o
incluso con los objetos con que comerciamos. Todas las ciencias de acá en adelante,
pueden descodificar las fechas de sus objetos; ellas leen su memoria. Pues todas las
cosas del mundo conservan recuerdos, de ellas mismas y de los otros. En las rocas
profundas del globo yacen trazas de su magnetismo en el momento de su
enfriamiento; la radioactividad cuenta, casi enumerándola, la vejez del cuerpo
emisor; presente aquí y por todas partes, la radiación cosmológica marca y traza el
tiempo del Universo.

En cuanto hace a esta relación sujeto-objeto, los poetas y los artistas, pero también
variadas culturas salvajes, se instalan en otro paradigma. Ocurre así entre muchas
tribus amazónicas y su relación con los animales. Paul Valéry, en Diálogo del árbol
escribe: “Mi alma se hace hoy árbol. Ayer, la sentía fuente. ¿Y mañana?... ¿Me elevaré
con el humo de un altar, o me mantendré por sobre los altiplanos, en el sentimiento
de potencia del gallinazo sobre sus lentas alas; acaso lo sé?”

Paul Cezanne, un primitivo del arte moderno, en palabras del pintor, supo
trastocartambién la consabida relación sujeto-objeto: ninguna distancia entre el
mundo y el hombre, entre esta lluvia cósmica donde Cézannerespira la virginidad del
mundo y esta alba de nosotros mismos por encima de la nada que no pueden recoger
las manos errantes de la naturaleza. El pintor declara: Yo soy la conciencia del
paisaje.Hay y yo estoy ahí. El hombre está dentro del paisaje, aunque no sea visible,
aunque no aparezca ahí.

Rainer María Rilke, en Soneto a Orfeo, “Respirar: ¡Respirar!, invisible poema, puro,
incesante intercambio de nuestro ser con el espacio del mundo en el que
rítmicamente me cumplo. Ola única de la que soy el mar creciente”.

Así desaparece el enfrente. Una forma, una obra funcionan como un mundo. No
están en el espacio y en el tiempo, sino que –como ellas están en el mundo- el
espacio y el tiempo están en ella.

Maurice Blanchot, en El espacio literario, meditando sobre la muerte encuentra a


Rainer María Rilke, Elegías de Duino. Por la muerte “miramos hacia fuera con la
mirada de un animal”. Por la muerte, los ojos se invierten, y esa inversión es el otro
lado, y el otro lado es el hecho de vivir no ya apartado sino orientado, introducido en
la intimidad de la conversión, no privado de conciencia, sino, por la conciencia,
establecido fuera de ella.

Rilke se pregunta: ¿No podría haber un punto en que el espacio fuese a la vez
intimidad y afuera, un espacio que afuera fuese ya intimidad espiritual, una intimidad
que, en nosotros, fuese la realidad del afuera? Es el espacio interior del mundo
(Weltinnenraum). “A través de todos los seres pasa el espacio único:/espacio interior
del mundo./ En silencio los pájaros/ Vuelan a través de nosotros. Y yo que quiero
crecer,/ miro hacia fuera y es en mí que el árbol crece.”

Ley del antiguo hábitat: Duras o suaves, las antiguas ciencias explicaban sus leyes,
describían sus detalles y sus paisajes, permitían intervenirlo, trazar en él nuestra
marca, en fin: explotarlo. Ley del nuevo hábitat: Suaves o duras, las nuevas ciencias
buscan comprenderlo, interpretar sus sumas y sus relaciones, mantenerlo, cultivarlo
para hacer de él nuestro hábitat, o sea, nuestro simbionte. Comprender, algo más y
mejor que explicar; mantener, mejor y más que intervenir; cultivar, no explotar.

Que cómo había encontrado la ley de atracción universal, le preguntaron a Newton.


“Pensando en ello siempre… me sentí atraído…”, respondió Newton. Pensando en ello
todos los días, Newton fue atraídopor la ley según las cual los planetas se atraen los
unos a los otros… El entrenamiento inventa. Otros finos estrategas y técnicos del
cuerpo, los grandes místicos sabían ya, creo, dice Serres, esos secretos; las oraciones
regulares y las maceraciones les hacían subir hasta el Carmelo. ¿Cómo resolver pues
semejante paradoja?

Algunos pueblos salvajes de la Amazonia han practicado el pensamiento animista,


esta creencia de que todas las cosas tienen un alma. Su relación con los animales no
era de sujeto-objeto sino de participación y metamorfosis. Estos mismos pueblos, u
otros, practicaban el analogismo, esta creencia de que partes del yo de un sujeto
vienen de otras entidades, así como partes del yo van a integrar otras entidades,
personas o cosas.De esta manera, si la metamorfosis caracteriza al animismo, la
posesión caracteriza al analogismo. La posesión deconstruye a una persona y la
reconstruye a partir de otros elementos que pueden venir de o pertenecer a otra o a
otras. Cuenta Michel Serres que Jacques Monod, se quejaba de que le dolía la
espalda, mientras las cintas de ADN o de ARN lo poseían retorciéndole, como en su
modelo, su columna vertebral, fijada por el estudio. En muchas ocasiones, declara
Serres, he vivido la experiencia de encontrarme alienado por aquello en lo que
pensaba hasta la obsesión. ¿Se puede inventar sin ella? Pienso, por tanto soy otro.
Concentrado, focalizado, reunido en torno y hacia ese otro, hasta que él penetre en el
cuerpo. Exactamente alienado. Uno solo crea lo que sale de uno mismo; y si aquello
sale, se ha requerido que haya entrado. Usual y oscura, esta obsesión alcanza el
paroxismo cuando la pasión hace entrar tal mujer en el cuerpo, hasta la alienación:
¡te tengo en la piel! Ella posee al que se siente invadido por un demonio narciso y
narcótico. Invadido. Ocupado. Bebiendo el filtro hasta la hiel.

Soy animista, me metamorfoseo, soy analogista, soy legión.Sin embargo, en


Occidente predominó fue el naturalismo, un pensamiento en el que la conciencia o la
intimidad humanas, tanto como las culturas, diversas en el mundo, se separan de las
cosas y de los cuerpos. Naturaleza por una parte, cultura por la otra. Se dice que
hemos ganado en objetividad. Sujetos acá, objetos al frente. Al decir objeto, cosa,
real, tres palabras de origen jurídico, nuestra lengua cree ponerse a distancia, en
análisis fríos y lúcidos, mientras que gira en torno a pasiones y disputas.
La antigua cultura mediterránea asociada a la fabricación del queso azul nos da
una lección de vida. Es ni más ni menos aclimatar la podredumbre, una lección de
vida para mejor vivir en el Tercer Mundo y en cualquier parte, aprendiendo a acoger
las mezclas, el mestizaje, a convivir con el Mal y a encontrar un sentido en la
podredumbre, en la descomposición y cambio de una substancia, gracias a la
fermentación que ocurre por acción de una levadura, un hongo pequeño y vil que
invade y mancha la blancura del lacticinio. Un cultivo, un caldo de cultivo, de allí el
nacimiento de una cultura. Separar, eliminar lo sucio, asegura Serres, conduce a un
vivir aséptico y cerrado en medio de un espacio de basuras. Es el resultado de la
dicotomía. Lo mismo ocurre con el cuerpo: un organismo protegido del miasma es
frágil y ya está enfermo. Aquí manda la parada, justamente, la ley del tercero
excluido, la dicotomía de lo sucio y lo limpio, en breve, la partición en general es la
enfermedad. El infierno es la separación del paraíso y el infierno.

Lo que nos importa sobremanera es el hecho de que la sabiduría y la verdad


científica aclimatan lo venenoso, lo blando, lo podrido, lo corrompido, el mal, y la
enfermedad misma. Importa saber lo sano más allá de lo aséptico y lo fuerte más
allá de lo protegido…

Nuestras antiguas culturas oponían las culturas con escritura a la naturaleza sin
escritura; la nueva acoge las culturas sin escritura y la naturaleza con escritura.

R. P. G.

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